Cinco Asesinos
Cinco Asesinos
Cinco Asesinos
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Raymond Chandler
Cinco asesinos
Colección Rastros - 25
ePub r1.2
Titivillus 30-10-2021
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Título original: 5 murderes
Raymond Chandler, 1944
Traducción: J. Roman
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CINCO ASESINOS
Raymond Chandler
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SANGRE ESPAÑOLA
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Masters bajó las cejas.
—Bueno, ¡dilo de una vez, por amor de Cristo! ¿Qué te pasa?
Aage sonrió, lanzó una bocanada de humo y le replicó con voz suave:
—Me acaban de avisar por teléfono que Donegan Marr ha muerto.
Masters se inclinó sobre la mesa.
—¿Eh? —exclamó con voz ronca—. ¿Eh?
Aage asintió tan sereno como siempre.
—Pero tenías razón respecto al asesinato, John. Fué un asesinato. Ocurrió hace
una media hora en su oficina. No saben quién es el culpable… todavía.
Masters se encogió de hombros y se echó hacia atrás. De pronto comenzó a reír.
Sus carcajadas resonaron en la pequeña habitación y despertaron ecos en el enorme
living-room vecino.
Aage guardó silencio. Apagó su cigarrillo en el cenicero, se restregó las manos y
esperó pacientemente.
Masters cesó de reír tan bruscamente como había comenzado. Un silencio pesado
reinó entonces en la habitación. Masters se enjugó la frente.
—Tenemos que hacer, algo, Dave —dijo con voz queda—. Casi me olvidaba.
Tenemos que arreglarlo lo antes posible. Es dinamita.
Aage sacó de nuevo el teléfono y lo colocó sobre la mesa, cerca de su amigo.
—Bueno… sabemos cómo hacerlo, ¿no es así? —dijo con toda calma.
Una expresión de astucia brilló en los ojos de John Masters el Grande. Se relamió
y tomó el teléfono.
—Sí —dijo—, así es, Dave. Ya lo creo que sí, ¡por Belcebú!
Marcó un número en el disco con un dedo tan grueso que apenas entraba en los
orificios.
II
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bolsillos de un traje de sarga azul. Sobre la cabeza tenía un sombrero de paja. Pero no
había nada de casual en sus ojos o en la expresión de sus labios apretados.
Un individuo de cabellos rubios buscaba algo sobre la alfombra azul. Poniéndose
en pie, dijo con voz ronca:
—No hay cápsulas, Sam.
El hombre moreno no se movió ni respondió. El otro bostezó y fijó la vista en el
muerto.
—¡Diablos! Esto traerá cola. Faltan dos meses para la elección. ¡Esto es un golpe
en la nariz para alguno!
El moreno dijo lentamente:
—Fuimos juntos a la escuela. Éramos íntimos. Quisimos a la misma chica. Él
ganó, pero seguimos siendo amigos, los tres. Siempre fué un gran muchacho… Quizá
un poco demasiado listo.
El de los cabellos rubios recorrió la habitación sin tocar nada. Se inclinó un poco
y tomó el olor al arma que había sobre el escritorio. Sacudió la cabeza y dijo:
—Ésta no la usaron —arrugó la nariz y oteó el aire—. Hay aire acondicionado en
estos tres pisos superiores. También son a prueba de sonido. Me han dicho que todo
el edificio fué construido con cemento y vigas remachadas a electricidad. ¿Lo sabías,
Sam?
El hombre moreno sacudió lentamente la cabeza.
—¿Dónde estarían los empleados? —prosiguió el de los cabellos rubios—. Un
potentado como él tendría más de una secretaria.
El otro sacudió la cabeza otra vez.
—Creo que no. Ella había salido a almorzar. Era un lobo solitario, Pete. En pocos
años más hubiera sido dueño de la ciudad.
El de los cabellos rubios se inclinaba casi sobre el hombro del muerto. Estaba
examinando un block de notas. Dijo lentamente:
—Alguien llamado Imlay tenía una cita para las doce y treinta. Es la única que
hay en el block.
Consultó su reloj-pulsera.
—Las trece y treinta. Hace rato que se habrá ido. ¿Quién es Imlay?… ¡Oye, hay
un ayudante del fiscal que se llama Imlay! Es candidato para juez y lo respaldan
Masters y Aage. ¿Crees…?
Se oyó un golpe en la puerta. La oficina era tan amplia que los dos hombres
tuvieron que pensar un momento antes de darse cuenta en cuál de las tres puertas
habían llamado. Entonces el de los cabellos rubios se dirigió a la más lejana, diciendo
por sobre el hombro:
—Debe ser el médico forense. Si adelantamos algo a los periodistas, perdemos el
empleo, ¿no es verdad?
El hombre moreno no replicó. Se acercó al escritorio, se inclinó un poco y le
habló al muerto:
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—Adiós, Donny. Deja, que yo me encargaré de todo. También cuidaré de Belle.
Se abrió la puerta y entró un hombre con una valija negra. Se acercó al escritorio
y dejó la valija en el suelo. El rubio cerró la puerta en las narices de un grupo de
personas y volvió hacia el escritorio.
El recién llegado examinó el cadáver.
—Dos —dijo entre dientes—. Parecen ser del calibre 32, balas duras. Cerca del
corazón, pero sin tocarlo. Debe haber muerto enseguida. Pudo tardar uno o dos
minutos, quizá.
El hombre moreno lanzó una exclamación ahogada y se dirigió a una ventana,
frente a la cual permaneció, dando la espalda a la oficina. El de los cabellos rubios
observó al médico forense que levantaba uno de los párpados del cadáver.
—Ojalá que llegara pronto el experto en huellas digitales —dijo—. Quiero usar el
teléfono. Este Imlay…
El moreno se volvió con una hosca sonrisa.
—Úsalo. Esto no va a ser ningún misterio.
—¡Oh! No sé —dijo el médico, examinando la cara del muerto y haciéndole
flexionar las muñecas—. Quizá no sea un crimen político, como usted lo piensa,
Delaguerra. Es muy buen mozo este muerto.
El de los cabellos rubios tomó el teléfono cuidadosamente y se cubrió la mano
con el pañuelo antes de manipularlo.
—Habla Pete Marcus. Despierte al inspector —dijo, y esperó un momento. Luego
dijo con voz muy distinta—. Marcus y Delaguerra, inspector, estamos en la oficina de
Donegan. Todavía no llegaron los fotógrafos ni los expertos en huellas digitales…,
¿eh?… ¿No vienen hasta que llegue el comisionado?… Muy bien… Sí, aquí está.
El hombre moreno se volvió. El de los cabellos rubios le hizo una seña.
—Es para ti, español.
Sam Delaguerra tomó el teléfono, ignorando el pañuelo, y escuchó. Su rostro se
endureció y dijo con voz serena:
—Seguro que éramos amigos…, pero yo no dormía con él… No hay nadie aquí
más que su secretaria. Ella fué la que dió la alarma por teléfono. En el block de citas
hay un nombre: Imlay, citado para las doce y treinta. No, no hemos tocado nada
todavía… No… Muy bien, enseguida.
Colgó el receptor con tanta lentitud que apenas se oyó la campanilla. Luego dejó
caer las manos a un costado.
—Me retiran, Pete —dijo con voz ronca—. Debes encargarte de todo hasta que
llegue el comisionado Drew. Nadie debe entrar. Sea quien sea.
—¿Para qué te llamaron, entonces? —protesto con ira el rubio.
—No sé. Es una orden —dijo Delaguerra con voz indiferente.
El médico forense dejó de escribir, para mirar con curiosidad a Delaguerra. Éste
cruzó la oficina y salió por una puerta de comunicación. En el exterior había una
oficina más pequeña, con un saloncito de espera con varios sillones y una mesa.
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Detrás de un mostrador había un escritorio para máquina de escribir, una caja fuerte y
algunos archivos. Una jovencita de cabellos negros estaba sentada frente al escritorio
y tenía la cabeza entre las manos. Sus hombros se sacudían cada tanto y sollozaba
desconsoladamente.
Delaguerra le dió unas palmaditas sobre el hombro. La joven le miró con ojos
inundados de lágrimas. Él le sonrió y dijo con voz suave:
—¿Ya le avisó a la señora Marr?
La joven asintió en silencio. Delaguerra le palmeó de nuevo el hombro, y se retiró
con la boca apretada y los ojos brillantes.
III
La amplia casa de estilo inglés se hallaba a bastante distancia del camino llamado
De Neve. La rodeaba un parque hermoso y se llegaba a ella por un caminillo de
rústicas piedras. El pórtico tenía un alero de tejas y estaba adornado por enredaderas.
Los árboles crecían alrededor de la casa y la hacían parecer oscura y remota.
Delaguerra descendió de su Cadillac abierto. Era un modelo viejo, pesado y sucio
y sin capota. Una lona cubría la parte posterior del coche. El detective vestía un
pantalón de deporte y una chaqueta de cuero. Su cabeza estaba cubierta por un
sombrero de fieltro blanco y se protegía los ojos con anteojos ahumados.
No parecía ser un policía. Marchó lentamente por el caminillo de piedras y tocó el
timbre de la casa. La puerta se abrió a poco y una cara negra se asomó. La mucama le
sonrió y dijo:
—¿Cómo está, señor Sam? Me alegro de verlo.
Delaguerra se quitó el sombrero y los anteojos.
—Hola, Minnie. Lo siento, pero tengo que ver a la señora Marr.
—¡Cómo no! Pase usted, señor Sam.
La mucama se apartó y el detective entró en el hall.
—¿No han llegado los reporteros todavía?
La negrita sacudió la cabeza. En sus ojos se reflejaba una expresión de profunda
tristeza.
—Todavía no ha venido nadie… Ella hace poco que llegó y desde entonces no ha
salido del salón de lectura. No ha dicho una sola palabra.
Delaguerra asintió y agregó:
—No hables con nadie, Minnie. Por ahora se está tratando de que los diarios no
publiquen nada.
—Sí, señor Sam. No diré nada a nadie.
Delaguerra le sonrió y se alejó hacia el interior de la casa. Al llegar frente a una
puerta, golpeó suavemente con los nudillos. Al no recibir respuesta, penetró en la
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habitación. La joven que se hallaba en medio del salón, no se volvió para mirarle.
Permaneció inmóvil y rígida, con la vista fija en la ventana. Sus manos estaban
crispadas.
Era alta, de cabellos castaños y hermosas facciones. Delaguerra esperó hasta que
sus ojos se acostumbraron a la semioscuridad. Al cabo de un momento, interrumpió
el silencio una voz baja y algo profunda:
—Bueno…, le mataron, Sam. Al fin le mataron. ¿Le odiaban mucho?
—Se ocupaba de un negocio peligroso, Belle —replicó Delaguerra—. Me
imagino que jugó tan limpio como pudo, pero no es posible evitar enemigos en ese
negocio.
La joven se volvió para mirarle. Sus ojos eran de un vívido color azul. Su voz
tembló un poco cuando dijo:
—¿Quién le mató, Sam? ¿Saben algo?
Delaguerra asintió, luego tomó asiento en una silla de mimbres y colocó los lentes
y el sombrero sobre sus rodillas.
—Sí. Creemos saber quién fué el culpable. Un hombre llamado Imlay, asistente
de la oficina del fiscal.
—¡Dios mío! —murmuró la joven—. ¿En qué se está convirtiendo esta ciudad?
Delaguerra prosiguió con voz monótona:
—Ocurrió así…, si es que quieres saberlo… ya.
—Así es, Sam. Sus ojos parecen mirarme desde todas partes, pidiéndome que
haga algo. Fué muy bueno conmigo, Sam. Teníamos nuestras rencillas, por supuesto,
pero… no significaban nada.
—Este Imlay —dijo Delaguerra— es candidato para una banca de juez y lo
respaldan Masters y Aage. Tiene unos cuarenta años y parece que estaba en
relaciones con una estrella de cabaret que se llama Stella La Motte. No sé cómo le
tomaron algunas fotos juntos, muy bebidos los dos y con muy poca ropa encima.
Donny consiguió las fotos, Belle. Se encontraron en su escritorio. De acuerdo con
una nota en su block, tenía una cita con Imlay a las doce y treinta. Nos imaginamos
que discutieron y que Imlay fué más rápido con su arma.
—¿Tú encontraste esas fotos, Sam? —preguntó la joven quedamente.
Él sacudió la cabeza y sonrió de mala gana.
—No. Si fuera así, me imagino que las hubiese ocultado. El comisionado Drew
las halló… después que me retiraron de la investigación.
La joven le miró extrañada.
—¿Te retiraron de la investigación? ¿A ti…, al amigo de Donny?
—Sí. No lo tomes tan a pecho. Soy un policía, Belle. Al fin y al cabo, tengo que
obedecer órdenes.
Ella no le habló ni volvió a mirarle. Al cabo de un momento Delaguerra dijo:
—Quisiera que me dieses las llaves de tu cabaña de Puma Lake. Me han ordenado
que vaya allí y eche una ojeada, por si hay alguna prueba. Donny solía tener allí
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algunas conferencias.
Algo cambió en el rostro de la joven. Casi pareció tornarse desdeñoso. Su voz era
fría.
—Las traeré. Pero no encontrarás nada allí. Si les ayudas a encontrar alguna cosa
sucia respecto a Donny…, para que dejen libre a ese Imlay…
Él sonrió un poco y sacudió la cabeza. En sus ojos se notaba su pesadumbre.
—Eso es una tontería, querida. Antes de hacer eso, devolvería mi chapa.
—Ajá —respondió ella.
Salió de la habitación dejando solo a Delaguerra durante un momento. El policía
permaneció inmóvil y jurando entre dientes.
La joven volvió a poco, se le acercó y le puso algo en la mano.
—Ahí tienes las llaves, policía.
Delaguerra se puso en pie y dejó caer las llaves en el bolsillo. Su rostro se tornó
inexpresivo. Belle Marr se acercó a una mesa y tomó un cigarrillo de una caja.
Siempre de espaldas, le dijo:
—No creo que encuentres nada, como ya te dije. Es una lástima que no le hayas
podido extorsionar.
Delaguerra no cambió de expresión. La miró un momento y se dirigió hacia la
puerta. Al llegar se volvió.
—Te veré cuando vuelva, Belle. Quizá te sientas mejor —le dijo a la joven.
Ella no se movió ni replicó. Tenía el cigarrillo sin encender frente a los labios. Al
cabo de una pausa, Delaguerra prosiguió:
—Deberías saber cómo me siento. Donny y yo éramos como hermanos. Me… me
enteré de que no te llevabas bien con él… Ahora me alegro de que no fuera cierto.
Pero no te abatas demasiado, Belle. No hay por qué enojarse… conmigo.
Esperó un momento con la vista fija en su espalda. Al ver que ella no se movía ni
hablaba, se retiró.
IV
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bolsillo, abrió la puerta de entrada y permaneció un momento en el pórtico antes de
entrar.
Observó las paredes adornadas con astas de ciervos, una enorme mesa rústica que
ocupaba el centro de la habitación principal, un viejo aparato de radio a pilas, un
fonógrafo con un montón de discos a su lado y varios vasos sucios y media botella de
whisky sobre otra mesa. Un automóvil pasó por la carretera y se detuvo en algún sitio
no lejano. Delaguerra frunció el ceño y maldijo entre dientes. Se daba cuenta de que
nada hallaría allí. Un hombre como Donegan Marr no dejaría nada importante en una
cabaña a la que iba muy pocas veces.
Delaguerra examinó los dormitorios, en uno de los cuales vió un par de pijamas
femeninos que no parecían pertenecer a Belle Marr. En la parte trasera había una
cocinita. Abrió la puerta trasera con otra llave y salió a otro pórtico que daba sobre el
terreno, cerca de una enorme pira de leña y un hacha de dos filos enterrada sobre un
tronco de quebracho.
Entonces vió las moscas.
Un caminito de madera partía de la casa hacia la leñera construida debajo de la
cabaña. Un rayo de luz se filtraba por entre los árboles e iluminaba el camino. En la
luz del sol se veía una masa de moscas que pululaban sobre algo pardusco y
pegajoso. Las moscas no querían apartarse. Delaguerra se inclinó y tocó la mancha
pardusca con un dedo; luego se lo llevó a la nariz. En su rostro se reflejó una
expresión extraña.
Un poco más lejos, en la parte exterior de la leñera, se veía otra mancha pardusca.
Delaguerra sacó las llaves del bolsillo y abrió el enorme candado. Abrió la puerta.
En el interior se veía más cantidad de leña. Delaguerra comenzó a apartar los
troncos a medio cortar.
Después de un momento pudo tomar un par de tobillos fríos y endurecidos y sacar
al muerto a la luz del sol.
Era un hombre delgado, ni alto ni bajo, vestido con un traje de buen corte y buena
calidad. Sus zapatos estaban bien lustrados, aunque cubiertos de polvo. No le
quedaba mucho de lo que fuera su rostro. Había sido destrozado por un terrible golpe.
La parte superior de la cabeza estaba partida en dos y la sangre se mezclaba sobre su
cabello escaso y de color castaño grisáceo.
Delaguerra se incorporó rápidamente y tomó un sorbo de whisky de su frasco de
bolsillo. Al inclinarse de nuevo oyó el arranque de un automóvil en las cercanías. Se
puso rígido. Luego el ruido del motor fué perdiéndose en la distancia. Delaguerra se
encogió de hombros y revisó los bolsillos del muerto. Estaban vacíos. Uno de ellos,
con la marca del lavadero, posiblemente, había sido arrancado. También había
desaparecido la etiqueta del sastre.
Posiblemente había muerto unas veinticuatro horas antes. La sangre de su cara se
había coagulado, pero no estaba completamente seca.
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Delaguerra permaneció en cuclillas a su lado durante largo rato, con la vista fija
en el lago. Luego volvió a la leñera y buscó algún trozo pesado de madera que tuviese
manchas de sangre, pero no pudo hallarlo. Volvió a la casa y salió por el pórtico
delantero, para observar las enormes piedras de la orilla del lago.
—Sí —dijo entre dientes.
Había muchas moscas sobre una de las piedras. La orilla del lago se hallaba a
unos dieciocho metros más abajo. Lo suficiente como para que un hombre se
rompiera la cabeza contra las piedras si caía en el sitio justo.
Tomó asiento en una de las mecedoras y permaneció pensando y fumando durante
largos minutos. Su rostro estaba rígido y sus ojos parecían fijos en algún lugar
remoto. Se veía una sonrisa algo sardónica en sus labios.
Luego volvió a la trasera de la casa y colocó de nuevo al muerto dentro de la
leñera, y lo cubrió con maderas. Cerró con llave el candado, cerró toda la casa y
volvió a ascender el sendero hasta la carretera de arriba.
Cuando partió eran las seis de la tarde, pero el sol brillaba todavía.
Un viejo mostrador servía de bar en el restaurante del pueblo. Tres bancos se hallaban
arrimados al mostrador. Delaguerra tomó asiento en uno de ellos, cercano a la puerta,
y bebió un vaso de cerveza. Se acercó luego hasta la puerta para mirar al exterior. Al
otro lado del camino había dos autos, uno era el viejo Cadillac del detective, el otro
un antiguo Ford lleno de polvo. Un hombre alto y delgado estaba en pie al lado del
Cadillac, mirándolo con atención.
Delaguerra sacó su pipa, la llenó de tabaco y la encendió. Entonces sintió avivarse
su interés ante la escena de afuera. El hombre alto estaba levantando la lona que
cubría la parte trasera del coche de Delaguerra y miraba al espacio interior.
El detective abrió suavemente la puerta y se dirigió a grandes zancadas hacia el
camino. Sus suelas de goma producían algún ruido sobre el pavimento, pero el
hombre delgado no se dió vuelta. Delaguerra se detuvo a su lado.
—Me pareció que usted me seguía —dijo hoscamente—. ¿De qué se trata?
El hombre se volvió despaciosamente. Tenía una cara larga y delgada y ojos color
verde. Su chaqueta estaba desabotonada y su mano se apoyaba sobre el lado
izquierdo de la cadera. Se veía la culata de un revólver dentro de una pistolera.
Miró a Delaguerra de arriba abajo con una sonrisa insolente.
—¿Es suyo este coche?
—¿Qué cree usted?
El hombre delgado levantó la solapa de la chaqueta y le mostró una chapa de
bronce.
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—Creo que soy un guardia de caza del condado de Toluca, señor. Creo que no es
la temporada de caza de ciervos.
Delaguerra bajó los ojos y miró al interior de su coche, inclinándose para poder
observar mejor lo que contenía. Había en el interior el cadáver de un ciervo al lado de
un fusil. Se incorporó y dijo:
—Esto sí que es raro.
—¿Tiene licencia para cazar?
—No cazo —le contestó Delaguerra.
—Sin embargo veo que tiene un fusil.
—Soy un policía.
—¡Oh!… policía, ¿eh? ¿Tiene la chapa?
—Sí, señor.
Delaguerra sacó su chapa y se la mostró. El guardián de caza la miró fijamente.
—Teniente de detectives, ¿eh? Policía de ciudad —su rostro reflejó una expresión
soñolienta—. Muy bien, teniente. Haremos un viaje de diez millas en su coche. Ya
pediré que me traiga alguien de vuelta.
Delaguerra se guardó la chapa, apagó la pipa cuidadosamente y luego aseguró de
nuevo la lona.
—¿Me arresta? —preguntó con gravedad.
—Lo arresto, teniente.
—Vamos, entonces.
Tomó asiento frente al volante del Cadillac. El guardián se sentó a su lado.
Delaguerra dió marcha al motor y partió por el camino de asfalto. El valle apenas se
divisaba en la distancia. El detective guió durante largo rato y ninguno de los dos
cambió palabra. Al cabo de cierto tiempo, sin embargo, Delaguerra se decidió y dijo:
—No sabía que había ciervos en Puma Lake. No he pasado de allí.
—Hay una reserva nacional por esos lados, teniente —dijo el guardián con calma
—. Es parte del condado de Toluca… ¿O no lo sabe usted?
—No lo sabía. Nunca he matado un ciervo en mi vida. El trabajo policial no me
ha hecho tan cruel.
El guardián sonrió sin responder. El camino daba una curva alrededor de la
montaña y Delaguerra hizo girar el coche hacia la derecha y luego hacia la izquierda
bruscamente, para luego aplicar los frenos con violencia. El guardián se vió lanzado
hacia la derecha y fué a dar luego de bruces contra el parabrisas. Lanzó una
maldición, se puso en pie y echó mano al revólver. Delaguerra le tomó con fuerza por
la muñeca y se la dobló hacia arriba. El guardián palideció y dijo con acento
ofendido:
—Así le irá peor, teniente. Recibí un informe telefónico de Salit Springs en el que
me describían su coche y decían dónde estaba. Decían que tenía un ciervo muerto
adentro.
Delaguerra le quitó el revólver y lo arrojó al camino.
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—¡Afuera, guardián! Pida que le lleven de vuelta, como dijo antes. ¿Qué pasa…,
no le alcanza el sueldo para vivir bien? Usted misino puso ese ciervo en mi coche,
cuando estaba en Puma Lake… ¡Maldito bribón!
El guardián descendió del coche y permaneció en pie en el camino.
—¡Muy valiente! —gruñó—. Ya se lamentará de esto, teniente. Presentaré una
queja.
Delaguerra descendió al lado del guardián y le dijo:
—Quizá me equivoque, pero es muy posible que le llamaran por teléfono.
Sacó el cadáver del ciervo de su coche y lo tiró al camino, sin perder de vista al
guardián. Éste no se movió, ni trató de recobrar su arma que estaba en el suelo.
Delaguerra ascendió de nuevo a su coche y partió enseguida. Cuando estuvo fuera
de la vista, el guardián recogió su revólver, escondió el cuerpo del ciervo entre unos
matorrales, y emprendió la marcha en sentido contrario.
VI
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Delaguerra apretó con fuerza el teléfono. Sentía un sabor amargo en la boca. Por
un momento no pudo hablar. Luego dijo:
—Quizá sea lo que parecía, Belle. Una pelea por esas fotos. Al fin y al cabo,
Donny tenía derecho de decirle a ese tipo que retirara su candidatura. Eso no era una
extorsión… Y ya sabes que tenía una pistola en la mano.
—Ven a verme cuando puedas, Sam —dijo la joven con cierta emoción.
Él tamborileó sobre el escritorio, vaciló de nuevo y dijo:
—Seguro… ¿Cuándo estuvo alguien en la cabaña de Puma Lake?
—No sé. Yo no he ido allí desde hace un año. Él iba… solo. Quizá se encontraría
allí con alguno. No sé.
Delaguerra dijo algunas vagas palabras, se despidió y cortó. Permaneció con los
ojos fijos en el teléfono. En su rostro no se reflejaba ya la expresión de duda que le
había atormentado antes.
Volvió a su dormitorio para ponerse la chaqueta y el sombrero de paja. Antes de
salir, quemó los tres trocitos de papel que tenían el nombre de Joey Chill.
VII
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—Eso es posible. Le dan un motivo, pero, estando el arma en la mano de Marr,
nadie podrá acusarle de premeditación.
—Lo has pensado muy bien, Pete. —Delaguerra se acercó a la ventana y fijó la
vista en el exterior.
Marcus dijo después de una pausa.
—No me ves haciendo nada, ¿verdad, español?
Delaguerra se volvió lentamente y se acercó para mirar a Marcus de cerca.
—No te enojes, muchacho. Eres mi socio y a mí me tienen marcado por ser el
amigo de Marr. Tú estás sufriendo en parte por eso. Te quedas aquí sin hacer nada y a
mí me mandan a Puma Lake sin ninguna otra razón más que para que pongan un
ciervo muerto en mi coche y me pesque un guardián de caza con las manos en la
masa.
Marcus se puso en pie, cerrando los puños. Sus ojos se abrieron enormemente. Se
puso pálido.
—¡Malditos puercos! —gruñó con voz ronca—. Ninguno de la fuerza se
arriesgaría a tanto, Sam.
Delaguerra sacudió la cabeza.
—Yo también lo pienso así. Pero habrán escuchado alguna insinuación para que
me mandaran allá. Y alguien que no perteneciera al departamento podría haber hecho
el resto.
Pete Marcus tomó asiento de nuevo.
—Escucha —dijo—, esto no es más que un trabajo para mí. Una forma de
ganarme la vida. No tengo ningún ideal con respecto a la policía, como lo tienes tú.
Una palabra tuya y le tiro la chapa a la cara del viejo.
Delaguerra se inclinó y le dió una palmada en el hombro.
—No te pongas nervioso. Son cosas mías. Vete a casa y tómate unas copas.
Abrió la puerta y salió rápidamente, marchó cierta distancia por un corredor y se
detuvo frente a una puerta con una chapa que decía: «Jefe de Detectives. Entre».
Delaguerra golpeó con los nudillos y entró.
Dos hombres se hallaban en la espaciosa oficina. El jefe de detectives, Tod
McKim, miró con seriedad a Delaguerra cuando éste entró. Era un hombre
corpulento, de rostro melancólico y ojos no muy parejos.
El hombre que estaba sentado en uno de los sillones frente al escritorio estaba
muy bien vestido y usaba polainas; un sombrero gris perla y guantes del mismo color
descansaban con su bastón sobre otra silla. Tenía cabellos blancos y un rostro de
aspecto vicioso, aunque bien parecido. Le sonrió a Delaguerra con cierta expresión
divertida e irónica.
Delaguerra tomó asiento frente a McKim. Luego miró al hombre de los cabellos
blancos y le saludó:
—Buenas noches, comisionado.
El comisionado Drew le respondió con un movimiento de cabeza.
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McKim se inclinó hacia adelante y dijo en voz baja:
—Tardó bastante en venir a presentar el informe. ¿Halló algo?
Delaguerra le miró fríamente.
—No me mandaron para que hallara algo…, excepto, quizá, el cuerpo de un
ciervo en la trasera de mi coche.
El rostro de McKim no cambió de expresión. Drew tosió débilmente.
—No debe usted hacer esos chistes a su jefe, muchacho —dijo Drew.
Delaguerra siguió mirando a McKim. Éste dijo con tono penoso:
—Usted tiene una buena foja de servicios, Delaguerra. Su abuelo fué uno de los
mejores sheriffs que tuvo este condado. Usted ha servido muy bien en el presente. Se
le acusa de violar las leyes de caza, de desacatar las órdenes de un agente en el
cumplimiento de su deber y de resistir el arresto. ¿Tiene algo que decir a todo eso?
—¿Me despiden? —preguntó Delaguerra con voz inexpresiva.
McKim sacudió la cabeza.
—Es una acusación departamental. No hay queja oficial. Me imagino que no hay
pruebas.
Sonrió sin alegría.
—En ese caso, me imagino que querrá mi chapa —dijo Delaguerra serenamente.
McKim asintió en silencio. Drew dijo:
—Es usted demasiado rápido para el departamento.
Delaguerra se quitó la chapa y la dejó sobre el escritorio.
—Está bien, jefe —dijo—. Tengo sangre española en las venas. Puramente
española. Nada de mejicano ni yanqui. Mi abuelo hubiera manejado esta situación
con menos palabras y más humo de pólvora, pero eso no quiere decir que sea algo
cómico. Me jugaron una treta para ponerme en esta situación, porque yo era un amigo
íntimo de Donegan Marr, Usted sabe, como lo sé yo, que eso nunca me impidió que
cumpliera siempre con mi deber. El comisionado y sus amigos políticos quizá no
estén tan seguros.
Drew se puso en pie de un salto.
—¡Por Dios, no le permito que me hablé así! —gritó.
Delaguerra sonrió sin decir palabra ni mirar siquiera a Drew. Éste se sentó de
nuevo haciendo muecas.
Al cabo de un momento, McKim guardó la chapa en un cajón del escritorio y se
puso en pie.
—Queda suspendido hasta que se le llame a declarar, Delaguerra —dijo—.
Hábleme de vez en cuando.
Se retiró rápidamente de la oficina sin volver la cabeza.
Drew se aclaró la garganta, ensayó una sonrisa amistosa y dijo:
—Quizá fui un poco arrebatado. No me tenga rencor. La lección que está usted
aprendiendo, la hemos aprendido todos. ¿Puedo darle un consejo?
Delaguerra se puso en pie y le sonrió con los labios solamente.
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—Ya sé cuál es, comisionado. No se meta en el caso Marr.
Drew rió con buen humor.
—No, no es eso exactamente. No existe ningún caso Marr. Imlay ha admitido por
medio de su abogado que mató a Marr en defensa propia. Se entregará mañana a las
autoridades. No; mi consejo se refiere a otra cosa. Vuelva al condado de Toluca y
pídale disculpas al guardián. Creo que eso es todo lo que se necesita. Podría probarlo.
Delaguerra se acercó a la puerta y la abrió. Luego se volvió con una sonrisa que
mostraba sus blancos dientes.
—Conozco un pillo cuando lo veo, comisionado. A ése ya le pagaron por la
molestia que se tomó.
Salió. Drew quedó mirando la puerta con el rostro rígido por la ira. Sus manos
temblaban furiosamente.
—¡Por Dios! —murmuró—. Puedes ser un español…, pero te mereces un tiro.
Se levantó de la silla y tomó su sombrero y bastón. Las manos le temblaban.
VIII
La calle Newton, entre la tercera y cuarta avenida, era una cuadra de tiendas de ropas
baratas, casas de préstamos, hoteles de ínfima categoría, frente a los cuales se veían
hombres furtivos que miraban de soslayo. A mitad de cuadra se veía un letrero con
las palabras «Salón de Billares de Stoll». Desde la acera bajaban varios escalones
hacia el salón. Delaguerra descendió por ellos.
Había varias mesas de billar y un bar en un rincón. Alrededor de una de las mesas
había un grupo de hombres que apostaban por uno u otro de los contrincantes.
Delaguerra se detuvo frente a una mesa desocupada, sacó un billete de diez
dólares del bolsillo y una pequeña etiqueta engomada. Escribió en ella: «¿Dónde está
Joey?», la pegó al billete y dobló éste en cuatro. Luego se acercó al grupo que
rodeaba la mesa hasta estar bien cerca de los jugadores.
Un hombre alto y delgado, de rostro pálido e impasible y cabellos partidos en el
medio, estaba poniéndole tiza a un taco, y estudiando las bolas sobre la mesa. Se
inclinó e hizo una carambola perfecta a tres bandas.
Un hombrecillo regordete, que estaba sentado en un banco alto, gritó:
—Cuarenta para Chill. Ocho a uno.
El hombre alto le puso tiza al taco y miró a su alrededor. Sus ojos pasaron por
sobre Delaguerra sin detenerse. El detective se acercó y le dijo:
—¿Quiere apostar, Max? Cinco dólares contra el tiro siguiente.
—Aceptado —contestó el hombre alto.
Delaguerra puso el billete sobre la mesa. Un joven de camisa a rayas estiró la
mano para tomarlo. Max Chill le impidió el camino como por casualidad, se guardó
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el billete en el bolsillo y anunció:
—Apuesto cinco.
Hizo otra carambola perfecta, entregó el taco al muchacho de la camisa a rayas y
dijo:
—Un momentito. Vengo enseguida.
Se alejó hacia una puerta marcada: «Caballeros». Delaguerra encendió un
cigarrillo y estudió a los concurrentes que eran la acostumbrada escoria de la calle
Newton. El oponente de Max Chill, otro hombre alto y pálido, conversaba con el
marcador sin mirarle a la cara. Cerca de ellos, solo y con aspecto desdeñoso, se
hallaba un filipino muy apuesto, vestido con un traje de buen corte, y fumando un
cigarrillo negro.
Max Chill volvió a la mesa, tomó su taco y le volvió a poner tiza. Metió la mano
en el bolsillo y dijo perezosamente:
—Le debo cinco de vuelto, amigo —y le entregó un billete plegado a Delaguerra.
Hizo tres carambolas seguidas, casi sin detenerse a mirar las bolas. El marcador
anunció los tantos.
Dos hombres se separaron del grupo y se dirigieron hacia la entrada. Delaguerra
marchó detrás de ellos. Se detuvo frente a los escalones de entrada, desplegó el billete
y leyó la dirección escrita debajo de su pregunta. Arrugó él billete e hizo ademán de
guardarlo en el bolsillo. En ese momento, algo duró le tocó la espalda. Una voz seca
dijo:
—¿Quiere ayudar a un pobre?
Delaguerra se hizo a un lado bruscamente y se tiró al suelo. En la caída, tomó del
tobillo al que tenía detrás. Una pistola le pasó rozando la cabeza y le pegó sobre el
hombro. Oyó una respiración entrecortada. Se volvió, dobló el tobillo que tenía en la
mano y se puso en pie.
El filipino del traje elegante cayó de espaldas al suelo. Una pistola voló por el aire
y Delaguerra la envió debajo de una mesa con un puntapié. En la parte trasera del
salón, los jugadores seguían la partida apaciblemente. Si alguien notó la pelea, nadie
tuvo intención de acercarse a investigar. Delaguerra sacó su cachiporra y se inclinó
sobre el filipino.
—Tienes mucho que aprender. Arriba ya.
La voz del detective era fría como el hielo. El filipino se puso en pie y levantó la
mano izquierda hacia el hombro derecho, por debajo de la chaqueta. La cachiporra le
dió en los nudillos. El filipino gimió y dejó caer la mano a un costado.
—Me querías asaltar, ¿eh? Muy bien, amarillo, será otra vez. Ahora estoy
ocupado. ¡Corre!
El filipino retrocedió hacia las mesas y se quedó allí. Delaguerra pasó la
cachiporra a su mano izquierda y se llevó la derecha hacia la pistola. Permaneció un
momento observando al otro. Luego se volvió y ascendió los escalones rápidamente.
El hombrecillo moreno recogió su arma que estaba debajo de una mesa.
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IX
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perdió el conocimiento. Permitió que el filipino los retratara a los dos con una cámara
miniatura. Y luego, como todas las mujeres, se arrepintió y nos contó todo a Max y a
mí.
Delaguerra asintió en silencio.
El hombrecillo sonrió y dijo:
—¿Qué cree usted que hice? Empecé a seguir al filipino, y al poco tiempo le vi
entrar en el departamento que ocupa Dave Aage en el edificio Vendome… Me parece
que eso es importante.
Delaguerra asintió de nuevo y sacudió la ceniza de su pipa.
—¿Quién más está enterado de esto? —preguntó.
—Max. Él me respaldará si usted le maneja como se debe. Sólo que no quiere
intervenir en el asunto. No acostumbra jugar esas partidas. Le dió dinero a Stella para
que saliera de la ciudad y se retiró del asunto. Esos muchachos son peligrosos.
—Max no podía saber adónde siguió usted al filipino, Joey.
—No le estoy engañando, poli. Nunca lo he hecho.
—Le creo, Joey —dijo Delaguerra—. Pero quisiera alguna otra prueba. ¿Qué
deduce usted del asunto?
El hombrecillo lanzó un gruñido.
—Está muy claro. Ya sea que el filipino trabajaba con Masters y Aage antes, o
hizo un trato con ellos después de tomar las fotos. Luego le mandaron las fotos a
Marr sin que éste sepa que aquéllos las vieron. Imlay presentaba la candidatura
respaldado por ellos; pero es un pillo. Resulta que es un borracho consuetudinario y
todos lo saben.
Los ojos de Delaguerra brillaron. El resto de su rostro era como una máscara
inexpresiva. Joey Chill prosiguió:
—De modo que se arriesgan a hacer el jueguito. Mandan las fotos a Marr sin que
éste sepa que son ellos los que se la enviaron. Luego le avisan a Imlay quién las tiene,
que son, y que Marr está dispuesto a extorsionarlo con ellas. ¿Qué haría un tipo como
Imlay? Saldría de casa, poli… Y John Masters el Grande y su socio recogerán las
ganancias. Bien, ¿qué le parece? ¿Vale la pena?
Delaguerra sacó algunos billetes de su billetera y los arrojó sobre la cama.
—Me gustaría poder hablar con Stella, Joey. ¿Qué le parece?
El hombrecillo se metió el dinero en el bolsillo de su camisa y sacudió la cabeza.
—Yo no sé nada. Podría usted probar otra vez con Max. Creo que ha salido de la
ciudad y yo pienso hacer lo mismo. Porque esa gente es peligrosa, como le dije
antes…, y quizá no he sido lo bastante precavido…, pues hay uno que me ha estado
siguiendo.
Se puso en pie, bostezó y preguntó:
—¿Quiere un poco de ginebra?
Delaguerra sacudió la cabeza y observó al hombrecillo acercarse a una cómoda y
servirse un vaso de ginebra que se bebió de un trago.
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En ese momento se oyó el tintineo de cristales rotos, y un sonido seco y bajo. Un
pedazo del cristal de la ventana cayó al piso, casi a los pies de Joey Chill.
El hombrecillo permaneció inmóvil por unos dos o tres segundos. Luego, el vaso
cayó de sus dedos y sus piernas se doblaron. Se desplomó sobre un costado, rodó un
poco y quedó tendido de espaldas. La sangre comenzó a manar de un orificio sobre su
ojo izquierdo, manchándole toda la cara. Los ojos de Joey Chill estaban fijos en el
techo, pero nada veían. Había muerto.
Delaguerra se dejó caer de la silla al suelo y quedó apoyado sobre las rodillas y
las manos. Lentamente se arrastró por un costado de la cama hacia la ventana; allí
estiró la mano y la metió debajo de la camisa de Joey. Durante un momento sostuvo
sus dedos sobre el corazón del hombrecillo, luego los retiró y sacudió la cabeza. Se
quitó el sombrero y se asomó por un rincón de la ventana con extremada cautela.
Vió una pared alta perteneciente a un depósito, al otro lado del callejón. En el
segundo piso había muchas ventanas, ninguna de ellas tenía luz. Delaguerra bajó la
cabeza y dijo entre dientes:
—Debe ser un rifle con silenciador. Y muy buena puntería.
Sacó los billetes del bolsillo del muerto, se arrastró hasta la puerta, quitó la llave y
salió al exterior, cerrándola de nuevo con llave. Salió a la calle y examinó
cuidadosamente los alrededores; al no ver nada sospechoso, caminó dos cuadras y
tomó un taxi para dirigirse al «Salón de Billares de Stoll» que estaba en la calle
Newton.
Entró en el salón y miró a su alrededor; luego se acercó al hombrecillo regordete
que se hallaba sentado al lado de una caja registradora.
—¿Es usted Stoll?
El otro asintió.
—¿Adónde fue Max Chill?
—Hace mucho que se fue a su casa, según creo.
—¿Dónde está su casa?
El otro le dirigió una rápida mirada.
—No sabría decírselo.
Delaguerra levantó la mano hacia el bolsillo donde siempre solía llevar su chapa.
La dejó caer de nuevo, pero no muy rápido. El otro sonrió.
—¿Policía, eh? Muy bien, vive en el Mansfield, a tres cuadras hacia el oeste de la
Grand Central.
Ceferino Toribo, el filipino buen mozo y bien vestido, recogió varias monedas del
mostrador de la oficina telegráfica, y le sonrió a la rubia que le atendió.
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—¿Lo despacharán enseguida, querida?
Ella examinó el telegrama.
—¿Hotel Mansfield? Estará allí dentro de veinte minutos…, y ahórrese el piropo.
—Está bien, querida.
Toribo se alejó de la oficina con mesurado paso. La rubia pasó el mensaje y dijo
por sobre el hombro:
—El tipo debe estar loco. Ha enviado un telegrama a un hotel que está a tres
cuadras de distancia.
Ceferino Toribo caminó por la calle Spring; al llegar a la Cuarta Avenida tomó
hacia el oeste y penetró en el Hotel Mansfield por la puerta de la barbería. Subió al
tercer piso y tomó asiento en una silla que se hallaba frente a los ascensores.
Cada vez que uno de los ascensores se detenía en ese piso, se inclinaba hacia
adelante y parecía prepararse para algo. Al fin notó que se acercaban pasos desde el
ascensor más lejano. Se puso en pie y sacó una larga pistola automática de una
pistolera asegurada debajo de su axila derecha, la transfirió a su mano derecha y la
tuvo oculta a sus espaldas.
Se presentó un botones con una bandeja en la que llevaba un telegrama. Toribo le
chistó y levantó el arma. El botones abrió la boca y le miró asustado.
—¿Qué cuarto, pequeño?
El botones sonrió con ánimo de aplacarlo. Se acercó y le mostró el sobre, en el
que se veía escrito el número 380.
—Déjalo en la silla —le ordenó Toribo.
El muchacho hizo lo que le ordenaban y se alejó corriendo a una palabra de
Toribo.
El filipino se guardó la pistola en el bolsillo de su chaqueta y tomó el telegrama.
Luego se acercó a la puerta del número 386 y llamó, diciendo:
—Telegrama para usted, señor.
Se oyó el ruido de un elástico que crujía, y luego pasos que se acercaban a la
puerta. Un segundo después se abrió ésta. Toribo ya tenía el arma en la mano. Al
abrirse la puerta, penetró rápidamente de costado y le apoyó el cañón del arma sobre
el estómago de Max Chill.
—¡Atrás! —le ordenó.
Max Chill retrocedió ante la amenaza de la pistola. Llegó hasta la cama y se dejó
caer sentado en ella. La cara pálida de Max Chill no tenía expresión ninguna.
Toribo cerró la puerta con llave. Al verle, Chill hizo una mueca y le comenzaron a
temblar los labios. El filipino le dijo, con tono de burla:
—Habló con los polis, ¿eh? Adiós.
La pistola saltó en su mano y siguió saltando. Un poco de humo blanquecino
emanó de su boca. El estampido no era más fuerte que una palmada. Sonó así siete
veces.
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Max Chill fue cayendo lentamente sobre la cama. Sus pies permanecieron sobre
el suelo. Los ojos se tornaron vidriosos, y una espuma rojiza comenzó a salir de sus
labios. Toribo cambió de mano el arma y se la guardó en la pistolera. Se acercó a
Max y permaneció mirándolo un momento. Luego volvió a la puerta, la abrió,
siempre con los ojos fijos en su víctima. Se oyó un ruido a sus espaldas.
Comenzó a girar sobre sí mismo, llevándose la mano a la pistola. Algo le golpeó
en la cabeza. Se desplomó pesadamente al suelo, sin sentir cuando su rostro pegó
contra las tablas.
Delaguerra metió las piernas del filipino dentro de la habitación y cerró la puerta
con llave. Luego se acercó a la cama, llevando en la mano su cachiporra. Examinó
durante un rato al muerto. Al fin dijo en un susurro:
—¡Qué limpieza! ¡Qué limpieza!
Se volvió al filipino, le revisó los bolsillos y le quitó una billetera llena de dinero,
un encendedor de oro, un pañuelo enorme, dos pistolas y bastantes proyectiles para
ambas, y cinco paquetitos de heroína. Dejó todo esparcido por el piso y sacó del
bolsillo un delgado alambre de acero. Con el alambre le aseguró las muñecas; luego
le arrastró hasta la cama, lo sentó contra una de las patas y le ató el cuello a la pata de
la cama con otro trozo de alambre. Ató el pañuelo del filipino al extremo del nudo
corredizo del alambre.
Entró en el cuarto de baño y volvió con una jarra de agua que arrojó con fuerza a
la cara de Toribo. Éste recobró el conocimiento y se inclinó hacia adelante, dando un
respingo cuando el alambre le apretó el cuello. Sus ojos se abrieron e hizo un gesto
como para lanzar un grito. Delaguerra dió un tirón al pañuelo y el grito quedó en la
garganta del hombrecillo moreno.
Delaguerra aflojó la tensión y le puso el puño cerca de la cara al filipino.
—Me dirás unas cuantas cosas, carroña. Quizá no ahora, ni pronto; pero me las
dirás.
El filipino le escupió en la cara. Delaguerra sonrió ceñudamente y le dió un fuerte
tirón al pañuelo, sosteniéndolo tirante.
El filipino comenzó a patear el suelo. Su cuerpo se movió en súbitos espasmos.
Su rostro moreno se tornó purpúreo y sus ojos parecieron querer saltar de las órbitas.
Delaguerra aflojó otra vez el alambre.
El filipino respiró estertóreamente. Su cabeza se inclinó hacia adelante y luego se
apoyó bruscamente contra el parante de la cama. Se sacudía como si tuviera frío.
—Sí…, hablaré —susurró.
XI
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Cuando sonó el timbre de la puerta, Toomey «Cabeza de Hierro» dejó los naipes
sobre la mesa y miró hacia el living-room. Lentamente se puso en pie. Era un
hombrón corpulento, de cabellos grises y enorme nariz. En el living-room se hallaba
una jovencita rubia y delgada. Estaba leyendo una revista en un diván. Era bonita,
pero muy pálida. Dejó la revista y se puso en pie para mirar a Toomey con expresión
de temor. El gigantón le hizo una seña con el pulgar. La joven salió rápida y
silenciosamente hacia la cocina. Cerró la puerta sin hacer el menor ruido.
De nuevo sonó el timbre, esta vez por más tiempo. Toomey metió los pies en un
par de pantuflas, se caló unos lentes, tomó un revólver que se hallaba en una silla a su
lado. Levantó del suelo un periódico y lo arregló de forma que cubriera el arma, la
que empuñaba en su mano izquierda. Se dirigió despaciosamente hacia la puerta de
entrada.
Estaba bostezando cuando la abrió, y miró con ojos soñolientos al hombre de
elevada estatura que estaba de pie en el pórtico.
—Bueno —dijo con expresión fatigada—. ¿Qué hay?
Delaguerra le replicó:
—Soy un oficial de policía. Quiero ver a Stella La Motte.
Toomey «Cabeza de Hierro» colocó un brazo grueso como un tronco de árbol
sobre el marco de la puerta y se apoyó pesadamente en él. Su expresión siguió siendo
de aburrimiento.
—Se equivocó de casa, poli. No hay mujeres aquí.
—Entraré para comprobarlo —le respondió Delaguerra.
—Me parece que no —le respondió el gigantón, con tono alegre.
Delaguerra desenfundó su pistola con un movimiento rapidísimo y asestó un
golpe con el cañón sobre la muñeca izquierda de Toomey. El periódico y el revólver
cayeron al piso del pórtico. La cara de Toomey perdió su expresión de aburrimiento.
—Triquiñuela vieja —dijo Delaguerra—. Entremos.
Toomey sacudió su muñeca izquierda, retiró su otro brazo del marco de la puerta
y lanzó un fuerte golpe en dirección a la mandíbula de Delaguerra. Éste retiró la
cabeza unas pulgadas, frunció el ceño y reprobó al otro con un chistido.
Toomey se lanzó contra él y Delaguerra se hizo a un lado y le golpeó con la
pistola en la cabeza. El gigantón cayó boca abajo en el piso. Lanzó un gruñido, apoyó
las manos en el piso y comenzó a levantarse como si nada hubiera ocurrido.
Delaguerra apartó el revólver de su oponente a cierta distancia. Una puerta interna se
abrió. Toomey se hallaba ya de rodillas, cuando Delaguerra miró hacia la dirección de
donde llegaba el ruido. Le asestó un golpe a Delaguerra en el estómago y éste gruñó y
le pegó otro golpe en la cabeza con la pistola. Toomey sacudió su dura cabeza y
gruñó:
—Gastas tiempo, pegándome, compañero.
Se lanzó hacia un costado y tomando a Delaguerra por las piernas, le hizo caer de
espaldas. Su cabeza pegó contra el suelo y quedó aturdido. La rubia salió corriendo
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hacia ellos con una pequeña automática en la mano. Le apuntó a Delaguerra y dijo
con furia:
—¡Arriba las manos, maldito!
El detective sacudió la cabeza y quiso decir algo, para contener el aliento en el
momento en que Toomey le torció el pie. El gigantón empezó a torcerle el tobillo
como si quisiera arrancarle el pie. Delaguerra palideció y su boca hizo una mueca de
dolor. Se apoyó sobre un codo, tomó a Toomey por los cabellos con su mano
izquierda y pegó fuertemente con su pistola en la mandíbula del hambrón.
Toomey perdió el conocimiento y él cayó encima. Delaguerra no podía moverse.
No podía levantar su arma del suelo. La rubia estaba ya cerca y le miraba furiosa.
Delaguerra dijo con voz apenas audible:
—No seas tonta, Stella. Joey…
La rubia no parecía en sus cabales. Sus pupilas se habían empequeñecido por el
uso de la droga.
—¡Policías! —gritó—. ¡Policías! ¡Dios, cómo los odio! Disparó la pistola que
empuñaba. Los ecos del estampido resonaron en la casa. Un golpe fortísimo, como
asestado con una maza, sacudió el costado izquierdo de la cabeza de Delaguerra. El
dolor le encegueció. Luego se hundió en un abismo de insondables negruras.
XII
Una niebla roja se fue formando de nuevo ante sus ojos. El terrible dolor parecía
carcomerle el lado izquierdo de la cabeza y del rostro. Trató de mover las manos,
pero no pudo. Luego abrió los ojos y la niebla roja se disipó un poco para dar paso a
una cara. Era una cara enorme, de mejillas azuladas y labios rojos y sonrientes, de los
que se destacaba un gran cigarro. Delaguerra cerró de nuevo los ojos y perdió otra
vez el conocimiento.
Pasaron segundos, o años. Otra vez estaba mirando a la cara. Oyó una voz
profunda.
—Bueno, ya lo tenemos otra vez con nosotros. ¡Duro el tipo, eh!
La cara se acercó un poco y el humo del cigarro le entró por la nariz. Entonces
comenzó a toser y le pareció que la cabeza se le abría de nuevo. La sangre comenzó a
correrle por la mejilla.
—Con eso estará como nuevo —dijo la voz profunda.
Otra voz suave pronunció algunas palabras obscenas. La cara grande se volvió
hacia el sonido.
Delaguerra despertó del todo en ese momento. Vió con claridad la habitación y
las cuatro personas que la ocupaban. La cara enorme era la de John Masters el
Grande.
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Stella La Motte se hallaba acurrucada en un extremo de un sofá, mirando al suelo
con expresión aturdida, y sus brazos y manos debajo de los almohadones.
Dave Aage estaba apoyado contra una pared, cerca de una ventana cubierta por
cortinas. Su rostro tenía expresión de hastío. El comisionado Drew se hallaba sentado
en el otro extremo del sofá, debajo de una lámpara encendida. La luz le plateaba el
cabello. Sus ojos azules miraban la escena con atención.
En la mano de John Masters había un revólver de brillante caño. Delaguerra
parpadeó al verlo y trató de incorporarse. Una mano le pegó en el pecho y le hizo
tomar asiento otra vez. La voz profunda dijo rudamente:
—Despacito, amigo. Ya se divirtió bastante. La fiesta es nuestra ahora.
Delaguerra se humedeció los labios y pidió:
—Deme un poco de agua.
Dave Aage se retiró para volver a poco con un vaso de agua que puso en los
labios de Delaguerra. Éste bebió lentamente.
—Nos gusta su coraje, poli —dijo entonces Masters—. Pero no lo usa usted bien.
Parece que no comprende las insinuaciones. Es una lástima, porque de esa forma ha
terminado usted. ¿Me entiende?
La rubia volvió la cabeza y miró al detective, para apartar de nuevo la vista casi
inmediatamente. Aage se apoyó de nuevo en la pared. Drew comenzó a acariciarse el
rostro con dedos nerviosos, como si la cabeza ensangrentada de Delaguerra le hiciera
doler la suya. El detective dijo:
—Con matarme no ganará más que lo cuelguen más pronto, Masters. Un idiota
con suerte sigue siendo siempre un idiota. Ya hizo matar a dos hombres sin ningún
motivo. Ni siquiera sabe qué es lo que trata usted de ocultar.
El corpulento Masters lanzó una maldición y levantó el revólver, pero lo bajó
enseguida lanzando una carcajada.
Aage dijo con indolencia:
—No te excites, John. Déjale que diga su discursito.
Delaguerra prosiguió con voz calmosa:
—La señorita ésa es la hermana de los dos hombres que hizo matar usted. Ella les
contó lo ocurrido con Imlay, les dijo quién tenía las fotos, y cómo llegaron a manos
de Donegan Marr. Su amigo filipino ha cantado. Ya me doy cuenta de todo el plan.
Ustedes no podan estar seguros de que Imlay mataría a Marr. Era posible que Marr le
ganara con la pistola. De todos modos les saldría bien la jugada. Sólo que si Imlay
mataba a Marr, tenían que solucionar el caso con rapidez. Allí es donde se
equivocaron. Empezaron ustedes a cubrir las huellas antes de saber en realidad qué
había ocurrido.
Masters dijo entonces con voz ronca:
—Tonterías, poli, tonterías. Me estás haciendo perder el tiempo.
La rubia miró a Delaguerra y luego a la espalda de Masters. Se reflejaba el odio
en sus ojos ahora. Delaguerra se encogió de hombros y prosiguió:
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—Para usted no era más que rutina el hacer matar a los hermanos Chill. También
fue rutina el sacarme de la investigación y hacerme suspender porque se figuraba que
era un subordinado de Marr. Pero no fue rutina cuando no pudieron encontrar a
Imlay…, y eso les arruinó por completo.
Los ojos de Masters se abrieron enormemente. Las venas de su cuello se
hincharon. Aage se apartó de la pared y permaneció inmóvil y rígido. Al cabo de un
momento, Masters habló con voz muy baja.
—No está mal, poli. Cuéntanos eso.
Delaguerra se tocó la cabeza y se miró la mano. Sus ojos tenían una expresión
indescifrable.
—Imlay está muerto, Masters. Estaba muerto antes de que mataran a Marr.
Reinó el silencio en la habitación. Nadie se movió por un momento. Los cuatro a
quienes miraba Delaguerra estaban helados por la sorpresa. Al cabo de una larga
pausa, Masters respiró con fuerza y dijo en un susurro:
—Dígalo, poli. Dígalo rápido o ¡por Cristo! que lo…
La voz fría de Delaguerra le interrumpió. No se notaba ninguna emoción en ella.
—Imlay fue a ver a Marr. ¿Por qué no? No sabía que lo habían traicionado. Sólo
que lo fue a ver anoche, no hoy. Fueron juntos en auto a la cabaña de Puma Lake,
para conversar del asunto amistosamente. Luego, cuando estuvieron allí, se pelearon,
e Imlay murió, cayó desde el pórtico hasta el lago y se rompió la cabeza sobre las
piedras. Está en la leñera de la cabaña de Marr. Marr lo escondió allí y volvió a la
ciudad. Hoy recibió un llamado telefónico en el que le mencionaban el nombre de
Imlay, y le pedían una cita para las doce y treinta. ¿Qué podía hacer? Ganar tiempo
por supuesto, y enviar afuera a su secretaria, poner un arma al alcance de su mano y
esperar al visitante. Estaba preparado para la lucha. Sólo que el visitante le engañó y
no pudo usar su pistola.
Masters dijo hoscamente:
—¡Infiernos! Eso no son más que deducciones. No es posible que sepa todas esas
cosas.
Miró a Drew. Éste estaba muy pálido. Aage se acercó al comisionado. La rubia no
movió un solo músculo.
Delaguerra contestó:
—Seguro que son deducciones, pero se ajustan a los hechos. Tiene que haber
ocurrido así. Marr era muy listo con un arma y además estaba preparado. ¿Por qué no
pudo disparar un solo tiro? Porque fue una mujer la que le visitó.
Levantó la mano y señaló a la rubia.
—Allí tienen a la asesina. Ella amaba a Imlay a pesar de que le engañó. Así son
ellas. Se sintió arrepentida por lo que había hecho y ella misma fue a matar a Marr.
¡Pregúntenle a ella!
La rubia se puso en pie con un rápido movimiento. Su mano derecha se apartó de
los almohadones. En ella empuñaba la pequeña automática con la que hiriera a
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Delaguerra. Sus ojos verdes estaban muy abiertos. Masters giró sobre sí mismo y
levantó el brillante revólver que empuñaba.
La joven le descerrajó dos tiros a quemarropa, sin vacilar ni un segundo. La
sangre saltó del cuello de Masters y le manchó la chaqueta. Trastabilló y dejó caer el
revólver casi a los pies de Delaguerra. Se desplomó pesadamente al suelo, y quedó
inmóvil.
Delaguerra tenía el revólver muy cerca de la mano.
Drew se puso en pie gritando. La chica se volvió lentamente hacia Aage,
desatendiendo a Delaguerra. Aage sacó una Luger de entre sus ropas y apartó a Drew
con el brazo. La pequeña automática y la Luger rugieron al mismo tiempo. La rubia
erró el tiro y se desplomó sobre el sofá con una mano sobre el pecho. Trató de
levantar de nuevo el arma y luego quedó muerta.
Aage apuntó la Luger hacia Delaguerra. El teniente le disparó cuatro tiros con
tanta rapidez, que los estampidos parecían los de una ametralladora.
En el instante antes de caer, el rostro de Aage perdió toda expresión y sus ojos se
tornaron vidriosos. Luego, su largo cuerpo se desplomó al suelo. El olor a la pólvora
predominaba en la habitación. Todavía reverberaban en sus paredes los ecos de los
disparos. Delaguerra se puso en pie con lentitud e hizo una seña con el revólver en
dirección a Drew.
—Cosa suya, comisionado. ¿Es esto lo que usted quería?
Drew asintió con lentos movimientos de cabeza, mientras le temblaban los labios.
Tragó saliva y se movió lentamente hacia el sofá, pasando por sobre el cadáver de
Aage. Examinó a la rubia y sacudió la cabeza; se acercó a Masters y le tocó. Luego se
puso en pie.
—Creo que todos están muertos —dijo entre dientes.
—Espléndido —dijo Delaguerra—. ¿Qué pasó con el gigantón de la cabeza de
hierro?
—Lo mandaron fuera de la ciudad. Yo…, yo no creo que tuvieran intención de
matarle a usted, Delaguerra.
El teniente asintió. Su rostro comenzó a suavizarse. El costado que no era una
máscara manchada de sangre, volvió a tener expresión humana. Se puso el pañuelo
sobre la cara.
—Eso dirá usted —contestó.
La casa estaba en completo silencio. Desde el exterior no llegaba ningún ruido.
Drew escuchó con atención y luego salió a la puerta para mirar la calle. Volvió al lado
de Delaguerra y una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Es algo extraordinario —dijo— que un comisionado de policía tenga que ser su
propio investigador…, y que un policía honrado tenga que ser expulsado de la fuerza
para poder ayudarlo.
Delaguerra le miró con rostro inexpresivo.
—¿Quiere usted hacerlo de esa forma?
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Drew habló con más calma ahora. Le habían vuelto los colores a la cara.
—Por el bien del departamento, y de la ciudad…, y de nosotros mismos, es la
única forma en que debe hacerse.
Delaguerra le miró a los ojos.
—Yo también lo prefiero así —exclamó con voz monótona—. Si es que se hace
exactamente en esa forma.
XIII
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—¿Cómo supiste que era una mujer… la que mató a Donny? —preguntó ella en
voz baja.
—Simplemente, lo sabía.
Se alejó unos pasos y miró los árboles. Luego se volvió y se detuvo al lado de la
silla. Su rostro reflejaba pesadumbre.
—Pasamos buenos ratos juntos… nosotros tres. La vida le hace a uno malas
pasadas. Todo ha terminado ya.
—Quizá no todo, Sam. Debemos vernos más a menudo de ahora en adelante.
Una vaga sonrisa se dibujó en los ojos de Delaguerra.
—Es mi primer delito —dijo—. Espero que sea mi último también.
La cabeza de Belle Marr se sacudió un poco. Sus manos se aferraron a los brazos
de la silla. Todo su cuerpo pareció tornarse rígido.
Al cabo de una pausa, el teniente metió la mano en el bolsillo y sacó su chapa de
oro. La miro fijamente.
—Me dieron la chapa otra vez —anunció—. No está tan limpia como antes.
Supongo que está tanto como las de los demás. Trataré de que siga así.
La volvió a guardar. Muy lentamente, la joven se puso en pie y le miró a los ojos.
—¡Dios mío, Sam!… Ahora comienzo a comprender.
Delaguerra no la miró.
—Es claro… —dijo—. Me di cuenta de que era una mujer por el arma empleada.
Pero no sólo por eso. Después que fui a la cabaña y supe que Donny estaba listo para
cualquier cosa, me di cuenta de que no sería fácil que un hombre le sorprendiera
descuidado. Pero todas las circunstancias señalaban a Imlay. Masters y Aage
supusieron que él lo había hecho e hicieron que un abogado telefoneara a la policía
admitiendo su culpabilidad y avisando que se entregaría la mañana siguiente. De
modo que fué muy natural que lo creyeran todos los que no sabían que Imlay estaba
muerto. Además, ningún policía podría creer que una mujer se llevaría las cápsulas
vacías. Después que oí el relato de Joey Chill, creí que sería la chica La Motte. Pero
cambié de idea cuando lo dije frente a ella. Eso no fué justo, pues, en cierto modo fué
la causa de que muriera. Aunque no creo que tenía mucha vida por delante, estando
con esos individuos.
Belle Marr le seguía mirando fijamente. Él la miró ahora con gravedad y apartó
de nuevo la vista. Sacó un llavero lleno de llaves, lo arrojó sobre la mesa y prosiguió:
—Hasta que no tuve todos los detalles, no pude figurarme el motivo de tres cosas.
La escritura en el block, el arma en manos de Donny y las cápsulas perdidas. Luego
me di cuenta. Él no murió enseguida. Tenía mucho valor y lo usó hasta el último
momento… para proteger a alguien. La escritura en el block era algo temblorosa. Lo
escribió después, cuando estaba muriendo, a solas. Había estado pensando en Imlay,
y al escribir su nombre nos desvió de la pista. Luego sacó el arma del cajón para
morir con ella en la mano. Me quedaba por aclarar el asunto de las cápsulas. Poco
después, descubrí también eso.
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Los disparos fueron hechos por sobre el escritorio y había algunos libros en un
extremo. Las cápsulas cayeron allí y quedaron sobre el escritorio, desde donde él las
pudo tomar. No las podría haber tomado del suelo. En tu llavero hay una llave de la
oficina. Anoche fui allí y encontré las cápsulas en la caja de sus cigarros. Nadie las
buscó allí. Sólo se encuentra lo que uno busca.
Calló y se restregó la cara. Al cabo de un momento, agregó:
—Donny hizo lo posible… y luego murió. Estuvo muy bien… y dejaré que
queden las cosas como él quiso.
Belle Marr abrió la boca y dijo algo ininteligible; luego se distinguieron sus
palabras:
—No era simplemente por mujeres, Sam, sino por la clase de mujeres con las que
mantenía relaciones —se estremeció—. Ahora iré a la jefatura para entregarme.
Delaguerra le replicó:
—No. Ya te dije que dejaría las cosas como él quiso. En la jefatura están
conformes así. Es espléndido para la política. Así la ciudad podrá librarse de la turba
de Masters y Aage. Además, Drew estará de cacique por cierto tiempo, pero es muy
débil para durar. De modo que no importa… No vas a hacer nada al respecto. Harás
lo que Donny quería, como lo demostró con sus últimas fuerzas. Adiós.
Una vez más, miró al rostro de la joven. Luego giró sobre sus talones y se alejó
hacia el exterior del parque.
Pete Marcus abrió la portezuela del automóvil. Delaguerra ascendió y tomó
asiento y apoyó la cabeza en el respaldo.
—No vayas rápido, Pete —dijo—. Me duele la cabeza terriblemente.
Marcus puso en marcha el coche y salió hacia la calle. Luego tomó a marcha lenta
por el camino De Neve en dirección hacia la ciudad. La casa rodeada de árboles
desapareció finalmente a sus espaldas.
Cuando estuvieron a mucha distancia de ella, Delaguerra abrió de nuevo los ojos.
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LOS CHANTAJISTAS NO MATAN
El individuo de traje azul (que parecía negro bajo las luces del Club Bolívar) era de
alta estatura, ojos grises, una nariz delgada y mandíbula prominente. Tenía una boca
de líneas sensitivas y sus cabellos eran negros salpicados de gris en las sienes. Vestía
con extrema elegancia. Su nombre era Mallory.
En una mano sostenía un cigarrillo, la otra la colocó sobre la mesa, y dijo:
—Las cartas le costarán diez mil dólares, señorita Farr. No es un precio
demasiado alto.
Miró por un segundo a la joven que se sentaba en la parte opuesta de la mesa, y
luego apartó la vista hacia las otras mesas desocupadas y el espacio destinado para
bailar.
En el local, los concurrentes se hallaban alrededor de la pista, y las mesas
cercanas a la ocupada por Mallory y la joven no tenían muchos concurrentes.
Mallory la miró de nuevo y prosiguió:
—Diez mil dólares, y las cartas son suyas, señorita Farr.
Rhonda Farr era muy hermosa y se adornaba la cabeza con una peluca blanca que
resaltaba con el negro de su traje de noche y con el azul vivido de sus ojos.
—Eso es ridículo —contestó la joven con ira.
—¿Por qué ridículo? —preguntó Mallory, con expresión de sorpresa.
Rhonda Farr levantó la cabeza y le dirigió una fría mirada. Luego tomó un
cigarrillo, lo colocó en una larga boquilla y lo encendió. Replicó:
—¿Las cartas de amor de una estrella de cine? Ya no tienen gran valor. El público
no cree ya que seamos pequeñas ingenuas.
—Sin embargo, vino usted aquí muy dispuesta a hablar de ellas —dijo Mallory
—, con un hombre del que nunca había oído hablar.
La joven contestó:
—Debo haber estado loca.
Mallory sonrió con los ojos, sin mover los labios.
—No, señorita Farr. Tenía usted una buena razón. ¿Quiere que yo se la diga?
Rhonda le miró con ira. Apartó la vista hacia las mesas y el espacio destinado al
baile. Pareció haberle olvidado, pero volvió sus ojos hacia él y dijo:
—¡Ah, sí! Las cartas. ¿Qué es lo que las hace tan peligrosas, chantajista?
Mallory se rió.
—Las cartas quizá no sean gran cosa —dijo fríamente—. Las memorias de una
jovencita en edad escolar que había sido seducida y no podía dejar de hablar del
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asunto.
—Eso no es agradable —dijo Rhonda Farr con voz helada.
—Lo que las hace importantes es el hombre a quien fueron escritas —prosiguió
Mallory sin hacerle caso—. Un pistolero, un jugador, y todo lo que eso significa. Un
hombre con el que usted no podría hablar… y seguir perteneciendo a la sociedad.
—No hablo con él, chantajista. Hace muchos años que no le veo. Landrey era un
buen muchacho en otros tiempos, cuando yo le conocí. La mayoría de nosotros
tenemos algo de qué cuidarnos en el pasado. Lo mío se quedó en el pasado.
—¿Ah, sí? —exclamó Mallory con acento desdeñoso—. No hace mucho que le
pidió usted ayuda para conseguir de vuelta sus cartas.
Ella levantó la cabeza bruscamente. Su rostro perdió el color. Casi enseguida
recobró el dominio de sí misma.
—¿Conoce usted a Landrey, también? —preguntó con amargura.
—Quizá no sea más que mi nariz para husmear las cosas… ¿Hacemos trato o
seguimos aquí gruñéndonos mutuamente?
—¿De dónde sacó las cartas? —preguntó ella con voz ronca.
Mallory se encogió de hombros.
—Esas cosas no las decimos los que nos dedicamos a este negocio.
—Tenía razón para preguntar. Algunos otros han tratado de venderme esas
mismas malditas cartas. Por eso vine. Pues me sentí curiosa; pero supongo que no
será usted más que otro de ellos tratando de hacerme pagar.
—No —contestó Mallory—, yo trabajo por mi cuenta.
Ella asintió. Su voz no era más que un susurro cuando dijo:
—No está mal. Quizá alguno tuvo la idea de hacer una edición privada de mis
cartas. Fotografiarlas, sabe usted… Bien, no pagaré, pues no ganaría nada con eso.
No hacemos trato, chantajista. En lo que a mí concierne, puede usted tirarse al río con
cartas y todo.
Mallory arrugó la nariz y la miró fijamente.
—No está mal dicho, Señorita Farr; pero con eso no se arregla nada.
Ella dijo con deliberación:
—Tampoco quise que se arreglara nada con ello. Podría haberlo dicho mejor. Y si
se me hubiera ocurrido traer mi pistola, lo podría haber dicho con balas de plomo.
Pero no busco esa clase de publicidad.
Mallory no dijo nada. La joven se llevó la mano a la peluca, la sostuvo allí un
momento y la dejó caer luego sobre la mesa.
Un hombre que se hallaba sentado a una mesa cercana, se puso en pie y se acercó
a ellos. Caminó rápidamente. Llevaba en la mano un sombrero negro y vestía de
etiqueta.
Mientras se acercaba el desconocido, Rhonda Farr dijo:
—No esperaba usted que viniera aquí sola, ¿verdad?
—No debería usted haberlo hecho, querida —dijo Mallory, sonriendo.
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El hombre llegó al lado de la mesa. Era de baja estatura, piel oscura y muy bien
vestido. Tenía un pequeño bigote negro, tan brillante como la seda.
Con un rápido movimiento se inclinó por sobre la mesa y se sirvió uno de los
cigarrillos de la cigarrera de Mallory. Lo encendió con gracioso ademán.
Rhonda Farr se llevó la mano a la boca y bostezó.
—Le presento a Erno, mi guardaespaldas —dijo—. Él me cuida.
Se puso en pie con lentitud. Erno le ayudó a ponerse el tapado. Luego sonrió sin
alegría, y dijo:
—¿Qué tal?
Tenía ojos oscuros y brillantes.
Rhonda Farr se retiró de la mesa y se dirigió hacia la salida con paso majestuoso.
Mallory la observó mientras se retiraba, luego volvió la vista a Erno.
—Bien, pebete, ¿qué se te ofrece?
Lo dijo con tono insultante y una fría sonrisa en los labios. Erno se puso rígido.
—¿Te engañas a ti mismo, compañero? —preguntó Erno.
—¿Respecto a qué, pebete?
El sonrojo cubrió las mejillas de Erno. Sus ojos se convirtieron en dos rendijas.
Levantó la mano hacia su cigarrillo y dijo:
—Respecto a las cartas. ¡Olvídalo! ¡No hay nada que hacer, compañero!
Mallory le miró con cínico interés, se pasó la mano por el cabello y contestó:
—Quizá no sepa a qué te refieres, pequeño.
Erno rió. Mallory conocía esa clase de risas. Vigiló con atención la mano derecha
de Erno.
—¡Fuera de aquí, mocoso! —dijo Mallory—. Antes de que te dé una bofetada.
Erno se puso pálido y luego se sonrojó vivamente. Levantó la mano en que tenía
el cigarrillo y se lo arrojó al rostro a Mallory. Éste movió la cabeza un poco y el
cigarrillo le pasó por sobre el hombro. Con voz fría y serena dijo:
—Ten cuidado, mocoso. Te puede ocurrir algo si obras así.
Erno rió desagradablemente.
—Los chantajistas no matan —gruñó—. ¿No es verdad?
—¡Fuera de aquí, mocoso de porquería!
Las palabras y el frío tono desdeñoso de Mallory, provocaron la ira de Erno. Su
mano derecha se movió con rapidez hacia el interior de su chaqueta y salió armada de
una pistola automática. Luego se quedó inmóvil y mirando con ira a su antagonista.
Mallory se inclinó un poco hacia adelante, apoyando sus manos en el borde de la
mesa. En sus labios se dibujaba una débil sonrisa.
Una de las concurrentes vió la escena y lanzó un grito. El color desapareció de las
mejillas de Erno. Con voz alterada, dijo:
—Muy bien, compañero, saldremos. ¡Camine ya, pedazo de asqueroso!
Uno de los que se hallaban sentados en una mesa cercana se movió inquieto. El
movimiento distrajo por un instante a Erno. Entonces, la mesa le pegó en el estómago
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y lo envió de espaldas al suelo.
Era una mesa liviana, y Mallory era bastante corpulento. Se oyó un golpe sordo.
Todos los platos y cubiertos saltaron al suelo. Erno se hallaba estirado, con la mesa
sobre las rodillas. Su arma fué a parar a cierta distancia de su mano. Tenía el rostro
convulso por la furia.
Por un instante pareció que todo quedaba inmóvil y silencioso. Luego
comenzaron a oírse gritos de todos lados y movimientos desesperados. La gente trató
de retirarse del salón toda a la vez.
Erno sacó sus piernas de debajo de la mesa, se puso de rodillas y tomó su arma.
Giró sobre sí mismo y levantó su pistola. Mallory, solitario e indiferente en medio del
alboroto que se produjo en el salón, se inclinó un poco y asestó un fuerte golpe en la
mandíbula de Erno. Éste perdió el conocimiento y se desplomó otra vez al suelo.
Mallory lo observó durante un instante. Luego tomó su cigarrera, encendió un
cigarrillo y la volvió a guardar. Sacó algunos billetes del bolsillo y le entregó uno al
camarero. Se dirigió hacia la entrada con paso mesurado y tranquilo.
II
Mallory salió del Club Bolívar con su sombrero bajo el brazo. El portero le dirigió
una mirada inquisidora. Él sacudió la cabeza y se dirigió hacia la acera que bordeaba
un camino particular para que entraran los automóviles. Permaneció allí en la
oscuridad, reflexionando. Al cabo de un momento pasó lentamente un enorme
automóvil.
En su interior vió que viajaba Rhonda Farr. El rostro de la joven parecía de
piedra. El automóvil pasó por los portales del club y se perdió entre el tránsito del
bulevar. Mallory se caló el sombrero con actitud meditativa.
Entre los cipreses que se hallaban a sus espaldas, algo se movió en la oscuridad.
Se volvió rápidamente y se vió frente a la boca de un revólver.
El hombre que lo empuñaba era muy corpulento y alto. Tenía un sombrero
informe sobre la coronilla y un sobretodo que se abría para dejar paso a su
protuberante abdomen. Una luz débil y lejana permitió ver sus espesas cejas y su
ganchuda nariz. Detrás de él había otro hombre.
El alto dijo:
—Ésta es un arma, amiguito. Dispara balas y mata gente, ¿quiere probarla?
Mallory lo miró con frialdad y contestó:
—¡No sea infantil, poli! ¿De qué se trata?
El hombre corpulento lanzó una risa apagada y dijo con sarcasmo:
—Jim, este chico inteligente nos conoció. Uno de nosotros debe tener aspecto de
policía —miró a Mallory y agregó—: Le vimos amenazar con un arma a un tipo
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chiquito dentro del salón. ¿Está bien eso?
Mallory arrojó su cigarrillo hacía la oscuridad y contestó:
—¿Con veinte dólares lo considerarían de otra forma?
—Esta noche no, señor. Cualquier otra noche sí, pero esta noche no.
—¿Uno de cien?
—Ni siquiera eso, señor.
—Eso debe ser bastante grave —dijo entonces Mallory.
El hombretón rió de nuevo y se acercó un poco más. El que estaba detrás de él se
adelantó y le puso la mano sobre el hombro de Mallory. Éste se hizo a un lado y la
mano cayó de su hombro.
—¡No me ponga las manos encima! —dijo Mallory.
El otro lanzó un gruñido. Algo pasó silbando por el aire y golpeó a Mallory sobre
la oreja izquierda, haciéndole caer de rodillas. Por un momento estuvo aturdido y
sacudió la cabeza de un lado a otro. Sus ojos se aclararon. Se puso en pie con
lentitud.
Miró al hombre que le había golpeado con la cachiporra y comenzó a maldecirle
con tal furia que el otro abrió la boca asombrado.
El hombre corpulento dijo:
—¡Maldito seas, Jim! ¿Para qué infiernos hiciste eso?
El llamado Jim se guardó la cachiporra en el bolsillo y contestó:
—¡Está bien ya! Llevémonos a este asqueroso y terminemos con el asunto.
Necesito tomar un trago.
Se alejó por la vereda. Mallory se volvió lentamente y le siguió con la mirada,
mientras se acariciaba la oreja izquierda. El hombretón movió su revólver y dijo:
—Camine, compañero. Le llevaremos de paseo.
Mallory emprendió la marcha y el gigante se le puso a su lado. El llamado Jim les
esperó para marchar del otro lado de Mallory. Se golpeó en el estómago y anunció:
—Necesito tomar algo, Mac. Estoy nervioso.
—¿Y quién no? —le contestó el alto.
Llegaron hasta un automóvil de turismo que se hallaba estacionado cerca de la
entrada del bulevar. El hombre que había golpeado a Mallory se sentó frente al
volante. El gigantón hizo que Mallory entrara en la parte trasera y se sentó a su lado.
Tenía el revólver sobre las rodillas. Sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno con
la mano izquierda.
El automóvil salió al bulevar y emprendió la marcha hacia el Este, para luego
doblar hacia el Norte.
—Se trata de esto —dijo el hombrón, lanzando una bocanada de humo—. Le
hemos pescado. Estaba usted tratando de vender unas cartas falsas a la Farr.
Mallory rió sin alegría.
—Ustedes los policías me hacen reír —dijo.
El otro pareció pensar un momento. Al cabo de un rato, dijo:
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—Sabemos muy bien que es usted el que buscamos. En nuestro oficio
aprendemos muchas cosas.
—¿Qué oficio, poli? —preguntó Mallory con sorna.
El otro le contestó:
—Será mejor que hable, chico listo. Ahora sería el momento preciso. Jim y yo no
somos muy malos, pero tenemos amigos que no son tan suaves como nosotros.
—¿De qué puedo hablar, teniente? —inquirió Mallory.
El hombrón se sacudió en silenciosa risa y no respondió. El coche se detuvo en
una calle silenciosa, frente a un terreno desocupado. Jim cerró la llave del motor y los
faros. Luego sacó una botella del bolsillo del auto y se la llevó a la boca, para pasarla
después de un momento a su amigo.
El hombrón bebió un poco y dijo:
—Aquí tenemos que esperar a un amigo. Conversemos. Mi nombre es
Macdonald…, pertenezco a la División de Detectives. Usted estaba tratando de
extorsionar a la chica Farr. Entonces se presentó su guardaespaldas y usted lo golpeó.
Eso no estuvo mal y nos gustó. Pero no nos agrada la otra parte del asunto.
Jim tomó la botella de manos de Macdonald y bebió otro trago. Macdonald
prosiguió:
—Lo estábamos esperando. Pero no nos damos cuenta cómo trabaja usted
abiertamente. No cuela.
Mallory apoyó una mano en el respaldo del asiento delantero y miró hacia afuera.
—Ustedes saben demasiado, y no fué la señorita Farr la que les informó —dijo—.
Ninguna estrella del cine daría parte a la policía en un asunto de chantaje.
Macdonald volvió la cabeza y le miró con fijeza.
—No hemos dicho cómo conseguimos el informe. Usted estaba tratando de
sacarle dinero, ¿no es cierto?
Mallory contestó con gravedad:
—La señorita Farr es una vieja amiga mía. Alguien está tratando de extorsionarla,
pero no soy yo. Tengo el presentimiento de que sé de quién se trata.
Macdonald dijo rápidamente:
—¿Por qué le amenazó con el revólver su guardaespaldas?
—No le gusto —contestó Mallory con acento de aburrimiento—. Me porté mal
con él.
—¡Disparates! —exclamó Macdonald con ira.
El que se hallaba al volante exclamó:
—Dale una en la trompa, Mc. ¡No es más que un asqueroso cretino!
Mallory se estiró un poco como si se hallara fatigado de estar sentado. Sintió el
bulto de su automática debajo de su brazo izquierdo. Dijo con lentitud:
—Usted dijo que yo estaba tratando de vender algunas cartas falsas. ¿Por qué cree
que son falsas?
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—Tal vez sepamos dónde están las verdaderas —respondió Macdonald con voz
suave.
—Eso es lo que me pareció, poli —dijo Mallory, y lanzó una carcajada.
Macdonald se movió rápidamente y le golpeó en la cara, aunque no fuerte.
Mallory rió de nuevo y se tocó el lugar donde le golpeara la cachiporra de Jim.
—Eso le dolió, ¿eh? —dijo.
Macdonald juró por lo bajo.
—Será usted un chico muy listo, pero ya averiguaremos qué se trae entre manos.
Guardó silencio. Jim se quitó el sombrero y se rascó su cabeza cubierta de
cabellos grises. En ese momento se acercó otro automóvil y se detuvo al lado del de
ellos.
Un hombre descendió y se acercó. Macdonald le saludó:
—Hola, Slippy. ¿Cómo fué el asunto?
El recién llegado era un hombre alto y delgado, cuyo rostro estaba cubierto por
las sombras de su sombrero. Seseaba un poco al hablar.
—Lo más bien. Nadie se enojó.
—Muy bien —gruñó Macdonald—. Deja ese otro que es peligroso, y vente con
nosotros.
Jim se sentó en el asiento trasero, a la izquierda de Mallory. El recién llegado se
sentó al volante y partió a toda velocidad.
Cruzaron una luz roja con toda tranquilidad, y luego tomaron por el camino de
Beverly Hills, en dirección a los suburbios.
—¡Diablos, Jim! —dijo de pronto Macdonald—. Me olvidé de registrar a éste.
Ten el revólver un momento.
Se inclinó hacia Mallory y su mano enorme tanteó sus bolsillos, alrededor de su
cintura y debajo del brazo izquierdo. Se detuvo allí un momento, contra la Luger que
descansaba en la pistolera debajo de la axila. Fué hacia el otro lado y se retiró.
—Está bien, Jim. No tiene armas.
En el cerebro de Mallory se despertó el asombro. Frunció las cejas y dijo:
—¿Les molesta si enciendo un cigarrillo?
Macdonald le respondió con burlona amabilidad:
—¿Por qué nos iba a molestar una cosita como ésa?
III
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Los tres hombres pasaron por el silencioso hall, frente a un conmutador, y
subieron al séptimo piso en el ascensor. Caminaron por un largo corredor y entraron
en uno de los departamentos.
La habitación estaba llena de humo de cigarrillos. Los muebles habían sido
tapizados en cuero rojo. Había una mesa llena de botellas de whisky y ginebra.
Dos hombres se hallaban sentados frente a una mesita octogonal. Uno tenía
cabellos rojos, cejas muy obscuras y un rostro pálido e inexpresivo. El otro tenía una
nariz enorme, nada de cejas y cabellos plateados. Este último dejó unos naipes sobre
la mesa y cruzó sonriendo la habitación. Tenía expresión amistosa y buenos modales.
—¿Tuviste alguna dificultad, Mac? —preguntó.
Macdonald se restregó la barbilla y sacudió la cabeza con hosquedad. Miró al
narigón como si le odiara. Éste prosiguió sonriendo y preguntó:
—¿Le revisaste?
Macdonald se acercó a las botellas y dijo por sobre el hombro:
—Este chico listo no lleva armas. Trabaja con el cerebro. Es inteligente.
Se volvió de pronto hacia Mallory y le golpeó con el dorso de la mano sobre la
boca. Mallory sonrió y permaneció inmóvil.
—No pierdas la calma, Mac —dijo el narigón—. Ya hiciste lo que debías. Será
mejor que tú y Jim se vayan ahora.
Macdonald rugió:
—¿Quién eres tú para dar órdenes? Me quedo aquí hasta que este estafador reciba
lo suyo, Costello.
Costello se encogió de hombros. El de los cabellos rojos se volvió un poco y miró
a Mallory con el aire impersonal de un coleccionista al estudiar un nuevo ejemplar.
Luego sacó un cigarrillo y lo encendió.
Macdonald volvió a la mesa y bebió otro vaso lleno de whisky puro. Se apoyó en
la pared. Costello permaneció frente a Mallory.
—¿De dónde es usted? —le preguntó.
Mallory le miró con indiferencia y se puso el cigarrillo en la boca.
—De la prisión de la isla McNeill —contestó.
—¿Cuánto hace que salió?
—Diez días.
—¿Por qué estaba preso?
—Por falsificación —respondió Mallory con voz suave.
—¿Ha estado aquí antes?
—Nací aquí. ¿No lo sabía?
—No —respondió Costello—. No sabía eso. ¿Para qué volvió?
Macdonald se acercó rápidamente y golpeó de nuevo a Mallory en la boca. Una
marca roja apareció en el sitio golpeado. Los ojos de Mallory brillaron.
—Costello, este atorrante no viene de McNeill. Te está engañando —rugió
Macdonald—. No es más que un estafador barato de Brooklyn, en donde todos los
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policías son unos inválidos.
Costello tomó a Macdonald por el hombro y le apartó un poco, diciendo:
—No te necesitamos para esto, Mac.
Macdonald crispó los puños con ira. Luego rompió a reír y dió un pisotón a
Mallory. Éste lanzó un juramento y se dejó caer sentado en un sofá.
Costello dijo entonces con voz fría:
—Mac, tú y Jim pueden retirarse.
Macdonald se dirigió hacia la mesa de las bebidas y se sirvió otro vaso. Por sobre
el hombro dijo:
—Llama al patrón, Costello. Tú no tienes cerebro para manejar esto. ¡Por Cristo!
¡A ver si haces algo además de hablar! —Se volvió hacia Jim, le dió una palmada en
la espalda y le dijo—: ¿Quieres otro trago, compañero?
—¿Para qué vino usted a esta ciudad? —le preguntó Costello a Mallory.
—Buscando asociarme con alguno —replicó Mallory. Ya se había calmado.
—Buscó una manera rara para hacerlo.
Mallory se encogió de hombros.
—Me pareció que así podía encontrar a la gente apropiada para trabajar conmigo.
—Tal vez no hizo usted lo que debía —dijo Costello con voz queda—. A veces es
difícil obrar bien.
La voz de Macdonald les llegó desde el otro extremo de la habitación.
—Ese chico listo no comete errores, amigo. Tiene mucho seso.
Costello lanzó una mirada al hombre de los cabellos rojos. Éste le devolvió la
mirada y sacó las manos de sobre la mesa. Costello se volvió entonces a Macdonald y
le dijo:
—¡Afuera! Estás bebido, y no quiero discutir contigo.
Macdonald se metió las manos en los bolsillos del sobretodo. Jim se alejó un
poco de su lado.
—Llama al patrón, Costello —gritó Macdonald—. No acepto órdenes tuyas. No
me gustas lo suficiente como para obedecerte.
Costello vaciló un momento y se acercó al teléfono que se hallaba fijo en la
pared. Levantó el auricular y disco un número dándole la espalda a Macdonald.
Luego se apoyó en la pared con una sonrisa en los labios.
—Hola… sí… Costello —dijo, al cabo de un momento de espera—. Todo está
bien, excepto que Mac está bebido. No quiere irse… No lo sé todavía… algún
muchacho de otra ciudad. Muy bien.
Macdonald se adelantó un poco y dijo:
—No cortes…
Costello sonrió y colgó lentamente el auricular. Macdonald le miró con ira, lanzó
un escupitajo sobre la alfombra y dijo:
—No me engañas. No se puede llamar a Montrose desde aquí.
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Costello movió las manos en el aire. El pelirrojo se puso en pie y permaneció
inmóvil en el centro de la habitación.
—Me parece que lo haremos de esta forma —anunció Macdonald.
Su mano salió del bolsillo del sobretodo armada con su revólver policial.
Costello miró al pelirrojo y le ordenó.
—Encárgate de él, Andy.
El pelirrojo levantó una mano hacia la axila con la rapidez de un rayo.
Mallory le dijo:
—No fué bastante rápido, Mire ésta.
Se había movido tan rápida y silenciosamente, que nadie se dió cuenta de lo que
hacía. Se inclinó un poco hacia adelante, siempre sentado en el sofá. Su negra pistola
Luger apuntaba firmemente al estómago del pelirrojo.
Andy dejó caer la mano hacia un costado. La habitación estaba muy silenciosa.
Costello miró a Macdonald con infinito disgusto y luego extendió las manos hacia
adelante, mientras en sus labios se esbozaba una sonrisa.
Macdonald habló lenta y amargamente:
—El rapto es demasiado para mí, Costello. No quiero saber nada con ello. Me
separo de esta pandilla de juguete. Corrí el riesgo de que este chico inteligente se
pusiera de mi lado.
Mallory se puso en pie y se acercó hacia el pelirrojo. Cuando estaba a mitad de
camino, Jim, el policía de los cabellos grises, lanzó un grito inarticulado y saltó hacia
Macdonald llevándose las manos a los bolsillos. Éste le miró con sorpresa y le tomó
por las solapas. Jim trató de golpearle. Macdonald hizo una mueca y le advirtió a
Mallory:
—Vigile a esos pájaros.
Dejó el revólver sobre la mesa con toda calma, metió la mano en el bolsillo de
Jim y sacó una cachiporra forrada de cuero. Dijo:
—Eres un piojo roñoso, Jim. Siempre lo fuiste.
Lo dijo con voz suave y sin rencor ninguno. Luego levantó la cachiporra y la dejó
caer con fuerza sobre la cabeza de Jim. Éste se deslizó lentamente al suelo.
Macdonald se inclinó sobre él y le dió otro golpe fortísimo en el mismo sitio de antes.
Jim quedó tendido de espaldas con la boca abierta. Macdonald se guardó la
cachiporra en el bolsillo y se secó una gota de sudor que le corría por la nariz.
—Eres un muchacho valiente, ¿eh, Mac? —dijo Costello, con voz indiferente.
Mallory se acercó entonces al pelirrojo y le ordenó que levantara las manos.
Cuando Andy cumplió la orden, Mallory metió su mano izquierda debajo del brazo
del otro y le quitó la pistola que guardaba entre sus ropas y la arrojó al suelo. Luego
retrocedió y se encaró con Costello. Comprobó que este último no estaba armado.
Mallory se acercó al lado de Macdonald y enfrentó a todos los otros.
—¿A quién raptaron? —preguntó.
Macdonald levantó su revólver y un vaso de whisky.
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—A la chica Farr —contestó—. Creo que la raptaron cuando volvía a su casa. Lo
planearon cuando su guardaespaldas les avisó la cita que tenía con usted en el
Bolívar. No sé dónde se la llevaron.
—¿Qué quiere decir la forma en que procedió usted? —le preguntó entonces
Mallory.
Macdonald le contestó ceñudamente:
—Dígame lo suyo. Yo le he ayudado.
Mallory asintió y dijo:
—Claro que sí…, por razones suyas… Me contrataron para buscar algunas cartas
que pertenecen a Rhonda Farr.
Miró a Costello. Éste no mostró ninguna emoción.
Macdonald dijo:
—Para mí está bien. Ya me pareció que era una trampa. Por eso es que me
arriesgué con usted. Yo lo que quiero es desligarme de esta gente, eso es todo.
Mallory examinó un vaso para ver si estaba limpio, y se sirvió un poco de whisky.
—Hablemos del rapto —dijo—. ¿A quién le estaba telefoneando Costello?
—A Atkinson, un abogado importante en Hollywood que protege a todos estos
muchachos. Es también el abogado de la chica Farr. Buen tipo ese Atkinson. Un
piojoso.
—¿Él también está metido en el rapto?
—Seguro —contestó Macdonald, riendo.
—Me parece una jugada sucia —comentó Mallory.
Se acercó a Costello y le puso el cañón de la pistola debajo de la barbilla.
—Costello es un buen viejo —dijo—. Él no raptaría a una chica. ¿No es verdad,
Costello?
Costello tragó saliva y contestó entre dientes:
—Basta ya. No me hace gracia.
Mallory respondió:
—Le hará gracia un poco más adelante.
Levantó la Luger y se la restregó por la enorme nariz de Costello, dejando una
marca rojiza sobre la piel. Costello pareció perder la calma.
Macdonald terminó de guardarse en el bolsillo una botella de whisky casi llena y
dijo:
—Déjeme, que yo le haga cantar.
Mallory sacudió la cabeza con gravedad, siempre mirando a Costello.
—Demasiado ruido —dijo—. Ya sabe cómo están construidos estos edificios.
Atkinson es nuestro cliente. Siempre hay que ver al jefe… si se puede llegar hasta él.
Jim abrió los ojos y trató de levantarse. Macdonald levantó uno de sus enormes
pies y se lo plantó descuidadamente sobre la cara. Jim volvió a echarse en el suelo.
Tenía el rostro grisáceo.
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Mallory observó al pelirrojo y se acercó al teléfono. Levantó el receptor y discó
un número con su mano izquierda.
Anunció:
—Llamo al que me empleó… Él tiene un coche grande y veloz… Pondremos a
estos muchachos en conserva por algún rato.
IV
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—Me busca a mí —le dijo.
El otro pareció querer apartar la pistola, pero Mallory se la puso en el cuello y le
dijo:
—No hable. Piense un poco. Le han vendido. Macdonald lo delató. Costello y dos
más están bien amarrados en Westwood. Queremos a Rhonda Farr.
El nombre de Rhonda Farr no pareció hacer mucha impresión en Atkinson. Se
estremeció un poco ante la presión de la pistola sobre su cuello y contestó:
—¿Por qué viene a verme a mí?
—Creemos que usted sabe dónde está ella —le contestó Mallory con frialdad—.
Pero no hablaremos de eso aquí. Salgamos.
—No…, no…, tengo visitas —contestó Atkinson, tartamudeando.
—La visita que queremos nosotros no está aquí —le contestó Mallory.
Atkinson cambió de expresión y dió un paso atrás, levantando el brazo para
apartar la pistola. Mallory hizo girar su muñeca en semicírculo y la mira del arma
raspó contra la boca del abogado. Éste se puso pálido y trató de restañar la sangre con
los dedos.
—No pierda la cabeza, gordito —le dijo Mallory—, y vivirá hasta mañana.
Atkinson se abatió y Mallory le tomó del brazo y salieron juntos por la puerta de
entrada. Al llegar al automóvil, un largo brazo metió a Atkinson de un tirón al
interior. Macdonald le tomó por el cuello y le hizo sentar. Mallory ascendió y cerró la
portezuela.
El coche partió hacia el camino principal y comenzó a descender la colina.
Atkinson se llevó el pañuelo a la boca y miró a Macdonald.
—¿De qué se trata, Mac? —le preguntó—. ¿Me llevan preso?
Macdonald bebió un trago de su botella y lanzó una carcajada. Estaba un poco
bebido.
—No —le contestó—. Los muchachos raptaron a la chica Farr esta noche, y a sus
amigos no les gusta el asunto. Pero usted no sabe nada de eso, ¿verdad, patrón?
—Les parecerá raro —contestó Atkinson—, pero no sé nada de veras. —Levantó
la mano para señalar a los otros ocupantes del coche—. ¿Quiénes son estos hombres?
—le preguntó al policía.
Macdonald no le respondió. Mallory encendió un cigarrillo y dijo:
—Eso no tiene importancia, ¿no es cierto? Usted debe saber adónde se llevaron a
Rhonda Farr o puede decirnos algo al respecto. Piénselo. Tiene bastante tiempo.
Landrey volvió la cabeza para mirarlos. Su rostro era una mancha clara en la
oscuridad.
—No es mucho pedir, señor Atkinson —dijo con gravedad.
Atkinson le miró un momento y dijo:
—No sé nada del asunto.
El coche siguió su marcha por oscuras calles hasta detenerse en un lote
desocupado. El conductor apagó los faros. Mallory sacó la linterna del bolsillo del
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auto e iluminó con ella el rostro de Atkinson.
—Hable, amigo. Le conviene —dijo.
Atkinson fijó su vista en la linterna y comenzó a hablar.
—Esto es una trampa de Costello. No sé de qué se trata. Pero si es algo de
Costello, un hombre llamado Slippy Morgan está metido en ello. Tiene una cabaña en
Baldwin Hills. Es posible que se hayan llevado a Rhonda allí.
—Macdonald debe conocer el sitio —comentó Mallory.
Atkinson levantó la cabeza y contestó:
—Es posible.
—Creo que dice usted la verdad, Atkinson. Iremos a esa cabaña de Slippy
Morgan. El conductor puso el coche en marcha y se lanzó a la carrera por el camino
principal.
Llegaron al fin a Baldwin Hills. Mallory descendió del coche y se acercó a la cabaña.
Por debajo de la puerta se veía un rayo de luz. Atkinson también descendió
pesadamente del coche y los dos ascendieron los escalones de madera. Atkinson
golpeó con los nudillos en la puerta. Mallory se puso a un lado para que no le vieran
los que abriesen la puerta. Al cabo de un momento se abrió la puerta y apareció
alguien.
—Soy Atkinson —anunció éste.
—¿De qué se trata? —preguntó una voz ceceosa que Mallory había oído antes.
Se adelantó con la pistola en alto y dió una orden.
—Date vuelta, Slippy. Entra en la casa.
El otro levantó las manos y se volvió para entrar en un pequeño living-room y
abrir una puerta interior. Una mujer vestida con un delantal sucio se hallaba en pie en
medio de la habitación. Sus dedos temblaban con movimientos involuntarios. Lanzó
un gemido.
Slippy siguió su camino y se puso de espaldas a la pared. Tenía una sonrisa fija y
estúpida en los labios.
Desde el exterior llegó la voz de Landrey.
—Yo me ocuparé de los amigos de Atkinson.
Entró en la habitación con una enorme automática en su mano enguantada.
—Linda casucha —dijo con voz plácida.
Había una cama de metal en un rincón. En ella yacía Rhonda Farr, envuelta con
una manta de color pardo. Su rostro estaba mortalmente pálido.
Mallory metió la mano debajo de la manta y le tocó el pecho. Luego le levantó un
párpado y miró la pupila de la joven.
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—Está narcotizada —anunció.
La mujer del delantal sucio dijo:
—Le pusimos una inyección de morfina. No se le ha hecho daño, señor.
Atkinson tomó asiento en una vieja silla. La parte inferior de su rostro estaba
manchada de sangre seca. Slippy le miró con desdén y siguió fijo en su sitio. En ese
momento entró Macdonald en la habitación.
Tenía el rostro sonrojado y transpirado. Se tambaleaba un poco y se apoyó en el
marco de la puerta.
—Hola, muchachos —saludó con voz aguardentosa—. Creo que me ganaré un
ascenso, por esto.
Slippy dejó de sonreír. Rápidamente se hizo a un lado y un arma rugió en su
mano. Acto continuo oyó un terrible estampido seguido por otro y otro.
Slippy se desplomó pesadamente al suelo y quedó con los ojos vidriosos,
aparentemente fijos en Macdonald. La mujer abrió la boca sin poder lanzar un solo
grito.
Macdonald levantó la otra mano y se aferró al marco. Se inclinó un poco y
comenzó a toser. La sangre empezó a manarle por la boca. Soltó el marco de la puerta
y fué cayendo lentamente al suelo. Allí quedó inmóvil boca abajo.
—Dos menos —dijo Mallory.
Y miró con disgusto a Landrey. Éste miró a su enorme automática y se echó hacia
atrás el sombrero. Luego acarició la pistola y se la guardó en el bolsillo del sobretodo.
Mallory miró a Atkinson y le preguntó:
—¿Quién tiene las cartas de Rhonda Farr?
—No sé —contestó éste—. Es posible que las tenga Costello. Yo nunca las vi.
—Sería cómico si fuera verdad —comentó Mallory fríamente.
Se inclinó por sobre la cama y envolvió con la manta a Rhonda. Cuando la
levantó en vilo, la joven continuó durmiendo.
VI
Una ventana del frente del edificio de departamentos estaba iluminada. Mallory
levantó la muñeca y consultó su reloj.
—Deme diez minutos más o menos y luego suba. Yo prepararé las puertas.
Subió los escalones y tomó el ascensor automático. Éste se detuvo en el séptimo
piso. Mallory caminó por el largo corredor y se paró ante una puerta. Escuchó un
momento y luego la abrió con una llave que sacó del bolsillo.
El interior del living-room estaba iluminado por una sola lámpara. Un hombre
yacía sobre un sofá. Estaba atado en las muñecas y tobillos con pedazos de cinta
adhesiva. También tenía un trozo de cinta adhesiva sobre la boca.
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Mallory aseguró el pestillo y cerró la puerta para que pudiera abrirse desde el
exterior. Luego cruzó la habitación con silenciosos pasos. El hombre del sofá era
Costello. Su rostro estaba purpúreo y su pecho se agitaba con movimientos
convulsivos. Respiraba con dificultad. Mallory le arrancó la cinta de la boca. El
pecho de Costello comenzó a moverse con normalidad y el color purpúreo fué
reemplazado poco a poco por su palidez habitual.
Mallory entró en un pequeño dormitorio con camas gemelas. En cada una de las
camas yacía un hombre. Jim, el policía de los cabellos grises, todavía estaba
inconsciente. Sobre su cabeza se veían manchas de sangre. Los ojos del pelirrojo
estaban abiertos y reflejaban su furia.
Mallory volvió al living-room y encendió todas las luces. Costello había logrado
sentarse en el sofá. Mallory sacó un cortapluma y le cortó las cintas que le
aseguraban las muñecas. Costello se restregó las partes donde la cinta había
arrancado algunos vellos, y luego dijo:
—Esa cinta no me hizo nada bien. Yo respiro por la boca.
Se puso en pie y se sirvió un vaso lleno de whisky que bebió de un trago.
—¿Qué novedad hay? —preguntó.
Mallory se sirvió también un poco de whisky, tomó asiento en el sofá y encendió
un cigarrillo.
—Varias cosas —dijo—. Rhonda Farr está en su casa. Macdonald y Slippy
Morgan murieron. Pero eso no es importante. Quiero unas cartas que usted quería
venderle a Rhonda Farr. Afuera con ellas.
Costello le miró y luego estudió la habitación. Una de las cortinas cerca de la
ventana se movía como si el viento la acariciara. Pero no había nada de viento.
Mallory tenía la vista fija en el piso.
Costello se puso en pie y dijo.
—Tengo una caja de seguridad en la pared. La abriré.
Cruzó la habitación en dirección a la pared donde se hallaba la puerta de entrada.
Levantó un cuadro e hizo girar la manija de una caja de combinación. Abrió la puerta
de la misma y metió su brazo dentro de la caja.
—Quédese así como está, Costello —le ordenó Mallory.
Se acercó al otro y metió su mano izquierda en la caja. La sacó de nuevo con una
pequeña automática de cachas de nácar.
—Parece que no aprende usted, ¿eh, Costello? —dijo con voz reprobadora.
Costello se encogió de hombros y volvió a su asiento. Mallory metió la mano en
la caja y sacó una cantidad de papeles, varios recortes de diario, algún dinero y una
libreta de cheques. Dejó todo sobre el suelo y comenzó a examinarlo.
Las cortinas se movieron nuevamente. Costello permanecía rígido frente a la
mesa. Una pistola salió de entre las cortinas. La empuñaba una mano pequeña y muy
firme. Un cuerpo delgado y bajo siguió a la mano. Era Erno.
Mallory se puso en pie con las manos a la altura del pecho.
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—Más arriba, muchacho —gruñó Erno—. ¡Mucho más arriba, muchacho!
Mallory elevó más las manos. Fruncía el ceño. Erno entró más en la habitación.
Sus dientes resplandecieron al sonreír.
—Me parece que te liquidaré ahora mismo, traidor —dijo.
Su voz tenía cierto tono interrogador, como si esperara la confirmación de
Costello. Éste no dijo nada.
Mallory tenía los ojos fijos en los de Erno, y vió que brillaba en ellos una mirada
asesina.
—Te traicionaron, mocoso; pero no fui yo —dijo.
Erno levantó más la cabeza y apretó más la pistola. En ese momento se oyó un
ruido en el exterior y se abrió la puerta.
Entró Landrey. Cerró la puerta con un envión de los hombros y se quedó apoyado
en ella. Sus dos manos estaban metidas en los bolsillos de su sobretodo. En sus ojos
brillaba un fuego diabólico. Parecía satisfecho.
Erno movió su pistola hacia él y esperó. Landrey dijo alegremente:
—Te apuesto mil a que caes primero.
Erno frunció los labios. Dos pistolas rugieron al mismo tiempo. Landrey se
tambaleó un poco; el profundo estampido de su pesada 45 resonó otra vez, apagado
un poco por el sobretodo.
Mallory se tiró detrás del sofá, giró sobre sí mismo y se puso en pie con la Luger
en la mano. Pero ya Erno había muerto.
Se desplomó lentamente, como si su liviano cuerpo se viera tirado hacia abajo por
el peso del arma que tenía en su mano derecha. Dobló las rodillas y cayó al suelo.
Landrey sacó su mano izquierda del bolsillo y la adelantó como si quisiera alejar algo
que tenía enfrente. Lentamente y con mucha dificultad, sacó la enorme automática de
su otro bolsillo y la levantó poco a poco, girando sobre sí mismo. Apuntó a Costello y
apretó de nuevo el gatillo. Sobre el hombro de Costello salpicó el revoque del sitio
donde hizo impacto la bala.
Landrey sonrió vagamente y exclamó con suavidad:
—¡Maldición!
Luego sus ojos se pusieron vidriosos y el arma se desprendió de sus dedos,
rebotando sobre la alfombra. Poco a poco y muy lentamente se fué cayendo hasta
quedar extendido sin vida en el piso.
Mallory miró a Costello y dijo con voz serena:
—¡Tienes suerte, viejo!
Mallory cruzó corriendo el hall de salida del edificio de departamentos y salió
hacia el automóvil de Landrey, que se hallaba cerca del cordón con el motor en
marcha.
—Empiece a correr —le dijo al conductor—. Salga de los bulevares. ¡La policía
estará aquí en cinco minutos!
El conductor le miró y dijo:
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—¿Dónde está Landrey? Oí disparos.
Mallory le apuntó con su Luger y le ordenó que pusiera el coche en marcha.
El Cadillac dió un salto hacia adelante y el conductor tomó una curva casi en dos
ruedas.
Mallory dijo:
—Landrey está muerto. —Levantó su pistola y puso el caño debajo de las narices
del conductor—. Pero no fuí yo. Huela eso. ¡Ni siquiera la he disparado!
VII
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—Es muy amable de su parte sentir la muerte de Landrey —dijo Mallory con
amabilidad.
—Landrey, como ya se lo dije antes, era un buen muchacho en otros tiempos;
pero eligió un negocio feo, y en ese negocio tendría que pagar con la vida alguna vez.
—Es raro que no se recordara el haberle devuelto las cartas —dijo Mallory—.
Muy raro.
—No tenían importancia para él, querido. Así era de melodramático. Se metió en
esto por esa causa.
Mallory adoptó una actitud de disgusto.
—A mí me pareció que era un trabajo limpio —dijo—. No conocía mucho a
Landrey, pero él era muy amigo de un amigo mío de Chicago. Él planeó una forma de
alcanzar a los muchachos que la estaban molestando a usted, y yo obré de acuerdo
con sus órdenes. Sucedieron cosas que facilitaron todo…, pero que fueron muy
ruidosas.
Rhonda Farr se acarició la barbilla y dijo:
—¿Qué es usted en su ciudad natal, querido? ¿Uno de esos tipos a los que llaman
detectives privados?
Mallory rió a desgano y se pasó la mano por los cabellos.
—No tiene importancia lo que yo sea —replicó.
Rhonda le miró con sorpresa, y luego lanzó una fresca carcajada.
—No le gusta que le hagan preguntas, ¿eh? —se burló, para proseguir luego
secamente—: Atkinson me ha estado sacando dinero desde hace años, de una forma u
otra. Yo preparé las cartas falsas y las puse en un sitio donde él pudiera conseguirlas.
Desaparecieron. A los pocos días un hombre me llamó por teléfono y empezó a
aplicarme la presión. Yo dejé así las cosas, pues me figuraba que podría pescar a
Atkinson con las manos en la masa, y nuestras dos reputaciones servirían para una
propaganda que no me dañara mucho. Pero el asunto pareció tomar proporciones
mayores, y me asusté. Se me ocurrió pedir ayuda a Landrey, pues estaba segura de
que a él le gustaría eso.
Mallory dijo rudamente:
—Es usted una chica sencilla y de correctos procederes, ¿eh? ¡Dios mío!
—Usted no conoce mucho de Hollywood, ¿verdad, querido? —dijo Rhonda—.
La publicidad tiene que hacer un poco de daño aquí. De otro modo, nadie la cree.
Mallory se puso en pie y dejó caer el abultado sobre en el regazo de la joven.
—Éstas le cuestan cinco mil —le dijo.
Rhonda se echó hacia atrás y cruzó las piernas. El sobre cayó al suelo, pero ella
no hizo esfuerzo por recogerlo.
—¿Por qué? —preguntó.
—Yo soy hombre de negocios, nena. Me pagan para que trabaje. Landrey no me
pagó y cinco mil era el precio, para él y ahora el precio para usted.
Ella le miró con indiferencia.
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—No hacemos trato…, chantajista —le contestó—. Como se lo dije en el Bolívar.
Le agradezco mucho, pero el dinero me lo gasto para mí misma.
—Ésta sería una manera buena para gastarlo —contestó Mallory.
Tomó el vaso de la joven y bebió un sorbo del cocktail. Encendió un cigarrillo y
arrojó el fósforo dentro de un jarrón lleno de jacintos.
—El conductor de Landrey soltó prenda —comenzó a decir lentamente—. Los
amigos de Landrey me quieren ver para saber cómo es que su jefe murió en
Westwood. Dentro de poco, me seguirá la policía. Es seguro que alguien me delatará.
Anoche fui testigo de cuatro homicidios y es lógico que no me libre de ello.
Probablemente, tendré que decir todo. Los policías le darán a usted bastante
publicidad, querida. Los amigos de Landrey… No sé qué harán ellos. Diría que será
algo doloroso.
Rhonda se puso en pie y le miró asombrada.
—¿Usted… usted me vendería? —preguntó asustada.
Mallory rió.
—¿Por qué iba a protegerla? No le debo nada, y es usted demasiado egoísta con
su dinero. No tengo prontuario, pero ya sabe usted cómo nos quieren los policías. Y
los amigos de Landrey se darán cuenta de la trampa en que cayó un buen muchacho.
¿Qué motivos tengo para protegerla?
Gruñó con ira y arrojó su cigarrillo al jarrón de los jacintos. Se había sonrojado.
Rhonda permaneció inmóvil.
—No hacemos trato, chantajista…, no hacemos trato —dijo con voz fatigada.
Mallory tomó su sombrero.
—Es usted más dura que la piedra, querida —le dijo, sonriendo.
Se inclinó de pronto y la besó en la boca con fuerza.
—Es usted una buena chica… en ciertos sentidos —dijo—. Y una buena
mentirosa. Pero no falsificó usted ninguna carta, querida. Atkinson no se engañaría
con una treta como ésa.
Rhonda se inclinó, tomó el sobre y sacó su contenido: una serie de páginas
escritas con su monograma en la parte superior. Las miró con ojos empañados en
lágrimas.
—Le enviaré el dinero —dijo lentamente.
Mallory le acarició la mejilla y le contestó con voz suave:
—La estaba engañando, querida. Tengo esa mala costumbre. Pero le diré que hay
dos cosas raras en esas cartas. No tienen sobres, y nada hay que pueda demostrar a
quién se dirigieron. La segunda es que Landrey las tenía en el bolsillo cuando le
mataron.
Inclinó la cabeza y se volvió para retirarse. Rhonda le dijo:
—Espere.
Su voz demostraba su terror. Se dejó caer en una silla.
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—Tengo que irme —le contestó Mallory—. Tengo una cita con una morena…
Envíeme algunas flores, querida. Que sean flores silvestres y azules como sus ojos.
Salió del departamento y cerró la puerta a sus espaldas. Rhonda Farr permaneció
sentada en la silla durante largo rato.
VIII
El humo del cigarrillo se elevaba hacia el cielo raso. Un grupo de personas vestidas
de etiqueta se hallaban en un costado del bar, cerca de la puerta que llevaba al salón
de juego. Más allá de la cortina se veía una mesa de ruleta.
Mallory apoyó los codos sobre el mostrador del bar, y el encargado se acercó.
—¿Qué toma, señor?
—Una media cerveza —contestó Mallory.
El encargado se la sirvió y se retiró. Mallory bebió lentamente su cerveza y miró
al enorme espejo que reflejaba todo el bar. Una puerta se abrió en la pared opuesta y
entró un hombre vestido de smoking. Tenía una cara morena y arrugada y cabello
color amarillento. Vió el rostro de Mallory reflejado en el espejo y se acercó
saludando con la cabeza.
—Soy Mardonne —dijo—. Le agradezco que haya venido.
—No es una visita social —le contestó Mallory.
—Vamos a la oficina —dijo entonces Mardonne.
Salieron juntos por la puerta y subieron una escalera hacia el piso superior.
Entraron en una oficina, de paredes grises, en la que había un enorme archivo, una
caja de hierro y algunas sillas. Una lámpara iluminaba un enorme escritorio. Un joven
muy rubio estaba sentado sobre una esquina del escritorio. Se cubría la cabeza con un
sombrero de fieltro adornado con una cinta de colores chillones.
—Está bien, Henry. Estaré ocupado —le dijo Mardonne al rubio.
El joven bostezó y se llevó la mano a la boca. Tenía un enorme anillo de brillantes
en uno de sus dedos. Miró a Mallory sonriendo y se retiró lentamente de la oficina,
cerrando la puerta a sus espaldas.
Mardonne tomó asiento en un sillón giratorio. Encendió un negro cigarro y le
ofreció la caja a Mallory.
Éste tomó asiento en una silla que se hallaba en un extremo del escritorio y entre
la puerta y un par de ventanas abiertas. Había otra puerta, pero la caja de hierro
estaba frente a ella. Encendió un cigarrillo y anunció:
—Landrey me debía cinco mil dólares. ¿Hay alguno aquí que esté interesado en
pagarlos?
Mardonne apoyó las manos en el escritorio y se hamacó en el sillón.
—Todavía no hemos llegado a eso —dijo.
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—Muy bien —respondió Mallory—. ¿A qué entonces?
—A la parte en que Landrey murió —dijo Mardonne con voz monótona.
Mallory se puso el cigarrillo en la boca y las manos detrás de la nuca.
—Traicionó a todos y luego se traicionó a sí mismo. Desempeñó demasiados
papeles y equivocó las palabras que debía decir. Era muy aficionado a la pistola.
Cuando tenía una en la mano se veía obligado a matar a alguien. Alguien, también, le
devolvió la píldora.
Mardonne siguió hamacándose y dijo:
—Tal vez pueda usted ser más claro.
—Seguro…; podría contarle un cuento…, respecto a una chica que escribió
algunas cartas de amor. Creyó que estaba enamorada. Pasó el tiempo y las cartas
cayeron en el mercado de los chantajistas. Algunos individuos trataron de sacarle
dinero a la chica. No mucho; pero parece que a ella no le gustó el asunto. Landrey
pensó ayudarla. Tenía un plan, y ese plan necesitaba un hombre elegante y que no
fuera conocido en esta ciudad. Me llamó a mí. Yo tengo una agencia en Chicago.
Mardonne se volvió hacia la ventana y fijó la vista en el exterior.
—Un detective privado, ¿eh? —gruñó—. De Chicago.
Mallory asintió.
—Y persona correcta, Mardonne. No lo creería usted si viera la gente con la que
me he rozado últimamente.
Mardonne hizo un ademán impaciente y guardó silencio.
—Bien —prosiguió Mallory—, probé el trabajo, lo cual fué mi primera
equivocación, y la peor. Estaba consiguiendo averiguar algo cuando el chantaje se
convirtió en rapto. Entonces me puse en contacto con Landrey, y él decidió entrar
conmigo en el asunto. Encontramos a la chica sin muchas dificultades y la llevamos a
su casa. Todavía teníamos que conseguir las cartas. Mientras yo estaba tratando de
sacárselas al tipo de quien sospechaba, uno de los bandidos entró por la parte trasera
de la casa y quiso jugar con su pistola. Landrey entró entonces, adoptó una pose
dramática y se lió a tiros con el otro. Recibió algo de plomo. Si a uno le gustan esas
cosas, no estuvo mal; pero me dejó a mí en un aprieto. Tuve que salir corriendo y
ponerme a pensar.
Mardonne lanzó una bocanada de humo.
—El relato de la chica podría ser interesante —comentó.
—La doparon con morfina y no sabe nada —le contestó Mallory—. Si supiera
algo, no lo diría. Y yo no sé cómo se llama.
—Yo sí —respondió Mardonne—. El chófer de Landrey también habló conmigo.
De modo que no lo molestaré a usted por ese detalle.
Mallory siguió hablando con voz serena.
—Ése es el relato simple, sin notas al margen. Las notas lo hacen más extraño…,
y más sucio. La chica no le pidió ayuda a Landrey, pero éste estaba enterado del
chantaje. En cierta oportunidad él tuvo las cartas, porque se las habían enviado a él.
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Su plan para conseguirlas era que yo me presentara a la chica y le hiciera creer que yo
las tenía, para luego encontrarnos en un club nocturno donde nos viera la gente que la
estaba extorsionando. Entonces, esa gente querría averiguar quién era yo. Me
apresarían, y si no me mataban enseguida, yo podría averiguar quiénes eran. Lindo
plan, ¿no le parece?
—Un poco débil en ciertas partes… Prosiga —le contestó Mardonne.
—Cuando salió bien la treta, me di cuenta de que había sido preparada de
antemano. Seguí con el asunto porque por el momento me veía obligado a hacerlo. Al
cabo de cierto tiempo pasó otra cosa, que no estaba en el programa preparado. Un
policía que recibía dinero de la pandilla, se asustó y se les dió vuelta. No le molestaba
un poco de chantaje, pero no quería saber nada con el rapto. Esto me favoreció a mí,
sin arruinar para nada los planes de Landrey, pues el policía no sabía nada del plan.
Me imagino que tampoco lo sabía el que mató a Landrey. Ése estaba enojado, y creyó
que le querían robar su parte.
—¿Se suponía que usted se figurara todo eso? —preguntó Mardonne con un
gruñido.
—Usé la cabeza, Mardonne. No enseguida, pero la usé. Tal vez no me emplearon
para que pensara, pero eso no me lo dijeron. Si me enteraba de todo, sería mala suerte
para Landrey y él tendría que darme alguna explicación. Si no me enteraba de nada,
mejor para él.
Mardonne dijo entonces:
—Landrey tenía dinero de sobra y bastante cabeza. No mucha, pero bastante. No
se hubiera rebajado a una extorsión como ésa.
Mallory rió roncamente.
—No era rebajarse para él, Mardonne. Él quería a la chica. Ella no pertenecía ya a
su clase, de modo que la quería humillar hasta él. Las cartas no eran lo suficiente para
abatirla. Pero sí se agrega un rapto y un rescate efectuado por un examante que se ha
convertido en jugador y bandido, y había una noticia preparada para los periódicos. Si
se daba a publicidad, la chica perdía su trabajo. Figúrese usted el precio de no hacerla
publicar.
—Ajá —dijo Madonne, y siguió con la vista fija en la ventana.
—Pero eso ha terminado —dijo Mallory—. Me emplearon para conseguir algunas
cartas, y yo las conseguí… del bolsillo de Landrey cuando lo mataron. Me gustaría
que me pagaran el tiempo perdido.
Mardonne se volvió en el sillón y extendió la mano.
—Démelas —dijo—. Yo veré lo que valen.
Mallory rió de nuevo. Sus ojos le brillaron y dijo:
—Lo que les pasa a ustedes los bandidos es que no se pueden figurar que nadie
sea correcto… Las cartas se han retirado de la circulación, Mardonne. Ya circularon
mucho y ahora no valen nada.
Mardonne oprimió un timbre en el escritorio sin decir palabra.
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IX
Se abrió la puerta y entró el joven rubio. En sus labios se dibujaba una sonrisa. Tenía
una automática en la mano.
—Ya no estoy ocupado, Henry —le dijo Mardonne.
El rubio cerró la puerta. Mallory se puso en pie y retrocedió lentamente hacia la
pared.
—Ahora se van a divertir, ¿eh? —dijo.
—Nada de tiros aquí —contestó Mardonne—. A esta casa viene gente decente.
Quizá no tuvo usted la culpa de que Landrey muriera, pero no le quiero por aquí.
Mallory siguió retrocediendo hasta quedar de espaldas a la pared. El rubio frunció
el ceño y se le acercó un paso.
—Quédese donde está, Henry —le advirtió Mallory—. Necesito pensar. Usted
podrá meterme una bala, pero no va a impedir que mi pistola hable también. El ruido
no me molestará en absoluto.
Mardonne se inclinó sobré el escritorio y le miró de soslayo. El rubio se detuvo.
—Tengo aquí algunos billetes de cien —anunció Mardonne—. Le daré a Henry
diez de ellos y él le acompañará a su hotel y hasta le ayudará a empacar la maleta.
Cuando esté usted en el tren, él le dará el dinero. Si vuelve otra vez aquí, le daremos
plomo.
Bajó lentamente la mano y abrió el cajón del escritorio.
Mallory seguía mirando al rubio.
—Es posible que Henry cambie algo esos planes —dijo con voz ronca—. No le
tengo mucha confianza.
Mardonne se incorporó y dejó un paquete de billetes sobre el escritorio.
—No lo creo. Henry siempre hace lo que se le ordena.
Mallory sonrió.
—Quizá es eso lo que temo —exclamó—. Usted decía que quería mucho a
Landrey. Eso es todo mentira. No le importa un pepino de Landrey ahora que está
muerto. Probablemente se quedó usted con su mitad del salón de juego y nadie le
discutió nada. Así pasa en estos negocios. Usted quiere que yo me vaya porque
todavía le puedo causar dificultades.
—Muy bien, maestro —dijo Mardonne—. ¿Por qué no?
—Yo soy el tonto en éste negoció —contestó Mallory—. Usted es el vivo. La
primera vez le dije la verdad y tengo la idea de que Landrey no estaba solo en el plan.
Usted tenía su parte… Pero se equivocó cuando dejó que Landrey llevara esas cartas
consigo.
Calló y lanzó una rápida mirada al muchacho rubio.
—Algo más, Mardonne. Cuando quiera hacer matar a alguno, consígase a un pillo
que sepa de qué se trata. Este alegre caballero se olvidó de sacar el seguro a su
Página 58
pistola.
Mardonne permaneció inmóvil, cómo helado. El muchacho rubio bajó la vista
hacia su arma durante una fracción de segundo. Mallory dió un salto de costado y
desenfundó su Luger. La cara del rubio se puso roja y su pistola hizo fuego. Luego
disparó Mallory y una bala se clavó en la pared al lado de la cara del rubio. Henry se
agachó con rapidez y oprimió otra vez el gatillo. El tiro hirió a Mallory en el hombro
izquierdo y le tiró contra la pared.
Se dominó y disparó su Luger dos veces más.
El brazo del rubio pareció haber sido arrancado de su hombro y su pistola voló
por el aire. Abrió la boca y lanzó un grito de dolor. Luego abrió la puerta y cayó de
bruces en la parte exterior de la oficina. Se oyó ruido de puertas que se cerraban en el
piso bajo y voces airadas.
Mallory miró a Mardonne, diciendo:
—Me dió en el hombro. ¡Maldito! ¡Podría haberlo matado cuatro veces!
Mardonne levantó la mano del escritorio. La tenía armada con un revólver. Una
bala pegó en el suelo a los pies de Mallory. Mardonne se estremeció y soltó su
revólver como si estuviera al rojo. Pareció terriblemente asustado.
—Póngase frente mío —le ordenó Mallory—. Me voy de aquí.
Mardonne se alejó del escritorio. Tenía la boca abierta como si quisiera decir
algo.
Alguien se presentó en ese momento en la puerta. Mallory se hizo a un lado y
disparó a ciegas en esa dirección. Pero el estampido de su Luger fué apagado por la
terrible explosión de una escopeta. El costado de Mallory se convirtió en un fuego.
Mardonne recibió el resto de la carga.
Se desplomó de cara al suelo, muerto antes de alcanzar el piso.
La escopeta cayó al piso. Un hombrón de prominente abdomen fué cayendo en el
umbral. De sus labios salieron gemidos y sangre que le manchó la pechera de la
camisa.
De pronto se oyó ruido de corridas en el piso bajo y de automóviles que se
alejaban de la casa de juego.
Nada se movía en la oficina. El muchacho rubio gemía, detrás del muerto que
yacía en el umbral. Mallory cruzó la oficina y se dejó caer en el sillón frente al
escritorio. Se enjugó la transpiración de la frente con la mano. Se apoyó en el
escritorio, jadeante y vigilando la puerta.
Su brazo izquierdo le dolía terriblemente, y su pierna derecha parecía no sostener
su peso. La sangre le corría hasta la mano.
Al cabo de una pausa empujó los billetes con el caño de su pistola y acercó el
teléfono. Dejó la pistola sobre el escritorio y marcó un número.
En ese momento se oyeron sirenas que se acercaban por el camino.
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X
El agente de policía que estaba en el escritorio habló por un teléfono interno, luego
miró a Mallory y le hizo una seña en dirección a una puerta en la que había un cartel:
«Capitán de Detectives. Privado».
Mallory se incorporó con dificultad de la silla y penetró en la otra oficina.
Cathcart, el capitán de detectives, estaba solo en la oficina, sentado frente a un
escritorio de cortina lleno de papeles. Era un irlandés corpulento, de bigote blanco y
agradable sonrisa.
Mallory se acercó lentamente, apoyándose en un pesado bastón. Su pierna
derecha le dolía terriblemente. Su brazo pendía de un vendaje fijo al cuello. Se
acababa de afeitar y su rostro estaba pálido.
Tomó asiento frente al capitán y puso su bastón sobre el escritorio.
—¿Cuál es el veredicto, jefe? —preguntó con tono casual.
Cathcart movió la cabeza, se aclaró la garganta y respondió:
—Usted está libre. Es cómico, pero es así. Chicago nos avisa que tiene usted muy
buena reputación allí. Su Luger mató a Mike Corliss, un bandido. La guardo como
recuerdo. ¿Conforme?
—Conforme —replicó Mallory, sonriendo—. Me compraré una 25 con balas de
cobre. Es el arma apropiada para el buen tirador. No golpea fuerte, pero va bien con
ropas de etiqueta.
Cathcart le miró con atención y luego prosiguió:
—Las impresiones digitales de Mike están en la escopeta. La escopeta mató a
Mardonne. Nadie llora mucho por eso. El chico rubio no está mal herido. Esa
automática que hallamos en el suelo tenía sus impresiones digitales y eso le tendrá
quieto por algún tiempo.
Mallory se restregó la barbilla y preguntó:
—¿Y los otros?
El capitán levantó las cejas.
—No sé nada que lo complique a usted con los otros. ¿Y usted?
—Nada en absoluto —contestó Mallory, en tono de disculpa—. Sólo quería saber.
—Empezaremos por lo que ocurrió en Baldwin Hills. Nosotros nos figuramos que
Macdonald murió cumpliendo su deber, cuando quería llevar preso a un traficante de
drogas llamado Slippy Morgan. Estamos buscando a su esposa, pero creo que no la
encontraremos. Mac no pertenecía a la división de drogas, pero era su noche libre y él
tenía tanta afición a su oficio, que seguía trabajando en los días libres.
Mallory sonrió y dijo:
—¡No me diga!
—Así es —replicó el capitán—. En el otro caso parece que ese Landrey, jugador
conocido y socio de Mardonne, lo que es una coincidencia, fué a Westwood para
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cobrar algún dinero a un tipo llamado Costello que tenía una agencia de apuesta en
Eastern Track. Jim Ralston, uno de nuestros muchachos, le acompañó. No debió
haberlo hecho, pero era amigo de Landrey. Hubo una discusión por el dinero y Jim
recibió un golpe de cachiporra, y Landrey y otro bandido se liaron a tiros. Había allí
otro individuo al que no hemos podido encontrar. Lo tenemos a Costello, pero no
quiere hablar, y a nosotros no nos gusta martirizar a un viejo. Lo encerraremos por
causa de la cachiporra. Me imagino que apelará.
Mallory se movió en la silla hasta quedar bien cómodo.
—¿Y anteanoche? —preguntó—. ¿Qué ocurrió?
El capitán se restregó la barbilla.
—¡Oh, eso! —exclamó con tono indiferente—. Eso no fué nada. El chico rubio,
Henry Anson o algo parecido, dice que todo fué culpa de él. Él era el guardaespaldas
de Mardonne, pero eso no le da permiso para andar a tiros cuando le da la gana. Así
queda listo para que lo encierren, pero le daremos una condena liviana por haber
dicho la verdad.
El capitán se interrumpió y miró fijamente a Mallory. Éste sonreía.
—Por supuesto, si no le gusta la historia… —dijo el capitán.
Mallory le respondió:
—Todavía no la he oído. Estoy seguro de que me gustará.
—Muy bien —dijo Cathcart—. Bien, este muchacho Anson dice que Mardonne le
llamó con el timbre mientras usted y él estaban conversando. Usted protestaba por
algo, quizá por alguna trampa en la ruleta del piso bajo. Había algún dinero sobre el
escritorio, y Anson creyó que pasaba algo malo. Como no sabía que usted era un
detective, se puso nervioso y le disparó la pistola. Usted no disparó enseguida, y el
pobre tonto disparó otra vez y le hirió. Entonces, usted le metió un plomo en el
hombro, como es muy lógico, sólo que si hubiera sido yo, le hubiera agujereado la
barriga. Entonces entró el de la escopeta y disparó sin hacer preguntas; mata a
Mardonne y recibe un plomo de su Luger. Al principio creímos que el tipo había
matado a propósito a Mardonne, pero el chico rubio dice que no; que tropezó en la
puerta al entrar… ¡Infiernos! No nos gusta que usted haya andado a tiros, ya que es
de otra ciudad, pero un hombre debe tener el derecho de protegerse contra las armas
ilegales.
—Están el fiscal y el médico forense —dijo Mallory—. ¿Qué dirán ellos? Me
gustaría volverme a mi ciudad tan limpio como vine.
Cathcart frunció el ceño y se mordió el pulgar como si quisiera hacerse daño.
—Al médico forense no le importa nada esa carroña. Si el fiscal quiere hacer
escándalo, le contaré la historia de algunos casos que su oficina no aclaró muy bien.
Mallory tomó el bastón, se apoyó en él y se incorporó.
—Tienen ustedes un buen departamento policial —dijo—. No creo que tengan
muchos criminales en esta ciudad.
Se acercó hacia la puerta. El capitán le preguntó:
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—¿Se vuelve a Chicago?
Mallory se encogió de hombros.
—Es posible que me quede —contestó—. Uno de los estudios me ha hecho una
proposición. Es para que me dedique a vigilar a los chantajistas de las estrellas.
El capitán sonrió alegremente.
—Espléndido —dijo—. Eclipse Films es una compañía muy buena. Siempre se
han portado bien conmigo… Es un trabajo fácil el que le encargan. No va a verse en
ninguna dificultad.
Mallory asintió solemnemente.
—Trabajo liviano, jefe. Casi afeminado, si es que me entiende usted.
Salió de la oficina y tomó el ascensor. Una vez en la calle, llamó a un taxi y se
arrellanó en el asiento. Mientras volvía a su hotel, se sentía débil y atontado.
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TIROTEO EN EL CLUB CYRANO
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La levantó en sus brazos y la llevó al living-room del departamento, y la acostó
sobre un sofá.
Malvern cerró la puerta y examinó todo el departamento; luego volvió al hall y
levantó algo que brillaba en el piso. Era una automática de calibre 22 de siete tiros.
La olió, se la guardó en el bolsillo y volvió adonde estaba la joven.
Sacó de su bolsillo interior un frasco de plata y vertió un poco de whisky entre los
labios de la joven. Ella tragó el fiero líquido, movió un poco la cabeza y abrió los
ojos. Eran de un azul profundo y muy hermosos.
Malvern encendió un cigarrillo y permaneció en pie mirándola. La joven se
movió un poco más. Al cabo de un momento, susurró:
—Me gusta su whisky. ¿Podría tomar un poco más?
Malvern consiguió un vaso del cuarto de baño y sirvió un poco de whisky en él.
La joven se incorporó lentamente, y se tocó la cabeza gimiendo. Luego tomó el vaso
y lo vació de un sorbo.
—Me sigue gustando —comentó—. ¿Quién es usted?
Tenía una voz profunda que resultaba agradable a los oídos de Malvern.
—Ted Malvern —replicó—. Vivo en el número 937.
—Me…, me desmayé, parece.
—No, no. Le dieron con una cachiporra, ángel —le contestó él con una simpática
sonrisa.
La joven le miró asombrada. Una expresión de cautela apareció en sus ojos.
—Yo lo vi al culpable —prosiguió Malvern—. Estaba dopado hasta las cejas. Y
aquí tiene su arma.
La sacó del bolsillo y la sostuvo en la palma de la mano.
—¡Supongo que tendré entonces que pensar algo para explicarle a usted! —dijo
lentamente la joven.
—A mí, no. Si está en un apuro, yo podría ayudarla. Todo depende.
—¿Depende de qué? —preguntó ella con voz fría.
—Depende de qué se trata —contestó Malvern con suavidad. Sacó el cargador de
la pistola y miró al primer proyectil—. Balas de níquel ¿eh? Usted sabe lo que son
balas, ángel.
—¿Hay necesidad de que me llame ángel?
—No sé su nombre.
Le sonrió y luego se acercó a un escritorio cercano a la ventana y dejó allí el
arma. Sobre el escritorio había una fotografía. La miró con indiferencia al principio,
luego se despertó su interés. Había una mujer morena y hermosa y un hombre
delgado y de fría mirada, cuyas ropas demostraban que la fotografía había sido
tomada muchos años antes. Miró fijamente al hombre.
La chica hablaba a sus espaldas:
—Soy Jean Adrián. Tengo un número en el Club Cyrano.
Malvern siguió con la vista clavada en la foto.
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—Conozco a Benny Cyrano muy bien —dijo con tono distraído—. ¿Son éstos sus
padres?
Se volvió para mirarla. Ella levantó la cabeza poco a poco. Algo que podría haber
sido temor se reflejó en sus ojos azules.
—Sí —respondió hoscamente—. Hace mucho que han muerto. ¿Cuál es la
próxima pregunta?
Malvern se le acercó y se quedó frente a ella.
—Muy bien —dijo con frialdad—. Soy un entrometido. ¿Y qué? Ésta es mi
ciudad. Mi padre era el amo en otros tiempos. El viejo Marcos Malvern, el amigo del
pueblo. Este hotel es mío. Un pedazo de él me pertenece. Ese tipo que salió corriendo
me pareció ser un asesino. ¿Por qué no iba a querer ayudarla?
La rubia siguió mirándole.
—Todavía me sigue gustando su whisky —dijo—. ¿Podría?…
—Bébalo de la botella, ángel. Así entra con más facilidad —gruñó él.
La joven se puso en pie palideciendo.
—Me habla usted como si yo fuera una perdida —exclamó—. Se lo diré, si es que
quiere saberlo. Han estado amenazando a un amigo mío. Es un boxeador, y quieren
que pierda una pelea a propósito. Ahora quieren vencerle por intermedio mío. ¿Le
satisface eso en algo?
Malvern tomó su sombrero, que había dejado en una silla, y apagó su cigarrillo en
un cenicero. Asintió en silencio, y dijo con voz distinta:
—Le ruego me perdone.
Se dirigió hacia la puerta. La joven lanzó una risita y dijo con suavidad:
—Tiene usted un temperamento inaguantable. Y se ha olvidado de su frasco.
Él volvió a recoger el frasco. Luego se inclinó de pronto, tomó a la joven de la
barbilla y le plantó un beso en los labios.
—¡Al infierno contigo, ángel! Me gustas —le dijo.
Volvió hacia la puerta y salió al hall. La joven se tocó los labios con los dedos, y
se los restregó lentamente. Se reflejaba una sonrisa tímida en su rostro.
II
Tony Acosta, el jefe de los botones, era delgado y moreno, y tan liviano como una
niña; con manos pequeñas y delicadas, y ojos de suave mirar. Se detuvo en la puerta.
—Lo mejor que pude conseguir fué la séptima fila, señor Malvern. Ese Deacon
Werra no es malo, y Duke Targo es el próximo campeón de peso liviano.
—Entra y toma algo, Tony —le contestó Malvern.
—Bueno, tomaré un poco, señor Malvern —respondió Tony.
El muchacho moreno sirvió dos whiskies; agregó hielo y agua y bebió un sorbo.
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—Targo es muy bueno, señor Malvern. Es rápido, inteligente y tiene potencia en
ambos puños. Además, es muy valiente y nunca retrocede ante el castigo.
—Tiene que aguantar a los vagos que le presentan para pelear —gruñó Malvern.
—Bueno, es cierto, hasta ahora no le han dado ningún contrincante serio —
comentó Tony.
La lluvia golpeaba contra los cristales de la ventana. Las gruesas gotas se
aplastaban y corrían hacia abajo en pequeñas ondas.
Malvern dijo:
—Él mismo es un vago. Un vago con cierto carácter y apariencia, pero siempre
un vago.
Tony suspiró profundamente.
—Me gustaría ir. Ésta es mi noche libre.
Malvern se volvió lentamente y se acercó al escritorio para beber su whisky. Dos
manchas de color aparecieron en sus mejillas y su voz era fatigada.
—Así es la cosa, ¿eh? ¿Qué te lo impide?
—Me duele la cabeza.
—Otra vez estás sin un centavo —dijo Malvern casi con un rugido.
El muchacho moreno le miró de soslayo, sin replicar. —No tienes más que pedirle
a Ted— suspiró. —El bueno de Ted. Él tiene mucho dinero. Es blando como la
manteca. Está bien, Tony, devuelve esa entrada y consigue dos juntas.
Sacó un billete del bolsillo y se lo ofreció. El muchacho pareció ofendido.
—¡Caramba, señor Malvern! No quisiera que pensara usted…
—¡No importa! ¿Qué es una entrada entre amigos? Compra dos y vete con tu
chica. ¡Al infierno con Targo!
Tony Acosta tomó el billete. Miró con atención al otro durante un momento.
Luego su voz se suavizó y dijo:
—Prefiero ir con usted, señor Malvern. Targo es un campeón, y no sólo en el
ring. Tiene una rubia muy bonita en este piso. La señorita Adrian, del 914.
Malvern se puso rígido. Dejó su vaso sobre el escritorio y se volvió. Su voz se
tornó un poco ronca.
—Sigue siendo un vago, Tony. Muy bien, te esperaré para cenar frente a tu hotel a
las siete.
—Espléndido, señor Malvern.
Tony Acosta salió silenciosamente y cerró la puerta a sus espaldas.
Malvern permaneció en pie al lado de su escritorio. Así estuvo durante largo rato.
—Ted Malvern, el tonto de América —dijo en voz alta—. Un tipo que se roza con
el servicio y se enamora de mujeres extraviadas. Así es.
Terminó de beber, consultó su reloj, se puso el sombrero y el impermeable, y
salió. Al pasar frente al 914 se detuvo, levantó la mano para llamar, y luego la dejó
caer sin tocar la puerta. Salió lentamente hasta el ascensor y luego a la calle.
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Las oficinas del diario Tribune se hallaban en la esquina de la Cuarta Avenida y
Spring. Malvern detuvo su coche frente a la puerta y subió al cuarto piso en un
ascensor manejado por un viejo que leía una revista durante el trabajo.
En el cuarto piso se veía una puerta con un cartel que decía: «Sala de Redacción».
Otro viejo se hallaba sentado frente a un escritorio con un teléfono interno.
Malvern golpeó en el escritorio y dijo:
—Llame a Adams. Dígale que Ted Malvern quiere verle.
El viejo habló por el teléfono y señaló hacia la puerta.
Malvern entró en la sala de redacción y se detuvo al lado de un hombre pelirrojo
que tenía los pies sobre el escritorio y miraba distraído hacia el techo. Al notar su
presencia, el pelirrojo bajó la vista sin mover ninguna otra parte de su cuerpo.
—Salud, Teddy. ¿Cómo anda la opulencia?
—¿Se puede echar una ojeada a tus recortes sobre un tipo llamado Courtway? —
preguntó Ted—. Para más datos, te diré que se trata del senador John Myerson
Courtway.
Adams bajó los pies del escritorio y preguntó:
—¿Ese viejo, pedazo de hielo? ¿Cuándo fue importante? —Se puso en pie—.
Bueno; vamos, tío.
Pasaron frente a una hilera de escritorios y entraron en la sala de archivos. Adams
revisó algunos hasta dar al fin con el que buscaba.
—Toma asiento. Aquí tienes lo que buscas. ¿Qué coima es la que quieres saber?
Malvern se apoyó en la mesa y revisó todos los recortes. No había nada de
interesante en ellos. Examinó uno o dos retratos muy borrosos y preguntó:
—¿Tienes algún retrato que sea decente?
Adams suspiró y se volvió hacia otro gabinete. Al cabo de un momento retornó
con una fotografía de buen tamaño y muy clara. La arrojó sobre la mesa.
—Puedes guardártela —dijo—. Tenemos varias docenas. Ese tipo no se muere
nunca. ¿Quieres que te la haga autografiar?
Malvern examinó la foto atentamente y durante largo rato.
—Está muy bien —comentó—. ¿Este Courtway se casó alguna vez?
—No —respondió Adams—. Oye, ¿qué misterio es éste?
Malvern sonrió a desgano y sacó su frasco de whisky, colocándolo sobre la mesa.
El rostro de Adams se avivó y alargó las manos.
—Entonces, no es posible que tenga un hijo —dijo Malvern.
—Bien…, por lo menos nunca se supo. Si es que soy un buen juez de la
humanidad, entonces nunca tuvo ninguno —contestó Adams.
Bebió un buen trago, se secó los labios, y volvió a beber.
—Y eso es muy raro —dijo Malvern—. Toma otros dos tragos…, y olvídate de
que me has visto.
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III
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El referee los separó con facilidad. Targo se alejó un poco y Werra lanzó un
uppercut que erró. Durante un momento estuvieron finteando. Luego Werra lanzó un
golpe desde abajo. Targo pareció esperarlo para que le golpeara en la mandíbula. Se
reflejaba una sonrisa extraña en su rostro. La chica rubia se puso en pie de pronto.
El golpe de Werra rozó ligeramente la mandíbula de Targo, y apenas le movió.
Targo lanzó una derecha que dio sobre el ojo de Werra, y luego aplicó un gancho de
izquierda a la mandíbula del polaco, seguido por una derecha potentísima.
El muchacho moreno cayó sobre sus rodillas y manos, y luego quedó extendido
sobre la lona. Le contaron los diez segundos entre las aclamaciones del público.
El gordo se puso en pie sonriendo.
—¿Le gustó, compañero? —preguntó—. ¿Todavía cree que fue tongo?
—Parece que falló —comentó Malvern, con voz indiferente.
El gordo le saludó:
—Hasta luego, amigo. Venga seguido por acá.
Malvern permaneció inmóvil hasta que salió toda la multitud de espectadores.
Los boxeadores se habían retirado ya. Las luces se fueron apagando una a una.
Tony Acosta se sentía nervioso.
Malvern se puso en pie y dijo:
—Voy a hablar con ese vago, Tony. Espérame en el coche.
Salió hacia los vestuarios y entró en una de las puertas que tenía fija una tarjeta
con el nombre de Duke Targo.
En un cuarto angosto se hallaba un hombre sentado sobre el extremo de una mesa
de masajear. Malvern lo reconoció como el segundo principal de Targo.
—¿Dónde está Duke? —le preguntó.
El aludido señaló con el pulgar hacia el baño. Entonces salió un hombre de detrás
de la puerta y se paró muy cerca de Malvern. Era alto y tenía cabellos rizados y
castaños. Tenía en la mano un vaso de whisky. En su rostro se notaba su ebriedad. Sus
ojos estaban inyectados de sangre. Dijo con voz pastosa:
—Fuera de aquí.
Malvern cerró la puerta con toda calma y se apoyó en ella. Puso la mano en el
bolsillo interior de su chaqueta para sacar una cigarrera. Ni siquiera miró al hombre
de los cabellos castaños.
Éste metió la mano dentro de sus ropas y la sacó armada de una pistola.
—¡Nada de eso! —gruñó.
Malvern sacó la cigarrera muy lentamente y la mostró; luego sacó un cigarrillo y
lo encendió. La pistola estaba muy cerca suyo y temblaba algo.
—Ajá. No me extraña que busque pendencia —le dijo Malvern, al verle tan
bebido.
—Nos gustan las peleas —le contestó el otro—. Revísale, Mike.
El segundo de Targo contestó:
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—No quiero saber nada con eso, Shenvair. ¡Por amor de Cristo, modérese! Está
más bebido que una esponja.
Malvern dijo entonces:
—Está bien, puede revisarme. No tengo armas.
—No —le respondió el segundo—. Este tipo es el guardaespaldas de Duke. No
quiero saber nada en esto.
—Seguro, estoy bebido —exclamó Shenvair.
—¿Es usted amigo de Duke? —preguntó el segundo.
—Tengo algunos informes para él —contestó Malvern.
—¿Respecto a qué?
Malvern no le respondió.
—¿Sabes de qué se trata, Mike? —dijo Shenvair—. Éste es un detective privado.
Me parece que quiere quitarme el empleo. Tiene aspecto de ser un vago.
—Sí —dijo Malvern—. Y póngase la pistola en su propio estómago.
Shenvair se volvió y le dijo al segundo por sobre el hombro:
—¿Qué le parece, Mike? Es un detective, y me quiere quitar el empleo.
—¡Guárdese la pistola, pedazo de tonto! —exclamó con disgusto el aludido.
Shenvair se volvió hacia él.
—Yo soy su protector, ¿no es así? —se quejó.
Malvern hizo a un lado la pistola. Shenvair se volvió hacia él y Malvern le aplicó
un golpe en el estómago, manteniendo el arma apartada con el antebrazo izquierdo.
Shenvair soltó la pistola y perdió el equilibrio. El segundo se inclinó a recogerla.
El boxeador rubio salió entonces del baño y se quedó mirando la escena. Malvern
dijo:
—A éste no lo necesito más.
Tomó a Shenvair por las solapas y le asestó una derecha a la mandíbula. El de los
cabellos castaños retrocedió trastabillando, golpeó contra la pared y se deslizó al
suelo.
El segundo apuntó con la pistola a Malvern. Targo comenzó a masajearse con la
toalla. Al cabo de un momento preguntó:
—¿Quién diablos es usted?
—Antes era un detective privado —respondió Malvern—. Mi nombre es
Malvern. Creo que usted necesita ayuda.
Targo enrojeció un poco.
—¿Por qué?
—Me enteré de que debía usted perder la pelea y creo que hizo usted lo posible.
Pero Werra era muy malo y no pudo usted evitar vencerlo. Eso quiere decir que ahora
está, en un aprieto.
—Le he volteado los dientes a otros que han dicho cosas así —le contestó Targo.
El cuarto estuvo silencioso durante un momento. El borracho se sentó en el suelo
y trató de incorporarse sin lograrlo.
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Malvern agregó con tranquilidad.
—Benny Cyrano es amigo mío. Él es su promotor, ¿no es verdad?
El segundo lanzó una ronca carcajada, luego sacó el cargador de la pistola y la
tiró al suelo. Se dirigió a la puerta y salió, cerrándola con fuerza.
Targo miró a la puerta y luego a Malvern.
—¿Qué oyó decir? —le preguntó.
—Su amiga, Jean Adrian, vive en mi hotel, en el mismo piso. Esta tarde la asaltó
un bandido y la golpeó con una cachiporra. Yo pasaba en ese momento y vi al
bandido que huía. La ayudé y ella me contó todo, después.
Targo se puso la ropa interior y los zapatos. Metió la mano en un armario y sacó
una camisa de satín azul que se puso.
—Ella no me contó nada —dijo.
—No quiso hacerlo…, antes de la pelea.
Targo asintió. Luego dijo:
—Si es usted amigo de Benny, es posible que sea de confiar. Me han estado
amenazando. Quizá no sea más que estupideces de algún pillo que quiere ganarse
unos dólares. Yo he peleado como quise. Ahora se puede ir, amigo.
Se puso un par de pantalones negros y se anudó la corbata. Sacó una chaqueta
blanca del armario y se la puso. Un pañuelo blanco y negro asomaba por el bolsillo
superior.
Malvern le miró las ropas con asombro, se acercó a la puerta y miró al borracho.
—Está bien —dijo—. Ya veo que tiene usted un guardaespaldas. No fue más que
una idea que se me ocurrió. Disculpe.
Se alejó del vestuario y salió a la calle. Ascendió a su coche. Acosta estaba
sentado al volante.
—Vamos al Club Cyrano a tomar una copa, Tony —dijo.
—Espléndido —exclamó Tony—. La señorita Adrian tiene un número allí. Esa
rubia de quien le hablé.
—Sí —contestó Malvern—. Vi a Targo. Me gusta el muchacho…, pero no me
hace gracia la ropa que usa.
IV
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—Somos dos no más —contestó Malvern—. Te presento al señor Acosta. Gus
Neishacker, gerente del Cyrano.
Gus le estrechó la mano a Tony sin mirarle.
—Veamos, la última vez que viniste…
—Ella no está en la ciudad —le interrumpió Malvern—. Nos sentaremos cerca
del espacio de baile, pero no demasiado. No bailamos.
Gus le sacó un menú al camarero en jefe y les condujo por entre las mesas.
Malvern y Acosta tomaron asiento. Pidieron whisky y emparedados de Denver.
Neishacker le dio la orden al camarero, acercó una silla y se sentó con ellos. Sacó un
lápiz y comenzó a dibujar triángulos en la parte interna del mantel.
—¿Viste las peleas? —preguntó como al descuido.
—¿Eran peleas? —le contestó Malvern.
Gus sonrió indulgente.
—Benny habló con el Duke. Dice que tú sabes todo. —Miró de pronto a Tony.
—Tony es mi amigo —dijo Malvern entonces.
—Sí. Bueno, haznos un favor, ¿quieres? Ocúpate de que no pase a mayores. A
Benny le gusta ese muchacho y no quiere que le pase nada.
Malvern encendió un cigarrillo, lanzó una bocanada de humo y respondió.
—Yo no tengo nada que ver con eso, pero te digo que es algo raro. Mi experiencia
me lo dice.
Gus le miró durante un rato, luego se encogió de hombros, diciendo:
—Espero que tengas razón.
Se puso en pie y se alejó por entre las mesas, saludando a uno u otro concurrente.
Tony Acosta miró con curiosidad a Malvern.
—Oiga, señor Malvern, ¿cree usted que se trate de algo serio?
Malvern asintió sin hablar. El camarero les sirvió lo pedido. En ese momento
comenzó el espectáculo de la noche. Salieron al centro del espacio de baile tres
negros llevando a hombros una caja enorme. Al colocarla en el piso, salió de ella Jean
Adrian, que bailó durante algunos minutos al ritmo suave de la orquesta. Se movía
con gracia y elegancia entre los tres negros que permanecían inmóviles. Al terminar
el baile, se apagaron las luces por un minuto. Cuando se encendieron de nuevo, los
cuatro habían desaparecido.
—¡Qué bien! —dijo Tony admirado—. Era la señorita Adrian.
—Sí. No estuvo mal —le respondió Malvern. Encendió otro cigarrillo y miró a su
alrededor—. Allí tienes otro número en blanco y negro, Tony. El Duke en persona.
Duke Targo estaba aplaudiendo con fuerza en la entrada de uno de los reservados
cerca de la pared del salón. Tenía aspecto de haber estado bebiendo.
Una mano se plantó sobre el hombro de Malvern. Éste sintió olor a whisky cerca
de su cara. Volvió lentamente la cabeza y vió el rostro de Shenvair, el guardaespaldas
de Duke Targo.
—Negros ahumados —dijo Shenvair con voz gangosa—. Malísimo. Horrible.
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Malvern sonrió y retiró un poco la silla. Tony Acosta miró a Shenvair con
asombro.
—Negros verdaderos, señor Shenvair —contestó Malvern—. A mí me gustó.
—¿Y a quién diablos le importa lo que a usted le gusta? —preguntó Shenvair.
Malvern sonrió otra vez, dejó su cigarrillo en el cenicero y se volvió más hacia el
otro.
—¿Todavía cree que quiero quitarle el empleo?
—Sí, y además le debo un golpe en la cara. —Levantó la mano como para
asestarle un golpe—. ¿Lo quiere ahora?
Un camarero le tomó por el brazo y le hizo girar sobre sí mismo.
—¿Perdió su mesa, señor? Venga por aquí.
Shenvair palmeó al camarero en el hombro y se alejó con él.
Malvern dijo:
—¡Al infierno con este club! —y comenzó a mirar a su alrededor con
indiferencia. De pronto se despertó su interés.
Una joven rubia, luciendo un abrigo de pieles, pasó por entre las mesas y se
dirigió al reservado donde se hallaba Targo.
—Vámonos, Tony —dijo entonces Malvern. Luego agregó con voz ronca—: No.
Espera un momento. Veo a un tipo que no me gusta.
El hombre se hallaba en el otro extremo del salón. Se dirigía hacia los reservados.
Parecía distinto ahora sin sombrero; pero tenía la misma cara chata y sin expresión, y
los mismos ojos demasiado juntos. No tendría más de treinta años, pero estaba
perdiendo el cabello en la coronilla. El bulto de un arma debajo de su brazo izquierdo
apenas se notaba. Era el hombre que huyera del departamento de Jean Adrian en el
Carondelet. Llegó a los reservados y entró en el que se hallaban Targo y Jean.
Malvern dijo rápidamente:
—Espera aquí, Tony.
Echó hacia atrás la silla y se puso en pie. Alguien le dió un golpe detrás de la
oreja. Giró sobre sí mismo y vió muy cerca suyo el rostro de Shenvair.
—Ya estoy de vuelta, compañero —dijo el otro, y le asestó otro golpe en la
mandíbula.
El golpe hizo perder el equilibrio a Malvern. Tony Acosta se puso de pie en un
salto. Malvern hizo lo mismo y le asestó a Shenvair un golpe corto a la nariz, seguido
de otro a la mandíbula. Shenvair cayó al suelo y quedó sentado. Se llevó la mano a la
nariz.
—Vigílame a este pájaro —dijo Malvern. En ese momento se oyeron dos
disparos.
Eran los disparos de un arma de pequeño calibre, y sonaron uno detrás del otro.
Malvern partió a escape.
Se llevó por delante a la gente que se había levantado y huía hacia la puerta.
Llegó hasta los reservados y se detuvo. Por la parte inferior de la puerta del que
Página 73
ocupaban Jean y Targo, aparecía un par de piernas. Malvern entró y vió al hombre
tirado sobre la mesa. Su mano derecha, estirada sobre el mantel, aferraba una pistola
calibre 45. Su coronilla calva brillaba a la luz de la lámpara. La sangre le corría por el
chaleco, manchando también el blanco mantel.
Duke Targo se hallaba en pie. Apoyaba su brazo izquierdo sobre la mesa. Jean
Adrián estaba sentada a su lado. Targo miró a Malvern como si nunca le hubiera visto
antes. Adelantó la mano derecha.
Una pequeña automática se veía en la palma de su mano.
—Yo le maté —dijo con voz pastosa—. Nos amenazó con la pistola y yo le maté.
Jean Adrián no parecía asustada. Sus ojos miraban al muerto con fijeza.
Malvern apoyó la mano en el cuello del herido y la tuvo un momento allí, para
retirarla luego.
—Está muerto —dijo—. Cuando un ciudadano mata a un pistolero…, hay
noticias para los diarios.
—Salgamos de aquí —dijo Targo, echando la pistola sobre la mesa y
adelantándose.
Malvern le dirigió una sonrisa a la joven y empujó con la mano a Targo.
—Siéntese, Targo. No va a ninguna parte.
—Bueno…, está bien —le respondió el boxeador—. Pero yo le maté.
—Está bien —dijo Malvern—. Ahora quédese tranquilo.
La gente había comenzado ya a amontonarse a su alrededor. Empujó a todos hasta
dejar el reservado vacío.
Benny Cyrano tenía la forma de dos huevos, uno pequeño, que era su cabeza,
colocada encima de uno grande que era su cuerpo. Se hallaba sentado frente a su
escritorio y jugueteaba nervioso con su pañuelo. Decía, con voz apagada:
—Esperen un momento, muchachos. Tengan calma.
En un rincón de su oficina había un sofá y Duke Targo estaba sentado en el
medio, entre dos detectives. Tenía un magullón oscuro sobre el pómulo, su cabello
rubio estaba despeinado y su camisa de satín parecía querer escapar de su cuerpo.
Uno de los policías, el de los cabellos grises, tenía el labio partido. El más joven,
que era tan rubio como Targo, tenía un ojo negro. Ambos parecían muy enojados,
pero el rubio era el más furioso de los dos.
Malvern estaba sentado en una silla cerca de la pared y no apartaba los ojos de
Jean Adrian, que se hallaba en otra silla cercana. Gus Neishacker estaba apoyado
contra la puerta.
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—Esperen un momento, muchachos —dijo Cyrano—. Si ustedes no le hubieran
tratado mal, el muchacho no les hubiera pegado. Es muy bueno…, el mejor que he
tenido hasta ahora. Denle una oportunidad.
La sangre le corría a Targo desde la comisura de los labios. En su rostro no se
reflejaba ninguna expresión.
—No querrás que los muchachos dejen de jugar con las cachiporras, Cyrano —
dijo Malvern con frialdad.
El policía rubio gruñó:
—¿Todavía tienes esa licencia de detective privado, Malvern?
—Sí. Creo que anda por alguno de mis cajones —respondió éste.
—Tal vez se la podamos hacer quitar —dijo el policía rubio.
—Tal vez puedas bailar la danza de los siete velos, poli. Que yo sepa, tal vez seas
un tipo ingenioso para eso.
El rubio comenzó a levantarse. El más viejo le dijo:
—Déjalo tranquilo. Le daremos dos metros de distancia. Si pasa de la raya, le
apretaremos los tornillos.
Malvern y Gus se miraron sonriendo. Cyrano siguió haciendo ademanes inútiles.
La joven miraba de soslayo a Malvern. Targo abrió la boca y escupió sangre sobre la
alfombra. Alguien empujó la puerta, y Gus se hizo a un lado y la abrió. Entró
McChesney.
McChesney era el teniente de detectives. Individuo alto, de cabellos castaños,
ojos incoloros y cara suspicaz. Cerró la puerta y dió vuelta a la llave.
—Está muerto —anunció—. Una debajo del corazón y otra adentro. Buena
puntería.
—Cuando hay que defenderse no se puede andar con miramientos —contestó
Targo hoscamente.
—¿Lo identificó? —preguntó el detective de cabellos grises al teniente.
McChesney asintió.
—Es Torchy Plant, pistolero a domicilio. Hace como dos años que no le veía por
aquí. Es adicto a la cocaína.
—Eso tenía que ser para andar a balazos aquí —dijo el otro.
El rostro de McChesney estaba serio.
—¿Tiene permiso para llevar armas, Targo? —preguntó.
—Sí —contestó el boxeador—. Benny me consiguió uno hace dos semanas. Me
han estado amenazando.
—Oiga, teniente —intervino Cyrano—. Algunos jugadores trataron de asustarle
para que se tirara a la lona. Ha ganado nueve peleas seguidas por knockout. Le dije
que podía tirarse si quería.
—Casi lo hice —dijo Targo.
—De modo que mandaron un pistolero para que le matara —dijo Cyrano.
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—No me extraña —comentó McChesney—. ¿Cómo es que le ganó de mano,
Targo? ¿Dónde tenía la pistola?
—En la cintura.
—Muéstreme.
Targo puso la mano en su bolsillo trasero y sacó un pañuelo rápidamente, como si
fuera una pistola.
—¿Tenía el pañuelo en el bolsillo con la pistola? —preguntó el teniente.
El rostro de Targo se nubló un poco y asintió.
McChesney se adelantó y tomó el pañuelo. Lo olió y se lo guardó en el bolsillo.
Su rostro estaba inexpresivo.
—¿Qué le dijo, Targo?
—Me dijo: «Tengo un mensaje para usted, amigo, y es éste». Entonces echó
mano a la pistola y se le atascó en la pistolera. Yo logré sacar primero la mía.
McChesney sonrió débilmente y miró a Targo de arriba abajo.
—Sí —dijo con suavidad—. Buena puntería para una 22; pero es usted un tipo
rápido para ser tan corpulento… ¿Quién recibió las amenazas?
—Yo —contestó Targo—, por teléfono.
—¿Conoció la voz?
—Podría haber sido el mismo tipo. No estoy seguro.
McChesney reflexionó un momento y dijo:
—Un tipo como ése no tiene ninguna importancia, pero tenemos que cumplir con
nuestro deber. Ustedes dos tendrán que venir a la jefatura a declarar. Vamos ya.
Salió de la oficina y los dos detectives se pusieron en pie. El de los cabellos grises
gruñó:
—¿Se va a portar bien, amigo?
—Si me dejan lavar la cara —contestó Targo.
Salieron todos y se cerró la puerta a sus espaldas.
Gus Neishacker lanzó una carcajada, cerró con llave la puerta y dijo:
—Estoy más tembloroso que Benny. Tomemos una copa de coñac.
Sirvió tres copas llenas y bebieron. Malvern se puso en pie y fijó sus ojos en
Cyrano.
—¿Cuánto dinero habrá cambiado de mano esta noche en apuestas? —preguntó.
Cyrano pensó un poco y replicó:
—Unos pocos miles. No era más que una pelea regular de las que se efectúan
todas las semanas. No tiene sentido, ¿verdad?
—Si lo tuviera, el crimen se está yendo por los suelos en esta ciudad.
Cyrano no contestó nada. Gus Neishacker sorbió su coñac y permaneció
silencioso.
Al cabo de un momento, Malvern saludó a los dos y se retiró. En el hall encontró
al camarero en jefe mirando llover, a la espalda de un agente de policía estacionado
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en la puerta. Malvern tomó su sombrero e impermeable del vacío vestuario y se
acercó al camarero.
—¿No vió usted al muchacho que estaba conmigo? —le preguntó.
—Había cuatrocientas personas aquí…, y trescientos salieron a escape antes de
que llegara la policía. Siento no poder complacerle.
Malvern le saludó y salió a la calle. Buscó su automóvil, pero no lo encontró.
Después de una corta espera, vió pasar un taxi y lo tomó.
VI
La rampa del garage del Carondelet bajaba hacia la oscuridad. Un enorme negro,
vestido de overall, se acercó a Malvern sonriendo.
—Hola, señor Malvern —le saludó—. ¿Está inquieto esta noche?
—Siempre me pongo así cuando llueve —le contestó Malvern—. ¿Está mi coche
aquí?
—No, no está.
—Se lo presté a un amigo. Probablemente lo habrá hecho pedazos.
Le arrojó medio dólar al negro y se alejó hacia la parte trasera del hotel. Llegó al
callejón formado por la pared trasera del Carondelet y varias casas en la acera
opuesta. Entre estas últimas estaba el hotel Blaine.
Malvern subió los escalones y abrió la puerta con una ganzúa. Subió las escaleras
hasta el cuarto piso y buscó la habitación número 411. Extendió la mano para tocar el
picaporte, y la retiró enseguida sin tocarlo. Estaba manchado con algo que parecía
sangre. Malvern bajó la vista y vió un charco de sangre en el suelo. Sintió que un frío
glacial le apretaba el corazón. Se quitó el guante, sacó un pañuelo del bolsillo y abrió
la puerta que no estaba cerrada con llave. Miró al interior de la habitación y exclamó
en voz baja:
—¡Tony!… ¡Oh, Tony!
Había una luz encendida. Tony Acosta estaba sentado frente a su escritorio. Su
cabeza descansaba sobre su brazo izquierdo. Debajo de la silla se había formado un
enorme charco de sangre.
Malvern cruzó la habitación y tocó a Tony en el hombro.
—¡Tony! —llamó.
Tony no se movió. Malvern le examinó, comprobando que tenía el estómago
envuelto en una toalla tinta en sangre. Su mano derecha estaba sobre el escritorio y
sostenía una pluma. Casi debajo de su cara había un sobre con algunas palabras
escritas.
Malvern retiró lentamente el sobre y lo leyó:
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«Lo seguí…, 28 Court Street…, sobre garaje…, me hirió…, creo le maté…, su
automóvil…».
La última palabra terminaba en un borrón. Malvern plegó cuidadosamente el
sobre y se lo guardó en el bolsillo. Tocó el cuello de Tony y vió que todavía estaba
cálido y comenzaba a tornarse rígido. Malvern se quitó la chaqueta y se arremangó
para limpiar todo lo que había tocado. Luego se retiró, cerrando con llave y
arrojándola al interior por la banderola. Ya en la calle, se dirigió hacia la esquina del
callejón y vió su coche estacionado allí. Tenía las llaves colocadas en su sitio.
Malvern tocó el asiento y comprobó que tenía sangre. Sacó las llaves, subió los
cristales y cerró el coche, dejándolo donde estaba.
Al volver al Carondelet no se encontró con nadie. La lluvia seguía cayendo
incesantemente.
VII
Se veía un rayo de luz debajo de la puerta del 914. Malvern golpeó con los nudillos y
esperó largo rato. Luego una voz le habló desde el interior.
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Ted Malvern, ángel. Tengo que verla por asuntos de negocios.
Se abrió la puerta y asomó su cabeza Jean Adrian.
—¡Es usted! —dijo ella con tono fatigado—. ¡Tenía que ser usted! Sí… Bien,
tengo que darme un baño. Huelo a policía.
—¿Quince minutos? —preguntó Malvern, con los ojos fijos en el rostro de la
joven.
Ella asintió y cerró la puerta. Malvern se fué a su habitación y se cambió de ropa.
Volvió a llenar su frasco de whisky y se lo guardó en el bolsillo, abrió una maleta de
la que extrajo una pistola automática, que tuvo en la mano durante un momento, y
luego volvió a guardar en la maleta.
Cuando volvió al 914, halló la puerta abierta. Golpeó ligeramente con los nudillos
y entró, hallando a la joven sentada en el sofá. Vestía un pijama de seda y una
chaqueta corta. Parecía muy fatigada.
Malvern preguntó:
—¿Quiere un trago?
—Bueno —respondió ella de mala gana.
Malvern sirvió dos vasos y tomó asiento a su lado.
—¿Todavía tienen a Targo en la jefatura?
—Se desmandó otra vez y dejó desmayados a dos policías. Lo quieren como a un
hermano.
—Todavía tiene mucho que aprender respecto a los policías —comentó Malvern.
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La joven tomó un sorbo de whisky y dijo:
—Estoy fatigada y quisiera que me diga de qué me quería hablar.
—Seguro —contestó él. Sacó su cigarrera y la convidó con un cigarrillo—.
Cuando haya encendido el cigarrillo puede decirme por qué lo mató.
Jean Adrian, se puso el cigarrillo en los labios y lo encendió sin replicar.
Malvern la observó durante un minuto. Luego bajó la vista y dijo:
—Era su pistola…, la que yo recogí allí esta tarde. Targo dijo que la había sacado
del bolsillo de la cintura, la forma más lenta de desenfundarla. Empero, se supone que
haya disparado dos veces con bastante puntería como para matar a un hombre,
mientras que su víctima apenas si pudo desenfundar su pistola. Eso es todo mentira.
Pero usted, con la pistola en el bolso; y conociendo al tipo, podría haberlo hecho. Él
estaría observando a Targo.
—A la policía les dijimos todo lo que ocurrió.
Malvern sacudió la cabeza.
—La policía nunca cree nada, sin luchar. Están demasiado acostumbrados a oír
mentiras. Creo que McChesney se ha dado cuenta de que fué usted la que disparó. Ya
debe saber que el pañuelo de Targo no estuvo al lado de la pistola en su bolsillo.
—Está bien —dijo la joven—. Yo le maté. ¿Cree usted que hubiera vacilado
después de lo que ocurrió esta tarde?
—No sé cómo decírselo —contestó Malvern, rascándose una oreja—. ¿Cree usted
que ese bandido quería matar a Targo?
—Así lo creí… De otro modo no le hubiera matado.
—Yo pensé que no hizo más que tratar de asustarlos, ángel. Como el de la tarde.
Al fin y al cabo, un club nocturno no es lugar apropiado para poder huir después de
un tiroteo.
—No lo creo así. Además, no tuve intenciones de que Duke se echara la culpa. Él
me quitó la pistola de la mano y dijo que había sido él. ¿Qué importancia tenía? Yo
sabía que al final se descubriría todo.
Permaneció silenciosa un momento y luego dijo:
—¿Es eso lo que quería saber?
Malvern la observó y respondió:
—Shenvair estaba complicado en el asunto. El muchacho que estaba conmigo en
el Cyrano siguió a Shenvair hasta su escondite y éste le pegó un tiro. Ahora está
muerto. Muerto, ángel…, y no era más que un muchacho que trabajaba aquí en el
hotel. Era Tony, el jefe de los botones. Los policías no lo saben aún.
La joven le miró con les ojos muy abiertos, y de pronto se inclinó hacia adelante y
cayó sobre las rodillas de Malvern. Él la tomó en sus brazos y la besó en la boca.
Jean abrió los ojos y le miró como si no le viera. Él la besó de nuevo y luego la
sentó sobre el sofá.
—Eso no era fingido, ¿verdad? —le preguntó.
La joven se puso en pie furiosa.
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—¡Es usted un hombre horrible! ¡Satánico! Me viene a decir que han matado a un
hombre… y luego me besa. ¡No puede ser real!
Malvern dijo con voz ronca:
—Hay algo de horrible respecto a un hombre que se vuelve loco por la mujer de
otro.
—¡Yo no soy su mujer! —gritó ella—. Ni siquiera me gusta… y tampoco me
gusta usted.
Malvern se encogió de hombros. Quedaron mirándose en silencio durante largo
rato.
—¡Váyase de aquí! —gritó ella de pronto—. No le puedo ver más. ¿Quiere irse?
—¿Por qué no? —dijo Malvern. Se puso en pie y tomó su sombrero e
impermeable.
La joven sollozó un poco y luego se acercó a la ventana y se quedó allí inmóvil.
—¿Por qué infiernos no me deja que la ayude? —le preguntó entonces Malvern
—. Sé que ocurre algo malo. No le haré ningún daño.
La joven le respondió sin volverse a mirarlo:
—¡Váyase! No necesito su ayuda. Váyase y no vuelva. No le veré nunca más.
—Me parece que necesita usted ayuda —le contestó Malvern—. Le guste o no le
guste. Me parece que sé quién es ese hombre de la foto. Y no creo que esté muerto.
La joven se volvió. Su rostro estaba muy pálido.
—Estoy perdida. ¡Perdida! —exclamó—. Nada podrá hacer usted para ayudarme.
Malvern levantó la mano y le acarició la mejilla. En sus labios se esbozó una
sonrisa.
—Estoy equivocado, ángel. No le conozco en absoluto. ¡Buenas noches! —le
dijo.
Cruzó la habitación y abrió la puerta. No la volvió a cerrar. Permaneció inmóvil
en el umbral, mirando a los dos hombres que estaban allí en pie con las armas en la
mano.
Estaban muy cerca de la puerta, como si hubieran estado a punto de llamar. Uno
era fornido, oscuro y de aspecto saturnino. El otro era un albino con penetrantes ojos
rojizos y cabeza pequeña, cubierta por cabellos blancos como la nieve; Este último
sonreía mostrando agudos dientes.
—Un momento, compañero —dijo el albino—. No cierre la puerta que queremos
entrar.
El otro se adelantó y palpó con la mano izquierda el cuerpo de Malvern. Se alejó
y dijo:
—No tiene armas, pero sí un frasco macanudo.
El albino movió su pistola.
—Atrás, compañero, también queremos a la mujer.
—No hace falta la pistola, Critz —le contestó Malvern—. Lo conozco a usted y a
su patrón. Si él quiere verme, tendré mucho gusto en hablar con él.
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Se volvió y penetró en el departamento con los dos pistoleros pisándole los
talones.
Jean Adrian no se había movido. Cuando les oyó entrar, se volvió y miró a los
tres con asombro. El albino se plantó en el centro de la habitación y examinó todo
con sus penetrantes ojos, luego entró en el dormitorio y en el cuarto de baño. Volvió a
poco y dijo:
—Vístase, hermana. Tenemos que hacer un viaje largo. ¿Está bien?
La chica miraba ahora a Malvern. Éste se encogió de hombros y abrió los brazos
en un ademán de desamparo.
—Así es la cosa, ángel. No estaría mal obedecer —le dijo con una sonrisa.
El rostro de la joven reflejó una expresión desdeñosa.
—¡Usted!… ¡Usted!… —dijo, y se alejó hacia el dormitorio.
El albino encendió un cigarrillo y lanzó una carcajada baja y vibrante.
—Parece que no le quiere la rubia, compañero —comentó.
Malvern frunció el ceño. Se acercó lentamente hacia el escritorio y se sentó sobre
él, mirando a los dos pistoleros.
—Ella cree que yo la traicioné —dijo hoscamente.
—Es posible que así sea, compañero —le contestó el albino.
Malvern le dijo entonces:
—Será mejor que la vigilen bien. Es lista para usar un arma.
Sus manos, ocultas detrás de su cuerpo, tomaron la fotografía y muy
disimuladamente la escondieron debajo de la carpeta.
VIII
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El hombre sentado frente a la mesa de cocina era de enorme corpulencia. Tenía
cabellos y cejas rojas, un rostro agresivo y una mandíbula prominente. Sus gruesos
labios sostenían un cigarrillo. Sus ropas parecían haber costado mucho dinero y que
fueron usadas hasta para dormir.
Miró como al descuido a Jean Adrian, y dijo, sin quitarse el cigarrillo de la boca:
—Siéntese, hermana. Hola, Malvern. Dame esa pistola, Lefty; y ustedes,
muchachos, váyanse abajo.
La joven tomó asiento en una silla de madera. El hombre se levantó de la cama,
puso la pistola al alcance de la mano del otro y los tres pistoleros bajaron por las
escaleras, dejando la puerta abierta.
El hombre corpulento tomó la pistola y miró a Malvern, diciendo con sarcasmo:
—Soy Doll Conant. Quizá se acuerde de mí.
Malvern estaba en pie al lado de la mesa, con las manos en los bolsillos y
mirándole con frialdad.
—Sí, me acuerdo de usted. Ayudé a mi padre a juntar las pruebas de la única
acusación que pudo llevarse contra usted.
—No tuvo éxito en la Corte de Apelación.
—Quizá ésta tenga éxito —contestó Malvern—. El rapto es algo muy serio en
este Estado.
Conant sonrió con expresión bien humorada.
—No perdamos tiempo en tonterías. Tenemos que hablar de negocio y no me
gustan esos chistes. Siéntese…, o mejor, primero échele una ojeada a la prueba
número uno. Está en la bañadera, detrás suyo. Sí, échele una ojeada. Luego podemos
conversar.
Malvern abrió la puerta del baño y encendió la luz. En el interior de la bañadera
yacía el cadáver de Shenvair. Tenía un orificio de bala sobre uno de los ojos. Malvern
respiró hondo y se incorporó lentamente. De pronto se inclinó un poco más y vió una
pistola en el espacio entre la bañadera y la pared. Miró hacia atrás. La puerta le
ocultaba de los ojos de Conant. Se inclinó rápidamente y tomó la pistola. Al
examinarla, comprobó que todavía tenía cuatro balas en el cargador.
Malvern abrió su sobretodo y se metió la pistola en la cintura. Luego salió del
cuarto de baño.
Doll Conant le señaló una silla.
—Siéntese —le ordenó.
Malvern miró a Jean Adrian. Ella le miraba con curiosidad. Tenía el rostro pálido.
—Es el señor Shenvair, ángel. Le ocurrió un accidente y está… muerto.
La joven se estremeció y siguió con la vista fija en él.
Conant agregó otra colilla a la colección del platillo y encendió otro cigarrillo.
—Sí, está muerto. Usted lo mató.
Malvern sacudió la cabeza sonriendo.
—No.
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—No me venga con eso, muchacho. Usted lo mató. Perrugini, el funebrero de la
vereda de enfrente, es amigo mío. Él le alquiló este desván a Shenvair. Esta noche
oyó disparos y se asomó a la ventana a tiempo de ver a un tipo que huía en un auto.
Vió también el número de la patente. Era su auto.
Malvern sacudió otra vez la cabeza.
—Pero yo no lo maté, Conant.
—Trate de probarlo… Perrugini corrió aquí y encontró a Shenvair muerto en la
escalera. Lo trajo aquí arriba y lo metió en la bañadera. Supongo que lo hizo por
alguna idea loca que se le ocurrió respecto a la sangre. Luego le revisó los bolsillos y
encontró una licencia de detective privado. Se asustó por eso y me llamó por
teléfono.
Conant calló y Malvern le dijo entonces:
—¿Se enteró del tiroteo de esta noche en el Club Cyrano?
Conant asintió y Malvern prosiguió:
—Yo estuve allí con un amigo mío del hotel. Poco antes del tiroteo, Shenvair me
pegó un golpe. El chico siguió a Shenvair hasta aquí y se liaron a tiros. Shenvair
estaba bebido y asustado, y apuesto a que él disparó primero. Ni siquiera sabía yo que
el chico tenía un arma. Shenvair lo hirió en el estómago. Llegó a su casa y murió allí,
y me dejó una nota. Aquí la tengo.
Al cabo de un momento, Conant respondió:
—Usted mató a Shenvair o alquiló a ese muchacho para que lo matara. Le diré
por qué. Trató de arruinarle a usted la extorsión y se vendió a Courtway.
Malvern pareció sorprenderse. Levantó la cabeza para mirar a Jean. Ella le miraba
con ojos brillantes y le dijo con dulzura:
—Lo siento…, ángel. Estaba equivocada con respecto a usted.
Malvern le sonrió y se volvió a Conant.
—Ella creía que yo la había traicionado. ¿Quién es Courtway? ¿El senador que le
protege?
Conant palideció un poco. Dejó su cigarrillo en el plato y golpeó a Malvern en la
boca con el puño cerrado. Malvern trastabilló, tropezó con la silla y fué a parar de
espaldas al suelo.
Jean Adrian se puso en pie rápidamente y se quedó inmóvil.
Malvern rodó hacia un lado y se puso en pie. Sacó un pañuelo y se restañó la
sangre. Sonaron pasos en la escalera y el albino asomó la cabeza, y una mano armada
con la pistola.
—¿Necesita ayuda, patrón? —preguntó.
Sin mirarle, Conant le replicó:
—Afuera…, y cierra esa puerta… ¡Y quédate afuera!
Se cerró la puerta y los pasos del albino se perdieron escaleras abajo. Malvern
miraba fijamente a la pistola que se hallaba al alcance de la mano de Conant.
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—Tal vez piense usted que me tragaré el asunto ese del chantaje —dijo Conant—.
No tal, compañero. Lo pienso liquidar para que no ocurra otra vez. Usted me va a
decir todo lo que sabe. Tengo tres muchachos que necesitan ejercicio. Empiece a
hablar.
—Sí… —dijo Malvern—, pero los tres muchachos están abajo.
Se guardó el pañuelo en el bolsillo interior de la chaqueta. Su mano salió armada
con la pistola de Shenvair.
—Tome esa pistola por el caño y empújela por sobre la mesa.
Conant no se movió. Sus ojos se entrecerraron. No tocó la pistola. Al cabo de un
momento dijo:
—Ya sabrá lo que le pasará ahora.
Conant sacudió la cabeza.
—Eso no me importa. Si ocurre, le prometo que usted no se enterará de nada.
Conant le miró sin moverse.
—¿De dónde la sacó? —le preguntó, señalando a la pistola—. ¿No le registraron
esos idiotas?
—Sí lo hicieron —le replicó Malvern—. Ésta es la pistola de Shenvair. Su amigo
Perrugini debe haberla tirado debajo de la bañadera.
Conant adelantó la mano y empujó la pistola con los dedos hasta el borde de la
mesa.
—Esta vez pierdo —dijo—. Debí haber pensado en eso Entonces seré yo el que
tenga que hablar.
Malvern tomó la otra pistola y se la guardó en el bolsillo de su abrigo.
Jean Adrian preguntó:
—¿Quién es este hombre?
—Doll Conant, un cacique local. El senador John Myerson Courtway es su piedra
de toque en el senado del Estado. Y el senador Courtway, ángel, es el hombre que
estaba en la foto de su escritorio. El que dijo usted que era su padre y que había
muerto.
La joven respondió con voz queda:
—Es mi padre. Yo sabía que no estaba muerto. Le estoy extorsionando… por cien
mil dólares. Shenvair, Targo y yo. Él no se casó con mi madre, de modo que soy hija
ilegítima. Pero sigo siendo su hija. Tengo mis derechos y él no los quiere reconocer.
Dejó a mi madre sin darle un centavo. Hizo que me vigilaran durante varios años.
Shenvair era uno de los detectives empleados por él. Shenvair reconoció mis fotos
cuando vine a esta ciudad y conocí a Targo. Él se acordó del asunto y consiguió en
San Francisco una copia de mi certificado de nacimiento. Aquí lo tengo.
Sacó de su bolso un documento y lo arrojó sobre la mesa.
Conant estudió el documento y dijo:
—Esto no prueba nada.
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Malvern también examinó el documento. Era una copia certificada del certificado
de nacimiento de una niña en 1912. El nombre era Adriana Gianni Myerson. Hija de
John y Antonina Gianni Myerson. Malvern dejó el documento sobre la mesa.
—Adriana Gianni… Jean Adrian. ¿Fué por eso que se enteró, Conant?
Conant sacudió la cabeza.
—Shenvair se asustó y le avisó a Courtway. Targo no puede haberle matado
porque todavía está en la jefatura. Quizá me equivoqué con usted, Malvern.
Malvern le miró sin decir nada.
—Todo es culpa mía —dijo Jean—. Ahora me doy cuenta de que me porté mal.
Quisiera verlo y decirle que estoy arrepentida y que nunca le molestaré más. Quiero
que me prometa que no le hará nada a Duke Targo. ¿Podré hacerlo?
Malvern le dijo:
—Puedes hacer lo que quieras, ángel. Aquí tengo dos pistolas, que nos respaldan.
¿Pero, por qué esperaste tanto tiempo? ¿Y por qué no le perseguiste por medio de los
tribunales? Tú estás en el teatro y la publicidad te hubiera servido de mucho.
—Mi madre nunca supo en realidad quién era él —dijo la joven con amargura—.
Ni siquiera conocía su último nombre. Para ella, él era John Myerson. Yo no me
enteré hasta que vine aquí y vi por casualidad una foto de él.
Conant intervino entonces.
—Usted no le persiguió abiertamente porque sabía muy bien que no era su hija.
Courtway dice que puede probarlo. Y, además, no quiere escándalos porque sería el
fin de su carrera política.
Escupió el cigarrillo al suelo y prosiguió:
—Me costó mucho dinero llevarle adonde está y quiero que allí siga. Por eso es
que estoy metido en esto. No hay nada que hacer, hermana. Yo ejerceré mi influencia
para que las cosas se arreglen.
Malvern le miró con tranquilidad y dijo:
—Ese pistolero del Cyrano… obraba por cuenta de usted, ¿no es verdad, Conant?
Conant rió ásperamente y sacudió la cabeza. La puerta de entrada se abrió
silenciosamente. Malvern no lo notó, pero Jean se dió cuenta y retrocedió con una
exclamación que hizo que Malvern la mirara.
El albino entró en el desván con el arma en la mano.
—La puerta es algo delgada, patrón. Estuve escuchando, ¿está bien?… Largue la
pistola, compañero, o le corto en dos.
Malvern se volvió un poco y soltó la pistola. El albino se acercó lentamente y
apoyó la pistola contra la espalda de Malvern. Conant se acercó y le sacó la
automática del bolsillo. Sin decir palabra, le golpeó en la cara con ella.
Malvern se estremeció un poco y se desplomó al suelo. El albino se acercó a la
puerta y llamó a los otros, que subieron corriendo y se pararon en medio del desván.
—Ella quiere ver al viejo —dijo entonces Conant—. Muy bien, lo verá. Todos
iremos a su casa. Todavía hay algo en esto que no me gusta. —Levantó los ojos y
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miró al hombre fornido—. Tú y Lefty vayan a la jefatura y saquen a Targo y le llevan
a casa del senador tan pronto como puedan. Apúrense.
Los dos pistoleros se retiraron.
Conant miró a Malvern y le golpeó con el pie en las costillas repetidas veces,
hasta que el otro abrió los ojos y se movió.
IX
El automóvil esperó en la cima de la colina, frente a los portales de una casa señorial.
Un hombre cubierto por un impermeable y un viejo sombrero se acercó desde el
interior con las manos en los bolsillos.
El albino se hallaba en el lado exterior de la puerta.
El de adentro le preguntó:
—¿Qué quiere?
—Abra la puerta, compañero. El señor Conant quiere ver a su patrón.
El otro escupió en el suelo y contestó:
—¿Y qué hay con eso? ¿Sabe qué hora es?
Conant salió del automóvil y se acercó a la puerta.
Se oyeron voces agitadas durante un momento.
Malvern se volvió hacia Jean, que estaba sentada a su lado en el auto, y le
acarició la mano. La joven le dijo:
—¡Tonto!… ¡Más que tonto!
Malvern suspiró sin responder.
En ese momento se abrió la puerta y Conant y el albino volvieron al auto. Al
mismo tiempo se acercó otro automóvil y se detuvo detrás del de ellos. Conant se
asomó a la ventanilla del que recién llegaba y les dió una orden. Luego ascendió de
nuevo al auto y entraron los dos vehículos a la casa. Al llegar frente a la puerta
principal se detuvieron y todos descendieron.
Se abrió una puerta en la parte superior de los escalones de entrada. Targo, entre
dos hombres que le sostenían, comenzó a subir la escalera. Tenía la cabeza
descubierta y no usaba sobretodo. Su cuerpo parecía enorme entre los de los
pistoleros.
El resto de los visitantes ascendió los escalones, entraron en la casa y siguieron al
mayordomo que les había abierto la puerta. En un extremo del hall se hallaba el
estudio en el que todos entraron.
Un hombre se hallaba sentado frente a un enorme escritorio de caoba. Era
enormemente alto y delgado.
Su cabello blanco era muy espeso. Tenía una boca pequeña y de labios finos y de
aspecto cruel, ojos negros y relucientes. Conant hizo señas para que se retiraran los
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dos que traían a Targo. El albino empujó al boxeador hasta hacerle sentar en una silla.
Targo parecía aturdido. Tenía la cara manchada de barro y sus ojos carentes de brillo.
La joven se le acercó rápidamente y dijo:
—¡Oh, Duke!… ¿Estás bien, Duke?
Targo la miró parpadeando y medio sonrió.
—De modo que cantaste, ¿eh? —dijo con voz extraña.
Jean Adrian se retiró de su lado y tomó asiento en un sillón.
El hombre alto examinó a todos los visitantes y luego dijo con voz fatigada:
—¿Son éstos los chantajistas?… ¿Era necesario traerlos aquí en mitad de la
noche?
Conant se quitó el impermeable y lo arrojó al suelo. Encendió un cigarrillo y
permaneció en pie en medio del estudio.
—La chica quería verle a usted para decirle que está arrepentida y que se portará
bien. El tipo del saco blanco es Targo, el boxeador. Anoche estuvo en un tiroteo y se
portó tan mal con la policía que tuvieron que darle un narcótico para aquietarlo. El
otro es Ted Malvern, el hijo del viejo Marcus Malvern. Todavía no sé qué tiene que
ver con todo esto.
Malvern, dijo con sequedad:
—Soy un detective privado, senador. He venido aquí a cuidar los intereses de mi
clienta, la señorita Adrian.
Lanzó una carcajada. Conant dijo con algo de ira:
—Shenvair, el que usted conoce, murió. No lo matamos nosotros. Todavía no
hemos aclarado eso.
El hombre alto asintió.
—¿Y cómo le parece que tendríamos que manejar este asunto, Conant? —
preguntó con voz fría.
Conant se encogió de hombros.
—Yo soy aficionado a los tiros, pero este asunto lo arreglaría por vía legal. Hable
con el fiscal y hágalos meter en la cárcel como sospechosos de extorsión. Prepara
cualquier excusa para los diarios, y luego dele tiempo para que se enfríe todo.
Después puede mandar a estos pájaros a otro Estado para que no vuelvan.
El senador Courtway se movió en su silla.
—Podrían atacarme desde lejos —dijo fríamente—. Me inclino porque se les
ponga ahora misma en su lugar.
—No podrá usted llevarlos a juicio, Courtway. Eso le mataría políticamente.
—Estoy cansado de la vida pública, Conant. Me alegraré de retirarme.
—Eso sí que no —gruñó Conant. Se dió vuelta y ordenó—: Venga aquí, hermana.
Jean Adrian se puso en pie y se le acercó.
—¿La conoce? —preguntó Conant.
Courtway miró a la joven sin emoción ninguna. Abrió un cajón del escritorio y
sacó una fotografía. Comparó a las dos y dijo:
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—Esta foto fué tomada hace muchos años, pero hay un parecido muy grande. No
vacilaría en afirmar que es ella.
Puso la foto sobre el escritorio y con el mismo movimiento despacioso sacó del
cajón una automática y la puso sobre la foto.
Conant miró sorprendido al arma.
—No le hará falta eso, senador —dijo con voz ronca—. Escúcheme, su idea de
aclarar esto ahora, es muy mala. Yo conseguiré que esta gente firme confesiones en
detalle y las guardaré. Si alguna vez quieren atacarle a usted, podremos meterles en la
cárcel.
Malvern sonrió y se dirigió hacia el escritorio.
—Me gustaría ver esa foto —dijo, y la tomó de súbito.
Courtway acercó su mano a la pistola y luego lo pensó mejor. Se recostó en la
silla y miró fijamente a Malvern.
Éste examinó la foto y luego le dijo a Jean:
—Ve y siéntate.
Cuando la joven le hubo obedecido, Malvern dijo:
—Me gustaría que llevara a cabo su idea, senador. Es algo limpio y será un
cambio en la política del señor Conant. Pero no saldrá bien. Esta foto tiene un
parecido superficial con aquella joven y nada más. Yo no creo que sea la misma. Sus
orejas tienen otra forma y están más abajo de su cabeza. Sus ojos son más juntos, que
los de la señorita Adrian y la línea de la mandíbula es más larga. Esas cosas no
cambian. De modo que, ¿qué tiene usted? ¿Una carta exigiendo dinero? Tal vez, pero
usted no puede acusar a nadie con eso, de otra manera ya lo hubiera hecho. ¿El
nombre de la chica? Nada más que coincidencia. ¿Qué otra cosa tiene?
Conant le miró con ira y preguntó con voz algo trémula:
—¿Y qué me dice de ese certificado que la chica sacó del bolso, tipo listo?
—Eso lo consiguió de Shenvair —le contestó Malvern sonriendo—. Y Shenvair
está muerto.
El rostro de Conant era una máscara de ira. Cerró los puños y se adelantó.
—¡Pedazo de!… —exclamó.
Jean Adrian miraba a Malvern con asombro. Targo tenía la vista fija en el espacio.
Courtway le miraba fijamente.
De pronto, Conant se dominó y dijo con una sonrisa:
—Está bien, a ver qué tiene que decir.
Malvern dijo entonces:
—Les diré las otras razones por las que no se llevará esto ante la justicia. Ese
tiroteo en el Club Cyrano. Esas amenazas para que Targo perdiera una pelea sin
importancia. Ese pistolero que fué al hotel de la señorita Adrian y la golpeó con una
cachiporra. ¿No puede usar su cabeza? Si usted no se da cuenta, yo sí.
Courtway se adelantó un poco y su mano aferró la pistola. En sus ojos se reflejaba
la furia.
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Conant no se movió ni habló.
Malvern prosiguió:
—¿Por qué amenazaron así a Targo, y después que ganó la pelea; por qué fué a
buscarle un pistolero al Club Cyrano, un lugar completamente inapropiado para un
tiroteo? Porque en el Club Cyrano él estaba con la chica, y Cyrano era su apoderado;
y si algo ocurría allí, la ley pensaría en las amenazas antes que en cualquier otra cosa.
Ésa es la razón. Las amenazas no eran más que la preparación para el crimen. Cuando
le mataran, Targo estaría con la chica, de modo que el pistolero pudiera matarla y
hacer parecer como si fuera Targo el que deseaba liquidar.
—Hubiera tratado de matar también a Targo, por supuesto, pero sobre todo se
hubiera ocupado de la chica. Porque ella era la dinamita que movía toda esta
extorsión. Usted se enteró de lo de ella y Targo porque Shenvair se asustó y los
denunció. Y Shenvair sabía lo del que los iba a matar, porque él trató de detenerme
cuando yo quise intervenir en el Club Cyrano.
Malvern se detuvo y se rascó la nariz. Observó con atención a Conant. Éste dijo:
—Yo no juego esas partidas, compañero. Créalo o no…, no acostumbro.
—Escuche —le dijo Malvern—. El pistolero pudo haber matado a Jean en el
hotel, pero no lo hizo porque Targo no estaba allí y todavía no se había llevado a cabo
la pelea, y se hubiera perdido todo el plan. Sólo fué allí para poder reconocerla otra
vez. Esa visita no fué otra cosa que eso.
Conant repitió:
—Yo no juego esas partidas, compañero.
Luego sacó la pistola del bolsillo y la tuvo en la mano.
Malvern se encogió de hombros y se volvió al senador.
—Usted no, pero él sí —dijo suavemente—. Él tenía motivo, y el asunto no
hubiera parecido cosa suya. Preparó todo el plan con Shenvair…, y si hubiera salido
mal, Shenvair hubiera cantado y la ley se le habría echado encima al amigo Doll
Conant. Ni siquiera su reputación de cacique le hubiera salvado del nudo corredizo.
Courtway sonrió débilmente y dijo con voz monótona:
—El joven es muy ingenioso; pero, seguramente…
Targo se puso en pie. Su rostro era una máscara de furor. Sus labios se movían
lentamente, diciendo:
—Me parece que así fué. Creo que le romperé el cuello, señor Courtway.
—Siéntese —le ordenó el albino, levantando la pistola.
Targo se volvió un poco y le dió un golpe en la mandíbula. El albino retrocedió
contra la pared y se golpeó la cabeza. Lentamente se desplomó al suelo y la pistola se
le escapó de la mano.
Targo comenzó a cruzar la habitación.
Conant le miró de soslayo sin moverse. Targo pasó a su lado, tocándole casi. Sólo
el boxeador se movía. Courtway levantó su pistola y oprimió el gatillo.
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Cuando sonó el estampido, Malvern se movió con rapidez y se puso frente a la
joven, para protegerla de los otros ocupantes de la habitación.
Targo se miró las manos. En su rostro se dibujó una sonrisa estúpida. Se sentó en
el suelo y se llevó las manos al pecho.
Courtway movió de nuevo su pistola y entonces Conant se movió. Su automática
disparó plomo dos veces. La sangre comenzó a correr por el rostro de Courtway y se
desplomó hacia un lado del escritorio. Conant dijo:
—¡Levántese y tome su medicina, cerdo traicionero!
Disparó otro tiro y los hombros de Courtway desaparecieron detrás del escritorio.
Al cabo de un momento, Conant se acercó y se inclinó a observarle.
—Se tragó una por la boca —dijo con mucha calma—, y yo pierdo un senador
muy conveniente.
Targo apartó las manos de su pecho y se desplomó muerto. Se abrió la puerta y
asomó la cabeza el mayordomo. Abrió la boca para decir algo, vió la pistola en
manos de Conant, vió a Targo en el suelo, y no pronunció palabra.
El albino se incorporó lentamente, restregándose la mandíbula y sacudiendo la
cabeza. Luego se inclinó de nuevo para recoger su pistola.
Conant le gruñó:
—Lindo valiente me has resultado. Llama por teléfono a Malloy, el capitán de la
guardia nocturna… ¡Y a ver si te apuras!
Malvern se volvió y levantó la barbilla de Jean.
—Parece que se aclara la situación, querida —le dijo—. Y creo que ya no llueve.
—Sacó su frasco y agregó—: Bebamos un trago…, en honor del señor Targo.
La joven sacudió la cabeza y se cubrió la cara con las manos.
Al cabo de un largo rato se oyeron las sirenas de los autos policiales.
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—Duerme un poco y despiértate más alegre. Toma mi frasco que te hará bien.
La joven entró en el departamento y le replicó:
—No quiero beber. Entra un momento. Tengo que decirte algo.
Él cerró la puerta y la siguió al interior. Un brillante rayo de sol iluminaba el sofá.
Jean tomó asiento y se quitó el sombrero. Durante un momento guardó silencio.
—Fuiste muy bueno al incomodarte tanto por mí —dijo al fin—. No sé por qué lo
hiciste.
—Te podría dar unas cuantas razones, pero ellas no evitaron que Targo muriera, y
eso fué culpa mía en cierto modo. Por otra parte, no lo fué. Yo no le pedí que le
retorciera el cuello al senador Courtway.
—Te crees ser muy recio, pero no eres más que un tonto que se mete en
dificultades por causa de la primera vagabunda que encuentra —le contestó ella—.
Olvídate de todo. Olvídate de Targo y de mí. Ninguno de los dos valíamos el tiempo
que perdiste. Quería decirte esto porque pienso marcharme tan pronto como pueda, y
no te veré más. Ésta es la despedida.
Malvern asintió sin responder. La joven prosiguió:
—Es un poco difícil de decir. No busco conmiseración cuando digo que soy una
vagabunda. Me he desvestido en demasiados camarines sucios, he perdido
demasiadas comidas, y he dicho demasiadas mentiras para ser otra cosa. Por eso es
que no quiero saber nada contigo.
—Me gusta la forma como lo dices —le contestó Malvern—. Prosigue.
—Yo no soy la chica Gianni —dijo ella—. Eso te lo imaginaste. Pero la conocí.
Juntas actuábamos en los teatros de campaña. Éramos Ada y Jean Adrian. Formamos
nuestros nombres con el de ella. Poco a poco fuimos fracasando y ella no pudo
resistir más y se envenenó. Yo guardé sus fotos porque conocía su historia. Y poco a
poco, pensando en lo que su padre podía haberla ayudado, le fui odiando. Ella era su
hija y no lo dudes. Hasta llegué a escribirle cartas a Courtway pidiéndole que la
ayudara y firmando con el nombre de ella. Pero nunca recibí respuesta. Llegué a
odiarle tanto que quise hacerle daño, después que ella se envenenó. De modo que
vine aquí y conseguí un empleo.
Se detuvo un momento y se acarició la cara. Luego prosiguió:
—Conocí a Targo por medio de Cyrano, y a Shenvair, después. Éste conocía las
fotos. En otro tiempo había trabajado para una agencia de detectives que vigilaba a
Ada. Tú conoces el resto de la historia.
—Está bastante bien —comentó Malvern—. Me llamó la atención por el hecho de
que no le hubieran molestado antes. ¿Quieres que piense que tú no querías su dinero?
—No. Lo hubiera aceptado en cualquier momento. Pero no era eso todo lo que
quería. Ya te dije que soy una vagabunda.
Malvern sonrió débilmente y dijo:
—Tú no sabes nada respecto a los vagabundos, ángel. Hiciste una trampa y te
apresaron. Eso es todo; pero el dinero no te habría servido de nada. Hubiera sido
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dinero sucio. Yo lo sé.
Ella levantó la vista y le miró fijamente. Él se tocó el sitio donde le hirió la pistola
de Conant e hizo una mueca.
—Lo sé, porque así es mi dinero —prosiguió—. Mi padre se lo ganó con
contratos ilegales de pavimentos y obras de salubridad, con concesiones de salones de
juego, y hasta con las casas de prostitución. Lo ganó de todas las maneras tortuosas
que existen en la política. Y cuando lo hubo ganado y nada le quedaba por hacer sino
sentarse y mirarlo, murió y me lo dejó a mí. Yo no he logrado tener la felicidad con
ese dinero. Siempre espero ganarla, pero no es así. Porque soy su hijo y llevo su
sangre en las venas, y he sido criado en la misma cloaca. Soy peor que un vagabundo,
ángel. Soy un tipo que vive de dinero mal habido y ni siquiera me lo gané yo.
Piénsalo y no te vayas muy lejos, porque dispongo de todo mi tiempo y te buscaré en
cualquier parte. Sería mucho más divertido el que huyéramos juntos.
Se dirigió hacia la puerta y se marchó. Cuando se hubo cerrado la puerta, la joven
se puso en pie y se dirigió hacia su dormitorio. Una vez allí se echó en la cama y fijó
la vista en el cielo raso. Al cabo de un largo tiempo se dibujó una sonrisa en sus
labios. Así se quedó dormida.
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PECECILLOS DORADOS
No tenía nada que hacer ese día. Una brisa cálida penetraba por la ventana de mi
oficina y el hollín de los quemadores de petróleo del hotel Mansion House, que se
hallaba en la acera opuesta, caía en diminutas partículas sobre mi escritorio.
Estaba por salir a almorzar, cuando entró Kathy Horne.
Era ella una rubia alta, de ojos tristones y poco elegante, que en otra época había
sido miembro de la policía y perdió su trabajo cuando se casó con un exfalsificador
para tratar de reformarlo. No había logrado hacerlo, pero estaba esperando que saliera
de nuevo de la prisión para hacer otro esfuerzo. Mientras tanto, se hallaba a cargo del
quiosco de cigarros y cigarrillos del Mansión House, y observaba a los pillos pasar
frente a ella. Y de vez en cuando le prestaba a uno de ellos diez dólares para que
pudiera huir de la ciudad. Así era de débil.
Tomó asiento, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno con mi encendedor.
Exhaló una bocanada de humo y arrugó la nariz.
—¿Oyó hablar alguna vez de las perlas Leander? —me preguntó—. ¡Diablos,
cómo brilla ese traje suyo! Por lo harapiento que anda, debe tener dinero guardado en
el Banco.
—No —le respondí a las dos cosas—. Nunca oí hablar de las perlas Leander y no
tengo dinero en el Banco.
—Entonces es posible que le agrade la idea de ganarse veinticinco mil dólares.
Encendí uno de sus cigarrillos. Ella se puso en pie y cerró la ventana,
comentando:
—Ya estoy harta de aspirar ese perfume en mi trabajo.
Se sentó de nuevo y prosiguió:
—Fue hace diecinueve años. Metieron al tipo en Leavenworth durante quince y
hace cuatro que le dejaron en libertad. Un maderero del norte, llamado Sol Leander,
las compró para su mujer (me refiero a las perlas), dos de ellas. Le costaron
doscientos mil.
—Debe haber necesitado un camión para transportarlas —comenté.
—Ya veo que no sabe mucho de perlas —dijo Kathy—. No se trata del tamaño.
Volviendo a lo de antes, le diré que ahora valen mucho más y que los veinticinco mil
dólares que ofreció la Compañía de Seguros Reliance, todavía está en pie.
—Ahora lo entiendo —dije—. Alguien las robó.
—Así es. —Dejó caer su cigarrillo en el cenicero—. Por eso es que lo metieron al
tipo en Leavenworth, solamente que no pudieron comprobarle que tenía las perlas.
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Fué un asalto al coche-correo. Se escondió de alguna forma en el vagón y, al llegar a
Wyoming, le pegó un tiro al empleado, limpió la bolsa de certificados y saltó del
vagón. Llegó hasta British Columbia antes de que lo apresaran. Pero no consiguieron
recobrar nada entonces. Nada más que a él. Le condenaron a cadena perpetua.
—Si va a ser una historia larga, será mejor que bebamos algo.
Me observó mientras preparaba los vasos y la botella, y luego prosiguió:
—Se llamaba Wally Sype. Lo hizo todo solo. Y no largó prenda respecto a lo
robado. Luego, después de quince años de prisión le ofrecieron el indulto, si decía
dónde estaba lo robado. Él entregó todo menos las perlas.
—¿Dónde las tenía? —pregunté—. ¿En el sombrero?
—Oiga, no le estoy contando un montón de mentiras. Tengo un informe que
puede llevar al descubrimiento de las perlas.
Me tapé la boca con la mano y adopté una expresión solemne.
—Dijo que nunca tuvo las perlas, y deben haberle creído, pues le dieron el
indulto. Sin embargo, las perlas estaban en la bolsa de correspondencia certificada, y
nunca más se supo nada de ellas.
Guardé silencio.
Kathy Horne prosiguió:
—Una vez en Leavenworth, sólo una vez en esos quince años, Wally Sype
consiguió una lata de alcohol etílico y se emborrachó de lo lindo. Su compañero de
celda era un hombrecillo al que llamaban Peeler Mardo. Estaba cumpliendo una
condena de veintisiete meses por pasar dinero falso. Sype le dijo que tenía las perlas
enterradas en algún lugar de Idaho.
Me incliné un poco hacia adelante.
—Empieza a interesarse, ¿eh? —comentó ella—. Bueno, óigame esto. Peeler
Mardo se aloja en mi casa y es un cocainómano que habla durante el sueño.
Volví a recostarme en el respaldo de la silla.
—¡Dios santo! —exclamé—. ¡Y ya me estaba gastando el dinero de la
recompensa!
Me miró con frialdad. Luego su rostro se suavizó.
—Está bien —dijo con un poco de desconsuelo—. Ya sé que parece una tontería.
Después de tantos años y tantas investigaciones y todo eso. Y luego que se presente
un cocainómano a descubrirlo. Pero es un buen muchacho y, no sé por qué, pero le
creo. Él sabe dónde está Sype.
—¿Dijo todo eso durante el sueño? —le pregunté.
—¡Por supuesto que no! Pero ya me conoce usted. Una expolicía tiene buenos
oídos. Quizá me metí en lo que no me importaba, pero me imaginé que era un
exconvicto y me preocupaba que se diera tanto a la droga. Es el único pensionista que
tengo y yo solía acercarme a su puerta y escuchar lo que decía en sueños. De ese
modo supe lo bastante para interrogarlo. Él me dijo el resto. Quiere que le ayuden a
recobrarlas.
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Me incliné otra vez hacia adelante.
—¿Dónde está Sype ahora?
Kathy Horne sonrió y sacudió la cabeza.
—Eso es lo único que no quiere decir; eso y el nombre que usa Sype ahora. Pero
Sype está en alguna región del norte, en o cerca de Olympia, en el estado de
Washington. Peeler le vió allí y averiguó cosas respecto a Sype y dice que el otro no
lo vió.
—¿Qué hace Peeler por acá? —pregunté.
—Fué aquí donde lo pescaron y le enviaron a Leavenworth. Ya sabe usted que los
exconvictos vuelven siempre al sitio donde cometieron el error que les hizo entrar en
la cárcel. Pero ya no tiene amigos por acá.
Encendí otro cigarrillo y tomé un sorbo de whisky.
—Usted dice que Sype salió hace cuatro años. Peeler cumplió una condena de
veintisiete meses. ¿Qué ha estado haciendo desde entonces?
Kathy me miró con expresión desdeñosa.
—Quizá crea usted que no hay más que una cárcel en la que le podían meter.
—Muy bien —dije—. ¿Querrá hablar conmigo? Me imagino que querrá ayuda
para tratar con la compañía de seguros, en caso de que existan las perlas y de que
Sype se las pondrá en la mano a Peeler y así por el estilo. ¿Es ése el asunto?
Kathy suspiró.
—Sí, hablará con usted. Tiene grandes deseos de hacerlo. Algo le tiene asustado.
¿Irá usted ahora, antes que se dope para toda la noche?
—Seguro…, si es eso lo que usted quiere que haga.
Sacó una llave Yale de su bolso y escribió su dirección en mi block de
anotaciones. Luego se puso en pie lentamente.
—Es una casa doble. Mi parte está separada. Hay una puerta de comunicación
con la llave del lado mío. Le aviso por si acaso no atiende su llamada a la puerta.
—Muy bien —respondí. Eché una bocanada de humo y la miré.
Ella se dirigió a la puerta, se detuvo y volvió. Miró al piso.
—Yo no valgo mucho en el asunto —me dijo—. Quizá nada; pero si pudiera tener
uno o dos mil dólares para cuando Johnny salga, quizá…
—Quizá le pueda hacer andar derecho —terminé la frase—. Es un sueño, Kathy.
Es todo un sueño. Pero si no lo es, le corresponderá a usted una tercera parte.
Me miró, tratando de contener las lágrimas de emoción. Se dirigió de nuevo hacia
la puerta y luego volvió otra vez.
—Eso no es todo —dijo—. Está el viejo… Sype. Él pagó duro con quince años
de prisión. ¿No le parece que algo le correspondería?
Sacudí la cabeza.
—Él las robó, ¿no es así? Mató a un hombre. ¿De qué vive?
—Su esposa tiene algún dinero —me respondió ella—. Él se dedica a criar
pececillos dorados.
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—¿Pececillos dorados? —exclamé—. ¡Al infierno con él!
Kathy se retiró.
II
La última vez que había estado en el distrito de Gray Lake había ayudado a un policía
federal a dar caza a un pistolero llamado Poke Andrews. Pero eso fué un poco más al
norte y algo lejos del lago. Esta casa se hallaba en una curva de la calle alrededor del
pie de la colina. Se levantaba solitaria, rodeada de varios lotes sin edificar.
Tenía dos puertas de entrada y dos escaleras. Una de las puertas tenía un cartel
que decía «Llame al 1432».
Estacioné mi coche y subí los escalones, pasé entre dos hileras de plantas, y subí
más escalones hacia el lado donde había el cartel. Allí debía estar la parte alquilada.
Oprimí el botón de llamada. Nadie me atendió, de modo que crucé hacia la otra
puerta. Nadie me atendió allí tampoco.
Mientras esperaba, un coupé Dodge, de color gris, dió la vuelta a la curva, y la
jovencita vestida de azul que lo conducía, me miró durante un segundo. No vi quién
más iba en el auto. No presté mucha atención. No lo creí importante.
Saqué la llave de Kathy Horne y entré a un living-room. Había sólo el moblaje
suficiente como para vivir, cortinas de tul, y un rayo de sol que se colaba entre ellas.
Vi un comedorcito, una cocina, un dormitorio que era, sin duda, el de Kathy, un
cuarto de baño, otro dormitorio en la parte delantera y un cuarto de costura. Era este
cuarto el que tenía la puerta de comunicación con la otra casa.
La abrí y entré en una casa exactamente igual, excepto por los muebles. Me dirigí
hacia la parte trasera de la casa, pasé el segundo cuarto de baño y golpeé a la puerta
que correspondía al dormitorio vecino de Kathy.
No recibí respuesta. Probé el picaporte y entré. El hombrecillo que yacía sobre la
cama era probablemente Peeler Mardo. Lo primero que noté fueron sus pies, porque,
aunque tenía puestos los pantalones y la camisa, sus pies estaban desnudos y
colgaban por sobre el borde de la cama. Estaban atados con una cuerda alrededor de
los tobillos.
Los habían quemado horriblemente en la planta. A pesar de que la ventana estaba
abierta, se notaba el olor a carne quemada. También se sentía el olor a madera
quemada. Vi una plancha eléctrica sobre una mesita. Me acerqué y la desconecté.
Volví a la cocina de Kathy y hallé una botella de whisky en la heladera. Bebí un
poco y respiré profundamente. Luego examiné por la ventana les lotes vacíos. Había
una acera de cemento en la parte trasera de la casa y algunos escalones de madera que
daban a la calle.
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Retorné a la habitación de Peeler Mardo. Su chaqueta estaba sobre una silla, y los
bolsillos estaban dados vuelta. También lo estaban los de sus pantalones.
Miré a Mardo. Era un hombrecillo de baja estatura, de escasos cabellos grises y
enormes orejas. Sus ojos no tenían ningún color particular. No eran más que ojos y
muy abiertos y muy muertos. Sus brazos estaban asegurados por una cuerda que lo
ataban a la cama.
Lo examiné para ver si tenía alguna herida de bala o de cuchillo, y no encontré
nada. No tenía ninguna marca, excepto les pies quemados. Debía haber fallecido de
un ataque al corazón causado por la tortura. Todavía estaba caliente. La mordaza que
le aseguraba la boca estaba caliente y húmeda.
Limpié todo lo que había tocado, observé por la ventana hacia el exterior durante
un momento y salí de la casa.
Eran las 15:30 cuando entré en el hall del hotel Mansion House, en dirección al
quiosco de los cigarrillos. Me apoyé en el mostrador y pedí un paquete de «Camel»,
Kathy Horne me entregó el paquete, me puso el cambio en mi bolsillo, y me
favoreció con su sonrisa reservada para los clientes.
—¿Bien? No tardó usted mucho —me dijo.
—Es feo —le advertí—. Prepárese.
Kathy me miró fijo, apretó los puños sobre el mostrador y me susurró:
—Estoy preparada.
—Le toca la mitad —le contesté—. Peeler no cuenta. Lo mataron… en su propia
cama.
Parpadeó. Sus dedos se aferraron al mostrador. Una línea blanca se dibujó
alrededor de su boca. Eso fué todo.
—Oiga —le dije—. No diga nada hasta que yo haya terminado. Murió de un
ataque al corazón. Alguien le quemó las plantas de los pies con una plancha eléctrica.
No es la suya. Yo miré en su alacena. Diría que murió rápido y no pudo decir mucho.
La mordaza estaba todavía en su boca. Cuando iba para allí, creía que era todo una
invención de él. Ahora no estoy tan seguro. Si habló, usted no tiene nada que hacer, y
Sype tampoco, a menos que yo le pueda hallar primero. Esos asesinos no tuvieron
prejuicio. Si no habló, todavía tenemos tiempo.
—¿Qué haré? —me preguntó en un suspiro.
Guardé el paquete de cigarrillos y le entregué su llave. Ella la ocultó en su
bolsillo.
—Cuando llegue a casa, usted lo encuentra. No sabe nada en absoluto. No hable
de las perlas ni de mí. Cuando controlen sus impresiones digitales, se darán cuenta de
que tiene prontuario y pensarán que fué alguno de sus enemigos.
Ella guardó silencio.
—¿Puede hacerlo? —le pregunté—. Si no se anima, ahora es el momento de
hablar.
—Por supuesto —me contestó. Elevó las cejas—. ¿Tengo aspecto de torturadora?
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—Se casó usted con un pillo —le dije fríamente.
Ella se sonrojó, que era lo que yo quería.
—¡No lo es! —contestó—. ¡No es más que un tonto! Nadie me considera mal por
eso, ni siquiera mis excompañeros de la jefatura.
—Muy bien. Así me gusta. No es cosa nuestra, al fin y al cabo. Y si hablamos
ahora, se puede ir despidiendo de su parte en la recompensa… si es que alguna vez la
pagan.
—Está bien —me respondió Kathy—. ¡Pobre muchacho! —exclamó luego, casi
sollozando.
Le di un golpecito en el brazo, le sonreí y me alejé.
III
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Pero, por supuesto, que no va a conseguir nada.
Encendí mi cigarrillo y lancé una bocanada de humo.
—¿No? ¿Por qué no? Nunca consiguieron ustedes la perlas. Existían, ¿no es así?
—Ya lo creo que sí. Y si todavía están en el mundo nos pertenecen. Pero
doscientos mil dólares no se quedan enterrados durante veinte años… para luego salir
otra vez a la luz.
—Muy bien. Es mi tiempo el que pierdo.
Sacudió la ceniza de su cigarro otra vez y me miró atentamente.
—Me gusta su aspecto —dijo—, aunque sea usted loco. Pero somos una
organización bastante grande. ¿Qué le parece si le hago seguir desde ahora en
adelante? ¿Qué haría usted?
—Salgo perdiendo. Me enteraré si me siguen. He estado demasiado tiempo en
este negocio para pasar eso por alto. Dejaría el asunto de lado, diría lo que sé a la ley,
y me iría a casa.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—Porque el tipo que me podía dar el informe fué asesinado hoy.
—¡Oh…, oh! —exclamó Lutin, rascándose la nariz.
—Yo no le maté —agregué.
Guardé silencio. Luego Lutin habló.
—Usted no quiere ninguna carta. Ni siquiera la llevaría encima. Y después de que
me ha dicho lo que sabe, no me atrevería a dársela.
Me puse en pie sonriendo y me dirigí hacia la puerta. Él también se puso en pie y
me siguió corriendo.
—Oiga —me dijo—. Ya sé que está loco, pero si consigue algo, entréguelo por
medio de nuestros detectives. Necesitamos la propaganda.
—¿Y de qué infiernos cree usted que yo vivo? —le gruñí.
—Veinticinco mil dólares.
—Creí que eran veinte —le respondí.
—Veinticinco. Y sigue siendo usted un loco. Sype nunca tuvo esas perlas. Si las
hubiera tenido, hubiese hecho algún arreglo con nosotros hace muchos años.
—Muy bien —le contesté—. Ya tuvo bastante tiempo para decidirse.
Nos estrechamos las manos y nos separamos.
Eran las cinco menos cuarto cuando volví a mi oficina. Bebí un vaso de whisky,
llené la pipa y me senté a pensar. Sonó la campanilla del teléfono.
Una voz femenina dijo:
—¿Carmady?
Era una voz aguda, vibrante y fría. No me era familiar.
—Sí.
—Será mejor que vea a Rush Madder. ¿Le conoce?
—No —mentí—. ¿Para qué lo voy a ver?
Oí una risa vibrante.
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—Por causa del tipo que sufría de los pies —dijo la voz.
Se cortó la comunicación. Yo colgué el tubo, encendí un fósforo y me quedé
mirando la pared hasta que la llama me quemó los dedos.
Rush Madder era un picapleitos que tenía sus oficinas en el edificio Quorn. Era
un bribón de siete suelas que metía las narices en todos los negocios sucios que le
pudieran dar algún dinero. Nunca le había oído nombrar vinculado con ninguna
operación como la de quemar los pies a la gente.
IV
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Estiró el brazo y bajó la horquilla.
—Óigame —se quejó—. Va usted demasiado rápido. ¿Para qué llama a la
policía?
—Quieren hablar con usted —le contesté—. Debido a que conoce a una mujer
que está enterada respecto a un hombre que tiene los pies quemados.
—¿Tiene que hacer así las cosas? —me preguntó inquieto.
—Por mí, no. Pero si cree usted que me quedaré aquí para que me mire y no diga
nada, está equivocado.
Madder abrió una caja de cigarrillos y encendió uno: Las manos le temblaban.
—Muy bien —me dijo—. No se enoje.
—Hable claro de una vez —le contesté—. Si tiene un trabajo para mí, debe ser
demasiado sucio para que yo lo tome. Pero por lo menos escucharé.
Asintió. Ya estaba más tranquilo.
—Muy bien —comenzó—. El caso es que sabemos todo. Carol le vió a usted
entrar y salir de la casa y la policía no se acercó.
—¿Carol?
—Carol Donovan, una amiga mía. Ella fué la que lo llamó.
Asentí.
—Prosiga —le dije.
Él no dijo nada, sino que permaneció inmóvil mirándome.
Yo me incliné un poco hacia adelante y le dije:
—Esto es lo que le inquieta: No sabe usted por qué fui a la casa ni por qué,
habiendo ido, no llamé a la policía. Eso es fácil contestarlo. Yo creí que era un
secreto.
—Lo único que hacemos es engañarnos mutuamente —me dijo molesto.
—Muy bien —repliqué—. Hablemos respecto a las perlas. ¿Será más fácil así?
Le brillaron los ojos.
—Carol conoció al cocainómano una noche. Estaba dopado, pero tenía una idea
fija. Hablaba de perlas y de un tipo oculto en el noroeste del Canadá que todavía las
tenía. Sólo que no quiso decir quién era el tipo ni dónde estaba. No sé por qué guardó
el secreto.
—Quería que le quemaran los pies —dije.
Madder se estremeció y comenzó otra vez a transpirar.
—Yo no lo hice —dijo con voz ronca.
—Usted o Carol, ¿qué más da? El hombrecillo murió. Los pueden acusar del
asesinato por eso. Usted cree que yo sé algo que ustedes no saben. Olvídelo. Si
supiera lo bastante, no estaría aquí, y si usted supiera lo bastante, no me hubiera
llamado. ¿No es así?
Madder sonrió de mala gana. Sacó de un cajón del escritorio una botella de
whisky y dos vasos. Susurró:
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—Partimos en dos, usted y yo. Dejaré a Carol de lado. Es demasiado bruta,
Carmady. He visto mujeres malas, pero como ella ninguna. Nunca se lo hubiera
imaginado usted, ¿verdad?
—¿La conozco yo?
—Creo que sí. Ella dice que usted la vió.
—¡Oh, la chica del Dodge!
Asintió y llenó los dos vasos, colocó la botella sobre la mesa y se puso en pie.
—¿Agua? —me preguntó—. Yo siempre le pongo agua al mío.
—No —le respondí—. Pero ¿por qué me quiere de cómplice? No sé más de lo
que usted ha mencionado. O muy poco. Le aseguro que no sé tanto como usted.
—Yo sé dónde puedo conseguir cincuenta mil dólares por las perlas Leander. El
doble de lo que le pagarían a usted. Le puedo dar sus veinticinco mil y guardarme los
otros veinticinco para mí. Usted tiene patente de detective particular, y yo tengo que
trabajar sin que me moleste la policía. ¿Quiere agua?
—No —le contesté.
Se acercó al lavatorio y abrió la canilla. Luego volvió con su vaso a medio llenar.
Tomó asiento y lo bebió.
Hasta ese momento sólo había cometido cuatro errores. El primero fué meterme en el
asunto, aun para ayudar a Kathy Horne. El segundo fué quedarme mezclado en él
después de encontrar a Peeler Mardo, muerto. El tercero fué dejarle ver a Rush
Madder que estaba enterado de algo. El cuarto, el del whisky, fué el peor.
Tenía un gusto raro. Luego me vino ese momento de lucidez en que me di cuenta
de que había cambiado su vaso al fingir que le ponía agua.
Quedé inmóvil durante un momento, tratando de cobrar fuerzas. La cara de
Madder comenzó a agrandarse ante mis ojos. Sonreía satisfecho.
Metí la mano en el bolsillo trasero del pantalón y saqué el pañuelo. La pequeña
cachiporra que tenía envuelta en él no se notaba. Por lo menos, Madder no se movió,
excepto llevar la mano al bolsillo interior de su chaqueta.
Me puse en pie y me adelanté trastabillando, y le di con todas mis fuerzas sobre la
cabeza. Abrió la boca y trató de levantarse. Le asesté otro golpe en la mandíbula.
Perdió el sentido y se dejó caer sobre el escritorio. Me incorporé y permanecí un
momento escuchando. Me acerqué a la puerta de entrada y la aseguré con una silla.
Me apoyé sobre la puerta, jadeando y maldiciéndome por tonto. Saqué un par de
esposas del bolsillo y volví hacia Madder.
Una joven muy bonita, de cabellos negros y ojos grises, salió del bañito embutido
y me apuntó con una pistola automática de calibre 32.
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Sus ojos me miraban fríamente. Su rostro era fresco, joven y delicado, y tan duro
como el pedernal.
—Muy bien, Carmady. Acuéstese y duerma. Está listo ya.
Me le acerqué trastabillando y blandiendo mi cachiporra. Ella sacudió la cabeza.
Mi visión se hizo borrosa. El arma que tenía en la mano parecía tan grande como un
cañón.
—No sea tonto, Carmady —me dijo—. Unas pocas horas de sueño para usted y
unas horas de ventaja para nosotros. No me obligue a disparar. No vacilaré en
hacerlo.
—¡Maldita sea! —murmuré—. Me parece que es cierto.
—Ya lo creo, buen mozo. Soy una mujer que no vacila ante nada. Así me gusta.
Siéntese.
El piso se levantó y me dió un golpe en el rostro. Yo me quedé sentado como si
me hallara en una balsa en alta mar. Me apoyé sobre la palma de las manos. Estaba
perdiendo el conocimiento.
Lanzó una carcajada que apenas oí. Me estiré en el suelo.
La voz de la joven me llegó desde muy lejos.
—Querías traicionarme, ¿eh? Ya veremos.
Vagamente, mientras flotaba en el aire, me pareció sentir una explosión parecida a
un tiro. Tuve la esperanza de que hubiera matado a Madder, pero no era así. Me había
ayudado a perder del todo el conocimiento con mi propia cachiporra.
Cuando recobré el sentido, había caído la noche. Me levanté dificultosamente y
me acerqué al lavatorio para mojarme el rostro. Me toqué la cabeza y di un respingo
de dolor; luego busqué la llave de la luz.
Salí de la oficina y tomé el ascensor. En el bar del piso bajo bebí un coñac para
fortalecerme. Luego tomé mi automóvil y me dirigí a casa.
Me cambié de ropas, llené una maleta, tomé un poco de whisky y contesté el
teléfono. Eran las nueve y treinta.
La voz de Kathy Horne dijo:
—De modo que todavía no se ha ido. Así lo esperaba.
—¿Está sola? —le pregunté con voz ronca.
—Sí, pero no hace mucho. La casa ha estado llena de policías durante horas. Se
figuraron que era algún viejo cómplice que se vengó de él.
—Y es fácil que tengan controlado el teléfono —gruñí—. ¿Adónde se suponía
que me había ido?
—Bien…, usted sabe. Su chica me lo dijo.
—¿Una chica pequeña, de cabellos negros? ¿Llamada Carol Donovan?
—Tenía su tarjeta. Oiga, ¿no era?…
—No tengo ninguna chica —le contesté gravemente—. Y apuesto a que muy
casualmente y sin pensarlo, se le escapó a usted un nombre…, el nombre de un
pueblo del norte. ¿No es así?
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—Sí… —respondió débilmente Kathy.
Tomé el aeroplano nocturno que se dirigía hacia el norte.
Fué un viaje agradable, considerando que me dolía enormemente la cabeza y
estaba loco de sed.
VI
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—Sí, estoy seguro de ello —le respondí.
—¿Cómo se llama usted? —me preguntó.
—Dodge Willis de El Paso.
—¿Tiene alojamiento en alguna parte?
—En el hotel.
Dejó su vaso sobre el mostrador.
—Vamos ya —me dijo.
VII
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—Quiere decir usted que yo ponga las cartas sobre la mesa para que usted las
pueda mirar. No hay nada que hacer.
—Entonces, ¿le gusta esto?: Peeler ha muerto —gruñí.
Su rostro no cambió de expresión, salvo un ligero parpadeo de su ojo izquierdo.
—¿Cómo es eso? —preguntó con voz fría.
—Unos competidores que ustedes no conocían —dije—, y me eché hacia atrás
sonriendo.
El revólver relució al ser herido por la luz. No logré ver de dónde la sacó. Luego
la boca del cañón estuvo ante mis ojos.
—Está usted bromeando con uno que no gusta de bromas —me dijo Sunset con
su voz fría de siempre—. No me engañará.
Crucé los brazos, con mucho cuidado de que mis manos estuvieran siempre a la
vista.
—No le engaño —dije—. Peeler se mezcló con una muchacha y ella le sacó
algunos informes. No le dijo dónde encontrar al viejo. De modo que ella y su
compañero fueron a ver a Peeler a su casa. Le pusieron una plancha caliente en los
pies. El pobre murió de un ataque al corazón producido por el sufrimiento.
Sunset no pareció impresionado.
—Todavía puedo escuchar mucho más —me dijo.
—Yo también —le contesté, fingiendo sentir ira—. ¿Qué ha dicho usted que
tenga algún significado… aparte de que conoce a Peeler?
Hizo girar el arma sobre el dedo y la observó.
—El viejo Sype está en Westport —dijo con tono casual—. ¿Eso significa algo
para usted?
—Sí. Tiene las perlas.
—¿Cómo diablos lo voy a saber? —Puso el revólver sobre su muslo—. ¿Dónde
están esos competidores que mencionó usted?
—Espero haberles dado el esquinazo —le informé—, pero no estoy seguro.
¿Puedo bajar las manos y tomar un trago?
—Sí. ¿Cómo entró en el asunto?
—Peeler alquiló una pieza a la esposa de un amigo mío que está en prisión. Es
una chica buena y que se puede confiar. Él se lo dijo a ella y ella me lo contó a mí…,
después.
—¿Después que lo mataron? ¿Con cuántos hay que repartir? Mi parte ya está
decidida.
—¡Eso sí que no! —le contesté.
Levantó un poco el revólver y lo volvió a dejar.
—¿Cuántos en total? —me preguntó.
—Tres, ahora que Peeler no cuenta. Si es que podemos alejar a los competidores.
—¿Los que le quemaron los pies? No tendremos dificultades con ellos. ¿Qué
aspecto tienen?
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—El hombre se llama Rush Madder, es un picapleitos barato, de unos cincuenta
años, gordo, bigote caído, cabello oscuro y escaso, un metro setenta de estatura, no
muy valiente. La chica, Carol Donovan, tiene cabellos negros, ojos grises, bonita, de
veinticinco a veintiocho años, un metro cincuenta y cinco, últimamente vestía de
azul; es más mala que Satanás. Es la verdadera jefa de la combinación.
Sunset asintió y se guardó el arma.
—Ya le haremos bajar el gallo si mete las narices por aquí —dijo—. Tengo un
auto en mi casa. Vayámonos a Westport y echemos una ojeada por allá.
—Encantado —exclamé.
Sunset sirvió más whisky y me miró fijo.
—Pero no haga ningún error, amiguito —dijo—. Va a ser una cosa difícil.
Tendremos que llevarlo al bosque y torturarlo un poco.
—Eso está bien —le aseguré—. Los del seguro nos protegerán.
Nos pusimos en pie y nos dirigimos hacia la puerta. Se oyó un golpecito dado con
los nudillos, en el momento en que estaba por abrirla. Le hice señas a Sunset que se
pusiera contra la pared. Miré la puerta un momento y luego la abrí.
Las dos armas se adelantaron al mismo tiempo, una pequeña de calibre 32 y un
revólver Smith & Wesson. No podían entrar los dos al mismo tiempo, de modo que la
joven entró primero.
—Muy bien, amiguito —dijo secamente—. Arriba con las manos.
VIII
Retrocedí lentamente. Los dos visitantes me miraron con fijeza. Tropecé sobre mi
valija y caí de espaldas, lancé un quejido y me quedé quieto.
Sunset dijo con voz casual:
—Arriba las manos, amigos.
Los dos me quitaron los ojos de encima y logré sacar mi automática. No oí el
ruido de ningún arma al caer al suelo. La puerta estaba abierta y Sunset se hallaba
apoyado en la pared a poca distancia de ella.
La chica dijo entre dientes:
—Cubre al detective, Rush… y cierra la puerta. El flaco no podrá disparar aquí.
Nadie podrá hacerlo. —Luego en un susurro que apenas logré oír, agregó: ¡Golpéala
fuerte!
Rush Madder retrocedió hasta la puerta sin dejar de apuntarme con su enorme
revólver. Podría haberle pegado un tiro con toda facilidad, pero no me pareció
conveniente. Sunset permaneció tranquilo. Miró a la joven y ella le devolvió la
mirada. Los dos se apuntaban mutuamente.
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Rush Madder llegó hasta la puerta, la tomó del picaporte y la cerró con violencia.
Yo sabía exactamente lo que estaba por ocurrir. Al cerrarse la puerta se dispararía la
pistola 32. No se podría oír si se disparaba al mismo tiempo que el golpe de la puerta.
Estiré la mano y empujé con fuerza los tobillos de Carol. La puerta se cerró y su
pistola se disparó al aire.
Se volvió hacia mí dándome de puntapiés. Sunset dijo entonces:
—Si así lo quieren, así será.
Amartilló su Colt. Todos se quedaron quietos. Por fin Carol me preguntó:
—¿Es éste su socio?
No le contesté y vi que se sonrojaba furiosamente. Madder adelantó la mano y
rogó:
—Oye, Carol, esto no me gusta…
—¡Cállate!
Sunset les observaba tranquilamente. El revólver descansaba sobre su cadera en
actitud muy poco amenazadora.
—Ya los conocemos a ustedes dos —dijo lentamente—. ¿Qué ofrecen? No los
escucharía pero no puedo matarles.
—Hay bastante para los cuatro —le contestó Carol.
Sunset me miró y yo le hice una seña con la cabeza.
—Que sean cuatro —suspiró—. Pero no más. Iremos a conversar a mi casa.
Carol le miró un momento y después se decidió. Tomó la pistola y la guardó en su
bolso.
Salimos los cuatro en dirección a la casa de Sunset que se hallaba a pocas cuadras
del hotel. Subimos al segundo piso de la casa, que se hallaba aislada por un espacio
desnudo del resto del pueblo. El living-room estaba amueblado con un sofá, una mesa
y cuatro sillas, una pequeña radio y una estufa enorme en el centro de la habitación.
Sunset entró en la cocina y volvió con una botella y cuatro vasos. Sirvió whisky,
levantó uno de los vasos y dejó los otros sobre la mesa. Todos nos servimos y
tomamos asiento. Sunset se bebió el suyo de un trago, se inclinó para dejar su vaso y
volvió a incorporarse con el Colt en la mano.
Madder pareció a punto de desmayarse. La chica frunció la boca y se inclinó para
dejar el vaso sobre su bolso.
Sunset los miró fijamente y dijo:
—Le quemaron los pies a mi amigo, ¿eh?
Madder tragó saliva y levantó las manos. El Colt le apuntó. Puso las manos sobre
las rodillas y se quedó quieto.
—E idiotas, además —continuó Sunset con voz fatigada—. Le queman los pies a
un tipo para hacerle cantar y luego se meten en la sala de uno de sus amigos. Eso no
cuela en ninguna parte.
Madder le miró asustado.
—Está bien —dijo, tartamudeando—. ¿Qué hará con nosotros?
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La chica sonrió, pero no dijo nada.
Sunset esbozó una sonrisa.
—Los ataremos con unas sogas anudadas y humedecidas. Luego, yo y mi amigo
saldremos a cazar mariposas, perlas para ustedes, y cuando volvamos… —se detuvo
y se pasó el índice por la garganta—. ¿Le gusta la idea? —Me miró.
—Sí, pero no haga una canción con ella —le contesté—. ¿Dónde está la soga?
—En el cajón —me contestó Sunset y señaló hacia una cómoda que estaba cerca
de la puerta.
Me dirigí hacia allí cautelosamente. Madder lanzó un gemido y se desplomó sin
conocimiento al suelo.
Eso inquietó a Sunset. No había esperado una tontería así. Su mano derecha se
movió hasta que el Colt estuvo apuntando al cuerpo caído.
Carol metió la mano debajo de su bolso y lo levantó una pulgada. La pistola que
estaba asegurada a la parte exterior del bolso con un clip (la que Sunset creyera que
estaba en el interior) escupió plomo y fuego.
Sunset lanzó un quejido. Su Colt disparó y un pedazo de madera se hizo añicos al
lado de la silla donde había estado Madder. Sunset se desplomó pesadamente al suelo.
Yo di un puntapié a la silla donde se sentaba Carol y la hice caer, luego le pisé la
mano y de otro puntapié envié la pistola al otro lado de la habitación, junto a ella fué
el bolso que contenía la otra arma.
—Levántese —le ordené.
Ella se puso en pie lentamente. De un empujón la metí en un cuarto de baño que
daba al exterior. Luego cerré la puerta con llave. No me interesaba si quería salir por
la ventana, pues estaba en el segundo piso.
Examiné a Sunset, me aseguré que estaba muerto y le quité una serie de llaves del
bolsillo. No busqué otra cosa. Miré de nuevo a Madder, noté que realmente había
perdido el conocimiento y salí al exterior. Una vez en el garage, saqué el coche de
Sunset y me volví a toda velocidad al hotel del pueblo, donde recogí mi maleta y partí
hacia Wesport.
IX
Una hora de rápida marcha por entre los bosques, me llevó a poca distancia del mar.
Veinte minutos más y entré en Wesport, que no era más que un grupo de casas y una
serie de muelles. Era un sitio ideal para servir de escondite a un expresidiario que
tuviera en su poder dos perlas del tamaño de patatas…, si es que no tenía enemigos.
Detuve el automóvil frente a un chalet en el que había un cartel ofreciendo
comida y té. Un hombrecillo con cara de conejo estaba espantando a los pollos del
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jardín. Se volvió cuando el coche de Sunset se detuvo frente a su puerta. Descendí y
le pregunté, señalando el cartel:
—¿Está listo el almuerzo?
—Mi esposa lo está preparando. No hay más que jamón con huevos —me
contestó.
—Eso me viene de perillas —le dije.
Entramos juntos en la casa. Había tres mesas cubiertas con hules de colores.
Tomé asiento frente a una de ellas. El dueño se retiró por una puerta y volvió al poco
rato con los cubiertos y una servilleta.
—¿Es demasiado temprano para tomar un poco de brandy de manzana? —me
preguntó susurrando.
Le dije que no y se retiró de nuevo para volver con una botella y dos vasos.
Comenzamos a beber y esperamos a que el calor del alcohol nos bajara a los pies.
—Usted no es del pueblo, ¿verdad? —me preguntó el hombrecillo.
Le contesté que sí.
—¿Se ocupa de comprar bebidas alcohólicas? —me preguntó esperanzado.
—No —le dije—. Compro pececillos dorados.
—¡Qué lástima! —me contestó, apesadumbrado.
Serví más brandy y le dije:
—Esta botella la pago yo, y me llevaré dos más.
Se avivó un poco su expresión.
—¿Cómo dijo que se llamaba?
—Carmady. Usted cree que bromeo con respecto a los pececillos. Pues no es así.
—No se gana nada con ese negocio, ¿no es cierto? —comentó.
—Seguro que sí, si se sabe elegir las especies. Me han dicho que hay por acá un
viejo que tiene muchos para vender.
En ese momento entró la esposa de mi nuevo amigo y sirvió los huevos con
jamón. Mientras comía, él me observó atentamente. Al cabo de un rato, exclamó:
—Ahora recuerdo. Es el viejo Wallace. No le conocemos mucho porque no se
trata con nadie.
Se volvió en su silla y señaló por la ventana hacia una colina distante. Sobre la
colina se veía una casita blanca que brillaba a la luz del sol.
—Allí vive. Tiene muchísimos pececillos.
Allí terminó mi interés por el hombrecillo. Concluí mi almuerzo, lo pagué junto
con dos botellas de brandy, le estreché la mano y me alejé en el auto.
No creía que hubiera ningún apuro. Rush Madder se recobraría de su desmayo y
libraría a la chica de su encierro. Pero no sabían nada respecto a Westport. Sunset no
había mencionado el nombre delante de ellos. No lo sabían cuando llegaron a
Olympia, pues de otro modo se hubieran dirigido directamente allí. Tenía tiempo de
sobra. Llegué hasta los muelles y los estuve contemplando largo rato. Luego
emprendí la marcha hacia la casa blanca de la colina. Estaba completamente aislada y
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a unas cuatro cuadras de la vivienda más cercana. Había un jardín en el frente y en él,
una mujer estaba regando las flores.
Detuve el coche y descendí.
—¿Vive aquí el señor Wallace?
La mujer tenía un rostro hermoso, sereno y de expresión firme. Asintió con la
cabeza.
—¿Quiere verle? —me preguntó con voz firme y tranquila. Su dicción era
correcta.
No parecía la voz de la esposa de un exladrón de trenes.
Le di mi nombre y le dije que al enterarme de que tenían pececillos dorados,
estaba interesado en ver algunos para comprar.
Ella dejó la manguera y entró en la casa. Al poco rato volvió y me invitó a entrar.
—Está en la parte superior de la escalera —me dijo—, si es que quiere usted
subir.
Entré en la casa del hombre que había robado las perlas Leander.
En la enorme habitación se veían peceras de todo tamaño, algunas con luz en la parte
interna. En otras se veían grandes cantidades de algas y rocas, por entre las cuales
jugueteaban los pececillos de todos los colores imaginables.
Frente a una mesa se hallaba un hombre alto y delgado con un pececillo rojo entre
los dedos de una mano y una hojita de afeitar en la otra.
Me miró con sus ojos hundidos e incoloros. Me le acerqué y fijé la vista en el
pececillo que tenía en la mano.
—¿Tiene una excrecencia? —pregunté.
Asintió lentamente y colocó al pez sobre la mesa. La aleta dorsal estaba rota y los
bordes tenían un color blanco.
—No está tan mal —dijo—. Lo curaré en un momento y quedará bien del todo.
¿Qué desea usted, señor?
Saqué un cigarrillo y le miré sonriendo.
—Esos pececillos son como la gente —le dije—. Siempre se enferman.
Él sostuvo al pez sobre la mesa y cortó las partes enfermas para luego untarlas
con una substancia amarilla. Luego dejó caer al pececillo en una pecera separada de
las demás.
El hombre alto se limpió las manos, tomó asiento en un banco y me miró con ojos
inexpresivos. En otro tiempo había sido un hombre gallardo.
—¿Está interesado en peces? —me preguntó. Su voz era apacible y baja como la
que se usa en las celdas y patios de la prisión.
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Sacudí la cabeza.
—No en especial —le contesté—. Eso fué una excusa. Vengo desde muy lejos
para verle a usted, señor Sype.
Se humedeció los labios con la lengua y siguió mirándome fijamente. Cuando
habló de nuevo, lo hizo con voz suave y fatigada.
—El nombre es Wallace, señor.
Lancé una bocanada de humo y anuncié:
—Para mi trabajo tiene que ser Sype.
Se inclinó hacia adelante y dejó caer las manos entre las rodillas. Eran manos
grandes y nudosas que habían trabajado duro en otro tiempo. Inclinó hacia un lado la
cabeza y me miró fríamente. Pero su voz seguía siendo suave.
—No he visto a un detective desde hace un año. ¿De qué se trata?
—Adivine —le contesté.
Su voz se hizo aún más suave:
—Escuche, policía. Tengo aquí una linda casa y muy tranquila. Nadie me molesta
ya más. Nadie tiene derecho a hacerlo. Tengo un perdón directo de la Casa Blanca.
Me entretengo con mis pececillos y no debo nada al mundo pues pagué mi deuda. Mi
esposa tiene suficiente dinero para que vivamos los dos. Todo lo que quiero es que
me dejen tranquilo. —Calló y sacudió la cabeza—. Ya no pueden hacerme enojar…
ya no.
No dije nada. Le sonreí sin dejar de observarle.
—Nadie puede tocarme —prosiguió—. Tengo un perdón directo del presidente.
Sólo quiero que me dejen solo.
Sacudí la cabeza y seguí sonriéndole.
—Eso es lo único que no conseguirá usted nunca… hasta que se rinda —le dije.
—Oiga —me dijo—. Quizá sea usted nuevo en el caso. Debe ser una novedad
para usted. Ya todos saben que no tengo nada que no me pertenezca. Nunca lo tuve.
Algún otro se lo llevó.
—El empleado de correos —contesté—. Seguro.
—Escuche —prosiguió, siempre con voz apacible—. Yo cumplí mi condena. Sé
que nunca dejarán de dudar… por lo menos mientras haya alguno que recuerde el
caso. Sé que de vez en cuando me van a mandar alguno para remover el barro. Eso
está bien. No me enojo. Ahora bien, ¿qué puedo hacer para que se vaya usted a su
casa de nuevo?
Sacudí la cabeza y seguí mirándole.
—Cometió usted un error —le dije lentamente—. ¿Recuerda a un individuo
llamado Peeler Mardo?
Levantó la cabeza. Me di cuenta de que trataba de recordar. El nombre no pareció
significar nada para él.
—Uno al que conoció en Leavenworth —proseguí—. Un hombrecillo que cayó
preso por pasar dinero falso.
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—Sí. Ahora recuerdo —me respondió al fin.
—Usted le dijo que tenía las perlas.
Me di cuenta de que no me creía.
—Debí haber estado bromeando cuando lo hice —me contestó.
—Tal vez. Pero él no lo creyó así. Hace poco tiempo estuvo en esta región con un
amigo llamado Sunset. Le vieron a usted en alguna parte y Peeler le reconoció.
Comenzó a pensar cómo podía ganarse unos dólares. Pero era un cocainómano y
solía hablar en sueños. Una muchacha se enteró y después se enteró otra y un
picapleitos. A Peeler le quemaron los pies y ahora ha muerto.
Sype me miró fijamente. Se acentuaron los surcos que le rodeaban los labios.
Hice un ademán y proseguí hablando:
—No sabemos cuánto dijo, pero el picapleitos y una muchacha están en Olympia.
Sunset también está en Olympia, pero está muerto. Ellos lo mataron. No sé si saben o
no dónde está usted; pero se enterarán alguna vez. Puede usted cansar a los policías,
si ellos no pueden encontrar las perlas y usted no trata de venderlas. Puede usted
cansar a la compañía de seguros y aun a los empleados federales del correo.
Sype permaneció inmóvil. Sus enormes manos nudosas crispadas entre sus
rodillas tampoco se movieron. Sus ojos siguieron mirándome con fijeza.
—Pero no podrá cansar a los pillos —proseguí—. Nunca lo dejarán tranquilo.
Siempre habrá dos o tres con tiempo y dinero suficiente como para molestarle a usted
y ya encontrarán la forma de hacerle hablar. Le raptarán la esposa o le llevarán a
usted al bosque y le torturarán. Y tendrá usted que darse por vencido… Ahora bien,
yo tengo una proposición decente y justa.
—¿A qué bando pertenece usted? —me preguntó Sype de pronto—. Me pareció
que era un policía, pero ahora no estoy tan seguro de ello.
—La compañía de seguros —le respondí—. Oiga usted el trato. Veinticinco mil
dólares de recompensa total. Cinco mil para la chica que me dió el informe. Ella lo
consiguió en forma limpia y se merece esa parte. Diez mil para mí. Yo he hecho todo
el trabajo y me he puesto frente a todas las armas. Diez mil para usted, por mi
intermedio. Directamente, no le darían una moneda. ¿Le conviene? ¿Qué le parece?
—Parece muy bien —dijo suavemente—. Excepto por una cosa. No tengo las
perlas, policía.
Hice una mueca. Nada más podía hacer. Tiré el cigarrillo, me puse en pie y me
volví para retirarme.
Él se puso en pie y extendió la mano.
—Espere un momento —dijo gravemente—, y se lo probaré.
Salió de la habitación. Yo me quedé mirando a los peces. Oí el rugido de un
motor de automóvil en alguna parte, no muy cerca. Oí que se abría y se cerraba un
cajón en la habitación vecina.
Sype retornó. Tenía en la mano derecha un reluciente revólver Colt del calibre 45.
Parecía tan largo como el antebrazo de un hombre.
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Me apuntó con el arma y dijo:
—Aquí tengo las perlas. Seis de ellas. Son perlas de plomo. Con éstas puedo
quitarles las alas a una mosca a sesenta metros de distancia. Usted no es un policía.
Ahora levántese y váyase… y dígale a sus amigos que estoy dispuesto a sacarlos a
tiros cualquier día de la semana y dos veces el domingo.
No me moví. Se reflejaba una expresión de locura en los ojos del individuo. No
me atreví a moverme.
—Eso no es más que fanfarronería —le dije con cautela—. Puedo probarle que
soy un detective. Es usted un expresidiario y está contra la ley al tener esa arma.
Guárdela y conversemos como se debe.
El automóvil que oyera pareció detenerse frente a la puerta. Se oyó ruido de pasos
en la entrada, voces ásperas y una exclamación violenta.
Sype retrocedió por la habitación hasta que estuvo entre la mesa y una enorme
pecera. Me miró sonriendo con la expresión de un luchador acorralado.
—Ya veo que sus amigos le han alcanzado —gruñó—. Saque su pistola y déjela
caer al suelo mientras todavía tiene tiempo… y vida.
No me moví. Le miré a los ojos. Me di cuenta de que si me movía, aún para hacer
lo que me ordenaba, me pegaría un tiro.
Se oyeron pasos en la escalera. Eran pasos dificultosos y lentos. Tres personas
entraron en la habitación.
XI
La señora Sype entró primero con los brazos hacia adelante. Tenía apoyada a la
espalda el caño de una de las pistolas 32 de Carol Donovan. Madder fué el último que
entró. Estaba bebido, sonrojado y salvaje. Me apuntó con su Smith & Wesson y
sonrió satisfecho.
Carol Donovan apartó a la señora Sype. La mujer trastabilló hacia un rincón y se
dejó caer de rodillas en el suelo. Sype miró a Carol. Estaba asombrado al ver que era
una joven bonita. No estaba acostumbrado a lidiar con ese tipo de bandido. Al verla
perdió la furia. Si hubieran entrado hombres los hubiese recibido a tiros.
Lo joven le miró fríamente y dijo con voz cortante:
—Muy bien, papito. Tira el revólver al suelo.
Sype se inclinó lentamente, sin dejar de mirarla y puso su enorme Colt en el
suelo.
—Dale un puntapié hacia acá, papito.
Sype le dió el puntapié y el arma se deslizó hacia el centro de la habitación.
—Así me gusta, viejo. Cúbrelo, Rush, mientras yo desarmo al detective.
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Las dos armas me apuntaron y los fríos ojos grises de Carol me miraron
fijamente. Madder se acercó un poco hacia Sype y le apuntó al pecho con su revólver.
La chica sonrió.
—¡Muchacho listo, eh! Siempre se mete en lo que no debe. Se olvidó de registrar
a su amigo. Tenía un mapa escondido en un zapato.
—No lo necesitaba —le dije y le favorecí con una sonrisa.
Traté de distraer su atención, pues la señora Sype se movía paulatinamente sobre
sus rodillas y cada movimiento la llevaba más cerca del Colt de su marido.
—Pero ya está listo, usted y su sonrisa inmunda. Arriba con las manos, mientras
le saco la ferretería, amigo.
Era ella una joven de más o menos un metro cincuenta y cinco de estatura,
delgadita y diminuta. Yo soy un individuo de un metro ochenta, ochenta y cinco kilos
de peso y he hecho ejercicio toda mi vida. Levanté las manos y le pegué en la
mandíbula.
Eso era una locura, pero ya no podía aguantar más a la pareja. Carol trastabilló
hacia atrás y su pistola se disparó. Una bala me quemó las costillas. Comenzó a caer.
Lentamente fué cayendo. La señora Sype empuñó el Colt de su marido y le pegó un
tiro en la espalda.
Madder giró sobre sí mismo y enseguida Sype se le echó encima. Madder dió un
salto atrás, lanzó un grito y apuntó de nuevo a Sype. Éste se detuvo en seco y
permaneció inmóvil.
La bala del Colt echó a la joven de bruces. Su cabeza me dió sobre el pecho. Por
un momento le vi el rostro descompuesto por la agonía. Luego no fué más que un
montón informe acurrucado en el suelo. La mujer de Sype permaneció inmóvil con el
Colt en la mano.
Madder le pegó dos tiros a Sype. Éste cayó de bruces y golpeó sobre el extremo
de la mesa. Madder volvió a pegarle otro tiro mientras caía. Yo desenfundé mi
automática y le disparé un tiro a Madder en la rodilla, para que le doliera más, sin
necesidad de que fuese fatal. Cayó como una bolsa de patatas. Le coloqué las esposas
antes de que empezara a gemir.
Recogí todas las armas y le quité el Colt a la señora de Sype. Durante un instante
reinó el silencio en la habitación. Oí el ruido del oleaje a la distancia. Luego me llegó
a los oídos un sonido sibilante.
Era Sype que trataba de decir algo. Su esposa se inclinó a su lado. En los labios
de Sype se veía la sangre que comenzaba a manar de sus pulmones. Parpadeó dos
veces, tratando de aclararse las ideas. Le sonrió a su esposa. Su voz sibilante dijo
muy bajito:
—Los moros, Hattie… los moros.
Luego calló y dejó caer la cabeza hacia un lado. Su esposa le tocó, se puso en pie
y me miró con ojos serenos y secos.
Página 115
—¿Quiere ayudarme a llevarle a la cama? —me preguntó en voz baja y clara—.
No me gusta que esté aquí con esta gente.
—Seguro —le contesté—. ¿Qué fué lo que dijo?
—No sé. Creo que fué alguna tontería respecto a sus pececillos.
Levantamos a Sype entre los dos y lo llevamos a su cama. Ella le cruzó las manos
sobre el pecho y le cerró los ojos.
—Eso es todo, muchas gracias —me dijo, sin mirarme—. El teléfono está en el
piso bajo.
Tomó asiento al lado de la cama y apoyó su cabeza cerca del brazo de Sype. Yo
salí de la habitación y cerré la puerta.
XII
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reflejo interno que no tiene ninguna otra piedra preciosa. Eran las perlas Leander.
Las lavé cuidadosamente, las envolví en mi pañuelo, y me volví a poner la
chaqueta.
Miré a Madder que seguía gimiendo dolorido. No me importaba nada Madder; era
un asesino empedernido.
Bajé al living-room y levanté el receptor del teléfono.
—Hablan de la casa Wallace en Westport —dije—. Ha ocurrido un accidente.
Necesitamos un doctor y también a la policía. ¿Qué puede hacer usted?
La operadora me respondió:
—Trataré de conseguir un doctor, señor Wallace. Aunque tardará bastante. Hay
un comisario de policía en Westport. ¿Le servirá?
—Supongo que sí —le respondí y colgué el auricular.
Encendí otro cigarrillo y tomé asiento en una de las mecedoras del pórtico. Al
poco rato oí los pasos de la señora Sype que tomó asiento en la otra mecedora. Sus
ojos me miraron con serenidad.
—Supongo que usted es un detective —dijo lentamente.
—Sí. Represento a la compañía que pagó el seguro de las perlas Leander.
Fijó los ojos en la distancia.
—Creí que tendría paz aquí —dijo—. Que nadie le molestaría más. Que este
lugar sería una especie de santuario.
—No debió haber tratado de guardar las perlas.
Ella volvió la cabeza rápidamente. Se reflejó una expresión de temor en su rostro.
Metí la mano en el bolsillo y saqué el pañuelo en que había envuelto las perlas. Se
las mostré: doscientos mil dólares de asesinatos.
—Podría haber tenido su santuario —proseguí—. Nadie se lo quería quitar. Pero
no se sintió satisfecho con eso.
Ella miró las perlas atentamente Luego le temblaron los labios. Su voz se tornó
más ronca.
—¡Pobre Wally! —exclamó—. De modo que usted las encontró. Le diré que es
usted muy ingenioso. Mató docenas de pececillos antes de poder hacerlo bien.
Me miró a la cara con algo de asombro. Prosiguió:
—No me gustó nunca la idea. Verá usted, en cierta oportunidad tuvo las
verdaderas perlas, y el sufrimiento le dió la idea de que le pertenecían. Pero nunca
podía haber ganado nada con ellas, aunque las hubiera encontrado de nuevo. Parece
que hubo algún cambio en el terreno, mientras él estaba en prisión, y nunca pudo
hallar el sitio donde las había enterrado.
Sentí que un frío extraordinario me recorría la espina dorsal. Una voz extraña, que
era la mía, dijo:
—¿Eh?
Ella tocó las perlas con un dedo.
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—De modo que compró éstas en Seattle —prosiguió—. Son huecas y están llenas
de cera blanca. No recuerdo cómo se llama el proceso. Parecen muy finas. Por
supuesto que nunca vi ninguna perla valiosa.
—¿Para qué las compró? —pregunté con voz ronca.
—¿No se da cuenta? Eran su pecado. Las ocultó en los peces y al final creyó que
eran las verdaderas perlas. ¿Se da cuenta?
Miré las perlas. Cerré la mano lentamente.
—Sí, ahora me doy cuenta. Trataba de engañarse a sí mismo.
La mujer sonrió de nuevo. Era hermosa cuando sonreía. Luego encogió los
hombros y extendió la mano.
—¡Pobre! —exclamó—. ¡Oh, bueno, ya no tiene importancia! ¿Podría guardarlas
como recuerdo?
—¿Guardarlas?
—Sí, las… las perlas fallutas. ¡Seguramente que usted no…!
Me puse en pie. Un viejo Ford ascendía dificultosamente la colina. El conductor
lucía una estrella brillante prendida sobre el chaleco. La señora Sype estaba en pie a
mi lado. En su rostro se reflejaba una expresión de ruego.
De pronto sonreí ferozmente.
—Sí —dije—. Estuvo usted muy bien durante un momento. Casi me convence.
¡Y qué impresión me produjo! Pero fué usted una gran ayuda. Fallutas es una
expresión poco apropiada para una dama como usted. Su trabajo con el Colt fué
rápido y algo despiadado, pero lo principal fueron las últimas palabras de Sype. No se
hubiera molestado en pronunciarlas si las perlas fuesen falsas. Y no era tan tonto
como para engañarse hasta el último momento.
Por un momento su expresión no cambió en absoluto. Luego se mostró algo
horrible en sus ojos. Frunció los labios y me escupió, para girar luego sobre sus
talones y cerrar la puerta a sus espaldas.
Me guardé veinticinco mil dólares en el bolsillo del chaleco. Doce mil quinientos
para mí y doce mil quinientos para Kathy Horne. Ya me imaginaba su rostro cuando
le entregara el cheque, y cuando los depositara en el banco para esperar que Johnny
saliera indultado de San Quintín.
El Ford se había detenido detrás de los otros automóviles. El conductor lanzó un
escupitajo por sobre un costado, apretó la palanca del freno y descendió sin usar la
portezuela. Era un individuo corpulento en mangas de camisa.
Bajé los escalones para salirle al encuentro.
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GAS NEVADA
Hugo Candless lanzó la pequeña pelota negra contra la pared del frontón. La pelota
pegó con fuerza en la pared y rebotó, cayendo por la pared de la derecha.
George Dial trató de alcanzarla con la paleta y pegó en la pared. La pelota cayó al
suelo.
—Así estamos, jefe —dijo Dial—. 21 a 14. Es usted demasiado buen jugador
para mí.
George Dial era alto, moreno y muy guapo. Estaba quemado por el sol y tenía
aspecto de vivir al aire libre. Toda su apariencia era de dureza, excepto sus labios
suaves y sus grandes ojos.
—Sí. Siempre fui demasiado bueno para usted —le contestó Hugo Candless.
Se echó hacia atrás y lanzó una estentórea carcajada. La transpiración le brillaba
en su rostro y tórax. Sólo vestía un pantalón corto, medias de lana y pesadas
zapatillas de suela de goma. Tenía cabellos grises y una cara ancha y redonda con
nariz y boca pequeñas y ojos penetrantes.
—¿Quiere otra paliza? —preguntó.
—No. Con ésta tengo bastante.
Hugo Candless hizo una mueca.
—Está bien —dijo.
Se puso la paleta debajo del brazo y juntos se dirigieron hacia las duchas.
Candless cantó en el baño con su potente voz y al salir pidió a gritos que el
camarero le trajera ginger ale y hielo. Un negro de uniforme blanco se acercó
corriendo con una bandeja. Candless firmó la cuenta, abrió su armario y sacó una
botella de whisky. El negro preparó los vasos y se alejó guardándose la propina.
George Dial, ya completamente vestido, se acercó y tomó uno de los vasos.
—¿Está listo por hoy, jefe? —preguntó.
—Creo que sí —respondió Candless—. Me parece que iré a casa y le daré una
sorpresa a mi mujer.
Miró a Dial de soslayo.
—¿Le molesta si no le acompaño? —preguntó Dial.
—Por mí está bien. Noemí lo sentirá —dijo Candless con tono de pocos amigos.
—A usted le gusta incomodar a la gente, ¿verdad, jefe? —contestó Dial.
Candless no le contestó y siguió vistiéndose. Cuando llegó a la corbata, ya estaba
pidiendo a gritos que viniera el negro otra vez.
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Dial rehusó una segunda copa, le saludó y se alejó del vestuario. Candless
terminó de vestirse, bebió su whisky y se retiró saludando a todos en voz alta.
Estaba lloviendo cuando salió del Delmar Club. El portero de librea ayudó a
Hugo Candless a ponerse el sobretodo y se alejó a pedir su automóvil. Cuando el
vehículo se detuvo frente a la puerta, el portero acompañó a Candless protegiéndole
de la lluvia con un paraguas. El auto era una limousine Lincoln pintada de color azul.
El número de la patente era 5A6.
—Buenas noches, Sam. Dile al chófer que me lleve a casa.
El portero se tocó la gorra, cerró la portezuela y comunicó la orden al chófer,
quien asintió sin volver la cabeza. El auto se alejó en medio de la lluvia.
El automóvil tomó por Sunset Boulevard, dobló en Sherman y se dirigió hacia las
colinas. Comenzó a correr con rapidez. Hacía mucho calor en su interior. Las
ventanillas estaban todas cerradas y también lo estaba la separación de cristal con el
asiento del conductor. El humo del cigarro de Hugo llenaba todo el interior. Candless
hizo una mueca y estiró la mano para bajar el cristal de la ventanilla. La palanca no
funcionaba y probó del otro lado con el mismo resultado negativo. Comenzó a
enojarse. Buscó el teléfono de comunicación para gritarle al chófer. No había ningún
teléfono.
El coche dobló bruscamente y comenzó a ascender una larga cuesta en la que no
se veía ninguna casa. Candless sintió cierta aprensión. Se inclinó hacia adelante y
golpeó el cristal con su puño, pero el conductor no volvió la cabeza. El coche corría
muy rápido cuesta arriba. Hugo Candless trató de abrir las puertas, pero no encontró
ninguna manija…, en ninguno de los dos lados. Una sonrisa tonta e incrédula se
dibujó en el rostro redondo de Candless.
El conductor se inclinó un poco hacia la derecha y estiró la mano hacia abajo. Se
oyó un ruido sibilante y Hugo Candless sintió olor a almendras. El aroma fué muy
débil al principio y agradable. El ruido sibilante prosiguió y el olor a almendras se
hizo cada vez más pesado y amargo. Candless dejó caer su cigarro y golpeó con todas
sus fuerzas sobre el cristal de una de las ventanillas, sin lograr quebrarlo.
El coche ya se hallaba en las colinas, mucho más allá del distrito poblado.
Candless se echó hacia atrás en el asiento y levantó el pie para golpear en la
división que le separaba del conductor. El puntapié no llegó a finalizarse. Sus ojos
dejaron de ver y su rostro se desfiguró en una mueca. Lentamente fué desplomándose
sobre el asiento.
El conductor se volvió rápidamente, mostrando una cara delgada y aguileña
durante un breve instante. Luego se inclinó de nuevo hacia la derecha y dejó de oírse
el sonido sibilante. Acercó el coche a un costado del camino desierto y lo detuvo.
Luego apagó todas las luces. Descendió del coche y abrió la puerta trasera, y luego se
echó hacia atrás, tapándose la nariz. Durante un momento permaneció alejado y
vigilando el camino en todas direcciones.
Dentro de la limousine, Hugo Candless no se movió.
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II
Francine Ley estaba echada en un sofá rojo al lado de una mesita. Tenía las manos en
la nuca y sus ojos azules parecían soñolientos e invitadores. Tenía cabellos castaños
oscuros y ondulados. George Dial se inclinó y la besó con fuerza en los labios. La
joven no se movió. Le sonrió perezosamente.
—Dime, Francy —dijo Dial con voz apagada—. ¿Cuándo le colgarás la galleta a
ese jugador y me dejarás que te tenga yo?
Francine Ley se encogió de hombros sin cambiar de posición.
—Es un jugador limpio, George —dijo con voz profunda—. Eso vale algo en
estos días. Además, tú no tienes dinero suficiente.
—Puedo conseguirlo.
—¿Cómo? —preguntó ella.
—De Candless. Sé muchas cosas respecto a ese pájaro.
—¿Cómo por ejemplo? —preguntó Francine.
Dial le sonrió y abrió los ojos con expresión inocente.
—Sé bastante… El año pasado traicionó a un pistolero de Reno. El hermano de
ese pistolero estaba aquí acusado de asesinato y Candless recibió veinticinco mil
dólares para sacarlo libre. Hizo un trato con el fiscal en otro caso y dejó que colgaran
al hermano del pistolero.
—¿Y qué hizo el de Reno al respecto? —preguntó Francine.
—Nada… todavía. El cree que todo fué hecho correctamente. Ya sabes que no
siempre se pueden ganar esos casos.
—Pero podría hacer bastante, si supiera lo que ocurrió —dijo Francine—. ¿Quién
era el pistolero, George?
Dial bajó la voz y se acercó más.
—Soy un idiota al decírtelo. Es un hombre llamado Zapparty. No le he visto
nunca.
—Ni lo harás tampoco… si tienes algo de sentido común, George. No, gracias.
No me meto en ningún lío de esos contigo.
Dial sonrió débilmente, mostrando sus dientes perfectos.
—Deja todo por mi cuenta, Francy. Olvídate del asunto, excepto que estoy loco
por ti.
La habitación pertenecía a un departamento de hotel y estaba amueblada con
exquisito gusto. Contra una de las paredes había un escritorio ministro cerca de las
ventanas.
Dial se acercó al escritorio y sirvió whisky en dos vasos, luego volvió al sofá.
—Deja a ese jugador —insistió, dándole el vaso a la joven—. Él es quien te
meterá en dificultades.
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Ella bebió su whisky y asintió. Dial le quitó el vaso y la besó de nuevo en los
labios.
Sobre una de las puertas que daban al hall había cortinas rojas. Éstas se separaron
unas pulgadas y apareció en la abertura el rostro de un hombre y un par de serenos
ojos grises observaron meditativos la escena. Las cortinas volvieron a unirse sin
producir ningún ruido.
Al cabo de un momento se oyó el ruido de una puerta al cerrarse y pasos que se
acercaban por el hall. Johnny De Ruse apartó las cortinas y entró en la habitación. En
ese momento, Dial estaba encendiendo un cigarrillo.
Johnny De Ruse era alto, delgado y vestía ropas oscuras de muy buena calidad.
Sus serenos ojos grises estaban bordeados por arrugas producidas por la fácil risa.
Sus labios eran delgados y delicados, pero no suaves, y en su barbilla prominente se
veía un surco.
Dial le miró y le saludó con la mano. De Ruse se acercó al escritorio sin hablar, se
sirvió un poco de whisky y lo bebió puro.
Permaneció un momento de espaldas a la habitación: luego se volvió, sonrió y
dijo:
—¿Qué tal, gente?
Enseguida se retiró.
Se hallaba en un dormitorio con camas gemelas. Abrió un ropero y sacó una
maleta dentro de la que comenzó a poner ropas, arreglándolas cuidadosamente y sin
apuro. Silbaba entre dientes mientras lo hacía. Cuando la maleta estuvo llena, la cerró
y encendió un cigarrillo. Por un momento permaneció en el centro de la habitación
sin moverse. Sus ojos grises estaban fijos en la pared sin verla.
Al cabo de un momento, se volvió al ropero y sacó una pequeña pistola dentro de
una funda de cuero adherida a dos tiras. Se levantó la pernera izquierda de los
pantalones y aseguró la pistolera a su pierna. Luego levantó la maleta y volvió al
living-room.
Los ojos de Francine Ley se entrecerraron cuando vió la maleta.
—¿Vas a alguna parte? —preguntó en voz baja.
—Ajá. ¿Dónde está Dial?
—Tuvo que irse.
—Es una lástima —contestó De Ruse suavemente. Puso la maleta en el suelo y se
quedó mirando a la joven—. Es una lástima —agregó—. Me gusta verle por aquí. Yo
soy un poco aburrido para ti.
—Quizá lo seas, Johnny.
Él se inclinó hacia la maleta, pero se incorporó sin tocarla.
—¿Recuerdas a Mops Parisi? Hoy le vi en la ciudad.
La joven le miró fijamente y apretó los labios.
—¿Piensas hacer algo al respecto? —le preguntó ella.
—Pensé hacer un viaje —dijo De Ruse—. No soy tan peleador como era antes.
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—¿Adónde vamos? —preguntó Francine con voz suave.
—Me voy solo —le contestó De Ruse con frialdad.
Ella permaneció inmóvil mirándole a los ojos.
De Ruse metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una abultada
billetera. Tiró unos cuantos billetes grandes sobre la falda de la joven y guardó de
nuevo la billetera. Ella no tocó el dinero.
—Eso te mantendrá por más tiempo del que necesitas para encontrar otro
compañero de juegos —dijo él sin emoción—. No te digo que no te enviaré más, si lo
necesitas.
La joven se puso en pie lentamente y el puñado de billetes cayó al suelo.
—¿Quieres decir que hemos terminado, Johnny?
Él levantó la maleta y la joven se adelantó y le puso las manos sobre el pecho.
De Ruse la miró sonriente.
—¿Sabes lo que eres, Johnny? —dijo ella.
Él esperó en silencio.
—Un delator, Johnny, un delator.
Él asintió.
—Así es. Yo hice apresar a Mops Parisi. No me gustan los raptos, querida, y en
cualquier momento estoy dispuesto a avisar a la policía si me entero de alguno. Hasta
me expondría al peligro para evitarlo. Eso es cosa vieja. ¿Conforme?
—Tú avisaste a la policía respecto a Mops Parisi y crees que él no lo sabe, pero es
posible que lo sepa. De modo que huyes de él… Eso es cómico, Johnny. No es por
eso que me dejas.
—Tal vez esté cansado de ti, nena.
Ella rompió a reír bruscamente. De Ruse no dijo nada.
—No eres un valiente, Johnny. Eres más blando que la manteca. George Dial es
más duro que tú. ¡Dios, qué blando eres, Johnny!
Retrocedió un paso con los ojos fijos en su rostro. La emoción se reflejaba en sus
ojos azules.
—Eres muy guapo, Johnny. Es una lástima que seas tan blando.
—No soy blando, nena…, sino un poco sentimental —le contestó De Ruse sin
moverse—. Me gustan los juegos de azar, incluyendo a las mujeres. Pero cuando
pierdo, no me enojo ni protesto. Me voy a la otra mesa. Ya te veré.
Se inclinó, recogió la maleta y se retiró sin volver la cabeza.
Francine Ley se quedó donde estaba con los ojos fijos en el suelo.
III
Página 123
En pie bajo el toldo de la entrada del Chaterton, De Ruse miró a ambos lados de la
calle. La lluvia seguía cayendo incesante. Asió con fuerza su maleta y emprendió la
marcha hacia su automóvil, estacionado a poca distancia, cerca de la esquina.
Se detuvo y abrió la puerta y una pistola asomó por la abertura. La pistola se
apoyó sobre su pecho y una voz dijo con rudeza:
—¡Arriba las manitas, muchacho!
De Ruse vió la figura borrosa de un hombre en el interior del coche. Una cara
delgada y aguileña sobre la que se reflejaba una luz lejana. Rápidos pasos se
acercaron por detrás y otra pistola se apoyó en su espalda.
—¿Satisfecho? —inquirió otra voz.
De Ruse dejó caer la valija, levantó las manos y las apoyó en el costado del
coche.
—Muy bien —dijo—. ¿De qué se trata?
Una risotada partió del hombre que se hallaba en el auto. Una mano tanteó la
cintura de De Ruse.
—¡Retroceda… despacio!
De Ruse obedeció la orden y el hombre del automóvil descendió, colocando la
pistola otra vez contra el pecho de Johnny; luego le desabrochó el abrigo y exploró
sus bolsillos y debajo de las axilas. Una pistola automática de calibre 38 dejó de
hacer sentir su peso debajo de su brazo izquierdo.
—Tengo una, Chuck. ¿Algo por detrás?
—No hay nada en la cadera.
El que estaba en frente se adelantó y tomó la maleta.
—Marche, compañero. Viajaremos en nuestro coche.
Siguieron la marcha por la calle. Una limousine Lincoln de color azul apareció en
la oscuridad. El de la cara de águila abrió la portezuela trasera.
—Adentro.
De Ruse entró en el coche, sintiendo un débil olor parecido al de las almendras.
—Entra al lado de él, Chuck.
—Oye. Viajemos en el delantero. Yo puedo…
—Nada de eso. Al lado de él, Chuck —ordenó el del rostro aguileño.
Chuck lanzó un gruñido y tomó asiento al lado de De Ruse. El otro cerró con
violencia la puerta y miró adentro con una sonrisa sardónica, luego se sentó al volante
y dió marcha al automóvil.
De Ruse arrugó la nariz al sentir el olor extraño que predominaba en el interior.
Doblaron la esquina, tomaron hacia el este en la calle Normandie y luego
emprendieron la ascensión de la colina que llevaba a Melrose. El enorme Lincoln se
deslizaba por el camino sin un susurro. Chuck estaba sentado en un extremo del
asiento, con su pistola sobre las rodillas. Las luces de las esquinas mostraban un
rostro arrogante y rojizo, un rostro que no demostraba tranquilidad.
Página 124
La parte trasera de la cabeza del conductor se divisaba a través del cristal
divisorio. Los automóviles que descendían la colina inundaban por breves segundos
el interior del Lincoln cegando a sus ocupantes. De Ruse esperó en tensión. Cuando
el siguiente automóvil iluminó con su luz cegadora el interior del coche, él se inclinó
de pronto y levantó la pernera izquierda de sus pantalones. Ya estaba recostado de
nuevo en el respaldo cuando desapareció la cegadora luz.
Chuck no había notado nada.
Al llegar a la cima de la colina, una serie de automóviles esperaba la señal verde
para proseguir la marcha. Cuando estuvieron otra vez en marcha, De Ruse esperó el
momento en que algunos faros iluminaran de nuevo el coche. Su cuerpo se inclinó
rápidamente y su mano desenfundó la pistola pequeña que tenía en la pierna. Una vez
más se recostó en el respaldo, ocultando el arma contra su muslo izquierdo fuera de la
vista de Chuck.
El Lincoln entró en Riverside Drive y pasó la entrada del Parque Griffith.
—¿Adónde vamos, muchacho? —preguntó De Ruse con tono casual.
—No pregunte —gruñó Chuck—. Ya lo averiguará.
—No es un asalto, ¿eh?
—No pregunte —gruñó Chuck de nuevo.
—¿Pertenecen a la banda de Mops Parisi? —preguntó De Ruse de nuevo.
El pistolero de la cara roja se volvió y levantó la pistola que tenía sobre las
rodillas.
—¡Le dije que no pregunte!
—Lo siento, muchacho —le contestó De Ruse.
Levantó la pistola que tenía contra el muslo, apuntó rápidamente y oprimió el
gatillo con la mano izquierda. La detonación fué muy apagada…, casi un sonido sin
importancia.
Chuck lanzó un grito y su mano saltó en el aire. Su pistola cayó al piso del coche.
Su mano izquierda se levantó hacia dentro de su chaqueta. De Ruse pasó la pequeña
pistola Mauser a su mano derecha y se la metió en las costillas de Chuck.
—Tranquilo, muchacho, tranquilo: Deja las manos quietas. Ahora… da un
puntapié a ese cañón…, ¡rápido!
Chuck empujó con el pie a la enorme automática y De Ruse la tomó enseguida. El
conductor lanzó una rápida ojeada a la parte trasera del coche y el auto se inclinó un
poco para marchar de nuevo en línea recta.
De Ruse levantó la pistola grande. La Mauser era demasiado liviana para servir
de cachiporra. Golpeó fuertemente a Chuck en la cabeza. Éste lanzó un gruñido y se
desplomó.
—¡El gas! —gimió—. ¡Conectará el gas!
De Ruse le golpeó de nuevo con más fuerza y Chuck perdió el conocimiento.
El Lincoln salió de Riverside y se metió en un terreno cubierto de espesa arboleda
que el camino partía en dos. Corría a gran velocidad y se movía de un lado a otro,
Página 125
como si el conductor así lo quisiera. De Ruse se tomó del asiento y buscó la manija
para abrir la puerta, sin encontrar ninguna. Frunció el ceño y golpeó el cristal de la
ventanilla con la pistola. El cristal era como una pared de piedra.
El conductor se inclinó un poco y enseguida se oyó un sonido sibilante. De
inmediato se acrecentó el olor a almendras.
De Ruse sacó un pañuelo del bolsillo y se tapó la nariz. El conductor manejaba
echado sobre el volante, como si tratara de mantener baja la cabeza.
De Ruse apoyó el caño de la pistola en la división de cristal detrás de la cabeza
del conductor, que se inclinó hacia un lado. Apretó el gatillo cuatro veces sucesivas,
cerrando los ojos y volviendo la cabeza hacia un lado.
No saltaron cristales desmenuzados. Cuando volvió a mirar sólo vió un agujero en
la división y otro en línea en el parabrisa. Golpeó con la pistola en el orificio y logró
agrandarlo. Ya estaba aspirando el gas por entre el pañuelo. Sentía que se le
agrandaba la cabeza y que los ojos no distinguían con precisión.
El conductor se inclinó un poco, abrió la puerta de su lado, dió vuelta al volante
hacia el lado opuesto y saltó del coche. El vehículo pasó sobre una loma baja y
golpeó contra un árbol. La carrocería se dobló y una de las puertas traseras quedó
abierta.
De Ruse fué despedido por la abertura de cabeza. Por suerte dió sobre un montón
de tierra blanda y se volvió cara abajo con la pistola en alto. El hombre de la cara
aguileña se hallaba arrodillado a una docena de metros. De Russe le vió sacar un
arma del bolsillo y levantarla. La pistola de Chuck, en manos de De Ruse, rugió y
escupió plomo y llamas hasta quedar vacía.
El conductor se inclinó lentamente y su cuerpo se perdió en las sombras. Todo
quedó en silencio.
De Ruse inspiró profundamente y se puso en pie. Tiró la pistola descargada, se
acercó al coche y encendió la luz. Se inclinó rápidamente y cerró la llave de paso de
un cilindro de cobre parecido a un extinguidor de fuego. El sonido sibilante del gas
cesó de oírse.
Se acercó al conductor y comprobó que estaba muerto. Al revisarle los bolsillos,
encontró algo de dinero, cigarrillos, un paquetito de fósforos del Club Egypt, un par
de cargadores para la pistola, y su 38. De Ruse se guardó su arma en la funda y se
incorporó. Miró hacia el camino. En medio de la distancia desde allí a Glendale,
divisó un letrero luminoso con el nombre: Club Egypt.
De Ruse sonrió y volvió al Lincoln. Sacó el cuerpo de Chuck y lo dejó tendido
sobre la tierra. El pistolero también había muerto. De Ruse le revisó los bolsillos y
halló en ellos las cosas usuales, incluyendo una licencia de conductor a nombre de
Charles Le Grand, Hotel Metropole, Los Angeles. Encontró más fósforos en
paquetitos del Club Egypt y una llave con una chapita que decía 809, Hotel
Metropole.
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Guardó la llave en el bolsillo, cerró la puerta trasera del automóvil, subió y tomó
el volante. El motor se puso en marcha. Retrocedió del árbol con un crujido de metal
destrozado, y lo colocó de nuevo en el camino. Cuando llegó otra vez a Riverside
Drive, encendió los faros y volvió a Hollywood. Dejó el coche debajo de algunos
árboles que crecían frente a un enorme edificio de departamentos en Kenmore, a
media cuadra del Hollywood Boulevard, cerró el motor y tomó su maleta.
La luz de la entrada de la casa de departamentos iluminaba la patente del auto. Se
preguntó por qué usarían los pistoleros un coche con patentes 5A6, un número casi
privilegiado.
Desde una droguería telefoneó pidiendo un taxi y éste lo llevó de vuelta al
Chatterton.
IV
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el señor Hugo Candless había salido de la ciudad. De Ruse pidió que le comunicara
con el departamento de Candless. Una voz femenina contestó:
—Sí. Habla la señora de Hugo Candless. ¿Qué desea?
—Soy un cliente del señor Candless, señora, y tengo necesidad de verle. ¿Puede
usted ayudarme?
—Lo siento mucho —respondió la voz de la mujer—. Mi esposo tuvo que salir de
la ciudad por un asunto importante. Ni siquiera sé dónde ha ido, aunque espero
recibir noticias de él dentro de una o dos horas. Salió de su club…
—¿Qué club era? —la interrumpió De Ruse con tono casual.
—El Delmar Club. Decía que salió del club y no vino a casa. Si quiere usted dejar
algo dicho…
—Gracias, señora Candless —le respondió De Ruse—. Es posible que llame más
tarde.
Colgó el receptor y buscó el número del hotel Metropole, lo marcó y pidió hablar
con el señor Charles Le Grand de la habitación 809.
—Seis cero nueve —le corrigió la operadora—. Ya le comunico. —Un momento
después le informó—. No hay respuesta, señor.
De Ruse le dió las gracias y colgó el receptor. Sacó de su bolsillo la llave y miró
el número. Era el 809.
Sam, el portero del Delmar Club, estaba apoyado en la entrada observando el paso
del tránsito y la lluvia. De Ruse dobló la esquina de Hudson Street y se le acercó.
—¿Está Hugo Candless adentro? —preguntó sin mirarlo.
—No, señor —respondió Sam, con tono de desaprobación.
—¿Estuvo hoy aquí?
—Haga el favor de preguntarle al escribiente, señor.
De Ruse sacó un billete de cinco dólares y se lo puso en el bolsillo superior de la
chaqueta del negro.
—¿Qué sabe el escribiente que usted no sepa? —le dijo al negro.
Sam sonrió con toda la boca y miró el billete.
—Así es, patrón. Sí… estuvo hoy. Viene casi todos los días.
—¿A qué hora se fué?
—Más o menos a las seis y media.
—¿Se fué con su limousine azul?
—Seguro. Sólo que no la maneja él. ¿Por qué pregunta?
—Estaba lloviendo cuando él salió —prosiguió De Ruse con toda calma—.
Llovía mucho. Quizá no fuera el Lincoln.
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—Sí, sí, era el Lincoln —contestó Sam—. Yo mismo le abrí la puerta. Nunca
anda en otro coche.
—¿Licencia 5A6? —preguntó De Ruse.
—Así es —respondió el negro—. Es un número de político, ¿verdad?
—¿Conoce al chauffeur?
—Seguro… —comenzó Sam, y entonces se detuvo. Se rascó la cabeza y dijo—:
Bien, me parece que tiene uno nuevo. No conozco al que manejaba hoy.
De pronto, los ojos de Sam reflejaron sus sospechas.
—Oiga, ¿por qué me hace tantas preguntas, señor?
De Ruse le respondió:
—Pagué para ello, ¿no es así?
Se alejó hasta la calle Hudson y ascendió a su Packard. Se dirigió por el
Boulevard Sunset hasta llegar a las colinas y luego tomó por la calle Clearwater,
llegando a poco a los departamentos Casa de Oro. Detuvo el coche en la acera
opuesta al garage y entró sin que le viera el encargado. Entre todos los coches
guardados allí, distinguió una sola limousine. Tenía la patente número 5A6. Era un
coche bien cuidado, de color azul. De Ruse se quitó un guante y tocó el radiador,
comprobando que estaba completamente frío. Tocó luego las cubiertas y se miró los
dedos. Sólo tenía polvo en ellas y no se veía nada de barro adherido a las gomas.
Volvió a la entrada y se apoyó en la puerta de la oficina de control. Al cabo de un
momento, el encargado volvió la cabeza y le vió.
—¿Ha visto últimamente al chauffeur de Candless? —le preguntó De Ruse.
El hombre sacudió la cabeza.
—No le he visto desde que tomé servicio… alrededor de las tres de la tarde.
—¿No fué al club a buscar al viejo?
—No. Me parece que no. El Lincoln no ha salido de aquí y él siempre saca ése.
—¿Adónde se aloja?
—¿Quién? ¿Mattick? En el departamento del señor Candless tienen habitaciones
de servicio, pero creo que él se aloja en algún hotel. A ver si recuerdo… —frunció el
ceño.
—¿El Metropole? —sugirió De Ruse.
—¡Ajá! Creo que es ése. No estoy bien seguro. Mattick no conversa mucho.
De Ruse le dió las gracias y se alejó hacia su automóvil para dirigirse al centro de
la ciudad.
Eran las nueve y veinticinco cuando llegó a la esquina de la Séptima Avenida y
Spring, donde se hallaba el Metropole.
El hotel había sido en otro tiempo alojamiento de personas de primera categoría.
En la actualidad se veía frecuentado por demasiada gente de dudosa catadura.
De Ruse se acercó al mostrador de los cigarrillos y le preguntó a la encargada:
—¿Se puede saber quién vive en el cuarto número ocho cero nueve?
La encargada consultó por teléfono y le contestó:
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—Un señor Mattick.
—Muchas gracias —le replicó De Ruse, alejándose hacia la escalera que llevaba
a los pisos superiores. Al lado estaban los ascensores. De Ruse entró en uno y pidió
que le llevaran al piso octavo.
Al salir del ascensor, De Ruse siguió por un corredor hasta encontrar la puerta
marcada con el número 809. Golpeó con los nudillos y al no recibir respuesta, metió
la llave en la cerradura y entró.
Había ventanas cerradas en dos paredes y el aire olía a whisky. Las luces estaban
encendidas. Había una cama de bronce, una cómoda de color oscuro, un par de
mecedoras y un escritorio sobre el que se veía una botella de whisky medio vacía.
De Ruse examinó todo rápidamente y se dirigió a una puerta por la que se veía una
luz. Al entrar en la otra habitación vió a un hombre tendido en el suelo en medio de
un charco de sangre ennegrecida. Dos agujeros en la espalda de la víctima mostraban
el sitio de donde manaba la sangre. De Ruse se quitó un guante y apoyó la mano en el
sitio donde debía sentirse el latido de la yugular. Sacudió la cabeza y volvió a ponerse
el guante.
Apagó las luces y sacó un cartelito que decía: «No molestar», y lo colgó en la
parte exterior de la puerta. Luego tomó de nuevo el ascensor y se retiró del Hotel
Metropole.
VI
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—Cuando salí a la calle un par de pistoleros me asaltaron. Uno de ellos estaba
dentro de mi automóvil. Es posible que me hayan visto en otro sitio y me hayan
seguido aquí.
—Así tiene que ser —dijo Francine, casi sin aliento—. Así tiene que ser, Johnny.
—Me metieron en una limousine Lincoln que tenía cristales irrompibles y puertas
sin manija, y estaba cerrado herméticamente. En el asiento delantero tenía un tanque
lleno de gas Nevada, cianuro, el que se podía hacer entrar en la parte trasera sin que
el conductor sufriese sus efectos. Me llevaron al Parque Griffith, en dirección al Club
Egypt. Es ese cabaret y salón de juego que está en las afueras, cerca del aeropuerto.
—Calló un momento, se pasó la mano por la frente, y prosiguió—: No encontraron la
Mauser que a veces llevo en la pierna. El conductor hizo chocar el coche y yo escapé.
Abrió las manos y se las miró.
—Yo no tuve nada que ver con eso —dijo Francine con voz apagada.
De Ruse prosiguió:
—El tipo que viajó en ese auto antes que yo no tenía armas. Era Hugo Candless.
El coche es igual al suyo… el mismo modelo, pintura y patentes, pero no era su
coche. Alguien se molestó bastante para eso. Candless salió del Delmar Club y ese
coche alrededor de las seis y treinta. Su esposa dice que ha salido de la ciudad. Hace
una hora que hablé con ella. Su automóvil no ha salido del garage desde el
mediodía… Es posible que su esposa sepa ya que lo han raptado; quizá no.
Los labios de Francine temblaban.
De Ruse prosiguió con la misma voz monótona.
—Alguien mató al chauffeur de Candless en un hotel del centro y los policías
todavía no se han enterado. Alguien se molestó bastante, Francine. Tú no te meterías
en un asunto así, ¿verdad, preciosa?
Francine clavó los ojos en el suelo y dijo con voz ronca:
—Necesito un trago. Me siento mal.
De Ruse se acercó al escritorio y llenó un vaso de whisky. Se puso en pie al lado
de ella y se lo ofreció.
—Sólo me enojo de vez en cuando, nena; pero cuando me enojo no es fácil que
me detengan en lo que quiero hacer. Si sabes algo respecto a todo esto, ahora es el
momento oportuno para decirlo.
Le entregó el vaso y la joven lo bebió de un trago.
—No sé nada de eso, Johnny. Por lo menos en la forma en que te lo imaginas.
Pero George Dial me propuso esta noche que me fuera a vivir con él y me dijo que
podía sacarle dinero a Candless amenazándole con denunciarlo por una mala partida
que le jugó a un pistolero de Reno.
—Reno es mi ciudad natal, querida —dijo De Ruse—. Conozco a todos sus
pistoleros. ¿Quién era ése?
—Alguien llamado Zapparty.
—Zapparty es el nombre del que dirige el Club Egypt —respondió de Ruse.
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Francine Ley se puso en pie y le tomó del brazo.
—¡No te metas en eso, Johnny! ¡Por amor de Dios! ¿No puedes quedarte sin
mezclarte en un asunto de ésos por una vez siquiera?
De Ruse sacudió la cabeza sonriéndole. Luego le quitó la mano de su brazo y
retrocedió.
—Hice un viaje en su automóvil lleno de gas, nena, y no me gustó nada. Le sentí
el olor a su gas Nevada y le metí un poco de plomo en el cuerpo a los pistoleros de
alguien. Eso me obliga a llamar a la policía o ponerme en dificultades con la ley. Si
han raptado a alguien y yo aviso a la policía, habrá otra víctima. Zapparty es un
bandido de Reno y eso tiene algo que ver con lo que Dial te dijo, y si Mops Parisi
está asociado con Zapparty, eso es una razón más para que yo entre en el asunto.
Parisi me odia como a nadie.
—No necesitas ir solo, Johnny —dijo desesperada la joven.
—Seremos dos, nena. Ponte el impermeable que está lloviendo todavía.
Ella le miró asombrada. Su voz reflejó el temor que sentía.
—¿Yo, Johnny?… ¡Oh, por favor, no…
—Trae el impermeable, nena —le dijo De Ruse suavemente—. Ponte buena
moza. Es posible que sea la última vez que salgamos juntos.
Ella se alejó tambaleándose. Él le preguntó:
—No fuiste tú la que me delató a esos bandidos, ¿verdad, Francy?
Ella volvió la cabeza, le miró un instante, y entró luego en el dormitorio.
Al cabo de un momento desapareció la expresión de dolor de los ojos de De Ruse
y se reflejó de nuevo la sonrisa en sus labios.
VII
De Ruse entrecerró los ojos y observó los dedos del croupier al alejarse de la ruleta y
descansar en el borde de la mesa. De Ruse levantó la vista y miró a la cara del
individuo. Era él un hombre calvo, de edad indefinida, y ojos azules. De Ruse volvió
a bajar la vista hacia las manos del individuo. La mano derecha se movió un poco
sobre el borde de la mesa. Los botones de la manga de la chaqueta del croupier
descansaron sobre la superficie de la mesa. De Ruse sonrió débilmente.
Había colocado tres fichas azules al colorado. En esa jugada, la bola se detuvo
sobre Negro 2. El croupier pagó a los otros dos hombres que estaban jugando.
De Ruse empujó cinco fichas azules y las colocó de nuevo sobre el colorado.
Luego volvió su cabeza hacia la izquierda y observó a un corpulento joven rubio que
colocó tres fichas rojas sobre el cero.
De Ruse volvió la cabeza para mirar hacia un rincón del pequeño salón de juego.
Francine Ley se hallaba sentada en un sillón cerca de la pared.
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—Creo que ya lo tengo, querida —dijo De Ruse—. Creo que ya lo tengo.
Francine parpadeó y levantó la cabeza. Bebió un sorbo de un vaso de whisky que
tenía sobre una mesita a su lado y no respondió.
De Ruse volvió a mirar al rubio. Los otros tres habían hecho apuestas. El croupier
parecía impaciente y vigilante al mismo tiempo.
—¿Cómo es que usted siempre acierta al cero cuando yo juego al rojo, y doble
cero cuando yo juego al negro? —le preguntó De Ruse al rubio.
El aludido se encogió de hombros y sonrió sin responder.
—¡Le he hecho una pregunta, señor! —dijo de Ruse.
—No me da la gana contestarle —respondió el rubio.
—¿Qué pasa aquí? ¿No se juega? —preguntó uno de los otros jugadores.
—Hagan su juego, por favor, señores —dijo el croupier.
De Ruse le miró y dijo:
—Hágala correr.
El croupier hizo girar la ruleta con la mano izquierda y lanzó la bola con la
misma mano. Su mano derecha descansaba sobre el borde de la mesa.
La bola se detuvo en Blanco 28, el número opuesto al cero. El rubio lanzó una
carcajada y comentó:
—Le anduvo cerca.
De Ruse revisó sus fichas y las arregló cuidadosamente.
—He perdido seis mil —anunció—. Es un poco rústico el sistema, pero me
parece que se gana dinero. ¿Quién dirige esta casa de trampa?
El croupier sonrió lentamente y miró a De Ruse de hito en hito. Preguntó con
serenidad:
—¿Dijo usted casa de trampas?
De Ruse asintió sin molestarse en contestarle.
—Así me pareció oír —dijo el croupier, y adelantó un pie, apoyándose en él.
Tres de los hombres que habían estado jugando recogieron apresuradamente sus
fichas y se retiraron hacia un rincón. Pidieron de beber en el bar y se quedaron
observando a De Ruse y al croupier. El rubio se quedó al lado de la mesa y sonrió
sarcásticamente a De Ruse.
—No, no —dijo—. ¡Qué modales!
Francine Ley observaba a De Ruse furtivamente.
Se abrió una puerta al cabo de un momento y entró en el salón un hombre muy
corpulento, de bigote y cejas negras. El croupier le miró y luego dirigió sus ojos a
De Ruse.
—Sí, me pareció que decía usted casa de trampas —dijo con voz monótona.
El recién llegado se acercó a De Ruse y le tocó con el codo.
—Afuera —dijo sin ninguna emoción.
El rubio sonrió y se metió las manos en los bolsillos de su chaqueta. El hombre
grande no le miró siquiera.
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De Ruse miró al croupier y dijo:
—Me llevaré mis seis mil y me olvido del asunto.
—Afuera —repitió el hombrón, empujándolo con el codo.
El croupier sonrió amablemente.
—No se va a poner pesado, ¿verdad? —le dijo el hombre grande a De Ruse.
De Ruse le miró con sorpresa.
—¡Bueno, bueno! —exclamó—. El encargado de echar a los parroquianos.
Ocúpate de él, Nicky.
El rubio sacó la mano derecha de su bolsillo y la hizo girar en arco por el aire. La
cachiporra pareció negra y brillante al iluminarla las luces. Pegó al hombre grande en
la nuca produciendo un ruido sordo. Éste trató de tomarse de De Ruse, quien se alejó
un poco y desenfundó su pistola. El hombre de los bigotes negros golpeó contra la
mesa y se desplomó al suelo.
Francine Ley se puso en pie y lanzó una exclamación.
El rubio giró sobre sí mismo y miró al encargado del bar. Este puso las manos
sobre la mesa. Los tres que habían estado jugando a la ruleta parecían interesados,
pero no se movieron para nada.
De Ruse dijo:
—El botón del medio de su manga derecha, Nicky, que es de cobre.
—Sí —contestó el rubio.
Se guardó la cachiporra en el bolsillo y se acercó al croupier. Tomó uno de los
botones y tiró con fuerza. Al segundo tirón se desprendió y le siguió un alambre
delgado que estaba metido en la manga.
—Correcto —dijo el rubio, y dejó el brazo del croupier.
—Ahora me llevaré mis seis mil —anunció De Ruse—. Luego iremos a hablar
con su patrón.
El caído no se movió. El rubio metió la mano en la parte trasera de su cadera y
sacó una automática de calibre 45. La hizo girar alrededor de su índice y sonrió a
todos los ocupantes del salón.
VIII
El croupier abrió una puerta en un rincón del salón y entró sin volver la cabeza. El
rubio al que De Ruse llamaba Nick le siguió. Después entraron De Ruse y Francine.
Traspusieron un corredor poco extenso y entraron por una puerta de metal. El
interior era una oficina muy bien amueblada. Un hombre pequeño de cabeza redonda
y cara morena estaba sentado en un sillón. Al abrirse la puerta, dejó un diario que
estaba leyendo y levantó la cabeza. Al ver quién era el que entraba se puso pálido.
Página 134
En el centro de la oficina había un enorme escritorio ministro, y un hombre alto
se hallaba en pie agitando una coctelera. Volvió lentamente la cabeza y miró por
sobre el hombro a las cuatro personas que acababan de entrar. Tenía un rostro
cadavérico y ojos hundidos, piel agrisada y cabellos rojos muy cortos. Una delgada
cicatriz se veía en su mejilla izquierda.
El hombre alto dejó la coctelera sobre el escritorio y giró sobre sí mismo para
mirar al croupier. El del sofá no se movió.
—Creo que es un asalto —anunció el croupier—. Pero no lo pude evitar.
Cachiporrearon a George el Grande.
El rubio sonrió alegremente y sacó su 45 del bolsillo. Apuntó con ella al suelo.
—Cree que es un asalto —dijo—. Eso sí que es cómico.
De Ruse cerró la pesada puerta y Francine se alejó de él en dirección a la
chimenea en la que ardía un alegre fuego. El que estaba en el sillón miraba a los
visitantes con atención profunda.
—El alto es Zapparty —dijo De Ruse—. El pequeño es Mops Parisi.
El rubio se hizo a un lado, dejando al croupier solo en el centro de la oficina.
La 45 apuntó al hombre del sillón.
—Seguro que soy Zapparty —dijo el alto. Miró a De Ruse con curiosidad.
Luego apartó la vista y tomó de nuevo la coctelera. De Ruse tenía una mano en el
bolsillo de la chaqueta y con la otra se acariciaba una ceja.
—Nicky y yo representamos una pequeña comedia —dijo—. Lo hicimos para que
los muchachos de afuera tuvieran algo de qué hablar si hacíamos mucho ruido cuando
veníamos a verle a usted.
—Parece interesante —contestó Zapparty—. ¿Para qué me quería ver?
—Respecto al auto del gas en el que usted lleva a pasear a la gente —dijo
De Ruse.
Mops Parisi levantó la mano rápidamente como si algo le hubiera picado. El rubio
le dijo:
—No… o sí, si es que lo prefiere, señor Parisi. Todo es cuestión de gusto.
Parisi se quedó inmóvil de nuevo. Su mano volvió a caer sobre sus piernas.
Zapparty miró a De Ruse con sorpresa.
—¿El auto del gas? —preguntó.
De Ruse se acercó al croupier y dijo:
—Quizá alguno le cargó el fardo a usted, señor Zapparty, pero no lo creo. Me
refiero al Lincoln azul con patente 5A6, que tiene un tanque de gas Nevada en la
parte delantera. Ya sabe usted, Zapparty, eso que usan para ajusticiar a los criminales
de su Estado.
Zapparty tragó saliva y le miró con asombro. Mops Parisi lanzó una carcajada
como si la escena le divirtiera.
Una voz que no era de ninguno de los presentes dijo con brusquedad:
—Largue el hierro, rubio. El resto que levante las manos.
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De Ruse volvió la vista hacia un panel abierto en la pared un poco más allá del
escritorio. En la abertura se veía una pistola y una mano, pero ninguna cara. La
pistola parecía apuntar con derechura a Francine Ley. De Ruse contestó:
—Está bien —y levantó las manos vacías.
El rubio dijo:
—Ése debe ser George el Grande… ya descansado y listo para disparar.
Abrió su mano y dejó que la 45 cayera a sus pies.
Parisi se puso en pie y desenfundó una pistola de entre sus ropas. Zapparty tomó
un revólver del cajón del escritorio y lo levantó.
—Afuera, y quédate allí —ordenó al que estaba oculto detrás del panel.
El panel se cerró y Zapparty le hizo una seña al croupier.
—Vuelve a tu trabajo, Louie.
El aludido se retiró, cerrando la puerta a sus espaldas.
Parisi se acercó rápidamente a De Ruse y le puso la pistola frente a la cara.
Revisó los bolsillos del jugador con su mano izquierda, le sacó la Colt de debajo del
brazo y le tanteó la cintura. Retrocedió un poco y golpeó a De Ruse con la pistola.
De Ruse permaneció inmóvil, excepto por un pequeño movimiento de su cabeza.
Parisi le golpeó de nuevo en el mismo sitio y la sangre comenzó a manar de una
herida. Sus rodillas se le aflojaron y cayó al suelo, donde permaneció apoyado sobre
una mano y las rodillas. Su mano derecha pendía cerca de su pie izquierdo.
—Basta ya, Mops —dijo Zapparty—. No te pongas con ganas de sangre.
Queremos hablar con esta gente.
Parisi se alejó de mala gana del lado del jugador.
—Hace mucho que esperaba esto —dijo.
Cuando estuvo a unos dos metros de De Ruse, algo pequeño y brillante pareció
salir de la pierna de De Ruse y saltar a su mano. Se oyó una explosión apagada y la
cabeza de Parisi se echó hacia atrás. Un orificio redondo apareció debajo de su
barbilla. Se agrandó por momentos y comenzó a lanzar sangre. Sus manos se abrieron
y las dos pistolas cayeron al suelo. Su cuerpo comenzó a tambalear y se desplomó
pesadamente.
—¡Caramba…! —exclamó Zapparty y levantó el revólver.
Francine lanzó un grito y se le echó encima, rasguñándole la cara y dándole de
puntapiés en las piernas.
El revólver se disparó dos veces y las balas dieron contra la pared. Francine se
dejó caer al suelo. El rubio, arrodillado en el suelo y con su 45 otra vez en su mano,
exclamó:
—¡Le quitó el revólver!
Zapparty estaba en pie con las manos vacías y una terrible expresión en la cara.
Tenía un largo rasguño en la mejilla y en la mano derecha. Su revólver estaba en
manos de Francine. De Ruse se puso en pie con la pequeña Mauser en la mano. Su
voz pareció venir desde muy lejos cuando dijo:
Página 136
—Vigila ese panel, Nicky.
De Ruse se acercó a Francine y le tocó la mejilla.
—¿Estás bien, querida? —le preguntó con suavidad—. Me parece que me había
equivocado con respecto a ti.
Sacó un pañuelo de su bolsillo y le limpió la sangre de la mejilla.
—Creo que George el Grande se ha ido otra vez a dormir —dijo Nicky—. Fui un
tonto al no liquidarlo.
De Ruse asintió y dijo:
—Sí. Parece que nos equivocamos. ¿Dónde está su sombrero y abrigo, señor
Zapparty? Quisiéramos que diera un paseo con nosotros.
IX
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Partieron a toda velocidad por el camino y se alejaron hacia las colinas en
dirección al campo abierto. Al cabo de un rato, Zapparty golpeó en el cristal
divisorio. De Ruse apoyó el oído al agujero.
—La casa de piedra del Camino Castle —dijo Zapparty con voz entrecortada—.
En la zona de la inundación.
—¡Caracoles, qué débil es! —exclamó Nicky.
El enorme coche se deslizó silenciosamente por Glendale y tomó el camino hacia
la zona de la inundación en el Camino Castle. Al cabo de algunos minutos llegaron a
la casa de piedra. Ésta se hallaba a cierta distancia del camino, detrás de un espacio
abierto cubierto por toda clase de desperdicios y piedras de todos tamaños. Más allá
de la casa terminaba el camino abruptamente. Había sido arrasado por la inundación
del año nuevo de 1934.
De Ruse descendió del coche y se acercó a la casa silenciosa. La puerta de
entrada colgaba de una de sus bisagras y las ventanas estaban destrozadas. De Ruse
entró cautelosamente y registró toda la casa, llevando su linterna en la mano. Llegó al
fin a una habitación semiderruída que había sido un dormitorio. Había una cama de
metal con un colchón semidestrozado por el agua. Por debajo de la cama sobresalían
dos pies. Estaban calzados con zapatos marrones y medias color púrpura. Por sobre
las medias se veían dos perneras a cuadros.
De Ruse permaneció inmóvil durante un momento iluminando con su linterna el
espectáculo. Luego dejó la linterna en el suelo y retiró el colchón de sobre la cama…
Se inclinó un poco y tocó una de las manos del hombre que yacía debajo. La mano
estaba fría como el hielo. Lo tomó por los tobillos y tiró, pero el hombre era grande y
pesado.
Le resultó más fácil retirar la cama.
Zapparty apoyaba la cabeza sobre el respaldo y cerraba los ojos apartando la cara.
Nicky sostenía la linterna cerca de su cara y la prendía y la apagaba continuamente.
De Ruse se hallaba apoyado con un pie sobre el estribo del Lincoln y observaba la
escena con indiferencia.
Al cabo de un largo rato, Zapparty levantó las manos hacia los ojos y comenzó a
hablar. Habló largo rato y monótonamente, manteniendo los ojos cerrados.
—Parisi planeó el rapto. Yo no supe nada del asunto hasta que estuvo hecho.
Parisi se metió en mi negocio a la fuerza hace un mes. Había sabido que Candless me
estafó en veinticinco mil dólares para defender a mi hermano de una acusación de
asesinato y luego, lo traicionó. No le dije eso a Parisi. No lo supe hasta esta noche.
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—Fué esta noche al club y me dijo que lo tenían a Hugo Candless y que quería
que yo distribuyera el dinero del rescate en las mesas de juego para que no lo
descubrieran. Eso es todo. Parisi se quedó allí esperando a sus muchachos. Se puso
bastante nervioso al ver que no se presentaron. Salió una vez para hacer una llamada
telefónica.
De Ruse aspiró el humo de su cigarrillo y dijo:
—¿Quién fué el denunciante del trabajo, y cómo sabía usted que Candless estaba
aquí?
—Mops me lo dijo —contestó Zapparty—. Pero no sabía que estaba muerto.
Nicky rió y apagó y encendió la linterna varias veces. De Ruse le dijo:
—Tenla así un momento.
Nicky iluminó otra vez el rostro de Zapparty y dijo:
—Hace mucho frío aquí. ¿Qué haremos con Su Señoría?
—Lo llevaremos a la casa y lo ataremos a Candless. Así se calentarán los dos.
Mañana por la mañana podemos venir a ver si tiene nuevas ideas.
Zapparty se estremeció y en sus ojos apareció algo que parecía ser una lágrima.
Al cabo de un momento de silencio se rindió:
—Está bien. Yo preparé todo el plan. El auto del gas fué idea mía. No quería
dinero, sólo quería matar a Candless. Mi hermanito fué colgado en San Quintín la
semana pasada. Mattick, el chauffeur de Candless, también estaba en el asunto.
Odiaba a su patrón. Él iba a manejar el auto para que todo pareciera bien y luego
huiría. Pero tragó demasiado whisky preparándose para la faena y Parisi se enojó con
él y lo hizo liquidar. Otro muchacho manejó el auto. Estaba lloviendo y eso fué una
ayuda.
De Ruse dijo:
—No está mal la historia, pero yo quiero saber quién fué el delator para ambos
trabajos… Está bien, lo dejaremos por ahora. Yo mismo lo averiguaré.
Cerró la puerta del coche y Nicky puso el motor en marcha.
—Llévame a algún sitio donde pueda, tomar un taxi, Nicky —dijo De Ruse—.
Luego te llevas a éste a paseo durante una hora y luego me llamas a casa de Francy.
Allí te dejaré algo dicho.
El rubio sacudió la cabeza lentamente.
—Eres un buen amigo, Johnny, y me gustas. Pero esto ya ha ido muy lejos. Me lo
llevo a la jefatura. No te olvides que tengo una licencia de detective privado.
—Dame una hora, Nicky, nada más que una hora —le contestó De Ruse.
El auto descendió una colina y cruzó el Camino Sunland. Al cabo de cierto
tiempo Nicky contestó:
—Está bien, conformes.
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XI
Era la una y doce minutos de la madrugada de acuerdo con lo que marcaba el reloj
fijo en la pared del hall de Casa de Oro. En un escritorio se hallaba sentado el
escribiente de guardia. Se abrió la puerta de calle y entró De Ruse. Se quitó el
sombrero y le quitó el agua, para calárselo de nuevo hasta los ojos.
—¿Qué número tiene el departamento de Hugo Candless? —le preguntó al
escribiente.
Éste pareció amoscarse. Miró al reloj y luego a la cara de De Ruse. Sonrió con
desdén y dijo:
—Es el 12C. ¿Quiere que le anuncien… a esta hora?
—No —contestó De Ruse.
Se alejó del escritorio y se dirigió a una puerta interna que llevaba al corredor de
los departamentos. Cuando apoyaba la mano en la puerta, sonó una campanilla a sus
espaldas. Al darse vuelta para ver qué ocurría, notó que el escribiente le miraba con
sorna y le decía:
—No es esa clase de casas, amigo.
De Ruse se sonrojó e, inclinándose por sobre el mostrador, tomó de las solapas al
joven y lo puso en pie:
—¿Qué fué eso que dijo, estúpido?
El escribiente palideció, pero logró hacer sonar otra vez la campanilla.
Un hombre regordete, vestido con un traje terriblemente arrugado y luciendo una
peluca de color castaño, entró en el hall y levantó la mano.
—¡Oiga! —exclamó.
De Ruse dejó en libertad al escribiente y miró al recién llegado y a sus ropas.
—Yo soy el detective de la casa —anunció éste—. Tiene que verme a mí si busca
pendencia.
—Usted habla como a mí me gusta —le contestó De Ruse—. Venga al rincón.
Se dirigieron juntos al rincón y tomaron asiento en un banco. El regordete bostezó
y, levantándose el borde de la peluca, se rascó la calva.
—Me llamo Kuvalick —dijo—. Hay veces que a mí mismo me gustaría darle un
par de bofetadas a ese mocoso. ¿De qué se trata?
De Ruse sacó un billete de veinte dólares del bolsillo y lo enrolló sobre su índice.
—Hay un hombre llamado George Dial en el departamento de Hugo Candless. Su
coche está afuera y allí es donde él debería estar. Quiero verle y no quiero que me
anuncien. Usted puede acompañarme y quedarse conmigo.
Kuvalick dijo cautelosamente:
—Es algo tarde. Tal vez esté en la cama.
—Si es así, está en una cama que no es la suya —contestó De Ruse—. Debería
levantarse.
Página 140
Kuvalick se incorporó.
—No me gusta lo que estoy pensando, pero me gusta su dinero —dijo—. Iré a ver
si están levantados. Usted se queda aquí.
De Ruse asintió y Kuvalick desapareció por la puerta de entrada al corredor.
Pasaron quince minutos y Kuvalick no volvía. De Ruse se puso en pie e,
ignorando la mirada aprensiva del escribiente, entró en el corredor. Al final de éste
encontró la puerta del departamento 12C. Ascendió dos escalones y oprimió el timbre
sin recibir respuesta. Poco después volvió a llamar, luego probó la puerta. Estaba
cerrada. En el interior del departamento resonaba un ruido sordo y constante.
De Ruse se dirigió a la entrada de servicio y probó la puerta, encontrándola
también cerrada. Sacó la pistola y, envolviéndola en el sombrero, dió un golpe sobre
el cristal y lo hizo pedazos; luego metió la mano y abrió la puerta desde adentro.
Se halló en la cocina y siguió camino por un pequeño hall hacia el living-room…
Al llegar allí oyó con mayor fuerza el sonido, apagado que le llamara la atención.
De Ruse cruzó el living-room y entró en otro hall con varias puertas. Una de ellas
daba a un dormitorio magníficamente amueblado. El ruido procedía de un ropero
embutido en la pared. De Ruse abrió la puerta del ropero y vió un hombre. Estaba
sentado en un rincón entre las ropas. Una toalla le cubría la cara y otra le aseguraba
los tobillos. Sus muñecas estaban aseguradas a sus espaldas. Era un hombre muy
calvo, tan calvo como el croupier del Club Egypt. De Ruse le miró un momento,
luego rompió a reír y se inclinó para dejarle en libertad.
El hombre lanzó un juramento y se tiró hacia las ropas en la parte trasera del
ropero. Salió de entre ellas con algo peludo en las manos que luego se colocó sobre la
calva.
Era Kuvalick, el detective de la casa.
Se puso en pie lanzando maldiciones y retrocedió un paso llevándose la mano a la
cadera.
De Ruse abrió las manos y le dijo:
—Cuente lo que pasó.
Kuvalick le miró durante un momento y luego apartó la mano del arma.
—Había luces —comenzó—, de modo que toqué el timbre. Un tipo alto y moreno
me abrió la puerta. Lo he visto mucho por acá, es Dial. Le dije que había uno que le
quería ver y que no quería dar el nombre.
—Eso le convirtió a usted en un idiota —comentó De Ruse secamente.
—Todavía no, pero pronto —respondió Kuvalick sonriendo—. Lo describí a
usted. Eso sí me convirtió en idiota. Él sonrió y me invitó a pasar. Yo entré y él cerró
la puerta y me puso una pistola en los riñones. Me dijo: «¿Dice usted que usa ropas
oscuras? —Le contesté—: Sí, ¿y para qué esa pistola? —Él me dijo—: ¿Tiene ojos
grises y cabello negro? —Yo le contesté—: Sí, pedazo de cretino, ¿y para qué esa
pistola?».
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—Él me contestó: «Para esto», y me la dió en la nuca. Caí medio atontado, pero
sin perder el conocimiento. Entonces entró la mujer de Candless y me ató y me metió
en el ropero, y eso es todo. Oí ruidos por todas partes y luego silencio. Eso es todo
hasta que usted llamó a la puerta.
De Ruse sonrió plácidamente.
—Se escaparon —dijo—. Les dieron el informe. No creo que estuviera bien.
Kuvalick dijo:
—He sido policía de la Empresa Wells Fargo y puedo soportar una mala noticia.
¿Qué hicieron?
—¿Qué clase de mujer es la señora de Candless?
—Morena y buena moza. Loca por los hombres, como suelen decir. Medio
avejentada y muy egoísta con su dinero. Cada tres meses cambian de chauffeur. Aquí
en la Casa hay un par de tipos que andan liados con ella. También me figuro que
andará bien con ese giggoló que me golpeó.
De Ruse consultó su reloj y se preparó a incorporarse.
—¿Tiene algún amigo en la jefatura a quien le gustaría oír una historia de un
rapto? —le preguntó a Kuvalick.
—Todavía no —dijo una voz.
George Dial entró desde el hall y se quedó frente a ellos con una automática en la
mano.
—No nos escapamos porque todavía no estábamos listos. Pero no hubiera sido
una mala idea… para ustedes dos —dijo.
Kuvalick echó mano a su cintura.
La automática empuñada por Dial se disparó dos veces sin producir más que una
detonación apagada. Estaba provista de un silenciador.
Una nubecilla de polvo saltó de la chaqueta de Kuvalick. Sus manos se apartaron
de la cintura y sus ojos se abrieron enormemente. Cayó pesadamente contra la pared
y se quedó inmóvil sobre un costado, con los ojos medio abiertos y la espalda
apoyada a la pared. Su peluca se le torció sobre la calva.
De Ruse le miró y luego dirigió sus ojos a Dial.
—Es usted un loco, Dial. Eso le hace perder su última posibilidad de salvarse.
Podría haber salido de ésta con una mentira; pero ése no es un único error.
—No. Ahora lo veo —contestó Dial—. No debí haber enviado a los muchachos
contra usted. Lo hice por gusto, nada más. Eso pasa cuando uno no es un profesional.
De Ruse asintió y miró a Dial con extraña expresión en el rostro.
—Sólo por curiosidad… ¿quién le avisó que estaba todo perdido?
—Francy… y tardó bastante en hacerlo —dijo Dial con furia—. Me voy, de modo
que no podré darle las gracias hasta dentro de algún tiempo.
—Ni nunca —dijo De Ruse—. No saldrá usted del Estado. Ni tocará un centavo
del dinero del viejo. Ni usted, ni sus amigos, ni la mujer. Los policías ya están
enterados de todo.
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—Lograremos huir —dijo Dial—. Tenemos lo suficiente como para mantenernos.
Adiós Johnny.
Dial levantó la pistola y De Ruse entrecerró los ojos y se preparó para recibir el
balazo. La pistola no disparó. Se oyó un ruido a espaldas de De Ruse y apareció una
mujer morena y de aspecto avejentado. Estaba pálida y el rouge de sus labios se
destacaba en su rostro.
—¿Quién es Francy? —preguntó con voz perezosa que no estaba de acuerdo con
la expresión de su cara.
De Ruse abrió los ojos y comenzó a levantar la mano hacia el pecho.
—Francy es mi amiguita —dijo—. El señor Dial ha estado tratando de robármela.
Pero no me enojo. Él es un muchacho muy guapo y tiene derecho a conseguir las
mujeres que le gustan.
La mujer se puso furiosa y se aferró al brazo derecho de Dial. De Ruse sacó su 38
de la funda, pero no fué su arma la que se disparó ni fué tampoco la silenciosa de
Dial. Era un enorme Colt modelo antiguo, con un caño de ocho pulgadas, y una
explosión como la de una bomba. Se disparó desde el suelo, del costado derecho de
Kuvalick, donde lo sostenía la mano regordeta del detective de la casa.
Dial retrocedió contra la pared como si le hubieran asestado un golpe con una
masa. Su cabeza pegó en la pared e instantáneamente su rostro se convirtió en una
máscara ensangrentada. La pequeña automática se desprendió de sus dedos. La mujer
se inclinó, la tomó y comenzó a levantarla. Su rostro estaba convulso y sus labios se
separaban dejando al descubierto los dientes. Kuvalick dijo:
—Soy un tipo duro. Antes era un policía de la Wells Fargo.
Su cañón disparó de nuevo y la mujer lanzó un grito agudo. Su cuerpo se estrelló
contra el de Dial. Sus ojos se abrieron y cerraron varias veces y su rostro se puso
blanco e inexpresivo.
—Le di en el hombro. Pronto estará bien —anunció Kuvalick, poniéndose en pie.
Abrió su chaqueta y se golpeó en el pecho.
—Tengo un chaleco a prueba de balas —dijo orgulloso—. Pero pensé que era
mejor quedarme en el suelo durante un rato para que no me metiera una bala en la
cabeza.
XII
Francine Ley bostezó y estiró su pierna para mirar a sus pantuflas verdes. Se sirvió un
vaso de whisky y consultó su reloj. Eran casi las cuatro de la mañana. En ese
momento oyó la puerta de entrada y levantó la cabeza medio asustada.
De Ruse entró en el living-room. Se detuvo y la miró con rostro inexpresivo.
Luego se quitó el abrigo y el sombrero y se dejó caer en el sillón.
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—De modo que tuviste que avisarle a ese pillo —dijo sombríamente.
—Sí. Tenía que avisarle —respondió Francine—. ¿Qué ocurrió?
Al ver que él no respondía, le preguntó:
—¿Estás bien, Johnny?
—Tenías que telefonear a ese pillo —repitió de Ruse—. Tú sabías bien que él
estaba metido en el asunto. Preferiste que escapara aunque tuviera que matarme para
hacerlo.
—Sí. No pude evitarlo —respondió Francine—. ¿Qué ocurrió?
De Ruse no contestó nada. Tomó la botella de whisky y llenó un vaso que
comenzó a beber a pequeños sorbos.
—No hay hombre en el mundo que no se merezca un aviso si tú le andas detrás,
Johnny —dijo Francine—. No le serviría de nada, pero yo no podría evitar el hacerlo.
De Ruse dijo lentamente.
—Eso es espléndido. Sólo que no soy tan bueno como te parece. Ahora estaría
más muerto que Ramsés II si no hubiera sido por un cómico detective de hotel que
usa una peluca y un chaleco a prueba de balas.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó Francine al cabo de un momento.
De Ruse la miró rápidamente y apartó la vista. Dejó el vaso sobre el escritorio y
le dijo por sobre el hombro.
—No… mientras sigas diciéndome la verdad.
Tomó asiento en el sillón y apoyó la cabeza entre las manos. Ella se sentó en el
brazo del sillón y le acarició los cabellos. De Ruse cerró los ojos. Su cuerpo perdió su
rigidez y su voz comenzó a tomarse soñolienta.
—Me salvaste la vida en el Club Egypt. Creo que eso te dió derecho para dejar
que el guapo me tirara un tiro.
Francine siguió acariciándole la cabeza sin responder.
—El guapo ha muerto —prosiguió De Ruse—. El detective le destrozó la cabeza
de un balazo.
La mano de Francine se detuvo. Al cabo de un momento siguió acariciándole los
cabellos.
—La mujer de Candless estaba en el asunto. Parece que es una bribona. Quería la
plata de Hugo, y quería a todos los hombres del mundo, excepto Hugo. Gracias al
cielo que no la mataron. Habló bastante. También cantó Zapparty.
—Sí, querido —dijo Francine.
De Ruse bostezó.
—Candless ha muerto. Estaba muerto antes de que empezáramos a investigar. Eso
es lo que querían. A Parisi no le importaba si moría o no, el asunto era que le pagaran.
Francine dijo:
—Sí, querido.
—Te diré el resto mañana —dijo De Ruse con voz apagada—. Creo que Nicky y
yo estamos a mano con la ley… Vamos a Reno y casémonos… Estoy harto de esta
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vida de saltimbanqui… Dame otro whisky, querida.
Francine Ley no se movió. De Ruse se inclinó un poco y se arrellanó con más
comodidad en el sillón.
—Sí, querido —dijo Francine.
—No me llames querido —le contestó De Ruse—. Llámame delator.
Cuando estuvo completamente dormido, ella sacó su brazo del sillón y se sentó a
su lado. Se quedó muy quieta observándolo con ojos muy brillantes.
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