Los Besos de Maria

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Los besos de María

Triunfo Arciniegas
Ilustraciones de Sandra Ardila

A María Herminia Cáceres, árbol de mis hojas.

Los besos de María


Triunfo Arciniegas Ilustraciones de Sandra Ardila
ALFAGUARA
Jonás,
el pirata que se quedó del barco

Era terrible ese pirata. Su cabeza bri- Ilaba como


bola de billar. De la oreja izquier- da le colgaba una argolla de oro macizo.
Las tres heridas de cañón que adornaban su pecho parecían rasguños si se
comparaban con el re- miendo de la pierna. Sus brazos, gruesos tron- cos
repletos de tatuajes, exprimían al enemigo como si fuese una naranja y,
en las parrandas, quebraban los toneles de vino como si fuesen huevos. Con
sus manos desnudas podía atra- par un cocodrilo. Era terrible, era un pirata.
Ni los cocodrilos podían con Jonás.
El pobre cocodrilo, triturado entre sus brazos, soltaba el
reguero de lágrimas y supli- caba el perdón. Jonás, el pirata que se
quedó del barco, abría los brazos de par en par y con- cedía el perdón
con humildad y benevolencia. El cocodrilo, avergonzado, se escondía
entre las aguas y se alejaba para siempre.
Qué terrible era el pirata. Si amanecía con los trapos al
revés, gritaba como loco pa- ra asustar a los pájaros y soplaba hasta
encres- par el mar. En el brazo izquierdo se tatuó un corazón en llamas y
en el derecho un ancla ro-
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deada de estrellas. Una flor de


grandes y hermosos pétalos en- marcaba las cicatrices del pecho.
Jonás, el pirata que se quedó del barco una tarde de noviembre,
vivía de mal humor, el tabaco siempre encendido, apretado entre los dientes.
Unos días estaba peor que nunca y sus compañeros mantenían la distancia
para salvar el pellejo: el pirata de la pata de palo se rascaba sin ruido, el
cocinero se prohibía llo- rar mientras picaba la cebolla, el pirata más gor-
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do cantaba tapándose la boca. Un solo grito de Jonás hacía tambalear el barco.


Una vez casi naufragan por una cucha- ra. La niebla rodeaba
el barco, la sopa se en- friaba y Jonás, muerto de hambre, no encon- traba
su cuchara de plata.
-¿Quién demonios escondió mi cu- chara? -gritó-. ¿Cómo
demonios le voy a decir a mamá que perdí su cuchara del alma?
Por si no lo saben, perteneció a su abuela, do- ña Agapita de
Montenegro, que en paz des- canse. Papas, reyes y generales se
tomaron la sopa con esa cuchara.
Todo el mundo tembló. El barco tem- bló. El mar tembló. Los
tiburones se alejaron espantados. Hasta la niebla desapareció
con pasos de algodón.
Jonás gritó tres veces y el barco se sa- cudió tanto que
le entró el agua, como trein- ta pocillos de agua. Pataleó y los
piratas, con el corazón en la boca, recogieron los pies. Co- mo
sesenta pocillos de agua salada y fría en- traron sin permiso.
El enano que dormía debajo de la me- sa se despertó al
tercer grito: tenía un sueño de piedra. Se acomodó el parche sobre el
ojo iz- quierdo y con el otro descubrió la cuchara ti- rada en el piso,
mojada pero intacta, perfecta, junto a una moneda de oro. Feliz e
iluminado,
dio tres saltos mortales y quedó de rodillas a los pies de Jonás, con la cuchara
en la mano.
-¿Esta es la cucharita suya? -pre- guntó con su fina vocecita de enano
chillón.
Jo..ás, el pirata que se quedó del barco una tarde de noviembre por
buscar a su novia, le arrebató la cuchara y casi lo mata con la mi- rada de ambos
ojos.
-Quédate con la moneda
dijo.
Era un pirata terrible. Tenía una novia en Cartagena, una tal Perica
Lunares, que ven- día flores a los enamorados junto a la iglesia de San Pedro
Claver. Los lunares no los lleva- ba en la piel sino en el vestido rojo de volan- tes
que la hacía ver como una bailarina.
Una tarde de noviembre, el pirata se enfureció como un toro
porque no encontró a su negra en el puesto de flores. Los cartagene-
ros se arrodillaron de miedo en medio del te- memoto. Las murallas, intactas
durante siglos, se agrietaron. No era para menos.
El pirata, loco furioso, la buscó en su casa de la playa. Allí no había nadie
y nadie le dio razón. A la escuela de baile no asistía desde la semana anterior y en la
academia de corte y confección debía la tarea de pegar bo- tones con los
ojos cerrados. Jonás la buscó por toda Cartagena, desde Bocagrande
hasta el castillo de San Felipe, desde donde cantan las
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ranas hasta la venta de nísperos de Pascual Salamanca. La buscó tres días


y tres noches y se quedó del barco. Había desaparecido del mapa la tal
Perica Lunares.
Y así Jonás se encontró sin novia y sin barco, varado en
Cartagena de Indias. Y casi sin tabacos: le quedaban tres.
¿Dónde anda- rían sus amigos? ¿En qué mar los muy mal- ditos
beberían y bailarían, disfrutando del más reciente botín? Ay, ya
empezarían a olvidarlo. Traidores. Jonás se entretuvo
dibujando mu- ñecos en la playa con un palito de helado y
pateando los castillos de arena de los niños. Los policías, temerosos
de pisar su sombra, se alejaban con el rabo entre las piernas.
"Pi- rata desventurado", murmuraban. Durante el día el pirata
paseaba con una tajada de piña, y en la noche bebía ron Medellín con
Coca- Cola hasta emborracharse. Todas las madru- gadas se veía al pirata
gritarle al mar sus des- gracias.
Me gusta asaltar barcos, robar gran- des tesoros y
enterrarlos en una isla lejana. Me gusta cuando las señoras gritan
de miedo y es-- conden los collares en el seno. Me divierten los incendios.
Nadie se acercaba por miedo.
Sólo una rana medio loca que era ami- ga de todo el mundo, la
rana Susana, que es-
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tudiaba francés en la universidad desde hacía por lo menos veinte años, se le


acercó con una carta perfumada. Era de Perica Lu-
nares, por supuesto, que lo extrañaba en Bogotá.
-Le escribiré ahora mismo --anun- ció el pirata. Se nota que la pobre se
muere por mí.
Jonás, el pirata que se quedó del barco una tarde de
noviembre en Cartagena, le es- cribió a su adorada con letras de aprendiz
una larguísima carta, adornada con gruesos cora- zones atravesados
por flechas. Después de las frases de amor que los piratas repiten en
todos los
os puertos, le pidió que volviera pronto por una razón elemental: a
Bogotá no iban los bar- cos. La rana Susana llevó de inmediato la car- ta al
correo y volvió junto al pirata.
Se hicieron amigos.

Tubay th

Penc

3,
17

La rana Susana organizó una fiesta en la playa y el pirata se


aburrió: no había incen- dios ni barcos hundidos ni saqueos. Nadie dis-
paró un cañón ni a nadie le cortaron la cabeza. Nada divertido,
La rana Susana lo invitó al carnaval de Barranquilla. Se pintó
como un payaso y lució su traje más atrevido, las zapatillas de
cristal y los anillos. Se veían divinos el pirata y la lo- ca, y hasta
ganaron un premio. Pero Jonás se sintió como gigante en piñata.
La rana Susana lo invitó al banquete Une del cumpleaños de Pedro
Abundio, un rica- chón de bigotes espesos, que escupía fuego y paraba
las orejas como los conejos, y el pira- ta se comió casi todo sin permiso de
nadie. Una dama de ojos negros quiso encender un fino tabaco de Vuelta
Abajo en las llamas del corazón de su brazo izquierdo, y el pirata la
derribó con un suspiro.

quejó.
-Estoy enamorado de Perica -dijo. -¿Y qué tiene Perica que
no tenga yo?
Lunares -explicó el pirata.
No estaba contento.

-Sin mi cigarro no vivo contento-se

La rana Susana trajo cigarros, perfu- maditos, con anillo de


oro, como le gustaban al pirata. Y una semana más tarde otra carta:
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El pirata soltó tres frases de amor en francés y Perica sintió


que volaba. La fiesta volvió a prenderse. La rana Susana se hizo
amiga de todos.
-Ven con nosotros dijeron los pi- ratas. La lora se nos voló en Panamá
con un gorila tuerto.
La rana Susana se mostró indecisa. ¿Quién cuidaría sus charcos?
Le prometieron la mitad del próximo botín.
---Ven con nosotros dijo Jonás, el pirata que se quedó del
barco una tarde de noviembre en Cartagena. Vamos a Francia, querida,
seremos felices.
-Bailaremos en las calles de París, be- beremos champaña y
seremos felices -di- jeron todos los piratas.
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La rana saltó al barco. Y luego al hom- bro de Jonás, el


pirata que se quedó del barco una tarde de noviembre en Cartagena
por bus car a su novia. Y el barco se aleje.
Juego de botones

Tres botones blancos, casi transparen- tes, se


desprendieron de una camisa de colores, porque estaban cansados del agua
fría que los resquebrajaba, de las cosquillas del jabón, del desespero de la
plancha y de viajar donde a la camisa se le antojara. Rodaron con regocijo.
Por unos días fueron ojos y boca de una muñeca de trapo que
pasaba el tiempo frente al espejo, peinándose para una fiesta que nunca
llegaba.
Fueron una constelación en la parte más alta del cielo hasta que
alguien se enteró de la farsa y los bajó a piedra.
Conocieron la playa pero no les gustó porque la arena les
tapaba los agujeros y la es- puma los volvía resbalosos.
Se pegaron a un abrigo negro y se abu- mieron de asistir a los
entierros. La sal de las lágrimas no les caía bien.
Fueron felices en la corbata de un paya- 30. Se reían tres
veces al día, cada función era una
sola carcajada, pero al final venían
los ni- ños con sus manos untadas de helado y choco- late y los
dejaban empegotados, todo un desas-
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tre. Al final los botones decidieron separarse y conocer el mundo por su propia
cuenta.
El primer botón cayó en las manos del loco Gabriel Candelas, que
lo confundió con una moneda. Lo lanzaba al aire y lo atrapaba con los
dientes. Toda fascinada, la gente se acercó a contemplar el espectáculo,
llenan do la calle y congestionando el tráfico. La ciudad se desordenó y cundió el
pánico: los señores no liega- ron a tiempo a la oficina, las muchachas no se vieron con
el novio, por un empujón el vendedor dejó esca- par catorce globos y se quedó con la boca
abierta hasta que des- aparecieron entre las nubes, el cartero cayó de su bicicleta y el
vien- to desparramó las cartas entre la multitud.
La policía capturó
M

al loco, que se negó a sepa-


rarse del tesoro.
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-Es una moneda de Alejandro Mag- no-explicó.


Los policías observaron con temor.
El cuento fue de boca en boca.

El presidente de la república, tan pron- to se enteró, invitó al


palacio al loco Gabriel Candelas. Nadie sabe de qué hablaron, pero ese mismo
del tesoro público. La noticia dio la vuelta al
día el loco fue nombrado ministro
mundo. Bancos y museos de distintos países se interesaron por la
moneda de Alejandro Mag- no, pero el loco Gabriel Candelas, decidido, se
la cosió a la solapa de su saco de ministro. Se le vio mucho en la televisión y los
periódicos, con discursos de treinta páginas y declaracio- nes escandalosas.
Vivía dichoso porque ahora podía gritar las barbaridades que se le
ocurrie- ran y la policía no decía ni mú.
Eso pasó con el primer botón.
El segundo botón cayó en manos de un niño. No le dio
importancia y lo olvidó en uno de sus bolsillos. De allí lo rescató su madre a la
hora de lavar la ropa, y el domingo en la noche se lo cosió a la
camisa del marido, Arquímedes Santos, que se sintió feliz con los botones
com- pletos por una vez en la vida. Ese lunes el señor Arquímedes, feliz e
inspirado, confundió una ventana con una puerta. Era albañil y colocó la
puerta donde era la ventana y la ventana donde
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era la puerta. Los dueños se emocionaron con el cuento de entrar a casa por
la ventana y mirar la luna a través de la puerta. El resto de sema- na al hombre le
llovieron contratos para cons- truir casas a la última moda.
-Un botón puede cambiar el mundo
-dijo el albañil.
Pronto se hizo arquitecto.
Eso pasó con el segundo botón.
El tercer botón cayó en manos de una solterona de la Antigua Calle
del Deseo. Le gustó tanto, se enamoró tan perdidamente del botón, que se
dedicó a su adoración día y no- che. Le cortó una camisa y la colgó en el bal-
cón. Se deshizo en suspiros al atardecer, entre los dedos de la brisa.
Eso pasó con el tercer botón.
Un músico que buscaba la casa de una amiga para obsequiar- le
un ramo de astromelias, trope- zó con el balcón de la Antigua Calle
del Deseo y, fascinado, preguntó por el precio de la
camisa.
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-Ni por un millón de estrellas-d


la solterona.

-Sólo déjame probarla-dijo el m sico. Uno debe ser muy


feliz con esa can sa. Déjame entrar.
Como el músico tenía su gracia, la s terona le permitió la
entrada y la camisa. Ci to aire de felicidad inundó la casa. El músic
alborotado, comenzó a cantar. Parecía que le escapaban pájaros del
corazón. La dicha llenó los ojos de lágrimas.

darina.
-Te doy mi guitarra española.
-No.

-Te doy una dulzaina que sabe a ma


No.
-Una flauta dulce, una trompeta chocolate y un tambor de
estrellas.
-No.

-Te la cambio por la orquesta de l


cho Galán.
-No.

-Por mi corazón, por mi mamá, ] este ramo de astromelias.


La solterona dijo que no. El músico s taba y saltaba por toda la
casa, como loco,
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--Quédate-dijo.
-Ay, cosita linda, mamá cantó el músico. ¿Me quedo con la
camisa?
4
Quédate en casa. Te la presto mien- tras no salgas de la
casa. Quédate, cantas me- jor que los canarios.

sico.

terona.
-Mejor me caso contigo-dijo el mú-

Si no hay más remedio-dijo la sol-

El músico se arrodilló y le ofreció a la solterona el ramo de


astromelias. Se dijeron sus respectivos nombres, Rafael Escalera de los Altos
Balcones y Pepita Ventana del Cas-- tillo, y decidieron que eran preciosos.
La mu- jer reflexionó que no sólo conservaba la ca- misa sino ganaba un
marido de nombre altivo y sonoro, y además un músico, una respeta-
ble competencia para los canarios, que se es- merarían. Era una mujer
con suerte.
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el mundo para terminar preso en la


Otra cosa creía el botón. Tanto rodar por
camisa de un músico. ¿Dónde estarían sus hermanos? La boda fue
bellísima, con orquesta, ponqué de siete pisos y como trescientos in-
vitados, y qué clase de invitados. Todas las mu- jeres querían bailar con el
novio para contem- plar de cerca la camisa.
De pronto se oyó un alboroto. Acaba- ba de llegar el
ministro del tesoro público.
-Gracias por invitarme, Rafael-di-
jo el ministro.
-De nada, Gabriel-dijo el novio. Novio y ministro se abrazaron
y en el abrazo los botones se reconocieron.
-Hermano, pero si eres tú-se dije- ron-¿Qué sabes de
nuestro hermano?
de polvo, y apareció el
Entonces un nuevo alboroto, una nube
famoso arquitecto, el rico y poderoso Arquímedes Santos, quien
reu- nió en su abrazo al ministro y al novio.
Los botones se tocaron.
La fiesta se volvió una locura. Hombres sin corbata y mujeres sin
zapatillas bailaron hasta encima de las mesas. Unos brincaron co- mo
cabras, otros se retorcieron como serpien- tes. Despeinados y felices,
se gritaron frases de amor. La mujer que se masajeaba los pies y el
hombre ansioso que le contaba historias.
30

roncaron en la misma silla. Una dama antigua, cubierta de joyas, clavó el


pico en el plato y soñó con el marinero de su juventud, y otra, recostada
en la alfombra, preguntó con los ojos cerrados: "¿Alguien sabe cómo me
llamo?"
Al amanecer, cuando los músicos guar- daron los instrumentos y
se retiraron con pa- sos de sueño, los novios y los invitados ronca- ban en la
sala, en los corredores, en la cocina, en el tejado.
El primer botón bostezó y se despren- dió de la solapa del
ministro Gabriel Cande- las, el segundo se sacudió de la camisa del
Arquímedes Santos, y rodavon hacia el tercer botón, que pronio se zafó
de los dominios dei músico Rafael Escalera, que rocaba junto a una
gorda que no era su mujer.

primero
-¿Y ahora qué hacemos? dijo el

Vámonos a otra fiesta, que ésta se


acabó --dijo el segundo.

cero.

-El mundo es redondo -dijo el ter-

Y rodaron con regocijo.


La moneda de Pedro Lucas
Al salir de su casa, Pedro Lucas arro- jó al aire una
moneda y saltó para atraparla. Golpeó piedrecitas con la punta del
zapato. Silbó tres veces y el perro no apareció. Volvió a arrojar la moneda
pero esta vez, deslumbra- do por el sol, no pudo atraparla.
La moneda rodó calle abajo, hasta el sombrero de un
mendigo ciego, que tocaba para nadie una guitarra de cinco cuerdas.
--Dame mi moneda -dijo Pedro Lu-
cas-. Quiero comprarme un helado.
-Lo que cae en el sombrero es mío -dijo el limosnero. En estos
días casi no cae nada.
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-¿Qué quieres por la moneda?


-Con diez uvas frescas me conformo -dijo el limosnero. Compadécete
de mí, muchacao. Tengo la boca seca y el corazón adolorido.
Abrió su camisa para mostrar los agu- jeros del corazón.
Cualquiera se podía hurgar con el dedo.
-No fueron las balas del campo de ba- talla sino los desaires
de una negra que cono- cí en Ciénaga de Oro. Desde entonces, mucha-
cho, quedé ciego de amor y todo agujereado.
Pedro Lucas fue a la venta de frutas y
le pidió al dueño diez uvas frescas.
-¿Qué me darás a cambio? --dijo el dueño. Con una tacita de café
me confor- mo. No puedo descuidar el negocio. El otro día me dormí
cinco minutos y se desaparecie- fon tres manzanas. No te demores con el
café. Anoche me desvelé pensando en la Juliana y estoy cabeceando de
sueño.
Pedro Lucas fue a la cafetería y le pi-
dió al dueño una taza de café.

-¿Y qué me darás a cambio? --dijo el dueño. Con un


pisacorbatas me conformo. Tengo una cita con Rafaela Canela esta tarde y
quiero mantener la corbata en su puesto. Tengo la corbata y el sombrero,
pero me hace falta el pisacorbatas. Apúrate, que Rafaela me espera.
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Pedro Lucas fue al almacén y le pidió al dueño un pisacorbatas.


-Tengo algunos en promoción -di- jo el dueño. ¿Pero qué me
darás a cambio? Déjame pensarlo. Anoche me emparrandé y mira las
consecuencias: me tiemblan las ma- nos y la sed me atormenta. Con un helado me
conformo. Escoge tú el sabor.
Pedro Lucas fue a la heladería y le pi- dió al dueño un helado de
chocolate.
-¿Qué me darás a cambio?-dijo el dueño. Con tres plumas
de paloma me con- formo. Es una tarea para mi hija, que no tiene tiempo de
buscarlas porque me está planchan- do las camisas.
Pedro Lucas paseó por el parque y en- contró debajo de un árbol tres
plumas de pa- loma en buen estado. Jugueteó con la más queña,
manteniéndola a soplos en el aire. Vol- pe- vió a la heladería y cambió las
plumas por el helado de chocolate.
Como el sol derretía el helado, Pedro Lucas le pasó la lengua unas
cuantas veces. Tal vez el hombre del almacén no lo notara.
-Ya no quiero el helado-dijo el hom- bre--. Antonieta me
trajo limonada. Pero, de todos modos, elige el pisacorbatas.
Pedro Lucas terminó el helado y llevó
el pisacorbatas a la cafetería.
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35

Pedro Lucas fue al almacén y le pidió al dueño un pisacorbatas.


---Tengo algunos en promoción -di- jo el dueño. ¿Pero qué me
darás a cambio? Déjame pensarlo. Anoche me emparrandé y mira las
consecuencias: me tiemblan las ma- nos y la sed me atormenta. Con un helado me
conformo. Escoge tú el sabor.
Pedro Lucas fue a la heladería y le pi- dió al dueño un helado de
chocolate.

-¿Qué me darás a cambio? -dijo el dueño. Con tres plumas de


paloma me con- formo. Es una tarea para mi hija, que no tiene tiempo de
buscarlas porque me está planchan- do las camisas.
Pedro Lucas paseó por el parque y en- contró debajo de un
árbol tres plumas de pa- loma en buen estado. Jugueteó con la más pe- queña,
manteniéndola a soplos en el aire. Vol- vió a la heladería y cambió las plumas
por el helado de chocolate.
Como el sol derretía el helado, Pedro Lucas le pasó la lengua unas
cuantas veces. Tal vez el hombre del almacén no lo notara.
-Ya no quiero el helado-dijo el hom- bre--. Antonieta me
trajo limonada. Pero, de todos modos, elige el pisacorbatas.
Pedro Lucas terminó el helado y llevó
el pisacorbatas a la cafetería.
35

Pedro Lucas fue al almacén y le pidió al dueño un


pisacorbatas.
---Tengo algunos en promoción -di- jo el dueño. ¿Pero
qué me darás a cambio? Déjame pensarlo. Anoche me emparrandé y
mira las consecuencias: me tiemblan las ma- nos y la sed me atormenta. Con un helado
me conformo. Escoge tú el sabor.
Pedro Lucas fue a la heladería y le pi- dió al dueño un helado de
chocolate.
---¿Qué me darás a cambio? -dijo el dueño. Con tres plumas
de paloma me con- formo. Es una tarea para mi hija, que no tiene
tiempo de buscarlas porque me está planchan- do las camisas.
Pedro Lucas paseó por el parque y en- contró debajo de
un árbol tres plumas de pa- loma en buen estado. Jugueteó con la
más p
queña, manteniéndola a
pe-
soplos en el aire. Vol- vió a la heladería y cambió las plumas por el helado
de chocolate.
Como el sol derretía el helado, Pedro Lucas le pasó la lengua unas
cuantas veces. Tal vez el hombre del almacén no lo notara.
-Ya no quiero el helado --dijo el hom- bre. Antonieta me trajo
limonada. Pero, de todos modos, elige el pisacorbatas.
Pedro Lucas terminó el helado y llevó
el pisacorbatas a la cafetería.
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37
Toma tu taza de café-dijo el dueño. Pedro Lucas llevó la taza de café a la
venta de frutas.
-Toma las uvas frescas-dijo el dueño. Pedro Lucas llevó las uvas al
limosne- ro, que las saboreó y le dio las gracias.
-Toma tu moneda, muchacho, y cóm- prate el helado-dijo
el limosnero.
-¿Y ahora cómo sigue tu boca? -Mejor, muchacho.
-¿Y el corazón?
-Mucho mejor.
Pedro Lucas arrojó la moneda al aire, la atrapó y la
depositó en el sombrero del men- digo ciego.
-Te recomiendo el helado de choco- late-dijo. Lo que cae en
tu sombrero es
tuyo.
Silbó una sola vez.
El perro apareció batiendo su cola de
espuma y le lamió la mano.
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La moneda resplandeció en el sombre- ro, como despidiéndose.


Pedro Lucas acarició las orejas del pe- rro y volvió a casa pateando
piedrecitas.
Los besos de María

*
Antes de partir a la guerra, un hombre dejó a su
novia una docena de besos. "María, voy a salvar la patria, te dejo
doce besos que son la vida mía, cuídalos", dijo el hombre en la
puerta. "No te preocupes, Federico", dijo María y le hizo adiós con un
pañuelo.
María iba a todas partes con sus besos, bien repartidos
por toda la cara. Amaba a to- dos y todos amaban a María, pero el
más gra- cioso le bailaba en la nariz y el preferido le volvía la boca como
una rosa recién cortada. Los hombres la seguían como perros muertos de sed.
"María, vida mía, tírame un beso", le decían, muertos de la necesidad. María
no se sentía sola, no sabía mucho de la guerra y se declaraba feliz.

El lunes recibió una carta de Federico, que le contaba que la guerra


iba bien, más o menos empatados en muertos y beridos, pero la
extrañaba, y que por favor le enviara un be- so. María se
arrancó un beso de la mejilla y se lo entregó al cartero, que lo
guardó en la car- tera, subió a la bicicleta y echó a rodar calle
abajo.
42

Con once besos


María todavía era feliz.
F! martes recibió otra
carta. María vivía en la parte
más alta de la ciudad y el cartero llegaba sudoroso y con la lengua
afuera. Apartó las nubes para tocar la puerta y le sugirió a María
que viviera un poco más abajo, donde su casa no se confundiera con las
nubes, porque sus viejos huesos no daban para tanto, o le roga- ra a su
enamorado que no le escribiera tan seguido.
-¿Cómo sabes que son cartas de amor? -preguntó María.
-Sólo llevo cartas de amor-explicó el cartero. Las reconozco por
el olor, Ma- ría. Huelen como los duraznos a las tres de la tarde.
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Federico necesitaba otro beso porque lo habían herido en


el corazón. "Seguramen- te se enamoró de un enemigo de ojos
verdes", pensó María y al momento se arrepintió de pensarlo.
Envió el beso por entrega inmedia- ta y al día siguiente recibió las
gracias y la solicitud de otro beso, esta vez para el capitán, que
agonizaba con un balazo en la cabeza.
"La guerra se pone dura", decía Fede- rico en la carta
que María recibió el jueves. El beso para el capitán llegó tarde.
Tres soldados malheridos se disputaron el beso de María y encontraron
alivio. Soñaron con María.
María dejó de recibir cartas, para di- cha del cartero, que
pensó que el hombre ha- bía muerto de amor. Con nueve besos María aún
era feliz. "Mira esa mujer llena de be- sos", decía la gente a su paso.
María sonreía.
Un payaso en bicicleta le robó un be- so. María lo
persiguió pero no lo alcanzó.
ría.
Ese beso te va a matar --gritó Ma-
Le quedaban ocho. En eso pensó antes de dormir. Se los
contempló en el espejo, to- da vanidosa, toda feliz.
Al despertar, sólo tenía siete. "¿Cómo es posible que me
roben mientras duermo?" Se lo preguntó al espejo y el espejo no
respon- dió. Pensó que tal vez un ángel había entrado
44

a su cuarto, tal vez un vampiro, tal vez quién sabe. Sacudió la cama, buscó
debajo, entre los zapatos y las medias, revolvió todo el cuarto porque un beso se
puede encontrar en cual- quier parte, y luego toda la casa. El corazón le subía
y le bajaba como un yoyo. Al fin, desde la ventana, descubrió que su gato se re-
lamía de gusto en el jardín. "Miserable la- drón", gritó, "te voy a volver al revés y
te sa- caré el beso". El gato no se volvió a dejar ver.
María se dedicó a cuidar los besos.
-¿Quién fuera un pájaro en ese árbol
de besos? -decían los hombres.
-Ay-decían otros. ¿Quién fuera el cielo de semejante enjambre de
estrellas?
Un limosnero ciego inventó una can- ción. Al poco tiempo
toda la gente cantaba la canción de los besos de María en todas partes.
Furiosa, María buscó al limosnero y le hizo al- gunos reclamos. "Mis
besos son mis besos", gritó María. ¿Quién le daba derecho a cantar
sobre sus besos?

-No se habla de otra cosa en la ciudad dijo el limosuero-. Vas de boca en boca,
María.

La mujer precisó ciertas inexactitudes, y el limosnero aceptó modificar


algunas estrofas. Me tomé algunas libertades por el afán de cuadrar la
rima -se disculpó-. Y me
45

imaginé qué pasaría con el resto de los besos.


María le arrojó una moneda y le aseguró que no
pensaba perder un beso más.
Eso pensaba María. Los besos estaban inquietos, se le
saltaban de la cara, se le escapaban en la os- curidad. María no
quería quedar- se sin besos, pero los besos como que buscaban
dueño.
Un viento terrible le arrancó tres besos. La lluvia le derritió otro.

De tres besos dependía la vida de Ma- ría cuando se


enamoró del negro Nicanor.
-Aléjate, llevas besos de otro -dijo
el negro.
46

---Ay, Nicanor, son besos de María


-dijo María.

María.
Se nota que son de otro.
Prueba y verás que son míos-dijo

-¿Cuál vas a darme?


-El que tú quieras --dijo María.
El negro pidió el beso de la frente. "Sa-
be a chocolate", dijo, relamiéndose. "Espéra- me el domingo en el
parque de los girasoles." Y se fue volando.

perar.
María llegó temprano y se sentó a es-

El negro apareció pronto con un copi- to de nieve y una cometa de


corazones. Fue- ron al monte de los suspiros a elevar la come- ta. El beso que le
quedaba en la nariz a María subió por la cuerda, llegó a la cometa y se ex- travió
entre las nubes.

Al anochecer, el negro le pidió el últi-


mo beso.

liz.
-María, dame el beso de tu boca. María se lo dio con gusto y durmió fe-

Entonces apareció el hombre que se había ido a la guerra.


"Federico, te daba por muerto", gritó María, muerta del asombro. El hombre no
reconoció a María sin sus besos. Se despidió casi de inmediato y compró el pe
47

riódico para saber donde había otra guerra. Allí murió con una bala en el
corazón y el dulce nombre de María en la boca.
María se casó y el resto de su vida fue feliz con besos de
negro.
tett
BeS⋅OS
de

El sapo tenía una venta de besos en la


plaza de mercado del Señor de los Milagros, y era una venta exitosa,
por cierto. Venían a ver al sapo desde tierras lejanas y recibían el
paquete de besos luego de contar las historias más terribles. A
muchos se les vio corriendo, felices, con los besos en una caja de carame-
los o en una botella de Coca-Cola.
-¿Para qué necesitas mis besos?
Quiero que María Inés me quiera. -¿Por qué?
-No quiero vivir sin María Inés.
Dame treinta rosas amarillas y un ta-
rrito de mermelada de albaricoque.
El pobre hombre buscó las rosas y la mermelada con tanta
devoción, con tanto fer- vor, que la noticia voló a los oídos de María Inés, y
cuando regresó de afán a su país, Ma- ría Inés lo esperaba con los brazos
abiertos, muerta de curiosidad por los besos de sapo.
Una muchacha pálida, que había olvi- dado quién era de tanto
mirar la luna, llegó tam- baleándose a la plaza de mercado del Señor de los
Milagros, y el sapo le entregó sin preguntas
52
roja. La muchacha se los comió
media docena de besos atados con una cinta
uno a uno y recordó que venía del mar, que respondía al nombre de Juana
Peralta y le había dado el corazón a un tal Nicasio Almirante. Luego re-
cordó quién era el tal Nicasio y se fue co- rriendo.
El sapo era de una eficacia asombrosa. Sus besos servían
hasta para curar el dolor de estómago. Una vez una señora acudió con lá-
grimas a la famosa plaza de mercado del Se- ñor de los Milagros porque
se habían robado su vaca de pintas negras.
-Deja de llorar, Lola ya está en el pa-
tio de tu casa -dijo el sapo.
-¿Y vas a darme besos?
-Te doy uno para Lola,
aunque no lo necesita.
-¿Sólo uno?
-Le das tréboles frescos machacados con azúcar morena
y agüita de yerbabuena porque vol- vió muy asustada. La
ordeñas, haces un queso y
me lo traes.
53

A la semana siguiente la señora volvió con el queso y la


vaca.
-Eres el héroe de la familia --dijo. Lola cubrió al sapo con besos
de novia
agradecida.
-No más, no más, que me haces co- lorear --suplicó el sapo.
Había escapado viva de milagro. A pun- to de sacrificarla,
los ladrones se quedaron dor- midos de un momento a otro, con la taza del
chocolate entre los dedos. Lola reventó la cuer- da del cautiverio y caminó bajo la
luna llena hasta encontrar el patio de su casa.
El sapo había alcanzado la felicidad. Ve- nían a verlo de todas
partes del mundo para saber la historia de la vaca y él contaba cada vez una
versión distinta. O la historia de los besos. Dijo, por ejemplo, que se le
ocurrió la idea del negocio después de leer Historia uni- versal del
beso, una antigua edición de tres to- mos empastados en cuero y con
ilustraciones a todo color, que descubrió en el mercado de las pulgas. Otra
vez dijo que un hombre muy viejo le había ofrecido tres deseos a la orilla
de un pozo. Este era el primero: cumplir los de- seos ajenos. Había
estado tan entretenido que aún no solicitaba los otros dos.
La fama de sus historias casi igualaba el prestigio de los
besos. A nadie le sorprende-
54

ría que se hiciera escritor y sus libros se ven- dieran como pan caliente, con la
sonrisa de ore- ja a oreja en la foto de la solapa.
Le gustaba ser sapo. Se veía al espejo y reconocía que el poeta
Whitman tenía ra- zón: el sapo es la obra maestra de Dios. "Soy como soy y me
gusta como soy", decía cada mañana. La gente lo adoraba.
Todo estuvo de maravilla hasta que el sapo se enamoró. Como
todos los sapos, se enamoró de la más bella, una que no quería nada, que
no parecía de este mundo, una que pasó por ahí y ni siquiera lo miró.
El sapo cerró el negocio y corrió detrás de la hermosa.
jer.
-¿Qué quieres?
Quiero verte dijo el sapo.
-No estoy en exhibición --dijo la mu-

Quiero vivir contigo dijo el sapo, todo débil. Quiero


chapotear en el pozo de tu corazón. Quiero bañarme en la fuente de tus cabellos. Te
daré todos los besos que quieras.
-Si con esos sueños te despertaste,
querido, vuélvete a dormir.
-Me llamaste querido dijo el sapo, y de regocijo casi revienta.

sos?
¿Tú eres el presumido que vende be-
55

-Lo veo y no lo creo, princesa. Ha- bías oído de mí. ¿Acaso


me buscabas?
-Nunca había oído hablar de ti. ¿A cómo vendes los besos?
-Por docenas hago descuentos-di-
jo el sapo, todo coqueto.
No quiero tus besos.
-Quiero los tuyos dijo el sapo, y estiró la lengua para
atrapar una mariposa que le llenó la barriga de colores.
princesa.
Descarado. Así no se le habla a una

---Perdona este alboroto, princesa. Ten- go el corazón como potro


desbocado. -¿Qué harías por mí?
-Lo haría todo por ti
dijo el sapo.
Tengo sed. Tráeme un viento raspado.
El sapo trajo el vaso de viento raspadol
más dulce, más colorido, más suave de toda la
plaza de mercado.
Vas bien. Tráeme una cometa.
56

El sapo no sólo trajo la cometa sino


volvió volando.
que

-Te ves bien en el aire. Tráeme una


rosa de azúcar.
Nadie sabía de las rosas de azúcar, pe- ro el sapo regresó con
una.
-Te mereces un beso.

-Nunca he querido tanto algo en mi vida dijo el sapo y cerró


los ojos.
Se sintió llenó de estrellas, se sintió un- tado de chocolate, se sintió
perdido en una in- finita sala de conciertos donde se oía toda cla- se de música.
Al abrir los ojos era completa y abso- lutamente feliz.
Estoy a punto de pedir mis otros dos deseos, pero me
aguanto -dijo.
-¿De qué hablas? Déjate de secretos. -Tengo dos deseos
pendientes -ex-
plicó el sapo.
--Sólo tienes que pedirlos.
--Los reservo para la luna de miel -confesó el sapo.

cesa.

-En ese caso, casémonos cuanto antes. -¿No se vería raro? Eres toda una
prin-

Casos peores se han visto.


-No soy un príncipe, soy un sapo.
-Se nota de lejos.
57

-¿Y de cerca?
-No cabe la menor duda --bromeó la princesa. No seas tonto,
sabía que eras un sapo cuando te busqué. Abandoné un reino por
conocerte.

-¿Me buscaste? El corazón me salta


como un sapo.
-Sabía de ti-dijo la princesa, son- riendo. Ya eres mi amor y
tienes derecho a mis secretos.
El sapo hizo tres saltos tan perfectos
que merecieron tres besos.
-Ay, tus besos dan felicidad. Dan ga- nas de vivir. De
trabajar. Con permiso, debo abrir el negocio. De algo tenemos
que vivir.
58

--Te mereces todos los besos, queri- do, te desvives por la


felicidad ajena.
La hilera de clientes atravesaba el pue- blo. Habían esperado
con paciencia porque sa- bían que el sapo volvería y entonces recupera-
rían la dicha. Los besos mantenían su eficacia, mucho más ahora que el sapo vivía
con una mu- jer cuya sola presencia daba ganas de cantar y cuyos besos
aseguraban la felicidad.
Y el sapo, desde entonces y más que nunca, repartió besos sin
lástima en la plaza de mercado del Señor de los Milagros.

Besos de loca

Irene era una loca que repartía besos en las


esquinas de Bogotá. Todas las esquinas servían para su
propósito. Acechaba como un combatiente y caía de sorpresa sobre
la vícti- ma elegida, alguien que, según su mirada, ne- cesitaba el
consuelo de un beso para seguir viviendo. Trapos de colores y
peinados extra- vagantes eran su gracia. La policía la perse- guía
porque nadie puede andar por ahí repar- tiendo besos sin permiso.
-Con mi boca hago lo que quiero-gri- taba la loca. No soy
una venta ambulante ni necesito permiso de nadie. Soy un beso.
Y seguía repartiendo sin lástima.
Leía poemas en las noches de luna lle- na. Mantenía un ojo
en el libro y otro en la ca- lle. No despreciaba una sola oportunidad.
relamía de gusto y pasaba la página.
d. Se

Después de las esquinas, aprovechaba los semáforos en rojo.


Los hombres llegaban a casa con la cara llena de besos, como atro
pellados por el viento de la dicha, y la mujer les cerraba la puerta
en las narices. Entre la medianoche v el amanecer. los hombres re-
62

gresaban a buscar a la loca y le devolvían los besos.


-Otro día decían. Otro día me quedo con sus besos.
Nadie se quedaba con los besos de la loca, que andaba cabizbaja,
aplastada por tanto desprecio. Algunos hombres ni siquiera tenían la
cortesía de devolver los besos. Los arrojaban en cualquier bote de desperdicios.
Otros mal- decían la devoción de la loca y manoteaban para mantener la distancia.
Corrían como alma que lleva el diablo. La loca casi era el enemigo público
número uno. Los niños cantaban can- ciones de burlas y las mujeres
perfeccionaban chismes mientras el esmalte se secaba en las uñas. Ciertos letreros de advertencia
ilustraban el sendero de la loca y dificultaban su tarea:

O.
Ojo cuidese
de 12

LOCA
Cvidese de su boca

Irene era una loca que repartía besos en las


esquinas de Bogotá. Todas las esquinas servían para su propósito.
Acechaba como un combatiente y caía de sorpresa sobre la vícti- ma
elegida, alguien que, según su mirada, ne- cesitaba el consuelo de un
beso para seguir viviendo. Trapos de colores y peinados extra-
vagantes eran su gracia. La policía la perse- guía porque nadie puede
andar por ahí repar- tiendo besos sin permiso.
--Con mi boca hago lo que quiero-gri- taba la loca. No soy
una venta ambulante ni necesito permiso de nadie. Soy un beso.
Y seguía repartiendo sin lástima.
Leía poemas en las noches de luna lle- na. Mantenía un ojo en
el libro y otro en la ca- lle. No despreciaba una sola oportunidad. Se
relamía de gusto y pasaba la página.
Después de las esquinas, aprovechaba los semáforos en rojo. Los
hombres llegaban a casa con la cara llena de besos, como atro pellados
por el viento de la dicha, y la mujer les cerraba la puerta en las
narices. Entre la medianoche v el amanecer. los hombres re-
62

gresaban a buscar a la loca y le devolvían los


besos.

--Otro día -decían. Otro día me quedo con sus besos.


Nadie se quedaba con los besos de la loca, que andaba cabizbaja,
aplastada por tanto desprecio. Algunos hombres ni siquiera tenían la cortesía de
devolver los besos. Los arrojaban en cualquier bote de desperdicios. Otros mal-
decían la devoción de la loca y manoteaban para mantener la distancia. Corrían
como alma que lleva el diablo. La loca casi era el enemigo público número
uno. Los niños cantaban can- ciones de burlas y las mujeres perfeccionaban chismes
mientras el esmalte se secaba en las uñas. Ciertos letreros de advertencia ilustraban el sendero de
la loca y dificultaban su tarea:

O...

Guidese
i de 12

LOCA
cuidese de su boca
63

Y más abajo, un retrato mal hecho, co- mo pintado de afán por


un borracho.
-A este paso, señores, voy a terminar
tirando piedra a las ventanas
gritaba Ire- ne. ¿Es que no hay
en Bogotá un solo hom- bre que quiera los besos de una loca?
Había uno. Llegó del norte en bicicleta.
-Vengo desde la niebladijo. Soy Leopoldo, lector de
estrellas, y puedo hacer- te feliz.
Me encantan tus bigotes de gato.
-Leopoldo del Carmen, a tus pies-di-
jo el hombre, y cerró los ojos. En el libro de las estrellas leí que eres mi
destino.
La loca, enamorada del lenguaje, lo atro- pelló a besos en
mitad de la calle y del día. En
64

pleno centro de la ciudad. La gente se amon- tonó y aplaudió


furiosamente. Por fin se libra- rían de la loca. Tocaron madera. Aplaudieron
hasta que las manos humearon, como media hora. Arrojaron flores hasta agotar
las existen- cias, como otra media hora. Aplaudieron has- ta que les dio
hambre y entonces dijeron:
---Nosotros nos vamos. Y se fueron.

---Nosotros también
dijo la loca, al
final de la primera tanda de besos, y de un sal- to trepó a la bicicleta.
Se alejaron por la carretera a San Juan de Ticalá, y siguieron
derecho, empujados por el viento, entre girasoles y astromelias, hacia las tierras
del general Francisco de Paula, más allá de los dominios de las hormigas, y
aun más allá, donde habita la niebla. Nadie supo de la loca y Leopoldo por
mucho tiempo.
Volvieron a finales de diciembre con
María del Sol.

Leopoldo con los bigotes más grandes de la historia, gordo y feliz,


colorado y lleno de besos. Irene, más loca y más bella que nunca. Y la niña, fruto de
los besos, como un sol.
Irene, con los mismos trapos de fiesta y los cabellos al viento,
ya no repartía besos, por supuesto. Leopoldo se los comía todos. La
pobre Irene apenas daba abasto.
65

-He delegado mis funciones-expli- có con aire de


satisfacción y suficiencia, co- mo el científico que expone un
complicado des- cubrimiento a una parranda de ignorantes--. No
pueden negar que María del Sol tiene ta- lento.
La niña, desde su bicicleta, toda luz y toda flor, repartía besos
a diestra y siniestra, como una loca.

niña?
¿Y quién no quiere los besos de una
El vendedor de sombras

Llegó con una sombra bonita y relu- ciente


que nos encandiló. Era alto y delgado, de gestos femeninos y voz
apenas audible. Ha- bló poco, sin entusiasmo, como si sólo tratara de
hacernos un favor.
---Ya la tengo vendida-dijo, sacudien- do la sombra
como quien desempolva un ta- pete-. Pero no quiero esperar hasta
maña-
na.

-No tenemos dinero-dije.


Entonces no hay nada que hacer. -Pero podemos reunido-dijo nai
mau- jer, Carmencita, la mata de la impaciencia.
-¿Todo?
-Casi todo-dijo mi mujer.
El hombre se rascó el mentón, enrolló la sombra y la guardó en
el maletín. Se levan- tó para despedirse.

-dijo.

hilo.
-Aunque hay otra manera, señora

Esperamos con el alma colgada de na

sombra.
--Le puedo recibir su vieja y gastada
70

Pensé que mi mujer, tan quisquillosa, diría: "Vieja y


gastada, su abuela". Pero no.
-¿Por cuánto?-dijo.
- Por la mitad, imagínese. Es decir, mi querida señora, si me
llevo su sombra, le dejo la mía a mitad de precio. ¿No es razonable?
-Es razonable dijo mi mujer, con
la boca hecha agua.
No tuve tiempo de recordarle a mi que- rida señora que los
pobres no podemos dar- nos el lujo de cambiar de sombra. Nacemos y morimos
con la misma. Pero la conocía bien. Cierto brillo en los ojos delataba su ansiedad y no
tenía ganas de alborotar el avispero. El hombre debió advertir el mismo brillo,
pues prometió pasar más tarde.
Nos dedicamos a la penosa tarea de reu- nir el dinero. El
compadre Jairo Aníbal me de- bía unos pesos desde marzo. A Juana María le
habíamos vendido un perro. Acababa de pin- tarle toda la casa a Trinidad Santiago y
me de- bía la mano de obra. Acudí a todos, con razo- nes urgentes, calamidades,
extravagancias, con los argumentos que consideré más convincen- tes, menos con el
despreciable motivo de una sombra nueva para mi mujer, y reuní una bo-
71

Hicimos el negocio como a las seis de la tarde en un parpadeo.


No lo podía creer: mujer con sombra nueva. Teníamos que
celebrar. Mi mujer pro- puso que saliéramos a bailar a Decamerón y no me
pareció buena idea. En la oscuridad de una discoteca no se podrían apreciar
las virtu- des de la sombra. Además, nos habíamos que- dado sin dinero, y
Decamerón tenía unos pre- cios como para caerse de espaldas. Nos con-
formamos con un paseo gratuito por el parque, a la hora de la retreta.
La banda municipal apo- rreaba pasodobles. Mi mujer parecía una niña con
muñeca nueva. Pocas veces la ba- bía visto tan feliz. Daban ganas de robarle besos.
Durante toda la re- treta, esa pequeña fiesta de los sábados, todo mundo se des-
lumbró con Carmencita, que no le pasaban los años, que qué vestido tan
bonito, que si se tiñó el cabello, que si no sé qué más, y era que estrenaba sombra.
La mujer de Emiliano, la negra Nie- ves, se veía divina. Qué
mujer.
Y también la hermana del cojito Abe- lardo, Almendra
Colmenares.
Todos vanidosos, Emiliano y Abelar- do brincaban entre la
gente.
No dije nada, por supuesto: mi mujer era la más bonita. La
reina, Carmencita Rosa- les de Agua de Dios. Yo soy Juan Agua de Dios,
pintor de brocha gorda, ajedrecista aficiona- do y acuarelista anónimo.
Volvimos felices a casa, dándonos be- sos, como enamorados recientes,
y entonces pensé que el gasto había valido la pena.
Mi mujer se levantó tarde el domingo. Salí a comprar el
periódico y a charlar con los amigos. Cuando regresé, poco después del me
diodía, todavía no había almuerzo. A mi mu- jer le dolían los huesos. Había
pasado la ma- ñana en la cama, hablando por teléfono con la negra
Nieves, la mujer de Emiliano. Aún es- taba en bata y pantuflas.
Dije que no tenía hambre, pero pasé por la nevera y alivié con
algunas frutas el cla- mor de las tripas mientras mi mujer termina- ba un
sancocho de pescado. Lei el periódico, almorcé solo, fui donde el flaco
Antonio y perdí una partida de ajedrez. Volví a casa y encontré a mi mujer
en la cama, triste, con los
73
párpados morados de la tristeza. La invité a sa- lir y no quiso. A
un helado y no quiso. Le pre- paré un caldo de hueso y se negó a
probarlo.
Mañana vas al médico -dije.
Salí a caminar un rato y me encontré con Emiliano. Conversamos y
pronto dimos con el tema de mi mujer.
----Amaneció con la depre. -¿Con quién?
--La depresión. Volando bajo. Triste y con dolor de huesos.
Y pensar que ayer es- tábamos tan felices.
-Lo mismo digo-dijo Emiliano-. Mi negra amaneció rara,
alicaída. ¿Por casuali- dad no le compraste sombra nueva a
Carmen- cita?
--De contado-dije-. Carmencita dio
su propia sombra en parte de pago.
-El hombre nos dijo que era la única que le quedaba y que ya la
tenía vendida -contó Emiliano, rascándose la cabeza-
74

Aceptó la sombra de Nieves y nos rebajó el cincuenta por ciento.


Pobre negra. ¿Has visto a la hermana del cojo Abelardo?

sombra.
Sí. Preciosa, ¿verdad?
-Creo que Abelardo le compró una
res y comprobamos la sospecha.
Fuimos a casa de Abelardo Colmena-
La misma de- presión, el mismo dolor de huesos. El mismo vendedor. El mismo
negocio. En ese momen- to la hermana de Abelardo, Almendra, descal- za y
despeinada, con la lánguida belleza de los diecisiete, salió de su cuarto y
atravesó el pa- tio, en dirección al baño.
Esa porquería de sombra tiene hue-
quitos --dijo.
El cojito Abelardo se aporreó la cabe- za contra la pared.
-No es tu culpa-dije.
Le pedí prestado el teléfono y llamé a casa. Otra sombra
agujereada. Emiliano llamó a su mujer y la misma historia. Imaginé las
sombras desbaratándose como telarañas.
-¿Y ahora qué hacemos?-dijo Abe-
lardo, mordiéndose las uñas.

liano
Ya sé cuál es el negocio
dijo Emi-
El hombre vende sombras de pacoti-
lla a los bobos y luego vende las sombras de
los bobos en el extranjero.
75

Vamos a buscarlo-propuse -Lo vi salir del Hotel Victo ria-dijo


Abelardo.
En el hotel nos informaron
que el hombre, Agustín Veredas, ba bía dejado el cuarto a mediodía, a
toda prisa, perseguido por dos hombres vestido: de negro. Preguntamos
si nos permitirían re gistrar el cuarto.
-La camarera ya hizo la limpieza pe ro pueden pasar. El
señor Veredas, por el afán olvidó su maletín.
Solicitamos el maletín y tratamos de abrirlo. Aunque no pesaba
mucho, podía con- tener las sombras, que carecen de peso. Tra- tamos de
abrirlo con todas las llaves del hotel y todas las nuestras, con ganzúas
improvisadas, temerosos de lastimar el contenido. "Necesitamos unas pa-
labras mágicas", suspiró Abelar- do, más ingenuo que nadie. Al final,
pendientes del hilo de la esperanza, en vez de con- juros buscamos un
cerra- jero y, por suerte, di-
mos con las som-
bras. No había di-
nero. Sólo foto-
grafías de hom-
76

bres maduros, casi todos con sombrero y bigo- te, y un


pasaporte, con sellos de todos los paí- ses, que confirmó las
sospechas de Emiliano.
No había tiempo que perder. Emiliano fue corriendo a su casa con
la sombra de su mujer y Abelardo cojeó hasta la suya con la sombra de su
hermana. Cuando llegué a la mía, Carmencita, casi sin sombra, navegaba en
un mar de lágrimas. Se puso la sombra pro- pia y con la escoba recogió
los pedacitos de la otra y los arrojó a la basura. Estaba tan can- sada que
se durmió de inmediato.
No volvimos a ver al vendedor. Unos días después encontré su
foto en el periódico. La noticia decía que dos desconocidos habían
asaltado a Agustín Veredas en una calle de Bo- gotá y le habían dado
muerte. Nada decía del negocio de las sombras.
A
La sirena loca

ak
abe
To

de

‫הה‬
CO.

fan
Bo-

del
801

-¿Qué malo puede pasarme?-decía Margarita¿Que


conozca un príncipe?
Conoció muchos príncipes pero no se casó con ninguno.
Todos la seguían a casa al amanecer y se ahogaban.
Margarita andaba cada vez peor. A ve- ces no encontraba la cola para
regresar a casa. No sé dónde tengo la cabeza
decía. Al fin se enamoró de un hombre rana, el más feo de todos, pero el
único que pudo se- guirla a casa y conocer a la familia. Todos que- daron
encantados. Con cualquier mamarracho hubieran quedado encantados.
Margarita, por fin, sentaría cabeza. Pero no fue así. Dio a luz un par de sirenitas
y volvió a parrandear en tie- rra firme. El hombre rana debía quedarse en
ca- sa para cuidarlas. Alguna vez Margarita se de- moró tres días y volvió
con el cuento de que se la había tragado una ballena, como al tal Jo- nás, pero el
hombre rana no le creyó.
---Me voy de tu vida para siempre-di-
jo el hombre rana.
Y se fue.

Margarita sacudió los hombros.


Ahora, dedicada a la crianza de las si- renitas, no le quedaba tiempo
de parrandear. Las sirenitas lloraban y extrañaban a su padre.
Desesperada, Margarita fue a buscarlo y lo tra- jo de una oreja.
81

-Está bien-dijo el hombre rana--. De ahora en adelante


vamos a parrandear jun-
tos.

Fueron a parrandear juntos cuando las sirenitas ya podían


cuidarse solas. El hombre rana vigilaba con ojo de águila mientras
Margarita desgastaba el par de piernas en el furor de la parranda.
Alguna vez tuvo que reñir con la negra Tomasa, que pretendía echar la
cola de la sire- na en rodajas a la sartén, y otra vez peleó a garrotazos
con unos negros que querían la cola para completar un disfraz de
carnaval.
82

Las sirenitas se hicieron sirenas.


Ahora el hombre rana debía cuidar tres colas porque sus hijas
habían aprendido el ar- te de cambiar sus colas por hermosas
piernas. Bailaban como Margarita, y los príncipes las seguían a casa
al amanecer y se ahogaban. Con tres colas a su cuidado, al hombre rana no
le quedaba tiempo de parrandear. A veces se dor- mía en una silla, hasta
que las tres sirenas le tocaban el hombro y se lo llevaban a casa casi a rastras.

Carmelita, la gallina

La tía Lila, que era flaca y tacaña co-


mo ninguna, compró una gallina en el merca- do con el propósito
de ahorrarse el dinero de los huevos. Una gallina que creció más
que un perro, que ladraba y ahuyentaba a los ladrones, pero no
ponía huevos. Una gallina que creció más que una oveja, que balaba
pero no daba lana ni huevos. Una gallina que creció como un
caballo, que trotaba y relinchaba, pero no ponía huevos. Una
gallina que no creció más. Menos mal.
La tía Lila inscribió a la gallina en el hi- pódromo con el
nombre de una comadre su- ya muy querida, recién muerta, Carmelita. Co- mrió
y ganó. Ganó todas las carreras pero tuvo
86

problemas. Estaba bien que el animal trotara y relinchara como un caballo,


pero seguía sien- do una gallina, no podía disimular las plumas, y aquello
era un hipódromo y no un gallinó- dromo, aquella era una carrera de caballos
y no de gallinas. Los perdedores protestaron.
La tía Lila, para evitar complicaciones y demandas, no
volvió al hipódromo.
Todo el mundo se detenía a verla con la gallina amarrada del
pescuezo. Se pregunta- ban para cuantas personas alcanzaría uno solo
de sus huevos. ¿Y qué tal que fuera la gallina de los huevos de oro?
Carmelita no ponía hue- vos de oro ni de los otros.
La gente le tomaba fotos en el parque las revistas publicaban
chismes. Carmelita
87

ni se enteraba: no sabía leer. Los periodistas venían a entrevistar a la


gallina, y era la tía Li- la quien contestaba todas las preguntas.
Mu- cha gente, mucha fama, ríos de tinta. Pero na- die traía
dinero. Las ganancias de las carreras se agotaron. Carmelita, con
su apetito de caba- llo, arrasaba la despensa. La tía Lila, que
des- de niña comía como un pajarito, ya no daba más.
--Voy tener que matarte, Carmelita -dijo-. O si no, vas
a matarme.
La gallina, afligida, dejó de comer, tro- tar y relinchar.
Ya no era un caballo sino una oveja que balaba pero no daba
lana. Entonces disminuyó al tamaño de un perro, ladró y es-
pantó a los ladrones.
----Ya no tengo qué me roben, te lo co- miste todo, no me
sirves.
La gallina recuperó entonces su tama- ño natural y ya no
ladraba ni balaba ni relin- chaba. Y no sabía qué hacer.
-Si tuviese dinero te llevaría al siquia- tra para que te cure
esos problemas de perso- nalidad. En vez de eso, Carmelita, mañana
te llevaré al mercado y nos diremos adiós.
El sábado por la mañana la tía Lila se puso el sombrero de
flores y los zapatos de ta- cón, y tropezó con la mayor sorpresa de
su vi- da: Carmelita había puesto el primer huevo.
88
La tía Lila llevó el huevo al mercado y lo hizo examinar de los
expertos. Era un hue- vo común y corriente. Rosado, frágil, liviano.
Por dentro no había una pepita de oro ni una esmeralda.
--Con un huevo no vas a convencer- me, Carmelita.

La gallina con rapidez puso otro huevo. Entonces la tía Lila


decidió esperar. --A lo mejor eres la gallina de los hue-
vos de oro.

La gallina no dijo nada.

LEAV

Índice

Jonás, el pirata que se quedó del barco .. 9


Juego de botones...
.... 21

La moneda de Pedro Lucas .


.... 31

Los besos de María


... 39

Besos de sapo
49

Besos de loca
... 59

El vendedor de sombras
.. 67

La sirena loca
.77

Carmelita, la gallina
.. 83

Triumo Arciniegas

Ha publicado El cadáver de sol, En concierto, La silla que perdió una pata


y otras historias, El león que escribía cartas de amor, La media per- dida, La
lagartija y el sol, Los casibandidos que casi roban el sol, La pluma más
bonita, Serafin es un diablo, El Superburro, El vampiro y otras visitas, y las
obras de teatro El pirata de la pa- ta de palo, La vaca de Octavio, La araña sube
al monte, Lucy es pecosa, Después de la lluvia, Mambrú se fue a la guerra.
Con Las batallas de Rosalino obtuvo el va Pre- mio Enka de Literatura Infantil, Con
Caperucita Roja y otras historias el Premio Comfamiliar del Atlántico, con La
muchacha de Transilvania otras historias de amor el Premio Nacional de Li- teratura y con
Torcuato es un león viejo el Premio Nacional de Dramaturgia. Dirigió el teatro de
ni- fias La Manzana Azul, durante diez años y ahora realiza seminarios de postgrado
de fin de semana y talleres de literatura en distintas ciudades.

72 páginas

QK
PA

122 páginas
обпри
El lugar más bonito del mundo
Ann Cameron (Estadounidense)
Ilustraciones de Thomas B. Allen Formato: 12 x 20 cm

Juan vive en Guatemala con su abuela, sus tíos y primos. Como


necesitan dinero, Juan empieza a trabajar como limpiabotas, pero
lo que él desea de verdad es aprender a leer. Gracias a su enorme
interés, es aceptado en la escuela.

Las aventuras del Sapo Ruperto


Roy Berocay
(Uruguayo)
Ilustraciones de José Miguel Silva Formato: 12 x 20 cm

El Sapo Ruperto es un personaje lleno de gracia y curiosidad. En


estos siete cuentos se narran las aventuras que corre con otros
animales del arroyo en diferentes situaciones, como
cuando llega la luz eléctrica al lugar o cuando quiere convertirse en
astronauta o en cantante de rock.
120 páginas

128 páginas
La maravillosa medicina le Jorge
Roald Dahl

Inglés)
lustraciones de Quentin Blake Formato: 12 x 20 cm

orge se queda a solas con su abuela, uyo autoritarismo no soporta. Aprovecha


entonces la ocasión para reparar una medicina "muy
special". Cuando la abuela toma una ucharada, comienza a crecer esmesuradamente.
Antología de poesía
olombiana para niños
teatriz Helena Robledo (Selección y prólogo)
Colombiana)
lustraciones de Sandra Ardila
ormato: 12 x 20 cm

'ste libro de poemas para niños intenta frecer en su conjunto una muestra de is
diversas maneras como los poetas colombianos han cantando a la infancia. Algunos lo
han hecho desde su propia memoria infantil, otros recreando imágenes,
sensaciones, juegos y
personajes propios del universo
imaginario del pequeño lector.

ESTE LIBRO, PUBLICADO POR DAGATA S. A.


BAJO EL SELLO ALFAGUARA, SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN EL MES DE JULIO DE 2004, EN LOS
TALLERES GRÁFICOS DE PRENSA MODERNA IMPRESORES S.A., CALI-COLOMBIA.

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