Benito Perez Galdos - Halma
Benito Perez Galdos - Halma
Benito Perez Galdos - Halma
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Biblioteca digital abierta
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Texto núm. 4337
Título: Halma
Autor: Benito Pérez Galdós
Etiquetas: Novela
Edita textos.info
Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
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Primera parte
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I
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Refugio-Aloysa-Tecla-Consolación-Leovigilda, etc... de Artal y Javierre
como tercera hija de los señores Marqueses de Feramor. Huérfana de
padre y madre a los siete años, quedó al cuidado del primogénito,
actualmente Marqués de Feramor, y de su hermana doña María del
Carmen Ignacia, Duquesa de Monterones. En 1890, casó con un joven
agregado a la embajada alemana, el Conde de Halma-Lautenberg,
matrimonio que hubo de realizarse contra viento y marea, pues los
hermanos de ella y toda la familia se opusieron tenazmente por cuantos
medios les sugerían su orgullo y terquedad. Querían desposarla con un
individuo de la casa de Muñoz Moreno-Isla, de nobleza mercantil, pero
bien amasada con patacones. Catalina, que desde muy niña mostraba
increíbles ascos al vil metal, se prendó del diplomático alemán, que a su
seductora figura unía un desprecio hermosísimo de las materialidades de
la existencia. Grandes trapisondas y disturbios hubo en la familia por la
tiránica firmeza de los hermanos mayores, y la resistencia heroica, hasta el
martirio, de la enamorada doncella. Casados al fin, no sin intervención
judicial, el esposo fue destinado a Bulgaria, de aquí a Constantinopla, y
allá le siguió doña Catalina, rompiendo toda relación con sus hermanos.
Calamidades, privaciones, desdichas sin fin la esperaban en Oriente, y al
conocerlas la familia de acá, por referencias de diplomáticos extranjeros y
españoles, no veía en todo ello más que la mano de Dios castigando
duramente a Catalina de Artal por la amorosa demencia que la llevo a
enlazarse con un advenedizo, de familia desconocida, hombre sin seso,
desordenadísimo en sus ideas, desatado de nervios, y habitante aburrido
de las regiones imaginativas; Para colmo de infortunio, Carlos Federico era
pobre, con el título pelado, y sin más renta que su sueldo, pelado también,
pues la familia de Halma-Lautenberg, que desciende, según noticias que
tengo por fidedignas, del Landgrave de Turingia y Hesse, Hermann II,
había venido tan a menos como cualquier familia de por acá, de las que,
después de mil tumbos y vaivenes, caen a lo hondo del abismo social para
no levantarse nunca.
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trascender hasta la Cancillería de Berlín, porque fue destituido de su
cargo. La joven pareja se encontró a merced de la Divina Voluntad, que sin
duda quería someter a durísima prueba el alma fuerte de la dama
española, pues a los dos meses de la destitución, y cuando, en espera de
recursos para venirse a Occidente, vivía obscuro y resignado el
matrimonio en una humilde casita de Pera, se le declaro al esposo una
tisis, con tan graves caracteres, que no era difícil presagiar un desenlace
fúnebre en breve plazo.
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II
No poca parte había tenido en la dudosa reputación del alemán, antes del
casorio, la voluntad de sus ideas, la ligereza de sus juicios, sus
distracciones, que llegaron a formar un verdadero centón anecdótico, sus
displicencias negras alternadas con hervores de loco entusiasmo por
cualquier motivo de arte o amoríos, su prolijidad machacona en las
disputas, y un sinnúmero de manías, algunas de las cuales no le
abandonaron hasta su muerte. Se calentaba la cabeza pensando en la
habitabilidad de todas las estrellas del cielo, chicas y grandes, y el que
quisiera sacarle de sus casillas, no tenía más que poner en duda la infinita
difusión de familias humanas por la inmensidad planetaria. Del absoluto
menosprecio de toda religión positiva había pasado, poco antes de
casarse, y por influencia de la angelical Catalina, a un ferviente ardor
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cristiano, más imaginativo que piadoso, sed del alma que apetecía, sin
satisfacerse nunca, no devociones externas y prácticas litúrgicas, sino
embriagueces de la fantasía, mirando más a la leyenda seductora que al
dogma severo. En Oriente, la esposa logró poner algún orden en los
descabellados entusiasmos de Carlos Federico, hasta que, atacado de
cruelísima dolencia, tan difícil era combatir en él la fiebre abrasadora,
como el espiritualismo delirante. Uno y otro fuego le consumían por igual, y
creyérase que ambos, juntando sus llamas, le redujeron a ceniza
impalpable.
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aprovecharla, más que por mejorar de vida, por encontrarse entre
personas allegadas, en quienes emplear los cariños que atesoraba su
hermoso corazón. Llegose un día inopinadamente a la isla jónica un
hermano de Carlos Federico, grande aficionado a los viajes marítimos, y
que divagaba por el Archipiélago en un yate de unos comerciantes del
Pireo. Propúsole el tal llevarla a Rodas, donde era cónsul el Conde
Ernesto de Lautenberg, tío suyo y del difunto esposo de Catalina, caballero
muy bondadoso y corriente, a quien la infeliz dama había conocido en
Constantinopla.
Dejose llevar la viuda por Félix Mauricio (que así se nombraba su cuñado),
atraída principalmente por la esperanza de vivir en compañía de la
Condesa Ernesto de Lautenberg, señora húngara, muy simpática y que
había demostrado a la española, en los breves días de su trato, una
cordial adhesión. Salieron, pues, de Corfú en la embarcación griega, mal
llamada yate, pues por su pequeñez y escaso tonelaje no era más que un
balandro bonito, propio para regatas y excursiones cortas. Iba tripulado por
jóvenes dilettantis de la mar: A causa del mal gobierno y de la impericia del
que hacía de capitán, no pudieron capear un furioso temporal que les
cogió entre Zante y Cefalonia, y lanzados por el viento y el oleaje hacia el
golfo de Patrás, entraron de arribada en Misolonghi con grandes averías.
Días y días estuvieron allí, esperando buen tiempo, y lanzados de nuevo a
la mar, llegaban siempre a donde no querían ir. Félix Mauricio y el amigote
ateniense que capitaneaba la frágil nave, profesaban la teoría de que los
temporales con vino son menos, y empalmaban las turcas que era una
maldición. De este modo, y con tales ansiedades y vicisitudes, navegando
a merced de Neptuno, y sin arte para dominarle, fueron dando tumbos por
toda la vuelta Sur del Peloponeso. Como quien va describiendo eses por el
laberinto de callejuelas de una ciudad tortuosa, tan pronto tropezaban en
Candía, como en Cerigo (la antigua Cytheres); metiéronse a la buena de
Dios por entre las Ciclades, tocando el Milo y Paros, luego recorrieron las
Esporádicas, visitando Samos, Cos y otras hasta parar en Rodas, después
de dos meses largos de endemoniada navegación.
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preparar su vuelta a España, contestole el joven en forma tan descarnada
y grosera, que no pudo la señora, por más esfuerzos que hizo, poner su
humildad por encima de su orgullo en la réplica. Hallábanse en un
fonducho próximo al muelle. Renunció la dama la hospitalidad a bordo,
que el capitán del balandro le ofrecía, y enterada de que existía en Rodas
un convento de la Orden Tercera, allá se dirigió volviendo la espalda para
siempre al Conde Félix Mauricio, y a sus insensatos compañeros de
aventuras marítimas.
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de la dama sin ventura, era un verdadero inválido. Recelaba ella de todo,
del mar y del cielo, y de los desmanes de la gentuza de varias razas
orientales que en aquellas embarcaciones entra y sale de continuo. Pero ni
el cielo, ni la mar, ni el pasaje ocasionaron a la señora ningún disgusto.
Fue la endiablada máquina del vapor la que se encargó de interrumpir
lastimosamente la navegación, rompiéndose en la demora de Candía.
Quedose el buque como una boya, con el árbol de la hélice en dos
pedazos, sin gobierno el timón por rotura de los guardines. Dio al fin
remolque un vapor inglés, y le llevó a Damieta; allí trasbordaron, pasando
a Alejandría, donde, por variar, sufrieron un nuevo y penoso trasbordo con
pérdida del equipaje, y mojadura total de la ropa puesta. En rumbo para
Malta, con divertimiento de Siroco fortísimo, golpes de mar, y por fin de
fiesta, a la entrada de La Valette, rotura de una de las palas de la hélice,
retraso, peligro... En Malta, la dama errante fue atacada de calenturas
intermitentes. Dos semanas de hospital, riesgo de muerte, consternación,
abandono. Por fin, cumpliéndose en aquel triste caso lo de Dios aprieta,
pero no ahoga, Catalina de Halma puso el pie en Marsella en un estado
deplorable por lo tocante a nutrición, vestido y calzado, y cinco días
después, los señores Marqueses de Feramor vieron entrar en su casa a
una mujer que más bien parecía espectro, el rostro descarnado, como de
la tierra comido, los ojos brillantes y febriles, las ropas deshechas por el
tiempo, el viento y la mar, roto el calzado..., lastimosa figura en verdad. Y
como el señor Marqués, poseído de espanto, la mirase ceñudo y dijese:
«¿quién es usted?», hubo de contestarle Catalina:
11
III
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tez mate y limpia, la mirada dulce y serena, la expresión total grave, la
estatura talluda, el cuerpo rígido, el continente ceremonioso. Algunos, que
en aquellos días lograron verla, aseguraban hallarle cierto parecido con
doña Juana la Loca, tal como nos han transmitido la imagen de esta
señora la leyenda y el pincel. Es caprichoso cuanto se diga de otras
semejanzas del orden espiritual, como no sea que la Condesa de Halma
hablaba el alemán con la misma perfección y soltura que el español.
Aunque es persona muy conocida en Madrid, quiero decir algo ahora del
carácter del señor Marqués de Feramor, cuya corrección inglesa es
ejemplo de tantos, y que si por su inteligencia, más sólida que brillante,
inspira admiración a muchos, a pocos o a nadie, hablando en plata, inspira
simpatías. Y es que los caracteres exóticos, formados en el molde anglo
sajón, no ligan bien o no funden con nuestra pasta indígena, amasada con
harinas y leches diferentes. Don Francisco de Paula-Rodrigo-José de
Calazans-Carlos Alberto-María de la Regla-Facundo de Artal y Javierre,
demostró desde la edad más tierna aptitudes para la seriedad;
contraviniendo los hábitos infantiles hasta el punto de que sus
compañeritos le llamaban el viejo. Coleccionaba sellos, cultivaba la hucha,
y se limpiaba la ropita. Recogía del suelo agujas y alfileres, y hasta
tapones de corcho en buen uso. Se cuenta que hacía cambalaches de
tantas docenas de botones por un sello de Nicaragua, y que vendía
duplicados a precios escandalosos. Internó en los Escolapios, estos le
tomaron afecto, y le daban notas de sobresaliente en todos los exámenes,
porque el chico sabía, y allá donde no llegaba su inteligencia, que no era
escasa, llegaba su amor propio, que era excesivo. Contentísimo del niño, y
queriendo hacer de él un verdadero prócer, útil al Estado, y que fuese
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salvaguardia valiente de los intereses morales y materiales del país, su
padre le mandó a educar a Inglaterra. Era el señor Marqués anglómano de
afición o de segunda mano, porque jamás pasó el canal de la Mancha, y
sólo por vagos conocimientos adquiridos en las tertulias, sabía que de
Albión son las mejores máquinas y los mejores hombres de Estado.
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casó la hermana mayor del Marqués con el Duque de Monterones.
Catalina, que era la más joven, no fue Condesa de Halma hasta seis años
después.
Pues señor, con buen pie y mejor mano entró el decimoséptimo Marqués
de Feramor en la vida social y aristocrática del pueblo a que había traído
las luces inglesas, y la ortodoxia parlamentaria del país de John Bull.
Afortunadísimo en su matrimonio, por ser Consuelo y él como cortados por
la misma tijera, no lo fue menos en política, pues desde que entró en el
Senado representando una provincia levantina, empezó a distinguirse,
como persona seria por los cuatro costados, que a refrescar venía nuestro
envejecido parlamentarismo con sangre y aliento del país parlamentario
por excelencia. Su oratoria era seca, ceñida, mate y sin efectos. Trataba
los asuntos económicos con una exactitud y un conocimiento que
producían el vacío en los escaños. ¿Pero qué importaba esto? Al
parlamento se va a convencer, no a buscar aplausos; el Parlamento es
cosa más seria que un circo de gallos. Lo cierto era que en aquella
soledad de los bancos rojos, Feramor tenía admiradores sinceros y hasta
entusiastas, dos, tres y hasta cinco senadores muchachos, que le oían con
cierto arrobamiento, y luego salían poniéndole en los cuernos de la luna:
«Así se tratan las cuestiones. Aquí, aquí, en este espejo tienen que
mirarse todos: esto es lo bueno, lo inglés de la tía Javiera, la marca Londón
legítima, de patente».
15
IV
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evitar despilfarros, el de atrás marcando la raya de la economía, para no
llegar a la sordidez. A mayor abundamiento, la Marquesa, que parecía
hecha a imagen y semejanza de su esposo, y que con la convivencia se
asimilaba prodigiosamente sus ideas, salió tan administrativa y
administradora como él, y le ayudaba a sostener aquel venturoso
equilibrio. Ambos lucían en el gobierno de la casa, con una perfecta
entonación económica, si es permitido decirlo así. Diversas eran las
opiniones mundanas sobre esta manera de vivir, pues si les criticaban por
no tener una cuadra de gran importancia hípica, como correspondía a los
gustos ingleses del Marqués, otros le elogiaban sin tasa por su excelente
biblioteca, principalmente consagrada ¡oh!... a ciencias morales y políticas.
Su mesa era inferior a la biblioteca, y superior a la cuadra. Sólo había
cinco convidados un día por semana.
Ved aquí por qué no gozaba de simpatías, y los que le admiraban como el
último modelo inglés de corte de personas, no le querían. Encontrábanle
todos poco español, privado de las virtudes y de los defectos de la
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compleja raza peninsular. Habríanle querido menos reglamentado
moralmente, menos exacto, y un poquitín perdido. Físicamente, era
hermoso, pero sin expresión, de facciones a las cuales no se podía poner
la menor tacha, rematadas por una corona negativa, es decir, por una
calva precoz, lustrosa y limpia, que él consideraba como la más airosa
tapadera de la seriedad británica. Su trato fuera de casa era delicado y
fino, dentro de una elegante tibieza, y en la intimidad doméstica seco y
autoritario, sin ninguna disonancia, pero también sin asomos de dulzura,
como un preceptor o intendente, más que como padre y esposo. De la
señora Marquesa, que no era más que el feminismo del carácter de su
marido, poco hay que decir. La asimilación había llegado a ser tan
perfecta, que pensaban y hablaban lo mismo, usando las propias
locuciones familiares. Ambos se expresaban en inglés con notable soltura.
Y la asimilación no paraba en esto, pues ocurría en aquel matrimonio
joven lo que en algunos viejos, reducidos por larga convivencia a una sola
persona con dos figuras distintas. El Marqués y la Marquesa se parecían
físicamente; ¿qué digo se parecían?, eran iguales, a pesar de señalarse
ella por poco bonita y él por bastante guapo; iguales el mirar, el respirar,
los movimientos musculares del rostro, el aire grave de la frente, el temblor
imperceptible de las ventanillas de la nariz, la manera de llevar los
quevedos, pues ambos eran miopes, la boca, la sonrisa de buena
educación más que de bondad. Decía un guasón, amigo de la casa, que si
uno de los dos se muriera, el superviviente sería viudo de sí mismo.
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Al mes de su regreso a Madrid, la triste viuda empezó a salir de aquel
estupor doloroso en que había venido. Ya tomaba gusto a la vida de
familia, rompía la melancólica solemnidad de su silencio, y se distraía
algunos ratos en la sociedad inocente de sus sobrinitos, dándoles de
comer, ayudando a la institutriz, o bien recreándoles con cuentecillos y
juegos que no fueran ruidosos. Nunca bajaba al comedor grande a la hora
oficial de comida. O se la servía en su cuarto, o con la familia menuda, en
el comedor de arriba. Su vida era simplísima, y de una regularidad
conventual; se levantaba al romper el día, oía misa en el Sacramento o en
San Justo, volvía sobre las ocho, rezaba o leía haciendo labor de gancho,
y el resto del día lo empleaba en repasar a los chiquillos la lección,
volviendo de rato en rato a la misma tarea de la lectura, el gancho y el
rezo. Su cuñada subía con frecuencia a darle conversación y distraerla; su
hermano rara vez remontaba su seriedad al segundo piso, y cuando tenía
algo de interés que comunicarle la llamaba a su despacho. Una mañana,
después de preparar el discurso que había de pronunciar aquella tarde en
el Senado, extrayendo mil y mil datos de revistas y periódicos que trataban
de la monserga económica, habló largamente con su hermana de lo que
se verá a continuación.
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V
—No.
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de la dote, o sea de tu religiosidad bajo el aspecto de los intereses
materiales... Porque si no fijamos bien... si no demarcamos bien...
«No te canses en tratar este asunto como si fuera una discusión del
Senado. Esto es sencillísimo; tanto, que yo sola puedo resolverlo sin
consejo ni auxilio de nadie. Quédense tus sabidurías para cosas de más
importancia. Yo tengo más ideas...».
—Ello es que las tengo, querido hermano —dijo la Condesa de Halma con
humildad—, y tú tienes las tuyas. Fácil es que no concuerden unas con
otras. Pensamos, sentimos la vida de una modo muy distinto. Déjame a mí
por mi camino, y sigue tú el tuyo. Quizás nos encontremos, quizás no.
¿Eso quién lo sabe? Cierto es que yo quiero hacer vida religiosa. No
puedo decirte aún si entraré en las Órdenes antiguas o en las modernas.
Soy un poco lenta en mis resoluciones, y mis ideas han de madurar mucho
para que yo me decida a ponerlas en práctica. Quizás te sorprenda con
algún proyectillo que pase un poquito la línea de lo común. No sé. Cada
cual tiene sus aspiraciones. Yo las tengo en mi esfera, como tú en la tuya.
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sorprendidas en ti, cuando de soslayo tratamos alguna vez del empleo que
pensabas dar a los restos de tu legítima. Y ahora, hermana mía, abordo
nuevamente la cuestión de intereses, asaltado de una duda. Yo pregunto:
¿mi señora hermana, en el estado cerebral particularísimo que es producto
infalible del misticismo, está en el caso de apreciar con exactitud la cuantía
de su legítima, después de los suplidos de Oriente, que no hay para qué
recordar ahora? Permítaseme dudarlo.
—Dejaremos esta cuestión para cuando sea más oportuno tratarla —dijo
doña Catalina levantándose.
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espirituales, me tendrá siempre en favorable disposición. Pero concrétate
a un papel puramente pasivo, pues no naciste tú para la iniciativa ni para
la actividad, en su acepción más lata. Temo mucho a tus ambiciones de
fundadora, y veo en peligro los reducidos intereses que constituyen tu
legítima. Con ellos se te podría constituir una dote decorosa, y si me
apuran, una dote espléndida. Pero si en vez de concretarte a ser humilde
oveja, como piden tu carácter débil y, permíteme que lo diga, tus cortos
alcances, te quieres meter a pastora, no tienes ni para empezar. ¡Ah!,
vivimos en un siglo en que no se pueden desmentir las leyes económicas,
querida hermana; y el que no tenga en cuenta las leyes económicas, se
estrellará en toda empresa que acometa, aun aquellas del orden espiritual.
Así como no se puede hacer una tortilla sin romper huevos, no puede
emprenderse cosa alguna sin capital. Hoy no se crean Órdenes o
Congregaciones con el esfuerzo puro de la fe y del ejemplo edificante. Se
necesita que el que funda, posea una fortuna que consagrar al servicio de
Dios, o que encuentre protectores ricos y piadosos. Tú no los encontrarás
para ese objeto, si piensas buscar apoyo en la familia. Los parientes
próximos, puedo citártelos uno por uno, no están en disposición de
consagrar a un negocio tan problemático como la salvación de las almas
propias y ajenas sus apuradas rentas. De modo, que si te obstinas en
llevar adelante un pensamiento demasiado ambicioso, no harás nada de
provecho, y perderás en vanas tentativas lo poco que tienes. Nuestra
época admite los arrebatos místicos, pero con la razón siempre por
delante; admite la caridad en grado heroico, pero con capital a la espalda,
capital para todo, hasta para allanarle a la humanidad los caminos del
cielo. Tú no posees ni ese capital encefálico que se llama razón, ni esa
razón suprema de los actos colectivos, que se llama capital. Intenta algo
que se salga de lo común, y veras cómo sale un despropósito. Siembra tu
pobre iniciativa, y cogerás cosecha de tristes desengaños.
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de las sacrosantas doctrinas del capital y la renta, y tal y qué sé yo.
Niégame que existe un capital más eficaz que el que se forma con el
dinero y la razón.
—A ver... ¿qué?
—Si no me río. Pues estaría bueno que yo me riera de la fe... no, querida y
respetada hermana... Debo poner punto por hoy en estas discusiones. Sé
que no he de convencerte. Yo digo: «terquedad, tu nombre es Catalina de
Halma...». Espero que otro será más afortunado que yo.
—¿Quién?
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VI
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extraordinaria densidad los corpúsculos insanos que flotan, por decirlo así,
en la atmósfera intelectual de nuestro tiempo. Interrogado sobre tan
peregrino caso, el bonísimo D. Manuel dijo que aún no tenía datos
suficientes para formar criterio en aquel punto, y que se reservaba su
opinión para cuando hubiese estudiado, con repetidas visitas y
conferencias, al loco, santo, o lo que fuera. La de Halma no dijo esta boca
es mía, ni aun demostró interés en un asunto, que por ser cosa que
andaba en los periódicos, debió de parecerle de interés vano y pasajero.
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carecía de austeridad y rectitud en sus principios religiosos, lo que más en
él resplandecía era la pulcritud esmerada de la persona, la dulzura, la
benevolencia, y el lenguaje afectuoso, persuasivo y en algunos casos
retórico de buen gusto. La malicia pudo alguna vez tratar de mancharle,
arrojándole salpicaduras de lodo callejero; pero siempre salió limpio y puro
de aquellos ataques por su constancia en despreciarlos y no darles ningún
valor.
Nunca tuvo ambición eclesiástica. Hubiera podido ser obispo con sólo
dejarse querer de las muchas personas de gran influencia política que le
trataban con intimidad. Pero creyó siempre que, mejor que en el gobierno
de una diócesis, cumpliría su misión sacerdotal utilizando en servicio de
Dios la cualidad que Este, en grado superior, le había dado, el don de
gentes. ¡Prodigiosa, inaudita cualidad, cuyos efectos en multitud de casos
se revelaban! No era sólo la palabra, ya graciosa, ya elocuente, familiar o
grave según los casos; era la figura, los ojos, el gesto, el alma flexible y
escurridiza que se metía en el alma del amigo, del penitente, del hermano
en Dios, y aun del enemigo empecatado. Podría creerse que tal cualidad
serviría para lucir en el púlpito. Pues no señor. En su juventud había
probado la oratoria sagrada con éxito dudoso. Predicador adocenado,
pronto hubo de conocer que a ninguna parte iría por aquel camino. Su
apostolado tenía por órgano la conversación, y el trato social era el campo
inmenso donde debía ganar sus grandes batallas.
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Importantísimo debía de ser lo que hablaron aquella tarde D. Manuel y
doña Catalina, porque la encerrona fue larga. Despidiose el buen
sacerdote al fin, diciendo al coger su teja: «Quedamos en eso... ¿eh?».
28
VII
—¿Y cuándo tendremos el gusto de volver a verle por aquí? —le preguntó
el Marqués.
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hizo D. Manuel de su visita—. Desde que usted me indicó anoche...
Bajaba usted de su cuarto, donde estuvo en cónclave con ella toda la
tarde... En seguida comprendí. Mi señora hermana desea que le entregue
su legítima».
—Exactamente.
—¿Y para eso tanto misterio, y conferencias tan largas entre usted y ella?
¿Por qué no me lo dice? ¿Acaso me niego a entregarle lo suyo? ¿Por
ventura no tengo mis cuentas bien claras, y mi conciencia muy tranquila, y
todos los asuntos tan en regla, que fácilmente podría contestar a cuantas
objeciones se me hicieran? Vea usted, vea usted...
Y tomó los papeles, y sin dignarse pasar por ellos la vista, con resolución
firme y calmosa empezó a romperlos, no pudiendo hacerlo con todo el
legajo de una vez, por ser demasiado grueso.
—Pero...
—No hay pero que valga. ¡Si has de concluir por aprobarlo, y ayudarme a
romper los que quedan! Hijo mío, tengo de ti mejor idea de lo que parece,
y aunque te empeñes en disimular tu buen corazón con esas apariencias
de egoísmo que te impone la sociedad, no has de conseguirlo. Ya, ya
estás comprendiendo que debes entregarle a tu hermana su legítima
íntegra, y esa resta infame que tenías preparada no es propia de un
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caballero cristiano... como debes ser... como eres, lo digo y lo repito, como
eres.
—¡Don Manuel!
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—No me deja usted hablar... ¡Pero D. Manuel de mi alma!...
—¡Qué!
—Que tú, por tu propia iniciativa, como saliendo de ti, ¿me entiendes?, has
tenido ese rasgo. Que yo no te he dicho nada, que los papeles los
rompiste tú, mejor, que ya los habías roto; en fin, yo me entiendo.
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—¿Y eso dirá usted a mi hermana?
—Tanto peor para ella y para ti... Pero sí lo creerá. Basta que se lo diga yo.
—Hm...
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VIII
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el aliento!... Yo no me he acercado... tate... Me lo han dicho. Pues otra: la
madre de esos tenía su tienda en la calle de la Sal. ¡Dios misericordioso,
las varas de sarga que me ha medido a mí la buena señora para sotanas!
¡Y hoy sus hijos son Marqueses, y en señal de finura se llevan la mano a
la boca cuando les viene un eructo, y van a París como maletas para
introducir en España la moda... de los huevos al plato! ¡Y esa es la
posición que quieres para tu hermana!
—No se puede con usted, mi buen D. Manolo, cuando toma las cosas en
solfa —replicó el Marqués festivamente—. Búrlese usted todo lo que
quiera; pero yo repito y sostengo que no hay otro medio, para crear clases
directoras en esta desquiciada sociedad, que cruzar la aristocracia de
pergaminos con la de papel marquilla, dueña del dinero que fue de la
Iglesia y de las casas vinculadas. Yo le aseguro a usted...
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momento, que tu papá y yo tenemos que hablarle».
—Sí, sí, quiere decir que no nos abandonará en caso de... En fin, se ha
portado como quien es, como un prócer castellano, caballero de la fe de
Cristo. Ya lo esperaba yo, que conozco la raza, y he llorado de satisfacción
viendo cómo sus ideas a las mías respondieron, como su noble corazón se
inundó de regocijo ante los sublimes proyectos de su bendita hermana.
¡Vivan los Artales y Javierres, cuyo blasón no tiene igual en nobleza, cuya
historia está llena de actos magnánimos, de virtudes heroicas! ¡Viva la
familia que cuenta más santos que príncipes en su árbol genealógico, y
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príncipes a centenares, y felicitémonos todos, y yo el primero, por la honra
de ser amigo de tan ilustres personas!
—Bien, muy bien —dijo doña Catalina entre dos sonrisas, demostrando en
la frialdad con que pronunció aquellas palabras, que no aceptaba como
artículo de fe las del clérigo.
—No me opongo jamás —dijo Feramor tragando saliva, para ahogar con
ella la tumultuosa procesión que le andaba por dentro—, no me opongo a
nada que sea razonable. Cuando lo espiritual se presenta en condiciones
prácticas, soy el primero... ya se sabe... Mis ideas generales, mis ideas
políticas, concuerdan con todo lo que sea el fomento y protección de los
intereses religiosos. La fe es una fuerza, la mayor de las fuerzas, y con su
ayuda, las demás fuerzas, ora sociales, ora económicas, podrán realizar
maravillas. Toda empresa de mejora moral me tiene a su lado, porque no
veo más camino para el perfeccionamiento humano que las creencias
firmes, la misericordia, el perdón de las ofensas, la protección del fuerte al
débil, la limosna, la paz de las conciencias.
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menos estatuas vivas, el Marqués sostuvo el papel que le había impuesto
el eclesiástico amigo de la casa, y terminó la conferencia diciendo
graciosamente a su hermana: «Dispón de... eso cuando quieras. Estoy a
tus órdenes. Y, como te ha dicho muy bien D. Manuel, entre nosotros,
entre hermano y hermana, no se hable de cuentas, ni de anticipos... No,
no me des las gracias. Es mi deber perdonarte una deuda insignificante.
La fortuna me ha favorecido más que a ti; ¿qué digo la fortuna? Dios, que
es quien da y quita las riquezas. Si a mí me las ha dado, es para que
puedas consagrarte... consagrarte...».
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Segunda parte
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I
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estética reconocían más talento en los escritores ortodoxos que en los
impíos o indiferentes. Algunos que nunca fueron beatos, enseñaban bajo
la mundología una punta de oreja pietista, y los que lo eran se crecían y
amenazaban comerse el mundo. De fuera, por el vehículo de la prensa,
que siempre ha sido extraordinariamente sensible a estas mudanzas
atmosféricas, venía la racha, empujando más cada día, porque los
periódicos tachados de librepensadores y que lo eran realmente, al llegar
Semana Santa, salían con todas sus columnas abarrotadas de una
santurronería que habría hecho palidecer de ira a los progresistas de hace
treinta años. Las señoras, naturalmente, aventaban más y más la racha
con el aire de sus abanicos y con el aliento de su apasionada fraseología,
hasta conseguir que se hinchara como tromba. Ignoraban que cuando se
apaciguaran aquellos vientos, vendrían otros con nuevas ideas y pasiones
nuevas.
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Cícero no podía contener su entusiasmo; Jacinto Villalonga, que al
conseguir la senaduría vitalicia se había constituido en adalid de los
grandes principios, deploraba no ser rico para ayudar a la Condesa de
Halma en sus empresas espirituales, que eran lo mismo que una gran
batalla dada a las revoluciones; los Trujillos, los Albert y Arnaiz, de la
nobleza frescachona, opinaban que los títulos debían ponerse al frente del
movimiento de regeneración; el Conde de Casa-Bohío, Tellería de
nacimiento, casado con una cubana rica, declaraba su conformidad y
aprobación entusiasta... en nombre de Europa y América. El general Morla
no hacía más que repetir y confirmar sus ideas de toda la vida. Severiano
Rodríguez cerdeaba un poco; pero sin lanzarse resueltamente a la
oposición, porque su urbanidad se lo vedaba.
42
Duquesa de Monterones y su marido le compadecían, y haciéndole
prometer la enmienda, se dejaban expoliar. El pícaro se valía de mil
graciosas artimañas para conquistar los de las señoras; on el socorro que
recogía restauraba su ropa o la hacía nueva, y allá le teníais otra vez de
punta en blanco, día y noche, de servilleta prendida, y amenizando las
tertulias con su fácil ingenio.
43
II
—Un negocio editorial, pero seguro, Paco, tan seguro, que ganaré con él
en poco tiempo, unos cuantos miles de duros.
—¡A fe que están los tiempos para poner dinero en empresas editoriales...,
precisamente cuando hemos convenido en dedicarlo a las espirituales!
—Sí, sí, con la saca que me espera estos días. ¿Sabes que tengo que dar
a mi hermana...?
44
—Lo sé. Le das lo suyo.
—Pero...
—¡Dos mil!
—No; si yo me tengo por inmejorable. Por serlo, no te doy las dos mil
pesetas: sería lo mismo que tirarlas a la calle... Oye: una cosa se me
ocurre. Pídeselas a mi hermana, que ahora tiene dinero, o lo tendrá
pronto, y según dice D. Manuel, lo dedica al socorro de la miseria humana.
Claro que tú, con tu flamante industria editorial, estas comprendido en esa
humanidad miserable, a la cual piensa Catalina redimir.
—Pues mira tú, no es mala idea... ¡Ah!, tu hermana es una santa, una
45
heroína cristiana. Yo la admiro, y siempre que la veo, me dan ganas de
arrodillarme delante y rezar... Mi palabra de honor... Pues sí, ¡famosa idea!
—Se me ocurre una idea... Quizás podríamos... Hay que verlo. ¿Puedo
contar contigo?
—Yo... ¿Cómo?
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—Diciéndole a la señora Condesa de Halma que ya no soy lo que era, que
me he corregido, que trabajo, que con mi pequeña industria doy de comer
a multitud de familias indigentes, en fin, que defiendo a raja tabla los
grandes ideales cristianos, y que sería obra de caridad muy meritoria
auxiliarme con cinco mil...
—No necesito verle —replicó Infante—, para pensar, como tu primo, que
es el pillo más ingenioso que ha echado Dios al mundo.
—Poco a poco —dijo Urrea con el desparpajo que gastar solía, para
desmentirse—. Yo no pienso tal cosa.
47
—¿Eso dije?... Vamos, os revelaré todo el intríngulis de mi diplomacia. Por
desorientaros a ti y a Severiano os dije la opinión corriente y vulgar,
reservando para mi público la novedad, la sorpresa. Yo presento a Nazarín
como resulta del sondeo que he hecho de su carácter, visitándole en el
hospital uno y otro día.
—¡Pero si nos has dicho hace media hora que ni siquiera es loco, sino un
aventurero que se hace el demente para vivir sobre el país!
48
Echando mano al bolsillo, mostró distintas pruebas fotográficas, obra suya,
las cuales fueron examinadas con intensa curiosidad por las distintas
personas que al instante formaron grupo.
—Parece moro.
49
Desembuchaba estos calurosos encarecimientos el bueno de Urrea, como
un viajante que enseña las muestras de los artículos que ofrece al
comercio. Y en tanto, las fotografías corrían de mano en mano. Las
señoras principalmente las arrebataban, y ponían en ellas su atención con
una curiosidad intensísima, insaciable, febril.
50
III
—Se publicará.
—¡Ah!...
—Chico, más vale que llegues de una vez a la cifra redonda: dos mil duros.
—Para mil cosas baladís han dado eso, y mucho más, Mecenas que yo
conozco. Palabra que sí. Lo que se pretende ahora está circunscrito dentro
de los términos de una modestia casi inverosímil: diez mil pesetas. ¿Qué
menos?
—Pues yo que usted, Urrea —indicó una dama que sabía tomar el pelo
con suave mano—, pediría la subvención al gremio de constructores de
51
imágenes y de pasos para la Semana Santa.
52
billetes con apostólica repugnancia.
—La miseria humana, hijo mío, es la que tiene prisa, el hambre humana, la
sed y la desnudez humanas.
53
Zaportela, en Aragón. En esa casona destartalada pasó ella parte de su
infancia con tu tía doña Rudesinda. Tiene recuerdos...; en fin, que para
nada te sirve a ti ese nidal de lagartijas, y ella tiene el capricho de
restaurarlo, y...
—¿Qué más?
—Creí que me iba usted a pedir el coche para todos esos viajes.
«¡Pepillo, dichosos los ojos...! ¡Ven acá, hijo mío, dame un abrazo! —le
dijo el clérigo con efusión—. ¿Pero qué tienes? Te has puesto pálido.
¿Estás enfermo...? Tiemblas».
54
—No señor... La emoción... Cabalmente venía pensando en usted
—replicó Urrea besándole la mano—. ¿Cree usted que ver, después de
tanto tiempo, a este amigo venerable, a este ángel tutelar de toda la
familia, no es cosa que impresiona...?
55
su prima.
56
IV
57
—La he recomendado a usted un ejercicio prudencial. La virtud no
requiere precisamente la postración sedentaria, que hasta puede llegar a
ser un vicio y llamarse pereza.
—Sí señora.
58
—Pero la de usted, la de usted es la que yo quiero saber.
—Luego, es un loco.
—¿Sabe usted que anda por ahí un libro que trata de Nazarín, en el cual
se cuenta cómo salió a sus peregrinaciones, cómo encontró prosélitos,
cómo realizó actos de verdadero heroísmo y de sublime caridad?
—He leído ese libro, que me regaló su autor, con una dedicatoria muy
expresiva. Pero no me fío de lo que allí se cuenta, por ser obra más bien
imaginativa que histórica. Los escritores del día antes procuran deleitar
con la fantasía que instruir con la verdad.
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—¿Puedo yo leer ese libro?
—¿Qué?
—Ver al propio Nazarín. El sujeto vivo dará más luz que una historia
cualquiera, aun suponiendo que no fuese fantástica, y tan solo escrita para
entretenimiento de los desocupados.
—Diga usted que sí, y acabaremos más pronto. Ahora, punto y aparte:
hablemos de otra cosa.
—Pues a otra cosa —repitió Flórez, algo caviloso por el repentino salto de
la tristeza al contento en el ánimo de la ilustre señora—. Ya sabe usted
que mañana se hará la entrega de la legítima. Ya hemos salido de eso.
—La persona que mira al cielo —dijo el cura entornando los ojuelos para
ver mejor el rostro de su amiga—, se acostumbra mejor que otras a
despreciar los bienes terrenales.
60
necesitados.
—¿Qué?
—Sí...
—Exactamente.
61
—Lo menos le habrá pedido a usted dos o tres mil reales.
—¿De modo que usted, señora mía, cree que para despreciar al dinero y
castigarlo por su vileza, debe dárselo al primer loquinario que lo pide sin
que sepamos en qué lo ha de emplear?
62
calle se vestirá alguien, alguien matará su hambre y su sed. El resultado
final de toda donación de numerario es siempre el mismo.
63
V
«Por más que usted diga —prosiguió la Condesa—, yo creo que la limosna
consiste esencialmente en dar lo que se tiene al que no lo tiene, sea quien
fuera, y empléelo en lo que lo empleare. Imagine usted las aplicaciones
más abominables que se pueden dar al dinero, el juego, la bebida, el
libertinaje. Siempre resultará que corriendo, corriendo, y después de
satisfacer necesidades ilegítimas, va a satisfacer las legítimas. ¡Dar a los
pobres, nada más que a los pobres! Sobre que no se sabe nunca quiénes
son los verdaderos pobres, todo lo que se da va a parar a ellos por un
camino o por otro. Lo que importa es la efusión del alma, la piedad, al
desprendernos de una suma que tenemos y que otro nos pide».
—¿Y usted siente esa efusión del alma al dar a su primo el auxilio que
solicita?
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oro. Pero...
—¿Pero qué?...
—¡Oh!, aún falta lo mejor. Para que vea usted que no soy paradójica ni
sofista, se los doy y no se los doy.
—Que son...
—El pobrecillo se echó a llorar. Bien conocí que sus lágrimas brotaban del
corazón. «Eres la Providencia misma —de decía—, y realizas el sueño de
mi vida; tú me salvas, tú me redimes, tú haces de mí otro hombre, y por ti,
Halma, bien puedo decir que vuelvo a nacer». Y diciendo esto me besaba
las manos.
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poquitín peligrosa; pero hasta ahora vamos bien, y que siga el Señor
inspirándole esas benditas iniciativas.
—Me complace que usted apruebe mi plan —dijo Catalina, excitada por el
aplauso—, y que se compadezca de ese desgraciado primo mío, el cual,
claramente lo veo, tiene más viciada la cabeza que el corazón. Cierto que
es la informalidad andando, que no acaba cuando se pone a embustes,
que por procurarse el pan de cada día, comete mil bajezas. Por eso
mismo, por ser un enfermo del alma, le está perfectamente indicada la
medicina de la caridad tutelar y educativa. ¿No estoy en lo cierto?
66
enfermucha, me llevaba consigo al campo para que me repusiera. Pepe
Antonio y yo pasábamos largas temporadas hechos unos salvajes,
corriendo por praderas y sembrados, declarando la guerra a los pobres
grillos, y comiéndonos no sólo la fruta madura, sino la verde. Pues mire
usted: yo era mucho más traviesa que Pepe Antonio, yo solía tener
malicias, inocentes, eso sí, pero malicias, y él no, él parecía un santito en
agraz; y no es que fuera hipócrita, no; era la bondad misma, la pureza y la
abnegación. Un día, delante de mí, se quitó la camisita para, dársela a un
niño pobre. Todo lo daba, no era glotón, ni avaricioso, ni envidiosillo, como
todos los chicos. Mis faltas las tomaba para sí, y se dejaba castigar para
que no me castigaran. Luego, tomó camino tan diferente del mío, que
estuvimos sin vernos muchísimo tiempo. Cuando volvimos a encontrarnos,
ya era él un hombre, y hacía en Madrid una vida de vértigo y desorden. La
orfandad, la miseria vergonzante corrompieron aquella alma buena, que
parecía creada para el bien.
—¡Oh, qué dicha!... ¿Pero es cierto? ¡Pedralba nada menos! Tiene usted
razón, mi hermano es la misma bondad, y yo no sé cómo agradecerle
tantos beneficios. De niña, también viví en Pedralba: no puede usted
figurarse el cariño que tengo a las viejas y carcomidas piedras del castillo,
que de tal no tiene más que el nombre.
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—No pensaba yo en Pedralba. Lo que digo es que usted no se opone a
que vea yo a ese que llaman Nazarín.
68
VI
69
que seguirlas, componiéndolas y retocándolas después para conservar las
preeminencias exteriores del poder gobernante. En suma, que si al
principio Halma parecía una reina constitucional a la moderna, que reinaba
y no gobernaba, poco a poco iba sacando los pies de las alforjas, y
picando en absoluta soberana. Mas era tan buena, tan discreta y piadosa,
que se arreglaba habilidosamente para dejar a su ministro las
satisfacciones y aun la creencia de la iniciativa gubernamental.
«No lo creo, aunque me lo jures —le decía el Marqués, sin poder contener
la risa—. Tú estás soñando, Pepe, o quieres burlarte de mí. ¿Y dices que
te lanzaste a fijar tu petición en la fabulosa cantidad de...?».
—Cinco mil duros. Y aún creo que me quedé corto. Entré en la mística
celda decidido a plantear el negocio sobre la base de los cuatro mil...
Claro, las bromas o pesadas o no darlas... Y en el curso de la conferencia,
viendo las buenas disposiciones de Halma, me arranqué a los cinco mil.
Éxito completo. ¡Ah!, bien puedo decir ahora que tu hermana es una santa;
pero así como suena, ¡una santa!... todo lo contrario de ti, que eres el
Sumo Pontífice del egoísmo. ¡Qué bondad, qué dulzura, qué penetración,
qué talento sutil para comprender las circunstancias en que yo vivo!
Sostengo que ella tiene más talento que tú, y que es mucho más práctica,
sublimemente práctica. La indulgencia noble con que iba puntualizando
mis miserias, mis acciones indecorosas, me llegó al alma, Paco, porque al
propio tiempo que me reñía dulcemente por mi conducta, la disculpaba,
atribuyéndola, más que a perversión moral, al inexorable despotismo de la
necesidad, del hábito... ¡Oh, qué mujer, qué alma grande y hermosa! Cree
que me hizo llorar... mi palabra que sí. Llegué a figurarme que era un
chiquillo, que me regañaban por la travesura de romper un juguete de
precio, prometiéndome comprarme otro. En fin, que el cielo se ha abierto
70
al fin para mí, después de haber llamado a su puerta inútilmente tanto
tiempo. Estoy salvado, Paco; tu hermana me salva... Creo en la
Providencia, en Dios... Soy feliz, seré otro hombre, gracias a ella, a ese
ángel más talento que todos los Artales y Feramor de este siglo y de todos
los pasados siglos, amén.
71
gastos, embarque, transportes por ferrocarril, aduanas..., porque las
momias también pagan derechos. ¿Qué te parece?».
—Se pueden ganar un par de mil duros... palabra que sí. Me planto en
Corfú, hago la inhumación, y me comprometo a traerlo decorosamente,
con una cuadrilla de frailes franciscanos, que vengan cantando responsos
por toda la travesía. Y me encargo de asegurar el féretro, de envasarlo
convenientemente, y de hacer la entrega en el punto de España que ella
designe. He de percibir a toca teja dos mil duros, antes de partir para
Corfú, y tres mil en el acto de entregar la santa reliquia.
72
ha suplicado a Flórez que le traiga a Nazarín... Esto sería demasiado,
¿verdad? Pero qué sé yo... lo creo, me inclino a creerlo. Un entendimiento
soliviantado que se dispara, ¿a qué tonterías, a qué extravagancias no
llegará?».
73
VII
—De ella..., mía no... La que no comprenda que es una idea hermosísima,
que no cuente conmigo para nada.
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—Pues mire usted, no lo comprendemos, y yo lo declaro, aunque usted
nos tenga por... indoctas. Somos muy bárbaras, queridísimo don Manuel.
—Sí, que le traigan. Y que avisen con tiempo para invitar a todas nuestras
amigas.
75
—Me parece una necedad formidable.
—Menos pareceres y más juicio, señoras mías. Lo que disponga este cura
en asuntos para los cuales no debe faltarle competencia, al menos por su
edad, ya que no por su saber, no debe ser discutido ni menos ridiculizado
por mis buenas amigas, alguna de las cuales (lo decía por la de
Monterones) recibió de estas manos el agua del bautismo. Con que no
digo más por hoy.
76
cuando viene con fuerza, se parece a la onda del infortunio en que quita el
sueño y aun el apetito. Tan grande novedad era para él ver definitivamente
resuelto el problema alimenticio, no vivir mañana y tarde discurriendo en
qué rama posarse para comer, que el mismo asombro de su dicha le tenía
como en ascuas, receloso de su destino. ¡Le parecía tan inverosímil ser
amo de su casa, es decir, estar en seguras paces con el casero, ver un
principio de arreglo en las cosas necesarias para vivir; tener en su
comedor loza modesta, pero loza al fin, en vez de los dos o tres platos
rotos que eran su único ajuar; encontrarse los armarios surtidos de ropa
blanca, que la misma Catalina con solícita mano materna había puesto allí!
Todo esto era como un sueño, como un pasaje fantástico de las Mil y una
noches. Temía despertar, y que tantos bienes desaparecieran en un
restregar de ojos, volviéndole a la tristísima realidad de su vida anterior. Y
para colmo de ventura, podría consagrarse seriamente a un trabajo fácil y
muy de su gusto, la cincografía, pues ya le iban a disponer local y aparatos
a propósito. ¡Qué dicha, qué gloria, qué divina lotería! ¿Con qué lengua,
con qué voces bendecirla a su celestial Providencia, la santa y amorosa
Halma?
77
Retirose Urrea maldiciendo a su primo, a quien llamaba el hombre de
cartulina Bristol, y a la mañana siguiente muy temprano se fue a ver a la
Condesa, hacia la cual una atracción invencible le arrastraba en cuerpo y
alma. El agradecimiento vivísimo se transformaba en una adhesión
caballeresca, en un cariño fraternal o filial, que así debe llamársele para
expresar bien su pureza, en el deseo de serle útil, y prestarle algún
servicio proporcionado a la inmensidad del bien que de la ilustre señora
había recibido. Pero siempre que a ella se acercaba, sentíase agobiado de
tristeza, porque su conciencia le acusaba de agravios inferidos
anteriormente a la generosa viuda, y aquel día hizo propósito firme de
descargar su alma de aquel peso, confesando a su bienhechora los
pecados que contra ella había cometido. Encontrola dobladillando, con la
ayuda de su criada Prudencia, las sábanas y ropa de comedor que
faltaban para completar el ajuar del perdis redimido. Retirose Prudencia, y
prima y primo hablaron lo que sigue:
78
VIII
—¿Pero qué es eso, José Antonio, has hecho alguna cosa inconveniente?
—Pero, hijo, vale más que se lo cuentes a un confesor. Por mí, tus
pecadillos están perdonados. Falta que Dios te los perdone.
79
—¿Y no es más que eso? —dijo Catalina riendo, y rasgando a tirón un
gran pedazo de lienzo, de modo que su risa y el estridor de la tela se
confundían—. Pues con muchas abominaciones como esa, tu rinconcito
en el Infierno no hay quien te lo quite.
—¡Bah, bah!
—Pues no digo nada de tu hermano. Sabrás que también hablé pestes del
bonísimo don Manuel, y le llamé congrio, y...
—Eso es un poquito más grave —dijo Halma con severidad, fijos los ojos
en su costura—; pero te lo perdono también, puesto que declaras que no
sabías lo que hablabas, y que no tenías intención de agraviarme. ¿Qué
más?
—Por ahora nada más. ¿Te parece poco? Me quedo muy tranquilo,
después de habértelo confesado. Y ahora vamos a otra cosa. ¿Sabes que
80
tu hermana y tu cuñadita, y todo el enjambre de amigas te critican
acerbamente, por no haber correspondido a sus cuestaciones como ellas
esperaban, y que además te ponen en solfa a ti y a D. Manuel por lo que
estáis haciendo por mí?
—¿Y qué? No me afano por eso. Les perdono cuanto digan de mí, ya sea
impertinencia sin malicia, ya malicia verdadera.
—No se detienen en la línea del chiste más o menos discreto, sino que la
traspasan, llegando a ofenderte con apreciaciones calumniosas. La de San
Salomó dice que eres una hipócrita, y que las visitas que me has hecho
estas mañanas para arreglarme el cuarto, no pertenecen al orden de la
beneficencia domiciliaria.
—¡Oh, yo no tengo esa virtud! ¡Claro, cómo he de tener esa que es tan
difícil, si otras muy fáciles no las puedo tener! Lo que yo siento es furor de
venganza al oír tales infamias. Sería feliz si pudiera retorcerle el pescuezo
a la bribona que tal piensa y dice.
—¡Oh, por Dios, Pepe, no sigas por ese camino, si no quieres lastimarme,
y perder en absoluto mi estimación!
81
prima, después de romper un hilo con los dientes, mirándole asustada, le
calmó con una franca y placentera sonrisa.
«Dije que eras un niño, y ahora lo pareces más que nunca. Nadie me ha
ofendido en mi dignidad ni en mi honor; pero aunque alguien me ofendiera,
no consentiría yo que tú hicieses por mí el paladín en esa forma criminal y
anticristiana. Estoy pasmada de tu falta de cristianismo. ¿Pero de dónde
sales tú, desdichado? ¿En qué mundo de soberbia y de errores has
vivido? Primo mío, si quieres que yo te proteja y mire por ti hasta hacerte
persona regular, no me traigas acá bravatas caballerescas. ¡Matar! ¿Creas
tú que puedo yo estimar a quien hiera a su semejante por un dicho, por
una opinión, ni aun por un hecho ofensivo? No, José Antonio, eso conmigo
no te vale. Ahoga esos sentimientos de crueldad, de venganza, y de
despreció de las leyes divinas. Si no, no te quiero, no podré quererte, no
serás nunca el niño bueno, con el cual quiero hacer un hombre... mejor».
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—No, si ya he desistido —replicó D. Manuel, queriendo hacer constar su
iniciativa.
—Déjalas que digan lo que quieran. Con eso se entretienen las pobres. En
medio de su frivolidad, y del tumulto que las rodea, ¡se aburren tanto!...
Pues sí, anoche salimos. ¿Sabes a qué hora regresamos? Ya habían dado
las once.
—Sí, y te llevo de rodrigón, por si tuviera algún mal encuentro. ¿Por qué
pones esa cara? Prudencia, mi abrigo, mi mantilla.
83
duda iba a tu casa. Se paró para mirarnos. Ese llevará el cuento a
Consuelo».
—Pues a mí tampoco...
—Lo que más me ha inquietado al ver a Morla, dejándome muy mal sabor
de boca, es que... ¿Quieres que te lo diga?
84
Tercera parte
85
I
86
en la vida privada de los héroes de aquel drama o comedia. Echábase
Flórez al cuerpo la escalera que conduce a los pisos altos del Hospital,
cuando sintió tras sí voces alegres, y dos jóvenes que con paso vivo
subían de dos en dos peldaños le alcanzaron antes de llegar al tercero.
—Qué quiere usted, D. Manuel. La fiera nos pide más carne, más noticias,
y no hay otro remedio que dárselas —dijo el primero de los dos, vivaracho
y simpático.
—Pero, hijos míos —dijo Flórez con más bondad que enojo—, vuestra
información nos va a volver locos a todos. Habéis dicho mil cosas
inconvenientes, otras que no le importan a nadie.
—Servimos al público.
87
—Pues ayer, mi querido D. Manuel —dijo el vivaracho, mostrando un
periódico—, me sacó usted de un gran apuro. No sabiendo qué escribir,
me metí con usted. Vea, vea lo que le digo: «Le visita diariamente el
venerable sacerdote D. Manuel Flórez, que sostiene con el procesado
empeñadas controversias sobre puntos sutilísimos de teología y de alta
moral...».
—Es, usted un santo, D. Manuel. ¡Pues menudo bombito le doy aquí, más
abajo! Vea...
88
sacó sus tenacillas de plata, pues no fumaba sin este adminículo, y el otro,
al darle lumbre, le habló así:
«Dígame, Sr. de Flórez, ¿usted qué opina del resultado del proceso?
¿Cree usted que el tribunal verá en este hombre un criminal?».
—Pues no hay tanta gente como yo creía —dijo el otro chico de la prensa
volviendo presuroso—. Está un actor..., no me acuerdo de su nombre...
que quiere estudiar el tipo del Cristo para las representaciones de la
Pasión y Muerte, en no sé qué teatro. También tenemos ahí a los pintores
Sorolla y Moreno Carbonero, que quieren hacer una cabeza de estudio, y
José Antonio de Urrea, que pretende volver a fotografiarle.
—¡Oh, sí!, tenemos que ver a Ándara. ¿Viene usted, Sr. D. Manuel? Le
llevamos en coche.
—Gracias.
89
—Pues Ándara es deliciosa: más fea que una noche de truenos; pero con
un talento para las réplicas, y una viveza, y una energía de carácter, que le
dejan a uno pasmado.
90
Oriente y Occidente haya almas que sientan lo mismo, y plumas que
escriban cosas semejantes.
—Si es lo que yo digo —indicó el que había entrado con Zárate—. Ese es
un tío muy largo, pero muy largo... No hay quien me apee de la opinión
que formé de él el primer día. Estamos aquí haciéndole la corte al patriarca
de los tumbones, y popularizando al Mesías de la gorronería... ¡Oh!,
convengamos en que hace su papel con un histrionismo perfecto, y que ha
sabido llevar hasta lo sublime el carácter del farsante aventurero y
vagabundo. Yo sostengo que este tipo es la condensación más acabada
del españolismo en todas sus fases... sin negar que lo muy español pueda
ser también muy ruso... entendámonos.
—Pero vengan acá, señores míos —dijo don Manuel atrayendo con su
gesto y con sus palabras la atención benévola y cortés de toda aquella
tropa—. Perdónenme si meto baza en sus discusiones. Piense cada cual
de este desdichado Nazarín lo que quiera. Pero al demonio se le ocurre ir
a buscar la filiación de las ideas de este hombre nada menos que a la
Rusia. Han dicho ustedes que es un místico. Pues bien: ¿a qué traer de
tan lejos lo que es nativo de casa, lo que aquí tenemos en el terruño y en
el aire y en el habla? ¿Pues qué, señores, la abnegación, el amor de la
pobreza, el desprecio de los bienes materiales, la paciencia, el sacrificio, el
anhelo de no ser nada, frutos naturales de esta tierra, como lo demuestran
la historia y la literatura, que debéis conocer, han de ser traídos de países
extranjeros? ¡Importación mística, cuando tenemos para surtir a las cinco
partes del mundo! No sean ustedes ligeros, y aprendan a conocer dónde
viven, y a enterarse de su abolengo. Es como si fuéramos los castellanos
a buscar garbanzos a las orillas del Don, y los andaluces a pedir aceitunas
a los chinos. Recuerden que están en el país del misticismo, que lo
respiramos, que lo comemos, que lo llevamos en el último glóbulo de la
sangre, y que somos místicos a raja tabla, y como tales nos conducimos
sin darnos cuenta de ello. No vayan tan lejos a indagar la filiación de
nuestro Nazarín, que bien clara la tienen entre nosotros, en la patria de la
santidad y la caballería, dos cosas que tanto se parecen y quizás vienen a
ser una misma cosa, pues aquí es místico el hombre político, no se rían;
que se lanza a lo desconocido, soñando con la perfección de las leyes; es
místico el soldado, que no anhela más que batirse, y se bate sin comer; es
místico el sacerdote, que todo lo sacrifica a su ministerio espiritual; místico
el maestro de escuela que, muerto de hambre, enseña a leer a los niños;
son místicos y caballerescos el labrador, el marinero, el menestral, y hasta
91
vosotros, pues vagáis por el campo de las ideas, adorando una Dulcinea
que no existe, o buscando un más allá, que no encontráis, porque habéis
dado en la extraña aberración de ser místicos sin ser religiosos. He dicho.
—Habrá que esperar a que salgan los que están dentro... la pintura,
señora, la fotografía y las artes del diseño.
—¿Y qué? —preguntó a los periodistas uno de los de oficio literario que
acababa de entrar—. ¿Saben ustedes si ha leído el librito de su nombre
que anda por ahí?
—Lo ha leído —replicó uno de los que llegaron con Flórez—, y dice que el
autor, movido de su afán de novelar los hechos, le enaltece demasiado,
encomiando con exceso acciones comunes, que no pertenecen al orden
del heroísmo, ni aun al de la virtud extraordinaria.
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no puede esperarse otra cosa de su desatinada locura. Pero agazajarle,
ponerse a hablar con él del Papa y del Verbo divino, eso no lo creo, eso no
es verdad, es falsear a mi primo Belmonte. ¡Figúrense ustedes que fui la
semana pasada a la Coreja, y a poco de entrar en su casa tuve que salir
escapado en busca de la pareja de la Guardia civil!
—Me ha suplicado que, por hoy, le libre del vértigo de las visitas.
—Poco a poco —dijo Urrea—. La orden tiene una excepción. Supo que
está aquí D. Manuel, y ha manifestado deseos de verle. Pase usted; pero
solo.
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Contestaban los buenos chicos a estas preguntas, excitando la curiosidad
de las nobles señoras, en vez de calmarla. Inconsolables ellas por el
chasco sufrido, y no pudiendo anegar sus ojos, sedientos de aquella gran
novedad, en la fisonomía del apóstol errante, los clavaban en la puerta.
¡Ah!, detrás de aquella puerta estaba... Volverían a la mañana siguiente.
Entró D. Manuel, y desfilaron por las escaleras abajo todos los demás.
Alguno propuso a las aristócratas llevarlas a ver a Ándara. Pero después
de una espontánea conformidad con esta idea, una de las dos reflexionó y
dijo: «¡Imposible! ¿Está usted loco? ¡Nosotras entrar en la Galera!». Luego
fue apuntada la idea de visitar a Beatriz, y esto no pareció tan mal a las
dos señoras. Sí, sí, podrían ver a la mística vagabunda y soñadora.
Dividiose el grupo en la calle, y unos se dirigieron a la inmediata de San
Blas, y los otros a la remota de Quiñones.
94
dices expresiones feas, se lo contaremos a D. Nazario, y verás, verás.
—¡Ay, no me lo diga! ¡Verle! ¡Qué diera yo por verle, por oír su voz!...
Créanme, señores de la prensa, y pueden ponerlo en el papel, si les viene
a mano. Por verle daría yo la salud que ahora tengo, y la que tendré en
muchos años. Me conformaría con estar en esta cárcel o en un presidio
toda mi vida, si supiera que lo había de ver todos los días, aunque no fuera
más que un cuarto de hora.
—Esa es muy soñona. Yo, como más bruta que mi hermana Beatriz,
¡bendita sea!, no le veo cuando quiero, sino cuando él quiere dejarse ver.
95
claridad, y en ella mi Nazarín que pasa... no hace más que pasar y
mirarme sin decir nada... Pero por los ojos que me pone, entiendo lo que
quiere hablarme. Unas veces me riñe unas miajas, otras me dice que esta
contento de mí.
—¿Por qué?
—Por esa mentira tan gorda de que el incendio de la casa fue de casual.
—Dos veces por semana. Ayer me trajo un vestido, que le dio para mí una
señora de la grandeza.
«Sí; pero no me acuerdo. Era un nombre muy bonito... así como... Señor,
¿cómo era?».
—Esa misma... Bien decía yo que era cosa buena... pues... del alma
santísima.
—Adiós... adiós.
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97
II
98
bondad se resintió de haber encontrado una bondad superior, o que tal le
pareciera, y como vivía en la rutina de no tratar más que inferiores, en el
terreno de conciencia, el repentino encuentro de un ser, ante el cual
alguna de las energías de su alma tenía que hacer reverencia, le puso
quizás de mal talante, aunque sin llegar, ni por asomo, a las tristezas de la
envidia, pues era incapaz de este odioso sentimiento. ¿Consistiría tal vez
en que el trato social, las consideraciones y aun lisonjas de que era objeto,
habían llegado a formar en su alma la concreción de amor propio (de la
cual los caracteres más dueños de sí no pueden librarse), y el
conocimiento y trato de Nazarín rebajaron un poquito el concepto de su
propio valor moral? Con independencia de la humillación y desprecio de sí
mismo que impone la idea cristiana, todo ser conserva un poder de
apreciación o evaluación psíquica, por el cual, sin darse cuenta de ello, a
sí propio se estima y tasa. Sin duda Flórez empezó a conocer que se
había tasado en algo más de lo que realmente valía. Como era recto y
noble, acababa por conformarse diciéndose: «Bueno, Señor, bueno. Yo
creí ser de lo mejorcito, y ahora resulta que hay quien me da quince y
raya. Pues reconozca yo mi insignificancia, o mi inferioridad manifiesta, y
alabada sea la perfección donde quiera que se encuentre».
El buen señor no podía pensar en obra cosa, y la fijeza de tal idea iba
socavando su salud. A veces se pasaba las noches en habilidosos
distingos y paralelos; anhelando engrandecer el concepto propio, sin
rebajar excesivamente el ajeno: «Él es bueno, yo también. No digamos
santos, porque la santidad en nuestros tiempos ¿dónde está? Yo soy
social, él individual; mi esfera es el mundo de los ricos, la suya el de los
pobres. En ambas esferas se sirve a Dios, ¡vaya! Él fortifica su alma en la
soledad, yo en el bullicio; yunque por yunque, no sé decir cuál es el mejor.
Cierto es que si miramos a la doctrina pura y a su aplicación a nuestras
acciones, él aparece con ventaja, yo con desventaja; pero miremos a los
resultados prácticos de una y otra forma de ejercer el ministerio, y
entonces, ¿cómo dudar que la supremacía está de la parte acá? Y por
último, Señor, él se va del seguro, él se corre de lo posible a lo imposible,
en él la virtud se permite hacer sus escapatorias al campo de la
extravagancia, y...».
99
mío, ¿tu Santa Iglesia no vive en la civilización? ¿Adónde vamos a parar
si...? No, no, no hay que pensarlo... Digo que no puede ser... Señor,
¿verdad que no puede ser?».
Como pasaban días y días sin que Catalina le interrogase sobre el examen
o estudio psicológico del apóstol vagabundo, creyó del caso D. Manuel
tomar la iniciativa en aquel asunto, que más valía dar su opinión antes que
la dama por sí misma y por otros caminos llegase a formarla. Todo lo
temía de su talento agudo, afinado por una voluntad persistente.
—Exactamente.
100
—Sí señora.
—Sí señora.
—Sí... puede ser... pero no puede ser... Ser no ser... He aquí, señora, la
gran duda.
—¿Y qué más?... Sigo yo contando, pues usted, mi Sr. D. Manuel, no tiene
hoy la palabra tan expedita como de costumbre. Dice también el buen
Nazarín que cuando se encuentre libre, persistirá en el cumplimiento del
voto de pobreza que ha hecho al Señor.
—Y dice más...
101
—¿Pero cómo sabe usted...?
—Tales son sus ideas, sí señora... Tan cierto es ello como que usted tiene
algo de zahorí —dijo D. Manuel, sin disimular su asombro—. ¿Pero
usted..., acaso, le ha visto, le ha oído...?
—No; pero veo a Beatriz, de quien soy amiga, y amiga del alma. No he
querido decírselo hasta que no viniera una coyuntura propicia.
—Por lo cual yo, más decidida que usted, sin duda porque soy más
ignorante, veo bien patente la locura de ese santo varón... ¿Es un loco
santo, o un santo loco?...
102
III
103
nada que ver con la vagancia y desafueros nazaristas. Aún no se había
sentenciado, y por bien que saliera, sus catorce o quince años de presidio
no se los quitaba nadie, porque eran muchas y muy atroces sus audacias
para llevarse la plata y vasos sagrados de las iglesias».
—La sentencia del Tribunal, que yo esperaba, me abre camino para poner
en ejecución un pensamiento que hace días me corre por el magín.
104
quedaríamos tristes y desconsolados, pero con nuestra conciencia
tranquila.
—No, si por más que usted discurra, no puede adivinar lo que he pensado,
lo que haremos, si Dios me ayuda, y creo que me ayudará, pues la
sentencia que acabamos de saber viene, como de molde, a favorecer mi
pensamiento, obra magna, D. Manuel, una empresa de caridad que ha de
merecer su aprobación. Verá usted —añadió después de otra pausita,
aproximando su silla baja al sillón del limosnero—. Pues, señor, ahora la
ley civil le dice a la eclesiástica: yo, apoyada en la opinión de la ciencia, he
debido declarar y declaro que ese hombre está loco. Como su locura es
inofensiva, monomanía pietista nada más, que no exige custodia ni
vigilancia muy rigurosas, renunció a albergarle en mis casas de orates,
donde tengo a los furiosos, a los lunáticos, casos mil de las innumerables
clases de desorden mental. Ahí tienes a ese hombre; encárgate tú, Iglesia,
de cuidarle, y, si puedes, de devolver el equilibrio a su entendimiento. Es
pacífico, es bueno, es de dulce condición en su desvarío. No te será difícil
restablecer en él el hombre de conducta ejemplar, el sacerdote sumiso y
obediente...
105
acentuaba la palabra.
—Una cosa muy sencilla, y que me parece fácil. Mañana mismo... no hay
que perder un solo día... mañana mismo, D. Manuel Flórez y del Campo, el
ejemplarísimo sacerdote, el diplomático de la caridad, coge el sombrero y
se va a ver al señor Obispo. Su Ilustrísima, naturalmente, le recibe con los
brazos abiertos, y usted le dice: «Señor Obispo, una dama de nuestra
aristocracia...».
—¡Si lo adivina, si lo sabe, si no tengo que decir más! Pues qué: ¿no ha
pensado usted lo mismo que yo? ¿No viene hace días dando vueltas en su
mente a esta solución? ¿No esperaba saber la sentencia para
proponérmelo?
106
Halma el bastón de Urrea, y fue marcando con él sobre la alfombra estas o
parecidas expresiones:
107
—Idea mía no —replicó Flórez sin mirar a la dama—. Si acaso, en parte...
Ambos pensamos lo mismo. Pero yo no podía pronunciar sobre ello la
primera palabra, y tuve que aguardar a que la dijese quien debía decirla.
108
IV
Hízose todo como Catalina de Artal deseaba, sin que la gestión del buen
Flórez tropezase con ninguna dificultad ni obstáculo de importancia.
Notaban en él cuantos en aquella ocasión le vieron, lo mismo en las
oficinas eclesiásticas, que en las casas nobles que ordinariamente visitaba
una gran decadencia física, la cual parecía más grave por la pérdida de la
jovialidad. Además, claramente se advertía cierta inseguridad en las ideas,
y dispersión de las mismas en el momento de querer expresarlas, vamos,
como si se le fuera el santo al cielo, según el dicho vulgar. No era ya el
mismo hombre; en pocos días su cuerpo perdió la derechura que le hacía
tan gallardo; su cara se había vuelto terrosa, sus manos temblaban, y
cuando quería sonreírse, su habitual expresión afable le resultaba fúnebre.
«O D. Manuel está muy malo —decían sus amigos—, o algún hondo pesar
silenciosamente le mina».
«Lo que más me duele —añadió—, es que nuestro buen amigo, en vez de
poner un freno a estas que califico benignamente llamándolas
109
extravagancias, les haya dado calor y apoyo con su autoridad...».
Al oír esto, una onda de sangre subió del corazón al cerebro del sacerdote,
y la ira, que era en él, por índole y por costumbre, sentimiento casi
desconocido, se encendió en su corazón súbitamente. Al querer
expresarla, las palabras se le atropellaron en la boca, su rostro enrojeció,
sus ojos se avivaron. Con lengua torpe pudo decir tan sólo:
110
señoras y caballeros de distintas categorías. Todos prodigaron al enfermo
consuelos cariñosos, deseando su salud como la propia. Iban entrando en
la alcoba por tandas, y reunidos después en la sala, lamentaban el
repentino accidente del simpático sacerdote.
111
tribulación...! ¡Cuánta bondad, cuánta grandeza! Porque nadie mejor que
usted conoce mi insignificancia... Dios me dice: 'no eres nada... eres el
vulgo cristiano, lo que es y no es... Vas bien vestido, y calzas bonito
zapato con hebillas de plata... ¿Y qué? Eres atento en el hablar,
obsequioso con todo el mundo; respetuoso de mí; pero sin amor. El fuego
del amor divino es en ti un fuego pintado, con llamaradas de almazarrón
como las de los cuadros de Ánimas. Llevas y traes limosnas como la
Administración de Correos lleva y trae cartas... pero tu corazón... ¡ah! Yo
que lo veo todo, lo he visto, lo he sentido palpitar, más que por la miseria
humana, por la elegancia de tus hebillas de plata...'. Luego viene un aire...
¡Hermosa debe de ser la muerte para los que mueren en el Señor! Yo
también quiero morir en Él, yo quiero, ¡yo quiero!...».
112
Como ellas dijeran que siendo él un santo, nada podía temer, ahuecó la
voz para contestarles: «Ni yo soy santo, ni ustedes saben lo que se
pescan, pobres rutinarias, pobres almas sencillas y vulgares. Estoy a
vuestro nivel... no, digo mal, a un nivel más bajo. Porque vosotras habéis
padecido: tú, Constantina, con la mala vida que te dio tu marido; tú,
Asunción, con tus enfermedades y achaques dolorosos. Vosotras habéis
tenido ocasión de perdonar agravios, yo no. Vosotras habéis sufrido
escaseces cuando no estabais a mi lado; yo he vivido siempre en mi dulce
y cómoda modestia, sin carecer de nada, bien quisto de todo el mundo,
niño mimoso y predilecto de la sociedad. Vosotras habéis luchado, yo no,
porque todo me lo encontré hecho. No me llaméis santo, porque hacéis
befa de la santidad aplicándola a quien tan poco vale».
113
por tal, grandísimas babiecas; y si no, contestadme: ¿qué méritos
extraordinarios veis en mí?... ¿qué infortunios y trabajos han templado mi
alma, qué injurias he tenido que sufrir y perdonar, qué grandes campañas
por el bien humano y por la fe católica han sido las mías? ¿Acaso fui
perseguido por la justicia, y tratado como los malhechores? ¿Por ventura
me han ultrajado, me han escarnecido, me han llenado de vilipendio? ¿Es
tribulación andar de casa en casa, festejado y en palmitas, aquí de
servilleta prendida, allá charlando de mil vanidades eclesiásticas y
mundanas, metiéndome y sacándome con achaque de limosnitas,
socorros y colectas, que son a la verdadera caridad lo que las comedias a
la vida real? ¡Ah!, si lloráis por verme rebajado de esa categoría en que
vuestra inocencia quiso ponerme, llorad, sí, llorad conmigo, lloremos
juntos, para que el Señor tenga piedad de vosotras y de mí, y nos iguale a
los tres en su santa gracia».
114
V
—Entre paréntesis, dime una cosa: ¿nos critican mucho por ahí?
—Dios es nuestro juez, y nos acusa o nos absuelve, por medio de nuestra
conciencia. Vete fijando en lo que te digo, y asegúralo en tu pensamiento.
Eres un niño, y como a tal te instruyo.
115
buena Halma, que me mandaras cosas difíciles, muy difíciles, para que
probaras mi obediencia ciega.
—Descuida, que todo se andará. Como inverosímil, tú, que desde que
empezamos a curar tu alma con una medicina de que todo el mundo se
burlaba, te has desmentido a ti mismo. Hasta ahora parece que voy
triunfando, y que mi extravagancia llevaba y lleva en sí algo de eficacia
divina. Pero aún falta mucho, José Antonio, y si te cansas en lo peor del
camino, me dejarás mal.
116
paulatinamente sanando, incitó al enfermo, en buena ley de moral médica,
a la confesión o sinceridad más radicales. Él se resistía, creyendo que
cuanto a tal asunto se refiriese no podía ni siquiera mentarse en presencia
de la santa y pura señora, como no es lícito decir en la iglesia palabras
indecentes, ni fumar, ni cubrirse. Pero ella, valerosa y serena, como santa
Isabel de Turingia poniendo sus manos en la cabeza de los tiñosos, le
abrió camino para la explicación que deseaba, rompiendo el secreto en
esta forma:
«No es menester ser zahorí, querido Pepe, para saber que en tu vida de
pobreza vergonzante, angustiada y vil, ha de haber, además de los sapos
que ya hemos sacado del fango, culebras que necesitamos extraer para
sanarte por entero. Es inútil que me lo niegues. ¡Ah, tonto, como se ven los
gusanos que se alimentan de la putrefacción, veo en derredor tuyo
enjambre de mujeres, a quienes sólo llamaré desgraciadas, porque no hay
mayor desdicha que perder el pudor!».
—Sí, sí.
—Pero pronto, pronto. Adivino que esto no es fácil, y que para romper con
todo ese pasado vergonzoso hay obstáculos materiales. Confiésamelo,
dímelo todo, ten conmigo la franqueza que tendrías con un camarada de tu
sexo. La vida humana ofrece tantas anomalías, que aun para librarse de la
ruina se necesita tener dinero, y que del mismo vicio no puede huirse sin
mostrarse con él caballeresco y dadivoso.
—Es verdad. Eres la ciencia humana y divina —replicó Urrea con viva
emoción.
—Más claro: para cortar tus lazos viles con esa infeliz gente, necesitas
dinero. Al hacer la cuenta de tus ahogos y de los compromisos que
amargaban tu vida, has ocultado esta por delicadeza, por respeto hacia
mí. ¿No es verdad?
—Sí.
117
—Quizás te encuentras obligado y sujeto por favores recibidos.
—Sí.
118
y gabinete, mientras el ama y sobrina atendían al enfermo. Cubría la
Condesa su talle con un mandil de Constantina, y manejaba la escoba con
rara habilidad. ¡Quién había de decirlo, viendo aquellas manos
aristocráticas, finas, blancas como azucenas, de forma bonitísima, largos,
gordezuelos y puntiagudos los dedos, verdaderas manos de Santa Isabel
de Murillo, que ni en las cabezas plagadas de miseria perdían su virginal
pureza y pulcritud! Urrea no se atrevió a pedirle permiso para besarle las
manos, por no profanarlas con su labio pecador. No merecía tan grande
honra. Verdaderamente, aquellos dedos que cogían la escoba eran dignos
de tomar la hostia consagrada.
119
aquí te quedes —añadió, dejando la escoba, y poniendo los muebles en su
sitio, después de restregarles la madera con un paño, tarea en que
gustosamente la ayudó su protegido—, en Madrid continuarás solito, por
razón de tus trabajos. No olvides la segunda parte de nuestro convenio.
Has de hacerte un hombre útil, que viva honradamente, sin depender de
nadie.
—Sí, sí. Yo realizaré tu hermosa idea. Eres como una madre para mí, y
debo venerarte, porque me das el ser.
—Y debo creer que este hijo mío es ya crecidito, con fuerza suficiente para
no necesitar andadores, y juicio para gobernarse por sí solo.
—No faltaré —dijo Urrea, y besando la orla del delantal grosero que ceñía
el cuerpo de la noble dama, se retiró triste... ¡Partir Halma, quedarse él!
¡Enorme consumo de voluntad exigiría esta separación del hijo y la madre,
del discípulo aún muy tierno y la santa y fuerte maestra!
120
VI
No faltó aquel día el Marqués de Feramor que sólo cruzó con su hermana
palabras secas. En su atildado lenguaje inglés, parlamentario y
económico, dijo que los hombres temen la muerte como temen los niños
entrar en un cuarto obscuro. Esto lo había escrito Bacon, y él lo repetía,
añadiendo que las penas que ocasiona la pérdida de seres queridos,
tienen el límite puesto por la Naturaleza a todas las cosas. El mundo, la
colectividad, sobreviven a las mayores desdichas personales y públicas.
No debemos entregarnos al dolor, ni ver en él un amigo, sino un visitante
inoportuno, a quien hay que negar todo agasajo para que se despida lo
más pronto posible.
121
Y a usted, señora Condesa de Halma, nada le digo, porque a quien es
más que yo y vale más que yo, y me gana en saber de lo espiritual y lo
temporal, ¿qué ha de decirle este pobre moribundo? He concluido con
toda vanidad, y tan sólo le ruego que encomiendo a Dios a su buen amigo.
El que a mí me ha iluminado no está presente; si lo estuviera, yo le diría:
compañero pastor, quisiera cambiar por tu cayado robusto el mío, que no
es más que una caña, adornada de marfil y oro. Tú pastoreas, yo no; tú
haces, yo figuro...». Siguió murmurando en voz baja expresiones que las
tres mujeres no entendían. No cesaban de recomendarle el silencio y la
tranquilidad. Poco después rezaban los cuatro, llevando la de Halma el
rosario. Antes de terminar, el enfermo pareció aletargarse. Quedó
Asunción de guardia, y Constantina y la Condesa salieron de puntillas.
Ya sabía Catalina quién era la visitante, y sin decir nada se fue a la sala,
donde aguardaban en pie una mujer con mantón y pañuelo a la cabeza, y
una niña como de seis años, arrebujada en una toquilla. «Beatriz —dijo
Halma, muy afectuosa, entregándoles sus dos manos, que mujer y niña
besaron con amor—, ya me impacientaba yo porque no venías a verme.
¿Te dijo Prudencia que vinieras aca?».
—Sí señora; pero yo no quería venir, por no ser molesta —replicó Beatriz,
sentándose en el borde de una silla—. Por fin, esta noche me determiné, y
he traído a esta noche me determiné, y he traído a esta para que me
enseñe las calles, que no conozco bien. Rosa sabe al dedillo todos estos
barrios, porque ayudaba a sus padres a repartir la leche, cuando tuvieron
la cabrería... ¡ah!, negocio malísimo, en que se metió mi prima con los
vecinos del bajo derecha, por ayudar a Ladislao, que con la afinación de
pianos no sacaba para dar de comer a la familia. El pobre Ladislao ha
122
pasado amarguras horribles, persiguiendo el garbanzo, y soñando siempre
con la ópera que tenía a medio componer, dentro de su cabeza. Todo lo
probó: tocaba el trombón en un teatro, y repartía prospectos por las calles.
La cabrería les empeñó más de lo que estaban. Yo he visto la miseria de
aquella casa, miseria negra, como hay tanta en Madrid, sin que nadie la
vea ni la socorra, porque no es posible, Señor, no es posible... Bien lo
sabe la señora, que la ha visto con sus propios ojos, porque con la señora
entró Dios en aquella casa... Y puedo decirle que sus palabras cariñosas
las han agradecido aquellos infelices más aún que el socorro que les ha
dado para comer y abrigarse... La señora es... no tan sólo la caridad, sino
también la esperanza.
—Tan contento, que de puro alegre no pega los ojos. Dice que su
desiderato sería la plaza de maestro de capilla; pero que si la señora no
tiene capilla en sus estados, lo mismo la servirá de cochero que para traer
leña del monte, si a mano viene...
123
añadidura. Cabréis perfectamente, y si vais estrechos, los hombres
pueden ir algunos ratos a pie... En fin, arreglaos del mejor modo posible.
No llevéis muebles, ni ropas de cama. Repartid todo eso entre los vecinos
que sean más pobres. Ropa de vestir podéis llevar... ¡Ah!, se me olvidaba
el piano de Ladislao. Dile que es mi deseo se lo regale al ciego, también
afinador, que vive en el cuartito próximo. Puede meter en el carro aquella
balumba de papeles de música que tiene encima de la cómoda. Todo el
día emplearéis en el viaje, porque las mulas irán al paso, para que puedan
hacer un poco de ejercicio los que se cansen de la estrechez del carro, y
meterse en él un rato los de infantería, para descansar de la caminata.
Cecilio os llevará hasta mi casa, y en ella os dará alojamiento hasta que,
pasados unos días, cuando yo avise, vuelvan Cecilio y las tres mulas por
mí.
—Como vais vosotros, iré yo. ¿Qué más da? Si es hasta más cómodo, y
más alegre. No veas en esto un mérito, ni menos afectación de pobreza:
no gusto de hacer papeles. Además, establezco en mi pequeño reino toda
la igualdad que sea posible. No me atrevo aún a decir, antes de que la
práctica me lo enseñe, a qué grado de igualdad llegaremos.
—Pues aún te queda para comprar zapatos y alpargatas a los tres chicos,
y para lo que gastéis por el viaje, que será bien poco. No necesito decirte
que economices, porque sé que sabes hacerlo. Como la hija de Cecilio
cuidará de daros de comer mientras yo llegue, ten bien cerrada la bolsa,
Beatriz, y no gastes ni un céntimo de lo que en ella te quedare al llegar
allá; no olvides que somos pobres, pobres verdaderos... No creas que
nuestro reino es una pequeña Jauja.
124
—Si lo fuera, no nos tendría la señora por vasallos...
125
VII
126
corríamos tan frescos hasta los ochenta. De buenas a primeras, Manuel da
este bajón tremendo... ¿Pero por que? Las últimas tardes que paseamos,
le notó muy metido en sí, cosa rara, pues era hombre tan social, que
siempre le veía usted el alma revoloteando alegre fuera de la jaula... En
fin, Dios lo quiere así. Cúmplase su santa voluntad».
127
dirigirlas en sus campañas benéficas... Era hombre de tan extraordinario
don de gentes, que su trato lo mismo cautivaba al rico que al pobre, y con
su ten con ten, a todos les enseñaba la buena doctrina... ¡Dios sabe cuán
solo y triste me quedo sin Manuel en este valle de lágrimas!... ¡Pues
apenas tiene fecha nuestra amistad! Él es natural de Piedrahita, yo de
Muñopepe, en el mismo partido. Juntos nos criamos, juntos fuimos a la
escuela, juntos recibimos la sagrada investidura. Él era casi rico, yo pobre;
él vivía de sus rentas, yo de mi trabajo rudo. Siempre que necesité de
algún auxilio, porque hay meses crueles, señora mía, sobre todo en
verano, cuando se despuebla Madrid, a él acudía..., ¡ay!, y le encontraba
siempre. ¡Qué excelente amigo! Me facilitaba cortas cantidades, sin ningún
interés... ¡Ave María Purísima, ni hablarse de ella siquiera! Me habría
pegado. ¡Entro amigos...! Llegaba el invierno, y yo le pagaba
religiosamente. Por Navidad, de los infinitos regalos que recibe, participo
yo. El Señor le premia tanta bondad, pues sus tierras de Piedrahita
siempre le dan buenas cosechas... Así es que, viviendo con decoro y sin
boato, como un buen sacerdote, tiene sobrantes, con los cuales pudo
costear una excelente escuela en Piedrahita. Sí señora, una lápida de
mármol dice a la posteridad el nombre del fundador. Pues con estas
esplendideces, aún le sobra, y no hay año que no compre alguna tierra
limítrofe con su heredad. Propietario generoso, y buen cristiano, no apura
a sus renteros, ni escatima jornales en tiempo de miseria. En fin, que
hombres como este hay pocos. El Señor le quiere para sí; acatemos su
voluntad suprema, y reconozcamos que todas las grandezas terrenas son
ceniza, polvo, nada».
Acudió el Sr. Díaz, y los dos amigos se abrazaron con ardiente cariño. El
sano no podía contener las lágrimas; el enfermo, debilitado y con el
cerebro inseguro, perdiendo y recobrando a cada momento el sentido y la
palabra, no hacía más que darle palmetazos en el hombro, y sus ojos
extraviados, tan pronto reconocían a don Modesto, como le miraban con
extrañeza y estupor.
«Mi buen amigo —le dijo en un momento lúcido—, te sentí, y quise que
entraras para darte la gran noticia. Ya siento un gran alivio en mi alma. A
128
mi conciencia le han nacido alas, y mírame cómo subo hasta los cielos.
¿No sabes? ¡Ay, Modesto, qué alegría! Acabo de decidir que mi viña del
Barranco de Abajo, la mejor que tengo, sea para ti. Ya es tiempo de que
descanses, hombre. ¡Qué león para el trabajo...! Ahora, con tu viña, que
puede darte tus mil cántaras, que te echen sobrinos. Bastante tienen estas
tontas con lo demás de Piedrahita, y yo nada necesito ya, pues quiero ser
pobre lo que me quede de vida... No te vayas, Modesto, acompáñame,
pues me dan más congojas... y me parece que me he muerto, y que me
han enterrado vivo, y... No, no... que no me entierren vivo... Yo soy pobre...
muy pobre, no quiero mausoleos, ni que pongan sobre mí una de esas
piedras enormes con letras de oro... No, no quiero letras de oro, ni hebillas
de plata. Y en cuando a mi gran cruz de Isabel la Católica, os digo que no
me la pongáis, cuando me amortajéis... el día de mi muerte. No quiero más
cruz que la de mi Redentor... a quien no me parezco nada, pero nada... Él
era todo amor del género humano, yo todo amor de mí mismo. ¿Verdad,
Modesto, que no me parezco nada... pero nada?».
Procuraban calmarle; pero ni aun podían, con la ayuda del Sr. Díaz,
sujetarle en el lecho, pues dos o tres veces se quiso arrojar de él,
desarrollando una fuerza nerviosa increíble en su extenuación. «Dejadme
—decía—, no seáis pesadas. Huyo de lo que fui... No quiero verme, no
quiero oírme. Hay un hombre, que en el siglo se llamó Manuel Flórez.
¿Sabéis cómo le llamaría yo?, el santo de salón. Yo no soy él; yo quiero
ser como mi Dios, todo amor, todo abnegación, todo caridad... No entiendo
de intereses. Aquel hacía cuentas, yo las deshago; aquel vivió en mil
vanidades, yo corro detrás de la verdad, ya la toco, y vosotras, ruines
cócoras, no me dejáis...».
—No necesito leértelo, querido Manuel —dijo D. Modesto, con sus manos
en las manos del moribundo—, pues me lo sé de memoria: «Gracias os
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hago, luz mía, porque me alumbrasteis y yo os conocí. Conocíos Criador
del Cielo, y de todas las cosas visibles e invisibles, Dios verdadero,
todopoderoso, inmortal, interminable, eterno, inaccesible, incomprensible,
inconmutable, inmenso, infinito, principio de todas las criaturas visibles e
invisibles, por el cual todas las cosas son hechas, y todos los elementos
perseveran en su ser, cuya Majestad, así como nunca tuvo principio, así
jamás tendrá fin...». Y siguió recitando de memoria largo trecho, hasta que
Flórez, que como extasiado escuchaba, repitiendo algunas palabras, lo
interrumpió diciéndole: «Más adelante, más adelante, Modesto, donde
dice... ¡Ah!, yo lo recuerdo: 'Tarde os conocí, lumbre verdadera, tarde os
conocí, porque tenía delante de los ojos de mi vanidad una gran nube
obscura y tenebrosa, que no me dejaba ver el sol de justicia, y la lumbre
de la verdad. Como hijo de tinieblas...'. Lo restante no se entendió. Fue tan
sólo un murmullo ininteligible, un pegar y despegar de labios, como si algo
saboreara.
130
Esta llamarada de elocuencia fue la última, y precedió a la extinción
tranquila y lenta de la vida, sin sufrimiento. Diversas cláusulas fluctuaron
en sus labios, como burbujas: una invocación a la Virgen, y la idea, la
tenaz idea que no quería soltarle hasta el dintel mismo de la eternidad, que
quizás lo seguiría más allá, haciéndose también eterna: «No soy nada, no
he hecho nada... Vida inútil, el santo de salón, clérigo simpático... ¡Oh, qué
dolor, simpático, farsa! Nada grande... Amor no, sacrificio no, anulación
no... Hebillas, pequeñez, egoísmo... Enseñome aquel... aquel, sí...».
131
Cuarta parte
132
I
Otro aspecto singularísimo del estado de su espíritu, era que todas las
personas que conocía se habían transformado en su criterio social así
como en sus afectos. El primo Feramor no era más que un figurón, una
inteligencia secundaria, petrificada en las fórmulas del positivismo, y
barnizada con la cortesía inglesa; Consuelo y María Ignacia dos
fantochonas, en las cuales se encontraba la comadre vulgarísima, a poco
que se rascara la delgada costra aristocrática que las cubría; mujeres sin
fe, sin calor moral, ignorantes de todo lo grave y serio, instruidas tan sólo
en frivolidades que las conducirían al desorden, al vicio mismo, si no las
atara el miedo social, y las posiciones de sus respectivos maridos; la
133
Marquesa de San Salomó una cursi por todo lo alto, queriendo hacer
grandes papeles con mediana fortuna, echándoselas de mujer superior
porque merodeaba frases en novelas francesas, y tenía en su tertulia
media docena de señores entre políticos y literarios que poseían cierto
gracejo para hablar mal del prójimo; Zárate un sabio cargante, que
coleccionaba nombres de autores extranjeros y títulos de obras científicas,
como los chicos coleccionan sellos o cajas de fósforos; Jacinto Villalonga
un político corrompido, de esos que envenenan cuanto tocan, y hacen de
la Administración una merienda de blancos y negros; Severiano Rodríguez
otro que tal, mal revestido de una dignidad hipócrita; el general Morla un
Diógenes cuyo tonel era el casino; el Marqués de Casa-Muñoz un ganso,
digno de morar en los estanques del Retiro; y por este estilo todos cuantos
en otro tiempo le movían a envidia o a estimación, se degradaban a sus
ojos hasta el punto de que él, José Antonio de Urrea, mirado con
menosprecio y lástima, se conceptuaba ya superior a todos ellos. Para él
toda la humanidad se condensaba en una sola persona, la celestial
Catalina de Halma, resumen de cuanto bueno existe en nuestra
Naturaleza, excluido absolutamente lo malo; con la ausencia, que la
misma señora le impuso como última etapa del procedimiento educativo,
tomaba en el alma del discípulo proporciones colosales la figura moral y
religiosa de su maestra, y la veneración que hacia ella sentía iba rayando
en delirio. Sus insomnios eran martirio y consuelo, porque en la soledad de
la noche, el excitado cerebro sabía engañar la realidad, oyendo la propia
voz de Halma, y viendo entre vagas claridades la figura misma de la noble
dama. «Voy a concluir loco perdido» se dijo una mañana, y diciéndolo
tomó la temeraria determinación que había e poner fin a su soledad. No se
detuvo a pensarlo más, para no arrepentirse, y en el breve espacio de
algunas horas vendió sus trebejos de cincografía y heliograbado, traspasó
la casa, arregló un breve equipaje, y liquidadas varias cuentas pendientes,
salió a tomar informes del coche de Aranda. «No puedo más, no puedo
más —decía corriendo de calle en calle—. La desobedezco; pero ya me
perdonará, si quiere. Y si no, arrostro su enojo. Todo antes que este vacío
en que me muero».
134
fue retardar media hora la salida, pero al fin, gracias a Dios, viose el
hombre en la delantera, junto al mayoral, y las casas de Madrid se iban
quedando atrás, ¡oh alegría!, y atrás se quedaron los depósitos del
Lozoya, y las casetas de los vigilantes de Consumos en Cuatro Caminos, y
Tetuán; y después todo era campo, la estepa del Norte de Madrid, a
trechos esmaltada de un verde risueño, gala de los primeros días de Abril,
y limitada por el grandioso panorama de la sierra. El corazón se le
ensanchaba, el aire asoleado y puro llenábale de vida los pulmones.
Desde su infancia no se había visto tan contento, ni gozado de una tan
feliz y espléndida mañana. Se sentía niño, cantaba a dúo con el mayoral, y
lo único que de rato en rato obscurecía el sol de su dicha era el temor de
que Halma se enfadase por su desobediencia.
135
—¿Encontraré allí una caballería para ir a Pedralba?
—Nada, es un decir. Así la llamamos, desde que está allí esa señora que
ha traído no sé cuántos orates para ponerles en cura.
—Como tenerlo, lo tiene: jaca, y por más señas, una burra hermana de
este... Y si el señor va cansado y quiere montarse un poco...
136
—No señor... ¡Qué risa! Vino en carromato. Parece que ha hecho voto de
vivir a lo pobre mientras no le devuelvan el reino que le quitaron. Primero
llegó el carromato con muebles, baúles de ropa fina, y cosas para el
lavatorio de las señoras principales. Un espejo trajeron de más de una
vara, y otros muchos arrequisitos de palacios reales. Después volvió el
carro trayendo a la señora, vestidita de negro, como la Virgen de la
Soledad.
—Sí señor. Los trajo Cecilio, y por ahí andan sueltos. Dicen que uno es
cura trajinante, y otro el primer músico de la capilla de los palacios
mostrencos de Ingalaterra. De una de las mujeres se dice que es loca
médica, y que cura todas las enfermedades de flato con sólo mirar, y la
otra parece que es la mejor mano para salar guarros que la señora tenía
en su reino.
137
Pedralba.
—No entiendo.
—Estoy encantado, señor cura —dijo Urrea loco de alegría—. Esto parece
un sueño, un cuento de hadas..., y usted el genio protector, y yo... no sé
qué parezco yo, el más feliz de los hombres..., y en este momento el más
agradecido de los viajeros.
138
II
Dirigiéronse hacia la casa rectoral, escoltados por los que de paseo venían
con D. Remigio, y este hizo el gasto de conversación por el camino,
dedicando un sentido recuerdo a la memoria del santo D. Manuel Flórez, y
condoliéndose de lo triste y solo que con tal desgracia se habría quedado
el tío Modesto. En la puerta se despidieron afectuosamente los
acompañantes, y D. Remigio y su improvisado amigo entraron.
Dio las gracias Urrea cortésmente, añadiendo con cierta timidez que su
deseo era llegar pronto a Pedralba...
139
rojo rameado, ocupando él un sillón verde, cubierto en brazos y respaldo
por estrellas de crochet. Frente a frente los dos, pudo Urrea observar la
fisonomía del buen curita, el cual era hombre como de treinta y cinco años,
de poquísimas carnes, mediana estatura, con la cabeza y manos siempre
en movimiento, pues no hablaba con ellos menos que con la voz. En su
rostro descollaba una nariz pequeña, picuda y roja, en cuyo caballete se
apoyaba malamente la montura de las gafas, y quedando entre estas y los
ojos mayor espacio del conveniente, tan pronto bajaba el hombre la
cabeza para mirar por encima de los vidrios, como la alzaba para mirar por
ellos. La pequeñez de la nariz le obligaba a llevarse la mano a las gafas
tres o cuatro veces por minuto, no porque se cayeran, sino porque entre
mano, nariz y anteojos había esta instintiva señal de inteligencia. Todo el
rostro era un poquito encendido de color, y las orejas más, y su mirada
revelaba agudeza, penetración, y un natural bondadoso tolerante. Urrea
encontró en D. Remigio extraordinaria semejanza, salva la edad, con la
fisonomía expresiva, inolvidable, de D. Juan Eugenio Hartzenbuch. Y en el
curso de la conversación, entrando ya en confianza, se aventuró a
decírselo. Echose a reír D. Remigio, y le contestó: «Otros han hecho la
misma observación. Indudablemente me parezco al ilustre poeta, al gran
erudito y académico, honra y prez de las letras españolas. Es un triste
honor para mí, porque el parecido del rostro patentiza más la desemejanza
intelectual entre hombre de tan relevante mérito y esta modestísima
personalidad».
—¡Por Dios, Sr. de Urrea!... Y aunque algo valiera un hombre, más por el
estudio que por dotes naturales, ¿de qué le sirve en este rincón del
mundo, en este destierro...?
—No señor.
140
Urrea saltó de su asiento, y lo mismo hizo don Remigio, que al levantarse,
impuso silencio a su huésped, diciéndole en voz baja: «Vamos a verle y
observarle sin que él se entere. Venga usted conmigo».
Llevole por un pasillo de recodos, al extremo del cual había una puerta de
cuarterones, pequeña y fuerte. La claridad de la cocina, que en uno de los
huecos de la izquierda se denunciaba con picantes olores, permitíales
recorrer sin tropiezo aquella parte de la casa, que por su irregularidad era
un modelo de arquitectura villanesca. Antes de llegar a la puerta, que a
Urrea le pareció desde el primer momento misteriosa, D. Remigio secreteó
algunas explicaciones en el oído de su huésped. «En este cuarto, que mi
antecesor destinó a la cría de palomas, he instalado yo mi modestísima
biblioteca. Aquí tengo a mi hombre. Por esta mirilla, que hay en la tabla,
fíjese bien, como del vuelo de un duro, puede usted verle...».
El débil rayo de luz que salía por la mirilla a José Antonio, que, aplicando
los ojos, vio una estancia, cuya capacidad no pudo apreciar, y en el centro
de ella, junto a una mesa, frente a la puerta sentado, un hombre... La luz
de un candilón de dos mecheros, de los que ya son arqueológicos, le
iluminaba la cara, que al pronto el observador no reconoció. Era un clérigo,
vestido exactamente como D. Remigio, con gorro de terciopelo y sotana.
Hojeaba un grueso librote, y después de fijar su atención y su dedo índice
en una página, escribía rápidamente en cuartillas colocadas sobre el
mismo libro.
141
planté en Pedralba con mi amigo Láinez, el médico del pueblo. ¡Figúrese
usted nuestro asombro, Sr. de Urrea, cuando le hablamos, y advertimos en
él discernimiento claro, serenidad pasmosa, y una mansedumbre
evangélica, de la cual creo que no hay otro ejemplo! Claro que a pesar de
estas señales, la locura existe. Algo tiene el agua cuando la bendicen, y
por algo los señores facultativos y la Audiencia le han declarado
irresponsable de las extravagancias que constan en el proceso. Pero a
pesar de todo, Sr. de Urrea, este hombre ha llegado a interesarme, le he
tomado cariño en los pocos días que ha que nos tratamos, y... qué sé yo,
no le tengo por cosa perdida, ni mucho menos. La piedad angelical de la
señora Condesa, y nuestra modesta cooperación, triunfarán de la malicia
que se ha infiltrado invisible en el cerebro de este buen señor, y le
devolveremos sano y equilibrado, a la Iglesia militante, en la cual, o mucho
me engaño, o puede ser un elemento, sí señor, un elemento de
grandísima valía».
—A eso voy. Con mil artificios traté yo, en mis primeras visitas a Pedralba,
de despertar en él soberbia, y no lo pude conseguir, no señor. Creíamos
todos que se quejaría de los que en una u otra forma le han traído a mal
traes de algunos meses acá. Nada de eso. Ni contra la curia, ni contra la
prensa, ni contra nadie ha pronunciado la más leve recriminación, ni tiene
por cruel o injusto lo que con él se ha hecho. Esto es muy raro, ¿verdad?
Laínez me decía: «Es muy extraño que no observemos en él ni el menor
destello de delirio persecutorio, que es uno de los síntomas
primordiales...». Si delirio es el amar sin restricción alguna, y ponderar y
encarecer como mercedes los ultrajes que ha recibido, ahí puede estar el
principio de la desorganización cerebral. Le digo a usted que este caso los
tiene pasmados.
—Realmente.
—Pues verá usted. Por buscarle las vueltas, le digo: «Padre Nazarín, gran
violencia será para usted no poder salir ahora descalzo y harapiento por
los caminos». Contestación: «Para mí, Sr. D. Remigio, no es violencia
ningún estado que se me imponga por quien debe y puede hacerlo. Pedí
limosna cuando creí que debía vivir como los más desdichados y
menesterosos. Dios, en mi corazón, me ordenaba hacerlo así, y ninguna
ley humana me lo prohibía. Pero al mismo tiempo que la pobreza, o antes
quizás, Dios me ordena la obediencia. Yo vagaba en libertad. La ley
142
humana me cortó el paso, y me mandó que la siguiera. Obedecí.
Sometime sin réplica a cuanto de mí quisieron hacer. Contesté con verdad
a cuanto me preguntaron. Conforme me hallaba de antemano con la
sentencia que contra mí se pronunciara, fuera la que fuese. Determinaron
que soy un enfermo. Diéronme a escoger, para mi reposo, entre un asilo y
la morada patriarcal y campestre de la señora Condesa de Halma, y
preferí esto. Aquí me tienen dispuesto, hoy como ayer, a la suma
obediencia. La señora doña Catalina, y usted, señor cura, por delegación
de la ley eclesiástica, que ahora sustituye a la civil en mi castigo,
enmienda o curación, pues de todo habrá en ello, son los dueños de mis
acciones y de mi vida. No soy libre, ni quiero serlo, si los que saben más
que yo deciden que no debe dárseme libertad».
—A eso voy.
«Ya vamos. Pues cuando llegó aquí, le digo: «Si es verdad que yo mando
y usted obedece, amigo Nazarín, ahora mismo se va usted a afeitar, y a
143
vestirse con mi ropa». Pues tan conforme. Yo mismo le afeité. Fue una
risa... Y mi modesta ropa y mi calzado, Sr. de Urrea, le vienen como
hechos a la medida. Cuando se lo ponía, le digo: «¡Cómo extrañará usted
la sujeción de esta ropa civilizada, hecho ya el cuerpo a su pergenio
salvaje, y bíblico, según los periodistas!». ¡Vaya que llamar bíblico...!
¿Pues qué cree usted que me contestó?
—Lo mismo nos dijo un día en el Hospital, cuando los periodistas y otras
muchas personas que íbamos a verle, nos permitíamos interrogarle...
Palabras textuales: «Vean en mí cuanto quieran, señores míos; pero la
afectación, por más que miren, no la verán jamás».
144
III
«Para que el amigo D. Nazario no esté ocioso —dijo entre otras cosas D.
Remigio—, le propuse hacerme un extracto del sapientísimo libro del
maestro Fray Hernando de Zárate, Discursos de la paciencia cristiana. La
obra consta de ocho Libros, cada uno de los cuales contiene lo menos una
docena de Discursos, todos sobre el mismo tema. Ha de leérselos de cabo
a rabo, anotando el sentido particular y explicaciones de cada uno en
sendas cuartillas de papel. Pues tan aplicado le tiene usted, Sr. de Urrea,
que en tres días se ha echado al cuerpo unos cuarenta Discursos, y ya le
tiene usted en el Libro Cuarto, que trata...».
—«De las razones que tenemos para tener paciencia y consolarnos en los
trabajos» —dijo Nazarín sin dar importancia a su tarea—. Es cosa fácil.
Pronto concluiremos.
145
—No hay más si no practicar, leyendo y escribiendo— indicó el
manchego—, la misma virtud a que el maestro Zárate consagra su gran
obra.
«Yo digo, con plena conciencia —afirmó el párroco de San Agustín—, que
no creo exista en el mundo persona de virtud más pura, y de ideas más
elevadas. Si por un lado veo en ella una imagen del gran Emperador
Carlos V de Alemania y I de España, que después de reinar sobre los
pueblos, gustadas hasta la saciedad todas las grandezas humanas, se
encierra en monasterio humilde para consagrar a Dios el resto de su vida,
por otro encuentro a la señora Condesa de Halma más grande que aquel
soberano, pues si los bienes a que renuncia no son de tanta valía, la
pobreza y humildad que acepta son más meritorias. La señora Condesa es
joven, y consagra a la caridad y a la oración los mejores años de la vida. Y
veo otra gran diferencia, a favor de nuestra doña Catalina —añadió con
tonillo pedantesco—, y es que el Monarca, dueño de medio mundo, trajo a
la soledad de Yuste, según rezan las crónicas, innumerables servidores,
cocineros, maestresalas, escuderos y lacayos, y grande repuesto de
vituallas, para que no le faltase en su voluntario destierro nada de lo que
halaga el gusto de un magnate en la vida palatina. Pues esta señora, que
ha venido a Pedralba en carromato, no ha traído más que los
indispensables objetos tocantes al aseo y pulcritud de una noble dama,
que aun en la penitencia quiere ser limpia, y su séquito es una corte de
mendigos, y gente miserable o enferma, a cuyo cuidado piensa
consagrarse. ¡Ejemplo único, señores, ejemplo inaudito, y que es la más
grande maravilla de estos tiempos de positivismo, de estos tiempos de
egoísmo, de estos tiempos de materialismo!».
146
en que mi prima es una excepción humana, un ser en el cual se revelan
los caracteres de la inspiración divina.
147
voluntades robustas, para las almas que no saben mirar más que al bien?
Según he podido comprender, amigo Urrea la señora Condesa ha roto
todo lazo con el mundo, o sea la clase a que pertenece. Y es más: todo
afecto mundano ha muerto en ella, para poder ocupar entero el espacio
del querer con la adoración ferviente de las cosas divinas.
—Así es sin duda —dijo Urrea—, y su sociedad con los pobres, a quienes
tratará como iguales, elevándoles un poquito, y rebajándose ella otro tanto,
resultará una comunidad dichosa, pacífica, feliz. ¿No piensa lo mismo el
buen Nazarín?
—Pienso, Sr. D. José Antonio, que ser el último de los protegidos, o de los
asilados, el último de los hijos, si se me permite decirlo así, de la señora
Condesa de Halma, constituye la mayor gloria a que puede aspirar un ser
humano, sobre todo si es un triste, un solitario, un náufrago de las
tempestades del mundo.
Tan contento estaba Urrea, que al concluir la cena les abrazó a los dos.
Acostáronse todos, porque había que madrugar. Dicen las crónicas que el
huésped no pudo dormir bien; primero, porque las limpias sábanas,
impregnadas también del olor de paja, eran algo piconas; segundo, porque
sus ideas se le insubordinaron aquella noche, y la admiración del
ascetismo de su prima le encendía llamaradas en el cerebro. Más que
mujer, Halma era una diosa, un ángel femenino, y al pensarlo así, su
ferviente admirador no pasaba porque los ángeles carecieran de sexo: era
lo femenino santo, glorioso y paradisiaco. Por entre estas imaginaciones
asomaban de vez en cuando la figura austera de Nazarín, semejante a un
retrato del Greco, y el vivaracho rostro de D. Juan Eugenio Hartzenbusch,
transmutado físicamente en D. Remigio Díaz de la Robla, párroco de San
Agustín.
148
que sin duda es buen jinete —propuso D. Remigio con extraordinaria
movilidad en manos, nariz, ojos y gafas—, irá en el caballo de Láinez,
bestia de mucha sangre, aunque segura para quien la sepa manejar; yo
voy en mi jaca, que tiene un paso como el de un ángel, y el amigo Nazarín,
pues le llevamos, sí señor, le llevamos, oprimirá los lomos de mi modesta
burra..., cabalgadura digna de un arzobispo... Con que señores, a montar.
Despejen la puerta. Valeriana, que vendremos a cenar».
149
trabajar de firme. Quiero que mi corta inteligencia no sea un campo baldío,
como estos barbechos que usted ve por aquí, señor de Urrea; debo
cultivarla y coger en ella algún fruto, para ofrecerlo a Dios, que me la ha
dado... No me quejaría si no viera ciertas desigualdades. Amigos y
compañeros míos, a los cuales no debo mirar, porque no debo, ¡ea!, como
superiores en saber religioso ni profano, ocupan plazas en catedrales, o en
las parroquias de Madrid... Mi tío me dice: 'No te apures, hijo, y confía en
el favor de Dios y de la Santísima Virgen, que ya premiarán con el
merecido ascenso tu paciencia y conformidad...'. Claro que me conformo,
señor de Urrea, y aun alabo al Señor porque no me da mayores males.
Tengo, gracias a Dios, un genio de mucho aguante para desgracias,
injusticias y sinsabores. Yo digo: ya me tocará la buena, ¿verdad?, ya me
llegará la buena».
—¿Quién, hombre?
150
—La señora Condesa y Beatriz.
151
IV
Ya cerca de las casas, vieron a las dos mujeres, que avanzaban por entre
un campo de cebada. Ambas miraban risueñas, y casi casi burlonas, a los
tres caballeros. Cuando Urrea, apeándose ante su prima, le pidió perdón
poco menos que de hinojos por su desobediencia, doña Catalina no se
mostró muy severa con él, sin duda por no avergonzarle delante de los dos
sacerdotes, y de otras personas que allí se reunieron.
152
cargo del administrador de las propiedades de Feramor en Buitrago, don
Pascual Díez Amador, el cual dio posesión del castillo y casas y tierras a la
señora doña Catalina, el día de su llegada en el carromato, que fue el 22
del mes de Marzo del año de mil ochocientos noventa y tantos.
153
muy sólido, el techo alto y la campana bien dispuesta para dar salida a los
humos rápidamente. Las otras piezas bajas valían poco; eran estrechas, y
sus ventanas, que más parecían troneras, les daban muy tasada la luz. En
cambio, las del piso alto teníanla de sobra. Seis o siete estancias existían
en él, que bien arregladas habrían podido alojar mucha gente. En dicho
piso, al Levante, vivían la Condesa y Beatriz, en aposentos separados y
próximos; a la parte de Occidente, el matrimonio Ladislao-Aquilina con sus
hijos, y aún quedaban entre estas y las otras viviendas algunas estancias
vacías. En la torre, debajo del palomar, tenía su cuarto Nazarín,
comunicado con la casa-castillo por estrecho pasadizo. El mueblaje era
casi todo del siglo pasado, o del tiempo de Fernando VII, confundido con
sillerías modernas de paja, de lo más ordinario, llevadas de Colmenar
Viejo. Las cómodas y consolas, las sillas de caoba con respaldo de lira, las
camas de pabellones a la griega, las laminotas con marco de ébano y
asuntos pastoriles, ofrecían un aspecto sepulcral, lastimoso, como de
objetos desenterrados, a los cuales se había limpiado el humus de la fosa,
a fuerza de jabón y estropajo.
Y como nada tiene la fuerza del buen ejemplo, Beatriz, que había llegado a
reinar en la intimidad y en el afecto de la Condesa, por feliz concordancia
de sentimientos, se asimiló en breve plazo los hábitos de pulcritud de su
amiga y señora, y la imitaba sin darse cuenta de ello. Sobre la admirable
simpatía, o compatibilidad, que había llegado a borrar entre aquellos dos
caracteres la diferencia de clase y educación, hay mucho que hablar: el
fenómeno se inició por un irresistible afecto la primera vez que se vieron,
cuando doña Catalina, por mediación de su criada Prudencia, fue a
socorrer en su pobre domicilio al afinador de pianos. Mientras duró el
proceso de Nazarín y consortes, Beatriz vivía con su prima Aquilina Rubio,
154
esposa del mísero D. Ladislao, compartiendo la escasez, ya que no el
bienestar, que ninguno tenía. Halma llevó el pan, la vida, la salud, a la
triste vivienda de la calle de San Blas, y atraída de aquel espectáculo de
pobreza y resignación, añadió al socorro material el consuelo de sus
visitas. Habló largamente con Beatriz, admirándose de lo mucho y bueno
que esta mujer humilde sabía, tocante a cosas espirituales y de nuestras
relaciones con lo invisible y eterno; admiró también su piedad no afectada,
la firmeza de sus ideas, y la elocuencia sencilla con que las expresaba.
Sentíase la Condesa inferior, por todos aquellos respectos, a la que ya
miraba como amiga del alma; aprendió de ella muchas y buenas cosas,
enseñándole a su vez otras de un orden social más que religioso, y con
este cambio llegaron a encontrarse la una para la otra, y las dos en una,
fenómeno raro en estos tiempos, que dan pocos ejemplos de una tan
radical aproximación de dos personas de opuesta categoría. Pero de esto
hemos de ver mucho en los tiempos que ahora comienzan, porque las
llamadas clases rápidamente se descomponen, y la humanidad existe
siempre, sacando de la descomposición nuevas y vigorosas vidas.
155
tenacidad en su puesto inferior, contenta de que su marido y sus hijos
tuvieran qué comer. Los primeros días encargáronla de la cocina, ofició
muy apropiado a sus aptitudes, y las otras dos pudieron consagrarse
descuidadas al fregoteo de muebles viejos, al remendar de colchones y a
otros engorrosos menesteres. Luego alternaron en los diferentes oficios, y
mientras cocinaba la nazarista, Halma y Aquilina lavaban la ropa en la
fuente cercana. El día que precedió a la llegada de Urrea con D. Remigio y
Nazarín, Aquilina actuó de cocinera, y la Condesa y Beatriz lavaban en la
fuente del monte, repartiéndose las dos por igual la carga de la ropa al ir y
volver. Como Beatriz se obstinase en llevarla sola, pretextando ser más
fuerte que su compañera, Catalina le dijo: «Te equivocas si crees tener
más poder de musculatura que yo. Parezco débil, pero no lo soy, Beatriz, y
esta vida ha de robustecerme más. Y sobre todo, no me prives de este
gusto de la igualdad. Es el sueño de mi vida desde que perdí a mi esposo,
y me sentí igual a todos los desgraciados del mundo. Haz el favor de no
llamarme Condesa, ni volver a usar esa palabra estúpidamente vana
delante de mí. Arrojé la corona en los empedrados de Madrid cuando salí
en el carromato... Las escobas de los barrenderos no la encontrarán,
porque fue arrojada con el pensamiento, pues no la tenía en otra forma;
pero allá quedó. Llámame Catalina, como me llaman mis hermanos, o
Halma, como mi primo. Y no te digo que me tutees, porque parecería
afectación, y ya sabes que el maestro te la prohíbe. Pero todo se andará».
156
V
Fuéronse los tres de paseo, conducidos de D. Nazario, que les hizo subir
al monte para que vieran los castaños robustos que lo coronaban, al
barranco para probar el agua de la rica fuente, y después de brincar y
despernarse por lomas y vericuetos, volvieron a casa a las doce, hora
invariable de la comida. En una pieza próxima a la cocina, pusieron la
mesa, la cual era de una robustez patriarcal, de castaño renegrido y con
torcidos herrajes en su armadura. Dos sillas había de la misma casta y
edad; las demás variaban entre el estilo Fernando VII, de caoba, y la forma
y material llamados de Vitoria. Pero la mayor y más sorprendente variedad
estaba en la vajilla y ropa de mesa, pues al lado de vasos de cristal
finísimo, se veían otros del vidrio más ordinario, servilletas finas, servilletas
bastas, platos de porcelana rica, y otros de cerámica tosca. «Dispensen la
diversidad de la loza —les dijo doña Catalina—. En mi comedor reina
todavía una confusión de clases estupenda, como en tiempos
revolucionarios. Pero esta confusión no es parte para que yo olvide las
categorías de los comensales. Para los dos señores sacerdotes lo fino,
que ellos mismos irán escogiendo; para ti, José Antonio, y D. Ladislao, el
barro plebeyo».
157
—Pues yo propongo —dijo D. Remigio con buena sombra—, que no
establezcamos diferencias humillantes, y que nos repartamos como
hermanos, como hijos de Dios, lo malo y lo bueno. Venga ese barro, Sr. de
Urrea.
158
«¿Sabe usted lo que estábamos hablando, amigo D. Pascual? —dijo el
curita de San Agustín—. Que esta es una gran finca, y que es lástima no
trabajarla».
«Yo que la señora Condesa..., digo lo que siento, sin ofender, ea..., pues
yo que la señora, me dejaría de capillas y panteones, y de toda esa
monserga de poner aquí al modo de un convento para observantes
circuspetos y mendicativos, dedicando todo mi capital a...».
—Y yo, contra el ditame de los engarza-rosarios, digo que sí... no, digo
que no... que sí.
159
comida, añadiendo que para otra vez tendrían pan bueno, hecho en casa,
y menos desigualdades en vajilla y servicio de mesa.
Mientras las mujeres comían, salieron los hombres al patio, llevando cada
uno su silla, y allí platicaron formando dos grupos. D. Remigio y Amador
charlaban de los asuntos de Colmenar Viejo, de lo mal mirado que en la
cabeza del partido estaba el cura titular, y de los esfuerzos que hacían los
caciques para hacerle saltar de allí... Naturalmente, se gestionaría para
que ocupase la vacante el curita de San Agustín. A otra parte hablaban
Urrea, don Ladislao y Nazarín, preguntando el primero al segundo si
seguía cultivando la música en aquel retiro, a lo que contestó el afinador
que no le hablaran a él de músicas ni danzas, pues se hallaba tan
contento y gozoso en su nueva vida, que había tomado en aborrecimiento
todo su pasado musical y cabrerizo. La mejor ópera no valía ya tres pitos
para él, y aunque le aseguraran que había de componer una superior a
todas las conocidas, no quería volver a Madrid. Salió Nazarín a la defensa
de arte tan bello, y le propuso que siguiera cultivándolo allí, pues se
compadecía muy bien la música con la vida campestre. Y añadió que él se
permitiría aconsejar a la señora Condesa que trajese un órgano, para que
D. Ladislao compusiera tocatas campesinas y religiosas, y les deleitara a
todos con aquel arte tan puro y que hondamente conmueve el alma.
160
menos el corporal, y conviene que alternen. Ya concluirá más adelante esa
gran recopilación de los Discursos de la Paciencia».
—Lo que usted disponga, señora mía, es ley —replicó D. Remigio, ya con
el pie en el estribo—. Si nuestro buen Nazarín prefiere quedarse, quédese
en buen hora... Que lo diga él.
Con semblante confuso, y casi casi con lágrimas en los ojos, el peregrino
respondió: «Yo no determino nada».
—Es que... verá usted, D. Remigio, como tenemos tanta obra en casa,
necesito que me ayuden mis buenos amigos. Hay que estar en todo, y
cuantos viven aquí han de arrimar el hombro a las dificultades. Mañana
pienso probar el horno de pan, y deshacerlo si no nos resulta bien. Con
que...
161
VI
162
alegría, y se retiró a la alcoba, impregnada del olor de paja. Le dolía la
cabeza.
—Bien, hombre, bien. Pues yo quería... hablar con usted, querido Nazarín
163
—balbució Urrea, abordando el asunto—. Usted es un santo, digan lo que
quieran, y me ayudará a obtener el perdón de Halma, por haber vuelto acá
sin su permiso.
—¡Hombre, hombre...!
164
—Pues Halma me arregló en Madrid una pequeña industria para que yo
trabajase, y adquiriera, como ella dice, una honrada independencia.
Mientras Halma permaneció en Madrid, muy bien: yo trabajaba, y empecé
a ganar dinero... Pero se va ella, quiero decir, se viene acá, y adiós
hombre, adiós propósitos de enmienda, adiós trabajo y formalidad. Me
entró una murria espantosa; yo no vivía, yo no comía, yo no pegaba los
ojos. Una mañana..., no se fue un demonio o un ángel quien me tentó.
¿Qué cree usted que hice? Pues en un santiamén vendí todos los
trebejos, máquinas, utensilios, papel; realicé, liquidé, y me vine acá.
165
Diciendo esto, echó mano al bolsillo y sacó una carterita. «Aquí está lo que
obtuvo de la venta de todo aquel material, y del traspaso de mi negocio.
Déselo usted; no vaya a creer que me lo he gastado de mala manera en
Madrid».
—¡Oh, no!, para locos, bastante tienen conmigo —replicó D. Nazario, con
inflexión humorística, casi casi perceptible.
166
esta tierra miserable. Que me admita, y ninguno, ni usted mismo, me
aventajará en sumisión, ni en considerar a nuestra maestra y señora como
una madre. Si quiere someterme a una prueba de acatamiento, que no me
hable, que no me mire, que me dé sus órdenes por conducto de usted o de
otro cualquiera, y yo viviré calmado y satisfecho sólo con sentirme cerca
de ella, bajo su dulce despotismo. Admirándola, aprenderé el amor de
Dios; y su perfección, relativa como humana, me dará el sentimiento de la
absoluta perfección divina. Ella será mi iniciación de fe; por ella seré
religioso, yo que he sido un descreído y un disipado, y ahora no soy nada,
no soy nadie, hombre deshecho, como un edificio al cual se desmontan
todas las piedras para volverlas a montar y hacerlo nuevo.
—Espéreme aquí.
167
VII
—Pero...
—No, hoy es jueves, y toca explicar la Doctrina a los niños. Aquilina les ha
dado la lección. Cuando la señora tenga organizada la escuela, todos
alternaremos en la enseñanza.
168
—Se mostró más compasiva que enojada.
—No tengo apetito... ¿Y de veras no dijo que soy una mala cabeza?... ¡Oh,
qué bondad, qué santidad, Dios mío! ¡Ni siquiera recriminarme! ¿Cómo no
adorarla lo mismo que al Dios que está en los altares? Nada, verá usted
cómo me perdona, y me admite, y... El corazón me dice que sí. Procede
como la Divinidad, la cual, según ustedes, concede todo lo que se le pide
con fe y compunción. Yo tengo fe en ella, querido Nazarín, y derramado
lágrimas del alma sólo por sentirme bajo su divino amparo. Vamos allá,
que seguramente usted, que es también santo, habrá intercedido
gallardamente por este infeliz. Lo dicho, dicho: el que se atreva a sostener
que Nazarín está loco, se verá con José Antonio de Urrea. No lo tolero...
mi palabra que no.
—¿Pues no he de saberlo?
Echose Urrea de rodillas a sus pies, diciendo con trémula voz que él no
probaría bocado mientras no recibiera el perdón que humildemente
solicitaba.
169
como eres un niño grande, y con resabios mañosos, hay que sentarte un
poquito la mano. Come con calma, pobrecito... ¿Tú quieres hierro? Pues
hierro. Yo no contaba contigo para esta vida, porque nunca creí que la
resistieras. Se hará la prueba con todo el rigor que exige tu pasado y las
malas costumbres que todavía conservas».
—Ahora mismo.
170
agujetas horribles. Descansas, y mañana, a lo que te he dicho, como
preparativo para faenas más penosas.
171
mi monstruosa imperfección y tu...
—En eso y en otras muchas cosas, buen maestro tuyo y mío puede ser.
«Allá voy yo también —dijo Urrea viéndole pasar—. Quiero ser como los
pequeñitos. Verdaderamente, ese hombre me parece divino, y por él, por
la influencia que sin duda tiene en ti, he conseguido tu perdón. ¿Qué te
dijo, qué razones alegó en mi favor?».
—¿Y tú...?
—¿Y él...?
«No, no le mato, dispensa. Pero le... Tampoco... Lo que haré será decir y
proclamar, contra la opinión de todo el mundo, que no es demente, que no
puede serlo, que el mayor de los contrasentidos sería que lo fuese... Y tú
crees lo mismo, Halma, no me lo niegues: tú crees lo mismo».
172
—Voy.
173
Quinta parte
174
I
175
trébede, en la sartén del pastor, unas rústicas migas o cosa tal, el hombre
gozaba lo indecible, y daba gracias a Dios por haberle llevado a la vida
salvaje. ¡Y luego el sosiego del espíritu, la paz de la conciencia, la
seguridad del mañana...! Nada podía compararse a semejantes bienes,
nuevos para él. Todo cuanto del mundo conocía, de un orden distinto
radicalmente, parecíale una pesada broma del destino. Porque la vida de
ciudad, durante los años que a veces sin razón se llaman floridos, de los
veinte a los treinta, ¿qué había sido más que suplicio sin término,
humillación, ansiedad, y cuanto malo existe? ¡Bendito salvajismo, bendita
barbarie, que le permitía lo más elemental, vivir!
176
con las estampas, toda suerte de muñecos pintados, aunque fueran los de
las cajas de cerillas, que le parecían tan hermosos como a nosotros los
cuadros de Rafael y Velázquez. Y Urrea se decía: «Isidrico en otra esfera
y educado como los muchachos finos, ¿qué sería?».
177
los pisos de baldosín, y extrayendo como podía cuanta mugre había en los
rincones. «Aquí estarás mejor que allá —dijo a Urrea por la noche,
dándole posesión de su nuevo domicilio, y mostrándole cama limpia y bien
mullida, y los muebles de madera relucientes—. Esto, querido Urrea, lo
hago por ti, que estás acostumbrado a la primera de las comodidades, que
es el aseo. Aquí, la señora nos enseña a ser nuestros propios criados, y yo
te doy el ejemplo...».
«Bueno —dijo el neófito—, yo no veo aquí más que una cama. ¿Acaso
tiene usted la suya en ese mechinal de al lado, junto a la escalera de
piedra?».
—Ya lo sé. Por eso está usted como está, y le tienen por hombre sin seso.
En fin, si ha de haber penitencias y privaciones, dénmelas a mí, y verán
qué pronto las acepto.
178
—A eso estamos, padre Nazarín; pero en esta casa de la igualdad
debemos alternar en las comodidades, digo, en las mortificaciones. Una
noche duermo yo en la cama y usted en la tarima, y a la noche siguiente,
cambiamos.
—Eso lo veremos. No hay tanta igualdad como crees, ni debe haberla. Por
de pronto, yo estoy por encima de ti en edad, saber y gobierno, y si te
mando dormir en cama blanda, tendrá que fastidiarte.
—¿Qué?
—¿Pero qué es eso que me van a decir el cura y Amador?, ¡voto al hijo de
la Chápira! —gritó Urrea, disparándose.
179
muestres enfado. Ella lo manda, Pepe.
—Yo no quiero que estés triste, Pepe. Imítame a mí, que siempre vivo en
una alegría templada.
—Lo deseo...
180
Nazarín, el cual, sentado junto al lecho, rezaba entre dientes.
181
II
Por la tarde, salieron juntos Láinez y Amador. Urrea les miró alejarse,
dejando a las caballerías andar al paso. «De fijo hablan de mí —se dijo,
mirándoles de lejos. Era una corazonada, un rasgo de adivinación de los
que no fallan, por misteriosa connivencia de los fluidos que al parecer nos
rodean. «Hablan de mí —volvió a decir José Antonio—, y hablan mal. Tan
cierto es esto como que me alumbra el sol». Y tornó a contarle sus cuitas a
la arcilla, teniendo por órgano a la pala, y al revolver los esponjados
terrones, y verlos quebrarse al sol, oía de ellos vagorosas respuestas.
182
lo que este no podía saber ni aun preguntándoselo al terruño. «Pues verá
usted —dijo el paleto hidalgo—, lo que pasó. El señor Marqués de
Feramor me mandó a decir con Alonso que si iba por Madrid, no dejase de
pasar a verle. Fui el lunes, como usted sabe, y D. Paquito me contó lo
escandalizada que está toda la grandeza por haberse colado aquí ese
perdido de Urreíta. Allá creen que no viene más que a engañarla, y sacarle
el poco dinero que tiene, figurándose religioso contrito, y embaucándola
con santiguaciones, y farsas de vida labradora. Yo creo lo mismo, amigo
Láinez, porque el tal está tan arrepentido como mi jaco; es hombre de
historia sucia, y el primer trapisonda de Madrid. Aquí nosotros, los buenos
amigos de mi señora la Condesa, los que estimamos y conocemos sus
inminentes virtudes, debemos abrirle los ojos, para que vea el dragón que
se le ha metido en casa...».
—¿Un qué...?
183
—Para mí, ha venido con un fin interesado —dijo el doctor mirando
fijamente al otro caballero—, y si me apuran, añadiré que con un fin
siniestro...
Y dos días después, hallándose Urrea en el monte, vio venir tres hombres
a caballo por el sendero de San Agustín. A pesar de la distancia enorme a
la cual se detuvieron, su vista prodigiosa les conoció al instante, y el
corazón le dio un tremendo vuelco. Con furia insana descargó tremendos
golpes sobre el tronco del árbol que partiendo estaba, y el leño, en el
gemido que parecía exhalar al recibir el hachazo, le decía: «Hablan de ti, y
hablan mal».
Urrea les miraba, suspendiendo a ratos su tarea para volver a ella con
terrible ímpetu muscular, y le decía al tronco: «En tu lugar quisiera coger a
los tres». Observó que cerca de la finca, los jinetes se detenían, cual si
tuvieran algo importante que discutir y concertar antes de meterse en
Pedralba.
184
—Permítame un momento el señor cura —dijo Amador, acordándose de
una idea que debía ser agregada a los autos—. Una palabra nada más: lo
que tiene indignado al señor Marqués, a la familia, y a todos los títulos de
Madrid, es que, habiéndole dado a doña Catalina su legítima sin merma ni
descuento... Porque han de saber ustedes que parte de la tal legítima
había sido consumida por la señora allá en tierras del Oriente. Pues bien:
el señor Marqués, por darle gusto a D. Manuel Flórez, que era un alma de
Dios, no quiso descontar los suplidos, y entregó a su hermana el total de la
herencia, o sean cuarenta mil y pico de duros, creyendo que iba a ser
empleado en obras de la religión bendita... ¿Qué resultó? Que a los pocos
días de entregarle el caudal, este pillo de Urrea le sacó un óbolo de cinco
mil duros... Lo que digo, la Condesa es un ángel, y como ángel no debiera
andar suelto. Opino yo que los ángeles...
185
lado, creo que no me sería difícil conseguirlo... Redactaría constituciones,
en las cuales derechos y deberes estuvieran muy claritos. Marcaría la raya
entre lo espiritual, prima facies, y lo temporal, que es lo secundario... Daría
denominación al instituto, estableciendo un distintivo, el cual podría ser
una cruz o varias cruces, de este u el otro color, que yo llevaría cosidas en
mi manteo... y si no yo, quien quiera que aquí mandase con el nombre de
Rector, Mampastor, o Guardián... Pero si es mi propósito convencer a
nuestra amiga de la necesidad de una dirección, no está bien, ya lo
comprenden ustedes, que yo a mí mismo me proponga para ese modesto
cargo. Y no es ambición, constante que no es ambición: en último caso
sería sacrificio, y de los grandes; pero a esas estamos. De modo que si la
señora, por inspiración divina, admite mis razones, y me designa, no
tendré más remedio que bajar la cabeza, con beneplácito del señor
Obispo, y mientras Su Ilustrísima no creyera conveniente disponer de mi
inutilidad para una parroquia de Madrid.
186
III
—¡Hombre!
—Permítame...
—Yo concedo...
—Distingamos, señores...
187
Y un rato estuvieron los tres quitándose uno a otro la palabra de la boca, y
tiroteándose con pedazos de expresiones.
«Yo concedo —dijo Láinez, consiguiendo al fin acabar una frase—, que la
piedad, la fe sean el corazón de este organismo; pero la cabeza no puede
ser más que la ciencia».
188
—Hemos convenido, amigo D. Remigio —dijo Amador—, en que la
Condesa es un ángel...
—Los del cielo no sé; pero los de la tierra necesitan curador. Dejemos a la
virtuosísima, a la celestial doña Catalina de Halma entregada solita a sus
piedades, y a las blanduras de su corazón, y dentro de dos años tendrá la
finca embargada.
—Pero la señora no labra las tierras, cree que con labrar el cielo basta, y
el trigo y la cebada, ¡caracoles!, y los garbanzos y las patatas, no veo yo
que nazcan de nubes arriba.
—Si yo no siembro, nada cogeré, por más que me pase el día y la noche
engarzando rosarios y potras. D. Remigio, todo eso del misticismo
eclesiástico y de la santísima fe católica, es cosa muy buena, pero hace
falta trigo para vivir. Señores, pongámonos en el ajo de lo positivo.
Coloquémonos bajo el prisma de que el primero de los dogmas sagrados
es la alimentación.
—¡Hombre!...
—No es eso.
189
de la ciencia, que todo lo abarca, la ciencia, señores, que...
—¡Oh, no vengo yo aquí a trabajar pro domo mea! Pero si doña Catalina
de Halma se digna tomar en consideración mi dictamen, y después de
establecer la dirección científica, me hace el honor de designarme para
ese puesto, no rehusaré, no señor, tendré a mucha gloria el desempeñarlo.
—Convenido.
190
—Y si en el curso de la conferencia, apunta el otro problema, el magno
problema, lo trataremos, lo discutiremos, cada cual dirá su parecer, y allá
la señora Condesa que resuelva. Es sensible que sobre el punto grave de
la organización no le llevemos una idea unánime. Vean ustedes: ninguno
de los tres es ambicioso, y no obstante, lo parecemos. Si cada cual
expresara ante la fundadora de Pedralba sus opiniones en la forma que lo
hemos hecho por el camino, lejos de ilustrarla, la llenaríamos de
confusiones, y turbaríamos la tranquilidad de su grande espíritu.
Dejémosla, que ella sola, con la ayuda del Espíritu Santo, sin oír nuestras
proposiciones radicales y un tantico interesadas, ha de llegar a la posesión
de la verdad. Las dificultades que la práctica le vaya ofreciendo le han de
hacer comprender, aunque el Divino Espíritu no le diga nada, la necesidad
de una dirección en cabeza masculina, y el carácter que esta dirección
debe tener.
Tan acertadas y discretas razones cayeron muy bien en los oídos de los
otros dos caballeros, y como ya estaban a poca distancia del castillo,
pusieron punto a su conversación, y se aproximaron con semblante
risueño, viendo que la misma señora Condesa salía a recibirles afectuosa.
191
IV
—Me figuro que será para que admitamos a las tres ancianas enfermas de
Colmenar, que quieren venir a Pedralba. Yo creo que tendremos local,
pasándome yo al cuarto de Aquilina.
—No es eso: las tres viejecitas llegarán el lunes. Las acomodaremos como
se pueda, hasta que el maestro nos arregle los cuartos del Norte. Nuestros
tres amigos vienen a otro asunto, muy delicado, por cierto, del cual me
habló anteayer D. Remigio. Quiera Dios iluminarles para que conozcan
cuán injusto... En fin, no puedo contártelo ahora; es cosa larga.
192
marcharon como habían venido. Nadie supo lo que allí con tanto sigilo se
había tratado, ni ninguno de los huéspedes de Pedralba, fuera de Urrea,
sentía comezón de curiosidad por aquella desusada reunión. Por la noche,
en el rosario y cena, notó el ex-calavera muy encendidos los ojos de su
prima. Sin duda había llorado. Concluida la cena, y cuando se despedían
para marchar cada cual a su dormitorio, la señora dijo a Urrea: «Poco te
ha durado el buen acomodo del cuartito de la torre: tú y el padre tendréis
que iros a la casa de abajo, porque necesitamos alojar aquí a tres
ancianitas. Se os llevarán las camas allá. Ten paciencia, Pepe. Para eso y
para todo te recomiendo la paciencia, sin la cual nada de provecho
haríamos aquí».
«Beatriz, por lo que más quieras en el mundo, dime qué han venido a
tratar con mi prima esos tres facinerosos».
—¡Jesús, yo no sé!
—Te has olvidado de una de las principales reglas que nos ha impuesto la
señora. Aquí no se permite contar lo que pasa, ni llevar y traer cuentos.
Cada cual ocúpese en desempeñar su trabajo, sin cuidarse de lo que
digan o hagan los demás.
—Es verdad... Pero como sin duda se trata de alguna conspiración contra
mí, tengo que defenderme.
193
—¿Y sabes el motivo?
—¡Oh, el motivo!... Que no puede hacer todo el bien que quiere. Su alma
tiene grandes alas; pero la jaula es corta... Y no más. Silencio te digo,
retírate.
—Sé que llegaron juntos esos tres señores, y estuvieron aquí largo rato.
Como no me importa, ni es cosa de mi incumbencia, no tengo más que
decir.
194
—¿Pero usted no considera que lanzarme de aquí es ponerme en brazos
de la muerte?
—No, no: yo, fuera de aquí, soy hombre concluido. Halma debe suponer
que mi expulsión de Pedralba es mi sentencia de muerte. Dígaselo usted.
—Yo no puedo decir eso a la señora, ni nada. Asilado como tú, la regla me
prohíbe hablar al superior, cuando este no me habla. Contesto a lo que me
preguntan, y nada más.
—Porque tú quieres. Lucha con tus malas pasiones, pídele a Dios auxilio,
y vencerás. Es menos difícil de lo que parece. Si alguien te causa
agravios, perdónale; si te injurian, no respondas con otras injurias; si te
hieren, resístelo y calla; si te persiguen en una ciudad, huyes a otra; si te
expulsan, te vas, y donde quiera que estés, arranca de tu corazón el
anhelo de venganza para poner en él el amor de tus enemigos.
—Yo haré todo eso, que es muy hermoso, sí, muy hermoso —dijo Urrea
con ligerísima inflexión irónica—; pero antes de adoptar vida tan santa,
quiero despedirme del mundo con una satisfacción: le cortaré la cabeza a
D. Remigio, que es el alma de este complot indigno.
—Hijo mío, parece que estás loco —díjole Nazarín, posando la palma de
su mano sobre la frente ardorosa del calavera reformado—. Pero qué
absurdos se te ocurren. ¡Matar!
195
—Privarte de estar aquí no es darte la muerte.
Me la daré yo si me arrojan.
«Llora, llora todo lo que quieras —le dijo el curita manchego sentándose a
su lado—. Eso es bueno. Las penas de la infancia, con el lloro quedan
reducidas a nada».
196
—Salir al campo es imposible: la regla no lo consiente, y además, la puerta
está cerrada.
«Aunque usted todo lo sabe y todo lo penetra —dijo después de una larga
pausa—, yo necesito confiarle cuanto hay dentro de mí. Más que por
deber, lo hago por necesidad, porque el corazón no me cabe en el pecho,
porque me ahogo si no le cuento a alguien mi pena, la causa de mi pena, y
la imposibilidad del remedio de mi pena».
197
Tanto y tanto habló Urrea que, al concluir, ya palidecían las estrellas, y se
difundía por el cielo la purísima luz del alba.
198
V
199
respeto en su lengua se tropezaban, dando lugar a fenómenos rarísimos.
Cuando estaban las dos en la cocina o lavando ropa, y surgía
conversación sobre cualquier asunto doméstico, la mujer de pueblo
llamaba de tú sin gran esfuerzo a la señora. Pero cuando se hallaban en el
piso alto de la casa, y recaía la conversación en cualquier punto que no
fuera del trajín diario, se le resistía el empleo de la forma familiar, vamos,
que con toda la voluntad del mundo, no podía, Señor, no podía.
«¡Y por esas cosas perversas que piensan los de Madrid —dijo Beatriz—,
tendrá la señora que arrojar de aquí a su primo! ¡Lástima grande, porque
el pobrecito cumple bien, y es tan gustoso de esta vida del campo!».
200
de parte a parte por la mirada de Dios, resplandece gozosa delante de
todos los infiernos y de todas las maldades habidas y por haber. Esto digo
yo.
Cayó a sus pies, como cuerpo muerto, y se los besó una y otra vez.
201
voy a formar, con cuatro piedras y una docena de personas, mi pueblo
ideal, con mis leyes y mis usos, todo con independencia de ti...». Pero no
puede ser. El organismo total es tan poderoso, que no hay manera de
sustraerse a él. La Iglesia, contra la cual no tendré nunca acción ni
pensamiento, no me deja mover sin su permiso en este humilde rincón,
donde me encierro con mi piedad y el amor de mis semejantes. Para
conservarme en la compañía de mis hermanos, de mis hijos, tengo que
transigir con las rutinas de fuera, venidas de allá, del enemigo, del mundo.
Huyo de él y me acosa, me sigue a mi Tebaida, diciéndome: «Ni en lo más
hondo de la tierra te librarás de mí». ¡Dios me dé luces para librarme de ti,
sociedad grande! ¡Deme paciencia para sufrirte, si no consiente mi
emancipación!».
202
Condesa más amable que nunca, dándole palmaditas en el hombro,
diciéndole que no se apurase por lo que los tres amigos y vecinos le
habían manifestado el día anterior; que no procediera con precipitación en
el asunto de José Antonio, ni se disgustase por tener que darle la licencia
absoluta, pues él, D. Remigio, con toda cautela y habilidad, convidándole
para una cacería en Torrelaguna, o pesca en el Jarama, le convencería de
la necesidad de presentar su dimisión de asilado pedralbense... Y así se
conciliaba todo, evitando a la señora la pena de despedirle... Y tomando
resueltamente el tono festivo, dejose caer en el otro asunto. ¡Oh!, lo de la
dirección médico-farmacéutica propuesta por Láinez era una graciosísima
necedad... ¿Pues y lo de la dirección aratoria y oficinesca, producto del
caletre de don Pascual Amador? Ya supuso él que la señora Condesa se
desternillaría de risa, en su fuero interno, oyendo tales despropósitos. La
dirección religiosa, sobre la base de una perfecta concordancia de ideas y
sentimientos entre el Rector y la Fundadora, se caía de su peso, y con tal
organismo, no era difícil llevar a Pedralba por caminos gloriosos.
Oyole Halma con benevolencia, sin soltar prenda en asunto tan delicado, y
hablaron luego de los trabajos de instalación, de lo que aún no se había
hecho, y de lo que se haría pronto para completar y redondear el
pensamiento. Todo lo encontró D. Remigio acertadísimo, admirable,
superior. Y como la conversación recayese en Nazarín, se acordó de que
había recibido una carta para él. «Aquí está —dijo poniéndola en manos
de la señora—. Aunque usted y yo estamos autorizados para leerla, se la
entrego sin abrir. Trae el sello de Alcalá, y debe de ser de los infelices
Ándara y Tinoco (el sacrílego), que ya están purgando sus delitos en aquel
penal. Le llaman sin duda, ¡pobrecillos!, y si de mí dependiera, le permitiría
que fuese y les consolara, dando vigor y salud a sus desdichadas almas.
Pero temo que me venga una ronca del Superior, si ese viaje le consiento,
aunque sólo sea por pocos días. Piénselo usted, no obstante, y la señora
Condesa toma la iniciativa, y acepta la responsabilidad...».
—Nada, Sr. D. Remigio. Sus actos todos, su lenguaje, son de una cordura
203
perfecta.
—¿Ni siquiera un rasgo ligero de trastorno, algo que indique por lo menos
la ideación...?
—Absolutamente nada.
—No señor...
—Muy poco.
—Pues en este caso, me figuro que será lisonjero. Haga usted la prueba.
—¿Qué?
204
implacable. Mire usted: le propondré, para que me los desarrolle, los
puntos más difíciles de las Summas y de las...
—Don Remigio, muchas gracias por todo. ¿No quiere tomar nada?
—¿Ni chocolate?
205
VI
Rezaron, cenaron. Al dar la señora la orden para los trabajos del día
siguiente, dijo al buen D. Nazario: «Padre, mañana no va usted al monte,
ni al prado, ni a la huerta, ni quiero que ande moviendo piedras, ni
cortando troncos».
—Entonces...
—Está bien.
206
«Padre Nazarín, le llamo para que me dé su opinión sobre cosas muy
graves que ocurren... no, que amenazan a nuestra pobre Pedralba.
Apenas hemos nacido, y ya parece que estamos amenazados de muerte.
No encuentro la solución de este conflicto en que me veo; mi inteligencia
es muy corta; necesita ayuda, luces de otras inteligencias más claras que
la mía. Me hace falta el consejo de usted».
—Para mí no lo es.
—Y hace dos días que pido en vano al Señor y a la Virgen Santísima que
me iluminen para resolverlo.
207
los ojos. Ahí va: ¡Expulsar a José Antonio! Nunca. ¡Suplicarle que se retire!
Tampoco. Es una crueldad, una flaqueza, un pecado de barbarie casi
homicida, que Dios castigará, descargando sobre Pedralba su mano
justiciera.
—No hay nada más sencillo, y es muy extraño que usted no lo vea.
208
—Don Nazario —dijo la Conde, no ya nerviosa, sino sofocada,
levantándose—, yo no le entiendo a usted.
209
he sabido dar a mis proyectos de vida cristiana la forma más aceptable.
—Como digo que desde hace bastante tiempo la señora vive en una
equivocación lastimosa... pero desde hace mucho tiempo. No vaya a creer
que me duele pronunciar ante usted la verdad de lo que siento. Al
contrario, señora, gozo en manifestarla, y la manifestaría aunque viera que
usted no la oía con gusto.
—¿Por qué?
210
VII
—Ninguna.
211
—Pues si usted me da la clave de esa organización desorganizada y libre
—dijo la Condesa irónicamente—, le declararé la primera inteligencia del
mundo.
—No soy la primera inteligencia del mundo; pero Dios quiere que en esta
ocasión pueda yo manifestar verdades que avasallen y cautiven su grande
entendimiento, permitiéndole realizar los fines que se propone. No ha
comprendido usted el concepto de libertad que me permití expresarle.
Harto sabemos que toda libertad trae aparejada una esclavitud. Ahora es
usted esclava de la sociedad. Emancipándose de esta, cambiará la forma
de su libertad y también la de su cadena...
212
inquietarme porque usted se incomode o no se incomode. Aunque supiera
yo que sería despedido de su ínsula, donde estoy muy a gusto, yo no
había de callarme las verdades que aún restan por decir. Vamos allá. La
señora Condesa es joven, y en su vida relativamente corta, ha padecido
más que otros en una vida larga; en breve tiempo soportó, sí, grandes
tribulaciones y trabajos. Vio su juventud marchita tempranamente por las
desavenencias con su familia; vio morir en lejanas tierras al esposo que
adoraba; sufrió después contratiempos, desvíos, amarguras... Su alma,
hastiada de las cosas terrenas, volviose a Dios; aspiró a ser suya por
entero, entendió que debía consagrar el resto de sus días a la
mortificación, al ascetismo, a la caridad... Perfectamente. Todo esto es
muy bueno, y yo alabo esas aspiraciones, que demuestran la grandeza de
su espíritu. Pero he de decirle sin rebozo que en ellas veo un error grave,
señora, porque la santidad con que viene soñando desde que perdió a su
esposo, no ha de alcanzarla usted por esos medios. El ardor de vida
mística no lo tiene usted más que en su imaginación, y esto no basta,
señora Condesa, porque sería usted una mística soñadora o imaginativa,
no una santa como pretende, y como todos queremos que sea».
«Llegará día, si no toma la señora otro rumbo, en que todo ese misticismo
se le convierta en un nido de pasiones, que podrían ser buenas, y también
podrían ser malas. Déjese de aspirar a la santidad por ese camino, y
apresúrese a seguir el que voy a proponerle. ¿Quién le aconsejó a usted
que renunciase a todo afecto mundano, y que se consagrara al afecto
ideal, al afecto puro de las cosas divinas? Sin duda fue el benditísimo D.
Manuel Flórez, hombre muy bueno, pero que vivía en las rutinas, y andaba
siempre por los caminos trillados. El vértigo social, en medio del cual vivió
siempre nuestro simpático D. Manuel, no le permitía ver bien las
complexiones humanas, ni la fisonomía peculiar de cada alma, ni los
caracteres, ni los temperamentos. Yo he tenido la suerte de verlo más
claro, aunque tarde, a tiempo, sin duda porque el Señor me iluminó para
que sacara a usted del pantano en que se ha metido. No, la vida ascética,
solitaria, consagrada a la meditación y a la abstinencia no es para usted.
La señora de Pedralba necesita actividad, quehaceres, trabajo,
movimiento, afectos, vida humana, en fin, y en ella puede llegar, si no a la
perfección, porque la perfección nos está vedada, a una suma tal de
méritos y virtudes, que no haya en la tierra quien la supere, y sea usted el
recreo del Dios que la ha criado».
213
Doña Catalina, sofocada, echaba fuego de sus mejillas.
«Nada conseguirá usted por lo espiritual puro; todo lo tendrá usted por lo
humano. Y no hay que despreciar lo humano, señora mía, porque
despreciaríamos la obra de Dios, que si ha hecho nuestros corazones,
también es autor de nuestros nervios y nuestra sangre. Se lo dice a usted
un hombre que no conoce ni la adulación ni el miedo. Nada soy, y si
alguna vez no fuera órgano de la verdad, de poco valdría mi existencia. A
los pobres les digo que sufran y esperen, a los ricos que amparen al
pobre, a los malos que vuelvan a Dios por la vía del arrepentimiento, a los
buenos que vivan santamente, dentro de las leyes divinas y humanas. Y a
usted que es buena, y noble, y virtuosa, le digo que busque la perfección
en el espiritualismo solitario, porque no la encontrará, que su vida necesita
del apoyo de otra vida para no tambalearse, para andar siempre bien
derecha».
Catalina de Halma, al oír aquello del apoyo de otra vida, sintió que se le
erizaba el cabello. Nazarín se levantó; ella también, los ojos espantados, el
rostro encendido. «Lo que usted quiere decirme —murmuró contrayendo
los dedos, cual si quisiera hacer de ellos afilada garra—, lo que usted me
propone es... ¡que me case!».
214
VIII
—¿No dijo la tercera verdad... que debo casarme con José Antonio?
215
atarugando en él desde hace algún tiempo. ¿Dónde está tu maestro?
Quiero verle. Quiero que me hable otra vez, y que me confirme lo que
antes me dijo».
Salieron las dos. «Allá está —indicó Beatriz, después de explorar por una
ventana las soledades de Pedralba—. Está paseándose debajo del moral».
Corrieron allá, y arrodillándose ante él, Halma le dijo: «Padre, verdad tan
grande y clara jamás oí. Usted me ha revelado a mí misma. Yo era como
el gusano que se encierra en el capullo que labra. Usted me ha sacado de
mi propia envoltura. Un sentimiento existía en mí, de que apenas yo
misma me daba cuenta: tan agazapadito estaba el pobre en un rincón de
mi alma. La voz del padrito le ha hecho saltar, y se ha crecido el pícaro en
un instante... ¡Oh, qué verdades me ha dicho esa inteligencia soberana!
Sola, en vano pediría savia y calor al misticismo. Acompañada, tendré
quien me defienda, quien me ayude, seremos dos en uno para proseguir la
santa obra. No fundo nada, no quiero comunidad legal constituida con mil
formulillas, que serían otras tantas brechas para que se metieran a
inspeccionar mis acciones el cura y el médico y el administrador. Mi ínsula
no es, no debe ser una institución a imagen y semejanza del Estado. Sea
mi ínsula una casa, una familia. Mi marido y yo mandamos y disponemos
en ella, con libre voluntad, conforme a la ley de Dios».
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—Es verdad, es verdad... ¡Y yo pensé alejarle de mí! ¡Qué desvarío!
Llegué a creer que la sequedad del alma era el primer peldaño para subir
a esas santidades que soñé... Estaba yo con mi santidad como chiquilla
con zapatos nuevos. ¡Y el pobre José Antonio abrasado en un afecto hacia
mí, que yo interpretaba como agradecimiento muy vivo! Ya sospechaba yo
que sería algo más; pero tal era mi torpeza que, al ver aquel sentimiento,
le echaba tierra encima, todo el material inerte que sacaba del hoyo
místico en que enterrarme quería.
—Y ahora, señora Condesa, ahora que las grandes verdades han salido,
con la ayuda de la luz de Dios, de la obscuridad en que se escondían,
váyase a la casa, dedíquese a sus ocupaciones habituales, y déjeme a mí
el cuidado de informar a Urrea de esta felicidad, pues si no se la comunico
con arte gradual, podría ser que el gozo repentino le produjera conmoción
demasiado fuerte y peligrosa.
«Hijo mío —le dijo Nazarín—, no sé si las noticias que te traigo serán
satisfactorias para ti. No te alegres antes de tiempo».
«Hijo mío, si no fueras tan bruto, comprenderías que las noticias que te
traigo son medianas, tirando a buenas».
—¿Pero qué?
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—Pero... ello es que no encontraba la manera de retenerte. Al fin, yo le he
dado una formulilla o receta para resolver el conflicto, y evitar las
intrusiones probables de D. Remigio, de Láinez y Amador. Se cambiará
radicalmente el régimen de Pedralba. ¿Te vas enterando?
«Calma hijo, no hagas locuras. Las cosas van por donde deben ir. Da
gracias a Dios por haber iluminado a tu prima. Al fin comprende que debe
llevarse la corriente de la vida por su cauce natural. Su determinación
resuelve de un modo naturalísimo todas las dificultades que en el gobierno
de esta ínsula surgieron. Los señores de Pedralba no fundan nada; viven
en su casa y hacen todo el bien que pueden. ¡Ya ves cuán fácil y sencillo!
Para discurrir esto no se necesita la intervención del Espíritu Santo. Y sin
embargo, la gran inteligencia de la señora Condesa de Halma,
deslumbrada por sus propios resplandores, no veía esta verdad elemental.
Dios ha querido que yo, un pobre clérigo vagabundo, predique el sentido
común a los entendimientos atrevidos, a las almas demasiado
ambiciosas».
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este mundo. Pero aunque mis tormentos hubieran sido un millón de veces
mayores, no está en la proporción de ellos esta inmensa alegría.
—Así lo creo.
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IX
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ello hacerle comprender que el parlamentario y economista inglés ha de
ver con malos ojos lo que a nosotros nos agrada y favorece. Créelo, araré
la tierra de allá, como he arado la de aquí, por ganarnos la benevolencia
del curita de San Agustín, que es quien ha de echarnos las bendiciones.
Déjame a mí, que ya sabré arreglarlo..., mi palabra. Ya me río al pensar en
el tumulto que ha de armarse cuando yo suelte la noticia. Será como echar
una bomba; de aquí oirás el estallido, y te reirás, mientras allá me río yo,
hasta que venga el día feliz en que nos riamos juntos... Adiós, adiós, que
es tarde».
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sexto, gozoso y triunfante, pues se traía bien despachado todo el papelorio
que la celebración del casamiento exigía. Contando a su prima el
escándalo que en la familia produjo el notición de la boda, empezaba y no
concluía. Al principio, lo tomaron a broma: convencidos al fin de que era
cierto, cayó sobre los solitarios de Pedralba una lluvia de sangrientos
chistes. El menos ofensivo era este: «Catalina se llevó a Nazarín para
curarle, y él la ha vuelto a ella más loca de lo que estaba». Hicieron Halma
y Urrea lo que anunciado habían antes de la partida de este: pasar buenos
ratitos riéndose de todo aquel tumulto de Madrid, que seguramente no les
causaría inquietud ni desvelo. Acertó a presentarse en aquel momento el
buen D. Remigio, y Urrea se fue derecho a él, y dándole un abrazo tan
apretado que parecía que le ahogaba, le dijo: «Mil parabienes al ínclito
cura de San Agustín, por la justicia que sus superiores le hacen,
concediéndole plaza proporcionada a sus grandísimos talentos y
eminentes virtudes».
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preciosa amistad, que en tanto estimamos. Y antes de entregar la
parroquia al que viene a sustituirle, échenos las santas bendiciones.
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como oro en paño, se dice que el mismo día de la boda salió de San
Agustín el curita manchego, caballero en la borrica del gran D. Remigio.
Despidiose afectuosamente de los señores de Pedralba y de Beatriz, que
lloraba como una Magdalena al verle partir, y tomando la carretera hasta la
barca de Algete, pasó el Jarama, siguiendo sin descanso, al paso
comedido de la pollina, hasta la nobilísima ciudad de Alcalá de Henares,
donde pensaba que sería de grande utilidad su presencia.
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Benito Pérez Galdós
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después de Cervantes.
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