Anthony Kenny - Breve Historia de La Filosofía Occidental-Grupo Planeta (GBS) (2005)
Anthony Kenny - Breve Historia de La Filosofía Occidental-Grupo Planeta (GBS) (2005)
Anthony Kenny - Breve Historia de La Filosofía Occidental-Grupo Planeta (GBS) (2005)
BREVE HISTORIA
DE LA FILOSOFÍA
OCCIDENTAL
PAIDÓS
Barcelona
Buenos Aires
México
Título original: A Rrief History of Western Philosophy
Originalmente publicado en inglés, en 1998, por Blackwell Publishers Ltd., Oxford, RU
This edition is published by arrangement with Blackwell Publishing Ltd., Oxford
Translated by Ediciones Paidós Ibérica SA from the original English language versión.
Responsibility of the accuracy of the translation rests solely with the Ediciones Paidós
Ibérica SA and is not the responsibility of Blackwell Publishing Ltd.
IS B N : 84-493-1766-5
D ep ósito legal: B-29.756/2005
Agradecimientos.................................................................................... 15
P re facio ................................................................................................... 17
Enero de 1998
Capítulo 1
La filosofía en su infancia
L O S MILESIOS
de un talud muy inclinado y cayó por él. De este modo han perdido los mi-
lcsios a su astrónomo. Nosotros, sus discípulos, veneremos su memoria y que
ésta sea venerada por nuestros hijos y discípulos.
J enófanes
hasta unos cuantos siglos después, Isaías proclamaba una religión revela
da, en tanto que Jenófanes era un teólogo natural.
La filosofía de la naturaleza de Jenófanes es menos interesante que su
filosofía de la religión. Sus concepciones son variaciones sobre temas ya
propuestos por sus predecesores milesios. Tomó como elemento único
no el agua ni el aire, sino la tierra. La tierra, pensaba, se extendía bajo
nuestros pies hasta el infinito. Sostenía que el Sol se formaba cada día a
partir de la reunión de minúsculas chispas. Pero no era el único Sol; en
realidad había un número infinito de ellos. La contribución más original
de Jenófanes a la ciencia fue llamar la atención sobre la existencia de fó
siles: señaló que en Malta se encontrarían impresas en las rocas las for
mas de todas las criaturas marinas. De aquí extrajo la conclusión de que
el mundo recorría un ciclo en el que se alternaban las fases terrestres y
las marítimas.
H e r á c l it o
agua, la muerte del agua es convertirse en aire y la muerte del aire es con
vertirse en fuego. Hay un único mundo, el mismo para todos, no hecho por
dios ni hombre alguno; siempre ha existido y siempre existirá, aun pasan
do, con arreglo a ciclos instaurados por el destino, por una fase de ignición,
que es la guerra, y una fase de consunción por el fuego, que es la paz.
La visión heraclitea de la transmutación de los elementos en un fuego
siempre ardiente ha cautivado la imaginación de los poetas hasta nuestros
días. T. S. Eliot, en Four Quartets, glosa la afirmación de Heráclito de que
el agua era la muerte de la tierra:
* Hay inundación y sequía / sobre los ojos y en la boca, / agua muerta y arena muer
ta / luchando por prevalecer. / El desecado suelo desviscerado / abre la boca ante la vanidad
del trabajo, / ríe sin júbilo. / Esta es la muerte de la Tierra («Little Gidding», en Poesías reu
nidas, 1909-1962, traducción de José M. Valveraje, Madrid, Alianza, 1978, pág. 214).
* * Alimentada por millones, la hoguera de la naturaleza sigue ardiendo. / Pero apa
ga su destello más preciado, hermoso y transparente, / el hombre, ¡cuán aprisa se extin
gue su llamarada, su impronta en la mente! / Ambas en una insondable, inmensa oscuri
dad / se sumergen. ¡Oh desgracia indignante! La forma humana, que brilló / rutilante,
destacada, como una estrella, la muerte la sume en las tinieblas [...]. (N. del t.)
n n r . v r , i n M O K I A OF, I.A T 'lT .O S f> 1' I A ( > C ( '. in t íN T A I.
L a E s c u e l a d e P a r m é n id e s
* Resulta forzoso aquí, para mantener el sentido último del razonamiento del autor,
adaptar su texto a las peculiaridades de la lengua de traducción: en inglés sí existe el par
ticipio presente (being, por ejemplo), que nosotros nos vemos obligados a sustituir por
proposiciones de relativo. (N. del t.)
H R l i V I i H I S T O R I A D R I.A l 'l I. O S O I 'f A O C C .1 D K N T A I.
Pues todo lo que hay en el cielo y la tierra cae bajo la rúbrica del Ser.
Por desgracia para nosotros, sin embargo, las cosas son más compli
cadas que todo eso. La existencia no es lo único que tiene presente Par
ménides cuando habla del Ser. Le interesa el verbo «ser» no sólo en la
forma que adopta en enunciados como «Troya ya no es», sino tal como
aparece en cualquier género de enunciados, por ejemplo: «Penélope es
una mujer» o «Aquiles es un héroe» o «Menelao tiene el cabello rubio» o
«Telémaco mide seis pies de altura». Así entendido, el Ser no es simple
mente lo que existe, sino aquello acerca de lo cual es verdadera cualquier
proposición que contenga «es». Igualmente, el hecho de ser no es sim
plemente el hecho de existir (el hecho de ser y punto), sino el de ser una
cosa cualquiera: ser rojo o azul, ser caliente o frío, y así ad nauseam. To
mado en este sentido, el Ser es im ámbito mucho más difícil de abarcar.
Tras este largo preámbulo estamos en condiciones de examinar algu
nos de los versos del misterioso poema de Parménides.
* Hay más cosas en el cielo y la tierra / de las que sueña tu filosofía. (N. del t.)
I.A l ' I I . O S O I 'l A UN SU IN F A N C IA 33
y decir
L mpédocles
dad de las cosas, mientras que la Discordia las obliga a separarse, de ma
nera que surgen muchas cosas a partir de una sola. La historia es un ci
clo en el que unas veces domina el Amor y otras veces la Discordia. Bajo
la influencia del Amor, los elementos se unen para formar una esfera ho
mogénea y espléndida; luego, bajo la influencia de la Discordia, se separan
para dar lugar a seres de diferentes géneros. Todos los seres compuestos,
como los animales, pájaros y peces, son criaturas temporales que vienen y
van; sólo los elementos son perennes y sólo el ciclo cósmico continúa por
siempre.
Las exposiciones que hace Empédocles de su cosmología unas veces
son prosaicas y otras veces poéticas. La fuerza cósmica del Amor se per
sonifica a veces en la alegre diosa Afrodita, y el primitivo estadio del de
sarrollo cósmico se identifica con una edad dorada presidida por el rei
nado de dicha diosa. El elemento ígneo recibe a veces el nombre de
Hefesto, el dios de la fragua. Pero a pesar de su envoltura simbólica y mí
tica, el sistema de Empédocles merece ser tomado en serio como un ejer
cicio científico.
Nosotros estamos acostumbrados a pensar en lo sólido, lo líquido y lo
gaseoso como tres estados fundamentales de la materia. No era irracional
concebir el fuego, y en particular el fuego del Sol, como un cuarto estado
de la materia tan importante como cualquier otro. De hecho, se puede de
cir que, en el siglo XX, la aparición de la disciplina conocida como física
del plasma, que estudia las propiedades de la materia a la temperatura del
Sol, ha restaurado el cuarto elemento hasta ponerlo en pie de igualdad
con los otros tres. En el Amor y la Discordia pueden reconocerse los
equivalente antiguos de las fuerzas de atracción y repulsión, que han de
sempeñado un importante papel en el desarrollo de la teoría física a lo
largo de los siglos.
Empédocles sabía que la Luna brilla con luz reflejada; sin embargo,
creía que otro tanto era válido para el Sol. Sabía que los eclipses de Sol
eran producidos por la interposición de la Luna. Sabía que las plantas se
reproducen sexualmente y tenía una elaborada teoría que relacionaba la
respiración con el movimiento de la sangre dentro del cuerpo. Presen
tó una tosca variante de la teoría de la evolución. En una fase primitiva
del mundo, sostenía, el azar disponía la materia hasta formar miembros
y órgartos aislados: brazos sin hombros, ojos fuera de sus cuencas, cabe
zas sin cuello. Dichas partes orgánicas, como piezas de «Lego», se unían,
también por azar, para formar organismos, muchos de los cuales eran
monstruosidades tales como bueyes con cabeza humana y humanos con
cabeza de buey. La mayoría de esos organismos fortuitos eran frágiles o
I.A l ’I I . O S O I 'Í A U N S IJ I N l 'A N C I A 39
LO S ATOMISTAS
lo, deberán ser fragmentos sin extensión, como los puntos geométricos.
Ahora bien, todo lo que puede dividirse puede volver a juntarse: si ase
rramos un tronco reduciéndolo a virutas, podemos juntar las virutas hasta
obtener una masa del mismo tamaño que el tronco. Pero si los fragmen
tos no tienen magnitud alguna, ¿cómo podrán, al juntarse, recomponer el
pedazo extenso de materia del que hemos partido? La materia no puede
estar formada por simples puntos geométricos, ni siquiera por un núme
ro infinito de ellos; por tanto, hemos de concluir que la divisibilidad tie
ne un límite, y los fragmentos más pequeños posibles deben ser cuerpos
que tengan tamaño y forma.
Esos cuerpos son lo que Demócrito llamó «átomos» («átomo» es pre
cisamente la palabra griega que equivale a «indivisible»). Creía que eran
demasiado pequeños para ser detectados por los sentidos, y que son infi
nitos en número y se presentan en muchas formas diferentes. Están,
como las motas de polvo que se observan en un rayo de Sol, dispersos en
un espacio infinito al que llamó «el vacío». Han existido siempre y se ha
llan en continuo movimiento. Chocan entre sí y se unen unos con otros;
unos son cóncavos; otros, convexos; unos son como ganchos, y otros
como anillas. Los objetos de tamaño intermedio que nos resultan familia
res son complejos de átomos reunidos de ese modo por puro azar, y las
diferencias entre diversos géneros de sustancias se deben a las diferencias
entre sus respectivos átomos. Los átomos, decía, se diferenciaban por la
forma (como la letra A difiere de la N), por el orden (como AN difiere de
NA) y por la orientación (como la N difiere de la Z).
Los críticos de Demócrito en la Antigüedad objetaban que, aunque lo
explicaba todo a partir del movimiento de los átomos, no daba ninguna ex
plicación de ese movimiento mismo. Otros, saliendo en su defensa, sos
tenían que el movimiento lo producía una fuerza de atracción que hacía
que cada átomo buscara otros átomos semejantes a él. Pero una atracción
sin explicar no parece mucho mejor que un movimiento sin explicar. Es
más, si una fuerza de atracción hubiera estado actuando durante un tiem
po infinito sin ninguna fuerza de sentido contrario (como, por ejemplo, la
Discordia de Empédocles), el mundo estaría ahora formado por agrupa
ciones de átomos uniformes; lo cual es muy diferente de los agregados
aleatorios con los que Demócrito identificaba los seres animados e inani
mados que nos resultan familiares.
Para Demócrito, los átomos y el vacío son las dos únicas realidades:
todo lo demás es apariencia. Cuando los átomos se acercan, chocan o se
traban entre sí, los agregados resultantes parecen agua, fuego, plantas o
seres humanos, pero lo único que existe realmente son los átomos y el va
cío subyacente. Son meras apariencias, en particular, las cualidades per
cibidas por los sentidos. La sentencia de Demócrito más citada era:
Cuando decía que las cualidades sensibles son «por convención», nos
cuentan los comentaristas antiguos, quería decir que las cualidades eran
relativas a nosotros y no pertenecían a la naturaleza de las cosas mismas.
Por naturaleza nada es blanco o negro, amarillo o rojo, amargo o dulce.
Demócrito explicó en detalle cómo los diferentes sabores son resulta
do de diferentes tipos de átomos. Los sabores picantes son producidos por
átomos pequeños, finos, angulosos y dentados. Los sabores dulces, en
cambio, son el resultado de átomos mayores y más redondeados. Si una
cosa sabe salada, ello se debe a que sus átomos son grandes, rugosos, den
tados y angulosos.
No sólo los sabores y los olores, sino también los colores, los sonidos
y las cualidades sentidas se pueden explicar, análogamente, por las pro
piedades y relaciones de los átomos subyacentes. El conocimiento que
nos brindan todos esos sentidos —gusto, olfato, vista, oído y tacto— es
oscuro. El auténtico conocimiento es completamente diferente, prerro
gativa de aquellos que dominan la teoría de los átomos y el vacío.
Demócrito escribió tanto sobre ética como sobre física: las sentencias
suyas que han llegado hasta nosotros dan la impresión de que, como mo
ralista, su obra era más edificante que inspirada. La siguiente observa
ción, atinada pero sin garra, podrían suscribirla muchos otros autores:
La Atenas de Sócrates
E l I m p e r io A t e n ie n s e
de todo el mundo acuden a contemplar las ruinas de los edificios que hizo
erigir sobre la Acrópolis, la ciudadela de Atenas. Las esculturas con las
que se decoraron esos templos están entre los tesoros más preciados de
los museos en los que hoy día se hallan dispersas. El Partenón, el templo
de la diosa virgen Atenea, era un obsequio de acción de gracias por las
victorias en la guerra contra los persas. Los mármoles de Elgin, hoy en el
Museo Británico, a donde fueron llevados por lord Elgin en 1803, repre
sentan un gran festival ateniense, las fiestas Panateneas, como las que
Parménides y Zenón vieron en los años en que daban comienzo las obras
de construcción. Culminado el programa de Pericles, Atenas poseía una
arquitectura y una escultura sin rival en todo el mundo.
Atenas tenía también la primacía en el teatro y la literatura. Esquilo,
que había combatido en las guerras contra los persas, fue el primer gran
autor de tragedias: llevó a la escena a los héroes y heroínas de la épica ho
mérica, y su recreación del retorno y asesinato de Agamenón todavía nos
fascina y nos horroriza. Esquilo representó también las más recientes ca
tástrofes que habían afligido al rey Jerjes. Dramaturgos más jóvenes,
como el piadoso y conservador Sófocles y el más radical y escéptico Eurí
pides, sentaron las bases clásicas del drama trágico. Las obras de Sófocles
sobre el rey Edipo, asesino de su padre y marido de su madre, así como el
retrato trazado por Eurípides de la infanticida Medea, no sólo figuran
aún en el repertorio teatral contemporáneo, sino que todavía tocan per
turbadoramente las fibras de nuestra psique. También la historiografía ri
gurosa comenzó en ese siglo, con las crónicas de Heródoto acerca de las
guerras persas, escritas en los primeros años del siglo, y el relato de Tucí-
dides sobre la guerra entre los griegos cuando el siglo tocaba a su fin.
A naxágoras
LO S SOFISTAS
Pero también era un lílósolo, tic tendencia aún más escéptica que la de
Prolágoras. Se dice que había sostenido que nada hay, que, aunque lo hu
biera, no podría conocerse y que, aunque pudiera conocerse, no podría
comunicarse de una persona a otra.
En la época en que Gorgias visitó Atenas, en el año 427, había co
menzado una guerra entre Atenas y Esparta conocida como guerra del
Peloponeso. Poco después del estallido de la contienda murió Pericles y
las sucesivas campañas acabaron una y otra vez mal para Atenas. Las de
rrotas y las epidemias embrutecieron a los atenienses, que se volvieron
crueles y despiadados en la lucha. Perdieron todo derecho a arrogarse
grandeza moral alguna cuando en el 416 ocuparon la isla de Melos, ma
taron a los varones adultos y esclavizaron a las mujeres y los niños. Las
ultimas tragedias de Eurípides y algunas de las comedias de su contem
poráneo Aristófanes manifestaban una elocuente protesta contra la con
ducción de la guerra por los atenienses. Ésta concluyó con una aplastan
te derrota naval en Egospótamos en el año 405. El Imperio Ateniense se
derrumbó y la hegemonía de Grecia pasó a Esparta. Pero los días glorio
sos de la filosofía ateniense estaban todavía por llegar.
S ócrates
crates no dejó ninguna obra escrita, y los detalles de su vida, aparte de los
acontecimientos más dramáticos, permanecen en la oscuridad, como ob
jeto de controversia entre los estudiosos. No le faltaron biógrafos y, de
hecho, muchos de sus contemporáneos y sucesores escribieron diálogos
en los que Sócrates llevaba la voz cantante. La dificultad estriba en sepa
rar los hechos sobrios de la ficción laudatoria. Todos sus biógrafos nos
cuentan que era descuidado y feo, panzudo y chato, pero el acuerdo so
bre su persona no va mucho más allá. Los dos autores cuyas obras sobre
viven intactas, el historiador militar Jenofonte y el filósofo idealista Pla
tón, trazan retratos de Sócrates que difieren tanto como el retrato de
Jesús que hace san Marcos difiere del que hace san Juan.
En vida, Sócrates fue objeto de mofa por parte del comediógrafo
Aristófanes, que lo representó como un excéntrico torpe y corrupto, ab
sorto en curiosidades científicas con la cabeza literalmente en las nubes.
Pero más que un filósofo de la naturaleza, Sócrates parece haber sido un
sofista de un género poco corriente. Al igual que los sofistas, pasaba
gran parte de su tiempo dedicado a la discusión y el debate con jóvenes
acomodados (algunos de los cítales ocuparon puestos de poder cuando la
oligarquía reemplazó a la democracia). Pero a diferencia de otros, no co
braba por ello y su método de enseñanza no consistía en instruir sino en
preguntar; decía que él sacaba a la luz, como una partera, los pensamien
tos que sus jóvenes discípulos concebían. A diferencia de los sofistas, no
pretendía estar en posesión de ningún conocimiento ni habilidad técnica
especial.
En la Grecia clásica se prestaba gran atención a los oráculos pronun
ciados en nombre del dios Apolo por la sacerdotisa del santuario de Del-
fos cuando ésta entraba en trance. Cuando se le preguntó si había alguien
más sabio que Sócrates, la sacerdotisa de turno respondió que no lo ha
bía. Sócrates confesó sentirse perplejo ante este oráculo y preguntó, uno
tras otro, a políticos, poetas y expertos que pretendían estar en posesión
de diversos géneros de sabiduría. Ninguno de ellos fue capaz de defender
su reputación ante las preguntas de Sócrates, por lo que éste llegó a la
conclusión de que el oráculo tenía razón en el sentido de que sólo él se
daba cuenta de que su sabiduría no valía nada.
Es en cuestiones de moral donde resultaba más importante tratar de
conseguir auténtico conocimiento y poner en evidencia las falsas preten
siones. En efecto, según Sócrates, conocimiento moral y virtud eran una
misma cosa. Cualquiera que supiera realmente qué era lo correcto, no po
día obrar mal; si alguien hacía algo que estaba mal, sólo podía ser porque
no sabía qué era lo correcto. Nadie hace el mal intencionadamente, pues
52 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
todos desean llevar una buena vida y ser así felices. Los que actúan mal
sin intención de hacerlo necesitan instrucción, no castigo. Los historia
dores llaman a este notable conjunto de doctrinas «la paradoja socrática».
Sócrates no pretendía poseer él mismo el grado de sabiduría que le
preservaría de obrar mal. En vez de eso, decía que confiaba en una voz di
vina interior, que intervendría en el momento en que estuviera a punto de
dar un mal paso.
E l E u t ifr ó n
una misma cosa es apreciada por tinos dioses y detestada por otros, re
sultará que es a la vez piadosa e impía. Tal puede ser el caso de la propia
acción de Eutifrón de procesar a su padre. Pero dejemos esto y corrija-
mos la definición de manera que diga: lo que todos los dioses aprecian es
piadoso y lo que todos los dioses detestan es impío. Surge entonces una
nueva pregunta: ¿aprecian los dioses lo que es piadoso porque es piado
so o es piadoso porque los dioses lo aprecian?
Para lograr que Eutifrón capte el sentido de esa pregunta, Sócrates pre
senta una serie de ejemplos que tienen que ver con aspectos de la gramáti
ca griega. Su planteamiento podría formularse en español diciendo que, en
un asunto criminal, «el acusado» se llama así porque hay alguien que lo
acusa; no es que la gente lo acuse porque es el acusado. Análogamente
en este caso, ¿se llama piadoso a alguien porque los dioses lo aprecian?
Una vez que comprende la pregunta, Eutifrón responde negativamente:
es todo lo contrario; los dioses aprecian lo que es piadoso porque es pia
doso.
Sócrates propone entonces astutamente utilizar «grato a los dioses»
como fórmula abreviada de «lo que es apreciado por los dioses». Como
quiera que Eutifrón sostiene que lo piadoso y lo grato a los dioses son lo
mismo, podemos poner «grato a los dioses» en lugar de «piadoso» den
tro de la tesis de Eutifrón de que lo que es piadoso es apreciado por los
dioses porque es piadoso. Obtenemos entonces:
a) Lo grato a los dioses es apreciado por los dioses porque les es grato.
piedad es algo que los dioses aprecian. Rehúsa continuar con la discusión
y se apresura a seguir con la tarea que se ha impuesto.
El Eutifrón nos da probablemente una visión realista de las virtudes y
los defectos del método socrático de discusión. También nos permite,
tanto si era ésa la intención de Platón como si no, comprender por qué las
personas religiosas de Atenas podían considerar de buena fe a Sócrates
como un peligro para la juventud y un foco de impiedad.
E l C r it ó n
E l F udón
La filosofía de Platón
V id a y o b r a s
Platón nació en el seno de una familia rica, en los últimos días del Im
perio Ateniense. Al terminar la guerra del Peloponeso en el 405, tenía
poco más de 20 años, edad suficiente para haber participado en ella,
como hicieron ciertamente sus hermanos. Sus tíos Critias y Cármides fue
ron dos de los Treinta Tiranos. La ejecución de Sócrates en el 399 bajo
una democracia restaurada hizo que Platón desconfiara para siempre de
los demagogos y le repugnara hacer carrera política en Atenas.
A la edad de 40 años, Platón viajó a Sicilia y estableció fuertes lazos
con Dión, cuñado del monarca reinante, Dionisio I. Cuando regresó a
Atenas fundó una escuela, la Academia, en un bosquecillo de su propie
dad que se encontraba situado junto a su casa. Dicha escuela seguía el
modelo de las comunidades pitagóricas de Italia y estaba formada por
pensadores de parecidas ideas interesados en las matemáticas, la metah'-
sica, la moral y la mística. A la edad de 60 años, Platón fue invitado nue
vamente a Sicilia como consejero del sobrino de Dión, que acababa de as
cender al trono con el nombre de Dionisio II. Su carrera como consejero
real no tuvo éxito, ni desde el punto de vista político ni desde el filosófi
co, y en el año 360 volvió a casa. Murió apaciblemente durante la cele
6 6 B R E V E H IS T O R IA D K L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
L a t e o r ía d e l a s I d e a s
mientras que los atributos no lo son. No está claro si las Ideas de Platón
son extensionales como las clases o no extensionales como los atributos.
La dificultad de identificar las Ideas con las clases surge en relación con
las tesis 2 y 3. La clase de los hombres no es un hombre y no podemos de
cir en general que la clase de los F es F; ciertas clases son miembros de sí
mismas y otras no lo son. Surge aquí una serie de problemas que sólo se
pusieron de manifiesto al cabo de más de dos mil años.
tesis no son todas compatibles entre sí. Digo simplemente que esta inter
pretación hará que las tesis resulten prima fa cie plausibles en un grado que
las interpretaciones previamente consideradas no pueden alcanzar. Uni
versales concretos, paradigmas, atributos y clases plantean todos proble
mas por sí mismos, tal como los filósofos han descubierto mucho después
de Platón, y aunque no podemos volver a las soluciones propuestas por
Platón, todavía hemos de resolver muchos de los problemas que él plan
teó en este ámbito.
L a R epú blic a
tes concluye: «La justicia no puede definirse como decir la verdad y de
volver lo que uno ha recibido prestado». Céfalo se retira entonces de la
discusión y sale a hacer un sacrificio.
En nuestra búsqueda de la definición de justicia, debemos examinar
a continuación las otras premisas empleadas para refutar a Céfalo. La ra
zón por la que es injusto devolver un alma a un hombre enloquecido es
que no puede ser justo hacer daño a un amigo. Entonces Polemarco, hijo
de Céfalo y continuador de su argumentación, defiende la hipótesis de
que la justicia consiste en hacer el bien a los amigos y el mal a los enemi
gos. La refutación de esta tesis lleva más tiempo, pero finalmente Pole
marco concede que no es justo perjudicar a ningún ser humano. La pre
misa clave necesaria para este élen ch os es que la justicia es una excelencia
humana o virtud. Es absurdo, insiste Sócrates, pensar que un hombre jus
to pueda ejercitar su excelencia haciendo a otros menos excelentes.
Polemarco queda fuera de combate en la discusión, pues acepta sin
rechistar la premisa de que la justicia es una excelencia humana, pero allí
está al acecho Trasímaco, ansioso de echar por tierra esta hipótesis. La
justicia no es una virtud o excelencia, dice, sino debilidad y estupidez,
pues a nadie le interesa poseerla. Por el contrario, la justicia es simple
mente lo que conviene a aquellos que detentan el poder en la ciudad; la
ley y la moral no son sino sistemas concebidos para la protección de sus
intereses. Sócrates necesita veinte páginas y complejas maniobras envol
ventes para dar jaque mate a Trasímaco; pero en cualquier caso, al final
del libro primero, se llega a la conclusión de que el hombre justo llevará
una vida mejor que el injusto, por lo que la justicia redunda en provecho
de quien la posee. Trasímaco se ve forzado a aceptarlo a través de una
serie de concesiones que hace a Sócrates. Por ejemplo, conviene en que
los dioses son justos y que la virtud o excelencia humana lo hace a uno fe
liz. Esta y otras premisas requieren el apoyo de argumentos; todas ellas
pueden ser puestas en duda y la mayoría de ellas lo son en otros lugares
de la R epública , del libro segundo en adelante.
Dos personajes que han seguido hasta ese momento el debate en si
lencio son los hermanos de Platón: Glaucón y Adimanto. Glaucón inter
viene para sostener que, aunque la justicia no puede ser un mal en sí mis
ma, tal como Trasímaco ha afirmado, no es tampoco algo que tenga valor
por sí mismo, sino algo que se elige para evitar el mal. Para impedir que
otros los opriman, los seres humanos menos fuertes establecen pactos en
tre ellos a fin de no sufrir injusticia ni cometerla. La gente preferiría con
mucho actuar injustamente si pudiera hacerlo con impunidad (la impu
nidad que podría lograr un hombre, por ejemplo, si pudiera volverse in
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Una de las hipótesis esgrimidas contra Trasímaco era que es función del
alma deliberar, regir y velar por la persona. Una vez que el alma se ha di
vidido en razón, apetito y coraje, se abandona esa primera hipótesis: las
funciones en ella presentadas no pertenecen al alma en su totalidad, sino
sólo a la razón. Hay otra hipótesis que se emplea para establecer la trico
tomía: el principio de no contrariedad. Este, como luego se ve, no es un
principio que se pueda aplicar en el mundo que nos rodea. En este mun
do, todo lo que se mueve es también, en ciertos aspectos, estacionario;
todo lo que es bello es también en cierto modo feo. Sólo la Idea de Belle
za no crece ni decrece, no es bella en una parte y fea en otra, ni bella en un
momento y fea en otro, ni bella en relación con una cosa y fea en relación
con otra. Todas las entidades terrenas, incluida el alma tripartita, están
penetradas por la ubicuidad de la contrariedad. La teoría del alma tri
partita es sólo una aproximación a la verdad, pues no menciona para
nada las Ideas.
En la R epública , las ideas aparecen por primera vez en el libro quinto,
donde se emplean como fundamento de una distinción entre dos poten
cias o estados mentales: el saber y la opinión. Los gobernantes de un Es
tado ideal deben recibir una educación que les proporcione el verdadero
saber; y el saber tiene que ver con las Ideas, pues solamente ellas son (es
decir, para todo F, sólo la Idea de F es completamente y sin matices F). La
opinión, por su parte, tiene que ver con los objetos corrientes, que son a
la par que no son (es decir, para todo F, cualquier objeto del mundo que
sea F será también, en un aspecto u otro, no F).
Esas potencias se subdividen a su vez, con ayuda de un diagrama en
forma de línea (véase pág. 78), en el libro sexto: la opinión comprende
dos elementos: a) la imaginación, cuyos objetos son «sombras y reflejos»,
y b) la creencia, cuyos objetos son «las criaturas vivientes que nos rodean y
las obras de la naturaleza o de la mano del hombre». El saber, a su vez,
presenta también dos formas. El saber por excelencia es d) la intelección
filosófica, cuyo método es la dialéctica y cuyo objeto es el reino de las
Ideas. Pero el saber comprende también c) la investigación matemática,
cuyo método es hipotético y cuyos objetos son entidades abstractas como
los números y las figuras geométricas. Los objetos de las matemáticas, no
menos que las Ideas, son eternos e inmutables: como todos los objetos del
saber, pertenecen al mundo del ser, no al del devenir. Pero tienen en co
mún con los objetos terrenales que no son únicos, sino múltiples, pues los
círculos de los geómetras, a diferencia del Círculo ideal, pueden interse
carse unos con otros, y los doses de los matemáticos, a diferencia del uno
y la Idea del Dos, pueden sumarse para dar cuatro.
78 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
almas de los gobernantes. Pero he aquí que ahora, en la tercera parte del
alma tripartita, surge una nueva tripartición. Los deseos corporales que
constituyen el apetito se dividen en necesarios, no necesarios y desorde
nados. El deseo de pan y carne es un deseo necesario; el deseo de lujo es
un deseo no necesario. En cuanto a los deseos desordenados, son aque
llos deseos no necesarios de tal grado de impiedad, perversión y falta de
pudor que normalmente sólo encuentran su expresión en sueños. La di
ferencia entre las constituciones oligárquicas, democráticas y tiránicas es
triba en los diferentes tipos de deseos que dominan a los gobernantes de
cada Estado. Los escasos gobernantes del Estado oligárquico son gober
nados a su vez por unos pocos deseos necesarios; cada miembro de la
multitud dominante en la democracia está dominado por una multitud de
deseos no necesarios; el único señor del Estado tiránico está dominado a
su vez por una única pasión desordenada.
Sócrates hace nuevamente uso de la teoría tripartita del alma para
probar el superior grado de felicidad del hombre justo. Los hombres
pueden clasificarse en avariciosos, ambiciosos o estudiosos según que el
elemento dominante en su alma sea el apetito, el coraje o la razón. Cada
tipo de hombre pretenderá que su propia vida es la mejor: el hombre ava
ricioso elogiará la vida dedicada a los negocios; el hombre ambicioso elo
giará la carrera política; y el estudioso, el saber, el conocimiento y la vida
dedicada al estudio. Es éste, el filósofo, aquel cuyo juicio resulta preferi
ble: aventaja a los otros en experiencia, inteligencia y raciocinio. Además,
los objetos a los que el filósofo dedica su vida son tan reales en compara
ción con los que persiguen los demás, que los placeres de éstos parecen
ilusorios. Obedecer a la razón no es sólo el camino más virtuoso para los
demás elementos del alma, sino también el más placentero.
En el libro X, Platón describe una vez más la anatomía del alma. E s
tablece un contraste entre dos elementos dentro de la facultad de razo
nar del alma tripartita. Hay un elemento en el alma que se deja confun
dir por unos palos rectos que parecen torcidos dentro del agua, y otro
elemento que mide, cuenta y pesa. Platón emplea esta distinción para
lanzar un ataque contra el teatro y la literatura. En las acciones represen
tadas en el drama existe un conflicto interno en el ser humano análogo al
conflicto entre las opiniones contrarias inducidas por las impresiones vi
suales. En la tragedia, este conflicto se da entre una parte del alma pro
clive a la lamentación y nuestra parte mejor, que está dispuesta a respetar
la ley y dice que debemos sobrellevar con paciencia los infortunios. En la
comedia, este elemento noble ha de luchar con otro elemento que es un
impulso instintivo a actuar de manera bufonesca.
82 B R E V E H IS T O R IA DI- I.A I M l . O S O F Í A O C C I D E N T A L
ello los guardianes del Estado totalitario están autorizados a usar la «me
dicina de la falsedad» con sus súbditos. La tesis de que los locos han de
ser refrenados resulta fatal cuando se combina con la creencia de que
todo el mundo está loco excepto yo y quizá tú.
Que la justicia es la salud del alma es el tema que da unidad a la Re
p ú b li c a pero como ya hemos visto, Platón recorre a lo largo del diálogo
la filosofía de la mente, la filosofía moral, la filosofía de la educación, la
estética, la teoría del conocimiento y la metafísica. En todos esos campos
se hace valer la teoría de las Ideas. Nos queda ahora examinar algunos de
los escritos posteriores de Platón en los que su filosofía no descansa ya so
bre esa teoría.
E l T e e t e t o y e l S ofista
die está en mejor posición que cualquier otro en relación con el saber,
puesto que lo que a cada uno le parece es verdad para él? Protágoras
replicará que, aunque no es posible enseñar a nadie a renunciar a falsas
ideas en favor de ideas verdaderas, un maestro puede hacer que alguien
renuncie a los malos pensamientos en favor de los buenos. Pues si bien
todas las apariencias son igualmente verdaderas, no todas las apariencias
son igualmente buenas. Un sofista como Protágoras puede poner a un
discípulo en mejor estado, igual que un médico podría curar a Sócrates
de la enfermedad que afecta a su paladar, de forma que el vino volviera
nuevamente a parecerle dulce.
En respuesta a esto, Sócrates recurre al argumento de Demócrito
para demostrar que la doctrina de Protágoras se refuta a sí misma. A to
dos los hombres les parece que unos hombres saben más que otros acer
ca de diversos asuntos que requieren técnica y experiencia práctica; si es
así, esto debe ser verdad para todos los hombres. A la mayoría le parece
que la tesis de Protágoras es falsa; si es así, su tesis ha de ser más falsa que
verdadera, dado que los que no creen en ella superan a los que creen. La
teoría de Protágoras puede parecer sólida cuando se la aplica a la per
cepción sensorial, pero es muy poco plausible si se la aplica al diagnósti
co médico o a la predicción política. Gada individuo puede ser la medida
de lo que es, pero incluso en el caso de las sensaciones, no es la medi
da de lo que será : un médico sabe mejor que un paciente si sentirá calor,
y un vinatero sabrá mejor que un simple bebedor si un vino se volverá
dulce o seco.
Pero incluso en su reducto más fuerte, en el reino de la sensación, ar
guye Sócrates, la tesis de Protágoras es vulnerable, pues depende de la
tesis del flujo universal, que es en sí misma incoherente. Según los hera-
clitianos, todo está cambiando continuamente, tanto respecto al movi
miento local (el desplazamiento de un lugar a otro) como a la alteración
cualitativa (por ejemplo, el paso de blanco a negro). Ahora bien, si algo
está parado, podremos describir cómo cambia de cualidad, y si tenemos
un retazo de color constante, podremos describir cómo se mueve de un
lugar a otro. Pero si ambos tipos de cambio tienen lugar al mismo tiem
po, nos quedamos sin poder decir nada; no podemos decir q u é se está
moviendo ni q u é se está alterando. La propia percepción sensorial estará
sometida al flujo: un episodio de visión se convertirá al instante en un epi
sodio de ausencia de visión; el oír y el no oír se seguirán uno a otro ince
santemente. Resulta que, en contra de lo que suponemos que es el saber,
si éste se identifica con la percepción, el saber no será saber en mayor me
dida que no-saber.
86 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
cer todas las letras y sin embargo no ser capaz de deletrearlas coherente
mente.
Según la tercera interpretación, uno tiene una creencia articulada acer
ca de un objeto si puede formular una descripción que sea verdadera ex
clusivamente de dicho objeto. Así, por ejemplo, el Sol puede describirse
como el más brillante de los cuerpos celestes. Pero según esta opinión,
¿cómo puede tener uno alguna idea de algo sin tener una creencia articu
lada sobre ello? No puedo estar pensando realmente en Teeteto si lo úni
co que puedo decir al describirlo son cosas que él tiene en común con
otros, como que tiene una nariz, dos ojos y una boca.
Sócrates concluye, un tanto precipitadamente, que la tercera defini
ción del saber dada por Teeteto no es mejor que las dos precedentes. El
diálogo acaba en la perplejidad, como los diálogos socráticos del primer
período de Platón. Pero, de hecho, es mucho lo que ha logrado. La expli
cación que da de la naturaleza de la percepción sensible, modificada por
Aristóteles, se hizo canónica hasta finales de la Edad Media. La definición
del saber como creencia verdadera articulada, interpretada en el sentido de
creencia verdadera justificada, todavía la aceptaban muchos filósofos
de nuestro siglo. Pero lo que Platón consideraba probablemente el mayor
logro del diálogo era el remedio que aportaba para el escepticismo de He-
ráclito, al mostrar que la doctrina del flujo universal era autorrefutatoria.
En el T eeteto, Sócrates se muestra demasiado reverente como para en
rolar en la argumentación al filósofo que se sitúa en el extremo opuesto a
Heráclito, el venerable Parménides. Esta tarea la emprende Platón en el
Sofista. En dicho diálogo, aunque reaparecen Teeteto y Sócrates, el inter
locutor principal no es Sócrates, sino un extranjero procedente de la ciu
dad de Elea. El propósito evidente del diálogo es brindar una definición
del sofista. La definición se aborda siguiendo el método, popular en
nuestros días, del juego de las veinte preguntas. En dicho juego, el que
pregunta divide el mundo en dos partes: el mundo animado y el mundo
inanimado; si el objeto buscado es animado, el mundo animado se divide
entonces en otras dos partes: plantas y animales; y así, mediante sucesivas
dicotomías, el objeto queda inequívocamente identificado. Mediante mé
todos similares, el extranjero define primero el arte de pescar con caña y
luego, repetidamente, el arte del sofista. La caracterización de la sofística
con la que concluye el diálogo es ésta: «La imitación propia de la técnica
de la contradicción, en la parte irónica de la formación de opiniones, del
género simulativo de la técnica —no divina, sino humana— de hacer imá
genes, dentro de la producción, limitada a la fabricación de ilusiones en
los discursos».
L A F IL O S O F ÍA D E PLA TÓ N 89
Esto es una broma, por supuesto. La tarea seria del diálogo se realiza
en el proceso que lleva hasta aquí. Hay una línea de pensamiento que se
formula así: la sofística va ligada a la falsedad, pero ¿cómo es posible ha
blar de la falsedad sin chocar con el venerado Parménides? Decir lo que
es falso es decir lo que no es: ¿equivale eso a enunciar el No-ser? Eso se
ría un sinsentido, por las razones dadas por Parménides. ¿Habremos,
pues, de ser más cautos y sostener que decir lo que es falso es decir que
no es lo que es, o que es lo que no es? ¿Eludirá eso la censura de Parmé
nides?
Hemos de desarmar a Parménides obligándole a admitir que lo que
no es, en cierto aspecto, es y que lo que es, en cierto modo, no es. El mo
vimiento, por ejemplo, no es reposo, pero eso no significa que el movi
miento no sea nada en absoluto. Hay muchas cosas que ni siquiera el Ser
es: por ejemplo, el Ser no es movimiento y el Ser no es reposo. Cuando
hablamos de lo que no es, no hablamos del No-ser, lo contrario del Ser; ha
blamos simplemente de algo que es diferente de alguna de las cosas
existentes. Lo no bello difiere de lo bello y lo injusto difiere de lo justo;
pero lo no bello y lo injusto no son menos reales que lo bello y lo justo. Si
agrupamos todas las cosas que son no-algo, obtenemos la categoría del
No-ser, y ésta es exactamente tan real como la categoría del Ser. De este
modo hemos derribado la cárcel en la que Parménides nos había confi
nado.
Estamos ahora en condiciones de dar una explicación de la falsedad
en el pensamiento y en las palabras. El problema estribaba en que no era
posible pensar ni decir lo que no era, pues el No-ser era un sinsentido.
Pero ahora que hemos descubierto que no-ser es perfectamente real, po
demos servirnos de ello para explicar los pensamientos y las proposicio
nes falsos.
Una proposición típica consta de un nombre y de un verbo, y dice
algo acerca de algo. «Teeteto está sentado» y «Teeteto vuela» son ambas
proposiciones acerca de Teeteto, pero una de ellas es verdadera y la otra,
falsa. Dicen cosas diferentes acerca de Teeteto, y la verdadera dice acerca
de él algo que se encuentra entre las cosas que él es, mientras la falsa dice
acerca de él algo que forma parte de las cosas que él no es. Volar no es
No-ser: es algo que es —y bastantes cosas, por cierto— , pero algo dife
rente de las cosas que Teeteto es, las cosas que verdaderamente pueden
decirse de Teeteto.
Esta concepción de la falsedad de una proposición falsa puede hacer
se aplicable también a los pensamientos y juicios falsos, pues pensar es la
silenciosa expresión de la mente hacia su interior y el juicio es el equiva
90 B K E V E H IS T O R IA D E L A I IL O S O E ÍA O C C ID E N T A L
debe negarse a aceptar, tanto de los defensores de una única forma como de
los defensores de muchas de ellas, la doctrina de que toda realidad es inmu
table, y debe hacer oídos sordos al otro bando, que presenta la realidad como
som etida a constante cambio. Al igual que un niño que desea conservar su
pastel a la vez que comérselo, debe decir que el Ser, la suma de todas las co
sas, es a la vez ambas cosas: todo aquello que es inmutable y todo lo que está
som etido a cambio.
El sistema de Aristóteles
D is c íp u l o d e P l a t ó n , iMAe s t r o de A l e ja n d r o
* Platón no vio en la naturaleza sino una espuma que juguetea / sobre el vagoroso
paradigma de las cosas; / Aristóteles, más sólido, jugaba a las canicas / sobre el asiento de
un rey de reyes. (N. del t.)
94 B R E V E H I S T O R I A D E I.A F I L O S O F Í A O C C I D E N T A L
La f u n d a c ió n d e l a l ó g ic a
La t e o r ía d e l d r a m a
de ser lo bastante breve y simple para que el espectador retenga todos sus
detalles. La tragedia ha de tener unidad. No es una hábil concatenación de
episodios conectados sólo por la presencia de un héroe común; por el con
trario, debe haber una única acción significativa en torno a la cual gire
toda la trama. Normalmente, la historia se irá complicando hasta llegar a
un punto de inflexión, que Aristóteles llama «vuelco» o «peripecia» {peri-
p éteia ). Este es el momento en que el héroe aparentemente afortunado cae
víctima de la desgracia, acaso por medio de una «revelación» (anagnóri-
sis), es decir, el descubrimiento de algún dato crucial pero desconocido
hasta ese momento. Tras el vuelco sobreviene el desenlace, en el que las
complicaciones previamente introducidas se resuelven gradualmente.
Aristóteles dice que la historia ha de suscitar sentimientos de piedad
y temor: éste es todo el sentido de la tragedia. Es más probable que lo lo
gre si muestra a las personas como víctimas del odio y el crimen cuando
lo lógico sería esperar que fueran amadas y apreciadas. Esa es la razón de
que muchas tragedias traten de rencillas en el seno de una misma familia.
Todas estas observaciones se ilustran mediante referencias constantes
a dramas griegos reales; el más citado es la tragedia de Sófocles titulada
Edipo rey. Edipo, al comienzo de la obra, goza de reputación y prosperi
dad, pero adolece fatalmente del defecto de la impetuosidad, que le ha
llevado a matar a un extraño en una riña y a casarse con una mujer sin
averiguar lo suficiente sobre sus orígenes. La «revelación» de que el hom
bre asesinado era su padre y la mujer su madre lo lleva a que su fortuna
dé un «vuelco», al ser desterrado de su reino y quitarse él mismo la vista de
vergüenza y remordimiento.
¿Por qué debemos tratar de suscitar piedad y temor, de los que se nos
dice que constituyen el propósito de la tragedia? «A fin de purificar nues
tras emociones», es la respuesta de Aristóteles. No se sabe a ciencia cier
ta qué quiso decir con ello, pero su significado más probable es que la
contemplación de la tragedia nos ayuda a relativizar nuestras propias pe
nas y preocupaciones. La exposición que hace Aristóteles de la tragedia
le permite responder a la queja platónica de que los artistas, poetas y dra
maturgos eran simples imitadores de la vida cotidiana, que a su vez no era
sino una imitación del mundo real de las Ideas. La tragedia, dice Aristó
teles, está de hecho más cerca del ideal que la historia. Gran parte de lo
que le ocurre a la gente en su vida ordinaria es mero accidente: sólo en la
ficción podemos ver la impronta del carácter y la acción sobre sus conse
cuencias naturales. «D e ahí que la poesía sea más filosófica y más impor
tante que la historia; pues la poesía nos habla de lo universal, mientras
que la historia nos habla de lo individual.»
100 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
F il o s o f í a m o r a l : v ir t u d y f e l i c i d a d
ciencia práctica acerca de lo que está en manos del hombre lograr, mien
tras que una idea del Bien perdurable e inmutable sólo podría revestir in
terés teórico.
Aristóteles está de acuerdo, sin embargo, con la afirmación central de
la R epública de que existe una íntima conexión entre vivir virtuosamente
y vivir felizmente, y que la moral es para el alma lo que la salud es para el
cuerpo. En efecto, es precisamente la felicidad (eudaim onía) lo que pone,
en lugar de la Idea de Bien, como el supremo bien del que se ocupa la éti
ca. ¿Qué es, entonces, la felicidad? Para elucidarlo hemos de considerar
la función o actividad característica (er g o n ) del hombre. El hombre ha
de tener una función, pues los distintos tipos particulares de hombres
(por ejemplo, los escultores) la tienen, así como también las diversas par
tes y órganos del ser humano. ¿Cuál es esa función? No la vida, al menos
la vida de crecimiento y nutrición, pues ésta es compartida por las plantas,
ni la vida de los sentidos, pues ésta es compartida por los animales. Debe
ser una vida de razón dedicada a la acción: la actividad del alma en con
formidad con la razón. Así, el bien humano será el buen funcionamiento
humano: es decir, en palabras de Aristóteles, «la actividad del alma con
arreglo a la virtud y, si hay varias virtudes, con arreglo a la mejor y más
perfecta».
Pues bien, ¿cuántas virtudes hay y cuál es la mejor de ellas? Aristóte
les empieza a responder a la primera pregunta al final del libro primero
de la Etica nicomáquea\ tarda nueve libros más en responder a la segunda.
Como Platón, Aristóteles empieza por analizar la estructura del alma y
ofrece su propia división en tres elementos: un elemento vegetativo, un
elemento apetitivo y un elemento racional. El elemento vegetativo es res
ponsable de la nutrición y el crecimiento; resulta irrelevante para la ética.
El segundo elemento en el alma es uno que, a diferencia de la parte vege
tativa, está bajo el control de la razón. Es la parte del alma que da lugar al
deseo y la pasión, y corresponde al apetito y el coraje del alma tripartita
platónica. Esta parte del alma tiene sus propias virtudes: las virtudes mo
rales, como el valor, la templanza y la generosidad. La parte racional del
alma, que luego se subdividirá a su vez, es la sede de las virtudes intelec
tuales, como la sensatez y la sabiduría.
Los libros II a V de la Etica se ocupan de las virtudes morales, prime
ro en general y luego una por una. Las virtudes morales no son innatas, ni
las transmite simplemente el maestro al discípulo; se adquieren median
te la práctica y se pierden por falta de ésta. Una virtud moral, dice Aris
tóteles, no es una facultad (como la inteligencia o la memoria) ni una pa
sión (como un arrebato de cólera o un sentimiento de piedad). Ni la
102 b r e v e h is t o r ia d e la f il o s o f ía o c c id e n t a l
F il o so f ía m o r a l : s e n s a t e z y s a b id u r ía
La sensatez es una virtud práctica que tiene que ver con aquello que
es bueno para los seres humanos. La sensatez se manifiesta en el razona
miento práctico: razonamiento que parte de una concepción o esquema
general del bienestar humano, considera las circunstancias de los casos
particulares que requieren una decisión y concluye con una prescripción
para la acción. Aristóteles aborda el razonamiento práctico de la perso
na sensata basándose en el modelo del razonamiento profesional de un
médico, que comienza con su conocimiento del arte médica, lo aplica a la
condición del paciente concreto y a continuación hace, literalmente, una
prescripción.
La sensatez, pues, es un requisito previo esencial para el ejercicio de
la virtud moral; sin ella, la persona mejor intencionada puede actuar mal.
Pero también la virtud moral es necesaria, a su vez, para poseer la sensa
tez; en efecto, sólo la persona virtuosa posee la concepción adecuada del
bienestar humano que constituye la primera premisa del razonamiento
práctico: la maldad nos pervierte y nos engaña acerca de los fundamentos
últimos de la acción. De modo que la sensatez es imposible sin la virtud
moral.
La sensatez y la virtud moral son, ambas, características adquiridas
que se desarrollan sobre la base de cualidades naturales preexistentes.
Por un lado, la sensatez exige inteligencia innata, pero la inteligencia pue
106 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
de utilizarse con fines malos tanto como con fines buenos, y sólo la virtud
moral asegurará que prevalezcan los fines buenos. Por otro lado, los ni
ños, ya en edad temprana, pueden tener un cierto sentido de lo que está
bien y sentirse empujados a realizar acciones valerosas o generosas; pero
esas buenas tendencias, privadas de sensatez, pueden ser realmente noci
vas, como la fuerza de un ciego. Sólo la sensatez convertirá esas inclina
ciones virtuosas naturales en auténticas virtudes morales. Por consiguien
te, para la virtud real y la acción virtuosa, la virtud moral y la sensatez
deben ir de la mano.
Si queremos adquirir la virtud para llegar a ser sensatos y no podemos
llegar a ser sensatos sin la virtud, ¿cómo podemos llegar a adquirir la virtud
o la sensatez? ¿No estamos atrapados en un círculo vicioso? La dificultad
no es tal. Es como si alguien alegara la dificultad de contraer matrimonio.
¿Cómo puede uno llegar a marido? Para ser marido hace falta tener una
esposa, ¡pero una mujer no puede ser una esposa si no tiene un marido!
Así como una misma unión convierte simultáneamente a un hombre en
marido y a una mujer en esposa, así también el desposorio de la sensatez
y la virtud convierte la inteligencia en sensatez y lo que era simple virtud
natural en virtud propiamente dicha.
Tanto en Aristóteles como en Platón, la sensatez es una virtud de la
parte racional del alma, pero, también igual que Platón, Aristóteles divi
de la parte racional del alma en otras dos. La sensatez {phrónesis) es la vir
tud de la parte inferior, la deliberativa; la virtud de la parte superior, o
científica, del alma es la sabiduría (sophía ), que consiste en la intuición de
los axiomas y el conocimiento de los teoremas de la ciencia.
La doctrina de Aristóteles de que el dominio de una ciencia es una
virtud intelectual pone en evidencia el hecho de que la palabra griega que
empleaba para virtud, areté, tiene un alcance más amplio que nuestro vo
cablo. «Virtud» es una traducción bastante adecuada cuando se trata de
la virtud moral, pero la palabra griega en realidad significa simplemen
te «buena calidad», «excelencia», y tiene un alcance mucho más amplio,
de modo que podemos hablar de la a reté de un cuchillo o de un caballo.
No obstante, seguiré utilizando la traducción tradicional y hablando de
virtudes intelectuales. Lo que todas las virtudes intelectuales tienen en
común —ya sean deliberativas, como la sensatez, o teoréticas, como las
ciencias— es que guardan relación con la verdad. Poseer una virtud inte
lectual es hallarse en posesión segura de la verdad acerca de algún campo
de conocimiento.
Hasta el libro X de la Etica nicom áquea no se acaba de anudar la rela
ción entre sensatez y sabiduría. En los libros que median, Aristóteles exa
E l. S IS T E M A D E A R IS T Ó T E L E S 107
P o l ít ic a
C ie n c ia y e x p l ic a c ió n
* ¿Cuándo la amistad le sacó / a un amigo una cría del estéril metal? (Versión de Pa
blo Ingberg, Buenos Aires, Losada, 2004.) (N. del t.)
E L S IS T E M A D E A R IS T Ó T E L E S
que:
Pa labras y c o sa s
M o v im ie n t o y c a m b io
Una de las razones por las que Aristóteles rechazaba la teoría de las
Ideas era que, al igual que la metafísica eleática, negaba radicalmente la
realidad del cambio. En su Física y en su M etafísica Aristóteles ofreció
una teoría de la naturaleza del cambio destinada a aceptar y conjurar el
desafío de Parménides y Platón. Se trataba de la doctrina de la potencia
lidad y la actualidad.
Si consideramos cualquier sustancia, como pueda ser un trozo de ma
dera, vemos que hay varias cosas que son verdaderas acerca de dicha sus
tancia en un momento determinado y otras que pueden llegar a ser ver
daderas en algún otro momento. Así, por ejemplo, la madera, aunque es
fría, p u ed e calentarse y convertirse en ceniza. Aristóteles llamaba «actua
lidades» a aquellas cosas que una sustancia es, y «potencialidades» a
aquellas que puede ser. El paso de frío a caliente es un cambio accidental
que la sustancia puede sufrir sin dejar de ser la sustancia que es; el paso
de madera a ceniza es un cambio sustancial, el paso de ser una sustancia de
una clase a serlo de una clase diferente. En español podemos decir, muy
aproximadamente, que los predicados que contienen el verbo «poder» o
una palabra terminada en un sufijo modal del tipo «-able» o «-ible» sig
nifican potencialidades; los predicados que no contienen esas palabras
significan actualidades. La potencialidad, a diferencia de la actualidad, es
la capacidad de sufrir un cambio de algún tipo, bien bajo la acción pro
pia, bien bajo la acción de otros agentes.
116 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
tes del mismo tamaño y la misma forma, por muy iguales que sean, por
muchas propiedades o formas que tengan en común, son dos guisantes y
no un guisante porque son dos pedazos diferentes de materia.
No hay que pensar que materia y forma son partes de cuerpos, ele
mentos de los cuales éstos están hechos o piezas en las que pueden des
componerse. La materia prima no podría existir sin la forma: no tiene por
qué adoptar ninguna forma en particular, pero ha de adoptar una forma
u otra. Las formas de los cuerpos mudables son todas ellas formas de
cuerpos particulares; es inconcebible que haya forma alguna que no sea
la forma de algún cuerpo. Salvo que recaigamos en el platonismo, fre
cuentemente rechazado de manera explícita por Aristóteles, hemos de
aceptar que las formas son lógicamente incapaces de existir sin los cuer
pos de los que son formas. Las formas, ciertamente, no existen ni se ge
neran por sí mismas al modo como existen y se generan las sustancias. Las
formas, a diferencia de los cuerpos, no están hechas de nada, y para una for
ma de A, existir es simplemente que haya alguna sustancia que sea A;
para la caballeidad , existir es simplemente el hecho de que haya caballos.
La doctrina de la materia y la forma es una formulación filosófica de
ciertos conceptos que empleamos en nuestras descripciones y manipula
ciones cotidianas de sustancias materiales. Aun cuando concedamos que
la formulación es filosóficamente correcta, queda todavía en pie la cues
tión de si los conceptos que trata de clarificar tienen algún papel que de
sempeñar en una explicación científica del universo. Es bien sabido que
lo que en la cocina se presenta como un cambio sustancial de entidades
macroscópicas puede presentarse en el laboratorio como un cambio acci
dental de entidades microscópicas. Queda como cuestión opinable si una
noción como la de materia prima tiene alguna aplicación en física en un
nivel fundamental, por ejemplo cuando hablamos de transiciones entre
materia y energía.
La forma es un género particular de actualidad, y la materia es un gé
nero particular de potencialidad. Aristóteles creía que su distinción entre
actualidad y potencialidad brindaba una alternativa a la drástica dicoto
mía del Ser frente al No-ser, en la que se había basado el rechazo parme-
nídeo del cambio. Puesto que la materia subyace y sobrevive a todo cam
bio, ya sea sustancial o accidental, no hay ya lugar a que el Ser proceda
del No-ser ni a que algo proceda de nada. Pero una consecuencia de la
doctrina de Aristóteles era que la materia no podía tener un comienzo.
En siglos posteriores, esto planteó un problema a los aristotélicos cristia
nos que creían en la creación del mundo material a partir de la nada.
118 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
A lm a, s e n s ib il id a d e in t e l e c t o
lidad le permite explicar que las cualidades sensibles son realmente capa
cidades de un cierto tipo.
Aristóteles recurre también a esta teoría suya cuando trata de las ca
pacidades racionales e intelectuales del alma humana. Establece una dis
tinción entre potencias naturales, como la potencia del fuego de quemar,
y potencias racionales, como la capacidad de hablar griego. Si todas las
condiciones necesarias para el ejercicio de una potencia natural están pre
sentes, sostiene, la potencia se ejerce necesariamente. Si echamos al fue
go madera lo bastante seca, el fuego la quemará; el hecho no admite dos
resultados alternativos. En cambio, las potencias racionales son esencial
mente, según Aristóteles, potencias de doble sentido, potencias que pue
den ejercerse a voluntad. Un médico que posea la capacidad de curar
puede negarse a ejercerla si su paciente no es lo bastante rico; puede in
cluso ejercer su habilidad médica para envenenar en vez de curar. La teo
ría aristotélica de las potencias racionales sería utilizada por muchos de
sus sucesores para dar razón del libre albedrío humano.
Las enseñanzas aristotélicas relativas a las potencias intelectuales del
alma son oscilantes. Unas veces el intelecto parece ser una parte del alma,
y puesto que el alma es la forma del cuerpo, el intelecto, así concebido,
perecerá con el cuerpo. Otras veces sostiene que, puesto que el intelecto
es capaz de captar verdades necesarias y eternas, él mismo debe, por afi
nidad, ser independiente e indestructible. En un momento dado sugiere
que la capacidad de pensar es algo de naturaleza divina que le sobreviene
al cuerpo desde fuera; y en un pasaje desconcertante, que ha sido objeto
de debate durante siglos, parece dividir el intelecto en dos facultades, pe
recedera una e imperecedera la otra.
M e t a f ísic a
nos es más universal que la ciencia de la física porque explica tanto los se
res divinos como los seres naturales; la ciencia de la física explica sólo los
seres naturales y no los divinos.
Podemos ver finalmente cómo las diferentes definiciones de la filoso
fía primera encajan entre sí. Toda ciencia puede definirse bien indican
do el ámbito que le corresponde explicar bien especificando los princi
pios en que basa sus explicaciones. La filosofía primera es universal en su
ámbito: trata de ofrecer un tipo de explicación para todas las cosas, de
atribuir una de las causas de la verdad de toda predicación verdadera. Es
la ciencia del Ser en cuanto ser. Pero si pasamos del explicandum al expli-
ca n s , podemos decir que la filosofía primera es la ciencia de lo divino;
porque aquello que explica lo explica por referencia al divino motor in
móvil. No se ocupa simplemente de un único género de Ser, pues no da
cuenta simplemente de lo divino mismo, sino de todo lo demás que exis
te o es algo. Pero es por excelencia la ciencia de lo divino, porque todo lo
explica no por referencia a la naturaleza, como la física, sino por referen
cia a lo divino. Así la teología y la ciencia del Ser en cuanto ser son una
misma filosofía primera.
A veces se nos invita a creer que el estadio final en la comprensión de
la metafísica de Aristóteles es una apreciación de la profunda y misterio
sa naturaleza del Ser en cuanto Ser. En realidad, el primer paso hacia esa
comprensión es darse cuenta de que el Ser en cuanto Ser es un quimérico
espectro engendrado por la falta de atención a la lógica de Aristóteles.
La filosofía griega posterior a Aristóteles
La é p o c a h e l e n ís t ic a
voto rey indio Asoka; nos han llegado dos diálogos que narran la con
versión al budismo del rey griego Menandro. En Persia, los griegos se
encontraron con la ya antigua religión de Zaratustra (cuyo nombre hele-
nizaron como Zoroastro); éste veía el mundo como un campo de batalla
entre dos poderosos principios divinos, uno bueno y el otro malo. En Pa
lestina se encontraron con los judíos, que desde su retorno en el 538 del
exilio en Babilonia habían formado una comunidad estrictamente mono
teísta centrada en el culto del Templo de Jerusalén. Los libros de los Ma-
cabeos, incluidos por los judíos entre los textos apócrifos de la Biblia, ha
blan de su resistencia a la asimilación por la cultura griega durante el
reinado de Antíoco IV de Siria. Los primeros Ptolomeos, en Egipto, edi
ficaron la nueva ciudad de Alejandría, cuyos ciudadanos fueron llevados
de todos los rincones del mundo griego. Estos fundaron una magnífica y
bien catalogada biblioteca, que se convirtió en la envidia del mundo, ri
valizada sólo, en fecha posterior, por la biblioteca del rey Atalo de Pér-
gamo, en Asia Menor. Fue en Alejandría donde la Biblia hebrea se tradu
jo al griego; la versión se conoce como la de los Septuaginta, palabra que
significa setenta en latín, por el número de estudiosos que se dice que par
ticiparon en la traducción. Una serie de brillantes matemáticos y científi
cos de Alejandría competían con los estudiosos de la Academia y el Liceo,
que proseguían en Atenas la labor de sus fundadores Platón y Aristóteles,
y que con el tiempo llegaron incluso a aventajarlos.
Los filósofos más conocidos en Atenas en la generación posterior a la
muerte de Alejandro no eran miembros de la Academia ni del Liceo, sino
fundadores de nuevas instituciones rivales: Epicuro, cuya escuela se conocía
como «el Jardín», y Zenón, a cuyos seguidores llamaron «estoicos» debido
a que éste enseñaba en la Stoá o pórtico policromado del ágora de Atenas.
La multiplicación de escuelas en Atenas reflejaba un creciente interés por
la filosofía como una parte esencial de la educación de las clases superiores.
E p ic u r e is m o
Fue para curar el temor a la muerte y a fin de mostrar que los terrores
infundidos por la religión no eran más que fábulas por lo que Epicuro
elaboró su concepción de la naturaleza y de la estructura del mundo.
Hizo suyo, con algunas modificaciones, el atomismo de Demócrito. In
divisibles unidades inalterables se mueven en el espacio vacío e infinito; ini
cialmente, todas ellas se mueven hacia abajo a velocidad igual y constante,
pero de vez en cuando se desvían y colisionan entre sí. De sus colisiones ha
surgido todo lo que ha llegado a existir en el cielo y en la Tierra. También
el alma, como cualquier otra cosa, está hecha de átomos, que sólo se dife
rencian de los demás átomos por ser más pequeños y sutiles. En el momen
to de la muerte, los átomos del alma se dispersan y dejan de ser capaces de
sentir, pues ya no ocupan su lugar adecuado en un cuerpo. Los dioses mis
mos están compuestos de átomos, exactamente igual que los humanos y los
animales, pero dado que viven en regiones menos turbulentas, están a sal
vo del peligro de disolución. Epicuro no era ateo, pero creía que los dioses
no se interesaban para nada en los asuntos de este mundo y llevaban una
vida de ininterrumpida tranquilidad. Por esa razón, la creencia en la provi
dencia divina era para él una superstición, y los ritos religiosos, en el mejor
de los casos, carecían de todo valor.
A diferencia de Demócrito, Epicuro creía que los sentidos eran fuen
tes de información fidedignas e hizo una descripción atomística de su
funcionamiento. Los cuerpos del mundo emiten finas películas de los áto
mos que los forman, las cuales retienen su forma original y sirven, por
tanto, como imágenes (eídola ) de los cuerpos de donde proceden. La sen
sación tiene lugar cuando esas imágenes entran en contacto con los áto
mos del alma. Las apariencias que llegan al alma nunca son falsas; corres
ponden siempre exactamente a su fuente. Si nos equivocamos acerca de
la realidad es porque utilizamos esas apariencias auténticas como base
de juicios falsos. Si las apariencias entran en conflicto, como cuando un
remo parece doblado al meterlo en el agua y recto cuando está fuera, am
bas apariencias han de considerarse testimonios sinceros entre los que el
alma debe juzgar. Si las apariencias son insuficientes para zanjar la cues
tión entre dos o más teorías en conflicto (por ejemplo, acerca del tamaño
real del Sol), el alma ha de suspender el juicio y practicar la misma tole
rancia frente a todas ellas.
La piedra angular de la filosofía moral de Epicuro es la doctrina de
que el placer es el principio y el fin de la vida feliz. Estable, sin embargo,
una distinción entre placeres que satisfacen deseos y placeres que sobre
vienen cuando todos los deseos han quedado satisfechos. Los placeres
derivados de satisfacer nuestros deseos de comida, bebida y contacto
I.A F I L O S O F Í A G R I E G A P O S T E R IO R A A R IS T Ó T E L E S 131
sexual son placeres inferiores, porque van unidos al dolor: el deseo que
satisfacen es él mismo doloroso y su satisfacción conduce a una renova
ción del deseo. Hemos de procurarnos, por consiguiente, placeres sose
gados como los de la amistad.
Aunque era atomista, Epicuro no era determinista; creía que los seres
humanos gozan de libre albedrío y para explicarlo apelaba al desvío alea
torio de los átomos. Dado que somos libres, somos dueños de nuestro
destino: ni los dioses nos imponen ninguna necesidad ni interfieren en
nuestras decisiones. No podemos escapar a la muerte, pero si adoptamos
una concepción verdaderamente filosófica de ella, no es mal alguno.
E s t o ic is m o
pero estuvo muy ligado a dos dialécticos de Mégara, Diodoro Crono y Fi
lón, que habían reemplazado al Liceo en la tarea de colmar las lagunas
dejadas por Aristóteles en la lógica.
Cuando Zenón murió, la dirección de la escuela pasó a Cleantes, un
practicante del pugilato convertido en filósofo que se especializó en físi
ca y metafísica. Cleantes era un hombre devoto que escribió un notable
himno a Zeus, a quien se dirige en términos que serían bastante apropia
dos para un monoteísta judío o cristiano que invocara a su Dios.
Zeus todopoderoso,
Autor de la Naturaleza, con innumerables nombres invocado, salve.
Tu ley todo lo gobierna; y la voz del mundo puede implorarte.
Pues de ti nacimos todos, y de todas las cosas vivientes
Que pueblan la 'fierra sólo nosotros fuimos creados a imagen de Dios.
Este himno era conocido de san Pablo, que lo citó durante su predi
cación en Atenas.
A Cleantes le sucedió Crisipo, que estuvo al frente de la escuela desde
el 232 hasta el 206. Adoptó la ética como su especialidad, pero desarrolló
y amplió también la obra de sus predecesores, y fue el primero en pre
sentar el estoicismo como un sistema integral. Dado que las obras de es
tos tres primeros estoicos se han perdido por completo, es difícil deter
minar con precisión la contribución que hizo cada uno de ellos, por lo
que es mejor examinar sus doctrinas como un todo.
La lógica de los estoicos difería de la de Aristóteles en varios aspectos.
Aristóteles empleaba letras como variables, mientras que los estoicos usa
ban números; un esquema proposicional típico en una inferencia aristo
télica sería, por ejemplo, «todo A es B»; un esquema proposicional típico
en una inferencia estoica sería, en cambio, «si lo primero, entonces lo se
gundo». La diferencia entre letras y números es trivial: lo importante es
que las variables de Aristóteles representaban términos (sujetos y predi
cados), mientras que las variables de los estoicos representaban proposi
ciones enteras. La silogística de Aristóteles formaliza lo que hoy día se lla
maría lógica de predicados; la lógica estoica formaliza lo que hoy día se
llamaría lógica proposicional. Una inferencia típica estudiada por los es
toicos es
tos y los componentes del universo que nos resultan familiares. Más ade
lante, el mundo volverá a transformarse en fuego en una conflagración
universal, y así se repetirá el ciclo entero de su historia una y otra vez.
Todo ello ocurre de conformidad con un sistema de leyes que podemos
llamar «destino», pues dichas leyes no admiten excepción ni «providen
cia» alguna, ya que fueron establecidas por Dios con el fin de que resul
taran beneficiosas.
Los estoicos aceptaban la distinción aristotélica entre materia y for
ma, pero, como materialistas convencidos, insistían en que la forma tam
bién era corpórea: un cuerpo fino y sutil que llamaban aliento (pneum a ).
El alma y la mente humana estaban hechas de ese pneuma\ también Dios,
que es el alma del cosmos, el cual, en su conjunto, constituye un animal
racional. Si Dios y el alma no fueran ellos mismos corpóreos, sostenían
los estoicos, no podrían actuar sobre el mundo material.
El sistema divinamente diseñado se llama Naturaleza, y ha de ser
nuestra meta en la vida vivir de acuerdo con la Naturaleza. Puesto que
todas las cosas están determinadas, nada puede escapar a las leyes de la
Naturaleza. Pero los seres humanos son libres y responsables, pese al de
terminismo del destino. La voluntad debe ser dirigida para vivir de con
formidad con la naturaleza humana obedeciendo a la razón. Esta acepta
ción voluntaria de las leyes de la Naturaleza es lo que constituye la virtud,
y la virtud es necesaria y suficiente para la felicidad. La pobreza, la cárcel
y el sufrimiento, dado que no pueden despojarnos de la virtud, tampoco
pueden hacerlo con la felicidad; una persona buena no puede sufrir nin
gún daño real. ¿Significa eso que debemos ser indiferentes a las desgra
cias de los demás? En realidad ocurre que la salud y la riqueza son cosas
indiferentes, pero los estoicos, a fin de poder cooperar con los no estoi
cos, se vieron forzados a admitir que algunas cosas eran más indiferentes
que otras.
Como quiera que la sociedad es natural para los seres humanos, los
estoicos, en su afán por vivir en armonía con la Naturaleza, desempeña
rán su papel en la sociedad y cultivarán las virtudes sociales. A pesar de
que la esclavitud y la libertad son igualmente indiferentes, es legítimo
preferir una a la otra, aun cuando la virtud puede practicarse en cual
quiera de los dos estados. ¿Y la vida misma? ¿También es un asunto indi
ferente? El estoico virtuoso no perderá su virtud tanto si vive como si
muere, pero es legítimo para él, cuando se enfrenta a lo que los no estoi
cos verían como males intolerables, tomar la decisión racional de dejar
esta vida.
I.A F I L O S O F Í A ( ¡ R I E G A P O S T E R I O R A A R I S T Ó T E L E S
E sc e p t ic is m o
Nuestra lengua conserva trazas tanto del epicureismo como del estoi
cismo, pero con diferentes grados de exactitud. Un epicúreo encontraría
poca satisfacción en el pan y el queso de la dieta de Epicuro, pero una ac
titud estoica ante el sufrimiento y la muerte refleja bastante fielmente un
aspecto de la filosofía estoica. Hay, sin embargo, una tercera escuela con
temporánea de las anteriores que dejó su marca en el lenguaje de manera
inequívoca: el significado básico de «escepticismo» no ha cambiado des
de los escépticos del siglo III a.C.
El fundador del escepticismo fue Pirrón de Elide, un soldado del
ejército de Alejandro, contemporáneo de Epicuro, aunque algo mayor
que él. Pirrón enseñaba que nada podía conocerse y, en coherencia con
esa idea, no escribió libro alguno, pero su enseñanza llegó a Atenas en los
primeros años del siglo III de la mano de sus discípulos Timón y Arcesi-
lao. Timón negaba la posibilidad de encontrar principio evidente alguno
que sirviera de fundamento a la ciencia: y en ausencia de tales axiomas,
toda línea de razonamiento había de ser circular o no tener conclusión.
Arcesilao se convirtió en director de la Academia platónica hacia el año 273
y desvió su atención de las obras dogmáticas de Platón a los primeros diá
logos socráticos. El mismo, como Sócrates, solía demoler las tesis pro
puestas por sus discípulos; la actitud apropiada para el filósofo era sus
pender el juicio sobre todos los temas importantes. El impacto ejercido
por Arcesilao en la Academia fue enorme, y ésta se mantuvo como sede
del escepticismo durante doscientos años.
Los escépticos de la Academia tomaron el sistema estoico como blanco
principal de sus ataques. Los estoicos eran empiristas, es decir, sostenían
que todo conocimiento derivaba de la experiencia sensorial de individuos
concretos. Las apariencias que presentan las cosas a nuestros sentidos son
el fundamento de todo el saber, pero las apariencias pueden confundirnos,
y necesitamos una prueba, o «criterio», para decidir qué apariencias son
dignas de crédito y justifican nuestro asentimiento ante ellas. Los escépti
cos insistían en que las cosas aparecen de manera diferente a diferentes es
pecies (la cochinillas tienen buen sabor para los osos, pero no para los hu
manos), a diferentes miembros de la misma especie (la miel les parece
amarga a unos y dulce a otros) y a la misma persona en momentos diferen
tes (el vino sabe agrio después de comer higos y dulce después de comer
nueces). ¿Cómo resolver los conflictos entre esas apreciaciones?
Los estoicos dicen que el conocimiento no ha de basarse simplemen
te en la apariencia, sino en la apariencia de un género determinado, l;i
136 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
Ro m a y su I m p e r io
J esú s d e N azaret
los y la Tierra y todo cuanto hay en ellos. Los judíos eran el pueblo elegi
do de Yahvé, pueblo al que estaba reservado el privilegio de poseer una
Ley divina, revelada a Moisés cuando Israel se convirtió por primera vez
en una nación. Como Heráclito y otros pensadores griegos y judíos, Jesús
predijo que habría un juicio divino del mundo, que tendría lugar en me
dio de catástrofes de dimensiones cósmicas. Lo que lo diferenciaba era
que veía dicho juicio como un acontecimiento inminente y localizado, en
el que él mismo desempeñaría un papel crucial; él era el Mesías, el liber
tador designado por Dios cuya venida habían estado esperando durante
siglos los judíos devotos. Cuando, después de su muerte, el cielo y la Tierra
siguieron su curso acostumbrado, sus seguidores hubieron de enfrentar
se a un problema que no se les planteaba a quienes, como los estoicos, si
tuaban el final del drama cósmico en un futuro indefinido y distante.
La explicación dada por Jesús de su propia identidad, tal como la pre
sentaron y elaboraron sus primeros seguidores, estaba cargada de pro
blemas filosóficos. San Pablo, cuyas cartas son la primera prueba que po
seemos de las creencias de los primeros cristianos, veía en la muerte de
Jesús en la cruz la liberación de la raza humana de una maldición que ha
bía caído sobre ella desde la primera pareja humana, cuya creación se
describía al comienzo de la Biblia hebrea. Veía también en ello la libera
ción de los discípulos de Cristo, judíos o gentiles, de la obligación de obe
decer los minuciosos mandamientos de la ley de Moisés. La interpreta
ción paulina de la muerte en la cruz quedó indisolublemente ligada al
banquete ceremonial instituido por Jesús la noche anterior a su muerte, y
se ha venido repitiendo en su memoria por sus seguidores hasta nuestros
días.
Según Pablo, una vida de bienaventuranza esperaba a aquellos a quie
nes Dios había elegido como objetos de su gracia y su favor para ser se
guidores fieles del Salvador. La vida futura prometida por Pablo no era la
vida inmortal de un alma platónica, sino una existencia corporal glorifi
cada como aquella de la que el mismo Jesús había gozado cuando se alzó
de la tumba tres días después de su muerte en la cruz. Las cartas de Pablo
serían citadas en los siglos posteriores cada vez que teólogos y filósofos
debatieran los problemas del pecado y la gracia, el destino y la predesti
nación y la naturaleza del mundo venidero.
Los Hechos de los Apóstoles nos cuentan que san Pablo, durante un
viaje de predicación, visitó Atenas y mantuvo un debate con filósofos epi
cúreos y estoicos. El sermón que san Lucas pone en sus labios está hábil
mente construido y demuestra un conocimiento de los temas objeto de
debate entre las sectas filosóficas.
140 B K E V E H I S T O R I A D E L A IT L O S O I '( A O C C I D E N T A L
C r ist ia n ism o y g n o s t ic is m o
el mundo era malo, era pecado casarse y tener hijos. Algunos gnósticos
practicaban una disciplina ascética, otros eran extremadamente promis
cuos; en ambos casos se partía de la premisa fundamental de que el acto
sexual era despreciable.
Los escritores cristianos ortodoxos denunciaron el gnosticismo como
una herejía (empleando la palabra ha/resis, término con el que se desig
naba en griego a las sectas filosóficas). Se sentían más cómodos con filó
sofos completamente ajenos a la Iglesia, como los miembros de la escue
la estoica, que había recobrado la popularidad bajo el gobierno de los
emperadores romanos. No obstante, los adherentes de esas tradiciones fi
losóficas clásicas solían despreciar el cristianismo, que no siempre distin
guían claramente de la herejía gnóstica del judaismo tradicional. Cuando
el filósofo estoico Marco Aurelio se convirtió en emperador en el año 161
demostró ser un implacable perseguidor de los cristianos.
El Imperio Romano había alcanzado en ese momento su máxima ex
tensión. A la muerte de Augusto, su frontera septentrional había queda
do consolidada a lo largo del Danubio y el Rin; bajo sus inmediatos se
guidores se añadió al Imperio la provincia de Britania, y la autoridad
imperial se extendía a lo largo de toda la costa norteafricana, de modo
que el Mediterráneo se convirtió en un mar romano. Bajo Marco Aurelio
mismo, su frontera oriental se extendió hasta el Eufrates.
Durante los cien años siguientes a la muerte de Marco Antonio, el Im
perio había sido gobernado por miembros de la familia de César y de Au
gusto. Los sucesivos emperadores habían ilustrado con sus personas, en
diferentes grados, el adagio de que el poder absoluto corrompe absoluta
mente. Para quienes se hallaban en la esfera de influencia inmediata de
los emperadores, la época se caracterizó por una insidiosa crueldad que
alternaba con períodos de clemencia, apatía y desatino. Pero mientras la
corte de Roma era una olla hirviente de vicio, odio y terror, la paz im
perial procuró ventajas sin precedentes a los millones de personas que
vivían en las provincias remotas. Europa, el norte de Africa y Oriente
Próximo disfrutaron de siglos de tranquilidad como nunca habían cono
cido en el pasado ni conocerían después. Ello se logró mediante un ejér
cito permanente de más de 120.000 hombres, asistidos por auxiliares lo
cales. Las instituciones civiles y jurídicas romanas mantenían el orden en
municipios esparcidos por los tres continentes y las calzadas romanas
constituían una red a lo largo de la cual los viajeros llevaban la literatura
latina y la filosofía griega a los más remotos confines del Imperio.
La dinastía cesariana se extinguió a la muerte de Nerón en el año 69.
Pasado un año, en el que tres emperadores subieron al poder y murieron
LA F IL O S O F ÍA G R IE G A P O S T E R IO R A A R IS T Ó T E L E S 143
N e o p l a t o n is m o
Para probar que esa alma existe antes y después de estar vinculada a
cualquier cuerpo particular y que es independiente del cuerpo, Plotino
utiliza argumentos muy parecidos a los empleados por Platón en el Fe-
dón. Da completamente la vuelta al argumento de quienes dicen que el
alma depende del cuerpo porque no es nada más que la armonía entre las
fibras del cuerpo. Cuando un músico tañe las cuerdas de una lira, dice
Plotino, actúa sobre las cuerdas, no sobre la melodía; pero las cuerdas no
serían tañidas si la melodía no lo exigiera.
Pero entonces se plantea el siguiente problema: ¿cómo puede un alma
cósmica, trascendente e incorpórea, estar en modo alguno presente en
cuerpos individuales corruptibles y compuestos? Para resolver el proble
ma, dice Plotino, hemos de invertir el planteamiento y preguntar, no
cómo puede el alma estar en un cuerpo, sino cómo puede un cuerpo es
tar en el alma. La respuesta es que el cuerpo está en el alma por cuanto
depende de ella para su organización y existencia continuada.
El alma, por consiguiente, gobierna y ordena el mundo de los cuer
pos. Lo hace bien y sabiamente. Pero la sabiduría de la que hace gala en
el gobierno del mundo no nace en ella: ha de venirle de fuera. No puede
venir del mundo material, pues es éste precisamente el objeto al que da
forma; ha de venir de algo que esté por naturaleza vinculado a las Ideas,
que son los modelos o pautas de la actividad inteligente. Tal cosa sólo
puede ser la Mente Cósmica, que constituye y está constituida por las
Ideas, que son los objetos de su pensamiento.
En todo pensamiento, prosigue Plotino, debe haber una distinción
entre el pensador y lo que está pensando; aun cuando un pensador esté
pensando en sí mismo, permanece esa dualidad de sujeto y objeto. Más
aún, las Ideas que son los objetos de la Mente son múltiples en número.
Por consiguiente, y en más de un sentido, la Mente contiene una multi
plicidad y es, por consiguiente, compuesta. Como muchos otros filósofos
antiguos, Plotino aceptaba como un principio que todo lo que es com
puesto ha de depender de algo más simple. Y así llegamos, al final de
nuestro viaje ascendente a partir de la materia informe, al único y unita
rio Uno.
Aunque la escuela de Plotino no sobrevivió a su muerte, sus discípu
los y los discípulos de éstos llevaron sus ideas a otros lugares. Un discí
pulo de Porfirio, Jámblico, inspiró una escuela neoplatónica en Atenas.
Allí el activo y erudito Proclo (410-485), que cada día impartía cinco lec
ciones y escribía setecientas líneas, mantuvo viva la memoria de Plotino
con un detallado comentario de las Enéadas. Proclo fue famoso en su
tiempo como autor de dieciocho refutaciones distintas de la doctrina cris
I.A F I L O S O F Í A G R I E G A P O S T E R IO R A A R IS T Ó T E L E S 147
A r r ia n is m o y o r t o d o x ia
cuestión era la que Plotino había usado para referirse al Uno, la Mente y
el Alma. El equivalente latino literal es la palabra «substantia». Parecía
inducir a confusión, sin embargo, decir que Padre, Hijo y Espíritu Santo
eran tres sustancias, mientras que el Hijo era consustancial al Padre. Pero
el doble sentido del término «sustancia» es simplemente una reviviscen
cia de la distinción aristotélica entre sustancia primaria (por ejemplo: Só
crates) y sustancia secundaria (por ejemplo: humanidad). La relación en
tre los tres miembros de lo que vino a llamarse la Trinidad quedó fijada
por el Concilio de Constantinopla en el 381.
El concilio reafirmó la interpretación niceana de la relación entre Pa
dre e Hijo y reintrodujo el término «consustancial». Declaró que el Espí
ritu Santo era venerado juntamente con el Padre y el Hijo; mientras el
Hijo era engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procedía del Padre.
Sobre la relación entre el Hijo y el Espíritu Santo guardó silencio. No usó
la palabra «hypóstasis», y las explicaciones latinas de esta doctrina empe
zaron a decantarse por el uso de la palabra «persona», palabra que origi
nalmente designaba la máscara teatral y que es el ancestro de nuestro ac
tual término «persona».
La t e o l o g ía d e la E n c a r n a c ió n
poco el Concilio de Éfeso logró zanjar la disputa acerca del Hijo encar
nado en la Tierra. Algunos de los seguidores alejandrinos de Cirilo pen
saron que se había equivocado al conceder que había dos naturalezas en
Jesús; el Hijo de Dios había poseído por toda la eternidad una naturaleza
divina no unida todavía a una naturaleza humana, pero una vez encarna
do poseía una única naturaleza formada por una unión de las dos. Estos
extremistas, en un segundo Concilio de Efeso, se aseguraron la acepta
ción de la doctrina alejandrina de la naturaleza única («monofisismo»).
El papa León de Roma no había acudido a dicho concilio, pero había
enviado testimonios escritos, conocidos como su «tomo», en los que se
hacía una contundente afirmación de la doctrina de las dos naturalezas.
Cuando se enteró del resultado del concilio, León lo denunció como una
guarida de ladrones. Fortalecida por el apoyo de Roma, Constantinopla
contraatacó a Alejandría, y en un concilio celebrado en Calcedonia en
el 451 fue condenada la opinión monofisita y se reafirmó la doctrina de la
doble naturaleza. Cristo era perfecto Dios y perfecto hombre, con un
cuerpo humano y un alma humana, consustancial al Padre en su divinidad
y consustancial con nosotros en nuestra humanidad, en el que había que
reconocer dos naturalezas sin confusión, cambio, división ni separación.
Las definiciones del primer Concilio de Efeso y del Concilio de Cal
cedonia constituyeron a partir de entonces el criterio de ortodoxia. Pero
no fueron aceptadas de manera inmediata ni universal, y hasta el día de
hoy subsisten comunidades de cristianos nestorianos y monofisitas que
atestiguan la fuerte convicción de las facciones derrotadas. Pero para la
historia de la filosofía, la importancia de los primeros concilios de la Igle
sia estriba en que, como resultado de sus deliberaciones, el significado de
los términos «esencia», «sustancia», «naturaleza» y «persona» nunca vol
vió a ser el mismo.
L a v id a d e A g u s t ín
bro Sobre e l m aestro (De m agistro), con gran número de imaginativas re
flexiones sobre la naturaleza y el poder de las palabras. Escribió también
un tratado Sobre la verdadera religión que, entre otras cosas, insta a los fi
lósofos a pasar de la Trinidad de Plotino a la Trinidad cristiana. Todas es
tas obras se escribieron antes de que Agustín encontrara su vocación
definitiva y fuera ordenado sacerdote en el 391. En un plazo muy breve
fue nombrado obispo auxiliar y en el 396 se convirtió en obispo de Hi-
pona, en Argelia, donde residió hasta su muerte en el 430.
Como obispo escribió una cantidad prodigiosa de textos. Aparte de
doscientas cartas y quinientos sermones, hubo unos cien libros, incluidas
tres exposiciones de la narración de la creación en el Génesis, y quince
volúmenes sobre la Trinidad. Se ha dicho que la producción de Agustín
es equivalente en volumen a todo el corpus conservado de la literatura la
tina anterior.
El más conocido de sus escritos es su autobiografía, las C on fesion es ,
que escribió poco después de ser nombrado obispo. Dirigido a Dios en
segunda persona, produce un efecto de candor e intensidad psicológica
nunca logrados con anterioridad y raramente superados posteriormente.
Intercaladas con narraciones y plegarias se encuentran muchas y agudas
observaciones filosóficas.
Véase, por ejemplo, el pasaje en el que Agustín narra cómo aprendió
a hablar:
L a C iu d a d de D io s y e l m is t e r io d e l a G r a c ia
B o e c io y F il ó p o n o
bien opinión incierta». Boecio acepta que una acción auténticamente li
bre no puede ciertamente preverse, ni siquiera por Dios; y se refugia en la
noción de la divina intemporalidad, diciendo que la visión de Dios no es
realmente una visión previa.
Hay dos clases de necesidad, explica Boecio. Hay una necesidad sim
pie o directa, ilustrada por la proposición:
bitas no porque tengan almas, sino porque Dios les comunicó el ímpetu
apropiado cuando los creó. La teoría del ímpetu dio al traste con la me/,
colanza de tísica y psicología contenida en la astronomía de Aristóteles.
1 lizo posible una teoría dinámica unificada que representó una gran me
jora sobre la de Aristóteles y no fue superada hasta la introducción de la
teoría de la inercia en la época de Galileo y Newton.
Filópono rechazaba la tesis aristotélica de que los cuerpos celestes es
taban hechos de un elemento no terrestre, la imperecedera quintaesencia.
Este rechazo era necesario para aplicar la teoría del ímpetu tanto a los cic
los como a la Tierra. Pero era también coherente con la piedad cristiana
demoler la idea de que el mundo del Sol, la Luna y las estrellas era algo so
brenatural, que se encontraba en una relación con Dios diferente de la cic
la Tierra en que vivían sus criaturas humanas.
Filópono fue en realidad teólogo tanto como filósofo y escribió, en
sus últimos años, varios tratados sobre la doctrina cristiana. Por desgra
cia, su tratamiento de la Trinidad lo expuso a acusaciones de triteísmo
(la creencia de que hay tres dioses) y su tratamiento de la Encarnación
defendía explícitamente la herejía monofisita (la negación de que Cristo
tuviera dos naturalezas). Cuando el emperador Justiniano lo convocó a
Constantinopla para defender sus ideas sobre la Encarnación, Filópono
no se presentó; y cuando, después de su muerte, las autoridades eclesiás
ticas examinaron su doctrina acerca de la Trinidad ésta fue condenada
como herética. En consecuencia, su influencia sobre el pensamiento cris
tiano fue mínima. Pero su influencia se dejó sentir fuera de los límites del
viejo Imperio Romano, y es aquí, en los siglos que van de Justiniano a
Guillermo el Conquistador, donde hay que buscar a los filósofos más sig
nificativos.
Capítulo 7
J uan E sc o t o
A l k in d i y A v ic e n a
El s is t e m a f e u d a l
tic Europa, feudos más o menos extensos eran gobernados por señores
locales con sus propias cortes y tropas, que juraban fidelidad a señores más
poderosos prometiéndoles, a cambio de su protección, apoyo militar y fi
nanciero. Esos señores más poderosos eran a su vez subordinados o vasa
llos de unos reyes. Aunque el sistema feudal, durante la mayor parte del
tiempo, mantenía la paz en una Europa fragmentaria, la guerra estallaba
con frecuencia por disputas sobre el vasallaje. Cuando el normando G ui
llermo el Conquistador invadió Inglaterra en el 1066, justificó su con
quista alegando que el rey sajón, Harold, le había jurado fidelidad y ha
bía roto su juramento al aceptar la corona de Inglaterra.
Mientras la propiedad local de la tierra y el compromiso personal de
los vasallos con sus señores eran el fundamento de la sociedad secular, la
organización de la Iglesia se centralizaba cada vez más. Cierto que las
abadías en las que los monjes vivían en comunidad eran grandes latifun
dios y los abades y obispos eran poderosos señores feudales, pero a me
dida que transcurría el siglo XI fueron pasando a estar cada vez en mayor
medida bajo el control de la Santa Sede romana. Una serie de papas poco
edificantes e incapaces durante el siglo X y comienzos del XI había dado
paso a una serie de reformadores que trataban de erradicar la ignorancia,
la intemperancia y la corrupción de gran parte del clero y poner fin al con
cubinato clerical haciendo cumplir la norma del celibato. El principal re
formador fue el monje Hildebrando, elevado al solio pontificio bajo el
nombre de Gregorio VII, cuya elevada concepción de la vocación papal le
hizo entrar en conflicto con el igualmente enérgico emperador germánico
Enrique IV.
Según la mayoría de los pensadores medievales, la Iglesia y el Estado
eran, cada uno por su lado, de origen divino y ninguna de las dos institu
ciones derivaba su autoridad de la otra. Pese a la gran variedad de insti
tuciones de nivel inferior —señorías feudales y monarquías en el Estado,
obispados, abadías y órdenes religiosas en la Iglesia— , cada institución
reconocía una cabeza universal: el Sacro Emperador Romano y el papa,
respectivamente. Los objetivos de ambas instituciones eran distintos: el
Estado debía proporcionar seguridad y bienestar a los ciudadanos en este
mundo, la Iglesia debía atender las necesidades espirituales de los cre
yentes en su paso por la Tierra camino del cielo. Las jurisdicciones, por
tanto, eran en principio complementarias más que mutuamente competi
tivas, pero había muchos ámbitos en que de hecho se solapaban y podían
entrar en conflicto.
La disputa entre Gregorio y Enrique giraba en torno al nombramien
to y confirmación de los obispos. Esto era, obviamente, competencia de la
1 76 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F IA O C C ID E N T A L
Iglesia, pues el episcopado era una función espiritual; pero los obispos
eran también a menudo importantes terratenientes con su séquito feudal,
y los gobernantes laicos solían poner gran interés en su nombramiento.
Desoyendo una prohibición papal, el emperador Enrique IV nombró
personalmente varios obispos en Alemania; el papa Gregorio, que reivin
dicaba la potestad de deponer príncipes, lo excomulgó, es decir, le prohi
bió participar en las actividades de la Iglesia. Esto tenía el efecto de libe
rar a los vasallos del emperador de su vasallaje y, para recuperarlo, tuvo
que humillarse ante el papa en medio de la nieve en el castillo de Canosa.
S an A n selm o
Creemos que Tú eres algo mayor que lo cual nada puede concebirse. ¿O
acaso no hay ninguna naturaleza semejante, pues el insensato ha dicho en su
LA P R I M E R A É P O C A D E LA I- 'I L O S O P ÍA M E D I E V A L 177
corazón: No hay Dios (Salmos, 14,1)? Pero cuando me oye hablar de algo m a
yor que lo cual nada puede concebirse, este mismo insensato comprende lo
que digo; el pensamiento está en su inteligencia, aun cuando no crea que
exista el objeto de este pensamiento. Porque una cosa es tener la idea de un
objeto cualquiera y otra creer en su existencia. Porque cuando el pintor
piensa de antemano en el cuadro que va a hacer, lo posee ciertamente en su
inteligencia, pero sabe que no existe aún, ya que todavía no lo ha ejecutado.
Cuando, por el contrario, lo tiene pintado, no solamente lo tiene en el espí
ritu, sino sabe también que lo ha hecho. El insensato tiene que convenir en
que tiene en el espíritu algo mayor que lo cual nada puede concebirse, porque
cuando oye enunciar este pensamiento, lo comprende, y todo lo que se com
prende está en la inteligencia; y sin duda ninguna esto mayor que lo cual
nada puede concebirse no existe en la inteligencia solamente, porque, si así
fuera, se podría suponer, por lo menos, que existe también en la realidad, lo
que es mayor que lo anterior.
Por consiguiente, si aquello mayor que lo cual nada puede concebirse es
tuviese solamente en la inteligencia, sería, sin embargo, algo mayor que lo
cual sí puede concebirse otra cosa. Existe, por tanto, fuera de toda duda algo
mayor que lo cual nada puede concebirse, ni en el pensamiento ni en la rea
lidad.
Mientras Avicena fue el primero en decir que la esen cia de Dios en
trañaba su existencia, Anselmo afirma que el mero co n cep to de Dios
muestra que existe. Si sabemos lo que queremos decir cuando hablamos
de Dios, entonces sabemos automáticamente que hay Dios; si niegas su
existencia, es que no sabes de qué estás hablando.
¿Es válido el argumento de Anselmo? La respuesta ha sido objeto de
debate desde su época hasta nuestros días. Un monje vecino de Anselmo,
Gaunilo, dijo que por esa regla de tres uno podía probar también que
debe existir la isla más fabulosamente hermosa, pues de lo contrario uno
podría imaginar una isla aún más fabulosamente hermosa. Anselmo re
plicó que ambos casos eran diferentes, pues podemos imaginar que la isla
en cuestión deje de existir, mientras que no podemos concebir del mismo
modo que Dios no exista.
Es importante observar que Anselmo no está diciendo que Dios es la
mayor cosa concebible. En efecto, dice expresamente que Dios no es con
cebible; es mayor que cualquier cosa que pueda concebirse. Ante eso, no
hay contradicción en decir que aquello mayor que lo cual nada puede
concebirse es en sí mismo demasiado grande como para ser concebido.
Yo puedo decir que mi ejemplar del P roslogion es algo mayor que lo cual
nada puede caber en mi bolsillo. Eso es verdad, pero no significa que mi
178 B R E V E H I S T O R I A D E I.A F I L O S O F Í A O C C I D E N T A L
A belardo y E l o ís a
* ¡Ea!, con tus miradas, con tus palabras, alivia mi aflicción; / al menos ellas se te
permite todavía conceder. / Déjame todavía yacer enamorada sobre ese pecho, / beber to
davía el delicioso veneno que destila tu mirada, / jadear sobre tus labios y apretarme con
tra tu corazón; / da todo lo que puedas... y déjame soñar el resto. / ¡Ah, no!, enséñame a
apreciar otros goces, / a hechizar con otras bellezas mis ojos sesgados, / ante mi vista, re
bosante, la brillante morada dispon / y haz que mi alma deje a Abelardo para abrazar a
Dios. (N. del t.)
LA P R IM E R A ÉP O C A D E LA F IL O S O F ÍA M E D IE V A L 181
La l ó g ic a d e A bela rd o
Cuando sostenemos que la semejanza entre las cosas no es una cosa, he
mos de evitar dar la impresión de que las estamos tratando como si no tuvie
ran nada en común, pues lo que en realidad decimos es que una y otra se pa
recen entre sí por ser humanas, es decir, en que ambas son seres humanos.
182 B R E V E H IS T O R IA D E L A E 1 L O S O E ÍA O C C ID E N T A L
No queremos decir nada más, sino que son seres humanos y no difieren en
absoluto a este respecto.
La é t ic a d e A bela rdo
Av e r r o e s
Abelardo fue con mucho el pensador cristiano más brillante del si
glo XII. Los otros filósofos importantes de la época fueron el árabe Averroes
y el judío Maimónides. Ambos eran naturales de Córdoba, en la España
musulmana, que era por entonces el más importante centro de cultura ar
tística y literaria de toda Europa.
El verdadero nombre de Averroes era Ibn Rushd. Nació en 1126, hijo
y nieto de juristas y jueces. Poco es lo que se conoce con certeza de su
educación, pero adquirió unos conocimientos de medicina que incorpo
ró a un manual llamado K ulliyat. Viajó a Marraquesh, donde se aseguró
el patrocinio del sultán. El avistamiento allí de una estrella no visible en
España lo convenció de la verdad de la afirmación de Aristóteles de que
la Tierra era redonda. Se entusiasmó enormemente por toda la filosofía
de Aristóteles, y el califa le animó a que se pusiera a trabajar en una se
rie de comentarios de los tratados del filósofo griego.
En 1169, Averroes fue nombrado juez en Sevilla; más tarde regresó a
Córdoba, donde se le elevó a la categoría de juez supremo. No obstante,
mantuvo sus vínculos con Marrakesh, a donde regresó para morir en
1198, habiéndose hecho sospechoso de herejía.
En una etapa anterior de su vida, Averroes tuvo que defender sus ac
tividades filosóficas frente a un musulmán más conservador, Al-Ghazali,
que había escrito un ataque contra el racionalismo en religión, titulado La
in coh eren cia d e los filó so fo s. Averroes le respondió con La in coheren cia
d e la in coh eren cia , afirmando el derecho de la razón humana a investigar
cuestiones teológicas.
1 86 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
M a im ó n id e s
Rabbi Mosé ben Maimón, más conocido para los escritores posteriores
por el nombre de Maimónides, era nueve años más joven que Averroes.
Abandonó su ciudad natal, Córdoba, cuando tenía 13 años. La España
musulmana, que hasta entonces había brindado un entorno tolerante a
los judíos, cayó en poder de los fanáticos almohades, y la familia de Mai
mónides emigró a Fez y luego a Palestina. Durante los cuarenta últimos
años de su vida vivió en Egipto y murió en El Cairo en 1204.
Maimónides escribió escrupulosamente, tanto en hebreo como en
árabe, sobre la ley rabínica y sobre medicina, pero como filósofo es co
nocido por su libro Guía d e perplejos, que estaba destinado a superar la
188 B R E V E H IST O R IA DE LA F IL O S O F ÍA O C C ID EN T A L
La teología negativa había de ejercer gran influencia tanto entre los fi
lósofos cristianos como entre los judíos.
El único conocimiento positivo de Dios que es posible para los seres
humanos, incluso para un hombre tan favorecido como Moisés, es el co
nocimiento del funcionamiento del mundo natural, gobernado por él. No
hemos de pensar, sin embargo, que el gobierno divino se ocupa de cada
acontecimiento individual que tiene lugar en el mundo; su providencia se
preocupa por los seres humanos individualmente, pero de las demás cria
turas sólo lo hace en general.
U na é p o c a d e in n o v a c ió n
S an B u en a v en t u r a
La l ó g i c a d e l s i g l o x iii
con una conclusión universal negativa (por ejemplo: «Ningún lobo es pá
jaro; todos los lobeznos son lobos; luego ningún lobezno es pájaro»). Las
consonantes de cada palabra tienen también una función, indicando
cómo hay que clasificar los silogismos y cómo pueden transformarse en
silogismos equivalentes de otras clases. Los versos de este tipo fueron ob
jeto de burla en el Renacimiento como literalmente bárbaros, pero cum
plieron una útil aunque modesta función como recursos mnemotécnicos.
Más importante para el desarrollo de la lógica fue el tratamiento que
los lógicos medievales hicieron de los términos, los elementos que en
tran a formar las proposiciones. Primeramente dividieron los términos
en categoremáticos (las palabras que dan a la oración su contenido, como
«lobo», «lobezno», «animal» y «pájaro» en los ejemplos anteriores) y sin-
categoremáticos, palabras funcionales como «y», «o», «no», «si», «todos»,
«cada uno», «algunos», «sólo» y «excepto», que muestran la estructura
de las oraciones y la forma de los argumentos. Son los términos sincate-
goremáticos los que constituyen el objeto específico de la lógica.
Los lógicos medievales, aunque no interesados en el significado de
términos sincategoremáticos concretos como tales, tuvieron mucho que
decir sobre los diferentes modos en que dichos términos podían tener sig
nificado. Estudiaron, como diríamos en terminología moderna, las pro
piedades semánticas de las palabras, clasificando los diferentes modos en
que éstas podían usarse. Una de las propiedades más exhaustivamente in
vestigada era la llamada «suposición». Dicho sucintamente, la suposición
de un término es aquello a lo que representa; pero ésta no es en absoluto
una cuestión simple.
En primer lugar, debemos distinguir entre suposición material y su
posición formal. Esta distinción se hace, en las lenguas modernas, me
diante el uso de comillas: si deseamos mencionar una palabra en lugar de
usarla normalmente, la entrecomillamos. Consideremos la palabra «agua».
«Agua» consta de dos sílabas y es un nombre. En esa oración, los medie
vales dirían que la palabra tiene una suposición material. Estamos ha
blando primariamente del símbolo físico en lugar de aquello que signifi
ca o representa. Cuando usamos la palabra «agua» normalmente para
hablar acerca del agua, entonces la estamos usando con suposición for
mal. (El sonido de la palabra es su materia, el significado es su forma.)
No obstante, la suposición formal presenta varios tipos. Los medie
vales hicieron una distinción entre suposición simple y suposición perso
nal. La distinción corresponde, en nuestra lengua, pero no en latín, a la
presencia o ausencia de un artículo indeterminado delante del nombre.
Así, en «el hombre es mortal» no hay artículo indeterminado y la palabra
L A F I L O S O F Í A DF.L S I G L O X I I I 199
V ida y o b r a s d e T o m á s d e A q u in o
muchas de las conclusiones a las que llegó Tomás de Aquino eran nove
dosas en su tiempo, y varias de ellas les parecieron altamente sospechosas
a los conservadores. Más aún, es muy riguroso en su valoración de los ar
gumentos de otros y nunca hizo suyo un argumento simplemente porque
apoyara una posición que él mismo aceptaba. Así, por ejemplo, ofreció
una refutación del argumento de Anselmo a favor de la existencia de Dios
y desechó los argumentos de aquellos que pensaban que podían demos
trar mediante la sola razón que el mundo había tenido un comienzo en el
tiempo.
L a t e o l o g ía n a t u r a l d e T o m á s d e A q u in o
M a t e r ia , f o r m a , su st a n c ia y a c c id e n t e
mente una forma que da paso a otra, sino una sustancia que da paso a
otra: no una mera transformación, sino una transustunciüáón.
Podemos preguntarnos si aquí queda todavía algo de la noción de
con vertirse en y por qué, en definitiva, se introduce la noción en el estu
dio de la eucaristía. No hay en las Escrituras referencia alguna a una cosa
que se convierta en otra; ¿por qué entonces aparece aquí en la obra de
Tomás de Aquino?
La noción se introduce como la única explicación posible de la pre
senda del cuerpo de Cristo bajo las apariencias de pan y vino. Tras la con
sagración, es verdad decir que Cristo está en tal o cual lugar; por ejemplo,
sobre el altar de la iglesia de Bolsena. Ahora bien, sólo hay tres maneras
—dice Tomás— de que una cosa empiece a existir en un lugar en el que
no existía antes. O bien se mueve hasta allí desde otro lugar, o es creada
en dicho lugar, o algo que ya está en ese lugar se convierte o es converti
do en la cosa en cuestión. Pero el cuerpo de Cristo no se mueve al lugar
donde se encuentran las apariencias eucarísticas, ni es creado, puesto que
ya existe. Por consiguiente, hay algo — a saber, el pan y el vino— que se
convierte en él.
Lo que permanece, visible y tangible sobre el altar, son, dice Tomás,
los accidentes del pan y el vino: la forma, el color, etc.; éstos permanecen,
según Tomás de Aquino, sin una sustancia a la que ser inherentes. Nues
tro autor no creía que los accidentes, tras la consagración, fueran inheren
tes a la sustancia del cuerpo de Cristo. Si ello fuera así, entonces resultaría,
por ejemplo, que el tamaño y la forma que en su momento tuvo el pan se
convertirían en el tamaño y la forma del cuerpo de Cristo, lo que signifi
caria que éste sería redondo, tendría cinco centímetros de diámetro, etc.
Santo Tomás concedía gran importancia a la doctrina de la transus
tanciación y expresó su devoción a la eucaristía no sólo mediante la pro
sa teológica, sino también con los himnos devocionales que escribió para
la nueva fiesta del Corpus Christi. He aquí unas estrofas:
E se n c ia y e x is t e n c ia s e g ú n T omás de A q u in o
* Un dogma se da a los cristianos: / que el pan se cambia en carne / así como el vino
en sangre. / Lo que no comprendes ni ves, / animosa lo afirma la fe / al margen del orden
real. / Bajo diversas especies, / signos tan sólo, no cosas, / se ocultan las más maravillosas.
/ Alimento la carne, bebida la sangre: / pero Cristo todo entero cabe / bajo cada una de
las especies. (N. del t.)
LA F IL O S O F IA D E L S IG L O X I II 2 07
La f i l o s o f í a t o m is t a d e l a m e n t e
natos; la mente sin experiencia es una tabula rasa , una página en blanco.
Pero está de acuerdo con los racionalistas contra los empiristas en que la
simple experiencia, del tipo de la que compartimos hombres y animales,
es incapaz de escribir nada en la página en blanco. Igual que los idealis
tas, cree que el objeto inmediato del pensamiento puramente intelectual
es una creación de éste, a saber, un concepto universal, pero, a diferencia
de muchos idealistas, Tomás cree que un ser humano, por medio de esos
conceptos universales y con la ayuda de los sentidos y de la imaginación,
puede obtener auténtico conocimiento del mundo extramental.
La f il o s o f ía m o r a l d e T omás de A q u in o
La u n i v e r s i d a d d e l s i g l o x iv
D uns E sc o to
por fijar sus propias posiciones en relación con las de Enrique, y fue a tra
vés de los ojos de éste como vio a muchos de sus predecesores.
Aristóteles había definido la metafísica como la ciencia que estudia el
Ser en tanto que ser. Escoto hace gran uso de esta definición, ampliando
enormemente su alcance al incluir en el Ser el Dios cristiano infinito. Se
gún Escoto, para que una cosa sea ha de tener algún predicado, positivo
o negativo, que resulte verdadero acerca de ella. Todo aquello, sea sus
tancia o accidente, que pertenezca a alguna de las categorías aristotélicas,
tiene ser y es parte del Ser. Pero el Ser es algo mucho mayor que eso, pues
todo lo que cae bajo las categorías de Aristóteles es finito, mientras que el
Ser contiene lo infinito. Si queremos descomponer el Ser en sus partes
constituyentes, la primera división que hemos de hacer es la división en
tre finito e infinito.
También Tomás de Aquino había hablado del Ser, pero él lo entendía
de manera diferente. Cada género de cosas tiene su propio género de ser:
para una cosa dotada de vida, por ejemplo, ser era lo mismo que estar
viva y, por tanto, entre las cosas vivientes, había tantos tipos diferentes de
ser como tipos diferentes de vida. Esto no quería decir que el verbo «ser»
tuviera sentidos diferentes cuando se aplicaba a diferentes géneros de co
sas. Cuando decimos que los petirrojos son pájaros y los arenques son
peces, no estamos jugando con la palabra «son». El verbo «ser», en la
concepción tomista, no era ni equívoco, como un juego de palabras, ni
unívoco, como un predicado simple y directo tal que «amarillo»; era aná
logo. En eso se parecía a una palabra como «bueno». Podemos hablar de
fresas buenas y cuchillos buenos sin hacer retruécanos con «bueno», aun
si las cualidades que hacen buena una fresa son bastante diferentes de las
que hacen bueno un cuchillo. De manera parecida, podemos hablar sin
equívocos del ser de muchas clases de cosas diferentes, aun cuando aque
llo en lo que su ser consiste sea muy diferente en cada caso.
Escoto discrepaba aquí de Tomás de Aquino. Para él, «ser» no era
análogo, sino unívoco: tenía exactamente el mismo significado en cual
quier aplicación que de él se hiciera. Significaba lo mismo tanto si se
aplicaba a Dios como a una pulga. Era, de hecho, un predicado disyun
tivo. Si enumeramos todos los posibles predicados, de la A a la Z, el ver
bo «ser» es equivalente a «ser A o B o C ... o Z». El significado de «ser»,
por tanto, dependía del contenido de todos los predicados y en modo
alguno del sujeto de la proposición en que tenía lugar. Un predicado ha
de ser unívoco, sostenía Escoto, para que se le pueda aplicar el princi
pio de no contradicción y se pueda hacer uso de él en argumentos de
ductivos.
l o s f il ó s o f o s Di-: o xfo kd 221
concluir que había más de una alternativa que constituía un medio bueno
para lograr un buen fin, dejando así a la voluntad libre para elegir. Esco
to sostenía que dicha contingencia ha de proceder de una causa indeter
minada que sólo puede ser la voluntad misma. Pero al hacer de la volun
tad la causa de su propia libertad, la teoría de Escoto corre el peligro de
llevar a un regreso infinito de elecciones libres, en el que la libertad de una
elección depende de una previa elección libre cuya libertad depende de
otra, y así al infinito.
No era éste un peligro que a Escoto le pasara inadvertido, y en el cur
so de su estudio de la presciencia divina de las acciones libres introdujo
una nueva potencialidad, exclusivamente característica de la libre elec
ción humana, que excluye la posibilidad del regreso infinito.
Cuando tenemos un caso de acción libre, dice Escoto, esa libertad va
acompañada de una evidente capacidad de hacer cosas opuestas. Obvia
mente, la voluntad no tendrá la capacidad de hacer X y no X al mismo
tiempo —lo cual sería un sinsentido— , pero hay en la voluntad la capaci
dad de querer después de no querer, o de realizar sucesivamente actos
opuestos. Esto quiere decir que, aunque A esté queriendo X en el mo
mento /, ese mismo A puede no querer X en el momento t + 1.
Ahora bien, según Escoto existe otra potencia no evidente que se da
sin sucesión temporal. Ejemplifica esa clase de potencia imaginando un
caso en el que una voluntad creada existiera sólo por un instante. En di
cho instante podría tener únicamente una volición, pero incluso esa voli
ción no sería necesaria, sino libre. La ausencia de sucesión que se da en
este tipo de libertad se pone especialmente de manifiesto en el caso de
una imaginaria voluntad momentánea, pero de hecho se da todo el tiem
po. Es decir, aunque A esté queriendo X en t, no sólo tiene A la capaci
dad de no querer X en / + 1, sino también la capacidad de no querer X en
t, en ese mismo momento. Es ésta una clara innovación, consistente en
postular una potencia no manifiesta, incluso podríamos decir que oculta.
Escoto distingue cuidadosamente esta potencia de la posibilidad ló
gica; es algo que acompaña a la posibilidad lógica pero no se identifica
con ella. No es simplemente el hecho de que no habría contradicción en
que A no quisiera X en ese mismo momento, sino que es algo de mayor
profundidad — una potencia activa real— que constituye el núcleo de la
libertad humana.
La oración «Esta voluntad, que está queriendo X, puede no querer
X » puede entenderse de dos maneras. Entendida de una manera («en
sentido compuesto»), significa que «Esta voluntad, que está queriendo X,
está no queriendo X » puede ser verdadera, lo cual es falso. Entendida de
L O S F IL Ó S O F O S D E O X F O R D 225
pueda probar que es poseído por Dios. De manera semejante, muchos te
mas que para santo Tomás quedaban dentro del ámbito de la filosofía son
desplazados por Escoto al campo de investigación del teólogo.
En la teología misma, Escoto era conocido sobre todo por su apoyo a
la creencia en la inmaculada concepción. Esta doctrina no es, como a me
nudo se piensa, la de que María concibió a Jesús siendo virgen; es la
creencia de que María, al ser concebida, estuvo libre de la mancha here
ditaria del pecado original. (Las numerosas personas que hoy día no
creen ya en el pecado original creen automáticamente en la inmaculada
concepción de María.) La doctrina es importante en la historia de la filo
sofía porque tiene que ver con una interminable disputa filosófica. Tomás
de Aquino había negado que María fuera concebida sin pecado porque,
siguiendo a Aristóteles, no creía que un feto recién concebido tuviese
alma intelectual durante sus primeras semanas de existencia. Escoto creía
que el alma entraba en el cuerpo en el momento mismo de la concepción,
y la ulterior aceptación por la Iglesia de la doctrina de la inmaculada con
cepción representó una victoria para su tesis. Este desacuerdo filosófico
es claramente revelador de la actitud adoptada por los católicos actuales
en la cuestión del aborto.
Gerard Manley Hopkins, el escotista más famoso de los tiempos mo
dernos, destacó especialmente en sus elogios la defensa hecha por Esco
to de la inmaculada concepción. Clasificando a Escoto entre los mayores
filósofos de todos los tiempos, lo describe así:
La l ó g ic a d e l l e n g u a je d e O ckham
* Rara estirpe de descubridor de ignotos predios; sin / rival su visión aguda, aun
frente a Italia o a Grecia; / que inflamó Francia por María sin mácula. (N. del /.)
L O S F IL Ó S O F O S D E O X F O R D 2 2 7
Síguese de tal opinión que esa parte de la esencia de Cristo sería malva
da y condenada, pues esa misma naturaleza común realmente existente en
Cristo existe también en Judas y está condenada.
Los universales no son cosas, sino signos, signos únicos que repre
sentan muchas cosas. Hay signos naturales y signos convencionales: los
signos naturales son los pensamientos que alberga nuestra mente y los sig
228 B R E V E H I S T O R I A D E l.A F I L O S O F Í A O C C I D E N T A L
nos convencionales son las palabras que acuñamos para expresar dichos
pensamientos.
La concepción que Ockham tiene de los universales suele denomi
narse nominalismo, pero en su sistema no son sólo los nombres, sino los
conceptos, los que son universales. No obstante, la denominación tiene
cierta razón de ser, pues Ockham entiende los conceptos de nuestra men
te como formando un sistema lingüístico, un lenguaje común a todos los
humanos y anterior a todas las diferentes lenguas habladas. En ese senti
do es correcto decir que para Ockham sólo los nombres son universales,
pero hemos de incluir entre los nombres no sólo los nombres de los len
guajes naturales, sino los nombres no expresados de nuestro lenguaje
mental; un lenguaje que, tal como Ockham lo describe, resulta tener una
similitud estructural bastante acusada con el latín medieval.
En diferentes momentos de su carrera, Ockham da diferentes expli
caciones de la relación entre los nombres del lenguaje mental y las cosas
del mundo. Según su teoría primitiva, la mente diseñaba imágenes o re
presentaciones mentales que se asemejaban a las cosas reales. Esas «fic
ciones», como él las llamaba, servían como elementos de las proposi
ciones mentales, en las que ocupaban el lugar de las cosas a las que se
asemejaban. Las ficciones podían ser universales en el sentido de que te
nían un parecido común a muchas cosas diferentes. Más tarde, Ockham
dejó de creer en esas ficciones; los nombres del lenguaje mental eran sim
plemente actos de pensamiento, momentos en la historia psicológica de
una persona individual. Esos nombres mentales aparecen en las oraciones
mentales (presumiblemente, como etapas sucesivas del acto de pensar la
oración); un pensamiento o una oración son verdaderos si los sucesivos
nombres que aparecen en ellos son nombres de la misma cosa. Así, el
pensamiento de que Sócrates es un filósofo es un pensamiento verdade
ro porque Sócrates puede denominarse tanto «Sócrates» como «filóso
fo». No es fácil ver, en esta concepción, cómo explicar las condiciones de
verdad de una oración del tipo «Sócrates no es un perro», pero Ockham
tiene el mérito de reconocer los problemas que plantean estos casos di
fíciles.
Ockham es conocido sobre todo por algo que él nunca dijo, a saber:
«N o hay que multiplicar las entidades sin necesidad». Este principio, co
múnmente llamado «la navaja de Ockham», no aparece en sus obras, si
bien dijo cosas parecidas, como «Es vano hacer con más lo que puede ha
cerse con menos», o «N o hay que aceptar una pluralidad sin necesidad».
De hecho, ese juicio data de mucho antes de Ockham, pero resume bien
su actitud reduccionista frente a la elaboración filosófica de sus predece
L O S F I L Ó S O F O S D I! O X F O R D 2 2 9
i
L O S F IL Ó S O F O S D E O X F O R D 233
J uan W y c l if
Todos los bienes de Dios han de ser comunes. Esto se prueba del si
guíente modo. Todo hombre ha de hallarse en estado de gracia, y si se halla
en ese estado, es el señor del mundo y de todo lo que contiene. Así pues,
todo hombre ha de ser señor del universo. Pero esto es incompatible con el
hecho de que haya muchos hombres, a no ser que éstos deban tener todas las
cosas en común. Por consiguiente todas las cosas deben ser comunes.
actuar, pues desde 1378 la Iglesia pasaba por un cisma, con dos papas ri
vales, uno en Roma y el otro en Aviñón, cada uno de los cuales reclamaba
para sí la suprema autoridad y lanzaba anatemas contra el otro. Estimu
lado por este último escándalo, Wyclif lanzó una serie de ataques contra
el papado que superaban las censuras de Ockham y Marsilio.
Sin embargo, lo que llevó a la caída de Wyclif no fue su ataque al pa
pado, sino su doctrina eucarística. Cuando denunciaba a los papas y dis
cutía la validez de las pretensiones papales, podía encontrar simpatizan
tes incluso entre el alto clero; cuando exhortó a la expropiación de los
bienes de la Iglesia, muchos laicos y frailes mendicantes sintonizaron con
sus palabras; pero cuando renunció a la doctrina de la transustanciación,
frailes, nobles y obispos se volvieron contra él, e incluso su Universidad
de Oxford acabó expulsándolo. Murió, libre pero en desgracia, el año
1384 en Lutterworth.
El cisma de la Iglesia se mantuvo muchos años: los intentos más deci
didos de reconciliar las dinastías papales rivales de Roma y Aviñón sólo
condujeron a la creación de un tercer y dudoso papado en Pisa. No fue
hasta 1415 cuando el Concilio de Constanza garantizó la elección de un
papa que obtuvo el reconocimiento de toda la cristiandad. Al mismo
tiempo, el concilio decidió atender el viejo asunto pendiente de hacer
frente a las herejías de Wyclif (que para entonces se habían propagado,
con tremendos efectos políticos, en Bohemia). Sus doctrinas habían sido
prohibidas en Oxford unos años antes; en esta ocasión, la Iglesia univer
sal condenó una enorme lista de tesis de Wyclif.
Wyclif fue posteriormente conocido sobre todo como el autor o, al
menos, el inspirador, de la primera traducción completa de la Biblia al in
glés. Sobre la base de esto y de sus escritos contra la transustanciación y
contra el papado, fue saludado como el lucero del alba de la Reforma,
pero también fue la estrella vespertina de la escolástica. Su obra filosófi
ca permaneció ignorada durante siglos. A los escritores protestantes los
echaba para atrás su sutileza escolástica; los escritores católicos preferían
concentrarse en escolásticos de perfil más ortodoxo. En los últimos años,
la publicación de sus tratados más importantes ha dejado claro que este
último escolástico de Oxford fue un pensador filosófico muy respetable,
digno de ocupar un tercer puesto después de Escoto y Ockham.
Capítulo 10
E l R e n a c im ie n t o
Júpiter, del mismo modo que hizo al lobo feroz, a la liebre tímida, al león
valiente, al asno estúpido, al perro salvaje, a la oveja apacible, así también
hizo a algunos hombres duros de corazón, a otros, blandos, engendró a éste
proclive al mal, a este otro, dado a la virtud, y además dio a unos la capaci
dad de reformarse, mientras a otros los hizo incorregibles. A ti te asignó cier
tamente un alma malvada sin capacidad de reformarse. Y así es como tú, lle
vado de tu carácter innato, harás el mal, y Júpiter, en razón de tus actos y sus
nefastas consecuencias, te castigará severamente.
veces»? La cuestión, dijo, había de tener respuesta afirmativa, pero 110 era
posible darla si aceptábamos que las palabras de Cristo eran verdaderas
en el momento en que las pronunció. Debemos sostener, en vez de eso,
que no eran verdaderas ni falsas, sino que poseían un tercer valor verita-
tivo. En apoyo de esta posibilidad, Pedro de Rivo recurría a la autoridad
de Aristóteles.
En el capítulo noveno de su tratado De interpretatione, Aristóteles pa
rece afirmar que, si toda proposición formulada en futuro acerca de un
hecho particular — como «Mañana habrá una batalla naval»— es verda
dera o falsa, entonces todo acaece necesariamente y no hace falta delibe
rar ni preocuparse. Con arreglo a la interpretación más común, el argu
mento de Aristóteles se entiende como una reductio ad absurdum : si las
proposiciones en futuro acerca de sucesos concretos son ya verdaderas,
de ahí se sigue el fatalismo: pero el fatalismo es absurdo, por consiguien
te, puesto que muchos acontecimientos futuros no están todavía deter
minados, los enunciados acerca de dichos acontecimientos no son toda
vía verdaderos ni falsos, aunque más adelante lo serán.
La introducción por Pedro de Rivo de un tercer valor veritativo fue
atacada por su colega teólogo Enrique van Zomeren. La Escritura, decía
Enrique, está llena de proposiciones en futuro acerca de hechos concre
tos, es decir, profecías. No bastaba decir, como hacía Pedro, que eran és
tas unas proposiciones que esperábamos que resultaran verdaderas. Si no
eran ya verdaderas, los profetas eran unos embusteros. Pedro respondió
que negar la posibilidad de un tercer valor veritativo era caer en el deter-
minismo condenado por el Concilio de Constanza como una de las here
jías de Juan Wyclif. Pronto las facultades de artes y las de teología se en
zarzaron en agria disputa.
En Lovaina, las máximas autoridades universitarias parecían favore
cer a Pedro de Rivo. Van Zomeren decidió apelar a la Santa Sede. Tenía
un amigo en Roma, Besarión, uno de los obispos griegos que acudieron al
Concilio de Florencia, que habiendo permanecido en Roma había sido
nombrado cardenal. Besarión, antes de aceptar dar su apoyo a Van Zo
meren, pidió consejo a un amigo franciscano, Francisco della Rovere,
quien escribió para él un estudio escolástico de las cuestiones lógicas. De
lla Rovere concluyó en contra de la aceptación de un tercer valor veritati
vo, argumentando que los heréticos eran condenados por rechazar los ar
tículos del Credo redactados en futuro. Sólo se los podía condenar
justamente por afirmar una falsedad, pero si una proposición en futuro
no era verdadera sino neutral, entonces su contradictoria no sería falsa
sino neutral.
2 4 2 B R E V E H IS T O R IA DF. I.A F I L O S O F Í A O C C I D E N T A L
El p l a t o n i s m o r e n a c e n t is t a
logos: los cuerpos celestes podían afectar a los cuerpos humanos, pero no
a sus mentes, y nadie podía saber lo bastante acerca de la influencia con
creta de los astros como para hacer un horóscopo. En cambio, sostenía
que la alquimia y los rituales simbólicos podían conferir unos poderes
mágicos auténticos, que debían distinguirse tajantemente de la magia ne
gra, que operaba invocando el poder de los demonios. Lo que impulsaba
constantemente los escritos de Pico era el deseo de exaltar los poderes de
la naturaleza humana: había que oponerse a la astrología porque su de
terminismo limitaba la libertad humana; la magia blanca debía fomentar
se porque ampliaba los poderes humanos y hacía al hombre «príncipe y
señor» de la creación.
Lorenzo el Magnífico murió en 1492; sus últimos años se habían vis
to amargados por el asesinato de su hermano Giuliano, muerto por flo
rentinos desafectos instigados por el papa Sixto IV y sus sobrinos. Dos
años después de su muerte, los Medici fueron expulsados y el fraile re
formador Savonarola hizo por un breve tiempo de Florencia una repú
blica puritana. Pico se convirtió en seguidor de Savonarola y tuvo un pia
doso final en 1494. Uno de sus últimos escritos fue De en te et u n o , donde
presentaba una conciliación de la metafísica platónica con la aristotélica.
M a q u ia v e l o
za del Estado real y las cualidades del buen gobernante. En lugar de eso,
ofrece a un posible gobernante, cuyos fines serán los que él decida, re
cetas para tener éxito en su empresa. Inspirándose en la historia recien
te de las ciudades-Estado italianas, así como en ejemplos de la historia
griega y romana, Maquiavelo explica cómo se ganan y se pierden pro
vincias y cuál es la mejor manera de conservar su control. Se eleva a Cé
sar Borgia como modelo de destreza política. «Repasando así todas las
acciones del duque, no encuentro nada digno de reproche: por el con-
trario, me siento obligado, como ya he hecho, a ponerlo como ejemplo al
que hay que imitar.»
El prín cipe impresiona por el frío cinismo de sus consejos a los prín
cipes: algunos se escandalizan ante su inmoralidad, otros se sienten grati-
licados por su ausencia de engaño. El tema constante es que un príncipe
debe esforzarse por parecer virtuoso más que por serlo. Al tratar de lle
gar a ser príncipe, uno debe aparentar ser liberal; pero una vez en el car
go, hay que evitar toda liberalidad. Un príncipe debe desear que se le
considere clemente antes que cruel, pero en realidad es mucho más segu
ro ser temido que amado. No obstante, a la vez que infunde miedo a sus
súbditos, un príncipe ha de evitar que lo odien.
Pues un hombre puede muy bien ser temido sin ser odiado, y tal será el
caso mientras no toque los bienes ni las mujeres de sus ciudadanos y súb
ditos. Y si se ve forzado a hacer matar a alguien, sólo debe hacerlo cuan
do haya un motivo manifiesto o una justificación razonable. Pero, por en
cima de todo, debe abstenerse de tocar los bienes de los demás. Pues los
hombres olvidarán antes la muerte de su padre que la pérdida de su patri
monio.
I U t o p ía de M oro
las, cultivados por los habitantes de las ciudades, a quienes se envía rota
toriamente a pasar dos años de trabajo en el campo. En la ciudad, los ciu
dadanos se intercambian las casas por sorteo cada diez años; no hay pro
piedad privada y nada está nunca bajo llave. Cada ciudadano, además de
hacer labores agrícolas, aprende un oficio y todo el mundo debe trabajar,
pero la jornada laboral es sólo de seis horas. No hay zánganos, como en
Europa, por lo que hay muchas manos para aligerar el trabajo y mucho tiem
po libre para la actividad cultural. Sólo unas pocas personas están exentas
del trabajo manual, como los estudiosos, los sacerdotes o los miembros de
los diversos niveles de magistrados electos que gobiernan la comunidad.
En Utopía, a diferencia de la república de Platón, la unidad social pri
maria es la familia. Las mujeres, al casarse, se trasladan a la casa de su ma
rido, pero los varones suelen permanecer en la casa en que nacieron, bajo
la autoridad del miembro más anciano de la familia mientras éste se halle
en condiciones de gobernarla. Ningún hogar familiar puede constar de
menos de diez ni de más de dieciséis adultos; todo miembro en exceso es
trasladado a otras casas que hayan quedado por debajo de la cuota. Si el
número de hogares familiares de una ciudad supera el límite y ninguna
otra ciudad tiene espacio para más gente, se establecen colonias en tierras
desocupadas de allende el mar, y si los nativos oponen resistencia al asen
tamiento, los utopianos lo establecen por la fuerza de las armas.
Los desplazamientos internos en Utopía están regulados por pasapor
tes; pero, una vez autorizados, los viajeros son aceptados en otras ciudades
como si estuvieran en su casa. Pero nadie, se encuentre donde se encuen
tre, ha de recibir alimento si no realiza su tarea diaria. Los utopianos no
usan para nada el dinero y emplean el oro y la plata únicamente para ha
cer orinales y grilletes para los delincuentes; los diamantes y las perlas se
les dan a los niños para que los tengan con sus sonajeros y muñecas. Los
utopianos no pueden entender cómo otras naciones aprecian los honores,
se divierten jugando a los dados o disfrutan cazando animales.
Los utopianos no son ascéticos y consideran la mortificación corporal
por sí misma como algo perverso, pero honran a quienes llevan vidas de
desprendimiento al asumir tareas que otros rechazan como repugnantes,
como hacer carreteras o cuidar enfermos. Algunas de estas personas prac
tican el celibato y son vegetarianas; otras comen carne y llevan vidas fa
miliares normales. Los utopianos consideran a los primeros más santos y
a los segundos más sensatos.
Los hombres se casan a los 22 años y las mujeres a los 18; las relacio
nes sexuales prematrimoniales están prohibidas, pero el novio y la novia
deben examinarse cuidadosamente el uno al otro desnudos antes de la
I.A F I L O S O F Í A D H L R E N A C I M I E N T O 2 4 9
L a R efo rm a
lucra del Imperio. Pero el duque de Sajonia le ofreció asilo bajo la apa
riencia de arresto domiciliario en Wartburg.
Durante los años inmediatamente siguientes Lutero escribió afano
samente. Tradujo la Biblia a un alemán claro y vigoroso, que sirvió de
modelo a futuros traductores a otras lenguas. Lanzó una réplica despec-
liva e insultante a Enrique VIII. Moro, en nombre del rey, escribió una
respuesta no menos violenta. La enseñanza de Lutero de que el hombre
por sí mismo no es libre para elegir entre el bien y el mal había sido ata
cada por Erasmo en un panfleto Sobre e l libre a lbed río , que recordaba en
diversos aspectos el diálogo de Valla. Erasmo era mejor humanista que
Valla, pero no podía equiparársele como filósofo, y cuando Lutero res
pondió en Bajo e l y u go d e la volu n tad , los argumentos de este último pa
recieron superiores. No es que Lutero fuera ni quisiera ser un filósofo.
Denunció a Aristóteles, y en particular su Ética , como «el más vil enemigo
de la gracia».
El movimiento que Lutero había iniciado no permaneció mucho tiem
po bajo su control. Grupos independientes de reformadores, especial
mente en Francia y en Suiza, bajo Juan Calvino y Ulrico Zuinglio, com
partían su oposición al papa, pero discrepaban de él en lo concerniente a
la naturaleza de la eucaristía y la distribución de la gracia. La revuelta cam
pesina de 1524 demostró que la insubordinación frente a la jerarquía
eclesiástica podía ir seguida de la insurrección contra las instituciones del
Estado. En 1530 se logró en Augsburgo la firma de un concordato entre
las diversas sectas protestantes bajo los auspicios del conciliador lugarte
niente de Lutero, el humanista Melanchthon.
Mientras el protestantismo crecía, los monarcas católicos se enfrenta
ban entre ellos y el papa era presa del nerviosismo. En 1523, tras un bre
ve pontificado intermedio, Clemente VII sucedió a León X. La oposición
de la Iglesia a la usura se estaba convirtiendo rápidamente en letra muer-
la desde el momento en que los más destacados banqueros de Europa po
dían ocupar el papado durante dos generaciones seguidas. El emperador
( iarlos enroló a Enrique VIH en una liga contra Francisco I de Francia. El
papa Clemente no tenía claro si apoyar a Carlos o a Francisco; su indeci
sión irritó a Carlos y en 1527 la Ciudad Santa fue saqueada por las tropas
luteranas del emperador católico. Enrique VIII pidió a Clemente la anu
lación de su prolongado matrimonio con la reina Catalina de Aragón, tía
de Carlos; su reticencia a hacerlo llevó a Enrique a romper con la Santa
Sede en 1533.
Tomás Moro, al no querer apoyar al rey Enrique en su divorcio, cayó
en desgracia y fue decapitado, como mártir por la supremacía papal, en
252 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
1535. Dedicó gran parte de los últimos años de su vida a la polémica con
los luteranos, y especialmente con William Tyndale, que había adoptado
muchas de las doctrinas de Lutero y que, siguiendo el ejemplo de Lutero,
había publicado en 1526 un magnífico Nuevo Testamento en lengua ver
nácula, paradigma de todas las versiones inglesas futuras.
La controversia entre Moro y los luteranos ilustra con toda claridad el
lado negativo de la educación humanista. Los temas de su enfrentamien
to habían sido objeto de controversia secular entre los escolásticos; los
debates escolásticos, aunque áridos en ocasiones, habían sido por lo ge
neral sobrios y corteses. En la educación humanista, el estudio de las pau
tas formales de argumentación había sido sustituido por la búsqueda sis
temática del efecto retórico. La admiración por Cicerón como modelo de
estilo significó que los polemistas humanistas tratasen a sus oponentes
como los abogados que intimidan a un testigo hostil. Cuando escribe con
tra Lutero, Tomás Moro se aparta enormemente de Tomás de Aquino,
siempre atento a dar la mejor interpretación posible de la posición de
aquellos de quienes discrepa. Lutero compartía el desprecio de Moro por
la escolástica reciente y el entusiasmo de Moro por el abuso rebuscado y
retórico de los modelos clásicos. Las pugnaces convenciones que im
pregnaban el debate humanístico fueron uno de los factores que contri
buyeron al enquistamiento de las posiciones a ambos lados del frente de
la Reforma.
Bajo el pontificado de Pablo III (1534-1549) dio comienzo una Con
trarreforma católica. Pablo, superviviente de los turbulentos días de los
Borgia, promovió al cardenalato a un grupo de austeros ascetas que aca
barían transformando la corte papal. En 1540 aprobó la nueva orden re
ligiosa de los jesuítas, fundada por el antiguo militar Ignacio de Loyola
sobre los principios de la obediencia y la lealtad indiscutibles al papado.
En 1545, el papa Pablo convocó el Concilio de Trento, que prosiguió, con
algunas interrupciones, hasta 1563. El concilio reformó la disciplina de la
Iglesia y creó seminarios para la formación de los sacerdotes. Condenó
la doctrina luterana de la justificación por la fe únicamente y proclamó que
el libre albedrío humano no se había extinguido por la caída de Adán. Rea
firmó la doctrina de la transustanciación y los siete sacramentos tradicio
nales y recalcó la autoridad de la tradición eclesiástica junto con la Escri
tura.
En el momento en que el concilio concluía su labor, Calvino agoniza
ba y Lutero estaba muerto. También lo estaba Carlos V, quien, tras una
guerra sin vencedores ni vencidos contra los príncipes protestantes, había
aceptado la partición de Alemania entre luteranos y católicos en la Paz de
LA F I L O S O F Í A D E L R E N A C I M I E N T O 2 53
puesto, tal como había sido la práctica del siglo XV y tal como incluso To
más Moro creyó, durante la mayor parte de su vida, que era el designio
divino para la Iglesia.
Pero, naturalmente, no fue la teología, y mucho menos la filosofía, la
fuerza predominante en la ruptura de la unidad religiosa de Europa. Por
el contrario, fue la ambición y la avaricia de reyes y papas, así como el
auge del sentimiento nacionalista resentido contra el control internacio
nal. Pero la repercusión de la Reforma y la Contrarreforma sobre la filo
sofía fue considerable en varios sentidos.
El primer y más inmediato efecto fue la represión de la libertad de
pensamiento. Por supuesto, la herejía había sido perseguida en la Edad
Media y muchas pobres gentes habían sufrido gravemente por seguir a
predicadores heterodoxos que eran considerados una amenaza para la so
ciedad establecida. No obstante, las autoridades habían sido relativa
mente indulgentes con las atrevidas innovaciones de los profesores uni
versitarios: Wyclif mantuvo durante años su puesto en Oxford después
de proponer doctrinas que en el siglo XVI lo habrían llevado de cabeza a
las cárceles de la Inquisición. El plan de estudios de las universidades me
dievales, aunque vinculado a textos preestablecidos, permitía al comen
tarista una libertad de especulación mucho mayor que las rígidas pres
cripciones de los cursos que se seguían en los seminarios postridentinos.
La invención de la imprenta permitía que las ideas se difundieran mucho
más que hasta entonces, pero el índice de libros prohibidos fijó límites
mucho más estrictos a la difusión de las ideas.
La magnitud del control del pensamiento era especialmente llamativa
en los países católicos, pero era bastante perceptible en muchas jurisdic
ciones protestantes, incluso en la comparativamente liberal Holanda. El
hecho de que no hubiera ya un único criterio de ortodoxia compensaba
parcialmente el aumento de la represión local: cuando los filósofos de los
diferentes bandos de la división religiosa podían leerse unos a otros sus
obras respectivas, tomaban conciencia de los límites del consenso reli
gioso. Pero los beneficios que de ello podían derivarse sólo se iban a no
tar a largo plazo.
L a f il o s o f ía p o s t e r io r a la R ef o r m a
B r u n o y G a l il e o
sobre el plano inclinado y con cuerpos en caída libre, Galileo trató de es
tablecer la ley de la inercia y mostrar que los cuerpos en caída se aceleran
uniformemente con el tiempo. En breve plazo logró refutar experimen
talmente muchos de los aspectos de la física de Aristóteles que habían
sido criticados, pero no desmentidos experimentalmente, por los filóso
fos desde la época de Juan Filópono.
Aunque el trabajo de Galileo lo hizo, como es natural, impopular en
tre los académicos que tenían interés en el mantenimiento del aristotelis-
mo, lo que le creó realmente problemas con la Inquisición fueron sus co
mentarios sobre la relación entre la hipótesis heliocéntrica y los textos
bíblicos que describen el Sol moviéndose a través del cielo. Galileo sos
tenía que en tales pasajes el autor sagrado se limitaba a adoptar una ma
nera popular de hablar, que debe ceder el paso a la certeza científica. El
jesuíta cardenal Bellarmino replicó que el heliocentrismo, aunque apoya
do por un puñado de observaciones confirmatorias, era sólo una hipóte
sis, todavía no establecida con certeza. En este intercambio hay una agra
dable ironía, con el físico mostrándose mejor crítico bíblico y el cardenal
mostrándose mejor filósofo de la ciencia. Pero ninguna de las dos partes
salió airosa del enfrentamiento; Galileo se retractó de sus teorías y los in
quisidores lo condenaron a prisión por tiempo indefinido. Pese a la con
mutación de la pena, decretada por el papa Urbano VIII, el episodio ha
quedado para siempre como un ejemplo de primer orden que muestra los
efectos perniciosos de la Contrarreforma sobre la investigación científica.
F r a n c is B a c o n
La época de Descartes
L as g u e r r a s d e r e l ig ió n
En la primera mitad del siglo XVII, Europa sacó, por medios políticos
y militares, las consecuencias de la reforma religiosa. Fue la época de las
guerras de religión. En Francia, tres décadas de guerra civil entre católi
cos y calvinistas terminaron cuando el dirigente calvinista, Enrique de
Navarra, tras convertirse a la obediencia a Roma y suceder en el trono a
Enrique IV, implantó mediante el Edicto de Nantes la tolerancia hacia los
calvinistas en un Estado católico. En 1618, el Sacro Emperador Romano
Fernando II formó una Liga Católica para combatir a los príncipes pro
testantes alemanes; derrotó al elector protestante Federico V en la bata
lia de la Montaña Blanca, cerca de Praga, y reinstauró el catolicismo en
Bohemia. Pero esta victoria católica fue seguida por una serie de victorias
protestantes logradas por el rey de Suecia Gustavo Adolfo. Tras su muer
te, se puso fin a la Guerra de los Treinta Años en 1648 mediante la Paz de
Westfalia, que estableció la coexistencia de las dos religiones dentro del
Imperio.
En Gran Bretaña, tras la derrota de la armada española en 1588 y la
entronización en Inglaterra, en 1603, del rey Jacobo I procedente de la cal
vinista Escocia, había pocas posibilidades reales de que Inglaterra volvic
266 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
La v id a d e D esc a r tes
critos, después del Discurso, siguieron el orden allí sugerido. En 1641 escri
bió sus M editaciones m etafísicas, en 1644 sus P rincipios d e filo so fía (una
versión corregida de El m undo) y en 1649 un Tratado d e las pasiones, que
es básicamente un tratado ético. El de 1640 fue el decenio final y filosófi
camente más fructífero de su vida.
L a d u d a y e l c o g it o
Todo lo que he tenido hasta hoy por más verdadero y seguro lo he apren
dido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien: he experimentado varias
veces que los sentidos son engañosos, y es prudente no fiarse nunca por
completo de quienes nos han engañado una vez.
Pero aunque los sentidos nos engañen, a las veces, acerca de cosas muy
poco sensibles o muy remotas, acaso haya otras muchas, sin embargo, de
las que no pueda razonablemente dudarse, aunque las conozcamos por
medio de ellos, como son, por ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al
fuego, vestido con una bata, teniendo este papel en las manos, y otras por
el estilo.
Sin embargo, he de considerar aquí que soy hombre y, por consiguiente,
que tengo costumbre de dormir y de representarme en sueños las mismas co
sas y aun a veces cosas menos verosímiles que los insensatos cuando velan.
¡Cuántas veces me ha sucedido soñar de noche que estaba en este mismo si
tio, vestido, sentado junto al fuego, estando en realidad desnudo y metido en
la cama!
270 BRKVL-: H I S T O R I A D E L A I I L ( )St )l 1A O C C I D E N T A L
Pero aun si los sentidos son engañosos y la vida en vela es tan ilusoria
como un sueño, ¡no hay duda de que puede confiarse en la razón y que el
conocimiento de una ciencia como las matemáticas es seguro!
Pero aun si Dios no engaña, ¿cómo sé yo que no hay algún genio ma
ligno, sumamente poderoso e inteligente, que hace todo lo posible por
engañarme? Para evitar la posibilidad de asentir a la falsedad, debo con
siderar que todos los objetos externos son sueños engañosos y que yo no
tengo cuerpo, sino sólo una falsa creencia en él.
Descartes pone fin a estas dudas mediante el famoso argumento a fa
vor de su propia existencia. Por mucho que el genio maligno pueda en
gañarle, nunca puede llevar el engaño al extremo de hacerle creer que
existe cuando no existe. «Indudablemente existo si me engaña; que me
engañe cuanto pueda, que nunca conseguirá hacer que yo no sea nada,
mientras yo esté pensando que soy algo.» «Yo existo» no puede sino ser
verdad cuando se piensa; pero ha de pensarse para poder dudar de ello.
Una vez se ve esto, «yo existo» es indudable, pues cada vez que trato de
dudar de ello, automáticamente veo que es verdad.
El argumento de Descartes suele presentarse en la forma más sucinta
que usó en el D iscurso: Cogito, ergo sum\ «Yo estoy pensando, luego yo
existo». De estas pocas palabras Descartes no sólo deriva una prueba de
su existencia, sino que también trata de descubrir su propia esencia, de
mostrar la existencia de Dios y proporcionar un criterio que guíe a la
mente en su búsqueda de la verdad. Nada tiene de extraño que cada pa
labra del co gito haya sido sopesada mil veces por los filósofos.
I.A l - P O C A D E D E S C A R T E S 271
La e s e n c ia d e l a m e n t e
D io s , m e n te y c u e r p o
que las dos cosas son distintas, pues al menos Dios puede separarlas.
( lomo sabe que él mismo existe, pero no observa que pertenezca a su na
turaleza ninguna otra cosa que el hecho de que él es una cosa pensante,
concluye que su naturaleza o esencia consiste simplemente en ser una cosa
que piensa; él es realmente distinto de su cuerpo y podría existir sin él.
No obstante, tiene un cuerpo que le está íntimamente unido; pero su mo
tivo para creer eso es que ahora sabe que hay un Dios y que Dios no pue
de engañar. Dios le ha dado una naturaleza que le enseña que tiene un
cuerpo que se daña cuando siente dolor, que necesita alimento y bebida
cuando tiene hambre o sed. La naturaleza le enseña también que no está
en su cuerpo como el piloto en un barco, sino que se halla firmemente li
gado a él hasta el punto de formar con él una misma unidad. Si esas doc
trinas acerca de la naturaleza fueran falsas a pesar de ser claras y distintas,
entonces Dios, el autor de la naturaleza, resultaría ser un mentiroso, lo
cual es absurdo. Descartes concluye, pues, que los seres humanos están
compuestos de mente y cuerpo.
No obstante, la naturaleza de su composición, esa «íntima unión» en
tre mente y cuerpo, es uno de los rasgos más sorprendentes del sistema
cartesiano. La materia se vuelve todavía más oscura cuando se nos dice
que la mente no se ve directamente afectada por ninguna otra parte del
cuerpo que no sea la glándula pineal, situada en el cerebro. Todas las sen
saciones consisten en movimientos en el seno del cuerpo que viajan a tra
vés de los nervios hasta llegar a dicha glándula y, al llegar, envía un men
saje a la mente que suscita una determinada experiencia.
Las transacciones que tienen lugar en la glándula, en la interfaz men
te-cuerpo, son profundamente misteriosas. ¿Existe acción causal de la
materia sobre la mente o de la mente sobre la materia? Ciertamente no,
porque la única forma de causación material contemplada en el sistema
de Descartes es la transmisión de movimiento, y la mente, como tal, no es
precisamente el género de cosa apropiado para moverse de aquí para allá
en el espacio. ¿O acaso el comercio entre mente y cerebro se parece al in
tercambio entre un ser humano y otro ser humano, con la mente inter
pretando mensajes y signos presentados por el cerebro? Si es así, se está
concibiendo la mente como un homúnculo, un hombre dentro de un
hombre. El problema mente-cuerpo no queda resuelto, sino simplemen
te miniaturizado, con la introducción de la glándula pineal.
2 7 8 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
El m u n d o m a t e r ia l
Las verdades matemáticas que vos llamáis eternas han sido establecidas
por Dios y dependen de El por completo no menos que el resto de sus cria
turas. En efecto, decir que esas verdades son independientes de Dios es hablar
de El como si fuera Júpiter o Saturno y someterlo a la Estigia y a los hados.
No dudéis en afirmar y proclamar por doquier que es Dios quien ha estable
cido esas leyes en la naturaleza exactamente igual que un rey establece leyes
en su reino. [...] Se dirá que, si Dios hubiera establecido esas verdades, po-
I.A É P O C A D E D E S C A R T E S 279
dría cambiarlas igual que un rey cambia sus leyes. La respuesta a esto es: «Sí,
puede, si Su voluntad puede cam biar». «P ero yo entiendo que son eternas e
inm utables.» - «Y o hago idéntico juicio acerca de D ios.» «P ero su voluntad
es libre.» - «Sí, pero Su poder es incom prensible.»
El e m p ir is m o d e T homas H obbes
todos los posibles efectos que pueden ser por ella producidos, es decir,
imaginamos lo que podemos hacer con ella cuando la tengamos. De lo
cual nunca he visto signo alguno excepto en los humanos».
Esa diferencia la atribuye Hobbes, no a una diferencia en el intelecto
humano, sino en la voluntad humana, que comprende una gran variedad
de pasiones de las que no participan los animales. La voluntad humana,
no menos que el deseo animal, es en sí misma una consecuencia de fuer
zas mecánicas. «Las bestias que tienen capacidad de deliberación deben
forzosamente tener también voluntad.» La voluntad, en efecto, no es sino
el deseo que surge al final de la deliberación, y el libre albedrío no es ma
yor en los hombres que en los animales. «Dicha libertad, en cuanto libre
de necesidad, no va a encontrarse ni en la voluntad de los hombres ni en
la de las bestias. Pero si por libertad entendemos la facultad o poder, no
de querer, sino de hacer lo que ellos quieren, entonces ciertamente esa li
bertad ha de reconocerse en unos y otros, y unos y otros pueden tenerla
por igual.»
L a f il o s o f ía p o l ít ic a d e H o b b e s
L a t e o r ía p o l ít ic a d e L o c k e
I d e a s y c u a l id a d e s s e g ú n L o c k e
Locke habla siempre de «ideas». Sus «ideas» son muy similares a los
«pensamientos» de Descartes y, de hecho, el propio Descartes habla a ve
ces de los pensamientos como ideas. En todos los casos hay una apelación
a la conciencia inmediata: las ideas y los pensamientos son lo que encon
tramos cuando miramos dentro de nosotros mismos. Suele ser difícil, en
cada caso, decir si por «idea» se entiende el objeto de pensamiento (aque
llo acerca de lo cual se piensa) o la actividad de pensar (aquello en lo que
consiste o a lo que equivale el pensar mismo). Locke dice que una idea es
«todo aquello a lo que la mente puede dedicarse al pensar». Hay una pe
ligrosa ambigüedad en la expresión «aquello a lo que la mente puede dedi
carse», que puede significar tanto aquello en lo que la mente piensa (el ob
jeto) como lo que la mente hace (la actividad).
La distinción entre empirismo y racionalismo no carece por comple
to de fundamento, y las respuestas que da Locke a veces a las preguntas
filosóficas entran en conflicto con las que da Descartes. Pero, si bien las
respuestas difieren, las preguntas de Locke son las mismas que las de
Descartes. Los animales, ¿son máquinas? ¿Está el alma siempre pensan
do? ¿Puede haber espacio sin materia? ¿Hay ideas innatas?
Esta última pregunta puede tener varios significados, y una vez des
componemos la pregunta en esos varios significados, descubrimos que no
hay ningún abismo entre las posiciones respectivas de Locke y de Des
cartes.
En primer lugar, la pregunta puede significar: «¿Tienen pensamien
tos los niños mientras se hallan en el vientre materno?». Tanto Descartes
como Locke creían que los infantes no natos tenían pensamientos o ideas
simples, tales como dolor o sensaciones de calor. Ni Descartes ni Locke
creían que los fetos tuvieran pensamientos complicados de tipo filo
sófico.
En segundo lugar, la pregunta puede entenderse referida no a la acti
vidad de pensar, sino simplemente a la capacidad de hacerlo. ¿Existe una
capacidad innata y general de comprender, que sea específica de los seres
humanos? Tanto Descartes como Locke creían que sí.
En tercer lugar, la pregunta puede referirse no a la facultad general de
comprender, sino al asentimiento a ciertas proposiciones concretas, por
ejemplo: «Uno y dos son igual a tres», o «E s imposible que la misma cosa
sea y no sea». Descartes y Locke están de acuerdo en que nuestro asenti
miento a tales verdades evidentes por sí mismas no depende de la expe
riencia. Locke insiste, no obstante, en que un proceso de aprendizaje
debe preceder a la comprensión de esas proposiciones. Y Descartes está
de acuerdo en que no todas las ideas innatas son principios a los que uno
l.A F I L O S O F Í A IN G L E S A D E L S IG L O X V II 293
asiente tan pronto como los entiende: algunas de ellas se hacen claras y
distintas sólo tras laboriosa meditación.
En cuarto lugar, podemos preguntarnos si hay en general principios,
teóricos o prácticos, que exijan asentimiento universal. La respuesta, según
Locke, era que no, y aun si fuera que sí, ello no bastaría para probar su ca
rácter innato, pues la explicación de su universalidad podría ser un proce
so común de aprendizaje. Pero Descartes puede estar de acuerdo en que el
consenso universal no implica innatismo y puede replicar a su vez que el ca
rácter innato no implica tampoco un consenso universal. Algunas personas,
quizá la mayoría, pueden verse impedidas de asentir a principios innatos
por sus prejuicios.
Los argumentos de Locke y de Descartes pasan en realidad el uno al
lado del otro sin chocar. Locke insiste en que los conceptos innatos sin la
experiencia son insuficientes para dar cuenta de los fenómenos propios
del conocimiento humano; Descartes arguye que la experiencia sin un
elemento innato es insuficiente para dar cuenta de lo que conocemos.
Ambas posturas pueden ser correctas.
Locke sostenía que los argumentos de sus oponentes racionalistas le
llevarían a uno a «suponer que todas nuestras ideas de colores, sonidos,
sabores, figuras, etc. son innatas, lo que no puede ser más opuesto a la ra
zón y a la experiencia». Descartes no habría considerado en absoluto ab
surda semejante conclusión. Y ello por una razón que el propio Locke
admitiría de buen grado, a saber, que nuestras ideas de cualidades tales
como los colores, sonidos y sabores son totalmente subjetivas.
Locke dividía las cualidades que podemos descubrir en los cuerpos
en dos categorías. El primer grupo son las cualidades prim arias : por ejem
plo, solidez, extensión, figura, movimiento, reposo, magnitud, número,
textura y tamaño; esas cualidades, dice Locke, se encuentran en los cuer
pos, «tanto si las percibimos como si no». Las cualidades del segundo
grupo se llaman cualidades secundarias, y son, por ejemplo, los colores,
los sonidos y los sabores, que según Locke «no son nada en los objetos
mismos, sino simples potencias de producir en nosotros diversas sensa
ciones por medio de sus cualidades primarias». Todas las cualidades, pri
marias o secundarias, producen ideas en nuestra mente; la diferencia, se
gún Locke, es que las cualidades de los objetos que producen las cualidades
primarias son realmente como las ideas que producen, mientras que las
ideas producidas en nosotros por las cualidades secundarias no se pare
cen en absoluto a las cualidades que las producen.
Hay muchos precursores de la distinción de Locke. La tradición aris
totélica distinguía entre cualidades, como la forma, que eran percibidas
2 9 4 B R E V E H IS T O R IA D E LA F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
una imagen de azul, sino el azul mismo. Locke sólo puede negar esto dan
do por supuesto lo que se propone demostrar.
Finalmente, Locke argumenta a partir de una analogía entre senti
miento y sensación. Si pongo la mano en el fuego, el fuego causa tanto ca
lor como dolor; el dolor no está en el objeto, luego ¿por qué habríamos
de suponer que el calor sí lo está? Una vez más, la analogía se establece
erróneamente. El fuego es tan doloroso como caliente. Al decir que es do
loroso, nadie está pretendiendo que el fuego sienta dolor; igualmente, al
decir que es caliente, nadie está sosteniendo que sienta calor. Si el argu
mento de Locke funcionara, podría volverse contra él mismo. Cuando me
corto con un cuchillo, siento el golpe del cuchillo a la vez que el dolor: ¿es
por eso el movimiento una cualidad secundaria?
Locke tiene básicamente razón al pensar que las cualidades secunda
rias son potencias capaces de producir sensaciones en los seres humanos,
y usa argumentos bien conocidos para demostrar que las sensaciones pro
ducidas por el mismo objeto varían con las circunstancias (el agua tibia le
parecerá caliente a una mano fría, y fría a una mano caliente; los colores
se ven muy diferentes al microscopio). Pero del hecho de que las cualida
des secundarias sean antropocéntricas y relativas no se sigue que sean
subjetivas o en cierto modo ficticias. En una clarificadora imagen sugeri
da por el químico irlandés Robert Boyle, las cualidades secundarias son
llaves que entran en determinadas cerraduras, siendo estas últimas los di
ferentes sentidos humanos. Una vez nos damos cuenta de esto, podemos
aceptar, a pesar de Locke, que la hierba es realmente verde y la nieve es
realmente fría.
S u s t a n c ia s y p e r s o n a s
La filosofía continental
de la época de Luis XIV
B l a is e P a sc a l
S p in o z a y M a l e b r a n c h e
breos. Baruch Spinoza había nacido en una familia judía de habla espa
ñola que vivía en Amsterdam. Fue educado como judío ortodoxo, pero
pronto rechazó varias doctrinas judías y en 1656, a los 24 años, fue ex
pulsado de la sinagoga. Se ganaba la vida puliendo lentes para gafas y te
lescopios, primero en Amsterdam y más tarde en Leiden y La Haya. Nun
ca se casó y llevó la vida de un pensador solitario, rechazando cualquier
puesto académico, a pesar de que se le ofreció una cátedra en Heidelberg
y mantenía correspondencia con varios eruditos, entre ellos Henry Olden-
burg, el primer secretario de la Royal Society. Murió en 1677 de tisis, de
bido en parte a la inhalación de polvo de cristal, un riesgo profesional
propio de los pulimentadores de lentes.
La primera obra publicada de Spinoza —la única que publicó con su
nombre— fue una versión en forma geométrica de los Principios de f ilo
sofía de Descartes. Los rasgos de esta obra temprana — la influencia de
Descartes y la preocupación por el rigor geométrico— aparecerán tam
bién en su obra maestra de madurez, la É tic a , que fue escrita en el dece
nio de 1660 pero no se publicó hasta después de su muerte. Entre ambos
escritos había aparecido, de manera anónima, un tratado teológico-polí-
tico (el Tractatus th eologico-politicu s) . Este argumentaba a favor de una
fecha tardía y una interpretación liberal de los libros del Antiguo Testa
mento. Presentaba también una teoría política que, a partir de una visión
de los seres humanos en un estado de naturaleza similar al de Hobbes, in
fería la necesidad de un gobierno democrático, la libertad de expresión y
la tolerancia religiosa.
La E tica de Spinoza está estructurada como la geometría de Euclides.
Sus cinco partes tratan, respectivamente, de Dios, la mente, las emocio
nes, la servidumbre y la libertad humanas. Cada una de las partes empie
za con una serie de definiciones y axiomas, y procede a partir de ellos a
demostrar formalmente una serie de proposiciones numeradas, ninguna
de las cuales contiene, según hemos de creer, nada que no se siga de los
axiomas y las definiciones, concluyendo todas con lo que se quería de
mostrar (q u o d erat dem on stran d u m , QED). Esta es la mejor manera, creía
Spinoza, de que un filósofo explicite sus presupuestos de partida y esta
blezca las relaciones lógicas entre las diversas tesis de su sistema. Pero la
elucidación de las conexiones no está sin más puesta al servicio de la cla
ridad de pensamiento; para Spinoza, las conexiones lógicas son lo que
mantiene unido al universo. Para él, el orden y la conexión de las ideas
son lo mismo que el orden y la conexión de las cosas.
La clave de la filosofía de Spinoza es su monismo: es decir, la idea de
que hay una única sustancia, la infinita sustancia divina, idéntica a la na
3 0 8 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
mente. Nuestras mentes son pasivas, no activas, y no pueden crear sus pro
pias ideas. Estas sólo pueden haber venido de Dios. Si me pincho el dedo
con una aguja, el dolor no viene de la aguja; es causado directamente por
Dios. Vemos todas las cosas en Dios: Dios es el entorno en el que las men
tes viven, igual que el espacio es el entorno en el que se hallan los cuerpos.
Malebranche no fue ni mucho menos el primero en decir que vemos
las verdades eternas entrando en contacto, de alguna misteriosa manera,
con las ideas que hay en la mente de Dios. Pero fue un nuevo paso decir
que nuestro conocimiento de la historia contingente de los cuerpos ma
teriales y mudables viene directamente de Dios. Descartes, por supuesto,
pensaba que sólo la veracidad de Dios podía demostrar que nuestro co
nocimiento empírico del mundo externo no era engañoso. Pero para Ma
lebranche no hay nada que pueda considerarse conocimiento empírico
del mundo externo; su existencia es una revelación, contenida, junto con
otras verdades necesarias para la salvación, en la Biblia.
Como Descartes, por tanto, y a diferencia de Spinoza, Malebranche
acepta la existencia de sustancias finitas, materiales y mentales. Pero a di
ferencia de Descartes y al igual que Spinoza, piensa que la relación de la
mente con Dios y la relación de la materia con Dios son mucho más es
trechas que la relación de la mente y la materia entre sí.
L e ib n iz
mundos que él podría haber creado? ¿Hubo una razón para esa elección
y fue una elección libre? La respuesta de Leibniz es que Dios elige libre
mente hacer el mejor de todos los mundos posibles; de lo contrario, po
dría no haber tenido ninguna razón suficiente para crear este mundo en
lugar de otro.
No todas las cosas que son posibles de entrada pueden hacerse ac
tuales conjuntamente: en la terminología de Leibniz, A y B pueden ser
posibles cada uno por separado, pero A y B pueden no resultar composi
bles. Cualquier mundo creado, por consiguiente, es un sistema de com
posibles, y el mejor mundo posible es el sistema que tenga la mayor pre
ponderancia del bien sobre el mal. Un mundo en el que hay libre albedrío
del que a veces se hace mal uso es mejor que un mundo en el que no hay
libertad ni pecado. De ahí que el mal que hay en el mundo no proporcio
na ningún argumento contra la bondad de Dios. Puesto que Dios es bue
no y necesariamente bueno, escoge el mundo más perfecto posible. Y sin
embargo actúa libremente, pues aunque no puede crear sino lo mejor, no
tenía por qué haber creado.
Es interesante comparar la posición de Leibniz en este punto con la
de Descartes y la de Tomás de Aquino. El Dios de Descartes era comple
tamente libre: incluso las leyes de la lógica eran el resultado de su arbi
trario fiat. Leibniz, como Tomás de Aquino antes de él, sostenía que las
verdades eternas dependían, no de la voluntad de Dios, sino de su enten
dimiento; allá donde intervenía la lógica, Dios no tenía ninguna oportu
nidad. El Dios de Tomás de Aquino, aunque no tan libre como el de Des
cartes, está menos constreñido que el de Leibniz. Pues, según Tomás de
Aquino, aunque todo lo que Dios hace es bueno, nunca está obligado a
hacer lo mejor. Efectivamente, para Tomás, dada la omnipotencia de
Dios, la noción de «el mejor de todos los mundos posibles» es tan absur
da toda ella como la noción de «el mayor de todos los números posibles».
La optimista teoría de Leibniz fue objeto de una burla memorable
por Voltaire en su novela Candido , en la que el leibniziano doctor Pan-
gloss responde a una serie de desgracias y catástrofes con la cantilena
«Todo es para mejor en el mejor de todos los mundos posibles».
La monadología leibniziana es una eflorescencia barroca de la meta
física cartesiana. Su obra marca el punto más alto del racionalismo conti
nental; sus sucesores en Alemania, especialmente Wolff, desarrollaron
una escolástica dogmática que fue el sistema en el que se formó Imma-
nuel Kant y que sería el blanco, en su madurez, de su devastadora crítica.
La grandeza de Leibniz no radica en sus creaciones sistemáticas, sino en
las concepciones y distinciones que aportó a muchas ramas diferentes de
3 1 8 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
B erkeley
En 1715 moría el rey Luis XIV de Francia. Un año antes había muerto
también la reina Ana, la última de los monarcas de Inglaterra de la casa Es-
tuardo, y a su muerte se había entregado la corona inglesa a la dinastía de
Hannover, a fin de garantizar una sucesión protestante. El rey Jorge de Han-
nover logró conservar su trono frente a los intentos del hijo y el nieto de
Jacobo II (el «Viejo Pretendiente» y el «Joven Pretendiente») de restau
rar la línea Estuardo. Al comienzo del siglo XVIII, en el reinado de Ana,
las coronas de Inglaterra y de Escocia quedaron unidas, y las de Inglaterra
e Irlanda lo estuvieron al final del siglo, en el reinado de Jorge III. Así se
formó el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda. Lo cierto es que los fi
lósofos anglófonos más capaces del siglo XVIII fueron irlandeses o esco
ceses, si bien todos ellos se vieron a sí mismos dentro de la tradición ini
ciada por el inglés John Locke.
George Berkeley nació en Irlanda en 1685 y, después de graduarse en
el Trinity College de Dublín, publicó una serie de breves pero importantes
obras filosóficas. Su Nueva teoría d e la visión apareció en 1709, los Princi
pios d el con ocim ien to hum ano en 1710 y Tres diálogos en 1713. En 1713
marchó a Inglaterra y se hizo miembro del círculo de Swift y Pope. Viajó
3 2 0 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
gran calor no es algo que esté en un objeto externo, tampoco lo está nin
gún otro grado de calor.
Hylas responde siempre «sí» o «no» a las principales preguntas de
Philonous, cuando debería hacer distinciones. Cuando Philonous pre
gunta: «¿N o es el más vehemente e intenso grado de calor un sufrimien
to realmente grande?», Hylas debería haber respondido: que la sensación
de calor es un sufrimiento, quizá; que el calor mismo es un sufrimiento,
no. Es verdad que las cosas carentes de percepción no son capaces de su
frir, pero eso no significa que sean incapaces de provocar sufrimiento. De
nuevo, cuando Philonous pregunta: «¿E s vuestra sustancia material un
ser insensible o un ser dotado de sensibilidad y percepción?», Hylas de
bería responder: algunas sustancias materiales (por ejemplo.: las piedras)
son insensibles; otras (por ejemplo: los gatos) tienen sentidos. Sería tedioso
seguir, línea por línea, el juego de manos con el que se engaña a Hylas has
ta hacerle negar la objetividad de la sensación de calor. Falacias semejan
tes se cometen en los argumentos acerca de los sabores, olores, sonidos y
colores.
Al concluir el primer diálogo, Philonous pregunta si es posible en ge
neral que las ideas sean como las cosas. ¿Cómo puede un color visible ser
como una cosa real que es en sí misma invisible? ¿Puede algo distinto de
una sensación o una idea ser como una sensación o una idea? Hylas coin
cide en admitir que nada que no sea una idea puede ser como una idea, y
ninguna idea puede existir sin la mente. En consecuencia, es de todo pun
to incapaz de defender la realidad de las sustancias materiales.
En el segundo diálogo, sin embargo, Hylas intenta contraatacar y pre
senta muchos argumentos a favor de la existencia de la materia; cada uno
de ellos es rápidamente despachado. La materia no se percibe, pues se ha
convenido en que sólo se perciben las ideas. La materia, tal como Philo
nous persuade a Hylas a creer, es una sustancia extensa, sólida, móvil, sin
pensamiento, inactiva. Semejante cosa no puede ser la causa de nuestras
ideas, pues lo que carece de pensamiento no puede ser la causa del pen
samiento. ¿Habremos de decir que la materia es un instrumento de la
única causa divina? Sin duda Dios, que puede actuar con sólo querer, ¡no
necesita para nada instrumentos sin vida! ¿O habremos de decir que la
materia le proporciona a Dios la ocasión de actuar? Pero sin duda el infi
nitamente sabio ¡no tiene ninguna necesidad de que lo motiven!
«¿N o os dais cuenta por fin —pregunta burlonamente Philonous— de
que en todas esas diferentes aceptaciones de la materia no habéis hecho
sino suponer que sabéis, pero no el qué, ni por qué razón, ni con qué uti
lidad?» La materia no puede defenderse, ya se la conciba como objeto,
324 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
H u m e y l a f il o s o f ía d e l a m e n t e
cuestión una nueva idea (quizá la idea de existencia). Pero no hay tal idea,
dice Hume. Cuando, tras concebir algo, lo concebimos como existente,
no añadimos nada a nuestra primera idea.
L a c a u s a l id a d s e g ú n H u m e
Com o todas las ideas distintas son separables unas de otras y las ideas de
causa y efecto son obviamente distintas, nos resultará fácil concebir cualquier
objeto como no existente en este momento y existente en el momento siguien
te, sin unirlo con la idea, bien distinta, de una causa o principio productivo.
R e íd y e l s e n t id o c o m ú n
materia; que el Sol, la Luna y las estrellas, la Tierra en la que habitamos, nues
tros propios cuerpos y los de nuestros amigos, son sólo ideas en nuestra men
te y no tienen existencia sino en el pensamiento; cuando vemos al último sos
tener que no hay cuerpo ni mente — nada en la naturaleza salvo ideas e
impresiones— , que no hay ninguna certeza, ni siquiera probabilidad, inclu
so en los axiom as matemáticos: yo digo, cuando consideramos semejantes
extravagancias de los más agudos escritores sobre este tema, que podem os
estar autorizados a pensar que todo eso no es sino un sueño de hombres fan
tasiosos que se han enredado ellos mismos en redes tejidas por su propio ce
rebro.
La Ilustración
LOS PHILOSOPHES
R o u ss e a u
De todos los filósofos franceses del siglo XVIII, el más influyente fue
Jean Jacques Rousseau, si bien su influencia fue mayor fuera de los círcu
los filosóficos que entre los filósofos profesionales. Al igual que san Agus
tín, escribió un libro de C onfesiones autobiográficas; sus confesiones son
más vividas y detalladas que las del santo y contienen más pecado, menos
filosofía y ninguna plegaria. Nació en Ginebra, según nos cuenta, y fue
educado como calvinista; a los 16 años, como aprendiz fugitivo, se hizo
católico en Turín. En 1731 fue protegido por la baronesa de Warens, con
la que vivió nueve años. Su primer empleo fue como secretario del emba
jador francés en Venecia en 1743; tras un enfrentamiento con él, se fue a
París y conoció a Voltaire y Diderot. En 1745 inició una relación, que
mantendría toda su vida, con una criada, de la que tuvo cinco hijos a los
que abandonó, uno tras otro, en un hospicio. Alcanzó la fama en 1750
gracias a la publicación de un ensayo premiado en el que sostenía, para
espanto de los enciclopedistas, que las artes y las ciencias tenían un efec
to ruinoso sobre la humanidad. A esto siguió, cuatro años después, un
«Discurso sobre la desigualdad», donde se afirmaba que el hombre era
bueno por naturaleza y lo corrompían las instituciones. Ambas obras
exaltaron el mito del «buen salvaje», cuya sencilla bondad avergonzaba al
hombre civilizado.
En 1754 Rousseau regresó a Ginebra y se hizo nuevamente protes
tante. Tras una agria disputa con Voltaire, volvió a Francia y escribió: una
novela, La nueva Eloísa; un tratado de educación, E milio , y una impor
tante obra de filosofía política, El contrato social. A consecuencia de las
inflamatorias doctrinas contenidas en dichas obras, hubo de huir a Suiza
en 1762, pero fue expulsado también de Ginebra. En 1776 obtuvo rehi-
34 0 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
gio en Inglaterra por mediación de David Hume, que le aseguró una pen
sión del rey Jorge III. Pero pronto su paranoica ingratitud resultó excesi
va incluso para la paciencia de Hume, y regresó a Francia pese al riesgo
de ser arrestado. Pasó sus últimos años pobre y denigrado, y cuando mu
rió en 1778, algunos pensaron que se había suicidado.
El contrato social es de fácil lectura, como corresponde a la obra de un
filósofo que era también un novelista de éxito. Sus primeras palabras son
memorables, aunque equívocas: «El hombre nace libre y, sin embargo, por
doquiera se encuentra encadenado. Más de uno cree ser el amo de otros
cuando en realidad es no menos esclavo que ellos». Los lectores de las
obras precedentes de Rousseau tienden a suponer que las cadenas son
las creadas por las instituciones sociales. ¿Rechazaremos, pues, el orden
social? No, se nos dirá, éste es un derecho sagrado que está en la base de
todos los demás derechos. Las instituciones sociales, piensa ahora Rous
seau, liberan más que esclavizan.
Al igual que Flobbes, Rousseau cree que la sociedad nace cuando la
vida en el estado de naturaleza original se hace intolerable. Se redacta en
tonces un contrato social para garantizar que la fuerza de la comunidad
entera se movilice para la protección de la persona y los bienes de cada
uno de sus miembros. Cada miembro ha de ceder todos sus derechos a la
comunidad y renunciar a cualquier reclamación frente a ella. Pero ¿cómo
puede hacerse ello de manera que cada hombre, unido a sus iguales, siga
siendo tan libre como antes?
La solución hay que buscarla en la teoría de la voluntad general. El
contrato social crea un cuerpo moral y colectivo, el Estado o Pueblo So
berano. Cada individuo, como ciudadano, participa de la autoridad del
soberano, y como súbdito debe obediencia a las leyes del Estado. El pue
blo soberano, al no tener existencia propia al margen de los individuos
que lo componen, no puede tener intereses incompatibles con los de
aquéllos: por consiguiente expresa la voluntad general y no puede equi
vocarse en su persecución del bien público. La voluntad de un individuo
puede ir contra la voluntad general, pero el conjunto de la ciudadanía pue
de forzarlo a conformarse a ella («lo cual no es sino decir que puede ser
necesario obligar a un hombre a ser libre»). Según el contrato social de
Rousseau, los hombres pierden su libertad natural de poner las manos en
todo aquello que les apetece, pero ganan la libertad civil, que permite la
posesión estable de bienes. De este modo los hombres son realmente más
libres que antes. Pero la libertad que Rousseau atribuye al malhechor en
carcelado es la más bien vaporosa libertad de participar en la expresión
de la voluntad general.
I .A I L U S T R A C I Ó N 341
L a R e v o l u c ió n y el R o m a n t ic is m o
I was rear’d
In the great city, pent mid cloisters dim,
And saw nought lovely but the sky and stars.
But thou, my babe! shalt wander, like a breeze,
By lakes and sandy shores, beneath the crags
O f ancient mountain, and beneath the clouds,
Which image in their bulk both lakes and shores
And mountain crags: so shalt thou see and hear
The lovely shapes and sounds intelligible
O f that eternal language, which thy G od
Utters, who from eternity doth teach
H im self in all, and all things in him self.*
* Me crié / en la gran ciudad, atrapado entre claustros sombríos, / y nada amable vi,
salvo el cielo y las estrellas. / Pero tú, ¡hijo mío!, vagarás como la brisa, / por lagos y are
nosas ribas, bajo los riscos / de antiguas montañas, y bajo las nubes, / que en su masa re
flejan lagos y ribas / y riscos de montañas: así verás y oirás / las amables formas, los soni
dos inteligibles / de aquel eterno lenguaje que tu Dios / pronuncia, Quien eternamente se
enseña / El mismo en todas las cosas y todas las cosas en El. (N. del t.)
I .A I L U S T R A C I Ó N 34*5
I have felt
A presence that disturbs me with the joy
O f elevated thoughts; a sense sublime
O f something far more deeply interfused.
W hose dwelling is the light of setting suns,
And the round ocean, and the living air,
And the blue sky, and in the mind of man,
A motion and a spirit, that impels
All thinking things, all objects of all thought,
And rolls through all th in gs.**
* Nuestro nacimiento no es más que dormir y olvidar; / el Alma que se levanta con
nosotros, la Estrella de nuestra vida, / en otros lugares había tenido su ocaso / y vino de
lejos: / no sin recuerdo alguno, / ni en completa desnudez, / sino dejando un rastro de nu
bes de gloria venimos / de Dios, que es nuestro hogar. (N. del t.)
* * He sentido / una presencia que me turba con el gozo / de elevados pensamientos;
un sentimiento sublime / de algo mucho más íntimamente fundido. / Cuya morada es la
luz de soles ponientes, / y el redondo océano y el aire viviente / y el cielo azul y, en la men
te del hombre, / un movimiento y un espíritu que impulsa / todas las cosas pensantes,
lodo objeto de pensamiento, / y recorre las cosas todas. (N. del t.)
3 4 6 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
L a r e v o l u c ió n c o p e r n ic a n a d e K a n t
Uno de los acontecimientos más significativos del siglo XVIII fue el as
censo del reino de Prusia. Otrora una provincia atrasada de Alemania
oriental, Prusia se convirtió en reino en 1701 y, bajo el reinado del patrón
de Leibniz, Federico I y el de su hijo Federico el Grande, que gobernó de
1740 a 1786, llegó a adquirir un gran peso en el equilibrio de poder entre
las monarquías europeas. Federico el Grande creó y mandó un soberbio
ejército y, al cabo de tres guerras, había anexionado a su reino importan
tes porciones de las vecinas Austria y Polonia. En el momento de su muer
te, Prusia podía desafiar a Austria como potencia dominante en Alemania.
Aunque la eficacia militar era el máximo objetivo de su gobierno, Fe
derico era un hombre culto, un músico de talento y un autor capaz de es
cribir en perfecto francés. Mantuvo correspondencia con Voltaire y lo
llevó a vivir un tiempo en Berlín. Durante su reinado se colocaron los
primeros cimientos, no sólo del Imperio Alemán del siglo XIX, sino tam
bién, durante ese mismo siglo, del dominio de la filosofía por pensadores
alemanes.
El primero y mayor de ellos, Immanuel Kant (1724-1804), vivió toda su
vida en su ciudad natal, Kónigsberg, en la parte más oriental de Prusia. Fue
348 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
educado como un devoto luterano; más tarde se volvió liberal en sus opi
niones teológicas, pero siempre fue un hombre de vida estricta y hábitos
regulares, conocido por su exacta puntualidad en cada uno de sus actos.
En la universidad estudió la metafísica leibniziana en la codificación siste
mática de la misma realizada por Wolff; se desencantó de ella después de
leer a Hume y a Rousseau. Tras ocupar varios puestos docentes temporales
y renunciar a una cátedra de poesía, se convirtió en profesor de lógica y
metafísica de la Universidad de Kónigsberg en 1770. Nunca se casó ni
ocupó cargos públicos, y la historia de su vida es la historia de sus ideas.
De joven estaba más interesado por la ciencia que por la filosofía, y
cuando empezó a escribir de ésta, lo hizo de manera cauta y convencio
nal. No fue hasta la edad de 57 años cuando redactó la obra que le hizo
inmortal, la Crítica d e la razón pura. Esta apareció en 1781, al comienzo
de uno de los más espectaculares decenios en la historia de la cultura hu
mana, el mismo en que fueron compuestas las óperas Las bodas d e Fígaro
y Don G iovanni , de Mozart, en que Gibbon publicó su Historia d e la d e
cadencia y ruina d el Im perio Romano, en que Boswell escribía La vida d el
d octor Sam uel John son y en que el joven Turner presentó su primera ex
posición en la Royal Academy. Al principio del decenio se redactó la
Constitución de Estados Unidos y al final del mismo estalló la Revolución
francesa.
La Crítica d e la razón pura reapareció en una edición revisada en 1787.
La siguieron otras dos importantes obras, la Crítica d e la razón práctica
(1788) y la Crítica d el ju icio (1790). La escritura de Kant no es fácil de
leer, y no toda la dificultad se debe a la profundidad del tema tratado ni a
la originalidad de las ideas. Kant se recreaba en la invención de términos
técnicos y en encajar a la fuerza las ideas dentro de rígidos esquematis
mos. Pero el lector que persevera a través de sus difíciles textos descubri
rá que el esfuerzo invertido bien vale la pena.
El objeto de Kant en su primera Crítica era hacer de la filosofía, por
primera vez, una disciplina verdaderamente científica. Las matemáticas
habían sido científicas durante siglos y la física se había hecho científica
cuando, en la época de Bacon y Descartes, se constató por primera vez
que la teoría debía confirmarse con el experimento y el experimento de
bía ser guiado por la teoría. Pero la metafísica, la más antigua disciplina,
y la única que «sobreviviría aunque todo lo demás fuera engullido por el
abismo de una barbarie omnidestructiva», era todavía inmadura.
Para llegar a ser científica, creía Kant, la filosofía necesitaba una re
volución similar a aquella por la que Copérnico situó el Sol, en lugar de la
Tierra, en el centro del sistema de los cielos. Copérnico demostró que,
L A F IL O S O F ÍA C R ÍT IC A D E K A N T
L a e s t é t ic a t r a s c e n d e n t a l
Como sus predecesores de los siglos XVII y XVIII, Kant concibe la fa
cultad sensorial como una potencia pasiva de recibir representaciones.
No obstante, hace una distinción entre la materia y la forma de nuestra
experiencia: la materia es lo que deriva directamente de la sensación, la
forma, dada por nuestro entendimiento, es lo que permite que el caos de
la apariencia adopte un orden. La materia de las sensaciones comprende
ría lo que distingue una visión de azul de una visión de verde, o el perfu
me de una rosa del olor de un queso. Pero en lo que Kant está interesado
es sólo la forma.
En la experiencia humana, cualquier objeto de los sentidos es tam
bién objeto de pensamiento: todo lo que se experimenta se clasifica y co
difica, es decir, queda incluido por el entendimiento en uno o varios con
ceptos. Kant quiere aislar la experiencia sensorial despojándola de todo
lo que en realidad pertenece al entendimiento, de modo que no quede
nada más que la experiencia empírica inmediata y su forma a priori. «En
el curso de esta investigación — dice Kant— se verá que hay dos formas
I.A F I L O S O F Í A C R Í T I C A DF KANT *51
L a ANALÍTICA TRASCENDENTAL: l a d e d u c c i ó n d e l a s c a t e g o r ía s
L a ANALÍTICA TRASCENDENTAL: e l s is t e m a d e l o s p r in c ip io s
L a DIALÉCTICA TRASCENDENTAL: l o s p a r a l o g is m o s d e l a r a z ó n pu r a
Segundo: la serie de objetos que son partes d e otros tiene un final (te
sis) / continúa para siempre (antítesis).
Cuarto: la serie de objetos con tin gen tes respecto de otros continúa para
siempre (antítesis) / termina en un ser absolutamente necesario (tesis).
Pero ¿por qué no está seguro Kant de que todas las proposiciones
existenciales son sintéticas? Podemos argumentar a partir de conceptos
para concluir en la no existencia de algo: gracias a que entendemos los
conceptos «cuadrado» y «círculo» sabemos que no hay círculos cuadra
dos. ¿Por qué no podemos argumentar análogamente a partir de concep
tos para llegar a la existencia de algo? Si «N o hay solteros casados» es
analítica, ¿por qué no lo es «Hay un ser necesario»?
El principal argumento de Kant es que ser no es un predicado, sino
una cópula, un simple enlace entre predicado y sujeto. Si decimos «Dios
I.A F I L O S O F Í A C R Í T I C A D F K A N T
es» o «Hay un Dios», dice Kant, «no adjuntamos ningún predicado nue
vo al concepto de Dios, sino que simplemente ponemos el sujeto como tal
con todos sus predicados». En realidad, las proposiciones existenciales
no siempre «ponen», como Kant supone, pues pueden aparecer como su
bordinadas en una oración mayor. Uno que diga «Si hay un Dios, los pe
cadores serán castigados» no pone la existencia de Dios. Sin embargo,
podemos estar de acuerdo con Kant en que «existe» no puede ser trata
do como un predicado directo de primer orden.
Los lógicos modernos, como Abelardo en el siglo XII, reescriben los
enunciados de existencia de manera que «es» ni siquiera tenga la aparien
cia de un predicado. «Dios existe» se reformula como «Algo es Dios».
Esto clarifica, pero no resuelve las cuestiones planteadas por el argumen-
lo ontológico. Porque las preguntas que plantea argumentar desde la po
sibilidad para llegar a la realidad reaparecen en forma de preguntas sobre
qué es lo que designa «algo»: ¿estamos incluyendo en nuestra considera
ción tanto objetos posibles como reales?
La tesis principal de Kant se mantiene, con todo, y es similar a una te
sis que hemos visto en Hume. «Por muchos que sean los predicados con
que pensemos una cosa — aun si así la determinamos completamente— no
le añadimos absolutamente nada cuando además declaramos que esa cosa
es. En caso contrario, no sería exactamente la misma cosa que existe, sino
algo más que lo que habíamos pensado en el concepto; y no podríamos,
por consiguiente, decir que el objeto exacto de mi concepto existe.» En
otras palabras, la cuestión de si hay algo en la realidad que corresponda a
mi concepto no puede formar parte de mi concepto. Un concepto ha de
estar determinado antes de compararlo con la realidad, de lo contrario no
sabríamos qué concepto está siendo comparado y comprobado si corres
ponde o no a la realidad. Que hay un Dios no puede formar parte de lo
que queremos decir con «Dios». Por tanto, «Hay un Dios» no puede ser
una proposición analítica, y el argumento ontológico queda invalidado.
Kant se equivocaba al pensar que la no validez del argumento ontoló
gico implicaba que todos los argumentos a favor de la existencia de Dios
fallaban. Lo que su crítica demuestra es que hay una incoherencia en la
noción de un ser cuya esencia implica su existencia. Pero un argumento
cosmológico no necesita llegar al extremo de demostrar la existencia de
un ser semejante, sino sólo de un ser incausado, inmutable y eterno, en
contraste con los objetos causados, variables y contingentes que compo
nen el mundo de la experiencia.
Kant tiene en realidad una crítica del argumento cosmológico que es
independiente de su rechazo del argumento ontológico. Todas las formas
3 6 8 B R E V E H I S T O R I A D E LA F I L O S O F Í A O C C I D E N TAL
La f il o s o f ía m o r a l d e K ant
No es para perseguir la felicidad por lo que los seres humanos han sido
dotados de una voluntad; el instinto habría sido mucho más eficaz a tal
efecto. La razón nos ha sido dada para producir una voluntad que sea bue
na no como medio para algún fin ulterior, sino buena en sí misma. La buena
voluntad es el bien más elevado y la condición de todos los demás bienes,
incluida la felicidad.
¿Qué es, pues, lo que hace a una voluntad buena en sí misma? Para
responder a esta pregunta hemos de investigar el concepto de deber.
Actuar por deber es hacer gala de buena voluntad frente a las dificulta
des. Pero hemos de distinguir entre actuar de conformidad con el deber
y actuar motivados por el deber. Un tendero que es honrado por su pro
pio interés, o un filántropo que disfruta contentando a otros, llevan a
cabo acciones que son conformes al deber. Pero las acciones de esta cla
se, por rectas y apreciables que sean, carecen, según Kant, de todo va
lor moral. El valor de un carácter se demuestra sólo cuando uno hace el
bien no por inclinación, sino por deber: por ejemplo, cuando un hom
bre que ha perdido todo gusto por la vida y suspira por la muerte hace
sin embargo todo lo posible por conservar la vida de conformidad con
la ley moral.
3 70 B R E V E H IS T O R IA D E LA F I L O S O F ÍA O C C ID E N T A L
* La frase del original cuya traducción entrecomillamos está tomada literalmente del
monólogo «Ser o no ser» de Hamlet, de William Shakespeare. (N. del /.)
37 2 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
I ICHTE
H egel
Uno de los que tuvieron mayor deuda intelectual con Fichte y fueron
a la vez más críticos con él, fue Georg Wilhelm Friedrich Hegel, el más in
fluyente, con diferencia, de todos los idealistas alemanes. Nacido en 1770,
Hegel estudió teología en la Universidad de Tubinga y enseñó en Jena
hasta que la universidad fue clausurada por la invasión francesa. En 1807
publicó la F enom en ología d el espíritu. Hasta 1816 no fue profesor, en la
Universidad de Heidelberg; para entonces había publicado su obra más
importante, la Ciencia d e la lógica. Tras publicar una enciclopedia de las
ciencias filosóficas (lógica, filosofía de la naturaleza y filosofía del espíri
tu), se le ofreció en 1818 una cátedra en Berlín, que ocupó hasta su muer
te a causa del cólera en 1831.
Los escritos de Hegel son extremadamente difíciles de leer. Causaron
también inmediatamente una gran impresión de profundidad. Mirados
más de cerca, algunos lectores encuentran que esa impresión se acrecien
ta, a otros les parece que se evapora. La parte menos difícil, y quizá la más
influyente de los escritos de Hegel, es su filosofía de la historia, de modo
que empezaremos por ella.
Hegel creía que el filósofo tenía una especial capacidad para entender
la historia de la que los historiadores ordinarios carecían. El filósofo sabe
que la razón es la soberana del mundo y que la historia del mundo nos
presenta un proceso racional. Este conocimiento puede obtenerse, bien
mediante el estudio de un sistema metafísico, bien por inferencia a partir
del estudio de la historia misma. Corresponde a la creencia religiosa en la
providencia, pero va más allá de ella, pues la noción general de providen
cia es inadecuada para explicar la historia.
define, pues, por la atracción mutua entre sus partes, el Espíritu es exis
tencia concentrada en sí misma, independiente y autoconsciente. Como
consciente de sí mismo, el Espíritu es consciente de sus propias poten
cialidades y posee un impulso a actualizarlas. La historia universal, dice
Hegel, es «el despliegue del Espíritu en el proceso de elaborar el conoci
miento de lo que él es potencialmente».
La noción de Espíritu así presentada puede fácilmente resultar des
concertante de entrada. ¿Es Dios? ¿O bien es «Espíritu» una manera en
gañosamente solemne de hablar de las mentes humanas individuales, a la
manera como los manuales de medicina hablan de «el hígado» cuando ge
neralizan a partir de los hígados individuales de la gente? Ninguna de es
tas dos interpretaciones es del todo correcta. Para hacerse una idea de lo
que Hegel quiere decir es mejor reflexionar sobre la manera en que noso
tros hablamos de la raza humana. Sin ningún compromiso metafísico par
ticular, no tenemos reparo en decir cosas como que la raza humana ha pro
gresado, o que está en decadencia, o que en la edad de la ciencia ha
aprendido muchas cosas que ignoraba en la edad de la barbarie. Cuando
Hegel usa la palabra «Espíritu», quiere decir mucho más que nosotros
cuando hablamos de la raza humana, pero está usando el mismo tipo de
lenguaje.
Así, cuando dice que en la historia el Espíritu progresa en conciencia
de libertad, Hegel describe el aumento de la conciencia de libertad entre
los seres humanos. Quienes vivían bajo el poder de los déspotas orienta
les no sabían que eran seres libres. Los griegos y los romanos sabían que
ellos mismos eran libres, pero su posesión de esclavos demostraba que no
sabían que el ser humano como tal es libre. «Los pueblos germánicos,
bajo la influencia del cristianismo, fueron los primeros en adquirir la con
ciencia de que el hombre, como tal, es libre: que es la libertad del Espíri
tu lo que constituye su esencia.»
El destino del mundo es la expansión de la libertad del Espíritu y de
la conciencia de su libertad. Pero esto, aunque de suma importancia, es
un enunciado abstracto: ¿cuáles son los medios concretos por los que el
Espíritu realiza su libertad? Nada parece suceder en el mundo que no sea
el resultado de las acciones interesadas de los individuos, y la historia
ofrece un espectáculo deprimente: es, como dice Hegel, el matadero don
de se sacrifica la felicidad de los pueblos, la sabiduría de los Estados y las
virtudes de los individuos. Pero el pesimismo no está justificado: en efec
to, las acciones interesadas de los individuos son el único medio de que
pueda realizarse el destino ideal del mundo. «N ada grande se ha hecho
en el mundo sin pasión.» El ideal proporciona la urdimbre y las pasiones
ID E A LISM O Y M A TER IA LISM O ALEM ÁN 377
pueden decir: «Somos los que navegamos a través del océano y mantene
mos el comercio mundial», los alemanes pueden decir: «El espíritu ale
mán es el espíritu del nuevo mundo. Su meta es la realización de la Ver
dad absoluta como autodeterminación ilimitada de la libertad».
La historia alemana se divide en tres períodos: el que va hasta Carlo-
magno, que Hegel llama el Reino del Padre; el período que va desde Car-
lomagno hasta la Reforma, o Reino del Hijo, y, finalmente, el Reino del
Espíritu Santo, desde la Reforma hasta la monarquía prusiana. Aunque
Prusia es casi la realización del ideal, no será la última palabra del Espíri
tu del Mundo. Uno podría esperar, dada la preferencia que Hegel suele
mostrar por los todos frente a sus partes, que los Estados-nación dejaran
finalmente paso a un Estado mundial. Pero a Hegel le desagradaba la
idea de un Estado mundial, pues eliminaría la oportunidad de la guerra,
que él pensaba que tenía en sí misma un valor positivo como recordato
rio de la naturaleza transitoria de la existencia finita. En lugar de ello, el
futuro del mundo se halla en América, «donde, en las edades que se
abren ante nosotros, se revelará la carga de la historia del mundo» (acaso
en una gran lucha continental entre norte y sur).
La filosofía de la historia de Hegel, sostenía él mismo, podía deducir
se de su metafísica. Sólo allí podemos ver todo el significado de su invo
cación al Espíritu del Mundo, pues sus referencias a él no se entienden
como meras metáforas de la actuación de fuerzas históricas impersonales.
El Espíritu, en el sistema metafísico de Hegel, se parece a la unidad tras
cendental de la apercepción, de Kant, en que es el sujeto de toda expe
riencia y no puede ser él mismo objeto de experiencia. Kant parece con
tentarse con suponer que habrá un foco semejante distinto en la vida de
cada mente individual. Pero ¿qué base hay para esa suposición? Detrás
del yo trascendental de Kant está el ego cartesiano, y uno de los primeros
críticos del co gito de Descartes le plantea a éste la pregunta: ¿cómo sabéis
que sois vos quien pensáis y no el alma del mundo que piensa en vos? El
Espíritu de Hegel, por tanto, se entiende como un centro de conciencia
que es anterior a cualquier conciencia individual. Un mismo Espíritu
piensa separadamente en los pensamientos de Descartes y en los pensa
mientos de Kant, quizá más bien de la manera en que yo, como persona
única, puedo sentir a la vez un dolor de muelas y un ataque de gota en di
ferentes partes de mí mismo.
Dice Hegel que la existencia del Espíritu es un asunto de lógica. Del
mismo modo que ve en la historia una manifestación de la lógica, así tam
bién tiende a ver la lógica en términos históricos, en el fondo militares. Si
dos proposiciones son contradictorias, Hegel describirá esto como un
ID E A L IS M O Y M A T E R IA L IS M O A L E M Á N 379
conflicto entre ellas: una proposición saldrá a combatir contra otra y ob
tendrá una derrota o una victoria frente a ella. Esto recibe el nombre de
«dialéctica», el proceso mediante el cual una proposición (la tesis) lucha
contra otra (la antítesis) y ambas son finalmente sometidas por una terce
ra (la síntesis). Veamos cómo usa Hegel este método dialéctico en la prác
tica.
El objeto de la lógica es lo Absoluto, la totalidad de la realidad, que
nos es conocida desde los primeros filósofos como el Ser. Partimos de la
tesis de que lo Absoluto es puro Ser. Pero el puro Ser sin cualidad alguna
es nada; de este modo somos conducidos a la antítesis «Lo Absoluto no es
nada». Esta tesis y esta antítesis quedan superadas por una síntesis: la
unión de Ser y No-ser es devenir, y así podemos decir: «Lo Absoluto es el
Devenir». Lo Absoluto tiene una vida propia, que pasa por tres estadios:
Concepto, Naturaleza y Espíritu. Estos tres estadios se estudian por tres
ramas diferentes de la filosofía: lógica, filosofía de la naturaleza y filoso
fía del espíritu.
A menudo Hegel se refiere a lo Absoluto con la palabra «Dios», y un
cristiano moderno podría pensar en identificar los tres estadios en la vida
de lo Absoluto con: a) la existencia de Dios solo antes de que empezara el
mundo, b) la existencia de la creación natural antes de la evolución del
hombre, y c) la historia de la raza humana. Pero esto sería demasiado sim
plista. Hegel hace uso de la definición aristotélica de Dios cuando descri
be lo Absoluto como el Pensamiento que se piensa a sí mismo. Pero re
sulta que la autoconciencia de lo Absoluto surge al final, no al principio,
de su ciclo vital, y la trae a la existencia la reflexión filosófica de los seres
humanos. Es la historia de la filosofía la que pone a lo Absoluto cara a
cara consigo mismo. Espero, amigo lector, que te des cuenta de lo que
está ocurriendo mientras lees...
Pero si nos tomáramos a Hegel en serio, detendríamos el libro en este
punto. Pues Hegel pensaba que con su sistema la historia de la filosofía
llegaba a su final. En sus L ecciones d e historia d e la filo sofía expone las fi
losofías anteriores sucumbiendo, una tras otra, a un avance dialéctico que
marcha firmemente en la dirección del idealismo alemán. Una nueva épo
ca se ha inaugurado, nos dice Hegel, en que la autoconciencia finita ha
dejado de ser finita y una autoconciencia absoluta se ha hecho realidad.
La única tarea de la historia de la filosofía es narrar el conflicto entre au-
toconciencia finita e infinita; ahora que la batalla ha terminado, la histo
ria de la filosofía ha llegado a su meta.
3 8 0 BR EV E H IST O R IA DE LA F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
M a r x y l o s J ó v e n e s H e g e l ia n o s
Marx simpatizaba con la crítica que los Jóvenes Hegelianos hacían <Je
la religión, a la que él mismo describiría más tarde como «el opio del pue
blo», pero desde una etapa temprana situó el centro de la alienación en
otro lugar. Escribió:
El c a p it a l is m o y s u s d e s c o n t e n t o s
Los utilitaristas
J erem y Bentham
Gran Bretaña sobrevivió a la era napoleónica sin ser invadida y sin pa
sar por una revolución. El gobierno siguió en manos de un grupo privile
giado y, en tiempos de crisis nacional, bajo primeros ministros, como el
joven Pitt y lord Liverpool, fuertemente autocráticos; quedaba un largo
camino todavía para que el país se convirtiera en una democracia moder
na. La reforma se logró, pero mediante pasos lentos y constitucionales,
más que mediante violentas agitaciones o dramáticos golpes de Estado.
Uno de los personajes que más contribuyó a hacer la opinión pública
consciente de la necesidad de reformas fue Jeremy Bentham, un jurista
Iorinado en Oxford que el mismo año de la Revolución francesa, a los 41
años, publicó una Introducción a los principios d e la m oral y la legislación.
En 1776 había publicado ya un ataque anónimo contra el sistema jurídi
co inglés tal como había sido recientemente presentado en los comenta
rios de sir William Blackstone. Estaba muy interesado en la reforma pe
nal y, en una visita a Rusia, concibió la idea de una cárcel modelo, el
Panopticon. El gobierno de William Pitt logró la aprobación de una ley
del Parlamento autorizando el sistema, pero fue derrotada por los terra
tenientes ducales, que no querían una cárcel cerca de sus fincas de Lon
3 8 6 B R E V E H IS T O R IA D E I.A F I L O S O F Í A O C C I D E N T A L
Intenso, largo, cierto, rápido, fructífero, puro: / tales marcas se encuentran en pía
ceivs y dolores. / Tales placeres busca si tu fin es privado; / si es público, haz que se ex
tiendan al máximo. / Tales dolores evita, cualquiera que sea tu intención. / Si dolores han
tic venir, haz que se extiendan a pocos. {N. del /.)
3 8 8 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
mus elevada que el placer era una doctrina digna sólo de cerdos. Mili res
pondió haciendo una distinción entre la cualidad de los placeres. «De dos
placeres, si hay uno al que todos o casi todos los que tienen experiencia
*l« ambos le dan decididamente preferencia, al margen de cualquier sen
timiento de obligación moral para preferirlo, el placer en cuestión es el
mas deseable de los dos.» Pertrechado con esta distinción, está en condi
i iones de concluir que «Es mejor ser un humano insatisfecho que un cer
do satisfecho; mejor ser Sócrates insatisfecho que un loco satisfecho». Al
aplicar el principio de la máxima felicidad hemos de tener esto en cuen
la el fin por el que todas las demás cosas son deseables es una existencia
lo más exenta posible de sufrimiento y lo más rica posible de goces tanto
en cantidad como en cualidad.
El utilitarismo de Bentham, con su negación de los derechos natura-
It s podría llegar a justificar, en determinadas circunstancias, un sistema
• le gobierno extremadamente autocrático y grandes intromisiones en la li
bertad individual. Mili, en sus escritos, se esforzó siempre en atemperar
i-l militarismo con el liberalismo, y su opúsculo Sobre la libertad es un elo
cuente clásico del individualismo liberal.
El panfleto trata de establecer los límites de la legítima interferencia
de la opinión colectiva con la independencia individual. Enuncia su prin
t ipio rector en los términos siguientes:
La l ó g ic a d e S tuart M il l
que argumentamos a partir de las premisas «Todos los hombres son mor
tales y Sócrates es un hombre» para llegar a la conclusión «Sócrates es
mortal». Parece que, si el silogismo es deductivamente válido, entonces la
conclusión debe, de alguna manera, haberse tenido ya en cuenta en la pri
mera premisa: la mortalidad de Sócrates debe haber sido parte de la cons
tatación que nos autoriza a aseverar que todos los hombres son mortales.
En cambio, si la conclusión aporta información nueva —si, por ejemplo,
ponemos en lugar de «Sócrates» el nombre de alguien que todavía no esté
muerto (Mill utilizaba como ejemplo «el duque de Wellington»)— , en
tonces vemos que ello no se deriva realmente de la primera premisa. La
premisa mayor, dice Mill, es simplemente una fórmula para hacer inferen
cias, y toda inferencia real es de particulares a particulares.
La inferencia que parte de casos particulares había sido llamada por
los lógicos «inducción». En algunos casos, la inducción parece propor
cionar una conclusión general: de «Pedro es judío, Jaime es judío, Juan es
judío, etc.», yo puedo, tras enumerar a todos los apóstoles, concluir que
«todos los apóstoles son judíos». Pero este procedimiento, que recibe a
veces el nombre de «inducción completa», no nos lleva realmente, según
Mill, de lo particular a lo general: la conclusión es simplemente una nota
ción abreviada de los hechos particulares enunciados en las premisas. Al
gunos lógicos habían sostenido que había otra forma de inducción, la in
ducción incompleta (Mill la llama «inducción por simple enumeración»),
que permitía pasar de casos particulares a leyes generales. Pero las pre
suntas leyes generales son simplemente fórmulas para hacer inferencias.
La inferencia inductiva auténtica nos permite pasar de particulares cono
cidos a particulares desconocidos.
Si la inducción no puede encajarse en el marco del silogismo, eso no
significa que opere sin regla alguna. Mill establece cinco reglas, o cáno
nes, de indagación experimental que sirvan de guía para el descubrimien
to inductivo de causas y efectos. Podemos considerar, como ejemplos de
los dos primeros, lo que Mill llama respectivamente el método de acuer
do y el de desacuerdo.
El primero dice que, si un fenómeno F aparece en la conjunción de
circunstancias A, B y C, y también en la conjunción de circunstancias C,
D y E, entonces hemos de concluir que C, el único rasgo que caracteriza
ambos casos, está causalmente relacionado con F. El segundo dice que si
F tiene lugar en presencia de A, B y C, pero no en presencia de A, B y D,
entonces hemos de concluir que C, el único rasgo diferenciador entre am
bos casos, está causalmente relacionado con F. Mill da un ejemplo de este
segundo canon: «Cuando un hombre recibe un tiro que le atraviesa el co-
LO S U TILITA RISTA S 395
ntzon, sabemos por este método que fue el disparo lo que lo mató, pues
.(• hallaba en la plenitud de la vida inmediatamente antes, siendo todas las
<ircunstancias las mismas con excepción de la herida».
( ,omo todos los procedimientos inductivos, los métodos de Mili pa
ireen dar por supuesta la constancia de las leyes generales. Como explí
citamente dice Mili: «La proposición de que el curso de la Naturaleza es
uniforme es el principio fundamental, o axioma general, de la induc
ción». Pero ¿cuál es la naturaleza de ese principio? Mili parece tratarlo a
veces como si fuera una generalización empírica. Dice, por ejemplo, que
‘.cría imprudente dar por sentado que la ley de la causalidad se aplica a le-
liinas estrellas. Pero si este principio tan general es la base de la induc
ción, sin duda no puede establecerse él mismo por inducción.
No es sólo la ley de la causalidad lo que presenta dificultades para el
■.isiema de Mili. También lo hacen las verdades de las matemáticas. Mili
no pensaba — como algunos otros empiristas han hecho— que las pro
posiciones matemáticas fueran proposiciones meramente verbales que
expresan las consecuencias de unas definiciones. Los axiomas funda
mentales de la aritmética y los axiomas euclidianos de la geometría, sos-
liene Mili, enuncian cuestiones de hecho. En consecuencia, tenía que
concluir forzosamente que la aritmética y la geometría, no menos que la
lisica, están formadas por hipótesis empíricas. Las hipótesis de las mate
máticas son de una gran generalidad y han sido ampliamente confirmadas
por nuestra experiencia; sin embargo, no dejan de ser hipótesis, suscepti
bles de corrección a la luz de experiencias ulteriores.
La afirmación de Mili de que las verdades matemáticas eran generali
zaciones empíricas estaba inspirada por el objetivo primordial de su Sis
tem a d e lógica , que era el de refutar la noción que él consideraba «el gran
soporte intelectual de falsas doctrinas y malas instituciones», a saber, la
tesis de que verdades externas a la mente pueden conocerse por una in
tuición independiente de la experiencia. Su concepción de las matemáti
cas fue muy pronto refutada como insostenible por el filósofo alemán
( ¡ottlob Frege, y después de la obra de Frege, incluso aquellos que sen-
tían gran simpatía por el empirismo de Mili —incluido su ahijado Ber-
trand Russell— abandonaron su filosofía de la aritmética.
Tras la muerte de Mili en Aviñón en 1873, se publicó una simpática
A utobiografía postuma y algunos ensayos sobre temas religiosos. En su
ensayo T eísm o , tras reflexionar sobre el problema planteado por la pre
sencia del mal y el bien en el mundo, Mili llegó a la conclusión de que
sólo se resolvería reconociendo la existencia de Dios y negando al mismo
tiempo la omnipotencia divina. Concluía así:
3 9 6 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
Éstos son, pues, los resultados netos de la teología natural sobre la cues
tión de los atributos divinos. Un ser de grande pero limitado poder, sin que
podam os conjeturar siquiera cómo y por qué está limitado; de grande y qui
zás ilimitada inteligencia, pero quizá también de poder más estrechamente
lim itado que ésta, que desea y presta alguna atención a la felicidad de sus
criaturas, pero que parece tener otros motivos de actuación por los que se
preocupa más, y que difícilmente puede suponerse que haya creado el uni
verso para este propósito únicamente. Tal es la divinidad a la que la religión
natural apunta, y cualquier idea de Dios más cautivadora que ésta procede
únicamente de los deseos humanos o de la doctrina de una real o imaginaria
revelación.
Capítulo 19
SCIIOPENHAUER
vado; la mano que agarra, el pie que se apresura, corresponden a los de
seos algo más indirectos de la voluntad a la que dan expresión».
Cada uno de nosotros se conoce a sí mismo como un objeto y como
una voluntad, y ésta es la clave de la naturaleza de todo fenómeno natu
ral. La naturaleza interna de todos los objetos debe ser la misma que lo
que en nosotros mismos llamamos voluntad, ¿Qué otra cosa podría ser?
Aparte de la voluntad y la representación, nada conocemos. La palabra
«voluntad», dice Schopenhauer, es como un conjuro mágico que nos des
vela el más íntimo ser de cuanto hay en la naturaleza.
Hay muchos grados diferentes de voluntad, y sólo los más altos van
acompañados de conocimiento y autodeterminación.
Digo, por consiguiente, que si la fuerza que atrae una piedra hacia la tierra
es, conforme a su naturaleza, en sí misma y al margen de toda representa
ción, voluntad, no hay que suponer que con esta opinión estoy expresando
la insensata creencia de que la piedra se mueve a sí misma de conform idad
con un motivo previamente conocido, simplemente porque así es como apa
rece en el hombre.
Pero la persona cuya vida se vio más afectada por los escritos de
Schopenhauer sobre música fue Richard Wagner, que llegó a creerse la
encarnación del genio schopenhaueriano.
La liberación ofrecida por la contemplación estética, sin embargo, es
sólo temporal. La única manera de lograr la completa libertad frente a la
tiranía de la voluntad es la completa renuncia. Lo que la voluntad quiere
es siempre vida; por tanto, para renunciar a la voluntad debemos renun
ciar a la voluntad de vivir. Esto suena como una invitación al suicidio,
pero en realidad Schopenhauer consideraba el suicidio, si se busca como
* Música oída tan profundamente / que no se oye en absoluto, pero vosotros sois la
música / mientras dura la música» (Las Dry Salvages, en T. S. Eliot, Poesías reunidas, 1909-
1962, Madrid, Alianza, 1987, págs. 210-211.) (N. del t.)
T R E S F IL Ó S O F O S D E L S IG L O X I X 403
im;i manera de escapar de las desdichas del mundo, una medida errónea
inspirada por una sobrestimación de la importancia de la vida individual
v motivada por una oculta voluntad de vivir.
Lo que Schopenhauer entendía por renuncia se entiende mejor si
guiendo la exposición que él mismo hace, en su libro cuarto, de los dife-
lenles caracteres morales, empezando por la maldad y acabando por la
■..unidad o el ascetismo. El progreso moral consiste en la gradual reduc
ción del egoísmo, esto es, de la tendencia del individuo a convertirse en el
«entro del mundo y a sacrificarlo todo a su propia existencia y bienestar.
Un hombre malo es un egoísta en el más alto grado: afirma su propia
voluntad de vivir y niega la presencia de esa voluntad en otros, destru-
vendo su existencia si se interponen en su camino. Un hombre realmente
malvado trasciende el egoísmo, recreándose en el sufrimiento de los de
mus no simplemente como un medio para sus propios fines, sino como un
Im en sí mismo. Pero aunque el malo ve su propia persona como separa
da de los demás por un gran abismo, conserva una tenue conciencia de
que su propia voluntad es simplemente la apariencia fenoménica de la
imica voluntad de vivir, que está activa en todos. «Entrevé que él, el malo,
es esa voluntad entera, que, en consecuencia, es no sólo quien inflige do
lor, sino también quien lo sufre.» Este es el origen de los remordimientos.
Entre el malo y el bueno hay un carácter intermedio: el hombre justo.
A diferencia del malo, el justo no ve la individualidad como si fuera un
muro de separación absoluta entre él y los demás; está dispuesto a reco
nocer la voluntad de vivir en otros de su mismo nivel, hasta el punto de
abstenerse de perjudicar a sus congéneres. Cuando la barrera de la indi
vidualidad se traspasa en una medida mayor que ésa, entonces llegamos a
la benevolencia, la beneficencia, el amor a la humanidad. Así pues, es ca
racterístico del hombre bueno hacer menor distinción de lo habitual en-
i re él mismo y los demás. «Está tan poco dispuesto a dejar que otros pa
sen hambre mientras él tiene suficiente y de sobra como lo estaría alguien
a padecer hambre un día a fin de tener al día siguiente más de lo que po
dría disfrutar.»
El hombre bueno se desprende de la ilusión de la individuación: se
reconoce a sí mismo, su voluntad, en cada ser y, en consecuencia, también
en el que sufre. Pero la bondad lo llevará a un nivel más allá de la bene
volencia.
toda vez que ese sacrificio vaya a salvar a otras personas, entonces síguese
claramente que un hombre así, que reconoce en todos los seres su propio y
más profundo yo, debe también ver el infinito sufrimiento de todos los seres
que sufren como suyo y tomar sobre sí el dolor del mundo entero.
Esto le llevará, más allá de la virtud, hasta el ascetismo; tendrá tal horror
de este mundo desgraciado que ya no bastará amar al prójimo como a sí
mismo y renunciar a los propios placeres cuando son un obstáculo para
el bien de otros. Hará todo cuanto pueda para rechazar la naturaleza del
mundo en cuanto expresada en su propio cuerpo, adoptando la castidad,
la pobreza, la abstinencia y la mortificación, y aceptando de buen grado
toda injuria, ignominia e insulto que los demás puedan inferirle. Así que
brantará la voluntad, que él reconoce y aborrece como la fuente de su
existencia sufriente y de la del mundo; y cuando llegue la muerte la salu
dará como una liberación. El ascetismo de esta clase no es un vano ideal:
puede aprenderse mediante el sufrimiento y se muestra en la vida de mu
chos santos cristianos, hindúes y budistas.
Schopenhauer acepta que la vida de muchos santos ha estado llena de
las más absurdas supersticiones. Los sistemas religiosos, según él, son el
revestimiento mítico de verdades que son inalcanzables por las personas
sin formación. Pero, como él dice, «es tan poco necesario que un santo
haya de ser un filósofo como que un filósofo haya de ser un santo», y ésta
es sin duda la respuesta que daría a muchos que han señalado que su pro
pia vida estuvo muy alejada del ideal ascético que describió. «Es una ex
traña exigencia a un moralista — escribió— que no deba enseñar otra vir
tud que la que él mismo posee.»
El sistema de Schopenhauer es sin lugar a dudas impresionante y cada
paso de la argumentación se da de manera persuasiva gracias a su prosa
cautivadora y sus fascinantes metáforas. Pero su premisa fundamental es
falsa y su conclusión última, autorrefutatoria. No ofrece ninguna razón
válida para aceptar el punto de partida de que el mundo es mi represen
tación y no nos da motivo alguno para adoptar el programa ascético con
que concluye. Para distinguir el mundo de la voluntad del mundo de la
representación y alcanzar una cosa en sí distinta de los meros fenómenos,
ha de convencernos a cada uno de nosotros de que la realidad funda
mental es nuestra propia individualidad; para convencernos de ascender
por el camino que lleva a través de la virtud hacia el ascetismo, nos pide
que aceptemos que nuestra individualidad es una mera ilusión.
La renuncia completa a la voluntad parece una contradicción en los
términos: pues si la renuncia es voluntaria, ya es ella misma un acto de
T R ES F IL Ó S O F O S D E L S I G L O XIX 4 05
K m kkkgaard
N ie t z s c h e
C h a r l e s D a rw in
guieron a ésta El linaje hum ano en 1871 y una serie de tratados sobre va
riaciones estructurales y de comportamiento dentro de una especie y entre
especies diferentes, que prosiguió casi hasta su muerte en 1882.
Antes de Darwin, los biólogos habían construido una clasificación de
animales y plantas en géneros y especies. Todos los leones, por ejemplo,
pertenecen a la especie león, que es un miembro de un género de felinos
al que pertenecen también el tigre y el leopardo. Es característico de una
especie que sus miembros puedan fecundarse entre ellos para producir
retoños de la misma especie y que las uniones entre miembros de dife
rentes especies son, por lo común, estériles.
Las similitudes entre especies que inducen a clasificarlas dentro de un
mismo género pueden explicarse de varios modos. El más famoso de los
que organizaron la clasificación en géneros y especies, el botánico sueco
Linneo, pensaba que cada especie había sido creada por separado y las
semejanzas y diferencias entre ellas reflejaban el designio del Creador.
Una explicación alternativa era que las diferentes especies dentro de un
género pudieran descender de un ancestro común. La idea era muy ante
rior a Darwin: como hemos visto, era una especulación contemplada por
varios filósofos de la antigua Grecia y más recientemente había sido pro
puesta por el abuelo de Darwin, Erasmus Darwin, y por el naturalista
francés Lamarck. La gran innovación de Darwin fue sugerir el mecanis
mo por el que podía aparecer una nueva especie.
Darwin observó, primero, que los organismos varían en el grado de
adaptación al medio en el que viven, en particular respecto a sus oportu
nidades de conseguir alimento y escapar de los predadores. El largo cuello
de una jirafa es una ventaja que permite alcanzar las hojas de los árboles
altos; las patas largas y finas del caballo salvaje le ayudan a correr veloz
mente en las llanuras abiertas y escapar así de sus predadores. En segundo
lugar, todas las especies de plantas y de animales son capaces de reprodu
cirse a un ritmo que aumentaría las respectivas poblaciones de generación
en generación. Incluso el elefante, el animal que se reproduce más lenta
mente, en quinientos años engendraría quince millones de individuos a
partir de una sola pareja, si cada elefante de cada generación sobrevivie
ra el tiempo necesario para reproducirse. Si una planta anual produjera
tan sólo dos semillas al año y sus retoños produjeran al año siguiente otras
dos semillas, etc., en veinte años habría un millón de plantas de esa espe
cie. La razón de que las especies no se propaguen de ese modo es, por su
puesto, que en cada generación sólo unos pocos ejemplares viven lo sufi
ciente para reproducirse. Todas están constantemente enzarzadas en una
lucha por la existencia, contra el clima y los elementos, así como contra
T RES M A ESTRO S M O D ERN O S 415
D ebido a esta lucha por la vida, cualquier variación, por ligera que sea,
y cualquiera que sea su causa, en sus relaciones infinitamente complejas con
otros seres orgánicos y con la naturaleza externa, tenderá a la conservación
de ese individuo y por lo general será heredada por su descendencia. La des
cendencia, a su vez, tendrá así más probabilidades de sobrevivir, porque de
los muchos individuos de cualquier especie que nacen periódicamente sólo
un pequeño número sobrevive.
I< *t in I I iín ry N ew m an
Si el s ig lo XIX b r i n d ó el e s c e n a r i o p a r a la m á s fe r o z b a t a l la j a m á s li-
In a d a e n tr e c ie n c ia y religión , c o i n c id ió t a m b i é n c o n la v id a d e un p e n sa-
■Io i qne hizo un esfuerzo mayor que ningún otro para demostrar que no
<»l»> la creencia en Dios, sino la aceptación de un credo religioso, era una
i< lividad completamente racional: John Henry Newman.
Newman nació en Londres en 1801 y se formó en Oxford, donde fue
miembro de Oriel en 1822 y vicario de St. Mary’s en 1828. Tras haber reci
bido una educación evangélica, se convenció de la verdad de la interpre
i u ion católica del cristianismo y, como fundador del movimiento de C)x
lord, irató de que fuera autorizado en el seno de la Iglesia de Inglaterra,
l u í <S45 se convirtió a la Iglesia católica romana y trabajó durante muchos
ti ios como sacerdote en Birmingham. No compartía el entusiasmo del
, i i denal Manning, cabeza de la Iglesia católica en Inglaterra, por la exal
r.inmtizan las pruebas en las que se basa. «Todo lo que va más allá de este
ruido de asentimiento, es obvio, no recibe la verdad por amor a ella, no
nn.i la verdad por la verdad, sino por algún otro motivo adventicio.»
Si I -ockc tuviera razón, observa Newman, ningún amante de la verdad
Inulría aceptar la creencia religiosa, y Hume y Bentham tendrían razón al
iiusa i a los creyentes de credulidad. Pues, tal como concede Newman, los
luiulamentos de la fe son conjeturales y, sin embargo, desembocan en la
ucplación absoluta de determinado mensaje o determinada doctrina
* timo divinos. La fe parte de la probabilidad y acaba en enunciados pe
lémonos.
Newman no piensa simplemente en cualquier género de creencia en
10 sobrenatural, sino en la fe en sentido estricto, en contraste, por un
ludo, con la razón y, por el otro, con el amor. «Fe», en la tradición en la
que Newman escribe, se usa en un sentido más restringido que «creen-
■i.t». Aristóteles creía que había un primer motor inmóvil, pero esa
« i cencía no era fe en Dios. En cambio, el Fausto de Marlowe, al borde de
1.1 condenación, habla de la sangre de Cristo fluyendo en el firmamento;
11.1 perdido la esperanza y la caridad, pero conserva la fe. Así pues, la fe se
<ontrapone tanto a la razón como al amor. La fe es la creencia en algo
>orno revelado por Dios; así definida, es un correlato de la revelación.
Pura creer algo basándonos en la palabra de Dios, hemos de poder iden-
iilicar algo como palabra de Dios.
Una fe de esta clase sería condenada con arreglo al criterio de Locke,
pues las razones para tomar cualquier acontecimiento o texto concretos
por revelación divina no llegan a ofrecer certeza. Pero Newman arguye
que la fe no es el único ejercicio de la razón que, una vez examinado crí-
i icamente, se consideraría no razonable aun siéndolo. La elección de ban
do en cuestiones políticas, decisiones a favor o en contra de medidas eco
nómicas, gustos literarios, etc., son casos en los que, si medimos las
motivaciones de la gente sólo en función de las razones que dan, no ten
díanos dificultad alguna en juzgarlas ridiculas o incluso censurables.
Muchas de nuestras más sólidas creencias van bastante más allá de las
11ágiles justificaciones que podríamos dar de ellas. Todos creemos que
( irán Bretaña es una isla, pero ¿cuántos de nosotros hemos navegado en
torno a ella o encontrado personas que lo hayan hecho? Creemos que la
Tierra es un globo, cubierto de vastos retazos de tierra y agua, cuyas re
giones ven el Sol por turnos. Yo creo, con la más absoluta certeza, que un
día moriré, pero ¿cuáles son los datos inequívocos en que me baso para
creerlo? De todas esas verdades tenemos una aprehensión inmediata e in
dubitable y no nos sentimos culpables de no amar la verdad en sí misma
4 2 2 H R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
D ebo ser sin duda intolerante con una idea como la de que yo seré un
día emperador de los franceses; debo considerarlo de un absurdo rayano en
la ridiculez y pensar que debería estar loco para creerlo. Y si un hombre in
tentara persuadirm e de que la traición, la crueldad o la ingratitud eran tan
dignas de loa como la honestidad y la templanza, y que un hombre que lle
vara la vida de un bribón y tuviera la muerte de un bruto no tuviera nada que
temer de la retribución futura, debería pensar que nada me pedía escuchar
semejantes argumentos, como no fuera con la esperanza de convertir a esa
persona, aunque él me llamara fanático y cobarde por negarme a entrar en
sus especulaciones.
S ig m u n d F reud
suelto entre ellas. Pero sólo Freud tiene una teoría elaborada de la rela
ción entre el conflicto psíquico y el desorden mental. Todo el empeño
del ego, dice Freud, es «una reconciliación entre las diversas relaciones
que ile él dependen». En ausencia de esa reconciliación surgen determi
nados desórdenes: las psicosis son el resultado de conflictos entre el ego
v el mundo; las neurosis depresivas son el resultado de conflictos entre
el id y el superego-, y otras neurosis son el resultado de conflictos entre el
ego y el id.
Aunque la anatomía tripartita general que Freud traza del alma guar
da una estrecha semejanza con la de Platón, su tratamiento concreto del
\uperego le recuerda más bien al historiador la descripción que hace
Newman de la conciencia. Freud creía que el su p erego tenía su origen en
las imposiciones y prohibiciones de los padres a sus hijos, de las que el su
p erego era el residuo interiorizado.
El largo período de la infancia, durante el cual el ser humano que crece vive
dependiente de sus padres, deja tras de sí, como un precipitado, la formación
en su ego de un organismo especial en el que se prolonga la influencia de los
padres. Ha recibido el nombre de superego.
IjA l ó g i c a d e F r e g e
y la inferencia
L A L Ó G IC A Y L O S F U N D A M E N T O S D E L A S M A T E M Á T IC A S 435
de este modo:
El l o g ic is m o d e F rege
L a pa r a d o ja d e R u s s e l l
Russell nació en 1872. Era nieto del Primer Ministro lord John Rus
sell y ahijado de John Stuart Mili. En el Trinity College de Cambridge,
aceptó durante un tiempo una versión británica del idealismo hegeliano.
Más tarde, juntamente con su amigo G. E. Moore, abandonó el idealismo
para abrazar una filosofía realista extrema que incluía lina concepción
platónica de las matemáticas. Fue mientras escribía un libro para exponer
esta filosofía cuando Russell entró en contacto con las ideas de Frege, y
cuando el libro se publicó en 1903, con el título The Principies ofM athe-
m atics (Los principios d e las m atem áticas ), en él se daba cuenta de dichas
ideas. Por mucho que Russell admirara los escritos de Frege, detectó en
su sistema un defecto radical, que le señaló al autor precisamente cuando
el segundo volumen de las G rundgesetze estaba en prensa.
Para proceder de número en número como Frege propone, hemos de
poder formar sin restricción clases de clases y clases de clases de clases, y
así sucesivamente. Las clases mismas deben ser clasificables; han de po
I.A L Ó G I C A Y L O S F U N D A M E N T O S D I' L A S M A T E M Á T IC A S 441
der ser miembros de clases. Ahora bien, ¿puede una clase ser miembro de
si misma? La mayoría de las clases no lo son (por ejemplo: la clase tic los
perros no es un perro), pero parece que algunas sí (por ejemplo: la clase
de las clases es con toda seguridad una clase). Parece, por consiguiente,
que las clases pueden dividirse en dos géneros: tendremos la clase de las
clases que son miembros de sí mismas y también la clase de las clases que
no son miembros de sí mismas.
Consideremos ahora esta segunda clase: ¿es ella miembro de sí misma
0 no? Si es miembro de sí misma, entonces, dado que es precisamente la
clase de las clases que no son miembros de sí mismas, no debe ser miembro
de sí misma. Pero, si no es miembro de sí misma, entonces reúne las condi
ciones para ser miembro de la clase de las clases que no son miembros de
si mismas y, por consiguiente, es miembro de sí misma. Parece que debe
ser o no ser miembro de sí misma; pero elijamos la alternativa que elija
mos, nos vemos forzados a contradecirnos.
Este descubrimiento se conoce como la paradoja de Russell; demues-
ira que hay algo viciado en el procedimiento de formar clases de clases a
voluntad y pone en tela de juicio todo el programa logicista de Frege.
Russell mismo estaba comprometido con el logicismo no menos que
1 rege y procedió, en cooperación con A. N. Whitehead, a desarrollar un
sistema lógico usando una notación diferente de la de Frege, labor en la
que se proponía derivar la totalidad de la aritmética a partir de una base
puramente lógica. Esta obra se publicó en los tres monumentales volú
menes de Principia M athematica, entre 1910 y 1913.
A fin de evitar la paradoja que él mismo había descubierto, Russell
lormuló una «teoría de tipos». Según ésta, era erróneo tratar las clases
como objetos clasificables aleatoriamente. Las clases y los individuos per
tenecían a tipos lógicos diferentes, y lo que puede ser verdadero o falso
de uno no puede afirmarse con sentido del otro. «La clase de los perros
es un perro» debe considerarse no como falso, sino como carente de sen-
i icio. De manera análoga, lo que puede decirse con sentido de las clases
no puede decirse con sentido de las clases de clases, y así sucesivamente a
lo largo de la jerarquía de los tipos lógicos. Si se respeta la diferencia de tipo
entre los diferentes niveles de la jerarquía, entonces la paradoja no surgirá.
Pero en lugar de la paradoja surge otra dificultad. Una vez proscribí
mos la formación de clases de clases, ¿cómo podemos definir la serie de
los números naturales? Russell mantuvo la definición de cero como la cía
se cuyo único miembro es la clase nula, pero trató el número uno como la
clase de todas las clases equivalentes a la clase cuyos miembros son: a) los
miembros de la clase nula, más b) cualquier objeto que no sea miembro
442 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L
de esa clase. El número dos se trataba a su vez como la clase de todas las
clases equivalentes a la clase cuyos miembros son: a) los miembros de la cla
se usada para definir el uno, más b) cualquier objeto que no sea miembro
de dicha clase definitoria. De este modo, los números pueden definirse
uno tras otro, y cada número es una clase de clases de individuos. Pero la
serie de los números naturales puede proseguir así ad infinitum única
mente si hay un número infinito de objetos en el universo; porque si sólo
hay n individuos, entonces no habrá ninguna clase con n + 1 miembros y,
por tanto, ningún número cardinal n+ 1. Russell aceptaba esto y en con
secuencia añadió a sus axiomas un axioma de infinitud, es decir, la hipó
tesis de que el número de objetos del universo no es finito. Dicha hipóte
sis puede ser, como Russell creía que era, altamente probable, pero a
simple vista dista mucho de ser una verdad lógica y, por consiguiente, la
necesidad de postularla supone empañar la pureza del programa original
de derivar la aritmética a partir de la lógica exclusivamente.
Cuando supo de la paradoja de Russell, Frege quedó profundamen
te deprimido. Hizo más de un intento de remendar su sistema, pero nin
guno de ellos tuvo más éxito que la teoría de tipos de Russell para salvar
el logicismo. Nosotros sabemos hoy que el programa logicista no puede
en modo alguno llevarse a cabo con éxito. El camino que va desde los
axiomas de la lógica, a través de los axiomas de la aritmética, hasta los teo
remas de la aritmética queda cortado en dos puntos. Primero, tal como
demostró la paradoja de Russell, la ingenua teoría de conjuntos que for
maba parte de la base lógica de Frege era contradictoria en sí misma y los
remedios que Frege propuso se demostraron ineficaces. Así pues, los axio
mas de la aritmética no pueden derivarse de axiomas puramente lógicos
de la manera que Frege esperaba. En segundo lugar, la propia noción de
«axiomas de la aritmética» quedó más tarde en entredicho cuando el ma
temático austríaco Kurt Godel demostró que era imposible someter la
aritmética a una axiomatización completa y no contradictoria al estilo
de los Principia M athematica. No obstante, los conceptos e intuiciones de
sarrollados por Frege y Russell en el curso de su exposición de la tesis lo
gicista tienen un interés permanente que no queda debilitado por el fra
caso de dicho programa.
R u s s e l l y la t e o r ía d e la s d e s c r ip c io n e s
quería decir que Frege había de establecer reglas arbitrarias a fin de ga
rantizar que una oración que contuviera un nombre vacío o una descrip
ción definida vacía no careciera de valor veritativo. Russell pensaba que
eso no era satisfactorio y propuso analizar las oraciones que contienen
descripciones definidas de manera bastante diferente de las que contie
nen nombres. Es un error, pensaba, buscar el significado de las descrip
ciones definidas en sí mismas; sólo tienen significado las proposiciones en
cuya expresión verbal aparecen aquéllas.
Para Russell hay una gran diferencia entre una oración como «Jacobo II
fue depuesto» (que contiene el nombre «Jacobo II») y una oración como
«E l hermano de Carlos II fue depuesto». Una expresión como «El her
mano de Carlos II» no tiene sentido por sí sola, pero la oración «El herma
no de Carlos II fue depuesto» sí tiene significado. En ella se afirman tres
cosas:
O más formalmente:
E l a n á l is is l ó g ic o
Llegó a creer que, una vez que la lógica se hubiera dotado de una estruc
tura transparente, nos revelaría la estructura del mundo.
La lógica estaba formada por variables individuales y funciones prepo
sicionales: en correspondencia con ellas, el mundo contenía particulares y
universales. En lógica, las proposiciones complejas estaban integradas
por proposiciones simples como funciones veritativas de dichas proposi
ciones. Análogamente, en el mundo había hechos atómicos independien
tes que correspondían a las proposiciones simples. Los hechos atómicos
consistían bien en la posesión por un particular de una característica,
bien en una relación entre dos o más particulares. Esta teoría de Russell
se denominó «atomismo lógico».
La teoría de las descripciones fue la gran herramienta analítica del ato
mismo lógico. Russell empezó a aplicarla no sólo a cuadrados redondos y
a entidades platónicas, sino también a muchas cosas que el sentido común
consideraría perfectamente reales, como Julio César, las mesas y las sillas.
La razón de ello era que Russell llegó a creer que toda proposición que
podamos entender ha de estar compuesta íntegramente de elementos con
los que estemos familiarizados. «Familiaridad» era el término empleado
por Russell para designar una presencia inmediata: por ejemplo, según
él, estaríamos familiarizados con nuestros propios datos sensoriales, que
corresponden en su sistema a las impresiones de Hume o a las manifesta
ciones de la conciencia cartesiana. Pero Russell todavía conservaba algo
de su antiguo platonismo: creía que estábamos directamente familiariza
dos con los universales, representados por los predicados del lenguaje ló
gico reformado. Pero la gama de cosas que, según él, podemos conocer
por familiaridad es muy limitada: no podemos estar familiarizados con la
reina Victoria ni con nuestros propios datos sensoriales pasados. Las co
sas que no conocemos por familiaridad las conocemos sólo por descrip
ción; de ahí la importancia de la teoría de las descripciones.
En la oración «César cruzó el Rubicón», dicha ahora en nuestro país,
tenemos una proposición en la que obviamente no hay ningún elemento
individual con el que estemos familiarizados. Para explicar cómo pode
mos entender la oración, Russell analiza los nombres «César» y «Rubi
cón» como descripciones definidas. Las descripciones, enunciadas com
pletamente, hacen sin duda referencia a dichos nombres, pero no a los
objetos que ellos nombran. Se muestra que la oración versa acerca de ca
racterísticas y relaciones generales y acerca de los nombres con los que
nos familiarizamos al pronunciarlos.
Para Russell, pues, los nombres propios ordinarios eran en realidad
descripciones disfrazadas. Una oración completamente analizada con
I.A L Ó G I C A Y L O S F U N D A M E N T O S D E L A S M A T E M Á T IC A S 4 4 7
La filosofía de Wittgenstein
E l T ra cta tu s l o g ic o -p h ilo so p h ic u s
ción. Los dos párrafos más famosos son el primero («El mundo es todo lo
que es el caso») y el último («De lo que no se puede hablar hay que ca
llar»), El objeto principal del libro es la naturaleza del lenguaje y su rela
ción con el mundo. Su doctrina central es la teoría del significado como
figura.* Según esta teoría, el lenguaje consiste en proposiciones que figu
ran el mundo. Las proposiciones son la expresión perceptible de los pen
samientos y los pensamientos son figuras lógicas de hechos; el mundo es
la totalidad de los hechos.
Los pensamientos y las proposiciones, según el Tractatus, son figu
ras en un sentido literal, no simplemente metafórico. Una oración como
«L a lluvia se extenderá por Galicia» o «L a sangre es más espesa que el
agua» no tiene el aspecto de una figura. Pero ello se debe, según Witt-
genstein, a que el lenguaje disfraza el pensamiento hasta dejarlo irreco
nocible.
No obstante, incluso en el lenguaje ordinario hay un elemento clara
mente icónico. Tomemos, por ejemplo, la oración «Cáceres está al oeste
de Madrid». Esta oración dice algo bastante distinto de otra oración for
mada por las mismas palabras, a saber, «Madrid está al oeste de Cáceres»
¿Qué es lo que hace que la primera oración, y no la segunda, signifique
que Cáceres está al oeste de Madrid? Es el hecho de que la palabra «C á
ceres» se encuentre a la izquierda de la palabra «M adrid» en el contexto
de la primera oración, pero no en el de la segunda. Así pues, en aquella
oración, como en un mapa, tenemos una relación espacial entre palabras
que simbolizan un relación espacial entre ciudades. Dicha representación
espacial de las relaciones espaciales es obviamente icónica.
Pocos casos, sin embargo, son tan simples como éste. Si la oración
fuera hablada en lugar de escrita, sería una relación temporal entre soni
dos en lugar de una relación espacial sobre el papel lo que representaría
la relación entre las ciudades. Pero esto, a su vez, sólo es posible porque la
secuencia hablada y la ordenación espacial tienen en común una cierta
estructura abstracta. Según el Tractatus , ha de haber algo que cualquier
imagen ha de tener en común con lo que representa. Ese mínimo com
partido es lo que Wittgenstein llama su forma lógica. La mayoría de las
proposiciones, a diferencia del atípico ejemplo de antes, carecen de
forma espacial en común con la situación que representan, pero toda
proposición ha de tener una forma lógica en común con lo que repre
senta;
Gran parte del Tractatus está dedicado a demostrar cómo, con la ayu
da de diversas técnicas lógicas, proposiciones de diferentes tipos pueden
analizarse hasta reducirlas a combinaciones de representaciones atómi
cas. El valor veritativo de las proposiciones de la ciencia dependería del
valor veritativo de las proposiciones atómicas de que están compuestas.
Las proposiciones de la lógica, según Wittgenstein, son tautologías, es de
cir, proposiciones complejas que son verdaderas con independencia de
los valores veritativos que tomen sus proposiciones atómicas; un ejemplo
obvio de ello es la proposición «p o no p » y que es verdadera tanto si p es
verdadera como si es falsa. Las proposiciones hipotéticas que no admiten
ser analizadas en proposiciones atómicas se revelan como pseudopropo-
siciones que no ofrecen ninguna representación del mundo. Entre ellas
resultan estar las proposiciones de la filosofía, incluidas las proposiciones
del Tractatus mismo. Al final del libro Wittgenstein lo compara con una
escala por la que hay que subir para desembarazarse después de ella si uno
quiere ver el mundo correctamente.
Los metafísicos intentan describir la forma lógica del mundo, pero
eso es imposible. Una figura ha de ser independiente de lo que figura; ha
de poder ser una figura falsa. Pero como toda proposición ha de conte
ner la forma lógica del mundo, no puede figurarla. Lo que el metafísico
trata de decir no puede decirse, sino que sólo puede mostrarse. La filo
sofía no es una teoría, sino una actividad: la actividad de clarificar pro
posiciones no filosóficas. Una vez clarificadas, las proposiciones refleja
rán la forma lógica del mundo y mostrarán lo que el filósofo quiere pero
no puede decir.
Ni la ciencia ni la filosofía pueden mostrarnos el sentido de la vida.
6.52 Sentimos que, aun cuando todas las posibles cuestiones científicas
hayan recibido respuesta, nuestros problem as vitales todavía no se han roza
do en lo más mínimo. Por supuesto que entonces ya no queda pregunta al
guna, y esto es precisamente la respuesta.
El p o s it iv is m o l ó g ic o
L a s I n v e st ig a c io n e s f ilo só fic a s
Hume. Wittgenstein insistía en que la filosofía era algo que cada indivi
duo debe hacer por sí mismo y que implica voluntad más que entendi
miento, pero también decía eso Descartes. Wittgenstein tenía gran inte
rés en que el filósofo distinguiera entre diversas partes del discurso que
los gramáticos agrupan sin más; dentro de la amplia categoría de los ver
bos, por ejemplo, el filósofo ha de distinguir entre procesos, condiciones,
disposiciones, estados, etc. Pero las distinciones que hace Wittgenstein
corresponden casi palabra por palabra a distinciones hechas ya por Aris
tóteles y sus seguidores.
Aunque Wittgenstein, durante toda su vida, hizo una clara distinción
entre filosofía y ciencia, su filosofía tiene implicaciones para otras disci
plinas. La filosofía de la mente, por ejemplo, tiene importancia para la
psicología empírica. No es que el filósofo posea información de la que
carezca el psicólogo o que haya explorado campos de la psique en los
que el psicólogo no se haya aventurado. Lo que el filósofo puede clarifi
car es el punto de partida del psicólogo, a saber, los conceptos cotidianos
que usamos para describir la mente y los criterios con que atribuimos a la
gente capacidades, estados y procesos mentales.
La filosofía de la mente ha sido con frecuencia un campo de batalla
entre dualistas y conductistas. Los dualistas ven la mente humana como
independiente y separable del cuerpo; para ellos, la conexión entre una y
otro es contingente y no necesaria. Los conductistas consideran las refe
rencias a actos y estados mentales como referencias disfrazadas a frag
mentos de conducta corporal o, en el mejor de los casos, a tendencias a
comportarse corporalmente de determinada manera. Wittgenstein recha
zaba por igual el dualismo y el conductismo. Estaba de acuerdo con los
dualistas en que determinados hechos mentales pueden acontecer sin ir
acompañados de conducta corporal; estaba de acuerdo con los conduc
tistas en que la posibilidad de describir hechos mentales depende de que
tengan, en general, expresión en la conducta. Según esta concepción,
atribuir un hecho o un estado mental a alguien no es atribuirle género al
guno de conducta corporal, pero semejante atribución sólo puede hacer
se con sentido a seres que tengan la capacidad de comportarse de una de
terminada manera.
Wittgenstein veía con hostilidad no sólo el intento conductista de
identificar la mente con la conducta, sino también el intento materialista
de identificar la mente con el cerebro. Los seres humanos y sus cerebros
son objetos físicos; las mentes no lo son. Esta no es una pretensión metafí
sica: negar que una mente tenga longitud, anchura o localización no es de
cir que sea un espíritu. El materialismo es un error filosófico más grosero
L A F IL O S O F ÍA D E W IT T G E N S T E IN 4 6 5
Este, como hemos visto, lo concibió Anselmo, fue rechazado por Tomás
de Aquino, aceptado por Descartes, refutado por Kant y reform ulado por
Hegel. Pienso que puede decirse con carácter bastante definitivo que, una
vez analizado el concepto de «existencia», la lógica moderna ha probado que
ese argumento no es válido.
C a p ít u l o I. L a f il o s o f ía e n su in f a n c ia
C a p ít u l o II. L a A t e n a s d e S ó c r a t e s
C a p ít u l o III. L a f il o s o f ía d e P l a t ó n
C a p ít u l o IV. E l sis t e m a d e A r is t ó t e l e s
C a p ít u l o V. L a f il o s o f ía g r ie g a p o s t e r io r a A r is t ó t e l e s
C a p ít u l o VII. L a p r im er a é p o c a d e l a f il o s o f ía m e d ie v a l
C a p í t u l o V I I I . L a f i l o s o f í a d e l s i g l o x iii
C a p ítu lo I X . L o s f i ló s o f o s d e O x fo r d
C a p ít u l o X . L a f il o s o f ía d e l R e n a c im ie n t o
C a p ít u l o XI. L a é p o c a d e D e sc a r t e s
C a p ít u l o XII. L a f il o s o f ía in g l e s a d e l s ig l o x v ii
C a p ít u l o XIII. L a f il o s o f ía c o n t in e n t a l d e l a é p o c a d e L u is XIV
C a p ít u l o XIV. L a f il o s o f ía b r it á n ic a d e l s ig l o x v iii
C a p ít u l o XV. L a I l u s t r a c ió n
Para este capítulo, así como para el XVII y el XIX, véase R. C. Solomon,
C ontinental P hilosophy sin ce 1730, O.U.P., 1988. Hay versiones castella
nas de las siguientes obras de Rousseau: D iscurso d e econ om ía política,
Madrid, Tecnos, 1985; C onfesiones, Barcelona, Planeta, 1993, y Contrato
social, Barcelona, Planeta-DeAgostini, 2003. De Voltaire puede citarse el
D iccionario filo só fico , Madrid, Temas de Hoy, 2004.
C a p ít u l o XVI. L a f il o s o f ía c r ít ic a d e K a n t
C a p ít u l o XVII. I d e a l is m o y m a t e r ia l ism o a l e m á n
C a p ítu lo X V I I I . L o s u t ilit a r is t a s
C a p í t u l o X I X . T r e s f i l ó s o f o s d e l s i g l o x ix
C a p ít u l o X X . T r e s m a e s t r o s m o d e r n o s
C a p ít u l o XXI. L a l ó g i c a y l o s f u n d a m e n t o s d e l a s m a t e m á t ic a s
C a p ít u l o XXII. L a f il o s o f ía d e W it t g e n s t e in
Ciencias, 21, 97-98, 110-113, 452 Coraje, 75-76 80, 82, 101,428
Cientificismo, 458,466 Corpus Christi, 205
Cinco vías, 202 Cosa-en-sí, 359, 374, 398
Cinismo, 131 Creación, 117. Véase también Eternidad,
Círculo cartesiano, 277 del mundo
Cirilo de Alejandría, 154 Credos, 152
Cisma, 236 Creencia, 77, 87, 328-329, 334, 421
Clase nula, 437,441 articulada, 87
Clases, 297-298 Crisipo, 132
equivalentes, 438 Cristianismo, 141-144, 150
lógicas, 70, 437-440 Criterio, 134
políticas, 74, 382 Critón, 57,62
Cleantes, 132 Crueldad, 411
Clemente de Alejandría, 143 Cuadrado redondo, 443
Cogito ergo sum, 270, 378 Cualidad de los placeres, 390
Cola de pavo, 171 Cualidades, primarias, versus secundarias,
Coleridge, S. T., 93, 344, 346 294-296,321-324,335
Colores, 208, 296, 326,460 Cuantificación, 61
Composibilidad, 317 Cuerpo, versus alma, 58-63, 72, 118-121,
Comunismo, 235 130. Véase también Dualismo
Conceptos, 177, 182, 321
cósmicos, 366-368 Dante, 187, 192
escritura de, 434 Darwin, Charles, 413-418
versus objetos, 439 De Rivo, Pedro, 240
Conciencia, 212, 424, 429 Deber, 369
Conclusiones, 95 Declinación de los átomos, 131
Conductismo, 459, 464 Deducción, 354
Conexión necesaria, 330, 357 Defensa propia, 212
Conocimiento, 83-88,268, 272 Definidas, descripciones, 88, 443-446, 451
a priori, versus a posteriori, 349-352 Deísmo, 338, 343
de hecho, versus de consecuencia, 284 Delfos, oráculo de, 52
intuitivo, versus abstractivo, 223 Democracia, 46-47,50, 109, 342
medio, 256 Demócrito, 40-43, 85, 130
Consecuencialistas, 387 Derecho divino de los reyes, 288
Consecuencias, 212 Derechos naturales, 231,289, 386
Consentimiento, 183 Descartes, 265-281, 301, 307, 359, 462,
Constantino, 149 464
Constantinopla, 149, 152, 191,239 Destino, 133
Consustancialidad, 150 Determinismo, 162,364,419
Contemplación, 108, 214 rígido, versus flexible, 364
Continencia, 107 Dialéctica, 72, 360
Contingente, versus necesario, 62, 111, hegeliana, 378
309, 363 Diderot, Denis, 337, 339
Contrarreforma, 252 Diógenes, 131
Contrato social, El, 340-342 Dionisio Areopagita, 171
Convención, 42 Dios, 108, 132, 138-144, 150-161, 165,
Copérnico, 257, 348 171.184. 188, 195, 325. 395
4 8 6 B R E V E H IS T O R IA D E L A F IL O S O F ÍA O C C ID E N T A L