El Heredero Ilegitimo (Damas Poderosas 4) - Noa Pascual
El Heredero Ilegitimo (Damas Poderosas 4) - Noa Pascual
El Heredero Ilegitimo (Damas Poderosas 4) - Noa Pascual
ilegítimo
Noa Pascual
Título: El heredero ilegítimo
Autora: Noa Pascual
Ilustradora: Verónica GM
Correctora: Chris M. Navarro
Copyright ©2020 Noa Pascual
Todos los derechos reservados
ISBN:
Este libro es una obra de ficción y cualquier parecido con personas vivas o muertas es pura coincidencia. Los
personajes son producto de la imaginación de la autora y se utilizan de manera ficticia.
Londres, 1816
Sentado frente al hogar, con una copa de brandi en la mano, Derian Campbell, décimo duque de
Wittman, permanecía absorto en sus pensamientos, con la mirada perdida en aquella llama que
estaba a punto de apagarse y que no debió prender, pues el clima de esa noche era bastante
caluroso. Sin embargo, le había servido para quemar las cartas que había guardado durante ocho
años, como si con el fuego pudiese borrar su pasado.
Odiaba Londres por todo lo que implicaba, sobre todo cuando su presencia en esa ciudad no
hacía más que recordarle lo que él tanto deseaba olvidar.
Removió la copa sin prestar atención; sus ojos seguían clavados en la pequeña llama, siendo
testigo de cómo lo único que le quedaba de humanidad se convertía en cenizas.
Apenas se sentía triste, hacía años que no sentía nada. Pasó de ser una buena persona a
convertirse en un miserable gracias a su cobardía, o más bien, por haber creído que el honor y la
respetabilidad estaban por encima de todo. Así lo habían educado, así fue como creció y así fue
como se comportó cuando su padre le comunicó —más bien le ordenó— que cumpliera con su
deber para mantener el buen nombre del apellido Campbell, tal y como habían hecho todos sus
antepasados.
Bien por su juventud o por su sentido del deber, no puso objeción a aquel mandado, el cual
cumplió como se esperaba de él sin tener en cuenta el dolor que le causaría a la persona que
implicaría en ello. No obstante, después de todos esos años, de poder retroceder y cambiar algo,
en lo referente a la elección de la mujer que había implicado dudaba que pudiese tener otra
alternativa. Sin embargo, pensándolo con retrospectiva, sí hubiese tomado otra decisión: su padre
habría sido el último duque de Wittman. El precio por ese título a él le había costado demasiado
caro. Su alma.
Echó el brandi al fuego y la llama se avivó. No así su ánimo, que continuó decaído y
angustiado por lo que esa noche tendría que hacer.
Levantó la mano en la que sostenía la invitación a la fiesta de compromiso entre el capitán
Bradley y lady Sophie Allende, en la casa de los marqueses de Stanford; otro recordatorio de que
él no le ofreció a cierta jovencita una pedida de mano.
Bajó la invitación y se percató de que desde hacía tres años el silencio, en todas sus
propiedades —que no eran pocas—, se había convertido en su mejor amigo. El tiempo exacto en
el que, como heredero, pasó de ser el vizconde Rowen al duque de Wittman.
Cerró los ojos y los apretó con fuerza; ese título era un recordatorio de lo desalmado que se
podía llegar a ser para obtenerlo y mantenerlo intacto.
Se puso en pie.
Había arruinado dos vidas por él. Ahora estaba de nuevo dispuesto a cumplir con su deber,
pero con una diferencia: en esta ocasión elegiría a la dama sin presión. Le gustase o no, quisiera o
no, le aborreciera la idea o no, su deber era tener un heredero.
Como era de esperar, los marqueses de Stanford habían invitado a toda la élite de la sociedad a
la fiesta de pedida de su hija pequeña, motivo por el que Derian se encontraba allí; era el lugar
perfecto para que las madres de jóvenes casaderas quisieran presentarle a sus hijas. Pocos duques
casaderos quedaban y él estaba dispuesto —o más bien obligado— a encontrar a su futura
duquesa.
De momento tan solo tres jóvenes habían despertado un mínimo de interés en él: Lady Victoria
Stewart, hija del duque de Manfford; la condesa de Aberdeen, hija de los anfitriones y gemela de
la joven que estaba celebrando su pedida de mano; y por último, la honorable Loretta Sue, cuarta
hija del barón Lynn.
Una de ellas destacaba entre las otras dos candidatas, lady Victoria, sobre todo por su belleza.
Dudaba Derian que existiera una mujer más hermosa en las islas británicas.
«Una vez la hubo para ti», se recordó.
Además, su padre también era duque y escocés, dos factores que debía tener en cuenta. Pero sin
duda alguna, lo que más le atraía de ella era esa frialdad que mostraba. Él necesitaba una mujer
fría y distante, pues dudaba que pudiese ofrecerle muchas sonrisas a la joven en un futuro, ya que
él había apartado de su vocabulario dos palabras: felicidad y amor. Y no es que las hubiese
apartado por voluntad propia; simplemente se habían esfumado como el humo o las cenizas que se
lleva el viento.
«Porque no supiste negarte», se reprendió.
—Os advierto que mi padre ya tiene planes para mi hermana Victoria —le informó el marqués
de Frotell al ver el interés que mostraba en la joven, mirándola con tanta intensidad.
Derian ladeó la cabeza y miró al marqués sin mostrar arrepentimiento ni vergüenza por haber
sido pillado.
—Tengo entendido que todavía no ha habido una petición oficial por parte de ningún caballero
—respondió él intentando obtener mayor información. Era posible que estuviese equivocado, ya
que él no tenía por costumbre codearse con la alta sociedad, ni alta ni baja; llanamente vivía en
Escocia apartado de todos. Lugar que adoraba y del que no hubiese salido de no ser por la
imperiosa necesidad de buscar una esposa con la que tener cuanto antes un heredero.
El marqués de Frotell asintió lentamente con la cabeza al tiempo que fijaba en él sus ojos color
ámbar, el mismo tono que lucía su hermana y que tanto había llamado la atención al duque. Pocas
veces había visto un tono tan maravilloso en los ojos de alguien. Otro motivo más por el que lady
Victoria era una buena candidata, ya que no soportaría volver a tener cerca unos ojos verdes.
—Cierto —reconoció el joven marqués—. No obstante, el acompañante de mi hermana a esta
velada es el duque de Hamilton.
No hicieron falta más explicaciones para darse cuenta de que la joven pronto estaría
comprometida con otro hombre, y no uno al que él superara en rango. Por lo que, como no deseaba
perder el tiempo, pasaría a la siguiente candidata.
—El marqués de Stanford pronto recibirá mi petición oficial para cortejar a su hija —confesó
Frotell.
Aquella información a Derian le molestó. Primero, porque parecía que el marqués pudiese leer
su mente; segundo, porque no había necesidad de competir entre ellos, menos por una mujer. Él
desde luego no tenía ni tiempo, ni ganas, ni interés.
—No creo haber dicho que esté interesado en ella —comunicó, incómodo.
—No se ofenda, Wittman —se disculpó el marqués, tratándolo con afabilidad, algo que nadie
se atrevía a hacer, ya que hacía mucho tiempo que no se codeaba con alguien que él considerase
un amigo—. Pero los rumores corren desde que anunciaron su presencia.
—¿Qué rumores? —se interesó, aunque estaba seguro de la respuesta.
—Está buscando una futura duquesa —sentenció el marqués.
Wittman no pensaba afirmar tal sospecha, pero tampoco pretendía desmentirla.
—¿Acaso no es lo que hacen todos los hombres en las fiestas?
Benedick lo miró fijamente.
El duque observó que, a pesar de no mostrar una sonrisa, los ojos del marqués mostraban
diversión.
—Exacto —respondió conciso—. De ahí que le haya hecho partícipe de mi interés por lady
Abby.
Derian no pudo más que sonreír con tristeza; ese joven no era un enemigo, era todavía un
muchacho con ilusiones, algo que él había perdido hacía mucho tiempo.
«El mismo día que ella te miró con rencor».
Volvió su cabeza hacia la pista de baile recordándose que tan solo tenía treinta años, pese a
que se sintiese por dentro tan cansado y derrotado como un octogenario.
—El título que ostento es superior al escándalo, ¿verdad? —dijo casi sin voz, frotándose la
barba que cubría su rostro, aunque lo cierto es que más que una pregunta fue un pensamiento en
voz alta.
El marqués, tras escuchar aquella frase, se sintió, de una manera inexplicable, unido al duque.
Era extraño, pues él no solía gozar de amistades sinceras. Sin embargo, algo le decía que acababa
de encontrar un amigo. Un buen amigo.
—Cualquier escándalo queda relegado ante el anhelo de cualquier madre con tal de ver a su
hija convertida en duquesa —aseguró el marqués, pues dos palabras definían la vida entre los
nobles: poder y apariencia.
Wittman sintió aprecio sincero por el marqués.
Volvió a mirarlo a los ojos.
—¿Alguna dama más por la que estés interesado? —preguntó, y con esa frase y el tuteo acabó
de brindarle su amistad al marqués.
—En absoluto —respondió contento—. Ahora es mi turno de averiguar a qué dama no debo
acercarme.
El duque mostró empatía por el marqués.
—La honorable Loretta Sue.
—Buena elección —reconoció el marqués, satisfecho, pues sin duda en ese mismo instante
sintió que por fin tendría un amigo de verdad, no uno que lo buscase por interés o por temor a
enemistarse con su padre, sino porque libremente así lo habían decidido Wittman y él.
Unas horas más tarde, el duque de Wittman regresaba a su casa sin la alegría ni la satisfacción
que cualquier otro hombre habría mostrado tras haber triunfado en su propósito de encontrar a su
futura duquesa.
«Porque ya la encontraste una vez». Negó con la cabeza, en un vano intento de alejar aquel
pensamiento.
Subió hasta su alcoba sin demorarse y se desnudó sin la ayuda de nadie, pues había dado la
noche libre a todo el personal. No quería tener a nadie cerca porque no estaba seguro de poder
comportarse como un hombre civilizado.
Se miró ante el espejo, con tan solo las calzas. Lo que vio reflejado era todo lo contrario de lo
que esperaba encontrar. Puede que llevase tiempo desmotivado, sin sueños y sin alegría, pero una
parte de él, la que esperaba al menos que todavía estuviese escondida en su interior, esa noche
debería haber sacado a la luz una brizna de esperanza…
«Ella se la llevó».
Sus ojos azul cobalto se ennegrecieron por la rabia y la frustración.
Nada tenían que ver esos ojos con los que ocho años atrás, en esa misma posición, se
iluminaron con tanto fulgor que hubiese sido capaz de alumbrar la estancia entera sin necesidad de
velas.
«Porque la conociste a ella».
Aquel recuerdo lo encendió por completo.
Hizo un barrido con la mano y tiró al suelo todo cuanto tenía en el tocador, incluidos los
utensilios para su afeitado que su ayuda de cámara había dejado preparados para la mañana
siguiente.
Cerró el puño y golpeó su reflejo en el espejo partiéndolo en mil pedazos.
A pesar de los cortes que se hizo en los nudillos, no sintió dolor físico, pues el dolor interno
era mil veces peor.
Capítulo 2
Berkshire, 1808
Darline Thorpe era una muchacha dicharachera, romántica, soñadora y muy agraciada. Su objetivo
en la vida era ser feliz, pues, a pesar de los duros golpes que la vida le había propinado, había
conseguido superarlos todos, siempre con una gran sonrisa y un espíritu afable que conseguía
contagiar y encandilar a todos cuantos la rodeaban.
Faltaba menos de un mes para que cumpliese los diecisiete años y, por ende, ser presentada en
sociedad, un acontecimiento que traería por la calle de la amargura al baronet Artin, su tutor legal
hasta que ella alcanzase la mayoría de edad o se casara, como bien habían estipulado los padres
de la joven Darline en su testamento, diez años atrás, cuando un incendio acabó con la vida del
caballero Thorpe y la de su esposa, convirtiendo a la niña en huérfana y futura heredera, bajo la
tutela del mejor amigo del padre.
Consciente de que estaba en manos de Darline engendrar en un futuro no muy lejano al heredero
del título británico más ancestro, atrayendo así a todos aquellos que quisieran escalar en la
jerarquía social, era para echarse a temblar. Su sobrina iba a ser asediada por la mayoría de los
hombres que había dispuestos a casarse. Ojalá no dependiera de ella ese título, así reduciría la
lista de candidatos, ya que él deseaba que la joven se casase por amor, y ese título que colgaba en
sus hombros era su enemigo. Tendría que andar con ojo avizor con los pretendientes, saber
distinguir entre los que de verdad se interesaban en ella de los que, por el contrario, deseaban ser
reconocidos como los padres del conde de Erian.
Durante todo ese tiempo Darline se había criado en un ambiente apacible, lleno de cariño,
junto a los dos hijos del baronet, pues la esposa de Artin era una buena mujer que la había acogido
como a una hija propia.
—Tío, no me tome por una desagradecida —se disculpó la joven—. Pero soy una muchacha de
campo —informó, pues nunca había salido de la comarca de Berkshire—. ¿Cómo voy a ir a
Londres para ser presentada en sociedad?
No podía imaginar que el baronet y su esposa hubiesen tomado una decisión tan descabellada.
El baronet pensaba lo mismo, más que nada porque la belleza de la joven atraería a cualquier
caballero, por desgracia no solo a los apropiados, y eso suponía una gran preocupación. El porte
de la joven siempre había sido admirado desde pequeña. Sus ojos verdes llenos de vida, su
cabello rubio como los rayos del sol en días de verano, su palidez, sin pecas siquiera que
estropeasen su inmaculada piel...
Incluso aquellos que no conocían su procedencia, al instante reconocían en ella a una dama, ya
que había heredado todos los rasgos de su madre, una noble descendiente de un gran linaje de
condes. Aquel cuello largo y su porte de huesos finos eran muy típicos de los aristócratas. Darline
lo era.
La mujer del baronet sonrió con cariño.
—Mi querida niña —habló afectuosa—. Tu padre era un caballero, tu madre la hija de un
conde —indicó, recordándole sus orígenes—. Debutarás la próxima temporada como corresponde
a cualquier muchacha de tu misma posición.
Los ojos verdes de Darline se agrandaron.
—¡En Londres! —se expresó aturdida.
La mujer amplió la sonrisa.
El baronet, por el contrario, apretó los labios; él tampoco se mostraba participativo con la
resolución que su esposa había tomado con respecto al futuro de Darline. Es más, le hubiese
encantado casar a uno de sus dos hijos con la muchacha, pero, al parecer, era impensable tanto por
parte de ellos como de ella, pues se consideraban hermanos.
—La semana que viene viajaremos a Londres, hay mucho que hacer para que el día de tu debut
sea especial —soñó la mujer del baronet, pues como toda madre deseaba que ese momento tan
especial en la vida de su hija saliese bien.
Darline miró a su tío Norton, él posiblemente era su único aliado para hacer desistir a la tía
Renee, ya que no le gustaba nada Londres; bien lo sabía porque sus primos Godric y Brice, desde
que se habían mudado allí para cursar sus estudios en la universidad, habían insistido infinidad de
veces en que los visitara.
Renee intuyó el temor de la muchacha.
—No debes temer nada, mi querida niña —la tranquilizó con voz serena—. Las jóvenes que
debutarán junto a ti han recibido la misma educación que tú.
Darline se rindió. Notaba a su tía tan animada y deseosa de cumplir el sueño de cualquier
madre... Y aunque ella no llevase su misma sangre, esa mujer la trataba como tal.
También tenía razón en su afirmación. El tío Norton había contratado a las mejores institutrices
y a profesores con intachables referencias para impartirles la mejor educación tanto a sus hijos
como a ella.
Sabía que ese día llegaría, incluso lo había anhelado, solo que no esperaba que tuviese que ser
en Londres; ella había albergado la posibilidad de hacerlo en la comarca, como otras tantas
jóvenes que habían debutado con anterioridad. Claro que, se había olvidado por completo de que
su madre había sido hija de un conde y, por tanto, todos esperaban que ella debutara como se
esperaba de alguien que provenía de tan alto rango social.
Además, no podía olvidar que el título de conde de Erian estaría en suspenso hasta que ella
diese a luz a su próximo heredero, pues no había ningún familiar varón vivo que lo pudiese
ostentar.
Al salir de su ensimismamiento advirtió los ojos inquietos de su tía esperando ver en ella una
reacción que la animara a continuar.
No podía quitarle ese deseo acuciante, pues conocía la tristeza de la mujer; la única niña que
engendró nació muerta y, tras ese complicado parto, no pudo tener más hijos y su sueño de tener
una hija se esfumó.
—Será divertido —vaticinó Darline con una gran sonrisa, consciente de que su tía sería muy
feliz con todos aquellos preparativos que ya tenía en mente desde hacía tiempo.
No se equivocaba, pues Renee dio un par de palmaditas y se acercó a abrazar a la muchacha.
—Vas a ser la debutante más bonita —argumentó la mujer con los ojos cerrados—. Tu
caballero soñado caerá rendido a tus pies.
Darline no pudo evitar reír, pues al escuchar aquella frase el baronet había bufado en señal de
protesta.
Claro que, algo dentro de ella se removió, pues desde pequeña había hecho partícipe a tía
Renee de sus deseos de encontrar a su caballero ideal, el que la amara por encima de todo, ya que
ella quería casarse por amor.
—Enviaré aviso a nuestros hijos informándoles de nuestra llegada a Londres dentro de una
semana —dijo el baronet.
Renee soltó a la muchacha y se alejó de la sala para ordenar a sus sirvientes que alistasen los
equipajes; nada impediría que se retrasaran un día más de lo debido.
El baronet miró a Darline.
—¿Te das cuenta, querida muchacha, de que hemos despertado a la fiera? —preguntó
bromeando, aunque, en lugar de sonar a chanza, más bien se trató de una afirmación.
Darline volvió a reír, contagiando a su tío.
—Dudo que estuviese tan nerviosa el día de su debut —se pronunció el baronet con nostalgia
—. Aunque te aseguro que conseguirá que ese día tú tengas el mismo éxito que tuvo ella.
La muchacha ensanchó su sonrisa, agradeciendo a la vida haber puesto en su camino a los
Artin.
—¿Quiere decir que me casaré con un hombre como usted? —bromeó ella intentando aparentar
estar asustada ante tal avenencia. Aunque sería un milagro más que agradecer a Dios si eso
ocurriera.
El baronet continuó la burla de la joven haciéndose el ofendido.
—Pensar que exista hombre tan caballeroso como yo es insultante.
Ella apretó los labios para no reír.
—Perdonad mi insinuación —fingió estar disculpándose—. Tenéis razón —afirmó—. De
existir muchos hombres como usted, me temo, tío, que la natalidad en Inglaterra descendería —se
mofó abiertamente—, pues tía Renee dice que cada día es más insufrible vivir con vos.
El hombre agrandó los ojos.
Ella hizo una mueca dando a entender que no eran sus palabras sino las de su tía.
Como ambos sabían que Renee tenía tendencia a dramatizar cuando aseguraba que Norton se
estaba convirtiendo en un viejo cascarrabias, se rieron al unísono.
—Pequeña deslenguada —la acusó con cariño—. Te aconsejo que esos comentarios no los
divulgues en voz alta, pues dudo que a muchos caballeros les guste escucharlos.
Ella se encogió de hombros.
—No importa cuánto diga, tío Norton —comentó alegre—, pues mi belleza los hará caer a mis
pies. Dudo que desde el suelo escuchen mis palabras.
Volvieron a reírse, ya que Renee siempre aseguraba que los caballeros caerían rendidos a sus
pies; una afirmación que corroboraba en repetidas ocasiones para mortificar a su esposo.
—Mejor que caigan solos, así me evitarán tener que derrotarlos yo.
Darline no podía dejar de reír, sin duda su tío se tomaba muy a pecho el hecho de tener que
ahuyentar a los hombres que quisieran aproximarse a ella.
No pudo más que acercarse y darle un beso en la mejilla con gratitud y cariño.
En cuanto la joven salió de la sala, el baronet, con una sonrisa en los labios, se sentó en su
butacón favorito.
Le gustase o no reconocerlo, la niña había crecido y pronto dejaría de compartir con ellos el
mismo techo.
Miró hacia la ventana y buscó con los ojos el cielo.
—Gracias, amigo, por traer la felicidad a mi casa —dijo agradeciendo en voz alta al padre de
Darline que le hubiese elegido a él como tutor, pues la llegada de la pequeña ahuyentó los días de
tristeza que durante un año habían vivido su esposa y él tras perder a la niña que con tanto amor
ellos deseaban haber podido ver crecer.
Capítulo 3
Londres, 1816
Un mes después.
El marqués de Frotell entraba por la puerta principal de Wittman House, residencia del duque de
Wittman en Londres.
Entregó sus guantes y el sombrero al lacayo de librea nada más entrar.
Sin esperar a ser anunciado, fue directo a la sala naranja, la que su amigo Derian utilizaba cada
mañana para desayunar.
—Lady Abby se va a casar con el duque de Hamilton —anunció sin haber saludado siquiera.
Derian levantó su ceja negra haciendo a un lado el plato que tenía delante; se le acababa de
quitar el apetito.
—Por eso no te ha respondido el marqués —dijo el duque, confirmando lo que llevaban días
preguntándose los dos: por qué el marqués de Stanford no había dado una respuesta en firme a la
petición de Benedick de desposarse con su hija.
Frotell tomó asiento justo enfrente del duque. Inmediatamente, un sirviente puso ante él una
taza, un plato y cubiertos, por si quería acompañar a su señor en el desayuno.
El joven ya había desayunado, pero se sirvió té; nunca estaba de más una taza para templar el
ánimo.
El duque hizo una seña con la cabeza para que los dejasen a solas.
Los sirvientes desaparecieron de inmediato.
—¿Estás bien? —se interesó por el marqués.
Benedick asintió lentamente con la cabeza.
Wittman lo observó con detenimiento. Su amigo tenía por costumbre ocultar sus verdaderas
emociones, algo que él conocía muy bien, pues había aprendido a hacerlo cada vez que se
encontraba cerca de la única mujer que era capaz de quitarle el aliento, el pensamiento e incluso
la razón.
«La misma que te robó el alma y nunca te perdonó».
Tragó con dificultad ante aquel recuerdo.
—Sí —afirmó Frotell—. No debí precipitarme, en el fondo sabía que ella estaba enamorada de
Hamilton.
—Si lo sabías, ¿por qué razón pediste su mano? —indagó, un tanto confuso.
—Lady Abby me gustó nada más conocerla —confesó sin vergüenza alguna por la explicación
—. No de una forma apasionada o romántica, pero sí me llamó la atención; es una muchacha
divertida. Me pareció una buena candidata para convertirse en mi marquesa —vaticinó—. Sé que
nuestra relación hubiese sido muy amigable.
Derian asintió con la cabeza, comprendía perfectamente lo que trataba de decir.
—Un requisito importante si no esperas amor en la relación —reconoció con sinceridad el
duque.
«Tú podías haber tenido ambas cosas con ella», se mortificó una vez más al pensar en el
pasado.
Frotell notó la triste mirada que apareció en los ojos cobalto de su amigo.
Él conocía la historia, o parte de ella; por lo menos la que a él le parecía la más amarga: la del
escándalo.
—Mi padre parece que ya ha decidido quién será el próximo candidato para Victoria —llamó
la atención de su amigo, con la esperanza de alejar aquellos pensamientos que siempre parecían
ocupar la mente del duque.
—Y bien, ¿quién será el afortunado?
—El conde de Stanton.
—Sabia elección —imitó el duque a Frotell, pues esas fueron sus palabras un mes antes,
aunque con un tono un tanto áspero. Siempre que se nombraba al conde Connor de Stanton se
tensaba.
Benedick sonrió, algo que gustaba al duque, pues había observado que solo lo hacía cuando
estaban a solas, lo que significaba que en su compañía se sentía cómodo.
—Será mi padre quien se encargue de ello —dijo antes de dar un sorbo—. Hasta hace poco el
conde no estaba disponible.
—¿Por qué?
—Cortejaba a la mujer del capitán Bradley.
Derian frunció el ceño.
Al marqués se le ocurrió de pronto una idea.
—Ahora mi hermana está disponible —pronunció con ensoñación—. Estoy convencido de que
a mi padre no le importará que tú quieras cortejarla.
El duque también estaba convencido de ello, pero apreciaba demasiado a Frotell, por lo que no
estaba dispuesto a perder la única amistad que tenía, ya que había perdido a todos los amigos de
su infancia y juventud.
«Porque te convertiste en un ser amargado».
—Ya tomé una decisión —adujo—. Aunque respeto y admiro a tu hermana Victoria, será
Loretta mi futura esposa.
Benedick apretó los labios.
—Lástima —se entristeció—. Me hubiese gustado tenerte como hermano.
Derian notó la sinceridad en su voz.
—Confórmate con tenerme como amigo —dijo sin burla en su voz—. Créeme, como hermano
soy un completo fracaso.
Frotell se apenó al escuchar aquello, por lo que no quiso ahondar en la herida que arrastraba
Derian.
—¿Tienes pensado pedir su mano? —cambió de tema para ahuyentar los fantasmas del pasado.
—Sí, esta noche haré la petición oficial al barón.
—Estará deseoso de llevar a cabo el enlace cuanto antes —vaticinó el marqués—. Corre el
rumor de que los acreedores del barón, por su poca cabeza a la hora de apostar a las cartas, lo
están presionando desde hace semanas.
Sí, él ya se había enterado de esas deudas. Jamás comprendería cómo un hombre ponía en
riesgo el bienestar de su familia en una casa de juego.
«Tú eres el menos apropiado para juzgar a nadie», se reprochó, pues él había actuado mil
veces peor que un jugador.
—¿Has pensado en otra candidata? —preguntó Derian, aludiendo a la futura marquesa de
Frotell.
—No.
—Mejor —reconoció en voz alta lo que pensaba—. No te precipites. Créeme, la precipitación
te puede llevar a la locura.
Benedick sonrió.
—No, amigo —negó el marqués, sonriente—. La locura está destinada para los que se
enamoran, y yo no me casaré por amor.
«Cierto, por eso me volví loco, por anteponer el honor al amor».
Aquel recuerdo le hizo estremecer, miró a Benedick y habló con el corazón:
—Si el amor te atrapa, no renuncies a él —aconsejó—. Aférrate a ese sentimiento y gozarás de
una experiencia única que te llevará a alcanzar la felicidad plena.
El joven marqués, a sus veintitrés años, con un padre que jamás mostró cariño, dudaba que eso
pudiese suceder. Aun así, aceptó el consejo.
—Si eso sucede, te pediré consejo.
Derian sonrió con tristeza.
Pedirle consejo a él, al mismo hombre que había destrozado cualquier resquicio de felicidad...
Ya nunca volvería a ser igual.
«Porque vendiste tu alma al diablo y ella ya no está».
Capítulo 4
Escocia, 1808
Inverness.
Derian Campbell se reía junto a sus amigos mientras escuchaba las anécdotas que aquellos dos
pícaros narraban con tanta naturalidad sobre sus conquistas en Inglaterra.
Él odiaba Londres tanto como sus amigos la adoraban. Jamás comprendería por qué les
encantaba aquella bulliciosa y sucia ciudad, pudiendo disfrutar de la naturaleza y el remanso de
paz de la localidad en la que vivían.
Quizá su elevado sentido de la responsabilidad o su animosidad por los ingleses fuese lo que
tanto le hacía detestar todo lo que a sus amigos les encantaba disfrutar.
Siempre había sido responsable y honesto. A su parecer, había intentado ser el hijo perfecto
que cualquier duque desearía tener como heredero.
Jamás salió de su boca una queja en cuanto a su estricta educación, como tampoco había puesto
en riesgo su reputación. Incluso en lo referente a buscar mujeres con las que gozar había sido muy
cuidadoso en todos los sentidos. No solo buscaba lugares apartados donde relacionarse, sino que
siempre usaba unas fundas francesas para que no pudiesen reclamarle una paternidad que no fuese
cierta.
Una nota urgente escrita por su padre, que le hizo llegar a Derian a través de un sirviente de
Sheena Road, la casa palaciega de la familia Campbell, lo preocupó.
Se despidió de sus amigos y regresó sin demora a la casa.
Tras cerrar la puerta del despacho, donde su padre lo estaba esperando, mantuvo una
conversación que cambiaría el rumbo de su vida. Fue tal el impacto, que se quedó por un instante
anonadado.
—Un hombre debe cumplir con sus obligaciones —repitió por cuarta vez el noveno duque de
Wittman—. La respetabilidad y descendencia de nuestro apellido está en tus manos —aseguró—.
Todo duque necesita un heredero. Si en un mes no estás casado, te desheredaré.
Así de contundente fue su orden.
Derian no podía comprender cómo habían llegado a eso. Más, cuando él había sido durante sus
veintidós años un hijo ejemplar.
Sin embargo, la orden de su padre fue clara y concisa. Por ello se vio obligado a acatar una vez
más la voluntad del duque, ya que tal y como había expuesto en aquella conversación, hasta que él
muriera tenía el poder de decidir qué debían hacer los demás.
Podía negarse, estaba esa posibilidad, pero qué sería de él, o más bien, quién sería una vez lo
desterrase; había nacido y lo habían criado para algún día convertirse en duque. Era todo cuanto
le habían enseñado a ser.
Meditó aquella orden y, pensando en su futuro, aceptó.
Dos semanas y media después estaba en Londres maldiciéndose por dentro, pues estar allí solo
significaba una cosa: tenía que buscar una esposa.
Había tenido tiempo para pensar en la clase de mujer que quería tener a su lado.
Bueno, en realidad no quería tener a ninguna, pues se consideraba demasiado joven como para
querer pasar por un altar.
«Tú no pasarás por uno», se recordó, pues su padre le había dado de plazo un mes. ¡Un mes!
Eso significaba que había viajado hasta allí con una licencia especial en el equipaje, como si
llevar aquello encima fuese de lo más normal.
Negó con la cabeza, era mejor no seguir pensando en ello. Lo único que tenía que hacer era
encontrar una debutante de carácter débil. Sí, eso era lo mejor, pese a que a él le gustasen las
damas con personalidad; estaba cansado de aquellas mujeres que adulaban a su padre y con las
que no se podía mantener una conversación.
Otro requisito era que no le atrajese en demasía, pues, aunque su padre hubiese hecho planes,
él también tenía los suyos; la invitaría a retirarse a una casa en el campo en cuanto diese a luz.
Definitivamente, él no pensaba estar atado eternamente a esa mujer. No, eso no era posible. Se
casaría con ella, sí; sabía que estaría atado, solo que vivirían vidas separadas. Y tendría que ser
así porque alguien de su posición no pedía el divorcio, eso estaba descartado.
Uno de sus amigos le golpeó en el hombro, sacándolo de su letargo, pues ya habían llegado a su
destino: Almack´s.
Bajaron los tres del carruaje.
—¿Estás seguro de querer pasar la noche aquí en vez de irnos a buscar otro tipo de diversión?
—se interesó Eduard, barón Vista, aludiendo a lugares frecuentados por meretrices.
Derian ocultó su sonrisa, pues él también deseaba conocer los lugares que sus dos amigos
solían frecuentar. Sin embargo, tenía un deber y en los prostíbulos, incluso en los más elegantes,
no se encontraba una futura esposa.
El baronet Serton miró de hito en hito a sus dos amigos.
—Tengo curiosidad —mintió Derian—. Quiero ver cómo son estos bailes, dentro de un año mi
padre querrá que acompañe a mi hermana.
Sus amigos no pusieron en duda su respuesta, por lo que entraron sin más.
Llevaba allí más de una hora y no había sacado nada en claro; no había ninguna muchacha que
pudiese encajar en lo que él andaba buscando.
«Porque no estás buscando nada», se dijo.
Era cierto, se sentía tan amargado con la idea de tener que tomar a alguna de esas jóvenes
como esposa, que apenas podía concentrarse en nada…
Hasta que la vio.
Allí, en un lateral de la sala.
Sus ojos se clavaron en la joven más bonita que había visto nunca.
Por un momento sintió que le faltaba el aire.
Su corazón se agitó con violencia, algo extraño, pues no había realizado ejercicio alguno como
para tener aquella alteración.
Su garganta se contrajo, apenas podía tragar con normalidad.
Y sus ojos se quedaron atrapados, sin obedecer, ya que no querían desviarse de aquella…
Diosa.
Era imposible que un hombre no quedase prendado nada más verla, todo en ella llamaba la
atención, o eso fue lo que a Derian le pareció, ya que la joven era de las pocas muchachas que no
llevaba un vestido llamativo o escote pronunciado. Todo lo contrario, aquel vestido con mangas
de farol de color blanco y con ribetes en azul cobalto, idéntico a los ojos de él, no era de corte
seductor; más bien todo lo contrario, era muy recatado. Incluso el escote no dejaba ver lo que
escondía aquella tela. Pero Derian no necesitaba verlo, estaba convencido de que sería un busto
perfecto. Tanto como el angelical rostro sonriente que acompañaba a aquel cuerpo delicado.
Y sus ojos, aquel tono verde agua cristalina que incitaba a navegar...
Ese pensamiento le hizo desear navegar entre aquellas piernas que seguramente serían tan
pálidas y suaves como mostraba el resto de su piel.
¡Y ese cuello! Tan largo y definido que provocaba a ser lamido en toda su longitud.
Tragó con dificultad.
Definitivamente, Derian había olvidado por completo que estaba allí para cumplir con su
deber. Esa joven lo había hechizado de tal manera que no tenía pensamientos más que para ella, o
más bien, con ella.
El pesar que lo había embargado durante días había desaparecido, como si nada hubiese
sucedido. Poco importaba la orden de su padre, pues desde ese mismo instante él no tenía nada
más que hacer, excepto contemplar y, a ser posible, conocer a esa mujer.
—Rowen… Rowen… —lo llamó el baronet Serton por tercera vez—. Rowen.
—¿Sí? —respondió, aturdido, sin quitar ojo a su diosa.
—Permíteme presentarte a la señorita Hook.
Al ver que él no le prestaba atención le dio un codazo en el costado.
Derian por fin reaccionó.
—Pero, ¿qué haces? —se expresó molesto por el golpe.
Apenas había terminado de quejarse cuando observó que su amigo iba acompañado de una
joven.
La sonrisa mal disimulada de ella fue suficiente para saber que él había estado ensimismado.
—Disculpad —se excusó ante la muchacha—. Estaba distraído.
—No os preocupéis —concedió Beatrice.
Se hicieron las presentaciones oportunas y, justo en ese momento, el conde de Oxford se acercó
hasta ellos.
—Beatrice —pronunció autoritario—. Recuerdo que fui muy tajante a la hora de exigir que no
bailases con nadie más que conmigo.
Derian y el baronet se sorprendieron ante la falta de tacto de aquel hombre delante de la joven.
—No he bailado con nadie —se defendió la muchacha.
El baronet intercedió:
—Disculpad a la señorita Hook —la defendió—. Fui yo quien insistió en presentarle a mi
amigo, el vizconde Rowen.
El conde de Oxford miró a Derian con intensidad.
—Si estáis interesado en buscar una esposa —advirtió—, debéis saber que la señorita Hook y
yo ya estamos prometidos.
Beatrice se sonrojó; no había sido un comentario muy atinado por parte de Oxford.
Derian no perdió su buen humor, era algo que le caracterizaba desde pequeño.
—Ah, mi más sentida enhorabuena, señorita Hook —felicitó sonriente a Beatrice.
La joven le respondió con una sonrisa.
Al conde no parecía agradarle la compañía de Serton y Rowen, por lo que la muchacha decidió
poner fin a aquel encuentro que estaba molestando a su prometido, aunque, a su parecer fuese
ilógico, pues se habían comportado como auténticos caballeros.
—Sir Serton, ha sido un placer coincidir de nuevo con usted —se despidió y, al ver que el
conde había fruncido el ceño al escuchar aquella frase, añadió—: Transmitiré a mi hermano su
mensaje —aseguró para que Oxford supiese que el baronet y su hermano Leighton se conocían—.
Se alegrará de tener noticias de un viejo amigo.
El baronet sonrió e inclinó la cabeza como despedida.
En cuanto se alejaron Beatrice y su prometido, el baronet se expresó en voz alta.
—¡Es un necio!
Derian pensó lo mismo, aquel hombre no tenía modales y se comportaba como un auténtico
insolente.
«Y luego piensan que los escoceses somos salvajes», se dijo para sí.
Se dio la vuelta para buscar a su diosa y no la encontró.
Alargó el cuello, incluso se puso de puntillas con tal de localizarla entre la multitud, pero fue
inútil.
—¿Buscas a alguien? —se interesó el baronet, pues su comportamiento no era propio de él.
«A la muchacha más bonita que jamás has contemplado», pensó, aunque respondió:
—No.
El baronet no creyó su respuesta. No obstante, dejó de indagar.
—Voy a buscar algo de beber, estoy sediento.
Derian no prestó atención a lo que le decía, seguía buscando a la rubia que lo había hechizado.
No era un hombre bajo, aunque tampoco muy alto. A su estatura de metro setenta y tres él deseó
haberle podido añadir un palmo más; así tendría más posibilidades de localizar a la joven entre
todas las personas que en ese momento estaban en medio de la sala bailando.
Agobiado por haberla perdido de vista, se dirigió hacia uno de los balcones; allí hacía
demasiado calor y él estaba acostumbrado a lugares más gélidos.
La balconada estaba concurrida, parecía que no era el único que se había sentido asfixiado.
Su amigo, el barón Vista, también estaba allí.
—En cuanto localice a Serton nos marchamos —sentenció Eduard—. Este lugar está repleto de
dragones con varias cabezas —farfulló refiriéndose a las madres de las jóvenes casaderas.
Derian sonrió de medio lado. Comprendía que estuviese agobiado, a él también le resultaba
molesto que todas aquellas damas se mostrasen tan solícitas a la hora de presentarle a sus hijas.
Claro que, él había acudido con esa intención, ¿no?
—Voy a buscarlo —dijo el barón, esperanzado, con tal de marcharse cuanto antes de allí—.
Ten cuidado con las debutantes, son murciélagos en busca de su víctima —advirtió, haciendo
alusión a que las jovencitas eran como animales nocturnos en busca de su presa, en concreto un
marido.
Nada más terminar la frase, abandonó el balcón con celeridad.
Derian se quedó allí sin haber podido rebatir aquella afirmación. Claro que, él pensaba lo
mismo y precisamente por eso estaba allí, porque necesitaba a una debutante cuanto antes.
El sonido melodioso de una risa justo detrás de él llamó su atención.
Había alguien semiescondido en la parte más oscura de la balconada.
—¿Estáis espiando? —preguntó, molesto porque aquella persona no saliese de su escondite y
hubiese escuchado el comentario de su amigo.
—No, más bien estoy en mi hábitat —respondió una voz dulce de mujer.
La respuesta hizo sonreír a Derian.
—Mostraos —ordenó.
—¿Con o sin alas? —bromeó la joven que continuaba agazapada en la oscuridad.
Los labios de Derian se ensancharon; fuera quien fuere la muchacha, debía admitir que tenía un
gran sentido del humor.
No tuvo que insistir, pues la joven dio un paso hacia él, quedando iluminada por un halo de luz
que procedía de las cuantiosas velas que centelleaban en el salón interior.
«¡La diosa!», pensó con júbilo.
Una vez más, aquella muchachita lo dejó aturdido, incluso más que antes, pues ahora la tenía a
dos palmos y podía recrear su mirada en tanta belleza.
—¿Quién sois? —preguntó.
Ambos sabían que no era correcto entablar conversación sin haber sido debidamente
presentados, pero parecía que a ninguno de los dos les importase saltarse el protocolo.
—Según vuestro amigo, un murciélago —bromeó—. Aunque normalmente y por costumbre,
cuando se refieren a mí suelen hacerlo como debutante.
Derian no pudo evitar reír; ella era tan encantadora, tan alegre, tan… perfecta.
Darline se quedó maravillada ante el hombre que tenía delante. El sentido del humor de aquel
caballero la hechizó, o más bien fue aquella risa tan agradable...
«Mentirosa», se dijo, pues no era solo la alegría que él mostraba, sino todo él. No había
podido evitar observarlo con admiración mientras permanecía escondida. Había despertado en
ella mucha curiosidad, pues nadie se lo había presentado y era con diferencia el hombre más
guapo que había conocido nunca.
Tenía la estatura perfecta, ya que ella medía un metro sesenta y cinco. Su cabello negro fue lo
que más le llamó la atención, pues pocas veces un hombre tenía el pelo tan liso, sin una mínima
ondulación; eso le gustó. Y cuando pudo ver el color de sus ojos, de un cobalto oscuro tan… tan…
tan perfecto, sintió que el estómago se le removía. Desde luego, su tía Renee tenía razón cuando
decía: «El día que encuentres a tu caballero notarás mariposas en el estómago». Pues ella las
tenía, y debían de ser cientos porque no cesaban de revolotear.
—Si hoy ha sido vuestro debut —quiso Derian averiguar más cosas de ella—, debo felicitaros.
Darline hizo una mueca cómica.
—No podéis hablar en serio —comunicó burlesca, como si entre ellos hubiese una relación tan
estrecha que no le importase sincerarse con él—. Créame, no hay nada más espeluznante que
convertirse en debutante —admitió en voz alta lo que sentía sin ambages—. Ser presentada con el
fin de llamar la atención de algún caballero… —Se quedó callada, muy avergonzada, porque no
era propio de una dama comentar esas cosas en voz alta.
Derian observó su sonrojo y pensó que aquel carmesí en su piel todavía la convertía en una
diosa más inalcanzable.
—Podéis estar tranquila —aseguró Derian, sonriente—. Dudo que ningún hombre que haya
acudido a esta fiesta no se haya fijado en usted.
El sonrojo de Darline se intensificó.
—Vuestra afirmación alegrará mucho a mi tía —reconoció la joven.
—¿De veras? —indagó él. Quería conocer más cosas sobre ella, lo quería saber todo.
Darline asintió con la cabeza.
—Lleva años diciendo que el día de mi debut encontraré a mi caballero perfecto.
Él sintió un latigazo. No sabía por qué, pero la sola idea de que lo hubiese encontrado le
molestó.
—¿Ha sido así?
Ella se mordió el labio inferior con inocencia, sin saber si debía responder. Aunque no iba a
mentirse a sí misma, con el hombre que tenía delante se sentía tan a gusto que no lo dudó por
mucho tiempo.
—No —contestó sin apartar los ojos de los de él—. Porque también aseguraba que cuando lo
encontrara, él caería rendido a mis pies —dijo del tirón y se encogió de hombros—. Y le aseguro
que no ha habido un solo caballero que haya desfallecido ante mí.
Derian volvió a reírse; ella era tan genuina, tan maravillosa, tan adorable, tan…
—Comprendo.
—Si le soy sincera, casi que lo prefiero —reconoció con una gran sonrisa—. Hubiese sido
todo un escándalo que eso ocurriese, ¿no le parece?
—¿Le hubiese importado si de verdad hubiera encontrado a su caballero perfecto? —cuestionó
Derian.
Ella se quedó pensativa.
Él la observó detenidamente. Entonces la vio... Vio esa sonrisa que empezó a ensancharse en
los labios de ella, tan hipnotizadora como letal, pues él cayó rendido a sus pies, solo que
permaneció inmóvil por miedo a provocar un escándalo.
—Si fuese mi caballero perfecto, no me habría importado.
Él lo sabía, ella era una romántica.
Apretó los labios, pues él no podía ser ese caballero que ella buscaba y eso dolía; la idea
dolía porque nunca podría encontrar una mujer más perfecta para él. De eso estaba convencido,
tanto como de que odiaba la orden de su padre.
—Entonces mañana tendrá que romper muchos corazones —afirmo Derian aludiendo a todos
los hombres que mandarían su ramo e invitación para cortejarla.
Darline se intranquilizó. Con aquella observación dejaba entrever que por parte de él no
recibiría una propuesta; él no estaba interesado en ella.
—¿Y qué flores recibirá su dama? —preguntó intentando averiguar quién era la debutante
afortunada.
—¿Mi dama? —inquirió Derian.
—La joven a quien estáis interesado en cortejar.
—¿Acaso he dicho que estuviese buscando esposa?
«Lo estás, solo que tu mujer perfecta no puede ser porque nunca te perdonarías arrastrarla a
una vida para la que no estás preparado ni interesado», se recordó, pues estaba ahí para eso, para
encontrar a su futura vizcondesa, aunque él no quisiera casarse todavía.
—¿No acudimos todos a estos eventos para lo mismo? —anotó ella con una sonrisa cándida.
—Entonces reconocéis que habéis debutado con la intención de buscar un esposo —aportó
Derian, más serio de lo que había estado hasta ese momento.
—Os dije que no existía nada más espeluznante que ser una debutante —argumentó ella con
cierta prudencia—. No se trata de que yo quiera encontrar un marido —aclaró con celeridad—.
Es una obligación impuesta, por lo menos en mi caso.
La respuesta despertó la curiosidad de él.
—¿Por qué?
—Mis tíos han sido benevolentes a la hora de acceder a que sea yo quien acepte la propuesta
de matrimonio. —Se sonrojó al confesar que era una romántica que buscaba unas nupcias por
amor—. Sin embargo, me veo en la obligación de casarme sin mucha demora; un título está
pendiente del primer hijo varón que alumbre.
—¿Un título?
—El de Erian. Para ser más exactos, el conde de Erian.
Él no pudo evitar reírse.
Ella frunció el ceño, no comprendía que se lo tomase a broma.
—¿Qué os parece tan divertido? —preguntó molesta.
—Disculpad —se justificó al ver el enfado de ella—. Me pareció gracioso unir vuestro título a
mi nombre.
—¿Por qué?
—Imaginad lo repetitivo que sonaría, Derian de Erian.
Ella sonrió y se rio también.
—Tenéis razón —reconoció.
—¿Cuál es vuestro nombre? —preguntó él, acelerado, pues hasta ese instante no se lo había
preguntado. Sin embargo, ahora, por alguna razón, necesitaba saberlo sin demora, como si le fuese
la vida en ello.
—Darline.
«Un nombre que jamás olvidaré», vaticinó, «como tampoco la olvidaré a ella».
Los amigos de Derian interrumpieron.
—Rowen —llamó su atención el sir Serton.
El barón Vista se quedó mirando a Darline. Sin duda, había llamado su atención; quizá podría
posponer su partida de la fiesta un poco más.
A Derian no le pasó desapercibido aquel escrutinio de su amigo y, aunque le molestase, se vio
obligado a hacer las presentaciones.
—Serton, Vista, permitidme que os presente a…
—Lady murciélago —lo interrumpió Darline.
Derian reprimió la risa al ver que su amigo se sonrojaba, no hacía falta comentar que ella le
había escuchado.
—Aunque normalmente prefiere que se refieran a ella como una debutante —aclaró Derian.
—En realidad, milord —increpó una voz masculina por detrás de Derian—, su familia
preferimos que se dirijan a ella como corresponde, por su nombre —aclaró Brice, el primo de la
joven—. Lady Darline Thorpe, nieta del conde de Erian.
Los amigos de Derian se giraron para mirar al hombre que parecía molesto.
Darline y Derian, por el contrario, se quedaron inmóviles, mirándose los dos de una manera
muy especial, muy cómplice; tanto que se sonrieron.
El baronet Serton medió por sus amigos, ya que conocía a Brice.
—Permíteme presentarte a mis buenos amigos, Artin —presentó con afabilidad—. Estos son el
barón Vista y el vizconde Rowen, heredero del ducado de Wittman.
Aquella información hizo parpadear a Darline; no esperaba que Derian fuese un heredero de
tan alto rango, más que nada porque él se había mostrado muy amigable y cercano, algo que de
normal un futuro duque no hacía.
Se desanimó, pues a ella le hubiese gustado conocer mejor a Derian, e incluso había albergado
la posibilidad de conquistarlo.
Su mirada siempre era tan nítida, tan llena de vida y tan expresiva, que incluso Derian notó que
algo había pasado para que Darline perdiese cierto brillo o emoción en los ojos.
Si él supiera qué era lo que la había molestado, podría hacer algo, pero no se le ocurría nada,
pues su amigo tan solo los había presentado.
Lo cierto es que Darline siempre se había tomado por una mujer práctica, conocía sus
limitaciones; no era una dama apropiada para un duque. Ella no estaba familiarizada con los
grandes eventos sociales, ni tan siquiera le gustaban. Su vida era tranquila y adoraba esa quietud
propia de la gente de campo. Cuando se casara y alumbrara a un hijo, si fuese varón, se trasladaría
a las tierras de Dorsetshire, lugar al que correspondía el título de su futuro hijo, conde de Erian. Y
no iba a mentir, la idea le gustaba en demasía, pues aquellas tierras eran muy, muy tranquilas.
Mientras el primo de la joven mantenía una conversación animada con el baronet y el barón,
Derian se interesó por el estado de ánimo de ella.
—¿Os habéis molestado por algo? —se preocupó.
Darline negó con la cabeza.
—Pensaba —respondió ella sin querer mirarlo a los ojos.
—Miradme, por favor —suplicó él, pues necesitaba ver en aquellas aguas cristalinas la
verdad.
Darline lo miró.
—Algún día seréis duque —dijo ella del tirón, un tanto nerviosa—. Pensaba que deberíais
estar en el salón, bailando y conociendo a las debutantes deseosas de convertirse en duquesas.
Aquella confesión golpeó de pleno a Derian, algo le decía en su interior que ella no estaba
interesada en él.
—¿Vos no queréis ser duquesa? —musitó. No quería que los demás escuchasen su
conversación, por alguna razón deseaba que fuera algo entre los dos.
—No —así de tajante fue la respuesta.
Ella iba a darse la vuelta para alejarse de allí, pero él se lo impidió cortándole el paso.
Darline levantó la cabeza para mirarlo a los ojos.
—¿Por qué? —demandó Derian, un tanto perturbado, pues no había conocido a nadie que no
quisiera albergar tal título.
—Me he criado en el campo, milord —reconoció en voz baja, un tanto avergonzada—. A pesar
de que mis tíos me ofrecieron una esmerada educación, dudo que yo pudiese estar a la altura de lo
que se espera de una dama tan sofisticada como debe ser una duquesa. —Se quedó por un segundo
callada y concluyó—: Adoro la tranquilidad de la vida en el campo.
El corazón de Derian se aceleró con tanta virulencia que incluso le faltaba el aire al respirar.
Ella era la mujer más adecuada para él. Sin duda Darline era su dama perfecta.
Capítulo 5
Londres, 1816
Un mes después.
A pesar de tener clara la elección de la dama, Derian todavía no había pedido su mano al barón
Lynn. No obstante, ya corría el rumor por toda la ciudad de que el duque de Wittman pronto
anunciaría su futuro enlace con la honorable Loretta Sue. Una noticia que despertó mucha
curiosidad, aunque también envidias y críticas a partes iguales.
El barón Lynn cada día estaba más desesperado; la pedida de mano ayudaría a restablecer sus
cuentas, ya que por su mala cabeza había perdido la fortuna que heredó de su padre. Tan solo le
quedaba la propiedad que venía adherida al título.
Había hablado con su hija, era de vital importancia que consiguiera —de la forma que fuera—,
que el duque se pronunciara antes de que acabara el verano, pues dudaba que pudiese mantener a
raya a los prestamistas que lo perseguían.
De hecho, si no habían ido a reclamar su deuda era porque en “Los Ecos de Sociedad de
Londres” se había anunciado el futuro compromiso de su hija con el duque de Wittman, lo que
ayudó a concederle un poco de crédito y, lo más importante, tiempo.
Esa mañana había recibido el barón una nota amenazante; uno de sus acreedores ya no le
concedía más tiempo. Por ello, había insistido en hablar con su hija antes de salir de la casa para
acudir al evento más importante de la temporada: la boda del duque de Hamilton y lady Abigail
Allende.
Loretta entró en el despacho de su padre.
El barón la miró de arriba abajo con cierto desprecio.
No entendía por qué el duque no pedía la mano de su hija. Era hermosa: altura media, ojos
pardos, pelo castaño claro y delgada, como exigían los cánones de belleza del momento. Algo que
agradeció desde que era pequeña, pues contaba con esa baza para casarla con un noble de
prestigio, con dinero, que era lo que a él siempre le faltaba.
—Hoy acudiremos a una boda —comunicó el barón sin perder más tiempo—. Al final del día
espero que el duque venga a pedirme tu mano.
—¿Y si no lo hace? —se preocupó ella.
—Loretta, no te lo estoy sugiriendo —adujo con voz severa—. Te estoy advirtiendo de que si
el duque no cumple con mis expectativas, tú serás la más perjudicada.
Ella parpadeó.
—Padre…
—Sin excusas, Loretta —la amenazó—. Si quieres seguir llevando una vida llena de lujos,
tendrás que ocuparte tú misma de que nada falle.
Ella asintió despacio.
—Da gracias por que el duque esté interesado en ti —la acusó sin compasión—. Dudo que no
sepas cómo seducir a un hombre, pues, si saliera a la luz tu comportamiento libertino, nos
arruinaría a todos.
Ella bajó la cabeza.
—No muestres ahora la vergüenza que no supiste ocultar ante un… un…
—No lo diga, padre —suplicó ella, pues todo cuanto dijese del hombre que la había
deshonrado sería insuficiente para describirlo, aunque para el barón y su madre ella fuera la única
culpable.
En parte así se sentía por haberse dejado embaucar por un hombre que la había hecho sentir
especial, hasta el punto de creer en mentiras como que acabaría convirtiéndose en su esposa.
Claro que, una vez la sedujo, en cuanto le robó su virtud ese hombre desapareció. Por ello se veía
obligada a acatar cualquier voluntad de su padre; ya nada les quedaba excepto conseguir casarse
con un duque. Tan solo esperaba que él no se diera cuenta de su falta de virtud, pues el escándalo
sería aún mayor. Arrastraría a su familia con ella.
Esa era una baza a su favor; dudaba que el duque de Wittman quisiera airear algo de esa índole.
Más, cuando le perseguían los rumores de un escándalo muy similar en su pasado.
Londres, 1808
No es que Derian tuviese intención de cortejar a nadie, pues no tenía tiempo para ello, como
tampoco debería estar arreglándose para pasear por Hyde Park esa misma tarde. Sin embargo, al
llegar a su casa la noche anterior, nada más acostarse sus pensamientos fueron acaparados por una
joven de ojos verdes. Su diosa.
Ella no quería casarse con un futuro duque y él no quería casarse, punto. Por lo tanto,
consciente de que Darline nunca sería su esposa, no había nada de malo en perder un día en buena
compañía, en una ciudad que detestaba. Al menos la presencia de ella le haría olvidar por un rato
sus obligaciones.
Con ese pensamiento escribió una nota.
Mi querido murciélago:
Permitidme que os ayude en la batalla de destrozar todos los corazones de Londres. Así quedaréis excusada de
tal fatalidad, pues vuestros admiradores verán en mí al único enemigo si me concedéis el honor de ser vuestro
acompañante esta tarde.
Derian Campbell, vizconde Rowen.
Cuando la nota llegó a manos de Darline, no pudo evitar reírse, llamando así la atención de su
tía Renee.
—Me alegra verte tan contenta —aseguró—. ¿Quién es el admirador que ha conseguido tanta
dicha?
Darline se mordió el labio inferior, no quería dar falsas esperanzas a su tía. La noche anterior
había sido franca con el vizconde; además, él también pareció dar a entender que no estaba
buscando esposa todavía.
—Se trata del vizconde Rowen —comentó sin dar mayor importancia—. Anoche me lo
presentaron y mantuvimos una conversación muy divertida.
La tía escuchó atenta, e incluso se percató del brillo especial que mostró la joven al pronunciar
aquel nombre.
Puede que Darline fingiera o creyera no estar interesada en el vizconde, pero sus ojos
evidenciaban lo contrario, por lo que su tía permaneció en silencio, asintiendo de vez en cuando
con la cabeza y, sin querer o poder evitarlo, empezó a soñar con los preparativos de una boda.
—¿Os parece correcto que acepte la invitación del vizconde? —se interesó la joven, pues la
opinión de su tía era muy valiosa para ella.
—Por descontado, querida —aseguró—. No veo por qué no habrías de aceptar.
Darline se quedó pensativa. Ella sí veía unos cuantos motivos por los que no debía aceptar,
entre otros, el hecho de que no podía desposarse con un futuro duque. Además, ese hombre era
demasiado apuesto como para que a ella no le afectara estar cerca de él. Igualmente, cabía la
posibilidad de acabar enamorada de Derian.
Suspiró e intentó alejar aquellos pensamientos, pues le gustase o no, y a pesar de todos los
inconvenientes, ella estaba deseando reunirse con él. Lo que tuviese que pasar pasaría, pero por el
momento pensaba disfrutar del presente y de su compañía.
Esa tarde estaba siendo perfecta, incluso el clima acompañaba. Derian no podía evitar mirar de
soslayo a Darline, sus ojos se negaban a apartarse de ella. Si la noche anterior le había parecido
hermosa, a la luz del día todavía lo era más. Con aquel vestido verde agua, tan idéntico a sus
ojos…
—¿Qué sucede? —se interesó él al ver cómo el rostro de la joven se tensaba.
Darline dejó de caminar, se giró lentamente y se situó justo detrás de él, como si estuviese
escondiéndose de alguien.
Aquel gesto despertó mayor curiosidad en el vizconde, quien ladeó la cabeza para observar
con atención; necesitaba saber de quién se escondía Darline.
Vio a unos cuantos hombres paseando y a una pareja.
—¿Qué hacéis? ¡No miréis! —siseó ella para que nadie más la escuchara.
El reproche o, más bien, la llamada de atención de Darline, con aquel tono bajo y de
preocupación, consiguió que él fijara sus ojos en ella.
—¿De quién os escondéis? —intentó averiguar.
Darline se mordió el labio.
Él deseó mordérselo también.
—No me escondo exactamente.
Darline quiso disimular su malestar, pero fue imposible, pues Derian levantó las cejas
confirmando que no la creía.
Al ver aquel gesto, Darline suspiró. No quería mentir o, más bien, no quería mentirle a él.
—¿Conocéis al conde de Oxford?
Derian no necesitó volver a mirar a su alrededor, la pareja que paseaba cerca de ellos eran el
conde y la señorita Hook.
Como respuesta asintió con la cabeza.
—Anoche me lo presentaron... —confesó ella—. Y hubo algo en él que me…
Se quedó callada y Derian la miró con intensidad, el rostro de Darline se había demudado.
—¿Os hizo algo? —indagó, alertado, al tiempo que crecía en él un instinto de protección
inaudito.
—No, no —aclaró con celeridad—. No es eso… No os preocupéis, no fue nada, tan solo una
percepción mía —intentó restar importancia para que él se sintiera tranquilo.
—Me gustaría conocer vuestra percepción —zanjó con voz autoritaria, pues deseaba conocer
qué había causado ese temor en ella.
Darline miró de reojo para cerciorarse de que el conde estaba alejándose de ellos.
Respiró más aliviada.
—Está bien —claudicó—. Cuando nos presentaron, fue su forma de mirarme… —Se sonrojó
—. Me… yo… —titubeaba, no sabía cómo explicarse—. Me sentí violentada —sentenció.
Derian imaginó al conde devorándola con la mirada, de una manera sucia y pervertida, y se
asqueó.
—¿Se propasó?
Ella negó con la cabeza de inmediato.
—No, no… Es solo que nadie me había mirado de esa manera —se sinceró—. Hubo algo en su
mirada que me dio miedo.
Derian apretó un puño; la notaba tan desprotegida en ese momento, que le hubiese encantado
rodearla con sus brazos para tranquilizarla.
—Intentad no acercaos a él —aconsejó Derian, pues él también lo había conocido la noche
anterior y tampoco le había gustado su forma de actuar.
—Sí, no os preocupéis —dijo ella mientras bajaba la voz y se acercaba a él para que no
pudiese escucharla su doncella, que andaba muy cerca—. En realidad, dudo que él quiera volver a
hablar conmigo.
Aquella cercanía agradó a Derian, quien bajó la cabeza para poder gozar de aquel momento de
intimidad entre los dos, al tiempo que aspiraba el aroma de ella, un perfume suave y seductor.
—¿Por qué? —se interesó casi en susurros.
Ella amplió su sonrisa y él sintió que todo desaparecía a su alrededor.
—Me dijo que era un buen pescador —narró ella en voz muy baja—. Y que era muy posible
que acabase pescando fuera del agua.
Derian se indignó. Aquel majadero estaba prometido y, no contento con eso, aquella
insinuación a una debutante estaba fuera de lugar. Era inmoral.
—¿Qué respondisteis?
—Que yo me dejaría pescar por él y le querría tanto como la trucha al trucho.
Derian levantó una ceja.
—Sois consciente de que el trucho no existe, ¿verdad?
Ella pestañeó con candidez.
—Exacto —sentenció, triunfal.
Y él no pudo más que reír.
Darline era tan ingeniosa…
Sin darse cuenta, se acercó más de lo debido y, de no ser por la dama de compañía de Darline,
que carraspeó para que se separasen, la hubiese besado, pues, sin duda, junto a ella el resto del
mundo sobraba para él.
Ambos dieron un paso atrás, pero sus ojos no se separaron; al contrario, aquella mirada por
parte de los dos se intensificó. Estaban hipnotizados, sin ser conscientes de que ambos se habían
enamorado.
—Violetas —murmuró Derian.
Darline parpadeó sin comprender aquella afirmación.
Él sonrió satisfecho.
—Vuestro perfume —aclaró—. Es de violetas.
Ella le devolvió la sonrisa, encantada de que él se hubiese percatado de aquel detalle.
—Sí, son mis flores favoritas.
Y ahora también eran las de él, pues ese aroma siempre le recordaría a su diosa.
—Lady Darline —pronunció una voz muy varonil rompiendo aquella estela mágica que había
envuelto a la pareja.
Derian fue el primero en desviar la mirada, quería ponerle cara al ser más inoportuno de
Inglaterra.
Unos ojos verdes chispeantes fueron lo primero que vio, seguido del cuerpo de un hombre alto,
moreno, bien vestido y de porte elegante.
—Lord Stanton, es un placer verle —saludó la joven con una encantadora sonrisa.
—El placer es nuestro —intervino una anciana justo detrás del conde de Stanton.
Darline ensanchó la sonrisa; conocía a la tía del conde, lady Philomena, quien, como siempre,
iba acompañada por sus amigas inseparables, lady Hermione y lady Violet.
Derian no desvió la mirada, seguía observando al conde, quien parecía muy interesado en
Darline, o eso pensó él, ya que no había dejado de mirarla.
Darline, con su habitual sencillez, presentó a las ancianas y al conde a Derian. Durante unos
minutos mantuvieron una animada conversación. Claro que, para Derian no lo fue tanto, pues en
aquel coloquio se enteró de que Darline había sido invitada, dos meses atrás, a pasar un fin de
semana en Bristol House, la residencia de los padres del conde, para celebrar el aniversario de la
marquesa de Bristol, cuya amistad con la familia de Darline se remontaba a la infancia de la
marquesa, ya que desde niña fue la mejor amiga de la madre de Darline.
La imaginación de Derian voló, visionando al conde cortejando a Darline y, la verdad, a pesar
de ser un buen candidato para ella, sin duda a él no le gustó la idea.
Los observó con atención, parecía que se llevaban bien, hablaban animosamente e incluso se
sonreían sin cesar.
Entonces recordó algo. Su hermana Tabitha tenía una amiga y, por lo poco que había escuchado,
ya que pocas veces prestaba atención a cotilleos, el conde había manifestado abiertamente su
intención de cortejar a una joven que todavía no tenía edad de debutar.
Respiró algo tranquilo, aunque cuando llegase a su casa pensaba preguntarle a su hermana.
Cerró los ojos. Aquello le hizo recordar el motivo por el que estaba allí, en Londres. Poco
importaba averiguar nada sobre el conde, pues cuando regresara a su hogar lo haría con una mujer
a su lado: su esposa.
Capítulo 7
Londres, 1808
Llevaba dos semanas en Londres, inmerso en la vorágine de todas aquellas fiestas nocturnas,
buscando a la mujer que pronto luciría en su dedo anular el anillo que la convertiría en su esposa.
Pero para hacer acopio a la verdad, durante esas dos semanas poco había investigado sobre las
muchachas que le presentaban, pues él se consumía por dentro, luchando contra sus propios
demonios. Había llegado a una conclusión: no existía mujer alguna que pudiese interesarle, pues
solo había una capaz de robarle el pensamiento, tanto despierto como dormido. Darline.
Y aquel nombre le hizo sonreír, al recordar la última carta que había recibido por parte de ella.
Unas notas que se habían convertido en costumbre durante esos últimos quince días. Nada más
despertarse, incluso antes de desayunar, escribía una misiva para que se la hiciesen llegar a
primera hora. Se había convertido tanto en una adicción como en su secreto. Y esa espera hasta
que llegaba la respuesta, sin poderlo evitar lo mantenía expectante, alegre, ilusionado y, sobre
todo, vivo.
Suspiró con ensoñación, pues las notas que empezaron con simples saludos e invitaciones para
pasear se habían convertido en cartas personales donde ambos se hablaban con respeto,
admiración y cariño.
Sonó el reloj anunciando que era la hora de salir de la casa para ir a la fiesta que había
organizado la condesa de Oxford. Sin esperar un segundo más, se levantó del sillón en el que
estaba descansando, pues le había prometido a Darline que estaría allí, aunque no fuese su
acompañante oficial. Y no lo era porque, pese al dolor que le causaría tener que alejarse de
Londres, no permitiría que la joven fuese el centro de las burlas el día que él eligiese a otra dama.
Ella no merecía que creyesen que no era la adecuada para él. Sin embargo, pese al dolor que lo
embargaba por no poder acompañarla como su pretendiente, no estaba dispuesto a que su diosa se
viese desamparada en ninguna fiesta. Además, en esa ocasión era todavía más importante, pues el
hijo de la anfitriona había mostrado durante varias ocasiones cierto comportamiento inapropiado
ante la presencia de Darline y, aunque él le había insistido en que no acudiese al evento, ella, con
aflicción, le había confesado que tampoco era de su agrado aceptar la invitación, pero su tía le
había comentado que a ese evento tan solo asistían las debutantes que habían sido consideradas
más destacadas, y por ello debía aceptar con amabilidad la invitación y acudir.
Por otra parte, dudaba que el conde se comportara de forma inapropiada en su propia casa;
más, cuando faltaban pocos días para casarse con la hija del caballero Hook.
Al llegar a Oxford House, una vez más, y como cada noche desde que conoció a su diosa, se
dedicó a buscarla por toda la estancia. Como era de esperar, estaba plagada de gente. Una vez
más, se recordó que odiaba Londres. Echaba de menos la tranquilidad de su hogar.
La localizó y su corazón le sacudió con tanto furor que de nuevo su respiración se acrecentó sin
poder remediarlo. Ella siempre ejercía ese efecto en él.
Se dirigió hacia ella sin prestar atención a nada más, pues como siempre que estaba cerca de
Darline, poco le importaba lo que hubiese a su alrededor. Aunque tres pares de ojos de ciertas
ancianas sí le prestaron a él mucha atención.
—Buenas noches —saludó afable.
Darline se dio la vuelta con una sonrisa plena, la misma que recibió por parte de él.
—Buenas noches, milord —respondieron tanto Darline como la señorita Hook, que estaba
junto a ella.
—Lord Rowen, permítame presentarle a mi hermano —pidió Beatrice—. Leighton, te presento
al vizconde Rowen. Vizconde, le presento a mi hermano, Leighton Hook.
Se saludaron con una inclinación de cabeza.
—¿El hombre del día? —bromeó Derian arrancando dos tímidas sonrisas por parte de las dos
jóvenes y, por el contrario, una expresión de espanto por parte del hombre.
—¡Por favor, no lo diga! —fingió estar horrorizado, aunque se notaba cierto orgullo en su voz.
Los cuatro rieron, pues sin tener que mencionar a qué se debían aquellas risas, la pregunta del
vizconde aludía a la noticia que había sido publicada esa misma mañana en “Los Ecos de
Sociedad de Londres”, la gaceta de cotilleos más afamada de la ciudad, en la cual habían
nombrado a Leighton Hook como el caballero más notable de la temporada, ascendiéndolo al
primer puesto en la lista de cualquier madre con hija casadera.
—Debéis sentiros orgulloso —lo felicitó Darline, entre risueña e ¿interesada?
Eso tensó a Derian, pues en alguna de sus charlas vespertinas, mientras paseaban por parques
concurridos, ella había mostrado sin tapujo alguno su simpatía tanto por Beatrice como por su
hermano.
—No os diré que no me guste el lugar que me han otorgado —respondió sonriente—. Si eso no
implicara tener que ser presentado a todas las jóvenes que están interesadas en encontrar un
marido esta temporada.
Darline agradeció la honestidad del señor Hook, pues el hombre no quería ilusionar a ninguna
debutante, ya que él no estaba interesado en casarse todavía.
Y eso la conmovió, pues pocos hombres serían tan sinceros al respecto, lo que le hizo fijarse
detenidamente en él. Además de su carácter afable, poseía un encanto singular; era muy seductor.
Su elegancia, educación y sus refinados modales dejaban al descubierto que provenía de una
familia integrada en la alta esfera social. Además, su mirada marrón era muy nítida; eso atraía
como la magnetita, pues se podía descubrir bajo aquel cuerpo fuerte de hombre un alma limpia,
sin secretos que ocultar.
Beatrice también se fijó en dos cosas: una, que la joven miraba a su hermano con admiración, y
eso la agradó, pues podría convertirse en una hermana con el tiempo; y dos, el vizconde parecía
estar llegando a la misma conclusión que ella, pero la idea a él no le gustaba tanto, solo había que
ver cómo apretaba la mandíbula. Por lo tanto, si Leighton no estaba interesado en cortejar a
Darline, el vizconde no dejaría pasar la oportunidad, pues se mostraba celoso ante la idea de que
ella pudiese prestar atención a otro que no fuese él.
—¿Me concedéis vuestro primer baile? —preguntó Leighton a Darline.
Derian lamentó no haber sido más raudo.
Darline asintió con la cabeza, aunque tuvo un detalle que no pasó desapercibido a nadie; buscó
con la mirada al vizconde, como intentando disculparse y, además, buscando su aprobación.
Ese pequeño gesto, por poco que pudiese parecer, a Derian le agradó. Por lo que le sonrió
afectuoso, mostrando así que no le molestaba no ser el primero en bailar con ella, como había
hecho las noches anteriores.
Al quedarse a solas con Beatrice, Derian notó en ella cierta incomodidad, por lo que quiso ser
un caballero.
—Señorita Hook, a pesar de estar seguro de que seríais una gran pareja de baile —pronunció
amistoso—, no os pondré en tal brete.
Ella agradeció aquellas palabras, pues sabía que a su prometido no le agradaría verla danzar
con otro hombre.
Aunque lo cierto es que pensar en Albert esa noche no le hacía ningún bien, la noche anterior él
había… Tragó con dificultad al pensar en ello, no soportaba siquiera recordar aquella discusión y
todo lo que ocurrió después, cuando él la amenazó y…
Palideció y Derian se percató de ello.
—¿Os encontráis bien? —se interesó en la joven.
Ella asintió sin mucho convencimiento.
—Os traeré una limonada —se ofreció el vizconde.
—Sois muy amable —pronunció sin apenas voz—. Gracias.
Derian se alejó raudo, era vital llegar a la zona de los refrigerios, pues, sin duda alguna,
Beatrice necesitaba refrescarse.
En cuanto el vizconde desapareció de su vista, ella buscó con la mirada al causante de su
malestar. Lo encontró en medio de la sala bailando con la mujer del vicario Manil. Y como si él lo
hubiese notado, levantó la mirada y la clavó en ella.
Sintió un escalofrío.
Aguantó el tipo y le sonrió.
El conde de Oxford le devolvió la sonrisa, la que hasta un día antes había utilizado para
hechizarla, solo que en esa ocasión no la percibió como tal, sino que más bien le causó tristeza,
pues ella había estado enamorada de él y, a pesar de lo que había sucedido la noche anterior entre
ellos, seguía sintiendo cierto cariño. Sin embargo, ya no lo miraba con los ojos de enamorada que
todo lo perdona. No se podía creer que el hombre al que había subido a un altar se hubiese caído
con tanta facilidad. Igual había sido ella la culpable por haberlo idolatrado.
Cerró por un momento los ojos intentando ahuyentar aquel angustioso momento, como si así
pudiese volver a mirarlo con la adoración de siempre.
Al abrirlos, a la persona que vio fue a su madre, que estaba pletórica esa noche. Su hijo estaba
considerado uno de los mejores partidos y su hija pronto se casaría con un conde; un sueño hecho
realidad, pues Beatrice desde pequeña había escuchado los anhelos de su madre de casar a su hija
con un lord.
Esa era una buena motivación para apartar de su mente aquel mal recuerdo. Además, pronto
sería la esposa de Albert, faltaban cinco días exactos para convertirse en lady Oxford. Lo que
sucedió la noche anterior debía quedar relegado al olvido si quería que su matrimonio no se viese
empañado por una discusión que ella comenzó por un ataque de celos.
Definitivamente era lo mejor.
A esa conclusión había llegado cuando Derian regresó junto a ella con un vaso de limonada.
—Gracias.
Él hizo un pequeño asentimiento con la cabeza restando importancia.
La pieza musical terminó y Leighton y Darline se unieron de nuevo a Derian y Beatrice.
El vizconde estaba a punto de invitar a Darline a acompañarlo a dar un corto paseo por los
jardines, seguramente acompañados por los primos de la joven, como solía ser habitual, ya que no
le quitaban el ojo en ningún momento, cuando el conde de Stanton hizo acto de presencia.
—Buenas noches —saludó tan encantador como solía ser habitual en él, dirigiéndose a Rowen,
ya que había saludado anteriormente a los otros tres.
—Buenas noches de nuevo, lord Stanton —respondió Darline.
—Ah, siempre Connor para ti —bromeó—. ¿O es que ya lo has olvidado?
Darline emitió una risita melodiosa.
Derian, por el contrario, se quedó atónito; aquel tuteo no era apropiado, a no ser que…
Beatrice se fijó en lo tenso que se había puesto el vizconde, al igual que intuyó lo que estaría
pensando. Debía sacarlo de aquel error, pues la frase del conde «siempre Connor para ti» se
debía a una broma entre ellos que había surgido en la conversación que habían mantenido diez
minutos antes de que llegara él.
Claro que, Derian había llegado a una conclusión muy dispar a la realidad. Aquello lo golpeó
con tanta fuerza que se sintió desfallecer, aunque también le hizo reaccionar. No podía seguir
perdiendo el tiempo con Darline, tenía una obligación que había postergado durante días. Él no
iba a casarse con ella y Darline, por lo visto, ya había elegido a su futuro esposo.
—Si me disculpan —se despidió con sequedad—, debo retirarme.
Y sin dar opción a que alguien respondiese o se interesase por su repentino interés en
abandonar la fiesta, se alejó con la rapidez de un hombre huyendo del fuego. Y así se sentía,
quemado por dentro.
Durante el trayecto en carruaje hasta su casa no hizo más que maldecir en voz alta.
¿Cómo había sido tan estúpido? Ella estaba buscando esposo.
La verdad dolía, pero era la realidad.
Tras entrar en su alcoba, en cuanto se retiró su ayuda de cámara se asomó a la ventana y odió
más que nunca aquella ciudad. Añoró su hogar, sus montañas plagadas de árboles frondosos, la
hierba salvaje que crecía en todas partes, el aire puro, sus ríos cristalinos y… los ojos verdes de
Darline.
Se llevó las manos a la cara y se la frotó con virulencia, como si así pudiese borrar aquel
recuerdo.
Se metió en la cama.
—No eres el hombre perfecto para ella —pronunció en voz alta—. Tan cierto como que nunca
la podrás olvidar.
Capítulo 8
Londres, 1808
Darline llevaba una hora en aquella fiesta, totalmente desmotivada. No comprendía qué
compromiso ineludible había obligado a Derian a abandonar la fiesta con tanta premura.
Durante esos sesenta minutos, a pesar de que no había dejado de danzar con todos los hombres
que se habían mostrado interesados en ella, por más que lo había intentado, le había sido
imposible prestar atención a ninguno, pues su mente estaba ocupada por el vizconde.
Estaba agotada y no solo por bailar sin cesar; más bien era su mente la que la mantenía
exhausta, pues Derian ocupaba sus pensamientos tanto de día como de noche. Y la triste realidad
era que él no había mostrado interés en cortejarla abiertamente. Puede que todos creyesen que
entre ellos ya existía un compromiso, ya que desde el día de su debut no había aceptado ninguna
invitación de ningún otro caballero, pues tan solo deseaba pasar su tiempo junto a él. Incluso
estaba convencida de que su tía Renee estaba ilusionada con los preparativos de la boda.
Suspiró agobiada. Conocía su deber, casarse para engendrar al heredero del condado de Erian.
Hasta la fecha no había supuesto un problema para ella; es más, incluso había soñado con aquel
momento especial. Ahora, sin embargo, la idea de casarse con otro hombre que no fuese Derian la
hacía estremecer.
Se quedó paralizada.
Abrió los ojos como platos. Se había enamorado.
El descubrimiento la turbó, e incluso llegó a sentirse mareada.
—Jovencita —llamó su atención lady Violet, que estaba a su lado observándola—. Deberíais
ir a refrescaros —aconsejó la mujer al notar la turbación de Darline.
Ella, con mil emociones en su interior, apenas pudo articular palabra; tan solo hizo un pequeño
gesto con la cabeza y caminó casi levitando hasta uno de los salones preparados para las damas.
Estaba tan ensimismada que no se percató de que había caminado hasta el ala este de la casa, la
más alejada, donde el pasillo poco a poco iba oscureciéndose, dejando atrás el sonido lejano de
la orquesta, el barullo de los invitados y la claridad de las velas de las lámparas de araña que
alumbraban el salón principal.
No se habría dado cuenta de dónde se encontraba de no haber escuchado un sonido un tanto
extraño. Solo en aquel momento tomó consciencia de dónde se hallaba.
Iba a girar sobre sus talones cuando de nuevo escuchó otro sonido muy parecido al anterior,
solo que en esa ocasión sí reconoció aquella cacofonía; se trataba del grito ahogado de una mujer.
Tembló. No sabía qué hacer, si entrar en la sala de donde provenían aquellos ruidos o correr de
nuevo hasta el salón y pedir ayuda.
Su impulso fue entrar a socorrer a la mujer, pero la silueta de otra dama apareciendo frente a
ella la detuvo.
No se había dado cuenta de que Beatrice estaba en aquel pasillo, escondida en la oscuridad,
hasta que corrió hacia ella, totalmente desencajada y con lágrimas en los ojos.
Unas risas provenientes del final del corredor hicieron reaccionar a Darline, sujetó del brazo a
Beatrice y la obligó a entrar con ella en lo que parecía ser la salita privada de la condesa de
Oxford.
Escuchó un portazo y su curiosidad pudo más que su cordura, así que dejó entreabierta la
puerta para ver quién era la persona que salía de la habitación que momentos antes había llamado
su atención. Vio pasar a una de las doncellas corriendo, con la ropa desajustada y la cofia en una
mano. Iba a cerrar la puerta para interesarse por Beatrice cuando escuchó los pasos firmes de un
hombre que se dirigía con decisión al salón principal. Sus ojos se agrandaron y su respiración se
contrajo al ver que aquel no era otro que el mismo anfitrión, el conde de Oxford.
No quiso hacer ningún ruido para no ser descubiertas, por lo que esperó a que las pisadas del
conde no se escuchasen cerca. En cuanto comprobó que ya estaba lo suficientemente lejos como
para no escucharla, soltó el aire que había retenido, cerró con sumo cuidado y se giró para atender
a Beatrice.
No hicieron falta palabras, sus ojos rojos y sus mejillas plagadas de lágrimas fueron más que
suficientes para que Darline abriera los brazos y la invitara a refugiarse en ellos.
Una invitación que Beatrice no declinó y se lanzó sin pensarlo porque necesitaba consuelo.
—¿Cómo ha podido hacerme esto? —lloró—. ¿Cómo ha podido? ¿Cómo?
Darline no tenía respuesta para aquello.
Durante más de diez minutos Beatrice no dejó de llorar y todo ese tiempo Darline respetó su
llanto, acariciando ligeramente la espalda de la joven para que supiese que ella seguía ahí.
—Mi vida va a ser un infierno —declaró sin consuelo.
—No digas eso, Beatrice —intentó consolarla Darline. Por primera vez se tuteaban—. Eres
una muchacha muy apuesta —halagó—. No tardarás en encontrar a otro pretendiente —aseguró
convencida.
Beatrice de nuevo lloró.
En cuanto se recompuso se separó de Darline, se acercó a la ventana y la abrió; necesitaba
aire.
Mientras tanto, Darline se acercó al candelabro de siete brazos, del que prendía una única vela,
la cual tomó para encender las otras seis.
—Me caso dentro de cinco días —pronunció con derrota—. No puedo romper el compromiso
—se entristeció—. Quedaría arruinada.
Darline se apenó. Era cierto, romper el compromiso a tan pocos días de la boda dejaría la
reputación de Beatrice por el suelo. Era ilógico, pero así estaban establecidas las normas
sociales. El escándalo arrastraría a toda su familia.
Se enfureció, y eso que no era habitual en ella. Claro que, aquella injusticia no se podía tolerar,
por lo que sin pensar, aunque convencida de sus pensamientos, habló:
—No tienes porqué casarte con él —sentenció—. Menos cuando el conde se ha comportado de
manera tan deshonrosa —adujo sin titubear—. He sido testigo de su comportamiento deshonesto y
así lo haré saber —anunció para que Beatrice supiese que respaldaría sus palabras cuando lo
hiciese público—. Quedarás exenta de las malas lenguas y el escándalo.
Beatrice se llevó las manos a la cara y no pudo retener el llanto. Se desplomó en el suelo de
rodillas.
Darline se acercó rauda y se arrodilló frente a ella.
—Beatrice… —susurró, pero la señorita Hook no la dejó continuar.
—No puedo, Darline —pronunció casi ahogada por sus lágrimas, sin quitarse las manos del
rostro. La vergüenza era superior a ella—. Ya no puedo echarme atrás.
—Claro que sí, Beatrice —afirmó—. No te he mentido, voy a corroborar todo lo que digas.
Entonces la joven bajó los brazos en señal de rendición.
Darline jamás había visto un rostro tan triste.
—No lo entiendes —aseveró con voz rota—. Él se aseguró de que yo no pudiese romper
nuestro compromiso.
Tras la confesión, Darline se dejó caer del todo, quedando su trasero apoyado sobre sus pies.
—Oh, Beatrice —fue todo cuanto pudo decir.
Y entonces la joven de nuevo lloró.
Ninguna fue consciente del tiempo que pasaron allí solas, escondidas y con pesar, hasta que la
puerta se abrió de golpe y las sobresaltó.
Lady Philomena, lady Hermione y lady Violet entraron en la sala como si la casa les
perteneciera.
Darline parpadeó.
Beatrice se avergonzó por el estado lamentable que mostraba en ese instante.
—Señoritas, no tenemos tiempo que perder —declaró lady Violet.
Ambas jóvenes se levantaron sin entender muy bien qué querían decir aquellas mujeres.
No hizo falta preguntar, pues lady Hermione se acercó a la puerta e hizo un gesto con la cabeza
a una doncella, que entró con celeridad. Sin decir palabra, la mujer sabía perfectamente lo que
tenía que hacer —las ancianas se lo habían ordenado—, pues, sin tiempo que perder, fue directa
hasta Beatrice, la tomó de la mano y la hizo sentar en uno de los sillones que había en la sala.
Sacó de su bolsillo un peine y horquillas para arreglar su cabello. En cuanto terminó su primer
cometido, le entregó una toalla mojada para que se limpiase la cara y así poder terminar de
arreglarla con unos ligeros polvos que también sacó como por arte de magia del bolsillo del
delantal.
En cuanto la mujer terminó de engalanar a Beatrice, miró a lady Philomena buscando su
aprobación. La anciana asintió y la doncella se marchó dejando a las cinco mujeres en aquella
sala sin decir siquiera adiós.
Darline las miró y, antes de poder preguntar nada, lady Violet se reclinó en otro sofá, sacó de
su bolsito un frasco de sales aromáticas y tendió la mano para que ella lo sostuviera. No sabía
para qué quería ella aquello, pero no puso objeción y lo tomó sin más.
—Ya se acercan —informó lady Philomena, al tiempo que se sentaba junto a Hermione en el
sofá, eso sí, no antes de darle un pequeño empujón a Darline para que quedase junto al sillón de
Violet.
¿Quiénes? Iba a preguntar, pero no dio tiempo, pues la puerta se abrió y aparecieron la condesa
de Oxford, la tía de Darline y un par de damas más.
—¡¿Se puede saber qué hacéis aquí?! —exclamó la condesa, bastante enfadada por
encontrarlas en su sala privada.
Lo sorprendente de aquello fue que aquellas ancianas hubiesen escuchado que se acercaba
alguien, pues ella gozaba de buen oído y no había escuchado nada. ¿Cómo lo habían hecho?
—Me alegra saber que la futura condesa tiene mejores modales que la actual —declaró,
concisa, lady Hermione—. Por si no os habéis dado cuenta, lady Violet ha sufrido un pequeño
vahído.
Entonces Darline lo entendió y levantó la mano para mostrar el frasquito de las sales.
—Oh, lady Violet, ¿queréis que avise a un médico? —se interesó de inmediato la tía de
Darline.
—No, querida —respondió la mujer mostrando unas dotes interpretativas dignas de las
mejores actrices—. Gracias a estas dos jóvenes ya estoy repuesta.
Una de las damas, en concreto la mujer del vicario, apretó los labios, pues ya había albergado
la esperanza de ser testigo de un escándalo. La ausencia de una de las debutantes más solicitadas
de la temporada había despertado un interés repentino en todos los invitados. Darline había
desaparecido y nadie había visto marcharse al vizconde Rowen de la fiesta, por ello el rumor ya
estaba empezando a circular por el salón cuando la tía Renee y sus dos hijos comenzaron a
buscarla.
Poco le interesaba a la mujer el estado de salud de la anciana, por lo que salió de la sala
privada de la condesa. Ya que no podía gozar de un escándalo, le quedaba la satisfacción de ser la
primera en dar la noticia de que la joven no había desaparecido con el vizconde ni con ningún otro
caballero. No era igual de jugoso, pero al menos tenía algo que contar.
Darline abandonó la fiesta escoltada por sus tíos y primos. Durante el trayecto, a pesar de que
la conversación de los muchachos era amena, la joven apenas prestaba atención; solo deseaba
meterse en la cama, descansar y esperar con ansias la carta de Derian. Aquello se había
convertido en una rutina muy estimulante; despertarse y desayunar en la cama mientras leía el
correo que él le enviaba cada mañana para acordar una cita.
Con ese pensamiento positivo se acostó y se quedó dormida.
El sonido de las cortinas al descorrerse para que entrase la luz despertó a Darline.
Abrió los ojos y pestañeó al ver a su doncella con la bandeja del desayuno. Su corazón se
agitó, ensanchó la sonrisa y saludó afable a la mujer.
—Buenos días.
—Buenos días —respondió la mujer al tiempo que dejaba la bandeja bien apoyada sobre la
cama para que no se resbalase.
Darline, que ya se había medio incorporado, lo primero que hizo fue levantar la servilleta; era
posible que la nota que tanto esperaba se hubiese quedado escondida debajo. Al no hallarla se
preocupó.
—Reggi, ¿no ha llegado el correo? —se interesó con cautela y con la esperanza de que a su
doncella se le hubiese olvidado.
—Sí —respondió la mujer observando a Darline, pues había notado que la joven recibía
aquellas cartas con mucha alegría—. Me temo que hoy el vizconde no ha madrugado —intentó no
desanimar a Darline, una brizna de esperanza nunca venía mal. Si la joven pensaba que Derian
todavía estaba en la cama, ella no perdería la alegría que la caracterizaba cada vez que recibía
aquellas notas.
Darline asintió con la cabeza.
La doncella abandonó la alcoba.
Una vez sola, se quedó pensativa. Algo dentro de ella le decía que Derian no se había dormido,
sino que más bien no tenía interés en quedar con ella.
Suspiró derrotada. Había sido muy ingenua, Derian acabaría siendo un duque y ella no estaba a
la altura de tan alta posición.
El desayuno dejó de parecerle apetecible, se le había revuelto el estómago.
Agarró la bandeja con fuerza y la hizo a un lado, se levantó de la cama y se acercó a la ventana.
Permaneció allí, mirando al exterior, durante casi media hora, con la esperanza de ver aparecer al
lacayo enviado por Derian.
Reggi entró a retirar el desayuno.
—Lady Darline, no habéis pegado bocado —se preocupó la mujer.
—Algo debió de sentarme mal anoche —alegó Darline haciendo gestos con la boca—. Tengo
el estómago muy revuelto.
—Entonces os traeré unas sales…
—No, no, no es necesario —zanjó la joven—. Creo que me vendrá bien un poco de aire fresco.
La doncella salió del dormitorio para bajar la bandeja; no tardó en subir de nuevo para
ayudarla a vestirse.
—Uff… —suspiró agobiada—. Reggi, hoy no aprietes tanto el corsé.
La mujer aflojó las cintas; seguramente sí tenía la señorita Darline el estómago revuelto, pues
nunca antes le había pedido que no le apretara el corsé.
Con un vestido sencillo de mañanas, color amarillo limón, bajó las escaleras en busca de su tía
Renee.
Antes de llegar a la sala donde se encontraba, pudo escuchar parte de la conversación que
mantenían sus tíos.
—Pobre muchacha, no se merece ese desplante por parte del conde —se apenó la tía Renee.
¿De quién hablaban? Como la curiosidad pudo con ella, se quedó detrás de la puerta
escuchando, pues si entraba, seguramente cambiarían de conversación.
—Ese es el motivo por el que a nuestros hijos siempre les advierto de los peligros de las
mesas de juego —arguyó el tío con enfado—. ¡Cuántos hombres se han arruinado por el juego!
—Qué tristeza, Norton, qué vergüenza para toda la familia —se entristeció—. Y la más
perjudicada será Beatrice.
Al escuchar aquel nombre, Darline empujó la puerta y entró.
—¿Le ha ocurrido algo a la señorita Hook? —se preocupó.
Sus tíos se miraron. Les habría encantado poder evitar darle la noticia a Darline, pues conocían
el afecto que sentía por Beatrice, pero el escándalo ya estaba en conocimiento de toda la ciudad,
así que era mejor explicárselo antes de que se enterara por desconocidos.
—El padre de Beatrice se jugó todo cuanto poseía en una partida de cartas —informó el tío—.
Incluso la casa. Ha dejado a su esposa y a sus hijos sin hogar.
Darline se desplomó en el sofá que tenía justo detrás, y se llevó las manos a la boca para no
gritar.
—Y al conde le ha faltado tiempo para cancelar su compromiso —masculló la tía, molesta por
el mal proceder de Oxford.
La joven empezó a marearse; aquello significaba que Beatrice estaba en boca de todos, como si
ella fuese la culpable. Era todo tan ilógico. Y entonces recordó su conversación de la noche
anterior.
Abrió los ojos como platos.
—¡No puede anular la boda! —se expresó enfadada, preocupando a sus tíos, que nunca la
habían visto reaccionar así.
—¿Sucede algo, mi niña? —se interesó la tía Renee.
Darline, como un resorte, se incorporó del sofá y empezó a caminar de un lado a otro.
«¡Por supuesto que sucede! ¡Ese hombre ha arruinado a Beatrice de manera literal! ¡No puede
anular el compromiso!», divagaba en su interior, ya que no les podía decir a sus tíos todo aquello.
—Si rompe el compromiso, arruinará la reputación de Beatrice —argumentó, sin dar más
explicaciones.
Sí, eso era un hecho. Por eso su tía estaba tan preocupada por la señorita Hook.
—Lo que no quiero es que arruine la tuya —acusó el tío, dejando a las dos mujeres
sorprendidas tras esas palabras—. Escúchame bien, Darline —pidió—. El conde ha demostrado
con la anulación del compromiso que necesita una buena dote.
Darline parpadeó.
—Eso es posible —se inquietó la tía Renee—. Aunque no parecía que estuviesen faltos de
fortuna.
—Pues créeme, querida —aseguró Norton—. De no ser así, no habría roto el compromiso, se
casaría con la muchacha y la protegería del escándalo.
—Así actuaría un hombre decente —interrumpió Brice, que estaba apostado en la puerta y
nadie se había dado cuenta de su presencia—. Oxford carece tanto de dinero como de decencia.
—¡Brice! —lo amonestó la tía Renee.
—Lo lamento, madre, pero jamás permitiría que Albert se acercase a nuestra Darline —
aseguró—. Antes tendría que pasar por encima de mi cadáver, es un crápula.
—Brice Artin, no toleraré ese vocabulario en mi casa —objetó de nuevo la madre del hombre
que estaba aventurando lo que pasaría si a Oxford se le ocurriese acercarse con malas intenciones
a su prima Darline.
—Yo tampoco pienso permitir ese vocabulario delante de unas damas —rebatió el tío Norton
—. Pero estoy de acuerdo contigo, no permitiré que se acerque a Darline.
Renee no necesitó saber más; si su hijo pensaba eso del conde y su esposo secundaba aquella
postura, Oxford era un peligro.
Capítulo 9
Londres 1808
Cuatro días habían pasado desde que saltó el escándalo más jugoso de la temporada; en todos los
eventos sociales no se hablaba de otra cosa.
Darline no podía creer que el conde de Oxford hubiese tenido la indecencia de presentarse en
el baile organizado por la marquesa de York esa misma noche, la que tenía que haber sido su
noche de bodas.
Si al enfado por verlo allí, sonriente, como si no le importase haber arruinado la vida de una
buena muchacha, le sumaba su pesar por no haber tenido noticias del vizconde Rowen durante
cuatro días, no podía más que sentirse asqueada y frustrada. Por ello, cuando el conde de Oxford
tuvo la osadía de invitarla a bailar, ella no pudo mantener su boca cerrada.
—Tengo por costumbre aceptar solo la invitación de auténticos caballeros —le recriminó con
acritud—. Usted ha demostrado no serlo.
El comentario fue hiriente, Darline pensaba que después de eso él se alejaría, pero estaba
equivocada. Por alguna extraña razón que se escapaba a la lógica de la joven, al conde le gustó
aquel ácido comentario.
—Darline…
—No creo haberle dado permiso para tutearme —le recriminó.
El conde, en vez de disculparse o rectificar, se envalentonó.
—Darline, Darline, Darline… —pronunció amenazante—. Ve acostumbrándote porque muy
pronto —Se acercó más de lo permitido a ella y Darline dio un paso atrás—, tú y yo estaremos
juntos en la misma cama.
La mano de Darline fue rápida, pero más lo fue la del vizconde Rowen, quien se la sujetó para
que no le diese una bofetada al conde.
Ella se giró con celeridad, momento que aprovechó Derian para llevársela hasta la pista de
baile, salvando aquella situación, sin que nadie más se diese cuenta de lo sucedido.
El corazón de Darline estaba tan agitado que dudada que pudiese bailar con soltura. Además,
no estaba muy segura de si aquella alteración era debida a la insolencia del conde o por estar
delante de Derian.
Él, por su parte, no se pronunció; la ayudó a seguir el ritmo del minué que acababa de
comenzar a sonar.
Durante los cruces se miraban, pero no se hablaron en ningún momento.
En cuanto terminó la música, Derian tomó su mano, le ofreció su codo y la colocó ahí.
Caminaron sin hablar hasta que quedaron fuera de la pista de baile, en uno de los laterales de la
sala principal, a la vista de todos, pero con algo de intimidad.
—Si le hubieseis abofeteado delante de tanta gente, le habríais ofrecido la oportunidad que
está buscando —la previno contra el conde.
Darline no había pensado en ello. Él tenía razón, la gente se habría interesado y el conde, con
malas artes, podría haber hecho creer que se había propasado con ella, ofreciéndole la
oportunidad de corregir su error, con la promesa a sus tíos, delante de todos, de salvaguardar su
intacta reputación con una pedida de mano para evitar así un escándalo.
—Me insultó —se defendió Darline.
—Y pagará por ello —afirmó Derian, quien tenía previsto darle una paliza al conde antes de
que llegase el alba.
Ella parpadeó, prácticamente había leído sus pensamientos.
—No podéis hacerlo.
—¿Qué me lo impide?
En ese instante le habría encantado acariciar su rostro, llevaba cuatro días anhelando verlo.
—Un hombre con tan poca moralidad —aludió a Oxford—, pregonaría los hechos, dejando mi
reputación en entredicho.
Derian apretó los puños, ella tenía razón. Dos hombres peleándose por la misma dama sería
otro escándalo en la temporada; más, cuando el muy bastardo había anulado su compromiso.
Todos llegarían a la conclusión de que lo había hecho por Darline.
—La palabra de un futuro duque tiene más peso que la de un conde —adujo Derian dándole a
entender que si Oxford hablaba, él contaría la verdad: que ella había sido insultada.
—Por favor, no lo hagáis —suplicó, muy temerosa.
—¿Por qué?
—Os aprecio demasiado.
La respuesta fue tan franca que Derian se quedó inmóvil. Era tan hermoso escuchar aquellas
palabras en la boca de Darline… La zozobra que lo embargó fue superior a sus ganas de
venganza. Si pudiera ser franco, si pudiera dejar a un lado su responsabilidad… Pero no podía.
Por ello, lo mejor era alejarse.
—Está bien —cedió a la petición de ella—. Pero prometedme que no os acercaréis a él bajo
ningún concepto.
Darline asintió con la cabeza.
Él deseó besarla.
Una joven debutante se acercó hasta ellos.
—Lord Rowen —interrumpió—. Me prometió este baile.
Aquella muchachita había salvado a Derian de cometer el mayor error de su vida.
—Cierto —admitió—. Lady Darline, ha sido un placer —se despidió.
Ella quiso alargar su mano y retenerlo por el hombro. No obstante, lo único que pudo hacer fue
verlo alejarse junto a otra mujer.
La velada había terminado para ella, no podía soportar ver a Derian con otra fémina. No podía,
dolía demasiado.
Llegó hasta sus tíos y les hizo saber su decisión de regresar a la casa.
La tía Renee observó tristeza en sus ojos, buscó por la sala al vizconde, que bailaba con otra
joven, y se apenó, pues su sobrina estaba realmente enamorada.
Y no fue la única que notó aquel pesar, tres ancianas que siempre estaban muy pendientes de
todo también lo habían visto.
—Es hora de que mi sobrino invite a pasear a cierta damita —se pronunció lady Philomena.
—Encargaré un ramo de violetas —añadió lady Hermione.
—Yo me encargaré de que le llegue la nota anónima al vizconde —afirmó lady Violet.
Como si hubiesen invocado al aludido, en ese mismo instante pasó por delante de ellas.
—Connor, querido —llamó lady Philomena.
El conde de Stanton las miró.
Las conocía muy bien, aquellas sonrisas mal disimuladas por parte de las tres ancianas
escondían una fechoría, estaba tan seguro de ello como de que él iba a ser partícipe o, más bien, la
víctima.
—¿Qué se les ofrece a las tres damas más bellas de Inglaterra? —las piropeó.
Las tres fingieron estar encantadas con el halago, lo que le confirmó al conde que habían
tramado algo descabellado.
—Mañana debes acompañarnos a tomar el té a casa de alguien muy especial —informó Lady
Violet.
—¿Debo? —indagó arqueando las cejas.
—Cierto —corrigió lady Hermione—. Disculpa a Violet, pero no debes, estás obligado.
—Obligado —repitió él.
Lady Philomena dio un paso adelante.
—Como el hombre más loable de la familia… —empezó a decir la anciana.
—Os recuerdo que mi padre todavía no ha muerto —la interrumpió Connor, jocoso, encantado
con aquella situación; esas tres ancianas lo tenían enamorado.
Su tía hizo un ademán con la mano restando importancia.
—Él no nos sirve —aseguró—. Está muy mayor y además casado.
El conde reprimió la sonrisa, eran fantásticas cuando querían conseguir algo y estaba intrigado
por saber de qué se trataba.
—Sin mencionar que nunca ha tenido tu gran porte —apuntó lady Hermione desde detrás de
Philomena.
Mmm… Interesante. Lo estaban adulando, eso significaba que a él no le iba a gustar lo que
tenían en mente.
—¿Y bien? —las invitó a revelar lo que tanto habían planeado.
—Mañana te comportarás como un futuro pretendiente —sentenció lady Violet.
Connor las miró una a una antes de pronunciarse. Iba a comentar su parecer, pero la curiosidad
pudo con él.
—¿De quién?
Enseguida lamentó haber formulado esa pregunta, pues sin necesidad ya se había involucrado
en aquella trama. Una vez más las ancianas se habían salido con la suya, solo ver las sonrisas de
satisfacción en sus rostros lo confirmaba.
—Lady Darline Thorpe.
Connor entrecerró los ojos.
—Debo admitir que la joven me resulta agradable —reconoció—, pero no tengo intención de
cortejar a nadie.
—Ni ella permitiría que la cortejaras —manifestó lady Hermione, como si él no fuese
suficiente para la joven.
«Connor, céntrate, no caigas en su trampa», se advirtió a sí mismo.
—Así pues, mañana debo comportarme como un posible candidato a pretendiente porque… —
hizo una pequeña pausa—. ¿Por qué exactamente?
—Para ahuyentar a un hombre poco recomendable —respondió lady Philomena mirando a los
ojos verdes de su sobrino—. De ahí que estés obligado, pues dudo que exista hombre más digno
que tú para ayudar a una damisela en apuros.
¿Qué hombre era capaz de negarse después de tal afirmación? Connor desde luego no; las
ancianas lo sabían y él una vez más había caído en la trampa de esas tres brujas.
Suspiró derrotado.
—Imagino que ya se habrán encargado de las flores y la nota —las acusó de entrometidas.
—Por descontado —afirmaron las tres al unísono.
Las miró con reproche.
—Buenas noches —se despidió de ellas gruñendo.
Las ancianas sonrieron pletóricas, lo habían conseguido. Si Connor supiera realmente para qué
lo necesitaban, no se habría prestado a ello. Era mejor que él creyera que iba a salvar a una
damisela antes que la verdad, que no era otra que provocarle celos al hombre adecuado.
Durante el trayecto en carruaje de regreso a la casa del baronet Artin reinó el silencio.
La tía Renee observaba atenta a la muchacha.
—Estás muy callada, Darline.
La joven le dedicó una mirada de disculpa.
—Perdonadme, tía, estaba distraída.
El baronet también parecía estar distraído, o más bien pensativo; esa noche no había acabado
como cualquier otra, no podría descansar en paz hasta que uno de sus hijos regresara a la casa.
Darline notó mucha comodidad. Entonces se percató de la ausencia de sus primos. De Godric
lo esperaba porque esa noche había declinado la invitación; su presencia no era imprescindible,
ya que su padre y su hermano estarían junto a ella. Pero…
—¿Dónde está Brice? —preguntó.
—Ha decidido prolongar la velada —respondió el baronet—. Tenía planes…
—Oh, es posible que alguna joven debutante haya despertado su interés —lo interrumpió su
mujer, fantaseando.
Darline sonrió encantada.
El baronet sabía que no existía ninguna jovencita, era otro motivo el que lo había retenido allí.
—¿Cuántas bodas piensas organizar, querida esposa? —se molestó el baronet, pues su mujer
siempre parecía estar predispuesta a actuar de casamentera.
—Todas cuantas se presten, querido —comunicó radiante—. Todas cuantas se presten —
repitió con ensoñación.
El baronet negó con la cabeza, era imposible sacar a su mujer esas ideas de la cabeza. Si ella
supiera los planes reales de su hijo, no estaría tan sonriente, por lo que prefirió callar.
No se equivocaba el baronet; Brice había postergado el regreso a casa con un único fin,
esperar al conde de Oxford. Por eso estaba allí, en la parte trasera de Oxford House, esperando
que la nota que había entregado a uno de los lacayos de la casa ya hubiese sido entregada.
El conde se demoró en su regreso de la fiesta. No obstante, Brice permaneció estoico en las
caballerizas, donde lo esperaba, como bien le había informado en la nota que le había hecho
llegar.
El conde de Oxford, nada más poner un pie en aquel lugar, recibió un puñetazo en el estómago,
seguido de un segundo golpe en la cara.
Se defendió como pudo o supo, no era un experto boxeador.
—¡Basta! —suplicó jadeante.
El hijo del baronet le dio un último puñetazo y lo derribó.
Luego lo señaló con un dedo acusador.
—No te acerques a Darline o te juro que la próxima vez vendré preparado para arrancarte la
piel a tiras —lo amenazó.
El conde lo miró horrorizado.
Ambos se conocían bien desde pequeños, habían cursado sus estudios juntos. Por ello, Artin
era sabedor de primera mano de las depravaciones del conde.
—Albert, mi prima es fruto prohibido para ti —decretó—. Si vuelvo a verte hablando con ella,
ya sabes lo que haré contigo.
El conde se levantó con poca agilidad.
Brice lo miró con desprecio.
—Puede que las otras mujeres de las que has abusado no tuviesen a nadie que las protegiera —
recriminó—, pero Darline me tiene a mí.
—Esas mujeres a las que aludes no eran como tu prima —se defendió el conde—. Darline es
una dama.
Brice sintió nauseas al escuchar su patética excusa.
—Ella es una debutante —prosiguió el conde, como si Brice no lo supiera—. Está buscando un
pretendiente…
—Que jamás serás tú —sentenció el primo de la joven.
El conde se retiró el pelo alborotado que se le había pegado a la frente por la reyerta.
—Necesito el dinero —reconoció—. Podría tratarla como a una reina, Brice —intentó
convencerlo.
La respuesta del muchacho fue tan rápida como sus movimientos; lo agarró del chaleco con
fuerza y juntó su frente a la de Oxford.
—No suelo faltar a mi palabra —rechinó—. Menos a un juramento. Y te he jurado que te
arrancaré la piel a tiras.
El conde tembló.
—Está bien —accedió.
Brice lo soltó con tanta virulencia que por poco cae de nuevo al suelo.
—Recuérdalo, Albert —ordenó—. Si entras en la misma sala en la que esté mi prima,
caminarás hacia el otro extremo de la estancia o me haré una alfombra con tu piel.
Se acercó a la bala de heno donde había dejado su chaqueta y su sombrero, los agarró de un
tirón y se marchó.
Cuando el joven llegó a la casa familiar ya había amanecido.
Entró con un único pensamiento, echarse a dormir, pues estaba agotado.
—Brice —lo llamó su padre en voz baja.
El joven se giró y vio cómo su padre le hacía un gesto con la cabeza para que lo siguiera hasta
su despacho.
Entró y cerró la puerta.
El baronet se cruzó de brazos, allí de pie, sin intención de sentarse; tan solo quería saber qué
había sucedido. No obstante, tampoco necesitó indagar mucho, el moratón que lucía en una de sus
mejillas fue suficiente respuesta.
—¿Te ha visto alguien? —preguntó sin rodeos.
—No sé a qué se refiere —disimuló Brice sin dar importancia a su desaliñado aspecto.
—Teniendo en cuenta que yo también he sido testigo de la reacción de Darline —le recordó lo
que ambos habían visto—, debo suponer que has visitado al conde de Oxford.
Brice lamentó que su padre hubiese visto aquella escena y agradeció a Dios que el vizconde
Rowen salvara aquella situación, por lo que decidió tranquilizar a su padre sin entrar en detalles.
—No debe preocuparse —aseguró—. El conde no volverá a molestar a nuestra Darline.
El baronet sopesó aquella respuesta.
—Bien, en ese caso me retiro a dormir.
Brice asintió con la cabeza.
—Yo también.
Capítulo 10
Londres, 1808
—Lord Rowen —llamó el mayordomo a Derian cuando estaba a punto de salir al encuentro de su
futura vizcondesa—. Ha llegado una misiva para usted —le informó al tiempo que extendía la
bandejita de plata que portaba la carta.
Derian la tomó de inmediato.
¿Sería una carta de Darline? Se preguntó esperanzado. No obstante, si así era, sería mejor no
abrirla; tenía que centrarse en la señorita Pawn.
Se la metió en el bolsillo de su levita y salió decidido a cumplir con su deber.
La carta parecía quemarle en el bolsillo, por lo que a mitad camino, mientras su carruaje
recorría las abarrotadas calles de la ciudad, la sacó y la miró con indecisión.
Si fuera de Darline estaría firmada, así que decidió abrirla.
«Hyde Park a las cinco y media»
¿Qué clase de nota era esa? No entendía nada. ¿Quién tenía interés en que él acudiera a esa
hora? Y lo más importante, ¿por qué?
Se había quedado tan pensativo que ni se percató de que el carruaje había dejado de moverse
hasta que la voz de un hombre que pasaba justo por delante de la ventanilla le hizo reaccionar.
Darline y su tía Renee salían de una sombrerería, contentas, dispuestas a dar un pequeño paseo
antes de regresar a la casa, cuando la joven vio cómo el vizconde ofrecía su brazo a la señorita
Pawn.
Se sintió desfallecer al comprobar que él parecía muy cómodo junto a aquella muchacha.
Ahora comprendía por qué había dejado de mandarle cartas; él había encontrado a su futura
vizcondesa y no era precisamente ella, sino la señorita Pawn.
No quería llorar, menos delante de tía Renee, así que intentó desviar la mirada, alejarla de
aquella pareja que parecía tan… tan… tan perfecta.
Ese era el problema, estaba segura. El problema era ella; no era la dama adecuada para un
futuro duque.
Con ese pensamiento se le escapó un suspiro de frustración.
—¿Qué sucede? —se preocupó la tía Renee.
—Nada, tía —mintió—. Me siento algo agotada.
La mujer la miró sorprendida. No era propio de Darline aquella voz tan decaída, siempre se
había caracterizado por su temperamento jovial y muy vital.
La joven no quería preocupar a su tía, así que fingió una sonrisa.
—No pensé que los bailes fueran tan agotadores —se justificó aludiendo a la fiesta de la noche
anterior.
Tía Renee le acarició la mejilla en un gesto muy maternal.
—Mi querida niña —pronunció con cariño—, en cuanto encuentres a tu caballero perfecto
podrás eludir todas las fiestas.
Darline sintió que su estómago se contraía. El hombre perfecto para ella estaba enamorado de
otra mujer.
—Sí, tenéis razón —accedió para no tener que continuar con aquella conversación.
—Regresemos a la casa —comunicó la tía—. Podrás tumbarte un rato después del almuerzo —
informó—. Así recibirás a nuestros invitados a la hora del té con un aspecto radiante.
Darline asintió sin mucho entusiasmo.
Caminaron un par de metros hasta el carruaje que las estaba esperando. Una vez en su interior,
Darline miró fijamente a su tía.
—¿No os parece extraño que hayan confirmado la visita del conde de Stanton para tomar el té
en nuestra casa? —cuestionó muy curiosa, pues de por sí, que hubiesen recibido a primera hora de
la mañana una nota informando que lady Philomena, lady Violet y lady Hermione acudirían a la
hora del té junto al conde de Stanton era bastante intrigante. Más, cuando la tía Renee no había
invitado a nadie.
La mujer sonrió con plenitud.
—Darline —celebró—, hay personas que no necesitan recibir invitación —aludió a las tres
ancianas que esa tarde las visitarían—. Es todo un honor poder recibir a ciertos invitados en tu
casa —explicó—. ¿Quién sabe?, igual el conde quiere proponer algo muy especial.
Darline hizo una mueca sin comprender muy bien qué quería decir su tía.
Mientras el carruaje avanzaba con lentitud, debido a la gran afluencia que había esa mañana
por las calles de la zona de Bond Street, Darline vio de nuevo al vizconde con su acompañante,
saludando a unos conocidos. Entonces sintió por primera vez en su vida lo que eran los celos y no
le gustó. Nadie le había explicado que la definición de la palabra era dolor.
De pronto, la voz de su tía se repitió en su cabeza como una advertencia a la que ella no había
prestado atención.
Se tensó.
—¿Proponer algo muy especial? —repitió con los ojos agrandados y temblores en las manos
—. ¿Por muy especial os referís a… a…? —titubeaba por los nervios.
Tía Renee sentenció con júbilo:
—A una propuesta de matrimonio.
Agradeció estar sentada, pues de la impresión se hubiese caído al suelo.
No es que el conde fuese un mal candidato; era apuesto, divertido, elegante, caballeroso…
Pero ella no estaba preparada para recibir esa propuesta. Bueno, sí lo estaba, pero no la quería
recibir del conde ni de ningún otro que no fuera el vizconde Rowen.
Entonces sus ojos la traicionaron buscando al hombre del que se había enamorado. Sin poderlo
evitar, las lágrimas se agolparon sin avisar. No quería pestañear, pues le sería imposible
retenerlas, como así ocurrió cuando descendieron por sus pálidas mejillas.
—Oh… Darline, mi querida niña —se preocupó tía Renee moviéndose dentro del carruaje
para sentarse al lado de su sobrina y rodeándola con un brazo—. ¿Qué sucede, pequeña?
Ella no podía seguir mintiendo a su tía, como tampoco podía seguir mintiéndose a sí misma.
—No quiero casarme con el conde —concluyó al tiempo que escondía su rostro entre el
hombro y el cuello de su tía—. Me he enamorado del vizconde Rowen.
Aquellas palabras quedaron flotando en el aire.
La tía Renee besó la cabeza de Darline mientras con la mano acariciaba de forma consoladora
su hombro. Y sin decir una palabra, miró por la ventanilla, pues, aunque Darline había intentado
disimular todo el tiempo, ella también había visto al vizconde Rowen con la joven señorita Pawn
y había decidido no hacer comentario alguno, pues notó la tristeza de su sobrina en cuanto los vio.
No podía comprender qué le sucedía al vizconde, ya que era evidente que sentía por su sobrina
más de lo que demostraba públicamente. Lo había observado la noche anterior. Él parecía molesto
cada vez que Darline danzaba con otros hombres, esos detalles a Renee no se le habían pasado
por alto. Su mandíbula se tensaba y apretaba los puños con fuerza, como si quisiera golpear a
cada uno de los atrevidos que se acercaban a ella. Incluso en varios de los paseos en los que
acompañó a la pareja le había gustado la conexión que existía entre ellos. Ese joven no miraba al
resto de debutantes como a su sobrina ni era capaz de sentirse cómodo ante ninguna otra. Solo
Darline conseguía que el vizconde sonriera con naturalidad y plenitud. Por ello, no entendía que
estuviese paseando con otra, pues dudaba que otra mujer pudiese ser más perfecta para él que su
sobrina.
Un sollozo de Darline la sacó de su ensoñación.
—No llores, mi niña —susurró—. Si el vizconde es tu hombre perfecto, el buen Dios lo pondrá
en tu camino.
Darline se aferró a aquella esperanza. Igual Derian estaba conociendo a otras jóvenes para
asegurarse de que ella era la perfecta para él.
Mientras Darline se esperanzaba, el vizconde parecía estar pensando lo mismo, pues, a pesar
de estar cumpliendo con su deber acompañando a la señorita Pawn para más tarde pedir su mano,
su subconsciente le advertía: «Ninguna mujer será para ti tan perfecta como Darline».
Estaba tan abstraído que le pasó por alto la conversación que mantenía la señorita Pawn con su
amigo el barón Vista. Una charla que a priori pareció casual, pero que poco a poco fue tomando
un matiz más íntimo y personal.
El tono de voz utilizado por su amigo Eduard llamó su atención, no era propio de él aquella
voz tan… tan… ¿sensual?
Intentó concentrarse y se asombró; Eduard y la señorita Pawn se miraban con deseo.
Resopló.
No es que a él le importase, pero era mala suerte que la única fémina que parecía interesarle a
su amigo fuese la misma a la que él tenía pensado pedir en matrimonio.
Prefirió no interrumpir, así que permaneció callado, muy atento a cada palabra, a cada gesto…
Sí, definitivamente a Eduard le gustaba la señorita Pawn.
Qué ironía que Eduard, que se jactaba de sus conquistas y se pasaba las horas burlándose de
todos aquellos que se comprometían sin haber disfrutado de una vida llena de excesos antes del
matrimonio, ahora estuviese allí, delante de él, coqueteando, sin importarle que él y su otro amigo,
el baronet Serton, estuviesen presentes, pues parecía que el mundo hubiese desaparecido para él y
solo tenía ojos para la muchacha. Definitivamente, era toda una ironía. Su amigo, enamorado de la
joven que estaba a punto de recibir la propuesta más esperada por una mujer, y no precisamente
por parte de Eduard, sino de él.
El paseo por Hyde park, acompañada por el conde de Stanton, su tía y sus amigas, parecía más
divertido de lo que auguró en un principio. Eso pensaba Darline, quien respiró tranquila cuando
Connor no hizo la propuesta que su tía Renee esperaba. Por ello, no dudó en aceptar aquel paseo
cuando lo propuso el hombre; así no correría el riesgo de que pidiera una cita con su tío Norman
para solicitar su mano.
El reloj estaba a punto de marcar las cinco y media.
Las ancianas parecían estar muy pendientes de todos los viandantes.
—¿Nos habremos equivocado? —indagó lady Hermione.
—Imposible —sentenció lady Violet—. Tiene que estar por alguna parte.
Lady Philomena apretó los labios. Durante muchos años habían actuado como grandes
casamenteras; eso sí, desde las sombras. Nunca se habían equivocado con respecto a los
sentimientos de las parejas a las que a ellas les gustaba ayudar. Habían observado al vizconde
Rowen y no había duda alguna, el hombre estaba enamorado de la muchacha que caminaba a dos
pasos de ellas, acompañada por su sobrino Connor.
Derian no parecía estar pasando un buen día. Al despedirse de sus amigos acompañó a la
señorita Pawn hasta su casa. La idea inicial era entrar y pedirle al padre de la chica su mano, pero
en el último segundo decidió posponer ese momento tan crucial por lo menos un día más. Tampoco
es que pudiese permitirse postergarlo por más tiempo. En tres días debía casarse, esa era la orden
de su padre.
Ahora estaba en Hyde Park sin saber por qué, pero aquella nota anónima había despertado
mucho su curiosidad. No sabía qué esperar, pero decidió pasarse; tampoco tenía nada que perder.
O sí, ya que al girar la cabeza se encontró lo que menos esperaba encontrar, a Darline con el
conde de Stanton.
—¡Ahí está! —advirtió lady Violet a sus dos amigas.
Lady Hermione hizo algo inesperado; bueno, inesperado para la joven Darline, ya que las
ancianas lo habían preparado todo para ese momento. Se adelantó con sigilo y clavó su bastón en
la punta del pie de Darline, provocando que esta se tropezara y cayera. Claro que, así habría sido
de no ser por los rápidos reflejos del conde, que la sujetó con fuerza.
—Ahh… —se expresó Darline en un arrebato de pánico al verse caer de bruces.
—Tranquila, ya os tengo —dijo el conde sosteniéndola prácticamente en brazos.
—Querida, lo lamento —se disculpó lady Hermione—. A mi edad la torpeza forma parte de
mis movimientos.
Darline negó con la cabeza restando importancia.
Connor iba a bajar con cuidado a la joven, pero lady Philomena, que estaba justo a su lado, le
dio un toque en el hombro.
—Llévala de inmediato al carruaje —ordenó—. Es demasiado modesta para admitir que
Hermione la ha lastimado.
Aquella orden despertó la curiosidad del conde. ¿Qué tramaban ahora?
—¡Apremiad! —exhaló lady Violet.
Connor las miró de hito en hito. Definitivamente tramaban algo, no era apropiado que él
paseara con una debutante en brazos por el parque más concurrido de la ciudad. Pero si las
ancianas se habían tomado tantas molestias para que él fuese el héroe de la tarde, no iba a poner
objeción.
—No, no… no es necesario —intentó salvar la situación incómoda Darline—. De verdad,
puedo caminar.
En cuanto lady Philomena arqueó una ceja, dejó clara su postura; él debía ponerse en
movimiento ¡ya!
El conde acabó sonriendo.
—No puedo defraudar a mis admiradoras —canturreó al tiempo que empezaba a caminar con
ella en brazos—. Permítame que me comporte como el héroe que mi tía y sus amigas están
convencidas de que soy.
Aquella respuesta alegre consiguió que Darline lo mirara y pestañeara mientras se aferraba con
fuerza a su cuello para no caerse.
Él la miró y le guiñó un ojo.
Darline se sonrojó, pero a su vez sonrió.
—Mañana estaremos en boca de todos —susurró ella, muy avergonzada.
Él sintió simpatía por la muchacha.
—¿No os parece glorioso acaparar la página principal de “Los Ecos de Sociedad”? —bromeó
haciendo alusión al folleto de chismes.
Darline agrandó los ojos.
—¡No! —se expresó tajante.
El conde se rio abiertamente.
—Pues créame, mañana será la estrella principal —sentenció.
Darline lo miró incrédula. Parecía que él estuviese encantado con aquella situación y, por
descabellado que pudiese parecer todo, que él se lo estuviese tomando con tan buen humor la
contagió y acabó riéndose.
—La estrella —repitió ella con alegría.
—Principal —dictaminó él.
Las ancianas no prestaron atención a la pareja; estaban perplejas, ya que era la primera vez que
uno de sus planes no salía bien.
El conde había pasado con Darline a menos de un metro del vizconde Rowen y las tres habían
esperado impacientes que Derian cortara el paso a su sobrino para impedir que la joven fuese en
otros brazos que no fuesen los de él. Sin embargo, el vizconde no había reaccionado.
—Ese joven no tiene sangre en las venas —recriminó lady Violet.
—Hay que admitirlo, nos hemos equivocado —decretó lady Hermione.
—No —negó lady Philomena—. Me he fijado en su mirada —comunicó mientras veía alejarse
al vizconde—. Ese joven está enamorado.
—Un hombre enamorado no hubiese permitido que Connor la llevara en brazos —argumentó
lady Hermione.
—Un hombre enamorado no lo hubiese permitido —cedió al comentario de su amiga—. Pero
un hombre enamorado con problemas no se interpondría.
—¿La está protegiendo? —indagó lady Hermione.
—Eso me temo.
—¿De qué o de quién? —intervino lady Violet.
—Eso, queridas, es lo que tenemos que averiguar.
Y sin pronunciar una palabra más, montaron en el carruaje junto a la pareja.
Por su parte, Derian caminaba con la mirada perdida. Se había quedado tan anonadado con
aquella escena... Darline en los brazos del conde de Stanton. ¡Riéndose! Él no había tenido
ninguna oportunidad con ella. Había sido una pérdida de tiempo, a Darline no le habían importado
nada cada uno de los momentos compartidos. Él, por el contrario, había deseado tanto aquellos
encuentros para atesorarlos con cariño…
«¡Estúpido!», se recriminó.
Ojalá no la hubiese conocido.
Ojalá su padre no lo hubiese obligado a acatar aquella orden.
Ojalá pudiese ser el hombre tranquilo y feliz que había sido hasta que llegó a Londres.
Ojalá pudiese olvidarse de Darline…
«Nunca la olvidarás».
Llegó hasta la casa y fue directo a su alcoba, no quería ver ni hablar con nadie. Solo quería
meterse en la cama y dormir, dormir hasta el punto de quedarse perdido entre sus sueños, a ser
posible con la esperanza de no despertar nunca más. Esa sería la única forma de poder olvidar a
su diosa de ojos verdes.
Capítulo 11
Londres 1808
Darline llevaba horas pensando en su futuro. Esa noche no acudiría al baile al que estaba invitada.
Como pretexto para anular la invitación utilizó el socorrido presunto dolor de tobillo de esa tarde.
De no haber conocido al vizconde, seguramente ya estaría prometida a otro hombre. Cualquiera de
los pretendientes que llevaban días mandándole ramos de flores e invitaciones serviría.
Ella tenía que cumplir con su deber.
Con el corazón agitado, se sentó frente a su secreter, sacó una hoja y estampó unas palabras
dirigidas al vizconde. Puede que aquello no estuviese bien, pero ya no podía seguir postergando
por más tiempo su situación.
Mi estimado Vizconde:
Disculpad mi atrevimiento, no es propio de una dama manifestar abiertamente sus sentimientos, pero no puedo
seguir ocultando que os echo de menos.
Ha perdido todo aliciente para mí despertarme cada mañana, consciente de que no hay nota alguna por su parte.
Los paseos por las tardes son anodinos. Sin su animada conversación puedo asegurarle que mis sonrisas ya no
son plenas.
Los bailes por las noches son todo un suplicio, decenas de invitaciones que me veo obligada a aceptar, cuando
la única esperada y anhelante por mi parte es la suya.
Cuando nos conocimos le expuse que tengo cierto compromiso con mi familia, pues depende de mí un título y
no puedo seguir posponiéndolo por mucho más tiempo. Debo centrarme en un posible candidato a esposo. Una
obligación impuesta que me obliga a tomar esta decisión: dar oportunidad a mis pretendientes, un gesto al que
hubiese accedido gustosa de no haberle conocido a usted. Si todavía atesorara la esperanza de recibir sus misivas y
poder compartir charlas, paseos y bailes... Momentos únicos e irrepetibles que solo deseo practicar con usted.
Dejando a un lado la vergüenza de haber expuesto mis sentimientos plasmándolos en esta nota, os suplico una
respuesta por vuestra parte. De no recibirla acataré la voluntad de mis ancestros, centrándome en encontrar al
futuro padre del conde de Erian.
Sin más, me despido de usted esperando una respuesta. Si no llega, deseo que pueda recordarme con afecto, el
mismo con el que yo le recordaré a usted.
Firmado: Darline Thorpe.
El joven vizconde también llevaba horas pensando, no había podido dormir. Estaba mirando su
reflejo en el espejo. No era precisamente la imagen de un hombre feliz que estaba a punto de salir
al encuentro de su futura esposa.
Negó con la cabeza.
Se estiró la levita de color granate que había elegido para esa noche tan especial.
Salió de su dormitorio y bajó las escaleras, donde el mayordomo lo esperaba con el sombrero,
la capa y los guantes.
Se los puso.
—Puede ordenar que se retiren todos a descansar —informó Derian—. No necesitaré los
servicios de nadie.
El mayordomo asintió con la cabeza. Daba gusto trabajar para el vizconde, no le gustaba que la
gente lo esperase por la noche y nunca solicitaba la ayuda de ningún lacayo cuando regresaba de
las fiestas, ni siquiera de su ayuda de cámara.
Le abrió la puerta y, en cuanto el vizconde salió, fue a dar la orden.
Derian miró al cielo. Cómo no, noche cerrada, se avecinaba tormenta. Así se sentía él, a punto
de explotar porque le era imposible borrar la imagen del conde con Darline.
Apretó los puños. No podía seguir pensando en aquello, menos cuando se dirigía a casa de la
señorita Pawn para pedir su mano.
—Lord Rowen —llamó un lacayo.
Derian lo miró.
—Tomad, milord. —Extendió la carta que Darline había enviado—. Buenas noches.
De haber sido un hombre más dado al protocolo se hubiese molestado por aquella inapropiada
actitud; aunque la carta fuese dirigida a él, debería haberla entregado al personal de la casa. Pero
Derian no era un hombre que se rigiese por todas aquellas normas estrictas, por lo que no le dio
importancia. Tomó la carta y miró la letra.
—Darline… —suspiró.
No sabía qué nuevas traería aquella misiva, pero algo en él se reveló hasta el punto de…
—Guarda el carruaje, no lo voy a necesitar —ordenó al cochero.
Giró sobre sus talones y regresó al interior de la casa.
Tomó el candil que le dejaban todas las noches en la entrada y regresó a su dormitorio.
Se quitó los guantes y los dejó caer al suelo.
Lanzó el sombrero de cualquier manera.
Se desprendió de la capa, que flotó en el aire durante unos segundos antes de tocar la mullida
alfombra.
Su levita apenas duró dos segundos en su cuerpo.
Con movimiento ágil se desabotonó el chaleco.
Prendió las velas de los candelabros que tenía al lado de la cama y, sin quitarse las botas, saltó
sobre esta quedando sentado con la espalda reclinada en las almohadas acolchadas que decoraban
el lecho.
Desprecintó el sobre con energía y leyó.
Su primera reacción fue quitarse el pañuelo, pues le pareció el causante de su falta de aire.
Después sintió cierta plenitud; aquellas letras habían conseguido que él creyera por un
momento rozar el cielo. ¡Lo echaba de menos! A él, solo a él.
Sonrió pleno.
Volvió a leerla.
Su sonrisa se ensanchó.
Su corazón se agitó.
Sus pensamientos volaron.
Y la realidad lo golpeó.
Casarse con Darline sería un sueño, un triunfo personal; pocas veces un hombre podía
encontrar a su alma gemela. Pero no lo haría bajo las condiciones de su padre. No la obligaría a
llevar la vida que otro hombre había decidido por él. No la expondría a un escándalo para
obligarla a casarse en dos días; ella merecía la boda con la que siempre había soñado. Él no
podía ofrecerle esa ilusión porque no estaba en su libertad de escoger, sino bajo el mandato de
alguien que exigía más de lo que un hombre debería acatar y soportar.
Apretó aquella carta junto a su pecho sintiendo cómo su corazón se partía en mil pedazos. Fue
un dolor intenso que por desgracia le duraría toda la vida, pues él no olvidaría jamás aquella
carta, como tampoco la podría olvidar a ella. Su diosa. Su amor.
Darline sonrió.
—El conde tenía razón.
—¿Sobre qué?
—Hoy he sido la estrella.
No pudo retener la risa al recordar aquel momento.
La tía Renee negó con la cabeza. No entendía nada, pero tanto le daba; ver a su sobrina
sonriente era cuanto necesitaba.
Aquel momento de diversión duró poco, pues, a medida que fueron pasando las horas, Darline
se fue apagando.
Estaba sentada en una butaca muy cómoda en la biblioteca cuando el reloj marcó las cinco de
la tarde. Entonces comprendió que no recibiría noticias de Derian. Fue una amarga conclusión,
pero realista.
Cerró el libro que tenía en las manos, con el que había intentado alejar sus pensamientos
durante unas horas sin conseguirlo.
Lo dejó en la estantería y se retiró a su dormitorio. Necesitaba llorar en soledad. Porque así se
sentía: sola. Un sentimiento que la acompañaría el resto de su vida, pues dudaba que ningún otro
hombre pudiese hacerla sentir como Derian. Estaba tan segura de ello como de que él no le
mandaría una respuesta.
Había sido tan ingenua, tan ilusa al pensar que aquella carta le habría hecho reaccionar… Él no
la amaba.
Lloró sin consuelo.
Al cabo de una hora se acercó a la palangana, echó agua y se mojó la cara intentando borrar
aquellas lágrimas que se habían quedado pegadas a sus mejillas.
Respiró con fuerza.
Se apretó el estómago, que anunciaba una nueva arcada, pero que pudo retener.
Volvió a suspirar.
Se tranquilizó.
Se acercó a la ventana y al abrirla recibió una bocanada de aire gélido, pero no le importó, lo
necesitaba.
Permaneció allí un buen rato.
Miró al cielo.
—Cumpliré con mi deber —musitó, como si aquellas palabras pudiesen llegar a sus padres a
través de las nubes grises que los separaba.
Ya no había nada más que decir, solo le quedaba escoger al candidato.
Sabía que Derian no sería ese hombre, por ello, tras haberlo meditado con calma, tomó una
decisión.
Inspiró profundamente. Sabía a quién preguntar, al único que estaba convencida de que
conocería el paradero del hombre que había decidido tomar por esposo.
Se dirigió a la sala púrpura, donde sus tíos y primos se encontraban jugando a las cartas.
—Brice, necesito hablar contigo —pidió sin más.
Todos la miraron, aquella petición les pareció extraña. Su voz había sonado melancólica y eso
los alertó.
El joven no lo dudó, dejó las cartas sobre la mesa y se levantó de su asiento para acompañarla.
La siguió hasta la biblioteca.
Una vez a solas, ella volvió a pronunciarse.
—Necesito que me ayudes.
Su primo la observó. Aunque ella había intentado borrar todo rastro que delatara que había
estado llorando, sus ojos todavía rojizos la evidenciaron ante él.
—¿Qué necesitas?
—Que me lleves a la casa donde se encuentra la familia Hook —suplicó—. Solo tú conoces su
paradero.
Era cierto. Los Hook, tras el escándalo, se habían mudado a un lugar apartado, lejos de la
ciudad y los chismorreos.
—Darline… —Ella le tapó la boca con una mano. No quería escuchar que era imprudente
codearse con los Hook.
—Siento un gran aprecio por Beatrice —apuntó sincera y bajó la mano—. Como también por
su hermano Leighton.
—Yo también —afirmó Brice, pues así lo sentía.
Ella asintió con la cabeza.
—Han sido condenados a un destierro inmerecido —declaró con tristeza—. Es injusto que
Beatrice haya sido ridiculizada por el abandono del conde de Oxford —se enfadó—. Y que su
hermano haya sido repudiado por los actos de su padre.
—Pienso igual que tú —reconoció Brice—. Pero ambos sabemos que en esta sociedad la
apariencia y la reputación lo son todo.
Ella asintió con desgana.
—Exacto —confirmó—. Por eso me llevarás hasta ellos. Está en mi mano devolverles parte de
lo que les han quitado.
Brice dio un paso atrás. No podía creer lo que acababa de escuchar, su prima no estaba
pensando con lógica.
—No estarás insinuando…
Ella lo interrumpió.
—Voy a casarme con el señor Hook —sentenció.
Brice se llevó las manos a la cara y se la frotó dándose tiempo a asimilar aquella declaración.
—Eres consciente de que Leighton en estos momentos para la sociedad solo es Hook, ¿verdad?
—indagó recordándole a su prima que, por la mala cabeza del padre, a Leighton le habían
arrebatado su categoría social. Necesitaba que su prima comprendiera en qué situación se
encontraba ese hombre.
—Y tras nuestro matrimonio no solo recuperará su estatus social, sino que lo aumentará —
adujo convencida—. Poco importará lo que haga el padre de Leighton desde ese momento, pues él
se convertirá en el futuro padre de un conde.
Brice admiró a su prima.
—¿Estás segura?
Los ojos de Darline se anegaron de nuevo.
Brice abrió sus brazos y la recibió, arropándola con calidez, consciente de que Darline estaba
enamorada de otro hombre. No era necesario que ella se lo confesase, se conocían demasiado
bien.
—Si no puedo casarme con el hombre que amo, lo haré con el único al que puedo ayudar —
sollozó—. Por el que además siento cierta admiración.
No mentía, admiraba a Leighton.
Brice la apretó con fuerza.
—Mañana a primera hora partiremos —concedió, prestándole su ayuda—. Está a dos horas de
Londres.
Darline se separó, se limpió con las manos las lágrimas, y le dio un beso en la mejilla a su
primo.
—Gracias.
Y se alejó.
***
Para Derian no había sido fácil levantarse esa mañana, apenas había podido dormir porque sus
pensamientos se negaban a alejarse de lady Darline. Lo había intentado de todas las formas
posibles, pero su mente y él no estaban en sintonía.
Acababa de desayunar y se disponía a reunirse con sus amigos; ese sería su último día de
soltero porque el plazo que le había estipulado su padre expiraba esa misma noche, lo que quería
decir que tendría que comprometer unas horas más tarde a la señorita Pawn.
—Milord, tres damas desean ser recibidas —anunció el mayordomo.
Derian, que estaba sentado todavía a la mesa, apartó el plato que tenía delante, por lo que un
lacayo de inmediato lo retiró.
—¿Tres damas? —preguntó extrañado, puesto que él no solía recibir visitas.
—Lady Philomena, lady Hermione y lady Violet —informó el hombre.
Derian se quedó un tanto dubitativo, ¿la tía del conde de Stanton y sus amigas en su casa?
—Hágalas pasar a la sala de visitas —convino, ya que en Londres la casa no poseía las
dimensiones con las que gozaban en Sheena Road, en Inverness. En Campbell House tan solo
disponían de una sala de visitas, la sala de los desayunos, el salón principal, la sala de baile, una
pequeña biblioteca y un despacho. Eso en cuanto a la planta principal de la casa. Para Derian más
que suficiente, teniendo en cuenta que no tenía intención de regresar a Londres durante una larga
temporada. Más bien deseaba no tener que hacerlo durante el resto de su vida.
Esperó cinco minutos para que las mujeres se pudiesen acomodar antes de que llegase él.
Durante ese tiempo se preguntó qué querrían las tres damas de él. La curiosidad lo llevó hasta
la sala de visitas con paso firme.
Las tres damas habían optado por sentarse en el mismo sofá; él prefirió quedarse en pie, frente
a la mesita baja que ellas tenían delante.
—Buenos días, señoras —saludó afable.
Las tres ancianas respondieron con un asentimiento de cabezas.
—¿En qué puedo ayudarlas?
—En todo caso, joven, somos nosotras las que venimos a ayudarlo a usted —se expresó lady
Violet con una ligera sonrisa, sentada en el extremo derecho.
Derian levantó las cejas.
—¿Necesito ayuda? —ironizó.
Esas mujeres estaban acostumbradas al sarcasmo, por lo que no se molestaron.
—Todo hombre la necesita —adujo lady Hermione desde el extremo izquierdo—, pero no está
en su naturaleza demostrarlo —criticó con maestría el comportamiento de cualquier caballero.
Si Derian en un principio estaba intrigado, habían conseguido que su curiosidad aumentara.
—En ese caso, miladis, agradezco que se hayan tomado la molestia de venir hasta mi casa para
prestarme su ayuda —convino, con cierta cautela, intentando no aparentar estar disfrutando de
aquel momento tan… tan… ¿extraño?
Lady Philomena golpeó con el bastón el suelo llamando su atención, sentada en el centro.
—Puede que a usted le sobre el tiempo, joven —lo regañó—. Pero a nuestra edad el tiempo es
oro.
¿Era culpa de él que ellas fueran tan mayores?
—Venimos a comunicarle que mi sobrino tiene intención de declararse a lady Darline Thorpe
esta misma noche —anunció sin más—. Por ello nos hemos visto obligadas a intervenir para
prevenirlo.
La noticia para él fue como recibir un chorro de agua fría. Sabía que él no podía casarse con
Darline, pero la sola idea de que ella fuese a casarse con otro hombre lo perturbó por completo.
Intentó disimular su turbación, aunque las ancianas tenían un buen ojo crítico; a ellas no les
pasó desapercibido cómo le había demudado el rostro.
Carraspeó antes de pronunciarse, necesitaba aclarar su voz.
—Debo entender que su familia se siente satisfecha por la notable elección de la dama —dijo
alabando a Darline.
—Lo estaríamos si a lady Thorpe le brillase la mirada cuando ve a mi sobrino con la misma
intensidad que cuando lo mira a usted —comunicó la tía del conde exponiendo sin preámbulos los
sentimientos de Darline con respecto a él.
Por más que intentó disimular su agrado respecto a aquella respuesta, no pudo; una sonrisa mal
disimulada surgió en su rostro.
Lady Violet puso los ojos en blanco, ese muchacho estaba tan enamorado como la joven.
—Como a usted solo le brilla la suya cuando está junto a ella —se pronunció lady Hermione
—, nos hemos visto obligadas a avisarlo. En sus manos está que ambos puedan ser felices, o
permitir que otro hombre les robe su felicidad.
Dicho esto, las tres, de manera sincronizada, se levantaron.
—Buenos días —se despidieron.
Derian apenas pudo responder, se había quedado tan pasmado que le fue imposible articular
palabra.
Capítulo 12
Hertfordshire 1808
Londres 1808
Londres 1808
Darline Thorpe estaba nerviosa, por lo que su estómago una vez más le provocó unas arcadas que
le fueron imposibles de retener.
Su doncella se inquietó, aunque intentó ser positiva; era muy posible que ella estuviese
equivocada. Había dado por hecho que si Darline estaba en cinta, el padre sería el conde de
Stanton, pero teniendo en cuenta la celeridad que había exigido el futuro esposo de su señora con
los preparativos del desposorio, el padre seguramente era el vizconde. Prefirió callar y guardarse
para ella sus elucubraciones.
—Cuando os vea vuestro prometido le pareceréis la novia más hermosa —halagó la doncella
al mirar el reflejo de Darline en el espejo que tenía delante.
La joven sonrió plena.
La tía Renee suspiró, muy emocionada.
Con una simple mirada a su doncella, Darline pidió con afecto que las dejase a solas.
La mujer se retiró.
La muchacha se giró lentamente y miró a los ojos a la mujer que había sido como una madre
para ella.
—Tía, lamento que no pueda organizar la boda que tanto deseaba —se apenó, pues conocía los
anhelos de la mujer. Llevaba años soñando con aquella celebración.
La esposa del baronet se acercó a su sobrina y tomó las manos de la joven entre las suyas.
—No existe boda más hermosa y perfecta que la de una novia que llega sonriente y feliz al altar
—indicó con voz emotiva—. Y tu sonrisa, mi querida niña, es plena —afirmó—. Por ello esta
boda va a ser tan maravillosa como cualquier otra que hubiese podido organizar.
Darline abrazó a su tía con tanta adoración que la mujer no pudo retener una lágrima de
emoción.
Esa niñita que había crecido junto a ella iba a convertirse en esposa en menos de una hora. Sus
caminos se iban a separar. Había pasado muchos años pensando en ello, pero en ese mismo
instante su corazón habló; no estaba preparada para perderla.
Darline tuvo un pensamiento parecido, por ello se pronunció sin soltar a su tía.
—Esto no es un adiós, tía —prometió—. Solo es un hasta pronto porque siempre la voy a
necesitar.
La mujer besó la mejilla de la joven.
—Siempre me tendrás —sentenció.
Se separaron.
—Estás preciosa.
Darline volvió a girarse, necesitaba mirarse de nuevo ante el espejo.
Reggi se había esmerado mucho con el peinado, su recogido se veía diferente, no era el típico
que usaba para ir a las fiestas, lo llevaba más ondulado de lo habitual y eso le daba un aspecto
más juvenil, o eso pensaba ella.
El color lima pálido del vestido era muy parecido al color de sus ojos, y no lo iba a negar, le
favorecía.
Esperaba que el novio la encontrase tan bonita como su doncella y su tía porque deseaba que él
la recordase hermosa; así no olvidaría nunca el día de su boda.
Los amigos del novio no podían creer que Derian estuviese tan sonriente. Primero, porque para
ellos era inconcebible que se casase. Nunca había hablado de matrimonio; de hecho, era el
primero en salir corriendo cuando alguna de las casamenteras de las tierras de Inverness se
presentaba con alguna jovencita. Y segundo, ¿cómo podía tener tan buen aspecto? Habían
localizado al obispo al alba. Mejor no recordar las palabras que era capaz de pronunciar un
emisario de Dios, porque dudaban que se hubiese olvidado de emitir cualquier vocablo más típico
de trabajadores de los muelles que de un vicario. Claro que, cuando se le negó la entrada a la casa
del obispo, a Derian no se le ocurrió otra cosa que colarse por una ventana y avasallar al hombre
que descansaba plácidamente en su cama. Una temeridad de la que tendrían que hablar, pero no
justo en ese momento, pues el carruaje del baronet Artin estaba acercándose.
—¿Estás seguro de lo que vas a hacer? —indagó Eduard, por si Derian no estaba del todo
convencido, buscar una solución cuanto antes, aunque la posibilidad de acabar sin piel a manos de
Brice Artin fuese bastante probable y algo a tener en cuenta.
—Jamás he estado tan seguro de algo —canturreó, con los ojos clavados en la puerta del
carruaje esperando ver a su diosa.
Al verla la zozobra lo invadió. Él quería ser para Darline lo más importante.
Ojalá hubiese llevado su kilt, se habría sentido más acorde a lo que representaba, el futuro
heredero de un ducado de las Tierras Altas. Pero debido a la desmotivación con la que partió de
Inverness no pensó en nada, tan solo en que tenía que cumplir con un deber que odiaba. Ahora lo
lamentaba, pero ya nada se podía hacer; se iba a casar con un traje de buen corte, color gris
marengo, a juego con el chaleco del mismo color, bordado con hilos de plata.
Cuando sus ojos cobalto se encontraron con los verdes agua marina, entendió que la mujer que
iba a convertirse en su esposa era todo cuanto necesitaba para ser feliz.
—Nunca tuve opción —susurró para sí mismo, aunque sus amigos lo escucharon y no
comprendieron aquella frase.
Sin embargo, Derian sabía perfectamente lo que decía; él nunca tuvo opción de elegir a otra
mujer como esposa. Desde el mismo instante en que vio a Darline en aquel baile se grabó a fuego
lento en su interior. Él no tuvo poder de decisión; ella lo atrapó con tanto magnetismo que le fue
imposible apartarla de su mente y de su corazón.
Se acercó a ella y cogió su mano enguantada para besársela.
Brice emitió un gruñido manifestando su enfado tanto por tener que casar a su prima con tanta
celeridad, como por el poco protocolo que él mostraba, ya que no debía acercarse a la novia hasta
que ella estuviese en el altar esperándolo.
Derian había soportado gritos suficientes para una semana o un mes entero por parte del obispo
unas horas antes.
«Menudo vocabulario», pensó Derian al recordar todas las palabras malsonantes que eran
capaces de salir por la boca del hombre que iba a casarlo. Comprendía que asaltar una casa ajena
para sacar de la cama al hombre que allí dormía no era precisamente lo esperado por parte de un
aristócrata, pero una vez hecho no había necesidad de escuchar tantos improperios. Tanto daba,
como bien sabía él; aquellas quejas impertinentes por parte del obispo quedaron relegadas con
unas cuantas monedas de oro.
Por ello pasó por alto la queja del primo de Darline, quien pareció leer su mente y, en vez de
amonestarlo, le regaló una cálida mirada. Tan cálida que calentó su interior hasta el punto de
desear lanzar su levita lo más lejos posible.
Eduard, que estaba más nervioso que el propio novio, le apretó el hombro para que dejase
pasar a Darline; puede que el obispo estuviese más calmado, pero mejor no enfadarlo por si
volvía a sacar por su boca todo cuanto había proferido unas horas antes, más que nada porque
estaban en la iglesia y era mejor no hacer parecer al obispo, delante de la familia Artin, ser el
mismísimo Belcebú.
La ceremonia iba a ser muy familiar, puesto que los Artin apenas habían tenido tiempo de
invitar a nadie. Aun así, tres ancianas estaban sentadas, expectantes, pues querían ser testigos de
aquella unión.
Derian, que iba justo detrás de la novia, las vio y sonrió. No sabía cómo habían averiguado que
se iba a celebrar allí la boda, pero nunca las olvidaría, pues gracias a esas tres entrometidas él
iba a convertirse en el marido de la mujer que amaba.
Justo al pasar por el lado de lady Philomena se paró y las miró.
—Gracias, miladis —agradeció susurrante—. Tenían razón, no podía permitir que otro hombre
me robara la felicidad.
Las ancianas sonrieron plenas.
Él continuó caminando hasta el altar, donde su diosa de ojos verdes lo esperaba para
convertirse en su esposa.
***
La tía Renee no había escatimado en gastos; no había podido celebrar la boda que tanto
deseaba para su sobrina, pero sí cumplió con una parte muy importante: agasajar a sus invitados.
La comida fue abundante, tanto como la bebida.
No era una mujer que hubiese gozado de celebraciones, su vida social se limitaba a las visitas
a la iglesia los domingos y unas pocas reuniones para tomar el té. Su vida era bastante tranquila
porque así lo había decidido ella.
Miraba a los invitados desde la distancia. Como era de esperar, la noticia había corrido como
la pólvora y, aparte de las pocas personas a las que ella había enviado una nota de buena mañana,
se presentaron en la casa casi cien invitados más; curiosos que no querían perderse ningún detalle,
ya que el cotilleo siempre era mejor vivirlo en primera persona.
La tía Renee sonrió porque, a pesar de no haber tenido mucho trato social durante años, no le
había pillado desprevenida; había ordenado a la cocinera un banquete digno de una reina. Nadie
podría criticar la boda de su sobrina por falta de previsión, y eso la alegró.
Unos brazos la rodearon por detrás y, acto seguido, recibió un beso afectuoso en la mejilla.
—Tía, no sé cómo lo ha conseguido —la felicitó Darline, susurrante—, pero la fiesta está
siendo un éxito.
La mujer le dio a su sobrina unas palmaditas de agradecimiento en las manos.
Darline la soltó y se colocó a su lado.
Renee la miró y lamentó no haber sido más sociable. Ahora su sobrina se había convertido en
la esposa de un futuro duque y eso implicaba una vida social muy activa.
—Mi querida niña —pronunció con afecto—, debí prepararte para…
—No había necesidad, tía —la interrumpió Darline para defenderla—. No tenía previsto
casarme con un hombre que desease tener mucha actividad social —reconoció—. Y puedo
asegurarle que mi esposo detesta tanto los actos sociales como yo el pudín de higos.
La tía Renee no pudo evitar reírse porque su sobrina había puesto una cara de angustia muy
divertida. Era cierto que Darline detestaba aquel postre más que nada en el mundo; no podía ni
olerlo.
«Mi esposo», pensó Darline. Debía sentirse extraña al pronunciar aquella palabra, pero por
sorprendente que pudiese parecer, le sonaba muy natural. Parecía que hubiese esperado toda la
vida encontrar a Derian. Como si en aquellos sueños que había tenido durante muchos años él
hubiese sido el protagonista y, por ello, ahora pensar en Derian como su esposo no le pareciera
extraño.
—Aquí está mi esposa —susurró Derian en el oído de Darline.
Ella sintió un escalofrío que recorrió toda su columna.
Tía Renee los miró.
Él miraba a Darline con deleite.
Ella miraba a Derian con adoración.
Definitivamente, esa pareja estaba enamorada.
—Creo que es el momento de retirarnos —pronunció Derian anunciando su partida a la tía de
Darline, aunque sus ojos no se apartaron de los de su mujer.
—Ah, no —se quejó Renee—. No abandonaréis esta casa como mínimo durante cuatro horas
más —advirtió con voz áspera—. O todos los invitados pensarán que… —No terminó la frase
porque no era apropiado decir ciertas cosas delante de su sobrina, aunque ya fuese una mujer
casada.
Pero, ¿acaso no era verdad? Por supuesto que quería alejarse de allí, llevar a Darline a
Campbell House y celebrar su noche de bodas.
La recién casada intentó esconder la sonrisa, pero Derian notó en sus ojos tanto la chanza como
la súplica de no negarle a su tía lo que les pedía, aunque desease marcharse de allí tanto como él.
Le encantó saber reconocer aquel gesto, algo que deseaba poder compartir durante muchos años.
Se había casado con una mujer con un gran sentido del humor y, ante todo, con la única capaz de
conseguir una conexión perfecta, porque Darline también era capaz de reconocer en él su estado
de ánimo sin necesidad de hablar.
—Dos horas —sentenció. Acto seguido, agarró de la mano a Darline y, con un movimiento
rápido, la llevó detrás de una de las columnas del salón para robarle un beso rápido sin que nadie
los viera. Fue corto pero intenso, el beso que anunciaba el preludio de una noche repleta de
caricias y pasión.
Tan rápido como se lo entregó se alejó, ya que no estaba seguro de poder cumplir su palabra de
permanecer un par de horas más si continuaba besando a su mujer.
Darline se quedó allí, aturdida. Eso sí, muy alterada interiormente y deseosa de que pasasen las
dos horas con tan solo pestañear.
Capítulo 15
Londres 1808
Hacía siete años que en Sheena Road no se celebraba ningún tipo de festejo. Por ello, los
sirvientes estaban nerviosos, no querían que nada saliera mal. El duque merecía volver a ser un
hombre feliz.
El ama de llaves miraba por la ventana del dormitorio que un día perteneció a la esposa de
Derian, añorando a aquella muchacha que durante un corto plazo de tiempo consiguió que el actual
duque fuese el hombre más feliz de Escocia.
«Que Dios la tenga en su gloria», rezó interiormente.
Escuchó la voz de la honorable Loretta Sue y la sacó de su ensoñación.
—¿Está todo a su gusto? —se interesó la mujer al advertir que aquella joven no parecía estar
del todo contenta.
—No —negó con altivez—. Mi doncella me ha comentado que los armarios no están vacíos.
La señora Ryder la miró antes de responder. No comprendía cómo el duque se había podido
fijar en una joven tan caprichosa. Aquella era la alcoba de la difunta vizcondesa, no se había
tocado nada desde su… Ella había preparado otra habitación para Loretta, pero la malcriada que
tenía delante se había negado en rotundo a ocupar aquel dormitorio, exigiendo que trasladasen sus
pertenencias allí. Cuando ella protestó, la joven se expresó con soberbia: «Voy a ser la señora de
esta casa, mis exigencias son órdenes para usted». ¿Qué responder a aquella afirmación? No
podía negar, le gustase o no, que la honorable Loretta Sue sería proclamada esa misma noche
como la futura duquesa de Wittman.
—Los vaciarán en cuanto los invitados salgan a cabalgar —cedió la mujer esperando que
Loretta también se apuntase al paseo a caballo que había organizado el duque para sus invitados.
—Eso espero —zanjó Loretta al tiempo que salía de la habitación dejando al ama de llaves
mordiéndose los labios.
Llegó al dormitorio que le habían asignado y se miró en el espejo.
Esa ama de llaves entrometida había estado a punto de arruinar sus planes.
Esa noche iban a celebrar la pedida de mano, pero su padre le había dado un ultimátum: no
podían esperar un mes más. Debía colarse en la habitación del duque y seducirlo. Su madre había
llegado a un acuerdo con una amiga, la cual entraría en su habitación con cualquier excusa y, al no
verla allí, llamaría a su madre para buscarla y encontrarla en la cama con el duque; así exigirían
que se adelantase la boda con una licencia especial.
Ese plan solo se podría llevar a cabo si ella pernoctaba en la alcoba contigua, de otra forma
cualquier invitado o sirviente lo echaría a perder, pues la obligarían a regresar de nuevo a su
dormitorio. Porque, aunque la idea era quedar comprometida, la apariencia como siempre era
primordial. Una cosa era que la pillasen en la cama, y otra que la viesen a ella a hurtadillas
buscando al duque.
Ya se había entregado a otro hombre, poca diferencia podía haber. La única, que en esta
ocasión ella saldría resarcida convirtiéndose en duquesa.
No lo iba a negar, tenía algo en común con su padre: era una derrochadora. Le gustaba vivir
rodeada de lujos. Los mejores trajes, las mejores sedas, los mejores sombreros, las mejores
joyas… Eso no se lo podía ofrecer cualquier hombre. Sin embargo, el duque de Wittman sí le
podría dar todos esos caprichos; era por todos conocido que el ducado era tan próspero como lo
fue en sus ancestros. Siempre estuvo considerado uno de lo más acaudalados.
Derian no era viejo, ni gordo, ni feo… Era un buen partido. En el fondo iba a salir ganando con
esa unión.
El duque ya estaba cansado de tener a tanta gente en su casa. Odiaba aquellas fiestas que se
alargaban durante quince días, y ya llevaba seis conviviendo con aquellos entrometidos.
No comprendía que Loretta y su familia hubiesen llegado seis días después de lo acordado. Era
inconcebible, teniendo en cuenta que los treinta invitados que llevaban disfrutando de la
hospitalidad de Sheena Road eran por parte de ella.
Lo que el duque no sabía era que al barón le había costado conseguir el dinero suficiente para
poder realizar el viaje. Había tenido que vender algunas joyas de su esposa, que era lo poco que
les quedaba. No podía permitirse viajar sin cochero ni doncellas ni ayuda de cámara; debía
aparentar ante todos poseer todavía la suficiente fortuna como para mantener su estatus social.
Derian, al ver llegar el carruaje con el blasón del duque de Manfford por fin sintió alivio;
Benedick iba a ser su salvación. Por fin tenía un amigo con el que escaparse y poder hablar con
tranquilidad.
Hizo un movimiento de mano tirando de las cinchas de su caballo para que girase, y espoleó
enérgico para acercarse a la entrada de la casa.
Benedick fue el primero en apearse del carruaje.
—Wittman —lo saludó.
—Frotell —respondió el duque al tiempo que bajaba de su montura.
Benedick tendió la mano para ayudar a su hermana a bajar.
Victoria, con un grácil movimiento de cabeza, saludó al duque.
Derian respondió al saludo con un asentimiento.
El duque de Manfford fue el último en hacer acto de presencia.
—Wittman, espero que en esta ocasión sepas elegir una esposa acorde a tu posición —dijo
prescindiendo de modales, como solía ser habitual en él. Ese hombre se creía superior al resto de
la humanidad.
El comentario molestó a Victoria.
A Benedick le pareció un insulto imperdonable.
—Me casé con la dama más idónea que un hombre pudiera desear —declaró defendiendo a
Darline—. En mi presencia nadie tachará de lo contrario a mi esposa.
Benedick notó dolor en la voz de su amigo.
Victoria sintió aprecio por el duque. No obstante, le pareció extraño que él hablase de Darline
en presente. Ese hombre no había olvidado a la mujer con la que se casó, y eso le hizo pensar que,
a pesar de que esa noche iba a celebrar una pedida de mano con otra mujer, él seguía enamorado
de su difunta esposa.
Manfford prefirió callar. En cualquier otro lugar habría impuesto su parecer, pero Wittman era
duque, y ya había tenido una mala experiencia con el duque de Hamilton, el único que hasta la
fecha había sido capaz de humillarlo delante nada menos que de un mayordomo.
Y hablando de… El mayordomo de Sheena Road los recibió con los honores que merecían.
Los lacayos fueron raudos a bajar los baúles del carruaje.
Mientras el padre y Victoria entraban en la casa, Benedick se quedó junto al duque.
—Vamos —lo invitó Derian a que lo siguiera hasta las caballerizas para dejar su caballo a
resguardo.
Benedick caminó junto a él.
—Lamento el comentario de mi padre —se disculpó el marqués de Frotell.
—Está olvidado —comunicó un tanto serio.
El comentario del duque lo había escuchado en más de una ocasión; eso sí, nadie había sido
capaz de decírselo a la cara.
La sociedad estaba dividida: unos acusaban a Darline; otros a él.
Miró de soslayo a Benedick, el único que no había hecho un juicio con respecto a los cotilleos.
No había mostrado desprecio por el recuerdo de Darline, como solían hacer muchos para
agraciarse con él, como tampoco se había pronunciado ante las acusaciones de asesino que le
proferían otros.
Definitivamente, Benedick era un buen hombre, algo loable teniendo en cuenta el padre que lo
había educado.
—¿Estás preparado para esta noche? —se interesó Benedick.
—Llevo siete años esperando este momento —reconoció con tanta sinceridad que el marqués
lo miró extrañado y pensativo.
—En ese caso, no puedo más que desearte fortuna —deseó con todo su corazón, pues había
entendido las palabras de su amigo.
—La voy a necesitar —manifestó esperanzado con que en esa ocasión saliera bien.
Capítulo 17
El ama de llaves había intentado comunicarse con el duque en un par de ocasiones; quería
comentarle ciertos temas de índole personal, ya que la idea de que la joven durmiera en la
habitación contigua a la de él podía dar que pensar a los invitados. En realidad, poco importaba,
pero un resquemor en su interior la incitaba a prevenir al duque de la decisión de su prometida.
Lo había intentado antes del almuerzo, a media tarde y después de la cena, pero había sido
imposible; por un motivo u otro había pasado el día sin poder hablar con él.
Ahora tendría que esperar, pues todos los invitados se habían trasladado del salón principal a
la sala de baile, lugar que habían elegido para celebrar el acontecimiento por el que todos estaban
allí.
El duque de Wittman parecía más serio de lo que se podía esperar de un hombre que estaba a
punto de comprometerse. Benedick lo había observado toda la noche. Durante la cena Derian
parecía impaciente, nervioso. Solo hacía que mirar su reloj una y otra vez. Poco a poco había ido
perdiendo los ánimos, y su rostro en ese momento reflejaba un hombre abatido.
El baile lo abrieron Derian y Loretta, y la gente se fue uniendo a ellos.
El barón Lynn hizo una seña al mayordomo para que preparase tres copas, iban a hacer el
brindis de un momento a otro.
Victoria se acercó a su hermano.
—Benny, el duque no ha olvidado a su esposa —comunicó en voz baja—. Va a prometerse con
Loretta por obligación, pero ese hombre no está preparado para casarse. La primera vez lo hizo
por amor.
Benedick miró a su hermana, pero no respondió.
Buscó a su amigo y vio cómo se dirigía con Loretta hacia el barón. Se situaron allí, tomaron las
copas de champán y se prepararon para cuando terminara la pieza que estaba amenizando el baile.
De súbito, la música dejó de sonar y, en ese mismo instante, una mujer con un vestido
inapropiado para una fiesta hizo acto de presencia, quedándose justo en lo alto de los cinco
escalones que daban acceso a la pista de baile. Llevaba ropa de diario, verde, a juego con una
chaqueta Spencer, y como complemento, un sombrero de tres picos del mismo color. Las arrugas y
el polvo en su falda delataban que la mujer había viajado en carruaje durante horas, o incluso
días.
El silencio se apoderó del lugar.
Victoria se sujetó del brazo de su hermano.
Muchas mujeres se expresaron en voz alta con un «¡Oh!» sorpresivo.
A Loretta se le cayó la copa de champán.
Derian levantó la cabeza y sus ojos cobaltos se clavaron en aquella mirada verde que le estaba
recriminando sin hablar.
—¡Esposo! —proclamó Darline para que a nadie se le olvidara quién era ella—. De haber
sabido que nos ibas a preparar una fiesta, “tu hijo” y yo habríamos regresado con anterioridad.
A nadie le pasó desapercibido el énfasis en aquellas dos palabras: “Tu hijo”.
Derian no pudo articular palabra. Se había quedado atónito.
Darline estaba allí.
Darline había regresado.
Darline estaba más hermosa que la primera vez que la vio.
Darline no había separado la mirada de la de él.
—Espero poder descansar —dijo dando a entender que la fiesta se había acabado en esa casa.
Su casa—. Buenas noches.
Giró sobre sus talones y se marchó tal y como había llegado, en silencio como un fantasma.
Benedick miró a su hermana y no pudo evitar sonreír.
—La fortuna ha estado de parte de Derian —celebró.
No se equivocaba, esa misma mañana cuando Derian pronunció: «Llevo siete años esperando
este momento», él lo comprendió. Siete años, el tiempo exacto que Darline llevaba desaparecida;
el mismo que él había estado esperando que ella regresara. Porque era el tiempo límite que la ley
exigía para declarar a una persona muerta.
Su amigo había vivido siete años esperándola porque la seguía amando. Por eso había
anunciado el compromiso en todos los periódicos, tanto en Inglaterra como en Irlanda y Escocia.
Era la única forma de hacer regresar a Darline porque, si ella no aparecía esa misma noche, la
habrían declarado muerta, permitiendo así que él pudiese casarse de nuevo.
—¡Cómo se atreve esa…¡ —se expresó el barón Lynn, pero Derian lo interrumpió.
—Cuidado, barón —le advirtió—. Mida sus palabras cuando vaya a referirse a mi esposa.
—¡Su esposa estaba muerta! —declaró encolerizado.
—Pues ya ha visto que no es así —comunicó con calma—. Lamento que no podamos continuar
con este acuerdo —pronunció, cauto—. No obstante, le compensaré…
—Por supuesto que me va a compensar —gritó fuera de sí, algo que molestó a Derian—. ¡Va a
casarse con mi hija! Sacará a esa mujerzuela…
Aquello fue lo último que pudo pronunciar antes de que Derian le estampase un puñetazo en la
cara provocándole un chorro de sangre que empezó a salir por la nariz del barón a borbotones.
Benedick, raudo, lo sujetó para que no continuara.
Los gritos de las damas hicieron eco.
—Acaba de perder mi generosidad —agregó, alterado—. Ya no existe compensación y,
además, abandonará mi casa de inmediato.
Mientras Derian golpeaba al barón, Darline entraba en el que había sido su dormitorio, donde
se encontró con la doncella de Loretta.
—No puede entrar aquí —la amonestó la doncella sin saber quién era.
—Lo que no puedes tú es estar aquí —declaró ella, enfadada.
Había viajado durante seis días para poder llegar a tiempo, se había enfrentado a los presentes
en la sala de baile; no estaba para más sorpresas o tonterías. Su paciencia estaba al límite.
—Si no sale, llamaré a un lacayo para que la saque —amenazó la doncella—. No puede
permanecer en el dormitorio de la señora de la casa.
Escuchar aquello fue como clavarle un puñal a Darline.
—En Sheena Road solo hay una señora y esa soy yo —zanjó.
La doncella parpadeó.
—La honorable Loretta Sue es…
Darline, con los nervios a flor de piel, el enfado en lo más alto y con poca paciencia, se dirigió
al primer armario.
Lo abrió con tanto brío que a punto estuvo de desencajar las puertas de las bisagras.
Hizo un barrido con las manos y sacó de un tirón todos los vestidos que allí estaban colgados.
La doncella intentó impedírselo, pero Darline parecía un animal salvaje; la hizo a un lado con
un empujón, sin soltar aquellas prendas que tanto pesaban.
Después se dirigió con paso firme hasta el corredor, se acercó a la baranda y lanzó toda la ropa
sin importarle dónde fuese a parar.
Los invitados, que se estaban retirando a sus habitaciones, recibieron aquellos vestidos como
lluvia caída del cielo.
Grititos, gritos y chillidos por parte de las damas al notar el peso de aquellos trajes sobre sus
cabezas recorrieron todos los pasillos de la casa. Claro que, el más sonoro fue el de Loretta Sue
cuando reconoció que eran suyos.
Alzó la cabeza y vio a Darline, quien estaba a punto de lanzar una segunda tanda de prendas.
—¡Salvaje! —la acusó.
Darline la miró desde lo alto y dejó caer las prendas.
Las mujeres corrieron despavoridas.
—Esto es lo que sucede cuando una intrusa intenta apropiarse de mi casa —sentenció Darline
con autoridad.
Regresó a la alcoba, agarró a la doncella del brazo y la sacó. Una vez fuera del dormitorio
cerró la puerta con un portazo que retumbó por toda la casa.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Victoria a su hermano, quien todavía continuaba en la sala de
baile. Eran los únicos que habían permanecido junto a Derian viendo cómo todos los demás
invitados abandonaban la sala.
—No lo sé.
El mayordomo ordenó que recogiesen las prendas, dando gracias a Dios por haber dejado los
baúles de Loretta en la antigua habitación; así no tendrían que entrar a por ellos donde la duquesa
se encontraba.
Darline miró la cama y su mente voló tan lejos que deseó llorar. Había consumido todas las
lágrimas que una persona pudiese segregar hacía tanto tiempo, que pensaba que nunca más podría
sollozar, pero para su sorpresa sus ojos se humedecieron. No sabía si sentirse dichosa por volver
a tener sentimientos, pues creía haber perdido su alma el mismo día que abandonó Sheena Road, y
con ello a Derian.
El recuerdo de su marido fue suficiente para alejar aquellas lágrimas que pululaban por brotar.
Él había metido a otra mujer en su alcoba, en su cama… Con ese dolor en el pecho fue directa al
tirador.
El ama de llaves acudió rauda.
—Duquesa —la saludó con el corazón acelerado por la emoción de verla de nuevo allí, en
Sheena Road, viva.
—Retiren las sábanas —ordenó. No estaba dispuesta a dormir entre aquellas telas que estarían
impregnadas con el olor de otra mujer.
—Las sábanas están limpias, su Excelencia —informó la mujer—. Nadie ha dormido en esta
cama desde que usted… —No supo cómo terminar la frase.
Darline se sorprendió.
La señora Ryder, al notar aquella sorpresa, decidió ampliar la información; su señora lo
merecía.
—El duque no estaba al tanto del traslado de las pertenencias de la honorable Loretta Sue a
esta alcoba —manifestó con sinceridad, pues su señor también merecía aquella defensa—. Dudo
que él lo hubiese permitido.
Darline no esperaba que se le encogiese el estómago, hacía tantos años que no se emocionaba
por nada que aquello incluso le pareció agradable.
Que Derian no hubiese metido a ninguna mujer en su dormitorio le agradó más de lo que
desearía.
—De acuerdo —cedió Darline—. En ese caso avise a mi doncella. Deseo poder acostarme,
estoy agotada —confesó.
No era necesaria la explicación, el rostro afligido de la duquesa reflejaba el cansancio.
La mujer se retiró y bajó a las cocinas, donde la doncella de la duquesa esperaba al ama de
llaves para presentarse de forma oficial, ya que su señora había entrado directa, dando una única
orden: que el mayordomo guiara a la niñera de su hijo y lo acomodara en la alcoba destinada al
hijo del duque. Sin más, se había dirigido a la sala de baile.
Todos los sirvientes estaban expectantes, todavía no podían creer que la duquesa estuviese…
viva.
—Harry, Thomas, Corey y Alan subid de inmediato los baúles de la duquesa —ordenó el
mayordomo, acelerado.
—Señora Ryder, soy Amber —se presentó la doncella personal de Darline. Era una mujer
joven de veinticuatro años, los mismos que la duquesa—. La doncella personal de lady Wittman.
—Sígueme —la instó la señora Ryder para que la acompañara hasta el dormitorio de la
duquesa.
Llegaron al mismo tiempo que los lacayos, quienes entraron y dejaron dos baúles.
—No es necesario que subáis los restantes —se dirigió Darline a los sirvientes—. Podéis
hacerlo mañana.
Los hombres hicieron una genuflexión y regresaron a las cocinas.
Darline solo deseaba tumbarse y dormir, no recordaba la última vez que se había dejado
vencer por el sueño durante más de un par de horas, pero seguramente hacía más de tres días.
Amber se acercó a uno de los baúles para buscar el camisón.
—No es necesario —se pronunció Darline con voz afligida—. Solo ayúdame a quitarme la
ropa.
La doncella no lo dudó, se acercó hasta su señora y la ayudó a desvestirse.
Cuando se quedó con la camisola, Darline le pidió que se retirara.
En cuanto se quedó sola, fue directa a la cama y se tumbó.
Ladeó la cabeza hacia el lado izquierdo y se dio cuenta de que, de manera inconsciente, se
había tumbado en el lado derecho porque ese era el lado que siempre había utilizado cuando
dormía con Derian. Podía haber ocupado el centro de la cama, pero no, lo había hecho como
siempre porque en aquella habitación le era imposible actuar de otra manera; no deseaba que
fuese de otra manera. Le gustase o no, ella añoraba todos los recuerdos de su pasado junto a
Derian.
Cerró los ojos y el cansancio la venció.
Una hora más tarde, la puerta que comunicaba con la recámara del duque se abrió.
Derian se acercó con sigilo. Necesitaba comprobar que no era un sueño, que Darline, la mujer
que él no había podido olvidar, estaba allí.
Deseó besarle la frente, tan solo una mínima caricia, pero no podía; él era un hombre de
palabra y le había dado la suya cuando ella le exigió que no volviese a tocarla.
Cerró los ojos y apretó los puños.
Deseaba tanto borrar el pasado… No, no, no quería borrar el pasado porque eso significaría
perder los recuerdos con Darline. Sin embargo, sí desearía poder retroceder y hacer las cosas de
otra manera para no perderla, porque cuando ella se fue él dejó de ser un hombre y perdió su
alma.
El recuerdo del salvaje en el que se había convertido lo llevó al momento en el que lo tomaron
por un asesino.
«Derian leyó la nota que Darline le había dejado, unas letras cargadas de dolor que rompieron
en mil pedazos su corazón. Tras comprender que ella lo había abandonado, sintió cómo su alma
salía de su ser. Un desgarro interno que pocos hombres habrían soportado, y si él lo consiguió, tan
solo fue por la idea de que Darline algún día regresaría junto a él.
Esa única esperanza permitió que él siguiese respirando.
Pero, con furia interna y sintiéndose un animal, salió de la casa, montó en su mejor caballo y
cabalgó a galope, sin rumbo, sin motivación y sin ser consciente de lo peligroso que era cabalgar
de aquella manera tan desenfrenada.
Lo hizo durante horas, saltando obstáculos sin temor a nada, porque ya nada le podía causar
dolor.
Tan solo paró cuando su caballo, totalmente agotado, dejó de cabalgar.
Lo hizo cerca del río Ness.
Derian se acercó a la orilla para mojarse la cara, estaba tan exhausto como su corcel.
El gruñido de un animal a su espalda lo alertó.
Al darse la vuelta lentamente vio ante él a un lobo.
El animal estaba hambriento y él estaba lleno de rabia, por lo que no se amilanó ante aquella
bestia; en ese momento él se sentía tan salvaje como el lobo.
Cuando lo atacó no temió perder la vida, pues sin Darline tampoco es que se sintiera vivo.
Pero se aferró a aquella pequeña esperanza de poder volver a verla y se defendió como un
auténtico animal salvaje; apenas había diferencia entre el lobo y él. Y esa fue su suerte, pues sacó
de la bota la daga que siempre llevaba cuando salía a cabalgar y se la asestó con toda la furia que
poseía en aquel momento. Mató al animal en el acto.
Estaba tan fuera de sí que, sin pensar, lanzó aquel cuerpo inerte al río y contempló cómo las
aguas se lo tragaban hasta que desapareció.
Se quedó allí arrodillado unos minutos, apenas tenía fuerzas para levantarse. Entonces, escuchó
la voz de su hermana llamándolo.
—Derian.
Él giró el cuello.
Tabitha se llevó las manos a la boca.
Los dos lacayos y la doncella que la acompañaban lo miraron con los ojos agrandados. Verlo
lleno de sangre y con el cuchillo en la mano los asustó.
—Derian, ¿qué has hecho? —preguntó casi sin voz.
Poco importaba lo que hubiese hecho porque ese día, al llegar la noche y no encontrar ni a la
vizcondesa ni al bebé en la casa, saltó el rumor de que el duque había matado a su mujer y al hijo
de ella».
Abrió los ojos y volvió a mirar a Darline.
No podía dejar de mirarla; esos siete años apenas la habían cambiado, seguía siendo tan
hermosa como siempre.
Sin poderlo evitar, acercó su mano a la cabeza de ella. Iba a acariciar su melena rubia, pero en
el último momento cerró el puño y se alejó.
Había cometido muchos errores, no estaba dispuesto a faltar también a su palabra. Por mucho
que deseara a Darline, no podía perder su honor porque era lo único que le quedaba ante ella.
Capítulo 18
Inverness 1816
Un nuevo comienzo.
Derian ya llevaba dos horas despierto cuando apenas había salido el alba. Se sentía enjaulado. No
podía soportar la idea de tener a Darline en la habitación contigua y no poder estar junto a ella.
Inspiró con fuerza.
No iba a ser fácil mirarla a los ojos y hablar. Sencillo no iba a ser, pero debía intentarlo; su
misión, en cuanto tuviese la oportunidad, consistía en romper aquel silencio que los había
acompañado durante siete años.
Recordaba lo fácil que había sido siempre mantener una conversación con Darline, lo cómodo
que se sentía a su lado y lo plenamente feliz que era junto a ella.
No debió permitir que los cotilleos le afectasen ni que la ira se apoderase de él.
Si hubiese podido mirar a aquel bebé con otros ojos, su vida habría sido totalmente distinta;
pero no pudo, le fue imposible.
Suspiró derrotado.
Darline había regresado, pero lo había hecho con el niño.
Tragó con dificultad.
Él amaba a su esposa, no había pasado un solo día en siete años que hubiese dejado de sentir
por ella lo mismo que cuando se casó.
Eso era verdadero amor, ¿no? Él mantenía intacta su promesa de amarla eternamente porque así
lo sentía, y porque no existía para él ninguna otra mujer que pudiese llenarlo tanto.
Recordó parte de aquella carta con la que se despidió:
«Nunca dudes de que mi amor por ti es verdadero, al igual que el tuyo por mí. Por ello debo alejarme de tu
lado, para poder mantener intacto el recuerdo de nuestro amor, ya que nuestro presente nos hará odiarnos y sufrir».
Él había sufrido de igual manera. Sin embargo, Darline tenía razón; el amor de ambos era
verdadero, pero las circunstancias pudieron con ellos y la lejanía de ella evitó que se perdiera
aquel amor.
Con la partida de Darline él aprendió que no existía mayor dolor y sufrimiento que el de perder
el gran amor de su vida, porque nada era comparable a encontrar un amor tan puro y sincero. Él lo
había encontrado, había sido bendecido por Dios, pero también lo había perdido y entonces supo
lo que era morir.
Daría la vida por que aquello que habían vivido durante siete años hubiese sido un mal sueño,
por que todo terminara con un beso de Darline al despertar. Uno de aquellos besos que durante un
tiempo se convirtieron en su adicción, cuando se entregaba a Morfeo por las noches, después de
haber intimado con su mujer, deseoso de que llegase la mañana para que los labios de Darline lo
despertasen.
Ahora ella se encontraba en la cama de la alcoba contigua y la sola idea de volverla a perder
lo embargaba de temor.
Sentía miedo.
Se frotó la cara con las manos.
Nunca había sentido aquel sentimiento, ni siquiera de pequeño en la oscuridad.
Tenía delante la oportunidad de volver a ser un hombre feliz, pleno. Porque sin Darline se
sentía vacío.
Debía aceptar al niño.
Se levantó. No soportaba seguir pensando.
Se vistió sin su ayuda de cámara y bajó hasta su despacho, allí se entretendría con los papeles
que se le habían acumulado por atender a sus invitados.
Los invitados desayunaron a primera hora casi en tropel, deseaban marcharse cuanto antes de
allí.
Los únicos que se quedaron fueron los hermanos Stewart.
El duque de Manfford protestó tras anunciarle su hijo que había tomado la decisión de
quedarse unos días en Sheena Road junto a su hermana. No obstante, acabó marchándose solo.
Ahora el joven marqués se encontraba en la sala de mañanas dando buena cuenta a su
desayuno. Estaba solo.
—Hola, buenos días —saludó un niño a su lado.
Benedick lo miró.
El niño tenía el pelo tan negro como las noches sin luna, unos ojos verdes curiosos y una
timidez que él reconoció de inmediato; estaba nervioso.
—Buenos días —respondió afable.
—Usted no es el duque —pronunció con voz nerviosa—. Él tiene los ojos cobalto.
—Correcto —dispuso.
Vio cómo se mordía los labios.
De inmediato, sintió afecto y lástima por el niño. Afecto, porque se notaba aquella ingenuidad
infantil que él por desgracia perdió antes de lo que debería hacerlo ningún niño. Lástima, porque
sin habérselo presentado adivinó que se trataba del hijo de su amigo Derian —Lo sería para él
hasta que el duque le dijese lo contrario—. Él no iba a juzgar a aquel niño como ya lo había hecho
la mayoría de la sociedad. Por eso se apenó; había vivido sus siete cortos años de vida lejos de
Sheena Road, debía de sentirse cohibido y un tanto perdido en aquel lugar.
—Soy el marqués de Frotell —se presentó para que el niño se relajara—, aunque mis amigos
pueden llamarme Benedick.
El niño lo miró con curiosidad.
—¿Y yo puedo ser su amigo?
—¿Quieres serlo?
El niño asintió brioso con la cabeza.
—En tal caso... —Extendió su mano—. Buenos días, soy Benedick.
El niño apretó aquella mano amiga y sonrió mostrando su boca mellada, una característica de
los niños de su edad. Intentaba comportarse como un lord, pero no se podía obviar que todavía era
un infante.
—Soy el conde de Erian —se presentó con alegría—. Como somos amigos, puede llamarme
Simon.
—Encantado, Simon.
—Igualmente, Benedick.
Frotell lo invitó con la mano a que se sentara enfrente de él.
Simon no lo dudó, fue directo.
El marqués esperó a que se sentara. Mientras, recordó su pasado y lo que hubiese dado por que
alguien lo hubiese tratado con tanta familiaridad. A él nadie lo había tuteado, su padre jamás
permitió que nadie lo tratase sin utilizar su título. Como tampoco le dejó codearse con los hijos de
los granjeros que vivían cerca. Si al menos alguien se hubiese referido a él por su apellido, pero
ni eso; hasta que no alcanzó los veintiún años nadie lo llamó Benedick. Incluso en ese momento
las dos únicas personas que lo hacían eran su hermana y Derian.
Victoria entró y se sorprendió. Un niño nunca se codeaba con los adultos; de hecho, hasta que
no alcanzaba los quince años no se les tenía permitido compartir mesa con los invitados.
Benedick se giró al ver cómo Simon se levantaba de su asiento. Puede que Darline se hubiese
alejado de Sheena Road, pero Simon había recibido una educación exquisita.
—Buenos días —saludó Simon.
Benedick también se levantó hasta que su hermana tomó asiento a su lado. Entonces los dos
volvieron a sentarse.
—Victoria, permíteme presentarte a mi nuevo amigo Simon —presentó con gran educación—.
Simon, esta bella dama es mi hermana lady Victoria Stewart.
Victoria primero miró a su hermano; sabía que estaba ocultando la sonrisa, algo muy típico de
ellos dos cuando no estaban a solas en su casa.
—Un placer —dijo Victoria.
—El placer es mío.
La niñera de Simon llegó con la respiración acelerada, llevaba media hora buscando al niño
por toda la casa.
—Lord Erian, no puede estar aquí.
Simon buscó con la mirada a Benedick, necesitaba un aliado.
—Debe disculparlo, me temo que he sido yo quien lo ha entretenido —terció por el pequeño
—. Le había prometido a mi hermana presentarle al conde.
Victoria en esta ocasión no pudo evitar sonreír. Benedick era fantástico cuando su padre no
estaba cerca.
—Ah, en ese caso lo pasaré por alto —cedió la mujer—. Pero debe regresar a su dormitorio,
su madre así lo ha ordenado.
El niño se levantó y sonrió con gratitud a Benedick.
—Gracias por la conversación, lord Frotell —se despidió Simon demostrando su inteligencia,
pues delante de la gente no lo tuteaba porque eso sería inapropiado.
—Ha sido un placer, lord Erian —le devolvió el favor.
—¿Tu nuevo amigo? —se interesó Victoria ocultando la sonrisa.
—No uno cualquiera —respondió fingiendo desinterés—. Nada menos que el hombre con el
título más ancestro.
Victoria tosió, un acto involuntario al intentar no reírse, ya que llamar hombre al conde de
Erian era cuanto menos divertido, teniendo en cuenta su corta edad.
Benedick miró de soslayo a su hermana. Le gustaba divertirse con ella y en pocas ocasiones
tenían oportunidad de hacerlo.
—Si dependiera de mí, llegaría a un acuerdo con el duque —bromeó—. Simon sería un buen
cuñado.
Victoria se tapó la boca escondiendo su risita.
—¿No te parece un candidato adecuado para ser tu esposo? —prosiguió Benedick con la
chanza.
—Por descontado —aseguró Victoria negándose a no disfrutar del momento—. Dudo que padre
se opusiera, teniendo en cuenta que el “hombre” —y rectificó rápida, dándole comicidad a sus
palabras—, perdón, “el conde” posee un título más loable y antiguo que el suyo.
Benedick sonrió pleno.
Victoria se sirvió té.
Mientras los dos hermanos sonreían, Darline se dirigía al despacho de Derian mentalizándose
de cómo debía afrontar aquello. Debía hacerlo con sutileza, mostrándose calmada. Tenía que dar
la impresión de estar abierta a dialogar. Abogaba por la cautela, o era muy posible que Derian le
recriminara su huida de Sheena Road.
Llegó y un lacayo le abrió la puerta.
«Sé amable», se recordó a sí misma para templar sus nervios.
Derian estaba sentado tras su gran mesa de madera de roble. Soltó los papeles que sostenía en
las manos y se levantó.
El lacayo cerró.
Sus miradas se encontraron y sus sentimientos también.
—¡Ibas a casarte con otra mujer! —se expresó alterada Darline, olvidándose de su propio
consejo de permanecer calmada.
—No me diste otra opción —le recriminó él.
—¿Yo? ¿Yo te obligué a prometerte a otra dama? —se quejó.
Derian no esperaba esa confrontación. No estaba seguro de cómo se iban a desarrollar los
acontecimientos, pero lo que menos esperaba era aquella situación.
—He estado siete años buscándote por todas partes —informó—. No he recibido ni una sola
nota por tu parte —criticó su comportamiento—. La única forma de hacerte regresar era mediante
el anuncio de mi futuro enlace.
Darline tragó con dificultad. Él tenía razón. Aun así, dolía la idea de que él hubiese llegado tan
lejos con otra mujer.
Giró la cabeza, no quería ver aquella mirada de reproche por parte de él.
Se movió por aquel inmenso despacho, solo había estado en aquella habitación una vez y era un
recuerdo demasiado doloroso.
Se acercó al gran ventanal que daba a uno de los jardines que más le gustaba a ella: el jardín
de nudos.
Aquellos cuadrados formando figuras geométricas con plantas de romero, bordeando aquellos
tulipanes… Se quedó aturdida. Dio un paso más hacia el cristal porque no recordaba aquel jardín,
y no podía hacerlo porque Derian había arrancado todos los tulipanes que ella recordaba para
plantar él mismo violetas.
El duque la miraba absorto.
El perfil de Darline era maravilloso.
La noche pasada no se había equivocado, su esposa estaba más hermosa. Sus curvas estaban
más redondeadas. Él se había casado con una muchacha, ahora tenía delante a toda una mujer.
Tuvo que inspirar hondo para hacer acopio a toda su voluntad y no lanzarse a por ella; deseaba
besarla con todas sus fuerzas.
—Hay violetas —musitó Darline.
Derian se acercó lentamente hasta ponerse justo detrás de ella.
—No estabas aquí y yo necesitaba al menos recordar tu aroma.
Aquellas palabras la estremecieron.
Él se había inclinado para olfatearla.
—Sigues oliendo a violetas —susurró cerca de su cuello.
El aliento cálido de él erizó el vello de Darline.
Cerró los ojos y sus recuerdos la invadieron.
«Tan solo faltaba un día para llegar a Sheena Road, el viaje hacia el que iba ser el nuevo hogar
de Darline se había demorado un par de días más de lo que estaba estipulado. Y no es que ella
fuese a poner objeción a aquel retraso, pues parecía que su esposo quería alargar aquel viaje de
recién casados parando en todas las posadas del camino. Derian deseaba disfrutar cada minuto del
día de su compañía.
En esa ocasión no habían parado en ningún albergue del camino; una de las ruedas del carruaje
había sufrido un percance cerca de Green House, en las tierras que pertenecían a la duquesa de
Kennt. Como era de esperar, los duques los acogieron invitándolos a pasar el fin de semana en su
hogar, donde estaba todo organizado para celebrar el duodécimo cumpleaños de su hija Penelope.
Derian aceptó la invitación y Darline disfrutó de aquella fiesta, ya que la celebración era
bastante íntima; tan solo estaban invitados los marqueses de Standford y sus hijas gemelas Abby y
Sophie.
Después del almuerzo Derian se llevó a Darline al dormitorio que les habían asignado; las
ganas de intimar con su mujer eran siempre muy poderosas.
Mientras se besaban con adoración en la intimidad de aquella habitación, Darline lo miró un
tanto avergonzada.
—Todos deben de saber lo que estamos haciendo aquí —pronunció con la respiración agitada,
ya que Derian acababa de desnudarla.
—Mi amor, se escandalizarían más si no nos hubiesen visto escaparnos —aseguró él
regalándole un beso en su estilizado cuello—. No sería propio de unos recién casados,
“enamorados” —matizó—, desperdiciar el tiempo que pueden disfrutar en la intimidad.
Darline sonrió, excitada y muy, muy enamorada, dejando todas sus reservas a un lado y
entregándose a la pasión.
Esa tarde, después de un baño recuperador, bajó las escaleras con una sonrisa plena buscando
la compañía de su anfitriona e invitada, pero, mientras cruzaba dos salas, las voces de unas niñas
despertaron su curiosidad y se acercó a la sala dorada, lugar en el que esa misma noche las
gemelas Allende y la cumpleañera amenizarían la velada con una función; una obra teatral escrita
por la primogénita del marqués de Stanford.
—¡Cuidado, que quema! —protestó la pequeña Sophie.
Darline agrandó los ojos y se tapó la boca para no gritar.
Aquella visión era cómica. Ahora bien, no sabía cómo se lo tomarían la duquesa y la marquesa
cuando vieran a sus hijas.
La joven Penelope tenía el cabello tan rojo como su madre, y unos ojos violetas tan hermosos
que era imposible dejar de mirar. Pero eso era en aquel momento lo que menos se podía ver y a la
vez lo que más llamaba la atención, porque alguien le había tintado todo el rostro con un intenso
color carmín.
—Ya casi estás —anunció la pequeña Abby a su gemela para que dejase de protestar.
Darline se mordió el labio. Debía intervenir, pero era tan divertido ver cómo Abby quemaba
con la llama de una vela un corcho, que seguramente habrían guardado al descorchar algún buen
licor, lo soplaba para que se enfriara y lo usaba como tinte negro en el pálido rostro de su
gemela...
—Ejem, ejem… —carraspeó para anunciar su presencia.
Las tres niñas se giraron.
Darline evitó reírse, aunque era casi imposible, ya que los ojos azules de Sophie eran lo único
que brillaba en aquel negro rostro.
—Su presencia es prodigiosa —habló Abby con alegría.
—Ah, me alegra saberlo —pronunció Darline sin saber qué más decir ante aquel comentario.
—Mire a Penelope y Sophie —le pidió—. ¿Qué le parecen?
¿Qué responder sin ofender a ninguna de las tres?
—Que están disfrazadas —se aventuró a responder.
—Exacto —zanjó Abby, triunfal—. No obstante, todavía no está el trabajo terminado —
reconoció frunciendo los labios, pensativa—. Igual usted nos pueda ayudar.
—Si está en mi mano... —se ofreció Darline mirando de hito en hito a las dos niñas con las
caras pintadas.
—Esta noche tenemos que actuar ante todos, y bueno… —dejó la frase en el aire, reflexiva—.
Imagino que como los invitados son personas sumamente inteligentes —halagó—, cuando vean a
Penelope la reconocerán de inmediato como el Dragón Rojo.
Darline pestañeó.
—Por descontado —aseguró—. Entonces su hermana es el Dragón Negro.
Abby asintió poderosa.
—La obra se titula «El joven gallardo pirata contra los dragones».
—Usted será el joven gallardo pirata.
—No se crea que es sencillo interpretar a un pirata —se defendió Abby—. Debo llevar un
parche en el ojo.
Darline sonrió.
—Jamás me atrevería a suponer lo contrario.
—Pero tenemos un problema —intervino Penelope mostrando aquellos dientes blancos que
todavía resaltaban más con el tinte rojo de su rostro.
—¿Cuál? —se interesó Darline, ya que ella no solo veía uno, sino más bien un problemón en
cuanto las madres de los dragones las vieran. Quitar aquellos tintes de sus rostros les iba a costar
unas cuantas horas de agua y jabón.
—Las alas de los dragones pesan mucho y Abby ha conseguido cola para pegarlas, pero apenas
podremos movernos. —Señaló con la cabeza las alas que estaban preparadas en un lado de la
sala.
Darline vio aquello y se inquietó.
Utilizar cola para pegar aquellas gigantes alas no era una buena idea, bastante disgusto se iban
a llevar la duquesa y la marquesa con los rostros de sus hijas, como para empeorar las cosas
destrozando los vestidos de las niñas.
—Si me permiten mi humilde opinión —se mostró cooperativa y las niñas asintieron—. La
caracterización de sus rostros es tan loable —alabó el trabajo que había hecho Abby—, que veo
innecesario la utilización de las alas —propuso con la esperanza de que sus consejos fuesen
efectivos—. Así el público solo estará pendiente del guion y los personajes, sin despistarse de la
trama de la obra con el vestuario.
Sophie miró a Abby.
Penelope miró a Abby.
Abby se encogió de hombros.
—Está bien, no utilizaremos las alas.
Darline respiró tranquila.
—¿Puedo ayudarlas en algo más?
Las tres negaron.
Entonces ella giró sobre sus talones y salió de aquella sala, sonriente.
No había dado ni dos pasos, cuando el brazo fuerte de Derian la rodeó desde atrás pegándola a
su cuerpo.
—Para que veas que me es imposible olvidarme de ti —susurró en su oído—, que incluso
dando un corto paseo —informó, pues había salido a cabalgar con el anfitrión, el duque de
Whellingtton, y el marqués de Stanford—, he tenido que hacer un alto en el camino para recolectar
estas hermosas flores, que siempre me recuerdan a ti.
Y entonces le entregó un ramo de violetas.
Darline lo miró con tanta ternura que él jamás podría olvidar aquel momento.
Ella tampoco, por eso lo acababa de rememorar».
Invernes 1816
Sheena Road.
No había sido un mal comienzo, eso iba pensando Darline, tras abandonar el despacho de Derian,
mientras se dirigía hacia… No sabía exactamente hacia dónde se dirigía porque su mente todavía
estaba obnubilada por aquellas palabras: «Tu hogar».
Simon la sacó de su aturdimiento al pararse delante de ella provocando que se tropezara.
—¿Qué ocurre? —preguntó al notar un cambio de actitud en él. Su sonrisa se había ensanchado
y por fin dejaba de estar intranquilo.
—Ven, mamá —pidió con alegría que lo siguiera.
Darline cumplió los deseos del niño y lo siguió, adentrándose en la biblioteca.
Tras cruzar el umbral de la puerta, inhaló con fuerza; adoraba aquella extensa sala, el olor
inconfundible a piel de las portadas de los libros... Recordó la primera vez que entró en aquel
lugar, jamás había visto una biblioteca tan magna. Había estanterías repletas de libros,
prácticamente desde el suelo hasta el alto techo. Cuatro chimeneas cumplían su función en los
gélidos inviernos aportando la calidez exacta al lugar. Dividida aquella elevada sala en dos
alturas, contaba con varias escaleras de caracol correderas por las que trepar hasta alcanzar los
libros más elevados. Además, había cuatro mesas rectangulares repartidas por toda la estancia,
más los sillones y divanes forrados de brocado de Damasco negro con tramado plateado…
El carraspeo de un hombre, que se encontraba junto a una mujer y Simon, consiguió que ella
parpadeara, intentando centrar su pensamiento en el presente.
—Mamá… —dijo, pero se corrigió raudo—: Madre, permíteme presentarte a mi amigo el
marqués de Frotell.
Victoria y Benedick se miraron con disimulo; nadie podía poner en duda que el niño había
recibido la educación que alguien de su posición merecía. Había corregido con elegancia y
rapidez la forma con la que referirse a su madre delante de sus invitados: madre o duquesa, jamás
la llamaría mamá.
Ellos nunca habían usado aquel cariñoso apelativo, pues sus padres jamás permitieron ningún
grado de intimidad entre sus hijos, ni siquiera cuando eran niños.
—Es un honor, Excelencia —intervino el marqués inclinando ligeramente la cabeza.
Darline todavía estaba aturdida por la presentación, su hijo había dicho «mi amigo». ¿Cuándo
lo había conocido?
El niño aprovechó las elucubraciones de su madre para continuar con las presentaciones.
—Y la bella dama que lo acompaña es su hermana lady Victoria Stewart.
La hermana del marqués hizo una genuflexión perfecta.
—Excelencia —pronunció con voz suave.
—Encantada —atinó a decir Darline.
No supo qué más decir, dudaba que algún invitado se hubiese quedado tras lo ocurrido la noche
anterior.
Victoria comprendió de inmediato la situación, y por ello decidió intervenir; al fin y al cabo, se
había quedado exactamente para eso, para ayudar a la duquesa. Su hermano le había comentado
que él pensaba quedarse para apoyar a Derian. Tras lo sucedido, los chismorreos ya debían de
estar circulando por todas partes, y tanto el duque como la duquesa necesitaban la presencia de
personas con una alta posición social, mostrando así que no eran tachados por sus iguales. Ella no
lo dudó, se quedó en Sheena Road para aportar naturalidad a aquella situación tan incómoda que
estaban viviendo todos los que habitaban aquellas tierras. Los duques, porque debían alejar el
escándalo que los perseguía desde hacía siete años; los sirvientes, porque debían afrontar que su
señor no era un asesino y la duquesa había regresado a su hogar.
—Lady Wittman —pronunció con tanta amabilidad que Darline se sintió relajada—, me
complacería que pudiese acompañarme en mi paseo matinal —la invitó.
Darline miró primero a Simon.
Iba a ordenar a la niñera que se ocupara del niño cuando la voz de Derian a su espalda la
sobresaltó.
—Una sabia elección, pocas veces gozamos de tan buen tiempo por estas fechas —declaró,
honesto, pues el frío otoño estaba a punto de llegar.
Benedick miró a su amigo y observó cierta inquietud en él.
—Mientras las damas disfrutan de su paseo —intervino el marqués—, nosotros podemos guiar
al conde. Creo que es el momento perfecto para explorar Sheena Road. Estoy convencido de que
mi amigo Simon —apuntó sonriente, arrancando una sonrisa de gratitud por parte del pequeño—,
disfrutará de nuestra compañía mientras descubre cada sala y… —Dejó la frase en el aire
despertando la curiosidad de todos.
—¿Y? —lo incitó Simon a que continuara.
Benedick se inclinó mostrando cierto grado de confidencialidad; ese gesto gustó mucho a
Darline.
—Seguramente —susurró, aunque el duque, Darline y Victoria lo escucharon—, pasillos
secretos.
El niño agrandó los ojos, emocionado con aquella revelación.
Darline no pudo evitar buscar con la mirada a Derian y su corazón se agitó, pues no había
esperado que él, de una forma espontánea y natural, hubiese sonreído, más que nada porque no
estaba segura de si el marqués, con tan noble intención por su parte de integrar a su hijo en Sheena
Road, hubiese podido molestar a Derian, quien igual necesitaba más tiempo para adaptarse a la
nueva situación.
—¿Los hay, duque? —preguntó Simon con la inocencia de un niño de siete años.
Derian se acercó, se inclinó imitando a su amigo y susurró con el mismo tono utilizado por el
marqués.
—Los hay —afirmó—, pero a Frotell no se los podemos enseñar —bromeó—. Por algo son
secretos, solo los Campbell conocemos su existencia.
A Darline le brillaron los ojos.
Victoria la observó.
Benedick esperó la reacción del muchacho.
Simon apretó los labios con fuerza, esperanzado, conmovido, nervioso y… feliz.
Derian pestañeó al comprender que no le había costado intentar integrar a Simon en su vida. Lo
había hecho sin pensar.
—En ese caso, duque —susurró Simon—, exploraremos los pasillos secretos cuando el
marqués no esté.
Derian asintió con la cabeza.
Benedick fingió no haber escuchado la respuesta.
—Miladis, deben disculparnos —dijo Derian con caballerosidad—. Debemos emprender la
tarea de explorar Sheena Road.
Darline contempló la felicidad plasmada en el rostro de su hijo y asintió con la cabeza,
haciéndose a un lado para dejar pasar a los tres hombres… Bueno, a los dos hombres y al niño.
Victoria le hizo una seña para que la siguiera, ellas también debían emprender la tarea
acuciante de pasear. Los campesinos, ganaderos…; todos los lugareños debían ver con sus
propios ojos que la esposa del duque había regresado. Acallar las voces de los que habían
juzgado mal al señor de la comarca era tan importante para Derian como respirar. Y cuanto antes
mejor, ya que Darline debía integrarse de nuevo y ganarse el respeto de todos; así aplacaría
también las críticas de los malévolos que pusieron en entredicho la legitimidad de Simon.
Recorrieron en silencio todo el jardín de helechos gigantes.
Darline miró de soslayo a Victoria.
—Disculpad mi mutismo —se justificó Darline—. Siendo franca con usted —se sinceró—, no
esperaba que quedase invitado alguno tras mi comportamiento de anoche.
Victoria agradeció aquella honestidad.
—Una duquesa no se disculpa —indicó Victoria para que Darline no se viese obligada a
hacerlo ante nadie, aunque a ella le había agradado escucharlo—. Recordadlo y os será más
sencillo cuando os intenten hacer daño.
Darline dejó de caminar y miró con atención a Victoria. La mujer que estaba a su lado estaba
aconsejándola, eso significaba que era de las pocas personas que todavía no la habían juzgado ni
criticado.
Apenas recordaba cuándo fue la última vez que pudo tratar con alguien sin sentirse
avergonzada.
—Le agradezco sus consejos —agradeció de corazón—. Mas no sé si será bueno para usted
que la puedan relacionar conmigo.
Victoria, acostumbrada a no mostrar sentimiento alguno, actuó con indiferencia, acorde a lo que
se esperaba de ella, como si no le importara que alguien la pudiese criticar. Eso despertó
curiosidad en Darline, pues, aunque Victoria no hubiese mostrado en sus gestos reacción alguna,
llamó su atención que sus palabras dijeran todo lo contrario.
—Lady Wittman —pronunció mirándola directamente a los ojos—, mi hermano y yo no hemos
gozado de la fortuna de encontrar personas con las que poder confiarnos. La providencia puso ante
mi hermano a su esposo —expuso para que Darline comprendiera por qué estaban allí—. El
duque es el único amigo de Benedick, motivo suficiente para que yo no me marchara de la fiesta.
Su amistad complace a mi hermano y, por ende, os apoyaré. La felicidad de Benny para mí lo es
todo.
La franqueza de Victoria hizo sonreír a Darline. La muchacha que tenía delante lo había dejado
claro; no le importaba nada excepto ver a su hermano feliz.
—Lady Victoria —imitó Darline a la joven—. Hace siete años que yo tampoco tengo a quien
confiarme —confesó—. Me gustaría poder confiarme a usted.
Victoria parpadeó, aquello no lo esperaba.
—¿Quiere ser mi amiga? —indagó casi sin voz.
Darline asintió con la cabeza.
La hermana del marqués se quedó sin habla.
—¿Y bien? —la apremió Darline a que respondiera.
Victoria deseaba con toda su alma poder responder, pero debía advertir a Darline.
—Mi padre es el duque de Manfford —reveló.
Darline había vivido apartada de la sociedad, pero nadie en las islas británicas desconocía el
despotismo y la crueldad por la que se caracterizaba el duque de Manfford. Ahora comprendía por
qué Benedick y ella no habían gozado de amistades.
—Motivo por el que usted y yo seremos buenas amigas —indicó Darline tomándola del brazo
—. Estoy acostumbrada a los chismorreos y no me achanto ante las cínicas palabras de un duque
—dijo mostrando así que conocía bien al padre de Victoria—. Lo ha dicho antes, soy duquesa, no
debo disculparme ante nadie —y apuntó antes de reírse—: Y eso incluye a su padre también.
Victoria la miró y dejó de fingir ante Darline, por fin tenía una amiga.
—Darline —dejó de llamarla lady Wittman—, creo que me va a gustar tenerla de amiga.
—Tory —la llamó por su diminutivo y eso agradó a Victoria—, a mí también me va a agradar
tenerla a usted.
Caminaron unos pocos metros. Entonces Victoria, por primera vez en su vida y ante alguien que
no fuese su hermano, bromeó de una forma muy espontánea y natural.
—Debo informarle de que mi hermano y yo siempre la vamos a tener en alta estima —indicó
con una sonrisa plena.
—¿Por qué? —indagó Darline.
—Fuisteis la artífice de conseguir que no pudiésemos ocultar nuestra risa —aclaró con
celeridad—, a escondidas de todos.
—¿Yo?
Victoria dejó de caminar y miró a Darline.
—Sí, arrojasteis los calzones de la honorable Loretta Sue y acabaron como sombrero de
nuestro padre.
Darline agrandó los ojos.
—Ais… —suspiró cómica—. Darline, humillar así a mi padre no lo había conseguido nunca
nadie.
Victoria no pudo evitar reírse con plenitud, agradecida por haber encontrado una amiga.
Benedick observaba muy atento, su amigo Derian parecía otro hombre. Sus ojos cobalto
brillaban desde el instante en que vio a su esposa la noche anterior. Apenas había hablado con
ella, mas no le había hecho falta; con tan solo mirarla sus ojos habían cambiado incluso de
tonalidad, parecían más claros, más cristalinos, más… enamorado. A esa conclusión había llegado
la noche anterior.
Ahora estaba atento a cada movimiento del duque. Cuando se dejaba llevar, parecía gozar junto
al pequeño; por el contrario, cuando se concentraba e intentaba analizar si estaba actuando acorde
a lo que se esperaba de él, parecía entristecerse.
Él no había pensado en los cotilleos que afectaban a la duquesa. No lo había hecho porque él
no la conocía y pensaba que la mujer estaba muerta. Pero ahora…
Volvió a mirar a su amigo. Aquella visión respondió a lo que se estaba planteando; poco
importaba si la duquesa en el pasado había cometido un error porque esa brillante mirada en los
ojos de Derian nadie más podría conseguirla. Solo Darline.
Rezó interiormente para que Derian y su esposa tuviesen la oportunidad de reconciliarse con el
pasado, por que el amor de ellos fuese más grande y más fuerte que las críticas y los desaires a
los que se tendrían que enfrentar. Lo deseó de corazón porque Derian merecía dejar aquella
tristeza que lo embargaba cada vez que pensaba en su pasado.
Capítulo 20
Invernes 1816
Sheena Road
Los sirvientes de Sheena Road estaban encantados con el regreso de la señora de la casa. Darline
se había ganado el respeto y la confianza de todos ellos, incluso de los más reticentes a aceptarla
como lo que era, la duquesa de Wittman.
El ama de llaves estaba supervisando el trabajo de varias doncellas, que se afanaban en
limpiar una de las alfombras que iba a decorar el salón principal. Había llegado el otoño y debían
engalanar todas las estancias acorde a la temporada para que en cualquier sala o alcoba se
estuviese confortable.
Había pasado un mes desde que la duquesa y su hijo regresaron y unos cuantos curiosos ya
habían visitado Sheena Road. Aunque la visita más esperada y temida todavía estaba por llegar.
El ama de llaves lo sabía, puesto que la propia duquesa la había informado para que preparasen
las habitaciones de la familia Artin.
Tragó con dificultad al pensar en ellos. Un recuerdo del pasado la hizo estremecer.
«La vizcondesa Rowen llevaba desaparecida más de un mes; los cotilleos, que volaban más
rápido que las palomas, habían llegado hasta Londres. Se especulaba que la esposa del vizconde
escocés había huido de Sheena Road por la vergüenza de haber alumbrado a un hijo ilegítimo.
Aquellos rumores llegaron a oídos de Godric, el primogénito del baronet Artin y primo de
Darline. Este agarró al insensato que había osado pronunciar en voz alta tan grande calumnia y le
asestó una paliza que por poco acaba con su vida.
Si el cotilleo de la huida de Darline había viajado hasta Inglaterra, la confirmación de que un
hombre se reponía en la cama por los violentos golpes a manos de uno de los Artin llegó hasta
Sheena Road en menos de una semana.
Aquello alertó a la gente de la comarca; pronto llegaría la familia Artin en busca de venganza,
ya que en Escocia el escándalo era todavía mayor. No solo se acusaba a Darline de ser una mujer
de dudosa reputación, sino que el duque podía ser un asesino.
Y no se equivocaban en la localidad, los primos de Darline se presentaron en Sheena Road.
Derian cabalgaba por los bosques, ajeno a la inesperada visita.
El duque de Wittman los recibió, o, más bien, atendió a los dos muchachos, ya que ellos no
esperaron a ser anunciados; entraron en aquella casa con paso firme y en busca de una
explicación. Desde que salieron de Londres no habían hecho más que escuchar cientos de
cotilleos, a cada cual más humillante y descabellado. Más valía que su prima estuviese en Sheena
Road o pronto acusarían a alguien de asesinato, ya que estaban dispuestos a todo con tal de
averiguar la verdad.
—¿Dónde está mi prima? —repitió Godric, muy alterado, por segunda vez al duque.
—De conocer su paradero les aseguro que sería el mayor interesado en llegar hasta ella y
traerla de nuevo a Sheena Road, aunque fuera arrastrándola del cabello —se defendió, colérico,
porque por culpa de Darline su apellido estaba en boca de todos.
Godric apretó los puños.
A Brice se le ensancharon las fosas nasales.
—Acaba de delatar a su hijo —lo acusó Brice—. Su comportamiento salvaje los ha delatado a
los dos.
Godric miró a su hermano; él también se había ofendido al escuchar al duque decir que sería
capaz de maltratar a su prima, pero de ahí a llegar a la conclusión a la que había llegado Brice
había un abismo. A pesar de haber escuchado en varias tabernas que Derian había asesinado a
Darline y que la había lanzado al río, él no podía creer tal acusación. Y Brice hasta ese momento
tampoco lo había hecho.
—¡Cómo se atreve a insultarme en mi propia casa! —increpó al joven que lo acusaba.
—Si no me dice dónde está mi prima Darline y lo que han hecho con ella… —lo amenazó,
pero la frase quedó en el aire cuando la presencia de lady Tabitha Campbell lo interrumpió.
—Su prima abandonó Sheena Road por voluntad propia.
Los dos hombres se giraron de inmediato.
No hacía falta presentaciones, aquella joven de pelo oscuro, ojos cobalto y pose aristocrática
no necesitaba presentación; era la hermana pequeña del vizconde. Derian y la joven eran
físicamente idénticos.
—Darline jamás abandonaría su hogar —la defendió Godric.
—Un hogar que ella ha deshonrado —acusó la joven con desprecio.
De haber sido un hombre, en ese instante habría estado recibiendo golpes por la acusación.
—¡Cómo se atreve! —masculló Brice Artin con los dientes apretados.
—La osadía de ustedes al presentarse en nuestro hogar, acusando a mi familia —espetó ella
con los ojos llenos de rabia—, para limpiar sus conciencias por no haber sido capaces de
controlar la conducta impúdica de su prima, es reprobable e inmoral —acusó a la familia Artin de
no haber criado a una mujer decente—. Por culpa de su comportamiento libertino mi familia se ve
apocada a la humillación pública.
—¡Miente! —bramó Brice.
—Ojalá mis palabras fuesen falsas —alegó sin pestañear—. Así no me vería arrastrada a
soportar la pesada carga de los pecados de su prima —escupió las palabras con rencor—. Su
alumbramiento no fue prematuro, el bebé estaba sano.
Aquello desconcertó a Godric. Si aquella acusación era cierta, el hijo de Darline no había
nacido dos meses antes de lo esperado, como les había anunciado ella en su última carta.
Significaba que al contraer matrimonio ella ya estaba en estado de buena esperanza. ¿De quién? A
Derian no lo conocía por esas fechas.
Brice, por el contrario, no creyó a la hermana del vizconde.
—Su padre es un salvaje, su hermano un asesino y usted una mentirosa —criticó Brice,
controlando su cólera.
—Entonces dígame por qué su prima abandonó esta casa —exigió Tabitha. Al no obtener
respuesta, se explayó—. La respuesta, señor Artin, es la vergüenza —sentenció—. Pensó que
podría engañar a la gente, pero la verdad se impuso en cuanto las primeras personas que nos
visitaron para presentar sus respetos ante el nuevo miembro de la familia contemplaron que el
niño gozaba de buena salud. Incluso nació rollizo —matizó para que no quedase duda al respecto
—. Por eso se marchó, porque la gente comprobó que su hijo era un bastardo.
—¡Tabitha! —la increpó la voz aguda y encolerizada de Derian a su espalda.
Brice Artin había intentado controlar su ira, pero aquella última acusación fue superior a su
templanza. Por ello, se abalanzó sobre Derian con tanto impulso que fueron directos hasta la
puerta acristalada del despacho, que daba a una de las terrazas exteriores, y rodaron sin soltarse
sobre los cristales rotos.
Unos lacayos se aproximaron de inmediato para separarlos, pero esos dos hombres estaban
demasiado encolerizados como para permitir que nadie los separara. Al final lo consiguieron
entre cuatro sirvientes.
—¡Asesino! —bramó Brice mientras forcejeaba entre los dos hombres que lo sostenían y lo
alejaban casi a rastras.
Derian no se defendió de aquella acusación. Su ira se había duplicado. Primero, por el
abandono de Darline; segundo, porque tras escuchar la acusación de su hermana Tabitha había
resuelto el gran enigma que lo había perseguido durante días, cuando no paraba de preguntarse
quién había comenzado la especulación sobre el alumbramiento de Simon. Al escucharla obtuvo la
respuesta; su propia hermana había sacado a la luz aquella vergüenza familiar que él había
intentado ocultar y, como consecuencia, Darline había abandonado su hogar.».
El sonido de unos pies pequeños corriendo por el pasillo principal sacaron de su aturdimiento
a la señora Ryder.
La voz de la niñera del conde llamándolo mientras corría tras él retumbaba por los pasillos.
Ella salió del salón y se encontró con la duquesa.
—Simon Brice Campbell —llamó Darline con voz firme a su hijo—. Detente de inmediato —
ordenó y el niño obedeció.
—Mamá, voy a llegar tarde —se defendió con la voz entrecortada.
—No existe excusa para tu comportamiento —le recriminó—. Cuando la señorita Duffy te
llame —aludió a la niñera, una mujer rolliza de cuarenta años que estaba al cuidado del conde
desde que cumplió un año—, atenderás a su llamada sin ningún pretexto.
El niño miró a la niñera, que llegaba hasta él exhalando aliento.
—La señorita Duffy no puede acompañarme —pronunció triunfal—. El duque me espera en la
sala de ejercitación —informó—. Va a impartirme mi primera clase de boxeo.
Darline reprimió la sonrisa, pero era tan divertido ver a su hijo con aquella ilusión y
satisfacción que le costaba reprimirse. Claro que la señorita Duffy todavía era más graciosa, pues
al comprender a dónde se dirigía el niño agrandó los ojos; ella no podía entrar en la sala donde
los hombres se ejercitaban físicamente. De no haber intervenido la duquesa, hubiese perseguido al
niño hasta allí y seguramente se habría adentrado sin ser consciente de a dónde se dirigía.
Tragó con dificultad al imaginarse al duque en paños menores, pues se rumoreaba que allí los
hombres se ejercitaban sin apenas ropa, más, cuando practicaban pugilismo.
—Está bien —cedió la duquesa—. Acude a tu clase, pero no corras por los pasillos.
El niño asintió fuertemente y comenzó a caminar con paso rápido. En cuanto se alejó lo
suficiente, o eso creyó él, volvió a correr porque no deseaba ser impuntual; su padre lo estaba
esperando y eso para él era lo suficientemente importante como para recibir una regañina más por
parte de su madre.
El ama de llaves y la duquesa se miraron y ambas sonrieron, se notaba la impaciencia del niño
incluso en la distancia.
Darline tomó su abrigo verde, tenía previsto dar un paseo antes del almuerzo. Echaba de menos
a Victoria, con ella sus caminatas diarias eran más amenas. Al final, la hija del duque no era más
que una muchacha tímida con un gran corazón, aunque a vista de todos se mostrase indiferente y
fría.
Mientras se dirigía a la puerta principal, observó cómo el mayordomo parecía estar dando
órdenes. No se equivocaba, le habían avisado de que un carruaje se acercaba a la casa por el
camino principal.
Darline salió al exterior y su estómago se contrajo; la familia Artin había llegado.
Apretó los guantes, que todavía no se había puesto, con las manos, y el nerviosismo se apoderó
de ella. Sabía que antes o después tendría que enfrentarse a ese momento, pero no estaba
preparada.
El dolor se le instaló en el pecho, no por tener que afrontar sus actos, sino porque necesitaba a
Derian a su lado.
El primero en bajar del carruaje fue el baronet.
Darline sintió la necesidad de correr hasta él y echarse en sus brazos rogando su perdón. No
había sido fácil para los Artin asumir todo cuanto rodeaba el escándalo que la perseguía desde
hacía siete años.
Parecía que Norton Artin había leído sus pensamientos, pues abrió aquellos viejos brazos para
recibirla.
Ella se lanzó sin pensarlo un segundo, necesitaba el perdón de su tío tanto como respirar.
El hombre la acogió con sentimiento puro. La noticia de que su sobrina había regresado sana y
salva a Sheena Road fue un bálsamo para su alma. Había perdido la esperanza de volverla a ver,
incluso estando convencido de que seguía viva, ya que algo dentro de él así se lo dictaba.
—Darline, hija mía —susurró emocionado—. ¿Cómo has podido tenernos en vilo tantos años?
—flaqueó sin poder dejar de abrazarla.
Ella aguantó las lágrimas, aquella frase no había sonado a reproche.
La tía Renee esperó su momento, aunque ella no ocultó su llanto de emoción y culpabilidad.
Ella sí sabía el paradero de Darline durante todo ese tiempo porque fue ella quien la escondió,
con la promesa de no desvelar aquel secreto. Un juramento que le había costado muchas noches en
vela, por la mala conciencia de no ser sincera con su familia, que estaba sufriendo tanto por los
cotilleos como por la desaparición.
Y fue ella quien, tras enterarse de los planes del duque, animó a Darline a regresar, ocupar el
puesto que le correspondía ante la sociedad y afrontar ante su tío y sus primos la verdad.
Por eso estaban ahí, ya que Darline le había rogado que le concediera un mes de tiempo porque
no sabía cómo iban a reaccionar en Sheena Road. Lo cierto es que Derian no la había defraudado,
él estaba intentando asumir su responsabilidad de padre ante todos.
Abrazó a tía Renee.
—Mi niña —musitó en su oído—. Todo va a ir bien —la animó la mujer, esperanzada.
Darline rogó interiormente que así fuera.
Había llegado el momento más temido, debía mirar a los ojos a sus primos.
—Godric… —dijo casi sin voz.
Aquello fue todo cuanto necesitó el hombre para acercarse a la mujer que tanto su hermano
como él habían considerado una hermana.
—Me debes muchas explicaciones —la recriminó, pero con el sentimiento puro de un hermano
preocupado.
—Lo sé —aseguró Darline, consciente de que así era.
La besó en la frente y se apartó.
Quedaron Brice y Darline uno frente al otro.
El más joven de los Artin la miraba con incredulidad; todavía no había asumido que su prima
estuviese viva, pues la ira lo había cegado durante años. Era más fácil creer que la habían
asesinado que pensar que ella hubiese huido de todos sin contar con él.
—No sé qué me produce más dolor, pensar que estabas muerta o que me hayas engañado.
Darline aceptó la queja y se sintió culpable.
—Merezco tu enfado —aceptó con humildad.
—Te equivocas —corrigió Brice—. No es mi enfado lo que me hace hablar, es la desilusión de
haberte tenido por hermana.
Godric lo miró con reproche, pero no intervino; su hermano todavía no había perdonado a
Darline y él respetaba su decisión.
La pena embargó a la duquesa, pero comprendía que Brice no la perdonase, por más que ella
necesitase su compasión. Tenía que ser justa por más que le doliera; más, cuando Brice había sido
para ella el hombre más importante de su vida hasta que se enamoró de Derian. Quería a su tío y a
Godric, pero por Brice siempre había sentido una gran adoración.
El mayordomo y el ama de llaves, prestos, consiguieron salvar aquella situación incómoda
ordenando a los sirvientes que atendieran de inmediato a los invitados.
Los acompañaron hasta la sala de mañanas y les ofrecieron una taza de té mientras preparaban
los calderos, conscientes de que tras un viaje tan largo necesitarían asearse.
La tía Renee agradeció las atenciones por parte de la gente del servicio. Desde que emprendió
el viaje siete días atrás, no había podido dejar de pensar en Darline, ¿cómo habría sido su
recibimiento por parte del personal de la casa? La aceptación de los sirvientes era casi tan
importante como la de la alta sociedad. Al ver el trato de respeto que les mostraban a ellos,
conocedores de que eran la familia de Darline, no debía preocuparse más.
Apenas pudo Derian comenzar la exhibición ante Simon, ya que nada más prepararse un lacayo
entró con celeridad para avisarle de que la familia Artin había llegado.
Inspiró con fuerza. Ese temido momento llevaba días esperándolo, incluso se había llegado a
preguntar por qué tardaban tanto; él pensó que nada más conocer la noticia emprenderían el viaje
hasta Escocia.
Lamentó no estar presentable para salir al encuentro, no deseaba que Darline se enfrentara a
ese momento sin su apoyo.
—Simon, regresarás a tu dormitorio —ordenó—. La señorita Duffy te acompañará.
Hizo una seña al lacayo que había ido a darle la noticia. El hombre asintió y salió en busca de
la niñera para avisarla del mandado del duque.
El pequeño miró a su padre con los ojos entrecerrados, sin comprender el motivo por el que no
iba a recibir su lección.
—¿He hecho algo mal? —se inquietó.
Aquel tono de voz desarmó a Derian. Era muy posible que se hubiese expresado con más
dureza de la que él había creído utilizar, pero la noticia lo había alterado.
—No —aseguró mientras rodeaba el biombo y se cambiaba de ropa sin quitarle el ojo al
pequeño, ya que su cabeza quedaba por encima de la mampara—. Pero debo atender a nuestros
invitados.
El niño se relajó.
—¿Benedick y Victoria han regresado? —indagó, ilusionado con la idea.
Derian negó con la cabeza al tiempo que se subía los pantalones.
—Estos invitados son la familia Artin —comentó en voz alta, aunque sin dar importancia.
—¿La tía Renee ha venido a verme? —se expresó jovial.
Derian se paralizó.
—¿Conoces a los Artin? —indagó, cauto.
La respuesta de Simon podría cambiar muchas cosas. La primera, tener que volver a pelearse
con Brice, quien en esta ocasión no saldría tan bien parado como la última vez. En esta ocasión, él
mismo le arrancaría la piel a tiras. No podía haber pasado tantos años acusándolo de asesino
siendo conocedor de la existencia y paradero de Darline, y salir vivo de allí.
—A la tía Renee —confesó—. Al tío Norton y los primos de mam… —se corrigió antes de
terminar la palabra—… madre, no he tenido el placer de conocerlos todavía.
Derian dobló un lateral del biombo; no estaba del todo presentable para lo que se esperaba de
un duque al recibir visitas, pero no tenía tiempo para esperar a su ayuda de cámara. Por ello, se
anudó el pañuelo de cualquier manera y se preparó para salir al encuentro de la familia de su
esposa.
—Duque —lo llamó el niño con voz amigable, como si aquel pequeño supiera leer el
pensamiento—. Tía Renee no lo criticará por presentarse ante ella con… —Hizo un movimiento
con la mano llevándosela al cuello, pues no sabía cómo acabar la frase. Con el pañuelo arrugado,
con el cuello mal cubierto, con…
Derian sonrió de medio lado.
—Gracias por la información —agradeció que Simon lo animara para no se sintiera
avergonzado.
El pequeño hizo un gesto de complicidad.
Salió con decisión y caminó sin titubear. Mientras recorría el largo pasillo se cruzó con la
niñera.
—No permita que el conde salga de su dormitorio hasta que la duquesa lo mande llamar —
ordenó.
La mujer asintió con la cabeza.
Continuó su camino y se sorprendió al darse cuenta de que desde hacía un mes apenas le
costaba sonreír.
Claro que aquella sonrisa se esfumó en cuanto llegó a la sala de mañanas.
El lacayo de librea le abrió la puerta para que él no tuviese que detener su paso.
Entró en aquella sala y el silencio lo recibió; en cuanto la familia Artin lo vio entrar todos se
quedaron callados.
Derian buscó con la mirada a Darline.
Ella agradeció aquel gesto; por poco que pudiese parecer ante los demás, para ella era muy
especial. El hecho de que él hubiese acudido con tanta celeridad significaba que deseaba
apoyarla. Y estaba segura de ello no solo por su mirada tranquilizadora, sino por el poco esmero
con el que se había anudado aquel pañuelo que cubría su cuello.
Él no podía ver la mirada temerosa y nerviosa de su mujer. Por ello tomó una decisión, ya
dejaría para más adelante la conversación que tenía pendiente con los hombres de la familia.
Delante de la tía de Darline se comportaría con caballerosidad.
—Bienvenidos a Sheena Road —saludó a todos.
El baronet se acercó a él.
—Excelencia —pronunció haciendo una genuflexión con cierta torpeza, demostrando su estado
nervioso ante él—. Le agradezco que nos acoja en su hogar.
Derian volvió a mirar a Darline.
—Son la familia de mi esposa y, por ende, la mía también.
La respiración de ella se agitó, como muestra de la emoción que la embargó al escuchar
aquellas palabras.
Derian deseó acercarse a Darline y rodearla por la cintura, pero desvió la mirada y se encontró
con la de Brice.
El ama de llaves entró para anunciar que todo estaba dispuesto en las alcobas de los invitados;
el baño estaba preparado para que se relajaran del agotador viaje.
El baronet, su esposa y Godric aceptaron de buena gana, alejándose de la sala de mañanas.
Brice Artin, por el contrario, se quedó allí, de pie, delante de la chimenea que todavía no
estaba encendida, encarando al duque.
Darline deseó alargar el brazo y sujetar la mano de Derian. No obstante, enlazó los dedos de
sus manos por delante de su regazo y se mantuvo estoica a su lado, dispuesta a mediar por su
esposo si era necesario.
Derian le sostuvo la mirada al primo de su mujer.
El hijo del baronet optó por mirar de hito en hito tanto a Derian como a Darline.
—La última vez que estuve en esta casa te acusé de ser un asesino —recordó—. No lo negaste.
Darline durante un segundo cerró los ojos, compungida ante aquella revelación. No conocía
aquella historia, seguramente nadie había informado a su tía Renee de lo ocurrido.
No sabía si el tuteo por parte de Brice era una muestra de poco respeto ante el duque, o si era
su forma de intentar mostrar que en la disputa que iban a tener quería medirse ante Derian de igual
a igual, sin títulos, sin rangos, tan solo en una conversación de hombre a hombre.
Si el tuteo molestó al duque, no lo hizo saber.
—No, no lo hice —reconoció Wittman.
Brice miró por un momento a su prima antes de centrar de nuevo su atención en Derian.
—¿Por qué?
Darline contuvo el aliento, ella también necesitaba saber la respuesta.
Derian se tomó su tiempo antes de responder. La verdad era muy sencilla, él se sentía muerto
sin su mujer y, por ende, ella lo estaría también. Así de fuerte era el amor de ambos. A pesar de
todo lo vivido, jamás puso en duda los sentimientos de su esposa por él.
No obstante, respondió:
—Tú ya me habías condenado —adujo, con voz serena, tuteándolo también—. Poco importaba
que me defendiera de la acusación, ya me habías sentenciado.
Brice no pensaba negar aquella obviedad, el duque tenía razón.
Entonces el enfado de Brice se apoderó de él. La rabia acumulada durante años, la cólera por
que Darline lo hubiese engañado y él hubiese deseado matar a Derian salió a la luz, gritando sin
control.
—¡¿Por qué, Darline?! ¿Por qué abandonaste Sheena Road? —bramó.
Darline tembló.
Derian dio un paso adelante en un gesto protector.
—Los motivos por los que mi esposa se marchó tan solo me conciernen a mí —la defendió—.
Eres bienvenido a nuestra casa, pero te invitaré a marcharte si no eres capaz de comportarte ante
tu prima —amenazó—. Muestra el respeto que ella se merece —demandó—. Creíste haberla
perdido una vez, piensa si te compensa perderla de nuevo y para siempre.
Aquel recuerdo golpeó a Brice, él estaba frustrado y dolido por todo cuanto había sucedido,
pero también conocía el inmenso dolor por creer que su prima estaba muerta. Era un milagro
tenerla ante él respirando, dudaba que pudiese soportar de nuevo perderla, pero si no era capaz de
perdonarla, la perdería y en esta ocasión sería para siempre.
El problema era que no podía hacerlo, no en ese momento. No podría indultarla hasta que
supiera el motivo que la llevó a alejarse de su hogar y también de él. Por ello decidió abandonar
la sala sin mediar palabra, ya que no estaba seguro de poder contener su rabia.
Nada más cerrarse la puerta, Derian se giró para mirar a su mujer.
Ella tenía el rostro empapado por las lágrimas silenciosas que había derramado oculta tras él.
Sin pensar y sin voluntad ante la idea de permanecer inmóvil frente a Darline, alargó los brazos
y secó aquel pálido y hermoso rostro con sus manos. Podría haber utilizado un pañuelo, pero se
negó a sacarlo; era imperativo en ese momento para él poder acariciarla.
Ella no se apartó.
Él se demoró cuanto pudo para no dejar de tocarla.
—Lo lamento —se disculpó Darline por todo cuanto había sufrido Derian a causa de su
abandono.
—No te di otra opción —la defendió, sintiéndose culpable por no haber actuado de otra
manera.
Ella negó con la cabeza. No era él el culpable.
Se miraron a los ojos.
Él la deseaba.
Ella lo deseaba.
Habría sido tan sencillo acercar sus bocas y amarse como ambos deseaban... Pero Darline no
podía entregarse sin estar segura de que Derian había aceptado a Simon sin reservas, y sin la
confirmación plena de que se sentía su padre.
No podía negar que él lo estaba intentando, pero todavía no había llegado a esa plenitud que
todo hombre siente cuando se convierte en padre.
Ella no podía exigirle nada, pero tampoco podía amarlo como deseaba, porque ella sí había
alcanzado la plenitud como madre y ahora tenía un hijo por el que mirar. Si Derian no alcanzaba
esa aceptación plena, ella volvería a marcharse; Simon merecía una vida colmada de felicidad.
—Debo preparar a Simon —dijo consiguiendo que Derian dejara de acariciarla.
Dio un paso atrás y giró sobre sus talones.
Derian la vio marcharse y cerró los ojos.
Capítulo 21
Invernes 1816
Sheena Road
El día había pasado sin apenas haberse dado cuenta. Simon había acaparado toda la atención de la
familia Artin, excepto la de Brice, quien se había disculpado alegando sentirse indispuesto. No
tenía ánimos para conocer al hijo de Darline. O más bien, no le parecía apropiado tener su primer
encuentro con el pequeño estando enfadado porque seguramente lamentaría cuanto pudiese decir.
Era medianoche y, consciente de que el niño ya no estaría levantado, decidió salir de su
dormitorio.
Bajó las escaleras sin necesidad de utilizar un candil porque todavía estaban las velas de las
lámparas del pasillo principal encendidas.
No conocía la casa, pero recordaba el trayecto hasta la sala de mañanas, donde sabía que en un
lateral había un mueble con licores.
Se dirigía hacia allí cuando el sonido de unas notas melancólicas, que alguien estaba tocando
al piano, lo atrajeron hasta la sala de música.
Abrió del todo la puerta con sumo cuidado.
Darline tenía los ojos cerrados y sus dedos rozaban aquellas teclas con exactitud, mostrando su
estado de ánimo.
Siempre había admirado a su prima, era una virtuosa pianista.
Entró de puntillas y cerró la puerta sin hacer ruido.
Apoyó la espalda en el portón que acaba de cerrar y cruzó los brazos embriagándose de
aquella triste melodía.
Normalmente Darline los obsequiaba por las noches con piezas más alegres, pero no iba a
negar que ella siempre se había caracterizado por plasmar con el piano su estado de ánimo. Como
esa noche, donde el dolor y la tristeza se escuchaba con su interpretación de la sonata Claro de
luna, de Beethoven.
Con la última nota Darline abrió los ojos y vio a Brice.
—Siempre has sido una pianista extraordinaria —alabó su presteza musical.
Darline agradeció el cumplido con un ligero asentimiento de cabeza.
—¿Qué te tiene tan apenada?
—La culpa —respondió con honestidad.
El primo se movió y se acercó hasta ella tomando asiento a su lado en la banqueta alargada
donde se hallaba.
—No voy a juzgarte —la invitó a que se confesara.
Darline lo miró con tristeza.
Quizá fuese el momento de gratificar a su primo por todo cuanto había sufrido por su culpa.
Deseaba tanto complacerlo.
Él no la presionó; le concedió el tiempo suficiente para que ella tomara la decisión de
esclarecer las dudas que lo embargaban.
Darline quiso premiar al hombre que consideraba un hermano, pese a ser consciente de que no
podía contarle toda la verdad porque no la perdonaría. Aun así, decidió que su primo merecía una
explicación.
Los recuerdos de Darline se remontaron siete años atrás.
«Derian pidió al cochero que parase antes de adentrarse en las tierras de Sheena Road. Se le
notaba nervioso. Darline temió que su nerviosismo se debiera a que el duque no aprobase el
enlace de ambos. Seguramente se enfadaría por haberse casado con tanta premura.
Él abrió la puerta del carruaje, se apeó y la invitó a bajar ofreciéndole la mano.
Caminaron unos metros sin terciar palabra alguna.
—Darline, debo confesarte algo —vaciló, mostrando su inquietud—. Viajé hasta Londres con
una misión: buscar esposa.
Ella entrecerró los ojos sin comprender qué quería decir.
Él miró al horizonte vislumbrando Sheena Road. No podía llegar hasta allí sin haberse
sincerado con su mujer, ella merecía saber la verdad. Se lo debía.
—Mi padre es un hombre estricto, dominante y severo —criticó—. Cuando se enfada es
bastante irracional, su palabra es ley y es imposible dialogar con él.
Darline lo miró con ternura.
—Yo no tenía intención de casarme —confesó sin ambages; ella debía entrar en su hogar
consciente de toda la verdad—. Me obligó a viajar a Londres para conseguir una esposa. Salí de
casa con una licencia especial en el bolsillo.
Darline agrandó los ojos y se quedó sin respiración.
Él se odió al instante.
Acunó el rostro de su mujer.
—Amor, la decisión de casarme contigo nada tuvo que ver con esa orden —quiso tranquilizar a
Darline—. Me enamoré de ti en cuanto te vi.
Ella pestañeó.
—Desearía haber podido concederte un tiempo de cortejo —habló con el corazón en la mano
—. Mas no pude ofrecerte ese tiempo porque yo no gozaba de esa libertad.
La joven empezó a comprenderlo.
Su estómago una vez más se revolvió.
—Nunca tuve opción, Darline, ni a negarme a la orden de mi padre ni a renunciar a ti.
A ella se le iluminaron los ojos.
Él la amaba tanto como ella a él.
Darline tampoco había tenido opción, ya que le hubiese sido imposible sentirse plena junto a
otro hombre, lo descubrió el día que le ofreció al señor Hook convertirse en su esposo. Lo habría
respetado, pero jamás se habría enamorado como lo estaba de Derian porque ella no se sentía
plena sin él.
Había crecido junto a una familia que la trataba como a una hija y como a una hermana, pero
siempre le había faltado algo, un sentimiento de vacío que nadie podía llenar. Ahora sabía que
Derian era esa parte de ella que hasta que lo conoció no había estado plena. Poco importaba lo
que el padre de él le hubiese exigido porque ahora que estaban juntos los dos formaban un solo
ser. Él había sido capaz de entrar en ella de una forma extraordinaria, era capaz de sentir y pensar
lo mismo que ella; por eso sabía cuánto la amaba, porque ella sentía lo mismo. Los dos eran
conscientes de que su amor era más fuerte que sus propias vidas; ella sin él se sentía vacía, él sin
ella también.
Derian continuó confesándose ante su esposa.
Permanecieron más de cuatro horas bajo la sombra de un roble.
El cochero miró en su dirección y se sorprendió al verlos llorar abrazados.
Entraron en Sheena Road cogidos de la mano y enamorados.
Darline supo integrarse en la familia Campbell. Tras la confesión de su marido, no se dejaría
amilanar por el duque. Claro que, todo se torció».
Respiró inquieta.
Brice permaneció en silencio; sabía que ella estaba elucubrando, buscando la forma correcta
de sincerarse.
Uno de los recuerdos más angustiosos se apoderó de su pensamiento.
«El padre de Derian había ordenado que Darline se presentara ante él en su despacho; esa fue
la primera y última que vez que estuvo en ese lugar hasta que su esposo la recibió tras regresar a
Sheena Road.
Ya circulaban rumores.
—Un hombre está obligado a mantener su apellido y su título impolutos —gritó—. ¡A costa de
lo que sea!
Ella tembló.
—Compórtate como se espera de la mujer del heredero del ducado de Wittman o me encargaré
personalmente de ordenar que te ingresen en Bedlam.
Darline se tambaleó por la impresión.
Bedlam era donde ingresaban a los “desafortunados”. Había escuchado que allí algún que otro
lord había abandonado a su suerte a su esposa; mujeres a las que se las había tildado de
“adúlteras”.
Rompió a llorar y salió de aquel despacho corriendo».
—El duque me amenazó con ingresarme en Bedlam —dijo del tirón con la respiración abrupta
por el recuerdo—. El miedo me embargó y tomé la decisión de huir.
No era del todo cierto, pero tampoco mentía.
Brice apretó los puños.
—Podías haberme buscado —se ofendió porque ella no hubiese confiado en él.
—Brice, no podía —reconoció con pesar y lágrimas en los ojos—. Al convertirme en la
esposa de Derian adopté su apellido —razonó para que su primo la comprendiera—. Por ello el
duque poseía la potestad ante la ley de cumplir su amenaza sin que nadie pudiese interponerse a su
voluntad.
Así de triste era la vida de una mujer, no tenía derecho alguno.
—Si hubieses conocido mi paradero, te habrías enfrentado al duque —alegó, nerviosa de
imaginarlo—. No podía ser la responsable de tu ahorcamiento.
Brice negaba con la cabeza, con sentimientos encontrados. Por un lado, asqueado al pensar que
él no había podido ayudarla; por otro, consciente de que ella tenía razón, habría matado al duque
sin miramiento y su condena habría sido la horca.
—¿Derian lo permitió? —indagó, enfadado.
Ella negó con la cabeza.
—No, no, él no es conocedor de la amenaza de su padre —aclaró para que Brice no lo acusara
injustamente—. Y deseo que así siga siendo.
El primo la miró, incrédulo por lo que le estaba pidiendo.
—No me puedes pedir que…
Ella le tapó la boca.
—Brice, te lo suplico —rogó—. Ya hemos sufrido durante mucho tiempo —alegó con los ojos
empañados—. Contárselo a Derian no borrará el pasado, más bien lo agravará.
Brice negaba con la cabeza.
—He acusado a tu esposo de ser un asesino —lamentó—. Y no soy el único, Darline —
informó para que ella entendiese la gravedad de aquella acusación—. ¿Acaso él…? —Se quedó
callado al llegar a una conclusión: ¿el padre de su esposo la había amenazado porque el hijo que
alumbró no era de Derian?
Darline temió aquel silencio, por lo que intentó zanjar aquella conversación sin tener que dar
mayores explicaciones.
—Derian me ha perdonado —sentenció—. Por ello te ruego que dejemos el pasado atrás.
Brice parpadeó.
Darline con ligereza se levantó y se alejó con decisión hacia la puerta.
Se giró y miró con ternura a su primo antes de abandonar la sala.
—No somos perfectos —dijo aludiendo tanto a Derian como a ella misma—. Pero está en
nuestras manos que Simon crezca sin la pesada carga de nuestros errores.
Abrió la puerta y salió, dejando a su primo pensativo.
Puede que Darline tuviese razón; dejar el pasado atrás sería lo más beneficioso, pues un niño
de siete años no debía ser castigado por los actos de sus padres. Aunque eso significara no llegar
a obtener la respuesta que más temía; Darline había alumbrado al hijo de otro hombre.
Resopló.
¿Cómo había ocurrido? Todos los Artin habían estado siempre atentos al cuidado de Darline…
Cerró los ojos, no quería seguir pensando porque si llegaba a descubrir la verdad, al final toda su
familia acudiría a su ahorcamiento.
Negó con la cabeza. No, no podía encararse a Derian para pedir explicaciones por el
comportamiento irracional de su padre porque él sacaría a colación el mal comportamiento de
Darline y el enfrentamiento sería perjudicial para todos, sobre todo para el niño.
Necesitaba un trago con urgencia.
Salió de la sala de música y vio a un lacayo que salía de otra sala. Al pasar por su lado
preguntó:
—¿Sabes dónde puedo encontrar al duque?
—En la sala de recreo —informó el hombre señalando con la mano al fondo del pasillo, lugar
del que él acababa de salir.
Brice caminó hasta allí; la puerta estaba entreabierta.
Era la típica sala donde los hombres se solían reunir para evadirse. Lugar al que acudían
normalmente después de las copiosas cenas para tomar buenos licores, fumar puros y jugar a las
cartas.
Entró y miró a Derian, que estaba recostado cómodamente en uno de los sofás de terciopelo
azul cobalto.
El duque al verlo entrar se incorporó, quedando sentado, bastante tenso.
Brice señaló la botella de whisky que tenía el duque sobre la mesa que los separaba.
—¿Puedo?
Derian hizo un gesto de afirmación.
Brice tomó asiento en un sillón cercano, alargó la mano y sirvió él mismo el whisky en dos
vasos.
Le ofreció uno a Derian y este lo aceptó, aunque no bebió.
Brice tampoco le dio un trago, antes debía hacer algo: disculparse.
—Llegué a creer que mi prima estaba muerta —se sinceró—. Lamento cada acusación que
salió de mi boca. Os pido perdón.
Derian escuchó atento.
Que Brice se disculpara le agradó. Además, lo había hecho mostrando el respeto que todo
duque merecía. Ya no lo tuteaba.
—¿Has perdonado a tu prima? —se interesó Derian.
—Sí —respondió, conciso y sincero.
El duque asintió con la cabeza en un gesto de aceptación.
—Bien, teniendo en cuenta que mi esposa te considera un hermano... —comentó, amigable—.
Acepto tus disculpas.
Sin esperarlo, Brice se sintió liberado.
—¿Entonces me considera un hermano? —preguntó con deje irónico.
Derian sonrió de medio lado sin proponérselo, sin esperarlo, sin fingimiento… Poco a poco
volvía a ser el hombre que un día fue, el que no había conocido el rencor hasta que Darline lo
abandonó.
—De momento confórmate con que te considere un invitado.
Brice sonrió pleno; aquella contestación había sido amigable.
Levantó el vaso en señal de brindis.
—Por la hospitalidad —bromeó y bebió.
Derian hizo un movimiento de mano aceptando aquel brindis y bebió también.
Capítulo 22
Invernes 1816
Sheena Road
Simon estaba feliz, había escuchado a su madre infinidad de veces hablarle de la familia Artin,
pero ahora él también los conocía.
Estaba riéndose por las bromas que Brice le hacía, en medio del jardín de helechos.
—¡Brice! —lo amonestó la tía Renee.
El hombre hizo un gesto cómico.
—¿Lo ves? —se dirigió con complicidad a Simon—. No importa la edad que tengas, las
madres siempre están atentas a tus fechorías.
Simon asintió brioso.
—Mi madre dice que me parezco mucho a ti —comentó sonriente—. Creo que por eso me puso
tu alias. —Se acercó y bajó la voz para que nadie más lo escuchase—. Creo que te aprecia tanto
como a mi padre.
Brice parpadeó.
—¿Llevas mi nombre?
—Sí —afirmó—. Simon Brice Campbell.
Al primo de Darline se le contrajo el estómago por la emoción.
La tía Renee sonrió; su hijo se había emocionado. Que Darline hubiese elegido como segundo
nombre el de su hijo decía mucho; era la persona más importante para ella.
Él había pensado que el pequeño llevaría otro nombre, quizá Alistair, como el padre de
Derian, ya que Simon era el nombre del padre de su prima.
Justo en ese instante Darline se acercó hasta ellos.
Brice la miró con adoración.
—¿Qué ocurre? —se interesó la duquesa.
Brice solo supo responder de una manera: abrazándola.
Darline no entendía nada, pero respondió al abrazo. Llevaba tanto tiempo sin sentir aquella
caricia... Siete años.
No había sido fácil permanecer oculta.
—No vuelvas a alejarte nunca más de mí —suplicó susurrante.
Ella respondió:
—No lo haré —aseguró—. Te doy mi palabra.
Simon miró a la tía Renee y se tapó la boca con comicidad. No era propio de una dama abrazar
en público, y él tan solo había visto a su madre abrazar a una persona: a él.
Derian también vio aquel abrazo desde la distancia y se sintió desfallecer.
Estaba cansado de luchar contra sus impulsos. Cada vez que veía a Darline debía reprimirse,
cuando lo único que deseaba era rodearla entre sus brazos, besarla hasta dejarla sin aliento y
dejarse llevar como habían hecho cada vez que habían gozado de intimidad.
Se dio la vuelta y miró al hombre que estaba sentado frente a su mesa en el despacho.
—Puede marcharse —se despidió.
—¿Quiere que me marche? —preguntó aquel hombre de edad avanzada, mirada reprobatoria y
bastante indignado por lo que acababa de escuchar.
—No suelo repetir las cosas —se molestó Derian por que no acatase su orden.
El hombre se levantó.
—No encontrará un tutor mejor para su… —Dejó la frase en el aire y eso todavía ofendió más
al duque.
Era muy posible que aquel hombre fuese a pagar su frustración; sin embargo, Derian no era
consciente de un hecho. No había decidido prescindir de uno de los tutores más reputados de
Escocia por su estado de ánimo, lo había hecho en cuanto se explayó con respecto a sus métodos
de enseñanza. Él no quería un tutor tan autoritario para Simon. El hombre que tenía delante era
muy parecido al que su padre en su día había elegido para él, y no estaba dispuesto a que Simon
recibiera aquel trato tan… tan… tan… No sabía cómo calificarlo, pero una cosa tenía clara:
jamás permitiría que Simon sufriera como lo hizo él.
—Salga de Sheena Road de inmediato —ordenó—. Y por su bien, le aconsejo que la próxima
vez que empiece una frase la termine —amenazó—. Por lo menos las que hagan referencia a los
miembros de mi familia.
El hombre tembló. No había escuchado una voz tan cargada de amenaza como aquella en su
vida. Tragó con dificultad. Hizo una genuflexión antes de darse la vuelta y salir despavorido de
aquel despacho.
El duque cerró los puños.
¿Cuántas veces tendría que escuchar esas veladas acusaciones con respecto a la legitimidad de
Simon?
—Tiene usted demasiado poder, Excelencia —comentó el tío de Darline entrando en el
despacho—. Ha conseguido que su visita corra igual que un perro de caza.
Derian miró al baronet, el hombre parecía relajado y se notaba su diversión.
Como no respondió, el baronet Artin decidió romper el silencio.
—Mis hijos estudiaron en Eton.
—Como la mayoría de los lores —contestó Derian con poca animosidad.
Al baronet no le pasó desapercibido aquel estado de ánimo del duque.
—En Escocia también hay buenos internados —alabó las escuelas de la zona.
—Sir Artin —zanjó lo que el hombre pretendía—, Simon estudiará en Sheena Road —decretó
—. Y si desea realizar estudios superiores, acudirá a la universidad de St. Andrews, tal y como
hice yo.
El baronet notó amargura en su voz, e incluso era probable que también hubiese un deje de
temor.
No se equivocaba, la sola idea de tener que mandar a Simon a Eton suponía perder a Darline y
no estaba dispuesto a pasar por ello. Puede que le costase encontrar a un buen tutor, pero lo
encontraría aunque tuviese que buscar por todo el planeta.
—Una sabia decisión, si me permite darle mi opinión —comentó el baronet—. Los hijos
crecen con demasiada rapidez —argumentó nostálgico—. Ojalá yo hubiese considerado la
educación de los míos como está haciendo usted, habría disfrutado más de ellos.
Derian se relajó, el baronet intentaba ser amable.
Sabía que era un buen hombre, Darline le había hablado de él con mucho cariño. Incluso debía
estarle agradecido por haber criado a su esposa en el seno de una familia que la acogió con amor
cuando se quedó huérfana.
—Por favor —invitó al baronet, con un gesto de mano, a sentarse en un sofá de piel que había
junto a la ventana.
El hombre agradeció la invitación, quería hablar con el duque.
Al tomar asiento, el duque lo hizo en el otro extremo.
—¿En qué puedo ayudarle? —se interesó Derian.
El baronet tomó aire antes de hablar. El esposo de su sobrina hasta ese momento había sido
bastante considerado con todos ellos, pero había ciertos temas que tratar y no sabía si se lo
tomaría a bien; pocos hombres aceptaban consejos.
—No podemos obviar lo sucedido —afirmó aludiendo al abandono del hogar por parte de
Darline—. No tengo autoridad para inmiscuirme, pero si me lo permite, me gustaría poder
hablarle con la mayor de las franquezas, tal y como lo haría con mis propios hijos.
Derian no lo dudó, asintió con la cabeza.
—Ciertos rumores circulan por todas partes.
El duque se tensó.
Él podía soportar que lo hubiesen tildado de asesino, pero no sabía si sería capaz de soportar
los cotilleos con respecto a Darline porque eso implicaba verla a ella sufrir.
—Para poder acallar todas las mentiras vertidas —continuó el baronet—, os aconsejo que os
mostréis ante la sociedad como lo que sois, un matrimonio.
—Siempre lo hemos sido —le refutó Derian, pues él jamás había rechazado a Darline como
esposa.
El baronet hizo un asentimiento de cabeza.
—Pero la gente necesita verlo —aclaró—. Simon es su heredero, como también es el conde de
Erian desde su nacimiento —indicó con tranquilidad para que Derian entendiera lo que él trataba
de decir—. Debe codearse con la sociedad. No se trata solo de que la gente sepa que existe un
heredero del título sino de mostrarles quién es la persona que lo posee.
—Tan solo es un niño.
—Un infante del que dependen muchas familias —informó el baronet—. A pesar de haber
llegado la noticia, la gente necesita comprobar que no es una fábula. Solo se quedarán tranquilos
si comprueban con sus propios ojos que el conde está vivo.
Derian lo escuchó atento.
Aquella conversación ocultaba mucho más. La excusa de que necesitaban ver al conde de Erian
vivo escondía la auténtica verdad; verlos a Darline y a él junto a Simon acallaría muchas bocas.
Pocos hombres, o pocos duques, aceptarían a un heredero ilegítimo.
El baronet observó que el duque se había quedado pensativo.
No podía recriminarle nada, ese hombre se había ocupado del condado de Erian desde el
mismo día en que nació Simon. Incluso cuando todos lo acusaban de haber asesinado tanto a
Darline como al niño, él estuvo pendiente de todas las necesidades de la zona. Había contratado a
un administrador que lo mantenía al tanto de todo. Las gentes de la comarca no tenían queja,
incluso muchos estaban en deuda con el buen hacer del duque. Pero quedaba la duda en el aire, y
era hora de poner fin a tanto despropósito, pues con muy malas artes algunos habían disfrutado
dilapidando el buen nombre tanto del duque como de su sobrina.
—Agradezco su consejo —agradeció sincero—. Lo meditaré y cuando lo crea conveniente
viajaré junto a mi esposa y Simon.
El baronet apretó los labios en un gesto de aprobación, aunque le apenó que el duque siempre
se refiriese a su hijo como Simon.
Capítulo 23
Invernes 1816
Sheena Road
Los Artin habían abandonado Sheena Road con la promesa de regresar por Navidad.
Tres semanas habían sido suficientes para que Simon se enamorara de todos ellos.
Derian observó la noche anterior tanto la tristeza que mostró el niño al despedirse de los Artin
como la pena de Darline por tener que decir una vez más adiós a su familia.
Se acostó con un sentimiento de culpa.
Al despertar lo primero que hizo fue pensar en su esposa. Por ello, tomó una decisión, y dio
aviso a su ama de llaves para que dispusiesen todo lo necesario para organizar un picnic. Eso sí,
uno íntimo. No quería carpa, ni mesas, ni sillas, ni sirvientes; tan solo una excursión familiar,
como las que en más de una ocasión había disfrutado junto a su mujer. Por eso pensaba llevar a
Darline y a Simon a pasar el día junto al río aprovechando que había amanecido soleado.
La doncella personal de Darline le dio aviso de los planes del duque y eso la sorprendió,
consiguiendo que lo primero que surgiera en su rostro fuese una sonrisa.
Estaba todo dispuesto en la carreta que iba a utilizar el duque y la duquesa estaba dando unas
últimas instrucciones al ama de llaves cuando Derian y Simon se cruzaron en uno de los pasillos.
El niño sonrió y el duque respondió con un saludo amigable.
Simon se situó justo a su lado para salir juntos de la casa y caminaron en silencio unos metros.
De pronto, Derian se paró en seco y tensó su brazo izquierdo impidiendo el paso del pequeño.
Simon lo miró sorprendido.
Derian ladeó la cabeza y miró hacia abajo, clavando su azulada mirada en aquellos ojos verdes
curiosos.
—¿Lo hueles? —cuchicheó para que nadie más los escuchara.
Simon frunció el ceño, no comprendía qué quería decir.
El duque aspiró con fuerza y sonrió.
—Bollos de canela recién horneados —celebró en voz baja.
Simon imitó a su padre, inspiró con fuerza para olfatear y asintió con la cabeza.
—¿Te gustan? —preguntó el duque—. Son mis favoritos.
El niño se relamió los labios afirmando así su respuesta.
El sonido de unos pasos hizo reaccionar al duque, agarró de la mano a Simon sin pensar y lo
llevó junto a él. Se escondieron entre un tapiz colgante y una gran columna de mármol.
Con el dedo índice le pidió silencio a Simon.
El niño gozaba encantado, estaba viviendo una aventura junto a su padre. Era como jugar al
escondite; por eso, si le pedía silencio, estaría callado el resto del día con tal de seguir
compartiendo aquellos momentos tan divertidos junto a él.
Permanecieron los dos semiescondidos mientras veían salir de las cocinas a las doncellas.
Cuando el sonido de los pasos de las muchachas dejó de oírse, Derian sacó la cabeza y giró el
cuello para mirar en dirección a la cocina. Al no ver a nadie, dio un paso adelante. Con un
movimiento de mano le indicó a Simon que podía salir.
El niño lo miró esperando una orden más.
—Vamos a conseguir el tesoro.
Aquella simple palabra aceleró el pulso a Simon. ¡Un tesoro! Fue tal la ilusión que incluso
Derian captó su emoción al ver aquellos ojos verdes chispeantes.
Movió la cabeza para que lo siguiera.
Padre e hijo entraron en la cocina como piratas, a hurtadillas, con una misión: conseguir el
tesoro.
Derian fue rápido a por un paño limpio, donde puso tres bollitos de canela e hizo un nudo.
Simon, como un gran compañero de fechorías, vigilaba la entrada.
—Viene alguien —avisó, alarmado.
Derian le hizo una seña para que se colocara a su espalda.
La cocinera entró y se sorprendió al ver allí al duque.
—Excelencia, ¿puedo ayudarle en algo? —preguntó la mujer mientras observaba cómo Derian
se llevaba las manos por detrás de la espalda, momento que Simon aprovechó para coger el paño
con los bollos y esconderlos imitando a su padre.
—Lord Erian tenía curiosidad por conocer las cocinas —pronunció con normalidad, consciente
de que la cocinera no tardaría en darse cuenta de lo que había hecho.
—Cierto —corroboró una voz infantil.
—Ya nos íbamos —zanjó el duque cediendo el paso al niño para que saliese delante de él y así
esconderlo con su cuerpo.
La señora Sunrey los observó y vio cómo el duque antes de salir se giraba y le guiñaba un ojo.
Al quedarse a solas sonrió encantada; aquel gesto le hizo recordar el pasado, cuando el joven
Derian bajaba a escondidas a la cocina para llevarse un bollito de canela recién horneado. Fue un
niño curioso y divertido. Era el aire fresco que alegraba aquel hogar. Siempre había gozado de un
gran sentido del humor. Había sido risueño y cercano; todo lo contrario a su difunto padre, que
jamás mostró una sonrisa en su rostro. Y nada que ver con la niña mimada y caprichosa de su
hermana, que tan solo buscaba halagos y piropos, cuando ella lo único que entregaba a los demás
era desprecio. Derian, sin embargo, siempre tenía un mohín para regalar, una palabra afectuosa
para quien la necesitase y una alegría contagiosa, que conseguía animar al hombre más decaído.
Miró la fuente donde había dejado los bollitos de canela y sonrió encantada y agradecida por
que el duque siguiese sintiendo tanto aprecio por sus dulces. Era halagador que su trabajo se viese
recompensado.
Soltó una risita al recordar cuando de niño Derian se escondía para robar algún bollo y ella
fingía no darse cuenta de que él se hallaba allí oculto. Y la de veces que había visitado su cocina
ya de joven, cuando bajaba corriendo, cogía un par de bollos y, para que ella no le recriminara
nada, el muy ladino le regalaba algún guiño de ojos, e incluso algún que otro beso rápido en la
mejilla, consciente de que esos gestos a cualquier cocinera la desarmarían, y por supuesto ella no
iba a ser menos.
Suspiró con ensoñación, deseando que el duque por fin volviese a recuperar la felicidad que
había desaparecido de Sheena Road. Era hora de que la alegría regresara a aquel hogar y, después
de haber visto aquella sonrisa y aquel mohín, estaba convencida de que Darline y Simon habían
traído lo que su señor necesitaba.
La duquesa vio llegar a los dos hombres de su vida y los miró curiosa, ya que ambos parecían
estar compartiendo una fechoría. Tanto daba de qué se tratase; ver la cara de felicidad de su hijo
era suficiente para no preguntar.
El duque la ayudó a subir a la carreta, acto seguido ayudó a Simon y por último lo hizo él.
Después tomó las riendas y atizó para que los caballos se movieran.
Apenas habían avanzado cuando Simon, que estaba sentado en medio de los duques, miró a su
madre.
—Mamá —susurró.
Darline lo miró, agradecida de que la tratara con naturalidad delante de Derian, pues el niño
había aprendido que solo podía tutearla cuando estuviesen a solas.
—¿Sí?
—Hemos ido a la caza del tesoro —dijo emocionado.
Derian no giró la cabeza, pero Darline, que lo había buscado con la mirada, pudo observar lo
mal que logró disimular la sonrisa.
—¿En serio? —indagó ella, exagerando la sorpresa —¿Y qué habéis conseguido?, ¿oro, plata,
diamantes, rubíes, esmeraldas…?
Simon la miró entrecerrando los ojos.
—No, algo mejor —adujo el niño muy convencido.
—¿Mejor? —volvió a fingir ser muy curiosa y estar muy sorprendida.
—¡Bollitos de canela recién horneados! —se expresó triunfal.
Darline agrandó los ojos para que Simon notase su sorpresa y se llevó las manos a la boca.
Derian no pudo evitar girarse, quería observarla.
Sus miradas se encontraron y ninguno de los dos pudo evitar sonreír mientras compartían aquel
mágico momento.
—Ha sido todo un reto —bromeó Derian.
El niño asintió con la cabeza, mordiéndose los labios.
Darline no quería reírse, pero le estaba costando mucho reprimirse.
—Sí, casi nos pilla la señora Sunrey.
Darline abrió la boca.
Simon hizo un mohín mostrando lo peligroso que había sido conseguir aquel tesoro.
Darline volvió a taparse la boca, solo que en esta ocasión fue para cubrir su risa.
Derian estaba disfrutando de aquel momento.
Simon, creyendo que su madre estaba asustada, quiso tranquilizarla.
—Tranquila, mamá, hemos sido muy listos y rápidos.
Derian tuvo que girar de nuevo la cabeza porque a él también le estaba costando no echarse a
reír.
—Gracias, cariño —premió la madre.
Simon asintió, satisfecho, y miró al frente.
Darline se mordió los labios y los imitó, recuperando la pose que toda dama debía llevar en
una carreta.
—Simon, saca el tesoro —pidió el duque—. Aprovechemos que están todavía calientes para
disfrutar de nuestro logro.
El niño deshizo el nudo y le ofreció un bollito a su padre, otro a su madre, y se quedó mirando
el suyo.
Darline lo miró de soslayo, no comprendía por qué no se lo comía. También agradeció
interiormente que Derian tratase a su hijo por su nombre y no por el título o el apellido.
Derian, nada más darle un bocado al delicioso bollo, también se percató de que su
acompañante de fechoría no había probado el suyo.
—¿No te gusta? —indagó.
El joven conde lo miró.
—Sí, pero ha sido tan divertido conseguirlo, que pensaba que igual debería guardarlo de
recuerdo.
A Darline se le encogió el estómago. Aquella voz tan inocente, tan ingenua, tan natural, tan
infantil, tan emotiva y tan sincera, la hizo sentir culpable. Ella era la que había alejado a Simon de
Sheena Road por un motivo que el niño no comprendería nunca, pero estaba claro que la ausencia
de un padre durante tantos años había marcado a su hijo para siempre. Acababa de reconocer que
no era el tesoro lo que él deseaba, sino más bien recordar que aquel premio lo había conseguido
junto a Derian.
Sin poderlo evitar, la sonrisa desapareció de su rostro.
Derian también entendió aquellas palabras, por ello no pudo evitar mirar a Darline. Odió que
el rostro de su esposa se demudara.
—Cómetelo —lo invitó, afectuoso—. No será el último tesoro que consigamos juntos —
vaticinó al tiempo que le revolvía el cabello en un gesto cariñoso.
Aquellas palabras animaron al pequeño, que no dudó en darle un bocado.
Darline lo miró.
Él le sonrió prometiéndole con la mirada que así sería.
Ella se emocionó.
Llegaron a la esplanada que en otras ocasiones había utilizado el matrimonio, cuando todavía
gozaban de la intimidad que toda pareja enamorada busca en cualquier momento.
El duque ayudó a bajar a Darline y aprovechó aquel instante para rozarla; necesitaba cada día
más su contacto, por poco que fuese.
Fue a la parte trasera de la carreta y bajó los bártulos.
Extendieron una gran tela y Derian fue lanzándole diversos cojines a Simon, que atrapaba con
diversión; sacó varias mantas dobladas por si tenían frío; dos cestas repletas de comida:
empanada de carne y riñones, quesos de diversos tipos, jamón, vino, agua, frutas diversas y varios
pasteles; y otra cesta que depositó Derian con sumo cuidado, ya que allí se encontraba la vajilla y
cubertería que iban a utilizar.
El pequeño se acercó al río.
—¡Simon, ten cuidado! —gritó la duquesa.
—Hace demasiado frío para que quiera bañarse —reconoció Derian mientras miraba cómo el
pequeño se agachaba para coger piedrecitas y lanzarlas al agua.
—No sabe nadar —reconoció en voz alta algo que no había pensado confesar todavía.
Derian la miró y notó cómo se avergonzaba.
—¿Qué más no sabe hacer? —preguntó, curioso, porque notó que algo le estaba escondiendo
Darline.
Ella desvió la mirada, no se atrevía a mirarlo a los ojos.
—Darline —la incitó a que respondiera.
—No sabe montar a caballo —respondió con rapidez.
Derian se quedó callado durante un momento asimilando la respuesta. Bien, que el niño no
supiese nadar con siete años todavía podía pasarlo por alto. Ahora bien, que un lord no supiese
montar a caballo era inaceptable, ella lo sabía y por eso se había avergonzado.
—Existe una explicación para ello, imagino —recriminó Derian.
Darline lo miró con los ojos brillantes.
Sí, por supuesto que la había, solo que no estaba segura de poder contarla sin conseguir que él
no la entendiera.
—Darline, estoy esperando una aclaración —insistió.
La duquesa volvió a mirar a Simon, quería estar segura de que estaba lo suficientemente
alejado como para no escucharlos.
—No podía correr el riesgo de contratar a alguien para que le impartiese clases —reconoció
con pesar—. Su educación ha estado al cargo del hermano de mi tía Renee —confesó—. Un
anciano que no goza de una salud plena para exponerse a montar a caballo.
Derian permaneció inmóvil.
—¿Dónde has estado escondida todo este tiempo?
El tono de voz utilizado por él no sonó a reproche ni enfado ni reclamo, más bien sonó a
preocupación; por ello decidió responder honesta:
—En Irlanda, fuimos huéspedes del señor Sullivan —y aclaró con celeridad—: El hermano de
mi tía.
Él cerró los ojos.
Ella bajó la cabeza.
La respiración de Derian se agitó tanto como su enfado.
—¡Estuve allí, Darline! —explotó—. Fui a buscarte y aquel anciano me mintió. ¡Me mintió!
Ella se agitó, nerviosa.
—Por favor, no alces la voz —suplicó buscando a Simon con la mirada.
Al ver que el niño continuaba lanzando piedras, volvió a mirar a Derian.
—No pongas en duda la honorabilidad del señor Sullivan —defendió al anciano—. Yo le
supliqué que mintiera; no podía volver a Sheena Road, no estaba preparada.
—No estabas preparada —repitió él intentando calmarse.
—¿Acaso tú lo estabas? —le reprochó ella y apretó los labios nada más hacerlo, apenada por
haberlo dicho.
Él la miró con intensidad y un recuerdo lo abordó:
«Tras una disputa con el padre de Derian, la pareja había optado por pasar una temporada en
una de sus residencias en otra comarca. Había viajado con ellos Tabitha. Tras cuatro meses allí,
llegó el día del parto y todo su mundo se tambaleó.
Su hermana había mandado una nota a escondidas al duque anunciándole la llegada inminente
del próximo heredero. En cuanto Derian vio llegar a su padre su enfado se acrecentó; había
aguantado muchas vejaciones por su parte, pero el desprecio que había mostrado por Darline en
su último encuentro había sido más de lo que podía soportar.
Se habían enzarzado en una discusión cuando el médico que había asistido el parto salió de la
alcoba.
—Excelencia —pronunció, zanjando aquella pelea que padre e hijo mantenían—. Enhorabuena,
ya sois abuelo; tenéis un heredero.
Derian cerró los ojos, consciente de que aquel hijo no era suyo; hubiese dado cualquier cosa
por que el bebé naciese fémina. Quizá, de haberlo sido todo habría sido distinto, era muy posible
que él la hubiese aceptado desde el principio. Pero al escuchar la palabra “heredero”, notó cómo
sus entrañas se removían, asqueado por tener que concederle un honor que aquel hijo varón no
merecía.
—Vizconde —llamó su atención—. Enhorabuena.
A Derian le fastidió el tono con el que se pronunció, había sonado a burla.
Hizo a un lado al médico de un empujón y caminó con decisión a la habitación de donde había
salido el doctor.
Al entrar vio a Darline con lágrimas en los ojos y un recién nacido entre sus brazos.
Jamás olvidaría aquellas palabras que salieron de lo más profundo de su ser, las mismas que
durante años deseó haber podido borrar.
—No podré, Darline, no podré considerarlo mi hijo.
Y entonces ella lo miró con rencor».
Ella sabía que él estaba inmerso en el pasado, pero debía continuar con su explicación para
zanjar aquel tema peliagudo que ambos habían demorado. Había llegado el momento.
—No podía arriesgarme a que alguien me reconociera —confesó, sacando a Derian de aquel
letargo—. South Hill estaba muy bien situada —dijo aludiendo a la casa del señor Sullivan—. Lo
suficientemente apartada del pueblo como para permanecer allí sin ser vista.
Derian escuchó atento. Era una conversación que llevaba tiempo esperando, ya que no había
dejado de pensar en ello durante todos los años que estuvieron separados. Bien era cierto que él
tuvo un pálpito y fue hasta allí a buscarla, pero regresó decaído al no hallarla.
—A Simon no le ha faltado de nada —adujo para que él no pensara que no había mirado por el
bienestar del niño, y mucho menos que lo había privado de todo lo que un heredero debía poseer
—. Excepto de cierta libertad.
Esa última aclaración sonó a culpa, pues así se sentía Darline: culpable. Puede que le hubiese
dado todo cuanto estuvo en su mano, pero no le dio la libertad de poder salir más allá de las
tierras de South Hill.
Derian giró rápidamente la cabeza para mirar a Simon; sin ser consciente, estaba muy
pendiente del niño.
—El señor Sullivan nunca recibe visitas —continuó su confesión—. Por eso no corríamos
peligro de ser descubiertos allí.
Aquello en cierta medida agradó a Derian, quería decir que su mujer no se había codeado con
otros hombres. Nunca lo puso en duda, pues para él era inconcebible que después de casarse ella
hubiese siquiera mirado a otro hombre como lo miraba a él.
—La educación recibida de Simon ha sido…
Él la interrumpió.
—Excepcional —aseguró porque el niño se lo había demostrado.
—Excepto en la equitación —reconoció con pesar Darline—. Hace muchos años que el señor
Sullivan no cabalga y yo no podía enseñarle a montar —y aclaró—: Las cuadras de South Hill son
compartidas con el baronet Grill.
Derian lo comprendió, acercarse a las cuadras era un riesgo a ser descubierta que Darline no
podía correr.
Durante un momento ambos se quedaron en silencio, mirándose a los ojos.
Darline reconoció en aquella mirada la bondad que él siempre había mostrado, por ello no
pudo evitar indagar, necesitaba una respuesta a algo que durante mucho tiempo se preguntó.
—¿Por qué permitiste que yo tuviese acceso al dinero de mi fideicomiso?
Él no pidió la dote, nunca le importó el dinero que le correspondía tras las nupcias.
—¿Cómo iba a hacerlo? —repuso con pesar—. No podía privaros de aquello que necesitabais
para subsistir —reconoció, honesto.
Darline se emocionó. Él podía haber tomado posesión del fideicomiso obligándola así a
regresar, pero no había querido correr el riesgo de que ella pasara penurias, y, lo más alentador,
había pensado también en la protección de Simon, pues había hablado en plural, incluyendo a su
hijo.
Con los ojos brillantes, Darline preguntó:
—¿Podrás perdonarme algún día?
Él no pudo evitar acercarse a ella y acariciar su mejilla.
—Nunca te he culpado —reconoció con total sinceridad.
Ella inclinó la cabeza para sentir mejor aquella caricia.
En cualquier otra ocasión el mundo se habría desvanecido a su alrededor, pero esa vez no fue
así porque su instinto de protección le hizo reaccionar.
—¡Simon, párate! —gritó al observar que el pequeño se había alejado un par de metros,
acercándose al viejo puente de madera.
El pequeño obedeció.
Darline se asustó ante aquel arrebato que no esperaba.
Él tomó de la mano a su mujer; ella se aferró a aquel contacto sin poner resistencia y se dejó
guiar por Derian, que caminó con paso decidido hasta Simon.
El pequeño los miraba. No había visto a sus padres en una actitud tan íntima y lo cierto es que
le gustó. Aunque no sabía si había hecho algo mal, ya que la voz del duque había sonado muy
fuerte; quizás iba a reñirlo.
Al llegar hasta él, Derian soltó la mano de Darline, tomó de los hombros a Simon y lo hizo
girar en dirección al puente.
—Fíjate en los tablones del puente —habló calmado—. La madera está podrida —informó—.
Es peligroso caminar por ellas, te caerías al río.
La advertencia hizo reaccionar a Simon.
—No sé nadar —confesó, tembloroso, al pensar que había estado a punto de cruzarlo.
Derian, que no lo había soltado, con un ligero movimiento lo hizo girar para que lo mirase de
frente.
—En verano nos bañaremos juntos y aprenderás —vaticinó sin apartar la mirada para que
supiese que no mentía—. Hasta entonces, no quiero que te pongas en peligro acercándote a este
puente.
Darline suspiró. Ella había estado distraída con la caricia. Si él no se hubiese dado cuenta…
El niño asintió con la cabeza.
El duque alargó el brazo y señaló otro puente que estaba a cierta distancia.
—¿Ves aquel puente de piedra?
Simon giró el cuello.
—Sí.
—Ese puente es seguro.
El niño volvió a asentir, asegurando que lo había comprendido.
Derian miró a Darline. Se la veía angustiada, así que decidió que debía hacer algo que los
distrajera a los tres, ya que para él era primordial que su esposa estuviese tranquila y, ante todo,
sonriente; necesitaba su sonrisa tanto como respirar.
—Bien, ahora haremos algo divertido.
Simon agrandó los ojos.
Darline lo miró.
Él sonrió de medio lado, tenía la atención de los dos.
—¿El qué? —preguntó, muy curioso, el niño.
Derian decidió crear un poco de misterio para despertar la curiosidad tanto de Simon como de
Darline.
—Ah, tendréis que acompañarme hasta la carreta para averiguarlo.
—Vamos, vamos —aplaudió Simon, invitando a sus padres a seguirlo.
Darline sonrió.
Derian dio un paso al frente y notó la mano de su esposa buscando la suya.
Entrelazaron sus dedos como habían hecho cientos de veces cuando salían a pasear lejos de
miradas indiscretas, gozando de su intimidad.
El corazón de Derian se agitó; en una sola mañana había conseguido rozar a su mujer al bajar
de la carreta, acariciar su mejilla y enlazar sus manos.
Simon, como cualquier niño de su edad inquieto, había llegado corriendo y estaba
esperándolos.
—¡Corred! —exigió, nervioso.
Derian no pudo evitar reírse.
En cuanto se situaron junto a Simon volvieron a soltar sus manos.
Derian se subió a la carreta.
Darline y Simon lo miraban expectantes.
El duque los miró a ambos.
—¿Alguna vez has hecho volar una cometa?
El niño negó con la cabeza.
Derian descubrió la lona que tapaba la sorpresa que con tanto mimo él había ocultado para que
no la viesen.
Levantó una cometa hecha de tela roja de algodón, con un unicornio blanco bordado, como el
blasón del ducado de Wittman, y la inicial C de su apellido Campbell.
A Simon se le abrió la boca.
Darline parpadeó. No esperaba una sorpresa; menos, una en la que Simon fuera el protagonista,
pues sin duda aquello lo había llevado Derian para su hijo.
—¿Os gusta? —preguntó, risueño.
—Mucho, mucho, mucho —repitió el pequeño.
Darline asintió con ímpetu.
—Entonces tenemos que hacerla volar muy alto.
—Sí, sí, sí —afirmó Simon—. Hasta el cielo.
Capítulo 24
Invernes 1816
Sheena Road
El día estaba siendo tan perfecto que Darline no podía más que suspirar cada dos por tres.
Los dos hombres más importantes de su vida estaban disfrutando juntos, sonrientes y felices.
Ella no podía dejar de mirarlos con adoración.
Todo podía haber sido tan distinto si… Cerró los ojos con pesar y recordó:
«La hermana de Derian había recibido la visita de una amiga, la joven lady Anne, hija del
vizconde de Cambridge y actualmente viuda del duque de Parma.
Las dos muchachas tenían mucho en común; insolencia, animadversión y envidia, entre otras.
Ella tan solo llevaba una semana en Sheena Road, pero le había bastado dos días para
comprobar que su cuñada era una niña mimada, que tan solo disfrutaba destrozando la vida de los
demás. Derian la había advertido sobre ello, pero no pensó que pudiese ser tan vil y caprichosa
hasta que comprobó personalmente todas las maldades en primera persona.
Esa tarde mientras tomaban el té evidenció que la amistad de aquellas dos no era tal; ambas
fingían ser amigas, cuando las dos se detestaban y envidiaban mutuamente.
—Connor St. John ya no me interesa —se pronunció Anne.
—No es cierto —refutó Tabitha.
Al escuchar aquel nombre Darline intervino en la conversación.
—¿Os referís al conde de Stanton?
Las dos la miraron de inmediato.
—¿Lo conocéis? —preguntó Anne.
—Sí —afirmó Darline—. Mi familia goza de una buena amistad con la familia del conde.
—¿Has estado con él personalmente? —preguntó Tabitha muy molesta.
Darline pensó en todos los encuentros que había compartido con el conde y no pudo reprimir
una sonrisa.
—Oh, sí, es un hombre adorable —reconoció—. Fui invitada a la celebración del aniversario
de la madre del conde en Bristol House y fue muy divertido.
—Es muy apuesto —reconoció Anne—, pero su padre goza de buena salud.
Aquel comentario llamó la atención a Darline.
—No os comprendo.
Anne adoptó una pose erguida en su asiento.
—El conde desea que nos desposemos, pero seguirá siendo un conde durante muchos años —
expuso sin reparos—. No estoy dispuesta a casarme con alguien que goce de un título inferior a
duque, o que no vaya a poseerlo. Connor como mucho aspirará a marqués.
Darline parpadeó, incrédula ante aquella confesión.
—Y así podría haber sido si mi nueva hermana no se hubiese entrometido —acusó Tabitha a
Darline de haberse casado con su hermano.
Las dos rieron.
A Darline se le revolvió el estómago.
—La posesión de un título superior no os garantiza la bondad del hombre que lo posee —
defendió Darline, molesta, al conde de Stanton—. Os puedo asegurar que la dama que se case con
Connor St. John será una mujer feliz.
—En tal caso, os podíais haber casado con él y así yo podría haber albergado el título de
duquesa junto a Derian.
Aquel comentario ofendió a Darline.
—Esa elección nos habría ahorrado muchos problemas —anotó Tabitha, que parecía muy
molesta—. Menos mal que tengo un padre que siempre sabe cómo solucionarlos.
Aquello sonó a reproche.
—Querida, no te entiendo —señaló Anne.
Tabitha miró con desprecio a Darline.
—Mi cuñada está en estado de buena esperanza —reveló—. Imagina nuestra sorpresa, cuando
tan solo hace dos semanas que se celebraron los esponsales en Londres —y anotó con cinismo—:
Ni siquiera pudimos asistir mi padre y yo; la nueva vizcondesa sí ha sabido cazar a un futuro
duque.
Darline no pudo defenderse ni rebatir aquella acusación porque tuvo que salir corriendo tras
notar una arcada. Claro que, ¿qué iba a objetar?
Anne miró a Tabitha.
—¿Estás insinuando…?
Tabitha se encogió de hombros.
Y esa fue la primera vez que se exponía públicamente la dudosa legitimidad del próximo
heredero».
—¡Cuidado!
La advertencia del duque a Simon sacó de su letargo a Darline.
El pequeño estaba tan eufórico haciendo volar su cometa, que apenas vio el saliente de un
tronco. Cayó al suelo y la cometa descendió en picado.
Darline iba a acercarse, pero Derian se lo impidió alzando una mano para restar importancia a
la caída.
Él se acercó raudo y comprobó que se había raspado la palma de la mano.
El niño tenía los ojos brillantes.
Derian sacó de su bolsillo un pañuelo de lino blanco y le limpió la mano con suavidad.
Sabía que estaba aguantando el llanto y eso le apenó.
—Si deseas llorar... —invitó en voz baja ofreciéndole la oportunidad de que se desahogara, de
ahí que impidiera que se acercase Darline.
El pequeño negó con la cabeza.
—No, mamá dice que cuando un niño llora se apaga una estrella en el cielo.
Derian no pudo evitar buscar con la mirada a la mujer que le robó el corazón el mismo día que
la conoció. Interiormente sonrió; era tan reconfortante que ella hubiese utilizado aquella frase que
un día él utilizó...
—Y a mí me gustan las estrellas —aseveró Simon, con voz decaída por el dolor y por aguantar
las lágrimas—. Mucho.
Aquella vocecita, junto a la inocencia infantil, consiguió tocar el corazón de Derian.
Consciente de que el pequeño siempre andaba buscando su aprobación, lo miró con cariño.
—¿Sabes guardar un secreto? —preguntó el duque mientras soplaba en la palma de la mano
para que no le escociera.
Simon por un segundo se olvidó del dolor.
—Sí —aseguró, encantado de compartir un secreto de su padre.
Derian, que se había arrodillado para estar a la altura del pequeño, inclinó la cabeza y le
susurró en el oído:
—A mí también me gustan las estrellas —afirmó. Se separó lo justo para ver la reacción de
Simon y cuando vio el mohín sonriente que había surgido en su rostro, le guiñó un ojo—. Mucho.
Darline observaba a una distancia prudencial, complacida por ver a su hijo sonreír.
Derian se levantó, se acercó a la cometa, que estaba a unos pasos de ellos, y la alzó para
comprobar si estaba rota.
—Está perfecta —informó para que Simon no se entristeciera.
Darline optó por acercarse.
—Es hora de almorzar —avisó.
Simon miró a su madre y asintió con la cabeza. Al pasar por su lado le guiñó un ojo.
Darline reprimió la risa; el guiño no había salido del todo como se podía esperar, pero
teniendo en cuenta que hasta ese día no había realizado tal gesto, no lo podía criticar. Eso sí, una
cosa sí sabía: Simon deseaba parecerse a Derian.
Tras el almuerzo, Derian se reclinó en el tronco de un abeto gigante.
Desde esa posición miró a Darline y a Simon. Se notaba que los dos estaban tan exhaustos
como él.
—Venid —invitó a ambos a acercarse.
No lo había pensado, tan solo surgió, pues en el pasado, tras el almuerzo junto a Darline,
ambos se recostaban en aquel mismo lugar utilizando los cojines y aprovechando la sombra que el
árbol les ofrecía para cubrirse del sol. Claro que, en aquellas ocasiones hacían mucho más que
descansar, los besos y caricias eran interminables.
Quizá aquel recuerdo también se apoderó de Darline, quien sin dudarlo, se situó justo en su
lado derecho.
Simon los miró. Él también deseaba unirse, pero, a pesar de que el tronco era ancho, no
encontraba dónde apoyarse.
Derian extendió los brazos, una clara invitación a que él se aproximase.
Lo tomó por la cintura y lo sentó sobre su regazo para que el pequeño utilizase el pecho de su
padre como respaldo.
Darline volvió a suspirar, aquello parecía un sueño hecho realidad.
Reclinó su cabeza sobre el hombro de Derian y este la rodeó con el brazo, momento que
aprovechó ella para extender una de las mantas y cubrir a los tres.
Las tres personas guardaron silencio, daba la sensación de que ninguno quería romper la estela
mágica que los envolvía.
—¿Lo oís? —cuchicheó Derian.
Simon se movió lo justo para mirar a su padre.
Darline le hizo una seña con el dedo índice para que no hiciese ruido y escuchara con atención.
Ella sabía de dónde provenía aquel sonido porque Derian se lo había enseñado en el pasado, igual
que estaba haciendo en ese mismo instante.
—Escucha ese toc… toc… toc… —susurró Derian.
Simon cerró los ojos para escuchar con mayor atención.
Al oírlo los abrió y buscó la mirada azulada de su padre.
—Es un pájaro carpintero.
El pequeño agrandó los ojos, totalmente emocionado por el descubrimiento, ya que nunca había
visto uno.
El duque, con sumo cuidado, señaló hacia arriba.
Simon levantó la cabeza y lo vio.
Abrió la boca y la cerró.
Miraba a sus padres y volvía a mirar al pájaro. Su cuello no dejaba de moverse.
Darline y Derian sonrieron, la alegría del pequeño era contagiosa.
El pájaro dejó de picar y salió volando.
—¿Cuál es tu animal favorito? —indagó el duque.
Simon se quedó pensativo.
—Las mariposas —sentenció—. Una vez vi una y era muy hermosa —rememoró—. Era azul y
negra.
Darline también recordó aquel día; a Simon le había impactado mucho, fue un gran
descubrimiento para él.
—¿Lo recuerdas, mamá? —invitó a su madre a participar.
—Sí.
—Me dijo que la mariposa tenía el mismo color que los ojos de mi padre —confesó el niño,
ignorante a lo que el duque pudiese pensar o sentir al respecto.
Darline buscó la mirada de Derian.
Él estaba intentando actuar como tal, por ello sorprendió a su esposa al comentar:
—¿Entonces la mariposa tenía el color de mis ojos?
Simon afirmó con la cabeza.
—Es un azul muy bonito —halagó el niño.
Derian agradeció el cumplido con un ligero asentimiento de cabeza.
—A mamá le gustan los cisnes.
Darline asintió.
Quizás, si alguien los hubiese visto allí, semitumbados, se habría podido sorprender, ya que no
era habitual encontrar a unos duques en aquella posición. Habría sido más propio haber acudido
con un séquito de sirvientes que montaran la carpa, incluyendo todas las comodidades que
pudiesen necesitar para su descanso. Pero lo más sorprendente era que Derian se sentía vivo, una
sensación placentera que ya había olvidado. Sin embargo, estaba allí, disfrutando de la compañía
de Darline y de Simon, como si no hubiese habido un pasado tan oscuro, uno en el que todos los
días eran grises.
—¿Y el suyo? —preguntó el pequeño, quien no lo tuteaba porque Derian todavía no le había
dado permiso para hacerlo.
—Tendréis que adivinarlo —bromeó, encantado, incitando tanto a la madre como al hijo a
participar.
Durante un buen rato Darline y Simon se turnaron intentando adivinar el animal.
Derian negaba una y otra vez.
El pequeño suspiró derrotado, ya no conocía más animales.
Derian decidió poner fin a tanto misterio.
—Os lo diré —dijo aguantando la risa. Sabía que los iba a sorprender, sobre todo a su mujer
—. Los murciélagos.
Darline abrió los ojos como platos y, sin poderlo evitar, ambos se rieron.
—Es un animal muy feo.
Derian negó con la cabeza.
—Sin embargo, para mí una noche se convirtió en el animal más hermoso —comentó, alegre,
recordando la noche que Darline apareció de entre las sombras.
Simon los miró extrañado; no comprendía aquellas risas, pero sonrió. Claro que, el cansancio
hizo mella en él, así que se reclinó de nuevo sobre el pecho de su padre y se durmió.
Derian no pudo evitar besar la cabeza de Darline, pensando que ella también se había dormido.
Ella notó aquella tímida caricia y deseó alzar la cabeza y ofrecerle sus labios.
Sabía que él estaba cumpliendo su palabra, o más bien, respetando la decisión que ella había
tomado en su día al prohibirle que volviese a besarla o tocarla; una orden que surgió de sus labios
por el dolor y la rabia tras escuchar que él no podría considerar a Simon su hijo.
Pero estaban ahí, siete años después, reclinados sobre un árbol, en su lugar favorito, juntos,
con los brazos de ambos rodeando a Simon. No era un sueño, era una realidad y ella haría todo
cuanto estuviese en sus manos para que Derian no saliese de sus vidas, ya que, tras comprobar la
adoración de Simon por él, dudaba que en esta ocasión solo sufriera ella por la ausencia del
hombre al que amaba; Simon tampoco lo soportaría.
No fue fácil abandonar Sheena Road porque supuso alejarse de él. Pero de haberse quedado,
habrían acabado odiándose. La distancia había sido dolorosa y amarga, ya que no había habido un
solo momento del día o de la noche en el que ella hubiese podido olvidarlo.
Tenía tanto que decirle, tanto por entregar, tanto por amar…
Una lágrima rodó por su mejilla y fue a parar a la mano de Derian.
Él notó aquella cálida gota y cerró los ojos con fuerza, convencido de que era el culpable de
aquella reacción. Lo único que no sabía era si esa lágrima había sido provocada por su contacto.
Tragó con dificultad, no podía soportarlo. Pensar que su mujer ya no deseaba su contacto lo
mataba.
—Lo lamento, Darline —musitó para no despertar a Simon.
A ella se le encogió el estómago.
Levantó la cabeza para mirarlo a los ojos.
Él tenía tanto que decirle, tanto por entregar, tanto por amar… Si ella pudiese perdonarlo.
Iba a volver a disculparse por haber faltado a su palabra, cuando Darline levantó la mano que
reposaba en la cintura de su hijo para acariciar el rostro barbudo de su marido.
—No podré, Derian —lloró—. No soportaré vivir alejada de ti de nuevo —reconoció con el
corazón en la mano—. He vivido una condena todo este tiempo, la única razón por la que he
seguido respirando está ahora entre tus brazos —aludió a Simon.
Él se quedó sin aliento.
No esperaba aquella confesión, pero sintió que acababa de ser tocado por la mano de Dios.
—Alejarnos de ti ya no supondría solo mi muerte —habló en plural para que él comprendiera
que Simon también lo necesitaba—. Te adora, ¿cómo no iba a hacerlo, si te ha conocido a través
de mis ojos? —reflexionó sobre los sentimientos de su hijo—. Era imposible que no te quisiera
cuando la persona que le ha hablado de ti no ha dejado de amarte un solo segundo.
Derian sintió que moría de felicidad.
Inclinó la cabeza pegando su frente a la de su mujer.
—No volveremos a separarnos —musitó él, emocionado—. Si he seguido respirando ha sido
por la ilusión de volverte a tener entre mis brazos.
Darline no pudo retener sus lágrimas que, por primera vez, eran de emoción y no de dolor.
—Llegaré a considerarlo mi hijo —aseguró con honestidad porque así lo sentía—. Lo haré,
Darline, sé que lo haré porque ya no concibo la vida sin vosotros.
Que él admitiera aquello fue suficiente para que Darline le entregara sus labios.
Y allí, en aquel lugar del bosque que tanto les gustaba, la naturaleza fue testigo mudo de la
entrega de amor de dos personas que desde que se conocieron no habían dejado de amarse.
Capítulo 25
Invernes 1816
Sheena Road
Invernes 1816
Sheena Road
Derian estaba impaciente. Comprendía que, como buena anfitriona, Darline hubiese ofrecido
alojamiento a Eduard y a su mujer. Sin embargo, él llevaba siete años anhelando gozar con su
esposa y su impaciencia lo estaba matando porque, en lugar de estar retozando en la cama con su
mujer, ahora se veía obligado a acudir a una copiosa cena, pues conociendo a la señora Sunrey,
agasajaría a los invitados con los mejores manjares. Lo sabía porque esa mujer llevaba años
soñando con celebrar cualquier tipo de evento, ya que, en Sheena Road, exceptuando las fiestas de
cumpleaños de su hermana, nunca se había organizado ninguna celebración. Algo impensable en la
casa de un duque, pero así había sido la vida en ese hogar desde que él tenía memoria.
Había estado tentado de entrar en la alcoba de Darline y olvidarse de sus invitados, pero sabía
que ella se molestaría, puesto que él no le había ofrecido la oportunidad de comportarse de forma
hospitalaria o de actuar como lo que era: la señora de Sheena Road. Y no lo había hecho con
anterioridad porque cuando entraron por primera vez como marido y mujer, su padre no le
concedió ese poder a Darline, ya que siempre consintió todos los caprichos de su hermana, la
misma que se mostró celosa ante la llegada de su cuñada y, por tanto, no le permitió tomar el
puesto que merecía en su nuevo hogar. Un hecho que Derian no perdonó jamás a su padre fue que
tolerase tanta animadversión por parte de su hermana.
Movió la cabeza para ahuyentar aquellos malos recuerdos, no permitiría que nada enturbiara la
alegría que lo embargaba. Le había costado muchos años poder recuperar aquel sentimiento,
Darline y Simon se habían encargado de mantenerlo vivo. Ya ni podía recordar la última vez que
se llegó a sentir así, y por ello no permitiría que un día tan extraordinario como el que estaba
viviendo se viese empañado.
Su ayuda de cámara terminó de anudarle el pañuelo y se retiró.
Sabía que no podría llevar a cabo sus anhelos. Aun así, no pensaba negarse a sí mismo el
disfrute de cualquier momento de privacidad con su esposa.
Fue directo a la puerta que unía las dos alcobas y entró sin avisar.
La doncella pegó un gritito. No esperaba la entrada del duque; menos, verlo reflejado en el
espejo, justo a su espalda.
Darline se rio con disimulo.
—Lo… lo lamento —titubeó la muchacha, muy avergonzada.
—Puedes retirarte —ordenó Darline.
—Y tomarte el resto de la noche libre —apuntó el duque.
Amber hizo una genuflexión y abandonó el dormitorio de la duquesa.
Darline no se movió. Se encontraba de pie, frente al espejo, mirando su reflejo.
—¿Te parezco elegante? —preguntó.
A Derian siempre le parecía elegante porque su mujer era la elegancia personificada.
La miró con avidez.
Llevaba un vestido de terciopelo color púrpura, adornado con encaje blanco por los bordes del
corpiño y las mangas de farol.
Un vestido sin escote… Ahora que lo pensaba, su esposa nunca había lucido vestidos
llamativos.
Poco importaba, pues él siempre había adivinado el gran tesoro que aquellas telas ocultaban, el
mismo que tenía pensado descubrir esa misma noche.
La rodeó por detrás, a la altura de la cintura, y apoyó su barbilla en su hombro.
Se miraron a través del espejo.
—Estás preciosa —halagó—. Aunque debo advertirte —avisó para que ella se atuviese a lo
que les esperaba—. Espero que no le tengas mucho apego a este vestido porque no sé si seré
capaz de tener la paciencia suficiente para quitártelo esta noche.
Darline sintió un calor sofocante.
Llevaba tanto tiempo sin recibir un abrazo, una caricia, un beso… Y desde que se besaron en el
bosque su cuerpo ardía, desesperado por recibir todas aquellas promesas que los ojos de su
esposo prometían.
Se giró lentamente.
Él no la soltó.
—No sé si seré capaz de llegar con él puesto hasta esta alcoba.
Aquella confesión calentó por completo a Derian, que no pudo más que besarla con ardor.
Su mujer siempre había sido desinhibida en la intimidad y aquello conseguía encender al
duque.
Había escuchado que muchas mujeres se sentían cohibidas a la hora de intimar, pero Darline
no; ella era puro fuego. Nunca tendría plegarias suficientes de agradecimiento al buen Dios por
haber puesto a Darline en su camino.
Se separaron jadeantes.
—Tenemos invitados —le recordó ella.
Él puso los ojos en blanco.
—Eduard siempre tan inoportuno —se quejó fingiendo estar molesto.
Fueron directos a la sala de los retratos, donde atenderían a sus invitados, ya que era la más
cercana al salón pequeño, donde se serviría la cena a las siete en punto.
El barón estaba sentado en uno de los sofás, en una pose muy relajada, con un brazo extendido
por encima del respaldo y con el otro rodeando a su esposa, agarrándola del hombro.
Hablaban tan animadamente que no se percataron de la presencia de los duques.
Darline no pudo evitar sonreír, pues los ojos de la baronesa estaban chispeantes, alegres,
emotivos…
Cuando el barón fue a robarle un beso a su mujer, Derian tosió, más que nada por fastidiar a su
amigo. Ya que él le había arruinado sus aspiraciones, no iba a ser el único en tener que soportar la
carga de mantener las manos y los labios alejados de su mujer.
La baronesa se sonrojó.
Eduard simplemente le lanzó una mirada de reproche por haberlo interrumpido, al tiempo que
se ponía en pie.
Derian se encogió de hombros.
Darline se acercó a la baronesa.
—Oh, Excelencia, me complace poder informarle de que dentro de un mes organizaremos la
fiesta de celebración de nuestro cuarto aniversario. —Miró con amor al barón, que sonreía—.
Espero contar con su presencia.
Darline sonrió; aquella mujer parecía otra, estaba resplandeciente. Incluso su voz sonaba
distinta, más juvenil.
No pudo responder porque Simon entró en la sala. Era habitual que, antes de acostarse, el
pequeño fuese a despedirse de sus padres para desearles las buenas noches.
Eduard miró con interés al pequeño.
—Buenas noches —saludó el niño a todos los presentes.
Darline le hizo una seña para que se acercase a ella.
—Lord Vista, lady Vista, permítanme presentarles a mi hijo —presentó Darline—. El conde de
Erian.
La baronesa hizo una inclinación de cabeza.
—Así que tú eres Simon —comentó Eduard ganándose la atención del pequeño al ser tuteado
—. El que ha hecho volar la cometa tan alta que casi llega al cielo.
Darline mostró su gratitud al barón con una mirada afectiva.
—Sí, sí —respondió Simon con alegría, relajándose.
Derian, sin ser consciente, le revolvió el cabello con afecto.
Eduard era muy observador, y aquel gesto le gustó. De hecho, durante su visita a los establos
había sido el propio Derian quién le había narrado su día de picnic.
—Pues déjame decirte, jovencito, que tienes ante ti a la persona que enseñó a tu padre a volar
la cometa —se vanaglorió—, entre otras muchas cosas.
Derian se rio.
No iba a negar que aquella afirmación era cierta, ya que su tutor no encontraba apropiado
integrar en su educación cualquier actividad que estuviese fuera de los libros. Debía agradecer
que Eduard hubiese tenido la paciencia y la generosidad de enseñarle y compartir todo aquello
que aprendía fuera de las aulas.
El pequeño miró a su padre, luego de nuevo al barón.
—¿Qué más le enseñó? —indagó, con la inocencia de un niño, esperanzado con que su padre
volcara aquellos conocimientos en él.
Eduard miró con satisfacción al joven conde.
—A pescar, cazar ranas, hacer rebotar las piedras en el agua… —enumeró con nostalgia.
—Eso no es verdad —le refutó el duque.
—¡Por supuesto que sí! —se defendió el barón.
El niño miraba de hito en hito.
—Fue Serton quien me enseñó a lanzar piedras al lago.
El barón restó importancia con un aspaviento de mano.
—Buah… Yo enseñé a Serton y, por ende, a ti.
Derian negaba con la cabeza, pero sin perder la sonrisa.
—Muchacho —Se acercó a Simon y lo rodeó con su brazo por el hombro—. Cree a tu tío
Eduard porque te enseñaré a disfrutar de la vida.
A Darline se le encogió el estómago al ver la cara de satisfacción de su hijo.
El barón no era consciente de la felicidad que estaba aportando al niño que tenía a su lado,
pues, por temor a ser descubiertos, Darline había privado a su hijo del calor que aportaba una
familia. El hermano de su tía Renee fue muy generoso, pero era un anciano que no estaba
acostumbrado a tener compañía, y por ello su trato hacia él fue siempre bastante austero, tan solo
unas horas al día, dedicadas al aprendizaje de Simon. El pequeño no se relacionaba con nadie,
excepto con su niñera y con ella. Esa era una espina que llevaba clavada en el corazón, una que
nunca se podría quitar porque nadie le devolvería a Simon esos siete años que, de alguna forma y
sin pretenderlo, ella le había robado. Nada podía hacer para devolvérselos, por mucho que ella
deseara poder borrarlos.
—Tío Eduard —lo llamó el niño con ojos vivaces—, me encantará aprender a cazar ranas.
—¡Por supuesto! —aseguró el barón—. A tu padre le fascinaba; a tu tía Tabitha, por el
contrario, le creaba repulsión.
El niño parpadeó; no conocía a su tía Tabitha.
Darline apretó los labios. Debería haberle hablado de la hermana de Derian al igual que lo
hizo de sus primos Godric y Brice, pero como pensar en aquella muchacha le creaba dolor, había
optado por callar.
Aquel nombre le trajo un recuerdo a Derian:
«Acababa de pelearse con Brice Artin, todavía tenía los puños macerados tanto por los golpes
como por los cortes que le habían ocasionado los cristales rotos del ventanal que durante la pelea
habían destrozado.
Aguantó estoico, agarrado por dos lacayos, hasta que vio desaparecer a los hermanos Artin.
En ese mismo instante, se zafó de los empleados con un movimiento seco de hombro.
Les ordenó que se retiraran y durante unos minutos permaneció allí, de pie sobre los cristales,
intentando templar su rabia, una que no lo abandonaba; menos, cuando unos minutos antes había
descubierto quién había sido la precursora de los chismes.
Aquello fue más que suficiente para que girase sobre sus talones y entrase de nuevo al
despacho de su padre por el hueco de la puerta que en ese momento estaba en el suelo de la
terraza.
Allí se encontraban su padre y su hermana mirándolo.
Él no lo dudó, se acercó a su hermana en dos zancadas.
A tan solo un palmo de ella, se quedó parado, mirándola con cólera.
—Voy a partir de esta casa para buscar a mi esposa —informó con los dientes apretados—. No
sé cuánto tardaré en regresar, pero cuando lo haga tú no estarás aquí.
Tabitha parpadeó.
El duque intentó mediar.
—Rowen…
—¡Calle! —gritó—. He intentado ser un buen hijo, he hecho todo cuanto me ha ordenado —
expuso con el dolor de un hombre que ya no podía soportar más la vida que estaba llevando—.
Me ha criado bajo las premisas de obedecer, callar y actuar según su voluntad —lo acusó—.
Porque usted nunca ha querido un hijo, solo un heredero.
El duque tragó con dificultad; los ojos llenos de rabia de Derian no presagiaban nada bueno.
—Pues le doy mi palabra de que si a mi regreso mi hermana sigue viviendo en Sheena Road,
perderá tanto al hijo como al heredero.
—No puedes obligarme… —intentó intervenir Tabitha, pero Derian no estaba dispuesto a
concederle siquiera ese placer; estaba cansado de sus maldades.
—Cállate, Tabitha —la amenazó—. Cállate. Demasiado generoso estoy siendo contigo —adujo
—. Debería encerrarte en Bedlam, eres una persona enferma —la acusó sin piedad—. Solo vives
para destrozar la vida de los demás —afirmó aludiendo a todas las maldades que había vertido
sobre hombres y mujeres que habían trabajado en Sheena Road, personas a las que había
destrozado con sus mentiras y cotilleos.
—Rowen —rogó el duque.
Derian miró con intensidad a su padre.
—La culpa es suya por permitir y encubrir todas sus malevolencias —le reprochó con rencor
—. Pero le aseguro que la vertida sobre mi esposa ha sido la última —afirmó—. O se encarga
usted o me encargo yo —zanjó, y le advirtió con una calma que no sentía—: O le busca usted otro
lugar donde residir o la ingreso en Bedlam.
—Padre… —suplicó Tabitha, pero Derian volvió a interrumpirla.
—Piense qué desea porque a mi regreso cumpliré mi promesa.
El duque tembló. Derian no estaba hablando desde el dolor ni la rabia, la promesa de renunciar
a ser el heredero pensaba cumplirla. Lo sabía porque su hijo siempre había sido un hombre de
honor, y la huida de su esposa lo había convertido en una persona diferente; ya no tenía poder
sobre él, ya no le importaba el título, solo su mujer».
Invernes 1816
El duque no había mentido a su esposa, estaba tan desesperado por poseerla que, en cuanto
cerraron la puerta del dormitorio, la besó con la desesperación de un hombre que necesita a su
mujer tanto como respirar.
Ella le respondió con la misma intensidad.
A ambos les afloró un instinto salvaje que nunca antes habían sentido.
Se besaban.
Se mordían.
Ardían por el deseo.
Derian estaba tan excitado que le fue imposible controlar sus impulsos, le subió las faldas a
Darline y le arrancó los calzones, provocando en ella una excitación mayor.
La levantó y ella lo rodeó con sus piernas a la altura de la pelvis.
Notó su miembro erecto y no pudo reprimir un gemido placentero, ya que aquella fricción la
hizo estremecer.
Derian se bajó el pantalón y penetró a su mujer al tiempo que caían sobre la cama.
El grito de Darline quedó ahogado en la boca de su esposo.
Estaba tan excitada… Se sentía tan salvaje… tan caliente… tan desinhibida… tan lujuriosa…
Y de pronto, notó que se helaba.
¿Qué había pasado?
Derian se quedó inerte encima del cuerpo de Darline intentando recuperar el control y la
respiración.
Ella no sabía qué hacer, así que optó por quedarse quieta.
—Lo lamento, amor —se disculpó él, jadeante—. Te prometo que en cuanto me recupere
disfrutaremos ambos como te mereces.
Darline se mordió el labio inferior.
Él continuaba sobre ella, inmóvil, con la cabeza pegada a su cuello.
—Esta es la consecuencia de siete años de abstinencia —confesó en un hilo de voz.
Darline parpadeó.
Su corazón se agitó sin medida.
Sus ojos se anegaron de lágrimas.
Tomó la cabeza de Derian entre sus manos, necesitaba mirarlo a los ojos.
—¿Quieres… quieres decir… que…? —titubeaba por la emoción.
Él la miró entre avergonzado y embelesado.
—Te prometí fidelidad eterna.
No mentía, era lo único que le quedaba de su matrimonio, su promesa de amarla eternamente, y
eso implicaba fidelidad.
Darline lloró.
Él se movió con celeridad, la abrazó con fuerza y le regaló cientos de cálidos besos por todo el
rostro, permitiendo que ella se desahogara y sacara todo el temor, la rabia, la tristeza… el pasado.
Derian no se equivocaba, Darline expulsó con aquellas lágrimas todos los malos pensamientos
que la habían acompañado durante los años de ausencia. Nunca había dudado del amor que él le
profesaba, pero había sufrido tanto pensando que él yacería muchas noches en la cama de alguna
cortesana…
—Te amo, Derian —pronunció entre hipitos.
Él la besó con la adoración de un hombre que no tiene palabras para expresar su felicidad.
—No vuelvas a alejarte de mí, Darline —rogó, muy emocionado—. Aprendimos muchas cosas
juntos —aludió a todo cuanto ambos necesitaban del otro—, pero no me enseñaste a vivir sin ti.
Ella acunó su rostro.
—Tenemos toda la eternidad para seguir aprendiendo.
Aquella respuesta fue el elixir que Derian necesitaba para recuperar su fortaleza, excitándose
de nuevo, solo que en esta ocasión dispuesto a cumplir la promesa de complacer a su mujer como
merecía. Porque Darline lo necesitaba a él… eternamente.
La desnudó con calma, recreándose en el cuerpo que tanto había añorado.
Ella también lo desnudó a él, pues no había nada más excitante que ver aparecer ante sus ojos
poco a poco partes del cuerpo del hombre que amaba.
Si tenía que ser sincera con ella misma, tras la confesión de Derian ya no necesitaba siquiera
ser penetrada para sentirse extasiada; él le había entregado la plenitud total con aquellas palabras:
«Te prometí fidelidad eterna».
Puede que ella no necesitara culminar esa noche, pero Derian era un hombre de palabra y
cumplió su promesa. Se entregó a su mujer con el propósito de disfrutar ambos, pues se amaban y
era un buen modo de comenzar a recuperar los años perdidos, entregándose el uno al otro porque
así lo querían, así lo habían decidido y así lo necesitaban.
Al llegar al éxtasis los dos a la vez, ambos sintieron que sus almas se unían.
Por fin los dos volvían a sentirse vivos.
Tras una larga y apasionada noche, llegó el alba y, aunque estaban agotados, se sentían más
vitales que nunca.
Derian, en cuanto recibió el beso de Darline, la abrazó con los ojos cerrados impidiendo que
se alejara de su lado; necesitaba comprobar que era real.
Ella entendió sin necesidad de hablar aquel gesto.
—Yo también soy una mujer de palabra —pronunció risueña—. Te prometo que te despertaré
todos los días con un beso.
Él sonrió.
—Me complace saberlo… lady murciélago.
Darline emitió una risita melodiosa y él no dudó en abrir los ojos para recrearse en la imagen
de su mujer riendo desnuda junto a él.
La besó con dulzura.
—Avisa a la niñera —comunicó Derian—. Que prepare a Simon para pasar el día fuera.
Darline lo miró intrigada, la entonación de él presagiaba que iba a sorprenderlos de nuevo, tal
y como había hecho el día anterior con el picnic.
—¿Todo el día?
Él asintió con la cabeza.
—Visitaremos la feria —informó—. Imagino que Simon no ha disfrutado de un día de feria en
todos estos años.
Darline lo miró totalmente enamorada.
Negó con la cabeza.
Él notó su emoción y se sintió pletórico por la decisión que había tomado.
—Bien, no va a ser solo su tío Eduard quien le enseñe a disfrutar de la vida —declaró
reprimiendo la risa por haber imitado a su amigo la noche anterior.
Darline volvió a reír, lo abrazó y lo besó mostrando su adoración por él.
Los barones Vista se unieron a la excursión.
Mientras en un carruaje una pareja hacía planes con respecto a los próximos meses, en el otro
un niño miraba por la ventanilla, emocionado.
Darline estaba sentada junto al duque, un tanto nerviosa, intentando disimular su inquietud.
Derian no necesitaba mirar a su esposa para saber lo que le ocurría, notaba su cuerpo tenso.
No podía hablar de ello delante del niño, pero haría cuanto estuviese en su mano para que
Darline se relajara. No pensaba permitir que las habladurías persiguiesen a su mujer, por eso
había organizado esa excursión, pues el baronet Artin estaba en lo cierto; la gente debía verlos
juntos, a los tres, para que todos los chismes fuesen quedando relegados.
Incluso habían prescindido de la niñera. Derian iba a mostrarse y a demostrar ante todos que
era el padre de Simon, no quería que nadie más ese día estuviese al tanto del pequeño porque así
nadie pondría en duda su legitimidad.
Al llegar al lugar acordado, bajaron del carruaje y, como Darline tanto se temía, las gentes de
la comarca se arremolinaron para verlos de cerca. Su hijo y ella se acababan de convertir en la
mayor atracción de la feria.
Simon era ajeno a todas aquellas miradas curiosas. No obstante, se sintió afligido, ya que no
estaba acostumbrado a codearse con nadie, y ver a tanta gente a su alrededor lo turbó.
Eduard también se molestó al ver a todos aquellos cotillas que sin tapujos miraban a la
duquesa y al niño como si ellos tuviesen derecho a aprobar su presencia.
Derian lo tenía claro, él era el duque, la mitad de la gente que allí se encontraba dependía de su
generosidad y benevolencia, así que más valía que se comportaran con el respeto que su mujer
merecía o no tendría piedad a la hora de castigar.
Estuvo tentado de rodear a Darline por la cintura para protegerla y que ella se sintiera más
segura, pero optó por comportarse como un auténtico caballero, por lo que le ofreció su brazo.
Ella enlazó su mano en el hueco del codo.
Sin desviar la mirada del frente, Derian tomó con fuerza la mano de Simon, un gesto que el
pequeño agradeció porque se sentía inseguro.
Y con su mujer y el niño caminó con la frente bien alta, observando cómo las gentes se
apartaban para dejarles paso.
Durante casi una hora fueron observados por los allí presentes, pero poco a poco dejaron de
ser el centro de atención. El duque había perdonado a su esposa y eso era todo cuanto los demás
debían saber y aceptar.
Empezaron a relajarse y a disfrutar del día de feria.
Simon lo miraba todo con atención.
Derian estaba muy pendiente del pequeño, aunque fingiese no estarlo.
Se paró ante una caseta, donde un grupo de niños estaba sentado en el suelo.
—Va a empezar la función —informó Derian a Simon—. Los vikingos están a punto de salir a
escena.
Simon parpadeó.
—¿Vikingos? —preguntó muy curioso.
El duque asintió y sonrió.
—¿Ves a esos niños?
El pequeño asintió con la cabeza.
—Únete a ellos y disfrutarás de las marionetas.
Darline inspiró al notar la desazón de su hijo.
De nuevo la culpa la embargó. Simon no había tenido amigos con los que relacionarse y jugar,
para él todo era nuevo. En sus ojos se notaba la ansiedad por acercarse a aquel grupo de niños,
pero también se adivinaba su temor por no saber cómo integrarse.
Dio un paso adelante y se inclinó para que su hijo la escuchara y se sintiera más seguro.
—Toma. —Le tendió un cucurucho con castañas asadas que acababan de comprar—. Siéntate
con ellos y ofréceles tus castañas.
Simon lo tomó vacilante.
Darline no pudo evitar darle un beso en la frente, un gesto que el niño tomó como muestra de
valentía y protección; su madre estaría ahí para protegerlo.
Él apretó el cucurucho y se giró, caminó con lentitud y se acercó hasta aquellos niños que
esperaban impacientes.
Se sentó en un lateral, tendió su mano a su acompañante de asiento y le ofreció aquellas
preciadas castañas asadas.
Darline aguantaba la respiración al tiempo que rezaba interiormente para que aceptasen a
Simon y no se sintiese abatido.
El muchachito agradeció aquel detalle y cogió un par de castañas.
Derian miró a su esposa.
—Son niños, Darline —la tranquilizó—. Todavía gozan de la inocencia que perdimos de
adultos. —La rodeó por la cintura sin importarle lo que pudiesen pensar o decir—. Estará bien y
hará amigos.
Darline suspiró derrotada.
Aquel suspiro caló al duque, ella no merecía llevar aquella pesada carga.
—Eres una buena madre —susurró—. Simon es un buen niño, solo necesita tiempo para
adaptarse.
Darline ladeó la cabeza para mirarlo a los ojos.
Derian sentía las palabras que había pronunciado, no le estaba mintiendo. Aquello la
conmovió.
Volvió a buscar a su hijo con la mirada y lo vio reír; dos niños se habían puesto a su lado y
parecían divertirse mientras disfrutaban de las castañas.
Su corazón se agitó. Ojalá Derian tuviese razón, Simon merecía divertirse y disfrutar como
cualquier niño de su edad.
El telón se levantó y la función de las marionetas comenzó. Derian y Darline se quedaron en
aquella posición disfrutando de la actuación como los otros padres. Allí no eran los duques, o,
más bien, no se sentían como tales; tan solo eran un matrimonio disfrutando de un día de fiesta,
protegiendo y cuidando a su hijo, que parecía estar gozando de verdad.
Mientras las marionetas cantaban y bailaban, Simon reía y daba palmas moviéndose al ritmo de
la música al igual que el resto de niños.
En una de las escenas, los duques también rieron; la obra que estaban representando era muy
cómica.
Derian, totalmente hechizado por la felicidad que lo embargaba, besó la cabeza de Darline.
Un carraspeo a su espalda lo hizo girarse.
Al hacerlo se encontró con la miraba burlona de Eduard.
Derian simplemente se encogió de hombros. Tanto le daba todo, él era feliz y, por ende, lo que
pensaran los demás le daba igual.
La función terminó y Simon regresó junto a ellos con una sonrisa estampada en la cara.
—Mamá, mamá, ha sido muy divertido —se expresó jovial—. Había un vikingo muy patoso
que siempre recibía bastonazos —narró entre risas.
Miró a Derian.
—Tenía razón, duque, he disfrutado muchísimo.
Él le regaló un guiño de ojos.
—¡Campbell, Campbell! —gritó un muchacho de los que había estado sentado junto a Simon.
El pequeño se giró.
—¡Ven, corre! —lo llamó con impaciencia—. ¡Empieza la competición de atrapar las
manzanas!
Simon miró al duque buscando su aprobación.
—Ve y atrapa la manzana.
Simon no sabía qué significaba atrapar la manzana, pero se fue corriendo junto a su nuevo
amigo.
Un hombre que estaba cerca del duque se pronunció:
—Su Excelencia, disculpad a mi hijo —se excusó, un tanto nervioso—. Es un niño y no ha
sabido referirse al conde como le corresponde.
Derian miró al hombre. Lo conocía, era el capataz de sus cuadras en Sheena Road.
—Winston, el conde también es un niño —alegó para que el hombre comprendiera que, a pesar
de que Simon fuese un lord, también merecía divertirse como los demás—. Ha decidido brindarle
su amistad a su hijo y, por ende, no tengo nada que objetar.
El hombre se hinchó de orgullo; su hijo acababa de ser considerado amigo del hijo del duque,
cuanto menos era un honor para él.
Hizo una genuflexión y caminó en busca de su esposa para contarle lo que el duque había
dicho.
Darline miró también henchida de orgullo a su esposo. Seguía siendo el hombre que conoció,
del que se enamoró, el que pocas veces hacía gala de su título.
—A ti se te daba fatal el juego de la manzana —le recordó Eduard a su espalda.
Derian puso los ojos en blanco.
La baronesa y Darline se rieron con disimulo.
Emprendieron el paseo para buscar a Simon y verlo jugar, conscientes de que se divertiría más
de lo que comería, ya que estaba mellado y, con un solo diente incisivo y las manos atadas a la
espalda, no mordería aquella manzana colgante con tanta ligereza como otros niños.
—Barón —pronunció Darline, sonriente—, ¿hay algo que a usted se le diera mal?
Eduard puso cara de inocente.
—Oh, sí, Excelencia —respondió con sorna—. Siempre flaqueé en la elección de mis amigos.
Derian se carcajeó.
Sin que ellos fuesen conscientes, corrían las voces entre la gente. Aunque por una vez no
hubiese estado mal enterarse de lo que decían, pues parecía que a los lugareños les gustaba que el
señor de la comarca, su esposa y su hijo se integraran entre las gentes, ya que nadie recordaba
haber visto al anterior duque codearse con los demás. Al contrario, siempre se mostró como un
hombre inalcanzable, muy superior a cualquiera que no poseyera un título. Ver a los actuales
duques, por poco que pudiese parecer, los había congraciado con las gentes de Inverness.
Capítulo 28
Invernes 1817
Sheena Road
El tiempo había pasado tan rápido que ya estaban en julio. Faltaban dos meses escasos para el
cumpleaños de Simon y el duque había decidido que se celebraría a partir de esa fecha todos los
años.
Aunque antes debía cumplir con otra misión que había pospuesto durante mucho tiempo: llevar
a Simon a Erian Stronghold, la casa, o más bien, la fortaleza que le pertenecía como poseedor del
título de conde de Erian.
En menos de dos semanas partirían hacia tierras inglesas para que la gente conociese en
persona al pequeño conde.
Darline estaba sentada en una butaca de la biblioteca leyendo un libro que la tenía muy
ensimismada.
Derian se acercó a las puertas que daban a una terraza exterior, miró al cielo y sonrió.
Estaba contento, el tutor de Simon le había puesto al tanto de los avances del niño y se sentía
muy orgulloso de él.
Podía prescindir de las clases durante la temporada estival, pero había decidido que el tutor
prosiguiera hasta que partiesen hacia Inglaterra.
Se giró y miró a Darline.
Se acercó lentamente y la besó en la cabeza.
Ella bajó el libro.
—Como veo que estás inmersa en la lectura —comentó él con gesto ladino—, no supondrá
problema alguno si me ausento durante una hora, ¿verdad?
Darline lo miró extrañada, algo estaba tramando.
Ella negó con la cabeza.
Él la besó en los labios y se alejó con paso ligero.
«¿Qué estará conspirando?», se preguntó la duquesa.
Mientras ella elucubraba, él subió al dormitorio destinado para su hijo. Justo en ese momento
la niñera salía.
—Su Excelencia, ¿se le ofrece algo? —preguntó la mujer, un tanto desconcertada porque el
duque hubiese subido al piso superior.
—No, puede retirarse.
La mujer hizo una genuflexión y entró en la habitación contigua, la que tenía destinada como
niñera del conde. Lo hizo con paso lento, sin apartar la mirada del duque.
Derian esperó a que ella desapareciera.
En cuanto escuchó que se cerraba la puerta, tomó uno de los candiles que había en el pasillo y
entró sin vacilar en el dormitorio de Simon.
El niño, que todavía no se había dormido, al notar que se abría la puerta abrió los ojos. Al ver
a su padre se incorporó.
Derian le hizo un gesto con el dedo para que no hiciese ruido.
Simon permaneció en silencio.
Se acercó a la cama del pequeño y le susurró.
—Nos vamos de excursión nocturna.
Los ojos del niño se agrandaron, totalmente agitado. ¡Una nueva aventura con su padre!
Le encantaba compartir secretos con el duque, y desde que vivía en Sheena Road había
compartido muchos. Se escondían para robar bollos de canela, recorrían los pasillos secretos, se
bañaban desnudos en el lago… Incluso habían salido de madrugada a escondidas para cazar ranas.
Pero ahora iba a ser todavía más interesante; una excursión nocturna. Solo los mayores podían
disfrutar de la noche, los niños lo tenían prohibido, por ello se sintió especial.
Se levantó con sigilo y se acercó a la cómoda donde le había dejado la niñera la ropa
preparada para la mañana siguiente. Se vistió con celeridad y miró al duque.
Derian le hizo una seña con la cabeza para que lo siguiera. Simon obedeció.
El duque abrió la puerta con cautela y miró a ambos lados del pasillo para cerciorarse de que
no fueran descubiertos.
Salieron de puntillas, como si fuesen ladrones.
A mitad del pasillo, el duque se paró y le hizo una seña para que Simon abriera una de las
compuertas secretas. El pequeño se acercó al candelabro de cinco brazos, hizo girar el del medio
y se abrió una puerta que estaba bien escondida.
Los dos entraron con rapidez y cerraron con sumo cuidado.
No había necesidad de esconderse de nadie, Derian era el duque, podía hacer y deshacer a su
antojo, pero le divertía hacerlo de esa manera. Solo por ver la cara de ilusión de Simon merecía
la pena.
—¿Recuerdas a dónde lleva este pasillo? —preguntó Derian en voz baja.
—Sí —aseguró triunfal—. A la biblioteca.
—Correcto.
Aquel pasadizo estaba oscuro y frío.
Derian, que portaba el candil, le tomó la mano para que no se cayera y estuviese cerca de la
luz. Bajaron los escalones con tranquilidad y llegaron a la puerta que daba a la biblioteca.
—¿Qué se ha de hacer antes de salir del pasadizo? —cuestionó Derian para ver si Simon lo
recordaba.
—Mirar a través del libro secreto si hay alguien para no ser descubiertos.
Derian sonrió y asintió con la cabeza.
Como el pequeño no llegaba a la abertura secreta, lo aupó.
Simon cerró un ojo y con el otro miró.
—Ah… mamá está en la biblioteca —avisó mirando fijamente a los ojos de su padre.
Derian hizo un mohín.
—Bueno, la duquesa también es una Campbell, ¿verdad? —Simon asintió brioso—. En tal
caso, podemos salir de este corredor.
Abrieron la puerta secreta y Darline se sorprendió.
Derian, con mirada burlona y sonrisa de medio lado, le pidió con el dedo que guardase
silencio.
Simon pasó su mirada de su padre a su madre.
Se acercaron a ella.
—Duquesa, espero que nos guarde el secreto —susurró Derian intentando no reírse.
El gesto suplicante en el rostro del niño era divertidísimo.
—Mi silencio tiene un precio, tendréis que pagarme una prenda —murmuró Darline
implicándose en aquella aventura.
—¿Qué prenda, milady? —preguntó el duque, sonriéndole.
—Un beso por parte de mis dos caballeros favoritos.
Simon no lo dudó, se lanzó al cuello de su madre, la rodeó con fuerza y la besó en la mejilla.
Se hizo a un lado y dejó que el duque cumpliera con el pago de la prenda.
El duque se inclinó lentamente, le regaló una mirada cargada de deseo y rozó su nariz. Sin
embargo, por mucho que le hubiese encantado besarla con ardor, posó sus labios en la frente y la
besó con candidez.
A Simon le gustaba ver a sus padres. Si ellos supieran que más de una vez los había espiado y
los había visto besarse en los labios, se enfadarían con él. Por ello prefería callar, porque a él le
gustaba verlos juntos. Su madre siempre sonreía desde que vivían en Sheena Road.
—Mmm… Como habéis pagado, tendré que guardaros el secreto.
Simon le regaló un guiño de ojos en recompensa por su lealtad.
Darline tomó de nuevo el libro y fingió seguir leyendo.
Padre e hijo se escabulleron por la puerta que daba a la terraza.
Darline los siguió con la mirada y, en cuanto desaparecieron en la oscuridad, negó con la
cabeza y se rio.
Derian caminó sin soltar de la mano a Simon hasta que llegaron al jardín de los cardos, donde
se ubicaba un gazebo circular, con ocho columnas de estatuas de mármol blanco y una cúpula con
filigranas de hierro forjado.
Se sentaron en el cuarto y último escalón.
Derian dejó el candil en un lateral y miró el cielo.
—¿Ves aquellas estrellas de allí? —Señaló con el brazo un punto en concreto.
Simon buscó con la mirada aquella dirección.
—¿La que parece una figura geométrica? —preguntó, absorto. Jamás había visto las estrellas
con tanta claridad.
—Exacto, esa figura geométrica es la constelación de Orión.
La cara de asombro de Simon le provocó a Derian cierta emoción.
—Y esa de ahí. —Señaló otro punto—. Esa es la Osa Mayor.
—Cuando le diga al señor Glenn que he visto… —Se quedó callado—. Ah, no, no podré
decírselo —rectificó mirando al duque—. Es un secreto.
Derian le revolvió el cabello.
Si lo había llevado allí era porque el tutor le había comentado la curiosidad que había
mostrado Simon con respecto a la astronomía.
En la oscuridad de la noche, un hombre y un niño disfrutaron de su mutua compañía,
recreándose en la belleza del firmamento.
Derian todavía no había concedido a Simon que lo tutease, decidió que lo haría en el mismo
instante en que él se sintiera padre. Quería al pequeño, disfrutaba con él, pero no sabía si eso era
suficiente.
***
Se respiraba quietud, el duque estaba reunido con su administrador. En una semana partiría
hacia Erian Stronghold y quería que todo estuviese dispuesto para su llegada.
Simon se encontraba con su tutor en la biblioteca.
La duquesa paseaba por los jardines cuando el sonido de los cascos de cuatro caballos que
tiraban de un carruaje llamó su atención.
¿Quién sería? No esperaban a nadie.
Decidió regresar a la casa.
Mientras caminaba observaba con curiosidad, hasta que vio bajar del carruaje a dos personas,
un hombre y una mujer.
Sus ojos se agrandaron y su voz surgió de su garganta con alegría.
—¡Beatrice! —se expresó con júbilo.
La señorita Hook se dio la vuelta; al ver a Darline levantó la mano y saludó con una gran
sonrisa.
Las dos mujeres salieron al encuentro, la una de la otra, y se fundieron en un sincero abrazo.
—Qué alegría —celebró Darline sujetando las manos de la única amiga que le quedaba del
pasado.
Se miraron a los ojos, cómplices, guardando sus secretos, ya que durante su huida de Sheena
Road, Darline había coincidido en una posada con Beatrice.
—No podía regresar a Inglaterra sin pasar a saludarte —reconoció Beatrice.
—¿Estabas en Escocia? —se interesó Darline.
Asintió con la cabeza.
—Sí, por desgracia sí.
Aquella respuesta alertó a Darline, pero su curiosidad quedó relegada al llegar junto a ellas el
hermano de Beatrice.
—Señor Hook, es un placer volver a verle —saludó afable.
Leighton hizo una genuflexión.
—Lady Wittman —respondió al saludo—. El placer siempre es mío.
Darline se alegró de ver a los hermanos Hook, siempre había sentido cariño por ambos.
Incluso debía estarle agradecida a Leighton por haber rechazado su petición de matrimonio, ya que
de haber aceptado no se habría desposado con Derian.
—Tengo entendido que vuelve a ser uno de los solteros más loables de la temporada —bromeó
Darline, ya que sus primos en Navidad la habían puesto al corriente de los cotilleos que
circulaban por Londres con respecto al señor Hook.
Él sonrió agradecido, pues la duquesa era la única mujer que lo había mirado con admiración,
incluso en su peor momento.
La vida daba tantas vueltas, un día era uno de los hombres más solicitados para las fiestas y al
siguiente nadie le miraba a la cara. Pero la fortuna estuvo de su lado, gracias a la duquesa de
Whellingtton y Kennt, pues confió en él y lo convirtió en su administrador y hombre de confianza.
—Mi estatus social ha mejorado desde la última vez que nos vimos —comentó Leighton—.
Ahora podría aceptar de buen grado convertirme en su esposo.
Derian pensaba estar preparado para todo excepto para escuchar aquella confesión.
La sola idea de que Darline hubiese pensado siquiera en convertirse en la mujer de otro
hombre lo destrozaba.
Sus ojos se agrandaron, su pulso se aceleró. ¿Acaso Leighton había sido… había sido...?
—Excelencia —saludó Beatrice al ver al duque justo detrás de Darline y de su hermano.
Los dos se dieron la vuelta.
Derian miró con rabia al hombre que estaba justo al lado de su mujer.
Darline notó aquella mirada y tembló; él había escuchado al señor Hook.
—Excelencia —saludó Leighton.
Derian no respondió. La voz de Simon llamándolo a lo lejos evitó que se comportara de nuevo
como un salvaje.
Giró sobre sus talones y con paso ligero se alejó; quería llegar hasta el pequeño lo más rápido
posible y alejarlo de allí. Y no fue consciente de que, con su gesto, estaba proclamándole a
Darline que no podía soportar la idea de que otro hombre hubiese podido ser para ella tan
importante como él.
Darline miró a sus invitados.
Debía disculparse por los modales del duque, pero Leighton se le adelantó.
—Os debo una disculpa —lamentó, aludiendo al errado comentario que, sin duda, había
escuchado el duque.
—En absoluto, señor Hook —aseguró, pues él no tenía la culpa. Más bien la tenía ella por no
haberle confesado a Derian parte de su pasado.
Los invitó a entrar a la casa.
Tomaron limonada fresca porque el día era muy caluroso.
Charlaron animadamente durante casi una hora, y durante todo ese tiempo el duque no hizo acto
de presencia.
De pronto, descubrió el motivo por el que Beatrice y su hermano se encontraban en Escocia.
—Cuánto lo lamento —se apenó Darline al enterarse del fallecimiento del capitán Bradley.
—Lady Sophie pasará el duelo en Great Castle —informó Beatrice—. Su gemela la convenció
con la excusa de que así podrá estar cerca de su sobrino.
Darline hizo una mueca con los labios. Era una lástima que los duques de Hamilton no hubiesen
podido celebrar el nacimiento de su heredero por la desgracia del fallecimiento del capitán.
Aquella conversación estaba siendo escuchada por el duque, quien se encontraba en uno de los
pasadizos atento a todo lo que se decía.
—Que no se me olvide referirte saludos en nombre de la marquesa de Bristol —dijo al
recordar el mandado—. Tras el accidente sufrido por la duquesa de Whellingtton, no se ha movido
de Golden House. Toda la familia ha permanecido al lado de Duncan y su esposa.
—Es comprensible.
—Sí —aseguró Beatrice—. Aunque lady Philomena, lady Violet y lady Hermione se han
trasladado nuevamente a Londres —reveló—. Tienen una tarea impuesta por su sobrino Connor.
—¿Una tarea? —indagó, sorprendida, pues dudaba que nadie pudiese obligar a esas tres
ancianas a hacer algo que ellas no quisiesen.
Leighton se rio; había pensado lo mismo que Darline y, conociendo a las tres octogenarias,
pobre del conde por haber propuesto aquel cometido.
Beatrice, por el contrario, se puso más seria de lo esperado.
—Decorar Philo´s Garden, la nueva residencia del conde de Stanton y Oxford.
Darline parpadeó.
—¿Oxford?
El señor Hook se pronunció:
—Parece ser que mi padre no era el único que derrochaba su fortuna familiar —criticó—. El
conde de Stanton reclamó al rey el título de Oxford y se lo concedió.
Darline miró a Beatrice, ahora entendía por qué su semblante se había demudado. Ojalá
Leighton no hubiese estado presente para haber podido hablar con su amiga abiertamente. Aunque
no necesitaba preguntar, conocía el temor de Beatrice; que Albert fuese a reclamarla como esposa
ahora que su hermano había conseguido de nuevo una buena posición social y, por lo que se veía,
económica.
—Debemos partir —se despidió el señor Hook—. Nos esperan en Green Land.
Green Land era la casa de la duquesa de Kennt, tierras que administraba el señor Hook, razón
por la que estaban en Escocia. Beatrice había aprovechado que su hermano tenía que viajar hasta
Green Land para acompañar a su amiga Sophie. Una vez acomodada en el castillo de los duques
de Hamilton, emprendieron su viaje y decidieron hacer un pequeño alto en el camino para visitar a
Darline.
Beatrice y la duquesa se despidieron con un abrazo. Derian aguantó la respiración; si repetía
aquel gesto con Leighton, saldría de su escondite sin miramiento alguno.
Capítulo 29
Inverness 1817
Sheena Road
Derian había evitado a Darline durante todo el día, ni siquiera habían almorzado ni cenado juntos.
Él había optado por aplacar su rabia en la sala de ejercitación. Darline intuyó que habría
pasado allí parte de la tarde porque había visto a su hijo por los pasillos lanzando puñetazos al
aire, lo que significaba que había estado observando a Derian, ya que el pequeño cada día que
pasaba imitaba más los gestos del duque.
Llegó la noche y Darline decidió ir a buscar a su esposo; le habían informado de que el duque
se encontraba en su despacho.
Fue hasta allí y le pidió al lacayo que se retirara, no quería que hubiese nadie cerca.
Entró sin vacilar.
El duque estaba sentado tras su mesa con unos papeles en la mano.
Él levantó la cabeza y sus ojos se posaron en los de ella, que lo miraba con súplica.
—Debemos hablar —estableció Darline con voz serena.
Derian había pasado la mitad de la tarde golpeando el saco de arena y, aun así, continuaba
molesto.
—Ahora no —zanjó levantándose de su asiento.
—Derian…
—No, Darline, no vamos a mantener esta conversación en este momento —aseguró—. Estoy
demasiado enfadado.
Ella aceptó su enfado, incluso agradeció que él no quisiera aclarar la situación estando
enervado porque era muy posible que se dijesen cosas de las que acabarían arrepintiéndose los
dos.
Fue él quien salió del despacho dejándola allí sola; necesitaba alejarse o acabaría cometiendo
un gran error.
Era la primera noche que dormirían en dormitorios separados. Ni él tenía intención de entrar en
la alcoba de ella ni Darline en la de él.
La duquesa se metió en la cama y pensó cómo se habría sentido ella si aquel comentario lo
hubiese escuchado en la boca de otra mujer.
Se enervó.
Tragó con dificultad y cerró los ojos deseando que con el alba los ánimos de Derian se
hubiesen enfriado.
Y el alba llegó, solo que el duque no parecía haber olvidado aquel comentario. Llegaría a jurar
que incluso había soñado con el eco de aquella frase que se repetía en su cabeza una y otra vez:
Mi estatus social ha mejorado desde la última vez que nos vimos. Ahora podría aceptar de buen
grado convertirme en su esposo.
Agobiado de pensar, se levantó.
En la alcoba contigua escuchó la voz alarmada de la doncella de Darline.
—Excelencia, la señorita Duffy reclama su presencia —la alertó con voy muy preocupada—.
Lord Erian ha amanecido con calenturas.
El enfado, la rabia, el dolor, el cansancio… todo quedó relegado para Derian. Tras escuchar
aquella palabra, “calenturas”, se paralizó.
El peor recuerdo de su pasado lo embargó.
«Derian llevaba once meses buscando por toda Gran Bretaña a Darline. No había cesado en su
empeño de encontrarla. En uno de sus pequeños descansos, regresando a Wittman House con el
propósito de organizar una nueva búsqueda, llegó una misiva urgente de Sheena Road.
No explicaba el motivo de la urgencia por la que su padre le reclamaba que regresara, pero
ante la idea de que Darline pudiese ser la causa, no lo dudó y partió hacia Escocia de inmediato.
No hizo falta preguntar a su mayordomo, nada más poner un pie en la casa supo que algo grave
sucedía.
Buscó a su padre y en el despacho lo encontró.
—¿Cuál es la urgencia? —preguntó sin siquiera saludar.
—Tabitha está muy enferma —informó el duque—. Padece de fiebres —anunció con voz rota
—. Es un milagro que hayas llegado a tiempo para poder despedirte de tu hermana».
Inverness 1817
Sheena Road
El duque bajó las escaleras sin preocuparle que los sirvientes lo viesen descalzo. Nada le
importaba, solo llegar a la alcoba de su esposa y mantener la conversación que ambos habían
pospuesto durante mucho tiempo.
Entró, cerró la puerta y se quedó apoyado en ella.
Darline se giró, sobresaltada.
Ella tenía los ojos enrojecidos por haber llorado.
Él no podía ocultar su mirada brillante.
—Soy padre, Darline —reveló—. Soy padre.
Ella corrió hasta él y se fundieron en un abrazo.
El pasado debía dejar de perseguirlos, era hora de relegar lo que durante tanto tiempo los
había consumido a los dos.
Se besaron con adoración, con sentimiento, con promesas, con súplicas… con amor.
Se movieron o, más bien, bailaron en silencio, entre beso y beso, sin darse cuenta de lo que
hacían, hasta que acabaron tumbados en la cama.
Las caricias se tornaron más íntimas, más dulces, más románticas, hasta que de manera unísona
se fundieron en un emotivo abrazo.
Los dos sabían que no podían continuar sin antes hablar, era el lugar y el momento.
Y en aquella posición, tumbados en la cama y abrazados, fue Darline la primera que habló:
—Conoces la identidad del padre —más que una pregunta sonó a afirmación.
—¡El padre soy yo! —se expresó con ímpetu porque así lo sentía.
Aquella respuesta le provocó una lágrima a Darline.
A Derian, sin embargo, le recordó el pasado.
«Miraba a su hermana con rabia y frustración.
—No tienes alma, Tabitha —la acusó—. No fue suficiente para ti destrozarnos la vida a
Darline y a mí —recordó, con mucho dolor—. También has arruinado la de tu propio hijo.
En los ojos de su hermana ya se adivinaba el final, pues al mirarlo, él no percibió emoción
alguna.
—Fue padre quien dispuso que, a ojos de todos, vosotros fueseis los padres, no yo —le
recordó—. Darline y tú asumisteis esa farsa —argumentó sin sentirse culpable—. Podías haberte
negado.
Aquella acusación lo mató por dentro.
—¡Por ofrecerte un futuro! ¡Por mantener intacto el ducado! —se expresó encolerizado—.
¡Para no perder mi identidad!
Él estaba fuera de sí. Su hermana parecía no comprender que se había visto obligado a acatar
aquella orden, a expensas de arruinar su propia vida, para proteger el ducado, ya que la magnitud
del escándalo no solo afectaría a la familia Campbell, sino también a todas las gentes que
dependían del buen nombre y buen hacer del duque de Wittman.
Aceptó porque era su deber proteger a todos cuantos dependían de él, ofreciendo de paso a
Tabitha la oportunidad de vivir la vida que tenía destinada la hija de un duque. Él había
sacrificado la suya por mantener a todos a salvo, e incluso se convirtió en un miserable al
arrastrar a una persona inocente: Darline. Y su hermana todavía tenía la indecencia de
menospreciar todo cuanto él había hecho para ocultar su pecado.
—Mira el lado positivo —manifestó sin pudor—. El niño es un heredero ilegítimo, pero hijo
de un lord.
Derian notó cómo se calentaba todo su cuerpo por la cólera; era muy posible que en ese
momento tuviese más fiebre que su hermana.
—¿Quién es el padre? —siseó con los dientes apretados.
Comprimió los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas. Pensó que ella se llevaría ese
secreto a la tumba, pero lo sorprendió:
—Connor St. John.
Derian se sintió mareado.
—Lo mataré —aseguró.
Ella volvió a reír con insolencia.
—Es una lástima que yo no pueda llegar a verlo —comunicó, y su voz empezó a apagarse—.
Pero hazme un último favor —pidió, delirante por su estado febril—. Comunícale antes de
matarlo el motivo; dudo que él sepa que llegó a intimar conmigo —confesó, esforzándose por
mantener los ojos abiertos—. Fue una ardua tarea, en la fiesta de máscaras en la casa de Anne —
aludió a la amiga con la que rivalizaba desde pequeña—, conseguir que se embriagara hasta el
punto de que no supiese diferenciar a Anne de mí. Si la muy estúpida se hubiese fijado en ti, nos
habríamos ahorrado tu rencor.
Derian lo comprendió. Había arruinado la vida de todos solo por el capricho de regocijarse
ante su amiga, reclamándole a su padre que exigiese al conde de Stanton que cumpliera con su
deber, tras haber arruinado a su hija, tan solo para impedir que el conde y Anne formalizasen su
relación.
Y no llegó a revelar el nombre del padre porque su amiga ya no estaba interesada en el conde.
—Te pudrirás en el infierno —vaticinó Derian.
—Es muy probable —reconoció en un hilo de voz—. Allí te esperaré, ya que estoy segura de
que no recuperarás a tu mujer —presagió—. Sin ella eres un hombre sin alma y, por ende, como
yo.
—Si no te mueres, te juro que yo mismo te mataré.
No necesitó hacerlo; Tabitha exhaló su último aliento delante de él.
Salió de aquella habitación sintiéndose el perdedor, pues su hermana tenía razón; había perdido
su alma y por ello sería un hombre que viviría el resto de su vida con rencor».
—Aparte de nosotros, las tres personas que conocían este secreto ya no podrán hablar —dijo
aludiendo a su padre, a su hermana y al doctor que, por su codicia, tras una generosa suma de
dinero, mintió. Los tres estaban muertos—. Somos los padres de Simon, nadie vendrá a reclamar
su paternidad.
Darline inspiró con fuerza.
Se soltó de él y se quedó sentada en el borde de la cama asimilando aquella confesión; el padre
legítimo de Simon no había llegado a conocer su existencia.
Una parte de ella se sintió liberada, el temor a que el padre de Simon apareciese reclamando
su puesto la había perseguido durante todos esos años.
Derian se movió, se levantó y se arrodilló ante ella. Acunó el rostro de su mujer con ternura.
—Nadie vendrá a reclamarnos a nuestro hijo —vaticinó—. Jamás permitiré que nos lo
arrebaten.
Darline volvió a llorar.
Derian besó su frente y dejó allí sus labios calientes.
—¿Por qué huiste, Darline? —susurró, sin saber cómo había salido aquella pregunta de su
boca—. ¿Cómo aceptaste convertirte en la cómplice de los pecados de mi familia? ¿Por qué
cargaste con el escándalo? —preguntó aludiendo a todos los cotilleos que la culpaban de haber
tenido un hijo de otro hombre.
Darline levantó la cabeza.
Él continuó arrodillado, mirándola como si fuese la primera vez.
—No tuve opción, Derian —sentenció con voz ahogada—. Tú me diste la oportunidad de
escapar, pero ya no podía vivir sin tu amor.
Él cerró los ojos recordando aquella conversación que mantuvieron antes de entrar en Sheena
Road, cuando le confesó el verdadero motivo por el que su padre lo había obligado a contraer
matrimonio en un mes, calculando el tiempo exacto en que alumbraría su hermana Tabitha, de
manera que pudiesen fingir que el parto de la esposa de Derian se había adelantado, naciendo
sietemesino.
Podría haberse marchado libremente, él le concedió esa libertad escogiendo la tranquilidad y
la salvación del alma de Darline y anteponiéndola a todos. Pero ya era tarde, ella ya no podía
vivir sin él. Su amor por Derian era superior a cualquier otra cosa, incluido un hijo ilegítimo.
Si se hubiese negado a aceptar aquella farsa, lo habría perdido a él y, por ende, su alma.
Aceptar era tan peligroso como vivir atemorizados el resto de sus días. Con tan solo una
persona que averiguase el fraude, Derian sería ejecutado en la horca. La ley así lo establecía, ni
siquiera un rey podía cometer el fraude de legitimar un hijo que no llevase su sangre.
Ella también corría el mismo riesgo; aceptar aquella farsa y convertir al hijo de Tabitha en el
suyo implicaba dotar al bebé, en caso de nacer varón, de ser el heredero del condado de Erian. A
pesar del riesgo, tomó la decisión de permanecer junto a su esposo aceptando lo que el destino les
deparase, y no se arrepintió porque Simon llegó a su vida.
—Durante siete meses no hice más que prepararme para aceptar la llegada del bebé —habló,
nostálgica, revelando ante él los motivos por los que huyó de Sheena Road—. Las amenazas del
duque para que yo acatara su decisión eran innecesarias —recordó—. Iba a convertirme en madre
por nosotros, no por él.
Tras esa confesión, Derian se enamoró más si cabía de su mujer.
—Cuando Tabitha se puso de parto, me comentó que había una nota del duque para mí.
Derian entrecerró los ojos. No tenía conocimiento de ello, así que lo pilló por sorpresa.
—Una nota que decía: «A mi hijo no le concedí la libertad de decisión. No obstante, llegados a
este punto, la libero a usted de cumplir mi mandato. Si no desea convertirse en la madre de la
criatura que está a punto de nacer, advierta al doctor de su decisión. Ambos hemos acordado otra
solución».
Derian se quedó paralizado.
Darline no pudo retener las lágrimas.
—El duque no podía exponer la vergüenza públicamente —sollozó—. Yo podría habernos
liberado a los dos de esa carga... —Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano—. A costa de
la muerte de Simon, esa era la otra solución. Tu padre no correría el riesgo de entregarlo a un
hospicio; era un secreto demasiado peligroso para ser descubierto.
Derian se frotó la cara con las dos manos; pensaba que podía soportar cualquier confesión
excepto esa.
Le costaba respirar.
Su padre había sido incluso más despreciable que su hermana; no poseían una brizna de
humanidad.
Darline tomó sus manos y se las apartó del rostro.
—Cuando nació el bebé y lo sostuve en mis brazos —gimió. No podía retener las lágrimas ni
el dolor que la embargaba al recordar—, sentí que aquella criatura tan pequeña… tan hermosa…
tan inocente… tan desprotegida... había llegado a nosotros por un único motivo: porque éramos su
salvación.
Derian notó cómo le brotaba una lágrima y se la limpió con celeridad; no deseaba que su mujer
lo viese llorar.
—Él era lo único puro e inocente en tu familia —alegó con dolor por criticar a dos personas
fallecidas—. Dios nos lo entregó y yo me convertí en madre nada más cogerlo... Una madre es la
que te da la vida… Y yo no podía ser la responsable de quitársela, Derian. En el mismo instante
en que lo tomé en brazos me convertí en su madre.
El duque se levantó y se alejó de ella. Necesitaba aire.
Se acercó a la ventana.
—Debía huir, pero sin su nodriza no podía alejarme de aquí, Simon necesitaba alimentarse —
reveló cómo sobrevivió el bebé, ya que ella no podía amamantarlo—. No me podía arriesgar a
implicar a la nodriza que tu padre se había encargado de buscar para Simon; ella le era fiel, me
habría delatado ante él —se entristeció, pues los recuerdos eran dolorosos.
El duque tragó con dificultad.
Darline prosiguió, necesitaba confesarlo todo para poder así dejar atrás el triste pasado, era la
única forma de empezar una nueva vida.
—La providencia puso a Amber en mi camino. —Suspiró al recordar cómo conoció a su actual
doncella personal, pues le resultaba desgarrador declamar en voz alta aquella vivencia—. La
encontré en el puente de piedra… —Hizo una pequeña pausa, le faltaba el aliento—. Quería
acabar con su vida.
Derian cerró los ojos, avergonzado por pertenecer a una familia de desalmados, y angustiado
por todo cuanto había sufrido su esposa por su culpa.
—Había perdido a la niña que había alumbrado una semana antes de que yo la encontrara —
lloriqueó—. No tenía familia y el padre de la criatura no se había querido responsabilizar ni de
ella ni del bebé; en cuanto se enteró de su estado de buena esperanza desapareció. Ante mí tenía la
única posibilidad de alejarme de Sheena Road —comentó con culpabilidad—. La convencí y opté
por huir sin mirar atrás —continuó ella su explicación mientras él le daba la espalda—. Tras tus
palabras —aludió a la frase que él tanto lamentaba haber pronunciado—, entendí que necesitabas
tiempo —consideró sin culparlo—. Quedarme en Sheena Road habría significado acabar
odiándonos los dos.
Derian se giró.
—Nunca hubiese podido odiarte —declaró, honesto—. No obstante, a pesar del sufrimiento
que hemos soportado los dos —declaró, ya que ambos habían padecido por estar separados—,
admitiré que tu decisión fue la acertada. No estaba preparado para aceptar a nuestro hijo.
Darline aguantó el aliento. Escuchar con tanta convicción aquellas dos palabras, “nuestro hijo”,
era la confirmación de que había merecido la pena tanto sacrificio.
Él se acercó a ella.
—Mirarlo era el recordatorio constante de que te había arrastrado a una situación tan
desgarradora y peligrosa como inmoral —se entristeció—. Mi deber era protegerte y en eso te
fallé.
Ella negó con la cabeza.
Él tomó sus manos con las suyas.
—De haberte quedado no hubiese llegado a convertirme en padre —adujo—. Nunca le habría
dado esa oportunidad.
A Darline le brotó una lágrima, la que él paró con sus labios.
—Hoy he comprendido lo que tú sentiste al tomar a Simon entre tus brazos —suspiró—. Tenías
razón, Darline, una madre es la que da la vida, y tú se la diste a Simon.
Ella cerró los ojos intentando contener las lágrimas.
—Un padre es el que debe mantenerlo a salvo para que continúe vivo —exhaló—. Haré cuanto
esté en mi poder para que nuestro hijo siempre esté protegido.
Ella abrió los ojos y sus miradas se encontraron, conscientes de que ya nada podía cambiar ese
hecho; Simon lo era todo para ellos.
—Tú lo has dicho, amor —susurró pegando su frente a la de su esposa—. Dios nos lo entregó,
y nosotros estaremos eternamente agradecidos.
Darline lo abrazó con fuerza.
Y él la besó con puro amor.
Capítulo 31
Inverness 1817
Sheena Road
El duque pospuso su viaje a Erian Stronghold. Su hijo había permanecido convaleciente durante
cinco días y, a pesar de que ya había pasado una semana desde su recuperación, no estaba
dispuesto a correr el riesgo de que pudiese recaer.
Simon disfrutaba de la temporada estival. Llevaba días sin recibir clases por parte de su tutor,
y eso implicaba más tiempo para jugar. En vista de que el duque había proferido que sus juegos se
ejecutasen dentro de la casa, Cameron y Alec se habían convertido prácticamente en residentes de
Sheena Road.
Nadie podía objetar nada al respecto. Si el duque aceptaba la amistad del conde de Erian con
los hijos del capataz de cuadras y un ganadero, debían atenderlos con los honores que merecían
las amistades del heredero de Wittman.
Darline escuchaba las risas de los niños que provenían de la sala contigua y sonreía.
Cuando tomó a Derian por esposo llegó a temer que con el tiempo él se convirtiera en un
hombre más proclive a la vida social, lo que implicaba organizar fiestas, acudir a todos los
eventos de la temporada… Sin embargo, él no había cambiado, seguía siendo el hombre que la
enamoró y que prescindía del protocolo que ella tanto detestaba.
Sus vidas eran tranquilas, lo que había anhelado vivir desde que él la convirtió en su esposa.
Cierto que se había truncado todo cuanto había ambicionado, pero desde que regresó, Derian
estaba compensando todos esos años perdidos.
Al pensar en él, decidió ir a buscarlo.
Salió al exterior y se dirigió a la parte trasera de la casa, caminó por el jardín de cardos y miró
en varias direcciones.
Movió la sombrilla para protegerse los ojos del sol, y entonces vio a Derian ayudando a un par
de obreros.
Se sorprendió, no por el hecho de verlo trabajar, algo que de normal en otra dama sería motivo
de sorpresa, ya que un duque no solía ensuciarse las manos, sino más bien por el mirador que
parecía que estaban construyendo. Derian no le había comentado nada.
Se acercó y observó atenta.
No era exactamente un mirador. Era… era…
—Buenas tardes, Excelencia —la saludó uno de los obreros.
Darline asintió con la cabeza en respuesta.
Derian se dio la vuelta.
—Podéis marchar —despidió a los dos hombres—. Mañana terminaremos.
Los hombres se despidieron y se alejaron.
Ver al duque con un pantalón de diario, botas viejas y una camisa con las mangas
arremangadas, despojado del chaleco y con un par de botones abiertos, por donde se perfilaba el
vello de su torso, excitó a Darline, quien no pudo reprimir un suspiro.
Él, ajeno a aquellos pensamientos, se acercó y la besó.
Ella intentó disimular su estado de excitación, por lo que decidió preguntar:
—¿Qué es esto?
Derian sonrió, se rascó la cabeza y miró a Darline a los ojos, como un niño.
—Iba a ser una sorpresa —comentó con voz inocente—. Es parte del regalo que le
entregaremos a Simon por su aniversario.
La duquesa parpadeó.
—¿Un mirador? —preguntó alarmada.
Derian no pudo evitar reírse.
—No es exactamente un mirador.
Ella entrecerró los ojos.
—Es una imitación del gazebo principal del jardín —informó, sonriente—. Con la diferencia
de que será a menor escala y estará cubierto de tul.
Darline buscó con la mirada el gazebo donde una vez padre e hijo habían contemplado las
estrellas.
Luego miró el que estaban construyendo. Se diferenciaba en que no tenía columnas de estatuas
de mármol blanco sino de piedra, aunque la cúpula sí estaba hecha de la misma filigrana.
—¿Vas a cubrirlo de tul? —preguntó, muy curiosa, sin comprender el motivo.
Él la abrazó por detrás y le susurró en el oído:
—Si no lo cubrimos, se escaparán las mariposas.
Ella agrandó los ojos.
Se giró lentamente.
Sus miradas se encontraron.
Él adoró haberla sorprendido.
Ella adoró que él fuese el hombre más perfecto.
—¿Cuándo pensaste en…? —Se quedó la frase en el aire. Estaba claro que un regalo así no se
organizaba de un día para otro.
Él la interrumpió.
—Cuando Simon me confesó que su aminal favorito son las mariposas —respondió
encogiéndose de hombros—. La azul, en concreto, de un tono cobalto como los ojos de su padre.
Darline se quedó sin aliento.
Derian había estado organizando aquel regalo desde el día del picnic.
Se pegó a él, muy mimosa, e hizo una caída de ojos aparentando inocencia.
—Un duque no puede llevar este atuendo —musitó levantando la cabeza, una clara invitación a
ser besada por el hombre que amaba—. Provoca cierta inquietud en la duquesa.
Derian aceptó aquella invitación rozándole los labios al responder.
—¿Cuánta inquietud?
Ella sonrió de medio lado.
—La suficiente para desear que anochezca.
Él le mordió el labio inferior.
—Por si no se ha dado cuenta, duquesa —susurró él rozando los labios de su mujer—. Ya han
salido las estrellas.
La risa de Darline quedó ahogada en la boca de él.
La tomó de la mano pensando en llevarla a su alcoba.
Darline deseaba tanto como él llegar a la habitación, pero se detuvo.
Derian se giró y la miró.
—Hay niños en la casa —le recordó, por si él se había olvidado.
—No tengo intención de jugar con ellos —ironizó—. Tampoco de invitarlos a mi habitación.
Darline emitió una risita tímida.
Él no pudo evitar moverse con celeridad, doblar las rodillas, tomar a Darline en brazos y
avanzar con paso firme hasta llegar al gazebo.
A ella se le cayó la sombrilla al suelo.
Allí se paró, la miró a los ojos y levantó una ceja.
Darline asintió, alargó un brazo y presionó en un punto concreto de una de las estatuas. Una
puerta secreta se abrió justo delante de ellos en el suelo.
Él le guiño un ojo y se perdieron en aquel pasadizo secreto que los llevaría hasta la alcoba del
duque.
Derian no necesitó prender la vela del candil que había en la entrada, había utilizado aquel
pasadizo cientos de veces. Tenía prisa por llegar, nada iba a impedir que esa tarde le hiciese el
amor a su mujer.
Faltaban escasos escalones para alcanzar la puerta secreta que comunicaba con el dormitorio
del duque cuando la voz emotiva de Darline lo sorprendió.
—Fuiste el único, Derian —reveló, pues su corazón dictaminó que él merecía aquella
aclaración, una que había quedado relegada al enfermar Simon.
Él se paró allí, en la oscuridad, porque necesitaba escucharla, conocer la verdad.
—Al no recibir respuesta por tu parte tras mi última carta —indicó al tiempo que acariciaba
con una mano el rostro de él, mientras con la otra se aferraba a su cuello para no caerse, ya que
Derian no la había soltado—, creí que habías escogido a la señorita Pawn para convertirla en tu
esposa.
—Nunca…
Darline lo interrumpió tapándole la boca con la mano.
Los ojos de ambos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad.
—Lo sé —reconoció anticipándose a lo que él iba a decir—. No obstante, al creer que yo no te
interesaba, opté por ofrecerle al señor Hook la oportunidad de recuperar su estatus social.
A Derian se le aceleró el pulso, notaba cómo le palpitaba el corazón; él no había sido su
segunda opción. Había temido tanto, desde que escuchó a Leighton, que ella se hubiera enamorado
de él… No podía concebir que Darline hubiese amado a otro hombre porque él había sido incapaz
de fijarse siquiera en otra mujer. Era totalmente imposible para él.
—Si no podía casarme con el hombre del que me había enamorado, al menos intentaría
desposarme con uno al que respetaba y con el que gozaba de cierta amistad —declaró honesta—.
Era consciente de que no llegaría a amarlo con plenitud; tú eras el poseedor de mi corazón.
Él apoyó su frente en la de ella.
—En tal caso, estaré eternamente agradecido al señor Hook por su honorabilidad —concedió
el duque sin necesidad de que Darline le explicara los venerables motivos por los que rechazó su
propuesta.
Rozó su nariz con la de su esposa.
Ella se sintió plena, ya no existían secretos entre ellos.
Sus bocas se unieron.
Al separarse, Derian prosiguió su ascenso hasta llegar a su alcoba.
Una vez dentro, los dos se miraron totalmente enamorados.
Nada les impedía amarse con plenitud.
Se desnudaron con calma.
Disfrutaron el uno del otro como tanto les gustaba.
Como una pareja enamorada, hicieron el amor sin reservas.
Tras culminar, se quedaron tumbados y abrazados.
Darline se mordía los labios, la intimidad con Derian cada vez era más placentera.
Él la observaba, parecía nerviosa.
Ella lo miró y sonrió.
—Ya no usamos las fundas francesas —le recordó Darline.
—No volveremos a usarlas —aseguró él.
Aquellas fundas eran el recuerdo de lo que tuvieron que sacrificarse cada vez que intimaban;
por más desgarrador que era para Derian no poder gozar con plenitud del cuerpo de su esposa, no
podía arriesgarse a dejarla encinta.
—La falta de su uso trae consecuencias —nombró ella, un tanto inquieta.
Derian entrecerró los ojos, ¿su mujer quería usarlas?
Ella, al ver aquella reacción, intentó disimular su risa.
—Vamos a aumentar esta familia —confesó, divertida.
Él parpadeó.
—¿Estás… estás…? —indagó, emocionado.
Ella asintió con la cabeza.
Él la besó con adoración.
—Amor, no se puede ser más feliz —soñó el duque—. Otro hijo para llenar nuestras vidas.
Darline sintió una gran emoción. “Otro”, Derian había dicho “otro” atestiguando que, para él,
Simon era su primogénito. No había dudado de su declaración la semana anterior, pero una parte
de ella temía que, sin darse cuenta, Derian se atormentara ante la llegada de un varón, por
recordarle que sería el niño al que por derecho le correspondería el título. Ella no había pensado
en ello porque para ella no había distinción entre Simon y el que alumbrase, pero su inquietud por
que su esposo llegase a angustiarse la había preocupado. Ahora, tras escuchar sus palabras y ver
su reacción, no volvería a preocuparse más. Sin duda, Derian era el hombre que conseguía
enamorarla cada día más. Era imposible creer que eso pudiese suceder, pero él con sus actos lo
conseguía.
Derian ayudó a Darline a vestirse.
—El corsé tiene que desaparecer de tu ropero —anotó, deseoso de tener las curvas de su mujer
con mayor accesibilidad.
Darline lo miró.
—Lo estabas deseando —bromeó.
—Desde el mismo día en que te conocí —confesó y no bromeaba, aquella prenda impedía que
él pudiese tocarla con facilidad. Para él, la persona que la creó no había estado enamorada jamás.
Darline sonrió.
Derian se asomó a la ventana y vio cómo llegaba una carreta.
—Acaba de llegar el regalo de Simon.
—Falta mes y medio para su aniversario —informó ella, por si se había olvidado.
Él se dio la vuelta y sonrió de medio lado.
—Amor, incluso un duque está exento de poder paralizar la metamorfosis de los gusanos de
seda.
Darline suspiró, no podía amarlo más.
—Vamos —la invitó ofreciéndole la mano para que lo siguiera.
—¿De nuevo por los pasadizos? —indagó ella al ver cómo él buscaba la abertura secreta—.
¿Por qué hay tantos pasadizos?
Mientras se perdían en la oscuridad, él respondió:
—Esta casa palaciega era muy estimada por los vikingos normandos, ya que su ubicación era
perfecta para ellos —informó instruyéndola sobre la historia de Sheena Road—. El primer duque
los construyó con la intención de salvaguardar a la familia ante el ataque de cualquier forajido.
A Darline le pareció muy acertado por parte del primer duque. Tenía razón, estaba ubicada en
un punto estratégico entre los valles, desde donde se podía visualizar el río y el lago, un lugar
perfecto para cualquier pirata.
Salieron al exterior.
Derian se agachó y recogió la sombrilla que a Darline se le había caído.
Le ofreció su brazo mostrando que, cuando se lo proponía, podía parecer un auténtico duque.
Caminaron hasta la entrada trasera de la casa, donde el mayordomo estaba atendiendo al
hombre responsable de la entrega del pedido.
Darline parpadeó.
Derian disimuló su sonrisa.
—¿Todas esas cajas? —preguntó, alarmada.
Él se encogió de hombros.
—Si queremos tener un invernadero de mariposas, no podemos adquirir solo un par de
gusanos.
Ella negó con la cabeza. Lo comprendía, pero… era demasiado.
—Llévenlas al establo —ordenó el duque.
El mayordomo dio la orden. Mientras, Derian le hacía una seña a su mujer para que lo siguiera.
Fueron hasta la sala de recreo, donde su hijo y sus amigos estaban jugando con sus soldaditos
de plomo.
—Excelencias —saludó Cameron al ver a los duques.
Darline le brindó una sonrisa.
—Comprendo que la batalla que estáis librando es harta importante —comunicó el duque—.
No obstante, quedará suspendida para otro día.
Los niños no se opusieron.
Darline estudió los rostros de los tres niños. Parecían preocupados por haber molestado al
duque, así que le apretó el brazo para que no demorase la sorpresa.
—Si nos acompañáis a la duquesa y a mí —los invitó—, seréis testigos de la sorpresa que
tenemos para el conde.
Los niños asintieron.
Caminaron hasta las caballerizas.
—¿Veis esas cajas?
—Sí —respondieron.
—Abridlas y encontraréis la sorpresa.
Cada uno de ellos se fue directo a por una caja, había casi treinta.
Cameron y Alec esperaron a que Simon fuese el primero en abrirla.
Los duques estaban muy atentos, no querían perderse la reacción de Simon.
El pequeño la abrió, agrandó los ojos y su boca formó un óvalo.
—¡Gusanos de seda!
Los otros dos muchachos reaccionaron también abriendo las cajas que habían elegido.
—¡Aquí también! —se expresó Cameron tan excitado como Simon.
—¡Y aquí! —corroboró Alec.
Ver aquellas reacciones en los tres muchachitos hizo sentir al duque que había merecido la
pena tanto esfuerzo. No había sido fácil encontrar por esas fechas los gusanos, pero Arthur le puso
en contacto con un afamado lepidopterólogo que, además de dedicarse al estudio de los insectos,
poseía un criadero de gusanos de seda.
La esperanza de vida de una mariposa era muy corta, por ello el duque había acordado recibir
cada mes una remesa de treinta cajas.
—¡Son muy suaves! —gritó Simon a sus amigos.
Estaban tocándolos con sumo cuidado.
—¿Todas esas cajas están llenas de gusanos? —preguntó Cameron.
El duque asintió.
Jack Winston miró al duque e hizo un gesto de cabeza dándole las gracias por haberle
permitido disfrutar de la alegría de aquellos críos. Él tampoco olvidaría la reacción de su hijo
Cameron.
—Me temo que necesitan ciertos cuidados —declaró el duque llamando la atención de los
niños—. Para empezar, vais a tener que ocuparos de su alimentación.
Se acercaron a él los tres.
—¿Qué comen? —preguntó Alec.
—Hojas de morera.
Los tres se miraron intentando adivinar dónde conseguir aquellas hojas.
Simon dio un saltito provocando una sonrisa en Darline.
—Ya sé, ya sé… —adivinó, triunfal—. Son los árboles que bordean el jardín aromático.
Cameron y Alec pasaron su mirada de Simon al duque.
—Correcto.
Y sin más, los niños salieron corriendo del establo dirigiéndose al ala este, donde se
encontraba el jardín aromático, porque allí encontrarían el sustento de los gusanos.
—Excelencia —lo llamó Winston—. Espero que no les tenga mucho aprecio a esos árboles —
bromeó—. Van a deshojarlos.
Darline y Winston se rieron.
Derian se rascó la cabeza fingiendo estar pensativo.
—Creo que debí pensar en ello —bromeó encogiéndose de hombros.
Y volvieron a reírse, solo que en esta ocasión se unieron a las risas el duque y cuatro mozos de
cuadras.
Capítulo 32
Inverness 1817
Sheena Road
Los duques de Wittman habían acordado anunciar la buena nueva en la fiesta de aniversario de
Simon, evento al que acudirían las personas más importantes para el matrimonio: la familia Artin,
los barones Vista, el baronet Serton, los hermanos Stewart y los hermanos Hook. No obstante, el
duque tenía previsto comunicárselo al mayordomo y al ama de llaves, personas de plena confianza
a las que él tenía en alta estima.
Para Derian había una persona que merecía ser la primera en conocer la noticia. Mientras los
niños buscaban las hojas de morera pensó en ello y, sin hacer partícipe a su esposa de su decisión,
optó por dar el comunicado esa misma tarde.
Entraron en la casa los duques y el pequeño Simon; allí los esperaba la niñera.
—Señorita Duffy —pronunció Derian con tono firme—. La dejo al cargo del vestuario del
conde para la cena de esta noche —y añadió, sorprendiendo a todos, principalmente a su esposa
—: Hoy nos acompañará a la mesa.
Simon miró a su padre tan sorprendido como la institutriz y su madre; eso sí, contento.
—Por descontado —se mostró sumisa la niñera.
Derian miró a Darline.
—Duquesa, os pido que nos disculpéis al conde y a mí —se mostró serio, pero sus ojos no
engañaban a su mujer; él estaba divirtiéndose con aquella charada—. Debemos ausentarnos para
mantener una conversación muy importante… entre caballeros.
Simon se irguió como si por parecer un centímetro más alto fuese a considerarlo su madre todo
un hombre.
Darline pasó su mirada de hito en hito entre Derian y Simon.
Tuvo que esforzarse por no reír.
¿Qué estaría tramando Derian? Tanto daba, fuera lo que fuere haría feliz a Simon.
Derian le guiñó un ojo.
—Estáis disculpados.
El duque miró a Simon y le hizo una seña para que lo acompañase. El muchachito, muy
obediente, lo siguió.
Darline los persiguió con la mirada y acabó sonriendo al ver cómo Simon imitaba los andares
de su padre.
La niñera la miró.
—Preparad su mejor traje —ordenó Darline—. Es su primera cena oficial en el salón.
La mujer sonrió y asintió.
Para un niño ser invitado a la mesa principal era todo un acontecimiento.
El duque se sentó tras la mesa de su despacho invitando con la mano a Simon para que tomase
asiento enfrente de él.
Apoyó los brazos en la mesa y juntó sus manos.
Simon lo imitó al otro lado.
—Antes de comenzar, debes darme tu palabra de caballero de que nada de lo que hablemos
aquí saldrá de este despacho.
Simon se emocionó. ¡Un nuevo secreto!
Asintió con la cabeza.
—Tienes mi palabra de caballero.
A Derian le estaba costando mucho no sonreír.
—Eres mi primogénito, mi heredero y, por ello, en mi ausencia legaré en ti la estimada
responsabilidad de estar al cuidado de la duquesa y el niño al que pronto alumbrará.
Simon parpadeó.
El duque, que observaba con atención, le sonrió para que se sintiese tranquilo.
—Solo un padre muy orgulloso de su hijo encomendaría en él tan importante responsabilidad
—decretó—. Como yo estoy muy orgulloso del mío, me veo en la obligación de confesarle que
solo en él confío el cuidado de mi esposa y futuros hijos —halagó—. No te concedo ese poder por
ser conde sino por ser mi hijo querido.
Simon se hinchó de orgullo.
Su padre lo quería y además se sentía orgulloso de él.
Derian notó aquella sonrisa de satisfacción y emoción.
—Un hombre tiene la obligación de proteger a su familia —dijo el duque con tranquilidad—.
No existe nada más importante. Por eso, debes entender que jamás permitiría que, en mi ausencia,
nadie más que tú protegiese a la familia.
—Será un honor —comunicó el pequeño, agitado—. Yo cuidaré de madre y de los hermanos
que alumbre.
Era imposible, tras esa declaración, que el duque no se sintiera orgulloso de su hijo.
Ojalá a él alguien le hubiese comunicado que su madre alumbraría un hermano, así se habría
preparado para la llegada de Tabitha. Cierto es que su madre fue una mujer muy delicada que no
solía gozar de buena salud. El último recuerdo que tenía de ella era paseando por los jardines de
helechos gigantes, un mes antes de fallecer en el parto. Él pensó que el bulto de su vientre era la
consecuencia de haber comido muchos bollos de canela, como le había comentado una de las
doncellas cuando él preguntó con la curiosidad propia de un niño. Su vida habría sido más
sencilla si se lo hubiesen comunicado, en vez de presentarse ante él la nodriza de Tabitha, con ella
en brazos diciéndole: «Lord Rowen, os presento a vuestra hermana». Ni siquiera su padre tuvo
aquel detalle. Lo único que escuchó del duque fueron las palabras: «Se acabaron los juegos para
ti. Sube a tu dormitorio y cámbiate de ropa, vamos a enterrar a la duquesa». Aquello fue tan
turbador para él que apenas pudo reaccionar, por lo que su padre le hizo una seña al que era su
tutor y este, como no se podía esperar menos de él, lo cogió de la oreja y tiró con fuerza para que
cumpliera la orden del duque.
—Esta charla entre hombres no puede ser revelada a la duquesa —informó Derian para que
Simon se sintiera más importante todavía—. Nuestra obligación es cuidarla y protegerla, pero las
conversaciones referentes a su cuidado entre padre e hijo no tiene por qué conocerlas, es un
secreto entre caballeros.
Simon sonrió satisfecho, sintiéndose la persona más importante en la vida de su padre.
—Según el señor Glenn, a las damas hay que tratarlas con caballerosidad porque son débiles.
Derian miró a su hijo.
—No, débiles, no —corrigió—. Delicadas.
El crío meditó aquella corrección y asintió.
—Tu madre no es débil, es una mujer muy poderosa.
—Porque es duquesa —razonó el pequeño.
Derian sonrió y negó con la cabeza.
—No, en absoluto. Su título no le otorga su gran poder —explicó con soltura—. Es una dama
poderosa porque tiene el poder de hacernos felices a los demás.
—Sí, a mí me hace muy… muy… feliz —aseguró—. Sobre todo cuando me abraza y me hace
cosquillas.
Derian no pudo evitar reírse.
Tras aquella conversación, que para Simon había sido muy reveladora y satisfactoria, ambos
salieron del despacho; debían cambiarse de ropa para la cena.
Darline y el duque pudieron comprobar que Simon gozaba de una exquisita educación
protocolaria.
Al terminar se retiraron a la sala de recreo para jugar una partida de ajedrez, e invitaron a la
duquesa a unirse a ellos.
Darline aceptó la invitación. Por ello estaba allí, recostada en uno de los divanes, observando
a los dos hombres más importantes de su vida.
Sonrió plena cuando vio a Simon apoyar el codo en la mesa y sujetar su barbilla con el dedo
pulgar, en un gesto muy reflexivo, imitando la pose de Derian. Sin duda, cada día se parecían más,
y no solo físicamente, ya que Tabitha y Derian poseían unos rasgos muy similares.
Ese pensamiento le hizo cerrar los ojos, agradecida por el parecido físico entre los hermanos,
ya que estaba convencida de que si las habladurías en la zona habían cesado, era por ese hecho.
Al igual que los temores de sus tíos y primos de que ella hubiese abandonado Sheena Road por
haber yacido con otro hombre, pues quedaron relegados en el mismo instante en que vieron a
Simon; era la viva imagen de Derian, exceptuando el color de los ojos.
—Padre… —susurró.
El duque levantó las cejas sin comprender aquel mutismo.
—Mamá se ha dormido —comunicó.
Derian ladeó la cabeza y la miró con ternura.
—Entonces es nuestra obligación cuidar de su descanso —cuchicheó.
Simon asintió.
Se levantó y se acercó hasta donde se encontraba su mujer. La tomó entre sus brazos y la alzó.
Simon reprimió la sonrisa. No había visto a sus padres en esa tesitura antes, pero una vez más
le gustó, como cuando los veía besarse a escondidas.
—¿Por los pasadizos? —indagó el pequeño.
Derian podía subir con los ojos cerrados por aquellos oscuros pasillos, pero no iba a poner en
riesgo ni a su esposa ni a su hijo.
Negó con la cabeza.
—No es motivo de vergüenza estar al cuidado de la duquesa —comunicó susurrante—. La
llevaremos a su alcoba por la escalera principal.
Simon asintió y salió con paso firme, como si quisiera despejar el camino.
Derian lo siguió.
Al entrar en la habitación de la duquesa, su doncella, que estaba esperándola, se sorprendió.
Simon le hizo una seña con el dedo índice poniéndoselo en la boca para que guardase silencio.
La mujer miró al duque y este le indicó con la cabeza que se marchara.
Tumbó a su mujer en la cama con sumo cuidado y le entregó un beso en la frente.
Aupó a Simon para que hiciese lo mismo y salieron en silencio.
La niñera estaba esperando al conde al final del pasillo.
—Has estado muy atento —comunicó Derian—. Me siento muy orgulloso de ti.
Simon sonrió pleno.
—Es hora de retirarse a descansar.
—Buenas noches —se despidió el niño.
Derian esperó allí hasta que su hijo alcanzó a la niñera y los vio desaparecer por las escaleras.
Volvió a entrar en el dormitorio de su mujer, le retiró los zapatos, se desprendió de los suyos y
se tumbó junto a ella.
***
—¿A dónde cree que va, duquesa, sin cumplir su palabra? —la acusó Derian a su espalda
poniendo una mano en la puerta que ella iba a abrir para retenerla por no despertarlo con un beso.
Darline se giró lentamente.
—Pensé que no te despertarías…
—Pensaste mal.
Ella le regaló un beso.
—¿Y bien? —la invitó a que respondiera.
Darline se mordió los labios, un tanto avergonzada.
A él aquel gesto le despertó la curiosidad.
—Tenía intención de regresar antes de que te despertaras —evitó la respuesta.
Mmm… Interesante, su mujer le ocultaba un secretito y, por el sonrojo de sus mejillas, estaba
convencido de que le iba a gustar conocer la respuesta; sería divertida.
—Amor, me complace saber que pensabas regresar para cumplir tu promesa —bromeó—. No
obstante, debo comunicarte que me complacería más si me confesaras el motivo por el que te
estabas ausentando de mi lado.
Ella dejó caer su cabeza apoyándola en el pecho de él, frustrada por tener que confesar.
—Me dirigía a las cocinas —reconoció muy avergonzada.
Aquella vocecita divirtió a Derian.
—A las cocinas —presionó.
Ella suspiró derrotada y levantó la cabeza.
—Tenía intención de cazar un tesoro.
La respuesta arrancó una carcajada en él.
No era propio de una dama colarse en la cocina para robar bollos, como tampoco lo era
confesar que estaba famélica.
—Avisaré… —La frase quedó en el aire cuando ella lo interrumpió.
—No, no, no… —se mostró nerviosa—. No puedes, dudo que la señora Ryder haya siquiera
preparado té.
Bueno, eso se lo podía conceder, apenas había amanecido. Ahora, que él no le consiguiera
comida a su esposa era algo impensable.
—Mi querida duquesa, vamos a cazar el tesoro —aseguró.
A Darline no le dio tiempo a reaccionar, él entrelazó los dedos de su mano con los de ella y
abrió la puerta.
Como si fuesen niños, bajaron las escaleras, a escondidas, ocultándose ante cualquier ruido
para no ser descubiertos.
Lo que en un principio le había parecido vergonzoso a Darline, ahora se estaba convirtiendo en
una diversión.
Derian notaba su corazón agitándose cada vez que escuchaba la risita de Darline a su espalda.
—Tenemos una oportunidad —dijo él—. A estas horas solo estará la señora Ryder en las
cocinas, saldrá a dar aviso al mayordomo de mi demanda, tú entrarás y…
—Cazaré el tesoro.
Él sonrió pleno y le robó un beso antes de salir corriendo hacia una de las salas cercanas.
Desde allí usó el tirador, provocando que la campanilla sonara en la antesala. Como había
vaticinado, la señora Ryder salió de las cocinas para mirar e ir a buscar al mayordomo y darle
aviso, pues el señor Potter, como de costumbre, estaría revisando todas las estancias de la sala
principal, mientras la cocinera se encargaba de preparar el desayuno de todos los sirvientes que
vivían en la casa.
Darline entró rauda. Como no sabía dónde encontrar un paño, usó sus faldas para sostener un
par de trozos de bizcocho, dos manzanas y… un bollo de canela recién horneado que vio justo
antes de salir corriendo de allí.
Al salir, notó que Derian la alzaba en volandas por la cintura. Después la hizo girar y la metió
por una de las puertas secretas.
Una vez dentro observó que él ya había prendido uno de los candiles.
Se miraron y él le guiñó un ojo. No hacía falta explicar más, Derian había salido de aquella
sala por uno de los pasadizos.
—Van a pensar que hay fantasmas en la casa —comunicó Darline entre risas.
Derian se encogió de hombros. La risa de su mujer merecía la pena, incluso aunque significase
que el señor Potter creyera que Sheena Road estaba encantada.
Desayunaron en la cama entre bromas.
Él se quedó embelesado contemplándola.
Se había criado bajo la estricta tiranía del duque, un hombre carente de sentimientos, o por lo
menos eso fue lo que demostró siempre ante su hijo. Quizá si se hubiese casado por amor… Pero
el enlace de sus padres fue acordado entre las dos familias incluso antes de que su madre naciese.
Las muestras afectivas se basaban en un simple gesto de asentimiento de cabeza y poco más.
Incluso el nacimiento de Tabitha fue motivo de disgusto; todo duque deseaba al menos dos hijos
varones, el heredero y el de reserva… ¡Qué triste!
Miró fijamente a su mujer. A él le importaba poco buscar otro hijo para asegurar el legado del
título. A diferencia de su padre, él no había siquiera pensado que a Simon le pudiese suceder algo,
o, de sucederle, no había planeado tener más descendencia con ese fin. No iba a negar que había
soñado infinidad de veces con aumentar la familia, pero por amor, no por obligación.
Cierto que había basado toda su vida en la protección del título porque así era como lo habían
educado. Nada más nacer recayó en él aquella responsabilidad. ¿De haber podido, habría elegido
otra vida? Poco importaba la respuesta, pues ya nada podía hacer para cambiar el pasado. Claro
que, sí estaba en su mano intentar que el futuro de su heredero no fuese tan desagradable como lo
fue el suyo. No podía asegurar que él fuese mejor que el anterior duque, pero sí estaba seguro de
que él tenía algo que el anterior nunca poseyó: el amor de un hijo. Por eso, él sí se podía
considerar padre, no solo duque.
Ojalá pudiese dejar de odiar a su padre y a su hermana, así sería libre por completo. Pero las
malas acciones de ambos impedían que se llevase a cabo ese anhelo, por lo que viviría siempre
lleno de rencor. A pesar de la felicidad que lo embargaba viviendo junto a Darline, no podía vivir
con plenitud. Una vez más, su hermana y su padre conseguían que él se sintiese el perdedor.
Capítulo 33
Inglaterra 1817
Erian Stronghold
Tras meditar concienzudamente qué hacer con respecto a viajar a Inglaterra, Derian había optado
por hacerlo dos días después del cumpleaños de Simon. Los motivos de su decisión no fueron
otros que pensar en el bienestar de su esposa. Cuanto antes se presentasen ante las gentes, antes
cesarían las habladurías; ella estaba esperando un hijo y no merecía que su nombre continuase
mancillado por el pasado. Además, debía aprovechar que su estado de buena esperanza no era
avanzado porque el camino era largo y pesado. Motivo más que suficiente para que él tomase
aquella decisión, pues tenía intención de organizar un evento, tal como merecía Simon al
presentarse ante la sociedad, pero planificado de antemano para regresar a Escocia en la mayor
brevedad.
La comitiva de carruajes desde Sheena Road hasta Erian Stronghold no pasaba desapercibida
por los caminos. Los duques de Wittman iban acompañados por todos los invitados que habían
gozado de la hospitalidad de los duques tras la festividad del cumpleaños del conde de Erian.
Darline debía agradecer a lady Victoria, lady Vista y Beatrice su inestimable ayuda a la hora de
confeccionar una lista de invitados para la fiesta de presentación de Simon, pues ella llevaba
alejada de la sociedad ocho años, y no podía organizar aquel evento sin el conocimiento de las
personas más ilustres de la temporada.
Aquel pensamiento la hizo suspirar.
—No te preocupes, amor —la tranquilizó Derian pasándole un brazo por el hombro, mientras
el carruaje avanzaba por los hermosos caminos de la campiña inglesa.
Ella apoyó su cabeza en el hombro de su marido para disfrutar de la intimidad que gozaban en
aquel momento, ya que durante los cinco días de trayecto Simon había gozado de la permisividad
del duque, quien le había concedido que cada día viajase en un carruaje diferente. Ese día
disfrutaba de la compañía de los hermanos Stewart, a los que el pequeño había ascendido en la
categoría familiar, o por lo menos al marqués de Frotell, a quien en la intimidad lo tildaba como
“su tío”.
—En cuanto vean a Simon, nadie dudará de su legitimidad —aventuró él.
De eso estaba convencida, el parecido físico era innegable; más, cuando Derian se había
rasurado la barba que durante casi ocho años lo había caracterizado con la intención de que todos
pudiesen observar aquella similitud entre padre e hijo.
No era eso lo que la angustiaba.
—No sé si estoy preparada para… —Él le tapó la boca con la mano.
—Darline, cuando nos conocimos eras la debutante más destacada de la temporada —le
recordó—. Posees la educación exigida para alguien de tu estatus social —aseguró—. Eres la
duquesa de Wittman y la madre del noble con el título más loable de Gran Bretaña —apuntó,
recordándole que Simon incluso estaba mejor situado que ellos, a pesar de ser duques—. Posees
la fortaleza suficiente para afrontar cualquier situación; esta no será tu caída, sino más bien tu
ascenso al lugar que te corresponde.
Ella lo miró con los ojos brillantes.
Él no estaba dispuesto a que su padre y su hermana le robasen a su esposa lo que le
correspondía; más cuando ella había pagado por sus pecados. Su mujer merecía el reconocimiento
social que un día perdió y que nunca debió permitir que nadie, incluyéndose él, se lo arrebatara.
Puede que Darline Thorpe no hubiese anhelado casarse con un hombre dado a socializar,
evitando la vorágine de todas aquellas fiestas interminables, pero tampoco había sido criada para
permanecer ausente de la sociedad. Él lo sabía, no hacía falta ser un gran ilustrado para
comprobar que ella disfrutaba organizando veladas entretenidas para sus invitados. Los quince
días que sus huéspedes habían permanecido en Sheena Road eran la prueba de lo que él pensaba,
pues, a pesar de no haber organizado evento anterior, no faltó detalle en el cumpleaños de Simon.
Él había perdido mucho, pero su esposa sin duda había sido la más afectada.
Nunca podría devolverle los bailes, las cenas, las mascaradas, los juegos en el jardín, las
veladas musicales… todo lo que ella podía haber organizado o disfrutado como invitada. Pero iba
a devolverle la oportunidad de actuar como una dama de su posición. Se dejaría la vida en ello.
Apretó los dientes, invadido por el rencor que lo embargaba.
Ella permaneció callada, asimilando el halago que él le había proferido.
Deseaba tanto no fracasar... Cierto que ella adoraba la tranquilidad de las tierras altas, pero en
su fuero interno sabía que añoraba una parte de su vida que nunca se la podrían devolver. No
podía mentirse a sí misma, en más de una ocasión lloró al pensar lo feliz que hubiese sido de
haber podido organizar una fiesta para su esposo. Obtener el reconocimiento de una gran dama.
Nunca habló de ello con nadie, pues no tenía a nadie a quien poder confesar su pesar. Había
guardado aquel secreto porque ella tomó la decisión de elegir a Derian ante todo, y eso implicaba
llevarse a la tumba el mayor secreto de todos. Por él, por ella, porque ambos se necesitaban. Su
amor era más poderoso que cualquier rechazo o destierro social. A su esposo no le dieron ninguna
oportunidad; ella la tuvo, Derian se la ofreció, pero la rechazó.
La vida de ambos parecía estar marcada por la tragedia. Los escasos recuerdos de su infancia,
antes de llegar a la vida de los Artin, eran casi inexistentes; no recordaba a sus padres y eso le
dolía porque conocía el amor que le profesaban. Había sido una niña muy querida. Si al menos
pudiese recordar un solo momento junto a ellos… Lo único que recordaba era la fatídica noche en
la que un incendio arrasó su hogar arrebatándole a sus padres. No podía quejarse, gracias a la
sabia decisión de su padre al elegir al baronet Artin como tutor ella había gozado del afecto de
una familia. No podía decir lo mismo Derian, pues él, a pesar de contar con la compañía de su
familia, fue un niño desgraciado, pues no gozó del afecto que todo infante necesita. Era loable que
una persona que jamás recibió afecto o palabras de ánimo se hubiese convertido en un hombre tan
honorable. Había combatido la maldad de su alrededor con indiferencia, alejándose de las garras
amargas de su padre y de su hermana mediante la elección de sus amistades, personas que le
aportaban tanto bien como él quería recibir. Aun así, hasta el final de sus días lanzaron aquellas
flechas envenenadas para que él nunca pudiese ser un hombre completo; el rencor no lo dejaría
vivir plenamente y eso le dolía porque ella no sabía cómo conseguir que Derian sacara aquel odio
de su interior.
Sin duda, sus vidas no habían sido envidiables. No obstante, ella estaba decidida a convertir el
pasado en cenizas y a obtener nuevos recuerdos, ya que Derian y ella merecían poder vivir la vida
que les arrebataron, juntos y sin rencor, olvidando todo el daño que habían vertido sobre ellos. Y
lo conseguirían, pues no hacerlo significaría vivir a medias.
—Eres consciente de que si la fiesta es un éxito, es posible que quiera organizar otras,
¿verdad? —bromeó.
Derian le acarició la barbilla con el dedo pulgar.
—Tantas como desees —respondió él besándole la frente.
Aquella caricia tan tierna agitó el corazón de Darline, que no dudó en mostrarse afectiva.
Le devolvió la caricia repartiendo un reguero de besos cálidos por todo su rostro, sintiendo su
cálida piel, ahora que estaba despoblada de barba.
—Mmm… Una vez fuiste muy atento en un carruaje —le recordó, muy mimosa—. Creo que es
el momento de mostrarte lo atenta que puedo ser yo también.
Derian sonrió encantado.
Había notado que Darline últimamente necesitaba más atenciones por su parte de lo habitual,
no pondría queja alguna al respecto. Además, había escuchado que a algunas mujeres les sucedía
en los primeros meses de gestación, y pensaba aprovecharlo complaciendo a su esposa. Faltaría
más, un caballero no rechazaba a una dama; él, desde luego, no tenía intención de contradecir a la
suya.
Eso sí, se privaría mucho de ser vistos. Por ello, echó las cortinillas para aislarse de ojos
curiosos.
La entrega de amor entre aquella pareja se convirtió en humo que surgía de anhelantes suspiros.
En fuego chispeante a través de los ojos de los amantes. En un mar nutrido de gemidos provocados
por las caricias de dos personas enamoradas. En hiel amarga cada vez que sus manos se
separaban. En un remanso de paz al unirse en cuerpo y alma. En un hervidero de sentimientos
plenos y puros. En erupción volcánica tras el milagro de alcanzar el clímax.
Derian abrazaba a su esposa con fuerza, totalmente desnuda sobre él, con los ojos cerrados,
intentando acompasar su respiración.
Ella se aferraba al hombre que amaba, con los ojos cerrados, consciente de que ambos
necesitaban reponerse porque una vez más, juntos, eran titanes sedientos de amor.
Sin él ella era pura agonía. Lo amaba porque Derian era capaz de aliviar sus desvelos. Porque
necesitaba su aliento cada día para despertar agradecida. Porque él era el sol que ella necesitaba
para sentir calor. Porque con él respiraba tranquila y se sentía viva. Porque el amor por Derian
podía más que la pena que había soportado cada día durante su lejanía. Porque su amor por él
podía más que cualquier condena. Porque él podía alejar la tristeza. El amor por su esposo era
más fuerte que el que sentía por su propia vida. Lo sabía porque sin su amor a ella no le importaba
que le faltase el aire.
Mientras ella elucubraba, él parecía estar pensando lo mismo.
Darline lo era todo para él. Ella no había sido una fantasía, sus sueños nunca habían sido tan
extraordinarios. Había aprendido junto a ella a soñar y a sufrir. Él la amaba porque se había
convertido en su fuerza. Porque ella era el escudo contra la amargura. Porque ella era el antídoto
que alejaba cualquier demonio. Porque el amor de su mujer conseguía que él aplacara su rabia
contenida. Porque era capaz de lograr que él la echara de menos incluso en sus sueños. La amaba
porque Darline era toda su vida; sin ella él prefería estar muerto.
Sabía que si no compartía la vida con su esposa, no la compartiría con nadie; pertenecía a
Darline en cuerpo y alma.
—Amor, naciste para que yo te encontrara —reveló él, susurrante—. Lo sé porque sin ti
hubiese vivido perdido.
Aquellas palabras surgieron de su boca sin pensar, porque así lo sentía. Puede que no hubiesen
vivido la vida como merecían, pero sin Darline, ¿qué habría sido de él? Un hombre destinado a
convertirse en un amargado. Por más que había luchado por no repetir los pasos de su padre,
estaba convencido que de una forma u otra él se habría rendido, cansado de batallar
constantemente.
Sus miradas conectaron y la promesa de ambos se reflejó sin necesidad de hablar. Se amarían
eternamente.
Ni siquiera los fantasmas del pasado tenían el poder de arrebatarles ese amor incondicional
que ambos se profesaban.
Sellaron aquella promesa con un beso cálido, humeante y profundo.
Se vistieron con mayor dificultad que al desnudarse, sobre todo Darline, que era la única que
se había desprendido de todo el ropaje; aunque, más bien, había sido su esposo el artífice de su
desnudez. Él, por el contrario, tan solo había necesitado bajarse los pantalones. Eso sí, la
semilevita, el pañuelo que cubría su cuello y el chaleco habían desaparecido de su cuerpo.
El duque agradeció interiormente que su mujer llevase un vestido de diario, eso facilitaba
poder ayudarla a vestirse. No es que a él le importase que alguien pudiese imaginar lo que había
sucedido en el carruaje, pero conociendo a Darline, se avergonzaría hasta el punto de aislarse
durante el tiempo que sus invitados permaneciesen en Erian Stronghold.
Capítulo 34
Inglaterra 1817
Erian Stronghold
Darline miró a Derian muy agradecida. Con tan solo echar un vistazo comprobó que él había
asumido las tareas que por ley le correspondían al conde.
Ella estaba al tanto de que su esposo no se hubiese desentendido de aquellas obligaciones,
pero jamás habría imaginado que en ocho años él hubiese conseguido devolverle a Erian
Stronghold el esplendor de antaño.
Los largos muros de piedra que protegían el lugar estaban resplandecientes, ondeando docenas
de blasones negros con el emblema bordado, un león rojo, además del lema del condado de Erian:
“El honor es la gloria”.
Todo era imponente, tanto como los majestuosos jardines que se divisaban muy bien cuidados.
El duque entendió aquella mirada de gratitud y como respuesta le guiñó un ojo.
El personal de Erian Stronghold estaba apostado en la entrada, como mandaban los cánones
protocolarios, mostrando respeto al señor de la casa.
Las gentes del condado, llevados por la curiosidad, se habían acercado a la fortaleza porque
querían comprobar si de verdad el joven conde estaba vivo.
No era fácil para un niño sentirse tan observado, se sentía inquieto y apabullado ante tanta
expectación.
Simon miró a sus padres.
A Darline se le agitó la respiración y se le revolvió el estómago; estaba más nerviosa que el
pequeño. Simon había viajado con ellos el último día de viaje, habían intentado mantenerlo
distraído para aplacar sus nervios, pero, tras bajar del carruaje, incluso un hombre con los nervios
de acero se hubiese sentido exhausto ante tanta multitud.
Derian le hizo una seña para que se acercase a ellos.
Simon dio un par de pasos y se situó justo delante de sus padres.
—Eres el conde de Erian —estableció con voz serena—. Todas esas personas vienen a
mostrarte sus respetos —lo tranquilizó—. No existe hombre o mujer en estas tierras que no desee
conocerte —agregó sonriéndole para que se relajara—. Eres el señor de la comarca; por ello,
todos te están agradecidos.
Simon hizo un pequeño asentimiento de cabeza intentando responder que lo entendía.
Derian lo imitó, confirmando que era el momento de entrar en la casa.
Darline le regaló una sonrisa a su hijo, así entendería que nada tenía que temer; sus padres
estaban con él.
El pequeño se dio la vuelta.
Enderezó la espalda y caminó con paso firme.
A una distancia prudencial lo seguían Derian y Darline, ya que la pleitesía de todas aquellas
personas no era para ellos, sino para el conde de Erian.
Los invitados del conde esperaban con cautela, no se acercarían a la entrada de la casa hasta
que el conde hubiese recorrido el largo camino que llevaba desde el pórtico principal a la casa.
—Simon es un muchacho admirable —halagó, susurrante, lady Victoria a su hermano, el
marqués de Frotell, fascinada por la fortaleza del pequeño.
Benedick asintió con la cabeza sin apartar la mirada de Simon, y observando cómo el niño
avanzaba por aquella dilatada senda.
De pronto, el imponente silencio que reinaba se rompió tras el aplauso de un lugareño.
Los tíos de Darline sonrieron.
Lo que surgió como una muestra espontanea de un convecino acabó convirtiéndose en un saludo
general por parte de todos los que habían acudido llevados por la curiosidad, quienes, tras
comprobar que el conde estaba allí, sintiéndose agradecidos por la presencia del señor de la
comarca, mostraron sus respetos a través de aplausos.
Los ojos de Simon pasaban de un lado a otro sin girar la cabeza.
Vio a unos cuantos niños y mujeres saludándole con la mano y les devolvió el saludo.
Darline apretó los labios ocultando así su sonrisa, complacida por la respuesta espontánea de
Simon.
Derian permaneció impertérrito. No obstante, se sintió muy orgulloso de su hijo.
—Esa templanza la ha heredado de mí —bromeó el barón Vista, tan orgulloso del conde como
sus padres y todos los que habían viajado con Simon.
Los primos de Darline sonrieron por el comentario.
Leighton Hook se emocionó. Aquel niño que avanzaba ante la multitud podía haber sido su
propio hijo si él hubiese aceptado la propuesta de Darline.
Pero no se arrepentía de la decisión, ya que aquel ofrecimiento no había sido formulado ni en
el momento apropiado ni por la mujer que a él le hacía latir el corazón.
Tras aquel pensamiento sus ojos buscaron a la única dama que conseguía aquella agitación:
lady Victoria Stewart.
Como si él hubiese conseguido traspasarle su pensamiento, ella lo miró.
Cuando sus ojos conectaron, ambos tuvieron la misma reacción: apartar la mirada con
celeridad.
Él lo hizo porque le debía una disculpa.
Ella porque se avergonzaba de su mal comportamiento, del que el señor Hook había sido
testigo.
Al llegar a la entrada de la casa Simon se paró para recibir el saludo del mayordomo, pues,
como era de esperar, solo él tendría el privilegio de presentar al conde a todos los sirvientes, los
cuales estaban apostados en dos filas.
Uno a uno los presentó.
Darline se fijó en una de las doncellas; creía haberla visto en otra ocasión. Al pasar junto a
ella no pudo ver su cara con atención, pues la joven hizo una genuflexión impidiendo así que ella
viese bien su rostro.
No le dio mayor importancia, igual estaba equivocada.
Continuó su camino.
Cuando Simon subió los doce escalones que daban a la puerta principal de la casa, se giró y
miró a todos sus sirvientes.
Los duques permanecieron atentos, esperando a que su hijo diese el paso final. En ese momento
ellos subirían esas escaleras y por fin podrían dar por terminada la presentación de Simon por ese
día.
—Me complace comprobar que gracias al buen hacer y a la buena conducta del personal —
agradeció y alabó a todos los que formaban parte de la servidumbre—, Erian Stronghold goza del
buen nombre que durante siglos la ha caracterizado —pronunció del tirón, estaba muy nervioso—.
Espero ser un digno sucesor de mi bisabuelo y mantener impoluto el título, ya que no existe mayor
honor que ser el conde de Erian.
Se giró y atravesó el pórtico formado por columnas gigantes.
Derian y Darline subieron las escaleras.
El niño estaba allí esperándolos.
En cuanto llegó hasta él, Darline extendió los brazos para arropar con un afectuoso abrazo a su
hijo.
El pequeño no lo dudó, rodeó a su madre por la cintura, apoyando la cabeza en sus faldas, con
los ojos cerrados, mientras ella lo rodeaba por los hombros.
Se inclinó y le depositó un beso en la cabeza.
El niño se apartó y miró a su padre; necesitaba su aprobación.
Derian lo miró fijamente; habían ensayado el discurso cientos de veces durante diez días y
jamás pensó que fuese a pronunciarlo con tanta soltura.
—Puedo asegurar que eres digno bisnieto de tu bisabuelo —ensalzó—. Vaticino que serás el
mejor conde de Erian de la historia.
Puede que Simon se hubiese comportado como un adulto, superando todas las expectativas por
parte de todos —padres, invitados, sirvientes y lugareños—, pero era un niño y, como tal,
reaccionó ante las palabras de su padre lanzándose a por él y abrazándolo igual que había hecho
con su madre.
Derian miró a Darline y vio que le brillaban los ojos. Estaba emocionada y no era para menos,
ya que Simon era el gran orgullo de sus vidas.
Le guiñó un ojo a su mujer.
Escucharon voces, sus invitados estaban subiendo las escaleras y ellos reaccionaron
moviéndose; aquella escena tan personal y privada pertenecía a la intimidad de los tres, no iban a
compartirla con nadie.
Capítulo 35
Inglaterra 1817
Erian Stronghold
Cuatro días llevaban organizando el gran evento de la temporada, pues ningún noble quería faltar
a aquella cita. Unos para presentar sus respetos sinceros; otros llevados por la curiosidad. Allí
estarían aquellos que sentían la necesidad de contemplar con sus propios ojos que de verdad los
duques de Wittman vivían bajo el mismo techo, algunos para disfrutar con un posible escándalo.
Otros tantos acudirían con la esperanza de ver fracasar a la duquesa, de verla caer. Esos últimos
eran los que no perdonaban que una mujer hubiese tenido la osadía de poner en boca de todos el
apellido de un noble, y no de uno cualquiera, nada menos que de un duque.
Esa noche determinaría su ascenso o su caída, Darline lo sabía y por eso estaba nerviosa, hasta
el punto de haber vomitado tres veces en un día.
A ella el embarazo no parecía afectarle el estómago, como pensó que le ocurriría; más bien
eran los nervios, como le había sucedido siempre.
La noticia del futuro alumbramiento de Darline ya era pública, por lo que el ama de llaves de
Erian Stronghold, tras enterarse de la indisposición de la duquesa, ordenó que preparasen galletas
de jengibre para intentar mitigar las arcadas; más, cuando faltaban pocas horas para recibir a las
personas más ilustres de las islas británicas.
Darline no sabía si le harían efecto, pero las comió y le pareció que se sentía mejor.
Su doncella personal entró y se miraron.
—¿Os encontráis mejor? —se interesó Amber, bastante preocupada.
Darline asintió con la cabeza.
La mujer se acercó al armario, donde había dejado preparado el vestido elegido para la fiesta
de esa noche.
Al sacarlo, las dos se miraron y sonrieron.
La duquesa llevaba muchos años sin lucir vestidos tan elegantes, pero esa noche todos posarían
sus miradas en ella buscando cualquier fallo. No iba a negar que le importaba, no porque la
pudiesen criticar, sino porque la juzgarían como la esposa del duque de Wittman y como la madre
del conde de Erian. Por ello pidió consejo a sus amigas, las mismas que le brindaron de inmediato
su ayuda. Lady Vista fue la encargada de instruirla con respecto a la moda de la temporada, lady
Victoria tuvo la gentileza de encargarle el vestido a la mejor modista de Londres, y Beatrice se
ocupó de recoger y de llevar personalmente el traje a Erian Stronghold antes de viajar a Escocia
para celebrar el cumpleaños de Simon.
Era realmente elegante.
Aquel vestido se ceñía a su cuerpo como una segunda piel. Era de fina muselina azul celeste
brillante, con corte de manga pagoda ceñida hasta los codos, ampliándose después por varias
capas sobrepuestas, por donde sobresalía su antebrazo, consiguiendo así una elegancia atrayente.
Por su escote cuadrado se perfilaban unos tersos senos sin llegar a ser escandaloso, gracias al
corte que se ceñía al corsé, rodeando su cintura y utilizando varias capas en la parte trasera,
ambas adornadas con un lazo. El de la parte alta, el que ceñía aquella estrecha cintura era
pequeño; el de la parte baja se mostraba de mayor tamaño, convirtiendo la figura de la duquesa en
todo un figurín.
El color del vestido no era negociable, Darline fue lo primero que expuso a sus amigas, pues
quería lucir las únicas joyas que le quedaron de su madre, una gargantilla de oro blanco con un
zafiro azul y los pendientes a juego.
Era triste que, tras perder a su familia, se encontrara con la fatídica noticia de que, como solía
ocurrir, tras el incendio había habido pillaje. Ella tardó años en comprender qué querían decir con
aquello. Cuando alcanzó la edad suficiente para entenderlo, no se mostró rencorosa con las
personas que le robaron, sino apenada por no poder tener las joyas que habían lucido en el cuerpo
de su madre. Por eso atesoraba aquellos pendientes y gargantilla con tanto cariño. Y por ese
motivo había decidido mostrarse ante todos con ellos puestos; era una forma de sentirse arropada
y acompañada por la mujer que le dio la vida.
Mientras ella tocaba con delicadeza el zafiro, su doncella se esmeraba en el peinado. Esa
noche la duquesa se mostraría ante sus invitados con una trenza cruzada, imitando una diadema, y
un recogido en la parte baja de la cabeza.
Al terminar, la doncella se iba a pronunciar para halagarla, pero se quedó en silencio, pues el
duque irrumpió en la habitación.
Derian se quedó paralizado.
Sabía que su esposa era hermosa, pero al verla tan elegante, tan resplandeciente, tan seductora,
tan… ¡Era su diosa!
Sonrió nostálgico.
La doncella no necesitó que le diesen la orden de abandonar la alcoba, sonrió de medio lado al
comprobar lo maravillado que se había quedado el duque y se retiró.
—Has conseguido quitarme la respiración como la primera vez que te vi —confesó al tiempo
que se acercaba a su mujer.
Darline sonrió, muy complacida, al escucharlo.
Ella lo miró de arriba abajo. Estaba tan elegante, tan apuesto, tan imponente con aquella levita
granate, con la empuñadura de las mangas de color negro y bordado gris... Esa misma filigrana de
la manga decoraba la parte central de su espalda.
Había optado por unos pantalones oscuros, la combinación perfecta con la chaqueta.
No iba a negar que la había sorprendido, pues Derian, para conseguirlo, debía de haber
actuado a sus espaldas, en complicidad con su hijo, pues se trataba del mismo traje que había
encargado ella para que esa noche su hijo se presentara ante la sociedad. Y sabía que había sido
así porque ella personalmente había pedido que bordaran aquellas filigranas, ya que pertenecían
al emblema de la familia Thorpe; una muestra de cariño y recordatorio para con su padre,
motivada con la idea de que, con ese pequeño detalle, su padre, de una forma u otra, pudiese estar
junto a ellos esa noche.
Derian y su hijo vestirían esa noche iguales, solo que Simon llevaría una semilevita de color
verde esmeralda.
Él no pudo evitar llevar sus manos a la cintura de su mujer.
—Amor, ¿no acordamos que el corsé desaparecería de tu ropero?
Ella agrandó los ojos. No podía creer que…
—¡Una dama no se presenta sin corsé! —se expresó alterada por que él hubiese siquiera
sugerido aquello.
Derian se carcajeó.
—Mañana lo quemaré —anunció para que Darline supiese que a él le importaba muy poco lo
que pudiesen pensar los demás al ver a su mujer sin esa prenda. Lo único que a él le importaba
era la salud tanto de ella como del hijo que esperaban.
—No te atreverás —se quejó ella.
—Nunca falto a mi palabra —le recordó. No bromeaba, sería lo primero que haría al
despertarse.
Darline negó con la cabeza como si con esa protesta él se fuese a apiadar de ella, olvidando tal
despropósito.
—Busquemos a Simon —zanjó Darline el tema—. Estará nervioso.
Derian hizo una mueca dando a entender que lo comprendía, él también lo estaría en su lugar.
El conde y la duquesa habían gozado de una siesta reparadora, conscientes de que el
recibimiento de esa noche para mostrar respeto al conde sería agotador.
Los duques unieron sus manos y fueron a buscar a Simon. Tras una escueta conversación entre
los tres, bajaron a la planta baja, donde todo estaba dispuesto para comenzar.
El mayordomo les anunció que los primeros carruajes ya se acercaban.
Derian y Darline ocuparon sus posiciones, cada uno a un lado de Simon.
Se miraron a los ojos; en la mirada de ella se percibía temor.
«¿Estamos preparados?», se preguntó, y un miedo angustioso la abordó, pues aquella pregunta
abarcaba mucho más de lo que podía parecer. No se trataba de que Simon cometiera algún error, o
de que ella no llegase a estar a la altura de las expectativas. Se trataba de más, mucho más.
Englobaba la zozobra de que no la perdonasen, de que les acabasen dando la espalda, ya que eso
implicaba al título de Wittman, el mismo por el que Derian había vendido parte de su alma. Tanto
esfuerzo, tanto dolor, tanto odio, tanto pesar… para nada. Y la única culpable sería ella porque el
abandono de Sheena Road era lo que muchos no le perdonarían.
Los ojos de él hablaron con convicción: «Todo irá bien».
Llegados a ese punto, a él le importaba poco lo que la sociedad pensara de su esposa o de él.
Ya había tocado el infierno sin Darline, por lo que si tener que vivir junto a ella significaba
enemistarse con el mundo entero, no lo dudaría; los vería a todos en el infierno cuando llegase su
hora y, en lo que le quedase de vida, continuaría siendo el duque ermitaño para los demás.
Lamentaría arrastrar el buen nombre del que había gozado el ducado de Wittman, pero ya había
hecho demasiadas concesiones por él; ocultar el embarazo de Tabitha había sido la última.
En medio de la plaza exterior, padre, madre e hijo se irguieron mirando al frente, a la espera de
que bajasen las escaleras los invitados una vez fuesen siendo anunciados.
—Los marqueses de Bristol —anunció el lacayo de librea con voz fuerte.
Darline sonrió mientras veía bajar a aquel matrimonio. Saber que la mejor amiga de su madre
había acudido para mostrarle respeto a su hijo era una gran satisfacción. Esa mujer era la persona
más próxima a su madre, solo por ello se emocionó.
Los marqueses hicieron la genuflexión obligatoria ante los duques, y seguidamente saludaron al
joven conde como merecía, con unas palabras de halago y una pequeña inclinación de cabeza, a la
que Simon respondió de igual manera.
Continuaron su camino siguiendo al mayordomo, quien los guio hasta la sala principal, donde
todo estaba preparado para el baile. Así, la música amenizaría a los invitados mientras el conde
recibía las pleitesías.
—El conde de Stanton y Oxford junto a sus acompañantes lady Philomena, lady Hermione y
lady Violet.
Al escuchar aquel nombre, Derian, en un gesto involuntario llevado por su instinto de
protección, rodeó a su hijo con un brazo.
Darline notó aquel movimiento y se sorprendió, por lo que ladeó la cabeza para mirar a su
esposo.
A Simon también le asombró. No esperaba aquella reacción por parte de su padre, así que se
giró y lo miró.
—Padre, ¿sucede algo? —indagó el pequeño en voz baja para que los invitados que se
aproximaban no lo escuchasen.
Derian miró al pequeño y negó con la cabeza, comprendiendo que había actuado de manera
inconsciente. Ni siquiera se había percatado de lo que había hecho hasta que Simon llamó su
atención.
—Solo quiero que recuerdes que vamos a estar a tu lado en todo momento —comentó para no
dar importancia a su reacción y para que su esposa no se preocupara.
El pequeño sonrió y volvió a su posición de espalda recta y cabeza alta.
Derian no quiso mirar a su mujer o ella sería capaz de disipar su preocupación.
Lamentó haberse dejado llevar por su instinto protector, pero, al escuchar el nombre del conde
de Stanton algo dentro de él se removió, como si quisiera apartar a su hijo de aquel hombre, pues
la sola idea de que el que se acercaba a ellos tuviese la mínima sospecha y quisiera reclamar a
Simon era perturbadora. Él jamás permitiría que nadie se llevase a su hijo de su lado; mataría al
conde antes de consentir tal atrocidad.
Y si no le había revelado a su esposa el nombre de Connor St. John, no era por protegerlo a él
sino a ella. Darline adoraba a la madre del conde, era la única persona que había permanecido al
lado de su madre desde la niñez hasta su fallecimiento. Si él revelaba aquel secreto, su mujer no
podría sentirse segura junto a esa familia por miedo a ser descubiertos, y él no pensaba permitir
que la amistad entre las dos familias se viese afectada. La marquesa de Bristol era la única
persona que mantenía vivo el recuerdo de la madre de Darline a través de sus hazañas, él había
observado cómo se le iluminaba el rostro a su mujer cuando contaba las anécdotas que la
marquesa le narraba. Solo por ello, él se llevaría aquel secreto a la tumba. La amistad con la
marquesa no se la robarían también a su mujer, antes moriría él en el intento.
Estuvo muy atento al saludo entre el conde y su hijo.
Respiró tranquilo al comprobar que Connor St. John, tras el saludo formal, se apartó para dejar
paso a sus acompañantes.
Él las miró y las recordó.
Lady Philomena se quedó mirando fijamente a Simon.
—Venía a presentar mis respetos al conde y me encuentro a un bebé —comentó intentando
comprobar con ese saludo si Simon había recibido la educación exigida.
Darline y Derian permanecieron callados.
Simon sonrió e hizo un gesto con la boca que llamó la atención a la anciana.
—No me atrevería a rectificar a una dama —respondió Simon con deje mordaz—. No obstante,
milady, debo apuntar que a través de sus ojos todos debemos parecerle niños.
A Darline se le abrió la boca formando un óvalo.
Derian intentó mantenerse impertérrito; no quería reírse, pues acababa de insultar a la mujer
anotando que ella era muy mayor. En cuanto le fuese posible lo amonestaría, debía aprender a
tratar a las damas con mayor respeto. No obstante, no iba a negar que a él le había parecido una
respuesta acertada, ya que la anciana había insultado a Simon primero. Aun así, lo reprendería
para que aprendiese.
Connor St. John sonrió con descaro; aquel muchacho acababa de ganarse su admiración.
Lady Violet, lady Hermione y lady Philomena decidieron en ese mismo instante cuál sería el
titular de su próxima edición de “Los Ecos de Sociedad”, sin duda favorable, ya que el niño había
aceptado el reto que le había lanzado Philomena al insultarlo delante de sus padres —intolerable
para un lord, aunque fuese un niño—, devolviendo el guante con gran elegancia. Sin duda alguna,
se había ganado el respeto de las tres.
Darline pensó en intervenir, rompiendo así el protocolo exigido, ya que Simon era el anfitrión y
además el conde, porque no quería que lady Philomena se molestara.
Sin embargo, su disculpa quedó silenciada cuando la anciana abrió su ridículo y extrajo unos
quevedos. Se los colocó en la nariz y miró a Simon.
—Ah, milord, disculpadme —se excusó—. Teníais razón, sin mis lentes mis ojos no
reconocían al conde.
Simon sonrió satisfecho. Le gustó aquella anciana.
Derian se mordió los labios para no reírse.
Darline respiró tranquila.
Simon tuvo un gesto que dejó a todos sin palabras.
Alargó la mano y sujetó la mano enguantada de lady Philomena.
—Milady... —Besó sus nudillos—. Lamento no tener la edad suficiente para contraer
matrimonio —dijo sin apartar aquella mirada verde de los ojos grisáceos de la anciana—, porque
usted sería una gran condesa.
Su forma de disculparse ante ella fue la más original que nadie hubiese podido esperar.
Connor se rio sin ocultarse.
Derian retuvo la risa, pero no pudo evitar sonreír con plenitud.
El actual conde de Erian había conseguido robar el corazón de tres ancianas.
Darline miraba con disimulo a lady Hermione y lady Violet.
Y mientras todos sonreían, nadie se percató de la reacción de lady Philomena; se había
quedado paralizada. Al llevar los quevedos había podido ver con total claridad los ojos de
Simon. Los ojos y aquella sonrisa… Sus ojos se agrandaron y su corazón se agitó con virulencia.
Pasó la mirada de Simon a Derian, de Derian a Simon, y por último a su sobrino.
Perdió el equilibrio y se tambaleó.
—¡Tía! —reaccionó con celeridad Connor St. John.
—Milady, ¿os encontráis bien? —se preocupó Derian, quien hizo una seña para que un par de
doncellas se acercaran.
—Sí, sí… —restó importancia—. Tan solo ha sido un pequeño vahído por la impresión —
argumentó para que no se preocupasen—. Es el primer caballero que me pide en matrimonio.
Connor y Derian sonrieron pensando que la mujer estaba bromeando.
Lady Hermione y lady Violet se miraron.
—Acompañad a lady Philomena a la sala de las damas —ordenó Darline, que había
acondicionado un par de salas para el uso y disfrute de las mujeres, en donde poder alejarse del
bullicio en caso de sentirse agotadas.
Las doncellas acompañaron a lady Philomena a la sala más cercana. Tras comprobar que la
mujer no necesitaba de sus atenciones, regresaron a la plaza principal.
Lady Philomena se abanicó.
Sus dos amigas y ella habían guardado miles de secretos durante los años, pero acababa de
descubrir uno que podía afectar a dos familias, la suya y la del duque de Wittman.
Esos ojos no mentían, los había visto cada día desde que Connor nació. Y no eran solo los
ojos, sino también la sonrisa.
Inspiró con fuerza.
Cierto que el joven conde era idéntico a su padre… Bueno, al duque, ya que su padre no era
otro que su sobrino Connor y, por ende, Simon era un St. John.
¿Qué debía hacer? Callar sería lo apropiado, pero su sobrino era merecedor de conocer la
verdad; tenía un hijo. Un St. John nunca daba la espalda a los suyos, eran conocidos por ello.
Cerró los ojos.
Todo empezaba a encajar. Ahora comprendía por qué Derian años atrás intentó luchar contra
sus propios sentimientos, lo hacía para proteger a Darline. Y la hubiese protegido de llevar una
vida apocada al sufrimiento si sus amigas y ella no lo hubiesen empujado a ello.
Negaba con la cabeza mientras apretaba los ojos con fuerza.
¿Cuánto habría sufrido esa muchacha al convertirse en partícipe de una mentira tan destructiva?
La usurpación de un título estaba penada con la horca. De saberse la verdad, habría tres personas
condenadas: Derian, Darline y Simon. Sí, el pequeño también, pues, a pesar de ser el inocente en
toda aquella historia, lo castigarían también.
Una lágrima resbaló por su arrugado rostro.
Al abrir los ojos se topó con los de Hermione y Violet.
No podía compartir aquel descubrimiento, sería leal a Simon, que era un St. John aunque
llevase otro apellido.
Hermione se sacó un pañuelo de la manga del vestido y se lo ofreció a su amiga.
Ella lo aceptó y se limpió la lágrima.
—Nuestra lealtad sellará nuestras bocas —reveló Hermione, informando a Philomena de que
ellas también lo habían descubierto.
—Pagaremos nuestra culpa con el silencio —reconoció Violet, sintiéndose culpable por no
haber descubierto antes, concretamente ocho años atrás, el motivo por el que Derian parecía
intentar alejarse de Darline, a pesar de estar realmente enamorado.
Ellas se convirtieron en cómplices involuntarias por el desconocimiento del secreto que
guardaba Derian, uno que afectaba a su hermana y a Connor.
Philomena tenía la respiración agitada.
—Pero, es… es… —tartamudeaba por los nervios—. Es un St…
Hermione la interrumpió antes de que terminara de pronunciar el apellido:
—Un Campbell —y zanjó—: El conde de Erian.
Escuchar aquello fue como atravesar a Philomena con una daga; ese niño inocente poseía un
título que no le pertenecía, no poseía una sola gota de sangre del abuelo de Darline. Que Dios se
apiadase de él si se descubriera, pues todos los que habían acudido esa noche estaban rindiendo
pleitesía a un heredero ilegítimo.
—Esa pareja ya ha pagado su castigo —anotó Violet, aludiendo a los años que habían estado
separados y al escándalo que los había perseguido durante ocho años por encubrir el pecado de
Tabitha y Connor—. Durante cuarenta años hemos guardado nuestro secreto particular con mucho
celo —recordó lo que ellas hacían en “Los Ecos de Sociedad de Londres”—. Este es más
sencillo de ocultar, solo tenemos que callar y no hablar nunca más de ello.
Philomena las miró.
Tenían razón, la única forma de que no se descubriera era permanecer calladas.
Simon era un St. John, sangre de su sangre y, por ende, lo protegería a través de su silencio.
Asintió con la cabeza.
—Mis labios están sellados —confirmó así su decisión.
Lady Violet y lady Hermione asintieron con la cabeza.
—Debo admitir que el actual conde ha mostrado tener más inteligencia y buen gusto que todos
los nobles que he conocido en mi vida —bromeó Violet, una forma de confirmar que nunca se
volvería a hablar de Simon como perteneciente a la familia St. John—. Es el único caballero que
ha reconocido a una auténtica dama, hasta el punto de mostrar su interés en desposarse con ella
públicamente.
Hermione no pudo evitar una risita.
—Por algo es el noble con mayor rango social —afirmó Philomena—. Lleva en la sangre la
nobleza de sus ancestros.
Aquella frase zanjaba cualquier duda respecto a lo que habían acordado, asignando a Simon el
puesto que le correspondía en el legado del título más ancestro de Gran Bretaña.
Las horas pasaban y el cansancio empezaba a hacer mella en Simon, quien había permanecido
estoico durante las tres horas que estuvo recibiendo a los invitados.
El duque en varias ocasiones había pedido con un gesto de mano que retuviesen a los invitados
en la entrada para que su esposa y su hijo pudiesen disfrutar de un corto receso. Una vez más, a él
le importaba poco lo que pensasen de sus modales si con ello su familia se sentía tranquila.
La fiesta estaba siendo un éxito social, nadie había podido encontrar una sola pega, por más
que alguno que otro se empecinara en buscar fallos.
Muchos de los asistentes ya habían abandonado la fiesta. Como solía ser habitual, ese tipo de
eventos se alargaba hasta altas horas de la madrugada.
Derian miró a su hijo. Al verlo al lado de su madre cabeceando y luchando por mantener los
ojos abiertos, no lo dudó y se acercó raudo.
—Es hora de retirarse —dijo, pero el pequeño apenas entendió sus palabras; prácticamente
estaba dormido de pie.
Él no lo pensó, tomó a su hijo en brazos y lo sacó de allí; ya había cumplido como un auténtico
noble. Si querían criticarlo, ya estaban tardando en hacerlo, ya que Simon para él no era el conde
sino su hijo, quien, por si alguien lo había olvidado, seguía siendo un niño.
Lo llevó personalmente hasta su dormitorio, donde su niñera lo esperaba.
—Dormirá vestido —indicó porque no pensaba despertarlo para que se pusiera el camisón.
La mujer lo único que hizo fue quitarle los zapatos.
El duque besó la frente del pequeño y regresó a la sala de baile con una idea en mente, llevarse
a su mujer de allí también; en su estado no debía permanecer tantas horas sin descanso.
La encontró manteniendo una conversación con sus dos amigos Serton y Eduard. Sin mediar
palabra, la tomó de la mano y tiró de ella para que lo siguiera.
Darline no puso objeción, estaba demasiado agotada como para discutir o negarse a abandonar
la fiesta.
El baronet y el barón sonrieron.
—¿Crees que a su edad todavía estamos a tiempo de enseñarle un poco de modales? —bromeó
Eduard.
—No —afirmó—. Demos gracias de que heredó un ducado, o no lo hubiésemos casado —
alegó, pues un duque estaba exento de poseer modales, ya que nadie se atrevería a criticar su
comportamiento.
Los dos rieron.
En cuanto Derian salió de la sala de baile, tomó a su mujer en brazos y la llevó con paso firme,
sin importarle cruzarse con algún invitado o lo que los sirvientes pudiesen murmurar más tarde en
las cocinas.
Darline tampoco parecía sentirse molesta, ya que dejó caer la cabeza en el hombro de él
mostrando su cansancio.
Capítulo 36
Inglaterra 1817
Erian Stronghold
Al duque no le costó desnudar a su mujer, tumbarla en la cama y velar su sueño. Eso fue lo que
hizo durante unos minutos, al ver que nada más apoyar su esposa la cabeza en la mullida almohada
se había quedado dormida. Él se quitó la levita, se tumbó a su lado y se quedó mirándola.
Cerró los ojos y se durmió.
Y dormidos estaban cuando Amber entró corriendo, sobresaltando a Derian, quien se despertó
perturbado.
Iba a amonestarla cuando la mujer, con los ojos brillantes como si estuviese reteniendo el
llanto, se expresó con voz angustiada.
—¡Han raptado al conde!
Nunca se sabrá de dónde sacó las fuerzas el duque para levantarse y no desfallecer allí tras
escuchar aquella frase tan mortal.
Darline se despertó aturdida.
Él no preguntó más, y salió corriendo descalzo.
Al llegar al dormitorio de su hijo, el revuelo que allí había cesó al verlo entrar.
Al ver a la niñera en el suelo, con sangre alrededor de su cabeza, se le encogió el estómago.
Se acercó para comprobar si…
—La ha encontrado Amber —informó el mayordomo—. Está inconsciente.
Las voces de los sirvientes habían despertado a Eduard y a Brice, quienes se acercaron a la
alcoba.
—¿Qué sucede? —preguntó Brice.
Derian no sabía qué decir, solo sabía que su hijo no estaba en el dormitorio y que su niñera
había sido agredida.
—Buscad al doctor —ordenó, pues era uno de los invitados que se habían quedado a dormir en
la casa.
Darline entró con un camisón y una bata anudada, agitada por haber corrido.
—¿Dónde está Simon?
Derian quiso morirse, no podía decirle a su mujer que no conocía el paradero de su hijo.
—¡¿Dónde está?! —bramó.
—Se lo ha llevado una de las doncellas —informó Amber.
—¿Cómo lo sabes? —se apresuró Derian en preguntar, muy nervioso.
—Yo… yo… Yo venía a preguntarle a la señorita Duffy si necesitaba algo —narró la muchacha
—. Erika me dijo que no me preocupara, ya que ella había hablado con la niñera y le había
ordenado que nadie la molestase para no perturbar el descanso del conde.
—Eso no quiere decir nada —reconoció Brice porque no le parecía extraño.
—Lo cierto es que Erika estaba algo nerviosa, pero no le di importancia —se justificó Amber
—. Pero sí la tenía porque ella no debía estar en esta planta —apuntó—. Y entró en la alcoba del
conde —argumentó temblorosa—. Así que me marché y al cabo de media hora regresé porque me
parecía todo muy extraño, y entonces encontré a la señorita Duffy en el suelo y… —Sacó una nota,
que extendió al duque—. Y esto estaba encima de la cama.
Derian se la arrebató y la leyó.
«Pronto sabremos cuánto cree que cuesta la vida del conde».
Darline se acercó y al leerla se desplomó. No llegó a tocar el suelo porque los reflejos de
Derian fueron más rápidos.
—¡Encontrad a esa mujer! —ordenó, colérico.
Tumbó a Darline en la cama de su hijo.
En ese momento entró el doctor.
Derian no podía quedarse, debía encontrar a su pequeño.
Fue raudo a su alcoba para ponerse unas botas.
Se dirigió corriendo a las caballerizas; no podía estar muy lejos esa maldita mujer.
Cabalgó sin descanso, preguntando por todas partes. Nadie parecía haber visto ni la mujer ni al
conde.
Su caballo estaba agotado, así que tuvo que parar para que el animal descansara. Y desde lo
alto de su corcel gritó con desgarro el nombre de su hijo.
La duquesa cada hora que pasaba se sentía más angustiada. A pesar de estar arropada por la
familia Artin, los marqueses de Bristol, los amigos de Derian y sus amigas, no encontraba
consuelo.
Estaba anocheciendo y no tenían noticias ni del paradero de Simon ni del duque.
Vieron regresar a Derian solo, y todos se sintieron desfallecer.
Entró en la casa y fue directo al despacho; iba a mandar una misiva urgente a Bow Street.
Serton, Eduard y Benedick entraron tras él.
Las mujeres retuvieron a Darline, pues sabían que el duque necesitaba un momento a solas.
—¡Ha sido Lynn! —acusó Derian—. Ha tenido que ser él en venganza por la aparición de
Darline.
Todos se miraron.
—Derian… —intentó tranquilizarlo Eduard, pero el duque estaba fuera de sí.
—¡No puede ser otro!
—Él no ha sido —aseguró Benedick—. La hija del barón se casó un mes después de aquello
—informó—. Conoció a su esposo en la fiesta que organizasteis —y apuntó—: Un marqués bien
situado.
El duque sintió como si le hubiesen echado un chorro de agua fría, había estado pensando en
posibles enemigos y ese era el único que podía tener motivos para querer hacerle daño.
Negaba con la cabeza.
—Derian…
—No, Eduard, no —se negó a que intentaran tranquilizarlo porque estaba rabioso perdido—.
No voy a calmarme. No puedo tranquilizarme cuando se han llevado a mi hijo sin que yo lo
pudiera impedir —se culpó—. No descansaré hasta que encuentre al culpable.
Se acercó al ventanal, necesitaba aire.
—No puedo perder a Simon —comentó con voz rota—. Un hijo no se puede remplazar con otro
—razonó con un nudo en la garganta—. Por muchos hijos que alumbre Darline, ninguno
reemplazará a Simon.
Los tres hombres se miraron; era desgarrador escuchar aquella voz tan desmoralizada.
—¿Cómo voy a mirar a mi esposa a los ojos? —Se moría de dolor. Se giró y los miró—. Si no
recupero a nuestro hijo, Darline y yo no tendremos oportunidad de vivir —pensó en voz alta—.
Estaremos muertos en vida.
—Derian, amigo —intentó hablar Serton.
Poco importaba lo que le dijesen porque Derian se volvió loco. La sola idea de perder a su
hijo para siempre lo enloqueció hasta el punto de tomar el gran sillón con las manos y lanzarlo al
ventanal.
Eduard y Benedick intentaron sujetarlo, pero aquel hombre estaba enajenado; poseía una fuerza
salvaje que era imposible de aplacar.
Tenía intención de destrozarlo todo.
Nadie podía con él, ni siquiera podían entre tres hombres.
Derian golpeaba y gritaba sin ser consciente de lo que decía.
—¡¿Cuánto más vas a castigarme?! ¡¡¡Cuánto!!! —Esperaba que sus desgarradores gritos
llegasen al cielo para que Dios le respondiera.
Durante diez minutos forcejeó con sus tres amigos, incluso alguno recibió un puñetazo.
La puerta se abrió de par en par y la figura de Darline apareció.
—Derian.
Serton, Vista y Frotell se quedaron perplejos; la voz de una mujer había tenido más fuerza que
tres hombres, pues con una sola palabra había aplacado la rabia desmedida del duque.
Derian se paralizó.
Ella miró a los amigos de su marido.
—Caballeros, permítanme hablar con mi esposo —despidió a los hombres.
Se miraron entre sí y luego miraron al duque.
Eduard, frotándose la mejilla para intentar calmar el dolor ocasionado por el puñetazo, les hizo
una seña a los otros.
Tras salir, Benedick cerró la puerta.
Derian no se atrevía a mirar a la cara a su mujer. Se sentía frustrado porque no había sido
capaz de proteger a su hijo. ¿Cómo iba a perdonarle ella? Él, desde luego, no se lo perdonaría a sí
mismo nunca.
—Mírame —pidió ella con voz serena.
La reacción de él fue morderse los labios y cerrar los ojos con fuerza. No podía, de verdad que
no podía; si lo hacía, su mujer lo vería llorar.
—Mírame, Derian —repitió, suplicante.
A él le temblaron los labios intentando aguantar las lágrimas. La vergüenza de sentirse un
despojo ante los ojos de su mujer era superior a él.
Ella se acercó y llevó su mano hasta la barbilla de él, obligándolo a levantar la cabeza.
Él se rindió y abrió los ojos, encharcados en lágrimas.
—No puedes culparte —expuso Darline al tiempo que le acariciaba, secando las calientes
lágrimas de su mejilla—. Simon y yo no lo hacemos.
Él no pudo evitar retener otro torrente de sus ojos al escuchar aquello.
—No existe un hombre más entregado a su familia que tú —reconoció, pues ella no conocía a
ningún aristócrata que mostrara públicamente tanto afecto—. Demuestras con tus actos que Simon
y yo somos lo más importante para ti, por encima del título.
Era cierto, nadie podría negar aquella afirmación porque para él solo importaban su mujer y su
hijo.
—Han secuestrado a nuestro hijo y tú harás pagar por ello —aventuró—. Pero para eso te
necesitamos tranquilo —aludió a Simon también—. Solo así podrás razonar y pensar en una
estrategia para recuperarlo.
Él inspiró hondo.
—Sé quién lo ha secuestrado —aseguró ella—. Ahora debemos averiguar su paradero.
—¿Quién? —preguntó él con la voz rota.
—Oxford. —Derian entrecerró los ojos y ella rectificó con celeridad—: Albert, el anterior
conde de Oxford.
Ella había recordado de qué conocía a la doncella.
—Erika fue en su día una de las doncellas de Oxford House —rememoró—. Él lo ha perdido
todo y está desesperado por conseguir dinero.
—Le regalaría todo el que poseo —adujo él—, pero no a costa de la vida de nuestro hijo —
apuntó, ya que el chantaje no sería nunca suficiente.
Albert había secuestrado a un conde, hijo de un duque. Si entregaba el dinero, no recuperaría a
su hijo, pues sabían que si el pequeño había visto a Albert, no se lo devolvería con vida, puesto
que lo que le esperaba era la horca.
—Derian… —Él le tapó la boca al escuchar la voz temblorosa de ella.
—Lo encontraré, Darline, te doy mi palabra de que lo encontraré o moriré en el intento.
Ella lo abrazó.
Él cerró los ojos empezando a elucubrar cómo conseguir la información de su paradero.
La puerta se abrió y tres ancianas entraron sin pedir permiso.
Los duques se separaron.
—Cuando un noble pierde el título también pierde a los amigos —argumentó lady Philomena.
—Un hombre sin amigos no recibe ayuda —comunicó lady Hermione.
—Lo que significa que hay pocos lugares donde poder esconderse —razonó lady Violet.
Lady Philomena extendió la mano y mostró una nota escrita.
—Tomad —ofreció el papel al duque.
Derian se acercó.
Leyó una dirección.
—Ahí encontraréis a vuestro hijo.
Él parpadeó.
Estrujó la nota al cerrar el puño con fuerza. No necesitaba volver a leerla, conocía la
dirección; se trataba de la posada abandonada que había a muy pocas millas de Erian Stronghold.
—Gracias.
No pensaba preguntar cómo lo habían conseguido; tanto le daba, solo quería salir raudo a por
su hijo.
Se dio la vuelta, besó a su mujer y salió corriendo.
Las ancianas se sintieron satisfechas.
En cuanto preguntaron al ama de llaves quién había intercedido por Erika y esta les respondió
que venía con una carta de recomendación de la condesa de Oxford, no necesitaron más.
Ellas, que habían pasado media vida escondidas en las sombras, sabían cómo obtener
información, y vaya si la consiguieron; seis horas habían tardado en obtener el paradero de Albert,
donde permanecía escondido.
Sabían que no podía andar muy lejos, ya que, si quería pedir un rescate por el conde, no se
podría ausentar de la comarca, teniendo en cuenta que no poseía dinero para contratar esbirros.
Darline las abrazó una a una.
—Deben revelarme la dirección —pidió—. Mi hijo necesitará que esté allí cuando su padre lo
salve de su secuestrador.
Las tres ancianas siempre parecían aventurar las reacciones de los demás, pues ellas ya tenían
preparado el carruaje para que llevase a la duquesa. Tan solo estaban intentando demorar un rato
su partida; así darían tiempo al duque para poder matar a Albert. Porque ningún padre dejaría que
ese bastardo saliese vivo de allí; al fin y al cabo, la horca era lo que le esperaba a Albert y a
todos los que hubiesen estado implicados voluntariamente en el secuestro.
Capítulo 37
Inglaterra 1817
Erian Stronghold
Inglaterra 1843
Erian Stronghold.
Simon Campbell, más conocido como conde de Erian, acababa de tumbarse en la cama. Esa noche
había optado por quedarse en casa, cansado de acudir a todas las fiestas de la temporada.
Suspiró derrotado. Él no entendía a las mujeres, o por lo menos a todas aquellas que se habían
cruzado en su vida.
Cerró los ojos y se durmió.
El halo de la luz de un candil, cerca de su rostro, lo sobresaltó.
¡Había entrado alguien a su alcoba!
—¡¿Qué demonios…?! —se expresó al tiempo que se incorporaba.
—Ese vocabulario es inapropiado delante de una dama —le sermoneó Eara, su hermana
pequeña.
Él la miró a los ojos con reproche. Se veía burla en aquella mirada de color azul cobalto.
—Una dama no se cuela en los aposentos de los caballeros —la riñó—, y menos a
medianoche.
Eara sonrió con candidez e hizo un aspaviento con la mano para restar importancia.
—Bah… esta no es la alcoba de un caballero —expuso como si aquello para Simon fuese una
respuesta acertada—. Es el dormitorio de mi hermano.
—El mismo que te ordena que salgas de él de inmediato.
Ella torció los labios como si estuviese planteándose de verdad acatar la orden.
—Simon, créeme, la urgencia del motivo por el que me encuentro aquí no me permite
concederte tus deseos.
Él la miró con los ojos entrecerrados.
Un momento… ¿qué hacía su hermana en Erian Stronghold? Ella debía estar en Sheena Road.
—¿Cómo has venido?
Ella puso los ojos en blanco.
—En carruaje —respondió como si él fuese menos que un lerdo.
Él iba a pedirle que se diese la vuelta, pues no estaba dispuesto a levantarse en camisón
delante de ella.
Claro que… Lo mejor sería atender bien la explicación que tenía que darle, ya que el hecho de
que estuviese allí Eara, la pequeña de sus tres hermanas y por la que él sentía mayor debilidad,
significaba que lo que le iba a contar no le iba a gustar.
Se cruzó de brazos. No se levantaría, eso era lo que ella esperaba, que él estuviese distraído.
—¿Cuál es ese motivo tan urgente?
—¿No prefieres vestirte mientras te lo cuento?
—No —respondió, taxativo.
Eara torció el labio, su hermano era demasiado listo… En fin, tenía urgencia, así que…
—Digamos que, por un error involuntario, hemos retenido a un caballero equivocado.
Simon la miró pasmado.
Intentó mantener la calma.
Ese “hemos” implicaba a sus otras dos hermanas, Stella y Lilian. Se llevaba ocho, diez y
dieciséis años de edad con ellas, y las había cuidado y protegido desde siempre, pero cada día
era más costoso ese trabajo porque eran incapaces de comportarse con normalidad.
Bueno, eso no era del todo cierto. Stella y Lilian tan solo se veían arrastradas por las locuras
de Eara, motivo por el que ellas, con veinticinco y veintitrés años respectivamente, todavía
estaban solteras.
Descruzó los brazos y le hizo una seña con la mano para que se girase.
Ella obedeció.
Él se cambió detrás del biombo, intentando mantenerse sereno. Y la verdad, le estaba costando
tanto que al final explotó, sacando la cabeza por encima del biombo.
—¡Habéis secuestrado a un hombre!
Eara abrió la boca con exageración, mostrando su indignación.
—Por favor, qué palabra tan infame —se mostró molesta—. Una dama no secuestra, retiene por
error.
Él se mordió los labios para no gritarle.
Terminó de vestirse, o lo suficiente como para estar presentable ante su hermana.
Salió y se cruzó de brazos.
Ella lo miró de arriba abajo y torció los labios mostrando que no aprobaba su indumentaria
compuesta de pantalones y camisa abotonada hasta el cuello, ya que seguía descalzo.
—¿A quién habéis secuestrado?
Ella negó con la cabeza y entrecerró los ojos.
—Retenido —le rectificó, consiguiendo que él se molestara más—. Al caballero equivocado.
La paciencia de Simon era legendaria, pero esa noche su hermana estaba acabando con ella.
—Eara… —siseó entre dientes, demostrando que estaba al límite de su paciencia—. Lo
preguntaré de nuevo —comunicó con una calma que no sentía—. ¿A qué caballero habéis
retenido?
Ella asintió mostrando su aprobación por que él hubiese rectificado.
—A un lord que tú conoces —informó—. Y debes saber que es muy importante que
solucionemos este entuerto porque tengo intención de casarme con uno de sus sobrinos.
Aquella respuesta, dicha con tanta tranquilidad, fue la gota que colmó el vaso.
—¡¿Quién?!
—No es necesario que alces la voz —le reprendió—. ¿Tu curiosidad es por conocer la
identidad del lord o por saber quién será muy pronto tu hermano?
Simon se frotó la cara.
La miró con intensidad y ella comprendió que era mejor responder.
—James Allende.
—¡¿El conde de Aberdeen?! —se expresó tan alto que debió retumbar su voz por toda la
fortaleza.
—Ya te aventuré que lo conocías.
Simon se sentó de golpe en la cama.
Cerró los ojos y pensó en cómo solucionar aquel entuerto.
—¿Dónde está?
—En Aberdeen —comunicó ella juntando sus manos y enlazando sus dedos—. En casa de
Evelyn.
Él se dejó caer hacia atrás, cubriéndose la cara.
Evelyn era una muchacha que estaba bajo la tutela de su padre, el duque de Wittman.
Tenían seis días de viaje, que los reduciría a cinco porque la gravedad de la situación lo
requería.
Se levantó y fue al tirador; necesitaba avisar a su ayuda de cámara, o más bien a su amigo
Cameron, para que preparase lo imprescindible para salir de inmediato.
La verdad es que Cameron como ayuda de cámara era un completo desastre, pero Simon le
había prestado el dinero que necesitaba para montar un criadero de caballos, su amigo no quiso
aceptar aquel dinero sin más, y llegaron a un acuerdo: se ocuparía de ese puesto durante un año, el
tiempo que tardaría el padre de Cameron en terminar las caballerizas. A Simon no le importó, solo
quería tener a un amigo cerca.
—Espérame en la sala naranja —pidió a su hermana—. Partiremos de inmediato.
Ella se acercó y le dio un beso en la mejilla.
—Eres el mejor —alabó—. Bueno, lo eres cuando permites explicar las cosas con
tranquilidad.
Él parpadeó. Era increíble que ella tuviese el valor de reprocharle nada después de lo que
habían hecho. ¡Secuestrar a un conde! Nada menos que al hijo del marqués de Stanford.
Cameron entró y al cruzarse con Eara le brindó una sonrisa.
—Tenemos que partir hacia Escocia lo antes posible —comunicó Simon sin dar mayor
explicación.
Cameron asintió con la cabeza y tomó el pañuelo para anudárselo; sabía que Simon le
explicaría el motivo de la visita de su hermana.
El mayordomo entró sin llamar.
—Milord, una dama desea ser recibida —anunció, nervioso.
Simon negó con la cabeza; ya tenía suficiente con su hermana por esa noche.
—No será tan dama presentándose a estas horas —replicó Simon, insinuando que una mujer
decente no visitaría a un caballero a altas horas de la noche.
El hombre se sonrojó y eso llamó la atención tanto del conde como de Cameron.
—¿Conoce la identidad de la dama?
El mayordomo asintió y bajó la cabeza para responder.
—Su esposa.
Simon apretó los labios.
Cameron lo miró y se hizo a un lado.
—Ah, eso lo cambia todo.
—Por supuesto, milord.
—Llévela a mi despacho.
El hombre desapareció.
Simon permaneció callado mientras Cameron le anudaba el pañuelo.
Se miró en el espejo.
—Cuanto más te esfuerzas peor te sale —criticó, ya que aquel nudo no estaba perfecto.
Cameron se encogió de hombros.
—No recordaba haber pasado por un altar —comentó Simon, pensativo.
—Porque no te has casado.
—Eso me temía —agregó.
Y los dos se rieron.