Transferencia y Sistema de Psicoterapia
Transferencia y Sistema de Psicoterapia
Transferencia y Sistema de Psicoterapia
PRÓLOGO
PARTE 1
1. CONOCIMIENTO CIENTÍFICO
2. CIENCIA Y REDUCCIONISMO EN PSICOTERAPIA
3. CIENCIA Y PRÁCTICA
4. ESPECIFICIDAD DE LAS CIENCIAS HUMANAS
5. EL CIENTIFISMO APLICADO A LA PERSONALIDAD
7. ALCANCE DE LA CRÍTICA DE CATTELL
2. EFICIENCIA TERÁPICA
1. CONCEPTO DE DIÁLYSIS
2. NOCIONES POLÉMICAS DE NEUROSIS
3. LÍMITE DE LA NOCIÓN DE APRENDIZAJE
4. REMISIÓN ESPONTÁNEA DE LOS SÍNTOMAS
5. VERIFICABILIDAD ESTADÍSTICA DE LA SALUD PSÍQUICA
6. LA CURACIÓN Y SU COMPROBACIÓN EMPÍRICA
PARTE 2
3. PROCESO DIALYTICO
1. ORÍGENES DE LAS PERTURBACIONES DE PERSONALIDAD
2. ANOMALÍAS BÁSICAS DE LA CONDUCTA
4. ARTICULACIÓN FÁSICA DEL PROCESO
PARTE 3
6. TRANSFERENCIA Y CONTRATRANSFERENCIA
1. ENFOQUES DE LA TRANSFERENCIA
2. COMPONENTES TRANSFERENCIALES
3. EL RESULTADO DIALYTICO
4. EFECTOS TRANSFERENCIALES MÚLTIPLES
5. ELEMENTOS CONTRATRANSFERENCIALES
6. ACTIVACIÓN CONTRATRANSFERENCIAL
8. COCRECIONES PRÁCTICAS
1. TIPOLOGÍAS
2. DESARROLLO DEL PROCESO TERÁPICO
A. Estrategias del comienzo
3. CONTRAINDICACIONES EN LA TÉCNICA TRANSFERENCIAL
APÉNDICE
TRANSFERENCIA Y SISTEMA
DE PSICOTERAPIA
LUIS CENCILLO RAMÍREZ
Pero no se trata de que una u otra escuela sea reconocida como la única
válida o epistemológicamente razonable, mientras todas las demás queden
descalificadas (entre otras razones porque esto no es posible dada la índole
del saber humano), sino de que los pacientes y las personalidades
desajustadas y conflictivas sanen. No se hallan los pacientes al servicio de
una supuesta «ciencia» de principios, sino el saber complejo de las ciencias
humanas y las técnicas psicoanalíticas y de modificación de conducta, o de
exploración de la personalidad, al servicio de los pacientes.
Por todo ello, lleva ya largo tiempo haciéndose sentir la necesidad de
clarificar, sistematizar y potenciar enfoques, métodos y recursos técnicos, la
necesidad de hacer un recuento riguroso y sistemático de todo cuanto se halle
a disposición del terapeuta para conducir al hombre paciente a su realización
psíquica, frente a las tradiciones del inmovilismo ortodoxo y a las
deformaciones fisicistas del hombre, que pretenden ser el colmo del rigor
científico, del conductismo o del sociologismo.
Hay que partir, para ser rigurosos, de las necesidades objetivas de los
pacientes y no de las especulaciones abstractas de los epistemólogos (como el
célebre principio de Thorndike, verdaderamente devastador en el campo de
las ciencias humanas); incluso autores que nunca se han enfrentado con un
paciente se permiten opinar categóricamente en contra de enfoques y de
métodos que hemos verificado como perfectamente válidos los que
practicamos asiduamente la psicoterapia (y esto en nombre de la «ciencia
positiva»). Esto verdaderamente no es serio. Y es que en el ser humano la
teoría y la praxis se imbrican de modo tan indiscernible que cualquier
extralimitación (o paralogismo) en uno u otro sentido conduce
dialécticamente a lo contrario de lo que se venía pretendiendo.
Ésta ha sido la motivación de la presente obra (que sigue a otras varias sobre
el mismo tema, más al hilo de la práctica exclusivamente que la actual). En
ésta, resultado también de nuestra experiencia terápica cotidiana durante
años, hemos pretendido efectivamente sistematizar todo el material, las
observaciones y los modelos de escuela dispersos por las escuelas, además de
la necesaria clarificación de enfoques y de posiciones y la potenciación de los
recursos que la personalidad ofrece.
Luis Cencillo
PARTE 1
TERAPIA DE CONDUCTA Y PSICOANÁLISIS
1. CONOCIMIENTO CIENTÍFICO
Los lectores no interesados por estas cuestiones epistemológicas y que,
en esta obra, busquen algo más práctico y directamente relacionado con
el proceder terápico, pueden prescindir de esta Parte Primera
(capítulos 1 y 2) y comenzar la lectura por el capítulo 3.
Percepción sensorial.
Medibilidad espacio-temporal.
Modelos lógico-matemáticos clásicos.
En cuanto a la medibilidad hay que advertir que ésta tiene, en la Física actual,
un límite que no coincide con el de lo real, ya que, hasta el presente, el
«quantum elemental de acción h», formulado por Heisenberg (Cfr. W.
Heisenberg. Die physikalischen Prinzipien der Quantentheorie, Hirzel,
Leipzig, 1941), viene a constituir el límite teórico por debajo del cual no
puede darse ya ningún cambio energético apreciable. Y como cualquier
medición física se reduce siempre a la comprobación de las variaciones
apreciables que vienen implicadas en los correspondientes cambios de
energías, hay que deducir que la medibilidad de los objetos materiales, o de
los fenómenos y procesos de la materia, no es ya posible por debajo de este
límite, y siempre se dará un cierto error ineliminable: ∆x, expresión del
«Principio de Indeterminación». Así, en la conocida fórmula de Heisenberg:
∆x∆p ≈ h
Y esto por lo que se refiere a la medición energética, pues todo otro tipo de
medida, más relacionada con la percepción macroscópica del objeto, de
carácter espacial, por ejemplo, quedan excluidas de la ciencia actual, en
virtud de los resultados y principios de la Física.
Esta actitud prejudicada supone tácitamente algo que los mismos científicos
no admiten. Presupone que la «Ciencia» es un modo de conocimiento de
valor absoluto, que apunta a las verdaderas raíces, niveles y bases reales de
todo aquello que investiga; es decir, que la «Ciencia» es una gnosis
(tendiendo a metafísica y esencialista).
Pero las ciencias (no hay una «Ciencia» única, sino que hay diversas ciencias,
según sus métodos y modos de especificación diversos) constituyen un modo
de conocimiento artificial; lo que se llama un constructo, modesto recurso
práctico para captar y fijar en retículas lógicas convencionales algunos datos
(también elaborados y no todos los que el objeto suministra), los más
próximos a la percepción orgánica humana (sea de modo directo, como en la
Geología o la Zoología, sea de modo indirecto, mediante la ayuda de
«aparatos de precisión»), para reducirlos a sistemas de relaciones
estructurales supuestas («hipótesis»).
Y la xtrapolación, a todas luces indebida e ilógica, que los físicos tienen buen
cuidado de evitar, la cometen acríticamente los psicólogos, los antropólogos
y los sociólogos, confundiendo los constructos producidos por un método
particular (adecuado a un solo tipo específico de objetos, los fenómenos
físicos) con la realidad misma de todos los otros campos. He aquí el mal, el
vicio de enfoque que está frenando el progreso y la eficacia de las ciencias
humanas, en la actualidad.
Como los promotores de la Física actual dicen, también nosotros partimos del
supuesto de que toda ciencia ha de partir de la experiencia observable. Pero el
problema que inmediatamente se plantea es el de qué sea esta «experiencia» y
sus vías de observación.
Lo observable en las ciencias humanas, por una u otra vía de acceso a lo real
(social, antropológico, histórico o psíquico) abarca un campo mucho más
amplio de objetos realmente observables, pero no exclusivamente reducidos a
su superficie sensorial, extensivamente medible (según la limitación
totalmente injustificada que establece el principio de Thorndike y que todavía
goza de alguna vigencia en el neoconductismo). Nosotros hemos comprobado
por lo menos los siguientes tipos de observabilidad:
Pues bien, mientras la Física moderna ha ido avanzando cada vez más en su
información y en sus logros prácticos, gracias a su perspicacia metodológica
para positivar nuevos aspectos del objeto, de carácter más bien cualitativo (o
cualitativamente variables, al modo de los fenómenos psíquicos y sociales),
las llamadas ciencias humanas han ido retrocediendo, cercenándose
posibilidades, reduciendo sus campos reales para parecerse más a una Física
clásica que, por lo mismo, había perdido su vigencia.
Porque hay que preguntarse ante todo y al entrar en esta polémica: ¿qué
añade la formalización científica a un conocimiento válido por otras razones?
El carácter de científico añade a un conocimiento dos cualidades bastante
accesorias: una garantía controlable («verificación» o «falsación») y una
vigencia social (integración o integrabilidad en un sistema universalmente
reconocido en el momento en que formaliza); esto, suponiendo que el
contenido informativo sea válido (repetimos que en el campo de la Física
actual no es posible obtener ningún conocimiento válido, independientemente
de los medios metodológicos y técnicos de esta ciencia, ya que su campo de
objetos es totalmente inaccesible a la experiencia vulgar y práctica). Como se
ve, poca cosa, y más en el orden de los grados de probabilidad, que en el de
los contenidos.
Las demás ciencias que hoy gozan de plena vigencia también comenzaron de
la misma manera y, gracias a ello, fueron formalizando y verificando desde sí
mismas sus propios datos y métodos hasta llegar al estado de ciencias
totalmente formalizadas. La formalización ha de ser un enriquecimiento
cualificativo de un saber, no suponer un empobrecimiento del mismo, y mal
puede obtenerse un enriquecimiento tal, si se comienza por amputar al objeto
dimensiones específicas evidentes y se lo deforma así para que se asemeje al
de otras ciencias extrañas y sea más cómodamente tratable según los métodos
y procedimientos de las mismas.
Más bien parece esto una cierta pereza mental en arbitrar nuevos recursos,
que un verdadero deseo de rigor científico, pues el primer requisito de tal
rigor ha de ser descubrir e integrar adecuadamente todos los datos reales y
posibles del campo de objetos que se investiga, que hagan al caso de acuerdo
con la intención de la ciencia en cuestión (naturalmente las ciencias
geológicas, por ejemplo, tratan la misma materia de modo y a niveles muy
distintos que las ciencias físicas, pero cada una, en sus niveles propios, trata
de acopiar y de interrelacionar todos los datos, posibles de formalizar y de
verificar a esos niveles determinados).
4. ESPECIFICIDAD DE LAS CIENCIAS
HUMANAS
Ningún procedimiento verdaderamente científico, si desea llegar a
conclusiones ciertas o de máxima probabilidad (de acuerdo siempre con la
«teoría» y el módulo sistemático convencionalmente adoptados), se permite
el prescindir arbitrariamente, o por ahorrar esfuerzo, de algunos de los
factores, datos o parámetros que de algún modo le sean accesibles,
concebibles, calculables o formalizables (sólo los graduará según su diverso
grado de probabilidad y de verificación); y si prescinde de todo un orden de
factores o de datos, o no incluye en su consideración sistemática algún
parámetro determinado, será siempre porque el nivel de objeto que considera
no lo exige; o es ese orden de datos o ese parámetro irrelevante a tal nivel; o
los procedimientos formalizadores y verificatorios no lo filtran. Pero cuantos
más datos y más parámetros se verifiquen y se interrelacionen
sistemáticamente, dentro de los que sean accesibles y formalizables en el
campo y al nivel de la ciencia en cuestión, mayor será el control que esa
ciencia y sus métodos ejerzan sobre su campo, sus posibilidades de
verificación y su interrelacionalidad sistemática. Y el control fiable es, en
último término, lo que dota a las ciencias de su valor epistemológico.
Sólo dentro del ámbito de las ciencias humanas, y más especialmente, de las
disciplinas psicológicas, se permiten las escuelas ignorar datos, parámetros y
niveles de objeto verdaderamente pertinentes, en nombre de la «Ciencia», y
para conseguir dar a sus especulaciones o investigaciones una apariencia de
cientificidad positiva. Con toda evidencia, este estado de cosas y estas
actitudes han de trasformarse y evolucionar si las disciplinas psicológicas y
las ciencias humanas han de llegar a ser tales ciencias positivas.
En realidad, las diferencias entre uno y otro grupo de ciencias reside, más que
en el método, en otros puntos previos y más profundos que pueden reducirse
a tres:
Si ello fuera así y no pudiera ser de otra manera, resultaría que «científico»
sólo podría ser el conocimiento superficial, parcial e inespecífico de los
objetos humanos, a no ser que se profese una determinada ideología (pero ya
no de modo cientifico en absoluto) según la cual los procesos biológicos y
bioquímicos constituyen la base y la clave exclusiva de todos los demás
modos de comportamiento humano sin distinción, mas aun entonces
quedarían sin explicar, ni científica ni acientíficamente, el modo y los
procesos por los cuales esas reacciones bioquímicas producen mutaciones
cualitativas de nivel y, sin más, dan origen —en el comportamiento humano
y sólo en él— a otros factores y dimensiones culturales.
O se afirma que no puede haber en absoluto una ciencia que verse acerca
del fenómeno y de los comportamientos humanos, a no ser en sus
aspectos más superficiales y menos específicamente humanos.
O se reserva, convencionalmente por supuesto, el término «ciencia» a un
determinado tipo regional de saber, exclusivamente matemático en su
modelización y en su signatura simbólica y, sensorial e instrumental en
sus procedimientos de observación, que verse sólo acerca de objetos
cosificados; mas atribuimos otro nombre a otros tipos de conocimiento,
igualmente rigurosos, empíricos, modélicos y controlados, pero en
posesión de otros códigos y de otras técnicas de observación y de
verificación más adaptadas a los objetos humanos y culturales.
O aceptamos que el término «ciencia» es un género y no una especie,
que se divide en diversas especies diferentes y mutuamente
irreductibles, las cuales —como todas las especies — poseen unas
características propias, literalmente específicas, que impiden toda
homologación mutua.
Lo que ocurre es, como ya hemos dicho, que lo remoto y ajeno (la estructura
nuclear de la materia), precisamente por ser remoto y ajeno, viene a ser
conocido por procedimientos artificiales y reducido a constructos lógicos (las
matemáticas son lógica pura) que crean la ilusión de una mayor precisión en
el conocimiento, de una mejor posesión mental de su objeto, pero esto sucede
precisamente porque el objeto no se capta en su mismidad, sino que se reduce
a un producto artificial de la propia actividad cognoscitiva e investigatoria del
hombre y de la ciencia, en cuestión, creada por él.
Si lo segundo, habrá que cuidar que tales términos aplicados a uno y otro tipo
de conocimientos no connoten el menor matiz axial, de valor o de
devaluación de tales saberes, que es lo que hoy sucede, aunque resulta muy
poco científico; pues los distintos niveles de objeto imponen los recursos
noéticos propios para su explotación y desde ningún nivel pueden juzgarse ni
valorarse los logros obtenidos en los demás, ya que eso no es competencia en
absoluto de ninguna ciencia particular.
Hacerlo de modo ligero y polémico, sin una reflexión metódicamente llevada,
ni una verificación adecuada, sería el colmo de la anticiencia, aunque es lo
que hoy se practica en nombre precisamente del «rigor científico», pero
nunca por científicos cualificados.
Esta autonegación, que ciertas escuelas practican hoy, de las vías de acceso a
lo más propio y accesible del hombre, tratándolo como si de algo lejano y
ajeno se tratase, a lo que hubiese que acceder por medios indirectos y
artificiales siempre parciales y mediatizadores), resulta ruinosa para el
hombre mismo y para la sociedad, y puede conducir a una serie de
aberraciones prácticas en lo político, lo social, lo pedagógico, lo
psicoterápico, lo médico, lo urbanístico y lo ético.
Lo peor es que las escuelas que así se empeñan en hacer entrar al psiquismo
humano «por el seguro camino de la Ciencia» (según ingenua expresión de
Kant, allá en su epistemológicamente remoto 1770), ni siquiera llegan al tipo
de ciencia de la Física nuclear actual, sino que no pasan de remedar los
procedimientos de observación y de verificación (y hasta de modelización) de
la Física clásica, empirista, sensorialista e ingenuamente realista.
Pues bien, algo semejante, aunque con mayor acritud y exclusivismo, está
ocurriendo en el campo de la Psicología y de la Psicoterapia, sobre todo en
nuestro país (en el que, como una constante histórica desde la protohistoria
—Sagunto, Numancia— hasta nuestros días, pasando por la Inquisición y el
integrismo, las polémicas se aristan y los bandos se hacen irreconciliables y
herméticos, con ciertos matices autodestructivos y tanáticos), al negar la
corriente conductista toda categoría científica al psicoanálisis, por no
centrarse en el plano de lo observable a nivel cotidiano y sensorialmente
mensurable y haberse lanzado a explorar niveles más profundos (como los
nucleares) que ya sólo pueden ser expresados mediante códigos simbólicos y
modelos abstractos, sólo que no de carácter matemático1, pero sí sistemático
y lógico.
Además, olvida que es mucho más fácil y menos arriesgado acertar —dentro
de un sistema determinado— con lo que se afirma (es decir, ser coherente
dentro del propio sistema operacionalmente adoptado y llegar a conclusiones
válidas y tal vez eficaces), que acertar al negar a otros sistemas y otros
autores, rigurosos dentro de sus propios sistemas, el derecho a observar, a
concluir y a dar expresión formalizada a lo que, desde esos sistemas y
métodos, descubren. Podríamos afirmar en general que todos los autores
serios tienen razón en lo que afirman y carecen de razón en lo que niegan a o
ros autores serios el derecho de afirmar. Esto parecen olvidarlo también, por
supuesto, Eysenck, Rachman, Tolman, Bandura, Wolpe, Skinner y demás
autores de su escuela, así como los de la estructuralista, cuando dan en
polemizar contra concepciones más dinámicas y que se mueven a niveles
distintos.
Calcúlese ahora la gravedad del efecto de una doble imitación que podría
producirse: la escuela de la Columbia University y de otras universidades
americanas, como la de Iowa, por ejemplo, imitan a las ciencias
fisicomatemáticas, pero a su vez son objeto de imitación por incipientes
escuelas psicológicas de otros países extraños a las tradiciones y a la
idiosincrasia americanas; el subproducto que esta falta de autoidentidad de
los saberes y de las escuelas ha de originar ya puede comprenderse que no
será demasiado valioso ni creativo, ni que haya de contribuir demasiado al
progreso y a la madurez de la Psicología. El problema epistemológico que
este guiarse imitativamente por la moda (esta alienación en el «se»
impersonal de lo que «se lleva» y «se dice») crea a este tipo de saber, que
todavía no se ha encontrado a sí mismo, ya se ve que es muy grave, por lo
menos para la consolidación de una tradición psicológica de calidad científica
y con empuje heurístico propio, en países que hasta ahora carecieron de ella,
pero que así no acabarán de encontrarse a sí mismos.
Hay investigadores que parecen sentir vértigo ante las totalidades complejas y
parasensoriales (Gestalten), de carácter intensional y dinámico (como es la
personalidad y sus estados) y han de proceder siempre apoyados en medidas
y datos sensorialmente apreciables y espacializados (como si se tratase de un
verdadero bastón o muleta), para lo cual han de pulverizar los objetos
íntegros y totales en un puzzle de restos parciales (a un solo nivel), que ya no
manifiestan lo específico del objeto y que sabemos por la misma física actual
que carecen de realidad tal como macroscópicamente aparecen («guerra de
anacronismos»).
Cattell: Guilford:
fuerza del ego, cicloidismo,
dominancia, carácter agradable,
surgencia, ascendencia,
ciclotimia, cooperatividad,
fuerza del superego actividad,
parmia(inmunidad al temor) masculinidad,
premsia(sensibilidad afectiva) depresión,
sentimientos de culpabilidad, serenidad,
sofisticación, objetividad,
autosuficiencia, timidez,
liberalismo, introversión social
control afectivo, carencia de sentimiento de inferioridad,
autia, introspectividad,
tensión érgica, rathymia (impulsividad),
aquiescencia... aquiescencia, ...
Estos elementos objetivos que filtran la modulación del estímulo, así como la
de la respuesta (y que introducen un coeficiente de indeterminabilidad en la
precisión que el conductismo persigue) son de tres órdenes: paradigmático,
vigencial y energético-afectivo.
Cada cosa o hecho, cada realidad nos «sale al paso» como «objeto» (ob-
jectum) en calidad de lugar geométrico de una serie de sistemas
significacionales.
Y de ello depende incluso el que un olor, una gema, unas pieles, unos
materiales de construcción o un alimento con su modo especial de estar
condimentado, y hasta una postura coital, sean apetecidos y se conviertan en
objetos reales del deseo humano gracias al relieve estimular que adquieren
siempre dentro de un campo vigencial y comunicacional. Fuera de éste,
pierden su poder de estimulación, aunque su material, su forma y sus
propiedades sensibles permanezcan las mismas. Por eso vemos
constantemente, en las investigaciones antropológicas, que los objetos o las
conductas que unos pueblos absolutizan y valoran al máximo, otros pueblos y
otras épocas los desprecian e ignoran.
Este tipo de crítica parece poco serio para un asunto tan complejo como es la
composición y la dinámica de la personalidad. Se vale este autor de un
lenguaje más bien panfletario y de unos argumentos externos al tema, que
todo lo más que indican sería la popularidad (el impacto en la opinión
pública) que han despertado los descubrimientos del psicoanálisis, debido sin
duda a haber formalizado estados afectivos y energías básicas universalmente
percibidos, mas de modo oscuro e indirecto, que, al recibir una denominación
precisa y presentarse interrelacionados en sistema, han convencido a la
opinión pública y han venido a dar explicación a los conflictos sentimentales
y existenciales que se frecuentan en la novela, el ensayo, el teatro y el film.
Crear una moda, a causa del prestigio y del interés despertado por la
genuinidad de una actitud o de un producto, no es trivial; lo que es trivial es
seguir una moda (sin el arrojo de superarla), instaurada de antemano por
motivos ajenos a la problemática del propio campo de intereses, de acción o
de investigación, es decir, fuera de su funcionalidad específica.
Estamos teniendo presente un caso reciente y bien conocido de todos, que por
lo burdo sirve de paradigma de cómo no deben hacerse inferencias
estadísticas. Se trata de las medidas verdaderamente drásticas que se adoptan
para evitar o disminuir los accidentes en carretera, a pesar de las cuales, las
estadísticas siguen arrojando constantemente el mismo número de accidentes
mortales en los fines de semana. Las cifras estadísticas que da la prensa se
refieren al número, por supuesto, de los accidentes y de las víctimas y al
modo como han sucedido (adelantamiento, falta de visibilidad, derrape, suelo
mojado, etc.); lo que no dicen es la edad de los conductores, la hora y el tipo
de carretera (nacional, secundaria, vecinal, con curvas, con baches, con
puentes, etc.). Si estos factores de los accidentes se recogiesen
estadísticamente, se comprobaría que la gran mayoría de los mismos no se
producen en las grandes carreteras nacionales, en el centro del día y por
conductores de edad media, sino en las carreteras secundarias y vecinales, de
madrugada o a media noche, por conductores muy jóvenes y en ciertos
períodos o regiones en que se celebran fiestas patronales, sobre todo.
Apriorismo.
Fidelidad excesiva a lo abstracto del sistema con detrimento de lo
concreto del caso.
Marginación de datos válidos (por prejuicios metodológicos).
Dogmatismo de escuela y de ideología (que conduce a imponer al caso
filtros preestablecidos, para diagnosticar desde el sistema y no desde el
caso mismo: defecto patente también en la psicoterapia marxista).
Estas simplificaciones trascripcionales (i por y, t por th, p por pp, c por k, por
kh y ch, etc.) desfiguran hasta tal punto la raíz, que ya no puede reconocerse
ésta ni, por lo tanto, saberse lo que el término quiere expresar, a no ser que se
atienda al uso tradicional que en castellano tiene, pudiéndose dar lugar a
confusiones grotescas. Si por esta simplificación ya no se distingue entre
hypó = «bajo» e híppos = «caballo», ni entre lytós = «suelto» y líthos =
«piedra», el nombre de Hipólito, que en realidad significa «domador de
caballos» (hippólytos) podría en castellano entenderse como «debajo de las
piedras» o «pétreo» (hypolithós); y «analítico» podría significar «piedras
arriba» (analithikós) e «hipopótamo» (hippopotamós), «bajo el río», en lugar
de «caballo de rio»: así como la diferencia entre dyo («dos») y día («a
través»): diacrónico puede en castellano significar sin dificultad «a través del
tiempo», y «de dos tiempos...». Todo lo cual aumenta la imprecisión y rudeza
de nuestra terminología.
Por eso hay tantos casos que no han resultado curados (ni en el psicoanálisis
ni en el conductismo, ni según otros métodos terápicos), porque ninguno de
éstos se ha abierto a cada caso desprejudicadamente, hasta haberle obligado a
entregar su secreto (el mitologema de la «Palabra» o del rito mágico que abre
lo hermético), sino que todos han procedido mediante la aplicación de unos
filtros a priori y de unas concepciones de escuela, que han tapado la boca del
paciente (eso sí, muy sistemáticamente y con mucha corrección formal), sin
dejar que el caso acabe de expresarse tal cual es.
En principio puede decirse que la crítica que los autores conductistas hacen
del psicoanálisis resulta, a lo sumo, válida hasta cierto punto aplicada a Freud
y a los que dogmática y servilmente le siguen, como si las posibilidades del
psicoanálisis se hubiesen agotado en los años veinte de este siglo y todas
hubiesen sido descubiertas y realizadas por aquel primer grupo de pioneros,
en los primeros tanteos de unos descubrimientos cargados de consecuencias.
Pero esta crítica no es válida en absoluto (sino ignorante del estado de la
cuestión), si pretende afectar a todas las escuelas, métodos, datos, niveles y
recursos que han seguido constituyéndose y, respectivamente, descubriéndose
a partir de Freud y de sus discípulos, en los cincuenta años siguientes.
Por supuesto, una explicación así no llega nunca a descubrir la estructura real
de la neurosis, ni se plantea siquiera la cuestión de dónde radique la
perturbabilidad o la proclividad a la traumatización de personalidades
determinadas, ni la de su base afectiva y tendencial, ni la razón de por qué
determinados sujetos «eligen» determinadas respuestas simbólicas frente a
objetos fóbicos, ni por qué determinados objetos revisten carácter fóbico para
determinados sujetos...
Porque se observa un hecho que no puede ser negado por nadie: entre los
sujetos crecidos en el mismo grupo social y familiar, y sometidos a idénticos
procesos de aprendizaje, unos resultan desadaptados y otros adaptados, y aun
en ambos grupos, unos lo son de un modo y otros de otro. Si el influjo del
aprendizaje en la personalidad fuese tan simple y tan rectilíneo, se
observarían grupos sociales neurotizantes y grupos no neurotizantes, pero en
el seno de cada uno de estos grupos todos los sujetos sometidos a un tipo de
aprendizaje habrían de resultar necesariamente neuróticos o sanos. Y la
experiencia más evidente enseña que no es así.
Luego algún factor habrá de darse, de parte del sujeto mismo, distinto de lo
imbuido mediante aprendizaje social, que tergiverse los aprendizajes y que, a
pesar de haber recibido aprendizajes adaptativos (salvo en casos raros en que
el grupo social como tal se hallase muy neurotizado y dislocado, siempre
organiza éste los aprendizajes en orden a un mínimo de adaptabilidad a su
propia realidad funcional, ya que la «realidad» a la que han de adaptarse las
respuestas no es la física, sino precisamente la social, constituida por el grupo
y sus necesidades), organice las respuestas a los estímulos sociales de modo
desadaptado.
Pues bien, la neurosis estará, por lo menos en parte, motivada por esos otros
factores psíquicos (no hay que recurrir a lo orgánico) que no consisten en
procesos exógenos de aprendizaje, y, por lo menos habrá que admitir, que no
consiste tanto en un «aprendizaje desadaptativo» cuanto en el modo
desadaptativo de asimilar y de combinar los distintos aprendizajes que se
reciben.
Puede darse, desde luego, el caso de que el medio familiar, sobre todo,
suministre un verdadero aprendizaje desadaptativo, pero ello será en casos
extremos (cuando casi todos los hermanos presentan rasgos neuróticos y
psicóticos, aunque también entonces se pueden observar diversos «estilos» de
neurosis y de psicosis, e incluso podrá darse el genio que rectifique el
aprendizaje desadaptativo y que, a pesar de sus antecedentes familiares,
resulte una personalidad sana, productiva y adaptada, en el terreno de lo
político o de lo económico, por ejemplo); pero lo más frecuente no es esto,
sino que en medio de otros miembros del grupo equilibrados, o, por lo
menos, pasablemente adaptados, aparece uno declaradamente neurótico o
psicótico: ¿Cómo se explicarían estos casos, bastante frecuentes, a base de
esa teoría del aprendizaje? Tal vez ampliando de tal manera el concepto y el
alcance y las modalidades del «aprendizaje» que ya deje de ser aprendizaje
(lo que obviamente se entiende por tal) y se introduzcan de contrabando, en
esa noción y en la dinámica de su fenomenología, una serie de criptofactores
que expliquen esas variedades y paradojas de la educación y del influjo social
(macro y microgrupal), pero rebasando y aun anulando, al explicarlas, la
hipótesis sistemática inicial.
Sucede con la noción de «aprendizaje» que, al final del discurso conductista,
se ha trasformado dialécticamente y ya no significa lo que al principio del
mismo: lo que en un principio resultaba sencillo e intuitivo (casi mecánico),
al final y para explicar lo que hay que explicar, ha perdido sus contornos
precisos y significa más y distinto que en la definición nocional del comienzo
(y esto es falta de control lógico).
Cualquier objeto «real» (por ejemplo, una persona, pero también algún rasgo
o cualidad de esa persona —voz, tez, sexo, afectividad, eticidad o poder—,
una relación determinada con la misma, una situación, una acción —
responder a una agresión, disimularla, coitar, perdonar, distanciarse, etc.—,
un acontecimiento, un vehículo, un animal, un alimento, un olor, un sabor y
hasta el brillo o la falta de él de un color, la utilidad, la estética, etc.15) puede
constituirse en estímulo (más o menos complejo) para un sujeto determinado,
a todos estos niveles dichos:
La «realidad», como ya hemos dicho, nunca viene «dada» en todas sus partes,
ni «acabada»; es la sociedad, la biografía del grupo y del individuo y los
sistemas codales y paradigmáticos los que, en su combinatoria mutante, van
concretando momento a momento el perfil, siempre provisorio, de la realidad.
Y todavía en una sociedad pluralista pueden darse diversos perfiles,
simultáneos y, sin embargo, contradictorios, de realidad, y entonces cabe
preguntar cuál sea el criterio decisivo para determinar a qué tipo de realidad y
en qué grado haya de «adaptarse» la conducta en proceso de «modelado».
Los tres niveles (no tenidos nunca temáticamente en cuenta, los tres, por la
terapia de conducta y por las concepciones de principio de esta escuela) en
los que los «aprendizajes» (dando a este concepto un significado muy lato) se
realizan y actúan, son, por lo menos, los siguientes:
Podrá, finalmente, ocurrir que a pesar de una captación adecuada del entorno
estimular y de situaciones dadas, y de una organización congruente de la
conducta, sea precisamente la adaptación de la respuesta a esos estímulos
mediante una conducta adecuada lo que falle. Por ejemplo, el sujeto percibe a
su pareja como mujer adulta (no como madre absolutizada), como partenaire
sexual, como «persona» con tal carácter y tales cualidades objetivas, y
también es capaz de comportarse en diversos contextos hipotéticos de modo
cariñoso, gratificante, pero en determinadas situaciones, con determinadas
personas o en determinada línea de acontecimientos, no es capaz de
responder en concreto con una conducta erótica, adulta, cariñosa y
gratificante, o con una conducta productiva, adaptada a los fines reales que
persigue, etc. (es el caso de quien, siendo inteligente, estando
profesionalmente preparado, sabiendo estudiar, y apreciando también el
puesto de trabajo, la promoción o el éxito en su justo valor, falla siempre que
ha de superar las pruebas para conseguirlo).
Es más, por experiencia se sabe que es muy fácil localizar las personalidades
que todo lo han «aprendido», con ausencia de esos elementos internos y más
profundos, o también externos (pero no controlables por aprendizaje);
personalidades cuyo modo de percibir, de valorar y de adecuarse han sido
estrictamente aprendidos de una pareja parental (o de su equivalente), que ha
ahogado en aprendizajes la originalidad de la persona (precisamente lo que
Freud tematizó bajo el término de Super-Ego): son éstas las personalidades
neuróticas o con rasgos neuróticos e incluso psicóticos: rígidas, repetitivas,
obsesivas, ansiosas y mecánicas.
A) B) C) D)
Padre. Cuerpo propio. Parientes Alimento.
Madre. Genitales. próximos. Heces.
Partes del cuerpo Posibilidades de Grupo social
de ambos movimiento y de acción. inmediato.
Pueden darse casos en los que todos esos elementos enumerados que
intervienen en la personalidad y en su conducta vengan exclusivamente
aprendidos (por identificación con unos padres neuróticos, obsesivos y
absorbentes), no negamos esta posibilidad, pero entonces es cuando resulta
una personalidad inmadura, inadaptada y neurótica.
Además, la experiencia enseña que, en la gran mayoría de los casos, los tipos
de personalidad con tendencia fóbica (manifestada en una etapa determinada
de su biografía en forma de una fobia solamente), suelen ir mostrando, en
otras etapas, otras manifestaciones fóbicas, incluso en forma de
somatizaciones (y no de huida), luego existe una base estructural y
tendencial, más compleja y amplia que un simple «aprendizaje», en la que
radica la tendencia fóbica. Y nadie negará el hecho objetivo, esperamos, de
que existan tipos de personalidad conflictivos, básicamente conflictivos, que
tienden a presentar fobias, tics y somatizaciones incontrolables; aunque
ninguna sea, en el mejor de los casos, permanente a lo largo de su biografía,
mientras que otros tipos de personalidad no presentan nunca tal cuadro.
Esta concepción parece suponer en todos los casos una dicotomía simple:
conducta adaptada-conducta desadaptativa (o una u otra), de modo que si una
cesa, es la otra, la adaptada, la que comienza a funcionar. Esto es más bien
falso, y desde luego, inevidente: dada la indefinida posibilidad selectiva de
fuerzas, de fines y de pautas de conducta, resulta un problema arduo y
complicado acertar con la conducta debida y adaptada a las situaciones, de
modo que cualquier descuido de los controles puede desorganizar los
procesos conductales de múltiples formas, por lo menos, en un 99,999 por
100. Luego lógicamente la extinción espontánea (y sin el apoyo de un
reaprendizaje terápico, que sería lo congruente con la teoría del aprendizaje)
habría de dar lugar, en un altísimo porcentaje, a ulteriores «síntomas» y
formas de comportamiento inadaptadas y desorganizadas.
Los autores que venimos comentando, y otros a que hemos aludido, cometen
además la ligereza de mezclarlo todo indiscriminadamente, sin distinción de
matices, en su afán polémico (para nosotros inexplicable en buena ciencia) de
desprestigiar otros métodos y de presentar el suyo propio como el único
eficaz.
Más que una cifra rigurosa de lo válido, parece una campaña de propaganda
(comercial o electoral) lo que en realidad montan, y una campaña orientada
hacia el gran público, impresionable por las cifras masivas («los números
hablan») y las palinodias de los disidentes del grupo contrario o de los
clientes desengañados de la empresa competidora. Tendencia que es el punto
débil, característico, del mundo anglosajón (que nosotros, los continentales,
no tendríamos por qué imitar).
Quizá por esta razón se esfuercen en tal grado los autores conductistas
en afirmar la posibilidad de la «remisión y extinción espontánea de los
síntomas» y en la «curación» de la neurosis «con el tiempo» y sin
terapia. Para no verse obligados a revisar sus principios y a
readaptarse a este nuevo campo que sólo muy de lejos les afecta.
Porque, hay que advertirlo en segundo lugar, los fenómenos o los objetos de
investigación nunca pueden ser recogidos por un recuento o cálculo
estadístico en su integridad real (le cual sería el único modo de observación
enteramente objetivo, pero entonces saltaría la estructura misma de la
estadística), sino que han de ser captados y enfocados según un determinado
perfil microdimensional30. Pasado un umbral, las cifras tienden a dejar de ser
significativas conforme la muestra aumenta.
El hombre no es algo tan simple, ni tan uniforme, ai tan fácil de valorar: hay
muchos modos de comportarse adaptativamente, y muchos otros inadaptados,
hay grados diversos en ello y hay situaciones y tipos de personalidad que
resultan incompatibles con conductas aparentemente «adaptativas», o que en
otras circunstancias sí lo serían, pero que en estas determinadas no lo son,
sino que suponen una manera, disimulada y estratégica, de no adaptarse32.
Antes bien, como hemos de ver en el resto de esta obra, el dictamen acerca de
la salud psíquica y de la curación de cada sujeto determinado (es enteramente
imposible establecer criterios generales, válidos para todos) ha de fundarse en
una consideración global y, al mismo tiempo, singular (pues rasgos
incompatibles en un caso con la salud psíquica de un sujeto, pueden ser
indicio inequívoco de la misma, en otro). La salud psíquica no puede
localizarse rígidamente en determinados factores universalmente válidos, sino
que ha de resultar difusamente de la conjugación (cada vez diversa y
paradójica) de una multitud de factores, equívocos considerados en sí
mismos, fuera de la estructura de una conducta determinada.
Al terapeuta que pretenda ser eficaz en todos los casos le interesa por
igual lo común y generalizable y lo excepcional y diferencial, pues ha de
manejar toda clase de registros y de resortes para movilizar y reajustar
al paciente. Si estadísticamente se ha comprobado que un porcentaje de
casos reaccionan positivamente a las técnicas de modificación de
conducta y otros al psicoanálisis (en el caso de que la investigación sea
fiable y haya estado bien conducida), ello significará que el terapeuta
ha de dominar ambos métodos para satisfacer la necesidad terapéutica
de todos sus posibles pacientes, pero no que sólo uno de lo métodos sea
válido y el otro inoperante y falaz, o que no haya que aplicar método
alguno pues las neurosis se curan por sí mismas, como concluyen los
autores que comentamos.
No se trata de una muestra estadística (que habría de contar por lo menos con
400 casos), pero un número tal de casos impediría su consideración particular
y cualitativa o microestructural, que es la que debe contar en un tema tan
complejo y delicado como el de la salud psíquica y su obtención por
psicoterapia. Por eso no vamos a aducir los demás casos tratados y curados
por nuestro equipo en el centro de investigación, didáctica y ajuste de
personalidad, sino los tratados personalmente por nosotros de modo
exclusivo. No pretendemos, pues, levantar una estadística, pero sí hacer un
estadillo para que se conozca la experiencia real que respalda nuestra
reflexión al hilo de los hechos.
De los 889 sujetos que nos han consultado o con quienes hemos mantenido
entrevistas (con algunos varias) en el período de cinco años (y de los cuales
sólo siete carecían aparentemente de rasgos neuróticos de personalidad), 100
han seguido tratamiento dialytico. Y sobre estos 100 casos operamos35.
Sobre todo si se tiene en cuenta que estos casos son, por lo general, más
complejos y difíciles (algunos psicóticos) que aquellos que los
terapeutas de la conducta seleccionan para ser tratados, que se reducen
a tipos fóbicos, y algunas veces monofóbicos o tratados como tales.
Una veintena de estos 100 casos siguen todavía su tratamiento, sin haberlo
terminado y se hallan en diversas fases del proceso, respectivamente, pero
también permiten ya juzgar de la eficacia o ineficacia de las técnicas
dialyticas, por eso, los incorporamos a la masa de casos considerados.
Sucede, sin embargo, que a veces resulta antieconómico proseguir por varios
años (cuestión pecuniaria, de parte del paciente; cuestión de tiempo, de parte
del psicoterapeuta, acosado por otras solicitudes de terapia más prometedoras
de éxito y a las que no puede atender), o, cuando la transferencia resulta
imposible, el paciente ya no se aviene a empezar de nuevo con otro terapeuta.
Pero esto es una resistencia como las demás, una resistencia definitiva por
privarle del único apoyo con que podría contar para vencer toda resistencia37.
37 Nos consta que hay algunos sujetos, muy necesitados de terapia, que
excluyen a priori confiar su caso a nuestro tratamiento (han llegado a
decir que es «lo último que harían»). Como no nos conocen
personalmente algunos, o muy superficialmente, tal negativa no tiene
otra explicación que, o algún prejuicio ideológico (por hallarse uno
muy comprometido en una determinada línea), o el presentimiento de
que nuestro método no es ningún juego consolador, sino algo que
pertubaría seriamente el precario equilibrio neurótico, conseguido a
base de compromisos con sus defensas y sus objetos internos infantiles.
Sobre este doble aspecto, más accidental pero decisivo, del tiempo y de los
honorarios, hemos de hacer de momento dos observaciones breves, pues
trataremos de ellos más extensamente en otro lugar: la media de duración de
los procesos terápicos que hemos seguido viene siendo de dieciocho meses y
los pocos casos que más se han prolongado han durado tres años, es decir, el
doble de lo previsto38. Con lo cual, otro capítulo de acusación del
psicoanálisis por parte de los autores que comentamos (la duración excesiva
del tratamiento) queda también eliminado en nuestro caso.
A. Nivel emocional:
1. Ausencia de la angustia, la ansiedad, las depresiones y otras
emociones negativas y perturbadoras que el paciente habitual o
frecuentemente padecía.
2. Capacidad de empatía positiva, de fruición de las realidades y de
porosidad afectiva controlada, en sus relaciones con el medio.
3. Capacidad de relación afectiva adulta con otras personas, sin
proyecciones ni narcisismo infantil, sino en disposición de apertura
y de entrega mutuas, controladas, pero sin temores paralizantes al
riesgo y al compromiso.
4. Bienestar psíquico difuso que prevalece sobre las experiencias
objetivamente negativas que en la relación con la realidad adversa
se producen.
5. Afectos de plenitud y de libertad en los sueños, que, por lo general,
son, en el último período de la terapia, numinosos y ricos en
símbolos positivos.
B. Nivel práctico:
1. Productividad generalizada:
a. Proyectos viables y adaptados a las posibilidades, que pueden
ser audaces, pero no ilusorios, fantásticos, inútiles o pueriles.
b. Control del tiempo.
c. Energía bien canalizada hacia lo que en cada momento ha de
realizarse.
d. Conducción regular y constante de los procesos realizativos de
los proyectos, con adaptación racional y eficiente de los
medios a los fines. Mas todo ello con elasticidad y capacidad
de fruición en el trabajo, sin compulsiones, sin obsesividad y
sin sadomasoquismo disciplinar (para sí o para otros
subordinados).
2. Concentración mental.
3. Articulación controlada, y congruente con la realidad de las
situaciones y sus exigencias objetivas, de la serie de acciones y de
respuestas que componen la conducta.
4. Independencia afectiva y objetivadora de las instancias autoritarias
y disciplinares.
5. Capacidad de orientación autógenamente ética de acuerdo con las
exigencias objetivas de la realidad, sin sentimientos envolventes de
culpabilidad, sino con capacidad asuntiva lúcida de las propias
responsabilidades y de sus consecuencias.
C. Nivel cenestésico:
1. Potencia sexual y capacidad de orgasmo, de funcionamiento genital
normalizado y de comunicación personal mediante estos registros.
2. Ausencia de somatizaciones.
3. Bienestar físico difuso, aun a pesar de ciertas dolencias localizadas,
o, cuando menos, ausencia de malestar físico generalizado.
4. Normalización del funcionamiento del aparato digestivo y
respiratorio, así como de las habituales perturbaciones cutáneas
(todo ello entraría dentro del capítulo de las somatizaciones).
5. Normalización del sueño.
D. Nivel existencial:
1. Autoidentidad y aceptación de lo propio (positivo o negativo, en
cuanto no sea trasformable), sin deseos de supercompensación
simbólica.
2. Vivencia de seguridad moderada sobre la base del ser sí mismo.
3. Adaptabilidad dialéctica al cambio situacional.
4. Elasticidad en las relaciones sociales («haciéndose cargo» de lo
ajeno) y en la prosecución de los propios intereses, con porosidad
para las exigencias objetivas.
5. Capacidad de síntesis en las diversas motivaciones (positivas y
negativas y a diversos niveles) y de decisión subsiguiente.
6. Centramiento asuntivo en lo propio y, respectivamente, de lo
objetivo y ajeno.
7. Autoposesión o dominio interno, pero elástico y poroso a la
realidad, de la conducción lúcida de la propia conducta o existencia
en un proceso constructivo y adaptado a cada una de sus fases39.
También puede ocurrir que el microgrupo parental influya del mismo modo
y, en los casos menos frecuentes y por circunstancias especiales, que el
propio sujeto, de modo inconsciente e influido por la acción de los «objetos
internos» no resueltos en su contraste con la realidad objetiva (por causas
afectivas), haya ido configurando de igual modo (deformativo y aislante) sus
propios paradigmas y claves de comprensión de lo real.
Un autor filosófico reciente llega a afirmar que todo conocimiento tiene lugar
sobre una base de afección (Stimmung), es decir, que si con anterioridad a la
toma de conciencia y a la conceptualización no se presintiese la realidad-
objeto nunca se llegaría ésta a conocer. Y, como contrapartida, sucede que
todo lo que se conoce de esa realidad-objeto es solamente aquello que de
algún modo impresiona la afectividad.
Así, tendrían que irse organizando los filtros adecuados para introyectar y
concienciar la realidad del adulto, no a partir de cero, sino, de modo todavía
más conflictivo, a partir de un magma alucinatorio de emociones intensas, de
impactos afectivos de un entorno incognoscible, y no filtrado aún, y de esos
objetos internos», cargados de ambivalencias y predominantemente
terroríficos, que ocuparían inicialmente la subjetividad del ser humano.
Como Sartre ha observado muy bien, desde otro campo, esta impactación
emocional es esencial para obtener alguna percepción y conciencia de sí
mismo («los demás nos fijan en nuestro yo», «los demás nos roban nuestro
yo», y es el tema de la obra Huis Clos de este autor). Parece que algo tan
inmediato como la propia percepción no podría estar mediatizado, ni tan
siquiera mediado, y, sin embargo, no es así.
Por eso una relación primaria con la pareja parental, o solamente con la
madre o su sucedáneo, que consciente o inconscientemente (a pesar de sus
afectadas muestras de cariño e incluso de su superprotección, tal vez dirigida
a acallar un sentimiento de culpabilidad por el rechazo del hijo) rechaza,
deforma o niega al niño, imprime unas huellas indelebles en la personalidad
adulta de éste, que oscilan entre la inseguridad existencial, la
autodevaluación, la falta de vitalidad y de productividad (incapacidad de
construir proyectos de futuro, o de realizar los concebidos), hasta la
incapacidad de entablar relaciones con el otro sexo, la falta de identidad
sexual (y homosexualidad consiguiente)52, la impotencia o la frigidez, la
división del yo53, la esquizofrenia y la psicosis.
Simplemente el «no ser visto» por los padres, unos padres demasiado
absorbidos por la actividad profesional o por su mutuo amor (no derivado
hacia el hijo), puede ya producir esa división del yo, que es ya psicótica. Se
experimenta entonces un «yo interno», que es el real, pero que «no es visto»
y ha quedado abandonado a su magma de «objetos internos» infantiles, y un
«yo aparente» e inauténtico (al que suele asociarse el cuerpo propio) que «es
visto» por los demás, pero cuya presencia en el mundo engendra sentimientos
de culpabilidad y de angustia por su irrealidad, lo cual es ya una actitud
típicamente psicótica.
3. EL PROCESO TERÁPICO
Por muy poco eficaz que fuera el influjo del proceso analítico, la
concienciación, la lucidez progresiva que se va generando en el estado inicial
de confusión mental, emocional y autoidentificativa del paciente, así como la
asunción integrativa de energías, rasgos, posibilidades y realidades que éste
va llevando a efecto, no pueden por menos de producir alguna modificación
liberatoria en él.
Görres, Rank y Steckel se han dado perfecta cuenta de que para «curar» e
influir eficazmente en los resortes más activos de la personalidad hay que
llegar más allá de la palabra, del esquema mental de las pautas sociales, de lo
convencional y de lo consabido, a esos niveles irracionales (aunque
sustentadores de la racionalidad) en que los impulsos, las vivencias más
primarias y el autopercibirse cenestésico-afectivo se entrelazan, desde los
primeros impactos afectivos del primer año de vida. Naturalmente, no existe
otro acceso a estos niveles que el afecto (positivo o negativo), las actitudes
simbólicas alternantes, mantenidas en la relación paciente-terapeuta, y la
colaboración activa de ambos en las vicisitudes del proceso dialytico (es
decir, no tanto reflexión y diálogo, cuanto acción y movilización sobre la
marcha); esta serie de tipos de relación es lo que se comprende bajo el
término de trasferencia, transfert, o rapport.
Ya en otra obra anterior (Terapia, lenguaje y sueño, 1973, que venía a ser la
«obertura» de nuestro método, en la que todos los temas se planteaban)
hicimos un análisis descriptivo y amplio de la sucesión y de las
características de tales fases (capítulo 7, págs. 185 y ss.), aquí sólo hemos de
mostrar, con mayor brevedad, la naturaleza y la articulación sistemática de
las mismas.
Las fases se dan en mayor número, dadas las vicisitudes por las que el
proceso, en detalle, ha de ir pasando, pero su dinámica y su sentido
pertenecen a uno de estos tres momentos.
La razón que les avala en esta pasividad total (una paciente francesa de un
analista lacaniano en París nos confió que durante el primer año de su análisis
ignoraba todavía el timbre de voz de su terapeuta) 58 es el propósito y la
necesidad de no incidir en el caso, de no contaminar con material propio o
con elementos ajenos el material que el paciente ofrece y la dinámica propia
de su proceso.
Sin embargo, los grandes maestros, jefes de escuela, empezando por Freud,
por Adler y por Jung y siguiendo por Ferenczi, por Reich, por Fromm, por
Gebsattel, por Pankow, etc., no actuaron así, sino que su genio y su intuición
les sugería en cada caso, con cada paciente y en cada momento, la abstención
o la intervención activa de acuerdo con una estrategia determinada (como
claramente se desprende de las obras que han dejado escritas). Es decir,
trataban de «curar» a un «paciente», no de cumplir con un reglamento...
59 Acerca del estado en que los pacientes quedan después de este tipo
de análisis puede consultarse la tipología diversa que hemos trazado en
Libido, terapia y ética (1974), págs. 233 y ss.
En la primera etapa (A), que hemos señalado páginas atrás, las intervenciones
del terapeuta han de reducirse al mínimo o incluso evitarse totalmente. Aquí
todavía es lo más conveniente dejar brotar el material analítico con toda
espontaneidad y aun con todas las dificultades, bloqueos, resistencias y
defensas que el inconsciente del paciente oponga a su manifestación o
descarga, pues esas mismas dificultades son material muy significativo y útil,
que ofrece el negativo del perfil de personalidad. Negativo que es siempre
más explícito en su mensaje que la palabra consciente e intencionada. Pero
hay que saber leer entre líneas.
Esta segunda fase puede provocar en los distintos tipos de pacientes efectos
contrarios, a unos les sigue liberando, estimulando, haciendo más lúcidos,
organizando sus contradicciones afectivas y canalizando su productividad;
éstos no suelen presentar de momento «resistencias» al progreso de la terapia,
sino todo lo contrario. Otros, cuya neurosis o psicosis61 es más profunda,
intensa o generalizada, en esta fase se angustian todavía más de lo que
anteriormente solían, y, si no se organizan cuidadosamente las estrategias con
ellos, pueden llegar al brote esquizofrénico (desde luego, como nos ocurrió
con el único paciente que presentó esta manifestación psicótica, el brote corre
peligro de producirse con bastante probabilidad, si las resistencias
mencionadas les moviesen a abandonar la terapia y a alejarse del analista).
Sin embargo, si ésta se prolongase por más de año o de año y medio, habría
que reflexionar y suponer que algo no funciona, que hay que cambiar de
tácticas, que se han cometido errores o que se lleva el análisis a terrenos nada
críticos y que no afectan el nudo de la cuestión. Un cambio de terapeuta sería
entonces, en algunos casos, aconsejable.
Análisis de resistencias.
Análisis de transferencia.
Mayéutica dialéctica frustrativa.
Técnicas activas.
Asumirse a sí mismo.
Asumir integr ador amenté las energías, impulsos y elementos
dinámicos de su personalidad nuevamente movilizados en él.
Consolidar la estructura elástica, consistente y operante de su nueva
personalidad.
Investir de significados, valores y cargas afectivas y libidinales su
mundo, pero, esta vez, no infantiles y regresivas, sino adultas, eficaces y
con el mayor grado posible de objetividad.
Deducir por y desde sí mismo el sistema de respuestas válidas y
adecuadas a las exigencias objetivas de toda posible situación futura.
Pero esas normas no valen por sí mismas, sino que constituyen una
mediación cultural, en orden a percibir las exigencias objetivas y
efectivas de cada situación y de cada uno de sus elementos reales, en
cada momento del proceso.
Cada una de estas fases requiere una forma propia de control de los
resultados y unas estrategias peculiares, pues de no controlar y de no
organizar estas estrategias, puede el proceso terápico estancarse y comenzar a
girar en el vacío y en la inercia de su propia dinámica resistentiva.
A lo largo de estas seis fases (o sus equivalentes) se han de poner en juego las
siguientes modalidades de acción terápica o dialytica, que hemos de estudiar
en el resto de esta obra:
1. Vinculación transferencial.
2. Deducción de material significativo (técnicas activas).
3. Translabor ación:
a. Interpretación.
b. «Insight».
c. Asunción.
d. Abreacción pulsional y afectiva (técnicas activas).
4. Integración:
a. Situacional.
b. Biográfica.
c. Afectivo-personal.
5. Avance práctico («acting»).
Todo ello supuesto (cuya demostración no hace aquí al caso, por ser
extraterápica y ser éste un tratado de Psicoterapia estrictamente tal, y que, por
lo demás, hemos ya realizado, como queda dicho, tanto en los tres primeros
capítulos más el 8 de Terapia, lenguaje y sueño como en los capítulos 3 y 5
de Dialéctica del concreto humano; aunque bastaría con que los presupuestos,
aquí formalizados, condujeran a una más adecuada comprensión de las
perturbaciones de personalidad y de su fenomenología, prescindiéndose de
sus «valores de verdad»), reciben ya su significado y su alcance adecuado,
práctico, los principios todavía teóricos, pero ya más ceñidos a la práctica
terápica, que a continuación formulamos:
Esta energía introyecta objetos, es decir, se los apropia de algún modo, puede
tender a convertirlos en partes de su mundo o de su esfera personal, o por lo
menos los inviste libidinalmente, convirtiéndolos así en centros de interés y
de atracción de su tendencialidad, de modo que pueda incluso quedar fijada a
ellos; pero también puede desinvestirlos y reconvertirse hacia otros objetos,
otros niveles, o hacia el mismo sujeto (investición narcisista del cuerpo, del
falo, del yo, etc.), tratando siempre, en estos movimientos reconversivos, de
buscar compensaciones de gratificación: si al derivar hacia un tipo de objeto
sufre alguna frustración o trauma, abandona esa línea y sigue otro modo de
derivación que restablezca el equilibrio libidinal gratificativo y compense el
defecto de gratificación sufrido.
Por estas manifestaciones se aprecia que esta energía básica se halla siempre
en movimiento (aun cuando esté bloqueada) y que su estado habitual
normalizado sea el de un proceso progrediente hacia unas metas determinadas
de madurez personal, evolución procesual que, como todo proceso natural, se
articula en diversas fases cualitativamente distintas: depresiva, esquizo-
paranoide («posiciones» de M. Klein), oral, anal, uretral, fálica, genital,
genital-oblativa...65.
65 Para el estudio de estas fases consúltese nuestra obra Raíces del
conflicto sexual (Madrid, Guadiana, 1976) en su primera parte, donde
analizamos la microestructura y los componentes de estos procesos
evolutivos y sus perturbaciones conflictivas, con la intención de ofrecer
a los psicoterapeutas un repertorio sinóptico de elementos manejables
en la integración de la personalidad adulta.
Es más, tanto los perturbados como los llamados «sanos» pueden percibir y
comprender y encontrar hechos realidad cada objeto, el mundo y la totalidad
de lo real (incluido el propio cuerpo y el psiquismo propio) en cuanto éstos se
formalizan semióticamente en tales (igual que en el caso de un texto, un mito
o un sueño) y en cuanto se hacen objetivamente perceptibles y comprensibles
gracias a una filtración semántica, que viene ya incoada en el momento en
que los órganos de los sentidos y los centros nerviosos correspondientes
comienzan a seleccionar estímulos y a totalizar lo seleccionado en forma
aperceptiva.
No hay que perder nunca de vista el hecho de que aun en la percepción más
simple, inmediata y objetiva, jamás han quedado recogidos o registrados por
el psiquismo todos los estímulos o elementos sensoriales que están
constituyendo la realidad en sí del objeto de esa percepción.
Comenzando por la comprobación, irrefutable, de que la realidad en sí de la
materia resulta absolutamente inaccesible a la percepción humana y la Física
actual llega a poderse referir a ella modelizándola convencionalmente en
forma de «campos» energéticos, electromagnéticos o gravitatorios (que nadie
percibe y que son, en definitiva, un constructo artificial de una ciencia
determinada en un momento dado de su evolución); y que la extensión, las
presiones, los volúmenes, las temperaturas y los colores son una traducción
interpretativa, mediante unos filtros subjetivos, de algo que nadie percibe,
que permanece inaccesible al conocimiento directo y que resulta
inconmensurable con las categorías perceptuales del sujeto humano.
Es más, como han visto muy bien Lacan y su escuela, la sociedad prepara de
antemano al que nace o va a nacer su orden de significantes socialmente
determinado, y el sujeto accede a la realidad investido por el significante,
desde «el discurso del Otro», de modo que se nace ya en situación alienada, y
el hacerse-uno-mismo constituye una labor a contrapelo de la «pasión del
significante», pero en que, al liberarse el sujeto, descubre que, en este orden
de cosas, su mismidad yoica no es sino una «malla suelta en el discurso del
Otro», una cesura, una solución de continuidad ininteligible; pues se sale,
para ser ella misma, del orden de los significantes.
Naturalmente, todo proceso evolutivo procede por fases que presentan, cada
una, unas características propias y suponen unas condiciones específicas. Y
de igual modo, su recuperación terápica adopta la misma articulación fásica
que ha de ser tenida en cuenta para la buena marcha del proceso curativo.
Parece ser, según Jung, que entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco
años de edad del varón y, añadimos nosotros, a causa de la menopausia en la
mujer, tiene lugar un proceso mutativo de la elasticidad de la personalidad
(Lebenswende, «viraje de la vida» jungiano) que hace ya irrecuperables las
posibilidades libidinales, asuntivas y prácticas del sujeto.
Por este proceder podrá aportarse alguna claridad al caso, podrá el paciente
concienciar en algún grado la estructura y la dinámica de sus mecanismos
neuróticos (es decir, no negamos que tal filtraje convencional sea de alguna
eficacia), pero de ningún modo pueden producir el «salto del resorte»
definitivo, y verdaderamente curativo, o conducir a una catarsis total de la
malformación neurótica una serie de interpretaciones mediatizadas
convencionalmente por un sistema teórico y no apoyadas en sus propias
claves de comprensión.
Al cabo de algún tiempo, ya puede irse sabiendo con una certeza creciente
que tales oniremas o imágenes recurrentes encierran un significado tal, en
este caso concreto, que quizá no presenten en otro caso, o que no se halle
recogido por las escuelas clásicas70.
Ante todo, dos puntos son evidentes a este respecto: uno, la comunicación de
inconscientes, entre paciente y terapeuta, que éste frecuentemente no llega a
controlar, pero que influye muy activamente en la marcha, en la movilización
o en el estancamiento del caso y de su proceso. La situación de terapia entre
dos es intensamente humana y hasta dramática, y no es en absoluto posible
que uno de ambos deje de estar especialmente implicado en ella, con todas
las consecuencias; de modo que, como antaño los padres, aquellos
sentimientos y tendencias inconscientes hacia el paciente, o su falta de interés
y de atención en las sesiones, o las calidades de su «projimidad» (la
Mitmenschlichkeit de Gebsattel), no dejen de constituir factores muy activos
y reales en el desarrollo del proceso. Es el fenómeno que se ha denominado
«contratransferencia».
Por todo ello, y en virtud de este principio, sería de desear siempre que el
paciente ignorase lo más posible de las particularidades de la vida concreta
del terapeuta, y también que nunca entrase en relación con otras personas
allegadas a él por una razón o por otra; por lo tanto, que no acudiera a las
sesiones al domicilio del mismo, sino a un local impersonal y neutro, cuya
decoración fuese a la vez funcional, sobria y estética, mas sin ningún resabio
de clase social, de manifestaciones narcisistas o de culto a la personalidad del
terapeuta. Demasiado lujo en el mobiliario es, desde luego y para toda clase
de pacientes (aun para los socialmente bien situados), entorpecedor, y
asimismo un ambiente desapacible y sórdido; pero de excederse en algo
resulta preferible, a la larga, el destartalamiento del local, que recuerde el de
un estudio o el de un taller, que un confort y un esteticismo, tal vez agradable
a primera vista, pero demasiado cercano a las apreciaciones del consciente, y
secretamente movilizador de impulsos inconscientes negativos, por una u otra
razón: el lujo en el mobiliario no pierde nunca un cierto carácter de agresión
al visitante.
a. Invitar al paciente con una cordialidad nada fingida a que, por una
vez, se expansione diciendo lo que siempre le habría desahogado
decir, o lo que le está preocupando o presionando y deprimiendo
desde siempre...
b. Indicarle las áreas o niveles de contenidos psíquicos que pueden
ser de interés para su catarsis (y q ue él mismo se administre con
estas indicaciones en adelante, sabiendo los puntos que ha de
controlar en su pasado y en su actualidad):
Recuerdos de infancia.
Estados afectivos.
Sueños.
Fantasías.
Imágenes eidéticas (espontáneas).
Asociación libre.
Deseos.
Temores.
Proyectos.
Situaciones y dinámica de las mismas.
Con los afectos sucede lo mismo, sólo que aquí lo prevalente no son las
imágenes, sino los estados emocionales. Pero lo eficaz es precisamente
el envolvimiento inmersivo de tipo cuasi-cenestésico, muy semejante a
los de la primera infancia y primeros meses de vida, capaz de hacer
regredir a etapas muy tempranas en el desarrollo de la personalidad.
73 Sin embargo, esta estimulación no debe ser tan «concreta» que anule
la distancia simbólica e implique al terapeuta y al paciente en una
relación real y cotidiana de otro tipo (como sería una relación sexual
con una paciente, o hacerle un favor pecuniario o de recomendación
burocrática, o irse a pasar unas vacaciones juntos, etc., todo lo cual
resulta altamente contraindicado). Pues lo que hace efecto curativo no
es la inmersión prosaica en otra forma de realidad cotidiana (la de una
situación de adulterio, por ejemplo), sino el ser capaz de trascender la
realidad cotidiana simbólicamente y desde este nuevo plano reelaborar
las actitudes y la visión propias de la realidad cotidiana. Sería la
diferencia entre tonal y nagual juego de planos de realidad distintos,
presente en la obra de Carlos Castañeda, Las enseñanzas de Don Juan,
Una realidad aparte y Viaje a Ixtlan. Don Juan, el brujo, trata de darle
acceso a estos planos esotéricos de realidad mediante las drogas
integradas en un marco ritual (las drogas, precisamente para que no
sean perjudiciales, habrían de ser ingeridas sólo provisionalmente y
para arrancar de la visión cotidiana de las cosas y dentro de unas
precauciones rituales muy estrictas). La ingestión indiscriminada y
dilettanti de drogas, como en Occidente se practica, es claramente
perjudicial e ineficaz a este respecto.
Pero esto lo citamos a modo de ejemplo. Por supuesto que en la diálysis
no se requiere en absoluto nada de esto, que sería contraproducente,
sino que bastan y sobran los recursos dialécticos y dialógicos del
discurso analítico.
Por ejemplo, no basta nunca que el paciente diga que ha tenido un sueño de
tal o cual tipo y donde pasaba esto o lo otro (una lucha, una persecución, un
encuentro o hallazgo), sino que hay que obligarle a que narre detalladamente
sus sueños, pues en los detalles y en su evocación concreta está la fuerza
dinamizadora del sueño. No basta tampoco con que diga que su padre fue
duro, ha de especificar y evocar incluso las escenas concretas que le
traumatizaron, y así sucesivamente.
Por lo que se refiere al lugar ordinario de las sesiones hemos de hacer las
siguientes precisiones, basadas en nuestra propia experiencia:
Hay pacientes, y momentos del proceso, a los que ayuda más una
comunicación directa y frente a frente, o sea, mirando desde el diván al
terapeuta (aunque sea para controlarle, pues satisfacer este deseo puede ser
provisionalmente eficaz); en otros momentos o con otros pacientes ayuda
más permanecer fuera del alcance de su vista, incluso por unos momentos
puede el terapeuta dejar sólo en la habitación al paciente y analizar luego el
cambio de sentimientos experimentado en su ausencia y al volverse a
presentar. En una palabra, con la distancia, la ubicación en el espacio, las
presencias y las ausencias puede jugarse como con elementos primordiales de
las constelaciones simbólicas del paciente, y asi obtener una serie de matices
nuevos en sus reacciones afectivas, que enlacen con arcaicos recuerdos
infantiles.
Y, dentro de ello, también hay que considerar la posición. En este punto hay
que ser más rígido que en el anterior (de la ubicación del terapeuta): la
posición analítica eficaz e indispensable es la supina, en actitud lo más
relajada posible, que no se suple con estar simplemente «cómodo» (como
cuando se sienta en un sillón), sino que ha de contribuir a bajar sus defensas,
las cuales sólo se debilitan en esa posición.
Por eso, las más de las veces, dice Freud en Die Verneinung (La negación), el
paciente no está dispuesto a admitir el significado que se da a sus símbolos,
gestos y palabras, literalmente «no le cabe en la cabeza» (y no le puede caber,
pues su sistema de conceptos se ha construido precisamente para ocultar,
marginar y reprimir eso que se le está diciendo y que nunca ha querido
admitir), y, cuando se le dice, suele responder «en eso no había yo pensado
nunca»... Y aquello, dice Freud, es precisamente la base y el nudo de todo su
sistema neurótico.
De hecho, todos los autores clásicos y los analistas prácticos han venido
empleando diversos modos de comunicación, pero tácitamente y sin control
sistemático. Y esto es lo que menos debería suceder, dado lo extremadamente
delicado de la personalidad y de sus procesos de movilización y de
recuperación y reestructuración. Si algo tiene fundamento en las críticas de
otras escuelas al psicoanálisis es éste la simplificación con que algunos
analistas tratan la realidad compleja (y dramática) de la persona del paciente.
(Si el cirujano organiza su instrumental al alcance de su mano, extendido en
toda su disponibilidad, junto a la mesa de operaciones, el analista debe
también explicitar organizativamente el repertorio de accesos a la persona y a
su inconsciente, para disponer o prescindir de ellos, según convenga, pero
con sistematicidad).
A. Momentos:
a. Diferencia (e incluso discrepancia y tensión) de estados iniciales de
ambos sujetos de la comunicación, ya en cuanto a la información,
ya en cuanto a la vivenciación.
b. Comunidad de sistemas referenciales, parcial o total, ya se trate de
sistemas categoriales, codales o de intereses.
c. Proceso dialécticamente articulado de resolución de las tensiones,
pasando por diversos momentos mediales, que puede apuntar a
diversos tipos de estado terminal:
1. Recepción de un mensaje.
2. Participación en un estado de ánimo común.
3. Participación de una situación intersubjetiva.
4. Participación en una mentalidad común.
Se hace preciso, por lo tanto, distinguir todos los niveles posibles a que puede
darse comunicación, cuestión que la Informática elude, pues
unidimensionaliza las relaciones sociales e intersubjetivas.
B. Niveles:
a. Verbo-codal.
b. Conceptual.
c. Informacional.
d. Afectivo.
e. Situacional.
f. Vivencial.
g. Pulsional.
Tampoco puede evitarse, en este orden de factores, que el juicio u opinión del
hablante se incorpore modificativamente al contenido referencial del mensaje
pretendidamente objetivo: quiérase o no, éste viene filtrado por la apreciación
subjetiva y personal del hablante (incluso en los textos legales y científicos:
mauvaise foi de la science, tematizada por Sartre y por Lacan), que, además
del montaje sintáctico, principalmente se manifiesta en el empleo y selección
de adjetivos y de adverbios.
Los niveles restantes: afectivo, situacional, vivencial y pulsional son los que
representan una mayor intensidad de comunicación y los más específicos de
la comunicación terápica.
Vistas desde este ángulo, las relaciones sociales y la dinámica de los grupos
presentan dos planos correlativos sensiblemente discrepantes entre sí: uno es
el conscientemente perceptible, controlable e inteligible, y otro, el plano
trasferencial, de las descargas, las proyecciones, los desplazamientos y la
vivencia simbólica de las relaciones, las personas y los hechos. Plano, este
último, que no se controla, que no se percibe directamente y que suele
resultar ininteligible, en su juego de sustituciones simbólicas y de sus
investiciones libidinales, pero que resulta decisivo y determinante en la
vivencia y en las actitudes y reacciones que las relaciones o situaciones
sociales (incluso bipersonales) motivan. Supone un modo de participación
común a dos o más sujetos y a niveles profundos, en la trama de relaciones y
de vecciones que en el grupo social se constelan.
Así, mientras a nivel consciente puede parecer que entre paciente y terapeuta
se ha establecido una relación transferencial muy positiva (y el paciente se
muestra siempre y sin excepción bien dispuesto a recibir y a aceptar cualquier
sugerencia e interpretación de su analista), puede, de hecho, a nivel
inconsciente estarse dando una relación transferencial muy negativa, de modo
que el paciente esté cargado de odio y de agresividad reprimida contra su
analista, cerrado totalmente a una verdadera comunicación abierta con él; es
más, defendiéndose de él y sus intervenciones, lo cual paraliza el proceso
analítico y crea un status quo resistencial que puede mantenerse por tiempo
indefinido. Hasta este punto pueden discrepar los aspectos que en un plano y
en otro presenten las relaciones comunicacionales entre dos o más sujetos,
siempre que interesen o movilicen pulsiones y niveles inconscientes o
infraliminales.
Pero sabiendo que la personalidad es algo más complejo y que ofrece otras
vías de comunicación, no nos parece que todo deba quedar ahí (pues por
experiencia sabemos la lentitud y los estancamientos a que ello da lugar),
sino que se ha de explorar el repertorio de registros comunicativos en su
totalidad, para admitir, utilizar o incluso rechazar (en cada caso, por
supuesto), pero rechazar con lucidez y control (y no por dogmas e
imposiciones de escuela) algunos de ellos, según las circunstancias concretas
de cada caso lo aconsejen.
Ferenczi, que por otra parte introdujo las técnicas activas extra-verbales, da
tanta importancia a la verbalización que repara en las dificultades que el
paciente presente para pronunciar determinadas palabras concretas; este autor
se refiere a las obscenas (aischrolalia), pero hemos advertido que esto puede
suceder con palabras aparentemente inocuas, mas sobredeterminadas
emocional o simbólicamente para un paciente determinado, como las palabras
«pelele», «cárcel» o «licenciatura»82. Ferenczi afirma que, en tanto el
paciente no pueda pronunciarlas (las palabras obscenas) sin resistencias ni
conmociones afectivas, sigue reprimido. También desaconseja este autor
ayudar al paciente, cuando le falta la palabra, completando su discurso con la
palabra oportuna, pues la laguna de palabra o el sinónimo que pueda
finalmente aportar, quedan suprimidos o soslayados por la ayuda que el
terapeuta le preste a completar la frase, frase que pudo haber sido crítica y
reveladora, pero que así se ve privada de su valor revelador, al haberse
evitado tal vez un lapsus o acto fallido verbal.
82 En una sesión del año 73, la mera pronunciación por nuestra parte
de la palabra «pelele», sin intención alguna de aludir al paciente, le
provocó un mareo y un estado de postración de dos horas de duración
(tuvimos que dejarle acostado en el diván habitual e irnos a otra
habitación a proseguir las sesiones con otros pacientes, vigilando de
cuando en cuando su estado de privación).
En este juego social de tensiones dialogales reside toda la fuerza del método
psicoanalítico. Por eso el autoanálisis, que carece, por definición, de tales
posibilidades de socialización, no parece que pueda ser eficaz en absoluto.
Los usos sociales significan aquellos procesos práxicos y efectivos por los
que la sociedad funciona y va concretando, articulando y trasformando el
mundo de cada grupo y de la especie total, y dentro de los cuales tienen un
sentido las palabras, los significados, los valores y las intenciones. Usos
sociales que a su vez se hallan referidos a los campos significacionales.
Los demás términos no requieren una explicación especial, pues los tomamos
en su sentido obvio y además hemos tratado ampliamente de ellos en diversas
obras. Eso sí, por sistemas totalizadores entendemos todas aquellas tramas de
relaciones que unifican distintos objetos o campos de objetos y que vienen a
constituir los marcos de referencia de la praxis humana, desde las
concepciones mágicas hasta las científicas, pasando por las ideologías, las
taxonomías estilísticas y zoológicas (por ejemplo, las que estudia Lévi-
Strauss en El pensamiento salvaje), los panteones, las tablas de valores, las
leyes y las concepciones religiosas.
La postura en la sesión (la postura general del cuerpo y la de las manos, los
brazos, las piernas, los pies y la cabeza, y, según Reich, la tensión del pene,
que puede hallarse anormalmente fláccido o tener momentos de erección) es,
fuera de la verbalización, el dato más patente y expresivo de las disposiciones
de un sujeto, pudiendo tener valor simbólico-expresivo incluso el hecho de
estar vestido, de no quererse quitar el abrigo o de desnudarse durante
determinadas sesiones 84.
Por muy difíciles de detectar que a veces sean algunos de estos componentes
del discurso, hay que tener presente su existencia en él, pues habrá procesos
terápicos o situaciones en las sesiones, tan herméticas y escasas en material,
que se haga necesario recurrir al contenido de estos repliegues del discurso.
Todavía por debajo del nivel de las intenciones y de las estrategias, hay una
vección expresiva que fuerza a la persona a expresar aquello que tiene que
expresar, quiéralo o no. Y si ello no se hace por un cauce de comunicación
consciente, se filtra subrepticiamente, en metáfora semiótica y en negativo,
en el procedimiento mismo de ocultarlo. La realidad nunca miente, y las
pulsiones, tendencias y vecciones inconscientes son realidad en sentido
fuerte, que se impone a las intenciones irreales (irreales sobre todo, en el
neurótico) de la actividad consciente.
3. INTERPRETACIÓN DE IMÁGENES Y
FANTASÍAS
Enlazando con el tema de los indicios implícitos, en el discurso, de aquello
que precisamente trataba de celar este mismo discurso, se plantea el tema de
la hermenéutica, en general, de todos los elementos significativos que, en la
comunicación no vienen explícitamente manifiestos (verbalizados), sino
dados por otras vías expresivas que siempre requieren una labor interpretativa
que traduzca sus contenidos, por muy explícitos que sean, a palabra o a
intuición práctica y afectiva (insight).
Estos hechos reales y concretos pueden definirse como estados, bien del
organismo, o bien del psiquismo; a los estados orgánicos con connotación
simbólica se les denomina somatizaciones; los estados psíquicos no reciben
nombre especial, cuando son simbólicos y están expresando algo distinto de
su mismo ser-estado, pero pueden simbolizar elementos y procesos muy
reales de la perturbación de la personalidad que no se explicitan sino en esa
forma.
Fantaseo, ensueño.
Imagen eidética.
Sueños.
Alucinación.
El problema que todo este material plantea, desde las somatizaciones y las
preferencias o veleidades, hasta las alucinaciones y los sueños, es el de
adquirir certeza acerca de su significado o de su mensaje: una somatización,
un acto fallido o una imagen están sin duda significando algo; puede
conjeturarse lo que están significando, pero, en algunos momentos del
proceso terápico y para estribar fundadamente en ese significado, ha de
poderse adquirir certeza acerca de ello. Y a esto apuntan las pautas
hermenéuticas que ofrecemos, insistiendo y ampliando las que ya expusimos
en Terapia, lenguaje y sueño:
Un paciente nos dijo una vez que había soñado una palabra que debía
ser alemana, y la deletreó: B, R, ü, H, L (o R) no está seguro... (la L y la
R, como consonantes líquidas son equivalentes en cierto sentido).
Precisamente habíamos residido muy cerca de la villa de Brühl durante
años, que a su vez significa «Heredad», y por aquellos días el paciente
tenía planteada una cuestión de reclamación de herencia... Y así otros
casos.
Se ve, pues, que se trata de otro tipo de registro de comunicación, que puede
tener consecuencias importantes, tan importantes como el influjo
dinamizador y contratransferencial, ejercido en el proceso, por el interés real
(inconsciente) que el terapeuta tenga en el caso y que tal vez no pueda
controlar ni incrementar conscientemente. Y viceversa, el desinterés que el
paciente realmente tenga en su propia curación puede anular un interés por
curarle que originariamente existiera en el terapeuta. La única vez que en
varios años nos sorprendimos en una sesión habiendo dado una cabezada, y
sin poder mantener la atención (que habitualmente mantenemos sin
dificultad) —lo cual no dejó de producirnos extrañeza—, supimos algún
tiempo después que en esa precisa sesión el paciente nos había estado
embaucando con sueños inventados, en aquel momento por él, para no quedar
en silencio.
A nosotros nos han abandonado pocos pacientes (y las más de las veces,
hemos sido nosotros mismos los que les hemos planteado claramente la
cuestión, al advertir su falta de interés por cambiar y curarse); y, previamente
al abandono de los que lo han hecho, hemos registrado en nuestro ánimo una
pérdida de interés por el caso. Pero mientras este interés ha existido, por muy
estériles que pareciesen las sesiones y aunque los pacientes hiciesen el efecto
de venir por cumplir o, tal vez, a desahogar su agresividad agrediéndonos
verbalmente, nunca han abandonado la terapia. Y esto no se explica sino
suponiendo que nuestro propio interés (nada comercial) por ellos nutría su
propio interés por las sesiones, aunque por su falta de voluntad de cambiar y
de integrarse se prometieran pocos resultados de ellas92.
5. REGISTROS EJECUTIVOS
A los registros que llamamos ejecutivos se asocian en nuestro cuadro
sinóptico otros registros análogos que ya no se refieren a la comunicación
propiamente dicha, al conocimiento y al efecto, sino a la activación y a lo que
podríamos llamar la puesta-en-realidad. Nos referimos a la concienciación
personal, a la objetivación intersubjetiva, a la consolidación fiducial, a las
regresiones recuperativas, a la descongestión y al injerto personal, además de
ciertos aspectos de la empatía.
Porque es muy fácil que, aun con la mejor voluntad por ambas partes, todo
quede en palabras y en pasar revista, meramente especulativa, al pasado o al
proyecto, o en que se produzcan estados de ansiedad o de aquietamiento y
confianza, pero sin que nada de esto haga cambiar la realidad intrínseca del
caso y de la personalidad del paciente.
Sin embargo, siempre hay que hacer la advertencia, de que mucho más
importante que ejecutar (de no ser para movilizar simbólicamente energías
reprimidas o represadas) es asumir, pues la asunción —al llegar a
impresionar activamente los niveles inconscientes— elimina barreras
represivas, mientras que la ejecución sin asunción puede equivaler a un
acting y aumentar la angustia y los estados de ansiedad. Esto aparte de que
puede haber acciones o comportamientos que no sea posible ejecutarlos; por
lo menos, no en el decurso de la terapia o durante las sesiones (por ejemplo,
tener unas relaciones amorosas o sexuales adecuadas, gratificantes y
completas en sus dimensiones, no está en la mano de cualquiera ni puede
conseguirse a voluntad; se han de dar las condiciones necesarias y ha de
existir la persona querida, que pueda ser término de una relación así y que no
es posible sustituir por nadie, que de forma mercenaria se preste a ello. Lo
mismo puede decirse de la descarga real de agresividad).
Otro procedimiento, más propio de fases avanzadas del análisis (pero que ya
puede iniciarse en la «mesetaria») es dar por descontados sus valores y, al
hablarle ocasionalmente, situarse en un plano (objetivo y nada ficticio o
afectado) de apreciación, de estima y de contar con sus valores o
cualidades96, y así irle envolviendo en una atmósfera estimulante, alentadora
y positiva que le refleje a él mismo, en el diálogo, en ese modo deseable, que
todo sujeto con un mínimo de confianza en sí mismo, ha disfrutado en su
infancia. La condición única es solamente la veracidad del analista: que en
todo ello no se aparte un ápice de lo que él objetivamente siente y piensa del
paciente, para que a éste no le suene a hueco, a convencional y a estratégico,
y porque la terapia analítica va, y ha de ir, necesariamente fundada del modo
más estricto imaginable, en realidad.
Por eso, no pocas veces se hace necesario superar tal represión y tal rechazo,
asociado a ella, mediante una toma directa en consideración de eso mismo
simbólicamente rechazado, lo cual no pertenece al pasado, sino que está ahí,
formando parte del paciente en su mismidad.
Si se logra superar este rechazo (hay casos que han necesitado meses de
sofronización hasta avenirse con su sexo o con su falo y que, tras un rechazo
totaldel mismo, han pasado una temporada en que siempre replicaban con
ironía: «Como usted lo dice así..., como a usted le parece..., ya que usted lo
supone... lo acepto, no lo rechazo, o no me parece tan mal...», hasta llegar a
sentirlo mucho después como algo positivo y ciertamente valioso), hay que
pasar a investirlo axial y emocionalmente de valor positivo y explotar su
poder de simbolizar (el falo sobre todo) la personalidad, la energía, la
productividad, la agresividad, la plenitud, la fecundidad, la penetratividad en
el mundo y en el futuro, y otros rasgos valiosos de la virilidad; en la mujer ha
de significar emocionalmente su sexo la creatividad, la maternidad, la
feminidad, la capacidad de entrega y de relación profunda y gratificante, y su
destino biológico como hembra, que no es nada «inferior» ni despreciable.
Pero lo mismo puede decirse de cualquier otra parte o aspecto del cuerpo en
cuanto propio, parte constitutiva de la persona e instrumento de su
realización.
De parte del analista se exige, al aplicar esta técnica, que su mirada sea
franca, abierta, limpia o neutra (hay personalidades que no poseen tal modo
de mirar, y en ese caso más vale que se abstengan, pues no pueden crear sino
resistencias suplementarias en el paciente, ya que éste puede sospechar
segundas intenciones en el analista, o no se puede proyectar libremente sobre
ese modo de mirar, o intuye detrás de esa mirada una personalidad de poco
fiar, lo cual malograría, quizá definitivamente, la transferencia positiva) y que
en su mirar exprese todo el interés (y el desinterés propio) que siente por el
caso que trata, su disponibilidad y su sinceridad. Por supuesto, ha de hallarse
lejos de la intención del analista toda intención siquiera remota de
sugestionar, que impediría la dinámica libremente proyectiva que se pretende
desencadenar con esta técnica, y su incidencia impurificaría y hasta
entorpecería la eficacia dialytica.
6. ESTRATEGIAS ACTIVADORAS
Los registros afectivos: capacidad de empatía, injerto de personalidad,
proyecciones transferenciales y afectividad dialogante subconsciente hemos
de tratarlos, más sistemáticamente y en su lugar, en el capítulo siguiente
dedicado a la Transferencia. Para terminar este capítulo trataremos,
finalmente, de la alternancia de roles, de las regresiones y de las estrategias
en la conducción del proceso: control de fases (ya tratado en parte en el
capítulo 3), dosificación de contrastes y de interpretaciones y variación de
áreas temáticas.
Podríamos decir que la marcha normal del proceso, no estancado, y una vez
establecida una buena transferencia, procede por un juego de roles alternantes
(proyectados por el paciente sobre el terapeuta y sobre sí mismo), un proceso
regresivo suplementario, una sucesión de fases (que hay que controlar), un ir
compulsando diversas áreas temáticas, discreta y alternantemente, y un
provocar contrastes emocionales e intencionales, dosificando tácticamente las
interpretaciones del material que en todo ello aparece.
Junto con el principio de abstinencia hay que hacer resaltar, sobre todo a
propósito de las técnicas activas, el que podríamos denominar principio de
distancia simbólica, fundamento del de abstinencia, y según el cual toda
actividad o comportamiento activador dentro de la terapia puede ser eficaz y
no perturbador sólo si mantiene claramente su naturaleza o carácter
simbólicos; y deja de serlo (y se convierte en perturbador, hasta hacer
imposible la prosecución eficaz del análisis con un determinado analista), si
esa distancia simbólica se anula y la actividad pasa a convertirse en una
implicación del analista en la vida real del paciente con consecuencias
extranalíticas (como sería el caso de emplear al paciente en la oficina del
terapeuta y establecer así una relación laboral extranalítica, o de convertir la
contratransferencia en relación sentimental y en adulterio).
Puede haber, por ejemplo, ciertas muestras de afecto que pueden resultar
eficaces con un paciente heterosexual (por vivirlas éste inequívocamente
como símbolos de atención paterna o parental), pero que sean totalmente
contraindicadas si se trata de una persona del otro sexo (sobre todo una
histérica) o de un homosexual, pues éste tendería espontánea y casi
invenciblemente a interpretarlas como complicidad homosexual, como un
entrar en su juego neurótico y un caer, el analista, automáticamente de su
posición terápica, al suponerlas avances extrana-líticos de una posible
vinculación homoerótica.
Por eso no puede ser terapeuta de un paciente determinado alguien, por muy
experto que sea, que se encuentre vinculado a él por razones de parentesco,
de colaboración profesional o de amor. La distancia entre ambos sería
demasiado reducida para que el carácter y la eficacia simbólica de la relación
transferencial, de la comunicación y de sus vicisitudes pudieran mantenerse.
Y este hecho supone que el sujeto humano, al entrar en relación terápica con
otro sujeto humano, ante el cual se ve en la obligación de bajar sus defensas y
de manifestarse radicalmente (aunque de modo progresivo y lento) tal cual él
se siente ser, comienza a proyectar sobre él una serie de elementos
inconscientes arcaicos (es decir, no actuales ni siquiera recientes, y que no
corresponden a cuestiones y situaciones más o menos pragmáticas de su vida
adulta), que venían constituyendo el trasfondo emocional y libidinal, no
resuelto, que inhibía o, de alguna manera, modificaba perturbadoramente la
dinámica adulta de sus energías básicas (libido), de sus relaciones con el
mundo y de la aceptación de sí mismo; con la consiguiente falta de
productividad, o la ansiedad de una presencia social conflictiva.
La constante (en otros tiempos se habría denominado «ley») que hace posible
la transferencia es la proclividad que presentan las tendencias libidinales de
todo sujeto, cuya necesidad de cariño no fue suficientemente satisfecha en la
primera infancia, a despertar inevitablemente, tan pronto como entra en
comunicación con un nuevo «objeto», el analista. Los impulsos inconscientes
se resisten a ser recordados y más bien tienden a reproducirse activamente,
repitiendo modelos infantiles, con toda la ambivalencia que entonces
presentaban; esta movilización proyectiva permite entonces analizar lo
objetivado por la proyección (es decir, analizar la transferencia), desligar del
analista esos impulsos ambivalentes proyectados sobre él (hostiles y eróticos,
reprimidos) y liberar de ellos al paciente, gracias a ese procedimiento de
objetivación y de disolución analítica de lo proyectado.
El tipo de efectos negativos estaría constituido por los hábitos de defensa del
Yo (el Yo neurótico es esencialmente defensivo), que también vienen
«transferidos» proyectivamente al analista, constituyendo la llamada
«transferencia narcisista» en la que el Yo se angosta y confina en un mundo
resguardado de los efectos penosos (ansiedad, vergüenza, culpabilidad,
repugnancia...) manifestando hostilidad hacia el analista.
105 Tal asunción por parte del Yo de las funciones ejercidas hasta
entonces externalizadamente por un Super-Yo adventicio equivale a lo
que en Libido, terapia y ética (Estella, 1974) hemos denominado «ética
autógena», es decir, no externalizada ni abstractamente normativa.
Aunque todo esto sea verdad, nadie puede afirmar seriamente que la
neurosis o la psicosis provengan exclusivamente de estos factores
colectivos y socioeconómicos, o por lo menos que han de haberse
filtrado por otros niveles menos abstractos y generales, para
impresionar al inconsciente del paciente. Introducir por iniciativa
propia tal material, ya se ve que puede dar lugar a toda clase de
tergiversaciones y de desviaciones en la emergencia de material
verdaderamente efectivo y analítico y en su interpretación.
La terapia dialytica es una lucha (casi del tipo de las artes marciales
orientales, metafóricamente hablando) en la que el Inconsciente no quiere
entregar sus claves y, por añadidura hay que combatirle desde fuera y
aliándose con él (que es hermético y hábil en fintas y en equívocos), dándole
confianza pero al mismo tiempo desconfiando del mismo, en una gran
elasticidad comunicacional y situacional (creando situaciones y tratando de
activarle, pero sin introducir contenidos no dados por el paciente, entre Scilla
y Karibdis de la pasividad ineficaz y de la implicación inductora).
Esta etapa progresiva del proceso puede dar vértigo al paciente y producir en
él resistencias suplementarias, pues lo que él desea es «curarse», sentirse
menos ansioso y más adaptado a la realidad y a su vida profesional o familiar,
y resulta que empieza a experimentar lo contrario (tras el alivio de la
descargc inicial). Mas esta regresión inicial es indispensable, pues no ha de
curarse si no es recuperando las posibilidades y cargas energéticas
marginadas en la infancia, y ello gracias a la reversibilidad de los procesos de
la personalidad, verdadero privilegio del viviente humano.
Cuando, de una parte, han comenzado así a relajarse las barreras superyoicas
y, de otra, ya no se encuentran los fantasmas (asociados a las cargas
libidinales) en un estado flotante y sin un objeto real determinado que investir
(estado causante de ansiedad), sino catalizados en el analista, que los encarna;
si además éste ha atraído hacia sí (por su tolerancia) alguna carga de libido,
capaz de atravesar la barrera de la censura superyoica (puesto que él mismo
encarna también el Super-Yo), habrá comenzado el «deshielo» y se estará
produciendo una abreacción inicial: el proceso evolutivo de la personalidad
madura podrá volverse a recorrer, contando esta vez con toda la energía
libidinal presente, operante en el fondo psicovegetativo del paciente.
Habrá pacientes que abandonen la terapia, una vez se sientan aliviados de sus
síntomas y capaces de conllevar, mal que bien, las tareas de la vida, pero
éstos no podrán considerarse «curados» definitivamente, y siempre estarán en
peligro de experimentar recaídas, por lo menos en situaciones-límite o de
stress. El resultado definitivo de la diálysis no ha de ser esa situación
provisoria y precaria, sino la plenitud energética (tal vez creativa) de la
mismación; pues cada ejemplar humano posee unas reservas energéticas
insospechadas, sean cual sean sus limitaciones, que pueden ser puestas en
rendimiento dialy ticamente, si se consagran el tiempo y la sagacidad
suficientes para conseguirlo.
Por lo tanto, puede ser un error tratar de forzar a los pacientes a «adaptarse» o
a trasformar su personalidad de acuerdo con tales pautas (y por eso algunos
se resisten a la terapia, por miedo a tales cambios, más bien alienantes que
terápicos), sino que lo único necesario es ayudar a que se asuman tal como
ellos son y a explotar esa mismidad propia, para abrirse más, ya sin miedos
infantiles, al «principio de realidad» o a la realidad concreta de su entorno,
actuando en ella efectivamente (no de modo simbólico, emocional o
defensivo) en la tensión dialéctica de la «fidelidad» a lo real y de la
«fidelidad» a sí mismo.
1. Efecto «testigo».
2. Efecto «espejo».
3. Efecto «pantalla».
4. Efecto «regresión».
5. Efecto «descarga».
6. Efecto «despliegue».
7. Efecto «injerto», que a su vez presenta los componentes siguientes:
a. Confianza básica.
b. Comunicación de inconscientes.
c. Clima afectivo apropiado.
d. Inducción energética.
De otra parte, las demandas suscitadas por esto mismo, al ser frustradas (en
virtud de la pauta «de la abstinencia») provocan regresiones cada vez más
remotas, hacia niveles infantiles más arcaicos, lo cual permite desreprimir y
recuperar cargas de energía libidinal siempre mayores y más básicas.
Puede, sin embargo, ocurrir que un paciente determinado congenie más y sea
más susceptible de «injerto» con un discípulo que con el maestro de una
escuela; eso sí, si un analista observase que en su práctica abundan tales tipos
de casos, debería reexaminar si es que su personalidad, no es adecuada a tal
tipo de terapia y si debe seguir practicándola, o si tendría tal vez que seguir
psicoanalizándose, hasta adquirir una personalidad más cualificada en este
sentido. Desde luego, la comercialización de la práctica y el elitismo
económico que los honorarios elevados ocasionan, podrían ser la causa de tal
falta de comunicación profunda y de confianza básica.
Hay que tener, pues, en cuenta dos puntos muy importantes: aunque el
analista haya de ser una pantalla neutra y objetiva, su personalidad concreta
influye en el caso y constituye un verdadero instrumento terápico (o
antiterápico) que, por sí mismo, ejerce un influjo específico en esos aspectos
dinámicos e incontrolables de la relación. Con respecto a la comercialización
de la Psicoterapia, hay que tener en cuenta que ésta (y más el psicoanálisis y
la diálysis) es algo tan concreto y ceñido a cada circunstancia, como el arte y
la artesanía, que no es posible ser eficaz «despachando» impersonal y
formulariamente a todo cliente que se presente, interese, o se le interese o no,
sin una dedicación concreta y modulada por su mismidad personal.
116 A veces, los pacientes, tal vez para defenderse y huir, aluden a
problemas personales del analista. Naturalmente no debe entrarse en
discusión sobre ellos, pues sería caer en su trampa, sino que hay que
devolverles especularmente su propia imagen al preguntar tales cosas.
Pero lo que sí se advierte es, a veces, una extrañísima intuición o
lucidez para captar la problemática personal de su analista.
Para poder apreciar a los pacientes de esta manera, claro está que ha de
adiestrarse el analista en una percepción altruista y concreta del otro, en una
philanthropia (literalmente entendida) o, si se prefiere, en una agapé muy
inmediata, concreta y singular, que podríamos calificar de «núcleo
dinamizador» y motivador en la «vocación» de terapeuta (igualmente debería
llegar a ello el médico y el pedagogo) y que, para su logro, requiere una
elaboración disciplinada e interior de los afectos, que de egoístas se cambien
en altruistas, y de individualistas, en grupales y hasta en universales.
Sin duda que habrá diferencias de unas a otras personalidades, y que tratarse
con un analista «genial» resultará más eficaz y enriquecedor que hacerlo con
un adocenado (aun dentro de esta cualificación indispensable), pero ha de
darse siempre una capacidad suficiente de «injerto» en todo terapeuta digno
de este nombre.
Entre los elementos que se «injertan», unos son necesarios y útiles y pueden
ser controlados, otros, en cambio, son suplementarios y accidentales y sería
preferible que no accediesen al paciente, pero resultan de difícil control (y en
este punto se plantea el problema de la contratransferencia como limitación
emergente en la relación transferencial). Los primeros pueden catalogarse
como sigue: energía, confianza en sí mismo, afectos, capacidad de aceptación
de la realidad y de sus objetos, capacidad de empatia (sin el freno del miedo a
«contaminarse», «disolverse» o, viceversa, «contaminar» o «poner en
evidencia una personalidad negativa») y tipos formales de enfoque y de
actitud («formales» por no afectar al contenido de lo que así se enfoca ni a la
ideología desde la cual se enfoca).
Caso distinto es, no tan desfavorable, cuando, por una razón o por otra, la
transferencia se reparta entre dos analistas de distinto sexo, y entonces venga
a reproducirse al pie de la letra la relación transferida con la pareja parental.
Pero aun en este último supuesto, si no se manejan perfectamente las claves
del caso y de sus transferencias, resultará más problemático el proceso que si
los juegos transferenciales se realizan, alternantemente, sobre la misma
persona de un único analista.
Desde luego, la emergencia de transferencias paralelas y difíciles de
controlar, en un determinado proceso terápico, puede llegar a hacerlo
ineficaz, pues el paciente jugará y manejará a las diversas personas, sobre las
que transfiere, de modo que unas le apoyen contra las otras, por momentos,
para no verse forzado a abreaccionar.
5. ELEMENTOS
CONTRATRANSFERENCIALES
La contratransferencia es descubierta por Freud en forma de una emergencia
indeseable en las actitudes, estados y respuestas del analista. El mismo se
excusa en una carta a Ferenczi de «los sentimientos contratransferenciales
que habían intervenido en su psicoanálisis», y en Ensayos sobre la vida
sexual (1913) la sigue conceptuando como una «resistencia del analista hacia
el caso, debida a sus propios conflictos inconscientes».
En nuestra práctica clínica hemos advertido, ya desde los primeros casos que
tratamos nosotros y nuestros colaboradores o discípulos, las siguientes
peculiaridades de la relación terápica, enteramente inevitables, moduladoras
de la misma y que dotan a cada «caso» de su ritmo y estilo específicos y
propios:
Todos estos fenómenos, que hemos comprobado y vivido muy de cerca, nos
obligan a sentar la tesis de que la contratransferencia se da inevitablemente en
todo proceso terápico, que es determinante de la eficacia de éste y que ha de
ser atendida y explotada (en cuanto sea posible algún control indirecto) como
un factor de primer orden en la dinámica de los casos.
1. Efecto «injerto».
2. Efecto «estímulo».
3. Efecto «provocación».
4. Efecto «heurístico».
5. Efecto «hermenéutico».
6. Efecto «complemento».
7. Efecto «vitalizador».
8. Efecto «modulativo».
Todos ellos dependen de que haya confianza básica (y, todavía mejor,
transferencia), porque, de no haberla, cuanto mayores fueren la energía vital,
el poder de captación y de empatia y las cualidades profesionales y técnicas
del terapeuta, tanto más se reforzará la actitud defensiva del paciente, pues la
amenaza de una injerencia eficaz en sus estructuras básicas (defensivas, por
supuesto) resultará tanto más desazonante y hasta alarmante para su Yo
precario e inseguro de sí mismo. Y esta desazón y alarma sólo puede cesar si
el paciente percibe la injerencia del analista como algo amistoso o, todavía
más, como aquel influjo materno que necesitó en su primera infancia para
poder relacionarse afectivamente, sin miedo, con la realidad, y que no tuvo.
Pero este bajar las defensas por ese flanco y vivenciar la relación con el
terapeuta como la recuperación de una relación muy específica de la infancia,
es precisamente la transferencia, o, cuando menos, la confianza básica.
Desde el polo del analista resultan ser estos efectos el toque eficaz e
imponderable que, a veces, sin saberse cómo, garantiza la curación o la
aceleración de un caso. Si han de ser verdaderamente operantes, no es posible
fingirlos, dar las apariencias o provocarlos artificialmente: si no hay una
contratransferencia positiva radical respecto de un caso, el analista puede
menos (o no están garantizados ni el éxito, ni la rapidez, ni siquiera que el
paciente no abandone la terapia, aunque el proceso avance y sea eficaz, y
precisamente por ello).
Cuando se percibe así a los pacientes y se vive su caso con esta concreción
(la Einfühlung de que trata Max Scheler a propósito de la captación inmediata
del otro en el cariño; este término alemán no tiene traducción exacta en
castellano, que tiende a sentimentalizar estos componentes del fenómeno
amoroso, traicionándolo, por supuesto, en lo que tiene de más genuino),
nunca se los ve como «caso» (como un «caso» entre otros, como sucede en
Medicina), sino como algo tan singular y propio que no se difumina entre los
demás procesos terápicos que se tienen entre manos. Así, aun sin haber
tomado notas, vienen a la memoria sus peculiaridades, acontecimientos,
sueños y somatizaciones nada más ponerse el paciente en presencia del
analista117.
Y si algún terapeuta no fuere capaz de una captación así del otro en cuanto
paciente, ello significaría que no es suficientemente apto para psicoterapeuta,
o que debe resignarse a ser menos eficaz o menos rápido en los efectos de su
terapia. Se trataría de un efecto contratransferencial negativo.
Todo esto no quiere decir en absoluto que la estima y el cariño con que se
capta el caso hayan de expresarse verbalmente, a veces habrá incluso que
disimularlos celosamente bajo una capa de frialdad, de objetividad y hasta de
agresividad y severidad en algunos momentos. Y, sobre todo, sería
improcedente manifestarlo en el caso de histéricos o de mujeres frustradas
que buscan ansiosamente un cariño masculino en quien fijarse, como es
lógico. Pero si existe realmente esta estima básica del o de la paciente, hará
su efecto aunque no se manifieste, y precisamente por ello.
En estos casos, tras haberse «cargado de razón» el analista de que ese tipo de
discurso es directamente irrelevante (nunca indirectamente), puede cortarlo
abruptamente diciendo: «Llevo varias sesiones sin entender lo que me estás
diciendo... tu lenguaje me resulta extraño: ¿qué estás queriendo expresar?», o
en algunos casos extremos fingir impaciencia y con voz firme interrumpir: «
¡De eso no vuelvas a hablar! Ya estoy cansado de oírlo y no me dice nada:
estás perdiendo tu tiempo en llenar horas y horas inútilmente: Cambia de
lenguaje!».
Es algo muy semejante a lo que ocurre con la formación del gusto estético en
los decoradores, que siempre corren el peligro de quedarse en unos
adocenados que imitan lo clásico, o en unos «originales» que dan en lo
estrambótico y que confunden lo avanzado y pionero con el mal gusto, ya sin
funcionalidad y sin el efecto sedante que toda decoración y todo ambiente,
por audaz que pretenda ser, ha de producir (pues no se decoran los interiores
para sentirse mal en ellos, sino para obtener un mínimo de bienestar
psíquico): éste es el caso de todos los manierismos estilísticos de la historia.
Para ser creativo y no excéntrico hay que dejarse dirigir la palabra por la
realidad misma y no ir contra ella; eso sí, sin las ataduras irreales de las
tradiciones, pero con una estrecha vinculación a lo concreto de cada caso y a
lo que una sensibilidad despierta aconseja. Si una excesiva fidelidad a una
tradición de escuela perjudica, es ello solamente por lo que tiene de
impedimento para percibir la realidad en sí, como la percibieron los maestros
y fundadores de la escuela, los cuales no deben ser seguidos en la letra, sino
en la actitud y en el modo de hacer sus experiencias y de canalizarlas. Pero,
como decimos, esto supone un largo aprendizaje.
Este último efecto es, o puede parecerle al paciente, bastante negativo, por lo
menos resulta ambivalente; su personalidad no es todavía totalmente ella
misma, se halla modulada por una inducción ajena, y esto siempre repugna o
puede despertar recelos.
No hay que asustarse demasiado. Salvo en el caso de un perfil de
personalidad defectuoso (fanático, ideológicamente apasionado y poco
lúcido, sensual, cínico e interesado, poco productivo, clasista, superficial,
tergiversador, o intrigante..., todo lo cual haría tal vez dudar de la última
eficacia que en él habría tenido su análisis didáctico), y aun entonces, si el
paciente se halla bien dialyzado, cualquier otro perfil de personalidad, más o
menos positivo (pues nunca acaban de perderse ciertos rasgos muy
personales pero limitativos y hasta deficientes; lo otro sería haber logrado una
infalibilidad sobrehumana que nunca puede prometer el análisis), sólo puede
ser mirado con recelo por el hecho de no ser propio; nada más, pero puede
suponerle una versión inicial de sí mismo en principio aceptable, teniendo la
seguridad completa de que, si está verdaderamente dialyzado, la propia
vitalidad y el propio estar-en-realidad, desde su más genuino ser sí-mismo,
irán trasformando rápidamente este estilo inicial de puesta en marcha en un
perfil de personalidad perfectamente original. Pues la personalidad vive, es
precisamente un «órgano vivencial de existencia dinámica», y la vida es
evolución y transformación constante, si es verdadera vida.
Por eso le repugna al paciente, y con toda razón, cuanto pueda significar
emocionalidad, identificación alienante con otro, magma de emociones
imprecisas y hasta ser objeto de una atención y de una estima cariñosa
demasiado intensa. Efectivamente, esto no sería sino la «placenta» donde ha
de regestarse, mas para abandonarla inmediatamente (la transferencia, la
contratransferencia y la reactualización de sus posturas y envolvimientos
afectivos infantiles y arcaicos), tan pronto como su integración y su reajuste
de personalidad le vayan permitiendo ser él mismo situado adecuadamente
frente y en una realidad objetiva y sin las nieblas de sus proyecciones
emocionales anacrónicas.
En estos tres tipos de situación terápica habría que estudiarse seriamente por
parte del terapeuta (y convendría incluso que lo cuestionase al principio con
cada paciente) si es apto para tal caso o no lo es, y si convendría un cambio
de analista.
Es frecuente en los pacientes el temor a dejar de ser lo que son y esto causa
en ellos fuertes resistencias al influjo contratransferencial del analista. Habría
que advertirles que no van a perder nada, pues no van en realidad a «dejar de
ser lo que son», sino a dejar de ser el negativo de lo que debieran haber sido,
es decir, que van a recuperar la versión de sí mismos más deseable, que
quedó malograda en el pasado (y que hubiera sido irrecuperable de no
servirse de los registros inconscientes que la diálysis pone a su disposición).
Pero esto nos conduce a otra cuestión más profunda: en realidad se trata de
no cerrarse rígida y definitivamente sobre ninguna versión limitativa de
nuestro ser nosotros mismos y realizar la tarea de ser lo que se es, sin ser lo
que se es, si por «ser» se entiende un perfil mineralizado y esclerósico de
personalidad.
123 Para toda esta temática de la dinámica mental y del lenguaje, cfr.
nuestra Antropología cultural: Factores psíquicos de la cultura
(Madrid, Guadiana, 1976) capítulos 5 y 7, págs. 201 y siguientes y 306
y ss.
Estos conceptos (más o menos perfilados) tienen una doble propiedad: de un
lado, crean la conciencia de una mayor evidencia cuanto más conectados se
encuentran entre sí, dentro de una unidad sistemática, a la que tienden por sí
mismos (el sistema unificativo primario es ya el lenguaje). De otro, tienden a
asociarse a afectos y a interrelacionarse, aun fuera del sistema lógico,
mediante analogías metafóricas y asociaciones emocionales, creando así
constelaciones conceptualmente vagas pero emotivamente muy eficaces.
126 Para ampliación de este punto, cfr. nuestra Dialéctica del concreto
humano, capítulo 6, páginas 189 y ss.
Puede y debe asumirse desde la propia mismidad (yo soy yo, o yo=yo, lo cual
puede parecer una tautología, pero no lo es, pues el yo consciente, en función
de sujeto lógico, puede sentirse muy otro del yo no conscienciado o
inconsciente —con todos sus contenidos—, en función de predicado o de
objeto de la asunción), hasta la clase social, la profesión, el grupo familiar, el
cónyuge, los hijos o la raza, pasando por el cuerpo, el genital, los defectos, el
color, la edad, el sexo (macho o hembra), y todas las demás particularidades
que nos afectan.
127 Lo que realmente se es, poco, mucho, o casi nada, constituye una
base sólida para vivir, existir, conocer, actuar y relacionarse, pues todo
lo real es capaz de conectar productivamente con todo lo real
(particularizado). En cambio, lo que no se es, por muy positivo que
aparezca, sólo en su aparecer, carece de toda eficacia.
Apropiatividad.
Integratividad.
Comunicatividad (que es mediativa entre ésta y la expansiva).
Mutatividad.
Afirmatividad.
Gratificatividad.
Proyectividad (que desemboca en practicidad) 130.
Porque, con su hacer, el individuo humano busca ante todo afirmarse, ser más
él mismo y proyectar esta mismidad, en forma de arte, de utilidad, de
pensamiento, de habilidad o de información, hacia la sociedad mediante la
comunicación. Para «realizarse» (es decir, literalmente ser más real cada vez)
no basta con actuar en secreto e ignoradamente, sino que la tendencia
universal de los humanos se orienta hacia la sociedad: o disponer de un
público, o recibir reconocimiento y aprecio de alguien, o influir en los
procesos colectivos, o, al menos, después de una vida ignorada, resultar un
«ejemplo» de modestia. Una actividad que resultase totalmente desconocida
para la sociedad muy pocos humanos la considerarían realizativa, entre otras
cosas porque no sería útil para nadie (y la utilidad es por lo menos el valor
mínimo a que suele aspirarse: el «servir para algo»).
No basta con vencer las «resistencias», sino que hay que suministrar el
puente metódico que conduzca esos impulsos recién liberados a una
incidencia adecuadamente real, pues los impulsos, por sí mismos ni
automáticamente (sobre todo, al salir de una situación patológica), es
imposible que se hallen en condicciones de actuar en una total adecuación a
las condiciones objetivas que la realidad práctica impone.
Y todo ello ha de ser tenido muy en cuenta (ya lo hemos venido haciendo)
tanto para enfocar la concepción misma de la psicoterapia como, sobre todo,
para acertar en el «avance hacia la realidad» de su última etapa, pues a base
de concepciones simplistas y mecánicas de las relaciones entre el sujeto y el
objeto (y un objeto concebido como fijo, determinado y cuasi mineral), muy
poco podrá obtenerse en orden a una verdadera «adaptación» (polivalente y
elástica y hasta dialéctica, por supuesto) a lo real.
Nos atreveríamos a decir que los grados de capacidad de tolerancia (de los
cuales podrían trazarse una escala o baremo muy fácilmente, a base de
comportamientos observables de intolerancia, si quisiéramos entretenernos en
ello, como la escuela de Iowa hace con la «ansiedad») constituyen un índice
muy fiable de los grados de centramiento, de seguridad en sí mismo y en lo
propio y de su asunción emotiva: no poder soportar sin conmoción
emocional, sin inquietud ni crispación otros modos de ser, otras ideologías,
otros enfoques de la vida y otras éticas, y, por añadidura, tender a reprimirlas
o incluso a suprimir físicamente a sus representantes (mediante la violencia o
el abuso de poder, de lo cual ni siquiera los llamados «libertarios» muchas
veces se libran), se debe en todos los casos a inseguridad en lo propio, que se
vivencia como cuestionado o cuestionable por el mero hecho de existir otras
opciones ajenas. La sola presencia de un adversario ideológico, en posesión
de la vivencia de su propia convicción, causa desazón acerca de la seguridad
en las propias convicciones, y, por eso, sus manifestaciones «ofenden» y se
desearía verle desaparecer, hasta hacerle desparecer si fuese posible
impunemente.
Pues, como las sociedades, las razas y las épocas, también cada individuo
humano ha de formalizar su propio mundo. Y esto no es nada fácil. No es
fácil acertar con el perfil, adecuado a uno mismo, del «principio de realidad».
2. INTEGRACIÓN
La translaboración ha de seguir, pues, una doble dirección: abreactiva e
interpretativa. En virtud de la primera ha de ayudarse al paciente a liberar
energías y ulteriormente a integrarlas canalizativamente; en virtud de la
segunda, hay que ayudar al paciente a desentrañar el significado de su juego
de símbolos y de síntomas y, ulteriormente, a resemantizar su propio mundo
en orden a la acción. Entonces se le podrá «dar de alta». Mas todo ello ha de
ser asumido por su emotividad e integrado en un sistema de relaciones
categoriales (comprensivas) que reflejen, con un mínimo de adecuación, la
realidad.
A.
Comprender («hacer insight») afectivamente el sinsentido de la
actitud y de la estructura actual de su instalación neurótica en la
realidad.
Comprender el sentido (posible al menos) de la situación futura
más allá de las defensas.
B.
Perder el miedo a lo real.
Perder el miedo a lo pulsional.
C.
Llegar a percibir el vacío propio, ya desguarnecido de sus defensas
y de sus gratificaciones fantaseadas, para desencadenar el deseo de
absorber realidad y energías:
a. Internas y libidinales.
b. Externas y sociales.
Abrir la compuerta al impulso de vivir sin limitaciones infantiles ni
defensas irreales.
136 Los pacientes se dividen claramente entre los que están poseídos
del miedo a lo ajeno y objetivo, y los que lo están por el miedo a lo
propio y pulsional. Hay, naturalmente, tipos mixtos, pero son más
escasos.
Aunque, por lo general, nos hemos venido refiriendo a estos últimos (y los
demás autores dan la impresión de hacerlo con exclusividad), también hay
que tener presente que asumir e integrar son operaciones que pueden referirse
no exclusivamente a cualidades o energías, sino a hechos, recuerdos y otros
elementos objetivos del entorno social y que, en este caso, aunque todo ello
ha de ser asumido por la emotividad, sin embargo, no todo puede venir
integrado de la misma manera y en el mismo plano.
Así, ciertos hechos o condiciones del pasado (que tal vez produzcan
resentimiento, rebeldía o inclinación al pesimismo ante su irreversibilidad)
deben ser «encajados», como vulgarmente se dice, es decir, elaborados
valorativamente de tal modo que dejen de afectar y de presionar
depresivamente en la emotividad.
Mas con esto no basta. Hay que tener en cuenta todavía tres tipos de trabajo
translaborativo del material expresivo, que arroje el caso, que tampoco han
sido sistemáticamente reconocidos y controlados por Freud ni por las
escuelas de él derivadas; en unos casos o momentos bastará con el más
simple, en otros habrá que emplear los tres simultáneamente, o se deberán
combinar algunos subtipos de uno y de otro estratégicamente, hasta conseguir
la certeza de que se ha descifrado el mensaje real que emite la vida
inconsciente.
Y éste sería el material que a través de los síntomas, los sueños y los demás
mensajes inconscientes habría que hacer disponible y filtrar
translaborativamente para hacer abreaccionar al paciente.
Por ejemplo, puede obtenerse material que claramente proceda del nivel
ideológico (el tema religioso o político es prevalente en el cuadro clínico del
paciente): no es posible de inmediato traducir este material, procedente de tal
nivel, a otro nivel distinto (pulsional o póthico), pero tampoco parece que
pueda translaborarse manteniéndose a un nivel ya tan diferenciado como el
ideológico: el conflicto se plantea entre la fidelidad al material y la
profundización en el caso, sin introducir en él nada ajeno, por parte del
analista. La solución en principio puede estar en, manteniéndose en cuanto al
análisis formal y estructural al nivel ideológico, indagar simultáneamente los
grados de profundidad de su radicación, según la escala B.
Estas últimas resistencias son de suyo más superficiales que las defensas o
que los mecanismos sustitutorios, pero pueden frenar eficazmente el proceso
dialytico y, a veces, son el único acceso posible al nivel más profundo del
material estructural, superyoico, traumático o defensivo.
Además, los tipos de enfermos son mucho más homogéneos y fijos cuando se
trata de enfermedades orgánicas, y su tratamiento es mucho más uniforme,
que los tipos de perturbados psíquicos y los modos de tratarlos.
El retentivo parece vivir presa del temor a perder algo, energía, elementos,
potencia, que proyecta en otros objetos simbólicamente investidos.
Esa suposición es precisamente una defensa infantil para dar una explicación
consoladora al hecho crudo y escueto (que se niega a aceptar) del desinterés
que los humanos experimentan hacia aquellos que no les son útiles.
Tal tipo desarticulado se caracteriza (al contrario del amorfo o del acorazado)
por su constante agitación de emociones y por tener siempre datos nuevos
acerca de sus estados diurnos de ánimo; sus sesiones nunca son monótonas ni
vacías de contenido aparente, sino muy animadas, pero pueden ser, a pesar de
todo, muy ineficaces. Lo difícil en estos casos es fijar algo «sólido» y
estructural, o conseguir un mínimo de consistencia en la trama del proceso,
un núcleo determinado que vaya organizando un sistema de tendencias,
reacciones y metas.
El narcisista paranoide, como el fálico, suele ser agresivo (los tipos anteriores
no lo son o no lo son en esa medida) y la gran dificultad que el terapeuta
encuentra en su caso es cómo interesarle y captar su atención para la realidad
no-yoica, sin, por otra parte, entrar en su juego egocéntrico, maníaco y
paranoide (que le anularía como terapeuta) y, en definitiva, la dificultad de
que se llegue a una transferencia positiva. Por el contrario, este tipo suele
presentarse al analista como un caso interesante, tal vez «el más interesante
de todos», con el cual el terapeuta «va a aprender mucho» y a
«enriquecerse»... Es decir, que va a tenerle que deber encima el favor de
haberse dejado tratar por él.
Con él, por lo tanto, hay que servirse de una estrategia frustrativa, que le
cause ansiedad (y hasta angustia) y le ponga delante su insignificancia y su
dependencia, vulnerable y débil, de la estima del analista. Esto provocará una
transferencia negativa y resentida, llena de agresividad al principio, que le
demostraría lo improcedente de sus tácticas para ganarse la estima ajena.
a. Inseguridad.
b. Incapacidad de relación amorosa, que puede llegar en algún momento
hasta la impotencia a causa de ansiedad inhibitoria de la potencia eréctil.
c. Improductividad, por desarticulación del tiempo.
d. Componente homosexual activado y fuerte (que le produce una ansiedad
típicamente paranoide).
La transferencia con estos pacientes suele ser fácil y muy positiva, aunque, al
principio, llena de defensas, pero luego muestran su fondo infantil, vulnerable
y necesitado de apoyo. Según Reich son los pacientes más agradecidos y más
rápidos en curarse (a nosotros no nos parece así).
Por lo general, tales pacientes, al dejar la terapia por cuenta propia, suelen
tener una grave recaída, pero no suelen volver, sino que se dedican a hablar
peyorativa (a veces muy negativamente) del «psicoanálisis» (o de tal analista,
que no le supo tratar). Naturalmente, quien ha sido efectivamente curado por
el psicoanálisis, no habla peyorativamente de él, y, viceversa, quien habla
peyorativamente y con apasionamiento contra algo que pretende haberle
«curado», es que está muy lejos de la salud psíquica.
1. Negativa a asumir lo inconfesable (que puede ser incluso nada más que
la vegetatividad, la animalidad, el sexo o la agresividad).
2. Negativa a aceptar lo propio en cuanto propio (pues se halla alienado140
o identificado con otra figura).
3. Negativa a integrarse en una praxis responsable de cara a la realidad.
4. Negativa a una ética autógena y libre para salir del refugio unilateral de
una normativa superyoica.
A. Grupo dinámico:
1. Angustiado: presenta un acentuado malestar psíquico del que
pretende salir a toda costa, se halla movilizado, pero no ve nada
claro; tiende a colaborar y se suele aliar transferencialmente con el
analista.
2. Agitado: su movilidad afectiva no está matizada por la angustia,
sino por otra clase de afectos, pero sean cuales fueren, su estado se
caracteriza por la inquietud y hasta la contradicción de esos afectos;
tampoco vé nada claro, pero su afectividad puede despertarle temor
hacia el influjo del analista y carecer de alianza terápica.
3. Empático: de afectividad menos confusa y agitada, aunque
susceptible de estados angustiosos, se caracteriza este tipo por su
buena disposición emocional hacia el analista, sus técnicas y sus
mensajes (sin recelo alguno) y su facilidad para reaccionar
positivamente.
4. Histérico: presenta una excesiva movilidad proteica, mas sin
profundidad; su comunicación está llena de mensajes aparentes y
contradictorios. En realidad, carece de alianza terápica y resiste así
a la curación. Parece vivir exclusivamente en el presente.
5. Fantástico: este tipo aporta mucho material analítico, aunque
emocionalmente no esté tan movilizado: sueños, fantasías
conscientes, eidetismos, asociaciones libres, incluso alucinaciones
y fenómenos paranormales (a veces las sesiones de un mismo
paciente, según los períodos del proceso, oscilan entre la agitación
afectiva, sin imágenes, y la proliferación de éstas, sin agitación
afectiva).
6. Narrativo: cree aportar material en cuanto narra o relata hechos de
su vida cotidiana. La insistencia, según los pacientes o los períodos,
en una misma temática, monótona y repetitiva, ya está probando
que se trata de un modo defensivo de llenar las sesiones sin
quererse enfrentar con los desazonantes silencios que den paso a
otro material más profundo (a tales pacientes, una vez hayan
narrado lo suficiente de una temática, ha de cortárseles el discurso
y obligarles al silencio, a la desazón que éste causa (cuando relatan
suelen experimentar muy pocos afectos, salvo los de agresividad
contra parientes o colaboradores) y a la libre asociación, a base de
los contenidos fantásticos o afectivos que añoren en el silencio). La
temática repetitiva de las narraciones es también típica, según los
pacientes:
Familiar.
Amorosa o erótica.
Ideológico-social (la sociedad tiene la culpa de todo y el
paciente expone una y otra vez su sistema revolucionario para
trasformarla).
Política (concretada a la dinámica política).
Profesional (anécdotas de oficina o de cuerpo, carácter de los
jefes o de los compañeros y subordinados, malas condiciones
del trabajo, etcétera).
7. En trance: la sesión se convierte en una especie de ensoñación
dinamizada por el afecto, en la que el paciente sale de la realidad
cotidiana y deja emerger su paisaje inconsciente. Suele darse en
pacientes que adolecen de rasgos psicóticos. Permite dialogar
directamente con el inconsciente y guiar el cauce de sus imágenes;
es muy útil, pero peligroso, este modo de conducirse, por lo cual
hay que tener habilidad en sostener y modular esa vida inconsciente
del paciente, interrumpiendo el trance cuando se aprecie una cierta
explosividad de las fuerzas en juego.
B. Grupo estático:
8. Bloqueado: presenta una especial dificultad en la comunicación con
el analista: no tiene nada que decir, ni siente nada, ni le ocurre nada
en la vida cotidiana (siente incluso dificultad en relatar los sueños,
cuando escasamente llegan a producirse, y hay que «sacárselos»,
así como las fantasías y los estados emocionales). Este tipo se
divide en otros dos subtipos: el amorfo y el nervioso.
Al amorfo no le inquieta el permanecer en silencio y lo prefiere a
comunicarse. El nervioso se siente inquieto, pero nunca acierta a
expresar por qué ni a asociar nada o dejar emerger algo que tenga
que ver con su inquietud.
9. Objetivo: este tipo se distingue por su frialdad, relata e incluso da
algún material fantástico, pero sin implicarse: todo lo presenta
como si perteneciera a otro o se tratase de «datos científicos» que
no le afectan en nada.
10. Narcisista: se aprecia en él una especial complacencia en hablar de
lo suyo, por negativo e inconfesable o comprometedor que pueda
resultar, pero ello se debe a que todo lo que sea mostrarse y darse
como espectáculo interesante le complace, por supuesto, sin ningún
deseo de superación. Es decir, da material (a veces abundante),
pero ineficazmente, sin dinamismo ni capacidad alguna de
dinamización, como si fuese una obra literaria.
Existe una variedad curiosa de este mismo tipo, en combinación
con el Objetivo, que podríamos denominar Erudito o «leído»: es el
que no da propiamente material personal, sino bibliográfico (ha
leído mucho a Freud y se autodiagnostica): su discurso viene ya
traducido a una terminología pretendidamente analítica, que en
realidad enmascara lo analítico del material.
11. Diacrónico: su discurso se limita o a lamentar el pasado (por
supuesto, arroja abundante material anamnésico, pero también sin
eficacia) con una fijación masoquista y sospechosa en todo aquello,
o a proyectar el futuro, mas con otra muy sospechosa huida del
presente, y en todo caso sin dar material verdaderamente profundo
y analítico, ni entrar en trance, ni experimentar movimiento de
afectos.
12. Resistentivo: su actitud se presenta claramente como una pura
resistencia a la transferencia, al influjo del analista o a la eficacia de
sus mensajes e interpretaciones; para todo tiene recursos que
embotan el filo de lo que se le interpreta o que disuelven
corrosivamente el discurso del terapeuta. Según el tipo de estos
recursos puede dividirse en los siguientes subtipos:
Escéptico: nada le convence y a toda interpretación le
encuentra su fallo, o, al menos, su gratuidad y el que «bien
pudiera ser otra».
Reticente: desconfía del analista y de su saber, o no le quiere
«confiar sus secretos» personales; no acaba de entregarse a la
comunicación ni a la asistencia o alianza terapéutica.
Irónico: responde a todo con ironía y parece que se complace
en desarmar al terapeuta o en hacerle perder los nervios; da
muestra de ingenio o de inteligencia aguda, pero estéril. En
algunos casos esto se matiza de humor: a todo le encuentra su
lado ridículo.
Agresivo: no ataca tanto el discurso y las interpretaciones
cuanto al mismo terapeuta, a veces muy directamente; otras de
forma más larvada e indirecta. En algunos casos de psicóticos
puede llegar a la agresión violenta y física (es el acting dentro
de la sesión).
Por supuesto, algún elemento resistentivo se da en todos los
pacientes, pero en los demás no llega a caracterizar de este modo su
mismo estar en sesión.
13. Mágico: es el tipo equivalente al del trance, pero en su modalidad
estática (así como el Resistentivo y el Diacrónico lo son al
Narrativo, y el Narcisista, al Fantástico y al Histérico). Se
caracteriza por su pasividad, que lo fia todo en el poder mágico del
analista, o en que de pronto «salte algo» que lo deje curado, pero
sin colaborar. Cumple ritualmente con venir con toda puntualidad a
las sesiones, «soltar» su material y pagar, pero no se advierte en él
movilidad ninguna.
Así como el Narcisista resulta matizado de uretralidad o de falismo
y el Bloqueado y el Resistentivo, de analidad (más bien sádica),
este tipo es claramente oral: viene a las sesiones a que se le dé a la
boca la solución ya digerida y sin esfuerzo, viene a hacer preguntas,
a satisfacer curiosidades, pero no a colaborar en su ajuste.
El tipo Objetivo podría catalogarse, en este registro freudiano,
como un oral-con-la-boca-cerrada por algún trauma infantil, que se
niega a recibir alimento.
Se puede decir que este proceso, una vez establecida la confianza básica y un
mínimo de transferencia, ha de proceder por los siguientes pasos:
Entre los pacientes hay algunos que aparecen como sensibles a las palabras
(propias o del analista) y que acusan sus efectos en forma de calores faciales
o corporales, cosquilleo en las extremidades, corrientes, cambios de
temperatura repentinos, tensiones e inervaciones musculares, estados
cenestésicos extraños, malestar, cefalalgias, relajación de esfínteres,
trastornos digestivos, fallos en la percepción (hay quien de pronto deja de ver
con uno de sus ojos, o el tacto se le vuelve insensible), manchas en la piel o
emociones repentinas. Otros, en cambio, no acusan nunca el efecto de las
palabras e incluso se instalan defensivamente en la verbalización, la narración
de anécdotas, la onirorrea y las racionalizaciones prolijamente expuestas. Con
éstos no queda otro recurso que valerse de técnicas.
150 En este caso, los objetos reales, los espacios, las dimensiones, sobre
todo, y los colores aparecen cambiados: lo percibido es lo efectivamente
real, pero se siente más grande o más pequeño, más pesado o más
ligero, más dinámico o más estático de lo que objetivamente es. A veces
se cree haber visto una puerta donde no la habia, y ya se acerca a la
alucinación. Por lo general, las habitaciones, las calles, los espacios
cerrados (un coche, un vagón...) se deforman y van cambiando
sensiblemente de proporciones.
151 Cuando tales borborismos se producen suele ser muy eficaz llamar
la atención al paciente sobre ello y, según la suposición de Ferenczi,
advertirle que eso se debe a que está ocultando algo que debería decir.
Esto produce una abreacción y el paciente suele desbloquearse para
expresar lo que debía.
Cómo haya que proceder con este material en orden a la evolución del
proceso curativo lo hemos estudiado ya; de presente hemos de ocuparnos de
las técnicas para obtener este material o convertir un material, aparentemente
irrelevante, en analítico.
A. Material sintomático.
B. Material traumático.
C. Material dinámico.
1. Estructura de la personalidad.
2. «Coraza» defensiva y sistemas de resistencia.
3. Mecanismos reactivos.
4. Huellas traumáticas.
5. Constelaciones simbólicas y fantasmas bloqueadores.
6. Relaciones concretamente vividas y reproducidas.
7. Analogías estructurales (entre todos estos elementos).
8. Tónica vital y pulsional y modos de relacionarse con el tiempo y en el
espacio.
162 Nos referimos al procedimiento que Rosen usa con los psicóticos,
cuando les desenmascara directamente y les sitúa delante de sus
mecanismos defensivos y paradójicos, advirtiéndoles lo improcedente e
ineficaz de los mismos y cómo se arriesgan a perder su
contratransferencia, una vez se ha ganado su transferencia.
167 En esto hay que ser muy cauto, pues nunca conviene tratar con los
allegados del paciente, que tratarán por todos los medios de hacer al
analista su aliado (contra el paciente), o, si no pueden, indisponerle con
él para que no influya; pero, si este peligro se conjura y las
circunstancias parecen aconsejarlo, puede ser la tensión de una sesión
así un modo de trasformar el estado emocional poco dinámico del
paciente.
Las demás técnicas activas son simples recursos intersubjetivos para superar
las rutinas y las inercias de la instalación en las sesiones y en la transferencia,
o de las estrategias defensivas y resistentivas organizadas por la actividad
inconsciente del paciente, que no suponen la menor perturbación o
desvirtuamiento del material primario.
De la misma manera que los histólogos, al analizar un tejido, lo tratan con
substancias colorantes o reactivas, para observar mejor ciertas
particularidades del mismo, mucho más un psicoanalista podrá, y aun deberá,
colocar al paciente en ciertas situaciones (que nada perjudican) o ante ciertos
objetos, imágenes, palabras, acciones y actitudes (del analista o de la pareja)
que provoquen las reacciones (o falta de ellas) que sea preciso observar.
Pero esto que vale para la amistad y el amor de pareja, mucho más
tiene que influir en la relación transferencial, en la que el prestigio del
terapeuta resulta esencial para la eficacia.
No cabe duda de que cuando se trata de niños, como dice Jung, no hay más
remedio que tratar de modificar las relaciones de la pareja entre sí y con los
hijos, pero esto es una limitación impuesta por la dependencia esencial,
psíquica y social, que el niño tiene todavía en relación a sus padres o
educadores, mas no es en modo alguno el ideal.
La terapia de grupo familiar es, por su parte, otro tipo muy distinto de terapia
y no tiene que ver con la diálysis individual; por lo tanto, no debe haber
«contaminación» ni eclecticismo, que en cambio puede y debe haber entre la
diálysis individual y el Psicodrama; pero es que, mientras el Psicodrama no
hace sino movilizar controladamente las pulsiones y los afectos del paciente
(hacerlas abreaccionar o incluso hacer acting), las relaciones con la familia
pueden introducir elementos conflictivos y críticos, incontrolables en la
relación transferencial. He aquí los distintos modos de ejercerse el influjo
perturbador de los mismos al darles entrada en la relación y en el ambiente
terápico:
En general, debe decirse que cuanto menos trato tenga el paciente con el
terapeuta fuera de sesión y menos se impliquen elementos extraanalíticos en
la relación mutua, con mayor seguridad y mejor se podrá translaborar el
material analítico y se podrá vivir la transferencia171. De aquí que la diálysis
de parientes, de la pareja o de íntimos amigos del propio terapeuta resulte
absolutamente impracticable.
Tratar sujetos a quienes se conoce ya (y que nos conocen) y con los que
hay que tratar en otros contextos puede ser un mal menor y forzoso,
pero nunca es el ideal.
Si el aspecto y las cualidades que muestra son de carácter positivo, ello puede
fomentar una «transferencia amistosa», pero entorpecer el establecimiento de
una transferencia verdaderamente terápica y efectiva, que implica la
posibilidad de proyecciones negativas sobre él. Y si son de carácter negativo,
ya se comprende los obstáculos que pueda crear al establecimiento de una
transferencia positiva, y el refuerzo de las defensas y resistencias que pueda
suponer.
El paciente, cuando protesta que quiere «curarse», lo que está diciendo es que
desearía quitar los síntomas molestos, pero a ser posible sin cambiar de
estructura de personalidad ni de instalación infantil y defensiva en su
realidad, y sin perder las vinculaciones parentales y superyoicas que le
protegen.
Así que se puede sentar el principio práctico siguiente: para poder reflejar y
representar todo lo que el paciente en él proyecte (positivo o negativo) y para
que ningún elemento extraño venga a distanciarle de él y a perturbar la
cercanía transferencial, conviene que ninguna peculiaridad concreta del
terapeuta se filtre o venga de algún modo a ser conocida del paciente:
biografía, relaciones y extracción social, gustos, estado civil, número de
hijos, régimen de vida, posición económica e ideología (política, religiosa,
ética o filosófica).
Podemos decir que han sido muy escasos los pacientes masculinos que no
hayan experimentado reacciones fuertes, inquietantes, anómalas, activadoras
de asociaciones y de emergencia de material, o abreactivas, al aludírseles el
tema del padre y de sus relaciones infantiles con él.
En realidad, hasta nuestro siglo, se ignoraba casi todo acerca del psiquismo,
sus elementos y sus reacciones, pues desde los griegos se habían venido
enfocando los procesos humanos a través de un sistema categorial de
experiencia manual, de physis y de «cosas» (ousía), extremadamente
inadecuado, pero que, a pesar de tanto esfuerzo por superar la metafísica
griega, a pesar del humanismo cristiano y a pesar de las «Luces», sigue
lastrando el cientifismo actual, el organicismo y el positivismo del XIX y el
conductismo de que hemos tratado en los primeros capítulos de esta obra, que
parece representar el último esfuerzo de mantener en vigencia ese modo
extrinsecista y cósico de categorizar los procesos psíquicos.
Los deseos, como dinámica vertebral del psiquismo humano, impelen, tensan
y hacen capaz de motivación, definiendo sus indigencias, la vida personal en
su más concreta trayectoria e incidencia en el entorno mundano. El psiquismo
humano, en cuanto práxico, siempre se halla dinamizado o impelido por el
deseo, que puede ser no realizativo, si concreta impulsos parciales (y se halla,
por lo tanto, referido infantilmente a objetos fantaseados), o realizativo, si
totaliza impulsos mutuamente integrados y referidos a objetos reales. El
deseo no realizativo resulta parcial o totalmente obsesivo, el deseo realizativo
o integrado no es nunca obsesivo.
Desde esta perspectiva de unos impulsos básicos que por naturaleza tienden a
drenarse y extroyectarse dinámicamente y de unos deseos que los concretan
conductalmente, pero de modo que incluso, no pocas veces, es el deseo lo
que constituye al estímulo en tal proyectivamente y como un enganche
práctico en el mundo exterior al psiquismo, cambia radicalmente la
concepción de la conducta y del psiquismo. La «expectativa» del
conductismo viene a ser un pálido sustitutivo del deseo psicoanalítico, pero
siempre conserva ese carácter extrinsecista —«expectativa»— que requiere
un factor exógeno y objetal que la determine.
Pero el sujeto sería «un puro efecto del lenguaje en su realidad misma» y ésta
sería la «causa introducida en el sujeto», que por lo mismo no es causa de sí,
sino «portador de la causa que le divide» que es precisamente el significante,
sin el cual no habría sujeto real, pero que al serlo aparece solamente como «lo
que el significante representa». Así, ni el sujeto habla propiamente, ni se le
habla, sino que el Ello (le Ça) habla en él. Entonces el deseo, «socavándose
un cauce en el corte del significante» vuelve a una especie de fijación, que es
la que Freud atribuye al deseo inconsciente, negando al sujeto su deseo e
impidiendo que se sepa como «puro efecto de la palabra», es decir, como
exclusivamente «deseo del Otro», pero un «Otro» que es nada, así como el
sujeto también es nada, por lo tanto, se trata de un deseo de nadie y de nada,
esencialmente incolmable e inviable (y por eso fijativo y obsesivo): sólo el
lenguaje y su dinámica significacional crea la apariencia de una dialéctica de
satisfacciones de deseo.
Hemos observado también que los deseos siguen una curva evolutiva en la
que aparece un período ascendente en intensidad y en especificación del
objeto, unas interferencias, un riesgo de segmentación, una trasformación del
deseo por las vicisitudes de su satisfacción, posibilidad de un cambio de
objeto y la extinción del deseo, mas dejando huellas en la conducta. Todo ello
lo hemos podido reducir a principios y a constantes que, en su organización
sistemática, aclaran los fenómenos y las paradojas que se observan en la
economía de la vida tendencial, desiderativa y emocional, tanto de las
personalidades neuróticas como de las sanas.
En cuanto al tipo de los deseos, elegimos los deseos menos elaborados por la
actividad consciente, más cercanos a los impulsos y en estado naciente,
buscando en cuanto fuese posible su variedad (así ha resultado que en un 73
por 100 se ha tratado de deseos de satisfacción erótica: el logro de la entrega
de un partenaire o el acceso a la intimidad de algún «objeto» claramente
deseado; en un 7 por 100 se ha tratado de un deseo narcisista: ser reconocido,
quedar por encima en una competición, obtener algún logro profesional; y en
un 15 por 100 ha consistido la observación en procesos de descarga de la
agresividad: realización de una venganza).
No es, pues, que un objeto real «estimule» una tendencia a «responder», sino
que un deseo inicialmente inespecífico, a lo sumo estimulado por aspectos
parciales y sustituciones incentivas de su hipotético objeto, no presente ni
actuante, sino buscado, va activándose y cerniéndose cada vez con mayor
especificidad en torno a un tipo de objetos, que incluso puede llegar a ser
construido por el deseo mismo a base de proyecciones. En algunos casos, no
hace falta, pues, ni siquiera la actuación de un «estímulo» real, sino que el
mismo deseo se activa y «autoestimula» por mediación de una proyección
estimular.
Ahora bien, este deseo autónomo, en que las tendencias básicas del sujeto se
van modulando proyectivamente, presenta una apertura o indeterminación
iniciales en forma de una oscilación flotante e inespecífica entre varios
posibles objetos, o versiones posibles y aspectos mutantes de un mismo
objeto que, a fuerza de experiencias no totalmente satisfactorias o incluso
frustrativas, van quedando excluidas por desinterés y hasta por aversión, y el
deseo llega a centrarse en un tipo de objeto y en un modo de disfrute de él
muy específicos, en el 100 por 100 de los casos.
Así, el despertar mismo del deseo requiere evocadores cada vez más
concretos y la asociación de circunstancias muy tipificadas (y el objeto
mismo o su modo de disfrute se van haciendo cada vez más específicos); este
fenómeno entra dentro de la constante de que cuando el deseo se hace
obsesivo, su incremento y su satisfacción dependen de evocadores muy
concretos y típicos, parciales y aun simbólicos (basta con una determinada
semejanza o asociación con el objeto específico, para que un estímulo
movilice el deseo), que se añoran contra toda conveniencia práctica y contra
toda lógica. A veces, su solo recuerdo o su evocación verbal o imaginada
polarizan la atención del sujeto de tal modo que le incapacitan para otras
ocupaciones y le impelen, con intensidad creciente, a la búsqueda del objeto
de su satisfacción, sin guardar proporción económica entre las ventajas y los
riesgos o las pérdidas que esta búsqueda supone.
En otros casos, aun cuando un deseo quede saturado, suele persistir
básicamente y sólo cambian el modo de satisfacerse, o los aspectos
estimulares de su objeto (cambio de objeto), como veremos con más detalle
al tratar de la Constante novena. También puede sublimarse, de modo que
pase de la búsqueda de un objeto o modo de satisfacción primario, arcaico o
infantil e inmediato, a un objeto diferenciado, evolucionado, mediato y más
integrado en un proceso conduc-tal complejo y productivo.
Hemos tenido que tratar casos necesitados de terapia tras una única
experiencia de este tipo, incluso tras una simple embriaguez, que
desencadenó un proceso rápido de desintegración de la personalidad adulta.
Por supuesto, un fenómeno así no se produce sin la colaboración de
componentes regresivos hasta entonces latentes.
Como veremos al tratar de la Constante novena y del montaje del objeto del
deseo, el deseo no es una tendencia objetiva que se oriente hacia la «realidad»
simplemente ni en la mayoría de los casos, sino la resultante de una serie de
componentes más o menos arcaicos, regresivos, mágicos o integrados,
progresivos y realistas, que proyectan un enfoque o una actitud subjetiva o
construyen un objeto proporcionado a esos componentes, todo lo cual
complica extraordinariamente, como ya estudiamos en el capítulo 1, la
«adaptación» a lo real.
Aun cuando estas últimas no lleguen a tener lugar, sí ocurre que los
elementos intermedios y objetos instrumentales ejercen una atracción
desproporcionada a su naturaleza medial y que es más propia del logro final y
adecuado de la satisfacción del deseo.
Así, cuando el deseo consiste en las relaciones sexuales completas con una
persona determinada, o con un tipo específico de ejemplar erótico, en tanto
no se llega a la posesión total, cualquier parte de su cuerpo e incluso
cualquier manifestación suya (voz, aspecto, huellas y hasta restos) se
constituyen en evocadores intensamente erotizantes de esa persona y de la
satisfacción del deseo en ella. Son como eslabones y pasos que
progresivamente conducen al fin deseado, y que en esta función participan
del mismo poder atractivo que la totalidad del proceso o que el logro del fin.
Pero cumpliéndose al mismo tiempo la Constante sexta: cada avance en el
acercamiento al logro anula el poder evocador de los estadios o elementos
anteriores, menos avanzados y más lejanos de la posesión total del objeto.
Lacan con su escuela (cfr. Mannoni en Clefs pour l’Imaginaire, París, 1969) y
Jaspers coinciden en la misma apreciación (el primero con su «deseo
incolmable» y el segundo con sus Chiffres) de que el verdadero objeto del
deseo es siempre distinto y de otra naturaleza o dimensión del que aparenta
ser. En el caso del deseo obsesivo se percibe muy claramente la
transpresenciación mágica de algo que no es el objeto concreto que estimula,
en cuya presencia concreta cree captar el sujeto la promesa tácita de todo lo
deseable (como un resto de los «objetos internos» gratificantes de la fase
esquizo-paranoide de Klein); promesa que nunca se cumple, pero que
estimula reiterativamente al sujeto a buscar una y otra vez su cumplimiento.
Las más de las veces (sin que en este punto haya sido posible establecer
porcentajes concretos) el objeto consciente del deseo (lo que al sujeto le
parece que le motiva) es sólo una parte de él o un determinado
comportamiento respecto del mismo.
A lo mejor, el gusto por hacer vida nocturna (cenar fuera de casa, asistir a
espectáculos y a reuniones, etc.), cuando se hace en compañía del cónyuge,
no está motivado, en algún que otro caso, por lo que tales relaciones puedan
suponer de diversión, sino por el impulso parcial sadomasoquista de
contrariar las costumbres caseras de la pareja (éste sería el verdadero objeto
latente del deseo). Y puede suceder que en toda la compleja serie de acciones
que componen un comportamiento social determinado: caza, juego, partys,
espectáculos o negocios, etc., lo único que latentemente se busque y sea
objeto de un deseo sea un segmento muy breve de acción o de proceso,
suprimido el cual, el resto del proceso no interesaría lo más mínimo. El sujeto
de un deseo tal puede y suele, sin embargo, ignorar esta peculiaridad y piensa
que se halla interesado por la caza, el juego, los espectáculos o los negocios
en sí, aunque percibe que en todo ello hay algo y aun bastante que le cansa y
aburre y sólo un momento o punto que mágicamente le atrae: por ejemplo, un
seductor, siempre implicado en aventuras sentimentales y haciendo un gran
consumo de personas seducidas, puede no encontrar otro aliciente en todo
ello que el momento de vacilación de sus víctimas, o incluso el modo de
mirarle o el ademán que hacen con la cabeza (algo muy típico y concreto) en
el momento de ceder a sus solicitaciones, y que todo lo que sigue a ello,
relación sexual incluida, carezca de atractivo para él. Esto explica, desde
luego, muchas paradojas de la fenomenología amorosa.
Podría así decirse que el estímulo no actúa nunca «de fuera a dentro»
exclusivamente, sino se halla aliado con una corriente proyectiva
inconsciente, «de dentro a fuera» del sujeto, que le dota de su poder de
estimulación. De no ser así, todos los sujetos serían igualmente estimulables
por unos mismos estímulos, objetivamente dotados de este poder, mientras
que nunca se dejarían estimular por otros objetos, privados siempre de este
poder, lo cual no sucede, sino que cada tipo de personalidad se muestra
extremadamente accesible a unos tipos de estímulos y hermético a otros,
mientras que con otros tipos de personalidad sucede todo lo contrario; y, aún
más, un mismo sujeto puede cambiar su capacidad de estimulación y hacerse
inaccesible al sistema de estímulos que le dominaba, y esto, manteniéndose
igual su organismo y fisiología y sin haber sido sometido a técnicas
aversivas.
No hemos querido significar que toda «vocación» del tipo de las aludidas ni
toda preferencia deportiva o alimentaria tengan estas motivaciones, lo que sí
hemos podido comprobar es que en un 77 por 100 de los procesos se da algún
componente de este tipo, por leve que sea, que tiende a acentuarse cuando la
afición o la preferencia adquiere caracteres obsesivos, excluyentes de otras
aficiones, cíclicos o repetitivos (en estos casos el porcentaje asciende al 100
por 100).
De ahí que los objetos del deseo (o los modos de tender a ellos) presenten sin
excepción componentes más o menos larvados de un inconsciente irreal, y
hasta infantil y mágico, que siempre presenta un riesgo de fijación en ellos.