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David Hume

El documento presenta una biografía de David Hume y un resumen de sus principales ideas filosóficas, incluyendo su análisis del conocimiento, la crítica del principio de causalidad y la idea de sustancia, su visión del mundo, el alma y Dios, y su ética basada en el sentimiento moral.

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DAVID HUME

I.- Biografía.
II.- Filosofía
1.El origen del conocimiento y sus clases
A. El análisis del conocimiento en Hume
a. Los elementos del conocimiento.
b. Las leyes de la asociación de ideas.
c. Los tipos de conocimiento
2. La crítica del principio de causalidad
A. El principio de causalidad
3. La crítica de la idea de sustancia
A. La idea de sustancia
4. El mundo, el Alma y Dios
A. El mundo
B. El Alma
C. Dios
5. La Ética: el sentimiento moral
A) Las distinciones morales no proceden del conocimiento de
hechos.
B) Las distinciones morales no proceden del conocimiento de
relación de ideas.
C) La moralidad se funda en el sentimiento
6. Sociedad y política

I.- Biografía
David Hume nació en Edimburgo (Escocia) en 1711. Aunque de familia
acomodada, no lo era lo suficiente como para permitir a Hume el poder
dedicarse exclusivamente a la filosofía, por lo que su padre lo orientó hacia la
carrera de abogado, a la que llegó a dedicarse durante unos meses en Bristol.
No obstante, ya desde muy joven Hume manifestaba, según sus palabras, "una
aversión insuperable hacia todo lo que no fuera la investigación filosófica y el
saber en general", por lo que abandonó su trabajo y viajó a Francia, donde
permaneció entre los años 1734-1737, dispuesto a dedicarse exclusivamente a la
filosofía.
De esos años data la composición de su primera obra, "Tratado sobre la
naturaleza humana", redactada "durante mi retiro en Francia -primero en
Reims, pero principalmente en La Flèche, Anjou", según nos cuenta en su
autobiografía. Recordemos que fue precisamente en La Flèche donde había
estudiado Descartes, lo que ha dado motivo a ciertas especulaciones sobre la
intencionalidad de este retiro en el mismo lugar por parte de Hume. En 1737
regresa a Londres, dirigiéndose posteriormente a Escocia, donde vivirá unos
años con su madre y hermano. En 1739 publicará los dos primeros volúmenes
del "Tratado", al que seguirá el tercero en 1740. El poco éxito alcanzado significó
un duro golpe para Hume, que llega a decir en su autobiografía "jamás intento
literario alguno fue más desgraciado que mi Tratado de la naturaleza humana".
No obstante, el éxito obtenido posteriormente, en 1742, por los "Ensayos", le
hizo olvidar por completo su fracaso anterior, estimulándole para reescribir el
Tratado (obra que será publicada en 1748 con el título: "Ensayos filosóficos
sobre el entendimiento humano"). En 1745 optó a la cátedra de ética de la
Universidad de Edimburgo, plaza que no obtuvo probablemente por su
reputación de escéptico y ateo. Después de un año Inglaterra, como tutor
privado del marqués de Annandale, fue invitado por el general St. Clair a una
expedición que, inicialmente dirigida contra Canadá, acabó con una pequeña
incursión en la costa francesa; posteriormente, en 1747, fue invitado por el
mismo general a acompañarle como secretario en una embajada militar por las
cortes de Viena y Turín. Estas últimas actividades le permiten mejorar su
situación económica.
En 1749 regresa a Escocia, donde volverá a pasar dos años con su
hermano en su casa de campo, publicando algunas obras más. En 1752 se
instala en Edimburgo donde fue nombrado bibliotecario de la facultad de
Derecho, dedicando su actividad filosófica más bien a problemas históricos,
sociales y políticos, como pone de manifiesto las obras publicadas a partir de
entonces.
En 1763 recibió la invitación del conde de Hertford de acompañarle a
París como secretario de embajada. Rechazada la invitación en principio, Hume
la aceptó ante la insistencia del conde, dirigiéndose a París donde permanecerá
hasta 1766, participando en las actividades de los eciclopedistas y los círculos
ilustrados y entablando amistad con algunos de los personajes destacados de la
época, como Rousseau.
A su regreso a Londres fue nombrado "subsecretario de estado para el
departamento septentrional", que se ocupaba de los asuntos diplomáticos con
los países situados al norte de Francia, cargo que no estaba remunerado y que
desempeñó durante dos años, hasta 1769. Ese año regresará a Edimburgo,
continuando sus actividades de estudio e investigación. Allí morirá el 25 de
agosto de 1776, habiendo escrito previamente, el 18 de abril, una breve
autobiografía, conocedor ya de su pronta e inevitable muerte.

II.- Filosofía
1.El origen del conocimiento y sus clases
A diferencia del racionalismo, que afirmaba que la razón era la fuente del
conocimiento, el empirismo tomará la experiencia como la fuente y el límite de
nuestros conocimientos. Ello supondrá la crítica del innatismo, es decir, la
negación de que existan "ideas" o contenidos mentales que no procedan de la
experiencia. Cuando nacemos la mente es una "tabula rasa" en la que no hay
nada impreso. Todos sus contenidos dependen, pues, de la experiencia. En el
caso de Hume, como veremos a continuación, la experiencia está constituida
por un conjunto de impresiones, cuya causa desconocemos y, estrictamente
hablando, no debe identificarse con "el mundo", con "las cosas".
Al igual que el racionalismo, el empirismo tomará como punto de
partida de la reflexión filosófica el análisis de la conciencia; ante el fracaso de la
filosofía antigua y de la filosofía medieval, que habían tomado como referencia
el mundo y Dios, respectivamente, la filosofía moderna se caracteriza por tomar
el sujeto como punto de partida de la reflexión filosófica. Así, del mismo modo
que Descartes, una vez descubierto el "yo pienso", pasa a analizar el contenido
del pensamiento, los empiristas comenzarán sus indagaciones analizando los
contenidos de la conciencia.

A. El análisis del conocimiento en Hume


a. Los elementos del conocimiento.
Tanto en el Tratado como en la "Investigación sobre el entendimiento
humano" Hume comienza la presentación de su filosofía con el análisis de los
contenidos mentales. A diferencia de Descartes, para quien todos los contenidos
mentales eran "ideas", Hume encuentra dos tipos distintos de contenidos: las
impresiones y las ideas. La diferencia que existe entre ambas es simplemente la
intensidad o vivacidad con que las percibimos, siendo las impresiones
contenidos mentales más intensos y las ideas contenidos mentales menos
intensos. Además, la relación que existe entre las impresiones y las ideas es la
misma que la del original a la copia: "o, para expresarme en un lenguaje
filosófico, todas nuestras ideas, o percepciones más endebles, son copias de
nuestras impresiones o percepciones más intensas". Es decir, las ideas derivan
de las impresiones; las impresiones son, pues, los elementos originarios del
conocimiento; de esta relación entre las impresiones y las ideas extraerá Hume
el criterio de verdad: una proposición será verdadera si las ideas que contiene
corresponden a alguna impresión; y falsa sino hay tal correspondencia.
Las impresiones, por su parte, puede ser de dos tipos: de sensación, y de
reflexión. Las impresiones de sensación, cuya causa es desconocida, las
atribuimos a la acción de los sentidos, y son las que percibimos cuando decimos
que vemos, oímos, sentimos, etc.; las impresiones de reflexión son aquellas que
van asociadas a la percepción de una idea, como cuando sentimos aversión ante
la idea de frío, y casos similares. Además, las impresiones pueden clasificarse
también como simples o complejas; una impresión simple sería la percepción de
un color, por ejemplo; una impresión compleja, la percepción de una ciudad.
Las ideas, a su vez, pueden clasificarse en simples y complejas. Las ideas
simples son la copia de una impresión simple, como la idea de un color, por
ejemplo. Las ideas complejas pueden ser la copia de impresiones complejas,
como la idea de la ciudad, o pueden ser elaboradas por la mente a partir de
otras ideas simples o complejas, mediante la operación de mezclarlas o
combinarlas según las leyes que regulan su propio funcionamiento.

b. Las leyes de la asociación de ideas.


La capacidad de la mente para combinar ideas parece ilimitada, nos dice
Hume. Pero por poco que nos hayamos detenido a reflexionar sobre la forma en
que se produce esta combinación de ideas podremos observar cómo "incluso en
nuestras más locas y errantes fantasías, incluso en nuestros mismos sueños", esa
asociación se produce siempre siguiendo determinadas leyes: la de semejanza,
la de contigüidad en el tiempo o en el espacio, y la de causa o efecto.
Cuando la mente se remonta de los objetos representados en una pintura
al original, lo hace siguiendo la ley de semejanza. Si alguien menciona una
habitación de un edificio difícilmente podremos evitar que nuestra mente se
pregunte por, o se represente, las habitaciones contiguas; del mismo modo, el
relato de un acontecimiento pasado nos llevará a preguntarnos por otros
acontecimientos de la época; en ambos casos está actuando la ley de asociación
por contigüidad: en el espacio, el primer caso; y en el tiempo, en el segundo
caso. El caso de pensar en un accidente difícilmente podremos evitar que venga
nuestra mente la pregunta por la causa, o por las consecuencias del mismo,
actuando en este caso la ley de la causa y el efecto.
Según Hume, pues, son estas tres leyes las únicas que permiten explicar
la asociación de ideas, de tal modo que todas las creaciones de la imaginación,
por delirantes que puedan parecernos, y las sencillas o profundas elaboraciones
intelectuales, por razonables que sean, les están inevitablemente sometidas.

c. Los tipos de conocimiento.


En la sección cuarta de la "Investigación sobre el entendimiento
humano", que lleva por título "dudas escépticas acerca de las operaciones del
entendimiento" se plantea Hume la cuestión de determinar cuáles son las
formas posibles de conocimiento. Siguiendo la distinción que había hecho
Leibniz entre verdades de razón y verdades de hecho, Hume nos dirá que todos
los objetos de la razón e investigación humana puede dividirse en dos grupos:
relaciones de ideas y cuestiones de hecho.
Los objetos de la razón pertenecientes al primer grupo son "las ciencias
de la Geometría, Álgebra y Aritmética y, en resumen, toda afirmación que sea
intuitiva o demostrativamente cierta". La característica de estos objetos es que
pueden ser conocidos independientemente de lo que exista "en cualquier parte
del universo". Dependen exclusivamente de la actividad de la razón, ya que una
proposición como "el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos
lados de un triángulo rectángulo" expresa simplemente una determinada
relación que existe entre los lados del triángulo, independientemente de que
exista o no exista un triángulo en el mundo. De ahí que Hume afirme que las
verdades demostradas por Euclides conservarán siempre su certeza. Las
proposiciones de este tipo expresan simplemente relaciones entre ideas, de tal
modo que el principio de contradicción sería la guía para determinar su verdad
o falsedad.
El segundo tipo de objetos de la razón, las cuestiones de hecho, no
pueden ser investigadas de la misma manera, ya que lo contrario de un hecho
es, en principio, siempre posible. No hay ninguna contradicción, dice Hume, en
la proposición "el sol no saldrá mañana", ni es menos inteligible que la
proposición "el sol saldrá mañana". No podríamos demostrar su falsedad
recurriendo al principio de contradicción. ¿A qué debemos recurrir, pues, para
determinar si una cuestión de hecho es verdadera o falsa? Todos los
razonamientos sobre cuestiones de hechos parecen estar fundados, nos dice, en
la relación de causa y efecto.
Si estamos convencidos de que un hecho ha de producirse de una
determinada manera, es porque la experiencia nos lo ha presentado siempre
asociado a otro hecho que le precede o que le sigue, como su causa o efecto. Si
oímos una voz en la oscuridad, estamos seguros de la presencia de una persona:
no porque hayamos alcanzado tal seguridad mediante un razonamiento a
priori, sino que "surge enteramente de la experiencia, cuando encontramos que
objetos particulares cualesquiera están constantemente unidos entre sí". Las
causas y efectos, por lo tanto, no puede ser descubiertas por la razón, sino sólo
por experiencia.
Podemos hablar, pues, de dos tipos de conocimiento en Hume: el
conocimiento de relaciones de ideas y el conocimiento de hechos. En el primer
caso el conocimiento depende de las operaciones de entendimiento reguladas
por el principio de contradicción; en el segundo caso las operaciones del
entendimiento están reguladas necesariamente por la experiencia, ya que, al
depender de la ley de asociación de la causa y el efecto, siendo una distinta del
otro, no hay razonamiento a priori posible que nos permita deducir una a partir
del otro, y viceversa:
Por lo general, se tiende a pensar que el empirismo supone la aceptación
de la existencia de objetos externos al sujeto, "las cosas", que son la causa de
todas mis impresiones y, por lo tanto, de todos mis conocimientos. Esta
interpretación del empirism o puede ser aceptada, siguiendo a Hume,
siempre que se tenga en cuenta que ello significa una concesión al "sentido
común", una "creencia razonable", pero que no se puede demostrar que los
supuestos objetos externos sean la causa de mis impresiones.
El conocimiento de hechos se funda en la experiencia, pero ¿en qué se
funda la experiencia? ¿hay alguna forma de justificar la regularidad que
suponemos en la experiencia, sin caer en una petición de principio? Son esas las
dudas escépticas a que se refiere el título de la sección IV, que se verán
ampliadas y reforzadas por la crítica de la idea de conexión necesaria entre la
causa y el efecto que nos ofrecerá Hume en la sección VII de la Investigación.
2. La crítica del principio de causalidad
A. El principio de causalidad
Como hemos visto en la explicación del conocimiento, el conocimiento
de hechos está fundado en la relación causa y efecto. Esa relación se había
interpretado tradicionalmente, bajo la noción del principio de causalidad, como
uno de los principios fundamentales del entendimiento, y como tal había sido
profusamente utilizado por los filósofos anteriores, tanto medievales como
antiguos, del que habían extraído lo fundamental de sus concepciones
metafísicas. Recordemos, por ejemplo, la utilización que hace Aristóteles de la
teoría de las cuatro causas, o el recurso de santo Tomás al principio de
causalidad para demostrar la existencia de Dios en las cinco vías.
¿Pero qué contiene exactamente la idea de causalidad? Según Hume, la
relación causal se ha concebido tradicionalmente como una "conexión
necesaria" entre la causa y el efecto, de tal modo que, conocida la causa, la razón
puede deducir el efecto que se seguirá, y viceversa, conocido el efecto, la razón
está en condiciones de remontarse a la causa que lo produce.
¿Qué ocurre si aplicamos el criterio de verdad establecido por Hume
para determinar si una idea es o no verdadera? Una idea será verdadera si hay
una impresión que le corresponde. ¿Hay alguna impresión que corresponda a la
idea de "conexión necesaria" y, por lo tanto, es legítimo su uso, o es una idea
falsa a la que no corresponde ninguna impresión?
Si observamos cualquier cuestión de hecho, por ejemplo, el choque de
dos bolas de billar, nos dice Hume, observamos el movimiento de la primera
bola y su impacto (causa) sobre la segunda, que se pone en movimiento (efecto);
en ambos casos, tanto a la causa como al efecto les corresponde una impresión,
siendo verdaderas dichas ideas. Estamos convencidos de que, si la primera bola
impacta con la segunda, ésta se desplazará al suponer una "conexión necesaria"
entre la causa y el efecto: ¿Pero hay alguna impresión que le corresponda a esta
idea de "conexión necesaria"? No, dice Hume. Lo único que observamos es la
sucesión entre el movimiento de la primera bola y el movimiento de la segunda;
de lo único que tenemos impresión es de la idea de sucesión, pero por ninguna
parte aparece una impresión que corresponda a la idea de "conexión necesaria",
por lo que hemos de concluir que la idea de que existe una "conexión necesaria"
entre la causa y el efecto es una idea falsa.
¿De dónde procede, pues, nuestro convencimiento de la necesidad de
que la segunda bola se ponga en movimiento al recibir el impacto de la
primera? De la experiencia: el hábito, o la costumbre, al haber observado
siempre que los dos fenómenos se producen uno a continuación del otro,
produce en nosotros el convencimiento de que esa sucesión es necesaria.
¿Cuál es, pues, el valor del principio de causalidad? El principio de
causalidad sólo tiene valor aplicado a la experiencia, aplicado a objetos de los
que tenemos impresiones y, por lo tanto, sólo tiene valor aplicado al pasado,
dado que de los fenómenos que puedan ocurrir en el futuro no tenemos
impresión ninguna. Contamos con la producción de hechos futuros porque
aplicamos la inferencia causal; pero esa aplicación es ilegítima, por lo que
nuestra predicción de los hechos futuros no pasa de ser una mera creencia, por
muy razonable que pueda considerarse. Dado que la idea de "conexión
necesaria" ha resultado ser una idea falsa, sólo podemos aplicar el principio de
causalidad a aquellos objetos cuya sucesión hayamos observado: ¿Cuál es el
valor, pues, de la aplicación tradicional del principio de causalidad al
conocimiento de objetos de los que no tenemos en absoluto ninguna
experiencia? Ninguno, dirá Hume. En ningún caso la razón podrá ir más allá de
la experiencia, lo que le conducirá a la crítica de los conceptos metafísicos (Dios,
mundo, alma) cuyo conocimiento estaba basado en esa aplicación ilegítima del
principio de causalidad.

3. La crítica de la idea de sustancia


A. La idea de sustancia
El término sustancia (o substancia), procede del latino "substantia" que es,
a su vez la traducción del griego "οὐσία [usía]". Su significado más general es el
de "fundamento" de la realidad, (significado que adquiere ya de forma clara con
Aristóteles), "lo que está debajo", lo que "permanece" bajo los fenómenos, lo
subsistente. En cuanto tal, la sustancia es ante todo sujeto, lo que tiene su ser en
sí, y no en otro.
Para Aristóteles, en la Metafísica, la pregunta sobre el ser se resuelve en
la pregunta por la sustancia: "¿Qué es el ser?" equivale a preguntarse "¿Qué es
la sustancia?", ya que lo que es, es en primer lugar sustancia. Aristóteles
distingue, simplificando la cuestión, dos tipos de sustancia: la sustancia
primera, que es el individuo, el ser particular y concreto; y la sustancia segunda,
aquello por lo que se es ese ser particular y concreto, la esencia, la especie
formal, que es inmanente en cada individuo. Y es sobre esta segunda forma de
concebir la sustancia, en cuanto esencia, como especie formal, sobre la que se
construyen la metafísica y la gnoseología aristotélica. Siendo la esencia una
"forma" no contiene nada material, por lo que el fundamento último de la
realidad, aquello que la determina a ser lo que es, la sustancia (segunda), resulta
ser algo inmaterial, siendo, además, lo único por lo que podemos conocer la
realidad, dando continuidad, así, a la ontología platónica, pese a su rechazo de
la subsistencia de las Ideas. Las demás formas de ser se dan en la sustancia,
pero no son sustancia, sino accidente: forma, color, tamaño... y todo cuanto
aprehendemos por los sentidos, no tienen entidad propia, no son sujeto, sino
que se dan en un sujeto, "inhieren en la sustancia", según la expresión
tradicional.
Hume se preguntará por la validez de la idea de sustancia, y lo hará
recurriendo al criterio de verdad que había fijado anteriormente en el análisis
del conocimiento para determinar la validez de una idea. Según tal criterio, una
idea es verdadera si le corresponde una impresión; en caso contrario hemos de
considerarla falsa. Ahora bien, sólo hay dos tipos de impresiones: las
impresiones de sensación y las impresiones de reflexión. ¿Es la idea de
sustancia la "copia" de alguno de esos tipos de impresión? O dicho de otra
manera ¿Hay alguna impresión -de sensación o de reflexión- que le
corresponda a la idea de sustancia? No, nos dirá Hume. No hay ninguna
impresión de sensación que corresponda a la idea de sustancia, ya que esta idea
no contiene nada sensible. Todos los teóricos y defensores de la idea de
sustancia insisten en que la sustancia no es un olor, un color, un sabor, etc, no es
algo que vemos, oímos o tocamos... Lo que vemos, oímos, tocamos, son los
accidentes de la sustancia, pero no la sustancia. Pero tampoco hay ninguna
impresión de reflexión que corresponda a la idea de sustancia; las impresiones
de reflexión están constituidas por pasiones y por emociones. Pero nadie ha
hablado nunca de la sustancia como si fuera una pasión o una emoción. Si a la
idea de sustancia no le corresponde, pues, ninguna impresión de sensación, ni
tampoco ninguna impresión de reflexión, entonces no le corresponde en
absoluto ninguna impresión; y una idea a la que no le corresponde ninguna
impresión, de acuerdo con el criterio de Hume, es una idea falsa.
¿Cómo se produce, entonces, la idea de sustancia, sobre la que tantos
filósofos han estado de acuerdo? La idea de sustancia es producida por la
imaginación; no es más que una "colección" de ideas simples unificadas por la
imaginación bajo un término que nos permite recordar esa colección de ideas
simples, una colección de cualidades que están relacionadas por contigüidad y
causación (que son dos de las leyes por las que se regula la asociación de ideas,
independientemente de que a estas les corresponda o no alguna impresión).
No cabe, pues, ni siquiera plantearse la posibilidad de que exista algún
tipo de sustancia, ya sea la sustancia material que había postulado Locke (un
sustrato desconocido de la cosa, pero material, que había sido posteriormente
criticado por Berkeley), ya sea la sustancia espiritual que había sido defendida
por Berkeley. Para Hume la idea de sustancia es una idea falsa, tanto si es
concebida como algo material como si lo es como algo espiritual, dado que a
ella no le corresponde ninguna impresión.
A la crítica de la idea de sustancia se añadirá (además de otras de no
menor interés, como el análisis que realiza Hume de los modos y las relaciones),
el estudio de las supuestas ideas o conceptos abstractos. ¿Podemos aceptar la
existencia de ideas, de conceptos abstractos, generales, universales? ¿O, por el
contrario, todas nuestras ideas son particulares? Hablar de conceptos abstractos
supone aceptar la posibilidad de representar de modo universal la realidad y,
por extensión, la esencia, la sustancia de la realidad. Pero ¿tenemos realmente
un solo concepto abstracto, una sola idea abstracta? ¿Es posible concebir un
triángulo que no sea isósceles, escaleno, equilátero, pero que sea todos y cada
uno de los triángulos que pueden existir? No, nos dice Hume. Cuando hablo
del concepto abstracto de triángulo tengo en la mente la imagen, la
representación de un triángulo concreto, particular, al que añado la cualidad, la
ficción, de que representa cualquier triángulo, del mismo modo que si concibo
la idea de "perro" me represento un perro particular, al que añado la cualidad,
la ficción, de representar a todos los perros.
Todas las ideas son, pues, particulares. Lo que llamamos conceptos o
ideas abstractas, son el resultado de una generalización inductiva, procedente
de la experiencia, por la que terminamos por dar el mismo nombre a todos los
objetos entre los que encuentro alguna semejanza o similitud.
Cuando escucho ese nombre, evoco la imagen de uno de los objetos a los
que lo he asociado, al ser imposible evocar todos y cada uno de los objetos,
aunque estoy también en condiciones de evocar otros objetos, en lugar de éstos,
si la ocasión lo requiere. Lo que llamamos ideas abstractas, universales, son
ideas particulares a las que hemos dotado de una cierta capacidad
representativa basada en la simple relación de semejanza o similitud entre los
objetos. Por lo demás, siendo las ideas copias de impresiones, y siendo las
impresiones siempre particulares, no puede haber ideas que no sean
particulares.

4. El mundo, el Alma y Dios


En las Meditaciones Metafísicas Descartes se propone probar la
existencia del mundo, del alma y de Dios, las tres sustancias de las que
tradicionalmente se había ocupado la metafísica, pero deducidas ahora de
principios firmes e inquebrantables, sobre los que pretendió reconstruir el
cuerpo del saber. También Hume se ocupará de estas tres sustancias en las
Investigaciones, pero llegando a conclusiones bien distintas a las que la
metafísica tradicional y la cartesiana, así como sus predecesores empiristas,
habían llegado.

A. El mundo
Tenemos una tendencia natural a creer en la existencia de cuerpos
independientemente de nuestras percepciones, tendencia compartida tanto por
el vulgo como por los filósofos, al menos en cuanto a las acciones ordinarias de
la vida cotidiana de éstos se refiere. Esto equivale a decir que "creemos" que los
objetos y las percepciones son una sola cosa, o que nuestras percepciones están
causadas por los objetos, a los que reproducen fielmente, y que, si bien las
percepciones "nos pertenecen", los objetos están fuera de nosotros,
perteneciéndoles un tipo de existencia continuada e independiente de la
nuestra.
Pero si analizamos la cuestión filosóficamente, dice Hume, tal creencia se
muestra enteramente infundada. En realidad, estamos "encerrados" en nuestras
percepciones, y no podemos ir más allá de ellas, ya que son lo único que se
muestra a nuestra mente. Las percepciones, como hemos visto, son de dos tipos:
impresiones e ideas. Las ideas se producen en nuestra mente como copia de las
impresiones. Pero ambas son meros contenidos mentales que se diferencian
sólo por su vivacidad. Podemos hacer cuanto queramos, pero no podremos
nunca ir más allá de nuestras impresiones e ideas. Si intentásemos aplicar el
principio de causalidad para demostrar que nuestras impresiones están
causadas por objetos externos, incurriríamos en una aplicación ilegítima de tal
principio, ya que tenemos constancia de nuestras impresiones, pero no la
tenemos de los supuestos objetos externos que las causan, por lo que tal
inferencia rebasaría el ámbito de la experiencia, (al no poder constatar la
conjunción entre dichos objetos y nuestras impresiones), el único en que
podemos aplicar el principio de causalidad. Por lo demás, si postulamos la
existencia de los objetos además de la de las impresiones, lo único que hacemos
es duplicar la realidad de las impresiones, atribuyéndoles por ende cualidades
que éstas no poseen, como la independencia y la continuidad.
La creencia en la existencia independiente de los objetos externos la
atribuye Hume a la imaginación, debido a la constancia y a la coherencia de las
percepciones. No se puede justificar tal creencia apoyándose en los sentidos, ni
apelando a la razón. No puede proceder de los sentidos, ya que éstos no nos
ofrecen nada distinto de nuestras percepciones. Cuando creo percibir mi
"cuerpo", no percibo nada distinto de mi percepción: lo que hago es atribuir
existencia real y corpórea a dicha percepción. Tampoco la razón podría ser la
base de tal creencia, ya que no es posible recurrir al principio de causalidad, ni a
la idea de sustancia, (anteriormente criticada), para justificar la existencia de
objetos externos e independientes de mis percepciones. Por lo demás, tampoco
los niños ni los iletrados recurren a la razón para justificar su creencia en los
objetos externos, y sin embargo están firmemente convencidos de tal existencia.
No hay, pues, justificación racional alguna de dicha creencia, por lo que Hume
recurre a la imaginación para intentar explicarla.

B. El Alma
Para la tradición metafísica la existencia del alma, una sustancia, material
o inmaterial, subsistente, y causa última o sujeto de todas mis actividades
mentales (percepción, razonamiento, volición...) había representado uno de los
pilares sobre los que ésta se había desarrollado. Si bien con el racionalismo de
Descartes deja de ser principio vital, continúa siendo, como sustancia, principio
de conocimiento, y sigue gozando de los atributos de simplicidad e
inmaterialidad, representando finalmente la identidad personal.
Habiendo rechazado la validez de la idea de sustancia ¿podemos seguir
manteniendo la idea de alma, de un sustrato, de un sujeto que permanece
idéntico a sí mismo, pero que es simple y distinto de sus percepciones? ¿De qué
impresión podría proceder tal idea de alma? No existen impresiones constantes
e invariables entre nuestras percepciones de las que podamos extraer tal idea
del yo, del alma. No hay ninguna impresión que pueda justificar la idea de un
yo autoconsciente, como si el yo permaneciera en un estado de autoidentidad
inquebrantable: “El yo o persona no consiste en ninguna impresión aislada, sino en
todo aquello a lo que hacen referencia nuestras distintas impresiones e ideas”.
Lo que nos induce a atribuir simplicidad e identidad al yo, a la mente, es
una confusión entre las ideas de "identidad" y "sucesión", a la que hay que
sumar la acción de la memoria. Ésta, en efecto, al permitirnos recordar
impresiones pasadas, nos ofrece una sucesión de impresiones, todas ellas
distintas, que terminamos por atribuir a un "sujeto", confundiendo así la idea de
sucesión con la idea de identidad. Rechazada, pues, la idea de alma, la pregunta
por su inmortalidad resulta superflua.

C. Dios
Dada su postura sobre el mundo y el alma, la tesis defendida sobre la
sustancia divina estará en consonancia con las conclusiones anteriores. En la
sección XI de la "Investigación sobre el entendimiento humano" Hume estudia
el tema de Dios y la vida futura, teniendo en cuenta las críticas realizadas a la
idea de sustancia y al principio de causalidad. En virtud de ello, Hume no
reconocerá validez alguna a las demostraciones metafísicas de la existencia de
Dios, considerando que dicha existencia no es demostrable racionalmente.
Si la idea de sustancia es una idea falsa, ya que no le corresponde
ninguna impresión, ya podemos adjetivarla como "externa", "pensante" o
"infinita", que ello no hará que sea menos falsa. Así, es inútil partir del análisis y
las determinaciones de la sustancia para intentar demostrar la existencia de una
sustancia infinita, de Dios. Los argumentos "a priori", que van de la causa al
efecto, basándose en el principio de causalidad, incurren en un claro uso
ilegítimo del principio, ya que éste sólo se puede aplicar, sólo tiene validez, en
el ámbito de la experiencia, y no tenemos experiencia alguna de la causa, de
Dios o sustancia infinita, por lo que no podemos asegurar que haya conjunción
necesaria alguna entre ésta y sus efectos, ya que nunca hemos podido observar
esa conjunción en la experiencia.
En el mismo defecto incurren los argumentos a posteriori, los que se
remontan del efecto a la causa. A pesar de ello Hume analiza con más detalle
las inconsecuencias del único argumento que le parece tener alguna capacidad
de convicción: el que, partiendo del orden del mundo, llegar a la existencia de
una causa última ordenadora. El argumento afirma que de la observación de la
existencia de un cierto orden en la naturaleza se infiere la existencia de un
proyecto y, por lo tanto, de un agente, de una causa inteligente ordenadora.
Pero, además de incurrir en el mismo uso ilegítimo del principio de causalidad
que los anteriormente señalados, Hume añade que este argumento atribuye a la
causa más cualidades de las que son necesarias para producir el efecto; se
podría inferir del orden del mundo la existencia de una causa inteligente, pero
en ningún caso dotarla de más atributos de los ya conocidos por mí en el efecto,
error en el que incurre el argumento de un modo manifiesto: una vez deducida
la causa, se vuelven a deducir de ella nuevas propiedades, además de las ya
conocidos, que no tienen fundamento alguno en mi impresiones.
De la existencia de un cierto orden en el mundo se podría inferir la
existencia de una causa inteligente, pero con atributos que tendrían que ser
homogéneos con el efecto, es decir, los que ya son conocidos por mi. Sin
embargo, se dota a esa causa de atributos, de cualidades, que rebasan con
mucho las cualidades del efecto, y añadiéndole cualidades que el efecto no tiene
en absoluto, como las cualidades morales, por ejemplo. La causa del error de
este argumento reside en que tomamos como modelo la inferencia que
realizamos en el ámbito de la experiencia entre la obra del artesano y las
cualidades y atributos de su creador. Pero tal inferencia la podemos hacer
porque se da en el ámbito de la experiencia, conociendo las peculiaridades y las
formas corrientes de la acción de los seres humanos, y observando
reiteradamente las conjunciones entre la obra y el creador. Pero en el caso de la
relación entre "el mundo" y su "creador" no disponemos de esa experiencia, no
podemos observar a Dios en absoluto, por lo que la aplicación del principio de
causalidad resulta enteramente ilegítima, quedando el modelo de inferencia
adoptado (la relación entre la obra y el creador) completamente desautorizado
como argumento probatorio de la existencia de Dios. No hay posibilidad
alguna, pues, de demostrar la existencia de Dios, por lo que la afirmación de su
existencia no es más que una hipótesis "incierta" e "inútil".
5. La Ética: el sentimiento moral
Además de lo dicho en el "Tratado", Hume dedicará las "Investigaciones
sobre los principios de la moral" a fundamentar su filosofía moral. En
consonancia con la oposición al racionalismo, mostrada en la explicación del
conocimiento y en la crítica de la metafísica, se opondrá a los sistemas éticos
que pretenden fundar en la razón la distinción entre el bien y el mal y, en
consecuencia, la vida moral del ser humano.
Que la moralidad existe es considerado por Hume como una cuestión de
hecho: todo el mundo hace distinciones morales; cada uno de nosotros se ve
afectado por consideraciones sobre lo bueno y lo malo y, del mismo modo,
podemos observar en las demás distinciones, o conductas que derivan de tales
distinciones, semejantes. Las discrepancias empiezan cuando nos preguntamos
por el fundamento de tales distinciones morales: ¿Se fundan en la razón, como
han afirmado los filósofos desde la antigüedad clásica, de modo que lo bueno y
lo malo son lo mismo para todos los seres humanos? ¿O se fundan en el
sentimiento, en la forma en que reaccionamos ante los "objetos morales" según
nuestra constitución humana?
Hume nos ofrece argumentos detallados con los que rechazar la
posibilidad de que la razón sea la fuente de la moralidad, que derivan, en
última instancia, de su análisis del conocimiento. Nos había dicho, en efecto,
que sólo existían dos operaciones del entendimiento, dos modos mediante los
cuales puede la razón conocer algo: el conocimiento de hechos y el
conocimiento de relaciones de ideas. Si decimos que la razón es la fuente de las
distinciones morales, tales distinciones deberían obtenerse mediante uno de los
dos tipos de conocimiento señalados. Pero no ocurre así: ninguno de ellos nos
permite obtener la menor noción de lo bueno y lo malo.

A) Las distinciones morales no proceden del conocimiento de hechos.


Lo que denominamos "bueno" y "malo" no puede ser considerado como
algo que constituya una cualidad o propiedad de un objeto moral. Si
analizamos una acción moral, sea buena o mala, y describimos los hechos,
aparecerán las propiedades de los objetos que interviene en la acción, pero no
aparecerá por ninguna parte lo "bueno" o lo "malo" como cualidad de ninguno
de los objetos que intervienen en la acción, sino como un "sentimiento" de
aprobación o desaprobación de los hechos descritos.
Por lo demás, la moralidad no se ocupa del ámbito del ser, sino del deber
ser: no pretende describir lo que es, sino prescribir lo que debe ser. Pero de la
simple observación y análisis de los hechos no se podrá deducir nunca un juicio
moral, lo que "debe ser". Hay un paso ilegítimo del ser (los hechos) al deber ser
(la moralidad). Tal paso ilegítimo conduce a la llamada "falacia naturalista",
sobre la que descansan en última instancia tales argumentos.

B) Las distinciones morales no proceden del conocimiento de relación de ideas.


Si la moralidad no es una cuestión de hecho, ya que los juicios morales
no se refieren a lo que es, sino a lo que debe ser, queda sólo la posibilidad de
que se trate y de un conocimiento de relación de ideas, en cuyo caso debería ser
una relación del siguiente tipo: de semejanza, de contrariedad, de grados de
cualidad, o de proporciones en cantidad y número. Pero estas relaciones se
encuentran tanto en las cosas materiales (incluyendo a los animales), en
nosotros mismos, en nuestras acciones pasiones y voliciones. En este caso
deberíamos considerar lo "bueno" y lo "malo" del mismo modo, tanto en la
acción humana como en la acción de la naturaleza y de los seres irracionales, lo
que, por supuesto, no hacemos. Un terremoto con numerosas víctimas mortales,
un rayo que mata a una persona, un animal que incurre en conducta
incestuosa... nada de eso nos hace juzgar esas relaciones como "buenas" o
"malas", porque no hay, en tales relaciones, fundamento alguno para lo bueno y
lo malo. Si la maldad fuese una relación tendríamos que percibirla en todas esas
relaciones: pero no la percibimos, porque no está ahí, nos dice Hume.

C) La moralidad se funda en el sentimiento


La razón no puede, pues, encontrar fundamento alguno para la
distinción de lo "bueno" y lo "malo", para las distinciones morales en general, ni
a través del conocimiento de hechos ni a través del conocimiento de relación de
ideas, por lo que parece quedar claro, dice Hume, que la moralidad no se funda
en la razón. Sólo queda, pues, que se base en, (y / o derive del), sentimiento.
Consideramos, pues, que algo es bueno o malo, justo o injusto, virtuoso o
vicioso, no porque la razón capte o aprehenda ninguna cualidad en el objeto
moral, sino por el sentimiento de agrado o desagrado, de aprobación o rechazo
que se genera en nosotros al observar dicho objeto moral, según las
características propias de la naturaleza humana. Las valoraciones morales no
dependen, pues, de un juicio de la razón, sino del sentimiento. ¿Qué garantía
tenemos, entonces, de coincidir con los demás en tales valoraciones morales,
eliminada la posibilidad de que la valoración moral dependa de categorías
racionales, objetivas, universales? ¿No nos conduce a esta teoría a un
relativismo moral?
Hume da por supuesto que la naturaleza humana es común y constante
y que, del mismo modo que el establecimiento de distinciones morales es
general, las pautas por las que se regulan los sentimientos estarán sometidas
también a una cierta regularidad o concordancia. Uno de esos elementos
concordantes es la utilidad, en la que Hume encontrará una de las causas de la
aprobación moral. La utilidad, en efecto, la encontrará Hume en la base de
virtudes como la benevolencia y la justicia, cuyo análisis realizará en las
secciones segunda y tercera de la "Investigación sobre los principios de la
moral".

6. Sociedad y política
La teoría política de Hume está basada en el análisis de los hechos, con el
correspondiente rechazo de hipótesis filosóficas y de toda explicación que no
sea congruente con los hechos, y encuentra en la noción de utilidad, en el
sentimiento de interés o de ventaja, el fundamento explicativo de la vida social
y de la comprensión de sus instituciones y de las leyes por las que se regula.
Este carácter empírico de la filosofía política es lo que le permite,
precisamente, considerarla como una ciencia, llegando a incluirla, en ocasiones,
en el grupo de la física y la química. Hume está convencido de que las formas
de gobierno no dependen de los "humores y temperamentos" de los seres
humanos, por lo que, analizando adecuadamente la experiencia, se pueden
extraer conocimientos generales y seguros sobre la sociedad, semejantes a los
que nos ofrecen las ciencias empíricas.
El carácter empírico y científico que confiere a la filosofía política le aleja
de consideraciones descriptivas acerca de lo que debe ser la sociedad futura,
(del tipo de las realizadas por Platón y Tomás Moro, por ejemplo, sobre la
sociedad ideal), así como de toda consideración basada en "principios" eternos y
abstractos, a partir de los que explicar y/o justificar la legitimidad de ciertas
formas de poder, o los fundamentos de las formas de gobierno.
La filosofía política, dado su carácter de ciencia empírica, no versa sobre
el "deber ser", ni puede deducir de tales supuestos "principios" filosóficos
conocimiento deductivo alguno sobre la realidad social. Si Hume reflexiona
sobre lo que podría mejorar esta o aquella forma de organización social, lo hace
exclusivamente desde el análisis de las ventajas y la utilidad que podrían
reportar determinadas medidas (como la reforma de la constitución).
Las teorías políticas del contrato o pacto social suponían una existencia
previa a la existencia social del ser humano, a la que dieron en llamar "estado
natural o de naturaleza". En dicho estado de naturaleza cada cual sobrevivía
utilizando sus propios recursos, de forma individual, sin ningún tipo de
existencia social, por lo tanto, de relación comunitaria con los demás. La
sociedad surgiría merced a un contrato o pacto establecido por los individuos
mediante el que abandonaban el estado de naturaleza y se integraban en la
comunidad, comprometiéndose a renunciar a su propio poder y a acatar las
normas sociales.
Hume, por el contrario, considera que la existencia de un estado de
naturaleza no es más que una ficción filosófica, que no tuvo nunca lugar ni
puede tener realidad alguna. La "sociedad" no puede deslindarse de la vida del
ser humano, al haber un deseo natural que empuja a unirse a los seres de ambos
sexos y a mantenerse unidos para criar a sus descendientes. La familia
constituye el núcleo básico de la sociedad, que se va ampliando al constatar los
beneficios que derivan de tal asociación natural. La sociedad no se genera, pues,
gracias a la reflexión que los seres humanos, en el supuesto estado de
naturaleza, realizan sobre su situación y las ventajas de asociarse, sino que es el
resultado de un deseo natural (apetito sexual) de unión que se plasma
inicialmente en la familia.
Eso no quiere decir, sin embargo, que las instituciones sociales y el
estado deriven su legitimidad de la naturaleza de la sociedad, que sean lo que
son "por naturaleza", sino que derivan su legitimidad de una convención. La
base de tal convención radica en la utilidad que las instituciones reportan a la
sociedad, al margen de la cual no tendrían sentido. En ningún caso se puede
decir que forman parte "por naturaleza" de la sociedad. Es tan posible la
existencia de una sociedad sin gobierno coactivo, como lo es lo contrario. De
hecho, la sociedad sin gobierno es el estado "más natural" de los seres humanos,
(Tratado, 3, 2, 8), lo que puede comprobarse empíricamente en las tribus de
América.
Sólo el aumento de las riquezas y de las posesiones individuales puede
explicar el porqué se constituye un gobierno: en base a la utilidad que reporta la
defensa de la propiedad privada y la consiguiente administración de la
"justicia". No hay contrato alguno que fundamente la legitimidad del gobierno,
sino sólo la utilidad que se "siente" que aporta la existencia de tal gobierno. En
consecuencia, la obediencia o la sumisión al gobierno establecido no tiene otro
fundamento que la utilidad que reporta, cesando la obligación de obediencia
cuando desaparezca el beneficio o interés de la misma. ("Of the Original
Contract").

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