Balibar Del Cosmopolitismo A La Cosmopolitica

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Del Cosmopolitismo a la Cosmopolítica*

ETIENNE BALIBAR

En la conferencia de hoy quiero abordar una serie de cuestiones de interés común


que afectan al uso y la relevancia de nociones tales como «cosmopolitismo» y «cos-
mopolítica» en la actual coyuntura global política, y voy a hacerlo sobre todo desde
un punto de vista europeo. Esto bien podría parecer una contradicción en sus térmi-
nos, dado que la superación de un cierto eurocentrismo parece constituir uno de los
presupuestos más elementales para el desarrollo de un discurso cosmopolítico, espe-
cialmente si se propone por un intelectual europeo. Pero tengo dos razones para ha-
cerlo así y ambas se refieren a un cierto concepto y a una práctica de la teoría crítica.
La primera consiste en que, a pesar de algunas referencias muy interesantes a la idea
de cosmopolitismo, o más bien a su transformación, en el llamado discurso postcolo-
nial, hoy la continua referencia al cosmopolitismo parece ser en gran medida un
producto de la autoconciencia de los políticos europeos y de su reflexión discursiva,
que pretende comprender, si no promover, la contribución autónoma de Europa a la
regulación de conflictos en el nuevo orden mundial. La «vuelta a Kant» de Habermas
(y también de otros, de los que no me excluyo) es absolutamente típica a este respec-
to. Como si, después de haber sido el primer «centro» imperial de la historia moder-
na, Europa pudiera convertirse a través de una prolongación natural, o tal vez de una
inversión dialéctica, en el continente típicamente cosmopolita, y construir su nueva
figura política desde esa perspectiva. Esta pretensión implícita, que muchos de noso-
tros compartimos, de una u otra manera, tiene que cotejarse con la realidad y también
examinarse como una formación discursiva. La segunda razón tiene que ver con las
perspectivas, más generales aún, de una «política de lo universal» que tuviera seria-
mente en cuenta el carácter esencialmente conflictivo de la universalidad en cuanto
tal, o el hecho de que lo universal existe históricamente sólo bajo la forma de uni-
versalidades conflictivas, a la vez inseparables e incompatibles. Las universalidades
(o formulaciones de lo universal) entran en conflicto porque están construidas sobre
la absolutización de valores antagónicos (individualismo y comunitarismo por ejem-
plo), pero también son inseparables porque se enuncian en diferentes lugares por
actores diferentes en el proceso concreto de la historia universal. Desde este punto de
vista, «Eurocentrismo» tiene una posición paradójica, si no única: se trata del discur-
so cuya pretensión de encarnar el universalismo, por ejemplo en nombre de la razón

* Conferencia pública en el Birkbeck Institute for the Humanities, Birkbeck College, Univer-
sity of London, el martes 6 de noviembre de 2007; revisada y pronunciada de nuevo en el Center for
Ideas and Society, University of California, Riverside, el miércoles 23 de enero de 2008.

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o de la cultura o de principios legales, es muy probable que se vea cada vez más
puesto en duda y refutado a medida que la historia de la conquista europea y «neo-
europea» del mundo se reconsidere desde un punto de vista crítico, pero a la vez es un
patrón simbólico o conceptual que probablemente permanecerá intacto mientras sea
rechazado u obligado a dar marcha atrás, o acabe siendo transferido a otros sujetos
colectivos o comunidades históricas imaginadas. En consecuencia, el eurocentrismo
merece no sólo un rechazo o una refutación sino una genuina deconstrucción, es
decir, una crítica que lo disuelva y transforme desde dentro, en orden a producir una
autocomprensión de sus premisas y funciones. En este sentido, una deconstrucción
del eurocentrismo llevada a cabo por los propios europeos —con la ayuda de otros
muchos— no es sólo una condición previa para la tarea de una «cosmopolítica» ge-
nuinamente multilateral y post-imperial; es además parte de su propia construcción.
La distinción entre un discurso (o teoría) cosmopolita y una práctica cosmopo-
lita parece que va ganando ahora una amplia aceptación y, aunque yo la utilice, no la
considero particularmente original. Aparentemente es el resultado de tres considera-
ciones interrelacionadas. En primer lugar, de la idea de un cambio de rumbo desde la
utopía a la práctica, o desde la elaboración teórica de una idea cosmopolita (que
podría servir como modelo regulador para el desarrollo de instituciones legales y
culturales) a programas, instrumentos y objetivos de una política cuyos actores, sean
Estados u otras individualidades sociales, operen inmediatamente y se interrelacio-
nen al nivel mundial que caracterizaría la historia contemporánea. Obsérvese que
semejante idea puede ir asociada a la toma en consideración de procesos globalizados
en el campo de la economía, de la estrategia y de las comunicaciones, de formas
opuestas. Se puede discutir si el triunfo del momento utópico del cosmopolitismo
surge como consecuencia de los propios fenómenos de globalización. Existirían aho-
ra las condiciones materiales para que el cosmopolitismo pasara de la utopía a la
realidad, si no a la «ciencia», por decirlo así. Existiría ya incluso algo así como un
«cosmopolitismo realmente existente», por retomar el título de una de las secciones
de la influyente antología de Bruce Robbin y Peng Cheah: Cosmopolitics: Thinking
and feeling beyond the Nation (publicada hace ya diez años, en 1988), que podría
verse politizada o que podría suministrar una cosmopolítica o Weltinnenpolitik con su
apoyo práctico y afectivo. Pero también podría afirmarse, como he hecho yo mismo
en el pasado, que la globalización destruye la posibilidad de una utopía cosmopolita
o la priva de toda función no-ideológica, dado que el cosmopolitismo sería posible
únicamente como un equivalente del hecho de que, por globales o transnacionales
que pudieran ser sus objetivos, que es el caso particular del internacionalismo socia-
lista de los siglos XIX y XX, la política real permanece enraizada en comunidades
locales y en especial nacionales. Este ideal proyectaría imaginariamente la situación
en la que los conflictos actuales encuentren su solución o acuerdo final, y por esta
razón garantizaría un valor fundacional a la posibilidad o al proyecto de paz, en con-
creto al establecimiento de la paz por medio de la aplicación de la ley. Esto nos lleva
a una segunda poderosa razón para la sustitución de una noción práctica de cosmopo-
lítica (y podemos añadir: finita, incierta o inacabada) por el ideal clásico de cosmo-

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politismo: esto tiene que ver con la idea ampliamente compartida de que el campo
propio de la política es el conflicto, y de que lo que la globalización ha conseguido en
primer lugar es una generalización de los conflictos de múltiples formas, antagónicos
o no, reactivando conflictos históricos —tales como los habidos entre fuerzas religio-
sas y seculares— y perpetuando los recientes, desplegando todos ellos al nivel del
mundo entero, de tal forma que el último horizonte de la política en la edad global, sin
un fin predecible, sería la lucha de conflictos o el intento de controlarlos y regularlos,
pero no el de ponerles fin. Esta idea es común hoy a muchos autores influyentes,
aunque con matices importantes: se encuentra en la tesis de Ulrich Becks de que la
«mirada cosmopolita» presupone que «la guerra es paz» o de que sus respectivos
campos no son ya discernibles del todo. Se encuentra también en el excelente ensayo
francés de Etienne Tassin, Un monde commun. Pour une politique des conflicts (Seuil,
París 2003) que, en la línea de Arendt, pero también sacando consecuencias de una
crítica posmoderna de las nociones de consenso político y de identidades colectivas,
trata de articular diversos conceptos de resistencia a la destrucción del «mundo co-
mún» que resulta de los procesos incontrolados de la globalización capitalista. Pero,
una vez más, se da aquí un amplio espectro de posiciones discursivas, que incluyen
una cierta equivocidad de la categoría de «conflicto». Por una parte tenemos conflic-
to como una forma específica de práctica política, en una tradición que podría ser de
Marx, pero también de Weber, y de hecho de Schmitt (para quien el conflicto se
convierte en el criterio de la política). Por otra parte, tenemos la idea de conflicto
como materia u objeto de intervención política, que toma la forma de regulación o,
para usar la nueva terminología a la moda, de «gobernabilidad». El aspecto esencial
de la política contemporánea, que la eleva al nivel de «cosmopolítica», sería el de
encontrar posibilidades de mantener el conflicto regulado o gobernado, es decir, esta-
blecer en último término consensos y hegemonías más allá de la decadencia del mo-
nopolio de la Nación Estado, en su capacidad violenta o legal para crear la paz y el
orden dentro de los límites de un cierto territorio. Ésta es claramente la perspectiva
evocada en la obra de David Held, con su oposición entre un creciente estado de
injusticias, discordias y desigualdades creadas por la Globalización como equivalen-
te de la universalización de intercambios y comunicaciones, y una «gobernabilidad
social-democrática», cuyo instrumento cuasi-legal sería un «contrato planetario» en-
tre Estados y actores sociales. Pero ése es también el horizonte de la idea de Mary
Kaldor de la «Sociedad Civil Global» y su politización como «una respuesta a la
guerra», aunque en un estilo más matizado y empírico. Y por último, esto nos lleva al
tercer motivo interrelacionado que creo que subyace a la actual insistencia sobre la
«cosmopolítica» como la forma concreta de cosmopolitismo o como una alternativa a
su carácter utópico, que reside en la primacía de la cuestión de la inseguridad o —por
decirlo de nuevo en los términos de Ulrich Beck— de la «sociedad de riesgo» a nivel
global (o la inseguridad en múltiples formas provocada por la globalización dentro de
cada Estado o sociedad histórica particular). Éste es un elemento adicional porque la
cuestión aquí no consiste simplemente en hacer frente a las reacciones alternativas a
la misma inseguridad, o a la misma forma dominante de inseguridad (ya sea terroris-

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mo, guerra, inestabilidad económica, pobreza de masas, destrucción del medio am-
biente, etc.), sino, más fundamentalmente, en una especie de problemática hobbesia-
na generalizada, para definir y jerarquizar las diferentes formas de «inseguridad»
que se perciben y se expresan por los diferentes actores y estructuras de poder en el
mundo de hoy. Es este segundo grado de la discusión política sobre la inseguridad el
que, lejos de mantenerse como puramente teórico, impacta directamente, en particu-
lar, sobre las posiciones antagónicas acerca de la función y las transformaciones de
las instituciones internacionales, heredadas del antiguo ideal cosmopolita, como que-
dó claramente ilustrado por la latente controversia entre George Bush y Kofi Annan
en 2003 en la apertura de la Asamblea General de las Naciones Unidas, justo antes de
la invasión de Irak.
Una vez más, repito que no reclamo originalidad en mi discusión de estos temas.
Comparto la idea de la sustitución de una cosmopolítica finita para el cosmopolitismo
ideal, que percibo ampliamente como un equivalente ideológico de la apropiación
eurocéntrica del mundo y, en consecuencia, privilegio la comprensión del conflicto
como una forma constitutiva de práctica política sobre la noción liberal o autoritaria
de la política como una regulación de la gobernabilidad de los conflictos, aunque
admitiendo que una irreducible multiplicidad de riesgos o de formas de inseguridad,
que se añaden ellos mismos en el marco de la globalización, pero imposibles de
derivar de una única causa o estructura, provocan una institucionalización transna-
cional de la esfera pública en la que precisamente se refleja y se debate esta multipli-
cidad. Mi contribución específica, que he venido intentando elaborar de una forma
más o menos explícita en las últimas dos décadas, tiempo de reacción a los desarro-
llos y urgencias específicos que aparecían en Europa, en particular considerando la
emergencia de una nueva ola de violencia institucional y de racismo popular dirigido
contra las poblaciones inmigrantes, tiempo que siguió a un programa teórico para
repensar la categoría fundacional de la filosofía política, la del «ciudadano» y, en
consecuencia también, la comunidad como circunscripción electoral cívica, se ha
auto-organizado progresivamente alrededor de la idea y del enigma de la transforma-
ción histórica del «límite» (o de la «frontera») como una institución concreta que,
lejos de formar simplemente una condición práctica externa para la constitución de lo
político, asociada a la hegemonía de la Nación Estado territorial, representa en reali-
dad una condición de posibilidad interna, cuasi-trascendental para la definición del
ciudadano y de la comunidad de ciudadanos o, si se prefiere, la combinación de
inclusión y exclusión que determina lo que Arendt llama el «espacio intermediario» o
Zwischenraum de la acción y de la contestación política, donde se llega a formular el
derecho a tener derechos . En este sentido, la frontera es sólo aparentemente un límite
externo; en realidad está ya siempre interiorizada o desplazada hacia el «centro» del
espacio político. Ésta podría considerarse desde los orígenes como un elemento «cos-
mopolítico»; incluso anterior a la Nación Estado, que transformó profundamente el
significado y la institución de fronteras pero que no las inventó. Pero surge también la
cuestión de cómo entender por qué este carácter central de la periferia adquiere una
nueva visibilidad y un estatus más controvertido en el período contemporáneo, en

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todo caso en Europa (aunque sospecho que también es el caso en otras partes del
mundo, en especial en América, lo cual la hace una cuestión universal o un plano
universalista de singularidades). Actualmente se discute y se investiga en profundi-
dad la misma clase de cuestiones desde un punto de vista más jurídico y constitucio-
nal, especialmente en Italia por Sandro Mezzadra y Enrica Rigo, con los que manten-
go un diálogo permanente. Pero trato de desarrollar también lo que yo llamo una
«fenomenología de la frontera» como prerrequisito de un análisis del ciudadano glo-
balizado, que combina experiencias subjetivas con transformaciones estructurales
objetivas, de una forma altamente inestable y sobredeterminada. Es esta clase de
fenomenología la que me gustaría traer ahora esquemáticamente, dibujando tres des-
arrollos: el primero, acerca de la antítesis de guerra y traducción o, si se prefiere,
sobre modelos polemológicos y filológicos de la frontera; el segundo, sobre la equi-
vocidad de la categoría de extranjero y su tendencial reducción a la figura del enemi-
go a través del desarrollo de guerras fronterizas contra los emigrantes; y el tercero,
sobre lo que yo llamo «doble alteridad», que afecta al estatus y a la representación de
extranjeros en la Europa de hoy, para llegar a una interrogación final sobre la paradó-
jica identidad de lo que podríamos llamar el «sujeto de la cosmopolítica», como una
figura determinada tanto local como globalmente. Pero antes de eso, tengo que vol-
ver, lo más brevemente posible, a algunas consideraciones que afectan a Europa, al
«Eurocentrismo» y a la cuestión cosmopolita.
Será más fácil y también más revelador políticamente, creo, mencionar aquí
algunas propuestas bien conocidas de Jürgen Habermas y la forma en que se han
desarrollado progresivamente bajo el impacto de la reciente «guerra del terror». No
es sólo una forma de pagar un bien merecido tributo a un gran filósofo vivo, cuyas
cuestiones e intervenciones informan continuamente nuestra reflexión aun cuando
estemos en desacuerdo con sus premisas o discrepemos de sus conclusiones, sino
también una forma de ilustrar esta relación interna autocrítica con la definición «Eu-
ropea» del cosmopolitismo que yo mencionaba al principio. No ha pasado inadverti-
do el hecho de que las posiciones de Habermas respecto al cosmopolitismo habían
cambiado significativamente en el último período, antes y después del 11 de septiem-
bre y la subsiguiente ola de intervenciones militares de los Estados Unidos en el
mundo, en especial la invasión unilateral de Irak en 2003 sin una garantía del Consejo
de Seguridad. Muchas de sus declaraciones y contribuciones se vieron divulgadas
internacionalmente, incluida la declaración de mayo de 2003 que reaccionaba contra
la declaración de ocho Estados europeos que apoyaban la invasión de los Estados
Unidos y que fue respaldada también por Jacques Derrida, con el título «Después de
la guerra: el Renacimiento de Europa» (Nach dem Krieg: Die Wiedergeburt Euro-
pas), en la que saludaba las demostraciones simultáneas contra la guerra en varios
países de Europa como la emergencia de la esfera pública europea, largamente espe-
rada. Esto se desarrolló más adelante con el reconocimiento de una «escisión» dentro
de la alianza occidental liberal-democrática, que surgía dentro del compromiso anti-
totalitario en el período después de la segunda guerra mundial, que separó la política
de poder unilateral de los Estados Unidos de la orientación de los «países núcleo» de

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Europa (Kerneuropa), que se suponía actuaban en la dirección de la constitución de


una «política global sin un gobierno global» (Weltinnenpolitik ohne Weltregierung)
dentro del espíritu kantiano. Esto implicaba no sólo una limitación de las pretensio-
nes nacionales a la soberanía absoluta, sino el equivalente de una «constitucionaliza-
ción de una ley internacional», sometiendo y transformando la política nacional de
los Estados a través del reconocimiento auto-impuesto de la primacía de reglas uni-
versales legales y morales, que constituyen una política de derechos humanos.
Más recientemente, Habermas ha manifestado decepción y escepticismo respec-
to a esta función cosmopolita atribuida a Europa, o a su avant-garde histórica, pero
ha mantenido el compromiso con el mismo objetivo general. Esto equivalía a conce-
der un realismo y una efectividad prácticos, en una situación crítica que se presentaría
como un punto de inflexión en la historia moderna, a la idea más especulativa ya
desarrollada ampliamente en los ensayos de la «constelación postnacional» de la dé-
cada anterior, donde la constitución de un conjunto europeo supranacional, que li-
mitaba la soberanía de sus Estados miembros sin dar lugar a un nuevo super-Estado
imperial, se presentaba como una mediación, una forma de «transición» entre la vieja
política del poder de los Estados, basada en su identificación como comunidades
sustanciales históricas, esto es, la hegemonía del nacionalismo, y la llegada del nuevo
orden cosmopolita en el que las relaciones de los individuos con sus comunidades y
sus lealtades se verían sometidas al reconocimiento, más formal y ético, de normas
legales universales, muy a la manera en la que, en la filosofía práctica de Kant, se
supone que el respeto de la ley moral o del imperativo categórico impone una restric-
ción al elemento afectivo «patológico» de la personalidad individual o, en los propios
términos de Kant, «humilla» permanentemente su poder. Esto sería la señal inconfun-
dible de un desplazamiento desde el nacionalismo al predominio de un simple «pa-
triotismo de la constitución» (Verfassungspatriotismus), que gobernaría intrínseca-
mente el desarrollo de la Unión Europea y le conferiría un significado y una influen-
cia que suplantaría su función local.
Ahora sería demasiado fácil descartar las opiniones de Habermas como utópicas
y que sobreestiman en gran manera el contenido y las capacidades cosmopolitas de la
construcción europea, y exigir un sensato regreso a los hechos, haciendo ver que la
Weltpolitik de la Unión Europea, con o sin un acuerdo constitucional (o tal vez debe-
ríamos decir más bien su falta de proyecto global propio en el último período), ha
refutado claramente cualquier ilusión de esa clase de función progresiva, en especial
respecto a la creación de un orden global y de un sistema jurídico internacional verda-
deramente independiente de los intereses de poder. Creo que se puede proponer una
serie más interesante de observaciones. Con un espíritu claramente molesto, he inten-
tado siempre trazar una analogía formal entre el modo en el que Habermas presentó
la construcción europea como un paso intermedio entre el nacionalismo y el venidero
orden jurídico cosmopolita, y el modo en el que, después del viraje de la política
soviética en los años 1920, y la adopción de la idea del «socialismo en un solo país»,
sobre la que el movimiento revolucionario mundial debería unir y redefinir su estrate-
gia, la construcción de la Unión Soviética y el campo socialista se presentaron como

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una «fase de transición» en el largo proceso de transición política desde el capitalis-


mo al comunismo. Se trata sólo en realidad de una analogía formal, pero que pone de
manifiesto la medida en la que los modelos teleológicos de progreso histórico, que
surgen en último término de la Ilustración, impregnan tanto los discursos cosmopoli-
tas como los nacionalistas, o dominan las representaciones de la decadencia del Esta-
do en la historia, de una forma que es relativamente independiente de las divisiones
entre las ideologías políticas rivales. Pone también de manifiesto la medida en la que
los discursos cosmopolitas e internacionalistas son inseparables de una profunda re-
presentación eurocéntrica de la historia o de uno de sus muchos desplazamientos y
formaciones sustitutivas, aun cuando reclama que es crítica con una representación
de Europa asociada al surgimiento de algo parecido a un «nacionalismo europeo» o
una «ideología pan-europea».
Pero aún hay que decir más, y es que esa paradoja afecta también a los discursos
que, en las mismas circunstancias, intentaban ser más críticos con los resultados rea-
les de la construcción europea. Estoy pensando en concreto en la forma en que, en su
libro sobre la «Europa cosmopolita» de 2004 (Das kosmopolitische Europa. Gesell-
schaft und Politik in der zweiten Moderne), Ulrich Beck y Edgar Grande describían
la construcción europea como un «momento reflexivo» o la emergencia de una «po-
lítica de políticas» en la que el efecto de retroalimentación de la globalización y sus
problemas específicos asociados con «riesgos globales» transformarían progresiva-
mente la idea misma de un interés nacional y permitirían a Europa corregir su propio
eurocentrismo y su falta de cosmopolitismo, de tal forma que la posición intermedia-
ria en la que Europa se encuentra a sí misma, produciría un doble efecto dialéctico:
favorecer su propia transformación interna y permitirle jugar un papel crucial en la
transformación del sistema global de distribución y definición del poder. Incluso es-
toy pensando, si me atrevo a referirme aquí a mis propias elaboraciones, en la forma
en la que, tomando de Fred Jameson y otros la imagen dialéctica del «mediador que
desaparece», intenté explicar en 2003 que Europa como sociedad, un nuevo momen-
to en la historia de las formas políticas, podría existir únicamente con la condición de
permitirse a sí misma llegar a ser el instrumento de una resistencia, a la polarización
de la guerra del terror, y a la emergencia de una competición multilateral entre Gross-
räume o entidades geopolíticas rivales centrada en una combinación de un poder del
Estado a lo Schmitt o a lo Huttington y un excepcionalismo cultural. En consecuen-
cia, «descentrar» su autoconciencia y reconocer la medida en la que ha estado no sólo
imponiendo leyes y modelos culturales al mundo, sino transformándose y reformán-
dose ella misma por los efectos secundarios de esa interacción con el mundo, en
especial la transformación post-colonial de su población y de su cultura, o «provin-
cialización», por usar una formulación contundente de Dipesh Chakrabarty. Por «dia-
léctica» que sea esta presentación de Europa como un potencial mediador que se
desvanece en la política contemporánea, que transformaría a los otros a condición de
ser transformada ella misma por los otros, o tal vez a causa del esquema dialéctico
aplicado, había claramente un elemento de mesianismo europeo en ese discurso que
yo compartía con muchos otros. De hecho es aún más dominante cuando la defini-

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ción de una mediación universal adopta la forma de una definición negativa del suje-
to histórico que llegaría a ser Europa, siendo su universalidad precisamente estableci-
da por el hecho de que depende de un proceso de negación interna (casi una kenosis
teológica) que lleva a una comunidad sin comunidad o a una comunidad «no comuni-
taria», y a una identidad sin una identificación sustancial. Esta Europa o, con el mis-
mo propósito cualquier otro continente, recibiría su identidad meramente de la rela-
ción con otros y de una apertura infinita, de la admisión consciente de alteridad den-
tro de ella misma.
Se debe probablemente a mi reflexión autocrítica, en la medida en que la idea
mesiánica de Europa como el «mediador que desaparece» reproduce de hecho o lleva
a su extremo el esquema eurocéntrico inherente a otros usos contemporáneos del
ideal cosmopolita, el que yo pueda poner también en cuestión lo que creo que es una
de las estructuras profundamente filosóficas, cuasi-transcendentales, que subyacen a
la combinación de universalismo y eurocentrismo en la tradición cosmopolita: a sa-
ber, la idea de que la transformación del ciudadano local, particular, nacional, en un
universal «ciudadano del mundo» por medio de una relativización o puesta entre
paréntesis de miembros y fronteras, requiere una singular mediación (o incluso un
mediador), que vuelva contra sí mismo los intereses empíricos, llevando a cabo la
negación desde dentro. No me cabe ninguna duda de que el discurso cosmopolita en
su forma clásica, tal como fue elaborado filosóficamente por Kant y otros —incluido
Marx a su manera—, formaba un sistema conceptual organizado alrededor del dua-
lismo trascendental del individuo empírico y la persona universal, o el «individuo
genérico» como lo reformularían Hegel, Feuerbach y el joven Marx, es decir, el indi-
viduo que lleva dentro de sí mismo una representación de la especie y, en consecuen-
cia, también un compromiso con el interés superior de la comunidad humana en
cuanto tal. En realidad, el sujeto universal puede ser una «clase universal» o un «pro-
yecto político universal» llamado constelación postnacional. En cualquier caso, la
mediación concreta tiene que ser llevada a cabo por un miembro o una comunidad
que estén dotados con las características oximorónicas del sujeto que se niega a sí
mismo, lo cual significa una comunidad sin una identidad comunitaria que la vincule
colectivamente, o no reducible a ella; por lo tanto sin efectos exclusivistas y sin un
potencial revolucionario de universalización. Tal es el caso de la «Europa cosmopo-
lita» en los discursos que voy citando (y no deberíamos olvidar que van asociados a
un intento de garantizar a la construcción europea una función de resistencia contra
ciertas tendencias dominantes de la globalización capitalista y sus violentas conse-
cuencias). Pero, formalmente hablando, esta representación puede terminar asociada
a otras identificaciones filosóficas y políticas del «sujeto» o procesos de subjetiviza-
ción de la cosmopolítica que, en el mejor de los casos, funciona como una tautología
o un círculo vicioso.
Lo que estoy sugiriendo (e intentando contribuir yo mismo a ello) es de hecho un
cambio de rumbo de este modelo (que tal vez al final demuestre ser una vez más una
de sus reformulaciones metonímicas), y a la vez estoy teniendo en cuenta la idea de
que la incapacidad de Europa para emerger como una mediación cosmopolítica no

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debe separarse de su demasiado obvio punto muerto actual como proyecto político.
Hay algo intrínsecamente contradictorio en la idea de posicionar una Europa postna-
cional que sea un espacio público de conflictos, regulaciones y participación ciuda-
dana, aunque no tome la forma de la construcción de un super-estado, y especialmen-
te si no toma esa forma. Enseguida trataré de indicar que esta contradicción intrínse-
ca, que sigue estando pensada y movilizada por completo dentro de una acción política,
puede relacionarse con el modelo sobredeterminado en el que la construcción euro-
pea en cuanto tal enfatiza y refuerza los elementos de alteridad inherentes a la repre-
sentación de Europa como un todo, o simplemente como un conjunto. Pero esto
requiere dar un rodeo a través de la consideración del estatus y el rol de las fronteras,
del cual espero conseguir una metamorfosis en la autopercepción de Europa, en la
que su definición no siempre procede de ella misma ni se centra en su propia historia,
sino que siempre retorna a ella desde fuera, o desde las consecuencias de su externa-
lización y de las funciones de sus periferias. Es éste un punto de vista que, posible-
mente, es más probable que se llegue a adaptar a lo que constituye la periferia de
Europa en sentido amplio, a las zonas culturales y políticas de su interpenetración con
el resto del mundo, digamos Gran Bretaña, Turquía o España, más bien que Francia o
Alemania, donde Habermas sitúa implícitamente los «Estados nucleares de Europa».
Pero de hecho, debido a las consecuencias generalizadas del colonialismo y posterio-
res migraciones postcoloniales y a la hibridación de culturas, ésta es también una
posibilidad que permanece abierta para el conjunto de Europa y debería discutirse en
común, pasando de un país a otro y de una lengua a otra.
Permítanme ahora concentrarme en lo que yo llamo un «planteamiento fenome-
nológico» de la frontera como institución; y en cierto sentido una institución de insti-
tuciones, que exhibe algunas de sus características fundamentales en la medida en
que está históricamente enmarcada y utilizada por prácticas políticas, tanto como las
determina y establece sus condiciones cuasi-trascendentales. Yo he utilizado en el
pasado, respecto a las funciones represivas desempeñadas por la frontera, en especial
respecto a los extranjeros, o a algunos extranjeros, pero también respecto a los nacio-
nales, la fórmula: «una condición no-democrática de la democracia». Ahora yo me
ocuparía de enfatizar las características mucho más ambivalentes de esa condición,
que institucionalmente representa a la vez cierre y apertura, o su permanente interac-
ción dialéctica. De esta forma, una fenomenología de la frontera es una tarea muy
compleja. Es claramente uno de los mayores objetos de reflexión y temas de coopera-
ción interdisciplinar de antropólogos, historiadores, geógrafos, teóricos políticos, etc.,
el día de hoy. Incluso los filósofos pueden tener algo que decir desde dentro de su
tradición intelectual y su lógica disciplinar. Adoptar la institución de la frontera y sus
tensiones como un punto privilegiado en la discusión sobre la cosmopolítica, no pro-
duce el mismo efecto que adoptar, digamos, el punto de vista de la cultura o del
territorio o de la sociedad urbana, aunque existan claras reciprocidades que deben ser
puestas de relieve entre esos diferentes paradigmas. ¿Por qué empleo la expresión
«fenomenología», en un sentido que ciertamente se debe tanto a la idea hegeliana de
una historicidad de experiencias, en la que lo individual y lo colectivo se condicionan

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mutuamente uno a otro, como al concepto husserliano, heideggeriano y hermenéuti-


co de significado? En anteriores ensayos he sugerido, un tanto metafísicamente, pero
de hecho siguiendo una sugerencia de la temprana disertación latina de Kant sobre
las «regiones del espacio», que las fronteras nunca son instituciones puramente loca-
les ni reducibles a una simple historia de conflictos y acuerdos entre poderes y grupos
vecinos, que pudieran afectarles sólo a ellos, bilateralmente, sino que de hecho son
siempre casi «globales», una manera de dividir el mundo mismo en regiones, en
consecuencia lugares y, también en consecuencia, una manera de configurar el mun-
do o de hacerlo «representable», como atestigua la historia de los mapas y de las
técnicas de hacerlos. De aquí el desarrollo de un «imaginario de la cartografía» que
claramente tiene tanta importancia antropológica como la imaginación del tiempo
histórico y probablemente no haya que separarlo de él. Yo añadiría que las fronteras
son, en consecuencia, constitutivas de la transindividual relación con el mundo o de
«ser en el mundo» cuando se predica de una pluralidad de sujetos. Esto ya podría
explicar por qué la imaginación de las fronteras tiene una relación privilegiada con
las utopías, aunque de una forma muy contradictoria; ya funcione a través de la supo-
sición de su cierre, de su cumplimiento, cuando las sociedades utópicas se imaginan
aisladas del mundo, o bien funcione a través de la anticipación de su supresión, de su
abolición, que daría lugar a un «mundo sin fronteras» para el conjunto de la humani-
dad. Pero las fronteras no son sólo estructuras de la imaginación; son en primer lugar
una institución muy real, aunque no con una función y un estatus fijos. Y como con-
diciones para la construcción de una experiencia colectiva, se caracterizan esencial-
mente por su intrínseca ambivalencia.
Aquí generalizo una reflexión sobre la categoría del extranjero y de la «extranje-
ría» que encuentro en particular en el excelente libro de Bonnie Honig sobre Demo-
cracy and the Foreigner (Princeton, 2001), sobre el que volveré. Esta ambivalencia
comienza con el hecho de que las fronteras son efectivamente a la vez internas y
externas, o subjetivas y objetivas, es decir, impuestas por políticas de estado, coaccio-
nes jurídicas, controles sobre la movilidad y el comercio humanos, pero también
profundamente enraizadas en identificaciones colectivas y en la aceptación de un
sentimiento común de pertenencia. Sigue con el hecho de que las fronteras funcionan
efectivamente dentro de paradigmas opuestos de la construcción de lo político, en
particular con lo que yo llamo el paradigma de la guerra y el paradigma de la tra-
ducción, y con modelos antitéticos en competición para la construcción del «extran-
jero», o para la institución de la diferencia entre «nosotros» y «ellos», que son a la vez
exclusivos y no exclusivos. En consecuencia, aun reconociendo la importancia de la
frontera en el desarrollo de los discursos utópicos, prefiero considerar, en términos de
Foucault, que la frontera como tal es una heterotopía o un lugar «heterotópico» en la
historia y en la sociedad, es decir, a la vez un lugar de excepción donde las condicio-
nes y las distinciones de la normalidad y de la vida cotidiana se ven «normalmente
suspendidas», por decirlo así; y un lugar donde las antinomias de lo político, en un
cierto sentido, se manifiestan y se convierten en un objeto de la política misma. Se
trata de fronteras, del trazado y de la ejecución de fronteras, de sus interpretaciones y

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negociaciones que «hacen» o «crean» pueblos, lenguas, razas y genealogías... Permí-


taseme indicar tres momentos de este fenómeno heterotópico de las fronteras desde el
punto de vista de sus transformaciones actuales, en especial a través y más allá de
Europa. La emergencia de algo llamado «fronteras europeas» con la característica
problemática de ser constantemente desplazadas, es en realidad una de las principales
preocupaciones que subyacen a esta teorización muy esquemática.
El primer elemento de esta descripción que quiero poner de relieve es el hecho
de que los límites y las fronteras (o límites qua fronteras: dejo aparte la muy intere-
sante distribución idiomática de esos términos en diversas lenguas) se definen simul-
táneamente como funciones de guerra (incluida la interrupción de la guerra en forma
de asentamientos territoriales y un equilibrio de poder sancionado y codificado por la
ley internacional), y como funciones de traducción, o de intercambio lingüístico, en lo
que sugiero llamar un modelo filológico de la construcción del espacio político, en
particular de la nación en la historia moderna, donde la apropiación de una identidad
colectiva, pero también su equivalencia con otras, reside sobre todo en el estableci-
miento de una correspondencia tan ajustada y efectiva como sea posible entre las
comunidades lingüísticas y las comunidades políticas con las mismas fronteras, re-
forzada y desarrollada por medio de la educación, la literatura, el periodismo y la
comunicación (tal como bien demostró Benedict Anderson en su estudio de las «co-
munidades imaginadas» y la apropiada hegemonía de la forma nacional del Estado).
Esto no significa que la construcción de fronteras para y por medio de la guerra y
de la suspensión de la guerra, y el modelo de construcción de fronteras y su interioriza-
ción por medio de la comunidad de lenguaje y la posibilidad de traducción (siendo la
traducción la actividad que tiene lugar cuando se está en la frontera misma, por poco
tiempo o por un largo período, y a veces por toda la vida), esto no significa, repito, que
los dos modelos sean completamente exteriores el uno al otro. Por el contrario, están
obligados a interferirse y fusionarse continuamente. En cierto modo, o en circunstan-
cias específicas, la guerra se plantea sobre la traducción, y la traducción sigue siendo
una guerra; porque en concreto la traducción implica una confrontación con la diferen-
cia en conflicto, o con el irreducible, horrible «differend» con el otro (en terminología
de Lyotard), que se puede desplazar pero no abolir, y regresa bajo la apariencia misma
del consenso y la comunicación. Esta reciprocidad de guerra y traducción alrededor
y dentro del establecimiento de estructuras culturales de poder sólidas o de hegemonías,
se ha puesto de relieve en concreto por los estudios postcoloniales que se refieren tanto
a las viejas periferias como a los viejos «centros», donde se han creado e institucionali-
zado los llamados lenguajes «universales» o «internacionales». Es éste uno de los ma-
yores temas de reflexión en la obra de Chakrabarty, ya citado, donde insiste en la rela-
ción conflictiva entre formas antagónicas de «traducir» mundos de vida, o la experien-
cia del mundo; entre el trabajo, esto es, la abstracción en el sentido mercantil y capitalista,
y la historia, es decir, tradiciones y pertenencias mayoritarias y minoritarias. Tal vez
podríamos sugerir que lo que caracteriza la experiencia del mundo de la globalización
en que nos encontramos hoy, un mundo a la vez virtualmente común y profundamente
dividido entre representaciones incompatibles del sentido de la historia, es una nueva

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intensidad de este solapamiento o indecidibilidad de la relación entre guerra y traduc-


ción y, más generalmente entre guerra y discurso. Esto provendría también, por el lado
de la guerra, del hecho de que la guerra ha quedado sumergida en una economía de la
violencia global mucho más general, que no es por ello menos homicida, y que de
hecho incluye aspectos permanentes de exterminio. Las guerras etnocidas o de cultura
forman parte de esta economía.
El patrón de una «guerra civil global», sobre un modelo hobbesiano, que está
amenazando en interpretaciones tan diferentes como las propuestas por Hans Mag-
nus Enzensberger, Negri y Hardt, o Agamben, es útil aquí pero también engañoso
porque tiende a difuminar y reducir rápidamente a unidad la enorme heterogeneidad
de los procesos de violencia implicados en esta economía global, que van desde las
llamadas «nuevas guerras», que involucran actores estatales y no estatales, subvir-
tiendo las formas de la ley internacional, hasta las aparentes catástrofes naturales que
afectan en primer lugar a las poblaciones ya marcadas por el empobrecimiento masi-
vo, que las hace «superfluas» desde el punto de vista de la racionalidad capitalista, y
las empuja tendencialmente al límite de la supervivencia. Por otra parte, debería que-
dar progresivamente claro que el trabajo de traducción que se enfrenta permanente-
mente con la antinomia de la equivalencia y de la diferencia, reconociendo la irredu-
cible naturaleza de los elementos intraducibles y produciendo por medio de esa con-
frontación con esa «imposible» tarea una comunidad universal de lenguajes, o un
«puro lenguaje», como explicó Benjamin en términos algo mesiánicos en su famoso
ensayo sobre «La tarea del traductor», se ha convertido también en un trabajo mucho
más complejo y conflictivo, con el proceso de globalización, especialmente tal como
se ve «desde abajo», esto es, no desde la global República de las Letras sino desde las
mismas poblaciones trabajadoras. No se trata sólo de que en un mundo postcolonial
la jerarquía de los lenguajes del mundo y consecuentemente de las posibilidades de
traducción hacia las mismas «lenguas de referencia», que sirven como un equivalente
general para todas las demás, se esté haciendo cada vez más indiscutible y unilateral,
pero también continuamente impuesto de una forma brutalmente simplificada por
medio de la disciplina monolingüística de comunicación de Internet. Se trata también
de que la asociación de jerarquías lingüísticas con fronteras e identidades colectivas
aparece mucho más claramente como una forma de estructura de poder nacional y
transnacional: hay tanta violencia y conflicto político latente, tanto cuestionamiento
de las soberanías establecidas, en la posibilidad para los ciudadanos argelinos de usar
simultáneamente sus lenguas históricas en pie de igualdad, incluido el francés, como
la hay para las lenguas urdu, turca, árabe y para los lenguajes africanos, para ser
reconocidas como partes iguales de la «conversación» entre las poblaciones de la
multinacional y multicultural Europa, y por lo tanto que tengan garantizado el mismo
estatus educativo y administrativo que las lenguas nacionales o regionales «genuina-
mente europeas» (alguna de las cuales, centenarias, han sido ahora expropiadas, esto
es, ya no pertenecen a las poblaciones de ascendencia europea). Sospecho que po-
drían suscitarse problemas semejantes respecto a las lenguas española y asiáticas
dentro del espacio norteamericano.

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Esto me lleva de forma muy natural, a pesar del carácter esquemático de estas
observaciones, al segundo aspecto que quería poner de relieve en orden a sugerir la
posibilidad de una fenomenología de las fronteras como preliminar para la compren-
sión de la cuestión cosmopolita. En su libro Posmodernity and Its Discontents, creo que
publicado ya en 1997, Zygmunt Bauman, que es ciertamente uno de los grandes antro-
pólogos del aspecto cultural de la «globalización» hoy, ha puesto el acento en que
«todas las sociedades producen extranjeros, pero cada clase de sociedad produce su
propia clase de extranjeros, y los produce a su propia inimitable manera». Acepto que
esta fórmula da un paso importante en una serie de reflexiones sociológicas y filosófi-
cas sobre la figura del extraño y del extranjero (la dualidad de categorías en inglés
marca ya la dificultad de asignar la prioridad al aspecto interior o al exterior, al jurídico
o al cultural), que se deriva de los famosos ensayos de Simmel y Alfred Schutz y prosi-
gue hoy con nuevos desarrollos en Gilroy, Babha y Bonnie Honnig, ya citados, etc. La
cuestión de si fue la existencia de fronteras la que creó al extranjero, imponiendo un
marco institucional de alteridad sobre la complejidad de las diferencias culturales y
locales, o si fueron las diferencias preexistentes entre naciones y genealogías, o cuasi-
genealogías, lo que llevó a la institución de fronteras y al cierre de los territorios, nunca
se ha resuelto del todo, pero podría parecer que el establecimiento de las nuevas fronte-
ras de Europa, y la forma en que fueron impuestas contra la autodeterminación y el
derecho de circulación de poblaciones migrantes y refugiadas, no a pesar del continuo
traslado de esas líneas fronterizas, que son también demarcaciones policíacas, sino pre-
cisamente a causa de su carácter discrecional, tal como se incorpora en las bases de
Schengen, arroja una luz descarnada sobre esta cuestión. En ensayos anteriores he dado
intencionadamente a esta discusión una dimensión provocativa al sugerir que la intro-
ducción de una noción de ciudadanía europea basada en la pertenencia nacional dentro
de la Unión Europea, es decir, incorporando a todo el que ya es ciudadano nacional en
alguno de los Estados miembros y excluyendo a todo el que venga de espacios extraco-
munitarios, aunque esté asentado permanentemente e integrado económica y cultural-
mente, produce algo así como un apartheid europeo, un aspecto inverso de la emergen-
te comunidad europea de ciudadanos.
El aspecto excluyente de esta supuesta comunidad universalista surge del simple
hecho de que las diferencias de nacionalidad, que distinguen al nacional y al extran-
jero, que formalmente se aplica de la misma forma en cada nación al extraño, esté
creando ahora una permanente discriminación: algunos extranjeros (los «europeos-
asociados»), en términos de derechos y estatus social, se han convertido en menos
que extranjeros, son los absolutamente extraños sujetos al racismo institucional y
cultural. A esta idea general, sociólogos como Alessandro Dal Lago y Sandro Mezza-
dra, y politólogos como Didier Bigo, pero también otros, que trabajan muy concreta-
mente en el desarrollo del «estado de excepción normalizado» al que los emigrantes
están sujetos cada vez más en Europa en orden a mantener la distinción entre catego-
rías legales e ilegales de inmigrantes (paradójicamente en nombre de la seguridad,
que esta distinción socava permanentemente), han añadido otro elemento: las violen-
tas operaciones de la policía llevadas a cabo continuamente por algunos Estados

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europeos (con la ayuda de Estados vecinos no sujetos a Europa, tales como Libia o
Marruecos) en nombre de toda la comunidad, incluido el establecimiento de campos
que equivalen a una especie de guerra permanente de fronteras contra los emigran-
tes. Se puede discutir en qué medida esta política es internacional, pero lo que yo
personalmente deduzco de ese análisis, y en especial de la creciente imperceptibili-
dad del concepto de policía y del concepto de guerra que implica (presente también
en otras formas de violencia soberana en el mundo de hoy), se refiere a la tendencia
hacia una reducción de la noción de extranjero, o del «extranjero real», a una noción
de enemigo virtual, que puede llegar a activarse dependiendo de la lógica de poder
que funcione de forma permanente después de la recuperación de su perdida sobera-
nía, o de la posibilidad imaginaria de controlar poblaciones y territorios de una forma
completamente distinta.
La reducción de la figura del extranjero a la del enemigo es tal vez uno de los
signos más claros de la crisis de la Nación Estado o de la histórica forma nacional del
Estado, como ya señaló Hannah Arendt respecto a las poblaciones «sin Estado». Mues-
tra también que la crisis de la Nación Estado, concentrado en sus fronteras pero también
desplazándolas continuamente, no coincide con un proceso lineal de debilitamiento.
Por el contrario, hace que la Nación Estado, o una combinación de Naciones Estado,
vuelva a un estatus relativamente anárquico y a un modo de ejercer el poder que sugiere
fuertemente una comparación con los primeros momentos modernos en la construcción
del monopolio de la violencia, que Marx interpretó como uno de tantos aspectos de la
«acumulación primitiva». Probablemente tienen que ver tal vez con una nueva fase de
acumulación primitiva del capitalismo a escala global. Pero, por volver una vez más a
las sugerencias hechas por Bonnie Honig en su Democracy and the foreigner atesti-
guan también un carácter extremadamente ambivalente del proceso político implicado.
De hecho, poblaciones enteras de extranjeros están ahora oscilando entre una condi-
ción de extraños y autóctonos en la construcción de un orden post-nacional y especial-
mente post-colonial, para el cual Europa se presenta como una especie de «laboratorio»
violento y conflictivo. En breve, podrían convertirse, y con frecuencia lo hacen real-
mente, o bien en enemigos internos, mirados con sospecha y miedo por las instituciones
oficiales y por la población «mayoritaria», o bien en «ciudadanos adicionales» cuya
misma diferencia reproduce la fábrica de derechos y de legitimación democrática de las
instituciones. Su inclusión en el campo del «derecho a tener derechos» ilustraría lo que
el filósofo político francés Jacques Rancière llamó garantizar a los sin participación su
participación. En realidad, esa simetría se ha desequilibrado fuertemente, pero nunca
se ha destruido del todo o, por mejor decir, está en juego en el proceso diario de resisten-
cias y reivindicaciones de derechos básicos por parte de los extranjeros, que los hace
miembros activos de una comunidad de ciudadanos aun antes de que se les garantice
una ciudadanía formal, anticipando en concreto de esta manera una transformación
cosmopolítica de la ciudadanía.
Quiero sin embargo matizar esta consideración, que podría parecer en realidad
muy optimista (olvidándome de la famosa distinción del optimismo de la voluntad
basado en el pesimismo de la inteligencia), añadiendo una complicación. Ésta será,

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mucho más brevemente, mi tercera y última cuestión. Me di cuenta de esto, que


someto a crítica y discusión, cuando comencé a reflexionar sobre las consecuencias
del fallido intento de establecer una Constitución Europea hace dos años (una Cons-
titución fuertemente defendida por Habermas, recordemos de paso), que creo que no
corregiría los actuales acuerdos, y su relación con el desarrollo de las llamadas actitu-
des populistas en Europa, recuperación más explícita de sentimientos nacionalistas,
de la que los extranjeros son víctimas inevitables; y no sólo cuando vienen de fuera de
Europa sino de Europa también, es decir, entre sus propios «pueblos». Se puede
discutir qué sea causa y qué sea efecto en este asunto (tal vez no importe mucho) y
debemos desarrollar una interpretación asintomática. Los franceses y los alemanes
jugaron el papel de malos europeos en el relato, pero debe recordarse que el ex canci-
ller alemán Helmut Schmidt, no un aficionado, poco después del suceso declaró su
convicción de que, si se hubieran llevado a cabo referendos populares en todas partes
de Europa, el resultado habría sido probablemente un «No» en la mayor parte de los
países, incluidos el Reino Unido y posiblemente Alemania. No creo que tengamos
que vérnoslas aquí con un simple ejemplo del eterno conflicto entre un nacionalismo
reaccionario y un cosmopolitismo ilustrado. Ni pienso tampoco que la razón del fra-
caso del proyecto federal resida por completo en las causas sociales y económicas
puestas de relieve por la izquierda, sobre todo en Francia, cuando insistía en que el
borrador de la Constitución se había rechazado porque respaldaba completamente
una legitimación de la concepción neo-liberal de la esfera pública y un desmantela-
miento de los derechos colectivos sociales. Esto puede discutirse y, en todo caso,
aunque sea una gran verdad, que yo me inclino a creer, no produciría por sí mismo
efectos políticos de resurgimiento nacionalista. Podría también, al menos idealmente,
promover un desarrollo de movimientos sociales paneuropeos entre los trabajadores,
para lo cual podría servir de instrumento alguno de los avances democráticos recogi-
dos en la Constitución (sobre todo en la Carta de los derechos humanos). Pero debe-
ría haber también algo más. Creo que no debe buscarse en el círculo vicioso creado
por la suma de diferentes clases de xenofobia dirigidas, por una parte hacia los otros
pueblos de Europa, los «europeos-asociados» si se prefiere, en cada país europeo, y
la xenofobia dirigida, por otra parte, contra las poblaciones de emigrantes (o hijos de
inmigrantes) no europeos; con casos muy ambivalentes tales como los rumanos, los
pueblos balcánicos en general, pero también los turcos o poblaciones de ascendencia
norteafricana que han formado parte de la «historia de Europa» durante siglos, ahora
en un marco colonial o semicolonial.
Esto es lo que yo llamo la dificultad —o, si me lo permiten, la dificultad cosmo-
política— de Europa para tratar con esta doble alteridad o con sus alteridades inter-
nas y externas, que ahora no se ven enfrentadas en espacios totalmente separados.
Ésta es también la dificultad de Europa para distinguir por completo entre sus fronte-
ras interiores (entre Estados miembros) y sus fronteras exteriores (con el resto del
mundo y en especial con el Sur, pero también con el Este y tal vez algún día con el
Oeste americano), o abolir esta distinción y regresar al estatus clásico de la frontera y
a la definición de extranjero. Para decirlo concretamente en una frase, creo que el

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racismo europeo dirigido contra las poblaciones inmigrantes «extra-europeas», que


obstaculiza en gran medida la posibilidad de desarrollar movimientos sociales contra
las políticas neoliberales, es el resultado de una proyección del sentimiento naciona-
lista que opone las naciones europeas unas a otras y que la construcción europea en su
forma actual ha recuperado sólo superficialmente; racismo que de hecho es un suce-
dáneo de una xenofobia mutua reprimida. Pero creo también que lo contrario es ver-
dad: se trata de la incapacidad de las naciones europeas, y de hecho de la desgana de
los Estados europeos, cada uno por sí mismo, para garantizar a los emigrantes un
estatus igual en términos de derechos y reconocimiento, por no mencionar la perma-
nente tentación de los partidos y los líderes populistas de instrumentalizar miedos
anti-emigrantes y odios por intereses domésticos, que impide a los europeos imaginar
que, como una única circunscripción electoral, podrían abordar sus problemas socia-
les y políticos más frecuentes, dando así lugar a un momento más «cosmopolítico» en
la historia de la ciudadanía democrática. Existe algo así como una «nación desapare-
cida» en el centro de Europa, hecha de varias comunidades emigrantes establecidas
desde hace tiempo, con diferentes historias pero con un destino final semejante, y
también algunos caracteres culturales comunes que se ven fácilmente como una amena-
za a la cultura europea. Una vez se pudo llamar la «16.ª nación», cuando había 15 Esta-
dos miembros oficiales; ahora se podría llamar la «26.ª nación». Y es esta nación des-
aparecida en el centro lo que retorna de una manera fantástica como un enemigo
virtual interno, lo cual hace muy difícil para las demás naciones percibirse a sí mis-
mas como constitutivas de una única circunscripción electoral. Lo cual les priva au-
tomáticamente de la capacidad de resistir colectivamente o influir en la tendencia
global de la política, de la cultura y de la economía.
Esto nos llevaría de una forma muy natural hacia la siguiente y en cierto sentido
más difícil cuestión, desde el punto de vista filosófico y político, a saber: la cuestión
de la naturaleza de los sujetos de la cosmopolítica, en cuanto agentes de una interac-
ción recíproca o correlativa a través de las fronteras, o posiblemente a pesar de un
cierto uso de las fronteras, de una cierta democratización de las fronteras, en la medi-
da en que difieren del ideal y abstracto «hombre cosmopolita» o «ciudadano del
mundo», de la utopía clásica. Pero la exposición ya ha sido muy larga y creo que
debería detenerme aquí o dejarla para la discusión.

Etienne Balibar. Es profesor emérito de la Universidad-X Nanterre, profesor de la Uni-


versidad de California y en Irvin. Autor de, entre otras obras: «Para leer “El Capital”»;
«Nosotros, ¿ciudadanos de Europa?: las fronteras, el estado, el pueblo; L’Europe,
l’Amérique, la guerre: reflexions sur la médiation européene»; «Spinoza contra Leibniz:
documenti di uno scontro intellettuale (1676-1678)»; «Race, nation, classe: les identités
ambigues»; «Droit de cité».

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