Balibar Del Cosmopolitismo A La Cosmopolitica
Balibar Del Cosmopolitismo A La Cosmopolitica
Balibar Del Cosmopolitismo A La Cosmopolitica
ETIENNE BALIBAR
* Conferencia pública en el Birkbeck Institute for the Humanities, Birkbeck College, Univer-
sity of London, el martes 6 de noviembre de 2007; revisada y pronunciada de nuevo en el Center for
Ideas and Society, University of California, Riverside, el miércoles 23 de enero de 2008.
o de la cultura o de principios legales, es muy probable que se vea cada vez más
puesto en duda y refutado a medida que la historia de la conquista europea y «neo-
europea» del mundo se reconsidere desde un punto de vista crítico, pero a la vez es un
patrón simbólico o conceptual que probablemente permanecerá intacto mientras sea
rechazado u obligado a dar marcha atrás, o acabe siendo transferido a otros sujetos
colectivos o comunidades históricas imaginadas. En consecuencia, el eurocentrismo
merece no sólo un rechazo o una refutación sino una genuina deconstrucción, es
decir, una crítica que lo disuelva y transforme desde dentro, en orden a producir una
autocomprensión de sus premisas y funciones. En este sentido, una deconstrucción
del eurocentrismo llevada a cabo por los propios europeos —con la ayuda de otros
muchos— no es sólo una condición previa para la tarea de una «cosmopolítica» ge-
nuinamente multilateral y post-imperial; es además parte de su propia construcción.
La distinción entre un discurso (o teoría) cosmopolita y una práctica cosmopo-
lita parece que va ganando ahora una amplia aceptación y, aunque yo la utilice, no la
considero particularmente original. Aparentemente es el resultado de tres considera-
ciones interrelacionadas. En primer lugar, de la idea de un cambio de rumbo desde la
utopía a la práctica, o desde la elaboración teórica de una idea cosmopolita (que
podría servir como modelo regulador para el desarrollo de instituciones legales y
culturales) a programas, instrumentos y objetivos de una política cuyos actores, sean
Estados u otras individualidades sociales, operen inmediatamente y se interrelacio-
nen al nivel mundial que caracterizaría la historia contemporánea. Obsérvese que
semejante idea puede ir asociada a la toma en consideración de procesos globalizados
en el campo de la economía, de la estrategia y de las comunicaciones, de formas
opuestas. Se puede discutir si el triunfo del momento utópico del cosmopolitismo
surge como consecuencia de los propios fenómenos de globalización. Existirían aho-
ra las condiciones materiales para que el cosmopolitismo pasara de la utopía a la
realidad, si no a la «ciencia», por decirlo así. Existiría ya incluso algo así como un
«cosmopolitismo realmente existente», por retomar el título de una de las secciones
de la influyente antología de Bruce Robbin y Peng Cheah: Cosmopolitics: Thinking
and feeling beyond the Nation (publicada hace ya diez años, en 1988), que podría
verse politizada o que podría suministrar una cosmopolítica o Weltinnenpolitik con su
apoyo práctico y afectivo. Pero también podría afirmarse, como he hecho yo mismo
en el pasado, que la globalización destruye la posibilidad de una utopía cosmopolita
o la priva de toda función no-ideológica, dado que el cosmopolitismo sería posible
únicamente como un equivalente del hecho de que, por globales o transnacionales
que pudieran ser sus objetivos, que es el caso particular del internacionalismo socia-
lista de los siglos XIX y XX, la política real permanece enraizada en comunidades
locales y en especial nacionales. Este ideal proyectaría imaginariamente la situación
en la que los conflictos actuales encuentren su solución o acuerdo final, y por esta
razón garantizaría un valor fundacional a la posibilidad o al proyecto de paz, en con-
creto al establecimiento de la paz por medio de la aplicación de la ley. Esto nos lleva
a una segunda poderosa razón para la sustitución de una noción práctica de cosmopo-
lítica (y podemos añadir: finita, incierta o inacabada) por el ideal clásico de cosmo-
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politismo: esto tiene que ver con la idea ampliamente compartida de que el campo
propio de la política es el conflicto, y de que lo que la globalización ha conseguido en
primer lugar es una generalización de los conflictos de múltiples formas, antagónicos
o no, reactivando conflictos históricos —tales como los habidos entre fuerzas religio-
sas y seculares— y perpetuando los recientes, desplegando todos ellos al nivel del
mundo entero, de tal forma que el último horizonte de la política en la edad global, sin
un fin predecible, sería la lucha de conflictos o el intento de controlarlos y regularlos,
pero no el de ponerles fin. Esta idea es común hoy a muchos autores influyentes,
aunque con matices importantes: se encuentra en la tesis de Ulrich Becks de que la
«mirada cosmopolita» presupone que «la guerra es paz» o de que sus respectivos
campos no son ya discernibles del todo. Se encuentra también en el excelente ensayo
francés de Etienne Tassin, Un monde commun. Pour une politique des conflicts (Seuil,
París 2003) que, en la línea de Arendt, pero también sacando consecuencias de una
crítica posmoderna de las nociones de consenso político y de identidades colectivas,
trata de articular diversos conceptos de resistencia a la destrucción del «mundo co-
mún» que resulta de los procesos incontrolados de la globalización capitalista. Pero,
una vez más, se da aquí un amplio espectro de posiciones discursivas, que incluyen
una cierta equivocidad de la categoría de «conflicto». Por una parte tenemos conflic-
to como una forma específica de práctica política, en una tradición que podría ser de
Marx, pero también de Weber, y de hecho de Schmitt (para quien el conflicto se
convierte en el criterio de la política). Por otra parte, tenemos la idea de conflicto
como materia u objeto de intervención política, que toma la forma de regulación o,
para usar la nueva terminología a la moda, de «gobernabilidad». El aspecto esencial
de la política contemporánea, que la eleva al nivel de «cosmopolítica», sería el de
encontrar posibilidades de mantener el conflicto regulado o gobernado, es decir, esta-
blecer en último término consensos y hegemonías más allá de la decadencia del mo-
nopolio de la Nación Estado, en su capacidad violenta o legal para crear la paz y el
orden dentro de los límites de un cierto territorio. Ésta es claramente la perspectiva
evocada en la obra de David Held, con su oposición entre un creciente estado de
injusticias, discordias y desigualdades creadas por la Globalización como equivalen-
te de la universalización de intercambios y comunicaciones, y una «gobernabilidad
social-democrática», cuyo instrumento cuasi-legal sería un «contrato planetario» en-
tre Estados y actores sociales. Pero ése es también el horizonte de la idea de Mary
Kaldor de la «Sociedad Civil Global» y su politización como «una respuesta a la
guerra», aunque en un estilo más matizado y empírico. Y por último, esto nos lleva al
tercer motivo interrelacionado que creo que subyace a la actual insistencia sobre la
«cosmopolítica» como la forma concreta de cosmopolitismo o como una alternativa a
su carácter utópico, que reside en la primacía de la cuestión de la inseguridad o —por
decirlo de nuevo en los términos de Ulrich Beck— de la «sociedad de riesgo» a nivel
global (o la inseguridad en múltiples formas provocada por la globalización dentro de
cada Estado o sociedad histórica particular). Éste es un elemento adicional porque la
cuestión aquí no consiste simplemente en hacer frente a las reacciones alternativas a
la misma inseguridad, o a la misma forma dominante de inseguridad (ya sea terroris-
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mo, guerra, inestabilidad económica, pobreza de masas, destrucción del medio am-
biente, etc.), sino, más fundamentalmente, en una especie de problemática hobbesia-
na generalizada, para definir y jerarquizar las diferentes formas de «inseguridad»
que se perciben y se expresan por los diferentes actores y estructuras de poder en el
mundo de hoy. Es este segundo grado de la discusión política sobre la inseguridad el
que, lejos de mantenerse como puramente teórico, impacta directamente, en particu-
lar, sobre las posiciones antagónicas acerca de la función y las transformaciones de
las instituciones internacionales, heredadas del antiguo ideal cosmopolita, como que-
dó claramente ilustrado por la latente controversia entre George Bush y Kofi Annan
en 2003 en la apertura de la Asamblea General de las Naciones Unidas, justo antes de
la invasión de Irak.
Una vez más, repito que no reclamo originalidad en mi discusión de estos temas.
Comparto la idea de la sustitución de una cosmopolítica finita para el cosmopolitismo
ideal, que percibo ampliamente como un equivalente ideológico de la apropiación
eurocéntrica del mundo y, en consecuencia, privilegio la comprensión del conflicto
como una forma constitutiva de práctica política sobre la noción liberal o autoritaria
de la política como una regulación de la gobernabilidad de los conflictos, aunque
admitiendo que una irreducible multiplicidad de riesgos o de formas de inseguridad,
que se añaden ellos mismos en el marco de la globalización, pero imposibles de
derivar de una única causa o estructura, provocan una institucionalización transna-
cional de la esfera pública en la que precisamente se refleja y se debate esta multipli-
cidad. Mi contribución específica, que he venido intentando elaborar de una forma
más o menos explícita en las últimas dos décadas, tiempo de reacción a los desarro-
llos y urgencias específicos que aparecían en Europa, en particular considerando la
emergencia de una nueva ola de violencia institucional y de racismo popular dirigido
contra las poblaciones inmigrantes, tiempo que siguió a un programa teórico para
repensar la categoría fundacional de la filosofía política, la del «ciudadano» y, en
consecuencia también, la comunidad como circunscripción electoral cívica, se ha
auto-organizado progresivamente alrededor de la idea y del enigma de la transforma-
ción histórica del «límite» (o de la «frontera») como una institución concreta que,
lejos de formar simplemente una condición práctica externa para la constitución de lo
político, asociada a la hegemonía de la Nación Estado territorial, representa en reali-
dad una condición de posibilidad interna, cuasi-trascendental para la definición del
ciudadano y de la comunidad de ciudadanos o, si se prefiere, la combinación de
inclusión y exclusión que determina lo que Arendt llama el «espacio intermediario» o
Zwischenraum de la acción y de la contestación política, donde se llega a formular el
derecho a tener derechos . En este sentido, la frontera es sólo aparentemente un límite
externo; en realidad está ya siempre interiorizada o desplazada hacia el «centro» del
espacio político. Ésta podría considerarse desde los orígenes como un elemento «cos-
mopolítico»; incluso anterior a la Nación Estado, que transformó profundamente el
significado y la institución de fronteras pero que no las inventó. Pero surge también la
cuestión de cómo entender por qué este carácter central de la periferia adquiere una
nueva visibilidad y un estatus más controvertido en el período contemporáneo, en
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todo caso en Europa (aunque sospecho que también es el caso en otras partes del
mundo, en especial en América, lo cual la hace una cuestión universal o un plano
universalista de singularidades). Actualmente se discute y se investiga en profundi-
dad la misma clase de cuestiones desde un punto de vista más jurídico y constitucio-
nal, especialmente en Italia por Sandro Mezzadra y Enrica Rigo, con los que manten-
go un diálogo permanente. Pero trato de desarrollar también lo que yo llamo una
«fenomenología de la frontera» como prerrequisito de un análisis del ciudadano glo-
balizado, que combina experiencias subjetivas con transformaciones estructurales
objetivas, de una forma altamente inestable y sobredeterminada. Es esta clase de
fenomenología la que me gustaría traer ahora esquemáticamente, dibujando tres des-
arrollos: el primero, acerca de la antítesis de guerra y traducción o, si se prefiere,
sobre modelos polemológicos y filológicos de la frontera; el segundo, sobre la equi-
vocidad de la categoría de extranjero y su tendencial reducción a la figura del enemi-
go a través del desarrollo de guerras fronterizas contra los emigrantes; y el tercero,
sobre lo que yo llamo «doble alteridad», que afecta al estatus y a la representación de
extranjeros en la Europa de hoy, para llegar a una interrogación final sobre la paradó-
jica identidad de lo que podríamos llamar el «sujeto de la cosmopolítica», como una
figura determinada tanto local como globalmente. Pero antes de eso, tengo que vol-
ver, lo más brevemente posible, a algunas consideraciones que afectan a Europa, al
«Eurocentrismo» y a la cuestión cosmopolita.
Será más fácil y también más revelador políticamente, creo, mencionar aquí
algunas propuestas bien conocidas de Jürgen Habermas y la forma en que se han
desarrollado progresivamente bajo el impacto de la reciente «guerra del terror». No
es sólo una forma de pagar un bien merecido tributo a un gran filósofo vivo, cuyas
cuestiones e intervenciones informan continuamente nuestra reflexión aun cuando
estemos en desacuerdo con sus premisas o discrepemos de sus conclusiones, sino
también una forma de ilustrar esta relación interna autocrítica con la definición «Eu-
ropea» del cosmopolitismo que yo mencionaba al principio. No ha pasado inadverti-
do el hecho de que las posiciones de Habermas respecto al cosmopolitismo habían
cambiado significativamente en el último período, antes y después del 11 de septiem-
bre y la subsiguiente ola de intervenciones militares de los Estados Unidos en el
mundo, en especial la invasión unilateral de Irak en 2003 sin una garantía del Consejo
de Seguridad. Muchas de sus declaraciones y contribuciones se vieron divulgadas
internacionalmente, incluida la declaración de mayo de 2003 que reaccionaba contra
la declaración de ocho Estados europeos que apoyaban la invasión de los Estados
Unidos y que fue respaldada también por Jacques Derrida, con el título «Después de
la guerra: el Renacimiento de Europa» (Nach dem Krieg: Die Wiedergeburt Euro-
pas), en la que saludaba las demostraciones simultáneas contra la guerra en varios
países de Europa como la emergencia de la esfera pública europea, largamente espe-
rada. Esto se desarrolló más adelante con el reconocimiento de una «escisión» dentro
de la alianza occidental liberal-democrática, que surgía dentro del compromiso anti-
totalitario en el período después de la segunda guerra mundial, que separó la política
de poder unilateral de los Estados Unidos de la orientación de los «países núcleo» de
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ción de una mediación universal adopta la forma de una definición negativa del suje-
to histórico que llegaría a ser Europa, siendo su universalidad precisamente estableci-
da por el hecho de que depende de un proceso de negación interna (casi una kenosis
teológica) que lleva a una comunidad sin comunidad o a una comunidad «no comuni-
taria», y a una identidad sin una identificación sustancial. Esta Europa o, con el mis-
mo propósito cualquier otro continente, recibiría su identidad meramente de la rela-
ción con otros y de una apertura infinita, de la admisión consciente de alteridad den-
tro de ella misma.
Se debe probablemente a mi reflexión autocrítica, en la medida en que la idea
mesiánica de Europa como el «mediador que desaparece» reproduce de hecho o lleva
a su extremo el esquema eurocéntrico inherente a otros usos contemporáneos del
ideal cosmopolita, el que yo pueda poner también en cuestión lo que creo que es una
de las estructuras profundamente filosóficas, cuasi-transcendentales, que subyacen a
la combinación de universalismo y eurocentrismo en la tradición cosmopolita: a sa-
ber, la idea de que la transformación del ciudadano local, particular, nacional, en un
universal «ciudadano del mundo» por medio de una relativización o puesta entre
paréntesis de miembros y fronteras, requiere una singular mediación (o incluso un
mediador), que vuelva contra sí mismo los intereses empíricos, llevando a cabo la
negación desde dentro. No me cabe ninguna duda de que el discurso cosmopolita en
su forma clásica, tal como fue elaborado filosóficamente por Kant y otros —incluido
Marx a su manera—, formaba un sistema conceptual organizado alrededor del dua-
lismo trascendental del individuo empírico y la persona universal, o el «individuo
genérico» como lo reformularían Hegel, Feuerbach y el joven Marx, es decir, el indi-
viduo que lleva dentro de sí mismo una representación de la especie y, en consecuen-
cia, también un compromiso con el interés superior de la comunidad humana en
cuanto tal. En realidad, el sujeto universal puede ser una «clase universal» o un «pro-
yecto político universal» llamado constelación postnacional. En cualquier caso, la
mediación concreta tiene que ser llevada a cabo por un miembro o una comunidad
que estén dotados con las características oximorónicas del sujeto que se niega a sí
mismo, lo cual significa una comunidad sin una identidad comunitaria que la vincule
colectivamente, o no reducible a ella; por lo tanto sin efectos exclusivistas y sin un
potencial revolucionario de universalización. Tal es el caso de la «Europa cosmopo-
lita» en los discursos que voy citando (y no deberíamos olvidar que van asociados a
un intento de garantizar a la construcción europea una función de resistencia contra
ciertas tendencias dominantes de la globalización capitalista y sus violentas conse-
cuencias). Pero, formalmente hablando, esta representación puede terminar asociada
a otras identificaciones filosóficas y políticas del «sujeto» o procesos de subjetiviza-
ción de la cosmopolítica que, en el mejor de los casos, funciona como una tautología
o un círculo vicioso.
Lo que estoy sugiriendo (e intentando contribuir yo mismo a ello) es de hecho un
cambio de rumbo de este modelo (que tal vez al final demuestre ser una vez más una
de sus reformulaciones metonímicas), y a la vez estoy teniendo en cuenta la idea de
que la incapacidad de Europa para emerger como una mediación cosmopolítica no
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debe separarse de su demasiado obvio punto muerto actual como proyecto político.
Hay algo intrínsecamente contradictorio en la idea de posicionar una Europa postna-
cional que sea un espacio público de conflictos, regulaciones y participación ciuda-
dana, aunque no tome la forma de la construcción de un super-estado, y especialmen-
te si no toma esa forma. Enseguida trataré de indicar que esta contradicción intrínse-
ca, que sigue estando pensada y movilizada por completo dentro de una acción política,
puede relacionarse con el modelo sobredeterminado en el que la construcción euro-
pea en cuanto tal enfatiza y refuerza los elementos de alteridad inherentes a la repre-
sentación de Europa como un todo, o simplemente como un conjunto. Pero esto
requiere dar un rodeo a través de la consideración del estatus y el rol de las fronteras,
del cual espero conseguir una metamorfosis en la autopercepción de Europa, en la
que su definición no siempre procede de ella misma ni se centra en su propia historia,
sino que siempre retorna a ella desde fuera, o desde las consecuencias de su externa-
lización y de las funciones de sus periferias. Es éste un punto de vista que, posible-
mente, es más probable que se llegue a adaptar a lo que constituye la periferia de
Europa en sentido amplio, a las zonas culturales y políticas de su interpenetración con
el resto del mundo, digamos Gran Bretaña, Turquía o España, más bien que Francia o
Alemania, donde Habermas sitúa implícitamente los «Estados nucleares de Europa».
Pero de hecho, debido a las consecuencias generalizadas del colonialismo y posterio-
res migraciones postcoloniales y a la hibridación de culturas, ésta es también una
posibilidad que permanece abierta para el conjunto de Europa y debería discutirse en
común, pasando de un país a otro y de una lengua a otra.
Permítanme ahora concentrarme en lo que yo llamo un «planteamiento fenome-
nológico» de la frontera como institución; y en cierto sentido una institución de insti-
tuciones, que exhibe algunas de sus características fundamentales en la medida en
que está históricamente enmarcada y utilizada por prácticas políticas, tanto como las
determina y establece sus condiciones cuasi-trascendentales. Yo he utilizado en el
pasado, respecto a las funciones represivas desempeñadas por la frontera, en especial
respecto a los extranjeros, o a algunos extranjeros, pero también respecto a los nacio-
nales, la fórmula: «una condición no-democrática de la democracia». Ahora yo me
ocuparía de enfatizar las características mucho más ambivalentes de esa condición,
que institucionalmente representa a la vez cierre y apertura, o su permanente interac-
ción dialéctica. De esta forma, una fenomenología de la frontera es una tarea muy
compleja. Es claramente uno de los mayores objetos de reflexión y temas de coopera-
ción interdisciplinar de antropólogos, historiadores, geógrafos, teóricos políticos, etc.,
el día de hoy. Incluso los filósofos pueden tener algo que decir desde dentro de su
tradición intelectual y su lógica disciplinar. Adoptar la institución de la frontera y sus
tensiones como un punto privilegiado en la discusión sobre la cosmopolítica, no pro-
duce el mismo efecto que adoptar, digamos, el punto de vista de la cultura o del
territorio o de la sociedad urbana, aunque existan claras reciprocidades que deben ser
puestas de relieve entre esos diferentes paradigmas. ¿Por qué empleo la expresión
«fenomenología», en un sentido que ciertamente se debe tanto a la idea hegeliana de
una historicidad de experiencias, en la que lo individual y lo colectivo se condicionan
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Esto me lleva de forma muy natural, a pesar del carácter esquemático de estas
observaciones, al segundo aspecto que quería poner de relieve en orden a sugerir la
posibilidad de una fenomenología de las fronteras como preliminar para la compren-
sión de la cuestión cosmopolita. En su libro Posmodernity and Its Discontents, creo que
publicado ya en 1997, Zygmunt Bauman, que es ciertamente uno de los grandes antro-
pólogos del aspecto cultural de la «globalización» hoy, ha puesto el acento en que
«todas las sociedades producen extranjeros, pero cada clase de sociedad produce su
propia clase de extranjeros, y los produce a su propia inimitable manera». Acepto que
esta fórmula da un paso importante en una serie de reflexiones sociológicas y filosófi-
cas sobre la figura del extraño y del extranjero (la dualidad de categorías en inglés
marca ya la dificultad de asignar la prioridad al aspecto interior o al exterior, al jurídico
o al cultural), que se deriva de los famosos ensayos de Simmel y Alfred Schutz y prosi-
gue hoy con nuevos desarrollos en Gilroy, Babha y Bonnie Honnig, ya citados, etc. La
cuestión de si fue la existencia de fronteras la que creó al extranjero, imponiendo un
marco institucional de alteridad sobre la complejidad de las diferencias culturales y
locales, o si fueron las diferencias preexistentes entre naciones y genealogías, o cuasi-
genealogías, lo que llevó a la institución de fronteras y al cierre de los territorios, nunca
se ha resuelto del todo, pero podría parecer que el establecimiento de las nuevas fronte-
ras de Europa, y la forma en que fueron impuestas contra la autodeterminación y el
derecho de circulación de poblaciones migrantes y refugiadas, no a pesar del continuo
traslado de esas líneas fronterizas, que son también demarcaciones policíacas, sino pre-
cisamente a causa de su carácter discrecional, tal como se incorpora en las bases de
Schengen, arroja una luz descarnada sobre esta cuestión. En ensayos anteriores he dado
intencionadamente a esta discusión una dimensión provocativa al sugerir que la intro-
ducción de una noción de ciudadanía europea basada en la pertenencia nacional dentro
de la Unión Europea, es decir, incorporando a todo el que ya es ciudadano nacional en
alguno de los Estados miembros y excluyendo a todo el que venga de espacios extraco-
munitarios, aunque esté asentado permanentemente e integrado económica y cultural-
mente, produce algo así como un apartheid europeo, un aspecto inverso de la emergen-
te comunidad europea de ciudadanos.
El aspecto excluyente de esta supuesta comunidad universalista surge del simple
hecho de que las diferencias de nacionalidad, que distinguen al nacional y al extran-
jero, que formalmente se aplica de la misma forma en cada nación al extraño, esté
creando ahora una permanente discriminación: algunos extranjeros (los «europeos-
asociados»), en términos de derechos y estatus social, se han convertido en menos
que extranjeros, son los absolutamente extraños sujetos al racismo institucional y
cultural. A esta idea general, sociólogos como Alessandro Dal Lago y Sandro Mezza-
dra, y politólogos como Didier Bigo, pero también otros, que trabajan muy concreta-
mente en el desarrollo del «estado de excepción normalizado» al que los emigrantes
están sujetos cada vez más en Europa en orden a mantener la distinción entre catego-
rías legales e ilegales de inmigrantes (paradójicamente en nombre de la seguridad,
que esta distinción socava permanentemente), han añadido otro elemento: las violen-
tas operaciones de la policía llevadas a cabo continuamente por algunos Estados
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europeos (con la ayuda de Estados vecinos no sujetos a Europa, tales como Libia o
Marruecos) en nombre de toda la comunidad, incluido el establecimiento de campos
que equivalen a una especie de guerra permanente de fronteras contra los emigran-
tes. Se puede discutir en qué medida esta política es internacional, pero lo que yo
personalmente deduzco de ese análisis, y en especial de la creciente imperceptibili-
dad del concepto de policía y del concepto de guerra que implica (presente también
en otras formas de violencia soberana en el mundo de hoy), se refiere a la tendencia
hacia una reducción de la noción de extranjero, o del «extranjero real», a una noción
de enemigo virtual, que puede llegar a activarse dependiendo de la lógica de poder
que funcione de forma permanente después de la recuperación de su perdida sobera-
nía, o de la posibilidad imaginaria de controlar poblaciones y territorios de una forma
completamente distinta.
La reducción de la figura del extranjero a la del enemigo es tal vez uno de los
signos más claros de la crisis de la Nación Estado o de la histórica forma nacional del
Estado, como ya señaló Hannah Arendt respecto a las poblaciones «sin Estado». Mues-
tra también que la crisis de la Nación Estado, concentrado en sus fronteras pero también
desplazándolas continuamente, no coincide con un proceso lineal de debilitamiento.
Por el contrario, hace que la Nación Estado, o una combinación de Naciones Estado,
vuelva a un estatus relativamente anárquico y a un modo de ejercer el poder que sugiere
fuertemente una comparación con los primeros momentos modernos en la construcción
del monopolio de la violencia, que Marx interpretó como uno de tantos aspectos de la
«acumulación primitiva». Probablemente tienen que ver tal vez con una nueva fase de
acumulación primitiva del capitalismo a escala global. Pero, por volver una vez más a
las sugerencias hechas por Bonnie Honig en su Democracy and the foreigner atesti-
guan también un carácter extremadamente ambivalente del proceso político implicado.
De hecho, poblaciones enteras de extranjeros están ahora oscilando entre una condi-
ción de extraños y autóctonos en la construcción de un orden post-nacional y especial-
mente post-colonial, para el cual Europa se presenta como una especie de «laboratorio»
violento y conflictivo. En breve, podrían convertirse, y con frecuencia lo hacen real-
mente, o bien en enemigos internos, mirados con sospecha y miedo por las instituciones
oficiales y por la población «mayoritaria», o bien en «ciudadanos adicionales» cuya
misma diferencia reproduce la fábrica de derechos y de legitimación democrática de las
instituciones. Su inclusión en el campo del «derecho a tener derechos» ilustraría lo que
el filósofo político francés Jacques Rancière llamó garantizar a los sin participación su
participación. En realidad, esa simetría se ha desequilibrado fuertemente, pero nunca
se ha destruido del todo o, por mejor decir, está en juego en el proceso diario de resisten-
cias y reivindicaciones de derechos básicos por parte de los extranjeros, que los hace
miembros activos de una comunidad de ciudadanos aun antes de que se les garantice
una ciudadanía formal, anticipando en concreto de esta manera una transformación
cosmopolítica de la ciudadanía.
Quiero sin embargo matizar esta consideración, que podría parecer en realidad
muy optimista (olvidándome de la famosa distinción del optimismo de la voluntad
basado en el pesimismo de la inteligencia), añadiendo una complicación. Ésta será,
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