Transferencia y Sistema de Psicoterapia

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Table of Contents

PRÓLOGO

PARTE 1

1. CONOCIMIENTO CIENTÍFICO
2. CIENCIA Y REDUCCIONISMO EN PSICOTERAPIA
3. CIENCIA Y PRÁCTICA
4. ESPECIFICIDAD DE LAS CIENCIAS HUMANAS
5. EL CIENTIFISMO APLICADO A LA PERSONALIDAD
7. ALCANCE DE LA CRÍTICA DE CATTELL

2. EFICIENCIA TERÁPICA
1. CONCEPTO DE DIÁLYSIS
2. NOCIONES POLÉMICAS DE NEUROSIS
3. LÍMITE DE LA NOCIÓN DE APRENDIZAJE
4. REMISIÓN ESPONTÁNEA DE LOS SÍNTOMAS
5. VERIFICABILIDAD ESTADÍSTICA DE LA SALUD PSÍQUICA
6. LA CURACIÓN Y SU COMPROBACIÓN EMPÍRICA

PARTE 2

3. PROCESO DIALYTICO
1. ORÍGENES DE LAS PERTURBACIONES DE PERSONALIDAD
2. ANOMALÍAS BÁSICAS DE LA CONDUCTA
4. ARTICULACIÓN FÁSICA DEL PROCESO

4. PRINCIPIOS SISTEMÁTICOS DE DIÁLYSIS


1. PRESUPUESTOS Y PRINCIPIOS TEÓRICOS
2. PRINCIPIOS PRÁCTICOS: GRUPO DINÁMICO-ESTRUCTURAL
3. PRINCIPIOS PRÁCTICOS: GRUPO COMUNICACIONAL

5. LA COMUNICACIÓN Y SUS REGISTROS


1. COMUNICACIÓN
2. LA EXPRESIÓN
3. INTERPRETACIÓN DE IMÁGENES Y FANTASÍAS
4. COMUNICACIÓN DE INCONSCIENTES
6. ESTRATEGIAS ACTIVADORAS

PARTE 3

6. TRANSFERENCIA Y CONTRATRANSFERENCIA
1. ENFOQUES DE LA TRANSFERENCIA
2. COMPONENTES TRANSFERENCIALES
3. EL RESULTADO DIALYTICO
4. EFECTOS TRANSFERENCIALES MÚLTIPLES
5. ELEMENTOS CONTRATRANSFERENCIALES
6. ACTIVACIÓN CONTRATRANSFERENCIAL

7. ACTIVACIÓN DEL PROCESO DE DIALYZACIÓN


1. DISPOSICIONES PRIMARIAS DEL PSIQUISMO
2. INTEGRACIÓN
3. HERMENÉUTICA TRANSLABORATIVA

8. COCRECIONES PRÁCTICAS
1. TIPOLOGÍAS
2. DESARROLLO DEL PROCESO TERÁPICO
A. Estrategias del comienzo
3. CONTRAINDICACIONES EN LA TÉCNICA TRANSFERENCIAL

APÉNDICE
TRANSFERENCIA Y SISTEMA
DE PSICOTERAPIA
LUIS CENCILLO RAMÍREZ

CATEDRÁTICO DE ANTROPOLOGÍA DE LA FACULTAD DE


FILOSOFÍA Y LETRAS DE LA UNIVERSIDAD DE SALAMANCA
© Luis Cencillo Ramírez
EDICIONES PIRÁMIDE, S. A., 1977
Don Ramón de la Cruz, 67. Madrid-1
Depósito Legal: M. 36.261-1977
ISBN: 84-368-0071-0
Printed in Spain
Imprime: Gráficas EMA. Miguel Yuste, 31. Madrid-17
Papel: Torras Hostench, S. A.
PRÓLOGO
Largo camino queda por recorrer a la psicoterapia. Los recursos numerosos y
eficaces de la personalidad, descubiertos parcialmente por las escuelas
psicoanalíticas, sociológicas y conductistas, no han sido sistematizados,
registrados ni potenciados o utilizados siquiera de modo lúcido y técnico,
sino que estas diferentes tendencias, y aun las escuelas dentro de las mismas,
se han dedicado a disputar escolástica y bizantinamente en nombre de unas
autoridades ya históricas (se llamen Freud o Thorndike) y de unos aprioris
epistemológicos que muy poco tienen que ver con la terapia del hombre.
Como si se dispusiese de tantos recursos en cada escuela o tendencia que
pudiéramos permitirnos el lujo de rechazar en bloque las investigaciones y las
aportaciones de las demás.

Y aun dentro del mismo psicoanálisis, la fidelidad ortodoxa a las primeras


posiciones de la escuela ha podido llegar a frustrar sus posibilidades en
algunos grupos de terapeutas, como si Freud supusiera el final de una
trayectoria metodológica que ya hubiese desplegado todas sus posibilidades,
en lugar de ser el comienzo de un tipo de investigación en un campo nuevo.
Mientras que otros psicólogos niegan totalmente el valor epistemológico de
este mismo campo y método descubiertos por Freud, como si lo
científicamente fiable hubiese de homogeneizarse, en el terreno de las
ciencias humanas, con las mineralizaciones y los modelos abstractos y
exclusivamente matemáticos de las ciencias físicas. Éste es el vórtice de
malentendidos en que se está moviendo la psicoterapia en nuestros días.

Pero no se trata de que una u otra escuela sea reconocida como la única
válida o epistemológicamente razonable, mientras todas las demás queden
descalificadas (entre otras razones porque esto no es posible dada la índole
del saber humano), sino de que los pacientes y las personalidades
desajustadas y conflictivas sanen. No se hallan los pacientes al servicio de
una supuesta «ciencia» de principios, sino el saber complejo de las ciencias
humanas y las técnicas psicoanalíticas y de modificación de conducta, o de
exploración de la personalidad, al servicio de los pacientes.
Por todo ello, lleva ya largo tiempo haciéndose sentir la necesidad de
clarificar, sistematizar y potenciar enfoques, métodos y recursos técnicos, la
necesidad de hacer un recuento riguroso y sistemático de todo cuanto se halle
a disposición del terapeuta para conducir al hombre paciente a su realización
psíquica, frente a las tradiciones del inmovilismo ortodoxo y a las
deformaciones fisicistas del hombre, que pretenden ser el colmo del rigor
científico, del conductismo o del sociologismo.

Y no resulta tolerable que, estando en juego la salud o realización psíquica de


los humanos, sean el snobismo y la frivolidad de las modas (aunque sean
epistemológicas) las que orienten en uno y otro campo la terapia.

Hay que partir, para ser rigurosos, de las necesidades objetivas de los
pacientes y no de las especulaciones abstractas de los epistemólogos (como el
célebre principio de Thorndike, verdaderamente devastador en el campo de
las ciencias humanas); incluso autores que nunca se han enfrentado con un
paciente se permiten opinar categóricamente en contra de enfoques y de
métodos que hemos verificado como perfectamente válidos los que
practicamos asiduamente la psicoterapia (y esto en nombre de la «ciencia
positiva»). Esto verdaderamente no es serio. Y es que en el ser humano la
teoría y la praxis se imbrican de modo tan indiscernible que cualquier
extralimitación (o paralogismo) en uno u otro sentido conduce
dialécticamente a lo contrario de lo que se venía pretendiendo.

Ésta ha sido la motivación de la presente obra (que sigue a otras varias sobre
el mismo tema, más al hilo de la práctica exclusivamente que la actual). En
ésta, resultado también de nuestra experiencia terápica cotidiana durante
años, hemos pretendido efectivamente sistematizar todo el material, las
observaciones y los modelos de escuela dispersos por las escuelas, además de
la necesaria clarificación de enfoques y de posiciones y la potenciación de los
recursos que la personalidad ofrece.

Esperamos que hayan quedado perfectamente fundidas la experiencia de la


práctica y la formalización sistemática (no matemática ni simbólica, que
impediría la especificidad de una ciencia humana aplicada). Experiencia
práctica no sólo propia del autor, sino de todos sus colaboradores en el
Centro CIDAP de Madrid en el que se ha logrado una convivencia de equipo
homogéneo y democrático, con confrontación en común de casos y dinámicas
de grupo y psicodramáticas del mismo equipo, en las que todos hemos
aprendido de todos y es sólo la objetividad y los problemas metodológicos y
técnicos de los casos concretos lo que a todos nos enseña y orienta, en un
ambiente de creatividad, sin autoridades consagradas y limitativas ni
apriorismos de escuela o de sistema.

A estos colaboradores y cordiales amigos (psicoterapeutas verdaderamente


cualificados que en muchos puntos nos superan después de haber comenzado
hace años aprendiendo) y a nuestros pacientes, de los que también hemos
aprendido mucho de lo que aquí tratamos, nuestro agradecimiento y el de
todos aquellos que obtengan mediante esta obra nuevos recursos para su
práctica terápica.

Madrid, 15 de junio de 1977

Luis Cencillo
PARTE 1
TERAPIA DE CONDUCTA Y PSICOANÁLISIS
1. CONOCIMIENTO CIENTÍFICO
Los lectores no interesados por estas cuestiones epistemológicas y que,
en esta obra, busquen algo más práctico y directamente relacionado con
el proceder terápico, pueden prescindir de esta Parte Primera
(capítulos 1 y 2) y comenzar la lectura por el capítulo 3.

Aunque nuestro propósito, al redactar la presente obra, sea estudiar el


fenómeno de la transferencia, como hilo conductor de la psicoterapia, y
estructurar en sistema la serie de elementos que juegan en su dinámica
procesual, no es posible en el momento actual de la psicoterapia dejar sin
resolver la cuestión de su calidad científica, limitada y cuestionada (por lo
menos en nuestro país) por autores de tendencia conductista.

Resulta, en efecto, sorprendente la acritud polémica con que el conductismo y


el neoconductismo se enfrentan al psicoanálisis y, además de la eficacia, le
niegan beligerancia científica, en nombre de una concepción de la Ciencia
reduccionista y limitativa que, de ser válida, excluiría de este ámbito a todas
las ciencias humanas.

Pero ciñéndonos a la psicoterapia, también habría que advertir que, en una


materia tan oscura y compleja y, sobre todo, directamente orientada hacia la
práctica y la eficacia, no es posible permitirse el lujo de descalificar unos
sistemas y una práctica (con sus recursos técnicos), en nombre de unos
principios abstractos, operacionales y, en el fondo, convencionales y a priori,
pues todas las sugerencias y los recursos son pocos en orden a curar casos
concretos y con todas las garantías de eficacia.

Podría comprenderse que los autores de orientación conductista discutiesen y


tratasen de aquilatar la calidad científica del psicoanálisis en el terreno de los
principios y con toda clase de matices, lo que no se comprende es el ataque
directo y masivo, la ridiculización y el lenguaje panfletario y expeditivo que
emplean (como hemos de comprobar a continuación). Actitudes así no se
frecuentan entre científicos. Nosotros, por supuesto, no seguimos igual
comportamiento respecto de esa tendencia y valoramos, lo más positivamente
que podemos, sus hallazgos y sus técnicas, pues consideramos que pueden ser
y son también muy útiles en la práctica.

Es decir, que si a algo nos oponemos, de lo que esa tendencia representa, no


es a la sustancia de sus doctrinas y prácticas, sino a aquellos puntos en que
dejan de ser fieles a sí mismos, es decir, científicos, y descienden a actitudes
polémicas y apasionadas, que más parecen ideológicas que seriamente
interesadas por la clarificación científica y por la eficacia práctica.

Desde luego, se ha producido en esta segunda mitad del siglo xx una


radicalización epistemológica muy semejante a la que ya existió en las
últimas décadas del XIX, la cual, al acabar su prestigio, pasada su vigencia,
resultó ser tan dogmática, tan restrictiva y tan paralizante de una verdadera
actividad investigatoria adecuada a su campo de objetos y a su intención
científica. La de entonces era más retórica, más cargada de «mística»
ilustrada, la actual es más fría y aparentemente más objetiva y analítica, pero
en sus efectos restrictivos y convencionales resultan lo mismo.

Aquélla se centraba en una visión herméticamente legalista del mundo, la


actual es menos ambiciosa, pero mantiene la tendencia holística de la
anterior, pues fundamenta todo conocimiento válido y la garantía de todo
método (incluso práctico) en su cientificidad, y excluye todo dato no
«científicamente verificado». En definitiva, sigue obligando a una visión
sistemáticamente cerrada de los campos de objetos, y esto, no precisamente
en la Física (donde estaría más en su lugar), sino en las ciencias humanas
precisamente.

Es evidente que ningún dato, ninguna hipótesis y ningún conocimiento


pueden ser tenidos como metódicamente válidos, si no han sido
rigurosamente verificados, aquí no cabe discusión; el problema se plantea
acerca de lo que haya de entenderse por «verificación» y de qué vías de
observación hayan de considerarse válidas en orden a la penetración y al
acopio de información de los diversos niveles de realidad, así como acerca de
los distintos tipos de modelización.

El cientifismo actual, desgraciadamente aplicado a las ciencias humanas


(pues las ciencias fisicomatemáticas han conquistado una libertad y una
amplitud de recursos de verificación y de modelización
inconmensurablemente mayor), no parece considerar como válidos, sino,
exclusivamente,

Percepción sensorial.
Medibilidad espacio-temporal.
Modelos lógico-matemáticos clásicos.

Y precisamente la percepción sensorial (aunque esté potenciada por


instrumentos específicos) acabó por ser, desde los resultados de la Física, lo
menos directo, más mediatizado y más cuestionable en su fiabilidad de
cuantos canales de comunicación con la realidad dispone el hombre.

En cuanto a la medibilidad hay que advertir que ésta tiene, en la Física actual,
un límite que no coincide con el de lo real, ya que, hasta el presente, el
«quantum elemental de acción h», formulado por Heisenberg (Cfr. W.
Heisenberg. Die physikalischen Prinzipien der Quantentheorie, Hirzel,
Leipzig, 1941), viene a constituir el límite teórico por debajo del cual no
puede darse ya ningún cambio energético apreciable. Y como cualquier
medición física se reduce siempre a la comprobación de las variaciones
apreciables que vienen implicadas en los correspondientes cambios de
energías, hay que deducir que la medibilidad de los objetos materiales, o de
los fenómenos y procesos de la materia, no es ya posible por debajo de este
límite, y siempre se dará un cierto error ineliminable: ∆x, expresión del
«Principio de Indeterminación». Así, en la conocida fórmula de Heisenberg:

∆x∆p ≈ h

h viene expresada en función de este reducto de error medicional.

Y esto por lo que se refiere a la medición energética, pues todo otro tipo de
medida, más relacionada con la percepción macroscópica del objeto, de
carácter espacial, por ejemplo, quedan excluidas de la ciencia actual, en
virtud de los resultados y principios de la Física.

El principio de Thorndike, convertido en verdadero dogma por el


conductismo del grupo de la Columbia University, representado actualmente,
entre otros, por R. B. Cattell, y que parece presentar cierto significado
ontológico (y no meramente operacional), queda, desde el campo de la Física
actual, bastante relativizado en su validez generalizada.

Pero mientras la Física puede detenerse ante los límites de la medibilidad


(Cfr. Eucken, Lehrbuch der chemischen Physik, I, § 4), las ciencias humanas,
sobre todo en sus aplicaciones prácticas: terápicas, pedagógicas y
sociopolíticas, no admiten espera y han de arbitrar otros recursos, con otras
reglas de juego tal vez, para alcanzar sus fines de ayudar al hombre
eficazmente; pues su eficacia no puede depender ni de una ortodoxia,
relativamente convencional, ni del cumplimiento reglamentario de unas
vigencias de época propias de otras ciencias y, en todo momento,
cuestionables.

Por lo que se refiere a la modelización, hemos de decir, de momento, que el


tipo de modelos adoptado es lo de menos, que pueden adoptarse modelos
estructurales y lingüísticos (y no necesariamente matemáticos) y que, incluso
los modelos matemáticos no tienen por qué construirse según las reglas de la
Lógica griega y de la Matemática clásica racionalista (como hace, por
ejemplo, el neopositivismo lógico).

Con esta pretensión de reducción de las ciencias humanas a una


formalización impropia de las mismas y procedente de métodos adecuados a
otros campos, lo que se produce es la exclusión de aquellos niveles de objeto,
particularidades y propiedades de los mismos, y fenómenos reales que no se
presten a ser sensorialmente observados, reducidos a medida y modelizados
matemáticamente. O, todavía peor, se «camufla» el objeto humano en objeto
físico y se sacan deducciones prácticas inadecuadas o aplicaciones prácticas
parciales e insuficientes.

Esta actitud prejudicada supone tácitamente algo que los mismos científicos
no admiten. Presupone que la «Ciencia» es un modo de conocimiento de
valor absoluto, que apunta a las verdaderas raíces, niveles y bases reales de
todo aquello que investiga; es decir, que la «Ciencia» es una gnosis
(tendiendo a metafísica y esencialista).

Pero las ciencias (no hay una «Ciencia» única, sino que hay diversas ciencias,
según sus métodos y modos de especificación diversos) constituyen un modo
de conocimiento artificial; lo que se llama un constructo, modesto recurso
práctico para captar y fijar en retículas lógicas convencionales algunos datos
(también elaborados y no todos los que el objeto suministra), los más
próximos a la percepción orgánica humana (sea de modo directo, como en la
Geología o la Zoología, sea de modo indirecto, mediante la ayuda de
«aparatos de precisión»), para reducirlos a sistemas de relaciones
estructurales supuestas («hipótesis»).

Las ciencias, pues, son en el campo de los fenómenos físicos, modos de


conocimiento parcial, convencional y constructo, en orden a engendrar
estados sociales de certeza, según determinadas vigencias y siempre
provisionales y revisables, y fundar el desarrollo de diversas técnicas de
transformación de los estados de la materia. Pero en absoluto puede afirmar
nadie —y los científicos los que menos— que la realidad sea tal como las
ciencias la representan.

Max Planck en The Universe in the Light of Modern Physics, capítulo 8,


distingue tres «mundos» diferentes e inconmensurables: el «percibido por los
sentidos», el «real» que no puede mostrarse por razonamientos lógicos
formalizados, y el «Mundo de la Física», creación de la mente humana y, por
lo tanto dinámicamente cambiante, a medida que la ciencia avanza. A.
Einstein, en la obra de Schlipp, Albert Einstein: Philosopher Scientist, expone
tres tesis claras, en este mismo sentido (pág. 248):

«La creencia en un mundo exterior independiente del sujeto que lo


percibe es la base de toda ciencia natural.»
«Como, sin embargo, la percepción sensorial sólo proporciona
información indirecta de este mundo exterior, únicamente se puede
llegar a éste por medios especulativos.»
«Se deduce de esto que nuestras nociones de la realidad física nunca
pueden ser definitivas.»

He aquí la visión de la realidad y el juicio sobre el valor de las


formalizaciones científicas que poseen los dos iniciadores de la ciencia
fisicomatemática actual: conocen perfectamente los límites de su ciencia,
admiten otros tipos de conocimiento igualmente válidos y en absoluto
dogmatizan ni excluyen reduccionísticamente otros accesos a niveles de
realidad distintos, relativizando todo lo que pueden el alcance de su ciencia.
Desde luego, la circunscriben exclusivamente al campo de los fenómenos
físicos, sin pretender extrapolarla a otros campos.
Los cultivadores de las ciencias humanas, en cambio, que no son iniciadores
de una empresa científica del calibre de la Física moderna, pero que, por el
campo de objetos que tratan, deberían manejar unos criterios más elásticos
para juzgar del alcance de los conceptos, los sistemas y las vías de
verificación, resultan hoy más rígidamente dogmáticos y más estrechos (e
ingenuamente realistas) que los físicos, aun en contra de sus propios intereses
investigatorios y a costa de negarse posibilidades científicas.

Y la xtrapolación, a todas luces indebida e ilógica, que los físicos tienen buen
cuidado de evitar, la cometen acríticamente los psicólogos, los antropólogos
y los sociólogos, confundiendo los constructos producidos por un método
particular (adecuado a un solo tipo específico de objetos, los fenómenos
físicos) con la realidad misma de todos los otros campos. He aquí el mal, el
vicio de enfoque que está frenando el progreso y la eficacia de las ciencias
humanas, en la actualidad.

Repárese en la tesis de Einstein que reseñamos en segundo lugar y que viene


a desmentir la presunción de los psicólogos y antropólogos positivistas: la
percepción sensorial sólo proporciona información indirecta aun cuando se
trate del «mundo exterior»; naturalmente, cuando se trata del plano psíquico
y cultural (en el caso de los antropólogos), todavía ha de resultar menos
adecuada la percepción sensorial. Pues bien, hay psicólogos que pretenden
obtener datos absolutamente válidos acerca de la conducta, precisamente
limitándose a lo sensorialmente perceptible.

Y si Einstein (y toda la generación de físicos que le ha sucedido) admiten que


la única manera de llegar «al mundo exterior» en su objetividad es mediante
un rodeo especulativo, tanto más necesario será este rodeo cuando se trate de
llegar al fondo del psiquismo y a sus mecanismos determinantes. Pues bien,
esto sería, en el peor de los casos, lo que ha intentado el psicoanálisis.

Pretender como Watson, en su tiempo, y como tal vez el neoconductismo


actual, construir un sistema de la personalidad y del psiquismo a base
exclusivamente de lo sensorialmente observable y medible (negando o
ignorando todo otro nivel del psiquismo, más profundo, indirectamente
perceptible pero condicionante de lo observable y medible), equivaldría a
pretender validar exclusivamente una «Física» arcaica, que sólo operase con
superficies, peso, color, presiones y temperaturas, pero se negase todos los
demás recursos especulativos y observacionales (por otras vías que la
percepción natural macroscópica), que han conducido a la Física moderna a
sus logros actuales. Si imitamos a esta ciencia, hagámoslo en serio y en toda
la amplitud de las posibilidades descubiertas por sus métodos, y no en forma
de un mimetismo superficial y atrasado de información.

Como los promotores de la Física actual dicen, también nosotros partimos del
supuesto de que toda ciencia ha de partir de la experiencia observable. Pero el
problema que inmediatamente se plantea es el de qué sea esta «experiencia» y
sus vías de observación.

Ni las ciencias humanas y actualmente ni siquiera la Física pueden limitarse a


la percepción sensorial de superficies medibles o de unidades macroscópicas
sustanciales observables a nivel de comportamiento obvio. La Física ha
rebasado totalmente este plano de observación y en ningún caso lo tiene en
cuenta, y su experiencia se concreta en ondas, campos gravitatorios, procesos
energéticos, trayectorias hipotéticas de fotones y posiciones relativas de éstos
con sus índices de difracción, etc. Como puede apreciarse, unos planos muy
afines a los del Inconsciente psicoanalítico y que sólo son accesibles de modo
hipotético y operacional (por constructos), como también pueden, en el peor
de los casos, considerarse que lo son los modelos freudianos o jungianos.

Lo observable en las ciencias humanas, por una u otra vía de acceso a lo real
(social, antropológico, histórico o psíquico) abarca un campo mucho más
amplio de objetos realmente observables, pero no exclusivamente reducidos a
su superficie sensorial, extensivamente medible (según la limitación
totalmente injustificada que establece el principio de Thorndike y que todavía
goza de alguna vigencia en el neoconductismo). Nosotros hemos comprobado
por lo menos los siguientes tipos de observabilidad:

1. Observación directa sensorial.


2. Observación indirecta condicional (o de aquellos factores no
sensorialmente perceptibles, pero que aparecen como condicionando los
fenómenos directamente observables).
3. Observación de procesos (en los que se interrelacionan objetos
sensorialmente observables con otros que no lo son y con relaciones,
igualmente inobservabas por percepción sensorial).
4. Observación de diversidades de niveles específicos y de sus modos de
influencia.
5. Observación de significados y de posiciones semánticas en un contexto
cultural (por ejemplo, la comprobación de un valor expresivo
determinado de un término en un contexto literario es una verdadera
observación directa, pero no puede decirse que sea en su totalidad
sensorial; lo mismo puede ocurrir con la intención de un sujeto o con sus
tendencias e impulsos).
6. Observación de estructuras y de interrelaciones dinámicas estructurales.
7. Observación de cualidades, virtualidades y posibilidades aún no
actualizadas, o no directamente sensoriales (como las capacidades, el
impulso vital, la agresividad o la depresión, etc.).

Lo que tampoco parecen haber advertido los cientifistas de las ciencias


humanas (que las descalifican como tales ciencias o que las deforman, o
deforman su objeto, hasta obligarlas a dejar de ser humanas para poder
considerarlas como ciencias), es que en la Física actual el espacio ha dejado
de ser homogéneo (espacios compactos-espacios paracompactos) y presenta
cambios cualitativos y aspectos medibles y aspectos o zonas irreductibles a
una medida homogeneizadora... O sea, que en esa guerre de rétards, que se da
entre los diversos campos científicos y las diversas áreas de la cultura, los
públicos no iniciados y, desgraciadamente, muchos de los especialistas de las
ciencias humanas siguen aferrados todavía, anacrónicamente, a un patrón de
«ciencia» ya superado por la misma ciencia fisicomatemática. Y mientras
esta ciencia tipo ha arbitrado recursos para positivar lo no directamente
observable ni homogéneamente medible, muchos cultivadores de las ciencias
humanas y psicológicas siguen dejando fuera de consideración o incluso
negando existencia a todos aquellos aspectos y elementos del fenómeno
humano no homogéneamente medibles o no directa y sensorialmente
observables. Como se ve, pura ilogicidad y más un dejarse imponer por
supuestas vigencias (verdaderas modas) que actuar desde dentro mismo de la
especificidad de cada ciencia y de las exigencias peculiares de su campo de
objetos.

Ciencia es, en definitiva, un modo de conocimiento riguroso y verificativo,


modélico y sistemático, y por ello controlado, tanto en la observación de sus
objetos, cuanto en la interrelación modélico-sistemática de esos datos
observados.
Lo de menos, lo totalmente irrelevante para que haya ciencia, son los
procedimientos concretos y los recursos prácticos (técnicas de observación y
de modelización) que en cada caso hayan de emplearse, dada la peculiar
naturaleza del campo de objetos a que cada ciencia se refiera o de los niveles
de objeto, aun dentro de un mismo campo, en que cada una haya de operar.

Un mismo terreno, por ejemplo, es observado y modelizado de modos


totalmente distintos y a niveles inconmensurables por la Geología, la
Paleontología, la Ecología.la Bioquímica, la Cristalografía, la Geografía, etc.,
y aun dentro de la misma Geología, la Edafología, la Tectónica, la
Sismografía, etc., lo consideran según principios y técnicas muy diversas.
Precisamente la enorme complicación del aparato técnico y modélico
(matemático) que la Relatividad y la Mecánica Cuántica han introducido en
la Física, ha obedecido al intento de llegar a niveles de objeto más profundos
y poder así positivar datos inaccesibles a la Física clásica (con su observación
sensorial directa y sus modelos aritméticos y geométricos elementales).

Pues bien, mientras la Física moderna ha ido avanzando cada vez más en su
información y en sus logros prácticos, gracias a su perspicacia metodológica
para positivar nuevos aspectos del objeto, de carácter más bien cualitativo (o
cualitativamente variables, al modo de los fenómenos psíquicos y sociales),
las llamadas ciencias humanas han ido retrocediendo, cercenándose
posibilidades, reduciendo sus campos reales para parecerse más a una Física
clásica que, por lo mismo, había perdido su vigencia.

En la presente obra pretendemos, más que exponer unos métodos terápicos


no directamente deducibles de los datos positivados por las ciencias
biológicas o físicas, construir el sistema (o un sistema entre varios posibles)
de acuerdo con unos principios propios, un tipo de modelización adecuado y
unas pautas de verificabilidad juntamente con los datos así válidamente
obtenidos a los niveles de objeto pertinentes, que sirva de base científica
genuina, válida y eficaz al mayor número de procedimientos psicoterápicos y
pedagógicos, por haber tenido en cuenta las propias raíces de la personalidad
humana y los elementos reales, todos los posibles y en su peculiaridad, que
intervienen en su dinámica, su estructura y sus comportamientos; sin
deformaciones del campo ni préstamos de otras ciencias que tienen menos
que ver con la peculiaridad de lo humano, aunque haya que tener en cuenta
numerosas implicaciones, adyacentes, de otros niveles y campos de objetos y
de los datos y modelos de esas otras ciencias no humanas. Pero tratar, por
ejemplo, de explicar las perturbaciones de personalidad y de comportamiento
a base exclusivamente de datos de la Endocrinología o de la Neurología, o de
la Bioquímica, es cometer un claro paralogismo (y paralogismo significa
incongruencia de niveles, un tránsito inmetódico e incontrolado de un plano a
otro de reflexión).

En el fondo, en todo reduccionismo fisiologista de un proceso


comportamental o caracterológico, complejamente humano por necesidad, a
un único elemento u orden de elementos explicativos, está operante un resto
de metafísica griega con su constante y pertinaz búsqueda de una unidad a
base de una relación de causa a efecto. Este enfoque metafísico, como es
lógico, no podemos aceptarlo nosotros, sobre todo si lo que hemos de
pretender es abrirnos objetivamente a los procesos reales y concretos del
objeto que estudiamos.

En todo proceso intervienen múltiples «concausas» (si se quiere hablar así)


desde diversos niveles, y es la estructuratotal del proceso y su trama
interrelacional lo único que podría darse como verdadera «causa» de los
fenómenos que en él se manifiestan. Con toda evidencia, en procesos y
fenómenos tan complejamente humanos como una conducta neurótica, una
incapacidad profesional o amorosa, un estilo y una orientación general de la
vida de relación social y de la personalidad o de la profesión, etc., además de
la posible base genética, hereditaria y biológica (hormonal, neurofisiológica,
endocrina, etc.), se dan elementos y huellas de acontecimientos de carácter
social, emocional, comunicacional, axial, cultural y hasta anecdótico y
biográfico, que van condicionando y modulando la estructura de la
personalidad y sus mecanismos de defensa y de respuesta a los estímulos, y
serán estos factores bastante más decisivos tal vez que los meramente
genéticos y biológicos, comunes por otra parte a los diversos componentes de
una misma familia, cuyos miembros presentan, sin embargo, tipos de
personalidad y modos de conducta sustancialmente diversos y aun
polarmente opuestos.
2. CIENCIA Y REDUCCIONISMO EN
PSICOTERAPIA
El cientifismo psicológico llega con facilidad a un callejón sin salida, por lo
menos en el campo de la psicoterapia, pues si se pretende reservar la validez
y la cualificación científicas, exclusivamente, a aquellos principios y a
aquellos datos propios de las ciencias biológicas y fisicomatemáticas, es
evidente que la psicoterapia nunca podrá actuar con plena legitimidad en su
propio campo, ni sobre bases propias, y que siempre vivirá en precario de lo
que esas otras ciencias, que no investigan el objeto propio de la psicoterapia,
descubran y formalicen en sus propios campos respectivos, que de alguna
manera guarde alguna relación con los factores que la psicoterapia y las
llamadas ciencias de la conducta tratan (pues fuera de estos datos, obtenidos
o construidos más bien por modelos matemáticos y sobre la base de
verificaciones medicionales y aun sensoriales, no se concede validez alguna
ni capacidad de fundar una terapia seriamente metódica a ningún otro tipo de
experiencias humanas).

Así, siempre carecería la psicoterapia de multitud de datos necesarios para su


orientación metodológica y para el desarrollo de técnicas pertinentes a un
tratamiento eficaz de su objeto propio, y su escrúpulo cientifista haría de ella,
en el extremo de la paradoja, la menos científica de las actividades, ya que
actuaría a ciegas y sin poseer las claves de la comprensión de su propio
objeto (es decir, de modo y en relación alienada).

Por mucho que se pretenda que el hombre y sus comportamientos no son ni


implican nada más que el conjunto de elementos bioquímicos que integran
los órganos y mecanismos fisiológicos humanos, no es posible tratar
adecuadamente al hombre sobre la base exclusivamente de los mismos, a no
ser que se afirme y se pruebe (pretendemos ser estrictamente científicos) que
lo específicamente humano no es sino la suma aritmética de tales elementos y
mecanismos, y no por lo menos su producto (y por cierto, trigonométrico,
algebraico, diferencial, integral e infinitesimal, que son otras tantas
posibilidades de descubrir y de construir relaciones y modelos matemáticos),
como incluso el materialismo dialéctico afirma, con la consiguiente
suposición de «saltos cualitativos» entre un nivel y otro.

En este caso, que es el que goza actualmente de mayor vigencia, ya no es


tampoco posible aplicar directa e ingenuamente lo que las ciencias biológicas
y físicas arrojen, a los niveles más complejos y específicos del
comportamiento humano; pues el producto mismo, la combinatoria compleja
por la cual esos elementos han dado, como resultado, lo humano con sus
propiedades peculiares, también es algo real e investigable que no puede en
absoluto ser ignorado, si se ha de proceder científicamente. Y esto, claro está,
no lo tratan ni pueden tratarlo las ciencias físicas y biológicas: si un tipo de
fenómenos y de procesos determinados presentan unas características o unos
comportamientos peculiares y específicos, no es posible ni conocerlos con
rigor científico, ni tratarlos técnicamente para modificarlos o potenciarlos,
únicamente a base de unos datos, unas relaciones sistemáticas y unos
métodos propios de ciencias que para nada se refieran al nivel específico de
tales fenómenos y procesos.

Es ésta una evidencia que no acaban de entender los cientifistas de las


ciencias humanas, de la psicología y de la psicoterapia. Hoy todavía, a
algunos les resulta difícil comprender que puedan ser más eficaces,
prácticamente y en orden a curar, unos conocimientos obtenidos de unas
experiencias prolongadas procedentes del mismo campo sobre el cual se
pretende influir, aunque carezcan de cualificación científica propiamente
dicha, que otros conocimientos científicamente muy cualificados, pero que no
accedan al nivel en que el proceso terápico se mueve.

Y éste ha sido el gran error de base y el gran impedimento práctico de la


Psiquiatría, tal como se formalizó hace ciento cincuenta años
aproximadamente. La Psiquiatría llega a su constitución bajo un signo
organicista y biologista (del cual el mismo Freud todavía se resiente), y por
añadidura es concebida como una disciplina médica, regida por categorías
nosológicas y patográficas análogas a las de las demás ramas de la Medicina:
como la cardiología tiene el corazón y los vasos sanguíneos como base
concreta y causal de las perturbaciones circulatorias, que constituyen
determinadas enfermedades, la Psiquiatría adopta como base orgánica el
cerebro y sus ramificaciones nerviosas y trata de las perturbaciones de
personalidad y de comportamiento en calidad de «enfermedades» llamadas
mentales, pretendiendo conferirles una verdadera entidad nosológica, un
cuadro clínico y un tratamiento, por supuesto farmacológico o quirúrgico,
igual que en todas las demás áreas de la Medicina. El enfermo sigue reducido
a mero objeto de observación con el cual no se dialoga.

En principio no se concibe que el proceso biográfico, con todos sus


componentes emocionales, relaciónales, comunicacionales y experienciales,
pueda dar la explicación y constituir una compleja «causa» de la
perturbación, sino que esta «causa» tiende a buscarse en el organismo, en
irregularidades endocrinas, en la presencia de sustancias o de malformaciones
orgánicas del elemento somático del paciente, igual que sucede en todos los
demás procesos patológicos. Por lo tanto, las irregularidades secretorias, la
presencia de sustancias tóxicas en proporción anómala y las malformaciones
fisiológicas pueden y han de ser tratadas a base de su neutralización o de su
compensación mediante la ingestión o la inoculación en el organismo de otras
sustancias neutralizantes o compensatorias, como si se tratase del estómago,
del riñón o del hígado. Y a eso se reduce en principio todo...

El paralogismo cometido entonces es evidente: en un tipo de fenómenos y de


procesos que afectan a la actividad mental, a la afectividad, a la conducta
(con todas sus implicaciones sociales, familiares, profesionales,
comunicacionales y éticas), al autovivirse del paciente y a la estructura total
de su personalidad, sólo se tiene en cuenta lo orgánicamente visceral, que se
supone ser el soporte y el foco causal exclusivo de todos esos fenómenos
complejos y de órdenes muy diversos (igual que hubieran podido concebirlo
Demócrito, Aristóteles, Teofrasto o Crisipo); se construye un aparato
terminológico para, mediante él, diagnosticar, como se diagnostica una
«enfermedad» de hígado o de huesos, y se recetan distintas sustancias para
calmar y compensar. Ochenta años después de las investigaciones de
Durkheim y de su escuela hubiera sido de esperar que, por lo menos, se
tuviesen metódicamente en cuenta los factores complejamente sociales que
intervienen en la constitución y en la evolución de la personalidad y de sus
pautas de conducta.

Y si el adagio médico de «no hay enfermedades sino enfermos» ha de ser


tomado en consideración (y ha de ser muy seriamente tenido en cuenta, pues
expresa una verdad fundamental), era precisamente en esta clase de
«enfermedades» donde más urgía, y, sin embargo, no parece haberse aplicado
mucho aquí, sino todo lo contrario.

Por lo menos, la más elemental consideración de la diversidad de tipos de


elementos y de fenómenos implicados en esta clase de «enfermedades
mentales» debería haber hecho más cautas, más abiertas a toda clase de datos
y de posibilidades, más elásticas en su práctica y más dotadas de una
información complementaria procedente de otros campos, a las escuelas y
corrientes médicas que han venido practicando la Psiquiatría.

Parece, a simple vista, que no puede dudarse de que la vida mental, la


comunicación social, las reacciones afectivas y las opciones volitivas
humanas rebasan ampliamente el nivel de lo meramente orgánico y
fisiológico y de que por lo tanto un tratamiento verdaderamente científico y
metódico de este tipo de perturbaciones psíquicas —es decir, un tratamiento
no ciego ni rutinario o guiado por prejuicios anacrónicos que no responden a
su objeto, un tratamiento controlado por la compulsación metódica y
planificada de todos los datos y elementos que en el proceso intervienen—,
habría de examinar, compulsar e integrar metódica y controladamente todos
esos factores extrafisiológicos, que intervienen o pudieran intervenir en la
constitución y modalidades del proceso nosológico. Y, sin embargo, no ha
sido así: una filosofía reduccionista de orientación mecanicista (todos esos
niveles de personalidad y de interrelación social no son más que una
resultante mecánica de la actividad celular y secretoria del organismo
físicamente observable) ha estado presidiendo constantemente las
concepciones y la práctica psiquiátrica desde sus orígenes, y esta filosofía o
metafísica ha estado malogrando o impidiendo una práctica eficaz aplicada a
hombres reales y concretos...

Como se ve, el hombre cambia menos de lo que se pretende, y aun en épocas


de cientifismo y de radical reacción antimetafísica, las sociedades suelen
seguir dejándose cegar (para percibir los datos reales y evidentes) por un
montaje metafísico de cualquier signo.

Con lo cual, la pretensión de cientificidad a ultranza, llevada a su límite y


convertida, por lo tanto, en una metafísica más, hace que la práctica resulte
intolerablemente anticientífica, es decir, poco lúcida, ciega, incontrolada,
inmetódica (de acuerdo con las exigencias objetivas del campo tratado) y, por
lo tanto, ineficaz.

En el fondo, esta metafísica que ha venido orientando (y malogrando) la


práctica médica y psicológica en lo que va de siglo, se funda en algo muy
elemental: sólo lo que es observable (sensorialmente) es y lo que no es
directamente observable no es, ni puede ser tenido en cuenta, siquiera
hipotéticamente. Y un segundo principio: no hay totalidades complejas
verdaderamente reales, sino elementos simples en que las aparentes
totalidades se descomponen mecánicamente (sin que se constituyan niveles
irreversibles y cualitativamente diversos). Por lo tanto, el modo exclusivo de
tratar científicamente cualquier objeto no puede ser otro que descomponerlo
en sus últimos elementos sensorialmente observables, es decir, tratándose del
hombre, sus células, tejidos y, a lo sumo, órganos, pero no los campos de
influencia sociales y culturales, la comunicación y la afectividad, pues nada
de esto es sensorialmente observable ni simple. Pero así se disuelve el mismo
objeto, que había que investigar en todos sus parámetros y dimensiones; mas
un tratamiento a base de esos elementos simples y directamente observables
no podía ser eficaz entre otras razones por hallarse falto de información...
Tolman, en 1932, ya vio que no podía quedar la investigación de la conducta
en unidades «moleculares», sino que había de referirse a totalidades
«molares».

Otro tanto ha venido ocurriendo con ciertos tipos de investigación en el


campo de la Psicología: siguen apareciendo como el sumo rigor científico, en
las investigaciones acerca de los comportamientos humanos, los
procedimientos de laboratorio en los que se opera a base de cobayas,
serpientes, chimpancés, es decir, sobre sujetos de observación no humanos.
Gracias a estas investigaciones se pueden descubrir y estudiar mecanismos y
procesos animales básicamente comunes a todas las especies zoológicas,
incluida la humana (homo sapiens), pero lo que en modo alguno puede
investigarse es lo específicamente humano, lo que a la especie humana la
distingue y diferencia sustancialmente de las demás especies. Lo peor es
cuando, de estos estudios y observaciones de laboratorio con animales no
humanos, se tratan de deducir métodos de modificación de conducta para ser
aplicados al hombre, pues, dada la plasticidad humana, al ser tratado el
hombre como un animal inespecífico acaba convirtiéndose en tal animal
inespecífico, de modo que en lugar de curarse o de cualificarse como
humano, pierde su humanidad y se convierte en un «animal de costumbres»
socialmente adaptado pero ni libre ni autoposesivo.

Y aun cuando llegue a operarse en el laboratorio con seres humanos, las


mismas condiciones del experimento pueden falsear y perturbar sus
reacciones, como ya sucede con objetos puramente físicos, según el principio
de indeterminación de Heisenberg, y entonces resulta muy arriesgado deducir
consecuencias prácticas de carácter terápico de unos datos que se ignora si
son fiables cien por cien, y mucho más si han sido filtrados por unos patrones
de medida que tal vez hayan dejado perderse otras dimensiones no medibles
y otros datos del proceso.

Pero sigue pareciendo que sólo la información así obtenida, o de animales o


de humanos artificialmente sometidos a las condiciones de una observación
de laboratorio, es la fiable y la válidamente científica, y ya no lo parece tanto
o en absoluto una información obtenida por métodos sociológicos y
antropológicos, de observación directa de los fenómenos espontáneos de la
convivencia, la comunicación y las reacciones afectivas, impulsivas y
mentales que originan, obtenida en el campo mismo de la vida real.

En todo ello actúa un enorme prejuicio histórico que no ha sido lúcidamente


tomado en consideración para superarlo: hay objetos, como son las
microestructuras y los microelementos de la materia, los cuerpos y
condensaciones espaciales y los procesos bioquímicos básicos, por ejemplo,
que son inaccesibles a la observación humana directa, si no es por
procedimientos de laboratorio y mediante complicadas técnicas y montajes
instrumentales. Naturalmente, no se puede hacer ninguna afirmación válida ni
verificación alguna mínimamente probable si no es basándose en esas
observaciones operacional e instrumentalmente obtenidas y mediatizadas; por
eso, fuera del laboratorio y del observatorio no resulta posible investigar tales
campos ni a determinados niveles. Es una imposibilidad práctica y física, no
de principio, la que aquí media.

(Y de pasada añadiremos que, paradójicamente, la ciencia positiva que


comenzó con la corriente empirista basándose en lo directa y sensorialmente
observable, ha acabado centrándose precisamente y con el mayor rigor en
aquellos campos de objetos más inaccesibles a la observación directa y
sensorial, de modo que el objeto tipo, científicamente válido, resulta hoy ser
un constructo teórico-instrumental, que integra en una estructura
convencional y terminológica una serie de datos parciales, captados difícil e
indirectamente a través de un complejo instrumental, y que más bien se
reducen a cifras y fórmulas matemáticas medicionales y relativas. Pero ello
viene impuesto por la naturaleza del campo de objetos investigado.)

El campo de objetos de la Psicología, por el contrario, resulta ser lo más


inmediato y accesible al observador humano (puesto que se trata de él mismo,
de sus reacciones, respuestas y comportamientos), pero los psicólogos, para
crearse a sí mismos una buena conciencia de cientificidad, se creen obligados
a distanciarse tanto de su objeto como si de una microestructura nuclear o de
un quasar se tratase y han de comenzar a aproximarse al objeto humano a
través de complicadas observaciones zoológicas, fisiológicas, histológicas o
instrumentales y medicionales: se aisla al sujeto de observación de su medio
y de su tónica existencial habitual, se le somete a unas condiciones extrañas
de experimentación, se fragmenta su comportamiento y aquello y sólo
aquello, que se ha llegado de reducir a fórmula y a medida por estos
procedimientos, vale como científico y cierto.

Y si todavía se tratase de los mecanismos, las bases y los aspectos más


inconscientes y profundos del comportamiento humano (que son inaccesibles
a la observación directa), cabría establecer una analogía bastante válida con
los campos microestructurales de la materia, pero precisamente estas escuelas
sostienen que esos aspectos son inexistentes, que todo es superficial y patente
en el comportamiento humano, que sus motivaciones y estímulos son lineales
y directamente observables, que no median simbolismos, transferencias ni
filtrajes emocionales en sus respuestas al estímulo... En tal caso,
verdaderamente, parece que no hacían falta tales procedimientos de
observación indirectos y complejos para llegar a conclusiones muy válidas y
ciertas acerca de la conducta humana, sino una observación de campo,
sociológica, fenomenológica y descriptiva de lo que el hombre real y
espontáneamente hace y una positivación estadística (correlacional y factorial
sobre todo) de todos los datos así obtenidos.

Tales procedimientos «científicos», que en las ciencias de la materia llevan a


descubrir aspectos desconocidos y amplían la información acerca del objeto,
aplicados al hombre no suelen llegar a descubrir nada ignorado, sino a
formalizar miméticamente (a la manera de los objetos de otras ciencias de la
materia) conocimientos, a veces muy superficiales, que ya se poseían por
experiencia vulgar o por una elemental investigación sociológica. Las
bibliotecas y archivos de los departamentos experimentalistas clásicos de las
universidades alemanas, sobre todo de la de Leipzig, se hallan abarrotados de
protocolos riquísimos en cifras y en mediciones de laboratorio de umbrales
de sensación y de tiempos de reacción a todos los estímulos imaginables, que
no totalizan ni pasan de la superficie de los fenómenos, ni por supuesto,
suponen demasiado en orden a la educación o a la terapia. A lo sumo pueden
ser utilizados para montar técnicas de condicionamiento de conducta
parciales, al servicio de la propaganda o de la obtención de determinados
efectos prácticos, de acuerdo con alguna estrategia planificada y oficial.

En todo ello, siempre he tenido la impresión sin poderlo evitar, y


perdónesenos la boutade, de lo extraño e improcedente que resultaría si la
pareja de una personalidad pública, para poder conocer o hacer declaraciones
acerca del carácter o de los comportamientos domésticos e íntimos de su
cónyuge (como ciertas revistas frecuentan) hubiese de disfrazarse de
reportero y. magnetófono al hombro, le pidiese una entrevista en su despacho
oficial y comenzase a hacerle preguntas convencionales acerca de sus
aficiones y de sus preferencias: y de que esto mismo mutatis mutandis es lo
que sucede en muchas investigaciones psicológicas. Cuántas tesis doctorales
y cuántos trabajos no habremos leído, de Psicología Industrial, por ejemplo,
en los que tras páginas y páginas de apretada prosa y de cuadros y curvas
estadísticas rigurosas y prolijas viene a demostrarse que el trabajador ha de
interesarse por su trabajo y que el jefe ha de gozar de la confianza de sus
subordinados para ser eficaz. Podría aplicarse el proverbio castellano de que
«para este viaje no hacían falta alforjas».

Eso sí, todo es válido e interesante, y demostrar con rigor matemático,


cerciorativa y metódicamente, lo que ya se conoce por experiencia social y
vulgar, tiene su interés y su valor. Pero se trata de una cuestión económica, de
si todo ese esfuerzo y esos medios no urgiría más emplearlos para ampliar la
información acerca de zonas menos conocidas, en lugar de reiterarlas a
propósito de datos ya conocidos. Sobre todo, lo que resulta suicida para la
misma investigación psicológica y, desde luego, para la terapia de las
perturbaciones de personalidad, es la descalificación que los investigadores y
psicólogos de esta orientación constantemente realizan de todos aquellos
métodos y concepciones que no se ciñan a sus pautas experimentalistas,
behavioristas y matemáticas: dada la complejidad del campo de investigación
psicológico y la penuria de vías de acceso a los distintos niveles de su objeto
y, especialmente, la urgencia de curar al hombre de sus numerosas y
multiformes perturbaciones de personalidad y de conducta, no podemos
permitirnos los psicólogos descalificar y prescindir de posibilidades de
información y de tratamiento, en nombre de unos criterios científicos
prestados desde otros campos y ciencias, que nada tienen que ver con la
personalidad y la conducta humanas.

La ciencia física ha podido avanzar tan espectacularmente, como lo ha hecho


en nuestro siglo, porque adquirió conciencia de sus propias exigencias y se
lanzó a arbitrar métodos y técnicas perfectamente ceñidas a su campo de
objetos, y no podrá ocurrir otro tanto con las disciplinas psicológicas, tan
específicas y referentes a un campo tan ajeno al de la Física o la Biología
(aunque relacionado con el de estas ciencias, por supuesto), hasta que,
independizándose de todo «complejo fisicista», asuman sus propias
peculiaridades y las exigencias de su objeto y construyan sus propias pautas
sistemáticas y metodológicas de acuerdo con la especificidad de su campo.

Precisamente, para explorar zonas más inaccesibles dentro de lo psíquico,


arbitró Freud y su escuela (y las distintas escuelas que de él se han originado)
unos métodos indirectos de exploración y de interpretación de datos que son
los más descalificados por parte de las escuelas psicológicas a que antes nos
referíamos, sin caer éstas en la cuenta de que, de acuerdo con la especificidad
del campo de los objetos psíquicos, resultarían ser lo más análogo y, en cierto
modo, paralelo a los métodos operacionales y a los constructos de la Física y
de las Matemáticas. Éstas formalizan mediante símbolos (no son entidades
reales y tangibles lo que las Matemáticas y la Física trabajan) y esta labor
simbolizadora les permite operar con lo inaccesible; pues bien, el
psicoanálisis opera mediante simbolizaciones, aunque de otro tipo; la única
diferencia es que aquellas simbolizaciones reconocidas como científicas son
susceptibles de cálculo matemático combinatorio y unilineal, y éstas no lo
son, pero sí lo son de otro tipo de combinatoria dinámica.

Estas confusiones y tergiversaciones indican hasta qué punto los psicólogos


de ciertas escuelas no toman en consideración lo propio de la Psicología y
actúan alienados (literalmente alienados, es decir, carentes de las claves de la
propia comprensión) por otros modelos que no les atañen, en detrimento de
su propia fecundidad científica a niveles estrictamente psicológicos. Era la
posición representada por Carnap en 1933, abandonada posteriormente por él
mismo y por todo científico serio, pero que parece volver a estar vigente
inexplicablemente entre algunos jóvenes psicólogos españoles, según la cual
las leyes psicológicas serían casos especiales de las leyes físicas propias del
nivel inorgánico... (Hay otro grupo de jóvenes filósofos y psicólogos,
compatriotas nuestros, que, siempre dispuestos a seguir la última moda
transpirenaica, absolutizan dogmáticamente la filosofía negativa y el
negativismo del «Antiedipo» de Deleuze y niegan todo derecho a existir a
todo sistema y a todo método terápico no destructivo o afirmativo de alguna
realidad positiva. A esto se le podría denominar «derecho al pataleo»
motivado por circunstancias sociopolíticas.) Se nos ha llegado a sugerir que
tratásemos de reducir el psicoanálisis a fórmulas matemáticas y lógico-
simbólicas para darle carácter de ciencia. Contestamos que nos quedaba
todavía muchísimo por descubrir en orden a una práctica cada vez más eficaz,
para poder permitirnos gastar nuestro tiempo y nuestro esfuerzo en tales
juegos combinatorios que a nada práctico conducirían.

Lo que sí puede ser útil es lo que en la presente obra pretendemos: construir


un sistema propio de la terapia de orientación analítica (que denominaremos
dialytica, por las razones que más adelante expondremos) a base de
categorías propias de las ciencias humanas y no prestadas por otras ciencias.
3. CIENCIA Y PRÁCTICA
Una terapia que pretendiese operar únicamente sobre la base de «datos
científicos» de modo exclusivo resultaría hoy (y dentro de mucho tiempo
todavía, y tal vez siempre) prácticamente inviable, pues ninguna ciencia ha
explorado el campo humano (ni ningún campo) tan completa y
exhaustivamente que pueda suministrar todos los datos necesarios,
debidamente positivados y verificados. Esto ocurre también en las demás
disciplinas médicas y en las terapias y tratamientos fundados en ellas, y, por
supuesto, en todas las técnicas que el hombre emplea.

Episteme y tekhne han colaborado siempre, aportando la primera, modelos


teóricos y verificaciones parciales, y la segunda, experiencias y relaciones
apreciativas: cuando la ciencia ya no da más de sí, comienza el «arte»
(tekhne, en el sentido latino de ars o procedimiento eficaz, fundado en la
experiencia, aunque no esté científicamente positivada).

Nosotros trataremos de reducir este ars lo más posible, en beneficio de


conocimientos científicamente formalizados, pero hay que contar con un
coeficiente irreductible de experiencia no científicamente positivada. Pues los
sujetos humanos necesitan ser curados ya desde ahora y no admiten espera:
no podemos hacer esperar siglos a los humanos perturbados psíquicamente
para crearnos la buena conciencia de que actuamos exclusivamente (aquí está
el punto) sobre datos «científicos» y mientras tanto abstenernos de ensayar
métodos y técnicas terápicas eficaces, aunque no procedan al modo de las
ciencias fisicomatemáticas... Entre otras razones, porque ese momento no
llegaría tal vez nunca.

Las técnicas industriales de manipulación de la materia (aunque también se


basan en experiencias no científicas: es en el «buen ojo» del artesano y el
«secreto» práctico de las marcas, donde intervienen una serie de
imponderables no controlables) han de proceder, sin embargo, de modo más
ceñido a los datos y modelos de sus ciencias físicas correspondientes, porque
la materia que elaboran no es cognoscible sino mediante los recursos técnicos
de esas ciencias. Estas técnicas procederían a ciegas si no recibieran la
información de la investigación estricta y formalizada de unas ciencias que
han tenido el acierto de llegar a explorar y a calcular lo inaccesible a la
práctica vulgar, pues su objeto es totalmente extraño y lejano de la
experiencia humana.

Pero las técnicas psicoterápicas, educativas y, en general, de transformación


del hombre, cuentan con unas fuentes de conocimiento distintas, fiables,
aunque no metódica ni instrumentalmente tecnificadas, pues la materia sobre
la que han de actuar se halla muy cerca del agente mismo y hay un cúmulo de
experiencias sociales, pedagógicas, existenciales y clínicas que no por no
haberse formalizado matemáticamente resultan menos válidas para orientar
una actuación práctica.

Porque hay que preguntarse ante todo y al entrar en esta polémica: ¿qué
añade la formalización científica a un conocimiento válido por otras razones?
El carácter de científico añade a un conocimiento dos cualidades bastante
accesorias: una garantía controlable («verificación» o «falsación») y una
vigencia social (integración o integrabilidad en un sistema universalmente
reconocido en el momento en que formaliza); esto, suponiendo que el
contenido informativo sea válido (repetimos que en el campo de la Física
actual no es posible obtener ningún conocimiento válido, independientemente
de los medios metodológicos y técnicos de esta ciencia, ya que su campo de
objetos es totalmente inaccesible a la experiencia vulgar y práctica). Como se
ve, poca cosa, y más en el orden de los grados de probabilidad, que en el de
los contenidos.

No se olvide que la calidad científica de un contenido informativo, o


conocimiento, no garantiza su realidad (carece de todo valor metafísico en
orden a significar una adaequatio ad rem), sino que lo único que supone es
que la hipótesis que implica ese dato no se ha demostrado todavía (siempre es
provisional) como falsa o incompleta («falsación»), y que, tanto la estructura
y formulación de la hipótesis como su falsación, se ha llevado a cabo según
los principios convencionales y las pautas (métodos y técnicas) vigentes en
un tiempo y en un lugar determinados.

Hoy, las comprobaciones y formulaciones hipotéticas que la Física clásica de


Laplace llevó a efecto no son ni más ni menos «verdaderas» que entonces,
únicamente están históricamente superadas porque los principios de aquella
investigación clásica, las concepciones de base y los métodos y técnicas de
verificación han perdido validez (no están vigentes).

La ciencia positiva es eminentemente social y colectiva (a diferencia de la


Filosofía, por ejemplo) y ninguna afirmación, ninguna formalización ni
ninguna verificación o «experimento» tiene en ella valor, es reconocido como
tal comprobación o formulación científica, si no se ajusta al sistema y a los
principios, universalmente reconocidos como tales principios y sistema
válidos, en un momento dado, dentro de la sociedad occidental. Mas esto,
como es fácil de apreciar, tiene poco que ver con la «verdad» o «falsedad» de
los contenidos informativos. Se trata de verdaderas «reglas de juego» que han
de ser observadas para que unos datos y unas formulaciones teóricas puedan
ser aceptadas como científicas, es decir, reconocidas por la sociedad de los
científicos de modo universal e indiscutible.

Para que un Gobierno o una empresa industrial arriesgue millones en la


construcción de unos armamentos, unos ingenios espaciales, una red eléctrica
u otras obras análogas de carácter social y colectivo, es perfectamente lógico
que se requieran esas garantías de reconocimiento universal por parte de todo
el mundo científico, es decir, esa vigencia real de las teorías y las técnicas
que han de entrar en juego en cada caso. Pero a niveles más personales y
menos colectivos, en orden a la trasformación propia o ajena, pero individual,
ya se ve que pueden admitirse conocimientos orientadores y técnicas
particulares cuyo respaldo sea la eficacia, no la vigencia. Eso sí, de la ética
del educador o del terapeuta depende la selección de principios, de modelos y
de técnicas que hayan de trasformar positivamente al paciente o educando sin
poner en riesgo su integridad personal. Sobre todo, porque no es posible,
dada la cantidad incalculable de factores que en la trasformación de la
persona humana juegan, dominar sistemáticamente y con vigencia
colectivamente reconocida, este cúmulo de condiciones y de elementos que
además cambian de un sujeto a otro.

Lo que supone un riesgo cierto para la persona humana es tratarla


exclusivamente sobre la base de unos datos y de unos modelos impersonales
y procedentes de ciencias no directamente humanas. Y esto es lo que acaba
de ponerse de manifiesto en el Congreso de Psicología de París de agosto de
1976. En cambio, el que el educador y el terapeuta utilicen toda clase de
conocimientos y de técnicas acerca del hombre, con tal de que sean
razonables (no supersticiosos ni mágicos), verosímiles, probados o de algún
modo confirmados por la experiencia, se encuentren en un estado científico
de formalización y de vigencia, o en un estado precientífico o paracientífico,
no puede perjudicar al hombre, sino ayudarle.

Las demás ciencias que hoy gozan de plena vigencia también comenzaron de
la misma manera y, gracias a ello, fueron formalizando y verificando desde sí
mismas sus propios datos y métodos hasta llegar al estado de ciencias
totalmente formalizadas. La formalización ha de ser un enriquecimiento
cualificativo de un saber, no suponer un empobrecimiento del mismo, y mal
puede obtenerse un enriquecimiento tal, si se comienza por amputar al objeto
dimensiones específicas evidentes y se lo deforma así para que se asemeje al
de otras ciencias extrañas y sea más cómodamente tratable según los métodos
y procedimientos de las mismas.

Más bien parece esto una cierta pereza mental en arbitrar nuevos recursos,
que un verdadero deseo de rigor científico, pues el primer requisito de tal
rigor ha de ser descubrir e integrar adecuadamente todos los datos reales y
posibles del campo de objetos que se investiga, que hagan al caso de acuerdo
con la intención de la ciencia en cuestión (naturalmente las ciencias
geológicas, por ejemplo, tratan la misma materia de modo y a niveles muy
distintos que las ciencias físicas, pero cada una, en sus niveles propios, trata
de acopiar y de interrelacionar todos los datos, posibles de formalizar y de
verificar a esos niveles determinados).
4. ESPECIFICIDAD DE LAS CIENCIAS
HUMANAS
Ningún procedimiento verdaderamente científico, si desea llegar a
conclusiones ciertas o de máxima probabilidad (de acuerdo siempre con la
«teoría» y el módulo sistemático convencionalmente adoptados), se permite
el prescindir arbitrariamente, o por ahorrar esfuerzo, de algunos de los
factores, datos o parámetros que de algún modo le sean accesibles,
concebibles, calculables o formalizables (sólo los graduará según su diverso
grado de probabilidad y de verificación); y si prescinde de todo un orden de
factores o de datos, o no incluye en su consideración sistemática algún
parámetro determinado, será siempre porque el nivel de objeto que considera
no lo exige; o es ese orden de datos o ese parámetro irrelevante a tal nivel; o
los procedimientos formalizadores y verificatorios no lo filtran. Pero cuantos
más datos y más parámetros se verifiquen y se interrelacionen
sistemáticamente, dentro de los que sean accesibles y formalizables en el
campo y al nivel de la ciencia en cuestión, mayor será el control que esa
ciencia y sus métodos ejerzan sobre su campo, sus posibilidades de
verificación y su interrelacionalidad sistemática. Y el control fiable es, en
último término, lo que dota a las ciencias de su valor epistemológico.

Sólo dentro del ámbito de las ciencias humanas, y más especialmente, de las
disciplinas psicológicas, se permiten las escuelas ignorar datos, parámetros y
niveles de objeto verdaderamente pertinentes, en nombre de la «Ciencia», y
para conseguir dar a sus especulaciones o investigaciones una apariencia de
cientificidad positiva. Con toda evidencia, este estado de cosas y estas
actitudes han de trasformarse y evolucionar si las disciplinas psicológicas y
las ciencias humanas han de llegar a ser tales ciencias positivas.

Y es obvio que cada nivel de objeto y cada tipo de formalización de datos y


de su integración sistemática requieren una «teoría», unos métodos, unos
procedimientos de verificación y de modelización distintos (de una ciencia a
otra) para su estricta positivación científica, y que no se dé ni pueda darse una
homogeneización de métodos y ni siquiera de lenguaje entre las diversas
ciencias positivas reconocidas hoy como tales (no se pierda de vista el hecho
de que la existencia de unas ciencias determinadas no obedece a unos
principios intemporales, sino a un proceso histórico contingente, a unas
vigencias y a unos recursos lógicos y técnicos de formalización).

Así, actualmente, gozan de reconocimiento y de vigencia indiscutida e


indiscutible tres grupos de ciencias: las físicas, las geológicas y las
biológicas, que se orientan por derroteros metodológicos y aun por lenguajes
diversos e inconmensurables entre sí (estructuralista-lógico-matemático,
mecanicista, causalista y fenoménico-descriptivo, respectivamente), con muy
diverso grado o ninguno de formalización matemática. Las ciencias humanas,
en cambio (incluidas la Sociología y la Lingüística), y entre ellas las
disciplinas psicológicas, la Historia y la Antropología, varias de las cuales se
hallan fuertemente estructuradas (más que la Geología) y se valen de
procedimientos formalizadores lógicos, estructurales y aun matemáticos, o
establecen sistemas rigurosamente interrelacionales, se ven discutidas como
ciencias y encuentran enormes dificultades para su vigencia social como
tales.

Lo más paradójico del caso es que estas resistencias no procedan en su mayor


parte del campo de las ciencias positivas, sino de los cultivadores mismos de
estas ciencias humanas. Lo cual indica más un sentimiento subyacente de
inferioridad en ellos, alienados por la fascinación de una «Ciencia» ideal y
absoluta inexistente, que la presencia de verdaderas dificultades objetivas.

En realidad, las diferencias entre uno y otro grupo de ciencias reside, más que
en el método, en otros puntos previos y más profundos que pueden reducirse
a tres:

Grado de complejidad del objeto: las ciencias positivas indiscutidas


tratan de la materia, cada una a un nivel, unidimensionalmente
considerada y prescindiendo sistemáticamente de toda implicación ajena
a ese nivel; las ciencias humanas tratan del hombre, de su psiquismo, de
sus comportamientos, de su praxis, su comunicación y sus productos
culturales, y para ello han de tomar en consideración diversos niveles
implicados en las raíces de los fenómenos estudiados; es decir, no tratan
de la materia propiamente dicha (a lo sumo de sus trasformaciones
dialécticas a niveles de máxima diferenciación).
Tipo de observación del objeto: las ciencias humanas han de considerar
necesariamente totalidades procesuales que engloban diversos
elementos, procedentes de diversos niveles, y no pueden reducirse a la
mera observación lineal o sensorial (más o menos mediada por recursos
técnicos y traducción a unidades de medición), como lo hacen las
ciencias positivas.
Tipo de verificación: las ciencias positivas fijan las condiciones
controladas del experimento, repetible las más de las veces a voluntad;
las ciencias humanas rara vez pueden montar una experimentación de
laboratorio y sus verificaciones son de carácter procesual contingente: es
la praxis misma y los procesos reales y objetivos que espontáneamente
se producen, lo que confirma o invalida sus hipótesis.

Y entonces se plantea la cuestión inevitable de si la calificación y


cualificación de «saber científico», en sentido estricto, la merece únicamente
aquel tipo de conocimiento que verse acerca de cosificaciones materiales,
unidimensionalmente consideradas y a base de observaciones experimentales
parciales y exclusivamente medicionales, que, al totalizarse modélicamente,
pueden presentar una visión convencionalmente irreal de su objeto.

Evidentemente, tal tipo de saber gana en precisión sistemática y verificatoria


lo que pierde en cercanía del objeto y en complejidad e interrelación de
aspectos del mismo. Parece que no por ello ha de ser considerado como «el
saber» tipo, ideal y más cualificado, y desde luego no precisamente a causa
de su cosificación, unidimensionalidad y parcialización del objeto, sino, en
todo caso, a pesar de ello; de modo que si pudiera obtenerse otro saber más
interrelacional, acerca de aspectos menos unidimensionalmente cósicos y más
pluridimensional y totalizador, con tal de que mantuviese un rigor de control
análogo —en sus niveles propios y según las peculiaridades de su objeto— al
de las ciencias actualmente llamadas «positivas» por contraposición a las
«humanas», resultaría ser este tipo de saber más cualificado todavía y más
próximo aún a lo que el saber tipo haya de ser. Pues el modo de conocer que
las ciencias positivas han adoptado ha sido un verdadero mal menor y no un
desideratum de saber.

No se olvide que el tipo de saber que representan las ciencias positivas no es


más que un recurso técnico para adquirir un mínimo de puntos de referencia
acerca de niveles difícilmente accesibles de la materia, en orden a
comportamientos prácticos de trasformación de la misma y de adaptación del
medio a las necesidades del hombre: no es gnosis, sino praxis, praxis noética
y praxis técnica a la vez.

Y, sin embargo, el vulgo y los principiantes (y, por desgracia, algunos


cultivadores de las ciencias humanas, que en esto se distinguen muy poco del
vulgo) consideran, no se sabe por qué motivo, tal vez por la fascinación (muy
poco científica) de las vigencias y de los éxitos espectaculares, que ese tipo
técnicamente parcializador y artificial de saber es una especie de absoluto
noético, una especie de gnosis definitiva y sin historia, a la que han de
ajustarse y de la que han de depender todos los demás conocimientos que
guíen al hombre en su praxis total. Y esto hasta el punto de que cualquier
apariencia o peligro, aun remoto, de totalización filosófica (o
presumiblemente tal) son conjurados con un incremento de parcialización,
unidimensionalidad, modelización medicional artificial y consideración
cósica del objeto. Es una verdadera superstición antimetafisica. Tal falta de
objetividad no puede conducir a nada positivo.

Positivo será todo modo de conocimiento que no falsee su objeto, ni por


superfetaciones metafísicas, ni tampoco mediante parcializaciones
reduccionistas y matemáticas (aplicadas con exclusividad) que cierren las
vías de acceso a datos y aspectos relevantes y cognoscibles (aunque según
otros procedimientos). Y tanto más científico será un saber cuanto más
factores descubra, localice, controle e interrelacione totalizadoramente, si
resultan ser básicos o importantes para la comprensión del objeto.

Por ejemplo, un estudio o una investigación exclusivamente centrada en los


factores o aspectos biológicos del sueño o de cierto tipo de comportamiento
humano (el artístico, el intelectual o el ético), no puede pasar de ser un
estudio o una investigación parcial, biológica en este caso, de tipos de
conducta mucho más complejos, pero no puede considerarse como la
posibilidad única de conocimiento «científico» de tales comportamientos,
pues resulta incapaz de filtrar y de positivar los aspectos más característicos
de los mismos en cuanto oníricos, estéticos, intelectivos o éticos.

Si ello fuera así y no pudiera ser de otra manera, resultaría que «científico»
sólo podría ser el conocimiento superficial, parcial e inespecífico de los
objetos humanos, a no ser que se profese una determinada ideología (pero ya
no de modo cientifico en absoluto) según la cual los procesos biológicos y
bioquímicos constituyen la base y la clave exclusiva de todos los demás
modos de comportamiento humano sin distinción, mas aun entonces
quedarían sin explicar, ni científica ni acientíficamente, el modo y los
procesos por los cuales esas reacciones bioquímicas producen mutaciones
cualitativas de nivel y, sin más, dan origen —en el comportamiento humano
y sólo en él— a otros factores y dimensiones culturales.

Tratándose del comportamiento humano como objeto específico de una


ciencia determinada, también estos niveles han de ser tenidos metódicamente
en consideración, y si no, no es una ciencia del hombre, sino, por ejemplo,
biología pura y simplemente, aplicada al hombre y que confirma una vez más
lo que la biología estudia, sólo que dentro del campo de los comportamientos
humanos, sin tener en cuenta metódicamente lo que de propio tengan esos
comportamientos, que sea intraducible a lenguaje biológico.

Toda ciencia del hombre verdaderamente tal ha de poseer unos recursos


propios —y no solamente prestados por otras ciencias ajenas al objeto
«hombre»— y necesariamente distintos de los de las ciencias
unidimensionales de la materia no humana, para investigar, localizar,
controlar y modelizar sistemáticamente los niveles y factores específicos de
tal objeto. Si no, no habrá ciencia del hombre.

Los intentos de biologizar, fiscalizar o matematizar al hombre no son tal


ciencia del hombre, sino, o aplicación parcializadora, y a un solo nivel, de la
biología, la física o la matemática a los fenómenos humanos, o infantilismo
epistemológico, que juega a la «ciencia» miméticamente, sin entrar a fondo
en ella, o incluso magia simpática, que mimando externamente ciertos
aspectos parciales de otro objeto cree poder obtener supersticiosamente los
mismos resultados precisos y eficaces, propios de los comportamientos
referidos a este otro objeto, mas sin poner los medios adecuados para ello. A
no ser, repetimos, que se profese la ideología adialéctica de que en el
fenómeno humano no hay efectivamente sino procesos bioquímicos o cosas
parecidas y que todo lo demás que en él aparece es pura apariencia y puro
«epifenómeno» irrelevante. Pero esto ya sería auténtica metafísica que
tampoco habría sido científicamente verificada...

Y no lo habría sido, porque todas las ciencias que actualmente existen y


gozan del reconocimiento indiscutido de positivas son claramente
incompetentes para decidir, precisamente por ocuparse de modo exclusivo y
constituyente de aspectos parciales y convencionalmente aislados de los
fenómenos.

Sólo se podría llegar a resultados científicamente verificados o falseados


cuando se hubiese explorado de modo suficiente el fenómeno humano en
todas sus dimensiones, hasta comprobar que en todo ello no había más que
procesos bioquímicos o físicos estrictos, sin otras estructuras ni cambios
cualitativos de nivel. Pues si éstos últimos tuviesen lugar (aunque en la base
sólo se diesen tales procesos bioquímicos), tendrían que ser éstos explicados,
investigados y examinados detenidamente en su especificidad dinámica y
estructural, para lo cual las ciencias positivas y físicas hoy existentes serían
de nuevo incompetentes, ya que ni su lenguaje, ni sus categorías o principios,
ni sus métodos y técnicas podrían expresar, filtrar y modelizar este nuevo
material.

Sólo si las distintas hipótesis explicativas de los cambios cualitativos de nivel


hubiesen ido demostrándose como falsas o no verificadas, y no antes, podría
formularse la afirmación, sólidamente probable, que estuviese más de
acuerdo con la hipótesis o las hipótesis verificadas, lo cual está todavía muy
lejos de suceder, ya que los distintos enfoques cientifistas y fisicistas del
fenómeno humano no pueden llevar a cabo, precisamente por su exclusivo
atenerse a una ciencia y a unos datos ajenos —en parte al menos— a ese
fenómeno humano que se investiga; cuyos datos no pueden ser recogidos ni
filtrados suficientemente por tal o cual ciencia determinada, que no se ha
construido (toda ciencia es un constructo y no una gnosis, no se olvide) en
orden a detectar con precisión ese nivel específico de lo humano.

Visto lo cual, el problema podría plantearse en estos términos:

O se afirma que no puede haber en absoluto una ciencia que verse acerca
del fenómeno y de los comportamientos humanos, a no ser en sus
aspectos más superficiales y menos específicamente humanos.
O se reserva, convencionalmente por supuesto, el término «ciencia» a un
determinado tipo regional de saber, exclusivamente matemático en su
modelización y en su signatura simbólica y, sensorial e instrumental en
sus procedimientos de observación, que verse sólo acerca de objetos
cosificados; mas atribuimos otro nombre a otros tipos de conocimiento,
igualmente rigurosos, empíricos, modélicos y controlados, pero en
posesión de otros códigos y de otras técnicas de observación y de
verificación más adaptadas a los objetos humanos y culturales.
O aceptamos que el término «ciencia» es un género y no una especie,
que se divide en diversas especies diferentes y mutuamente
irreductibles, las cuales —como todas las especies — poseen unas
características propias, literalmente específicas, que impiden toda
homologación mutua.

Si se admite lo primero, se sienta implícitamente la tesis (gratuita e


insostenible) de que la capacidad humana de conocer sólo puede ejercerse
acerca de los aspectos más sensoriales, mecánicos y parciales del mundo
cósico, con alguna cualificación, mientras que las realidades más propias del
hombre, su propia especificidad y los productos de su praxis, en cuanto
productos humanos, son siempre inaccesibles a un conocimiento cierto y
cualificado. Tal cosa no puede darse por supuesta, mientras no se verifique y
se demuestre, pues resulta tan paradójica, que más bien sería de esperar lo
contrario: que el sujeto humano pudiese conocer mejor lo propio y cercano a
sí, que lo remoto y ajeno.

Lo que ocurre es, como ya hemos dicho, que lo remoto y ajeno (la estructura
nuclear de la materia), precisamente por ser remoto y ajeno, viene a ser
conocido por procedimientos artificiales y reducido a constructos lógicos (las
matemáticas son lógica pura) que crean la ilusión de una mayor precisión en
el conocimiento, de una mejor posesión mental de su objeto, pero esto sucede
precisamente porque el objeto no se capta en su mismidad, sino que se reduce
a un producto artificial de la propia actividad cognoscitiva e investigatoria del
hombre y de la ciencia, en cuestión, creada por él.

Si lo segundo, habrá que cuidar que tales términos aplicados a uno y otro tipo
de conocimientos no connoten el menor matiz axial, de valor o de
devaluación de tales saberes, que es lo que hoy sucede, aunque resulta muy
poco científico; pues los distintos niveles de objeto imponen los recursos
noéticos propios para su explotación y desde ningún nivel pueden juzgarse ni
valorarse los logros obtenidos en los demás, ya que eso no es competencia en
absoluto de ninguna ciencia particular.
Hacerlo de modo ligero y polémico, sin una reflexión metódicamente llevada,
ni una verificación adecuada, sería el colmo de la anticiencia, aunque es lo
que hoy se practica en nombre precisamente del «rigor científico», pero
nunca por científicos cualificados.

Lo tercero parece lo más de acuerdo con la lógica y la epistemología, pues ha


de haber un género común a todos los saberes con pretensión de rigurosos,
controlados y modélicos, aunque, dadas las condiciones de sus campos de
objetos respectivos y de sus vías de acceso a la observación, resulten entre sí
irreductibles y obtengan diferentes grados de probabilidad (ninguna ciencia
actual pretende conseguir certezas absolutas, pues ello sería hacer metafísica
clásica); y desde luego todo antropólogo, todo sociólogo, todo psicólogo,
todo lingüista o todo historiador serio pretenden obtener una serie de
conocimientos rigurosamente controlados y sistemáticos, igual que los demás
científicos, y no se lanzan alegremente a hacer afirmaciones emocionalmente
motivadas, o a convertir en tesis sus apreciaciones provisionales y
aproximadas. Sólo quien no sea cualificado ni piense seriamente puede
atribuir a tales especialistas su propia falta de seriedad...

Lo que no puede continuar es el estado de cosas actual, en que los


conocimientos acerca de lo que más de cerca interesa al hombre, por muy
metódicos y rigurosos que resulten, son devaluados como «filosofía», como
«ideología» o como «metafísica», en cuanto intenten totalizar e
interrelacionar, por respetar la especificidad de su campo de objetos y no
reducirlos arbitrariamente a «cosas», mientras que se consagra como el único
válido (punto exclusivo de referencia para sistemas políticos, sociológicos,
psicológicos y terapéuticos) un conocimiento de los fenómenos y de los
comportamientos humanos que los considera y reduce a aquellos niveles
menos humanos, dejando volatilizarse lo que de específicamente humano
pudieran presentar, para centrarse exclusivamente en sus elementos, aspectos
y segmentos más cósicos y manuales.

Esta autonegación, que ciertas escuelas practican hoy, de las vías de acceso a
lo más propio y accesible del hombre, tratándolo como si de algo lejano y
ajeno se tratase, a lo que hubiese que acceder por medios indirectos y
artificiales siempre parciales y mediatizadores), resulta ruinosa para el
hombre mismo y para la sociedad, y puede conducir a una serie de
aberraciones prácticas en lo político, lo social, lo pedagógico, lo
psicoterápico, lo médico, lo urbanístico y lo ético.

El psiquismo humano, por muy complejo y oscuro que resulte, no debe ni


puede mimetizarse en «átomo» o en campo energético nuclear para hacernos
la ilusión de que tratamos un objeto «científico» o de que tratamos
«científicamente» el psiquismo humano, porque entonces todo lo más que
conseguiríamos es un juego lógico ineficaz para la práctica, que no trataría
verdaderamente ni del psiquismo humano, ni del «átomo».

Lo peor es que las escuelas que así se empeñan en hacer entrar al psiquismo
humano «por el seguro camino de la Ciencia» (según ingenua expresión de
Kant, allá en su epistemológicamente remoto 1770), ni siquiera llegan al tipo
de ciencia de la Física nuclear actual, sino que no pasan de remedar los
procedimientos de observación y de verificación (y hasta de modelización) de
la Física clásica, empirista, sensorialista e ingenuamente realista.

Los cultivadores de la física clásica podrían muy bien haber acusado a


Einstein, a Max Planck y a sus seguidores de «filósofos» que se lanzaban a
imaginar «espacios» irreales y relaciones de espacio-tiempo y de masa-
energía inverificables, y si hubieran logrado imponerse y frenar la revolución
einsteniana y cuántica, todavía se reducirían las investigaciones físicas a
medidas superficiales de temperatura, de grados de conducción del calor, de
elasticidad y de resistencia, de gravedad y de grado de ebullición, etc., y
estaría la técnica anclada en la energía eléctrica y en el motor de explosión.
La era de los viajes espaciales no habría sido posible todavía.

Pues bien, algo semejante, aunque con mayor acritud y exclusivismo, está
ocurriendo en el campo de la Psicología y de la Psicoterapia, sobre todo en
nuestro país (en el que, como una constante histórica desde la protohistoria
—Sagunto, Numancia— hasta nuestros días, pasando por la Inquisición y el
integrismo, las polémicas se aristan y los bandos se hacen irreconciliables y
herméticos, con ciertos matices autodestructivos y tanáticos), al negar la
corriente conductista toda categoría científica al psicoanálisis, por no
centrarse en el plano de lo observable a nivel cotidiano y sensorialmente
mensurable y haberse lanzado a explorar niveles más profundos (como los
nucleares) que ya sólo pueden ser expresados mediante códigos simbólicos y
modelos abstractos, sólo que no de carácter matemático1, pero sí sistemático
y lógico.

1 La modelización matemática ofrece dos ventajas, una es la de


constituir un sistema lógico coherente y cerrado, en el que pueden
quedar integrados y mutuamente referidos todos los datos posibles de
una investigación; otra es la de su operabilidad cuasi mecánica,
cómoda y precisa, para combinar y deducir consecuencias de esta
interrelación entre los datos.

La primera ventaja puede obtenerse mediante otros modos de


sistematización lógica (y téngase en cuenta de que hay muchas lógicas
posibles y no sólo la aristotélico-estoica, ni la cartesiana son las únicas
válidas), uno de los cuales es el estructutalista y otro el del
psicoanálisis. La segunda ventaja es privativa de las matemáticas, y su
carencia en las sistematizaciones lógicas no matemáticas solamente
aumenta las dificultades, crea incomodidades operacionales
suplementarias, pero no es suficiente para anular automáticamemente
la calidad científica de los conocimientos en cuestión. Si ello fuera así,
tampoco la geología o la biología podrían ser consideradas como
ciencias, cosa que a nadie se le ocurre hacer.

En realidad, lo que el psicoanálisis hace es abandonar el plano de las


apariencias ingenuas (las impressions del empirismo clásico) y tender a
centrarse en el de las raíces últimamente verificables (esto, por supuesto) de
los comportamientos, nivel que ya no alcanzan los procedimientos manuales
del conductismo, como en el otro caso ya no alcanzaban los de la física
clásica (dicho sea de paso, también en nuestro país, cuando ya la Relatividad
era universalmente reconocida en el resto de Occidente, el profesor Julio
Palacios desde su cátedra de la Universidad Central se esforzaba por negarle
validez)...

La tendencia epistemológica que el psicoanálisis representa es exactamente


paralela a la de la Relatividad o la Mecánica Cuántica en el campo de las
investigaciones físicas, tanto en lo que se refiere a descubrimiento de nuevos
y más profundos niveles, como en el de los recursos indirectos y simbólicos
de observación y de traducción de lo observado a un sistema simbólico de
formalización sistemática, mientras que el conductismo permanece anclado
en los niveles más perceptibles desde la experiencia vulgar, que ya frecuentó
—y que por fin abandonó— la física clásica.

Si se pretende ser verdaderamente científico y homogeneizar la psicología


con la ciencia más estricta, séasé y homogeneícese hasta sus últimas
consecuencias, porque esa ciencia a la que trata de asimilarse la psicología
conductista, así como la reflexológica, hace ya mucho tiempo que abandonó
el plano ingenuo de la observación sensorial. (Es un caso análogo al del
neopositivismo lógico que se niega, en nombre del rigor lógico-matemático,
unas posibilidades noéticas y formalizativas y un alcance de niveles que la
verdadera matemática ha venido explotando desde hace ya siglos: el
neopositivismo lógico se halla anclado en la aritmética y en el álgebra,
mientras que el cálculo infinitesimal, el integral, el diferencial y el análisis
matemático se enfrentan con los niveles más huidizos y formalizan relaciones
sensorialmente irrepresentables.) Otro caso más de la famosa guerre de
rétards («guerra de retrasos» o de anacronismos) entre las ciencias: los
cultivadores de una ciencia carecen de la información suficiente acerca de
otras ciencias o, mejor, no llegan a estar al día, y suponen que las otras
ciencias se hallan siempre en un estadio más atrasado de aquel en que están.
Lo peor es cuando estos mismos cultivadores tratan de «poner al día» su
propia ciencia basándose en los supuestos patrones de la ciencia ajena. Las
consecuencias epistemológicas de este décalage metodológico son
desastrosas para la propia ciencia, y esto es lo que corre peligro de suceder en
el campo de las disciplinas psicológicas y lógicas.

Podría afirmarse que el conductismo es todavía ingenuo,mientras que el


psicoanálisis es ya crítico (en nuestro país se da la nueva paradoja, que habrá
que explicar por causas extracientíficas, de que los ideológicamente críticos
muestran una preferencia acusada y tal vez exclusiva por el conductismo y el
neopositivismo, y suponen que el psicoanálisis sigue una orientación
«mística», cuando ha inspirado los movimientos más progresistas en el resto
del mundo, incluida América, mientras que el conductismo y el
neopositivismo se hallan dogmáticamente alineados en el campo burgués) 2.
Por eso, los logros del psicoanálisis, tanto en el orden cognoscitivo como en
el práctico, son necesariamente de mayor trascendencia y alcance que los del
conductismo, como ha sucedido con los de la Relatividad y la Mecánica
Cuántica respecto de los de la física clásica.
2 Ante públicos del extranjero, incluso en Italia, haber dejado caer en
nuestras conferencias algún término de psicología conductista, debido a
la contaminación que toda polémica ocasiona (la entablada en nuestro
país, por supuesto) provocó un ataque casi personal por parte de
psicólogos marxistas, maduros y serios, motivados por la asociación de
esos simples términos a una línea de pensamiento burgués. Fue un
verdadero caso de estímulo-respuesta, casi etológico, lo que entonces
presenciamos.

En Francia y en Alemania se ha producido otra tendencia actual, de


inspiración burguesa en psicología, que es la estructural. Esta tendencia
prescinde del aparato matemático como requisito indispensable para hacer
verdadera ciencia, pero se cree en la obligación de disolver lo
específicamente humano en unos modelos impersonales, adinámicos y en
grado sumo de abstracción, que llegan a destruir el objeto mismo que se
trataba de investigar en su especifidad' psicológica (y hacen sus
investigaciones inválidas para orientar una terapia eficaz). En Francia el
representante máximo es J. Lacan, en Alemania lo es Wilhelm Salber
(confróntese Der psychische Gegenstand, Bouvier, Bonn, 1965), el cual
representa un enorme y valioso esfuerzo metodológico en orden a hacer de la
psicología una ciencia estricta, pero todavía insuficiente por el prejuicio
objetualista (cosista) y adinámico que lo mediatiza.
5. EL CIENTIFISMO APLICADO A LA
PERSONALIDAD
El análisis científico de la personalidad de Raymond B. Cattell representa la
actitud y la expresión más dogmáticamente neta de la concepción
epistemológica a que nos hemos venido refiriendo, así como Las causas y
curación de la neurosis de Eysenck y Rachman son exponente de la actitud
más sistemáticamente polémica contra el psicoanálisis.

El sistema, los métodos y los recursos observacionales y operativos que


Raymond B. Cattell expone en su densa obra (The Scientific Analysis of
Personality, Penguin, Middlesex, 1965) resultan rigurosos y plenamente
válidos, a su nivel, y no es éste el lugar de entrar en un examen detenido de
los mismos; lo que resulta gratuito e inaceptable es todo el capítulo primero
de la misma obra, con sus cinco apartados, y que expresa lo que el autor
conoce, piensa acerca-de, y prohíbe decir a los demás, y en concreto al
psicoanálisis.

Hay, sin embargo, dos principios epistemológicos que no han de perderse


nunca de vista y que Cattell no parece ni sospechar: uno, el de que cualquier
sistema, lógicamente congruente y que organice suficientemente e
interrelacione la información obtenida de un campo determinado, ha de ser
tenido por válido; el segundo es el de la convencionalidad de la teoría, o
axiomas básicos, que se adopta operacionalmente como punto de partida de
cualquier sistema.

Además, olvida que es mucho más fácil y menos arriesgado acertar —dentro
de un sistema determinado— con lo que se afirma (es decir, ser coherente
dentro del propio sistema operacionalmente adoptado y llegar a conclusiones
válidas y tal vez eficaces), que acertar al negar a otros sistemas y otros
autores, rigurosos dentro de sus propios sistemas, el derecho a observar, a
concluir y a dar expresión formalizada a lo que, desde esos sistemas y
métodos, descubren. Podríamos afirmar en general que todos los autores
serios tienen razón en lo que afirman y carecen de razón en lo que niegan a o
ros autores serios el derecho de afirmar. Esto parecen olvidarlo también, por
supuesto, Eysenck, Rachman, Tolman, Bandura, Wolpe, Skinner y demás
autores de su escuela, así como los de la estructuralista, cuando dan en
polemizar contra concepciones más dinámicas y que se mueven a niveles
distintos.

El olvido de los dos principios epistemológicos antes apuntados es muy


grave, pues conduce a la negación misma de la actitud genuinamente
científica y deja sospechar una sorda e intensa pasión metafísica.

En efecto, según la concepción actual de la ciencia, ningún enfoque, sistema


o método refleja ni puede reflejar la «esencia» misma del objeto investigado,
sino que todo se reduce a recursos convencionales y provisorios para explorar
y formalizar lo, de otro modo, inaccesible, por lo menos a un grado de
probabilidad controlable.

Negar totalmente validez a un método y a un sistema y concedérsela


exclusivamente a otro (al propio, sin duda) es seguir orientándose por un
prejuicio claramente metafisico, de raigambre griega (gnosis que intuye las
esencias en sí mismas), según el cual la ciencia sería capaz de desvelar
(alétheia) el objeto en sí, que dictaría el sistema y el método exclusivos para
su investigación, en orden a obtener unas «verdades» absolutas, a las que se
opondrían unos «errores» objetivos que anularían todo el valor del sistema en
cuestión. Esto, como es bien sabido, no se da ni puede darse dentro del
campo de las ciencias positivas, y a ningún científico cualificado se le
ocurriría afirmar que las hipótesis formuladas por otros investigadores sean
en sí «falsas» y sin validez, a no ser que se hayan «falsado» o «verificado»
como tales hipótesis insuficientes (nunca ontológicamente «falsas», pues esta
proposición carecería de sentido lógico); cosa que está lejos todavía de
suceder con el psicoanálisis.

Ya el título de la obra de Cattell, que criticamos, resulta ideológico: el


calificativo de científico, opuesto a análisis, es polémico y significa que los
análisis dinámicos de la personalidad, que el psicoanálisis efectúa, carecen de
valor epistemológico, son acientíficos, en lugar de mostrar desde los
comienzos una mayor tolerancia y elasticidad epistemológica (es como si un
físico nuclear diese a sus análisis el calificativo de «científicos», para
distinguirlos de los análisis que un geólogo o un biólogo realicen acerca de la
misma materia).
La exposición programática que Cattell hace de lo que sea ciencia y científico
ya en la página segunda de este primer capítulo (pág. 12 de la edición citada),
clara y terminante, refleja un dogmatismo cerrado en la concepción del saber
científico y de su posible objeto: «Toda ciencia se mantiene sobre y comienza
con descripción cuidadosa y con medición. Los fenómenos mentales pueden
parecer demasiado inaccesibles a la medición, pero la fe del psicólogo se ha
fundado simple y costrictivamente, desde una generación posterior a E. L.
Thorndike (1874-1949) en la Universidad de Columbia, Nueva York, sobre la
afirmación de que: todo cuanto existe, existe en alguna cantidad y puede (en
principio) ser medido».

A continuación se cuida en diferenciar netamente la psicología conductista de


la psicología «de la conciencia» y de la reflexología (que considera como un
«modelo» posible para la Psicología «y no el más adecuado»; probablemente
por ser el frecuentado por los psicólogos marxistas). Y acaba afirmando que
el psicólogo conductista sólo puede guiarse por «manifestaciones medibles»
y que la psicología conductista es «simplemente una ciencia basada en la
observación de la conducta y que aspira a evitar los atajos a través de la
conciencia personal». El resto del capítulo lo dedica a descalificar el
psicoanálisis como superado y literario, cosa que no hace con la psicología de
la conciencia ni con la reflexología, lo cual es exponente de la animosidad
polémica prevalente que le guía. Como Comte, a otros respectos, divide en
fases la evolución de la psicología considerando cada una de las anteriores
definitivamente superada, lo cual es un error de apreciación histórica. A la
fase teórica y «proto-clínica» habría sucedido la fase «cuantitativa y
experimental», que es la que habría dado ya sus primeros «frutos» definitivos
en la última década.

Cattell, en su exposición de principios, peca por defecto y por exceso. Por


defecto, porque parece cuidarse más de establecer unas reglas del juego, que
soslayen las cuestiones más complejas y difíciles del análisis de la
personalidad, que de investigar (dispuesto a toda clase de sorpresas por la
espalda) esas cuestiones en sí, y para ello se sitúa cómodamente a la sombra
del maestro Thorndike, sin demasiada inquietud exploratoria, apegado
regionalmente a la tradición de una universidad determinada y con un afecto
triunfalista ingenuo (que también aparece en la obra de Eysenck y Rachman),
impropio ya de nuestro escarmentado tiempo.
Por exceso peca, pues parece pretender que su método científico se funda y
funda su validez en el «ser» mismo de las cosas, cuando ningún científico
positivo pretende ni se plantea siquiera remotamente cuestión semejante. Tal
vez este despiste epistemológico se lo deba también a Thorndike (maduro ya
antes de la revolución de la llamada física moderna), pero este exceso de
fidelidad al maestro no le libra de anacronismo.

Un autor determinado puede tener sus apegos epigonales y acantonarse


cómodamente a las reglas de juego que haya fijado la tradición de la
universidad a que pertenece (la Columbia University en este caso); cosa suya
es ver si ello le compensa las limitaciones heurísticas que su propia tarea
científica padece de este modo; pero lo que parece absolutamente inadmisible
(y tal vez ridículo) es adoptar las mismas reglas de juego y las mismas
medidas limitativas, fuera ya del país de origen y de la universidad en
cuestión, a partir de fundamentos tan precarios y, tal vez, por mimetismo
provinciano y hasta colonial, pues la actitud inicial de Cattell y demás autores
afines no parece constituir en sí misma un ideal científico para dilucidar las
cuestiones que la psicología plantea.

Es un hecho paradójico el de que, mientras las ciencias positivas, físicas y


biológicas, tienden constantemente y se esfuerzan metodológicamente por
descubrir siempre nuevos niveles y arbitrar recursos heurísticos que
progresivamente se hagan cargo de la complejidad de sus campos (haciendo
al aparato matemático, de que se sirven, rizar el rizo de la elasticidad para
formalizar operacionalmente lo incuantificable de los fenómenos de la
materia), cultivadores tipo Cattell de las ciencias humanas y psicológicas se
prohíban a sí mismos ampliar su información y aumentar sus recursos
heurísticos y modelizadores; y esto con el fin de asemejarse a esas mismas
ciencias que, precisamente en cuanto tales, proceden con una libertad, una
audacia investigatoria y una falta de compromiso con pautas y modelos
preestablecidos, siempre al hilo de los nuevos problemas heurísticos que se
van planteando, que serían lo más fecundo y digno de imitación por parte de
los psicólogos.

Y es que en ninguna actividad puede procederse careciendo de las claves de


la propia comprensión (es decir, alienado) y guiándose por puntos de
referencia ajenos, pues la actividad perderá genuinidad y se reducirá a un
juego imitativo, como los niños cuando juegan a imitar la vida de los adultos,
o los burgueses cuando imitan a la aristocracia, que nunca acaban ni unos ni
otros de vivir y de manifestar lo más genuino y propio de aquellos tipos que
imitan, pues lo más genuino, aquello que prestigia y hace deseable el modelo,
es lo que dimana de su mismidad intransferible y lo que nadie, que no posea
esa mismidad propia, puede llegar a reproducir por mucho que se esfuerce en
imitarlo.

Ahora bien, es evidente que la Psicología no posee una «mismidad», una


genuinidad idéntica a la de las ciencias físicas; es evidente que se trata de
tipos de saber y de campos inconmensurables entre sí, así que no por mucho
mimetizarse la Psicología en Física matemática llegará a igualar la calidad y
la eficacia de una verdadera ciencia, sino todo lo contrario. Hasta ahora,
parece que la Psicología carece de las claves de su propia comprensión (y los
intentos conductistas, como el de Cattell, en nada ayudan a que las
encuentre).

Calcúlese ahora la gravedad del efecto de una doble imitación que podría
producirse: la escuela de la Columbia University y de otras universidades
americanas, como la de Iowa, por ejemplo, imitan a las ciencias
fisicomatemáticas, pero a su vez son objeto de imitación por incipientes
escuelas psicológicas de otros países extraños a las tradiciones y a la
idiosincrasia americanas; el subproducto que esta falta de autoidentidad de
los saberes y de las escuelas ha de originar ya puede comprenderse que no
será demasiado valioso ni creativo, ni que haya de contribuir demasiado al
progreso y a la madurez de la Psicología. El problema epistemológico que
este guiarse imitativamente por la moda (esta alienación en el «se»
impersonal de lo que «se lleva» y «se dice») crea a este tipo de saber, que
todavía no se ha encontrado a sí mismo, ya se ve que es muy grave, por lo
menos para la consolidación de una tradición psicológica de calidad científica
y con empuje heurístico propio, en países que hasta ahora carecieron de ella,
pero que así no acabarán de encontrarse a sí mismos.

Decíamos que Cattell se excede en las exigencias ontológicas que manifiesta


como punto de arranque de su análisis científico: habla de «fe» y de
«existentes». Y no era necesario tanto, ni mucho menos.

En ninguno de los dos casos se da la objetividad neutral y aséptica del


científico que asume —siempre provisionalmente— unos axiomas y una
«teoría», unos presupuestos, unos modelos y unos métodos más bien
convencionales, sólo por su eficacia operacional.

Cattell comienza hablando de la «fe del psicólogo» (the faith of the


psychologist) y una fe que «obliga» (cogently stated) a fundarse en un
principio ontológico: todo cuanto existe, existe cuantificado de alguna
manera y es (en principio) medible». Esto es crearse problemas
innecesariamente y pretender dar un valor absoluto y metafísico al propio
método, lo cual está en total desacuerdo con la actitud inicial del verdadero
científico, que lo más que hace es afirmar que opera convencionalmente
sobre un determinado presupuesto axiomático, inverificado y tal vez
inverificable, pero útil para su investigación (en este caso, el de que su objeto
específico debe ser considerado como «cuantificado en alguna manera» y,
por lo tanto, como «medible en principio»).

Fe implica un componente volitivo (en algunos casos también afectivo) y una


«confianza» subjetiva, pero esperanzada, de que aquello que se cree o supone
—sobre la base de la veracidad de un maestro— sea objetivamente real. Todo
esto sigue siendo excesivo y, todavía más, ajeno a los presupuestos de una
verdadera ciencia.

En el mejor de los casos podría suponerse que el sentido que su autor da a


esta afirmación sea el de una adhesión fiel y confiada de carácter personal a
su maestro Thorndike, por la cual asume como cierta o altamente probable la
proposición citada. Pues bien, ésta era precisamente la actitud medieval de
acatamiento del principio de autoridad doctrinal, que el racionalismo y el
empirismo se esforzaron por superar, y a la que ya entonces se aplicaba el
correctivo aquel de amicus Plato, sed magis amica veritas...

En cuanto al contenido de la proposición de la escuela de Thorndike (todo


cuanto existe, existe en alguna cantidad y puede [en principio] ser medido), a
no ser que se entienda como un simple axioma operacional, sin valor real, es
sumamente discutible.

Sin embargo, el término «existe», dos veces repetido, parece connotar el


valor ontológico y real que estos autores le atribuyen; de no ser así, en lugar
de «existe», se habría dicho «aparece», «se manifiesta», «se supone» o
términos parecidos. Además, a Cattell parece interesarle el alcance
ontológico de la proposición o principio, pues así se ve libre de tomar en
consideración otros aspectos no cuantificados ni medibles del objeto que
estudia y funda el valor absoluto de su método de análisis. Pero de este modo
se lanza, él, su escuela y todos aquellos que pretendan dar valor ontológico a
este presupuesto, por un derrotero espinoso y ajeno a las ciencias, fuera de su
competencia y para cuyas cuestiones, de orden estrictamente filosófico, no se
encuentran suficientemente preparados. Adentrarnos en este terreno de
discusión nos llevaría demasiado lejos y nos haría abandonar el campo de las
ciencias. Desde luego, el sistema «científico» de esta escuela parece, así,
enmascarar una verdadera filosofía, pero una filosofía ingenua, acrítica y
sensorialista.

Sin entrar en una discusión propiamente filosófica, sí haremos notar que


después de Kant y de la filosofía crítica y, todavía más, después de la
Relatividad y los descubrimientos de la Física nuclear, parece cierto (o
cuando menos y, concediendo mucho, altamente probable) que la apariencia
cuántica de los objetos y su medida sean la resultante de un filtraje a nivel
macroscópico de los mecanismos de la percepción sensorial, pero que la
realidad de los objetos es muy distinta, en sí, a como aparecen a la percepción
humana en su experiencia vulgar y macroscópica.

Además, hablar de «cantidad» cuando se trata de afectos, como la


«ansiedad», y de procesos, supone un uso traslaticio y metafórico; más bien
habría que decir gradualidad, la cual es ciertamente medible, pero no
exclusivamente por los procedimientos aritméticos y materiales (comparación
con un baremo gráfico) que se emplean para los objetos físicos.

Y el que sólo pueda haber ciencia cuando haya cuantificación y mediciones


en este sentido físico y aritmético resulta ser una verdadera petición de
principio. Lo verdaderamente esencial para que un saber o conjunto de
contenidos de información sea científico es su organización en forma de
relaciones sistemáticamente controlables; y uno de los modos de unificar
sistemáticamente y de controlar y organizar estas relaciones, pero no el único,
es la referibilidad de los datos a un baremo medicional cuántico.

La cientificidad de una serie de conocimientos, repetimos una vez más, no


incrementa la «verdad» de los mismos; puede haber conocimientos nada
científicos que sean muy «verdaderos», pero sin control de su veracidad ni
sistema de relaciones unificadoras entre los mismos. No se caiga en la magia
de la ciencia: lo decisivo para el conocimiento de la personalidad y su terapia
es poseer la mayor cantidad de información posible acerca de la misma,
unificada y controlada sistemáticamente por el procedimiento que sea factible
(no por uno determinado, que además no le cuadre); lo importante es el
conocimiento, no su medida y menos su reducción a un conjunto de medidas
cuánticas, su traducción a un lenguaje determinado (el cuántico-aritmético),
sobre todo si, para ello, hay que prescindir de gran cantidad de información o
deformar el objeto hasta tal punto que pierda su especificidad. En este caso lo
que se haría es «anticiencia», o dar preferencia a la organización
convencional y abstracta del material informativo sobre la «verdad» y la
precisión del conocimiento, lo cual sería ruinoso en el caso de que ese
conocimiento hubiese de cimentar procesos terápicos.

(Cuando se trata de objetos materiales no personales, puede la medición


cuántico-aritmética resultar imprescindible para desarrollar técnicas
industriales de transformación de los objetos, pues éstos, además de ser
lejanos al investigador, han de ser manipulados mediante procedimientos
térmicos o químicamente reactivos, que implican una gradación de
temperaturas de fusión, estados o duración de los mismos, que son cuántica y
aritméticamente medibles; la cuantificación aritmética sería, pues, la
mediación exclusiva e indispensable para integrar sistemáticamente los datos
y para tratar técnicamente la materia, además de ser adecuada a las
manifestaciones sensoriales de esos objetos. Pero nada de esto ocurre en el
caso de la personalidad, la sociedad, la educación ni la terapia.)

Así que basar la cientificidad de un análisis de la personalidad en su


cuantificación y su medibilidad aritmética, sacrificando todo lo demás a ello,
es hipertrofiar arbitrariamente un determinado procedimiento de organización
del material informativo, sin obtener demasiadas ventajas y exponiéndose al
riesgo cierto de quedarse en un mero juego formalizador, sin demasiados
valores de verdad, y desorientador de la práctica eficaz en este campo
específico. Empeñarse en reducir lo personal a lo cuánticamente medible,
cuando este tipo de objetos rebasa con mucho lo cuántico, macroscópico y
sensorial, es destruir este mismo objeto y convertirlo en una abstracción irreal
(un conjunto de medidas aritméticas que no responden a su naturaleza),
haciendo de la pretendida «ciencia» un sistema formal de conocimientos que
no corresponden adecuadamente a realidad alguna —sino muy parcialmente
y en sus aspectos más superficiales— del cual no puede derivarse una praxis
eficaz en todos los órdenes y con valor terápico efectivo (sólo, a lo sumo,
para eliminar ciertos síntomas, también superficiales).

Claro está que Thorndike y Cattell hablan de cuantificado «en alguna


manera» y de medible «en principio», lo cual deja abierta la puerta a otros
modos de control medicional, pero prácticamente vemos que Cattell y su
escuela, lo mismo que todo el conductismo y el factorialismo, no recurren a
esos otros procedimientos y se esfuerzan por reducir la información a esas
medidas aritméticas y cuánticas, físicamente graduables y apreciables.

Hay investigadores que parecen sentir vértigo ante las totalidades complejas y
parasensoriales (Gestalten), de carácter intensional y dinámico (como es la
personalidad y sus estados) y han de proceder siempre apoyados en medidas
y datos sensorialmente apreciables y espacializados (como si se tratase de un
verdadero bastón o muleta), para lo cual han de pulverizar los objetos
íntegros y totales en un puzzle de restos parciales (a un solo nivel), que ya no
manifiestan lo específico del objeto y que sabemos por la misma física actual
que carecen de realidad tal como macroscópicamente aparecen («guerra de
anacronismos»).

Lo aventurado y poco fiable de la ecuación, que Thorndike y Cattell (y un


gran número de conductistas y de positivistas) establecen, entre existente-
cuántico-medible resalta más si se considera a la inversa: medible-cuántico-
existente, es decir, si se formaliza del siguiente modo: «Nada existe que no
esté en alguna manera cuantificado ni sea, por lo tanto (en principio),
medible».

Establecer como requisito esencial e indispensable (con valor ontológico),


para admitir la realidad y la existencia de algún objeto, su medibilidad, y por
lo tanto su coextensibilidad espacial con otros objetos del nivel macroscópico
a escala humana es, además de ingenuo y acrítico (y ya totalmente superado
por la física actual), una arbitrariedad en contra de la misma experiencia, pues
tenemos experiencias de estados y de cualidades intensivas que nada tienen
que ver con la extensión, sino metafóricamente. Como decíamos antes, la
cuantificación y la medibilidad a que Cattell se refiere sólo podrían
generalizarse metafóricamente, pero sería un mal comienzo para una ciencia
fundarse en una metáfora (expuesta a toda clase de equívocos) y, metáfora
por metáfora, habrían de admitirse como igualmente válidas y fundantes las
de otros métodos no fisicistas.

Si algún valor puede pretender dar Cattell a su «análisis científico» de la


personalidad es, naturalmente, su objetividad y su realismo antimetafórico;
pero es evidente que la cuantidad y la medida no pueden entenderse con
propiedad y en el mismo sentido cuando se aplican a lo intensivo y
cualitativo que referidas a lo extensivo y espacial (que es donde se aplican en
sentido primario y propio); luego esa objetividad y ese realismo peligran y se
hallan mediatizados por sentidos traslaticios e impropios, también en el
sistema de Cattell.

Si, por el contrario, se erige en principio absoluto la ecuación medibilidad-


cuantidad-existencia en sentido propio, se está adoptando un
antropocentrismo ingenuo en su dimensión más sensorial, orgánica y vulgar.
Es precisamente la instauración epistemológica de la experiencia vulgar,
manual y acrítica lo que el principio de Thorndike y Cattell y el análisis
«científico» derivado de él representan. Y esto, a las alturas de la reflexión
gnoseológica en que nos encontramos, es altamente cuestionable, si no
inadmisible.

Mas ni siquiera Cattell puede mantenerse fiel a su principio y a su propósito


epistemológico y, al determinar los factores de la personalidad que han de ser
medidos, recurre a conceptos como «ego», «superego», «autia», «premsia»,
«parmia», «tensión érgica», etc. (los especificamos en la nota 5), que en nada
difieren de los del psicoanálisis.

Precisamente el psicoanálisis (y las corrientes derivadas de él) ha tenido el


acierto epistemológico de superar esta experiencia vulgar y acrítica y bucear
en las raíces mismas, críticas y sensorialmente inaprensibles de esa
experiencia vulgar altamente cuestionable. Y es por ello por lo que el
conductismo, y todos los sistemas basados en la apreciación vulgar de las
realidades, se levantan agresivamente contra él.

La «verdad es revolucionaria», se ha dicho, y lo revolucionario resulta


desazonador e incómodo a los que se hallan instalados cómodamente en un
status convencional. Por eso, es rechazada tan agresivamente por toda
mentalidad «aburguesada» en un mundo microdimensional y frágil, que
amenaza de desintegrarse con el descubrimiento de nuevas dimensiones de la
realidad y, sobre todo, del hombre. Hay modos de formalizar con apariencias
científicas la información, que son prácticamente conservadores, es decir, que
no son ciencia, sino que se valen del aparato científico más apropiado para
frenar los avances de la ciencia, lleguen éstos a las consecuencias que
lleguen.

Cattell y el conductismo, al determinar el campo de objetos científicamente


válidos en que su investigación ha de centrarse, se centran en la conducta
(behaviour) y en su medición (the scientific study of personality which got
slowly into motion at the turn of this century has based its theories on actual
behavioural measurements, op. cit., pág. 17) 3. Ahora bien, el conductismo
distingue entre comportamiento, conducta y conciencia y los diferencia de
modo neto (a modo de compartimientos estancos) por lo que, cualquiera de
ellos, pueda ser investigado sin recurrir a los demás (lo cual supone el
principio y la práctica contrarios radicalmente a los de la psicología
dinámica), como sucedía en la psicología «racional» escolástica inspirada en
Aristóteles (de hecho, los primeros factorialistas creyeron haber verificado
científicamente algo así como las «potencias» de Aristóteles).

3 Cattell continúa diciendo que la conducta así reducida a un conjunto


de medidas puede ser repetidamente observada en laboratorios y
positivada estadísticamente, para ser, las hipótesis así verificadas,
aplicadas a voluntad, juntamente con sus conclusiones, por todo aquel
que desee comprobaciones: exactamente como en la física.

Las ventajas de la verificación estadística que presenta como los


avances del conductismo factorialista (aplicación de métodos de control
a diversos grupos para comprobar las variaciones de la ansiedad, por
ejemplo, en las componentes de un determinado grupo experimental)
viene siendo propugnada por otras escuelas (cfr. Thomae, Die
biographische Methode in den anthropologischen Wissenschaften, en
«Vita Humana», Frankfurt/Bonn, 1969, págs. 75 y ss.) y se trata de
técnicas de investigación sociológica y antropológica de lo más
conocidas que no son nada privativo de esta escuela.
Lo que habría que garantizar es la fiabilidad de esas «medidas» y de los
procedimientos de «medición», que no pueden entenderse sino
metafórica y convencionalmente, de factores o propiedades como la
ansiedad (que de modo tan discutible y expuesto a críticas ha
practicado la escuela de Iowa). Para todo ello puede consultarse el
Manual de investigación empírica de la personalidad (Lehrbuch der
empirischen Persönlichkeitsforschung, Hogrefe, Göttingen, 1969) de
Theo Herrmann.

La escolastización de los sistemas y de lo psíquico se produce siempre que,


para evitar las dificultades inherentes a la naturaleza dialéctica del concreto
humano, y guiándose por criterios excesivamente empiristas, lo psíquico se
cosifica 4 y los sistemas pretenden llegar a la precisión artificial de las
ciencias fisicomatemáticas. Aristóteles, en su Perl Psychēs, no hacía sino
aplicar tal cual el método de su física al psiquismo humano... Las ventajas
positivas e innegables que el empirismo inglés ofreció, como opuestas a la
irrealidad del racionalismo aristotélico de Wolff y de la psicología cartesiana,
se centraban precisamente en la atención dedicada a lo concreto, vivo y
dinámico de la actividad psíquica, pero la falta de autoconcienciación que la
Psicología y otras ciencias humanas han padecido, ha provocado este
abandono de las ventajas del empirismo para, en nombre del mismo, practicar
todo lo contrario y volver a fisicalizar, como hizo Aristóteles, estática y
abstractamente, esas realidades dinámicas y concretas que el empirismo había
descubierto.

4 No queremos en modo alguno significar que el psiquismo sea algo


«inmaterial» e independiente de lo somático, como el dualismo
tradicional entendía (ya lo hemos expuesto sobradamente en todas
nuestras obras anteriores), sino algo muy evidente, y es que el
«comportamiento» observable y las manifestaciones de la actividad
psíquica no son homologables con las de las «cosas» o seres
inorgánicos, ni siquiera a nivel puramente zoológico.

Tratar objetos tan heterogéneos en sus comportamientos y


manifestaciones como si fueran semejantes en su estructura y dinámica,
o, peor aún, suponer que uno de los dos tipos de objetos es en realidad
idéntico al otro y, para ello, forzarle a comportarse de modo análogo (o
no «ver» en su comportamiento sino aquello en que es semejante al
otro) es hacer imposible y poco fiable en su raíz misma la investigación
que se lleve a efecto, pues, como ya hemos dicho más arriba, no será
una investigación de algo existente, sino de una abstracción
perfectamente irreal, y de lo irreal no hay más saber formalizado que
cierta rama de la lógica (o, si se prefiere, la metafísica).

La idolatría y absolutización de uno de los métodos nacidos del empirismo —


el de las ciencias fisicomatemáticas—, ha anulado o hecho desviarse la
atención de los avances más sustanciales de ese empirismo.

6. LA CONDUCTA Y SUS FACTORES

En un principio, el conductismo creyó pisar terreno sólido cuando instauró


como objeto exclusivo de la psicología y de sus investigaciones, la conducta.
Habían acabado las imprecisiones acientíficas de toda la Psicología anterior,
que trataba objetos tan flotantes como la «conciencia», el «sentimiento», la
«voluntad», la «mente», los «instintos» y, no digamos, el «alma»; en adelante
se dispondría de algo exactamente determinado y fijo, observable
empíricamente y medible. Pero su misma evolución demostró que esto era
todavía ilusorio: Watson, Skinner joven y Hebb (todavía en 1966) intentan
limitarse exclusivamente a la actividad muscular y orgánica «públicamente
observable»; Tolman en 1932 introduce la noción de variables intermedias
(intervening variables) y de intención («propositividad»), que es el hilo
conductor organizador de las respuestas, y opone la unidad conductal
«molar» (es decir, global y total) a su atomización «molecular»; Hull
introduce en la conducta su rG (respuesta anticipativa del propósito), en
1943, ya que la conducta propositiva, como es la humana tipo, no puede
derivarse de un sistema de postulados a base de simples estímulos y simples
movimientos musculares.

Por fin, en 1960, se aperciben Miller, Pribram y Galanter de que la conducta


estudiada es conducta-de-un-sujeto y no un conjunto de respuestas orgánicas
a una serie de estímulos, noción que había ido siendo preparada desde 1953
por Skinner (al introducir en la conducta los efectos sobre el medio, que
pueden ser intentados a través de sistemas diferentes y aun divergentes de
movimientos musculares) y que será posteriormente complementada con las
categorías de feedback (retroacción, aplicada a la conducta humana por esta
escuela) y de acción recíproca.

Mas las «variables intermedias», la «propositividad», la totalidad «molar»


(del lat. moles = volumen), que supone la conducta-de-un-sujeto, e incluso la
compleja combinatoria de sistemas diferentes de movimientos musculares, en
orden a producir unos efectos determinados sobre el medio, no son ya objetos
ni componentes de objetos directa y sensorialmente observables; con lo cual
el aparente anclaje en lo real, concreto e indubitable de los comienzos se
esfuma, como la física empírica (y nacida del empirismo), cuanto más quería
precisar empíricamente y descubrir niveles epistemológicos técnicamente
efectivos, más se iba distanciando de los objetos directamente observables de
la física clásica (para formalizar y aun «construir» sus propios datos a niveles
microcósmicos y nucleares y mediante un complejo aparato lógico y
logístico, que ya nada tenía que ver con el empirismo percepcional ingenuo
de los orígenes del espíritu científico moderno, de Bacon a Stuart-Mill).

Por otra parte, y refiriéndonos más ceñidamente al análisis de la personalidad,


la descomposición de ésta en factores 5, con sus escalas medicionales
convencionales, plantea el problema de la estructura de la misma, la cual ya
no es directamente observable ni medible, y, una de dos, o se prescinde de
cualquier afirmación fiable y verificable acerca de la estructura dinámica de
la personalidad para quedarse en un puro impresionismo factorial (se
tematizan unos u otros factores porque sí, o por su facilidad de ser
observados y medidos, o por su vigencia en un determinado medio social,
como la eficacia y la dominancia o la cooperatividad, en el medio
americano), o, como hace la escuela inglesa, se establecen unas polaridades y
unas jerarquías de factores que se distancian mucho ya del propósito
«científico» inicial. Por lo menos, que no son verificables por los
procedimientos fisicomatemáticos propiamente dichos, que en un principio se
prometían como técnica exclusiva y fiable de positivación.

5 Tales factores no resultan ser propiedades o dimensiones de la


personalidad mucho más observables y «positivos» que las tematizadas
por el psicoanálisis en sus diversas escuelas y tendencias. Lo único que
varia es el modo y los recursos de positivación: el factorialismo y el
conductismo han establecido unas escalas convencionales de medición,
mientras que el psicoanálisis ha prescindido de ello, pero no sería en
absoluto difícil traducir a cifras medicionales y estadísticas los grados
de la frustración, del deseo, de los distintos impulsos o rasgos de
neuroticismo, etc., sólo que, dada la orientación del psicoanálisis
resultaría trabajo inútil.

Pues no se trata de dar a las investigaciones una apariencia de ciencia


fiscomatemática, sino de investigar realmente —y en todos sus
«factores», dimensiones y matices, medibles y no medibles, metafóricos
y propiamente expresables y conceptualizables— lo que impulse,
motive, determine y componga en toda su complejidad la conducta y las
perturbaciones neuróticas y psicóticas de la misma.

Ya la concepción misma de la personalidad en las distintas escuelas


factorialistas presenta divergencias notables (índice del coeficiente de
teorización y de hermenéutica que en estas sistematizaciones,
pretendidamente«positivas»y objetivas, interfiere); mientras Eysenck
concibe una bipolaridad superfactorial en la que intervienen categorías
tan vagas o tan complejas como «neuroticismo-estabilidad
(emocional)», «introversión-extroversión» y suplementariamente algo
tan imprecisable y discutido como «psicoticismo-normalidad», Guilford
y Cattell presentan una tendencia multifactorialista y menos sistemática
que tematiza y mide factores de los tipos siguientes:

Cattell: Guilford:
fuerza del ego, cicloidismo,
dominancia, carácter agradable,
surgencia, ascendencia,
ciclotimia, cooperatividad,
fuerza del superego actividad,
parmia(inmunidad al temor) masculinidad,
premsia(sensibilidad afectiva) depresión,
sentimientos de culpabilidad, serenidad,
sofisticación, objetividad,
autosuficiencia, timidez,
liberalismo, introversión social
control afectivo, carencia de sentimiento de inferioridad,
autia, introspectividad,
tensión érgica, rathymia (impulsividad),
aquiescencia... aquiescencia, ...

Como salta a la vista, las categorías («factores») forjados por la


escuela americana, representada por Guilford y Cattell, y por la inglesa
de Eysenck, no presentan un grado superior de objetivismo o de
observabilidad sensorial e indudable que las tematizadas por el
psicoanálisis; incluso dan acogida a terminología psicoanalítica
(«ego», «superego», «impulsividad», «autia»...) y construyen
neologismos para designar actitudes y propiedades tan evanescentes
como inmunidad al temor, sensibilidad afectiva, sugerencia,
dominancia, etc.

Esto demuestra que no es posible modelizar con un mínimo de


adecuación y de propiedad la personalidad humana sin despegar de lo
«cuantificado» y de lo propiamente «medible» (contra el principio de
Thorndike y la pretensión cientifista de Cattell), a no ser con un fuerte
coeficiente de metáfora (que es lo reprochado por estas escuelas al
psicoanálisis). Pero ello demuestra también lo indebido e injusto de la
crítica de principios y la descalificación epistemológica que tales
escuelas hacen del psicoanálisis.

Lo único que podría decirse es que se trata de sistemas distintos con


modos o códigos expresivos y modelizadores distintos, pero no de una
«ciencia estricta» frente a «elucubraciones literarias» (como deja
entender Cattell). En cuanto a la eficacia terápíca de ambas escuelas
véase elcapítulo siguiente.

En definitiva, se trata de una cuestión de economía de esfuerzo: con la


historia del conductismo y de su perfil factorialista a la vista, hay que
preguntar. ¿Ha valido la pena tanto esfuerzo y tanta información
desperdiciados, o no constructivamente potenciados, para venir a desembocar
en conceptos cuasianalíticos y en constructos discutiblemente teóricos? (En
todo caso, para venir a parar a elencos de conceptos generales y vagos a los
que se les da el contenido real que cada escuela quiere —como «ansiedad»,
«frustración», «impulsividad», «timidez», «carácter agradable», «fuerza del
ego», etc.—, o, en el mejor de los casos, a un mínimo de cualidades más
directa y concretamente verificables, pero sólo metafóricamente medibles y
que no agotan todos los aspectos de la conducta.) ¿No se habrá gastado más
esfuerzo en dar a la psicología la apariencia de una ciencia fisicomatemática
exclusivamente, que en investigar con propiedad e integralmente el campo de
objetos de la psicología?

Porque, además de esos componentes de la conducta menos directamente


observables (como la «respuesta anticipativa», la «propositividad», la unidad
subjetual de la conducta o las «variables intermedias») existen otra serie de
componentes y determinantes de la conducta, que el conductismo no
considera, pero que resultan indispensables para una terapia eficaz. Pues, tal
como hoy todavía se presenta la conducta humana en esta escuela y en las
teorías del aprendizaje que frecuenta, casi no se rebasa el nivel de la etología
animal con ligeras variantes humanas, y sobre una base tal no es posible
fundar ninguna terapia científica de la personalidad.

Pues científico, en su sentido más propio y aplicado a una praxis como es la


terapia, es lo que procede a base de un conocimiento adecuado y controlado
de sus principios y de su integración sistemática; mas para una praxis terápica
de la personalidad humana faltaría un conocimiento tal si éste se limitase al
que proporciona la etología. Luego los aciertos de la terapia de conducta, que
los tiene indudables, serían más casuales o, a lo sumo, de carácter práctico
(«por experiencia»), que de principio y científicamente orientados en todos
sus procedimientos.

A no ser que la etología fuese la única ciencia auténtica acerca de los


comportamientos humanos y no le fuese al hombre posible llegar a un
conocimiento científico de lo propio y específico de su comportamiento y
estructura propios, lo cual no puede darse por supuesto, en parte, por todo lo
anteriormente dicho; y en parte, porque sería estrictamente absurdo que el
hombre pudiese conocer científicamente objetos extraños y alejados y no
pudiese, por principio, conocer científicamente lo más propio y cercano a sí,
como son sus propios comportamientos y los mecanismos que intervienen,
así como la estructura de su personalidad, que se encuentra en la base de todo
ello. Y propio es de la mente científica arbitrar recursos de toda índole para
positivar todo cuanto existe y es directa o indirectamente observable...; mas
recursos que no han de ser unívocos ni homogéneos en todas las áreas.
***

Veamos, mediante un somero examen, los elementos objetivos y observables


que influyen constante y constitutivamente en la conducta, sociológicamente
considerada, en parte. Mas los autores conductistas no parecen tomar
demasiado en consideración la trama social en que la conducta se desarrolla,
sino que la consideran de modo individualista, como funcionamiento
responsivo y adaptativo de sujetos individuales.

Si por conducta se entiende la serie de respuestas, proyectivamente


organizadas por un sujeto determinado, a la serie de estímulos que, en la
continuidad de situaciones concretas, en las que va encontrándose solicitado,
se le presentan, hay que tener en cuenta necesariamente una multiplicidad de
filtros que modulan tanto el estímulo como la respuesta y les hacen ser tales
(«estímulo» tal para un sujeto determinado, que quizá para otro no lo sería o
no sería «tal»; y «respuesta tal» de ese sujeto determinado, mas quizá otro
sujeto no respondería al estímulo, o no así). Pues hay que reconocer que la
capacidad de estimulación, así como la de respuesta, no es la misma ni
funciona o se canaliza de la misma manera en todos los sujetos humanos, ni
en todos los lugares, culturas o épocas.

Aun dentro de un supuesto determinista, la variabilidad de las conductas es


un hecho de experiencia que las diferencia radicalmente de los
comportamientos mecánicamente previsibles que estudia la etología animal.

Sea la conducta humana el producto estrictamente determinado de una serie


de elementos objetivos, socioculturales y económicos, o no lo sea, es lo cierto
que depende y viene modulada constantemente por tales filtros, y ello, tanto
al nivel de los estímulos, como en el de las respuestas, como incluso en el de
la capacidad de captación pública de lo «públicamente observable» por parte
del investigador (pues, como Heisenberg hizo en la ciencia fisicomatemática,
hay que controlar también la incidencia del investigador con sus técnicas en
lo observado): la «opinión pública» con sus presiones, sus vecciones y sus
vigencias interviene decisivamente en la constitución objetiva de las
realidades válidamente investigables y en sus modelizaciones en una
determinada sociedad y en un tiempo determinado.

Estos elementos objetivos que filtran la modulación del estímulo, así como la
de la respuesta (y que introducen un coeficiente de indeterminabilidad en la
precisión que el conductismo persigue) son de tres órdenes: paradigmático,
vigencial y energético-afectivo.

Dentro del orden paradigmático se encuentran:

El lenguaje y sus códigos expresivos6.


Los códigos culturales.
Los sistemas prácticos7.

Al orden vigencial pertenecen:

Las vigencias colectivas propiamente dichas.


Los sistemas sociopolíticos con sus códigos valorativos.
Las técnicas socioexpresivas con sus montajes comunicacionales.
Los demás usos.
Los sistemas axiales8.

Al orden energético-afectivo pertenecen:

Los impulsos inconscientes y sus asociaciones fantasmáticas.


Los sistemas de drenaje íntimo de estos impulsos.
Los estados afectivos y las movilizaciones emocionales.
Las huellas y asociaciones concretas de la biografía de cada sujeto9.

6 Para su ampliación cfr. nuestra Antropología cultural: Factores


psíquicos de la cultura (Madrid, Guadiana, 1976), capítulos 6 y 7, págs.
223 y ss.

7 Cfr. nuestra Dialéctica del concreto humano (Madrid, Marova, 1975).

8 Cfr. ibíd. y Tratado de las realidades (Madrid, Difusora del Libro,


1973).

9 Cfr. ibíd. y Terapia, lenguaje y sueño. El insconsciente (Madrid,


Marova, 1973 y 72, respectivamente) y Raíces del conflicto sexual
(Madrid, Guadiana, 1975).
Todo ello constituye un conjunto de hechos y de determinantes observables a
diversos niveles, cuya tematización, control e integración sistemática parece
enteramente indispensable para una verdadera ciencia de la conducta y de sus
fenómenos, que merezca el calificativo de tal.

Es ya un dato cierto (y lo hemos estudiado en el lugar citado en la nota 6) que


el lenguaje se halla a la base y configura la mente y los procesos de
comprensión humana, así como la comunicación intersubjetiva, esencial para
la estimulación. Las más de las veces no son las «cosas», sino su nombre (o
lo que constele y equivalga al nombre) lo que sirve de estímulo para la
respuesta del sujeto; de ahí la tabuización verbal de tantas acciones que se
ejecutan, pero que nadie se atreve a nombrar, sino mediante eufemismos.

Pero el lenguaje se concreta prácticamente en una serie de códigos expresivos


particulares y regionales que determinan todavía más la conducta: en virtud
de esto hay clases sociales, grupos profesionales y pueblos que son capaces
de asumir y de ejecutar acciones («respuestas» a «estímulos») que otros
grupos rechazan ya desde su propio código comunicacional.

Los códigos culturales, prescindiendo de los lenguajes propiamente dichos,


podrían subdividirse en significacionales, referenciales, simbólicos, estéticos
y axiales (de algún modo implican lo que se especifica en el orden vigencial,
pero considerado como una serie de sistemas objetivos y no es su modo de
presión colectiva).

Se trata, en general, de los sistemas de paradigmas totalizadores (al menos de


algún área) que respaldan cosmovisionalmente la praxis de un grupo o de un
sujeto integrado en un grupo. Todo objeto o estímulo que significa algo para
un sujeto humano, como destacando de la masa de sensaciones y de
envolvimientos cenestésicos como objeto reconoscible, o funcionando en el
entorno del mismo, sólo puede hacerlo sobre el telón de fondo y a partir de
un sistema o contexto significacional o de relaciones generales que totalicen
el campo en cuestión, de un modo u otro (sin totalización del campo, nada en
él significa nada ni puede ejercer función alguna inteligible).

El sistema significacional puede constar de un conjunto de puntos de


referencia interrelacionados (sistemas de coordenadas, puntos cardinales,
términos de un territorio, periodizaciones históricas, etc.); o constelarse
simbólicamente (panteones, mitos, emblemas, sobredeterminaciones
simbólicas de miembros del cuerpo, gemas, flores, animales, astros o
accidentes del terreno), conservando siempre su función de apoyatura
referencial totalizadora; o constar de grados de afectividad o de estímulos del
gusto estético (como pueden ser los estilos arquitectónicos, pictóricos,
culinarios, o las características de la evolución de la obra de un artista o el
desarrollo de una sinfonía, etc.); y, finalmente, puede consistir en una
gradación de valores (o resultantes de la mutua referencia de una serie de
funciones y de objetos condicionados por una estructura de situación).

El mismo «objeto», o porción de realidad material y empírica, puede reflejar,


al constituirse en tal objeto significante, un sistema de significados, de puntos
de referencia, de símbolos, de grados afectivos y de valores, así como de
funciones prácticas y de intereses alternativa o simultáneamente diversos y
mutantes.

Cada cosa o hecho, cada realidad nos «sale al paso» como «objeto» (ob-
jectum) en calidad de lugar geométrico de una serie de sistemas
significacionales.

Cada estímulo o haz de estímulos, cada hecho o «cosa» se le hace «objeto» al


sujeto humano en cuanto catalizador o polo de densificación de todos estos
sistemas en algún grado (más los sistemas prácticos, las vigencias, las
proyecciones libidinales y las asociaciones biográficas). Y no es posible
deslindar lo estimulante, en cuanto estimulante, de esta trama paradigmática
en diversos órdenes (comunicacional, significacional, simbólico, axial,
procesual práctico, emocional, libidinal y biográfico), sobre todo si, como en
la terapia, de lo que se trata es de cambiar el poder de estimulación en el
paciente, y modificar sus respuestas.

Los que hemos denominado sistemas prácticos poseen menor generalidad de


campo y cosmovisional, pero fundamentan la organización en procesos
productivos y trasformativos del entorno real, de la actividad y las energías
del sujeto (individual o colectivo); son el modo concreto y articulado como
los códigos culturales se proyectan operativamente en las acciones y en los
hechos en forma de normativas, instrumentos jurídicos, procesos
administrativos, proyecto, planificaciones previsivas, organigramas y
sistemas de señalización orientativa.
A su vez, los códigos culturales y estos sistemas prácticos derivados de ellos
resultan estimularmente eficaces gracias al fenómeno social de las vigencias
y de su fuerza impositiva, que oscilan entre la presión colectiva de los usos y
de los sistemas sociopolíticos con sus códigos regionales correspondientes.

No ya el haz estimular en cuanto «objeto», sino el mundo mismo en cuanto


ámbito práxico, en el que los estímulos son eficaces y se hacen objetos, es
tampoco algo «dado» e inmutable, sino que también es la resultante de los
influjos combinados de todos estos sistemas prácticos: sociopolíticos,
administrativos, jurídicos, axiales, de usos y costumbres diversos y
comunicacionales.

En general, puede afirmarse con certeza que el «mundo» humano es un


producto de montajes comunicacionales basados en tales sistemas y que de
estos montajes derivan los intereses, los objetos de deseo (eróticos, estéticos,
suntuarios) y gran parte de los valores (también «ideales») que impulsan y
orientan a cada sujeto humano; hasta el tipo eróticamente estimulante y los
evocadores eróticos (que podrían parecer lo más biológico de la conducta)
cambian según las épocas, los pueblos y sus vigencias, en su poder de
estimular.

Como en la Física los campos electromagnéticos y sus diversos modos de


incidencia y de asociación dan origen a los distintos elementos con sus
propiedades específicas, también a este nivel de la antropología cultural, los
distintos campos vigenciales y axiales, paradigmáticos, sociopolíticos y
cosmovisionales, al combinarse, dan origen a los distintos objetos a nivel
macroscópico con su poder de estimulación de una conducta determinada, así
como a la específica modulación de esta conducta.

Y de ello depende incluso el que un olor, una gema, unas pieles, unos
materiales de construcción o un alimento con su modo especial de estar
condimentado, y hasta una postura coital, sean apetecidos y se conviertan en
objetos reales del deseo humano gracias al relieve estimular que adquieren
siempre dentro de un campo vigencial y comunicacional. Fuera de éste,
pierden su poder de estimulación, aunque su material, su forma y sus
propiedades sensibles permanezcan las mismas. Por eso vemos
constantemente, en las investigaciones antropológicas, que los objetos o las
conductas que unos pueblos absolutizan y valoran al máximo, otros pueblos y
otras épocas los desprecian e ignoran.

Finalmente, hemos de considerar los elementos que integran una conducta


desde el polo de la misma subjetividad de su agente. A este nivel
encontramos otra serie de elementos dinámicos decisivos y que no pueden ser
ignorados al estudiar o al tratar de modificar una conducta.

El sujeto humano no responde a los estímulos que le solicitan de un modo


mecánico y uniforme (como en la etología animal, con ligeras variantes,
sucede), sino que, además de filtrar significacionalmente esos estímulos,
condensa en su respuesta expresivamente otros contenidos no estrictamente
proporcionados al estímulo y que varían de individualidad a individualidad
concreta.

En el fenómeno de la conducta humana, nunca las respuestas a los estímulos


—siempre que no se trate de actos mecánicos, impersonales y físicamente
reactivos— son una mera reacción «instintiva» al mismo, sino que en un
grado o en otro contienen componentes proyectivos y expresivos de las
tendencias, deseos, fantasías, imágenes asociadas a afectos y a huellas
biográficas, y temores no conscientemente controlables, que constituyen el
fondo pulsional, emocional e imaginativo de todo sujeto humano.

Este hecho implica la consecuencia de que toda conducta humana, aun


considerada en su aspecto más superficial y mecánico de respuesta a unos
estímulos, presente un coeficiente de subjetividad personal y biográfica, un
coeficiente de expresión, no adecuada al estímulo estricto, de lo que el agente
ha-venido-siendo, imagina, desea, teme, tiende-a-ser y hasta de los influjos
ambientales y emocionales a que haya estado sometido desde el primer
momento de su existir.

La conducta neurótica y psicótica presentará un mayor coeficiente de


proyecciones emocionales, imaginarias y negativas, incontrolables, pero
también la conducta normal y no patológica será vehículo y expresión de un
coeficiente considerable de deseos, tendencias y proyecciones, sólo que
menos incontrolables y no tan negativas o destructivas (imaginativa y
afectivamente, al menos) del entorno.

Y como el entorno y los estímulos también han recibido su último perfil


estimular al ser filtrados por los códigos, sistemas y constelaciones axiales de
que la intimidad del sujeto participa, ya puede comprenderse la imposibilidad
de determinar a priori y en general que sea una conducta objetivamente
«normal» y adecuada a un entorno mundano «objetivo», salvo en segmentos
muy parciales y regionales (como asumir un «rol» femenino o masculino,
lideral o colaboracional, dentro de una sociedad muy determinada y según
patrones muy convencionales), mas siempre que se trate, como en una
genuina terapia ha de tratarse, de dinamizar y perfilar la personalidad total y
productiva de un paciente y de dotarle de una capacidad de respuesta
universal (dentro de cualquier contexto y entorno mundano) se hace
absolutamente necesario tener en cuenta y manejar todos estos componentes
de la conducta, que contribuyen a que la personalidad se autoposea y se
clarifique respecto de sí misma y que, por otra parte, son perfectamente
observables y sistematizables (aunque, claro está, por procedimientos
distintos de los etológicos o los nucleares).
7. ALCANCE DE LA CRÍTICA DE CATTELL
Toda la crítica que Cattell se permite, en la obra que vamos comentando, a la
presencia de tales componentes en la conducta y a su observabilidad y
sistematizabilidad, se basa en considerarlos como fruto de una etapa
«literaria» ya superada de la Psicología clínica, y en el hecho de que los
términos creados por el psicoanálisis para expresar tales realidades «hayan
sido frecuentados por novelistas, articulistas de revistas dominicales (sic) y
guionistas de Hollywood, en lugar de haber sido sometidos a experiencias de
laboratorio y a generalizaciones estadísticas».

Este tipo de crítica parece poco serio para un asunto tan complejo como es la
composición y la dinámica de la personalidad. Se vale este autor de un
lenguaje más bien panfletario y de unos argumentos externos al tema, que
todo lo más que indican sería la popularidad (el impacto en la opinión
pública) que han despertado los descubrimientos del psicoanálisis, debido sin
duda a haber formalizado estados afectivos y energías básicas universalmente
percibidos, mas de modo oscuro e indirecto, que, al recibir una denominación
precisa y presentarse interrelacionados en sistema, han convencido a la
opinión pública y han venido a dar explicación a los conflictos sentimentales
y existenciales que se frecuentan en la novela, el ensayo, el teatro y el film.

Naturalmente, una popularidad tal presenta inevitablemente el peligro de la


trivialización, pero esta trivialización por parte de escritores y guionistas no
significa que los nuevos descubrimientos y su terminología o sistematización
sean triviales, ni que los especialistas que tratan de ellos sean unos literatos y
unos vulgarizadores sin base científica.

En esta reciprocidad, arbitrariamente establecida por Cattell, entre literatura y


psicoterapia analítica, está el sofisma en que su devaluación de la corriente
psicoanalítica descansa. Equivale a descalificar la sociología y sus
investigaciones porque el teatro, la novela y el periodismo norteamericano
frecuenten sus categorías, terminología, problemática y concepciones.

Descalificar un sistema, unas investigaciones o una concepción por la


popularidad que ha adquirido carece de justificación lógica y epistemológica;
más bien parece que debe ser todo lo contrario: aquello que más rápida y
profundamente arraiga en el pueblo ofrece una más alta probabilidad de
responder a sus verdaderas necesidades, que siempre son manifestación de la
realidad. Es el antiguo argumento estoico del consensus universalis.

Una vez más manifiesta Cattell su limitación epistemológica y la petición de


principio en que su visión descansa, al exigir como condición absolutamente
indispensable para la cientificidad de unos conocimientos las experiencias de
laboratorio y la matematización estadística. Repetimos nosotros, una vez más,
que todo eso está perfectamente en su lugar como uno de tantos
procedimientos de verificación y positivación científicas, siempre que sea
posible; pero cuando y en aquellas áreas, en que no sea posible aplicar tal
método o tales técnicas de positivación, no puede admitirse que la capacidad
humana de obtener conocimientos precisos y sistemáticos haya de
autolimitarse, literalmente «a sangre fría», y renunciar a investigar niveles
más profundos. A nosotros por lo menos nos resulta imposible conformarnos
con unos conocimientos traducidos a cifras y a descripciones de laboratorio,
pero muy limitados y superficiales; y si ello fuera así no valdría la pena
investigar. Mas los promotores de la física moderna nos han precedido ya con
el ejemplo, al arbitrar toda clase de recursos para positivar lo hasta entonces
inaccesible y hasta insospechado. El conformismo de Cattell resulta así (en
comparación con la inquietud investigatoria de Einstein y de Planck)
sorprendentemente conservador.

Como se ve, en la base de todo ello y de la oposición entre conductismo y


psicoanálisis subyace una opción antropológica: estimar la capacidad de
conocimiento humana como más amplia y libre, o como más estrecha y sujeta
a un determinado modo de formalización. O, tal vez más exacto: los
temperamentos dados a seguir la moda se han dejado fascinar ingenuamente
por el boom de la ciencia fisicomatemática, absolutizándola; mientras que
otros temperamentos, más científicos precisamente, inician nuevas vías y no
cesan de construir nuevos conjuntos terminológicos y sistemáticos para filtrar
lo hasta ahora desconocido.

Precisamente la acusación que Cattell y otros autores hacen al psicoanálisis


de deber su prestigio a la moda, es la que habrían de hacerse a sí mismos: el
psicoanálisis ha sido capaz de instaurar una vigencia y dar origen a una
moda, sin pretenderlo y en virtud de sus aciertos heurísticos, es decir, ha
precedido a la moda; mientras que la ciencia psicológica que esos autores
pretenden instaurar va a la zaga de la vigencia («moda») de otras ciencias,
que nada tienen que ver con la psicología ni con su campo, y así mimetizan el
objeto de la investigación psicológica en objeto físico, para que quepa dentro
del área de la moda. Pero ya advertía Rapaport del peligro de caer en el
«frenesí de las medidas»...

Crear una moda, a causa del prestigio y del interés despertado por la
genuinidad de una actitud o de un producto, no es trivial; lo que es trivial es
seguir una moda (sin el arrojo de superarla), instaurada de antemano por
motivos ajenos a la problemática del propio campo de intereses, de acción o
de investigación, es decir, fuera de su funcionalidad específica.

En cuanto a las experiencias de laboratorio, al suprimir la espontaneidad de la


situación y al limitar el comportamiento de la persona, resultan de un valor
heurístico muy relativo (téngase presente el principio de indeterminación de
Heisenberg incluso respecto de las investigaciones nucleares...: las
condiciones de la observación y del experimento inciden perturbadoramente
en el fenómeno observado). Y, por otra parte, los experimentos organizados
en un laboratorio no descubren nada más que lo ya presupuesto por el
investigador que organiza el experimento, pues todo dato procedente de otro
nivel distinto a aquel en que el investigador se sitúa y atiende, es
sistemáticamente eliminado y desatendido por el mismo. Así que las
observaciones de laboratorio han de ser necesariamente superficiales y
referidas siempre a lo previsto.

Por lo que se refiere a la positivación estadística y algorítmica hay que


precisar (y ya lo hemos cuestionado en páginas anteriores) qué es lo que
añade al conocimiento en cuestión. La traducción a cifras de un fenómeno o
de un conjunto de fenómenos, interrelacionados por la proporción
matemática, precisa controladamente los grados de intensidad y de frecuencia
del fenómeno y sirve para correlacionarlo con otros fenómenos igualmente
traducidos al lenguaje abstracto de las cifras, pero donde se han perdido todas
las peculiaridades que no lleguen a adquirir relieve en el orden masivo de los
grandes números.

Esto es una dimensión dentro de las diversas posibilidades de conocimiento


preciso, controlado y sistemático («científico») de que el investigador
dispone, pero nada más. No significa en modo alguno la totalidad del ámbito
de posibilidades de un conocimiento tal. Y el precio que hay que pagar, con
la pérdida de matices y de peculiaridades excepcionales, puede en algunos
casos hacerlo desaconsejable. Pues a una ciencia determinada pueden
interesarle precisamente lo singular, excepcional y diferencial, como veremos
en el capítulo siguiente.

Pero además, como en el análisis científico de la personalidad conductista se


comprueba, algunos rasgos y fenómenos no son directamente medibles, sino
que se establecen unas equivalencias indirectas para «medir» lo no
directamente medible, con lo que se cuestiona mucho la fiabilidad de tales
mediciones (como ha sucedido con el baremo de «ansiedad» en la escuela de
Iowa).

Por otra parte, cualquier comprobación estadística implica una previa


programación de los factores o rasgos que se pretende medir y de las
condiciones de la recogida de datos, encuestas, sondeos y muestras de
población o grupos seleccionados. Por lo tanto, si en esta programación no se
han tenido en cuenta determinadas dimensiones, rasgos o peculiaridades del
fenómeno investigado, la traducción a cifras o formalización estadística del
fenómeno nunca las filtrará. O sea, que tales procedimientos sirven para
precisar gradacionalmente y establecer correlaciones entre factores conocidos
ya, nunca para descubrir factores, ni menos, niveles y dimensiones nuevos.

Así, por ejemplo, si al programar una estadística sobre suicidios no se tienen


ya en cuenta los componentes narcisistas, autoagresivos, depresivos, o las
distintas concepciones éticas que pueden motivarlo (código del honor militar,
harakiri, valor estoico, etc.) o disuadirlo, quedará la investigación en
determinar la frecuencia de comportamientos observables semejantes en sus
rasgos externos (quitarse la vida en este caso, o, a lo sumo, quitarse la vida
por distintos procedimientos) y su correlación con el sexo, la edad, las clases
sociales y, todo lo más, las circunstancias externas que han intervenido en su
motivación (ceses, frustraciones amorosas, fracasos profesionales,
infidelidad, humillación, ruina económica, etc.); mas nunca se llegará a
descubrir la estructura básica del hecho ni su dinámica psicológica intrínseca.
Dinámica que puede ser tan varia y tan dispar, que resulten los procesos
psicosociales, coincidentes en el hecho externo y observable de quitarse la
vida, sólo semejantes y sumables muy en la superficie, pero que en sí mismos
y como tipos de conducta humana concretos y reales guarden una lejana
analogía entre sí y sólo considerados en abstracto, y que en concreto resulten
opuestos e insumables.

Evidentemente, no puede pretenderse que un estudio hecho a base de una


recogida de datos tan unilateral y de una consideración en abstracto del objeto
investigado, vaya a ser la última palabra de la «ciencia». Si se estudia el
suicidio, hay que positivarlo en todas sus dimensiones, componentes,
motivaciones y tipos concretos de comportamiento, si no, es mejor no
estudiarlo y decir que se ignora todo respecto de él, salvo que algunas veces
algunos sujetos se quitan la vida, y nada más. Porque positivaciones
científicas tan deficientes, cuando sirven de base a una dogmatización, más
bien desorientan y perturban la práctica profiláctica, por ejemplo, que sirven
de algo en orden a una eficacia social.

Estamos teniendo presente un caso reciente y bien conocido de todos, que por
lo burdo sirve de paradigma de cómo no deben hacerse inferencias
estadísticas. Se trata de las medidas verdaderamente drásticas que se adoptan
para evitar o disminuir los accidentes en carretera, a pesar de las cuales, las
estadísticas siguen arrojando constantemente el mismo número de accidentes
mortales en los fines de semana. Las cifras estadísticas que da la prensa se
refieren al número, por supuesto, de los accidentes y de las víctimas y al
modo como han sucedido (adelantamiento, falta de visibilidad, derrape, suelo
mojado, etc.); lo que no dicen es la edad de los conductores, la hora y el tipo
de carretera (nacional, secundaria, vecinal, con curvas, con baches, con
puentes, etc.). Si estos factores de los accidentes se recogiesen
estadísticamente, se comprobaría que la gran mayoría de los mismos no se
producen en las grandes carreteras nacionales, en el centro del día y por
conductores de edad media, sino en las carreteras secundarias y vecinales, de
madrugada o a media noche, por conductores muy jóvenes y en ciertos
períodos o regiones en que se celebran fiestas patronales, sobre todo.

Así el perfil concreto de los accidentes aparecería con toda precisión y


podrían tomarse medidas eficaces, en los lugares y tiempos más críticos. Pero
actualmente todavía las medidas se suelen adoptar donde no hay peligro (en
las carreteras nacionales se extreman, las limitaciones de velocidad se
multiplican y también la vigilancia, que sanciona pequeñas infracciones, casi
convencionales, con multas elevadas, alegándose que ha de extremarse la
severidad dado el elevado número de accidentes que se producen, mientras
que en las carreteras secundarias, de pueblo a pueblo y en las horas en que
más suelen producirse, se descuidan las señalizaciones y, respectivamente, se
halla ausente la vigilancia...). Y los accidentes se siguen produciendo como si
todas las medidas adoptadas sobrasen.

En este caso del tráfico de carretera todo podría controlarse estadísticamente,


si las estadísticas pertinentes estuviesen bien programadas (por eso lo
aducimos como ejemplo patente y craso de insuficiencia de datos para
orientar una práctica eficaz); mas en otros casos y áreas, como la
psicoterápica, ya no es posible filtrar toda la información estadísticamente y
entonces habrá que recurrir a otros procedimientos (los que sean posibles),
pues de lo contrario la práctica seguirá siendo ineficaz: la realidad sólo
obedece a la acción cuando ésta opera sobre todos y cada uno de los factores
en juego...

Pero si el investigador ignora determinado orden de datos o un área


específica de factores que intervienen en el fenómeno que investiga, su
actividad investigatoria nunca los podrá positivar ni descubrir, si no es por un
puro acaso, pues no se encuentra sino lo que se busca y no se busca sino lo
que de algún modo ya se conoce, o prevé que pueda existir como dato (por
ejemplo, componentes narcisistas en la personalidad suicida).

Y más, si el método consiste en simplificar la realidad concreta del fenómeno


para que se filtre por una retícula algorítmica, y si lo que ha de valer como
información y dato ya se ha determinado a priori y metódicamente que ha de
ser lo sensorialmente observable a un determinado nivel; en este caso, cuanto
más se «investigue» más se desconocerá el fenómeno y el objeto en su
densidad real y en su dinámica efectiva.

Como es lógico, para programar adecuadamente una filtración estadística del


fenómeno que se investiga (lo mismo que para organizar una experiencia de
laboratorio) ha de haber precedido una reflexión, otros tipos de observación y
una sistematización de la información recibida, que sirva de base para la
construcción de hipótesis de laboratorio y para la programación de las
encuestas, pues de lo contrario todo ello habría de efectuarse a ciegas, lo cual
sería lo opuesto a la ciencia y el extremo de la falta de método. Ahora bien,
esta reflexión, esta recepción de información y esta sistematización no
pueden ser, respectivamente, ni de laboratorio ni estadística, pues de lo
contrario se daría un círculo vicioso: han de ser de otro tipo.

Pero este tipo de investigación (o de recepción de información) no puede ser


considerado como acientífico, ni descalificado como tal investigación
científica, so pena de que las experiencias de laboratorio y las encuestas
estadísticas carezcan de base científica y procedan guiadas por conocimientos
prejudicados y arbitrarios (ya que el hecho de verificarse en un laboratorio o
de traducirse a cifras por sí solos no confieren ni pueden conferir a un
conocimiento su cientificidad, sería ello practicar una especie de magia del
número), sino que todo el proceso investigatorio, en su comienzo, en su final
y en su medio, ha de ir científicamente conducido con todas las garantías del
método de control. Luego se dan otros tipos de conocimiento, de
observación, de reflexión y de sistematización igualmente cualificados como
científicos, que no son ni de laboratorio ni estadísticos, contra lo que
presupone Cattell (de un modo un tanto ligero y snob, por cierto).

Esta petición de principio y este sofisma es el que se halla en la base de todo


cientifismo experimentalista y algorítmico, aplicado a las ciencias humanas, y
sobre él descansa la pretensión de Cattell y de todos los autores que opinan
como él, que pretenden poseer un método absolutamente fiable, que supera y
descalifica a todos los demás.

En definitiva, la formalización experimental y estadística de un proceso


investigativo presupone siempre y necesariamente otros tipos de elaboración
conceptual todavía no traducidos a cifras, pero más básicos, que no pueden
ser excluidos del ámbito de la ciencia, pues son de mayor alcance heurístico
que la observación de laboratorio y la positivación estadística; y porque, de lo
contrario, resultaría que la ciencia misma quedaría reducida a unas
determinadas técnicas de verificación y de cálculo, lo cual, además de ser
inadecuado al concepto mismo de «ciencia», la rebajaría a algo secundario,
accesorio y regional.

Pues bien, el psicoanálisis sería ese tipo de reflexión «preexperimental» y


«preestadística» pero igualmente científica, que la programación de una
positivación algorítmica del análisis de personalidad ha de presuponer para
poder dotarla de una calidad fiablemente científica.

Por lo demás, Cattell presenta el psicoanálisis como una etapa ya totalmente


superada, precientífica y literaria, de la investigación acerca de la
personalidad y de su terapia, contra la experiencia histórica más evidente, lo
cual parece insinceramente táctico; a no ser que identifique el psicoanálisis
con la obra y con la práctica de Freud, que evidentemente pertenece ya a la
historia, porque el psicoanálisis sigue viviendo y progresando, es una
corriente tan activa o más que el conductismo y no es posible negar y
declarar inexistente lo que está vivo y operante, a no ser que o no se conecte
con la realidad (a causa de un componente narcisista); o se proceda de mala
fe y estratégicamente, lo cual sería el colmo del anticientifismo; o se esté
atrasado de noticias, lo cual sería ignorancia, que mal puede cualificar a un
proceder con pretensiones de científico.
2. EFICIENCIA TERÁPICA
No es sólo la cualificación científica de los conocimientos psicoanalíticos que
orientan la práctica terápica, aquello que es cuestionado por autores de
tendencia conductista, sino algo que resulta todavía más inesperado: su
eficacia. Pero este segundo capítulo de cargos plantea problemas todavía más
interesantes y, desde luego, más profundos que el anterior, aunque también se
advierte por parte de los cuestionadores la misma guerre de rétards, la misma
falta de información o información superficial, la misma unilateralidad
polémica y táctica que en el capítulo de cargos anterior. Las cuestiones que a
este respecto se hallan en juego son tan básicas como el concepto mismo o
«naturaleza» de la neurosis, qué sea su curación, las posibilidades de
observación y de control de ésta e incluso ciertas opiniones confusas, y un
desacuerdo básico, que ha existido siempre en el campo psicoanalítico, acerca
de lo que la práctica freudiana más o menos ortodoxa se propone;
imprecisión que acusábamos y examinábamos en todas sus tendencias y ante
la cual adoptábamos posiciones en Terapia, lenguaje y sueño (1973, capítulo
5).
1. CONCEPTO DE DIÁLYSIS
Por estas razones y para evitar malentendidos y paralogismos, de modo que
se atribuya a un método terápico las deficiencias de otro (todos tienen sus
limitaciones, aunque en diverso grado; también la terapia de conducta, la
reflexología y la de concienciación crítica del sistema) no adoptamos para
nuestro método el calificativo de psicoanalítico, aunque procede del
psicoanálisis y en un principio se inspiró en los descubrimientos y en las
categorías de Freud, de su escuela y de la corriente inaugurada por ésta
(incluidos Jung, Adler, Ferenczi, Reich, M. Klein, Binswanger, Boss, Lacan,
etc.).

Las críticas de pasividad, dilación excesiva de la cura e incluso ineficacia


relativa, que los autores de orientación conductista hacen a Freud y a su
escuela, también se las hemos venido haciendo nosotros desde nuestra
experiencia terápica y desde nuestra visión, mas ello no debe inducir a
rechazar y a descalificar en principio todo el psicoanálisis, sino a superarlo en
su misma línea y a completarlo en su praxis, ya que, dígase polemizando lo
que se quiera, el psicoanálisis ya desde Freud ha explorado zonas profundas y
básicas de la personalidad (y fundamentales para su ajuste o curación) de las
que no es posible ya prescindir, y que el conductismo pretende seguir
ignorando; con lo cual se priva de una serie de resortes y de registros de
movilización y de ajuste de la personalidad, a los que alguna eficacia, en
algún grado por lo menos, habrá que reconocer en el proceso terápico (ya que
sería muy extraño que entre tantos registros y estrategias como se pueden
compulsar, sólo las técnicas de desensibilización, de refuerzo y de implosión
fuesen las únicas eficaces; y si hay otras técnicas que también pueden resultar
en algún grado eficaces ¿por qué se va a privar de ellas el terapeuta en
nombre de una ortodoxia de escuela?) Esto supondría un fraude al cliente,
que naturalmente no se preocupa de ortodoxias ni de reglamentos de escuela
o de equipo, sino de acabar eficazmente con su neurosis.

Por estas razones, nuestro sistema y nuestro método se distancian


abiertamente del psicoanálisis freudiano y de otras escuelas, que también
adolecen —y la freudiana ortodoxa en especial— de las mismas trabas,
inexplicablemente autoimpuestas, que las que vamos examinando en él
conductismo:

Apriorismo.
Fidelidad excesiva a lo abstracto del sistema con detrimento de lo
concreto del caso.
Marginación de datos válidos (por prejuicios metodológicos).
Dogmatismo de escuela y de ideología (que conduce a imponer al caso
filtros preestablecidos, para diagnosticar desde el sistema y no desde el
caso mismo: defecto patente también en la psicoterapia marxista).

Actitudes y limitaciones con las que estamos programáticamente resueltos a


romper10. Y así adoptamos otra denominación distinta para nuestro método, a
pesar de nuestra inspiración psicoanalítica: la orientación marcada por Freud,
ampliada por Adler, Jung, Klein, Fromm, Horney, Binswanger y Lacan, sus
experiencias clínicas, sus criterios y sus técnicas, constituyen la base de
nuestro sistema y el núcleo de categorías y de recursos que le da cuerpo, pero
la base antropológica, la concepción de la personalidad11 y las posibilidades
prácticas del tratamiento difieren tan considerablemente de las de estas
escuelas (sobre todo de la freudiana), que ya no es aplicable siquiera el
calificativo de «heterodoxia» (como el Islam no es una dirección
«heterodoxa» del judaismo o del cristianismo, aunque se inspiró en ellos).

10 Hoy constituye una actitud universal en todas las tendencias la de


acantonarse en un apriori doctrinal, fijar unas reglas del juego y excluir
polemizando todo lo que no concuerde con ellas. Y si alguien ha llegado
a superarla es precisamente la ciencia fisicomatemática donde ha
dejado de haber propiamente «escuelas» y todos los científicos
colaboran en hacer progresar la información y las modelizaciones
sistemáticas de la misma, que todos aceptan y utilizan en cuanto hayan
sido verificadas o «falsadas» (Popper). Por eso, esta ciencia progresa
eficazmente y va dando espectaculares resultados prácticos.

Así se apreciará lo paradójico de actitudes rígidamente excluyentes


(hasta de información y de datos) precisamente a causa de su intención
de asemejarse lo más posible a esta ciencia fisicomatemática. Paradoja
que proviene del paralogismo que supone tratar un campo de objetos,
completamente distinto, según los métodos y técnicas de esta ciencia de
la materia en sus aspectos más simples y nucleares (aunque el hombre
fuese sólo materia, su estudio se refiere a los aspectos más complejos y
diferenciados de la misma), y ello exclusiva y servilmente. Una
mimetización tal, externa y servil, no puede en absoluto dar buenos
resultados epistemológicos, sino dejar todo en un «como si» y en una
frágil ficción de rigor, que falla por su misma base al desdeñar lo
primario: recibir una información completa y, a ser posible, total
acerca de su objeto específico.

Hoy todavía las escuelas y tendencias dentro de las ciencias humanas


parecen más preocupadas por ser fieles a las reglas del juego y a sus
propios aprioris que por la verdadera investigación de su objeto
específico. La explicación de este extraño fenómeno podría ser la
siguiente: los exclusivismos irreconciliables y apasionados de los
bandos religiosos del Barroco («Guerras de Religión»), se heredan en
el XVIII por los clubs y los cenáculos esotéricos (filosóficos y
francmasónicos) y pasan al XIX en forma de grupos y partidos políticos.
En el XIX y en el XX la lucha de partidos y la vida política en general se
caracteriza también por esta falta de objetividad, a causa de la
proyección cuasi-mística de unos «ideales» especulativos y a priori (o
de unos intereses económicos muy concretos y parciales) en el enfoque y
en los intentos de solución de problemas generales y concretos. Así se
explica la paradoja de que los mismos problemas vayan siendo
enfocados y «resueltos» por los distintos partidos en el poder de modos
diametralmente opuestos, que no parecen depender de la realidad
objetiva, sino de las proyecciones subjetivas de los gobernantes.

De otra parte, el pensamiento anglosajón influye decisivamente en la


epistemología actual y el pensamiento anglosajón es muy inclinado a
establecer «reglas» convencionales (ello se ve hasta en el deporte: los
deportes de origen anglosajón son los más regulados y convencionales
de todos; véase como muestra el fútbol...). De modo que se da otra
tercera paradoja: cuanto más se habla de lo convencional en las
costumbres y en la moral y tratamos de sacudirnos de ello, más nos
fijamos y vinculamos a lo convencional en la epistemología.

Así, de la combinación del «estilo» partidista político y del «estilo»


convencional lúdico surge la actitud y el ambiente epistemológico tenso,
insincero e irrespirable en que hoy todavía vegetan las ciencias
humanas.

Es de esperar que el fin de siglo suponga la superación definitiva de


estos partidismos convencionales en las ciencias humanas y en las
técnicas derivadas de ellas (psicoterapia sobre todo) para que todos los
interesados en ellas nos enfrentemos objetivamente y sin proyecciones
ideológicas y polémicas con el objeto de interés común.

11 Nuestro estudio y nuestras concepciones acerca de la personalidad


humana han quedado formalizados en Dialéctica del concreto humano
(Madrid, Marova, 1975) y lo allí dicho constituye la base indispensable
de todo lo que aquí se diga acerca de la personalidad. La base
antropológica de nuestra terapia está expuesta en Método y base
humana (Madrid, Guadiana, 1975).

La denominación que nos separa y diferencia del psicoanálisis es la de


dialysis12, y más exactamente: diálysis hologénica, que literalmente significa
disolución-a-través-generada-por-totalidad (es decir, generada por la
compulsación de la totalidad de todos los datos, elementos y registros
verificables y disponibles).

12 También podría escribirse «diálisis», con i latina, como «análisis» se


viene escribiendo desde siempre, pero ello supondría seguir
condescendiendo con un defecto tradicional del castellano en la
trascripción de términos griegos, defecto por un excesivo deseo de
simplificación ortográfica que se da también en portugués y en italiano,
pero que no se da en francés (mucho más preciso) ni en las lenguas
germánicas.

Hasta tal punto es viciosa esta tendencia a la simplificación ortográfica en


castellano, que se ha producido en nuestra lengua un caso insólito de
ignorancia y hasta de «falta de ortografía» con una serie de términos latinos y
derivados suyos, con incongruencias monstruosas como la que existe entre
móvil y mueble que derivan del mismo vocablo latino. Mientras en todas las
lenguas cultas los derivados de mobile conservan la b, en castellano la
convierten en v, salvo en mueble, que es derivado popular y arcaico,
procedente de tiempos en que se conocía mejor el latín. La diferencia que va
del francés automobile al castellano automóvil constituye un sonrojo
nacional...

Estas simplificaciones trascripcionales (i por y, t por th, p por pp, c por k, por
kh y ch, etc.) desfiguran hasta tal punto la raíz, que ya no puede reconocerse
ésta ni, por lo tanto, saberse lo que el término quiere expresar, a no ser que se
atienda al uso tradicional que en castellano tiene, pudiéndose dar lugar a
confusiones grotescas. Si por esta simplificación ya no se distingue entre
hypó = «bajo» e híppos = «caballo», ni entre lytós = «suelto» y líthos =
«piedra», el nombre de Hipólito, que en realidad significa «domador de
caballos» (hippólytos) podría en castellano entenderse como «debajo de las
piedras» o «pétreo» (hypolithós); y «analítico» podría significar «piedras
arriba» (analithikós) e «hipopótamo» (hippopotamós), «bajo el río», en lugar
de «caballo de rio»: así como la diferencia entre dyo («dos») y día («a
través»): diacrónico puede en castellano significar sin dificultad «a través del
tiempo», y «de dos tiempos...». Todo lo cual aumenta la imprecisión y rudeza
de nuestra terminología.

El término diálysis connota proceso (cosa que el de análisis no hace), un


proceso translaborativo que va disolviendo fijaciones, barreras, bloqueos y
los va canalizando (día), integrativamente, en una totalidad funcional
(hologénesis). Parece que no puede hallarse otro término que exprese con
mayor exactitud y riqueza de matices, en menos espacio, lo que nuestro
método supone y pretende.

«Análisis» significa literalmente «soltar levantando», descomponer un objeto


o fenómeno en sus elementos o partes, e ir destacando (haciendo emerger,
«levantar»: anà) alternativamente cada una de ellas ante la consideración
reflexiva; pero no expresa el momento dinámico que el proceso terápico
implica. Más bien connota el estatismo de una consideración intelectual, que
deja el objeto y cada uno de sus componentes en su ser, sin trasformarlos (de
ahí la norma freudiana y lacaniana de no intervenir lo más mínimo, ni
siquiera dialogalmente, en la marcha de las sesiones, de modo que el material
y el paciente aparezcan en una objetividad pura, dejada a sí misma). Es la
pasividad que, con razón, reprocha el conductismo a la ortodoxia freudiana
que alarga indefinida o imprevisiblemente los tratamientos psicoterápicos.
Diálysis, en cambio, añade al concepto de disolución en sus elementos (lyo)
el matiz de su resolución en un proceso (por supuesto dinámico) canalizador
(día = «a través», lo cual connota evidentemente sucesión de fases y por lo
tanto proceso).

El término «análisis» bien pudiera quedar en una consideración teorética de


los elementos del caso, la «diálysis» implica necesariamente avance,
trasformación.

Hologénica expresa el matiz de una totalidad de niveles, de elementos, de


dimensiones y de registros que han de ser afectados y movilizados, para
obtener la curación total, y, además, otro matiz suplementario de integración
de todos en una totalidad funcional. Pues tenemos la convicción, que ha
producido en nosotros la experiencia de todos los casos tratados, de que éstos
solamente se resuelven, se «curan» establemente, cuando se han considerado
y se han activado, manipulado o transformado todos los elementos, resortes y
niveles en conflicto: la realidad no se rinde a la acción humana sino cuando
se la trata en su identidad genuina y se atacan sus puntos neurálgicos (todos y
cada uno), como en el mito de Proteo (este dios marino no se rendía si no se
le mantenía cogido por el cuello, sin soltarle, a pesar de todas las formas
cambiantes, inestables y agresivas que iba adoptando para despistar; la
persistencia de la presión en su cuello significaba ese mantener la identidad
fundamental del objeto, a través de todos sus cambios).

Por eso hay tantos casos que no han resultado curados (ni en el psicoanálisis
ni en el conductismo, ni según otros métodos terápicos), porque ninguno de
éstos se ha abierto a cada caso desprejudicadamente, hasta haberle obligado a
entregar su secreto (el mitologema de la «Palabra» o del rito mágico que abre
lo hermético), sino que todos han procedido mediante la aplicación de unos
filtros a priori y de unas concepciones de escuela, que han tapado la boca del
paciente (eso sí, muy sistemáticamente y con mucha corrección formal), sin
dejar que el caso acabe de expresarse tal cual es.

No nos extraña, por lo tanto, que Weinstock, Mowrer e incluso psicoanalistas


ortodoxos hayan llegado a dudar de la eficacia e incluso de la intención
terápica del psicoanálisis, cosa bastante lógica dentro de la tendencia oficial y
ortodoxa y, por las mismas razones, algo que también podrían afirmar los
autores conductistas acerca de sus propios métodos terápicos, porque
suprimir una fobia o hacer desaparecer los síntomas no es ajustar la
personalidad; por lo menos no lo es mientras no se demuestre que la
personalidad se reduce exclusivamente a un conjunto de modos de respuesta,
y la neurosis, a un conjunto de síntomas.

En principio puede decirse que la crítica que los autores conductistas hacen
del psicoanálisis resulta, a lo sumo, válida hasta cierto punto aplicada a Freud
y a los que dogmática y servilmente le siguen, como si las posibilidades del
psicoanálisis se hubiesen agotado en los años veinte de este siglo y todas
hubiesen sido descubiertas y realizadas por aquel primer grupo de pioneros,
en los primeros tanteos de unos descubrimientos cargados de consecuencias.
Pero esta crítica no es válida en absoluto (sino ignorante del estado de la
cuestión), si pretende afectar a todas las escuelas, métodos, datos, niveles y
recursos que han seguido constituyéndose y, respectivamente, descubriéndose
a partir de Freud y de sus discípulos, en los cincuenta años siguientes.

Una crítica así equivaldría al hecho absurdo y que nadie admitiría de


descalificar una ciencia y sus ulteriores posibilidades sistemáticas y técnicas,
a base de criticar el primitivismo de sus iniciadores y los procedimientos
arcaicos de los comienzos. Se habría dicho, por ejemplo, que pretender
adentrarse en las estructuras profundas y no observables de la materia para
trasformarla manipulativamente era caer en la Alquimia, con su «mística» de
la «piedra filosofal», y que un «científico» tenía que llevar otras intenciones,
por ejemplo analizar lo estrictamente observable, lo objetivo por ser patente a
los sentidos, única fuente de información no «metafísica» a que una mente
ilustrada ha de atenerse (así se habría expresado un empirista del XVIII, y
Lenin lo afirma expresamente ya en 1908 cuando el energetismo de Ostwald,
preeinsteniano, empezaba a inquietar a los físicos). Afortunadamente la física
no se detuvo bajo la presión del inmovilismo empirista, y, valiéndose de algo
tan poco empírico como la alta matemática, logró formalizar científicamente
los niveles más inaccesibles a los sentidos orgánicos del hombre.

Pero vengamos a examinar más en detalle la crítica en cuestión.


2. NOCIONES POLÉMICAS DE NEUROSIS
Eysenck y Rachman, además de las críticas que uno y otro autor han venido
haciendo a la psicoterapia de base analítica en otros artículos y obras
(Rachman en concreto en su artículo de 1958, Objective Psychotherapy y en
su obra de 1963, Critical Essays on Psychoanalysis), han dedicado una obra
conjunta, titulada The Causes and Cures of Neurosis (Londres, Routledge and
Kegan, 1965) a la cuestión de la eficacia terápica de los métodos conductista
y psicoanalítico, de modo más sistemático y serio que lo hace Cattell en la
obra antes citada.

Sin embargo, parece tratarse de un «diálogo de sordos», pues la base misma


nocional de la que estos autores parten es totalmente diversa y aun opuesta a
la del psicoanálisis: las nociones de persona, neurosis, síntoma y curación no
resultan ni siquiera análogas en una y otra escuela.

Así, el cuadro comparativo de ambas orientaciones, que Rachman traza al


final del primer capítulo, es poco fiable por carecerse, para establecer
comparación, de una base nocional común, aparte de la caricaturización del
psicoanálisis que en él se comete y de los continuos juicios de valor, más
emocionales que objetivos, que en él se emiten.

En realidad, la mera comparación de los elementos que juegan en ambos


métodos no da fundamento para una contraposición excluyente, salvo la
carga emocional y la intención polémica del autor, sino que muestra niveles
diferentes de consideración de fenómenos tan complejos como los que aquí
se tratan. La oposición es más emocional y subjetivamente vivida que real. Y
esto hace sospechar, aparte de otras motivaciones personales, un cierto
trasfondo sociopolítico (de signo burgués naturalmente) más allá del interés
puramente científico de la comparación.

Lo único que parece válido en todo ello es la comprobación de las


limitaciones que el método freudiano ortodoxo presenta, pero resulta un
verdadero paralogismo (lo que vulgarmente se llama sofisma) hacer
extensivas estas limitaciones de una escuela determinada a toda la
psicoterapia y, también, descalificar radicalmente un método y una escuela y
declararlos totalmente sin valor efectivo, por ciertas limitaciones e
insuficiencias que, de uno u otro modo, todos los métodos y todas las
escuelas presentan, también la conductista. Pues cuanto más una escuela
pretenda atenerse exclusivamente a datos estadística y experimentalmente
verificados, más limitada será su información y el número de elementos y de
componentes que maneje.

La noción de personalidad de que estos autores parten no es estructural ni


básica, sino meramente descriptiva, dimensional y operacional (operacional
en el sentido de una noción construida estratégicamente en orden a funcionar
dentro de un sistema determinado; o sea, no una noción que dé información
objetiva acerca de un objeto, sino un constructo conceptual para llenar una
laguna en el sistema).

Ateniéndose exclusivamente a lo verificable experimentalmente, no se


plantean tales autores lo que la personalidad realmente sea, sus componentes,
la disposición real de los mismos entre sí, sus posibilidades y su dinámica
básica, sino que la reducen convencionalmente a un conjunto de factores o de
dimensiones organizadas en modelo abstracto, a base de unas polaridades
supuestamente binarias: «introversión-extroversión», «neuroticismo-
normalidad» que equivale a «emotividad-equilibrio». De acuerdo con este
criterio, acaban trazando una tipología jerarquizada que iría desde los
distímicos a los criminales y psicópatas, pasando por los histéricos. Los
«introvertidos» adolecerían de «problemas de personalidad», mientras que los
«extrovertidos» presentarían «problemas de conducta».

Cualquier observador desprejudicado puede apreciar el valor relativo que


estas taxonomías y tal terminología tienen, pero también verá que en modo
alguno excluyen otros enfoques, otras terminologías y otras posibilidades de
concebir y de explorar la personalidad humana, si no se dogmatiza y se
pretende poseer un conocimiento «absoluto» del objeto, pretensión que evita,
y que rechaza, la ciencia actual (que, recordamos, no pretende ser una gnosis,
sino una formalización técnica de la información).

En cuanto a la noción de neurosis, Rachman concluye del presupuesto


general de que «todo comportamiento humano es fruto de un aprendizaje»,
que «el comportamiento neurótico es un comportamiento desadaptado: el
individuo que adopta modelos neuróticos de comportamiento resulta incapaz
de tener éxito en lo que persigue, mientras que lo logra en todo aquello que
repercute en su daño». A continuación, en el mismo capítulo primero de la
obra, siguiendo lo ya dicho por Eysenck en Behaviour Therapy and the
Neuroses (1960) y en Experiments in Behaviour Therapy (1964), explica la
constitución de tal comportamiento desadaptado a tres niveles: un
acontecimiento traumático o una serie de acontecimientos subtraumáticos que
«suscitan reacciones incondicionadas pero autónomas, sobre todo en el
sistema nervioso simpático», que serían «consecuencia directa de una fuerte
participación emotiva»; a un segundo nivel se dan «numerosos casos en los
que tiene lugar el condicionamiento, en el sentido de que un estímulo
preferente y neutro se conecte mediante una asociación con un estímulo
incondicionado, dando así origen a reacciones traumáticas y emotivas. A
partir de este momento, tanto el estímulo condicionado cuanto el
incondicionado determinan el comportamiento desadaptativo y emotivo
originario». Esto sería a juicio de Rachman el proceso fundamental de
aprendizaje que tiene lugar en el desarrollo de la neurosis.

Pero siempre que no vengan «reforzadas», las respuestas condicionadas se


extinguen gradualmente y «esto induciría a suponer que la gran mayoría de
las reacciones neuróticas de este tipo hayan de dar lugar a la llamada
'remisión espontánea', y es lo que confirma la evidencia de los hechos». «Se
puede afirmar —añade— que de todos los fenómenos que caracterizan la
neurosis, la remisión espontánea es probablemente el más evidente e
indiscutible.»

Sin embargo, el «hecho de que no todos los casos presenten la remisión


espontánea hace sospechar que exista un tercer nivel en el desarrollo de los
desórdenes neuróticos», y ello por «diferir el hombre, en un aspecto muy
importante, de los animales, acerca de los cuales Pavlov demostró
originariamente la existencia de la extinción».

Este aspecto consiste en la capacidad de elección: puede elegir observar los


estímulos y dejar que tenga lugar la extinción, o evitarlos e incluso huir de
ellos. Así la respuesta fóbica suscitada por un objeto determinado (un animal,
el sexo opuesto, un alimento, un mueble...), respuesta que se habría
extinguido espontáneamente al acabar familiarizándose con el estímulo
fóbico, de no haberlo podido rehuir cada vez, se consigue evitar también
interponiendo una distancia entre el sujeto y el objeto, haciendo a éste
desaparecer del campo visual de aquél, es decir, huyendo de él. Y esta huida,
gracias a la gratificación o alivio que produce en la tensión del sujeto, bajo el
temor de verse confrontado con él, constituye un «condicionamiento
operante» que da origen a un «hábito condicionado secundario», que hace ya
imposible la extinción espontánea del síntoma primario.

Esta explicación del mecanismo de la neurosis es el resultado de una


traducción a lenguaje conductista de una dinámica de procesos mucho más
densos en componentes y en mecanismos de reacción; así se construye un
modelo cómodo, claro, mecánico y, sobre todo, operacional, que refleja lo
detectable a un solo nivel y que no puede, por lo tanto, dar una explicación
adecuada del fenómeno, ni siquiera ofrecer una descripción completa y
convincente de su dinámica real, pues es operacional. Y operacional quiere
decir no procedente de las exigencias objetivas del objeto estudiado, sino de
las exigencias del sistema y del enfoque desde el cual se estudia y en el que
se pretende integrarlo demasiado cómodamente, plegándolo al a priori del
sistema y creando, para ello, una terminología apropiada.

Por supuesto, una explicación así no llega nunca a descubrir la estructura real
de la neurosis, ni se plantea siquiera la cuestión de dónde radique la
perturbabilidad o la proclividad a la traumatización de personalidades
determinadas, ni la de su base afectiva y tendencial, ni la razón de por qué
determinados sujetos «eligen» determinadas respuestas simbólicas frente a
objetos fóbicos, ni por qué determinados objetos revisten carácter fóbico para
determinados sujetos...

Hay en esta construcción de Eysenck, recogida por Rachman, dos lagunas


que exigirían una explicación más completa, que el conductismo no se halla
en condiciones de dar. Autores, afectos a esta escuela por otras razones,
podrán dar por válidas sus traducciones operacionales, pues son claras,
cómodas y prácticas para algunos fines, pero quienes no pertenecemos a esta
escuela y que, por lo tanto, no hemos de limitarnos a sus posibilidades
sistemáticas, tenemos derecho a exigir explicaciones más rigurosas y a no
contentarnos con las posibilidades explicativas de un sistema, necesariamente
limitado, y que no ha sido construido para explicar las neurosis. No hay
obligación ninguna de dar tales montajes como la última palabra de la
ciencia, cuando la ciencia lo que exige y supone es objetividad, rigor y
adecuada información acerca del objeto en cuestión. Estas dos lagunas a que
nos referíamos son la flotación simbólica constante de la capacidad de
elección humana y la razón o dinámica de cómo una respuesta inadaptada a la
realidad pueda producir un «condicionamiento operante» gracias a la
gratificación, muy parcial y precaria, que reporta.

Rachman parece aludir aquí a la misma peculiaridad de la fijación, que Freud


expresa en su «modelo económico» (cuando el modelo topológico y el
dinámico no bastan ya), mas como no tiene en cuenta todos los componentes
que Freud considera (el narcisismo infantil orientado hacia un «principio de
placer» absolutizado y de espaldas a la realidad), su recurso a la gratificación
sustitutiva explica poco. Pues, por sí mismo, no se explica el que una
gratificación no congruente con la realidad, precaria y lastrada por una serie
de consecuencias nada gratificantes, pueda dar origen a una fijación
irreversible. Y eso que, a nuestro entender, Freud resulta todavía demasiado
simplista, porque parecen intervenir en todo ello factores todavía más
complejos.

Además Rachman introduce como concausa explicativa de la neurotización y


de la traumatización fóbica la «participación emotiva» (tal vez como razón
última de todo), pero no parece haber visto que lo verdaderamente
problemático no es tanto la «participación emotiva», sino el grado y el modo
de esta participación; pues alguna participación emocional en lo que nos
acontece siempre existe y hay sujetos que participan emotivamente en algo,
con especial intensidad, y no quedan traumatizados y neurotizados, ni se
exige para ello que los acontecimientos, en los que emotivamente participan
los traumatizados, sean especialmente violentos o trágicos.

Muy al contrario, lo que se comprueba es que acontecimientos o experiencias


cotidianos y vulgares y en los que tal vez un sujeto determinado no participe
con el grado de emotividad con que, por ejemplo, participaría un artista, un
sociólogo, un antropólogo o un político (pues no se olvide que todo interés
profesional profundo supone una participación emotiva fuerte, aunque de
calidad muy distinta), traumatizan a ese sujeto de modo imprevisible.

Luego la explicación de la traumatización fóbica no puede residir ni en el tipo


o naturaleza de los acontecimientos (que pueden ser los más cotidianos y en
los que todos los demás sujetos participan emotivamente, sin traumatizarse),
ni en el hecho de que incidan sobre la afectividad del sujeto (pues alguna
incidencia afectiva, y a veces extraordinariamente fuerte, siempre se
produce), sino en la especial receptividad afectiva de ese sujeto, es decir, en
la estructura básica de esa personalidad que determina ese modo especial de
participar afectivamente en cierto tipo de acontecimientos y de experiencias
(no necesariamente los más impresionantes), la calidad de esa participación
emotiva, e incluso el momento (tal vez único en la biografía) en que esa
participación había de resultar traumatizante.

Si se tienen en cuenta estos factores de la traumatización fóbica ya no puede


explicarse ésta adecuadamente a base de una mecánica conductal y de
categorías abstractas y generales, como las de «refuerzo» o
«condicionamiento», sino que se hace preciso descender a niveles más
concretos y peculiares como son la disposición estructural de la subjetividad
personal, la calidad de sus emociones y la posición biográfica de la situación
y del acontecimiento traumatizante. Desde luego, ya en el terreno de la
terapia, esa emotividad enferma sólo reaccionará positivamente a una
consideración y reelaboración de los hechos que la traumatizaron,
perfectamente concreta y particularizada, nunca a montajes abstractos,
impersonales e incoloros.

En cuanto al modo de respuesta (evasiva y sustitutiva) que el sujeto neurótico


«elige» y que produce el «condicionamiento operante» hay que decir que no
es la huida la única forma posible de respuesta y que la capacidad de elección
humana precisamente hace posible un amplio abanico de versiones dispares.
No se da una disyuntiva exclusiva entre afrontar realísticamente el objeto o
rehuirlo, sino que ya en la opción de afrontarlo realísticamente se dan una
serie de investiciones, de interpretaciones y de modos de percibirlo, de
valorarlo y de responder a él, que le hacen aparecer cada vez distinto, aunque
siempre real, integrado adecuadamente en un contexto situacional real y
dotado de funciones reales; y del mismo modo, la opción que rehuye la
realidad del objeto fóbico puede irlo invistiendo de modos también muy
diversos, aunque progresivamente inadecuados y alejándose de su realidad y
de sus funciones reales.

Igualmente, las respuestas pueden filtrarse por esquemas de acción y de


reacción adecuados al objeto y a las investiciones realistas del mismo, o irse
alejando paulatinamente de su realidad, primero por comportamientos que
responden de algún modo al estímulo, pero inadecuadamente (por ejemplo,
como si se tratase de un objeto de naturaleza y de propiedades distintas),
hasta rehuir su presencia (como dice Rachman) e incluso hasta no poderlo
percibir, como en ciertas reacciones histéricas.

Pero tanto en el caso de las respuestas simplemente inadecuadas como en el


de la evitación de la presencia física (por huida o por incapacidad de
percepción sensorial), la cadena de los símbolos sustitutivos y de las
asociaciones puede prolongarse indefinidamente e irse creando una serie de
«condicionamientos operantes» suplementarios que a nivel de observación
conductal carecen de explicación.

En el caso de rehuir la presencia del animal, por ejemplo, pueden crearse


ulteriores asociaciones y resistencias, no ya a los posibles comportamientos
del animal o a su presencia física, sino a todo lo que guarde alguna analogía
con el mismo (como en el pensamiento mágico): reacciones fóbicas
incontroladas ante colores determinados, olores, tacciones, sonidos, lugares o
formas que de algún modo recuerden al animal o que anecdóticamente hayan
quedado asociadas a su presencia física o a sus comportamientos.

Estos desplazamientos de la respuesta fóbica y tal capacidad de asociación y


de analogía, así como la flotación emocional que se le asocia, no reciben
explicación plausible dentro del sistema que Rachman monta y representa, a
no ser que se recurra a otros factores y a otros mecanismos «inconscientes»
(o incontrolables directamente, que es lo que el término «inconsciente»
expresa), pero factores y mecanismos cuyos niveles excluye por principio el
método y el enfoque conductista.

Finalmente, Rachman en su triple nivel de «neurosis» reduce a un común


denominador fenómenos diversos. Los síntomas aislados, debidos a traumas
sin «refuerzo» serían las irregularidades comportamentales que Freud
examina y descubre en Psicopatología de la vida cotidiana y que, por no
pertenecer a una estructura neurótica de personalidad, pueden remitir
espontáneamente sin tratamiento.

Cuando hablamos de curación no nos referimos a la remisión de esas fobias


aisladas, sino a constalciones sintomáticas que denotan una estructura
neurótica en la conducta y en la personalidad, y que estos mismos autores
presentan como incapaces de remitir espontáneamente, sino que, una vez
fijadas, resultan irreversibles.

Por eso, si la noción de «curación», que la programación de las estadísticas


aducidas en la obra de Eysenck y Rachman han tenido en cuenta, es tan
superficial y somera, como esta remisión de alguna fobia o de algún síntoma
socialmente observable, hay fundamento serio para sospechar que esos datos
estadísticos, muy tipificados y unidimensionales, no son fiables en orden a
recoger el proceso complejo de un cambio de estructura de personalidad
neurótica.

A continuación reconoce Rachman que el término «síntoma» viene aquí


empleado convencionalmente y por inercia, pues esos rasgos anómalos no los
considera «síntoma» de nada, de ninguna estructura más profunda de
personalidad, por ejemplo, sino como mera «respuesta condicionada
desadaptativa» (cf. nota 1 del capítulo 1): «La teoría del aprendizaje, no
postula causas inconscientes, sino que considera ser los síntomas neuróticos
simples hábitos aprendidos: no hay neurosis que suponga el síntoma, sino
solamente el síntoma en sí mismo. Elimina el síntoma y habrás eliminado la
neurosis».

En el contexto en que se insertan tales afirmaciones claras y expresas de


Rachman se supone además que las «causas» subyacentes a los síntomas, si
existieran, habrían de ser «inconscientes»; pero habría que reparar en que se
da una tercera posibilidad, si no quiere admitirse lo «inconsciente», y es que
subyaciese una estructura de base de la personalidad, fuera de la disyuntiva
«consciente»-«inconsciente», y que esta estructura de base fuese en parte la
configuración, impresa en el psiquismo de un sujeto determinado, por el
conjunto de los aprendizajes recibidos, y en parte el condicionante básico del
modo de recibir y de realizar los aprendizajes y de seleccionar determinados
aprendizajes (desadaptativos, o con un mayor grado de desadaptación que
otros) entre el repertorio de modelos de aprendizajes posibles ofrecidos por el
grupo social.

Porque se observa un hecho que no puede ser negado por nadie: entre los
sujetos crecidos en el mismo grupo social y familiar, y sometidos a idénticos
procesos de aprendizaje, unos resultan desadaptados y otros adaptados, y aun
en ambos grupos, unos lo son de un modo y otros de otro. Si el influjo del
aprendizaje en la personalidad fuese tan simple y tan rectilíneo, se
observarían grupos sociales neurotizantes y grupos no neurotizantes, pero en
el seno de cada uno de estos grupos todos los sujetos sometidos a un tipo de
aprendizaje habrían de resultar necesariamente neuróticos o sanos. Y la
experiencia más evidente enseña que no es así.

Luego algún factor habrá de darse, de parte del sujeto mismo, distinto de lo
imbuido mediante aprendizaje social, que tergiverse los aprendizajes y que, a
pesar de haber recibido aprendizajes adaptativos (salvo en casos raros en que
el grupo social como tal se hallase muy neurotizado y dislocado, siempre
organiza éste los aprendizajes en orden a un mínimo de adaptabilidad a su
propia realidad funcional, ya que la «realidad» a la que han de adaptarse las
respuestas no es la física, sino precisamente la social, constituida por el grupo
y sus necesidades), organice las respuestas a los estímulos sociales de modo
desadaptado.

Pues parece de todo punto inexacto e inadmisible que la capacidad de


respuesta de la personalidad se monte como un mosaico de aprendizajes
parciales, recibidos todos pasivamente del medio sociopedagógico. Esto no es
verificable, sino todo lo contrario: la capacidad de respuesta a los distintos
órdenes de estímulos presenta una densidad y una complejidad, una
originalidad a veces y un poder de improvisación, que manifiestan ser un
producto y no una suma de esos aprendizajes; ahora bien, si es un producto,
supondrá algo más y algo distinto de todos y cada uno de los aprendizajes
realizados (pues aun en el nivel meramente aritmético el producto es el
resultado de un salto dialéctico sobre lo que cada uno de los factores vale, y
más lo será si no se trata de cifras y de cantidades, sino de procesos
psíquicos), y supondrá también una cierta base, distinta de los mismos
aprendizajes, que motive su diversa recepción e impostación de unos sujetos
a otros, sometidos a procesos idénticos de aprendizaje.

Una personalidad, cuya capacidad de respuesta en todos los órdenes, fuese el


resultado de la suma de una serie de aprendizajes, sería una personalidad
montada «en el aire», un robot mecánico exclusivamente, que diferiría muy
poco de todas las demás personalidades sometidas a los mismos procesos.
Ahora bien, observamos dos hechos evidentes y que contradicen lo supuesto:
de un lado, la uniformidad de estos procesos de aprendizaje en el seno de
determinado tipo de familias, de escuelas y de medios sociales (según la clase
social, por lo menos); del otro, la imprevisible e intipificable diversidad de
personalidades y de modos o estilos de respuesta a los mismos estímulos,
dentro de esos mismos medios sociales. Luego se dan otros factores en la
personalidad que no son sólo la suma de los aprendizajes recibidos, que se
hace absolutamente necesario suponer (en el caso irreal de que no fueran de
algún modo detectables por experiencia), para explicar esa variedad de tipos
humanos y sociales dentro de un mismo grupo social.

Pues bien, la neurosis estará, por lo menos en parte, motivada por esos otros
factores psíquicos (no hay que recurrir a lo orgánico) que no consisten en
procesos exógenos de aprendizaje, y, por lo menos habrá que admitir, que no
consiste tanto en un «aprendizaje desadaptativo» cuanto en el modo
desadaptativo de asimilar y de combinar los distintos aprendizajes que se
reciben.

Puede darse, desde luego, el caso de que el medio familiar, sobre todo,
suministre un verdadero aprendizaje desadaptativo, pero ello será en casos
extremos (cuando casi todos los hermanos presentan rasgos neuróticos y
psicóticos, aunque también entonces se pueden observar diversos «estilos» de
neurosis y de psicosis, e incluso podrá darse el genio que rectifique el
aprendizaje desadaptativo y que, a pesar de sus antecedentes familiares,
resulte una personalidad sana, productiva y adaptada, en el terreno de lo
político o de lo económico, por ejemplo); pero lo más frecuente no es esto,
sino que en medio de otros miembros del grupo equilibrados, o, por lo
menos, pasablemente adaptados, aparece uno declaradamente neurótico o
psicótico: ¿Cómo se explicarían estos casos, bastante frecuentes, a base de
esa teoría del aprendizaje? Tal vez ampliando de tal manera el concepto y el
alcance y las modalidades del «aprendizaje» que ya deje de ser aprendizaje
(lo que obviamente se entiende por tal) y se introduzcan de contrabando, en
esa noción y en la dinámica de su fenomenología, una serie de criptofactores
que expliquen esas variedades y paradojas de la educación y del influjo social
(macro y microgrupal), pero rebasando y aun anulando, al explicarlas, la
hipótesis sistemática inicial.
Sucede con la noción de «aprendizaje» que, al final del discurso conductista,
se ha trasformado dialécticamente y ya no significa lo que al principio del
mismo: lo que en un principio resultaba sencillo e intuitivo (casi mecánico),
al final y para explicar lo que hay que explicar, ha perdido sus contornos
precisos y significa más y distinto que en la definición nocional del comienzo
(y esto es falta de control lógico).

Salvo en el caso de perturbaciones monosintomáticas en forma de una


determinada fobia, y sólo entonces, lo más frecuente es observar
personalidades fóbicas o ansiosas, tendencialmente fóbicas (así como las
tendencialmente inhibidas, tendencialmente posesivas, tendencialmente
narcisistas o tendencialmente ansiosas, variedades, salvo quizá esta última,
con las que no se enfrenta tan directa y temáticamente la terapia de conducta),
de modo que, eliminada una fobia o manifestación tendencial, vuelve a
aparecer constantemente la tendencia mimetizada bajo otras formas (incluso
ya no en forma fóbica expresamente tal, sino como una baja en la vitalidad o
en la productividad, como alguna perturbación sexual, o como una
adaptación demasiado conformista al entorno social que frene las iniciativas
más personales).

Estas reapariciones miméticas, e incluso no expresamente fóbicas, de la


tendencia caracterial fóbica no pueden explicarse a base exclusivamente de la
mecánica del aprendizaje, pues la tendencia no puede reducirse, ni siquiera en
sus orígenes, a un determinado «aprendizaje» desadaptativo, ni las ulteriores
manifestaciones sintomáticas de la tendencia han requerido las más de las
veces un verdadero «aprendizaje», en sentido estricto, en su espontaneidad
sustitutiva del síntoma anterior.

Se trata, por lo general, de una instalación generalizada en la situación, en el


entorno y en el mundo real, que, a lo más, será la resultante, subjetiva y
personalizadamente condicionada, de la combinatoria, concreta y propia en
un sujeto determinado, de toda la serie de aprendizajes (de diversa índole y a
diversos niveles), perfectamente adaptados y adaptativos todos ellos. Pues,
salvo en procesos psicóticos en los que la personalidad se deteriora hasta el
punto de que el comportamiento se segmenta inorgánicamente, o se hace tan
subjetivamente simbólico, que ni siquiera en sus movimientos observables
responde a estímulo ni a realidad alguna, la personalidad neurótica posee
todo el repertorio de modos de respuesta aprendidos y adaptativos a
determinadas situaciones y constelaciones de estímulos («objetos») que
maneja la personalidad no neurótica, lo que sucede, sin embargo, es que los
combina mal, entre sí y respecto de las solicitaciones objetivas de la
realidad13.

13 En los casos de «desadaptación» neurótica (no esquizoide y


psicótica), la estructura de la conducta en sí misma (prescindiendo de
su adecuación como respuesta a un conjunto estimular —nunca en el
hombre puede hablarse de respuesta a un estímulo, salvo en estados de
bajo nivel de conciencia—) es coherente en su proceso y responde a
aprendizajes adaptativos, lo anómalo, incongruente e inadaptado es el
momento y la situación en que esa conducta se dispara o se produce; la
incongruencia entre un estímulo inofensivo y hasta gratificante (el sexo
opuesto, por ejemplo) y el comportamiento evasivo, fóbico, inhibido,
ansioso o cargado de angustia y de miedo, que se desencadena. Tal
comportamiento en sí mismo podría ser «normal» y adaptativo si
respondiese a otro estímulo que, por su naturaleza y por el modo de
incidir en la situación concreta del sujeto, solicitase una respuesta tal.
En este caso, una conducta evasiva, bloqueada incluso, o atemorizada
no sería neurótica.

La respuesta comienza a ser neurótica cuando el conjunto de estímulos,


dados en una situación determinada, no serían por sí mismos capaces
de originar respuestas adaptadas a otro tipo de estímulos y en otra
situación, y, sin embargo, tales respuestas se producen y son, por lo
tanto, inadaptadas. En esta hipótesis no es el proceso conductal de la
respuesta en sí mismo lo «mal aprendido», sino la adecuación de tal
respuesta a tales estímulos en vez de a otros. Y naturalmente adecuarse
o no adecuarse a unos determinados estímulos ya es más difícil de
«aprender» y hace saltar la noción misma de aprendizaje.

Sentirse presa del pánico ante un seísmo, un derrumbamiento o un


incendio de gran intensidad, incluso con las somatizaciones de
exudación, bloqueo de la capacidad motriz y fonadora y relajación de
los esfínteres, no es conducta neurótica, sino «adaptada»; responder de
la misma manera a un examen o al encuentro con una persona del otro
sexo, evidentemente sí lo es.

Sentirse intimidado hasta el terror por la presencia de Un agresor


animal o humano, en situación desventajosa (sin armamento adecuado
o sin posibilidades defensivas o evasivas), no es conducta neurótica,
sino «adaptada»; el mismo comportamiento ante un animal inofensivo
(un ratón, una araña, una culebra), un objeto inanimado o una persona
no sospechosa (o ante un agresor pero en condiciones ventajosas, por
ejemplo, bien armado el sujeto del terror), es conducta inadaptada y
neurótica. Lo mismo, si la conducta de un menor intimidado por la
autoridad paterna, la adoptase un mayor de edad respecto de un jefe o,
todavía más, respecto de todos los varones maduros de su entorno.

No es, pues, la conducta observable (todos y cada uno de sus gestos y


movimientos articulados en un proceso orgánico y eficaz) lo que puede
calificarse de «mal aprendizaje», sino la adecuación de tal conducta a
tal situación concreta. Y esto ya es más discutible que caiga dentro del
área de los aprendizajes, por lo que en el texto decimos.

En toda conducta responsiva a unos estímulos determinados y a una


constelación real de objetos, intereses, fines y condiciones, aparecen como
requisitos uno o varios aprendizajes combinados en el proceso
comportamental y al nivel más intrínseco y mecánico de la misma, y también
la percepción valorativa y motivadora de los estímulos y de la realidad
situacional (que al sujeto humano rara vez le afectan en el orden meramente
físico y uniformemente perceptible por todo organismo de la misma especie).

Es decir, que no se da una simple objetividad uniformemente estimulativa


para todo sujeto humano, de modo que quien no «responda» adecuada y
adaptativamente a esos estímulos determinados sea porque adolece de un
«mal aprendizaje»; esto podrá valer para otros vivientes, las cobayas o los
reptiles, o incluso los chimpancés, por ejemplo, pero a nivel de especie
humana es totalmente inexacto. Sino que, ya en el proceso mismo de la
recepción del influjo estimular, tiene lugar una complicada interacción de
filtrajes codales (o traducción de las sensaciones a códigos ideativos y
valorativos diversos), de integraciones contextuales (los estímulos, para
poder valer y motivar al sujeto humano han de percibirse como formando
parte de contextos diversos, más amplios que el mismo orden estimular, y no
inmediatamente dados en el momento de la estimulación) y de proyecciones
biográficas, simbólicas y emocionales, que configuran la objetividad misma
del objeto y de los estímulos, y que pueden hacer oscilar polarmente la
calidad, la intensidad y el modelo mismo de la respuesta del sujeto, sin que
pueda decirse que en un caso sea inadaptada y neurótica y en otro no lo sea.

No existen, pues, «objetos reales» uniformemente iguales para todo sujeto


humano (y menos aún «estímulos») y unos «aprendizajes» de modos de
«respuesta» adecuada, adaptativa o adaptada a la «realidad» (o,
respectivamente, inadecuada y desadaptativa), mediante los cuales cada
sujeto desarrolle una «conducta» «normal» o, respectivamente, «neurótica»,
de modo que fuese posible calibrar el grado de neuroticismo de una conducta
comparando objetivamente los estímulos que los «objetos reales» ofrecen y
las «respuestas» que los diferentes sujetos dan a las solicitaciones de esos
estímulos y de esos objetos. La cuestión es considerablemente más compleja;
y en nada como en esto podemos permitirnos la simplificación hasta el
simplismo (pues no debe perderse de vista el riesgo que existe en las ciencias
humanas de que determinadas simplificaciones modelizadoras y
operacionales degeneren en craso simplismo, de consecuencias catastróficas
en la práctica sociopolítica, económica, pedagógica y terápica).

Ya a nivel de constitución del «objeto real»14, de filtraje selectivo de


estimulaciones, de percepción concreta y actual (siempre en situación) de los
objetos reales, de valoración de los mismos, de investiciones emocionales y
simbólicas y de opciones de respuesta a esos estímulos, así seleccionados, así
percibidos, así valorados y así captados emocionalmente en su significación,
deja de poder hablarse de «realidad» uniforme, objetiva y común a todos los
sujetos «sanos».

14 Sobre esta cuestión, ya tratada frecuentemente por nosotros en


diversas obras y sobre la que no hemos de volver aquí, pero que es
esencial para comprender nuestro enfoque y para hacerse cargo de la
movilidad y de la complejidad dinámica de los objetos y de la misma
realidad en cuanto tal, puede ampliarse este estudio con la consulta de
otras obras nuestras:

Dialéctica del concreto humano (1975), capítulo 3, págs. 78-133


(importante).
Método y base humana (1975), capítulos 5, 6 y 8.
Tratado de la intimidad y de los saberes (1974) capítulos 11, 2,
págs. 22 y ss., y 44 y ss.; 3, págs. 78 y ss.; capítulo 13, págs. 129 y
ss.
Terapia, lenguaje y sueño (1973) del 1 al 4, págs. 13-104
(importante).
Tratado de las realidades (1973), capítulos 1-4.

Se nos ha reprochado la repetición, de unas obras a otras, de algunos


temas y conceptos, pero quienes lo hacen deberían tener en cuenta
varios puntos importantes y no leer a la ligera. Deberían advertir lo
siguiente:

Importancia básica y fundamental de estos temas y conceptos


repetidos, de modo que siempre que se haga necesario
fundamentar un enfoque o una tesis, como aquí estamos haciendo,
no habrá más remedio que volver una vez y otra sobre lo mismo.
Diversidad de enfoque, contexto y matices con que cada vez se
tratan los mismos temas y los mismos conceptos, pues es imposible
agotar de una sola vez puntos tan densos en consecuencias.
Diversidad de intención (polémica, expositiva, pedagógica,
sistemática) y de carácter de la obra en que se exponen.
Finalmente, considerar que todos los autores de la historia del
pensamiento, que han sido fecundos en su producción y creadores
de su propio sistema y visión de los problemas, se han repetido
igualmente o todavía más, valgan como ejemplo Aristóteles,
Agustín, Aquinas, Descartes, Leibniz, Kant, Hegel, Kierkegaard,
Marx, Bergson, Sastre, Wittgenstein o Lévi-Strauss.

La razón de la repetitividad de los clásicos (hasta el punto de obligar a


redactar índices y «concordias» de sus obras completas en las que se
registran todos los lugares paralelos y hasta «dobletes» esparcidos por
ellas) se encuentra en que sus obras no se han producido a la ligera y
motivadas por los temas de actualidad de forma un tanto ensayística e
impresionista, sino que han ido surgiendo vitalmente como fruto de un
proceso interno a la mente del autor que continuaba lentamente la
digestión personal y original de una problemática compleja y tal vez
nueva, de modo que en cada obra había de reflejarse el estado de la
cuestión que englobaba necesariamente todos los factores de la
problemática planteada (precisamente por su seriedad y honradez
intelectual). Y como por otra parte estos autores eran fecundos y
escribían continuamente, no podía por menos de seguir repitiéndose la
temática que les ocupaba y preocupaba año tras año, aunque con
distintos matices y desde distintos ángulos, según el momento de la
elaboración de su pensamiento y según el carácter de la obra.

Hay quien escribe pocas obras en su vida y las redacta y publica en


épocas muy distantes entre sí. Estos autores pueden permitirse el lujo de
no repetirse, como también aquellos que no viven la problemática desde
dentro, sino que componen sus obras según los dictados de la moda o de
la actualidad momentánea, a base de citas y de datos vigentes.

Pero también hay quien siente la necesidad de escribir como el


desarrollo de un proceso paralelo al de pensar y al de vivir (y éstos son
los clásicos) y van consignando por escrito y formalizando como
«obras» de distinto carácter el proceso mismo vital de su reflexión y de
sus experiencias. Si estas obras reflejan sincera y honradamente la vida
mental de su autor, habrán necesariamente de «repetirse» pues no es
posible que el autor prescinda cada vez de los elementos más básicos de
su sistema (para no repetirlos) y, menos, que cambie de un año a otro.
Se trata de la decantación escrita de un complejo proceso íntimo, que
arrastra todos sus elementos y presupuestos (y tanto más cuanto más
conscientes y funcionales sean éstos) y que de una obra a otra ofrece al
lector lúcido y profundo (no al curioso, amante de temas «novedosos»)
la ventaja de poder seguir en todos sus pasos y a propósito de temas
análogos o idénticos la marcha evolutiva del pensamiento y de la
personalidad del autor.

Por eso, para hacerse perfecto cargo de nuestros puntos fundamentales


y básicos (en este caso, en orden a la comprensión de nuestro método
terápico) es aconsejable conocer tanto nuestros estudios psicológicos
(Raíces del conflicto sexual) y antropológicos (Antropología cultural:
Factores psíquicos de la cultura, o Mito) como nuestro tratado completo
de Filosofía fenomenológica en los dos tomos arriba citados (que, por
otra parte, no es una filosofía especulativa y abstracta, sino una
reflexión total y concienciativa acerca de todas las dimensiones del
mundo, de la sociedad y de la persona, reflexión indispensable para que
la orientación de las investigaciones psicológicas y de la práctica
terápica no sean ciegas, limitadas, aprioristas e incluso perturbadoras
de aquello mismo que se pretende trasformar o curar). Y no dejaremos
de advertir, de paso, que sólo en un clima social muy enrarecido por
ideologías parciales e interesadas, y, por lo tanto, alienante, castrativo
y poco inclinado a la libertad (más bien inclinado a las manipulaciones
tácticas de partido y de grupo), puede constituir un minus —y no todo lo
contrario— para cualificar unas investigaciones y una práctica
psicológica o científica la posesión previa de una visión total y
personalmente elaborada (necesariamente «filosófica») del campo y de
las realidades sobre las que han de aplicarse los métodos y técnicas
(necesariamente parciales y microdimensionales) de la investigación y
de la práctica.

La noción misma de «estímulo» y de «estimulación» rebasa, en este caso del


hombre, lo que podría entenderse (de un modo más mecánico y sensorial
puro) a niveles zoológicos y botánicos: la estimulación a nivel humano (o
acción de los estímulos provocadora de respuesta) presenta una serie de
componentes que no presenta la estimulación tipo, a otros niveles, o, si se
prefiere, se hace necesario reconocer que a nivel humano actúan
simultáneamente diversos tipos de estímulos, inconmensurables entre sí y no
sumables, sino dialécticamente interrelacionados, cuya resultante estimular es
absolutamente imprevisible en la mayoría de los casos.

Así es necesario registrar y tener en cuenta una estimulación (o componente


estimular) sensorial, una estimulación pulsional, una estimulación emocional,
una estimulación axial, una estimulación proyectual o de intereses y de fines
a nivel consciente y planificado, una estimulación conceptual y lógica, e
incluso una estimulación estética y lúdica. Naturalmente, no todos estos tipos
de estimulación coinciden en dirección y en intensidad, ni suman sus fuerzas
entre sí. Y cada vez se requiere un proceso, que puede ser inconsciente o más
o menos consciente, en diverso grado, que sintetice todos los tipos de
estimulación en una estimulación prevalente (compleja por supuesto) y que
organice la respuesta adecuada, también compleja, y en la que han de
combinarse aprendizajes —en sentido estricto— muy diversos.

Cualquier objeto «real» (por ejemplo, una persona, pero también algún rasgo
o cualidad de esa persona —voz, tez, sexo, afectividad, eticidad o poder—,
una relación determinada con la misma, una situación, una acción —
responder a una agresión, disimularla, coitar, perdonar, distanciarse, etc.—,
un acontecimiento, un vehículo, un animal, un alimento, un olor, un sabor y
hasta el brillo o la falta de él de un color, la utilidad, la estética, etc.15) puede
constituirse en estímulo (más o menos complejo) para un sujeto determinado,
a todos estos niveles dichos:

Sensorial, en cuanto excita sus sentidos orgánicos y los centros


nerviosos del cerebro, y es percibido como tal objeto o estímulo.
Pulsional, en cuanto moviliza su instintividad o sus pulsiones narcisistas,
posesivas, eróticas, agresivas, las trasforma o las bloquea.
Emocional, en cuanto suscita efectos diversos, positivos o negativos, o
los inhibe.
Axial, en cuanto se presenta como valioso o antivalioso en uno u otro
sentido y, por lo tanto, como apetecible o rechazable, tal vez en diversos
sentidos simultáneos.
Proyectual, en cuanto aparece conectado positiva o negativamente con el
«proyecto vital» del sujeto y se integra o perturba el proceso de su
realización (o la de ciertos intereses y fines dentro del proyecto).
Conceptual y lógico, en cuanto el objeto estimulante viene a encajar o
no en el sistema (vital, axial, proyectual, afectivo o práctico) del sujeto,
de modo que algo puede determinar más eficazmente respuestas del
sujeto cuanto más engrane en su visión lógica y aparentemente
consciente del mundo, de su situación y de su ideología (habrá, por
ejemplo, una receptividad mayor para ciertos objetos o estímulos que
apoyen el sistema de conceptos o la lógica interna del proyecto vital del
sujeto, de modo que algunas de sus respuestas pueden estar motivadas
solamente por esa cualidad de apoyo de su ideología o de ser
«consecuente» con ella, que su estímulo presenta) 16.
Estético y lúdico, en cuanto el poder de estimular proviene del placer
estético o lúdico (liberador, deportivo, festivo, relajante) que sugieren o
prometen ciertos objetos, de su elegancia o de su «calidad» o «clase»:
dados dos estímulos iguales en su funcionalidad y en su importancia
vital, por ejemplo, puede estimular más intensamente aquel que presente
un suplemento de belleza, luego la belleza por sí misma constituye un
poder de estimulación cuando menos suplementario; o un sujeto se
siente especialmente estimulado, cuando ha de satisfacer la necesidad de
servirse de un coche o de una vivienda, por los aspectos deportivos y las
posibilidades lúdicas de esos objetos. No cabe duda de que, en tales
casos, actúa la estimulación a otro nivel distinto (y por lo menos
suplementario, cuando no absoluto) del utilitario, pulsional o proyectual,
pues con frecuencia la estética o las posibilidades lúdicas que el objeto
ofrece contradicen a la utilidad, a la pulsión posesiva o al proyecto, pues
suponen unos gastos mayores que limitan otras posibilidades más útiles,
o dificultan el acceso práctico y crean incomodidades suplementarias
(por ejemplo, el que por residir en el «campo» se ha de desplazar
incómodamente a su lugar de trabajo).

15 El estímulo, no puede a simple vista reconocerse, si consiste en el


objeto real, tal como aparece en la experiencia familiar, o en una
cualidad muy accidental del mismo (el brillo tal vez), o en una cualidad
más constitutiva (su utilidad), o en la asociación de alguna de estas
cualidades con un contexto funcional mucho más amplio. En cada caso
particular puede variar y ni el sujeto mismo puede discernir qué es lo
que en realidad le estimula (por ejemplo, alguien puede sentirse muy
positivamente estimulado para pertenecer a un grupo determinado y
resultar que lo que en realidad le estimulaba no era la ideología o la
funcionalidad del grupo, sino una persona determinada con la que
podía relacionarse perteneciendo a él, y todavía más, resultar que de
esa persona no era ella misma o su personalidad lo que le estimulaba,
sino sus ojos, su voz o su sex-appeal. Y cuando esta persona se separa
del grupo, pierde instantáneamente todo interés por pertenecer a él, a
pesar de las motivaciones subjetivamente supuestas y de las
racionalizaciones en que las fundaba; o cuando esa persona se gasta o
envejece, perder igualmente el interés, por ella y por su grupo.

Otras veces no es la especificidad del objeto, o su pretendida utilidad, lo


que estimula, aunque así nos parezca, sino su color o su brillo incluso,
de modo que en realidad no se sienta la «necesidad» (conscientemente
supuesta) de una prenda o de un coche de no poderlos poseer de un
color determinado, con un brillo específico o dotados de una forma
fálica, por ejemplo.

Igualmente se observa con frecuencia el fenómeno de que algunos


sujetos no sienten resistencias a efectuar pagos cuantiosos, si éstos se
hacen de un modo abstracto, por transferencia bancaria, por ejemplo,
pero hacerlos en efectivo (sacando billetes de su cartera, o, todavía
más, si tuviesen que hacerlos mediante la entrega de monedas o de
lingotes de oro o plata, o en objetos preciosos) despierta en ellos unas
resistencias, una tacañería o una ahorratividad inusitadas. No cabe
duda de que para estos sujetos no es lo mismo emocionalmente (y desde
luego a nivel pulsional y simbólico) «pagar» por un medio o por otro,
aunque prácticamente es idéntico, y que entonces lo que les estimula no
es el «dinero» en abstracto o el poder económico, sino la posesión
material (anal) de unos objetos preciosos y palpables investidos de un
simbolismo determinado.

16 Suponiendo que una acción, una relación o una situación, o la


carencia y la privación de un objeto son percibidos como penosos por el
sujeto y, sin embargo, éste adopta una respuesta positiva a esa
situación, relación o carencia, o que le reporta la privación de objetos
más deseables (libertad, dinero, poder, ambientes lujosos, etc.), la única
razón de estimular (y de estimular de modo prevalente en comparación
con los estímulos contrarios) que esos objetos determinados tendrían no
puede ser otra que la congruencia sistemática (lógica) que esas
acciones penosas o sus consecuencias presentan con la ideología o la
instalación ética del sujeto en su mundo; de modo que el arrostrar las
consecuencias lógicas de su actitud general le gratifica a otro nivel
distinto que el pulsional, el estético o el lúdico, y le resultaría muy poco
grato satisfacer sus tendencias libidinales, emocionales, estéticas y
lúdicas en contradicción (lógica) con su sistema de conciencia y de
actuación social.

Resulta evidente que el poder prevalente de estimular que la renuncia a


un lucro, por ejemplo, presenta (en contra de los deseos libidinales y
sensuales, el narcisismo, la posesividad, el erotismo, el lujo y la libertad
económica) no puede ser otro que su congruencia lógica y práctica con
el sistema de valores éticos y sociales del sujeto (lo cual se manifiesta a
nivel empírico como el sentimiento de la «buena conciencia»).

La motivación del «deseo de estar en todo en orden», en contra de todas


las demás estimulaciones sensuales, estéticas, pulsionales o lúdicas, no
puede basarse sino en este nivel «lógico» a que nos referimos.

Porque, por lo común, en cada percepción de estímulos (compleja siempre,


salvo en casos de estrechamiento, patológico o estupefaciente, del campo de
la conciencia) se combinan estimulaciones procedentes de todos o casi todos
estos niveles y, por supuesto, dotadas de signo diverso y contradictorio
(positivo o negativo) de unos niveles a otros. Puede darse el caso de que el
objeto estimule negativamente a nivel sensorial, pero positivamente a nivel
pulsional (una persona que se reconoce desagradable, pero se siente el sujeto
poderosamente atraído hacia ella como símbolo materno), positivamente o de
modo ambivalente, a nivel emocional; positivamente —mediante
racionalizaciones— a nivel axial y negativamente a nivel proyectual, lógico y
estético. De ahí las ambivalencias, las perplejidades, las contradicciones y las
paradojas de la conducta humana.

La tendencia conductista, al llevar a cabo la «descripción de conducta» (paso


necesariamente previo a toda terapia), o simplemente al estudiar el
procedimiento de «modelado» de conducta, la «desensibilización», el
«adiestramiento asertivo», el «condicionamiento aversivo», la saciedad y el
«refuerzo», acepta el hecho real y observable del poder estimulante de los
«estímulos» (que puede tener lugar aun en el caso de estímulos nada
gratificantes) y, todo lo más, comprueba y compulsa los estados de ansiedad
y sus grados, o de relajación, que determinados estímulos suscitan y
constelan de hecho.

Ya se ha visto la complejidad de niveles, de factores y hasta de dimensiones


de la estimulación que este poder presenta, y es evidente que todo ello deba
ser tenido en cuenta teóricamente y controlarse en la práctica, si en realidad
se trata de modelar una conducta (un modelado que dé como resultado una
conducta de «tres dimensiones», elástica, original y libre) y no de producir
estereotipos sociales a gusto del terapeuta o de su ideología.

Si, como dicen Liberman y otros, de lo que se trata es de «identificar los


problemas del paciente en términos específicos concretos y observables»,
nunca se pasará de la superficie de los «síntomas», y el método terápico
adolecerá de un mecanicismo impropio de la complejidad de la conducta y de
la personalidad humanas, que, a lo sumo, servirá para adaptarla
convencionalmente a las exigencias o expectativas del entorno social, pero
nunca para liberar y desarrollar comportamientos superadores de los mismos
condicionamientos, es decir, para curar radicalmente de toda alienación (ya
vimos en el capítulo 1 las cuestiones que hay, en esta «observabilidad»,
implicadas y hasta qué punto pueden hallarse estos autores en contradicción
con la ciencia más vigente en la actualidad, así como las posibilidades de
observación no superficial).

Por eso, autores y terapeutas como Wolpe y Hussain se niegan a tratar


psicóticos o confiesan que hay neurosis tan complejas que no responden
positivamente al tratamiento por terapia de conducta, sino sólo en cuanto se
consigue eliminar las manifestaciones fóbicas de las mismas. Pero si la
neurosis puede no ser el resultado de un «mal aprendizaje», sino de la mala
combinación de una serie de aprendizajes adecuados, cada uno por sí, la
noción que Rachman nos da de «neurosis» sería gratuita y falsa (al identificar
la neurosis con sus síntomas), pues, de no eliminar la raíz caracterialmente
básica y estructural de la misma, ésta siempre podría rebrotar con otros
síntomas o, precisamente, en forma de una ausencia de síntomas
desadaptativos, pero como rigidez improductiva en vivir adaptado al entorno
social a base de una mecánica de esquemas de conducta «aprendidos».

Ni Rachman, ni ningún autor de esta tendencia se han preocupado por


demostrar que la multiplicidad de niveles y de dimensiones psíquicas, que
pueden intervenir en la gestación de la neurosis, sea inexistente (a pesar de
estar mucho más concorde con la experiencia y la observación), luego esta
concepción de la neurosis y su terapia descansan sobre un mero postulado, no
demostrado, que resulta demasiado frágil y cuestionable para descalificar
desde él toda otra concepción; sólo a base de suponer que los otros factores
que intervienen no sean «concretos» ni «observables», pero restringiendo la
observabilidad a lo sensorial y particularizadamente perceptible, lo cual es, a
la altura en que la investigación se encuentra, absolutamente insostenible.
Puede llegarse a certezas empíricas y reductivamente concretas y observables
por otros procedimientos, por inferencias procesuales y por totalizaciones
estructurales, y la Física actual precisamente opera así (nadie puede pretender
que la física actual observe sensorialmente, de modo directo y concreto —
como el experimentador clásico—, los fenómenos nucleares y subatómicos
que estudia).

Basándose, por lo tanto, en este modo ingenuo y primitivo de «observación»


de los fenómenos, resulta que para proceder «científicamente» en la terapia
de conducta se llega a actuar a ciegas: se observa que determinados estímulos
producen estados de ansiedad en el paciente y se trata de disociarlos de la
ansiedad y de reforzar la conducta o la respuesta adecuada, mediante
prácticas mecánicas o incluso mediante imaginaciones y asociaciones
emocionales a las mismas, pero sin poseer ni manejar en todo ello las claves
básicas de tales reacciones y de tales asociaciones (que sería lo científico,
pero que por no ser directa y sensorialmente observables, se ignoran y
marginan).

Podría decirse que el terapeuta, en su intención de ser científico, según lo


entienden arcaicamente estos autores, se ve ante una opción básica e
insoslayable: o cifra la cientificidad de sus procedimientos en la atomización
sensorial y mecánica de fenómenos mucho más complejos, como si tratase
procesos físicos unidimensionales y ello al modo objetualista clásico (ya
superado por la misma ciencia física), pero entonces ha de resignarse a no
dominar los fenómenos psíquicos, en su totalidad o especificidad, y a carecer
de las claves de su comprensión y de su dinámica (será un terapeuta
literalmente alienado); o cifra la cientificidad en la lucidez, la posesión de
estas mismas claves y la penetración en todos los niveles del fenómeno,
aunque haya de servirse de procedimientos no frecuentados en las ciencias,
clásicamente tales, de la materia física.

Y entonces habrá de considerar, observar y controlar las pulsiones


inconscientes que subyacen, la filtración semántica, simbólica y emocional de
los estímulos a nivel de conciencia, los filtros diversos que en ello
intervienen, la constitución, tal vez proyectiva, del «objeto» para ese «sujeto»
determinado y las huellas más o menos traumáticas del pasado biográfico, en
su receptividad de los estímulos y en su capacidad de respuesta; con ello se
habrá salido de la ortodoxia conductista y se habrá entrado en un terreno muy
cercano al psicoanalítico.
Todos estamos de acuerdo en que hay fobias aisladas, originadas por
«aprendizajes desadaptativos», que pueden ser eliminadas por un
reaprendizaje adecuado, aunque incluso no hubiesen sido originadas por un
«mal aprendizaje» propiamente dicho. También podemos admitir que las
manifestaciones periféricas y sociales de una neurosis pueden ser eliminadas
y corregidas por procedimientos modeladores, desensibilizadores,
implosivos, reforzativos y motivadores. Pero a su vez también reconocen los
autores conductistas que, cuando una neurosis presenta una mayor
complejidad o cuando se trata de personalidades psicóticas, no es tratable por
estos procedimientos. Indicio y confirmación de que no toda «neurosis»
(ninguna verdadera neurosis) puede identificarse con sus síntomas, contra el
axioma establecido a priori por la tendencia que representa Rachman.

La neurosis traumática, sin ir más lejos, carecería totalmente de explicación,


pues consiste en un cambio repentino (originado por el trauma) del tipo de
respuestas y de conducta adaptadas (por hipótesis, aprendidas) en otras
inadaptadas y no aprendidas. Luego, por lo menos en este caso, la hipótesis
del «aprendizaje desadaptativo» no sirve para explicar un tipo de neurosis
determinado, por lo cual, lo menos que se puede decir de la terapia de
conducta y de su teoría es que no cubre adecuadamente el campo de la
psicopatología o de la sintomatología neurótica.

Y esto no es de extrañar, pues esta teoría y sus técnicas no han procedido ni


se han originado a partir del campo de la psicopatología y de la terapia, sino
que constituyen una extensión de investigaciones hechas en el campo del
condicionamiento y de la etología, mientras que las teorías y la práctica
psicoanalíticas han partido precisamente de la experiencia clínica y
psicoterápica, es pues perfectamente lógico que éstas abarquen con más
precisión y en una mayor extensión su propio campo.

Pero lo que resulta verdaderamente inconcebible (y no explicable desde un


punto de vista científico ni clínico, sino ideológico y partidista) es que,
basándose en las limitadas categorías, experiencias y perspectivas
conductistas (no deducidas, repetimos, del campo de la clínica), se trate de
descalificar, como sistema científico y como práctica, el psicoanálisis,
surgido autóctonamente de la clínica; y que, a partir de una noción
operacional y convencional de neurosis, se niegue su verdadera estructura
real e incluso se vete, como no «científica», toda investigación en
profundidad acerca de la misma (y hemos dicho «inconcebible» por cortesía).

Porque la neurosis, entendida como «respuesta inadaptada» a los estímulos


puede originarse a tres niveles diversos o en la coordinación misma de los
tres. Por un lado, la percepción del estímulo viene filtrada por unos códigos
selectivos, semantizadores, interpretativos, valorativos y categoriales,
adquiridos por cada sujeto en su vivir (y que ya hemos detallado en el
capítulo anterior); de otra parte, ha de organizarse la respuesta, tanto en su
congruencia interna como en su adecuación responsiva a la realidad,
mediante una combinatoria de diversos aprendizajes parciales que se sitúan
simultáneamente a muy diverso nivel (generalizando mucho, a los tres
niveles a que acabamos de aludir).

La pregunta aclaratoria que inmediatamente se plantea es: cuando se habla de


«mal aprendizaje» o de «aprendizaje desadaptativo» ¿a qué aprendizaje se
están refiriendo estos autores que así se expresan? ¿a alguno de los
determinados aprendizajes parciales? ¿al modo de filtrar la percepción de los
estímulos? ¿al modo de organizarse la congruencia interna de la conducta
responsiva? ¿a su adaptación a la realidad de los estímulos? ¿o a la
coordinación de los tres niveles dichos? Pero estas tres últimas posibles
acepciones de un concepto muy lato de «aprendizaje» hacen saltar esta
misma noción (y el conductismo, por otra parte, no parece haber tenido en
cuenta estos matices, sino que parece referirse siempre a los aprendizajes que
hemos llamado parciales: organización de movimientos y de gestos en orden
a un efecto práctico muy determinado y concreto). Aunque Bandura y Walter
tratan también de un «aprendizaje vicario y observacional» (modeling) de
tipo más general para generar o reforzar conductas imitativas mediante la
observación de conductas ejemplares (incluso sirviéndose de filmes); sólo en
este caso podría hablarse de un aprendizaje «total» y «múltiple», pero, como
es patente, muy superficial y hasta alienante.

Si pudiera hablarse de un aprendizaje «múltiple y total» (que resultase


desadaptativo), sería ello solamente en el caso límite de un grupo, entorno o
ambiente social tan perturbado que imbuyese en sus miembros y educandos
unos modos de percibir inadecuados a la naturaleza de los estímulos, unos
esquemas coordinativos del proceso conductal incongruentes y dislocados, y
unas fórmulas de adaptación de esta conducta, como respuesta a los
estímulos, inadecuadas a los mismos; entonces y sólo entonces podría
hablarse con propiedad de un «mal aprendizaje», como origen de la neurosis,
y generalizando mucho todavía.

Efectivamente, tales casos se dan, pero son excepción; se trata de aquellos


grupos familiares, por ejemplo (también pueden encontrarse grupos
institucionales —internados, equipos, asociaciones, sectas— e incluso
macrogrupos tribales —en las islas Dobu, estudiadas por Benedict—, o
estatales, en circunstancias muy particulares y, por supuesto, coactivamente
cerradas, así como ghettos racistas o clases sociales bajo influjos de «plaga
emocional», pero naturalmente constituyendo excepción en el conjunto de la
dinámica de los macrogrupos), en los que un alto índice de neuroticismo o de
psicosis de la pareja parental puede inducir en los hijos o miembros más
jóvenes del grupo estados afectivos habituales, modos de percepción y modos
de respuesta perturbados e inadaptados.

Mas conforme ascendemos desde el microgrupo familiar a formas de


agrupación más amplias va siendo cada vez menor la posibilidad de hablar de
un aprendizaje desadaptativo (múltiple y total), pues, salvo en casos de ghetto
o de plaga emocional clasista o sectaria, los aprendizajes, que la personalidad
evolutiva de cada miembro del grupo va realizando, son tan varios, a tan
diversos niveles y en definitiva tan incontrolables, que por muy fuerte que sea
el influjo neurotizador de los detentores de la autoridad (política,
administrativa y educacional), también se insinúan y filtran otros aprendizajes
infraestructurales más conformes con el principio de realidad, que corrigen,
relativizan y compensan el influjo de los aprendizajes «oficiales». Aparte de
que ya a esos niveles de concepción general de la realidad resulta difícil
determinar qué filtros y pautas de filtración se adecúen más a la «realidad»17.

17 Sólo podría determinarse esta adecuación o «adaptación» en el caso


de que pudiéramos percibir objetivamente una «realidad» en si,
totalmente independiente de los procesos de percepción y de
transformación humana y social. Mas esto es absolutamente imposible,
no sólo porque aun los objetos más materiales y cósicos son ya el
resultado de la conjunción de un haz de energías físicas, una estructura
(tal vez artificial), una función dentro de situaciones determinadas, y
unas investiciones de significación y de valor, que dependen de las
vigencias sociales, sino porque la «realidad», a que en sentido
pregnante nos estamos refiriendo al hablar de adaptación, no son las
«cosas», sino los procesossociales mismos dentro de los cuales las
cosas funcionan, valen y se trasforman. Con lo cual deja de haber un
término de comparación fijo y unívoco para hablar de «adaptación» o
«desadaptación», incluso así una conducta que habría de calificarse de
«inadaptada» en una sociedad, puede no serlo en otra, o en una
sociedad en transformación podrán parecer conductas «inadaptadas» a
juicio de una clase social, profesional o política, las conductas que en
realidad se están «adaptando» al futuro y van superando los
condicionamientos del pasado. Como se ve, el criterio de «adaptación»
o «inadaptación» se relativiza al máximo.

Ello plantea un nuevo problema terápico (en el supuesto de la terapia


de conducta de que la conducta ha de ser moldeada por el terapeuta):
¿según qué criterio adaptativo ha de ser transformada por
condicionamiento y aprendizaje la conducta del paciente?, ¿según el
criterio de la clase dominante y en posesión, según el criterio subjetivo
del terapeuta?, ¿según el criterio del grupo ideológico a que el
terapeuta pertenece?, ¿o según el criterio que el mismo paciente
decida? Pues no hay una «realidad» unívoca y común —a este nivel de
adaptación social— a la que pueda ser indistintamente referida la
conducta, y negar este hecho sería el colmo de la «inadaptación».

Precisamente la meta psicoanalitica es meta-adaptacional y así supera


esta difícil problemática de un golpe. No se trata tanto de «adaptar»
aquí y ahora la conducta a un estado de la realidad social, sino de
hacer adaptable al sujeto a cualquier modo de realidad que se presente,
desde la autoposesión y la lucidez («libertad») conseguidas mediante el
proceso de concienciación y de dinamización libidinal analítico.

Por lo demás, un macrogrupo tiene tales fuerzas contradictorias en su


seno, que se autocorrigen y compensan en mayor o menor grado,
siempre, y más en sociedades pluralistas. De otra parte, se da una
inconmensurabilidad entre las macroestructuras sociales y las
microestructuras psíquicas de las personalidades individuales, que no
permite generalizar y decir que una organización social determinada
neurotiza (salvo en casos excepcionales de coacción dictatorial o de
estabilización del terror) o que una organización social libera
psíquicamente y «cura» la neurosis.

Las fricciones que se producen siempre entre lo individual personal y lo


colectivo (aun en sociedades socialistas) originan problemas de
alienación que no pueden resolverse a nivel estructural colectivo, y
viceversa, en el seno de cualquier sociedad, por represiva que sea,
puede el individuo liberarse psíquicamente si emplea las técnicas
terápicas o psicagógicas (yoga, etc.), adecuadas.

Incluso es evidente, desde la experiencia, un hecho: en cualquier tipo de


sociedad, un individuo que de tal modo se imbuya de las pautas sociales
vigentes y se asimile al tipo comportamental que esa sociedad
determinada valore, de modo que en bloque se identifique con éste y con
aquélla, se neurotiza indefectiblemente.

Y se neurotiza por dos razones o en dos aspectos: uno, porque


comenzará a presentar una rigidez de personalidad dogmática y
estructural, una falta de libertad interior y, con frecuencia, un fanatismo
polémico, que a todas luces son rasgos de personalidad alienada e
insana. Otro, porque se habrá vaciado de sí mismo y habrá perdido las
claves de su propia comprensión y sólo se vívenciará como elemento
impersonal (a lo más, investido de un rol que totalmente le absorbe) de
unos mecanismos colectivos que le utilizan, pero sin dar margen a su
expansión personal, lo cual es alienación estricta.

Salvo en una concepción extremadamente deshumanizada y


unidimensional del hombre, difícil de compartir, hay que admitir que,
aun en el seno de la sociedad más colectivizada, ha de darse un margen
a la originalidad personal realizativa. Luego la daptación no puede ser
tal, que no se mantenga una cierta distancia que permita oscilaciones
opcionales y «desadaptaciones» particulares y momentáneas,
precisamente para incrementar la capacidad de adaptación a la
realidad, entendida en un sentido más total, no como un estado de cosas
aquí y ahora, muy determinado, sino como un conjunto de posibilidades
ulteriores a las que habrá que irse adaptando progresivamente, al irse
superando los momentos constitutivos de cualquier estado de cosas
dado.

Del mismo modo que la realidad social mantiene en reserva ulteriores


posibilidades evolutivas y superadoras de cualquier estado de cosas
dado, el individuo ha de mantener su disponibilidad para las mismas, y
toda adaptación o asimilación completa a los condicionamientos de
cualquiera de estos momentos, le fiará incapaz de una adaptación más
progresiva y universal (éste es el mal, precisamente, de los
conservadurismos). Entre el polo individual y el colectivo de la
dinámica social media una relación dialéctica, no una oposición rígida
que haya de resolverse con la anulación de cualquiera de ambos polos.
Sin embargo, hay ideologías que se dicen «dialécticas», pero que se
olvidan de la dialéctica en el momento de tenerla que poner en práctica
al organizar una nueva sociedad.

Las contradicciones dialécticas son intrínsecas y básicas a toda


sociedad y a toda realidad, de una forma o de otra, y ningún estado real
puede pretender haberlas superado todas; habrán cambiado de
naturaleza y de perspectiva, pero nunca pueden considerarse
marginales o accidentales, porque constituyen la vida misma.

La «realidad», como ya hemos dicho, nunca viene «dada» en todas sus partes,
ni «acabada»; es la sociedad, la biografía del grupo y del individuo y los
sistemas codales y paradigmáticos los que, en su combinatoria mutante, van
concretando momento a momento el perfil, siempre provisorio, de la realidad.
Y todavía en una sociedad pluralista pueden darse diversos perfiles,
simultáneos y, sin embargo, contradictorios, de realidad, y entonces cabe
preguntar cuál sea el criterio decisivo para determinar a qué tipo de realidad y
en qué grado haya de «adaptarse» la conducta en proceso de «modelado».

Como ya acabamos de apuntar en la nota 17, hay que preguntarse


insistentemente (y si no, la terapia de conducta resultaría sospechosa de
manipulación, y, por ello, sumamente arriesgada) si tal criterio ha de ser el
meramente utilitario, el de la clase dominante, el de la clase ascendente, el del
underground, el de un grupo ideológico determinado (elegido por el
terapeuta, o si ha de elegirlo el paciente), el económico o el utópico (una
especie de «yo ideal», de «hombre nuevo» futuro que el terapeuta se forje y,
en este caso, todavía se plantea la cuestión de la ideología o concepción de
base que haya que adoptar).

Los tres niveles (no tenidos nunca temáticamente en cuenta, los tres, por la
terapia de conducta y por las concepciones de principio de esta escuela) en
los que los «aprendizajes» (dando a este concepto un significado muy lato) se
realizan y actúan, son, por lo menos, los siguientes:

—Nivel de captación perceptiva, valorativa y motivadora, del estímulo:


filtros y códigos (ya especificados en el capítulo anterior), incluidos los
lenguajes y las distintas pautas axiales, socialmente vigentes.

—Nivel de coordinación articuladora de la conducta, que organice los


aprendizajes parciales, los distintos movimientos, gestos y disponibilidades
prácticas, así como la regulación de los controles impulsivos y emocionales,
en un proceso coherente y eficaz (o lo contrario, en el caso de una
personalidad perturbada);

—Nivel adaptativo de esta conducta, asi organizada, a unos estímulos, así


percibidos (valorados, investidos de significación, aceptados o rechazados),
en virtud de los resultados de los dos niveles precedentes.

La conducta perturbada (neurótica o psicótica) puede radicar en el nivel de la


percepción misma de la realidad estimular, pero hallarse congruentemente
organizada y ser adaptativa, sólo que el entorno real y estimular al que se
adapta resulte defectuosamente percibido, valorado e investido de significado
(lo cual, dada la elasticidad formalizadora de las sociedades, los grupos y los
individuos, sólo comenzará a ser neurotizante cuando sobrepase un grado
determinado de emocionalización subjetiva de lo percibido).

Por ejemplo, un sujeto puede comportarse de modo consecuente y lógico,


tanto en la articulación de sus movimientos, gestos y acciones en un proceso
eficaz, como en la adaptación de éste al «principio de autoridad», pero
percibir a quien, en cada momento, corporice la «autoridad» para él, con la
misma carga emocional infantil e invistiéndole del mismo significado, del
mismo modo que el «padre» o la «madre» «terribles» o «bienhechores» (pero
exigiendo sumisión absoluta), que captaba —ya mal investidos axial,
funcional y emocionalmente— en su primera infancia, o investidos de modo
normal para los tres primeros años de vida, pero sin haber evolucionado en el
proceso de investiciones sucesivas y progresivamente adultas.

También puede suceder que el entorno estimular se capte adecuadamente


(con las salvedades dichas), pero que la conducta carezca de coordinación
intrínseca. Entonces el sujeto se propondrá metas adaptadas, valorará los
elementos de su entorno de modo adulto y adecuado, pero nunca será capaz
de realizar su proyecto eficazmente, y siempre interferirán segmentos
comportamentales desviados e impedientes del proceso mismo.

Podrá, finalmente, ocurrir que a pesar de una captación adecuada del entorno
estimular y de situaciones dadas, y de una organización congruente de la
conducta, sea precisamente la adaptación de la respuesta a esos estímulos
mediante una conducta adecuada lo que falle. Por ejemplo, el sujeto percibe a
su pareja como mujer adulta (no como madre absolutizada), como partenaire
sexual, como «persona» con tal carácter y tales cualidades objetivas, y
también es capaz de comportarse en diversos contextos hipotéticos de modo
cariñoso, gratificante, pero en determinadas situaciones, con determinadas
personas o en determinada línea de acontecimientos, no es capaz de
responder en concreto con una conducta erótica, adulta, cariñosa y
gratificante, o con una conducta productiva, adaptada a los fines reales que
persigue, etc. (es el caso de quien, siendo inteligente, estando
profesionalmente preparado, sabiendo estudiar, y apreciando también el
puesto de trabajo, la promoción o el éxito en su justo valor, falla siempre que
ha de superar las pruebas para conseguirlo).

En los tres supuestos citados puede suceder que los «aprendizajes»


conductales en sentido estricto sean «buenos» y realistas: el sujeto sabe
comportarse, sabe cómo articular sus diversas acciones en un proceso eficaz
(sabe, por ejemplo, hablar, escribir, realizar gestos y ademanes correctos,
manejar instrumentos, relacionar medios con fines, producir efectos reales y
positivos), pero o no los pone en juego oportunamente, porque no percibe los
estímulos concretos para ello, como tales estímulos, ni se deja estimular por
ellos (el caso de quien pudiendo y sabiendo realizar todos los actos y fases de
la relación genital, sin embargo, no los pone en juego; o no le resultan
eficaces cuando se encuentra precisamente en situación de coito, o con
determinados tipos de mujer, o con su propia esposa, etc., como en las
impotencias relativas por neurosis); o los pone en juego, pero de modo y en
grado inadecuado a los estímulos concretos; o, aunque es capaz de desarrollar
una serie de segmentos de conducta articulada y eficazmente, no lo es de
conducir todo el proceso conductal práctico en su totalidad hacia el efecto
apetecido (el sujeto se comporta a ciertos niveles de la situación
correctamente, sabe saludar, vestirse, hablar, mueve sus miembros
normalmente, realiza acciones que, en otra situación, serían eficaces,
normales, útiles, gratificantes, o por lo menos indiferentes, pero que en esa
situación determinada interfieren perturbadoramente, y contra la intención
que dirige el proceso, en este mismo; como quien teniendo que acudir a una
entrevista importante se enfrasca tanto en la lectura o prolonga su paseo de
modo que no acude a la cita, o el que emplea expresiones o adopta actitudes
—agresivas, irónicas, burlonas o poco serias e infantiles— que literalmente
no responden al entorno estimular del momento y le hacen intratable,
inadaptable, o le hacen fracasar en sus gestiones y perder todas las
oportunidades).

Salvo casos extremos de perturbación e incoordinación de movimientos, los


psicóticos realizan acciones que, en sí mismas, serían normales o adecuadas,
pero que resultan fragmentarias, inarticuladas en un proceso eficaz o fuera de
situación o de propósito. Por ejemplo, fruto de un aprendizaje propiamente
dicho puede considerarse el caminar o el tocar el piano, y el sujeto psicótico
puede caminar o ejecutar piezas musicales perfectamente; pero caminar horas
seguidas compulsivamente y sin dirección determinada y sin necesidad lúdica
alguna (descansar, despejarse, favorecer la circulación...), o ejecutar la misma
pieza una y otra vez, o no satisfacer la necesidad de dormir por tocar el piano
indefinidamente, sería un comportamiento psicótico.

En tales casos ¿dónde puede localizarse el «mal aprendizaje»? ¿Puede con


seriedad afirmarse que la compulsión es fruto de un «aprendizaje
desadaptado»? ¿Dónde y cómo se «aprende» lo compulsivo? El ritmo, la
continuidad o la frecuencia y variabilidad de una conducta no se aprende,
sino que el sujeto las va dosificando oportunamente, en una combinatoria de
acciones y de aprendizajes diversos, de acuerdo con su percepción real, no ya
de estímulos, sino de oportunidades.

A nivel de coordinación de las diversas disponibilidades que se tienen (éstas


aprendidas tal vez), de su gradación, de su alternancia y de su dosificación
situacional, a nivel de estrategias prácticas, de apreciaciones axiales, de
prelación de finalidades y de oportunidades y de aplicación de la atención,
del interés y del afecto a determinados procesos, ya no puede hablarse con
propiedad y en todos los casos (sino en sentido muy lato y sólo en algunos
casos) de «aprendizaje» (y desde luego no en los casos en que el rendimiento
es mayor: un artista o un político podrán haber aprendido literalmente de sus
maestros su manera de actuar, pero si actúan solamente en virtud de su
«aprendizaje» propiamente dicho, nunca llegarán a producir obras de calidad
ni a realizar gestiones o procesos políticos de altura, no pasarán del
academicismo y del conformismo adocenado).

Precisamente la personalidad creativa, eficaz y trasformadora del pasado


inmediato es aquella que sabe y puede superar lo consabido y realmente
aprendido, recombinándolo (recombinando los modos de actuación
aprendidos) de manera y en forma no aprendida, sino repentizadora ante
situaciones nuevas.

Y, para rizar el rizo de la paradoja, llamaremos la atención sobre el hecho de


que estrictamente hablando lo que se aprende son modos de comportamiento
infantiles o adolescentes, los cuales, para madurar y conducir a la
personalidad a una conducta adaptada y eficaz, han de irse trasformando y
dejando de ser tales, precisamente sin un aprendizaje propiamente dicho, en
virtud de una constante improvisación y de una readaptación (imposible de
ser aprendida) de los esquemas y fórmulas aprendidas a nuevas e imprevistas
exigencias del entorno estimular.

El neurótico y el psicótico, en cambio, son aquellos sujetos que no readaptan


dialéctica y reabsortivamente (anulando el modo anterior de comportarse) los
esquemas de conducta aprendidos a las ulteriores solicitaciones de la realidad
(según fórmulas de combinación no aprendidas), sino que durante largos
períodos de tiempo, y aun por toda su existencia, repiten rígidamente las
estereotipias aprendidas.

Si por «buen aprendizaje» ha de entenderse un aprendizaje que incluya la


capacidad de su superación dinámico-dialéctica, y por «mal aprendizaje» o
«aprendizaje desadaptativo» ha de entenderse un aprendizaje que tienda a
repetirse constantemente en el modo en que fue asimilado primariamente
como tal aprendizaje, estaríamos de acuerdo, pero tal terminología sería
sumamente impropia y casi metafórica; y el término «buen aprendizaje» haría
estallar la noción misma de «aprendizaje», además de ir contra lo que la
experiencia da.

En efecto, en los aprendizajes propiamente dichos no se cuida de ningún


modo que el sujeto que aprende se haga capaz de crítica del aprendizaje
mismo (más bien se cuida lo contrario) y que, juntamente con la asimilación
de los esquemas motores, asociativos y representativos y el refuerzo
repetitivo, adquiera la capacidad de trasformarlos, de disociarlos y de
independizarse de la repetitividad. Esta capacidad resulta
inintencionadamente si la personalidad sometida al aprendizaje posee otras
cualidades no «aprendidas» (en sentido propio) con las que supere los
condicionamientos iniciales (neutralizándolos quizá con otros
condicionamientos recombinados y controlados por ella misma de algún
modo) para darse expresión a sí misma, más allá de todos los aprendizajes,
segmentarios y parciales, anteriormente realizados y consumados.

Pues la personalidad es tan elástica y tan progresiva (tendente a superar


cualquier estado dado, objetivo o subjetivo), siempre que no padezca una
fijación neurótica, que resulta muy inadecuado, impreciso, y hasta
ininteligible hacerla consistir en un conjunto de aprendizajes, si por tal se
entiende el habituamiento condicionado a responder de un determinado modo
(imbuido desde el exterior) a un determinado estímulo (que se supone
percibido y valorado también de acuerdo con otro aprendizaje), juntamente
con la continuidad mecánica de un estilo conductal de modos de respuesta.

Si todo en la conducta personal es fruto de un «aprendizaje», solamente se


podría superar un aprendizaje infantil o arcaico o primario mediante otro
«aprendizaje», pero la experiencia enseña que en el proceso de maduración
llega un momento en que ya no se dan «aprendizajes» más o menos
localizables, sino la capacidad de superación y de recombinación, no
aprendida ni aprendible, de todos los aprendizajes pasados.

Los elementos básicos (cuasi técnicos) de estas conductas «maduras» son


efectivamente todos aprendidos (tal vez hasta la satisfacción de las
necesidades más elementales, como afirma Marcel Mauss), pero su constante
recombinación práctica, su reinstauración en diversas situaciones inéditas,
inesperadas y cambiantes, su dosificación y su oportunidad, los cambios de
código, de registro y de fórmula son algo no directamente aprendido, o no lo
son en la forma como los aprendizajes propiamente dichos se realizan, y,
desde luego, no son controlables por un método determinado de aprendizaje.
Y si algunas veces lo fueran, tendría ello lugar en lo que se refiere al
procedimiento, pero no en la manera de percibir, de valorar y de adaptarse la
conducta a una determinada situación inusitada o nueva.

Y si tanto el percibir y el valorar, como el adecuar la respuesta conductal a


los estímulos, fuesen fruto de aprendizajes exclusivamente, todos los sujetos
cuya personalidad se deba a los aprendizajes que impone una determinada
sociedad, habrán de percibir, de valorar, de articular su conducta y de
adecuarla a las situaciones y estímulos uniformemente, o, al menos, con
grandes analogías; mas la experiencia enseña que es todo lo contrario.

Y si es todo lo contrario y los sistemas educativos mejor y más


totalitariamente organizados (sistema de aprendizajes en sentido estricto)
precisamente ocasionan y provocan reacciones que dan como resultado
estilos de conducta contrarios al tipo de personalidad pretendido por los
educadores (en España y en Rusia tenemos numerosos ejemplos patentes y
extremos, o en la Francia de Luis XIV, a cuyo moralismo y uniformación
conformista religiosa, impuesta desde la alianza «del trono y el altar»,
suceden el librepensamiento y el libertinismo ilustrados)18, no es posible en
absoluto dudar de que intervienen otros elementos no aprendidos, o no
controlables conductista ni metódicamente, que son decisivos para la
constitución de la personalidad y de su estilo de comportamiento.

18 Se nos podrá objetar que en toda sociedad y más en las pluralistas y


complejas pueden considerarse diversos climas y estilos de aprendizaje,
de modo que los rebeldes y los que adoptan tipos de conducta
contrarios a los previstos han tenido que realizar algún «aprendizaje»
incontrolado por el establishment, algún criptoaprendizaje; esta
afirmación, aparte de lo que de petición de principio pueda contener, la
admitimos como válida para el momento en que ya exista un movimiento
de masas y un contagio social, unas vigencias y unas «modas» ya
establecidas en las formas de pensar, de valorar y de reaccionar ante
los poderes constituidos; entonces sí es cierto que se da una
competencia de aprendizajes antagónicos y que el que logra mayores
refuerzos motivadores (por enfocar, por ejemplo, los problemas más
reales y urgentes con un mayor realismo y eficacia) acaba eliminando y
haciendo perder vigencia al sistema de aprendizajes tradicional.

Pero la cuestión que habría de aclararse y que parece contradecir la


tesis conductista es doble:

1. Estos efectos contrarios y antagónicos a lo intentado por el


establishment, por los educadores o por la pareja parental, cuando la
presión ejercida para lograrlo sobrepasa un límite, se producen
siempre, en forma de constante histórica, en las personalidades más
vivas, activas y despiertas (hay siempre un remanente de personalidades
conformistas que, como ya hemos dicho, resultan rígidas, improductivas
y con rasgos neuróticos).

2. Los iniciadores de la protesta, que siempre son varios y desde


diversos niveles y climas de la sociedad, evidentemente no pueden
decirse con propiedad que hayan realizado <<aprendizaje>> alguno,
pues todo en su entorno opera en contra de su actitud y de su tipo de
conducta.

Luego ni la personalidad, ni su capacidad de comportamiento, ni su


neurotización, por lo tanto, puede expresarse adecuadamente en
términos de aprendizaje, sin silenciar otra serie de elementos
igualmente importantes y aun esenciales para la comprensión de tales
procesos. Elementos que precisamente se manifiestan como no
estrictamente aprendidos, como más o menos espontáneos y como
superadores o de otra naturaleza distinta de la mecánica de los
aprendizajes.

Es más, por experiencia se sabe que es muy fácil localizar las personalidades
que todo lo han «aprendido», con ausencia de esos elementos internos y más
profundos, o también externos (pero no controlables por aprendizaje);
personalidades cuyo modo de percibir, de valorar y de adecuarse han sido
estrictamente aprendidos de una pareja parental (o de su equivalente), que ha
ahogado en aprendizajes la originalidad de la persona (precisamente lo que
Freud tematizó bajo el término de Super-Ego): son éstas las personalidades
neuróticas o con rasgos neuróticos e incluso psicóticos: rígidas, repetitivas,
obsesivas, ansiosas y mecánicas.

Luego la definición conductista de «neurosis» como el resultado de un


«aprendizaje desadaptativo» resulta, a esta luz, muy inadecuada, pues
presenta como elemento esencial de toda personalidad (también de la sana)
aquello que, si domina, perturba la personalidad misma: no es la calidad del
aprendizaje lo que propiamente influye en la neurotización o en la salud, sino
la presencia y la actividad, o la ausencia y el bloqueo de otros elementos que
superen el aprendizaje, lo trasmuten y lo conviertan en lo contrario de lo que
inicialmente fue19.

19 Para ampliación de lo aquí dicho y de los problemas implícitos en la


nota 18 consúltese nuestro Método y base humana, capítulo 6 (págs.
189 y ss.): Praxis, y el comienzo del capítulo 5, págs. 143 y ss.

O, si se prefiere, el concepto de «aprendizaje» que para la explicación de la


neurosis se emplee, en definitiva ha de ser múltiple y total, y si se emplea un
tipo de «aprendizaje» unidimensional y parcial, se explica muy poco o nada.
Pero el «aprendizaje» múltiple y total es ya lo suficientemente complejo, y
encierra tales incógnitas, que ya no puede ser tratado (ni teórica ni
prácticamente) con la sencillez y la mecanicidad que acostumbra el
conductismo, y la misma noción de «aprendizaje» se trasforma y «estalla».

En contraste con esta concepción simplificadora de la neurosis y de sus


orígenes, ofrecemos, para terminar con esta cuestión, una sinopsis de factores
psicopatológicos que pueden intervenir, según los casos:
En algunos de estos procesos se da algún aprendizaje en sentido estricto, pero
resulta evidente que comprenden áreas más amplias y afectan a conjuntos de
factores más complejos que lo que la noción de aprendizaje expresa.

Se aprecia que, en estos procesos perturbadores de la infancia, pueden actuar


dos raíces básicas de perturbación: lo hostil y lo gratificante, que pueden
ejercer un doble efecto: absorbente (que puede resultar obsesionante) y
marginante (que puede convertirse en fóbico). Todo lo cual puede a su vez
producir alguno de estos efectos: paralizar, reprimir, desarticular la estructura
(con la consiguiente inestabilidad y agitación afectiva) y cambiar de signo los
impulsos (Eros o Bía), volviendo, por ejemplo, el eros o la agresividad contra
el propio sujeto de modo narcisista o masoquista, respectivamente, o
haciendo que la realización de deseos, en vez de gratificar, penalice.

Por lo demás, los «objetos», gratificantes o persecutorios, que influyen en


esta primera etapa de la vida de modo positivo o negativo y patológico, son:

A) B) C) D)
Padre. Cuerpo propio. Parientes Alimento.
Madre. Genitales. próximos. Heces.
Partes del cuerpo Posibilidades de Grupo social
de ambos movimiento y de acción. inmediato.

Todos ellos sobredeterminados de algún modo, en forma simbólica, afectiva


y libidinal.
3. LÍMITE DE LA NOCIÓN DE APRENDIZAJE
Es muy difícil expresar con propiedad y sin reduccionismos ni metáforas (que
es precisamente lo que el conductismo quiere evitar a toda costa) la
maduración de la personalidad, las trasformaciones de su estilo de conducta,
la crítica de lo aprendido, su modo propio de percibir, valorar y adaptarse a
situaciones nuevas, y los ritmos, eficacia y oportunidad de sus cambios de
código, de intensidad y de modulación de la conducta adaptativa (y, por lo
mismo, superadora de muchos aprendizajes pasados) en términos de
«aprendizaje».

Este concepto es una esquematización elementalizadora de un determinado


aspecto o nivel de la conducta que, grosso modo y en algunos contextos,
puede resultar cómoda por su aparente claridad y sencillez, mas dejando
sobrentender mucho más; absolutizada, en cambio, generalizada y convertida
en clave exclusiva de la explicación de la personalidad, de la conducta y de
sus perturbaciones, se hace muy insuficiente, o ha de ser tergiversada
(introduciendo en ella contenidos expresivos que le son ajenos).

Si ha de explicar algo, la noción de «aprendizaje», como todos los términos


simplificadores de un sistema, ha de irse ampliando subrepticiamente, y
significar al final bastante más de lo que significaba al ser definida al
principio (pero ese suplemento de significado ya no ha sido controlado por la
definición, por lo cual deja de ser científico). En definitiva, o la noción
«estalla» (y se resuelve en otra no controlada), o no explica los fenómenos
que tenía que explicar.

Pueden darse casos en los que todos esos elementos enumerados que
intervienen en la personalidad y en su conducta vengan exclusivamente
aprendidos (por identificación con unos padres neuróticos, obsesivos y
absorbentes), no negamos esta posibilidad, pero entonces es cuando resulta
una personalidad inmadura, inadaptada y neurótica.

La tendencia conductista explica más bien la neurosis como fruto de una


generalización de un modo de respuesta a estímulos muy específicos, de
modo que el tipo de respuesta A’ al estímulo A (para el cual era adaptada y
adecuada) se hace extensivo a los estímulos B, C y D, por ejemplo,
resultando en estos casos inadaptada e inadecuada (pues exigirían tipos de
respuesta B’, C’, D’). Pero no explica si esta generalización es a su vez fruto
de otro aprendizaje o se produce por sí misma en una determinada
personalidad, en contra del aprendizaje propiamente dicho: el niño había
aprendido a temer el fuego o la suciedad (por lo que tiene de infeccioso y
contaminador), respondiendo a la presencia del fuego y de la suciedad con la
huida, la distancia o la agresión, y resulta que generaliza el mismo tipo de
respuesta a otros focos estimulares (para el adulto) como son la mujer, el
éxito, la libertad y los coches...

Efectivamente se observa una verdadera generalización y una estereotipia


conductal (puede llegar a responder exactamente del mismo modo a la
presencia del fuego, de un objeto infecto y de una mujer o a una posibilidad
de afirmarse), pero nada se explica acerca de la mecánica o de los orígenes de
esta anomalía.

No es posible, en absoluto, afirmar que ese modo de comportarse haya sido


aprendido en sentido estricto (a no ser que haya estado sometido al influjo
exclusivo —cosa tal vez imposible— de un educador esquizoide o
declaradamente esquizofrénico, que deformase la percepción de la realidad y
su valoración práctica); lo más que puede decirse es que se le ha
condicionado de tal modo y con tales «refuerzos» ante la mujer, el éxito, la
libertad y los coches, etc., que se ha acostumbrado a reaccionar ante ellos de
la misma manera que ante el fuego o la suciedad (nadie afirmará que haya
habido un aprendizaje, para identificar fuego, suciedad, mujer y éxito, ni
pretendido ni siquiera incontrolado).

Pero, salvo en casos de familias muy perturbadas, se producen tipos de


reacción y de conducta como los citados, cuando ni el clima familiar ni los
padres o educadores han deformado la percepción de la realidad y su
valoración hasta ese punto, ni han desarrollado ningún aprendizaje
propiamente dicho que condicionase de ese modo al educando.

En términos de aprendizaje, esta cuestión es insoluble, y todas las fórmulas


que se arbitren resultarán insuficientes o forzadas. En cambio resulta
relativamente sencillo explicarlo en términos lingüísticos, semióticos o
simplemente antropológicos (magia) o psicoanalíticos (que, aunque Cattell
pretenda que no son «científicos» —efectivamente no tienen cabida para
explicar el átomo, los movimientos planetarios o los empujes tectónicos...—,
sí se adaptan mejor a la explicación de los fenómenos humanos) 20.

20 Existe en la actualidad una tenaz tendencia «castrativa» de las


posibilidades expresivas del lenguaje, tanto en el neopositivismo lógico
como en ciertas escuelas psicológicas y antropológicas. Se trata de una
verdadera ascética rigorista, un tanto maniquea, que confunde la
precisión con el empobrecimiento (como se ve, una actitud
epistemológica superable) y que establece unas «reglas de juego» muy
convencionales y rígidas, pero no exigidas por la realidad misma ni del
objeto de la investigación ni de los procesos investigatorios y mentales,
sino tal vez lo contrario.

Si el lenguaje es capaz de dar expresión a lo complejo que existe en el


hombre, en el cosmos y en el mundo social, habrá que tecnificar
controladoramente el uso y la validez de los términos, pero no amputar
sistemáticamente dimensiones del lenguaje, so pena de «excomunión»
epistemológica de quien no obre así.

En la base del neopositivismo lógico subyace una tesis falsa: la de que


la validez y el significado de los términos depende exclusivamente de su
relación unívoca a un objeto real cada vez. Postura que el mismo
Wittgenstein supera en sus Investigaciones filosóficas. En la base del
positivismo psicológico y antropológico opera el prejuicio de que los
términos matemáticos, cuantificados y físicos son más «científicos» y
rigurosos que todos los demás, pero esto obedece al prestigio
extracientífico de la física actual, lo cual tiene más que ver con la moda
que con una tesis filosófica (de no obedecer a una ignorancia de las
dimensiones y de las propiedades y nivel del objeto).

Como sucedió ya en la escolástica medieval, se confunde aquí rigor con


esqueletización del objeto: efectivamente, un esqueleto humano resulta
más «transparente» y «sistemático» que un hombre vivo, pero a costa
de faltarle las visceras, la sangre, los músculos y la piel. Un sistema
anatómico construido a base de observar esqueletos nunca podría servir
de base a una cirugía o a una terapia de enfermedades internas. Y esto
es lo que está sucediendo aquí.
En efecto, si se dice que la mujer, el éxito, la libertad y los coches revisten el
mismo o análogo significado que el fuego y la suciedad infecciosa, para ese
sujeto; si se establecen cadenas de símbolos, cargados de emotividad, que en
un proceso de ecuaciones mágicas hagan equivalente el fuego a la mujer,
etcétera, todo queda explicado..., con tal de que se tengan en cuenta las
asociaciones emocionales que tienen lugar en la intimidad del lactante o del
niño de pocos años. Pero cuando hacemos esto ya nos hemos salido de las
categorías conductistas y hemos recurrido a elementos ajenos a la teoría del
aprendizaje, mas habremos explicado más adecuadamente ese extraño
fenómeno de la generalización (totalmente irrealista) de un tipo de respuestas
desadaptadas 21.

21 La explicación analítica, antropológicamente fundamentada, sería en


este ejemplo la siguiente: los coches, el éxito y la libertad participan
(principio de participación mágico) del simbolismo fálico; la mujer es
la destinataria del falo. El falo, sin embargo, es lo prohibido por los
padres o educadores castrativos (además de las ambivalencias que
presenta en relación con la madre como detentora del falo y del padre
como deseado en la «fase de pedicación»), y es lo culpabilizado como
contaminador e infecto. Por último, se da en el sentimiento infantil la
asociación entre el fuego («jugar con fuego», que también tiene
significado erótico) y la enuresis noctrun a (cadena simbólica: «fuego-
pene-falo»).

Así se establece la cadena simbólica y cargada de fuerte emotividad


infantil de fuego-pene-falo-culpa-libertad-éxito-mujer, que asocia los
elementos negativos fuego-culpa (infección) con los elementos positivos
mujer-éxito-libertad-coches, mediante el eje o gozne del falo. De este
modo, todo lo que participa del falo (y en el pensamiento mágico
participar equivale a ser) «es» falo y todo lo que «es falo» tiene
relación con el fuego destructor y prohibido y con la suciedad infecta:
quema y contamina. La respuesta a esas realidades positivas que hemos
enumerado como ejemplo habrá de ser la misma que la adecuada a lo
que quema destructivamente y contamina. Tales tipos de asociación
identificativa y mágica está demostrada antropológicamente en la
dinámica de los mitos y en la práctica de las culturas tribales y
arcaicas. Como se ve, sólo a base de tales identificaciones es posible
explicar la «generalización» conductista.

Claro está que, para que tales identificaciones funcionen y determinen


la conducta adulta, el sujeto ha de estar fijado afectivamente en el modo
de percibir, de valorar y de responder a las solicitaciones de los objetos
propio de la primera infancia: sólo percibiendo y valorando
infantilmente —y de acuerdo con las presiones castrativas recibidas en
la infancia y del modo mágico de asociar, propio de aquel período de la
vida— los objetos reales positivos que son la mujer, el éxito, la libertad,
los coches e incluso el falo, puede explicarse que un adulto reaccione
ante ellos del mismo modo que ante el fuego destructivo y la suciedad
contaminadora.

Pero tales fijaciones y su persistencia en la edad adulta ya no acierta a


explicarlas la teoría conductista (sino mediante términos tan vagos
como «condicionamiento» y «refuerzo»), pues para ello hay que
recurrir a otros niveles más profundos, que esta escuela se esfuerza por
ignorar, ya que no son cuantificables ni sensorialmente observables.
Con lo cual estrecha innecesariamente su propio campo de visión.

La capacidad de «generalizar» y de trasformar lo aprendido en modos de


respuesta y estilos de conducta sucesivamente adaptativos (o inadaptados),
mediante síntesis siempre ulteriores que, fundiendo los aprendizajes
infantiles, vayan haciendo a la personalidad y a sus tipos de respuesta cada
vez más originales e independientes de todo condicionamiento y de todo
aprendizaje, o capaces de superarlos, readaptarlos y trasformarlos (ya sin
aprendizaje propiamente dicho) ante las nuevas situaciones y estímulos
imprevistos, obedece a la integración, dialécticamente sintética, de una serie
de elementos de naturaleza diversa y procedentes de muy diversos niveles
(entre los cuales se hallan los aprendizajes, los condicionamientos y los
refuerzos), que han ido penetrando osmóticamente en la personalidad y que
se han ido recombinando e induciendo paulatinamente en su proceso de
maduración, dando así origen a la densidad y al modo propio de enfoque y de
respuesta típicos de cada persona.

La noción y la mecánica del «aprendizaje» tiende a expresar una fijeza; la


maduración es todo lo contrario de una fijeza (precisamente cuando se da
ésta, no hay proceso de maduración y se produce la neurosis) 22.

22 Si en el proceso de aprendizaje (o como resultado del mismo) se


dieran unas variables indeterminables que imprimieran al aprendizaje
una orientación independiente de los distintos pasos del proceso y de los
elementos intervinientes en él y controlables, entonces la noción de
aprendizaje perdería su claridad y su utilizabilidad epistemológica y
entraría en una flotación semántica contraria a su función dentro de la
economía epistemológica del conductismo.

Por ejemplo, si se dijese que el sentido que un buen traductor tiene de


los significados concretos, de los matices y de la mente del autor de la
obra que traduce (fuera ya de los conocimientos puramente
gramaticales, a todas luces insuficientes para lograr una buena
traducción de una obra literaria, de pensamiento o de política), si se
dijese que este sentido fuera, a su vez, el resultado de un «aprendizaje»,
habría que admitir que se trataría de un «aprendizaje» muy
heterogéneo y complejo, por supuesto perfectamente incontrolable, y de
orden muy distinto al de la lengua y la traducción propiamente dichas:
un «aprendizaje» que pertenecería al orden de la convivencia, de las
relaciones sociales, de la visión y del modo de sentir situaciones y
realidades propios de los dos pueblos de y a cuya lengua se traduce,
todo lo cual es algo tan difuso y complejo que no cabe en la noción que
por lo menos el conductismo ofrece de aprendizaje.

Así que si la capacidad de traducir bien de una lengua a otra supera ya


con mucho la noción de escuela de «aprendizaje», mucho más la
superará la capacidad de instalarse adecuadamente en la realidad, o la
incapacidad para ello, propia del neurótico o del psicótico.

Podría decírsenos que tal maduración supone, en efecto, un aprendizaje de


aprendizajes, o más exactamente, el aprendizaje de la superación dialéctica y
fusiva de todos los aprendizajes precedentes.

Sólo en tal caso tendría sentido decir que la personalidad es el resultado de un


aprendizaje, pero entonces habría que matizar mucho más la noción de
aprendizaje, liberarla de todo resabio mecanicista y hasta trasformarla en otra
bastante distinta: nada repetitivo, nada reducido a esquema asociativo, nada
en definitiva controlable en forma de ranking: la capacidad de reaprender
espontánea e instantáneamente (al hilo de los cambios repentinos de situación
y de naturaleza del estímulo) todo un sistema de respuesta imprevisible y, sin
embargo, adaptativo.

Tal «aprendizaje de aprendizajes» podrá tener en su base una multitud de


aprendizajes propiamente dichos, pero su dinámica y su instantaneidad
readaptativa no es ya la de un aprendizaje. Sólo a base de aprendizajes
parciales e inconexos no se explica de ningún modo esta dinámica
madurativa y readaptativa de la personalidad, por lo menos hay que admitir
un sistema de aprendizajes que, para ser fieles a la teoría de escuela, habría
que denominar aprendizaje de aprendizajes (ya que por principio, o por
hipótesis, nada habría en la conducta que no fuese aprendido), pero un
aprendizaje muy especial, pues consistiría en superar todo aprendizaje dado, e
incluso autocorregirse a sí mismo (sin depender, a su vez, de otro
«aprendizaje»).

Como ya hemos dicho repetidamente, puede denominarse «aprendizaje»,


pero con un contenido sensiblemente distinto, tanto que puede significar el
descondicionamiento de todo condicionamiento. En realidad, el mal
endémico de la epistemología de los siglos XIX y XX es el empeño en
generalizar a todo nivel posible los términos obtenidos a uno solo, y
solamente válidos para él: la terminología conductista es muy válida y muy
clarificadora (e irreversiblemente lograda) a un determinado nivel, pero la
madurez científica ha de admitir que se impongan otros niveles (por lo
menos, por sus efectos en la conducta observable), y que esos otros niveles ya
no sean, adecuadamente expresables en términos de «aprendizaje». También
aquí la «generalización» perturba el equilibrio de la ciencia.

Los diferentes niveles de aprendizaje y de superación de los aprendizajes que


intervienen en la conducta pueden apreciarse en una analogía clara y muy
real: la traducción y sus problemas (planteados temáticamente entre lingüistas
y hermeneutas; o sea, no inventados ni supuestos aquí por nosotros). El
manejo de una lengua es el resultado estricto de un aprendizaje típico y casi
paradigmáticamente esquemático23, pero sólo a base de él no es posible hacer
una buena traducción (si la obra presenta cierta complejidad de pensamiento,
de expresión, de matices y de calidades). Para ello es preciso dominar las dos
lenguas (la original y aquella en que se hace la versión) y este dominio, en
sentido estricto también, supone, tanto en el autor como en el traductor, una
superación, fusiva, recombinativa y hasta creativa, de lo aprendido.

23 En este aprendizaje comprendemos también la serie de estímulos y


de refuerzos conductales que van condicionando y facilitando la
asimilación y el empleo del léxico, de los modismos y de los usos
sintácticos (estímulos y refuerzos que irán asociados a situaciones muy
concretas vividas por el sujeto y que explican la resistencia o la
facilidad con que asimila y retiene, o distorsiona y olvida ciertas
expresiones o ciertas reglas sintácticas).

Puede ser muy útil un método de enseñanza de lenguas extranjeras que


se valga de las categorías del conductismo (la del refuerzo, sobre todo)
para ayudar a superar la falta de capacidad de expresión o de
asimilación de la lengua, que implica resistencias psicológicas (del tipo
de las de la «patología de la vida cotidiana»). Pero su explicación más
bien habría de recurrir a categorías psicoanalíticas.

El dominio de una lengua aprendida en el país en que se habla (y lo


sabemos por una larga experiencia) va constantemente asociado a
situaciones concretas y a vivencias en las que se ha experimentado el
valor expresivo y el uso de los términos y de su articulación sintáctica (y
no depende de los significados convencionales del diccionario oficial).

Los fallos en el empleo de una lengua dominada o suficientemente


aprendida son análogos o idénticos a los síntomas de una perturbación
de personalidad o «neurosis» y pueden ser, por consiguiente, tratables
por métodos terápicos, conductistas o de otra clase.

De una lengua, incluso de la lengua madre del hablante, son fruto de


aprendizaje, en sentido estricto, la fonética, la prosodia, el léxico, la
morfología, la flexión y la sintaxis (todo lo cual podríamos considerar como
«nivel gramatical»); también son fruto de aprendizaje estricto los usos
coloquiales, situacionales y comportamentales de la lengua (aunque a este
«nivel social» intervienen ya imponderables, como la impregnación osmótica
de ambientes y circunstancias que van creando en el hablante el sentido de la
propiedad y la oportunidad de la dicción) y, finalmente, hasta un estilo oral y
escrito de expresarse, que puede obedecer a un aprendizaje, pero que, por lo
mismo, será necesariamente académico, convencional e impersonal.

En virtud de estos tres niveles de aprendizaje y de sus contenidos se pueden


traducir correctamente crónicas, obras técnicas, dramas y novelas
convencionales y meramente descriptivas en las que el autor no expresa
ningún pensamiento complejo y matizado y ninguna vivencia personal. Ya la
poesía, por poco profunda o poco densa que sea, resulta adecuadamente
intraducible con tales medios (y lo mismo se diga si, en vez de traducir, se
trata de producir una obra literaria, filosófica o periodística de calidad).

Cuando un autor origina con su obra una revolución estilística y hasta


idiomática en su lengua madre, pero de modo que el estilo y las expresiones
empleadas por él encajen perfectamente en el habla nacional, sin violencia, y
abriendo nuevas posibilidades expresivas y denominativas, conformes con el
genio de la lengua, pero inexistentes con anterioridad a su obra (el caso más
cercano que tenemos es la renovación del castellano por la obra de Ortega),
no es posible afirmar que lo haya hecho sólo en virtud de un aprendizaje,
pues en este caso habría seguido anclado en los condicionamientos, fórmulas
aprendidas y rutinas de la lengua que se hablaba en su primera infancia (o en
el estilo en que se escribía durante su aprendizaje como escritor).

Evidentemente, todo esto se requería, nutrió la capacidad lingüística y


estilística del autor y sigue actuando en su base, pero este tipo de autores se
saben liberar de los condicionamientos precedentes, refundir los elementos
aprendidos en una nueva síntesis no aprendida, y superar las rutinas y cauces
marcados por los usos coloquiales y estilísticos de su tiempo (recuérdense los
saltos no ya estilísticos, sino hasta gramaticales que median de Torres
Naharro o Fernando de Rojas a Cervantes, de Münzer a Lutero, de Marlowe a
Shakespeare, de Pascal a Voltaire, de Kant a Hegel, o de Costa a Ortega).

Aquí no puede hablarse de «trasmisión tradicional» (que es como Mauss


define el aprendizaje), sino de improvisación original; y si se pretende que los
«condicionamientos» y «refuerzos» que han impulsado al autor a remodelar
su lengua hayan sido las penosas experiencias hechas con ella, por su rigidez,
limitaciones e impropiedades en la expresión del pensamiento y de las
vivencias propias, nada se explica de sus contenidos positivos y se fuerzan
demasiado los términos y categorías conductistas, hasta hacerlos saltar.
Además, cuando una lengua está muy anquilosada, todos los escritores de
alguna calidad sienten la necesidad de trasformarla, pero sólo uno (o unos
pocos) puede, luego no es ello fruto de un aprendizaje estricto que pueda
haber realizado el medio social, sino de otros elementos personales del autor.

Igualmente, para traducir con fidelidad y estilo, válido en la lengua a que se


traduce, no basta, como es evidente, manejar la gramática de esta lengua ni la
de origen, no basta el diccionario, no basta tampoco el conocimiento de los
usos coloquiales de ambas lenguas y ni siquiera de su retórica estilística
clásica y académica24.

24 A ello obedece la pesadez, falta de trasparencia, torpeza y falta de


estilo que casi todas las obras traducidas (aun las novelas, los artículos
y los tratados y monografías de ciencias humanas, como los psicólogos
experimentamos cada día) presentan a su lectura, cuando estas
traducciones se han industrializado y se le paga por páginas al
traductor.

Hay traductores que sólo parecen conocer la gramática y el diccionario


oficial de ambas lenguas (y a veces ni eso), pero desconocen casi
totalmente el funcionamiento coloquial y vivo de los giros (esto se
observa repetidamente en la traducción castellana de Ser y tiempo de
Heidegger por Gaos: los giros coloquiales y populares muy frecuentes
en aquél, como en Ortega, son traducidos casi literalmente y como si
fuesen arcanos filosóficos, y así, la prosa de Heidegger, a nuestro juicio
bastante sabrosa en alemán, resulta en castellano sumamente indigesta
y hasta ininteligible).

Y en obras como las de Hegel y las de Brecht donde toda la fuerza


parece estar en su estilo propio (gracias al cual la lengua alemana llega
a sus últimas posibilidades expresivas, sin traicionar su genio propio),
se valen otros traductores de un estilo convencional y descolorido
(académico y consabido) que hacen estas obras ininteligibles o
insoportables en castellano. Hegel, leído en su lengua y en su estilo
propio, proporciona un verdadero placer; en castellano, es un tormento
de la mente. Y lo mismo se diga de la obra de Marx.

El traductor de calidad ha de pensar en ambas lenguas, ha de ser capaz de


expresar sus propias vivencias espontáneamente en ambas, ha de ser capaz de
intimarse en la mente y en el clima psíquico del autor que traduce y, sobre
todo, ha de ser capaz de improvisar un nuevoestilo, análogo al de este autor,
en la lengua a la que traduce; un estilo o modo de expresión formalizada que
no sea ni idéntico al del autor traducido (porque no cuadraría a la sensibilidad
estética de la otra lengua), ni propio (porque muy probablemente no cuadraría
al autor traducido), ni convencional y consabido en la lengua a la que se
traduce (porque malograría el efecto estético e innovador, tal vez uno de sus
principales valores, que el autor hace a los hablantes de su propia lengua).

El traductor de calidad ha de repensar y resentir los contenidos conceptuales


y vivenciales de la obra que traduce, comunicarles la misma fuerza expresiva,
en la lengua a la que traduce, que tenían en la lengua original, y articularlos
en un estilo propio de la lengua a la que traduce (congruente con su genio),
pero que guarde una total analogía con el estilo del autor en su propia lengua.

Como se comprende fácilmente, una habilidad tal no puede enseñarse ni


puede «aprenderse»; es la resultante, sí, de todos los aprendizajes anteriores
del traductor a todos los niveles, pero los aciertos y adecuaciones de la misma
se originan de la superación fusiva, remodelativa e improvisadora de todos
ellos, en virtud de unas intuiciones, de una capacidad de empatía con el autor
y con su lengua, y de unas asociaciones expresivas, insólitas e incontrolables,
que no pueden ser aprendidas; suponen, sí, varios aprendizajes, pero los
superan a todos en lo original e imprevisible.

Algo muy semejante sucede con toda conducta y su adaptación a la situación


y a sus estímulos, cuando la personalidad se expresa y actúa por sí misma,
sobre la base, pero más allá de todo aprendizaje. Y cuando no es así, el
convencionalismo y la inautenticidad se hacen constantemente patentes;
entonces es evidente que son los aprendizajes y sólo ellos los que operan25.

25 Un político, un economista, un pedagogo y un terapeuta pueden


actuar según la ciencia y las pautas aprendidas, pueden y deben saber
expresarse en los términos adecuados, conocer los modelos que hacen
al caso, manejar las reglas de juego, pero el político eficaz y genial, el
economista, el pedagogo y el terapeuta a quienes prácticamente no se
les resiste problema alguno de su especialidad, son aquellos que, en el
momento oportuno, saben saltar por encima de todo lo aprendido y
consabido, para improvisar una solución audaz, arriesgada, pero la
única eficaz.

Si se pretende afirmar que estos «saltos» superadores son también fruto


de un aprendizaje, dígase, pero revísese también toda la mecánica del
aprendizaje establecida por el conductismo y su terminología básica.
Que la originalidad y la audacia improvisadora provengan de un
aprendizaje en sentido estricto es una paradoja que nadie ha logrado
explicar en términos de aprendizaje.

Dada la plasticidad de la especie humana, pueden las técnicas de


condicionamiento y aprendizaje programar al hombre y convertirle en
un conjunto de respuestas «aprendidas», sin originalidad, autenticidad
y capacidad de compromiso. No lo dudamos un momento. Lo que
dudamos es que ello valga la pena y que sea ético y deseable; cómodo sí
que es, desde luego, para la clase dominante.
4. REMISIÓN ESPONTÁNEA DE LOS
SÍNTOMAS
Otro de los temas tratados por Eysenck y Rachman, así como por Liberman y
otros tratadistas de la terapia de conducta, es la extinción o remisión
espontánea de los síntomas (a la que se dedica en la obra que comentamos
gran parte del capítulo 17 y último) y que algunos autores explotan para
declarar poco necesaria la terapia y explicar algunos de los éxitos del
psicoanálisis, basados, sobre todo, en la hipótesis de que la «neurosis» se
identifica con sus síntomas mismos, la extinción de los cuales significaría, en
consecuencia, su curación.

Tales curaciones espontáneas nos resultan totalmente irreales, no avaladas


por la experiencia (a pesar de lo que se quiere hacer aparecer) e
incompatibles con una verdadera estructura neurótica o psicótica de
personalidad. Y sólo si se considera a ésta como un mosaico de aprendizajes
parciales cabría suponer la extinción de lo defectuoso de alguno de ellos (por
carecer de «refuerzo») sin dejar huella ni sustitutivo.

Rachman formula la hipótesis (pág. 306) de que «todos los síntomas


neuróticos están sujetos a extinción y este proceso de extinción se refleja en
el comportamiento observable bajo la forma de "remisión espontánea"». La
extinción, según expresión de Liberman, tiene lugar cuando una respuesta
aprendida ya no se refuerza y, por consiguiente, declina su frecuencia.

En muchos casos de neurosis, dice Rachman, al estadio originario de


condicionamiento clásico sigue un estadio de condicionamiento instrumental,
y este desarrollo secundario hace imposible el proceso de extinción,
removiendo las condiciones para ello y, por lo tanto, la presentación del EC
(estímulo condicionante) en condiciones de no-refuerzo.

El condicionamiento instrumental consiste en la tendencia (compulsiva) a un


tipo de respuesta que sirve de evitación del estímulo fóbico,
experimentándose un refuerzo gratificante (por el alivio de la tensión o temor
fóbicos que la evitación del estímulo produce), pero de modo que la respuesta
instrumental tiende a repetirse, incluso en circunstancias no directamente
relacionadas con el estímulo fóbico, sino indirectamente y por vagas
analogías, como la mera posibilidad de encuentro con él o algunos objetos
que guarden alguna semejanza accidental (color, figura, olor, posible contacto
anterior, etc.) con el estímulo temido. De este modo, el proceso secundario de
condicionamiento instrumental «preserva» la respuesta condicionada
primaria, y hace imposible el «examen de realidad» de la respuesta
condicionada clásica.

Rachman reconoce que «indudablemente en la mayoría de los casos, la


situación resulta bastante más compleja. No siempre el condicionamiento
originario se identifica con un único hecho traumático, sino que puestas a
prueba, subtraumáticas, repetidas pueden, de hecho, producir una respuesta
condicionada de miedo incluso más fuerte que la causada por el hecho
traumático singular. Poco se sabe acerca de la dinámica precisa de este
proceso en cada uno de los casos» (cursiva nuestra).

Efectivamente, lo que en este pasaje está diciendo el autor es que la dinámica


concreta de los casos reales desborda con mucho las categorías y puntos de
referencia sistemáticos de la teoría del aprendizaje (y, añadimos, de
cualquiera otra teoría o sistema), pues la realidad de los procesos presenta
una densidad siempre mayor (densidad de niveles, densidad de factores y
densidad de relaciones) que la capaz de ser filtrada por cualquier retícula
categorial, y menos cuando ésta, por principio, pretende formalizar el
material a un solo nivel y en una dimensión mecanicista.

En la base de la teoría de la «remisión espontánea del síntoma» y de su


«extinción» subsiguiente se halla el presupuesto (no suficientemente
demostrado) de que todo aprendizaje que no recibe un refuerzo
correspondiente tiende a su extinción, lo cual parece contradecir la misma
teoría del aprendizaje, así como la experiencia de algunos casos, según
reconoce expresamente el autor.

Si la personalidad resulta de un conjunto de aprendizajes, y los aprendizajes


que no vienen reforzados con mayor o menor continuidad tienden a
extinguirse, entonces aparecería la personalidad como un montaje muy lábil e
inconsistente que requiere una alimentación continua de nuevos aprendizajes,
o de reiteraciones de su refuerzo, para mantenerse en un ser, y esto va contra
la experiencia, fuera de los casos de personalidad disgregada, inconsistente y
lábil, que por eso mismo resulta psicótica.

Si lo que se quiere decir es que sólo los «malos aprendizajes» o aprendizajes


desadaptativos tienden a extinguirse, al no recibir refuerzo, ello significaría
que existe una exigencia, de parte de la base personal, de que los aprendizajes
estables, y aceptados como tales, sean «adaptativos», los cuales ya no
tenderían a extinguirse aunque no recibieran refuerzo.

O sea, que habría que admitir la existencia y el funcionamiento de una


especie de filtro dinámico personal, capaz de seleccionar los aprendizajes y
de fijarlos, e incorporados a su misma estructura dinámica, siempre que
fuesen «adaptativos». Naturalmente, este filtro o estructura dinámica y
selectiva que constituirían la base de la personalidad, ya no podrían reducirse
a un conjunto de aprendizajes, sino que tendrían que ser algo más consistente
y complejo, aunque podría admitirse su procedencia originaria de ellos, pero
una procedencia dialéctica, que los hubiese superado reabsortivamente,
transformándolos en algo irreversiblemente distinto, como sería tal estructura
básica.

Mas entonces se haría imposible reducir toda neurosis a un simple


«aprendizaje desadaptativo», salvo cuando se tratase de una «neurosis
monosintomática», que otras escuelas ya no calificarían de neurosis, sino de
simple fobia incluida en la«psicopatología cotidiana».

Además, la experiencia enseña que, en la gran mayoría de los casos, los tipos
de personalidad con tendencia fóbica (manifestada en una etapa determinada
de su biografía en forma de una fobia solamente), suelen ir mostrando, en
otras etapas, otras manifestaciones fóbicas, incluso en forma de
somatizaciones (y no de huida), luego existe una base estructural y
tendencial, más compleja y amplia que un simple «aprendizaje», en la que
radica la tendencia fóbica. Y nadie negará el hecho objetivo, esperamos, de
que existan tipos de personalidad conflictivos, básicamente conflictivos, que
tienden a presentar fobias, tics y somatizaciones incontrolables; aunque
ninguna sea, en el mejor de los casos, permanente a lo largo de su biografía,
mientras que otros tipos de personalidad no presentan nunca tal cuadro.

Admitimos que en el origen de un tipo de personalidad así pueda localizarse


un «mal aprendizaje», y ya sería simplificar mucho; lo que no puede
admitirse seriamente es que sólo un aprendizaje, sin más trasformaciones
estructurales intra-personales, pueda dar lugar a todo un tipo de personalidad
conflictivo y neurótico. Ha de intervenir en ello un proceso dialéctico de
reabsorción de tal aprendizaje en una disposición estructural nacida de él. En
esto consistiría formalmente la «neurosis».

O se le da al concepto de «aprendizaje» tal complejidad básica, que deja de


ser verdaderamente un simple «aprendizaje», y entonces se está jugando
ambivalentemente con términos de doble, o de múltiple, sentido, lo cual ya
no sería muy científico y ni siquiera lógicamente correcto. Pero, en todo caso,
de ningún modo podría identificarse la neurosis con el síntoma.

Se daría, además, la siguiente paradoja, que queda sin explicación alguna: en


la «remisión espontánea del síntoma» (y, por lo tanto, de la neurosis), por
falta de «refuerzo», se supone que la conducta ulterior a esa remisión y
extinción subsiguiente ya no es «neurótica» y desadaptada, sino correcta y
adaptada sin excepción (de lo contrario, hablarían estos autores de sustitución
de un síntoma por otro, o de una conducta neurótica que adopta síntomas
diversos y consecutivos). En este punto, corre la teoría del aprendizaje el
peligro de entrar en contradicción consigo misma.

En efecto, si el aprendizaje originario fue desadaptativo (y es lo único que


puede explicar el porqué de una personalidad neurótica generalizada, y no
una simple fobia aislada), y, sin embargo, tiende a remitir y a remitir de modo
que por este simple hecho la conducta se normalice y ello sinterapia ni otro
influjo metódico complementario (pues eso es lo que se entiende por
«espontaneidad»), no puede recibir este insólito hecho otra explicación que la
de capacidades innatas en la personalidad para desarrollar comportamientos
adaptativos sin intervención alguna de aprendizajes, hecho que destruiría los
supuestos mismos del conductismo.

Porque téngase en cuenta que, en el caso de «remisión y extinción espontánea


de los síntomas», se considera que basta en absoluto algo meramente
negativo, como la ausencia de «refuerzo», para que la conducta desadaptativa
cese.

Sería más lógico suponer que una conducta desadaptativa, resultado de un


«mal aprendizaje», requiriese otro aprendizaje, de igual intensidad, pero de
signo opuesto, para ser neutralizada y corregida. Esto, sin embargo, no lo
afirman los autores conductistas, pues ello requeriría algún procedimiento
terápico inevitablemente, que es lo que más insistentemente niegan (y no le
vemos la razón, salvo la de una posición ideológica incluso en contra de la
experiencia).

Esta concepción parece suponer en todos los casos una dicotomía simple:
conducta adaptada-conducta desadaptativa (o una u otra), de modo que si una
cesa, es la otra, la adaptada, la que comienza a funcionar. Esto es más bien
falso, y desde luego, inevidente: dada la indefinida posibilidad selectiva de
fuerzas, de fines y de pautas de conducta, resulta un problema arduo y
complicado acertar con la conducta debida y adaptada a las situaciones, de
modo que cualquier descuido de los controles puede desorganizar los
procesos conductales de múltiples formas, por lo menos, en un 99,999 por
100. Luego lógicamente la extinción espontánea (y sin el apoyo de un
reaprendizaje terápico, que sería lo congruente con la teoría del aprendizaje)
habría de dar lugar, en un altísimo porcentaje, a ulteriores «síntomas» y
formas de comportamiento inadaptadas y desorganizadas.

Si no da lugar a estas manifestaciones, sino a una conducta «normal»,


adaptada, sana, equilibrada y productiva, es porque la personalidad consiste
en una densidad básica, con unas energías y unas canalizaciones de las
mismas espontáneamente orientadas hacia la realidad (de modo cuasi
«instintivo»), en orden a una realización de la persona, sobre las que
advendrían y se superpondrían los aprendizajes, algunos de los cuales podrían
ser nocivos y «desadaptativos» e impedirían el desarrollo espontáneo y
normal de las tendencias básicas. Únicamente así y sobre tal supuesto podría
explicarse la «remisión espontánea de los síntomas» sin el reaprendizaje
terápico, pero este supuesto están muy lejos de admitirlo los autores de esta
tendencia.

La cuestión es tan compleja (y tan incapaz de ser resuelta exclusivamente a


base de mecanismos de aprendizaje) que nosotros, aun admitiendo
básicamente esos supuestos, no podemos admitir, porque la constante
experiencia terápica nos lo impide, tal «remisión espontánea». No sabemos
por qué el conductismo se esfuerza, en tal grado, en afirmarlo, a no ser para
no sentirse en el deber de concretar más sus métodos terápicos (ya que esta
teoría del aprendizaje no procede del campo clínico), y no verse, por ello,
obligado a hacer saltar sus propios supuestos y su propio instrumental
terminológico. Es decir, por inercia.

Lo que nuestra experiencia exclusivamente clínica nos viene enseñando


desde hace años puede especificarse del siguiente modo:

a. Se dan síntomas tan característicos de una personalidad conflictiva, y tan


constantes que, incluso dentro de un proceso terápico, resultan tenaces y
muy difíciles de abolir.
b. Sin el apoyo extrínseco de una terapia (transferencialmente vivida) la
estructura conflictiva de la personalidad no cambia básicamente, sólo
puede trasformarse en su sintomatología.
c. Los síntomas aislados (y no muy característicos) pueden trasformarse
con los cambios de edad, de ocupación y de situación, pero no la
dinámica básica de la personalidad.
d. Se dan casos que incluso presentan una cierta adaptación social (fruto
también de aprendizajes paulatinos y ulteriores) conforme maduran en
edad y se van implicando profesional y familiarmente, mas éstos nunca
llegan a realizarse desde sí mismos con productividad, equilibrio,
capacidad de empatia y de disfrute y autoposesividad controlada, de no
haberse trasformado profundamente su estructura dinámica de
canalización de energías y de integración de experiencias básicas; mas
esto no es posible realizarlo sino con el apoyo metódico de una
psicoterapia.

Efectivamente, pueden darse algunos —escasos— casos leves en los que la


inquietud y la angustia juvenil ceda paso a una mayor estabilidad emocional,
pero precisamente esta estabilidad resulta demasiado acorazada y pasiva para
que sea empática y productiva, pues la personalidad neurótica (y la psicótica)
viven precisamente a la defensiva de los estímulos que puedan movilizar sus
fuerzas interiores, percibidas como caóticas y explosivas.

En la mayoría de los demás casos, el síntoma neurótico por excelencia


consiste en la permanencia de la inestabilidad y la inmadurez juvenil en
edades de madurez, lo que hace a estos sujetos básicamente inadaptados e
inadaptables.
e. Finalmente, existen varios niveles de energías, factores y canalizaciones,
que son decisivos para la neurosis y que el terapeuta ha de intentar
compulsar en el mayor número posible, para poder reajustar definitiva e
irreversiblemente la personalidad desorganizada. Luego poca eficacia ha
de tener un método cuya concepción originaria es empeñarse en ignorar
esta complejidad.

Si los terapeutas de la conducta han seleccionado sus pacientes, de forma que


sólo han admitido aquellos que presentaban síntomas escasos y simples, pero
no una estructura profundamente neurótica o psicótica de personalidad:
Wolpe, por declaración propia, así lo viene haciendo, como Hussain y otros;
e incluso otros autores, que nunca han tratado un paciente ni se han
confrontado con nadie en calidad de tal, polemizan y dogmatizan en materia
de métodos terápicos desde la cómoda y no comprometida situación de sus
lecturas de gabinete (estos, naturalmente, no tienen en esta materia ninguna
autoridad); si esos terapeutas reducen la «neurosis» al tipo más leve, que
nosotros ya no consideramos como tal (sino como simples fobias y
desarreglos que cualquier personalidad no declaradamente neurótica, en
situaciones especialmente críticas, puede presentar) entonces estamos
hablando lenguajes diferentes e inconmensurables y se están cometiendo
paralogismos y extrapolaciones continuas; lo que se dice de los «síntomas»,
la eficacia y la «curación» no afecta para nada a la terapia analítica, pues esos
términos tienen otro significado distinto del que el psicoanálisis (y, más aún,
la diálysis) les da26.

26 Resumiremos, en nota, la concatenación de ideas y de hechos que, a


propósito de la «remisión espontánea de los síntomas», acabamos de
exponer, para mayor claridad en la síntesis crítica:

O la personalidad es sólo un conjunto de aprendizajes o es algo más,


cosa que el conductismo no asume sistemáticamente y se sitúa en el
primer supuesto.

Pero en este primer supuesto, la personalidad resultaría siempre lábil,


pues carecería de estructura y de defensas y se configuraría a merced de
las presiones circunstanciales del entorno, lo cual está totalmente contra
la experiencia.
Además, al remitir y extinguirse el aprendizaje desadaptativo no sería
posible que apareciese una conducta adaptada, a no ser en virtud de otro
reaprendizaje, cosa que por hipótesis se niega al suponer espontánea la
remisión (lo lógico es que, al extinguirse un aprendizaje, la conducta
quedase en un estado más caótico todavía).

Luego si la extinción del aprendizaje desadaptativo deja paso a una


conducta espon-táneamente adaptada, es sólo porque, además de los
aprendizajes, la personalidad consiste en otros elementos, estructural y
dinámicamente organizados, capaces de operar adaptativamente sin
aprendizaje, contra el presupuesto de la escuela conductista. Pero
entonces, esos elementos en su integridad deberían ser compulsados
también por la terapia de conducta para conseguir su eficacia y no
defraudar al paciente.

Naturalmente, lo que todo paciente desea —y para eso paga— es verse


libre de su perturbación, de su bloqueo o de su dolencia, y no que el
terapeuta cumpla ortodoxamente unas reglas de juego de una escuela
determinada (sea conductista, sea freudiana, sea psiquiátrica, sea
antipsiquiátrica, sea marxista o estructuralista o contracultural...), y es
nuestra obligación contractual movilizar y organizar su personalidad
deficiente valiéndonos de todos los registros disponibles para ello,
entren dentro del sistema de escuela, o entren dentro de nuestras
sospechas personales que, al hilo de la práctica, nos sugieran posibles
recursos de comunicación, de movilización y de concienciación
autoposesiva que, en el caso concreto, pudieran ser eficaces.

Seguimos sin comprender la resistencia que estos autores manifiestan


hacia el tratamiento terápico; vendrían a ser algo así como los fisiócratas
de la psicología: laissez faire, laissez passer, le monde va de lui même...,
ignorando que todo en el hombre, aunque funcione por sí mismo puede
ser mejor promovido y más cualificado con ayuda de un método.

Lo más sorprendente del caso es que precisamente esta escuela postula


más que nadie la intervención manipulatoria en la personalidad y la
insuficiencia innata y constitutiva de ésta para estructurarse por sí misma
sin ayuda de aprendizajes exógenos.
La explicación de esta paradoja puede ser la llamada mauvaise foi de la
science y la «mala conciencia» subsiguiente: intencionadamente estarían
confesando que esos aprendizajes que ellos postulan no dan
primariamente la estructuración a la personalidad, sino que la manipulan
y que, para eso, mejor es dejarla en su espontaneidad autorresolutiva de
los conflictos fóbicos.

Nosotros, a pesar de que profesamos la concepción de que la


personalidad puede actuar y hacerse por sí misma sin que todo sea
aprendizaje exógeno, no creemos en absoluto, sin embargo, que pueda
recuperar toda su disponibilidad elástica y eficaz, una vez ésta se halla
perturbada por bloqueos, desplazamientos y emociones irrealmente
motivadas, sin la intervención activa, metódica y tenaz (tal vez durante
mucho tiempo) de otra personalidad ajena (o de un grupo) que ofrezca
un punto de apoyo, al menos, a esa personalidad estructurada o
bloqueada por el miedo, la ansiedad o la incomunicación, para abrirse a
las solicitaciones objetivas de la realidad y confiar sus energías a los
procesos prácticos en marcha.
5. VERIFICABILIDAD ESTADÍSTICA DE LA
SALUD PSÍQUICA
No se puede terminar el examen que venimos realizando de la crítica que
Eysenck y Rachman hacen de la eficacia del psicoanálisis, sin referirnos a las
comprobaciones estadísticas de los casos «curados» y a los testimonios,
citados por ellos, de psicoanalistas ortodoxos, poco orientados acerca de lo
que sea la salud psíquica que se pretende obtener con la cura.

Brevemente y de momento, opondremos dos observaciones a esta doble


forma de devaluar la eficacia de la psicoterapia analítica y similares: primera,
que la curación y, respectivamente, la salud psíquica son tan densas en
parámetros y tan complejas en sus procesos que es muy difícil o, tal vez,
imposible programar una comprobación masiva, mediante su traducción
homogeneizadora a cifras estadísticas.

Segunda, que los testimonios pesimistas de algunos autores psicoanalíticos


los encontramos fundados, pero lo que prueban es que a esos autores,
psicoterapeutas o instituciones hospitalarias no les resultó del todo bien el
método empleado, ni que el método en sí, o ampliado de otro modo, menos
dogmática y rutinariamente, sea ineficaz.

Nosotros somos los primeros en observar y en afirmar que el modo de


practicar el psicoanálisis algunos terapeutas y algunos grupos y escuelas no
sólo puede y suele resultar ineficaz (y por lo menos ocasionar demoras
innecesarias en la curación), sino que no pocas veces resulta perjudicial.

Precisamente, cuanto más eficaz es un procedimiento (piénsese, por ejemplo,


en la cirugía, o en la energía nuclear), es más difícil su adecuada aplicación y
exige mayor pericia, pues la menor imprudencia o desviación puede
ocasionar catástrofes (los remedios caseros puede aplicarlos cualquiera sin
demasiado peligro ni demasiada eficacia tampoco, las intervenciones
quirúrgicas en centros vitales, pueden ser decisivas para la supervivencia del
paciente, pero sólo puede ejecutarlas un experto. Lo mismo se diga del
desmontaje psicoanalítico de una personalidad rígida y mal conformada).
Por otra parte, los porcentajes de curaciones que se obtienen mediante
técnicas de aprendizaje y modificación de conducta no son tampoco tan
superiores a los que arroja la contabilización de los psicoanalistas (y les
desalienta, a algunos), máxime si se tiene en cuenta que muchos de los
terapeutas «de la conducta» rechazan los casos difíciles y complejos (los
psicóticos sobre todo y algunas neurosis profundas) y los psicoanalistas los
admiten y tratan de curarlos. Ya a nivel estadístico de la muestra
seleccionada, los conductistas trabajan con ventaja y ya desde este ángulo se
puede ver lo poco fiable de las cifras globales que se suelen aducir para
demostrar algo, máxime si es algo tan complejo como la salud psíquica de
una persona).

Los autores que venimos comentando, y otros a que hemos aludido, cometen
además la ligereza de mezclarlo todo indiscriminadamente, sin distinción de
matices, en su afán polémico (para nosotros inexplicable en buena ciencia) de
desprestigiar otros métodos y de presentar el suyo propio como el único
eficaz.

Más que una cifra rigurosa de lo válido, parece una campaña de propaganda
(comercial o electoral) lo que en realidad montan, y una campaña orientada
hacia el gran público, impresionable por las cifras masivas («los números
hablan») y las palinodias de los disidentes del grupo contrario o de los
clientes desengañados de la empresa competidora. Tendencia que es el punto
débil, característico, del mundo anglosajón (que nosotros, los continentales,
no tendríamos por qué imitar).

Así que la orientación que Eysenck y Rachman (y otros) siguen, en su


procedimiento de devaluar otros métodos terápicos, nos parece a todas luces
deficiente e influida por enfoques locales y nacionales que, aunque
aparentemente le dan cierto carácter sensacionalista (y aquí está su principal
defecto), de hecho, y para quien considera los hechos con una mayor
objetividad y serenidad científica, constituyen su debilidad y hasta su
nulidad27.

27 Así como los juristas romanos acuñaron el adagio de summum ius,


summa iniuria, cabría en buena epistemología validar otro adagio
paralelo: summa scientia, summa nescientia. En ambos casos se querría
expresar la paradoja de que las normativas llevadas al extremo de su
rigor producen el efecto contrario: la exigencia a ultranza de la
legalidad, da como resultado la injusticia, pero también la exigencia
rígida de una cientificidad (sobre todo, calcada de otros tipos de ciencia
inconmensurables con la propia), da como resultado la obnubilación
mental y metódica para recoger dimensiones esenciales del objeto y en
definitiva su ignorancia, y así, por atenerse al sumo rigor «científico»,
acaba operándose a ciegas, pues se ha prescindido de datos y factores
importantes en los procesos y fenómenos que se estudian.

Quien piense que una verdadera neurosis puede «curarse» simplemente


«con el tiempo» es que nunca se ha enfrentado profesionalmente (como
problema que ha de ser resuelto bajo la propia responsabilidad) con
una personalidad neurótica, y operacionalmente, reduce hasta tal grado
los datos y rasgos de la misma (considerada sólo en teoría y
especulativamente), para que cuadre en su sistema de escuela, que
ignora en realidad la dinámina y la estructura del carácter neurótico.

Y sobre todo, se comete el error de probar demasiado. Tratan, en efecto, de


demostrar que el psicoanálisis es, todo él, una ilusión anticientífica, mas no es
posible admitir, y ni siquiera concebir, que una tendencia o escuela tan
extendida (orden de los grandes números, tan frecuentado por esos autores) y
que ha dado origen a técnicas de investigación tan fecundas (no sólo en la
exploración de la personalidad, sino en política, sociología, historia, estética,
crítica literaria y filosófica, etc.), vaya a ser algo tan desviado de la realidad.

Tratar de presentar testimonios de disidentes y desengañados (bastante


escasos: cuatro o cinco en total), prueba poco, pues, como la psicología social
enseña, en todo grupo se dan resentidos, derrotistas y mentes
constitutivamente pesimistas.

Pero además, la magnitud y la trascendencia cultural del psicoanálisis


(incluso limitándose sólo a Freud y a su escuela ortodoxa) son históricamente
tales, que el conductismo, una escuela muy regional dentro de la psicología
estrictamente tal, aun con rigor y con aciertos, no puede ofrecer, ni Watson o
Skinner igualar remotamente a Freud.

Los modelos (que no «verdades» metafísicas), creados por Freud y por su


escuela, han llegado a constituir un sistema de puntos de referencia
extensibles y válidamente aplicables a otros campos, que han hecho progresar
otras ciencias o disciplinas humanas (considérese, por ejemplo, y además de
la antropología y de las disciplinas antes citadas, que los tests proyectivos
utilizan categorías psicoanalíticas), cosa que no ha sucedido en tal medida
con el sistema y las teorías conductistas, mucho más localizadas en regiones
como la propaganda, la manipulación de conductas y de masas, la
reeducación de minusválidos, las estrategias de la motivación28.

28 Tal vez, provenga de aquí el ánimo polémico y el afán de


desprestigio que el conductismo muestra contra el psicoanálisis (un
secreto «sentimiento de inferioridad» cultural e histórica) y que no se
produce a la inversa. Ningún autor psicoanalítico actual tratará de
descalificar en tal grado la terapia de conducta ni el conductismo, fuera
de sus demasías y exclusivismos. Sino que lo toma en serio, en la
medida en que es serio (como el psicoanálisis también lo es). Y es un
hecho universalmente observable que quien está seguro de sí y de sus
valores es tolerante con los demás, pues los valores de sus contrarios no
los siente como una amenaza de los propios. Sólo quien sospecha que
sus posiciones son cuestionables desearía anular y devaluar al máximo
todo elemento o punto de vista que sospecha pueden cuestionar sus
propios valores. Éste es el origen de todos los fanatismos y de todas las
violencias.

Sólo las personalidades reactivas y débiles (montadas sobre el supuesto


de que tanto más «valen» cuanto más aparezca que superan a los
demás) atacan los verdaderos y efectivos valores de sus contrarios, o
los temen. Las personalidades seguras de sí, los admiten y estiman,
aunque los reconozcan como contrarios, pues en absoluto se sienten
amenazadas por ellos, ya que no se han instalado reactivamente y en
función del «valor» o «desvalor» de los demás.

No parece ni lógico, ni siquiera posible, que un sistema de modelos, de tal


alcance, para positivar y analizar diversos campos de objetos (así como las
técnicas fundadas en él), vaya a resultar tan infructuoso precisamente en el
propio campo29. Ya a priori y antes de examinar los hechos, se hace esto
increíble, pues los grandes sistemas humanos inciden siempre eficazmente en
algún grado sobre la configuración de la existencia humana, y no hay obra
humana de esta categoría (y nadie podrá seriamente negar la categoría
cultural y heurística del psicoanálisis, así como su trascendencia histórica),
que pueda quedar en algo tan ilusorio y falaz. Por lo tanto, se confirma,
también por este bies, que los argumentos aparentes, acumulados por
Eysenck y Rachman, prueban demasiado y hacen «pasarse de rosca» la
argumentación misma.

29 Ya hemos dicho anteriormente, pero nunca será suficiente repetirlo y


hacer caer en la cuenta al lector, que el conductismo y la teoría del
aprendizaje no nacen del campo psicoterápico o clínico, sino del de la
propaganda electoral y comercial (es el caso de Watson), y sólo más
tarde y por extensión, se pretendió aprovechar sus descubrimientos
para la modificación terápica de conducta. Sus categorías no han sido
descubiertas o construidas a base de experiencias clínicas con
neuróticos o psicóticos, sino que son aproximativas y adaptadas a éstos
desde otro campo. Sería una paradoja más que el psicoanálisis, surgido
de la misma experiencia clínica, y construido para hacerse cargo de
este tipo de fenómenos, fuese incapaz de incidir sobre ellos beneficiosa
y eficazmente, mientras que el conductismo sí lo fuera.

Quizá por esta razón se esfuercen en tal grado los autores conductistas
en afirmar la posibilidad de la «remisión y extinción espontánea de los
síntomas» y en la «curación» de la neurosis «con el tiempo» y sin
terapia. Para no verse obligados a revisar sus principios y a
readaptarse a este nuevo campo que sólo muy de lejos les afecta.

Algunas puntualizaciones acerca del valor probatorio de las cifras estadísticas


(cuestión ya tratada con alguna mayor extensión en el capítulo 5, apartado 2,
páginas 173 y ss. de Método y base humana) parecen necesarias en este
contexto, además de lo dicho en el capítulo anterior.

En primer lugar, no debe perderse de vista nunca el hecho de que la


comprobación estadística es una técnica operacional, es decir, que se
construye con arreglo a una estrategia heurística.

Por lo tanto, el valor probativo de una determinada comprobación estadística


dependerá exclusivamente de su programación. Si estuvo bien programada —
en orden al tipo de fenómenos y de propiedades y rasgos de los mismos que
se trataba de comprobar— las cifras estadísticas tendrán toda su fuerza
demostrativa o investigatoria; si, por el contrario, estuvo mal programada, las
cifras y sus correlaciones resultarán equívocas, y tanto más cuanto mayor sea
su apariencia de objetividad.

Porque, hay que advertirlo en segundo lugar, los fenómenos o los objetos de
investigación nunca pueden ser recogidos por un recuento o cálculo
estadístico en su integridad real (le cual sería el único modo de observación
enteramente objetivo, pero entonces saltaría la estructura misma de la
estadística), sino que han de ser captados y enfocados según un determinado
perfil microdimensional30. Pasado un umbral, las cifras tienden a dejar de ser
significativas conforme la muestra aumenta.

30 Los procesos físicos pueden reducirse para su estudio e investigación


científica formalizada a un número muy limitado de parámetros, todos
más o menos controlables o reducibles a símbolos (algorítmicos)
controlables y operacionales, sin que, aparentemente al menos y según
el modo de conoocer humano, el fenómeno quede desvirtuado en su
diseño.

Los procesos humanos, psíquicos, sociales, históricos y antropológicos,


no son ya susceptibles deestas microdimensionalizaciones, pues son
esencialmente macrodimensionales y coimplicativos es decir, que no
pueden ser conocidos ni mínimamente comprendidos sin tener en cuenta
interrelación de factores que en ellos opera.

Por lo tanto, los sondeos estadísticos (sondeos y no otra cosa) sólo


pueden reflejar con una cierta exactitud y fiabilidad aspectos parciales,
modos de proceder muy concretos y tipificados de la conducta humana,
pero nada que haya de reflejarse en su integridad (aun en el caso del
llamado análisis multifactorial).

Ahora bien, la curación y la salud psíquica son estados o procesos que


comprenden la totalidad ce la dinámica personal, interna y externa, y
donde además no se puede establecer un patrón uniforme para todos los
casos. Luego es absolutamente inaccesible a la comprobación
estadística.
La microdimensionalidad del perfil estadístico viene además impuesta por las
dificultades de la observación y acopio de casos, cuando se trata de una gran
masa de ellos: resultaría imposible observar la microestructura psicológica y
social de todos y de cada uno de los casos que una muestra estadística recoge
(y sólo la microestructura sería macrodimensional); además, los centros de
recogida de datos (juzgados, parroquias, casa de socorro, ficheros policiales,
ayuntamientos, etcétera) no filtran más que el común denominador,
externamente observable, de todos los casos similares en aquel rasgo que a la
sociedad, o al organismo en cuestión, interesa (contusiones, heridas, muerte,
nacimientos, atracos, allanamientos ¿e morada, adulterios, suicidios,
consentimientos matrimoniales, etc.). Y lo mismo ocurre en el caso de las
encuestas y de los laboratorios de psicología experimental: lo sumable es lo
común, no lo diferencial, a no ser que se programe expresamente una
encuesta de lo diferencial, pero volveremos a obtener, al sumar los datos, lo
común de lo diferencial.

Ahora bien, en el campo que viene ocupando nuestra atención, el de la


eficacia y la curación de la personalidad neurótica por uno u otro método, los
datos que las cifras estadísticas han de reflejar no son tan simples y objetivos
que puedan ser comprobados y controlados por observación externa y directa,
ni reducidos a un común denominador, de modo que la observación
sociológica, de laboratorio, de entrevista o de testificación familiar pueda
localizar inequívocamente unos modos de conducta que sean los «normales»
y los «sanos», perfectamente discernibles de otros «anormales» y
«enfermos».

Y para programar una encuesta o un acopio de datos objetivos en orden a un


cálculo estadístico, ya en el primer paso preliminar de una comprobación
estadística (como alegremente acometen Eysenck y Rachman), habría que
disponer de un concepto perfectamente definido de salud psíquica y de
curación. Pues, de lo contrario, la selección de datos y la localización y
validez de los mismos sería imposible o, cuando menos, arbitraria y nada
fiable.

Pero es de sobra conocido lo controvertido del tema y las oscilaciones polares


de las escuelas terápicas (aun dentro del mismo psicoanálisis: cfr. nuestra
obra Terapia, lenguaje y sueño, capítulo 5, págs. 105 y ss., donde exponemos
un elenco crítico de las principales concepciones), luego mal se podrá
programar la objetivación estadística del fenómeno y el criterio de selección
de datos para la misma.

Lo más que podrá sostenerse es que, según el criterio muy particular de


curación y de salud psíquica de la tendencia conductista (ausencia de fobias
observables), el método y las técnicas de esta escuela son eficaces, mas como
este criterio no es el que adoptan los psicoanalistas, las cifras que estos
arrojan no son susceptibles de confrontación con las de los conductistas, por
representar magnitudes absolutamente heterogéneas, lo cual es un fallo lógico
y matemático; se hablan dos lenguajes distintos e inconmensurables, aunque
las palabras suenen lo mismo. Tal vez, lo que para un psicoanalista supone un
fracaso en el tratamiento, para un conductista sea una «curación» evidente...

No presentar comportamientos inadaptados, que es para el conductismo señal


de salud psíquica, no lo es para nosotros, pues sabemos muy bien que los
tipos de personalidad más reprimidos y bloqueados pueden, precisamente por
esta razón, carecer de ellos, y que en cambio puede gozarse de una más que
suficiente salud psíquica y, sin embargo, presentar la conducta de un sujeto
rasgos disonantes con su entorno y «desadaptativos» respecto del mismo
(pues la «adaptación» no depende exclusivamente del equilibrio del sujeto,
sino del modo de instaurarse su entorno social, por ejemplo no
alienantemente).

Si por «adaptación» se entendiera el desarrollo de modos de conducta


socialmente uniformes, modos que a nadie resulten disonantes y que, por lo
tanto, no produzcan conflictos ni roces, por transcurrir por cauces
establecidos y conformistas, tal «adaptación» no podría servir en absoluto de
indicio de salud psíquica, sino más bien de lo contrario; pues tan neurótica,
desajustada y poco productiva puede ser una personalidad por falta de más,
como por falta de menos: no todo comportamiento perturbado ha de ser
conflictivo, disonante y abrupto, sino que también puede ser (y, de hecho, lo
es con mayor frecuencia) sumiso, pasivo, dúctil y amorfo31.

31 Esta paradoja puede comprenderse teniendo en cuenta lo que sucede


con los best-sellers: el técnico del best-seller sabe perfectamente que no
puede dar a la masa-público ni más ni menos que lo que ésta —la
mentalidad media, con su sensibilidad media, sus rutinas, sus prejuicios,
sus manierismos y sus aparentes originalidades y perversiones de moda
— exige, y que la menor discrepancia en el gusto, en la problemática,
en los criterios de la misma impediría infaliblemente el éxito de taquilla.
La masa tiene una medida y unas preferencias muy determinadas hasta
para dejarse sorprender por lo «nuevo», hasta para escandalizarse y
para darse la sensación, grata en su medida, de estarse superando en la
lectura de una obra aparentemente profunda y de estar cambiando el
gusto (Ortega fue en esto un modelo de habilidad para crear en el gran
público la sensación, no demasiado costosa, de estar elevando su nivel
cultural y mental, sin inquietarle; sobre todo, eso).

En cuanto un autor exija más de lo esperado, desconcierte,


problematice, inquiete o choque con esta medida esperada y exigida de
él y de su obra, la masa dejará de frecuentarle y su obra se venderá
menos: no será un best-seller.

Los grandes innovadores verdaderamente tales (y no previamente


colonizados por lo que la masa pensaba que debía ser la innovación) no
han sido nunca best-sellers, recuérdese a García Lorca o a Unamuno en
nuestra literatura moderna, a Kafka y a Joyce en la extranjera, y, sobre
todo, la indignación agresiva que despertaron en su tiempo los estrenos
de algunas sinfonías de Beethoven y los de todas las obras de
Stravinski... El futuro clásico nunca es un best-seller, por venir a chocar
con la mentalidad media su público actual.

Exactamente lo mismo ocurre en materia de conducta. La mentalidad


media exige tipos de conducta ya consabidos y colonizados por sus
pautas, y una personalidad muy lograda, muy realizada, llena de
energía, de creatividad y de seguridad en sí misma, habrá de chocar
necesariamente con las rutinas y los conformismos, que la mentalidad
media siente como expresión de «normalidad».

No se olvide que la adaptación a la realidad (precisamente a la realidad


y no a las exigencias y expectativas de la mentalidad media, aquí está el
error de criterio de muchos conductistas) presenta dos vertientes, una
de presente, pero otra de futuro, pues la realidad es proceso. Y la
anticipación de futuro que esta adaptación implica, supone una cierta
ruptura con el pasado y con el presente (en cuanto sus rutinas lastran la
dinámica intrínseca del proceso) que no puede menos de producir roces
y conflictos con el entorno social, precisamente por adaptarse a su
dinámica profunda y no quedarse varado en las apariencias.

Los autores conductistas parecen concebir dicotómicamente el binomio


adaptación-desadaptación, como si en cada caso hubiese una sola modalidad
de conducta «adaptada» posible (así como veíamos que con sólo la extinción
del «aprendizaje desadaptativo» parecía tenerse que manifestar una conducta
«adaptada» ya, casi sin aprendizaje previo).

El hombre no es algo tan simple, ni tan uniforme, ai tan fácil de valorar: hay
muchos modos de comportarse adaptativamente, y muchos otros inadaptados,
hay grados diversos en ello y hay situaciones y tipos de personalidad que
resultan incompatibles con conductas aparentemente «adaptativas», o que en
otras circunstancias sí lo serían, pero que en estas determinadas no lo son,
sino que suponen una manera, disimulada y estratégica, de no adaptarse32.

32 Una conducta que roce y perturbe la tranquilidad del entorno


familiar puede en un caso ser síntoma de inadaptación y en otro caso
serlo de lo contrario, si este entorno familiar es posesivo, absorbente y
neurotizante. O el que una personalidad muy creativa cambie con
frecuencia de empleo burocrático y no acabe de integrarse
adaptativamente, no es ello síntoma de «neurosis», como lo sería en
otro caso, sino de un autoposeerse lúcido de las exigencias de la propia
realización.

Naturalmente, los padres, en el primer caso, y los jefes, en el segundo,


si son entrevistados por el psiquíatra (el psicólogo o el psicoanalista
nunca entrevista a los padres) o por el encuestador, emitirán juicios
negativos y dirán que su hijo o su subordinado presenta «síntomas
alarmantes de desequilibrio» y que se halla «mucho peor que antes»...

La adaptación de una conducta no puede valorarse solamente a base de las


acciones externamente observables, consideradas en sí mismas, sino que su
valoración resulta de la conjugación de exigencias objetivas del entorno,
estado alienante o no del mismo, dinámica propia y singular del propio
proceso de realización, y capacidad o efectividad, respectivamente, de y en la
trasformación positiva de la realidad.
Y esta complejidad de factores no directamente observables es la que el
conductismo se resiste a considerar, lo cual constituye la principal limitación
de sus métodos.

La capacidad de empatía con la realidad del entorno, la vitalidad, la eficacia y


el ajuste de los proyectos de futuro, la articulación productiva y controlada
del tiempo, la autoposesión progresivamente lúcida y la creatividad, así como
el juego de fuerzas básico de la personalidad, no son directa ni
particularizadamente observables, ni, aunque lo fueran, supondrían por sí
mismas una «adaptación» conformista y aceptable para la mentalidad media,
que constituye el criterio de valoración estadístico.

Y aun tales factores, siempre que se redujesen operacionalmente a unos


simples rasgos atomizados y sólo en sus aspectos externamente observables,
dejarían de ser significativos y de garantizar, con su presencia, el ajuste y la
salud psíquica (pues los aspectos externos y atomizados de un fenómeno
pueden ser sólo apariencias o pertenecer, incluso, a procesos distintos y aun
contrarios).

Antes bien, como hemos de ver en el resto de esta obra, el dictamen acerca de
la salud psíquica y de la curación de cada sujeto determinado (es enteramente
imposible establecer criterios generales, válidos para todos) ha de fundarse en
una consideración global y, al mismo tiempo, singular (pues rasgos
incompatibles en un caso con la salud psíquica de un sujeto, pueden ser
indicio inequívoco de la misma, en otro). La salud psíquica no puede
localizarse rígidamente en determinados factores universalmente válidos, sino
que ha de resultar difusamente de la conjugación (cada vez diversa y
paradójica) de una multitud de factores, equívocos considerados en sí
mismos, fuera de la estructura de una conducta determinada.

Y como la única manera posible de levantar una estadística es atomizando


rígidamente los procesos y fenómenos investigados, para poderlos reducir a
datos muy concretos y homogeneizables (lo no homogeneizable, lo singular,
no puede sumarse), la salud psíquica o la curación de cada sujeto y, por lo
tanto, la de una masa de ellos, resultan constitutivamente incapaces de
homologación y de cálculo estadístico: presentar, como pruebas fiables y
hasta irrefutables, estadísticas de «curaciones» o de fracasos terapéuticos es
un procedimiento harto ingenuo, que indica, por lo menos, un desenfoque
básico del objeto, una desorientación acerca del nivel y de la instauración
misma de la investigación en curso, que ha de ser microestructural y no
generalizadora.

Así, el máximo deseo de objetividad (la de los «números») puede, en la


dialéctica de los procesos humanos, conducir a un subjetivismo muy
acentuado; en este caso, el subjetivismo que induce, en todo el proceso de las
verificaciones, una programación inicial, que en lo sucesivo ya no se discute
ni se controla, pero que ha establecido insuficientemente los criterios de
determinación del objeto y de construcción del «dato» significativo.

En tales casos, ha de plantearse y replantearse siempre la cuestión del qué y


el cómo se ha homogeneizado lo complejamente real para hacerlo sumable y
generalizadamente homologable (con otros fenómenos igualmente
complejos), y en qué medida lo diferencial y no homologable de cada caso
sea una quantité negligeable o, precisamente, lo significativo y específico del
objeto de la investigación. Sólo después de haber aclarado con precisión este
punto podrá ser fiable aquello que «los números dicen por sí mismos»33.

33 Después de la tesis doctoral de K. Gödel (Über die Vollständigkeit


des Logikkalküls, Viena, 1930), donde demuestra que de dos sistemas
complementarios puede llegarse a conclusiones contradictorias
habiendo procedido con todo el rigor lógico posible (o sea, que hay
elementos irracionales e incontrolables que producen también
paradojas hasta en el cálculo matemático), tampoco este cálculo es
fiable cien por cien y «los números» (como ya vieron Dirac y De
Broglie) también han de ser controlados y hasta corregidos para que no
tergiversen las conclusiones y nos induzcan a errores que podrían
retrasar considerablemente el progreso de la ciencia y la eficacia de sus
conclusiones.

Habrá niveles y dimensiones del objeto susceptibles de una homologación


cuantitativa, pero habrá otros, los más específicos precisamente, en los que tal
masificación numérica esté contraindicada.

No es que, en estos casos, tal masificación no pruebe suficientemente, sino


todavía peor (como estamos comprobando en el caso de la eficacia curativa):
es que las apariencias de rigor y de objetividad que esta reducción a cifras
dan a los resultados de la verificación desviarán la atención hacia aspectos
que no hacían al caso (silenciando los verdaderamente significativos), o
diluirán el objeto formal en aspectos inespecíficos. Aparte de que la
demostración por generalización cuantitativa no viene, en muchos casos, a
incrementar la fuerza de la demostración34.

34 La homologación generalizadora y numérica es útil y aun necesaria


en el caso de comprobar y de demostrar que una propiedad o un
comportamiento, muy determinado y determinable, del objeto
investigado es común y constante, y sólo entonces.

Si, por el contrario, lo que interesa a la investigación fuese lo


diferencial, esta generalización numérica y homogeneizadora sería
inaplicable o inútil, a no ser en orden a comprobar en qué proporción
lo diferencial es un factor común a una serie de casos; pero esto sería
sólo un aspecto del objeto y de lo diferencial, y no podría el
investigador darse ya por satisfecho y deducir conclusiones
generalizadas de este único aspecto.

En el caso que nos ocupa, de la curabilidad de las neurosis por un


procedimiento u otro, la estadística (en el caso óptimo de haber estado
bien programada y bien conducida) lo único que demostraría es que
una gran mayoría de casos, de tipos de personalidad o de neurosis,
reaccionan positivamente a tal o cual tratamiento y no reaccionan a
otro tipo de tratamiento, o se podría comprobar en qué medida ha
habido una mala aplicación del tratamiento, pero permanecerá muda
acerca de si hay otros casos, menos masivos y, por lo tanto, no filtrables
por las retículas del orden de los grandes números, susceptibles de
reaccionar positivamente a los procedimientos que resultaron negativos
en la mayoría de los casos con relieve estadístico, ni dirá tampoco nada
acerca de las razones de la excepción o del fracaso (a no ser que se
levante un complejo conjunto de estadísticas, a diversos niveles, y se
correlacionen).

Al terapeuta que pretenda ser eficaz en todos los casos le interesa por
igual lo común y generalizable y lo excepcional y diferencial, pues ha de
manejar toda clase de registros y de resortes para movilizar y reajustar
al paciente. Si estadísticamente se ha comprobado que un porcentaje de
casos reaccionan positivamente a las técnicas de modificación de
conducta y otros al psicoanálisis (en el caso de que la investigación sea
fiable y haya estado bien conducida), ello significará que el terapeuta
ha de dominar ambos métodos para satisfacer la necesidad terapéutica
de todos sus posibles pacientes, pero no que sólo uno de lo métodos sea
válido y el otro inoperante y falaz, o que no haya que aplicar método
alguno pues las neurosis se curan por sí mismas, como concluyen los
autores que comentamos.

Desde luego, Eysenck y Rachman no llevan a cabo ese complejo


conjunto de estadísticas parciales y a diversos niveles, a que aludíamos,
para correlacionar, sino que sirviéndose «a boleo» de lo que cada autor
dice en términos generales (y sin precisar el sentido en que lo dice)
suman cifras de significado heterogéneo (lo cual es un fallo lógico) y
deducen unas consecuencias radicales y excluyentes, sin matiz alguno.

Visto su procedimiento a esta luz, resulta de lo menos científico que


imaginarse puede, a pesar —y precisamente por ello— de sus
apariencias de objetividad numérica y de consideración masiva de
casos La intención ideológica es patente en su obnubilación de la
ecuanimidad científica.

El problema de la eficacia terápica, una vez cuestionados los datos


expresados en cifras que los demás autores presentan, exige que también
nosotros aportemos nuestras cifras, por las que se nos ha preguntado en
diversas ocasiones, y es positivo que nuestros lectores conozcan, incluso
cuantitativamente, la base empírica y real desde la que partimos al hacer
nuestras afirmaciones en el resto de esta obra.

No se trata de una muestra estadística (que habría de contar por lo menos con
400 casos), pero un número tal de casos impediría su consideración particular
y cualitativa o microestructural, que es la que debe contar en un tema tan
complejo y delicado como el de la salud psíquica y su obtención por
psicoterapia. Por eso no vamos a aducir los demás casos tratados y curados
por nuestro equipo en el centro de investigación, didáctica y ajuste de
personalidad, sino los tratados personalmente por nosotros de modo
exclusivo. No pretendemos, pues, levantar una estadística, pero sí hacer un
estadillo para que se conozca la experiencia real que respalda nuestra
reflexión al hilo de los hechos.

De los 889 sujetos que nos han consultado o con quienes hemos mantenido
entrevistas (con algunos varias) en el período de cinco años (y de los cuales
sólo siete carecían aparentemente de rasgos neuróticos de personalidad), 100
han seguido tratamiento dialytico. Y sobre estos 100 casos operamos35.

35 Hemos seleccionado el número de 100, entre algunos más, por


comodidad operacional. Los autores conductistas cometen con Freud la
injusticia de minimizar el número de casos tratados por él y dar por
sabido que se redujeron a una docena. Esto no es cierto.

Por un discípulo directo de Freud, que perteneció a su círculo en vida


del maestro, sabemos que los casos tratados por él a lo largo de su vida
profesional ya como psicoanalista fueron unos 90 (Freud seguía con
algunos la costumbre médica de visitarlos en su casa, lo cual reducía
considerablemente las posibilidades de tratar más casos).

Sobre una base empírica de 90 casos, ya se comprende que es posible,


sobre todo si media un análisis cualitativo y microestructural, deducir
consecuencias ciertas sobre la eficacia del método aplicado (no es
necesario disponer de una masa inabarcable cualitativamente de casos,
que necesariamente habrían de haber sido tratados por diversos
terapeutas cuyos criterios difícilmente serían uniformes, sino para
poder establecer generalizaciones unidimensionales de alcance casi
universal, cosa que aquí interesa menos).

En el peor de los casos esta cifra menos elevada significaría que la


eficacia del método es real en un número considerable de sujetos (sin
poder precisar la cifra rigurosamente exacta), por lo cual ya no podría
ser devaluado generalizadamente como se ha pretendido hacer.

Sobre todo si se tiene en cuenta que estos casos son, por lo general, más
complejos y difíciles (algunos psicóticos) que aquellos que los
terapeutas de la conducta seleccionan para ser tratados, que se reducen
a tipos fóbicos, y algunas veces monofóbicos o tratados como tales.

Una veintena de estos 100 casos siguen todavía su tratamiento, sin haberlo
terminado y se hallan en diversas fases del proceso, respectivamente, pero
también permiten ya juzgar de la eficacia o ineficacia de las técnicas
dialyticas, por eso, los incorporamos a la masa de casos considerados.

De estos 100 casos, los que han abandonado definitivamente el tratamiento


han sido siete; a cuatro les hemos aconsejado que lo abandonasen de
momento, pues era imposible que estableciesen transferencia, y a tres los
hemos pasado a otro terapeuta del equipo (dos de ellos a una mujer, pues
parecía conveniente que establecieran transferencia con un terapeuta
femenino). Son, pues, en total 14 los que hemos dejado de tratar
personalmente, pero sólo 11 entre 100 los que por una razón o por otra
parecen haber abandonado definitivamente la relación terápica.

Sin embargo, todos hicieron progresos iniciales, es decir, fueron afectados y


movilizados en algún grado por la comunicación dialytica, y fue
precisamente el miedo al cambio, el verse abocados a trasformarse y a
abandonar el refugio de sus defensas, lo que les motivó a distanciarse de las
sesiones (salvo en los cuatro casos en que fuimos nosotros los que no
quisimos seguir recibiéndolos en sesión por economía de tiempo, pero
también en estos cuatro casos, aunque con mayor lentitud y bloqueos más
intensos, se dio la movilización inicial). De los siete que abandonaron la
terapia sólo uno (que tuvo que interrumpir involuntariamente las sesiones por
haber sido llamado a filas), tuvo, después de seis meses de haber
interrumpido, un brote esquizofrénico36.

36 Este único hecho, sucedido en 1973, dio origen en ciertos sectores


médicos o afines a toda clase de críticas del método seguido (por no
haber estado psiquiátricamente dirigido), como si el brote hubiese sido
efecto directo de la terapia. Dado el estado del paciente al abandonarla,
lo que nos extrañó es que hubiese requerido seis meses (mediando la
vida en un campamento militar) para producirse. Efectivamente, cuando
la personalidad del paciente se halla en pleno proceso de
reelaboración, se vuelve frágil y necesita el asiduo control y el apoyo
del terapeuta, cosa que en este caso nos fue imposible realizar.

Deducidos estos 14 casos interrumpidos quedan 86, de los cuales 21 siguen


actualmente su curso sin haber sido dados de alta aún y progresan con diverso
ritmo, según lo previsto, y 65 han quedado curados y han empezado a vivir y
a actuar en su vida profesional y de relaciones sociales con la intensidad y la
eficiencia (y hasta la creatividad) deseables.

Si calculando con pesimismo se supone que de los 21 casos actualmente en


curso cuatro no vayan a terminar por diversas causas y sólo 17 lograsen la
curación, la cifra de casos positivamente resueltos en nuestra práctica terápica
de estos cinco últimos años sería la de 81.

Pero aun los no logrados no indican una insuficiencia en el método analítico,


sino a lo más una insuficiencia en el terapeuta, y ni siquiera esto, sino
solamente que o la transferencia con ese determinado terapeuta no llegó a
existir o se disolvió, o que al paciente le faltó la decisión de colaborar con él
hasta las últimas consecuencias del proceso.

Sin duda, cambiando de terapeuta para desbloquear la transferencia y


disponiéndose a proseguir las sesiones indefinidamente, sin prisas, se llegaría
a lograr vencer todas las resistencias y conducir hasta el final la terapia, pues
una de sus funciones es precisamente llegar a motivar al paciente hasta que
colabore. En cuanto el paciente se entrega sin demasiadas defensas al influjo
de la relación terápica y transferencial, el proceso ya está virtualmente
logrado y es posible prever la curación, aunque haya que resolver primero la
instalación en esa misma transferencia («neurosis de transferencia»).

Sucede, sin embargo, que a veces resulta antieconómico proseguir por varios
años (cuestión pecuniaria, de parte del paciente; cuestión de tiempo, de parte
del psicoterapeuta, acosado por otras solicitudes de terapia más prometedoras
de éxito y a las que no puede atender), o, cuando la transferencia resulta
imposible, el paciente ya no se aviene a empezar de nuevo con otro terapeuta.
Pero esto es una resistencia como las demás, una resistencia definitiva por
privarle del único apoyo con que podría contar para vencer toda resistencia37.

37 Nos consta que hay algunos sujetos, muy necesitados de terapia, que
excluyen a priori confiar su caso a nuestro tratamiento (han llegado a
decir que es «lo último que harían»). Como no nos conocen
personalmente algunos, o muy superficialmente, tal negativa no tiene
otra explicación que, o algún prejuicio ideológico (por hallarse uno
muy comprometido en una determinada línea), o el presentimiento de
que nuestro método no es ningún juego consolador, sino algo que
pertubaría seriamente el precario equilibrio neurótico, conseguido a
base de compromisos con sus defensas y sus objetos internos infantiles.

Incluso ha sucedido, y no rara vez, que algunos alumnos han dejado de


asistir a nuestras clases (en las que exponemos estas cuestiones) por la
angustia que les creaba nuestro modo de exponer y nuestro modo de
atacar la realidad. Un alumno nuestro de la asignatura de
antropología, que ya no se refiere a estos temas comprometidos, con el
grado de comandante, llegó a decir sinceramente entre sus compañeros
(sinceridad que recalcó expresamente) que «habría de recluírsenos en
un castillo a perpetuidad», a causa de la inquietud y caída de
seguridades que producíamos. Puede calcularse el grado de temor y de
resistencia que en no pocos despertará nuestro posible influjo en su
caso, ya en el terreno expresamente terápico.

Mas para que se comprenda en qué sentido inquietamos y en qué


sentido confirmamos y sostenemos, puede consultarse nuestra obra
Libido, terapia y ética (Estella, Verbo Divino, 1974), que es un
vademécum manual y claro de nuestro método terápico.

Sobre este doble aspecto, más accidental pero decisivo, del tiempo y de los
honorarios, hemos de hacer de momento dos observaciones breves, pues
trataremos de ellos más extensamente en otro lugar: la media de duración de
los procesos terápicos que hemos seguido viene siendo de dieciocho meses y
los pocos casos que más se han prolongado han durado tres años, es decir, el
doble de lo previsto38. Con lo cual, otro capítulo de acusación del
psicoanálisis por parte de los autores que comentamos (la duración excesiva
del tratamiento) queda también eliminado en nuestro caso.

38 El ritmo temporal del proceso terápico es significativo y tiene


importancia decisiva, pero la literatura psicoanalítica no lo ha
tematizado todavía. Nosotros hemos calculado los quanta, de fase y de
acción, que el proceso comprende y esperamos, como más adelante
hemos de ver en la presente obra, que ello pueda influir en las
activaciones y en las previsiones de curación.

Sólo se convierte en problema la duración de la terapia si se considera su


aspecto económico, el de los honorarios, pero esto no depende ya del método
terápico (salvo cuando estos honorarios adquieran un expreso sentido
simbólico, cosa que no sucede en todos los casos), sino de las rutinas
profesionales de los terapeutas. Nosotros, para socializar la terapia (y que los
pacientes no nos vengan seleccionados ya de modo económicamente
clasista), tenemos por norma percibir los menos honorarios posibles,
rompiendo así consciente e intencionadamente moldes inveterados, y, desde
luego, si un paciente se ve imposibilitado en absoluto de satisfacerlos (por
haber perdido su empleo, por ejemplo, o haber quedado huérfano) no por eso
cesa el tratamiento, pues nos parece un deber ético elemental no abandonar a
ningún paciente, en pleno desajuste y evolución de su personalidad
conflictiva, contra su voluntad, por esta razón. Sólo hemos de añadir dos
observaciones: una, que, una vez iniciado el tratamiento y apoyado por él,
ningún paciente empeora respecto de su estado anterior (cosa distinta es que
abandone la terapia intempestivamente, como ya hemos dicho en la nota 36).
Otra, que en ninguno de los 100 casos conocidos por nosotros se ha podido
apreciar nunca la menor «remisión espontánea de los síntomas», sino que
hemos tenido que irlos persiguiendo encarnizadamente en sus procesos de
mimetismo y de despiste del terapeuta.
6. LA CURACIÓN Y SU COMPROBACIÓN
EMPÍRICA
Por todo lo que antecede, puede comprenderse que no sea posible considerar
concluida una terapia y conseguida la salud psíquica con la mera «extinción
(espontánea o no) de los síntomas», ni siquiera en las llamadas «neurosis
monosintomáticas» (o sea, más bien fobias, que siempre son índice de una
estructura neurótica de personalidad, que es la que ha de ser curada), pues la
curación, en sentido propio, no comprende solamente la desaparición de
aspectos de la conducta desviados de la realidad o conflictivos para las
relaciones sociales («desadaptativos»), sino, sobre todo, el incremento de las
energías y disponibilidades activas y la cualificación de todos los demás
aspectos, aun no neuróticos, pero necesariamente bajos de potencial a causa
de la perturbación básica de la personalidad.

La curación, así enfocada, comprende claramente tres aspectos o dimensiones


simultáneas, las cuales contribuyen a esta elevación de potencial y, por
supuesto, a una mayor adaptabilidad de la persona a su medio social, mas no
en forma de una «adaptación» conformista y, en el fondo, nuevamente
alienante, sino en el de una independencia lúcida, enérgica y elástica, de los
factores que anteriormente la venían reprimiendo, intimidando o desviando
de su línea de conducta adecuada, para poder controlar sus propios procesos
de adaptación (y hasta de instalación conformista) cuando ello se juzgue
necesario, y no bajo la presión insuperable de factores oscuros, que no se
dominan ni se conocen.

Es decir, que la curación resulta inconmensurable con tipos determinados de


conducta, ya que ésta puede parecer adaptativa o desadaptada, según
convenga a la práctica del sujeto y según sean las condiciones objetivas
sociales que le soliciten. Lo decisivo no es que se adapte, sino que en todo
momento controle sus procesos de adaptación o de desadaptación (en el caso
en que «adaptarse» pueda suponer una alienación, dadas aquellas condiciones
sociales o grupales conflictivas).

Los tres aspectos de la curación a que nos referíamos podríamos


caracterizarlos esquemáticamente como sigue:
Integración asuntiva de componentes de personalidad.
Movilización de impulsos coordinados.
Canalización de energías, adecuadamente, hacia la realidad.

Los demás recursos de la terapia: la interpretación, la transferencia, el insight


y la translaboración desrepresiva, no son sino medios, dentro del proceso
terápico, para llegar a la integración, la movilidad de impulsos y su adecuada
canalización real. Entonces es cuando cesan todos los síntomas radicalmente.
Y la canalización adecuada hacia la realidad constituye el equivalente de la
adaptación, pero con un alcance mucho más amplio y generalizado que ésta.

La curación ha de manifestarse, pues, de modo siempre más


multidimensional y operante que la extinción de unos síntomas, ya que, para
poderse calificar de verdadera curación o de salud psíquica, ha de haber
afectado decisivamente lo estrucutral y básico de la personalidad, y lo que a
estos niveles sucede no puede por menos de irradiar a los diversos aspectos
de la conducta.

Sólo el conjunto de los indicios convergentes de salud psíquica es fiable, y su


manifestación múltiple en las diversas dimensiones de la intimidad y de la
conducta garantiza la superación definitiva de una constitución neurótica de
la personalidad y de su dinámica deficitaria.

Del centenar de casos tratados (y de los definitivamente curados entre los


cien) hemos obtenido la siguiente serie de indicios convergentes de salud
psíquica, a un cuádruple nivel:

A. Nivel emocional:
1. Ausencia de la angustia, la ansiedad, las depresiones y otras
emociones negativas y perturbadoras que el paciente habitual o
frecuentemente padecía.
2. Capacidad de empatía positiva, de fruición de las realidades y de
porosidad afectiva controlada, en sus relaciones con el medio.
3. Capacidad de relación afectiva adulta con otras personas, sin
proyecciones ni narcisismo infantil, sino en disposición de apertura
y de entrega mutuas, controladas, pero sin temores paralizantes al
riesgo y al compromiso.
4. Bienestar psíquico difuso que prevalece sobre las experiencias
objetivamente negativas que en la relación con la realidad adversa
se producen.
5. Afectos de plenitud y de libertad en los sueños, que, por lo general,
son, en el último período de la terapia, numinosos y ricos en
símbolos positivos.
B. Nivel práctico:
1. Productividad generalizada:
a. Proyectos viables y adaptados a las posibilidades, que pueden
ser audaces, pero no ilusorios, fantásticos, inútiles o pueriles.
b. Control del tiempo.
c. Energía bien canalizada hacia lo que en cada momento ha de
realizarse.
d. Conducción regular y constante de los procesos realizativos de
los proyectos, con adaptación racional y eficiente de los
medios a los fines. Mas todo ello con elasticidad y capacidad
de fruición en el trabajo, sin compulsiones, sin obsesividad y
sin sadomasoquismo disciplinar (para sí o para otros
subordinados).
2. Concentración mental.
3. Articulación controlada, y congruente con la realidad de las
situaciones y sus exigencias objetivas, de la serie de acciones y de
respuestas que componen la conducta.
4. Independencia afectiva y objetivadora de las instancias autoritarias
y disciplinares.
5. Capacidad de orientación autógenamente ética de acuerdo con las
exigencias objetivas de la realidad, sin sentimientos envolventes de
culpabilidad, sino con capacidad asuntiva lúcida de las propias
responsabilidades y de sus consecuencias.
C. Nivel cenestésico:
1. Potencia sexual y capacidad de orgasmo, de funcionamiento genital
normalizado y de comunicación personal mediante estos registros.
2. Ausencia de somatizaciones.
3. Bienestar físico difuso, aun a pesar de ciertas dolencias localizadas,
o, cuando menos, ausencia de malestar físico generalizado.
4. Normalización del funcionamiento del aparato digestivo y
respiratorio, así como de las habituales perturbaciones cutáneas
(todo ello entraría dentro del capítulo de las somatizaciones).
5. Normalización del sueño.
D. Nivel existencial:
1. Autoidentidad y aceptación de lo propio (positivo o negativo, en
cuanto no sea trasformable), sin deseos de supercompensación
simbólica.
2. Vivencia de seguridad moderada sobre la base del ser sí mismo.
3. Adaptabilidad dialéctica al cambio situacional.
4. Elasticidad en las relaciones sociales («haciéndose cargo» de lo
ajeno) y en la prosecución de los propios intereses, con porosidad
para las exigencias objetivas.
5. Capacidad de síntesis en las diversas motivaciones (positivas y
negativas y a diversos niveles) y de decisión subsiguiente.
6. Centramiento asuntivo en lo propio y, respectivamente, de lo
objetivo y ajeno.
7. Autoposesión o dominio interno, pero elástico y poroso a la
realidad, de la conducción lúcida de la propia conducta o existencia
en un proceso constructivo y adaptado a cada una de sus fases39.

Este conjunto de manifestaciones de la personalidad y de su conducta resulta


objetivamente apreciable, aunque no medible. Su pormenorización puede
producir el efecto de una cierta complejidad, pero en la práctica se intuye
como una unidad simple que irradia en todas direcciones, bajo la forma de
estos múltiples aspectos, todos ellos perceptibles por una u otra vía40.

39 Para ampliación de estos puntos puede consultarse el cap. 5 de


nuestra Terapia, lenguaje y sueño (1973), págs. 105 y ss.: en el curso de
la presente obra iremos explicitando también lo que queda
paradigmáticamente expuesto.

40 Prescindir de estos factores efectivos y fundamentales para juzgar de


la curación de un paciente o de la salud psíquica de un sujeto, porque
no sean medibles ni reductibles a datos atomizados y sensorialmente
verificables, equivaldría a no admitir la salud corporal o algún alimento
conveniente para ella por desconocer su fórmula bioquímica. Pues toda
práctica y aun toda ciencia aplicada ha de sintetizar elementos
modelizados y no modelizados ni siquiera colonizados por el método,
pero que de alguna manera han llegado a ser manejables y se pueden
controlar.

Después de todo, la medición de factores psicológicos que se frecuenta


es algo tan convencional como suponer que el grado límite (100 ó 0) se
fija en unas perturbaciones del habla o de la actividad, o manifestación
determinada de la «ansiedad» (las palpitaciones, las lágrimas, las
mutaciones de la piel, por ejemplo) y graduar de mayor a menor otras
manifestaciones más leves o más acentuadas. Estos procedimientos no
añaden gran cosa al conocimiento del fenómeno, sino que sólo facilitan
su reducción a fórmulas y a cifras y dar así un aspecto fisicomatemático
a los resultados de la investigación. Es práctico para objetivar, cuando
es posible, pero no indispensable.

Luego, desde nuestra experiencia terápica, el método psicoanalítico es eficaz


en un elevado porcentaje, por lo menos en su versión dialytica, que recoge la
inspiración psicoanalítica de diversas escuelas (Freud, Adler, Jung, Reich,
Fromm, Ferenczi, Klein, Binswanger, Boss y Lacan) e incluso aplica, cuando
se hace necesario para activar los procesos, las técnicas de desensibilización,
de implosión y de refuerzo de la terapia de conducta. El riesgo de
eclecticismo, que en esta síntesis pudiera haber, queda eliminado por su
sistematización, como el resto de la presente obra demostrará (eclecticismo,
en su sentido peyorativo, sería aceptar de aquí y de allá puntos de vista,
sugerencias y técnicas, de modo asistemático e impresionista).

Retornando al comienzo del primer capítulo: el terapeuta que ha de movilizar


algo tan complejo y tan oscuro en sus componentes y mecanismos como la
personalidad humana, no puede desdeñar ni desaprovechar ninguna
experiencia, ninguna hipótesis ni ninguna técnica, que parezca haber dado
resultados positivos alguna vez, por el escrúpulo académico de no proceder
de la propia escuela. Y hora es ya de que la escuela psicoterápica que
sigamos se caracterice precisamente por su poder de integración (no
ecléctica, sino sistemática) y su apertura, no filtrada por aprioris teoréticos, a
los fenómenos y procesos que le atañen.
PARTE 2
EL SISTEMA
3. PROCESO DIALYTICO
1. ORÍGENES DE LAS PERTURBACIONES DE
PERSONALIDAD
La comprensión de la dinámica y de las posibilidades de eficacia del proceso
dialytico, tanto por parte de quienes profesen una concepción organicista de
las «enfermedades mentales» (como denominan a las perturbaciones de
personalidad) como por parte de quienes siguen la tendencia freudiana y de
parte de los mismos conductistas, exige una revisión de los supuestos básicos
de la psicopatología y de las posibilidades mismas de la terapia.

En principio, todo desajuste de personalidad, por grave y profundo que sea,


es curable, siempre que su perturbación no proceda de disfunciones,
malformaciones olesiones orgánicas (aunque puedan darse disfunciones
orgánicas concomitantes, o consecuentes, a la perturbación psíquica).

Los orígenes no endógenos ni orgánicos de la perturbación de personalidad |


neurótica o psicótica) pueden ser de carácter preferentemente mecánico,
estructural o semántico, aunque en la raíz de tales disfunciones en general se
halle el miedo infantil, el envolvimiento afectivo de la primera infancia y la
tendencia a un cumplimiento de deseos simbólico y hasta alucinatorio (del
tipo de los «objetos internos» del primer año de vida, según Klein).

El origen que hemos denominado mecánico se centra principalmente en la


dinámica de fluidez y de derivación de la energía básica, cuasi vegetativa y
libidinal, del psiquismo: esta energía permanecería en un estado de bloqueo,
de «congelación», de marginación por no aceptación de su presencia y de su
operatividad en la economía personal; o su campo de despliegue y de juego
se hallaría parcializado, o habría un desplazamiento sustitutivo de estas
cargas ergéticas hacia objetos inadecuados e infantilmente simbólicos.

El origen estructural consiste en que la articulación de los niveles, los


sistemas coordinadores de mecanismos y las «formaciones de apoyo», así
como las canalizaciones (dinamizadoras, apropiativas, retroalimentadoras y
expresivas) de la personalidad, no resultan lo suficientemente porosas (a la
realidad o a la infraestructura energética y libidinal) para establecer una
comunicación bidireccional entre ambos planos, sino que se convierten, en
cantidad variable (de ahí el diferente grado de gravedad), en aislantes o
«barreras» que actúan como tales, ya en las relaciones entre la realidad y la
intimidad, ya entre las diversas áreas energéticas y pulsionales entre sí41.

41 El análisis y la descripción de esta serie de estructuras, sistemas,


mecanismos y filtros de la personalidad han sido ya objeto de estudio
por nuestra parte en Dialéctica del concreto humano (Marova, Madrid,
1975), capítulos 3-5.

Aunque en ambos modos de originarse la perturbación las consecuencias son


semejantes: las cargas energéticas, destinadas y proporcionadas a la actividad
expresiva, afectivo-relacional y productiva del sujeto, quedan estancadas y
tienden a derivar simbólica e improductivamente; la configuración de la
perturbación, en sí misma considerada, es diversa.

En el primer caso, más superficial, se teme a la acción o a la presencia de esas


energías vegetativas y básicas, o a su incidencia en la práctica y a su
exteriorización (por eso son desviadas); mientras que en el segundo caso
(más profundo y tendente a la psicosis) es la constitución o la organización
misma de la personalidad lo que perturba la dinámica libidinal; aunque el
proceso que ha originado ambos tipos de perturbación haya sido siempre el
envolvimiento cenestésico-afectivo por parte de la pareja parental o de sus
sucedáneos, en la primera infancia, la deficiente resolución de la acción de
los «objetos internos» y las experiencias tempranas traumáticas que hayan
podido sucederse.

El origen semántico de las perturbaciones de personalidad presentaría ya


algunas diferencias de proceso, y podría estar en la base de algunos casos
aparentemente mecánicos. Consiste en que la personalidad posee unas claves
(paradigmas de diverso tipo, escalas de valor, códigos sémicos —
semantizadores y semiotizadores—, lenguajes, sistemas categoriales y filtros
estéticos o referenciales) inadecuadas, falsas o delirantes.

Aunque las energías infraestructurales y las «formaciones de apoyo» y.


canalizaciones de la personalidad no presenten malformaciones y
disfunciones en sí mismas, es la recepción de los estímulos y su traducción a
ideas motivadoras, o la organización de la respuesta o de la práctica
productiva, lo que aparece deformado, y ello puede ocasionar una tendencia a
la desproporción entre el estímulo y la respuesta, o entre la línea y el estilo
totales de la conducta y la realidad objetiva. O, también, esas malas
traducciones de la estimulación real a ideas y asociaciones motivadoras
pueden producir rechazos y resistencias a asumir las propias energías básicas,
a asumir el propio cuerpo, la propia vegetatividad y el propio sexo, o a
asumir las realidades del entorno que hacen al caso (personas, roles, tareas,
funciones y cosas), con lo que se producirán también bloqueos energéticos y
derivaciones simbólicas y aberrantes de la libido, como en el primer caso.

El proceso que origina este tipo de perturbaciones es ya sensiblemente


distinto de los procesos que originaban los otros dos anteriores; aquéllos eran
de carácter o íntimo o microgrupal exclusivamente, éste es más bien de
carácter macrogrupal y estrictamente social. Ciertas sociedades pueden así
«neurotizar», o ciertas clases sociales o estamentos, o familias constituidas en
clan y en ghetto, o sectas o religiones, por imponer infraliminalmente a sus
miembros (es decir, sin capacidad de crítica) unos sistemas paradigmáticos,
categoriales, axiales y sémicos, que en algún punto, filtren deficientemente y
confieran significados equívocos e inobjetivos, perturbadores de la imagen
real, a los entornos estimulares.

También puede ocurrir que el microgrupo parental influya del mismo modo
y, en los casos menos frecuentes y por circunstancias especiales, que el
propio sujeto, de modo inconsciente e influido por la acción de los «objetos
internos» no resueltos en su contraste con la realidad objetiva (por causas
afectivas), haya ido configurando de igual modo (deformativo y aislante) sus
propios paradigmas y claves de comprensión de lo real.

El comportamiento perturbado será en todos los casos parecido:


incomunicación, defensa de la realidad, inaceptación o rechazo de la misma,
e improductividad práctica. Porque el conocimiento y la experiencia que el
sujeto humano ha de ir adquiriendo en su proceso biográfico, para poder
responder con una conducta coherente y productiva, no es nada sencillo ni
meramente objetivo, como las teorías clásicas del conocimiento y de la
percepción suponen; sino que, de una parte, las realidades se hacen tales para
el hombre a base de la conjunción de materia, estructura, función situacional,
significado, simbolismo y valor; pero, de otra parte, y para que lleguen a
adquirir relieve cognoscitivo y real, cada sujeto humano ha de enfocarlas,
selecionar estímulos (¡inconscientemente!), interpretar, integrar en conjuntos
sistemáticos y asumir42, asumir afectiva, libidinal, axial, cosmovisional,
proyectual y prácticamente.

42 Este proceso lo hemos estudiado ya en Terapia, lenguaje y sueño,


capítulos 2 y 3.

Pueden darse contradicciones entre unos modos y otros de asunción, por


ejemplo: se puede asumir el sexo libidinalmente, pero no axial y
proyectualmente, o se puede asumir una tarea proyectualmente, mas no
acabar nunca de llevarla a la práctica, etc. Como es fácil de comprender, la
flotación semántica, axial e introyectiva que la percepción y la asunción de
las realidades, las tareas y los procesos suponen para el sujeto humano, le
hacen a éste enormemente vulnerable de desajuste con la realidad, pero
también fundan la posibilidad de su tratamiento terápico43.

43 La plasticidad indefinida, tanto de la personalidad y de su sistema de


mecanismos y paradigmas como de la realidad formalizada por estos
procesos y del influjo de la biografía y de la afectividad en los mismos,
es lo que hace posible la eficacia del influjo verbal, representacional,
simbólico v afectivo o trasferencial durante el proceso de la terapia, con
una eficacia que resultaría inexplicable si las realidades fueran
herméticamente físicas (como tantos han supuesto) y el sujeto humano
actuase en virtud de mecanismos fisiológicos y bioquímicos
exclusivamente. Entonces sólo los fármacos podrían suponer alguna
eficacia, bien superficial por cierto.

También de estas complejidades de la investigación de significado y de


valor de las realidades, que han de ser tales para cada sujeto humano,
se deduce el simplismo inaceptable de la concepción del Super-Ego
freudiano clásico y de su dinámica.

Podrían efectivamente explicarse así, como la ortodoxia freudiana lo


hace, los procesos deficientes y estrechos de valoración (moral) de las
personalidades muy neuróticas, pero en modo alguno toda la
fenomenología de la investición axial en general. O sea, que el Super-
Ego clásico sería un modelo útil, construido a partir de la neurosis,
pero antropológicamente inválido si ha de aplicarse tal cual más allá de
la etiología psicopatológica.

Un último elemento que interviene decisivamente en los procesos de


neurotización y de psicosis es el afecto. Ya nos hemos referido a los
envolvimientos afectivos de la primera infancia, pero es preciso insistir y
detallar más especialmente esta dimensión de la biografía humana.

Un autor filosófico reciente llega a afirmar que todo conocimiento tiene lugar
sobre una base de afección (Stimmung), es decir, que si con anterioridad a la
toma de conciencia y a la conceptualización no se presintiese la realidad-
objeto nunca se llegaría ésta a conocer. Y, como contrapartida, sucede que
todo lo que se conoce de esa realidad-objeto es solamente aquello que de
algún modo impresiona la afectividad.

Este hecho lo ha verificado el psicoanálisis al descubrir clínicamente que el


modo de filtrar, de enfocar, de valorar y de reaccionar ante la realidad del
sujeto humano se ha gestado y ha sido determinado por las relaciones
afectivas con la pareja parental o con sus sucedáneos en la primera infancia.

La relación con el mundo más generalizada, indiferenciada y primaria, tanto


en sentido cronológico como en el sentido de lo no concienciado ni articulado
todavía conceptualmente, es de carácter afectivo y se vivencia en forma de
una variedad, diferentemente cualificada según el grado y el tipo de relación,
de sentimientos, afectos, emociones, estados difusos de ánimo y movimientos
infraliminales de la sensibilidad. Naturalmente, según la tendencia tónica y
generalizada de estos afectos y modos de captar preconsciente y
emotivamente los objetos, que se haya ido desarrollando en un sujeto a partir
de sus primeras vivencias indiferenciadas y primarias en el primer año de
vida, así será su instalación en la realidad (depresiva, maníaca, paranoide,
congelada, pasiva, activa y fácil de estimular, incomunicada, empática, etc.).

Esto parece evidente y lo confirma la experiencia clínica, por lo menos


cuando un tipo de relación emocional con la realidad de la infancia ha sido
marcadamente unilateral y ha quedado fijada la personalidad en él. En estos
casos puede observarse, como en un microscopio, la contaminación
emocional y permanente, que esas primeras vivenciaciones afectivas del niño
originan, en el resto de los ulteriores procesos cognoscitivos, fruitivos,
relaciónales y prácticos del adulto44.

44 El proceso sano de maduración afectiva consistiría en la constante


transformación dialéctica de los modos de ser afectados por las
realidades y los procesos parciales, pero en la misma línea marcada
por las primeras vivenciaciones afectivas infantiles. La personalidad
perturbada, en cambio, no habría llevado a efecto la trasformación
dialéctica diferenciadora de aquellos primeros modos de afección
emocional y seguiría percibiendo el mundo y sus relaciones desde la
perplejidad o el miedo indeterminado de sus primeras vivencias, como,
entre otros muchos autores (y para citar algunos de escuelas muy
diferentes) mantienen M. Klein, Bettelheim y Laing.

A todas estas comprobaciones empíricas (aunque no experimentales)


suelen objetar los experimentalistas, habituados a la repetición de
experimentos controlados en sus condiciones de dación, que no ha
habido comprobación científica por no haber habido tales repeticiones
del experimento.

Si fuese necesario este tipo de verificación (o de falsación)


exclusivamente para tener acceso a conocimientos científicos, la
geología, la astronomía o la sociología no serían tales ciencias, pues ni
los seísmos o volcanes, o las fallas del terreno y los aluviones, ni las
elípticas o los distintos influjos de la gravitación, ni las agrupaciones e
interacción de masas y de pueblos, pueden reproducirse cuantas veces
se quiera, a voluntad y en condiciones controladas, en un laboratorio. Y
conste que nos hacemos eco de tales objeciones por haberlas oído
alguna vez de boca de gente autorizada, aunque muy polarizada hacia
las experiencias de laboratorio.

Desde el hecho mismo de la praxis científica que da origen y mantiene a


las ciencias actuales, salta a la vista que hay que distinguir entre dos
tipos muy distintos y claramente discernibles de ciencia: la experimental
y la empírica u observacional; las ciencias que pueden manipular a
voluntad y experimentalmente su objeto, haciendo variar las
condiciones de dación y matematizar estas variantes y su frecuencia, y
las ciencias que no pueden hacerlo por tratarse de objetos o fenómenos
fuera de la iniciativa del investigador (como los procesos geológicos,
los astronómicos, los sociales y los biográficos).

No se olvide tampoco que el número de veces que un experimento se ha


repetido y la proporción de resultados positivos o negativos que ha
dado (hay algunos obsesionados con este exclusivo procedimiento de
verificación) es uno de tantos procedimientos para adquirir un elevado
grado de probabilidad, que nunca es absoluta (no se olvide tampoco
esto), mas acerca de aspectos bastante periféricos del objeto, pero que
hay otros modos de conocer, otros aspectos no tan periféricos, mediante
los cuales se puede llegar a grados de certeza válidos, aunque no tan
matemáticamente fundados en su validez. Pero la ciencia actual nunca
pretende adquirir certezas absolutas, sino diferentes grados de
probabilidad. Y éstos pueden también lograrse mediante la observación
directa e indirecta, propia de las ciencias no experimentales aunque sí
empíricas, y su filtraje lógico según otros recursos de la formalización
lógica, e incluso matemática (estadística), aunque no sea la
aritmetización simple de los recuentos de frecuencias experimentales.

Entre la subjetividad o conciencia y la realidad han de interponerse siempre


una serie de filtros que crean planos, niveles y aspectos de la realidad no
objetivos, pero sí operantes. La calidad de estos filtros es lo que condiciona la
instalación patológica, ligeramente desviada, o sana de un sujeto en la
realidad y en su mundo (sin embargo, se carece de una «norma» objetiva y
universal para juzgar de esta calidad). En el niño no existen tales filtros al
nacer, sino que ha de irlos introyectando y reelaborando en un lento proceso
de maduración primaria.

Mas todo proceso es contingente y perturbable, de ahí el riesgo de toda


personalidad humana de quedar mediatizada, en sus relaciones dinámicas con
la realidad, por unas mediaciones o filtros inadecuados, rígidos, angostos,
desviados y siempre perturbadores. De ahí la enorme facilidad de
neurotización que el ser humano presenta.

Para acabar de agravar la situación evolutiva de la personalidad humana, hay


que considerar que tales filtros se van elaborando y densificando al hilo de la
vida afectiva, y, si las investigaciones de Melania Klein tienen alguna
validez45, ello sería a partir de un estado inicial de miedo y aun de terror ante
el envolvimiento, no ya cenestésico-afectivo (como siempre nos ha parecido
evidente que era la primera fuente de información del sujeto humano desde
su nacimiento), sino de unos objetos internos absolutizados, ambivalentes
entre lo sumamente apetecible y lo implacablemente devorador y destructivo,
al mismo tiempo.

45 Las experiencias, aportaciones e investigaciones acerca del primer


año inconsciente de vida en el hombre que ha realizado Melania Klein
han sido recientemente reducidas a sistema coherente, evolutivo y
luminoso por primera vez (en nuestro país al menos) por el profesor de
Psicología Experimental de la Universidad Complutense, doctor
Agapito Rubio Jerónimo, en su tesis doctoral: Procesos mentales y
emocionales en el primer año de vida según el sistema kleiniano,
defendida el día 7 de noviembre de 1976 y todavía inédita. Fue
precisamente en la interesante discusión que tuvo lugar durante este
acto, así como en las objeciones a nuestra conferencia pronunciada en
la Universidad de Salamanca el mismo día, donde se planteó el
problema de método a que aludimos en la nota anterior 44, que surge
una y otra vez acerca de la validez de los modelos psicoanalíticos.

Así, tendrían que irse organizando los filtros adecuados para introyectar y
concienciar la realidad del adulto, no a partir de cero, sino, de modo todavía
más conflictivo, a partir de un magma alucinatorio de emociones intensas, de
impactos afectivos de un entorno incognoscible, y no filtrado aún, y de esos
objetos internos», cargados de ambivalencias y predominantemente
terroríficos, que ocuparían inicialmente la subjetividad del ser humano.

En el caso del psicótico, los filtros de comprensión de lo real no se habrían


diferenciado o liberado de gran parte de ese magma, especialmente del influjo
de los «objetos internos» (por eso su perturbación sería más estructural); en el
caso del neurótico, sí habría habido diferenciación de filtros y depuración de
esos «objetos internos» del primer año de vida, pero no diferenciación o
clarificación de las emociones envolventes, o de las disposiciones
emocionales, asociadas a los filtros.

Desde este ángulo, el ajuste de personalidad o curación psicoterápica y


dialytica consistiría en la progresiva clarificación del sistema de filtros
mediadores, hasta obtener una percepción, una vivenciación y una respuesta
lo más adecuadas posible a la objetividad relativa de las realidades, sobre
todo de la propia. Cuando esto sucede generalizadamente (y la realidad
propia y ajena se aceptan en su dialéctica) 46, la perturbación neurótica (e
incluso la psicótica) de la personalidad cesan, y puede considerarse lograda la
salud psíquica.

46 Para ampliación de lo aquí dicho, cfr. Terapia, lenguaje y sueño,


capítulo 7, págs. 216 y ss. y Libido, terapia y ética.

Mas prescindiendo de cuestiones relativamente discutibles, no puede


ignorarse el hecho de que el niño durante el primer año de vida (Brunner o
Piaget orientan en esto sus investigaciones de modo algo más parcial, aunque
exacto, pero tan operacionalmente modelizado que no recoge todos los
matices implicados en el proceso y que sirvan para ilustrar la patología de la
personalidad y su terapia)47, e incluso en años subsiguientes, va abriéndose al
mundo de los objetos reales (y no «internos»), y percibiéndose
vivencialmente a sí mismo, va estableciendo las relaciones dialécticas entre
uno y otro mundo y va dejando decantarse los filtros que le permitan percibir,
valorar y responder adecuadamente al entorno, apoyado sustancialmente en
los afectos y reacciones afectivas (positivas y negativas) de los que más de
cerca le asisten: primero, el pecho que le nutre, y con el cual mantiene la
primera relación real fantaseada (oral) con un objeto; luego, la figura y
personalidad de la madre (o de quien haga sus veces) más o menos
mitificada, verdadero eje ortoestético objetivo que le ayuda a organizar sus
fantasías («objetos internos» kleinianos), sus afectos y sus experiencias
reales, y se las centra por vía emocional; después, el padre con las
ambivalencias que despierta (deseos de falo, de posesión pasiva y activa, de
identificación y temor a la castración en algunos casos) y los hermanos (no se
olvide ni se devalúe el modelo adleriano, que también responde a
experiencias reales); por último, el contraste con el entorno social y la
introyección de aprendizajes y de pautas, claves, códigos y paradigmas,
incidiendo en los ya incoados espontáneamente desde ese primer año de
vida48.

47 Para influir y trasformar terápicamente una personalidad mal


constituida no bastan «modelos» operacionales, que por muy
verificados que estén, no podrán por menos de recoger información muy
regional (y tanto más regional cuanto más rigurosa sea su verificación:
de esta disyuntiva no hay salida posible para la reflexión humana).

Para ser terápicamente eficaz el método ha de ser hologénico, es decir,


tender a recoger e integrar sistemáticamente toda la información
posible acerca del proceso que trata, pues lo real y concreto sólo
responde y reacciona a modos de proceder que lo solicitan a base de
todos los elementos reales y concretos que intervienen, y nunca a lo
convencional y abstracto.

Así que un método que desdeñe la totalidad de lo real y concreto, para


proceder únicamente a base de lo modélico y «verificado», por muy
rigurosa que esta verificación sea, está condenado a la ineficacia
parcial o total. Por lo menos, en casos más complejos (como ya hemos
visto y confiesan los mismos autores) ha de renunciar a la intervención
terápica.

Incluso en las técnicas y ciencias aplicadas, como en la industria y en la


economía se aprecia, hay que contar con imponderables, que es
precisamente lo no sistemáticamente controlado pero eficaz en la
práctica, y a un buen técnico, un buen economista o un buen político no
se le devalúa como «poco científicamente riguroso», sino lo contrario,
se le considera especialmente cualificado por su eficacia y por su
conocimiento complejo y penetrante del campo concreto en que
interviene.

No es, pues, justo ni objetivo que al terapeuta, cuyo campo es todavía


más complejo y oscuro, porque se trata de la personalidad humana, se
le mida por otro rasero siempre que trate de utilizar o de referirse a
esos imponderables y de integrarlos de alguna manera (siquiera sea
metafórica) en su sistema cuando gocen de algún grado de
probabilidad, como desde la experiencia clínica puede obtenerse.

Que algo tan obvio no se considere, sino todo lo contrario, no nos


parece pueda tener una motivación científica auténtica, sino que ha de
haber otras causas menos patentes de tipo emocional e ideológico. Pues
da la casualidad que es siempre en torno al hombre donde se despiertan
los escrúpulos cientifistas más atenazadores de la libertad de
investigación.

48 Hemos verificado en numerosos casos de nuestra práctica clínica


que los demás parientes cercanos, hermanos y tíos sobre todo, en
especiales circunstancias (mas no solamente en casos de orfandad), han
tenido una incidencia y han ejercido un influjo neurotizante o
psicotizante más decisivos que los de la pareja parental, y ello aun sin
haber sido sucedáneos de los padres.

En todo este surgir paulatino de «objetos» más o menos «reales» o


parcialmente fantaseados49, no son ni la percepción sensorial ni la razón
conceptualizadora (que todavía no ha comenzado a actuar por no haberse
constituido los filtros lógicos y conceptuales) las vías de mutua
compenetración entre la intimidad del niño y el medio, sino la impacíación
emocional y la comunicación afectiva.

49 Después del pecho, el segundo «objeto real» que emerge, o el puente


que se establece espontáneamente con la realidad (si hemos de dar
beligerancia a Freud) son los productos excrementicios y, finalmente, el
tercer puente de comunicación (simultáneamente autoasuntiva) el falo o
pene (fantaseado en la niña) asociado al padre o a su fantasma.

Como Sartre ha observado muy bien, desde otro campo, esta impactación
emocional es esencial para obtener alguna percepción y conciencia de sí
mismo («los demás nos fijan en nuestro yo», «los demás nos roban nuestro
yo», y es el tema de la obra Huis Clos de este autor). Parece que algo tan
inmediato como la propia percepción no podría estar mediatizado, ni tan
siquiera mediado, y, sin embargo, no es así.

Comienza el sujeto humano a existir «alienado» en los demás y en el entorno,


debatiéndose entre su absorción por los «objetos internos»50 y su agotarse en
los envolvimientos cenestésico-afectivos del entorno (siempre
emocionalmente percibido)51 y el proceso de mismación es inverso al que
cabría suponer; consiste en un irse «recuperando», es decir, adquiriendo una
densidad yoica unificada y unificante desde el reflejo especular (es
precisamente la concepción de Lacan) en los demás, que nos devuelven la
propia imagen aceptada o rechazada, o incluso deforme (lo cual conduce a un
no acabarse de aceptar a sí mismo en el adulto), y la clarificación sintética de
los «objetos internos», esquizo-paranoidemente vivenciados, que no
«percibidos».

50 Se suele objetar contra el modelo kleiniano que el influjo de los


«objetos internos» ya presupone un yo, inexistente en esa etapa tan
temprana. Aparte de que el lenguaje utilizado por Melania Klein no
puede ser adecuado con propiedad a las experiencias de esa etapa,
enteramente inconmensurables con las formalizadas por el lenguaje, y
que, por tanto, más bien hay que entender el discurso kleiniano de modo
analógico, no cabe duda de que el «magma afectivo» del niño es un
germen de subjetividad y evolucionará hasta el yo, de modo que muestre
una oscura tendencia afirmativa e integradora, siquiera sea
remotamente (de algún modo yoica) frente a las vecciones absortivas
(devoradoras) de los «objetos internos», y esto daría fundamento para
expresarse como Klein se expresa.

51 Las personalidades inmaduras, infantiloides o en estados regresivos


son proporcionalmente más accesibles (o exclusivamente) a
motivaciones y argumentos emocionales, e incluso sus modos de
concebir y el curso de sus «ideas» consiste en asociaciones
mágicamente participativas de unas imágenes muy concretas cargadas
de emocionalidad. Por eso son incapaces de razonar fría y
objetivamente, de planificar prácticamente y de ejecutar
económicamente. Sus aciertos prácticos suceden por intuiciones
incontrolables, pero todas sus decisiones «pensadas» son puras
presiones emotivo-concretivas del objeto o de la imagen presente en su
ánimo (percibida o recordada, o incluso fantaseada) en el momento
presente.

Por eso una relación primaria con la pareja parental, o solamente con la
madre o su sucedáneo, que consciente o inconscientemente (a pesar de sus
afectadas muestras de cariño e incluso de su superprotección, tal vez dirigida
a acallar un sentimiento de culpabilidad por el rechazo del hijo) rechaza,
deforma o niega al niño, imprime unas huellas indelebles en la personalidad
adulta de éste, que oscilan entre la inseguridad existencial, la
autodevaluación, la falta de vitalidad y de productividad (incapacidad de
construir proyectos de futuro, o de realizar los concebidos), hasta la
incapacidad de entablar relaciones con el otro sexo, la falta de identidad
sexual (y homosexualidad consiguiente)52, la impotencia o la frigidez, la
división del yo53, la esquizofrenia y la psicosis.

52 Sobre la distinta génesis de personalidades homosexuales y acerca


de los elementos y componentes en juego (en orden a una terapia), cfr.
nuestra obra Raíces del conflicto sexual (Guadiana, Madrid, 1976).

53 Un estudio interesante de esta peculiaridad caracterial, de su


etiología y casos de este tipo lo constituye la obra de R. D. Laing, The
Divided Self (Tevistok Publications, Londres, 1960) (hay traducción
castellana en Fondo de Cultura Económica, México, 1964 y 1974).

Simplemente el «no ser visto» por los padres, unos padres demasiado
absorbidos por la actividad profesional o por su mutuo amor (no derivado
hacia el hijo), puede ya producir esa división del yo, que es ya psicótica. Se
experimenta entonces un «yo interno», que es el real, pero que «no es visto»
y ha quedado abandonado a su magma de «objetos internos» infantiles, y un
«yo aparente» e inauténtico (al que suele asociarse el cuerpo propio) que «es
visto» por los demás, pero cuya presencia en el mundo engendra sentimientos
de culpabilidad y de angustia por su irrealidad, lo cual es ya una actitud
típicamente psicótica.

Al parecer, en los primeros años de la vida, la realidad interna y mundana y


su paulatina penetración en lo que más adelante será el «yo» del niño, es tan
extraña, inusitada, amenazadora y dura, que sólo con el apoyo y la protección
de afectos benévolos, intensos, positivos y aseguradores, puede el sujeto
humano abrirse a ella y aceptar su juego dialéctico de solicitaciones,
respuestas, aceptaciones, incidencias, intervenciones y trasformaciones
activas54, que suponen ya vitalidad, productividad, autoaceptación como
agente trasformador del entorno y conciencia de ser un foco consistente de
derechos, de valores, de cualidades y de comportamientos efectivos,
significativos y aceptables para los demás.
54 Como se apreciará fácilmente, esta dinámica interior, proyectiva y
práctica rebasa con mucho las dimensiones de un aprendizaje
propiamente dicho. Ya el hecho de adquirir una autovivencia
cualificada, una identificación y una aceptación de sí mismo, hasta en
los aspectos más vegetativos y pulsionales, es algo tan complejo y tan
interno que no cabe en los marcos de la teoría del aprendizaje. Podrá
ello, concediendo mucho, presentar alguna vertiente en este sentido,
pero lo nuclear de la experiencia es inconmensurable con las categorías
que maneja la teoría dicha.
2. ANOMALÍAS BÁSICAS DE LA CONDUCTA
Ya sea el origen de tipo mecánico, estructural o semántico, ya se condense en
los mecanismos y retículas de filtración de las experiencias y relaciones con
la realidad y, por supuesto, siempre con la intervención concomitante de los
procesos afectivos de apoyo y de arropamiento, o de rechazo e intemperie,
pueden producirse cinco tipos de anomalías de conducta, que se podrán
manifestar aisladamente (un tipo u otro en cada caso), o de modo simultáneo
y asociado, constituyendo una personalidad gravemente neurótica o incluso
psicótica (según la estructura de base de la perturbación y el modo de
combinarse de orígenes y los niveles de anomalía entre sí):

a) Presiones internas y tensionales, debidas a la deficiente canalización


energética (no a situaciones objetivas de stress) y que se traducen en afectos
de angustia, ansiedad, inseguridad o desconfianza paranoide en el entorno.

b) Percepción inobjetiva en exceso (más allá de un margen de tolerabilidad),


o deforme, de la realidad, que condiciona e impide la adaptación de la
respuesta conductal.

c) Carencia de autoidentidad (o rechazo de la propia identidad, en el sexo


sobre todo) que provoca sentimientos de inferioridad, de devaluación, incluso
de vergüenza ante la propia presencia social, y hace percibirse como
vulnerable, sin derechos, incluso digno de destrucción; o inclina a la huida
constante de toda relación o medio en que se sea conocido (poriomanía).

d) Inhibiciones de la actividad debida, ya de la espontáneamente natural


(como sexualidad, apetito, digestión, respiración o productividad), ya de la
planificadora y planificada (cuando o no se es capaz de formular proyectos
prácticos, o no se es capaz de ejecutarlos).

e) Derivaciones incontrolables de la energía de modo inadaptativo y


simbólico en dos formas diversas: somatizaciones (en personalidades de
tendencia histeroide) y comportamientos explosivos, obsesivos, compulsivos,
infantiles, autodestructivos y en general ateleológicos; al parecer, siempre
tendentes a frustrar, a infligir sufrimiento, a destruir posibilidades y a desviar
de los procesos reales («actos fallidos»).

Podría sintetizarse este cuadro clínico (o decantación de diversos cuadros


clínicos) de anomalías en el funcionamiento de la personalidad en tres clases
de conducta genérica:

—Conducta inhibida: la energía no se manifiesta eficientemente, no se


canaliza activamente, no emergen afectos, ni existe motivación posible, ni
siquiera el organismo actúa (impotencia, asma, trastornos digestivos u
hormonales, parálisis histeroides, ausencias mentales por defectos del cerebro
de origen psicógeno).

—Conducta irreal: no hay, o se halla pertubarda, comunicación con el


entorno, ni posibilidad de relaciones personales, ni de percepción objetiva del
entorno o de sí mismo, y los comportamientos están en consecuencia
desviados de los procesos eficientes y se cortocircuitan bien
narcisísticamente, bien defensivamente, bien hedónicamente, bien
destructivamente, o encarnando algún simbolismo sustitutivo de objetos y
acciones reales.

—Conducta dispersa: a pesar de que se percibe y se valora adecuadamente la


realidad y a pesar de que la energía básica fluye (a veces con un exceso de
actividad compulsiva), los ritmos temporales no se articulan bien (el tiempo
se «escapa» sin saber cómo y desde luego sin llegar a producir nada), el
proceso conductal no llega a ligar en una serie de acciones teleológicamente
organizadas y eficientes, o el sujeto nunca llega a lograr los objetos de sus
intenciones y tendencias.

Esta tipología de fenómenos conductales descubre tres modos defectuosos de


instaurarse la personalidad: inhibición o carencia de disponibilidad fluida de
sus energías básicas, irrealidad o carencia de la mediación percepcional y
expresiva entre estas energías (a veces demasiado disponibles, hasta resultar
explosivas) y el entorno, y dispersión o carencia de aplicación, en la dosis y
potencial adecuados, de estas energías a los procesos reales no irrealmente
percibidos.

Esta clasificación básica y elementaría puede ser de más utilidad en


psicoterapia que la nomenclatura psicopatológica tradicional, por hallarse
despojada de los resabios médicos y organicistas que ésta supone. Los
mismos psiquiatras advierten el carácter impreciso y metafórico de algunos
términos y concepciones de esta nomenclatura y lo desconocido de los
procesos reales a que apunta (pues no son directamente observables como los
orgánicos). Nuestra terminología, al menos, ha sido obtenida de la
observación misma y da unas anomalías fundamentales, a partir de las cuales,
según su grado, su combinatoria estructural y su incidencia en la personalidad
(degradándola o no), podrían irse deduciendo todas las perturbaciones, típicas
y psicopatológicamente registradas, de la misma.

En esta triple anomalía de la personalidad tendríamos comprendidas las tres


formas fundamentales de estados energéticos de la misma: estado de
activación, estado de comunicación y estado de aplicación. Por consiguiente,
la terapia dialytica ha de ejercer un triple efecto de fluidificar o movilizar las
energías inhibidas, o las estructuras que las bloquean, hacerlas derivar
práctica y expresivamente hacia la realidad y sus procesos objetivos y
concentrarlas o redistribuirlas adecuadamente a la naturaleza y exigencias de
esos mismos procesos, sin polarizaciones obsesivas ni dispersiones evasivas.

3. EL PROCESO TERÁPICO

La terapia consiste fundamentalmente en una reorganización estructuradora,


tanto de las «formaciones de apoyo» de la personalidad como de sus
canalizaciones y de sus estados energéticos básicos, en forma de un proceso
que se retroalimenta y se decanta así en nuevas «formaciones de apoyo» y en
ulteriores cauces de canalización, que generan estados energéticos más
adecuados a la realidad.

Si se prefiere, evítese la expresión «curar», que no puede prescindir de


connotaciones médicas (pues hay ortodoxos, citados por los críticos de
psicoanálisis desde el campo conductista, que opinan no tratarse en realidad
de curación), pero sí ha de tratarse de incrementar (y hasta de «plenificar») la
autoposesión consciente del paciente y su disponibilidad energética.

Por muy poco eficaz que fuera el influjo del proceso analítico, la
concienciación, la lucidez progresiva que se va generando en el estado inicial
de confusión mental, emocional y autoidentificativa del paciente, así como la
asunción integrativa de energías, rasgos, posibilidades y realidades que éste
va llevando a efecto, no pueden por menos de producir alguna modificación
liberatoria en él.

Y, dado el proceso de retroalimentación que cualquier mutación del estado de


fuerzas físicas o psíquicas produce en los fenómenos vitales, se explica que
pueda ser posible una lenta evolución dinamizadora y constructiva de la
personalidad. Desde luego, los hechos demuestran que ésta reacciona
activamente a la comunicación, a la relación afectiva, a la interpretación de
sus símbolos y a la palabra, y que reacciona con mayor amplitud e intensidad
que a los fármacos y a otros procedimientos mecánicos y extrínsecos. Hay
reacciones a palabras, a gestos, a silencios o a miradas, tan repentinas y
trasformativas del estado de ánimo, del vivenciarse o del aceptarse del
paciente, que algunos pacientes psicólogos han confesado que, a pesar de
haber estudiado estas materias, si no lo hubiesen llegado a experimentar en sí
mismos de esta maneja, no hubieran nunca podido creerlo y habrían pensado
que era «cuento» (sic).

En realidad no es la materialidad de la palabra la que es capaz de provocar


mutaciones vivenciales y energéticas en el paciente, sino que la palabra al ser
pronunciada (por el terapeuta o por el paciente) actúa de disparador
(declancheur se diría en francés) que moviliza, hace incidir e interrelaciona
una serie de asociaciones y de cargas emocionales y energéticas, cuyo
precipitado es lo que conmueve y transforma el equilibrio, el estado, la
apertura mental, las barreras inhibitorias o los resortes de la intimidad
personal del paciente.

La palabra se halla estrechamente asociada a las emociones y éstas lo están a


los demás resortes de psiquismo. Y proporcionalmente puede decirse lo
mismo de otros vehículos expresivos equivalentes a la palabra, como la
ausencia de palabras o silencios, el gesto, el clima de una relación, la
situación psicodramática, el tono de la voz o la mirada, incluso la distancia
espacial que separa al terapeuta del paciente y la postura de éste en el diván.

Tres serían los factores que decisivamente intervienen en la tratabilidad de un


caso determinado y en su curación final: la transferencia, el acierto en la
estrategia adecuada al caso y la superación del miedo infantil a la realidad
(cargada de consecuencias responsabilizadoras y dinamizadoras), que le
bloquea detrás de sus defensas y de sus comportamientos simbólicamente
sustitutivos.

Pues podríamos afirmar con certeza que todas las perturbaciones de


personalidad radican en una fijación en estadios infantiles de la afectividad
marcados por el miedo (que se trasforma en angustia cuando su objeto ha
quedado reprimido u obliterado) y en la cortina de símbolos («objetos
internos», objetos mitificados de deseos infantiles insatisfechos, investiciones
sustitutivas y fantásticas de las realidades), demasiado densa en estos casos,
que impiden (ambos factores) vivenciarse como adulto y abrirse a las
realidades y a las relaciones interpersonales y sociales tal como son55.

55 Esta certeza la hemos adquirido aceptando, en parte, las


experiencias de los diversos autores que han tratado de ello, pero sobre
todo desde nuestra propia experiencia clínica: hemos observado
constantemente que éstos son los factores que intervienen siempre en las
anomalías de tales tipos de personalidad, que se han llegado a curar al
concienciarlos, asumirlos afectivamente y superarlos. No ha sido
posible someter tales rasgos a «experimentación» de laboratorio, pero
se pueden apreciar como se aprecian en geología las fallas del terreno,
los diferentes estratos, las dislocaciones, etc., sin que sea necesario
repetirlas un número determinado de veces en un laboratorio. La
psicología dinámica se funda, pues, en una verdadera «geología»
psíquica que sigue otros métodos de verificación, impuestos por la
naturaleza de su objeto, distintos del aprendizaje o de la psicología
experimental. El resto de esta obra será una prueba más.

Tiene razón Adler al concebir la neurosis y el carácter neurótico como una


forma de instalación en la realidad «como si...» (als ob) y como una
«voluntad de parecer» más que de «ser» (Wille zum Schein y no zu Sein),
mas queda corto en el alcance de su observación: no se trata sólo de la
voluntad de poder, de dominio, de tiranizar a los parientes próximos o de
ocupar un puesto privilegiado en el grupo, sino además de un aparecerse
distinto u opuesto a lo que se es (que llegaría hasta a la homosexualidad y
travestismo), para no arrostrar las consecuencias prácticas de ello, pues se las
teme infantilmente.

Naturalmente, esta superación del miedo infantil a la realidad (propia y ajena)


depende, a su vez, de la transferencia y de la estrategia adoptada al efecto, de
la cual no deben quedar excluidas las técnicas de modificación de conducta
desensibilizadoras, implosivas, reforzantes, según la naturaleza del caso, ni
las movilizaciones psicodramáticas56, pero siempre apoyadas y encuadradas
por un contexto de más fondo, en el que no todo quede en mecanismos de
respuesta y de habituamiento, sino en el que todo funcione en orden a influir
en los factores más básicos de la personalidad perturbada.

56 Los freudianos ortodoxos recelan supersticiosamente el acting out, y


consideran el psicodrama como una ocasión peligrosa de que se
produzcan actings. Nosotros no pensamos así, sino que el acting
controlado del psicodrama puede ser un elemento imprescindible para
movilizar algunos casos que, de lo contrario, se alargarían
indefinidamente.

La maleabilidad e influibilidad del psiquismo humano que, por estos


procedimientos, hacen posible la transformación metódica de la personalidad,
constituyen también la principal dificultad técnica de la terapia, pues el
desajuste concreto (y no modélico y teórico) de cada paciente no reacciona
uniformemente (ni en todos los casos) a unos procedimientos generalizables,
sino que hay que inventar la estrategia propia de cada caso.

Ello exige del terapeuta una «creatividad» especial, ya que no puede


abandonarse a recetas consabidas, sino que ha de improvisar cada vez,
artesanalmente, el modelo práctico de cada caso, como cuando Freud
descubrió en el caso de Pappenheim la dimensión analítica de sus trastornos
histéricos y organizó un sistema de referencias original, para tratarlo. Esto no
ocurre ciertamente en ningún otro campo de la terapia ni de la medicina
interna, pues el organismo funciona aproximadamente del mismo modo en
todos los humanos, y si hay algunas variantes más bien se deben éstas a la
incidencia de factores psíquicos o psicógenos, en todo caso psicoanalíticos,
en el funcionamiento del organismo, que a peculiaridades individuales del
mismo.

Los modelos, los esquemas de escuela y las teorías constituyen paradigmas


solamente, sistemas de referencia, muy útiles, por supuesto, pero nunca
aplicables a todos los casos concretos tal cual. Tal vez la duración cada vez
más prolongada de las terapias, de las que los mismos analistas se quejan (y
que no se producía en las terapias conducidas por los jefes de escuela), se
deba a la escolastización de los discípulos y de sus métodos y a la
«industrialización» no artesanal de las terapias. De aquí la importancia
decisiva de la trasferencia y de una contratrasferencia auténtica que conduzca
al terapeuta a interesarse por el caso identificativamente (sin, por otra parte,
implicarse en una relación interpersonal, mas no controlada metódicamente ni
de carácter estrictamente terápico, con el o la paciente).

Como Karen Horney ha visto muy bien, y por supuesto Gebsattel y


Binswanger, el trasfondo de la terapia y la base de sustentación de todos los
demás procesos de la misma consiste en una «relación de projimidad»
(Mitmenschlichkeit), según la terminología de Gebsattel y de Binswanger, o
en que el paciente encuentre una atmósfera de aceptación y de cariño sano,
aséptico de otras implicaciones posesivas, obsesivas o incestuosas (que tal
vez tuvo el cariño primario materno o paterno, si es que existió alguna vez),
según la concepción de Horney y de Nacht.

Görres, Rank y Steckel se han dado perfecta cuenta de que para «curar» e
influir eficazmente en los resortes más activos de la personalidad hay que
llegar más allá de la palabra, del esquema mental de las pautas sociales, de lo
convencional y de lo consabido, a esos niveles irracionales (aunque
sustentadores de la racionalidad) en que los impulsos, las vivencias más
primarias y el autopercibirse cenestésico-afectivo se entrelazan, desde los
primeros impactos afectivos del primer año de vida. Naturalmente, no existe
otro acceso a estos niveles que el afecto (positivo o negativo), las actitudes
simbólicas alternantes, mantenidas en la relación paciente-terapeuta, y la
colaboración activa de ambos en las vicisitudes del proceso dialytico (es
decir, no tanto reflexión y diálogo, cuanto acción y movilización sobre la
marcha); esta serie de tipos de relación es lo que se comprende bajo el
término de trasferencia, transfert, o rapport.

De momento diremos que, dado el punto de partida exclusivamente


emocional en las primeras relaciones con la realidad, consigo mismo y con
las demás personas de su entorno, de que el niño parte tras su nacimiento, y
supuesto que la estructura neurótica y psicótica de la personalidad data ya de
ese primer año de vida, no hay otro modo de regresar hasta el punto de
arranque de la perturbación, que evocando, suscitando y controlando aquellos
primeros estados afectivos de la infancia, lo cual únicamente es posible en
una relación transferencial.

Además, como la relación perturbada con la realidad y consigo mismo


proviene del clima afectivo inadecuado o perturbado, que rodeó al niño en los
primeros tres años de su existencia (a lo sumo hasta los cinco o seis), bien por
ausencia de cariño en la pareja parental, bien por un rechazo y afecto
negativo de parte de la misma, bien por un cariño superprotector, simbólico-
proyectivo y, en definitiva, posesivo por parte de la madre, que congeló
autísticamente la capacidad incipiente de apertura a la realidad en el hijo, o le
orientó hacia relaciones simbólicas y proyectivas, el medio más eficaz de
rectificar esa orientación inadecuada (ese «aprendizaje desadaptativo») de la
personalidad será crearle un clima afectivo positivo y aceptativo, que sustente
provisionalmente su nuevo abrirse a la realidad, su autoidentificación en
función de la misma y su actividad productiva y adaptada, como debió
haberla sustentado el clima afectivo adecuado de la célula familiar o
educacional, en su momento. Naturalmente, este tipo de relación se complica
a causa de los componentes masoquistas y sádicos del paciente (el terapeuta
se supone que ya los integró y superó, al prepararse para serlo con un análisis
profundo) 57.

57 Es absolutamente imposible, dada la evasividad de los impulsos y de


las proyecciones inconscientes no controladas, que un terapeuta no
tratado analíticamente con anterioridad a su práctica activa como tal,
no se implique indebidamente en los casos que trata, no proyecte sus
propios conflictos en ellos, no desahogue sus fobias, sus filias, sus
obsesiones, su sadismo o su masoquismo, su narcisismo, su posesividad
o su erotismo, o no se deje contaminar por aquellos pacientes que
presenten contenidos y rasgos afines o complementarios de los que el
terapeuta inconscientemente posee. Pues no es posible, por equilibrado
y sano que el terapeuta se crea, que sin una exploración, un
desvelamiento y una integración psicoanalítica de todo este conjunto de
fuerzas, no se disparen éstas a destiempo y traicionen su propia
intención consciente de curar.

Sólo un drenaje dialytico puede evacuar todo residuo psíquicamente


patógeno a esos niveles inconscientes, que por serlo resultan muy
difíciles de controlar por otros medios y especialmente proclives a
sobornar las intenciones profesionalmente éticas de quien se adentra
afectivamente en el drama íntimo de otro ser humano, en el magma
viscoso de sus afinidades no saturadas. En el mejor de los casos, lo que
el terapeuta puede presentir que subyace en el trasfondo del caso y de
su paciente, agrandado por los residuos de miedos infantiles soterrados
(que pueden existir, por muy equilibrado que el terapeuta se sienta, si
no los ha sometido a análisis metódico), despertará resistencias en él y
se defenderá a sí mismo de los componentes más conflictivos del caso
ajeno, o, por el contrario, proyectará en él los propios componentes
conflictivos, produciendo así un verdadero contagio.

Cuando menos, carecerá de mordiente en la realidad del caso, pues una


de las características de quienes no controlan suficientemente sus
niveles inconsistentes o son neuróticos es la de resbalar sobre lo que les
atañe o tratan huyendo el compromiso; o no podrá manejar
diestramente los resortes actitudinales y afectivos (agresividad, cariño,
frialdad, firmeza, remedo o reflejo de la actitud del paciente, tolerancia
o intransigencia con las defensas, la «cortina de palabras» y la pérdida
de tiempo), según las vicisitudes del proceso lo vayan exigiendo.

En definitiva, es perfectamente lógico que todo aquel que trata


desajustes de personalidad y que ha de adentrarse en los niveles más
afectivamente contagiosos de sus clientes, haya aprendido a hacerlo, a
controlarlo y a manejarlo en propia carne y que, por supuesto, se halle
totalmente a salvo —por ética al menos— de cualquier riesgo de
contaminación activa. Para ello hay que someterse a una terapia
(siquiera sea de modo didáctico) de este tipo. Y quizá sea este requisito
lo que tantas resistencias, acusaciones y descalificaciones suscite contra
esta terapia y aun contra la teoría (y la validez de las experiencias
antropológicas) en que se funda.

En general, puede afirmarse que la curación o el logro de la terapia


fundamentalmente depende de la recuperación que el paciente consiga de las
posibilidades vitales, emocionales, energéticas, referenciales y creativas que
quedaron atrofiadas en su infancia; por eso se hace indispensable regresar a
aquellos estadios y niveles (todavía soterrados en el adulto) y bucear en ellos,
en una labor casi arqueológica, para revivificar lo aparentemente obliterado,
y, sin embargo, tan vivaz que sigue perturbando la conducta, la afectividad y
hasta la inteligencia del adulto por no hallar su adecuada canalización.

Pero esta labor de recuperación de gérmenes y de posibilidades, de otro modo


perdidas para siempre, no puede ser amorfa e indefinida, sino que ha le
suceder según un proceso metódicamente articulado. Gran parte del motivo
de queja que algunos analistas, muchos pacientes y todos los autores
conductistas encuentran en la duración desmesurada y poco práctica de la
terapia psicoanalítica, procede de esa manera indefinida y amorfa con que
algunos la conducen, volviendo siempre sobre lo mismo y sin caer en la
cuenta de que, como todo lo dialéctico y procesual, han de irse recorriendo
etapas o fases de instauración, estructura y estrategias distintas, las cuales
pueden y deben controlarse con método, por lo menos no perder de vista la
modulación espontánea del proceso que se va articulando en segmentos de
diversa tónica y calidad y que van exigiendo del terapeuta actitudes, tácticas
y registros diferentes y diferenciados entre sí. No tenerlo en cuenta puede no
impedir la curación final, pero necesariamente la demora, como sucede y ha
de suceder con todo proceso no lúcidamente controlado y orientado según las
estrategias más adecuadas a cada momento del mismo.
4. ARTICULACIÓN FÁSICA DEL PROCESO
Todo proceso, en cuanto proceso (sea físico, sea psíquico, sea social, sea
cultural o sea cósmico), se articula en fases. No hay nada dinámico,
evenemental y evolutivo que sea amorfo e indefinido. El control de un
proceso supone básicamente el control de todas sus fases (así puede
acelerársele, salir al paso de las dificultades, de sus estancamientos y
retrocesos, cambiar las estrategias, etc.). El llamado «análisis indefinido»
sería, pues, sinónimo de un análisis «descontrolado», es decir, mal
conducido, tal vez por falta de conocimiento suficiente acerca de los registros
de la personalidad y de "los aspectos (e incluso dimensiones) de su
integración y desarrollo.

Ya en otra obra anterior (Terapia, lenguaje y sueño, 1973, que venía a ser la
«obertura» de nuestro método, en la que todos los temas se planteaban)
hicimos un análisis descriptivo y amplio de la sucesión y de las
características de tales fases (capítulo 7, págs. 185 y ss.), aquí sólo hemos de
mostrar, con mayor brevedad, la naturaleza y la articulación sistemática de
las mismas.

Antes de especificar estas fases, y enfocando la totalidad del proceso en


perspectiva, hay que distinguir claramente tres momentos, ninguno de los
cuales puede ser omitido en la terapia concreta, sin que sus resultados se
malogren:

A. Diagnosis e instauración de la relación transferencial.


B. Penetración en los mecanismos de resistencia y resolución del nudo
perturbador (traumático, represivo, paralizante o bloqueador del acceso a
la realidad).
C. Integración, ajuste y resemantización del mundo del paciente.

Las fases se dan en mayor número, dadas las vicisitudes por las que el
proceso, en detalle, ha de ir pasando, pero su dinámica y su sentido
pertenecen a uno de estos tres momentos.

En las terapias o análisis no metódicamente articulados el proceso parece


centrarse en el momento primero y, si acaso, en parte del segundo (análisis de
las resistencias), pero ni se desarrollan estrategias para la resolución del nudo
perturbador (de acuerdo con su naturaleza), ni, menos, se cuida una
integración de los elementos desreprimidos en una personalidad ajustada y su
orientación en el mundo nuevo que se le abre, gracias a su resemantización, y
todo ello apoyado todavía en la transferencia.

Hay terapeutas que, extremando la no intervención en el caso que exige la


ortodoxia psicoanalítica, se limitan a una total pasividad frente al mismo,
dejándolo eternizarse infructuosamente (es lo que el conductismo con razón
les reprocha) y no prestando el menor apoyo efectivo al paciente para que
reinstaure su personalidad en sí y en su mundo.

La razón que les avala en esta pasividad total (una paciente francesa de un
analista lacaniano en París nos confió que durante el primer año de su análisis
ignoraba todavía el timbre de voz de su terapeuta) 58 es el propósito y la
necesidad de no incidir en el caso, de no contaminar con material propio o
con elementos ajenos el material que el paciente ofrece y la dinámica propia
de su proceso.

58 El discípulo de Lacan, Serge Leclaire, en su interesante y valiosa


obra Démasquer le Rèel (París, Ed. du Seuil, 1971), págs. 34 y 122,
ironiza sobre el «silencio del psicoanalista» y cita el caso de un ilustre
analista cuya muerte repentina hacía varias horas sólo fue descubierta
al irse el último paciente de su jornada de trabajo por el recepcionista.
Dada su habitual pasividad, nadie había notado nada extraño o
desacostumbrado en la inmovilidad y silencio cadavéricos del
terapeuta: la serie de los pacientes había desfilado por el diván
(acogidos, conducidos a él y despedidos por el personal auxiliar)
literalmente y como el habla coloquial dice gráficamente «soltando su
rollo» sin recibir la menor señal de escucha o de respuesta. Un analista
venezolano nos confió, en nuestra visita a un centro de Valencia de
Venezuela, que «le iba muy bien» con emitir intermitentemente un
carraspeo de aprobación o de presencia moral. De otro analista
supimos que aliviaba la monotonía de esas sesiones en silencio (sobre
todo cuando el paciente opta por la misma fórmula de pasar su sesión:
nosotros lo hemos experimentado no infrecuentemente) mediante una
televisión en miniatura mantenida invisible y sin sonido a la cabecera
del paciente...

Sin embargo, los grandes maestros, jefes de escuela, empezando por Freud,
por Adler y por Jung y siguiendo por Ferenczi, por Reich, por Fromm, por
Gebsattel, por Pankow, etc., no actuaron así, sino que su genio y su intuición
les sugería en cada caso, con cada paciente y en cada momento, la abstención
o la intervención activa de acuerdo con una estrategia determinada (como
claramente se desprende de las obras que han dejado escritas). Es decir,
trataban de «curar» a un «paciente», no de cumplir con un reglamento...

Pero además, y es lo más sorprendente del caso, no por esa pasividad y


silencio dejan sus discípulos de incidir activamente y de introducir material
propio en los casos que tratan: hacen proselitismo para su ideología y según
sea el terapeuta liberal, marxista o marcusiano, así suelen salir mentalizados
sus pacientes, de modo que una de las resistencias que bastantes sujetos
necesitados de tratamiento, y que no se acaban de decidir a someterse a éste,
presentan (y con razón) es el temor a verse ideológicamente manipulados y,
más allá de la desrepresión y de la trasformación estrictamente terápica,
cambiados incontrolablemente en sus actitudes existenciales.

Desde luego y desde la experiencia más cotidiana, lo peor y el punto más


negro que la práctica actual de la psicoterapia presenta es la desaprensión, o
el descontrol ideológico, de gran cantidad de terapeutas que, aprovechando,
quizá muy incoscientemente, su posición trasferencial privilegiada frente y
sobre el paciente, le someten a un verdadero y sistemático «lavado de
cerebro» extraterápico y manipulativo de su personalidad social59.

59 Acerca del estado en que los pacientes quedan después de este tipo
de análisis puede consultarse la tipología diversa que hemos trazado en
Libido, terapia y ética (1974), págs. 233 y ss.

Pero, dejando aparte estas cuestiones, lo que no hay que confundir es la


incidencia y la contaminación del caso con material ajeno, o cuestiones de
contenido, con las estrategias convenientes y adecuadas a su marcha, o
cuestiones de forma.

La aplicación lúcida de un método que vertebre un proceso para su mayor


eficacia no puede ser nunca considerada como perturbadora o mistificativa
del mismo, pues entonces toda investigación, metódicamente llevada en
cualquier campo, falsearía su propio objeto, y se haría imposible la ciencia.
Salvo las implicaciones emocionales y personales en el caso, implicaciones
que con demasiada frecuencia constituyen lo que precisamente no se evita, y
salvo las proyecciones del inconsciente del propio terapeuta (cosa que nunca
evitará si no está bien analizado), no tiene, la concienciación analítica, por
qué ser menos metódica y venir menos técnicamente conducida que las
demás investigaciones (o procesos de concienciación) científicas.

Es verdad que Heisenberg ha llamado la atención sobre la incidencia de los


procedimientos de la investigación en el objeto (cuando, sobre todo, se trata
de campos microcósmicos y nucleares, del mismo orden dimensional que la
luz), pero ni ello impide que se apliquen válidamente métodos y técnicas
diversas a la investigación, pues sin ello la ciencia no sería viable, ni, por otra
parte, la no intervención metódica y movilizadora del psicoterapeuta en los
procesos de sus terapias, evita, como ya hemos dicho, sus proyecciones y su
incidencia de contenido en el caso.

La mayoría de los ortodoxos toman, por lo visto, el término «análisis»


demasiado al pie de la letra, como si se tratase de la observación analítica de
un objeto muerto o pasivo. Pero se trata de una personalidad humana viva y
de sus elementos energéticos más dinámicos, y lo dinámico y procesual no
puede cesar de proceder (evolucionar, progresar o regredir) un solo instante,
sobre todo al entrar en situación terápica (que afecta y conmueve tan
profundamente la afectividad del paciente): prueba de ello es el fenómeno
inevitable y terápicamente útil de la transferencia.

Luego no puede paralizarse la dinámica personal durante el tiempo de las


sesiones para analizarla como un objeto inerte y nada más, pero como en la
dinámica evolutiva de la personalidad en las sesiones interviene, quiéralo o
no, la presencia del analista y la relación trasferencial con él, incluso su
pasividad supondrá una mediatización involuntaria e incontrolada del proceso
mismo de transformación del paciente, aunque no se quiera. No es, pues, la
solución refugiarse en la inactividad, sino organizar metódicamente las
intervenciones de modo que no se estanque el proceso inútilmente, no
introduzca el analista contenidos ajenos al caso y las reacciones que produzca
su intervención tengan valor significativo, sintomático y activador de la
emergencia de contenidos propios del paciente.

En la primera etapa (A), que hemos señalado páginas atrás, las intervenciones
del terapeuta han de reducirse al mínimo o incluso evitarse totalmente. Aquí
todavía es lo más conveniente dejar brotar el material analítico con toda
espontaneidad y aun con todas las dificultades, bloqueos, resistencias y
defensas que el inconsciente del paciente oponga a su manifestación o
descarga, pues esas mismas dificultades son material muy significativo y útil,
que ofrece el negativo del perfil de personalidad. Negativo que es siempre
más explícito en su mensaje que la palabra consciente e intencionada. Pero
hay que saber leer entre líneas.

El terapeuta, en este momento inicial, ignora todo y podría perturbar


considerablemente el proceso si pretendiese poder seguir ya algunas pistas
(desde sus concepciones, a priori, de las causas de la perturbación: Edipo,
«castración», «voluntad de poder», «alienación socioeconómica», etc.) y,
sobre todo, puede venir a colaborar con las defensas del paciente, al
insinuarle falsas pistas, que el inconsciente del mismo no dejará de
aprovechar instintivamente para dar por el gusto al terapeuta y realizar una
amplia operación de despiste.

El paciente debe ignorar por completo, a estas alturas todavía, qué es lo


«importante» y qué lo irrelevante, qué es lo estimado por el analista y qué lo
devaluado por él, debe ignorar si se cotiza más el material diurno, el
fantástico, el emocional y opcional o el onírico; pues, de lo contrario, tenderá
a cargar las tintas (e incluso a exagerar y a inventar) en aquello que supone ha
de hacerle bienquisto al analista, rehuyendo lo que le parece pueda no obtener
su aprobación, con lo que éste se priva de fuentes de información que nunca
carecerán de importancia en su momento.

Una de estas fuentes puede ser precisamente el silencio y las impresiones y


estados afectivos producidos por él, así que no debe tampoco insistir el
analista en que el paciente se exprese, se desahogue y hable, o tenga
confianza, o no tema, etc., aparte de lo improcedente del tono paternalista (o
maternalista) y protector que todas estas expresiones suelen inevitablemente
suscitar en quien las emplea60.
60 Hemos sabido de una analista que, en un caso por lo menos,
comenzó la primera sesión diciéndole al paciente varón y adulto: «
¡Mira, esta habitación es un gran útero, es mi útero, el útero de la
madre, en el que te vas a encontrar protegido y a gusto, ten
confianza!»...

Por el contrario, el paciente tiene que sentirse absolutamente despistado en


los comienzos acerca de qué va y qué es lo interesante (salvo la sensación
general de que se trata de descargar todo lo que le angustia, perturba y
paraliza). Porque, de imaginar lo que podría ser deseable, su vigilante y
siempre activo deseo de defensa (de su intimidad neurótica) lo aprovecharía
infaliblemente para montar una estrategia inconsciente que, a él mismo y al
terapeuta, les cree la apariencia de que el proceso marcha muy bien, de que
hay mucho material y de que él es un inmejorable «paciente», con lo cual
pueden perderse meses y aun un año o dos de proceso, para venir a descubrir,
a la postre, que todo venía siendo una pura distracción de la atención,
desviándola de lo verdaderamente crítico (en nuestros primeros análisis
hemos perdido bastante tiempo tratando de encontrar al causante de la
perturbación en la madre o en el padre, de los cuales hablaba profusamente el
paciente, para venir, al cabo de un año o de seis u ocho meses, a descubrir
que la figura clave para la intimidad afectiva e inconsciente del niño había
sido un tío, un hermano u otra persona más alejada todavía en el parentesco,
tal vez un vecino...).

Lo peor que puede ocurrirle a un analista es creerse ya en posesión de la


clave del caso, por profesar una doctrina de escuela determinada que,
sistemáticamente, fija la etiología de las neurosis en un tipo más o menos
constante de relaciones, de traumas o de deseos reprimidos. Aunque esa
doctrina pueda en términos generales ser exacta, nunca se sabe si este caso
concreto que tenemos delante encaja en ella o no (aunque la excepción, que
siempre se da, suponga una proporción de un uno por mil o por un millón...).

El terapeuta ha de hacerse a la idea de que lo ignora todo y mirar y recibir el


material espontáneo que el paciente le trasmite con «ojos» totalmente
«nuevos» (asombrados ante la originalidad de lo real; pues nunca un caso es
idéntico a otro). Y sólo cuando el material comience a repetirse y se aprecie
un agotamiento del fondo de recuerdos, de los estilos de reacción, de los
temas oníricos y fantásticos y de los tipos de vivencia, podrá empezar a
montar su estrategia propia, ya sin temor a juicios precipitados y a priori. Es
esto lo que en la escuela de Lacan se practica, aunque, como siempre que
algo se escolastiza, tampoco sin flexibilidad ni adaptación a cada caso.

La transferencia entonces no ha de venir provocada, con advertencias de que


ha de producirse o con muestras de simpatía, de cariño, o de seguridad y de
saber, sino que también ha de ir despertando paulatinamente conforme el
paciente se vaya sintiendo comprendido, apoyado, aceptado ambientalmente,
y la inevitable cercanía que entre paciente y terapeuta se establece vaya
haciéndolos participar de una misma problemática. Entonces y sólo entonces
comenzará aquél a proyectar fantasmas infantiles sobre el analista y a sentirse
afectivamente vinculado a él.

Una vez dispone el analista de toda la información necesaria (por lo menos,


en principio y en una primera oleada de emergencias) y el paciente se ha ido
descargando confidencialmente y apoyando transferencialmente en él (en el
doble aspecto de base de sustentación afectiva, y de drenaje proyectivo de
fantasmas y de relaciones perturbadoras, fijadas en la infancia), comenzaría
una segunda fase, ya estratégicamente organizada, de desmontaje de las
estructuras de personalidad defensivas, resistentivas, bloqueadoras o
simplemente no porosas a la realidad. La tónica habitual y corriente de esta
segunda fase (intermedia entre el momento A y el B de nuestro esquema
inicial) es la de un intento de concienciación por parte del paciente (y de
ayuda a ella, por parte del analista) tanto de lo deficiente de su organización
personal y de los elementos estructurales perturbadores de su conducta y de
su equilibrio, cuanto de las «causas» o procesos de gestación de los mismos
(actitud de la pareja parental hacia el hijo, relaciones afectivas del hijo con
los padres, situaciones concretas de la primera infancia —«escena
primordial» entre otras— y traumas emocionales), ya que, en la
configuración y estructuración de la personalidad, todo se produce (o actúa
como «causa») en forma de proceso-en-situación-afectivamente-vivida.

Esta segunda fase puede provocar en los distintos tipos de pacientes efectos
contrarios, a unos les sigue liberando, estimulando, haciendo más lúcidos,
organizando sus contradicciones afectivas y canalizando su productividad;
éstos no suelen presentar de momento «resistencias» al progreso de la terapia,
sino todo lo contrario. Otros, cuya neurosis o psicosis61 es más profunda,
intensa o generalizada, en esta fase se angustian todavía más de lo que
anteriormente solían, y, si no se organizan cuidadosamente las estrategias con
ellos, pueden llegar al brote esquizofrénico (desde luego, como nos ocurrió
con el único paciente que presentó esta manifestación psicótica, el brote corre
peligro de producirse con bastante probabilidad, si las resistencias
mencionadas les moviesen a abandonar la terapia y a alejarse del analista).

61 También las psicosis resultan, en principio, perfectamente tratables y


curables por psicoterapia analítica. Las dificultades concretas en cada
caso pueden provenir de la preparación o habilidad del analista (de ese
analista en concreto), de la comunicacióny de la transferencia que el
analista logre establecer con el paciente y de las intuiciones que aquél
tenga para organizar estrategias y filtrajes hermenéuticos (el psicótico
vive de símbolos) que clarifiquen su sistema concreto de defensas
aislantes de la realidad.

Por supuesto, el mayor peligro de tratar pacientes psicóticos reside en


lo que sucede fuera de las sesiones, al alejarse periódicamente (durante
un día, unas horas o más días) del influjo del analista, pero este peligro
puede obviarse disponiendo de posibilidades de alojamiento vigilado.

La desorganización necesaria del sistema defensivo de la personalidad


deficiente y conflictiva que esta fase tiene que producir para lograrse la
eficacia de la terapia, constituye al paciente provisionalmente en una
situación precaria y peligrosa, pues queda metafóricamente «en carne viva»
(como si a un cuerpo se le hubiese quitado la piel protectora que, por su
deficiente calidad, no traspirase bien y no permitiese el crecimiento: la
«coraza» de Reich) o con «las raíces al aire». Durante este período es
absolutamente indispensable la asistencia asidua del terapeuta, del cual no
puede alejarse el paciente por mucho tiempo62, aunque sus resistencias
inconscientes le sugieren diversas racionalizaciones para hacerlo: vacaciones,
viajes de negocios o de estudios, preparación de exámenes, matrimonio,
fallecimientos de familiares, entrenamientos, etc. Nuestra experiencia
generalizada es que una interrupción provisional en esta fase resulta siempre
perniciosa y peligrosa, y habría que impedirla desenmascarándola como tal
resistencia, y si no hubiera más remedio, atemorizando moderadamente al
paciente advirtiéndole de los riesgos en que va a incurrir.

62 Nos parece perfectamente inmoral suspender la terapia y abandonar


al paciente, así desarticulado en sus defensas, por el mero hecho de
resultar incapaz de satisfacer los honorarios estipulados. Equivaldría al
hecho de que un cirujano dejase al paciente abierto y con las visceras al
aire, por razones análogas. Pero esto que en la medicina interna es
inconcebible, suele suceder en el campo de la psicoterapia. Un mínimo
de ética profesional habría de hacer imposible, con el tiempo,
semejantes abusos.

Podría incluso en algunos casos ser aconsejable el internamiento; claro que


no en un psiquiátrico, sino en algún hospedaje que, no en régimen
hospitalario, mantuviese al paciente fuera de su situación familiar y en un
ambiente terápico estimulante, en que pudiera verse con el analista con mayor
frecuencia y aun fuera del ambiente de «sesión».

Cuando se logra calmar la angustia, el desmantelamiento y la inestabilidad


emocional de esta segunda fase, comienza la tercera fase, que hemos llamado
«mesetaria», por su longitud y su aridez.

La personalidad ha conseguido ya estabilizarse, de alguna manera, por


diversas razones:

Porque la transferencia ha madurado y el paciente llega a poder existir,


artificialmente mantenido por ella en un mínimo de seguridades (esta
transferencia equivaldría al balón de oxígeno o a las ampollas de suero
de algunos tratamientos de urgencia).
Porque, aunque precariamente, ha logrado el paciente organizar su
personalidad de otro modo, siempre frágil todavía, pero ni tan
perturbado ni tan resistente como antes de comenzar.
O bien porque ha logrado, con estrategias inconscientes pero hábiles,
neutralizar la penetración de los recursos terápicos en sus estructuras y
estabilizarse en sus defensas.

Prescindiendo de este último caso, que sería el más negativo y que, si el


terapeuta no es suficientemente sagaz, puede conducir a un impasse
definitivo y al fracaso de la terapia (por lo cual convendría en estos casos de
impotencia práctica del analista, pasárselo honradamente a otro terapeuta),
también los otros dos tipos de fase mesetaria entrañan sus peligros.

El primero podría suponer, o conducir a, lo que se ha venido llamando


«neurosis de transferencia» en la que el paciente se instala indefinidamente, y
que hay que eliminar mediante un cambio de actitud afectiva en el terapeuta
mayor reserva, mayor frialdad hasta el hieratismo; que algunos adoptan por
principio desde el comienzo), llegando afrustraral paciente, hasta provocar en
él rebeliones, despecho, celos, etc.

El segundo tipo, el más frecuente, es explicable como un respiro que el


paciente se da en su agitación, mediante un sistema de defensas provisional y
precario, que explica el alargamiento del proceso y que no hay más remedio
que analizar, combatir y desmontar; pero que permite un compás de espera y
una mayor serenidad de parte del paciente, para ir digiriendo y afrontando su
trasformación paulatina. Es lo que explica la longitud y la monotonía de esta
tercera fase.

Sin embargo, si ésta se prolongase por más de año o de año y medio, habría
que reflexionar y suponer que algo no funciona, que hay que cambiar de
tácticas, que se han cometido errores o que se lleva el análisis a terrenos nada
críticos y que no afectan el nudo de la cuestión. Un cambio de terapeuta sería
entonces, en algunos casos, aconsejable.

En esta «meseta» del proceso escasean los sueños y las fantasías, ya se ha


revisado todo el proceso biográfico (aparentemente al menos) y no han
producido los recuerdos concienciados ni las «escenas primordiales» el efecto
pretendido o esperado; ha habido desde luego descargas de tensión,
aclaraciones, mayor capacidad de relación personal o laboral, mitigación o
cese de la angustia e incluso mutaciones conducíales (sobre todo, de la
conducta sexual), pero el paciente y el analista advierten que la estructura
neurótica de la personalidad no se ha modificado. Precisamente aquí es donde
empíricamente se percibe, sin caber duda de ello, que la estructura neurótica
no puede identificarse con sus síntomas, sino que los síntomas pueden remitir
(aunque muy rara vez espontáneamente) o cambiar, mientras que la estructura
permanece inamovible.

Las sesiones entonces se hacen duras y aun difícilmente soportables para el


paciente, que piensa estar perdiendo el tiempo y haciéndoselo perder al
analista, que no tiene curación, que no vale la pena seguir, etc.

Las terapias se abandonan por los pacientes en tres coyunturas características,


una de las cuales es ésta; las otras dos son, nada más comenzar, una, cuando
empiezan a experimentar el desmontaje de sus defensas, y lo temen
demasiado; y la otra, cuando a una altura determinada del proceso ven que
han de comprometerse, y que el método psicoanalítico y sus técnicas
muerden en su entidad neurótica y les obligan a abandonarla y a dar pasos
adelante. Ferenczi llega a afirmar que el descubrimiento de cada técnica
eficaz le ha costado un paciente.

En realidad, vienen a combinarse la aridez de las sesiones por falta de


material y esta negativa in-o subconsciente a dar el paso decisivo, a
comprometerse, a salir definitivamente del abrigo de sus defensas. Por eso la
fase mesetaria es tal y se puede prolongar dilatadamente.

No es verdad que con sólo descubrir racionalmente la causa o causas


infantiles de las perturbaciones de personalidad, con sólo concienciar o
recordar (anamnesis) los «impulsos reprimidos» se liberen; para que estos
recuerdos y esta concienciación sean liberatoriamente eficaces han de
penetrar hasta el mismo inconsciente y trasformar la tónica emocional
(infantilmente fijada) de la intimidad del sujeto. Por eso hay que translaborar
y repetir una y otra vez lo ya visto, analizado e interpretado, hasta que acierte
(sin saberse cómo) a afectar e impresionar los niveles inconscientes
impactados por los traumas y experiencias infantiles.

El paciente, en esta fase, no puede aportar material nuevo, si no es por


casualidad (repentinamente, un sueño produce una asociación con un
recuerdo hasta entonces reprimido; o se establece de este o del otro modo una
asociación que viene a iluminar el significado profundo y emocional de un
elemento o de un hecho real en la biografía del paciente), sueña menos o no
sueña, sigue sintiéndose desmotivado, sus dificultades prácticas se suelen
mantener tenaces y parece ya inútil luchar contra ellas. Y, todavía peor,
andando el tiempo y hacia el final de esta tercera fase (pero el paciente no
puede presentir o admitir que esto sea precisamente la señal del final), los
síntomas se recrudecen e incrementan (angustia, falta de concentración,
temores infundados en las relaciones sociales de carácter paranoide, negación
del éxito, actos fallidos, etc.) e incluso aparecen otros nuevos. Mas todo ello
es indicio de que el sistema de resistencias se defiende a la desesperada, pues
no puede mantenerse por más tiempo bajo la presión del influjo terápico.

Al comienzo de esta fase mesetaria, al no haber material espontáneamente


aportado por el paciente (e incluso tratar éste de llenar las sesiones con
palabras —«cortina de palabras»—, contando anécdotas cotidianas sin
significado analítico o haciendo proyectos irreales y machacones para un
futuro que nunca llega, ni ha de llegar mientras no dé el paso), se puede
considerar llegada la hora de emplear cuatro estrategias adecuadas a las
dificultades y eficaces, si es que anteriormente no hubiera habido ocasión o
motivo de aplicarlas:

Análisis de resistencias.
Análisis de transferencia.
Mayéutica dialéctica frustrativa.
Técnicas activas.

En efecto, ya que no hay material nuevo, ni el ya conocido parece producir


efecto, ya que el pasado y las fantasías fallan de momento, puede y debe
convertirse en «material analítico» la terapia misma, las modalidades y
circunstancias concretas la marcha de las sesiones.

Ya que las resistencias dificultan el avance, examínense y analícense las


microestructuras de las mismas, en concreto; ya que, una de las causas de no
avanzar, puede ser que al paciente le falte el suficiente apoyo trasferencial,
analícese el funcionamiento de la transferencia.

Como, en definitiva, el núcleo de los impedimentos está constituido por una


estrategia inconsciente de esas resistencias solapadas, frústrense haciendo
caer al mismo paciente en la cuenta de sus sinsentidos y paradojas defensivas,
mediante una hábil mayéutica socrática, es decir, mediante preguntas (que él
debería hacerse a si mismo) y que le ponen en la disyuntiva de reconocer su
obnubilación (su dejarse engañar) o su declarada voluntad enmascarada de no
cambiar.

Las técnicas activas, finalmente, podrán conseguir, cogiendo desprevenidas a


las defensas, por otro flanco, movilizaciones parciales de la libido reprimida
que rebasen el área «defendida», no ya mediante una concienciación, sino
mediante el movimiento mismo que se quería evitar. La puesta en práctica de
todo ello latrataremos en los capítulos 7 y 8 de esta misma obra.

Si el recrudecimiento final de los síntomas y la aparición de otros nuevos


presentasen especial intensidad, esta subfase conflictiva y apurada (hasta
incluso inducir al suicidio), podría singularizarse como una cuarta fase que
llamaríamos resistentiva, por caracterizarse como activación de las
resistencias. Si los análisis antes citados y la mayéutica frustrativa no
bastasen, se podría añadir un análisis de síntomas, o sea, el desciframiento de
lo que esos síntomas incrementados o nuevos manifiestan y simbolizan, pues
todas las formas de comportamiento neurótico o psicótico son simbólicas o
presentan un coeficiente de simbolicidad y, tal vez, desenmascarando así la
estrategia oculta de las resistencias, se pueda producir y dar paso a la quinta
fase resolutiva que hemos llamado «del salto del resorte».

Y le dimos este nombre porque efectivamente, en un momento dado, a veces


dentro de una sola sesión, o en una noche después de una serie de
acontecimientos diurnos, o después de haberse empleado alguna técnica, o de
haberse desenmascarado la estrategia; o en un período siempre breve de
tiempo, pocos días, una semana a lo sumo, parecen haberse «pasado de
rosca» las defensas, parece haber saltado algo, y algo importante que
mantenía estabilizado el sistema neurótico de personalidad, y que al «saltar»
se dispara como un «resorte» y deja en libertad y en estado de movilización
los impulsos, las energías, los deseos y las tendencias profundas del paciente.

Éste nota cenestésicamente que la «barrera» ha caído, que el pasado neurótico


ha sido virtualmente superado y que las dificultades de ayer mismo, en sus
relaciones con la realidad o en la movilización de sus propias
disponibilidades, han sido ampliamente rebasadas. Delante de él se abre un
horizonte de posibilidades reales ya y accesibles, un futuro (nada ilusorio)
que ya está aquí incoándose de presente.

Desde este momento, y mientras se consolida la movilización debida al «salto


del resorte» de la neurosis, comienza la sexta fase conclusiva que puede
subdividirse en tres subfases muy características y que ya no han de presentar
una diacronía sucesiva, sino que pueden darse simultáneamente:
Integración de elementos y de pulsiones en una estructura elástica,
articulada y completa de personalidad.
Resemantización de la realidad del sujeto y de su entorno.
Deducción de una ética autógena.

Como el sujeto humano que es el paciente no es un mero conjunto de


mecanismos automáticos, como pensara el organicismo que influía en Freud
y en Reich, sino algo mucho más complejo, perfectamente desfondado en su
posible naturaleza (que es un haz de posibilidades ambivalentes y no un
sistema de canalizaciones instintuales) y necesitado de interpretación
(hermenéutico-semántica) de las realidades que le afectan (para, en
consecuencia, adoptar actitudes y respuestas válidas, pero nunca
unívocamente dadas o suscitadas) no bastaría nunca con «desreprimir» y
movilizar libido. Y dar de alta al paciente en estas condiciones (como se hace
con tanta frecuencia) es dejarle desvalido todavía o incluso asilvestrado,
violento, inquieto y sin orientación, en medio de la vida y de la sociedad.

Por supuesto que en modo alguno ha de influir el analista directivamente en


todo ello, sino que, de nuevo como mayeuta y valiéndose del apoyo
transferencial, ha de estimular y ayudar al paciente a:

Asumirse a sí mismo.
Asumir integr ador amenté las energías, impulsos y elementos
dinámicos de su personalidad nuevamente movilizados en él.
Consolidar la estructura elástica, consistente y operante de su nueva
personalidad.
Investir de significados, valores y cargas afectivas y libidinales su
mundo, pero, esta vez, no infantiles y regresivas, sino adultas, eficaces y
con el mayor grado posible de objetividad.
Deducir por y desde sí mismo el sistema de respuestas válidas y
adecuadas a las exigencias objetivas de toda posible situación futura.

Y ello, no siguiendo ni apoyándose en unas pautas aprendidas (superyoicas,


por lo tanto), sino en virtud de una visión empática y abierta de la realidad y
de sus procesos, que sepa «leer» en cada constelación concreta de relaciones
y de intereses, la exigencia resultante más adecuada («justa») de una
conducta personal y propia (no masificada ni conformista), de acuerdo con su
proyecto conscientemente asumido y congruente con las tendencias básicas y
vertebrales de la realización personal63.

63 Las normas éticas no son más que decantaciones de la experiencia


colectiva acerca del mundo y de sus procesos sociales, formalizadas en
proposiciones lógicas, de acuerdo con un lenguaje vigente.

Pero esas normas no valen por sí mismas, sino que constituyen una
mediación cultural, en orden a percibir las exigencias objetivas y
efectivas de cada situación y de cada uno de sus elementos reales, en
cada momento del proceso.

Este aprendizaje complementario es el que el paciente debe realizar,


todavía trasferencialmente apoyado, antes de ser dado de alta, para
poder deducir de la realidad misma (propia y ajena), y no de un Super-
Yo introyectado, sus propias pautas responsables de conducta.

Sin esta capacidad, sin un verdadero aprendizaje múltiple y total (no


unidimensional ni mecánico) de cómo deducir las respuestas adecuadas y de
cómo organizarías prácticamente de acuerdo con el momento real de cada
situación objetiva, por muy movilizada y desreprimida que se encuentre la
libido (y tal vez por esto), no podrá el paciente acertar con sus respuestas
(demasiado subjetivas e impulsivas), ni incidir productivamente en los
procesos sociales en curso.

Conseguir estas metas múltiples puede parecer difícil, pero no ha de ser


necesariamente lento y puede suceder en el trascurso de unas semanas o de
unos meses a lo sumo. Lo que sí es indispensable es el apoyo transferencial y
la estimulación mayéutica, con los que no contará si ha sido previamente
dado de alta el paciente con anterioridad a esta labor.

Eso sí, el apoyo y la estimulación han de ser perfectamente asépticos de


contenidos ideológicos, y se han de adoptar todas las precauciones para evitar
contaminaciones subrepticias de parte de los códigos semánticos y éticos del
terapeuta.

La estimulación y el adiestramiento para la deducción de pautas de conducta


han de ser estrictamente mayéuticos, ayudando al paciente a formularse con
toda precisión y lucidez las cuestiones y sus respuestas, cualificadas,
orientativas y eficaces, desde su propiopunto de vista, en una soledad
experimental, esto es: dejado a sí mismo (como se encontrará una vez dado
de alta) y asumiendo paulatinamente el peso de su propia responsabilidad al
enfocar, librar, decidir y actuar.

Entonces y sólo entonces, podrá incorporarse como una personalidad segura


y productiva (ya sin fijaciones neuróticas ni proyecciones regresivas) a un
mundo objetivamente enfocado y, sin embargo, investido de significado y de
valores (los que el paciente perciba y no los que el analista superyoicamente
le imponga).

Puede afirmarse téticamente que el proceso dialytico y terápico viene a


articularse en diversas fases (no es amorfo), que pueden ser las seis que aquí
especificamos, aunque no se produzcan diacrónicamente por este mismo
orden estricto, sino que puedan anticiparse o superponerse algunas, o por
otras fases análogas en algunos casos especiales.

Cada una de estas fases requiere una forma propia de control de los
resultados y unas estrategias peculiares, pues de no controlar y de no
organizar estas estrategias, puede el proceso terápico estancarse y comenzar a
girar en el vacío y en la inercia de su propia dinámica resistentiva.

Estas fases o aspectos de la dinámica dialytica podrían denominarse,


resumiendo, como sigue:

1. Fase inicial, de establecimiento de la transferencia.


2. Fase de desmontaje (de estructuras y mecanismos represivos y
defensivos).
3. Fase mesetaria.
4. Fase resistentiva al cambio (con recrudecimiento de los síntomas y
aparición de otros nuevos).
5. Fase resolutiva con el «salto del resorte».
6. Fase conclusiva, con tres subfases:
a. Integrativa de impulsos y energías.
b. Resemantizadora del mundo objetivo asumido.
c. Realizativa, mediante la deducción de una ética autógena.

A lo largo de estas seis fases (o sus equivalentes) se han de poner en juego las
siguientes modalidades de acción terápica o dialytica, que hemos de estudiar
en el resto de esta obra:

1. Vinculación transferencial.
2. Deducción de material significativo (técnicas activas).
3. Translabor ación:
a. Interpretación.
b. «Insight».
c. Asunción.
d. Abreacción pulsional y afectiva (técnicas activas).
4. Integración:
a. Situacional.
b. Biográfica.
c. Afectivo-personal.
5. Avance práctico («acting»).

Especificamos que la integración ha de producirse en un triple frente: el de


dar cabida a los nuevos elementos en la propia situación real presente (o
próxima futura), el de coordinar lo nuevamente descubierto y concienciado
en la línea biográfica total, y el de asumir con el afecto y en la estructura
personal eso mismo, que en el pasado había quedado marginado. El avance
práctico significa la «puesta en marcha» conductal («ética autógena») de la
personalidad, de acuerdo con las exigencias y los procesos del mundo real y
objetivo.

Así queda programáticamente perfilado el proceso dialytico en los principales


detalles de su dinámica activadora de la libido y conectiva con el «principio
de realidad».
4. PRINCIPIOS SISTEMÁTICOS
DE DIÁLYSIS
Teniendo presente la configuración del proceso dialytico, en su dinamicidad
y en sus resortes de eficacia, podemos considerar ya sus fundamentos
sistemáticos, que comprenden una serie de principios y una verificación de
las posibilidades objetivas que la personalidad ofrece para ser terápicamente
influida y movilizada (podría muy bien no ofrecerlas, y es lo que tal vez
supongan aquellos que no pueden admitir la eficacia de una terapia sin
fármacos y sin reaprendizajes mecánicamente producidos), en forma de
registros de comunicación. Con este estudio dispondremos de la base
sistemática en la que se inscriban los recursos prácticos que acabamos de
especificar al final del capítulo anterior.

Y como se trata de construir el aparato científico de la diálysis, hemos de


recordar brevemente lo que ya hemos tratado más ampliamente al comienzo
de esta obra: las ciencias humanas han de operar necesariamente de modo
diverso (y aun muy diverso) del que es propio de las ciencias
fisicomatemáticas; de igual manera que las ciencias geológicas y biológicas
tienen también el suyo propio y no se sienten en absoluto tributarias, en sus
métodos y estilo, de aquellas otras ciencias.

El psicoanálisis, o su versión dialytica, es una ciencia aplicada que no puede


mantenerse en la asepsia algorítmica y modélico-teórica de la ciencia
fisicomatemática (actitud que, de ser válida, también descalificaría como
tales ciencias a la geología y a la biología); sino que, a diferencia de aquélla,
ha de tener en cuenta todos los factores, niveles y resortes que en el
psiquismo humano intervienen realmente, y considerar los imponderables que
pueden influir en la práctica (comotoda ciencia aplicada hace). (Se supone
que, si la ciencia tiene algún valor, ello se debe a su acercamiento a la
realidad, como el empirismo acentuaba contra la metafísica clásica, y, sin
embargo, hay autores que parecen dar más importancia a la modelización —y
a un tipo de modelización muy determinado— que a la realidad, con lo cual
hacen que la ciencia se devore a sí misma, invirtiendo el orden de las metas.)
El recurso a modelos abstractos y puramente matemáticos ha de aumentar
proporcionalmente a la lejanía del nivel de realidad investigado (pues resulta
más difícil su observación), pero cuando el campo de objetos es el hombre
mismo en su psiquismo, una excesiva mediatización por los modelos
abstractos es contraindicada, pues su densidad aleja artificialmente al
observador de la realidad que investiga, sino que la observación ha de ser lo
más inmediata posible y, en algunos puntos, más descriptiva que
artificialmente formalizada.

Incluso toda la psicología, en general, ha de enfrentarse con un campo tan


complejo y oscuro que no puede prescindir, por guardar unas reglas de juego
convencionales, de todas aquellas vías de penetración en su campo, a todos
los niveles posibles y de todas aquellas fuentes de información esclarecedora
de su objeto, so pena de negarse a sí misma precisamente aquello que las
ciencias positivas y fisicomatemáticas se conceden: la libertad productiva
para trasponer cualquier posible frontera impuesta por las vigencias sociales,
y el derecho a arbitrar todos los recursos necesarios (hasta crear una nueva
matemática o lenguajes inusitados) para positivar todos los niveles y
conjuntos de factores, que pudieran incidir en su investigación.

Así se daría la paradoja de que mientras estas ciencias tienden


impulsivamente a avanzar y a renovarse en sus métodos y técnicas
exploratorias, sólo la Psicología (orientada por lo general según los criterios
aludidos) se prohibiría a sí misma avanzar y asumir nuevas dimensiones de
su objeto, precisamente para no disonar de unos métodos y unos modos de
proceder que aquellas ciencias físicas ya habrían superado hace tiempo... (Tal
actitud no merece en castellano otro calificativo que el de cursi; y si no,
compárese con la de Einstein, citada al comienzo del capítulo l) 64.

64 Parece una expresión surrealista, pero es exacta: puede haber


modos de hacer ciencia afectados de cursilería. Naturalmente, una
«ciencia» originada por motivaciones de esta índole no puede ser una
verdadera ciencia.

Cursi es una actitud alienada, que no posee las claves de su propia


comprensión, sino que depende de criterios ajenos, en aras de los cuales
sacrifica su propia espontaneidad específica.
Ante todo hay que advertir que lo cursi es un producto pequeñoburgués.
Y la sociología de la ciencia admite y reconoce estas contaminaciones
clasistas. Se ha dicho incluso que el Discurso del Método de Descartes y
su «duda» eran reflejo y un influjo de la ascendencia forense de su
autor, que concebía el planteamiento del problema de la certeza como
una prueba jurídica para convencer a unos jueces incrédulos. Y que la
actitud de Kant, era la de un comerciante o artesano desconfiado, como
en efecto era su progenitor.

La actitud cursi pequeñoburguesa es encogida y «acomplejada» ante el


prestigio de una clase superior, o que se considera tal, y trata de
investir los roles y atributos de esta clase admirada, pero que al «cursi»
no le vienen, no le caen bien, le coartan y acentúan sus insuficiencias
(es el burgués que pretende comportarse como los aristócratas,
frecuentar sus lugares de reunión y dar fiestas como ellos, y por esto
mismo patentiza su falta de mundo y sus limitaciones económicas).

Y para ello, no tiene dificultad en sufrir toda clase de incomodidades


innecesarias y de frenar su productividad, con tal de parecer, sin lograr
nunca engañar, pues por todas partes muestra lo impropio del rol que
trata de investir. Y el colmo de lo cursi es perder de lo propio por imitar
improductivamente lo ajeno. El cursi, cuando se apodera de lo elegante,
lo degrada a su nivel y por mucho que gaste y que se esfuerce por
adquirir aquéllo, al venir a sus manos se convierte siempre en algo de
menos valor. Porque el mayor valor de aquellos a quienes imita no está
en la posesión de objetos determinados, sino en la propiedad con que
actúan y en el hecho de que aquellas actuaciones brotan
espontáneamente de su propia idiosincrasia. Y lo elegante es lo
espontáneo, auténtico y en sazón.

Cuando esta voluntad de parecer, esta falta de productividad y esta


investición de roles vacíos (por no corresponderle) se hacen
compulsivas e incontrolables, puede hablarse ya de «neurosis».

Creemos que lo dicho cuadra bastante bien a lo que está sucediendo en


algunos sectores de las ciencias humanas. Por eso nos hemos atrevido a
expresarnos de ese modo.Para formalizar un saber, o un conjunto de
conocimientos, acerca de un tipo de objetos específico, en forma de
«ciencia», basta con construir un sistema totalizador (aunque pueda ser
convencional), que sea intrínsecamente congruente, fundado en unos
principios axiomáticos, unas verificaciones empíricas, unos controles y una
interrelación modélica de los datos formalizados (el modo de construir los
modelos y los procedimientos técnicos de verificación vienen impuestos por
la naturaleza de los objetos y no por el arbitrio del investigador ni por su
ideología); pues bien, el psicoanálisis es susceptible de tal sistematización,
luego puede ser considerado como una ciencia aplicada (ya que no puede ser
meramente teorética). Es lo que vamos a realizar en las páginas que siguen.

Las ciencias positivas, cuando han de manejar material difícil e incierto, en


lugar de prohibirse tratar de ello, establecen diferentes grados de probabilidad
y códigos simbólicos, cuyo valor y significado todos los iniciados entienden,
para manejar aquel material dudoso pero útil, sin implicarse por ello en
cuestiones metafísicas. Cuando esto mismo lo hace el psicoanálisis u otra
ciencia humana, desde su mismo campo es acusada de «metafísica» o de
«acientífica» por aquellos que ignoran la dinámica formalizadora de aquellas
ciencias a las que, desde fuera, atribuyen posibilidades que no poseen y
cualidades irreales.
1. PRESUPUESTOS Y PRINCIPIOS TEÓRICOS
Es fundamental, para comprender el sentido de los principios que vamos a
exponer, hacerse cargo de la naturaleza comunicacional, proyectiva y
libidinal del mundo humano, que aparece, en parte, como una pantalla de
proyecciones de deseos y de imagines inconscientes, combinados con
montajes comunicacionales mediatizadores, que llegan a constituir una
especie de «Velo de Maya», espontáneamente tejido por la praxis, en su
ocultamiento de los aspectos reales de la relaciones humanas: eros,
agresividad, narcisismo y posesividad, catalizados por símbolos; pues la
visión corpórea de las realidades no es más que el producto de un corte
percepcional, orgánicamente filtrado, dado en una realidad mucho más densa
y dinámica.

Igualmente conviene recordar que el origen de las perturbaciones de


personalidad puede ser (o tiene componentes) mecánico, estructural o
semántico; puede consistir en libido bloqueada o derivada hacia objetos
inadecuados, puede también estar constituido por un defecto de sistemas
canalizadores de la libido y por una mala organización (estructural) de su
economía, y todo ello puede depender de (o conducir a) un defecto de
significatividad (semántica) de las realidades objetivas, empezando por el
propio cuerpo.

Todo ello supuesto, pueden formularse cuatro principios teóricos y básicos y


doce principios prácticos, que expresen el fundamento real de la tratabilidad
eficaz de los casos y la dinámica exigida por ellos en el tratamiento para su
curación.

Aunque los principios fuesen axiomáticos, no nos saldríamos del modo


habitual y frecuentado de construir sistemas científicos, pero además tales
principios resultan ser la decantación de una experiencia antropológica y de
una práctica clínica, es decir, de una masa de información objetiva y
empírica, que se organiza sistemáticamente en forma de proposiciones
lógicas.

Todas las ciencias deductivas lógico-matemáticas (o los aspectos modélicos y


rigurosos de todas las ciencias positivas actuales) se basan o construyen sobre
la base de unos principios axiomáticos que se adoptan convencionalmen-t e
como tales primeros principios.

En la epistemología barroca todavía existía una cierta pretensión de que tales


primeros principios obedeciesen a la «naturaleza de las cosas» y fuesen una
decantación ontológica de las bases reales y objetivas del campo investigado;
aunque ya Leibniz tiende a seleccionar y a formular los principios no tanto
por ser reflejo de la realidad cuanto por sus posibilidades de operatividad o
fecundidad en deducciones posibles. Pero en la epistemología moderna y
actual se desancla definitivamente de cualquier realidad supuesta para
centrarse en la convención: se asumen unos principios como válidos (no
como «verdaderos» en sentido ontológico) y sobre este supuesto se va
deduciendo y estructurando lógicamente un sistema congruente. Esto dota a
las matemáticas de una elasticidad y de unas posibilidades creativas
imprevisibles.

Con todo, en la asunción o presuposición de unos principios axiomáticos


determinados, aunque los requisitos explícitos sean su claridad analítica, su
fecundidad deductiva y su número reducido, juntamente con sus
posibilidades de abarcar la totalidad del campo investigado (a un cierto nivel,
por supuesto), parece haber una cierta intuición de base, presistemática y aun
precientífica, de una cierta verosimilitud real y efectiva de los principios que
se adoptan (así, por ejemplo, en las geometrías no-euclidianas de Gauss-
Riemann y de Lobachensky-Boliai).

En el terreno de la psicoterapia, aunque no estemos obligados en absoluto a


basarnos en unos principios ontológicamente ciertos, pues las ciencias
actualmente más vigentes se han desvinculado de tal exigencia, sin embargo,
al formularlos, sí tenemos en cuenta las decantaciones de la experiencia
clínica, que nos persuaden una cierta dinámica objetiva de los fenómenos que
tratamos, en el sentido de esos mismos principios.

Esa frecuente objeción, no exenta de ingenuidad y de humor, que tantos


hacen a la corriente psicoanalítica, de que «no se puede creer en el
Inconsciente», queda de este modo básicamente descalificada. Aparte de que
«el Inconsciente» (en alemán «lo inconsciente», que resulta todavía más
preciso) no significa sino todas aquellas energías, procesos y elementos que
la conciencia no controla; cuya existencia y cuya presencia en el psiquismo es
patente, y no se emplea en el sentido de una hipóstasis metafísica, sino en el
de una denominación genérica para referirse a una serie de factores
heterogéneos no controlables directamente (lo inconsciente).

Todavía la presuposición axiomática, no demostrada, de que existen energías


y procesos no controlables por la vida consciente, tendría el mismo valor
epistemológico que presuponer que por un punto pueden trazarse infinitas
paralelas o que la suma de los ángulos de un triángulo equilátero es igual,
mayor o menor que dos rectos. Con todo, y aunque pudiera procederse así,
como hacen esas otras ciencias que sirven de modelo al cientifismo
psicológico (y a las que no se les exige en absoluto probar sus principios
fundamentales), nuestros principios básicos resultan deducidos y deducibles
de la experiencia comportamental de los pacientes, aunque no pueden
reducirse a unidades materiales sensorialmente localizables (que es la
convención de que parte el experimentalismo conductista).

En consecuencia, partimos de dos presupuestos axiomáticos, previos a la


formulación de los principios, que explican la contextura de la personalidad,
y del mundo y de sus relaciones, así como la perturbabilidad de las mismas y
las posibilidades de su curación mediante la comunicación transferencial. Es
decir, que cumplen los requisitos de la axiomática: su claridad, su reducido
número y su capacidad de abarcar todo el campo investigado con fecundidad
deductiva:

Presupuesto A: Todo proceso consciente tiene un correlato


inconsciente que, de algún modo, se filtra por el mismo.
Presupuesto B: El mundo humano es la resultante de un montaje
informático, simbólico-signitivo, emocionalmente internalizado por la
persona y por el grupo.

Estos dos presupuestos nos sitúan en la exacta perspectiva ontológica (es


decir, referente a la contextura real del objeto de la diálysis) que funda la
posibilidad de la psicoterapia, pues de ambos presupuestos se deduce un
tercero:

Presupuesto C: Luego las perturbaciones de personalidad y de las


relaciones de ésta con el mundo, pueden ser rectificadas,
reversiblemente, si se controlan y reelaboran tanto los registros del
montaje informático y simbólico-signitivo del mundo, como los procesos
de internalización del mismo, gracias al influjo que sobre el correlato
inconsciente de los procesos conscientes puede ejercer la comunicación
transferencial.

En efecto, si la contextura del mundo fuese estrictamente física y cuasi-


mineral, tanto éste como las relaciones que la persona pudiera establecer con
él serían unívocas e irreformables; y lo mismo si la vida psíquica consistiera
en una actuación mecánica de esquemas conscientes sencillos, uniformes y
referidos objetivamente a esa naturaleza fija y mineral del mundo humano y a
las condiciones bioquímicas del organismo del sujeto. Pues lo físico y lo
biológico constituyen procesos irreversibles.

Pero si intervienen una serie más numerosa de variables, ni físicas ni


biológicas, sino comunicacionales, lingüísticas, afectivas y simbólicas, es
éste un orden de fenómenos trasformables por procedimientos de ese mismo
tipo, que ya le es dado manejar y modular al hombre.

Todo ello supuesto (cuya demostración no hace aquí al caso, por ser
extraterápica y ser éste un tratado de Psicoterapia estrictamente tal, y que, por
lo demás, hemos ya realizado, como queda dicho, tanto en los tres primeros
capítulos más el 8 de Terapia, lenguaje y sueño como en los capítulos 3 y 5
de Dialéctica del concreto humano; aunque bastaría con que los presupuestos,
aquí formalizados, condujeran a una más adecuada comprensión de las
perturbaciones de personalidad y de su fenomenología, prescindiéndose de
sus «valores de verdad»), reciben ya su significado y su alcance adecuado,
práctico, los principios todavía teóricos, pero ya más ceñidos a la práctica
terápica, que a continuación formulamos:

1. Principio económico: «La base libidinal inconsciente del psiquismo se


comporta en forma de una energía (primariamente sexual y agresivo-
defensiva) cuya dinámica procede por investiciones, apropiaciones,
reconversiones, compensaciones, desplazamientos, transferencias y
equivalencias cuantitativas de tensiones o de su remisión, tendiendo
siempre al mayor ahorro de desgaste y de dolor y al logro de una mayor
gratificación (siquiera sea compensatoriamente y por las vías indirectas
de otro tipo de dolor y de tensión)».
2. Principio dinámico: «La energía básica inconsciente se halla en
constante proceso evolutivo, siempre en prosecución, por fases
sucesivas, de unas metas de maduración, en cuya prosecución puede
bloquearse, o derivar por vías inadecuadas (compensatorias o
simbólicas) a causa de obstáculos emergentes».
3. Principio semántico: «Las relaciones dinámicas entre esta energía en
proceso y su mundo, así como entre cada uno de los niveles energéticos
del psiquismo (uno de los cuales es la consciencia), se hallan
constantemente filtradas por códigos significantes, de carácter
semántico-lingüístico o simbólico, que son polisémicos, de modo que las
realidades se presentan como tales para el sujeto humano según hayan
sido codalmente filtradas e investidas significativa, axial y
emocionalmente».
4. Principio social: «Todos estos procesos suceden inscritos en una trama
de relaciones sociales (incidentes también, simbólica y emocionalmente,
en la personalidad en proceso, sobre todo en la infancia), en cuanto
apoyan, estimulan, bloquean o perturban la evolución del proceso,
mediante las proyecciones del entorno social, introyectadas por el sujeto,
o los reflejos que éste percibe infraliminalmente en el grupo, que
producen sus respuestas conductales».

Estos cuatro principios teóricos formalizan la dinámica básica de la


personalidad y de sus perturbaciones y posibilidades de recuperación,
mediante los recursos de la comunicación social exclusivamente y gracias a
la plasticidad de sus relaciones con lo real y consigo misma; de acuerdo con
la transformabilidad de los códigos semánticos y la modulabilidad de su
asimilación afectiva y libidinal, y por ciertos códigos concretados, bien en la
dinámica interrelacional del grupo social, bien en la relación transferencial
dialytica, cuando el grupo social originario influyó defectuosamente.

Pues gracias a esta apoyatura proyectiva y reflectante del grupo social y a la


permeabilidad del psiquismo inconsciente a los influjos sociales, es posible
reelaborar el proceso experimentalmente, dentro de una relación
transferencial terapeuta-paciente, con efectos translaborativos, y es posible
también establecer esta misma relación eficaz.

No queremos decir, sin embargo, en el primer principio, que la base libidinal


inconsciente del psiquismo sea realmente así (como se ha malentendido el
modelo energético y económico de Freud), a lo sumo lo que debe entenderse
a este respecto es que esta base libidinal se comporta como si... fuese de
naturaleza energética y según pautas claramente económicas, lo cual es
práctico y operativo para la orientación de la terapia. No tratamos de hacer
metafísica de «el Inconsciente», sino de organizar estrategias para la
rectificación de sus procesos defectuosos e incontrolables por el interesado.

Las dos formas de manifestarse las pulsiones básicas aparecen


constantemente en su elementariedad revistiendo carácter sexual y agresivo-
defensivo, que sucesivamente se van diferenciando y ofreciendo un amplio
abanico de manifestaciones conductales, intelectuales, estéticas, productivas,
altruistas y societarias; de modo que no es válido, como algunos freudianos o
lectores insuficientes de Freud han hecho, tratar de reducir todas estas
manifestaciones diferenciadas a meros enmascaramientos o sublimaciones
del sexo o de la agresividad, pues cada umbral franqueado, en la línea de la
diferenciación, es irreversible y constituyente (sería equivalente a decir que
las obras de arte no son en realidad más que un poco de tierra, un poco de
polvo mineral o unas estructuras cristalinas... ignorando los demás niveles
constitutivos de la obra de arte, que rebasen ese único nivel —arbitrariamente
elegido como «real»— de las cristalizaciones de la piedra o del estado nativo
de los colores).

Ahora bien, esta energía funciona, aparentemente al menos, según pautas


económicas: inviste, se apropia, reconvierte, compensa, ahorra y trata de
obtener el efecto positivo mayor posible, con el mínimo de desgaste.

Esta energía introyecta objetos, es decir, se los apropia de algún modo, puede
tender a convertirlos en partes de su mundo o de su esfera personal, o por lo
menos los inviste libidinalmente, convirtiéndolos así en centros de interés y
de atracción de su tendencialidad, de modo que pueda incluso quedar fijada a
ellos; pero también puede desinvestirlos y reconvertirse hacia otros objetos,
otros niveles, o hacia el mismo sujeto (investición narcisista del cuerpo, del
falo, del yo, etc.), tratando siempre, en estos movimientos reconversivos, de
buscar compensaciones de gratificación: si al derivar hacia un tipo de objeto
sufre alguna frustración o trauma, abandona esa línea y sigue otro modo de
derivación que restablezca el equilibrio libidinal gratificativo y compense el
defecto de gratificación sufrido.

Por ejemplo, si al orientarse hacia un placer sexual directo sufrió, bajo


presiones superyoicas, sentimientos de culpabilidad o de fracaso (por
disminución de la potencia orgásmica, miedo a ser devorado por la vagina, o
herida por el falo —si es mujer—, o a disgregarse y perderse como yoidad en
la onda de placer orgásmico), se procurará inmediatamente un dolor o un
sufrimiento que anule el sentimiento de culpabilidad, o que represente, en
otro registro, el castigo o prohibición superyoica que en un primer momento
se manifestó en el registro genital, dejando así a salvo éste, como más
importante en la economía de la personalidad. En tales casos, el dolor físico o
el malestar orgánico de una jaqueca o de una enfermedad resulta siempre
inferior (y, por lo tanto, compensatorio) al malestar psíquico de la culpa o de
la amenaza castrativa del Super-Yo ejercida sobre el registro genital.

En otros casos, las insuficiencias de investición libidinal a un nivel —el


laboral o el de relaciones sociales, por ejemplo— puede tender a compensarse
mediante un exceso de investición libidinal a otro nivel, el lúdico, el artístico
o el sexual.

Sería el caso opuesto al examinado en el párrafo anterior: un sujeto, cuya


presión superyoica le niega el éxito social o laboral, hace derivar
inconscientemente su libido hacia la actividad y la potencia genital, en un
despliegue espectacular de pulsionalidad sexual, de consumo de parejas
(«donjuanismo») y de pericia coital. Y no es tampoco extraño el caso de que
artistas, poetas o intelectuales muy creativos y fecundos en su esfera
meramente estática o reflexiva, resulten anulados, inseguros y bloqueados en
la de las relaciones sociales o en la de la competitividad profesional,
comercial o erótica (uno de los casos más flagrantes sería el de Beethoven).

Por estas manifestaciones se aprecia que esta energía básica se halla siempre
en movimiento (aun cuando esté bloqueada) y que su estado habitual
normalizado sea el de un proceso progrediente hacia unas metas determinadas
de madurez personal, evolución procesual que, como todo proceso natural, se
articula en diversas fases cualitativamente distintas: depresiva, esquizo-
paranoide («posiciones» de M. Klein), oral, anal, uretral, fálica, genital,
genital-oblativa...65.
65 Para el estudio de estas fases consúltese nuestra obra Raíces del
conflicto sexual (Madrid, Guadiana, 1976) en su primera parte, donde
analizamos la microestructura y los componentes de estos procesos
evolutivos y sus perturbaciones conflictivas, con la intención de ofrecer
a los psicoterapeutas un repertorio sinóptico de elementos manejables
en la integración de la personalidad adulta.

Lo cual supone una consecuencia práctica para la terapia: el proceso


evolutivo de recuperación de la libido y de la estructura de personalidad
adulta, al ser un verdadero proceso, ha de articularse también en fases (en las
fases que ya distinguimos y describimos en el capítulo anterior), y no
distinguirlas ni manejarlas es exponerse a demoras prolongadas e
innecesarias, e incluso al fracaso, en el tratamiento de los pacientes.

También esta energía básica puede encontrar obstáculos en su proceso


evolutivo; obstáculos de tipo emocional, traumático o difuso (por omisión y
carencia ambiental): miedo a la realidad, miedo a la propia libido y a su
explosividad o dinamismo, miedo a sí mismo, miedo al padre o al otro sexo,
no aceptación de sí mismo y de las propias posibilidades prácticas y
afectivas, no aceptación del placer, del éxito o de la libertad...

Entonces el proceso se entorpece o se paraliza, la personalidad no madura o


no se realiza prácticamente, pero la energía libidinal tampoco se detiene por
ello, sino que sigue activa aunque derivando por cauces inadecuados; o, si no,
manifestándose dinámicamente en forma de un constante aumento de presión
inconsciente, ejercida sobre las fronteras de la vida consciente, y haciéndolas
retroceder progresivamente, con lo cual disminuyen las cualidades
intelectuales, relacionales y prácticas, la personalidad se va atrofiando en sus
manifestaciones sociales y productivas, mientras que proliferan los afectos y
las reacciones sin control, explosivas, destructivas, simbólicas e infantiles, o
indiferenciadas, los «actos fallidos» o las inmersiones en la fantasía (que
incontroladamente se desencadena sn sus proliferaciones evasivas).

Cuando deriva la energía básica por cauces inadecuados, pueden producirse


también «actos fallidos» y superfetaciones fantásticas, pero sobre todo se
originan somatizaciones y conductas simbólicas, sin eficacia práctica y
contradictorias con las intenciones conscientes del sujeto.
El cuerpo «habla» por sus órganos y sus vísceras cuando los medios normales
de la comunicación se bloquean: los eczemas, el asma, la gastritis, los
trastornos intestinales y hepáticos, la impotencia o la frigidez, las
taquicardias, las anginas, las psoriasis, las jaquecas y cefalalgias y hasta el
temblor de las extremidades, del pulso o de la cabeza y las manchas en la
piel, o el aumento de temperatura sin causa infecciosa, etc., son otras tantas
expresiones simbólicas e inconscientemente teleológicas de un estado de
asfixia libidinal, de un no «poder más» con las tensiones que la falta de
cauces adecuados de derivación de la energía básica origina. El no poder
«digerir» la realidad, se traduce en un no poder digerir ni asimilar el
alimento; o el no poder comunicarse ni empatizar, se expresa mediante
trastornos cutáneos o intestinales; y el no poder actuar operativamente se
traduce a otro registro, y son las extremidades o la cabeza lo que se muestra
descompensado e incapaz de funcionar.

Pero además (tercer principio) esta energía se relaciona con el mundo


objetivo y social mediante constantes filtraciones codales en la doble
dirección cognitivo-comprensiva y expresivo-conductal. Los filtros, a través
de los cuales esto sucede, son de carácter o cultural o fantasmático (restos no
integrados de los «objetos internos» de la primera infancia). Los primeros son
producto de la introyección de lo colectivo y sirven para socializar
objetivamente las vivencias, la percepción de objetos, los juicios, las
relaciones, la expresión y la conducta; el más representativo y generalizado
de estos filtros colectivos sería, por supuesto, el lenguaje (confróntese
Antropología cultural, Madrid, Guadiana, 1976, págs. 296-360.), pero
también todos los sistemas de signos, de categorías y de esquemas y valores
que, desde el polo social, apoyan, modulan e incluso coartan, hasta cierto
punto, la vida psíquica de la persona.

Los filtros de la segunda categoría serían más subjetivos, aunque influidos


también en diverso grado por los filtros sociales o por sus huellas psíquicas
(como el «material diurno» en la elaboración de los símbolos oníricos
subjetivos), y expresarían los sistemas de representación y de simbolización
más inconscientes, infantiles y fantasmáticos, menos racionalizados y
objetivadores, pero, por lo mismo, más espontáneos, «salvajes» y reveladores
del fondo de la personalidad. Unos y otros filtros y sistemas de filtración
median también en los procesos de integración intrasubjetiva e intrapsíquica
de las energías y de los niveles de personalidad, no sólo en los procesos de
comunicación extrínseca.

Decimos que son polisémicos, es decir, que no poseen un único significado


posible, por resultar intercambiables los códigos y cada una de sus unidades,
según diferentes constalciones simbolizadoras y según las diferentes
posiciones semánticas (y semióticas) que en ellas adopte cada semantema o
unidad de significado, o cada concreción representativa (símbolo) de un
semantema o significado, de modo que, aun simultáneamente, puede cada
símbolo expresar diversos significados.

Esto supone una consecuencia práctica importante (y que no ha sido tenida en


cuenta por la ortodoxia freudiana ni por otras escuelas, al interpretar los
sueños): en la interpretación de todo el material simbólico que los pacientes
ofrecen (imágenes eidéticas o alucinatorias, fantasías, gestos, preferencias
irracionales y sueños) no basta con atribuir un significado uniforme y oficial
(el que la escuela establece) a cada símbolo, sino que hay que asegurarse, por
diversos procedimientos que más adelante estudiaremos, de que tal símbolo
posee, en tal caso concreto, tal significado o tales posibles significados, que
pueden diferir de un caso a otro, o de una fase a otra de la terapia, o de un
montaje semiótico de un sueño a otro distinto; es lo que denominamos
principio práctico de especificidad hermenéutica.

Es más, tanto los perturbados como los llamados «sanos» pueden percibir y
comprender y encontrar hechos realidad cada objeto, el mundo y la totalidad
de lo real (incluido el propio cuerpo y el psiquismo propio) en cuanto éstos se
formalizan semióticamente en tales (igual que en el caso de un texto, un mito
o un sueño) y en cuanto se hacen objetivamente perceptibles y comprensibles
gracias a una filtración semántica, que viene ya incoada en el momento en
que los órganos de los sentidos y los centros nerviosos correspondientes
comienzan a seleccionar estímulos y a totalizar lo seleccionado en forma
aperceptiva.

No hay que perder nunca de vista el hecho de que aun en la percepción más
simple, inmediata y objetiva, jamás han quedado recogidos o registrados por
el psiquismo todos los estímulos o elementos sensoriales que están
constituyendo la realidad en sí del objeto de esa percepción.
Comenzando por la comprobación, irrefutable, de que la realidad en sí de la
materia resulta absolutamente inaccesible a la percepción humana y la Física
actual llega a poderse referir a ella modelizándola convencionalmente en
forma de «campos» energéticos, electromagnéticos o gravitatorios (que nadie
percibe y que son, en definitiva, un constructo artificial de una ciencia
determinada en un momento dado de su evolución); y que la extensión, las
presiones, los volúmenes, las temperaturas y los colores son una traducción
interpretativa, mediante unos filtros subjetivos, de algo que nadie percibe,
que permanece inaccesible al conocimiento directo y que resulta
inconmensurable con las categorías perceptuales del sujeto humano.

Y si esto sucede al nivel más inmediato y material, el coeficiente de


interpretación mediatizada aumenta progresivamente conforme nos vayamos
elevando a otros niveles más totalizadores («esencia», sentido, función, valor,
etc.). Pues nunca el sujeto humano puede comprender algo limitándose a la
mera presencia física y fáctica de ello, sino que toda comprensión y todo
conocimiento suponen necesariamente la referencia y la integración de lo
directamente percibido en contextos más amplios y generales, ya no
directamente percibidos, sino que han ido decantándose en forma de
«pliegues psíquicos» y, en virtud de otras experiencias o aprendizajes
teóricos, en la intimidad («mentalidad») del sujeto.

Así, el perfil consistente y «duro», que el mundo y las realidades adoptan de


cara a un sujeto determinado, nunca es algo espontánea y directamente
«dado» por la realidad en sí, sino el resultado de un complejo filtraje en el
que se refleja el proceso biográfico mismo del sujeto y las vigencias de su
grupo social. De modo que hablar de «adaptarse a la realidad» simplemente
no tiene sentido, pues en una instancia previa hay que plantearse la cuestión
de en qué medida hay que «adaptar» la realidad actual del mundo de un
sujeto a las verdaderas exigencias de su proceso de maduración.

En definitiva, la realidad en sentido fuerte, urgente e inmediato, en la que un


sujeto vive, incluye algunos elementos que son pero que no valen (los
«campos» energéticos que la física actual modeliza) y muchos más que valen
pero que no son (en el sentido en que son realidad física y «dada» esos
«campos» que la Física estudia) y que, sin embargo, ejercen un influjo más
eficaz y determinante todavía que esos elementos atómicos y subatómicos
que se suponen ser la realidad en su sentido más fuerte y científico.

Luego la imagen más o menos deforme del mundo y de sí mismo, que un


sujeto humano determinado posee y se encuentra que le viene «dada», como
algo a lo que hay que atenerse (y «adaptarse») nunca es eso consistente, fatal,
objetivo e irreversible que parece, sino algo susceptible de reelaboración si se
saben manejar las claves semánticas, lingüísticas, sistemáticas y emocionales
(sociales y subjetuales), que filtran y median sus procesos de concienciación
y de formalización comprensiva.

Porque, además, la realidad, y cada uno de sus objetos, no le vienen dados


espontáneamente al sujeto humano de modo aséptico, esquemático y
abstracto, sino siempre investidos y mediados emocional y axialmente,
además de significacionalmente: lo que más inmediata y urgentemente se
percibe de las realidades son precisamente sus valores (o valencias) y las
constelaciones emocionales que estos valores suscitan, en una función
mediadora (con la típica Aufhebung dialéctica) de modo que lo axial se anula
y se trasmuta en emocional, y lo emocional se anula y se trasmuta en
racional; es la característica «pasión» de las razones, lo que este proceso
origina.

Por lo tanto, las neurosis, las instalaciones defectuosas en la realidad del


mundo y en el ser-sí-mismo, no se pueden definir adecuadamente como
resultado de«un aprendizaje desadaptativo», sino como producto de una
filtración deficiente y mediatizadora (en lugar de mediadora) de las
estimulaciones reales y de sus relaciones prácticas a ese triple nivel,
significante, axial y emocional.

Lo dicho al comentar el tercer principio teórico nos conduce ya al cuarto


principio social, pues todo lo dicho tiene lugar dentro de la dinámica de
proyecciones, introyecciones, reflejos, apoyos, aceptaciones, identificaciones,
traumas, limitaciones y temores, del intercambio de relaciones y de
comunicación (principalmente a nivel emocional) del microgrupo y del
macrogrupo social de cada sujeto. Éste no sería nada, ni llegaría siquiera a
poder tener conciencia de sí, si no comenzase a ser socialmente contrastado
(apoyado, rechazado, percibido, aceptado, reflejado ysignificado) por una
intersubjetividad, estructural-dinámicamente constituida y funcionando como
tal.
Decimos significado, porque en virtud del principio semántico, cada sujeto
comienza a existir, todavía sin autoconciencia y sin poder de significación,
como sujeto pasivo de una intensa labor significadora del grupo en que nace.

Es más, como han visto muy bien Lacan y su escuela, la sociedad prepara de
antemano al que nace o va a nacer su orden de significantes socialmente
determinado, y el sujeto accede a la realidad investido por el significante,
desde «el discurso del Otro», de modo que se nace ya en situación alienada, y
el hacerse-uno-mismo constituye una labor a contrapelo de la «pasión del
significante», pero en que, al liberarse el sujeto, descubre que, en este orden
de cosas, su mismidad yoica no es sino una «malla suelta en el discurso del
Otro», una cesura, una solución de continuidad ininteligible; pues se sale,
para ser ella misma, del orden de los significantes.

Nosotros, aun admitiendo en principio el hecho de la investición significante


y pasiva, por parte del sujeto, desde el contexto social, no sacamos la
consecuencia nihilista de la cesura vacía, como realidad del yo (es también la
posición de Deleuze); sino que, para ser auténticamente uno mismo, hay que
instalarse mediadoramente en dos órdenes entre si inconmensurables y llevar
a cabo la síntesis dialéctica entre ambos: el orden del significante colectiva e
intersubjetivamente válido e impuesto, y el orden entitativo, vivencial,
mísmico y autoasumido desde su realidad irreductible a significantes, de la
conciencia propia, que no se manifiesta en la esfera de los conceptos y de lo
verbalizable, sino en la consistencia subjetual que cada vivencia posee, y que
es intraducibie verbalmente en el orden del significante.

Si enfocamos la cuestión dando por supuesto que el nivel del lenguaje lo es


todo, como hace el estructuralismo, entonces la mismidad del yo no es
«nada» (puesto que el lenguaje lo es todo); si, en cambio, partimos de la
realidad consistente de la mismidad personal transignificante, es el lenguaje
lo que pierde densidad real y la realidad inverbalizable, de lo que es en sí
mismo, lo es todo.

Pero, eso sí, esta realidad se hace ineludiblemente en un proceso de


asimilación constante y dialéctica de una serie muy compleja de elementos
colectivos y socializados por la comunicación y el lenguaje, que adquiere su
consistencia peculiar como configuración del sujeto, de cada sujeto real, en
cuanto se reabsorbe dialécticamente (Aufhebung) en algo que ya no es social,
ni mero producto social, sino irreductiblemente mísmico.

Sin embargo, esta labor de asimilación de lo colectivo por el yo mísmico no


se realiza ni exclusiva ni principalmente en forma de una trasmisión de
información hablada o verbal («instrucción»), ni en forma de un aprendizaje,
sino a nivel emocional y en forma de una serie de identificaciones,
aceptaciones, rechazos, introyecciones y relaciones afectivas y simbólicas,
que tienen lugar de modo inconsciente y que, incontrolablemente, van
configurando la personalidad incipiente del sujeto humano. Todo ello ha sido
ya estudiado en nuestra obra Dialéctica del concreto humano y a ella nos
remitimos. Aquí sólo añadiremos que, precisamente gracias a este proceso, es
posible dotar a la relación transferencial de una eficacia privilegiada para
volver a un estado de plasticidad inicial de la personalidad del paciente y
poder así remodelar lo que en etapas infantiles quedó deficientemente
constituido o disgregado.
2. PRINCIPIOS PRÁCTICOS: GRUPO
DINÁMICO-ESTRUCTURAL
Estos cuatro principios teóricos y axiomáticos se concretan en doce
principios prácticos, que han sido deducidos de la experiencia, a la luz de
aquéllos, y que abarcan los dos principales aspectos del proceso terápico: los
aspectos dinámico-estructurales, que reflejan las posibilidades de promoción
del proceso y su estructuración, así como la de la personalidad del paciente; y
los aspectos comunicacionales, que se refieren a las posibilidades de
comunicación entre el terapeuta, el paciente su mundo real y social. Cada uno
de tales principios abre un abanico de posibilidades prácticas y técnicas que
hasta ahora no habían sido sistemáticamente estudiadas, como consecuencias
de un todo dinámico, y cognoscible a todos sus niveles, que es la
personalidad del sujeto. Naturalmente, estos principios prácticos se hallan en
estrecha relación y suponen los registros de comunicación y de acceso a la
intimidad personal que estudiaremos en el capítulo siguiente.

1. PRINCIPIO DE PROCESUALIDAD: Este primer principio práctico


descubre o pone de relieve la naturaleza dinámica y evolutiva de todo proceso
existencial humano: nada en la personalidad es estático, sino que procede de
y tiende a, es, pues, vectorial y se halla afectado de los fenómenos de
evolución y de involución, en el caso en que la evolución se vea impedida,
pues esta vectorialidad implica unas metas progresivas que han de ser
cubiertas por el proceso sucesivamente y que, de no alcanzarse, el conjunto
de la personalidad se frustra y no llega a madurar, adoptando entonces
estados regresivos.

Naturalmente, todo proceso evolutivo procede por fases que presentan, cada
una, unas características propias y suponen unas condiciones específicas. Y
de igual modo, su recuperación terápica adopta la misma articulación fásica
que ha de ser tenida en cuenta para la buena marcha del proceso curativo.

Este proceso evolutivo, que se extiende a toda la existencia de un sujeto


humano, es lo que va dotándole de un perfil personal determinado (positivo o
negativo, y las más de las veces ambivalente) y que comprende aspectos
libidinales, emocionales, intelectuales, volitivos, relaciónales, prácticos y
éticos, de modo que el proceso terápico debe ir teniendo en cuenta
alternativamente, conforme las condiciones de las fases lo exijan, alguno o
algunos de tales aspectos.

2. PRINCIPIO HOLOGÉNICO: Por esta misma razón, la eficacia terápica


exige compulsar todos los elementos que han intervenido en el proceso de
gestación de tal personalidad (de ahí la denominación que damos a este
principio, de holós = «todo», en el sentido de un conjunto, y genikón =
referente a la generación o a los orígenes; en este caso, el término compuesto
hologénico significa lo referente a la generación o gestación —de la
personalidad— en la totalidad de sus factores incidentes).

Este principio se corresponde con el que llamamos Principio de concreción


en el grupo comunicacional y ambos principios expresan algo muy esencial,
y al mismo tiempo muy lógico, pero bastante desatendido, en las condiciones
del proceso curativo: las reacciones inconscientes, las fijaciones y
asociaciones fantas-máticas y las disposiciones emocionales (es decir, todo lo
que hay que movilizar e influir para curar), al no ser de carácter intencional ni
intelectual y al pertenecer a un orden densamente real y dinámico, no pueden
reaccionar ni ser afectadas si no se desvelan, se interconectan y se verbalizan
todos los mecanismos reactivos intervinientes y esto, no en fórmulas
abstractas ni por insinuaciones, sino expresado en su máxima concreción.

De la misma manera que cualquier proceso material de producción (incluso la


ejecución de una obra artística) no llega a realizarse ni a producir efectos
verdaderamente eficaces si no se manejan, compulsan y tratan el tiempo
suficiente y en el grado de intensidad y de condiciones materiales requeridos
todos y cada uno de los elementos concretos, y en función unos de otros, que
han de ser modificados (en una obra plástica, por ejemplo, todo efecto de
detalle —un reflejo, una sombra, un relieve— ha de haber sido tratado en
detalle y en concreto por el autor; y si éste no ha ido poniendo el pincel punto
por punto y en la dosificación de color, de tono y de extensión requerida, no
se producirá el efecto deseado de relieve o de perspectiva, por muy acertada
que fuere la concepción general de la obra); ésta es la condición de todo lo
real y concreto, y no meramente intencional y abstracto, como fambién lo es
la personalidad, sobre todo en sus estratos más libidinales.

Por lo tanto, para lograr verdadera eficacia terápica, no basta en absoluto


estilizar el caso diagnósticamente y filtrarlo por un modelo convencional de
escuela, o reducirlo a fórmulas abstractas, sino que han de irse descubriendo,
concienciando (de parte del paciente), verbalizando muy en concreto y
afectando a todos y cada uno de los elementos, los recuerdos, los afectos y las
vinculaciones o traumas, que por lo general hayan ido fijándose a diversos
niveles (y no a uno solo) de la personalidad, o de sus esferas de acción.

3. PRINCIPIO DE PERFECTIBILIDAD: Dentro de esta orientación


hologénica del proceso, no sólo han de considerarse y compulsarse los
factores que intervinieron en sus orígenes, y que están interviniendo
actualmente en su desarrollo terápico (como sería la transferencia), sino que
éste ha de completarse hasta perfilar la personalidad y su conducta; aun una
vez producidas la desrepresión, la activación libidinal o el «salto del resorte».

No basta nunca con devolver al paciente su disponibilidad libidinal y


dinámica, sino que hay que seguirle apoyando mayéuticamente, para que se
acabe de autoidentificar, amplíe su visión de las realidades, se integre en un
mundo resemantizado, organice sus impulsos y los canalice conductalmente,
de modo lúcido y dosificado de acuerdo con una disposición elástica y
omnicomprensiva, para valorar los factores que juegan en cada situación y
responder adecuadamente a las exigencias de cada uno considerado en su
objetividad (disposición habitual y dinámica que hemos denominado con toda
propiedad ética autógena).

Autógena, porque no viene impuesta por una estructura superyoica de normas


exógenas, sino deducida espontáneamente de la apreciación más lúcida
posible de las exigencias y condiciones más objetivas de cada situación.
Visión de la dimensión ética de los procesos que no procede de una ideología
o de unas normas impuestas exógenamente, sino de sus propias evidencias
responsabilizadoras, pero que no puede denominarse «autónoma» —lo cual
es una contradicción en los mismos términos— pues «ético» significa lo que
nos obliga a ajustamos y a responder a algo que nos impone desde fuera de
nosotros mismos una normación mínima, en este caso la realidad en sí de los
procesos (y esta objetividad es por sí misma «heterónoma» y nunca puede ser
«autónoma»); eso sí, puede ser autógena, por no obedecer a imposiciones
normativas externas a la misma conciencia que percibe la imposición objetiva
de un modo de conducta determinado.
Renunciar a este mínimo de eticidad autógena (como hacen algunos
psicoanalizados y los partidarios de la «ética de situación») significa optar
por una conducta desformalizada, asocial (cuando no antisocial) y «salvaje»,
y dejar a los impulsos en un estado regresivo y primario, no diferenciado, de
explosividad arbitraria. No es éste el estado ideal del final de una cura, y es,
en definitiva, no acabarse de abrir al Principio de realidad para permanecer en
un estadio narcisista, agresivo o hedónico, regido por el Principio de placer.

Ahora bien, esta rectificación de enfoques no puede hacerla, sin riesgos, el


paciente dejado a sí mismo y se requiere el apoyo de la transferencia para,
dialogalmente y mediante una mayéutica neutral (que se esfuerce en no
influir al paciente, en cuanto al contenido deducible), ir integrando
personalmente los impulsos, ir dotando de significado y de valor (nuevos y
más amplios y no inducidos por miedos, prejuicios superyoicos o presiones
recibidas en la infancia) el mundo real, e ir estableciendo la proporción
práctica y conductal, entre los impulsos así integrados y las exigencias
objetivas de este mundo nuevamente descubierto y asumido como real
(Principio de realidad)66.

Entonces y sólo entonces, puede considerarse el proceso terápico como


acabado (per-factum).

66 En las dinámicas y terapias de grupo prácticamente no es otra cosa


lo que se pretende sino que el grupo (sobre todo cuando es muy
específico y orientado hacia fines concretos de tipo profesional, social,
pedagógico o político) adquiera una mayor o una total lucidez acerca
de sus moviles, sus enfoques y sus modos de proceder en medio de la
realidad de su mundo profesional.

Los directores psicoanalíticos de grupo con calidad conocen muy bien


el procedimiento de promover la dinámica intrínseca al grupo en este
proceso de clarificación, sin mediatizarla indebidamente. Pues bien,
esto mismo y por idéntico procedimiento es lo que se requiere al
terminar cada terapia individual.

4. PRINCIPIO DE RECUPERABILIDAD: En la evolución constitutiva de


la personalidad, y dada la plasticidad procesual de ésta, las malformaciones,
fijaciones y huellas traumáticas son recuperables, nada es definitivamente
irreversible (hasta algo pasada la cuarentena).

La energía psíquica (libido) mantiene su plasticidad y su dinamismo, y se


observa, dentro y fuera del análisis, que, según las circunstancias, la libido
progresa, o regrede a estadios anteriores, como tratando de recuperar
posibilidades nunca definitivamente abortadas. Esta dinámica de la libido ha
de ser aprovechada por la terapia para ir creando las condiciones favorables a
tales movimientos de recuperación y llegar así a una reasunción integrativa
del sobrante libidinal infantil, que no fue entonces incorporado al proceso
evolutivo de constitución de la persona, y que marginado («reprimido») había
venido perturbando con tensiones y resistencias el equilibrio de fuerzas de la
misma, su apertura al mundo real, o su investición significante y axial del
mismo, así como su conducta en función de sus exigencias objetivas.

Parece ser, según Jung, que entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco
años de edad del varón y, añadimos nosotros, a causa de la menopausia en la
mujer, tiene lugar un proceso mutativo de la elasticidad de la personalidad
(Lebenswende, «viraje de la vida» jungiano) que hace ya irrecuperables las
posibilidades libidinales, asuntivas y prácticas del sujeto.

Este proceso de recuperación (terapia propiamente dicha) no es nunca


amorfo, sino que se articula en fases progresivas y ha de ser modulado de
acuerdo con ellas por el terapeuta, para su mejor control, y hacer posible su
avance seguro hacia su acabamiento total, pues es perfectible y no «salvaje»
o indeterminado. A su vez, cada fase es específicamente modulable de
acuerdo con unas estrategias adecuadas y propias para cada una en particular,
de modo que no sólo la marcha de todo el proceso, sino el ritmo y tono de sus
fases puede ser previsto, conducido y activado, sin por ello incidir
perturbadoramente en la genuinidad del material que el paciente va
presentando, como estudiaremos más en detalle al tratar de la comunicación.

5. PRINCIPIO ARQUEOLÓGICO-ESTRATIGRÁFICO: Por mucho que


las corrientes dentro del psicoanálisis crean deber insistir en la transferencia,
en la transaccionalidad, en el lenguaje, o en otros aspectos de la
comunicación, no puede dudarse razonablemente de que, dada la
procesualidad de la constitución de la persona, los hechos iniciales de este
proceso, su concienciación y su asunción adultamente valorada, siguen
siendo un elemento decisivo para la curación.
Por mucho que aspectos comunicacionales y formales pesen en el proceso de
la terapia, considerando la neurosis en todas sus dimensiones y
realísticamente, sigue siendo su génesis temprana y diacrónica el núcleo
dinámico del que no se puede prescindir. Y esto, sin otras consideraciones, ya
en virtud del principio hologénico y del de recuperabilidad.

No pensamos, desde la práctica, que baste con la anamnesis de los


acontecimientos traumatizantes o, menos aún, de la «escena primordial» para
que la mejoría se inicie (aunque en algunos casos así ha sucedido, o, por lo
menos, se ha producido una notable descongestión emocional en el paciente y
el cese de algunos síntomas, somatizaciones, por ejemplo), pero de lo que no
puede cabernos duda es de que bucear en el pasado más remoto posible del
proceso de neurotización (o de psicotización) y reelaborar intensamente aquel
material resulta un momento indispensable de la terapia, que puede no ser
exclusivo pero sí básico.

Los elementos biográficos originarios son decisivos (arkháia), pues, para la


recuperación de las etapas que debieron ser evolutivas y resultaron
involutivas; pero además estos elementos parecen haberse organizado
sedimentariamente por estratos, para expresarnos metafóricamente.

Este tipo de organización del material arqueológico se aprecia de dos


maneras; una, porque en la anamnesis se tiene la impresión de ir recuperando
zonas superpuestas de huellas mnémicas, de traumas y de fijaciones por el
orden de más recientes a más antiguas; otra, porque el material onírico
procede de la misma manera: se producen una serie de sueños claros y bien
organizados y, cuando parece haber sido trasmitido oníricamente todo el
mensaje —de un tipo determinado— referente a algún punto de la biografía o
de las fijaciones traumáticas, cesan por completo los sueños recordables,
hasta que comienza otra serie de rueños vagos y huidizos, que paulatinamente
se van haciendo claros y bien articulados, que parecen trasmitir un nuevo
mensaje, en torno a otro punto conflictivo, hasta que de nuevo se agotan y
cesan. Y así sucesivamente.

Esto no tiene otra explicación sino la de que el material biográfico y


«arqueológico» se organiza en torno a diversos centros de conflicto y a
diversos niveles de profundidad en la estructura afectiva de la personalidad,
es decir, de un modo muy similar a como se organizan los terrenos geológica
y arqueológicamente, por estratos. Lo cual viene a apoyar al principio
hologénico y al de recuperación: no basta con disponer y manejar el material
procedente de un solo «estrato» ni a un solo nivel y ha de tenderse a
recuperar paulatinamente estratos cada vez más arcaicos y profundos, por el
orden inverso a como se constituyeron.

6. PRINCIPIO DE ESPECIFICIDAD HERMENÉUTICA: Este principio


vendría a incidir en el principio de concreción del grupo comunicacional y se
hallaría dentro del campo del hologénico: no basta en absoluto, para que el
material simbólico y significacional, al ser interpretado, afecte
movilizativamente al inconsciente del naciente, con filtrarlo por una retícula
hermenéutica prefabricada y única, de acuerdo con un código de escuela,
deducido en parte a priori de una concepción sistemática particular.

Por este proceder podrá aportarse alguna claridad al caso, podrá el paciente
concienciar en algún grado la estructura y la dinámica de sus mecanismos
neuróticos (es decir, no negamos que tal filtraje convencional sea de alguna
eficacia), pero de ningún modo pueden producir el «salto del resorte»
definitivo, y verdaderamente curativo, o conducir a una catarsis total de la
malformación neurótica una serie de interpretaciones mediatizadas
convencionalmente por un sistema teórico y no apoyadas en sus propias
claves de comprensión.

Sólo cuando el mensaje simbólicamente cifrado, que el inconsciente del


paciente emite, es adecuadamente descifrado, con toda propiedad, el
inconsciente «se rinde», es decir, acusa el impacto de contramensaje devuelto
por el analista y se abre a la comunicación movilizadora67.

67 En los mitos y en los cuentos —mitos degradados— se repite con


mucha frecuencia el mitologema del: «sésamo ábrete» con una serie de
condiciones concretas de hora, lugar, gesto y tono de voz, para su
efectividad: el secreto no se confía, o el monstruo no se rinde, sino a la
consigna absolutamente concreta y en las condiciones estrictamente
prefijadas para la obtención de tal efecto. Este mitologema ciertamente
no obedece a un capricho de la fantasía de un cuentista, sino que refleja
la actitud universal de los niveles inconscientes (monstruo) que no se
rinden sino a lo que le afecta más en concreto y con una absoluta
precisión en el empleo de la fórmula establecida. Es en definitiva lo que
sucede con toda manipulación de las materias primas en la producción
industrial: no se obtienen los efectos deseados si no se trata la materia
del modo concreto y preciso (grados de temperatura, tiempo de
sometimiento a una decantación, grado de humedad o de sequedad, etc.)
que su naturaleza requiere, y en absoluto reacciona convenientemente a
símbolos, fórmulas abstractas, teorías o deseos que no se traduzcan en
el procedimiento concretamente adecuado, ni punto más, ni punto
menos.

Por lo tanto, aunque en los comienzos puede el analista apoyarse


moderadamente y con atención flotante68 en los códigos clásicos de escuela
(pero nunca de modo exclusivamente afecto a una determinada escuela: las
claves que además de Freud ofrecen Adler, Jung, Sullivan o Boss, por
ejemplo, son igualmente válidas en principio, aunque todas regionales y
parciales), poco a poco ha de ir tendiendo a construir el código propio y
específico del caso concreto que trata, sobre la base de la experiencia de
aciertos y desaciertos, acusados como tales por el inconsciente del paciente, y
de las confirmaciones seriales, estructurales y afectivas 69 que los mismos
sueños y fantasías o las reacciones somáticas y emocionales del paciente van
suministrando.

68 La atención flotante es una expresión feliz de Freud que indica la


actitud mental del analista procediendo por tanteos interpretativos sin
llegar a fijarse o a encariñarse con ninguno, siempre dispuesto a
abandonar un significado, una hipótesis o una pista, si aprecia que no
acaba de resultar y, por supuesto, sin violentar el material objetivo para
que cuadre con la hipótesis predilecta, que es lo que los principiantes
suelen hacer: esforzarse sin demasiado escrúpulo por adaptar el resto
del material simbólico o expresivo a un único símbolo que les parece
significar algo muy concreto, en lugar de interrelacionar los símbolos e
ir esperando a que de esta interrelación se decante un significado total
no previsto.

Se podría decir que la atención flotante equivaldría al modo de asentar


el pie de un explorador que anda por terrenos inseguros y pantanosos,
de modo que nunca afirma su paso en un punto determinado, que podría
fallar, sino que en el mismo acto de poner el pie ya lo está inervando
para saltar, en el caso de que aquel punto falle.

69 La aplicación de estas técnicas hermenéuticas la hemos expuesto en


Terapia, lenguaje y sueño (capítulo 11), hemos de insistir en el capítulo
siguiente de esta obra y la trataremos con mayor extensión en nuestra
próxima obra.

Al cabo de algún tiempo, ya puede irse sabiendo con una certeza creciente
que tales oniremas o imágenes recurrentes encierran un significado tal, en
este caso concreto, que quizá no presenten en otro caso, o que no se halle
recogido por las escuelas clásicas70.

70 Por ejemplo, el significado clásico de los vehículos es fálico; sin


embargo, hemos analizado sueños en los que sin lugar a dudas
significaban los vehículos la estructura de la personalidad o sus
posibilidades dinámicas, aparte de lo que podría significar en algún
caso por libre asociación del paciente en relación con determinadas
experiencias biográficas: un coche puede significar la personalidad de
su propietario, que no sea el mismo paciente, o algo relacionado con lo
que le ocurrió con ese coche determinado u otro semejante a ese que
aparece en el sueño. Otro ejemplo es el de la fuerza pública: en la
mayoría de los casos significa elementos represivos o de control
superyoico, pero en no pocos sueños aparece de pronto significando
realidad, el principio de realidad, sin poderse dudar de ello. Y lo mismo
cuando aparecen jefes de Estado, generales o personajes históricos o
novelescos.

Si en los comienzos hay que proceder de manera todavía vacilante y


provisional, cuando el proceso terápico va avanzando puede disponerse ya de
un repertorio codal casi cierto y adecuado, de modo que las fantasías y los
sueños se hagan legibles jeroglíficamente, como un texto no muy complicado
cuyo idioma se conoce suficientemente, para traducirlo. Estos aciertos
hermenéuticos acelerarán el tratamiento y el diálogo con el inconsciente será
cada vez más directo y activo.

En cambio, si el analista se empeña en utilizar unas claves determinadas y


convencionales, que no acaben de traducir en toda su fuerza el mensaje
inconsciente, puede estar suministrando armas defensivas a la tendencia
resistentiva del paciente. Por eso los casos se estancan y se prolonga
indefinidamente la terapia.
3. PRINCIPIOS PRÁCTICOS: GRUPO
COMUNICACIONAL
1. PRINCIPIO TRANSFERENCIAL: El principio anterior estructural-
dinámico nos introduce ya en el tema de la comunicación, cuyo segundo
requisito indispensable sería, además del de la especificidad hermenéutica y
la concreción, el de la empatía transferencial bidireccional.

Situar al paciente frente a los mensajes descifrados de su inconsciente no


basta si se le deja totalmente a solas con ellos, sino que su asunción
concienciativa y movilizadora ha de ir apoyada y fomentada por un clima de
apoyo emocional, cuasi-parental, que el analista debe proporcionar.

En la base de toda neurosis o psicosis se halla el miedo, un miedo difuso (por


proceder de una etapa evolutiva en la cual los objetos reales no se precisaban
todavía) a la realidad, causado por la falta de apoyo afectivo de los padres o
educadores, o por haber sido infundido precisamente por ellos. Un miedo
que, en definitiva, se debe a la soledad en que fue dejado el paciente en
aquellos tiempos, cuando carecía de controles y de filtros para enfrentarse
con la realidad n el temor a ser «devorado» por ella.

La recuperación de esa realidad y de la capacidad de relación con ella (sin


miedos ni deformaciones) ha de lograrse precisamente gracias a la
«anestesia» de aquel miedo infantil —persistente en el adulto neurótico—,
que le permita salir del refugio de sus defensas y percibir y apreciar el mundo
y desplegar una conducta, de acuerdo todo ello con la complejidad de los
estímulos reales y de las exigencias objetivas del entorno. Pero esta
«anestesia» del miedo infantil sólo se consigue mediante una adecuada
apoyatura emocional, ausente en la infancia del paciente, que supone la
transferencia.

Por esta razón el clima comunicacional de las sesiones (y la relación


terapeuta-naciente) resulta muy específico y no puede intercambiarse con
otros tipos y situaciones de comunicación. Un clima que hace posibles
influjos, a nivel profundo y recuperativo, de posibilidades infantiles
atrofiadas, de parte de la palabra, las actitudes, las aprobaciones, las
reacciones o el mero testimonio del terapeuta. Como si el paciente entrase en
un estado de especial e inhabitual plasticidad en la base de su personalidad
(plasticidad que no posee en otro tipo de relaciones sociales), que la hace
recuperable y evolutivamente transformable.

Tales posibilidades de la relación terapeuta-paciente no son deducibles a


priori, sino que se verifican y comprueban a posteriori; y no dejan de
sorprender al mismo terapeuta, que las utiliza, como aprovecha la técnica un
efecto físico paradójico y difícilmente explicable, pero que evidentemente se
produce y hay que contar con él (en la ciencia y en las técnicas derivadas de
ella no todo es deducción sistemática, sino información objetiva, a veces
difícil de integrar en sistema).

Y todavía el fenómeno trasferencial cumple otra importante función y es la


oportunidad de proyectar, el paciente en el terapeuta, todos los fantasmas
infantiles que le acosan para, así proyectados y objetivados en éste poderlos
reelaborar, disolver o asumir adultamente, dado que el terapeuta, consciente
de las proyecciones de que es objeto y sin reaccionar agresiva, o
emocionalmente por lo menos, va permitiendo un juego verdaderamente
psicodramático a la vez movilizador y concienciativo.

2. PRINCIPIO SITUACIONAL: En consecuencia, de lo dicho acerca del


principio transferencial, la presencia y las actitudes del terapeuta intervienen
activamente en la situación terápica, aunque alguna escuela no lo desee y
trate de evitarlo. Por mucho que el proceso terápico trate de poner entre
paréntesis la vida real del paciente para analizarla, esta vida prosigue aun a
través de las sesiones; como observa muy exactamente Boss, durante la
sesión y durante el sueño también el paciente sigue «estando-en-el-mundo»,
es decir, existiendo, y la duración de este existir, por mínima que sea,
constituye un proceso irreversible y es un segmento efectivo de la evolución
personal del paciente.

El paciente no «pasa», existiendo, el tiempo de las sesiones impunemente,


sino que la dialéctica de su existir real sigue actuando y siendo realmente
influida por los elementos de la situación concreta que es la sesión
psicoanalítica. De ahí que lo que en ella suceda o no suceda y el modo de
relacionarse con el terapeuta (elemento real e inevitable de esta situación)
haya de influir y modular existencialmente el modo de «estar-en-el-mundo»
esa personalidad, y este «estar-en-el-mundo» no puede quedar en pura
«verbalización» y en puro «análisis», sino que se va imbricando
dinámicamente, y de modo irreversible, en el «ser» del paciente (no ya en su
«estar») y le trasforma, para bien o para mal.

Pues en el seno de una situación real no se puede abstraer lo analítico o lo


concienciativo del resto de los elementos, algunos imponderables, que la
integran en su concreción. Por ello, es mejor y más metódico tener presentes
y controlar los resortes que intervienen en la situación terápica, que no
esforzarse por ignorarlos en nombre de una asepsia teórica e ilusoria, para
dejarlos seguir funcionando sin control.

Ante todo, dos puntos son evidentes a este respecto: uno, la comunicación de
inconscientes, entre paciente y terapeuta, que éste frecuentemente no llega a
controlar, pero que influye muy activamente en la marcha, en la movilización
o en el estancamiento del caso y de su proceso. La situación de terapia entre
dos es intensamente humana y hasta dramática, y no es en absoluto posible
que uno de ambos deje de estar especialmente implicado en ella, con todas
las consecuencias; de modo que, como antaño los padres, aquellos
sentimientos y tendencias inconscientes hacia el paciente, o su falta de interés
y de atención en las sesiones, o las calidades de su «projimidad» (la
Mitmenschlichkeit de Gebsattel), no dejen de constituir factores muy activos
y reales en el desarrollo del proceso. Es el fenómeno que se ha denominado
«contratransferencia».

El otro punto es que la activación o paralización del paciente y todos los


altibajos y vicisitudes del proceso se hallan bajo el influjo de otros factores
accesorios e imprevisibles, más o menos, de la situación concreta analítica, de
modo que los detalles más inesperados (clima, decoración, voz, gestos,
actitud del analista, silencios o palabras, modo de recibir o de despedir,
comunicación con otros pacientes o con las demás personas que integran el
equipo, rumores oídos acerca del terapeuta o su encuentro fuera de las
sesiones, como son conferencias, lugares públicos, viajes, etc., así como
información acerca de su modo de vida, su estado civil, su número de hijos o
carencia de ellos, sus creencias, sus aficiones y estado económico, etc.)
pueden producir retrasos o aceleraciones imprevisibles, hasta el punto de
verse obligados, paciente y terapeuta, a cambiar de relación y a dejar a otro
terapeuta que, por unas circunstancias diversas del anterior, llegue a
desbloquear el proceso.

Por todo ello, y en virtud de este principio, sería de desear siempre que el
paciente ignorase lo más posible de las particularidades de la vida concreta
del terapeuta, y también que nunca entrase en relación con otras personas
allegadas a él por una razón o por otra; por lo tanto, que no acudiera a las
sesiones al domicilio del mismo, sino a un local impersonal y neutro, cuya
decoración fuese a la vez funcional, sobria y estética, mas sin ningún resabio
de clase social, de manifestaciones narcisistas o de culto a la personalidad del
terapeuta. Demasiado lujo en el mobiliario es, desde luego y para toda clase
de pacientes (aun para los socialmente bien situados), entorpecedor, y
asimismo un ambiente desapacible y sórdido; pero de excederse en algo
resulta preferible, a la larga, el destartalamiento del local, que recuerde el de
un estudio o el de un taller, que un confort y un esteticismo, tal vez agradable
a primera vista, pero demasiado cercano a las apreciaciones del consciente, y
secretamente movilizador de impulsos inconscientes negativos, por una u otra
razón: el lujo en el mobiliario no pierde nunca un cierto carácter de agresión
al visitante.

3. PRINCIPIO DE ESPONTANEIDAD: La neutralidad y hasta la


pasividad ortodoxa del analista tratan de garantizar una espontaneidad, a ser
posible total, nada mediatizada por incidencias activas de la persona del
terapeuta o de la situación analítica.

Para que el análisis sea válido no ha de sufrir el material analítico la menor


modificación incontrolada (en su mismo emerger como tal material
inconsciente; caso distinto es el curso que siga la comunicación paciente-
terapeuta en la dialéctica de las sesiones y del proceso en-situación, según el
principio anterior, y es ésta una distinción que no llegaron a advertir los
ortodoxos), modificación que podría ser inducida si el analista hablase
demasiado, expusiese teorías, preferencias, opiniones, que fuesen dando
pistas de resistencia y de enmascaramiento, adulador del terapeuta, al
paciente.

El discurso analítico es monólogo (y no diálogo), sobre todo en las tres


primeras fases (cfr. capítulo 3). La actitud inicial del terapeuta ha de ser
esencialmente receptiva del material que espontáneamente vaya
suministrando el paciente, sin que ni siquiera alguna pregunta del analista
influya en el flujo de material u oriente mínimamente la atención del
paciente, en la selección de lo que convenga verbalizar.

No hay inconveniente, sin embargo, en que el analista ataje la «cortina de


palabras» o haga caer en la cuenta al paciente de que está produciéndola o
llenando el tiempo de la sesión con anécdotas sin importancia analítica, pero
sin darle pistas en sentido positivo.

A lo más, se le puede ayudar en las primeras sesiones, si comienza por


bloquearse y no sabe por dónde empezar, ofreciéndole una tópica
esquemática y neutral de los niveles de comunicación y de las áreas temáticas
a que podría referirse71.

71 La tópica a que nos referimos puede discurrir por diversos cauces:

a. Invitar al paciente con una cordialidad nada fingida a que, por una
vez, se expansione diciendo lo que siempre le habría desahogado
decir, o lo que le está preocupando o presionando y deprimiendo
desde siempre...
b. Indicarle las áreas o niveles de contenidos psíquicos que pueden
ser de interés para su catarsis (y q ue él mismo se administre con
estas indicaciones en adelante, sabiendo los puntos que ha de
controlar en su pasado y en su actualidad):

Recuerdos de infancia.
Estados afectivos.
Sueños.
Fantasías.
Imágenes eidéticas (espontáneas).
Asociación libre.
Deseos.
Temores.
Proyectos.
Situaciones y dinámica de las mismas.

que, como es fácil ver, se reducen a cuatro capítulos: pasado remoto,


dinámica de las situaciones actuales (no tanto como anécdotas, sino
como constantes de estructura de situación, por ejemplo, tendencia al
fracaso, a la culpabilización, a estropearlo todo en el último momento,
al descuido, a dejarse ganar y pisar por los demás, etc.), vida fantástica
(incluidos los sueños), vida afectiva (incluidolos deseos, los temores y
los proyectos).

c) Formularle, en la primera sesión y después de haberle dejado un


rato en silencio para no mediatizar el arranque espontáneo del
análisis, las cinco preguntas de Adler:
1. ¿Cuál es su principal preocupación?
2. ¿Cuál es su principal temor? (de futuro).
3. ¿Cuál es su primer recuerdo?
4. ¿Cuál es su sueño más frecuente?
5. ¿Qué haría usted si no tuviera ese problema?
d.) O, todavía más sencillo, formularle estas dos preguntas:
a') ¿Qué síntoma (malestar, situación conflictiva, etc.) le
mueve a buscar un tratamiento?
b')¿Qué espera o pretende usted de este tratamiento?

Conforme el análisis avance y el proceso dialytico entre en la fase de meseta


o, incluso, «salte el resorte» (y parezca que el material simbólico y biográfico
se ha desplegado ya en su totalidad), puede la comunicación terápica
activarse en forma de mayéutica y de preguntas críticas que vayan obligando
al paciente a definirse y a aclarar sus intenciones, su voluntad de curación y
de movilización, su responsabilización, su capacidad de decisión y la
orientación de su futuro y de su productividad.

En toda terapia se producen, hacia el final de la fase mesetaria, momentos de


inercia resistentiva que es preciso atacar acosando cuestionativamente al
paciente y colocándole literalmente «entre la espada y la pared», a base de
preguntas dilemáticas ante las que tenga que decidirse, o por lo menos
aclararse acerca de sus intenciones prevalentes y confesar que, en realidad, no
quiere salir de sus defensas, aceptarse, aceptar la realidad como es, integrarse
en su dinámica objetiva, superar su narcisismo infantil, etc.

Después de lo cual, y si este acoso dialéctico ha surtido efecto, puede


volverse a la pasividad expectante del material que el paciente vaya
arrojando; mas el no ayudar a vencer estos momentos de inercia (a veces muy
tenaz) en el proceso, o ese momento supremo y decisivo de decidirse
radicalmente a salir del refugio neurótico (o prescindir de sus defensas), suele
ser la causa de que las terapias se prolonguen años o resulten amorfas e
indefinidas.

La dejación del paciente a su pura espontaneidad, y durante todo el proceso


de la terapia, sin discriminación de fases ni de coyunturas, sería únicamente
válida si el ser humano no fuese un viviente socialmente dialéctico, lo cual en
ningún momento deja de serlo.

Por ello, aunque en situación de terapia haya de prevalecer sobre todo la


espontaneidad no mediatizada por el influjo del terapeuta a ser posible, no
puede tampoco abandonarse totalmente esta dimensión del sujeto humano, ni
dejarse de beneficiar de esos recursos activadores y movilizadores que la
dialéctica del diálogo implica. Sólo hay que controlarlos (tanto en su
oportunidad como en su sentido táctico y en sus efectos) para que sean
activadores del proceso sin ser mediatizadores de su espontaneidad.

Todavía se puede formular el principio de espontaneidad en cuanto referido a


niveles más profundos, que no se queden en la superficie de si la relación y el
discurso terápico haya de ser dialogal o monologal, o el terapeuta más activo
o más pasivo: los elementos energéticos, semánticos y simbólicos que
intervienen decisivamente en la curación son autógenos (no han de ser
suministrados desde fuera de la base libidinal del paciente —Inconsciente
libidinal, emocional y semántico que estudiábamos en El inconsciente y en
Terapia, lenguaje y sueño—, como sería el caso de los consejos, las
orientaciones y los apoyos sociales) y sólo funcionan positivamente cuando
se movilizan y actúan por sí mismos, desde la base libidinal del sujeto, por
eso es preciso fomentar constantemente su espontaneidad.

Para fomentar esta espontaneidad dinámica y movilizadora de ulteriores


recursos básicos, hay que crear el clima situacional apropiado, por los
procedimientos que fuere (estrategias, técnicas activas o una intervención
dialogal modulada), pues no es la actividad o pasividad absoluta del terapeuta
lo decisivo, sino la movilización abreactiva de la espontaneidad del paciente.
Lo único requerido es el control de los recursos y de las estrategias
empleadas, para no mediatizar ni falsificar esta auténtica espontaneidad que
es indispensable para la curación definitiva.
4. PRINCIPIO DE CONCRECIÓN: El Inconsciente es íntegramente
irracional, es entitativamente pulsional, vegetativo, energético: vive de
presencias reales, de positividad efectiva, de tropismos y tacciones; lo que
actúa y le afecta, lo registra y reacciona a ello (siquiera sea un «fantasma»);
pero ni le afecta ni reacciona ante lo meramente supuesto, hipotético,
abstracto e ideal. Por eso, la negación, que es una abstracción y una hipótesis,
no la capta ni le motiva (y, por eso la formulación negativa de las normas
morales, del tipo «No matarás», no le coloniza, sino que más bien le estimula
a actuar contra la norma: el «no» cae y la presencia comunicacional que
queda es la de «matarás», o «fornicarás», o «hurtarás»...).

Aunque verbalizar ayuda a concienciar y es uno de los elementos activadores


de la terapia, no puede serlo todo (en contra de lo que tal vez suponga
Lacan); y sólo es eficaz cuando las palabras evocan presencias concretas,
cuando arrastran fantasmas efectivos (que, como los números imaginarios en
matemáticas, no existen en la realidad cotidiana como los números naturales,
que pueden concretarse en objetos, pero operan en los cálculos), o cuando
movilizan pulsiones.

Esta eficacia de la verbalización vale sólo para la que realiza el paciente; en


cambio, las verbalizaciones (o expresiones habladas) del terapeuta, resultan
perfectamente ineficaces en cuanto tales verbalizaciones. Moviliza más el
terapeuta por sus actitudes y reticencias que por lo que expresamente diga. Es
el juego estratégico de elementos de situación, actitudes y símbolos o afectos,
es decir, juego de presencias concretas, lo que realmente afecta al
Inconsciente del paciente, no las palabras (a no ser que éstas revistan el
carácter de concreción simbólica y sean portadoras de una
sobredeterminación emocional).

Reformulando lo que al principio decíamos: el Inconsciente es impermeable a


los conceptos (por eso lo calificábamos de «irracional») y sólo se deja afectar
por presencias, de ahí que la evocaciónconcreta sea mucho más eficaz que la
palabra abstracta.

Pero hay diversas clases de presencia (que no debe pensarse se reduzca


exclusivamente al «estar-ahí» de las «cosas») y la presencia será tanto más
eficaz para el Inconsciente cuanto menos se parezca a la de las «cosas»
mineralizadas en el entorno espacial. Por eso, preferimos el término
«concreción» al de «presencia», pues, toda presencia es concreta, mas no
toda concreción está presente como lo están las «cosas».

Se da un tipo de presencia que es el de los recuerdos, al que llamamos


«evocación»; otro tipo, propio de los afectos en forma de «envolvimiento
emocional»; otro, de los símbolos, en forma de «trance eidético», proyectivo
o no72; otro de los impulsos, cuando éstos se movilizan de alguna manera y
se hacen sentir en el fondo del psiquismo. Pero todos estos tipos, cuando se
producen, lo hacen en concreto. Y para producirlos hay que tender a
concretarlos, es decir, que los elementos y recursos más dinamizadores y
efectivos en el proceso terápico han de manifestarse en concreto, afectan al
Inconsciente en cuanto concretos y han de ser activados por una estimulación
concreta73. Y nada que no sea concreto ayuda a la curación.

72 La manera de concretarse los símbolos se produce cuando el sujeto


entra en trance y empieza a percibir imaginativamente (o proyectados
sobre objetos reales) los símbolos mismos fantasmáticos o que de
alguna manera afectan a su Inconsciente, en un proceso muy semejante
al onírico capaz de envolver al sujeto en una atmósfera concreta pero
diferente de la vida real cotidiana, en la que los símbolos y los
fantasmas sean prevalentes.

Esto puede suceder de modo que el sujeto mantenga su control de


realidad y se esté dando cuenta (como en las imágenes eidéticas) del
doble plano en que está viviendo y percibiendo, pero puede también
ocurrir de modo que el sujeto pierda el control y se encuentre inmerso
en un mundo de fantasmas casi alucinatorios. Y, finalmente, también
puede darse cuando, al percibir los objetos reales del entorno, incluido
el terapeuta, comienza a proyectar sobre ellos imágenes, aspectos y
fantasmas inconscientes. (Un paciente nos veía por momentos en forma
de monstruo terrorífico y luego volvía a vernos en nuestro aspecto
vulgar, y así alternativamente.)

No hay que decir que tal tipo de sesiones resulta extraordinariamente


fecundo y que puede comenzar un diálogo mayéutico con el paciente en
trance, estimulándole con preguntas a ver más, a implicarse en las
visiones, a luchar con los monstruos, a aceptarlos y devaluarlos, etc.,
según convenga.

El caso de los artistas plásticos es especial: sus trances son los de la


ejecución de determinadas obras plásticas. Hemos tenido el caso de un
escultor que en la plasmación material de sus ideas inspiratorias vivía
el trance, trance y proceso que analizábamos indefectiblemente en la
sesión y que suplía al análisis de los sueños, que apenas tenía.

Con los afectos sucede lo mismo, sólo que aquí lo prevalente no son las
imágenes, sino los estados emocionales. Pero lo eficaz es precisamente
el envolvimiento inmersivo de tipo cuasi-cenestésico, muy semejante a
los de la primera infancia y primeros meses de vida, capaz de hacer
regredir a etapas muy tempranas en el desarrollo de la personalidad.

Muchas veces, el agente detonador son ciertas palabras, pero palabras


que han dejado de serlo ciara convertirse en verdaderos símbolos
sobredeterminados.

73 Sin embargo, esta estimulación no debe ser tan «concreta» que anule
la distancia simbólica e implique al terapeuta y al paciente en una
relación real y cotidiana de otro tipo (como sería una relación sexual
con una paciente, o hacerle un favor pecuniario o de recomendación
burocrática, o irse a pasar unas vacaciones juntos, etc., todo lo cual
resulta altamente contraindicado). Pues lo que hace efecto curativo no
es la inmersión prosaica en otra forma de realidad cotidiana (la de una
situación de adulterio, por ejemplo), sino el ser capaz de trascender la
realidad cotidiana simbólicamente y desde este nuevo plano reelaborar
las actitudes y la visión propias de la realidad cotidiana. Sería la
diferencia entre tonal y nagual juego de planos de realidad distintos,
presente en la obra de Carlos Castañeda, Las enseñanzas de Don Juan,
Una realidad aparte y Viaje a Ixtlan. Don Juan, el brujo, trata de darle
acceso a estos planos esotéricos de realidad mediante las drogas
integradas en un marco ritual (las drogas, precisamente para que no
sean perjudiciales, habrían de ser ingeridas sólo provisionalmente y
para arrancar de la visión cotidiana de las cosas y dentro de unas
precauciones rituales muy estrictas). La ingestión indiscriminada y
dilettanti de drogas, como en Occidente se practica, es claramente
perjudicial e ineficaz a este respecto.
Pero esto lo citamos a modo de ejemplo. Por supuesto que en la diálysis
no se requiere en absoluto nada de esto, que sería contraproducente,
sino que bastan y sobran los recursos dialécticos y dialógicos del
discurso analítico.

Por ejemplo, no basta nunca que el paciente diga que ha tenido un sueño de
tal o cual tipo y donde pasaba esto o lo otro (una lucha, una persecución, un
encuentro o hallazgo), sino que hay que obligarle a que narre detalladamente
sus sueños, pues en los detalles y en su evocación concreta está la fuerza
dinamizadora del sueño. No basta tampoco con que diga que su padre fue
duro, ha de especificar y evocar incluso las escenas concretas que le
traumatizaron, y así sucesivamente.

Sólo cuando el paciente consigue revivenciar las realidades concretas de su


infancia, sus traumas, sus experiencias fundantes, sus fantasmas, sus afectos
y sus impulsos, comienzan a disolverse los mecanismos bloqueadores, a
movilizarse las energías básicas y a remodelarse la personalidad total. Podría
formularse este principio diciendo que lo concreto con lo concreto se cura o
resulta entonces terápicamente afectado por la comunicación.

Mas téngase en cuenta que, en estos casos, no se trata de una comunicación


entre terapeuta y paciente, sino, muy estrictamente, de una comunicación
especial entre el Inconsciente del paciente y su actividad consciente, mediada
eso sí por la labor interpretativa y apoyativa del terapeuta. Y aquí está el
esquema básico de la comunicación terápica y dialytica.

5. PRINCIPIO DE TERRITORIALIDAD: Se trata de una especificación


del principio anterior, su concreción en el espacio, dada la importancia
simbólica y sobredeterminada que éste tiene para el Inconsciente.

Este nuevo principio afecta a cuatro tipos de realidades (como el anterior se


refería a otros tipos de experiencias: rememorativa, afectiva, simbólica y
pulsional), realidades todas que presentan el común denominador del
«territorio»74: la residencia, los «.campos», las distancias y la posición. A
todos estos tipos de relaciones espaciales es agudamente sensible el
Inconsciente.

74 Recomendamos la monografía de nuestro colaborador de varios


años y profesor agregado de la Universidad Complutense, doctor José
Luis García y García, Antropología del territorio (Madrid, Taller,
1976).

La residencia actual es el «territorio» propio y, así como el falo, es la


materialización simbólica de las proyecciones de la personalidad, por eso, si
el paciente ha de habitar con familiares, cuando éstos —los padres o algún
hermano por lo común— son los propietarios del territorio, su conciencia de
personalidad sufre constantes interferencias, hasta hacer aconsejable —pero
siempre dejándolo a la intuición y a la iniciativa del paciente, sin aconsejar ni
menos presionarle— un cambio de residencia, para que la terapia resulte
eficaz, o no avance tan lentamente.

El «territorio» constela todo un campo de fuerzas emocionales, tensionales,


libidinales, significacionales y casi «mágicas» (de esto saben mucho los
pueblos tribales, sobre todo los de Australia) que es esencial para la
autoidentificación de la persona, para su configuración como tal y para su
proceso de maduración; ya puede calcularse la importancia decisiva de la
incidencia en el propio territorio de otras personas, del hallarse en el territorio
de otro, de ser propietario del propio territorio o de no serlo, y que lo sea otro,
etc. Hasta el lugar en que se tienen las sesiones es influido en su incidencia
en el ánimo del paciente por este principio de territorialidad, pero esto nos
hace acceder al tema de los «campos».

Campos son todos aquellos «espacios», reales, imaginarios, lógicos,


semánticos y afectivos que aparecen dotados para un sujeto determinado de
una especial significatividad (de una naturaleza o de otra), de modo que lo
que sucede, se halla o se presenta en tales campos ejerce una influencia, o
presenta un sentido, especial, que no ejercería o presentaría de no hallarse
enmarcado por tal campo específico.

Así, una sesión dialytica puede cambiar de eficacia por suceder en un


«campo» distinto al debido, o una comunicación o un discurso pueden
cambiar su fuerza o su significado según el «campo» en que tienen lugar, o
una acción y un comportamiento. Y controlar los «campos» puede suponer
una aceleración extraordinaria del proceso terápico, de modo que, alguna que
otra vez, las sesiones tengan lugar en el «campo» apropiado para obtener la
especial eficacia que el momento o fase del proceso requieren, o hacer
determinadas interpretaciones o alusiones en un «contexto» (una variedad de
«campo») especialmente apropiado.

De especial eficacia es visitar (y aun tener sesión, aunque no en las


condiciones acostumbradas, como es lógico) en el escenario, contexto o
«campo» de la infancia, o en aquellos lugares más frecuentados por el
montaje onírico (cuando los sueños insisten en determinados lugares), o en
algún sitio especialmente sobredeterminado para el paciente por cualquier
razón y si ello es posible.

Por lo que se refiere al lugar ordinario de las sesiones hemos de hacer las
siguientes precisiones, basadas en nuestra propia experiencia:

a. El lugar de las sesiones ha de ser lo más neutro posible.


b. Por lo tanto, la vivienda del propio terapeuta es desaconsejable, pues el
menor detalle e incluso el encuentro con algún familiar del mismo,
puede dar lugar a todo género de susceptibilidades o de críticas75.
c. Todavía es más desaconsejable la vivienda del propio paciente: la
experiencia nos ha enseñado que las sesiones habidas en tal lugar han
sido siempre ineficaces y anodinas, y la razón es obvia: allí se encuentra
él en el propio territorio y el terapeuta le resulta «tributario».
d. Hasta la decoración o el modo de estar amueblado el lugar habitual de
las sesiones puede influir (y dígase lo mismo hasta del modo de vestir el
terapeuta): lo demasiado convencional distancia y despierta sentimientos
de frialdad y hasta de desprecio. Lo mejor es una decoración simple, que
cree una sensación de bienestar difuso, así como de hallarse en otro
plano no cotidiano (tampoco la sordidez y el desorden, en el otro
extremo, ayudan, sino que acentúan la depresión).

75 Cuando, en los comienzos, recibíamos a los pacientes en nuestra


vivienda, uno de ellos dedicaba gran parte de las sesiones a criticar el
estado de los tabiques y de los techos, el polvo que veía y la vejez de los
muebles. Ya al entrar en ella le causaba disgusto y todo lo negativizaba.
E ingresar en un «territorio» demasiado personal (del terapeuta) ya se
comprende que no puede ayudar, pues.el terapeuta tampoco debe
aparecer a los ojos del paciente como un individuo demasiado tipificado
e incluido en una clase social, un status, una mentalidad y unas
preferencias. Incluso es más conveniente (y lo tenemos avalado por
experiencias propias y ajenas) que ni siquiera sepa el paciente
peculiaridades tan públicas por otra parte como si está casado o
soltero, si tiene o no hijos, o padres, o tal tipo de cónyuge, etc. Una
paciente de un compañero nuestro agredía verbalmente a la esposa
siempre que la veía...

Y ya dentro del tema de la sesión, un capítulo especial lo constituye el juego


de distancias espaciales que puede utilizarse para significar aceptación,
distanciamiento, rechazo de la actitud del paciente, comunicación,
incomunicación y otros matices de la relación transferencial. Ocupar el
terapeuta siempre la misma posición a la cabecera del diván, de modo rígido
y dogmático, nos parece ilógico. También la posición del terapeuta es un
elemento que puede y debe potenciarse, como todo lo que puede tener
incidencia en las emociones, asociaciones y simbolizaciones del paciente.

Hay pacientes, y momentos del proceso, a los que ayuda más una
comunicación directa y frente a frente, o sea, mirando desde el diván al
terapeuta (aunque sea para controlarle, pues satisfacer este deseo puede ser
provisionalmente eficaz); en otros momentos o con otros pacientes ayuda
más permanecer fuera del alcance de su vista, incluso por unos momentos
puede el terapeuta dejar sólo en la habitación al paciente y analizar luego el
cambio de sentimientos experimentado en su ausencia y al volverse a
presentar. En una palabra, con la distancia, la ubicación en el espacio, las
presencias y las ausencias puede jugarse como con elementos primordiales de
las constelaciones simbólicas del paciente, y asi obtener una serie de matices
nuevos en sus reacciones afectivas, que enlacen con arcaicos recuerdos
infantiles.

Y, dentro de ello, también hay que considerar la posición. En este punto hay
que ser más rígido que en el anterior (de la ubicación del terapeuta): la
posición analítica eficaz e indispensable es la supina, en actitud lo más
relajada posible, que no se suple con estar simplemente «cómodo» (como
cuando se sienta en un sillón), sino que ha de contribuir a bajar sus defensas,
las cuales sólo se debilitan en esa posición.

Hemos observado constantemente que todo movimiento de resistencia y de


defensa, o de desconfianza, va acompañado (siempre que la rigidez muscular
del paciente psicótico no es excesiva) de un cambio de posición con
abandono de la posición supina total: se incorpora parcialmente, se vuelve de
costado, levanta las rodillas, cruza piernas y brazos... Y cuando un paciente
no ha entrado decididamente en el proceso terápico suele resistirse a adoptar
esa posición, o al menos la mitiga, si puede, manteniéndose con el tórax algo
incorporado mediante almohadones, o tendiendo a permanecer sentado
siempre que puede (por ejemplo, siempre que no se le ruega que se tumbe).

Esto no quiere decir que haya de obligársele rígidamente a tumbarse. Cuando


la resistencia a adoptar la posición supina es grande y tenaz, debe dejársele en
la posición que guste, las más de las veces, y rogarle alguna vez que otra que
se tumbe. Y cuando lamente la lentitud del proceso o la poca eficacia de las
sesiones convendrá hacerle ver que uno de los factores perturbadores es su
negativa a adoptar la postura adecuada: en tanto permanece sentado, se halla
«en visita», sólo al comenzar la sesión tumbándose y relajándose, abandona
el plano de las convenciones sociales y se entrega a solas consigo mismo a
enfrentarse con su realidad más propia y secreta.

6. PRINCIPIO DE NEGATIVIDAD: La comprensión de este último


principio supone una reflexión filosófica y una experiencia del mundo que
trascienden los conocimientos psicoterápicos estrictos, y, sin embargo, ya
Freud en Die Verneinung (1925) y Lacan y su escuela hacen de este principio
la clave de la comunicación analítica.

El principio como tal podría formularse así: nada de cuanto es


verdaderamente significativo, decisivo y real para la concienciación y
disolución de la neurosis (o estructura de personalidad perturbada) es
directamente observable o verbalizable, como si se tratase de un objeto «real»
que nos sale al encuentro, sino que ha de ser captado a contrapelo, como la
sombra que proyecta la persona a pesar suyo y en el «reborde» o límite de
expresabilidad de la palabra.

Los presupuestos en que se funda son los siguientes:

a. Lo reprimido es aquello que menos acceso tiene a la consciencia.


b. Por lo tanto, es lo que ésta se halla menos dispuesta a percibir.
c. Lo más básico, el entramado de toda realidad perceptible, resulta
necesariamente más difícil o imposible de percibir (pues lo directamente
accesible a la percepción es ya un producto muy complejo de una serie
de elementos básicos que, al no ser productos, no son perceptibles ni
verbalizables).
d. En general, nada de cuanto aparece y se muestra es real (en ese modo de
mostración); lo verdaderamente real, no aparece76.
e. Nada de cuanto es pensable constituye la verdad total; la verdad total no
es pensable.
f. Nada de cuanto es decible es lo que hay que decir; lo que hay que decir,
no es decible77.
g. Las sensaciones, las ideas y las palabras nunca pueden reflejar con
propiedad lo que realmente es; lo que se cree percibir, se imagina pensar
y se pretende decir claramente constituye más bien una obnubilación,
una racionalización y una tergiversación.
h. Finalmente: la percepción sensible, la formalización conceptual y la
expresión verbal nunca pueden traducir lo que el Inconsciente es, tiende
y desea, y viceversa; nunca puede el Inconsciente ser afectado
directamente por sensaciones, ideas ni palabras.

76 Esta tesis es la constante de todas las filosofías orientales y


occidentales, del Vedânta y el Shâmkya a Parménides y Heráclito, del
pensamiento mágico a la Relatividad. De todas estas corrientes de
pensamiento y de otras muchas no citadas se deduce unánimemente que
la percepción directa, el conocimiento racional lógico y la expresión
verbal no pueden agotar jamás lo real y, al pretender cerrarse
sistemáticamente sobre su objeto, al pretender dar una visión de lo real
completa, engañan. Y así la labor de la reflexión sea mágica, sapiencial,
filosófica y científica ha venido siendo librar al Hombre de esta trampa
de la experiencia, la razón y la palabra. Naturalmente siempre que han
fallado en su intento, y ha sido muy frecuentemente, el engaño y la
mediatización de lo real se han incrementado: es la «enfermedad de las
palabras» de que adolece el filósofo según Wittgenstein.

77 Ésta es la conclusión que se saca del Tractatus de Wittgenstein. Pero


este filósofo angloaustríaco, por no ser dialéctico, falla en su resultado
final: «de lo que no se puede hablar hay que callarse». Prueba
demasiado, y prueba, contra la experiencia, que el lenguaje carece de
valor expresivo.
No: aunque es verdad que lo real no es decible y que lo decible no es lo
real, el habla, la palabra y el lenguaje poseen y ejercen una función
dialéctica de manifestar ocultando: el error estaría en quedarse en la
palabra (cosa que se ha hecho muchas veces) y no negarla para,
mediante ella, acceder a lo real o a su expresión. Wittgenstein lo
expresa muy bien, pero no parece haberse dado cuenta de lo que dice:
la palabra «es la escalera de manos que se arroja una vez habiendo
subido por ella».

Por lo tanto, la verdadera realidad del Inconsciente y la verdadera realidad


objetiva capaz de afectar al Inconsciente han de ser descubiertas en otro plano
distinto (y aun opuesto) del de las percepciones sensibles objetivas, las ideas
y las palabras. Es la tesis de Leclaire en Démasquer le Réel. La realidad hay
que «desenmascararla», pero su máscara son precisamente las sensaciones,
las razones y las palabras; hay, por lo tanto, que atraparla en el reborde de las
mismas, en un «renuncio» o un «descuido» de la palabra y de la razón, en su
labor de enmascaramiento.

Ello es una consecuencia más de la naturaleza esencialmente dialéctica de


todo lo real (lo irreal puede no concebirse como dialéctico, pero lo real, si se
concibe como adialéctico, lo cual es bastante frecuente, inmediatamente nos
desmiente y corrige duramente con la frustración de nuestros planes)78: todo
cumple con su función y simultáneamente la niega, así el concepto sirve para
poseer mentalmente y concienciativamente lo real, pero al mismo tiempo lo
niega como real; y la palabra revela y vela y enmascara al mismo tiempo
(igualmente las percepciones sensibles suministran a la conciencia
información objetiva acerca de su entorno inmediato, pero al mismo tiempo
lo niegan al sustituirlo por un producto neurorgánico —las representaciones
explicitadas por la actividad encefálica— que ya no es lo real en sí;
asimismo, la información, social e intersubjetivamente organizada por los
mass media —y cualquier tipo de información más antiguo—, al mismo
tiempo que suministrar datos, no directamente experimentados por el
receptor, los deforma y mediatiza, por lo menos los estiliza en tal grado que
ya no son enteramente fiables en su presentación informativa).

78 De aquí toda la infelicidad humana y los continuos fracasos de la


vida de pareja, y las decepciones profesionales, y la caída de ideales, y
el desengaño último que la vida produce en la mayoría: nunca se cuenta
con que todo, absolutamente todo con lo que nos relacionamos —
personas, cosas y tareas— tiene momentos negativos de ello mismo y
que la misma posesión de lo que se apetece conduce, en aquello mismo
que es posesión, a una devaluación o a un vaciamiento del objeto
apetecido. Sólo un amor genuino e intenso es capaz de entroncar con
esta dialéctica y superar la decepción de lo poseído.

Para colmo, en la formulación consciente de nuestros planes tampoco


tenemos en cuenta su dialéctica y, aun cuando los consigamos realizar,
que es pocas veces (pues su dialéctica frustra su proceso mismo de
realización), siempre, al cumplirse, desengañan. Y, como seguimos sin
ser dialécticos, nos volvemos escépticos hacia todos los valores y metas,
cuando no nos amargamos. Pero en realidad ese «desengaño» debería
ser el acceso a la verdadera visión de la realidad, sin
enmascaramientos ni ilusiones, mas no desilusionada, sino todo lo
contrario.

Cioran y su filosofía «negativa» elevan a tesis y a sistema esta


desilusión amargada e ingenua y ofrecen una visión tan pesimista del
mundo que sacan la conclusión de que todo debe ser destruido sin la
menor esperanza de lograr con ello algo mejor. Es una filosofía sin
valores, pero intensamente acosada de la sombra de un Bien irreal y
con todo acremente exigente (lo cual es más que contradictorio).

Lo mismo que decíamos de Wittgenstein: no hay que quedar ahí, sino


superar dialécticamente la negación, que ha sido, a su vez, superación
dialéctica de una ilusión, y así sucesivamente. Entonces aparece todo,
tras la devaluación de las apariencias, intensamente positivo,
intensamente lleno de sentido total, tras haberse negado las sombras de
los sentidos parciales.

Y es que todo objeto o proceso reales son un momento y un segmento del


todo y sólo tienen verdadera realidad en cuanto formando parte de él e
integrados en su estructura; pero al percibir sensorialmente, al informar, al
concebir y al hablar se absolutizan los «momentos» parciales del proceso
total y los puntos de la estructura, se los estatiza y diseca separándolos por un
instante del contexto dinámico real, por eso hay que negar inmediatamente
esta absolutización estatificadora, para restablecer la circularidad dialéctica
total.

Como es el caso de las lenguas semíticas, en las que el alfabeto es


únicamente consonántico y semiconsonántico y sólo puede servir de
apoyatura gráfica, parcial, al discurso, pero no reproduce las palabras
completas (de modo que, al leer en una lengua semítica, hay que conocer
previamente las palabras y, si no, resultan impronunciables, pues no todos sus
fonemas se hallan gráficamente expresos), las percepciones sensibles, los
conceptos, las palabras y la información son otras tantas apoyaturas parciales
y a distintos niveles que ayudan a la experiencia y al conocimiento de lo real,
mas sólo en cuanto se las toma como tales apoyaturas parciales (lo cual vio
también Jaspers en sus «cifras») y se mantiene la atención flotantemente
abierta a la totalidad del proceso, que necesariamente es de otra naturaleza
distinta y más densa que la de las sensaciones, los conceptos, las palabras y
los montajes comunicacionales.

Se comete constantemente una falta, que equivaldría a identificar cualquier


época o suceso históricos —en toda su densidad— con los textos escritos que
los relatan o con los documentos y restos que los testimonian, o que sería
como identificar a una persona real con las fórmulas de sus tests. Aplicando
todo esto al proceso terápico, que se basa en la comunicación informativa y
en la palabra («verbalización»), ya se comprende la incidencia fatal de un
error de este tipo en su eficacia.

La situación analítica o dialytica podría calificarse de hora de la verdad: el


Inconsciente, como Proteo79, no suelta su presa sino ante una actitud
integralmente real (o, mejor, realista); ninguna convención, ninguna ficción,
ninguna componenda le libera o le vence, ha de ser la más cruda realidad la
que se le oponga para que entregue su secreto, su presa y su energía total.

79 Proteo, al presentarse a un humano, iba adoptando cíclicamente


toda clase de formas, desde una fiera a un meteoro, para confundir al
sujeto (como el Inconsciente). El hombre tenía que asirle por ambas
muñecas y no soltarle, aguantando los terrores que su «proteica» y
continua trasformación le producía, si cedía era confundido hasta el
punto de enloquecer, si resistía y le obligaba a agotar su repertorio de
formas de confundir, el confundido era Proteo y se le mostraba
favorable y auxiliar. Y lo mismo dicen Las enseñanzas de Don Juan de
los «poderes auxiliares».

Además de comportarse así el Inconsciente, también lo hace la vida


misma y toda realidad: en sus proteicas trasformaciones continuas,
decepcionantes o terroríficas, tienden a confundir al hombre y sólo si
éste persiste en su proceso de desenmascaramiento, queda la realidad
«confundida» y el hombre liberado... Pero habiendo trascendido el
estado cotidiano y vulgar.

Ahora bien, sólo disponemos de información, de conceptualizaciones y de


palabras: he aquí una verdadera «cuadratura del círculo» que parece no tener
solución. Y. sin embargo, la tiene.

La tiene siempre que la información, el concepto y la palabra se usen en su


verdadera dinámica funcional del modo más genuino, al que no solemos estar
acostumbrados en la comunicación vulgar. Hay que expresar y dar con la
realidad misma más allá de la sombra de los conceptos y de las palabras, en
el «reborde de nada», en el límite semántico que las palabras poseen.

Tenemos la paradoja constante de que el paciente ha de concienciar, y, sin


embargo, la actividad consciente parece no poder influir nada en el
Inconsciente; el paciente ha de verbalizar, y, sin embargo, las palabras que él
diga parece que hayan de ser por sistema una defensa y un enmascaramiento,
y lo son; pero al proferirlas, aun guiado por sus intenciones inconscientes
enmascaradoras, esas mismas palabras movilizan el Inconsciente y lo llevan a
descubrirse.

El concepto no influye en el Inconsciente y no cura por lo tanto, pero al


concienciar nuevo material, el sistema de racionalizaciones anterior se disloca
y, al dislocarse, las defensas se resquebrajan y la energía represada se abre
paso a través de las fisuras, abreactivamente.

Por eso, las más de las veces, dice Freud en Die Verneinung (La negación), el
paciente no está dispuesto a admitir el significado que se da a sus símbolos,
gestos y palabras, literalmente «no le cabe en la cabeza» (y no le puede caber,
pues su sistema de conceptos se ha construido precisamente para ocultar,
marginar y reprimir eso que se le está diciendo y que nunca ha querido
admitir), y, cuando se le dice, suele responder «en eso no había yo pensado
nunca»... Y aquello, dice Freud, es precisamente la base y el nudo de todo su
sistema neurótico.

Esta peculiaridad de lo enmascarado podría dar lugar a ciertos abusos, y, de


hecho, se ha abusado frecuentemente de esta ignorancia del paciente
pretendiendo hacerle admitir todo lo que al terapeuta se le ocurre (desde sus
concepciones doctrinarias), atribuyendo a «resistencias» lo que muchas veces
es puro sentido común (del paciente), que presiente ir las cosas por otros
derroteros muy distintos de los que el dogmatismo de escuela de su terapeuta
le impone o pretende imponer (forcejeo entre el dogmatismo narcisista del
terapeuta y el sentido común del paciente que ha comentado
humorísticamente Lacan como algo consabido, tan patente es en algunos
casos).

La dificultad estriba, por lo tanto, en hallar el criterio discriminatorio entre lo


que el paciente ignora por ser lo más reprimido, pero también lo más
influyente en su neurosis o psicosis, y lo que el paciente «ignora» porque ni
remotamente hace al caso, sino que es una «proyección» doctrinal o
emocional del analista.

Podría decirse que, cuando el descubrimiento «cae como un fruto maduro» de


un largo proceso de decantación heurística y hermenéutica, pero el paciente
todavía no llega a verlo y sigue ignorándolo, estamos en el caso que supone
Freud; y que cuando, por encajar mejor en su sistema doctrinal y de escuela,
o como por una intuición repentina y como una interpretación reduccionista y
cómoda, el analista se empeña una y otra vez en reducir todo a aquello, hay
demasiado fundamento para suponer que no se trata del caso que Freud
presenta, sino de que Lacan ironiza.

Por eso Freud, a pesar de sus esquemas doctrinales, recomienda en todo


momento la atención flotante en las interpretaciones; para no encariñarse con
una interpretación determinada ni insistir dogmáticamente en algo, que puede
no ser cierto, sino estar dispuesto a abandonar constantemente toda hipótesis
formulada, dando acogida a un material simpre nuevo y que puede modificar
los supuestos de que se partía. Es exactamente lo que hace la ciencia.

Pero no sólo lo «reprimido» y lo básico en la neurosis es ignorado por el


sistema de conceptos del paciente, o por sus palabras, sino que todo lo real lo
es (precisamente lo que para el Inconsciente y su movilización hace al caso).
Por eso hay que tender constantemente a sobrepasar los conceptos y las
palabras y, allí donde terminan y se extiende la nada (conceptual y verbal), en
el «reborde» de la palabra y de la expresión (y hasta de la razón), dar el salto
a lo propiamente real sobre los mecanismos inconscientes que condicionan
una deformación neurótica o psicótica.

Para ello, más que quedarse prendido en lo que se dice o en lo que se


manifiesta, hay que cultivar la paradoja e ir a contrapelo de lo manifiesto y
buscar más la sombra y el negativo (o el hueco) que van describiendo,
inconscientemente y a pesar suyo, las verbalizaciones positivas del paciente y
de su situación analítica. Saltar de lo explícito a lo implícito, de lo emitido a
lo omitido, de lo dado a lo reservado, de lo confesado a lo inconfesado,
negándolo dialécticamente en cuanto explícito, emitido, dado y confesado,
para provocar el verdadero contenido real que, a la vez, se quiere manifestar
y se quiere ocultar.

No es lo efectivo lo que el paciente dice, sino lo que se desprende de la


totalidad de la relación y de la situación analíticas: trasferencia, gestos,
postura, afectos, resistencias, deseos, actos fallidos (como olvidar la hora o
venir a hora distinta, olvidar los sueños o equivocar las palabras), y estas
mismas palabras.

La curación, no lo olvidemos, consiste en devolver (o alumbrar por vez


primera) la libertad al paciente (es decir, su autoposesividad autoidentificada,
dinámica y elástica), enfocándola hacia la realidad integral (con sus lados
positivos y negativos, incluso los propios del paciente, como defectos físicos
o circunstancias desfavorables que no se puedan transformar), una realidad
que le ha sido devuelta u otorgada gracias al desmontaje concienciativo de su
sistema conceptual de defensas, motivado por el miedo infantil. Libertad
frente a la Realidad (y no «desrepresión» o «capacidad de orgasmo», o
«adaptabilidad» social), a la Realidad objetiva, plenamente enfocada y
aceptada, he aquí lo esencial.
5. LA COMUNICACIÓN Y SUS
REGISTROS
Ningún tema ha habido tan poco tratado sistemáticamente, tan dejado a la
improvisación como éste de los registros de comunicación de que la
personalidad humana es susceptible. En los autores clásicos se critican o se
promueven determinadas técnicas de comunicación (la palabra, el silencio,
las técnicas activas, la transferencia, etc.), pero todo ello se hace por
intuiciones y en virtud de experiencias parciales, y nunca se ha tratado de
hacer un inventario sistemático de todas las vías y modos de acceso a la
intimidad personal, o canales de comunicación que puedan facilitar la
movilización y el desvelamiento de los mecanismos inconscientes. Esto es lo
que nos proponemos hacer en el presente capítulo.

Siendo un terreno tan oscuro y expuesto al fracaso éste de la personalidad


perturbada, no podemos ni permitirnos el lujo de ignorar y de prescindir de
determinados modos de comunicación, sólo porque una escuela no los
potencia, ni tampoco servirnos de cualquiera, aun a riesgo de perturbar
todavía más esa personalidad. Como en toda práctica científica hay que
controlar todos y cada uno de los elementos disponibles y reales para poder
aplicarlos, o marginarlos, con lucidez y sistema.

Y aquí no valen fórmulas rutinarias ni dogmas de escuela, si no hay lucidez:


no hay razón ninguna para que nos limitemos exclusivamente a la
verbalización (aunque en la mayoría de los casos sea lo más indicado), si, en
este caso presente, otra forma de comunicación o una técnica activa ha de
darnos el acceso eficaz al inconsciente. No es el dogma de escuela, es la
dinámica particular de cada caso concreto (Principio de concreción) lo que ha
de orientarnos en la práctica, mas una práctica constantemente fundada en el
sistema, y éste en la realidad densa y múltiple de la personalidad humana.

De hecho, todos los autores clásicos y los analistas prácticos han venido
empleando diversos modos de comunicación, pero tácitamente y sin control
sistemático. Y esto es lo que menos debería suceder, dado lo extremadamente
delicado de la personalidad y de sus procesos de movilización y de
recuperación y reestructuración. Si algo tiene fundamento en las críticas de
otras escuelas al psicoanálisis es éste la simplificación con que algunos
analistas tratan la realidad compleja (y dramática) de la persona del paciente.
(Si el cirujano organiza su instrumental al alcance de su mano, extendido en
toda su disponibilidad, junto a la mesa de operaciones, el analista debe
también explicitar organizativamente el repertorio de accesos a la persona y a
su inconsciente, para disponer o prescindir de ellos, según convenga, pero
con sistematicidad).

Los registros de la personalidad, desde nuestra experiencia práctica, aparecen


en el número de veinte y pueden distribuirse en cuatro grupos diversos:
expresivo, socio-comunicacional, procesual y emocional. Los expresivos
canalizan la expresión, aun cuando no haya ni comunicación interpersonal, ni
relación social, y simplemente se trate de manifestar (aun sin destinatario
intersubjetivo) estados, emociones, tensiones, deseos, etc. Los registros
sociocomunicacionales se refieren ya estrictamente a la comunicación social
(con el grupo) o intersubjetiva individual. Los procesuales juegan en las
vicisitudes del proceso terápico y explicitan las posibilidades dinámicas del
mismo, y los emocionales registran las diversas canalizaciones de la
afectividad y sus diversos modos de funcionamiento, también como forma de
comunicación y de movilización libidinal.

Del manejo activador, acertado y complejo, de todos estos registros ha de


depender la mayor brevedad y eficacia del proceso terápico, que se alarga, a
veces indefinidamente, precisamente porque en general se procede a ciegas
en materia de instrumental disponible, y es claro que la imprecisión y los
tanteos poco lúcidos en el manejo del instrumental tienen que resultar
fuertemente perturbadores, arriesgados e impedientes en la buena marcha del
proceso terápico.

Los registros de la personalidad pueden sistematizarse por el siguiente orden:


Los dos registros más generalmente aceptados han sido la verbalización las
proyecciones transferenciales, casi todos los demás no constan en la
bibliografía clásica (salvo en Ferenczi las «técnicas activas» que son un
grupo de los llamados registros ejecutivos) que se hayan tematizado ni
controlado en su aplicación. Probablemente y de modo ocasional se los ha
manejado, pero sin una visión sistemática ni un empleo metódico de los
mismos.
1. COMUNICACIÓN
La noción de comunicación es compleja y cambia sensiblemente, de su
empleo en un contexto informático a su significado en el lenguaje
psicoterápico. La informática enfoca el fenómeno de la comunicación a un
solo nivel superficial y despersonalizado, la Psicoterapia ha de hacerse cargo
de todas sus particularidades y de su incidencia en lo más concreto y básico
del sujeto personal.

Se trata de un fenómeno estructuralmente dialéctico (la mera información


puede no serlo, sino agotarse en una transmisión unidireccional de mensajes)
en el que dos corrientes informáticas, afectivas, situacionales o prácticas se
encuentran tensionalmente (a la vez, opuestas y complementarias) y se van
modificando mutuamente (y tal vez a distintos niveles), hasta llegar a la
distensión de una común participación en un estado (situacional, mental o
afectivo); aunque ello pueda ser en grado muy diverso.

Si no se da esta transformación recíproca, aunque en diverso grado en un


sujeto y en otro, de la relación inicial y de los estados de ambos sujetos, no
hay genuina comunicación, sino solamente transmisión de información no
estrictamente comunicacional, o simplemente imposición alienante de unos
dictados, en los que el sujeto sometido no participa.

Aunque ya hemos tratado el tema en otras ocasiones (y nos remitimos al


cuadro sinóptico y a su comentario que hemos ofrecido en Terapia, lenguaje
y sueño), nos parece oportuno trazar aquí otro cuadro, con arreglo a otros
criterios (complementarios de los empleados en la obra citada), menos
general y más ceñido al tema de la comunicación transferencial y terápica. El
presente cuadro sinóptico lo dividimos en dos grandes apartados, momentos y
niveles:

A. Momentos:
a. Diferencia (e incluso discrepancia y tensión) de estados iniciales de
ambos sujetos de la comunicación, ya en cuanto a la información,
ya en cuanto a la vivenciación.
b. Comunidad de sistemas referenciales, parcial o total, ya se trate de
sistemas categoriales, codales o de intereses.
c. Proceso dialécticamente articulado de resolución de las tensiones,
pasando por diversos momentos mediales, que puede apuntar a
diversos tipos de estado terminal:
1. Recepción de un mensaje.
2. Participación en un estado de ánimo común.
3. Participación de una situación intersubjetiva.
4. Participación en una mentalidad común.

La mera trasmisión de información no sería todavía comunicación; para que


ésta exista se ha de dar un estado participativo algo más complejo que la mera
recepción de un mensaje formalizado a nivel informático.

Así en la relación analítica la comunicación puede ser máxima, mientras que


la transmisión de información puede ser mínima, incluso casi nula, o por lo
menos laboriosa y premiosa; o un exceso de trasmisión de información
verbal, puede ser un obstáculo para la comunicación.

Y, sin embargo, ésta no ha de ser normalmente dialogal, el intercambio


dialéctico de estados y de situaciones debe ser mínimo entre los dos sujetos
(paciente terapeuta), o, más exactamente, la dialéctica de la comunicación y
el proceso comunicacional genuino debe darse entre los niveles inconscientes
del mismo paciente (con sus pulsiones, contenidos, tensiones y mensajes) y
su consciencia autoposesiva y directiva; resultando el terapeuta, más que el
otro sujeto de la comunicación o un interlocutor válido, una mediación
dialéctica (hermenéutica) entre ambos polos de la relación comunicacional
intrasubjetiva; actuando frecuentemente, en este papel medial, como una
pantalla sobre la que se proyecte transferencialmente el polo inconsciente y
reprimido de la comunicación dialytica.

Se hace preciso, por lo tanto, distinguir todos los niveles posibles a que puede
darse comunicación, cuestión que la Informática elude, pues
unidimensionaliza las relaciones sociales e intersubjetivas.

B. Niveles:
a. Verbo-codal.
b. Conceptual.
c. Informacional.
d. Afectivo.
e. Situacional.
f. Vivencial.
g. Pulsional.

Puede, en efecto, haber un primer contacto comunicacional, que sería casi un


presupuesto de toda comunicación ulterior, que queda a nivel verbo-codal:
ambos sujetos de la comunicación se experimentan coincidiendo en un
sistema codal común, aunque de momento no se trasmitan contenidos
informáticos ni afectos.

Es éste el caso de encontrarse dos sujetos meramente en posesión de un


lenguaje común; esto se advierte, en toda su importancia y valor, cuando
inesperadamente se encentra a alguien que domina la propia lengua, en un
medio social que la desconoce por completo, y cuya lengua desconoce él
también: aunque no se habla todavía de nada, el hecho de comprobar la
coincidencia en un sistema de comunicación común constituye ya un primer
grado de comunicación efectiva; o cuando dos sujetos descubren que
dominan la misma terminología científica o los mismos sistemas categoriales
de un campo de intereses determinado (económico, jurídico, médico, artístico
o arqueológico).

No puede negarse que en estos casos ya se ha producido un primer contacto


comunicacional participativo, aunque todavía no haya habido transmisión
alguna de mensajes (salvo el mensaje del código comunicacional común). La
comunicación puede también producirse en toda su intensidad, todavía a este
primer nivel verbo-codal y con un cierto complemento emocional o
situacional cuando, sin decirse nada, sin transmitirse información ni
contenidos personales, dos o más sujetos pronuncian simultáneamente la
misma canción o una misma fórmula (juramento o slogan político): la
coincidencia en el mismo proceso de verbalización, aunque nada «se digan»
los sujetos entre sí, los comunica.

A nivel conceptual, es decir, sin haber tampoco transmisión de información


propiamente dicha, pero sí de conceptos o de formalizaciones mentales,
puede darse somunicación (y a veces más intensa que al mediar transmisión
de información) en tres casos típicos:
Cuando un sujeto recuerda al otro que ambos están de acuerdo en una
información ya de antemano comúnmente poseída: por ejemplo, en una
demostración matemática cuando se cita un principio o un axioma, que
todos conocen ya, para justificar lo correcto de las conclusiones.
Cuando ambos sujetos, al comunicarse, reconocen que están de acuerdo
en (o que poseen mentalmente del mismo modo) un mismo sistema
formal: ambos siguen un método dialéctico, ambos defienden los
derechos humanos, ambos se hallan esotéricamente iniciados, etc.
(Aunque el hecho de conocer esta coincidencia pueda considerarse como
adquisición de información mutua, el contacto comunicacional no se da
formalmente en esa transmisión de información, sino en la comunidad
personal que produce hallarse en posesión de y regirse por un sistema
común.)
En la prolación, recitado o lectura de un texto ya conocido por el
hablante y por el oyente, de modo que no se está transmitiendo
información alguna, sino manteniendo una comunicación conceptual
(sin contenidos informativos propiamente dichos) tendente a producir un
efecto de otro tipo, estético por lo regular, o a demostrar (cuando no hay
información que transmitir) que se quiere estar en comunicación activa.
El grado ínfimo de este tipo de comunicación meramente conceptual
tiene lugar en los sitios comunes que se intercambian en las reuniones de
sociedad o en los encuentros ocasionales de vecindad, cuando
precisamente no quiere decirse nada (i.e.: no transmitir información
alguna) y, sin embargo, no se debe permanecer incomunicado. Un grado
intermedio entre esta comunicación meramente conceptual y.la
informativa serían los juegos de ingenio, los juegos de palabras y el
chiste (mots desprit) que se agotan en su propia inmanencia conceptual
sin apuntar a otros contenidos informativos80.

80 Precisamente sería un caso análogo a estos cierto tipo de situaciones


en la sesión psicoanalítica, que llegan a montarse con tal sutileza'que
pueden desviar la atención del terapeuta por mucho tiempo y
desorientar ineficazmente el proceso terápico de modo indefinido: el
Inconsciente del paciente jse niega a trasmitir verdadera información y
monta un discurso analítico sofisticado («cortina de palabras») en el
que, aparentando dar mucho material informativo y participar muy
activamente en la comunicación, en realidad lo oculta todo y el discurso
queda en su propia inmanencia conceptual, como un continuo chiste o
juego de palabras que nada están diciendo más allá de su propio
montaje. Extra-analíticamente tal discurso podrá ser trasmisor de
información (narrar muchas particularidades y hechos desconocidos
por el analista), pero dentro del proceso analítico reducirse a un puro
«chiste» (en el que también se narra una historieta, pero sin valor
informativo) con la misión de bloquear la vía de la información
dialytica.

Este tipo de discurso no puede ser incluido en el primer apartado verbo-


codal, porque, en realidad, transmite conceptos y no sólo palabras
(aunque se le denomine «cortina de palabras»), pero concepto; sin
verdadero contenido informativo a nivel analítico o dialytico.

El nivel informacional es el más clásico de todos y el más estudiado en


Informática; con todo, vale la pena detenerse a examinar los componentes de
la información y del modo de formalizarla, que en este tipo de comunicación
intervienen.

En toda transmisión comunicativa de información hay que distinguir, a su


vez, los siguientes niveles de contenidos (componentes del mensaje
transmitido):

Orden de los referentes.


Orientación estratégica e intencional del mensaje.
Montaje sintáctico del mensaje.
Montaje o formalización codal del mismo.
Incorporación opinativa del hablante.
Proyecciones emocionales e inconscientes del mismo.
Referencia contextual: a) De sistemas; b) De situación.

Sólo con esta sinopsis ya puede suponerse la enorme complejidad


hermenéutica del más simple mensaje informativo, de la cual no se halla
exento ni siquiera el texto legal más aparentemente objetivo, pero que se
incrementa imprevisiblemente en el discurso del paciente psíquicamente
perturbado.

El orden de los referentes es el único elemento objetivo del mensaje: el


conjunto de datos, hechos o presencias reales (presencia incluso de una
cualidad, de un factor o de un matiz psíquico en un comportamiento objetivo,
del cual se informa o se juzga) cuya existencia, no existencia, o posibilidad se
quiere transmitir como información. Y aun este elemento objetivo,
previamente a su conversión en contenido de un mensaje informático, ya
viene filtrado por todos los procesos de percepción y de valoración, a que en
otros lugares nos hemos referido.

Fuera de este orden relativamente objetivo de los referentes, todo lo demás


pertenece al orden de lo inobjetivo, de lo necesariamente inobjetivo en todo
fenómeno de comunicación. En efecto, es en sí inviable para el sujeto
humano prescindir del punto de vista y de una intención al comunicarse, en
virtud de los cuales se orienteestratégicamente la transmisión de la
información objetiva (por esto mismo hay que «leer entre líneas»
constantemente en todo texto o discurso informativo, incluso en el más
ingenuo y mejor intencionado).

Esta orientación estratégica organiza automática e inconscientemente el


montaje sintáctico y codal del discurso transmisor de la información: la
disposición de las palabras en la proposición, el tiempo y modo verbales, el
hipérbaton, las elipsis y demás figuras retóricas, así como la elección en
concreto de los términos que se emplean, entre diversos sinónimos; todo ello
forma parte muy esencial del mensaje mismo informativo, tanto en el sentido
de sorprender, influir y manipular al oyente o receptor, en el de su aceptación
del mensaje o dejarse motivar por el mismo, como en el de ser un indicio —
muy importante en el discurso psicoterápico— para descubrir sus
disposiciones.

Tampoco puede evitarse, en este orden de factores, que el juicio u opinión del
hablante se incorpore modificativamente al contenido referencial del mensaje
pretendidamente objetivo: quiérase o no, éste viene filtrado por la apreciación
subjetiva y personal del hablante (incluso en los textos legales y científicos:
mauvaise foi de la science, tematizada por Sartre y por Lacan), que, además
del montaje sintáctico, principalmente se manifiesta en el empleo y selección
de adjetivos y de adverbios.

En esta misma línea se hallan las proyecciones más incontroladas todavía,


emocionales y fantasmáticas, emergentes de los niveles sub- e inconsciente
del hablante o transmisor de la información.

Esta peculiaridad precisamente es la que dota a toda expresión hablada o


escrita del paciente de un valor heurístico peculiar, pero exige en el terapeuta
una técnica refinada, constantemente aplicada y al mismo tiempo muy
prudente (¡para no proyectarse él a su vez!), que le ayude a sorprender en
cualquier momento del discurso el dato reprimido a nivel consciente, pero
incontroladamente manifiesto en la coloración del discurso o en la
modulación misma del mensaje informático.

Finalmente, las referencias contextúales que se pueden considerar como no


individualmente subjetivas, pero propias del sujeto colectivo, del cual forma
parte el hablante, y de la situación concreta y contingente, desde la cual se
transmite información; particularidad de todo punto inevitable como último
agente mediatizador de la objetividad del mensaje.

Los referentes adquieren relieve informático o lo pierden, por muy objetivos


que sean, según el sistema de referencia contextual desde el que el hablante
piense y conozca; es decir: que ya la misma selección primaria y obvia del
material informativo viene mediatizada, o al menos mediada, por el sistema
cosmovisional, ético, económico y axial del informante. Así, para un sujeto
que piensa desde una mentalidad mágica, puede constituirse en objeto
informático de primer orden el vuelo de un ave o la producción de un
meteoro ominoso; o para un informante de mentalidad socialista puede
constituir un contenido informativo prevalente una arbitrariedad laboral o
económica, que para otro informante de mentalidad capitalista carece de
relieve informático, pues la da por supuesta dentro del sistema que profesa.

La situación es el marco de referencia concreto que confiere su última


determinación significacional a la formalización conceptual y verbal del
mensaje. En no pocos casos, la proposición en sí, gramaticalmente
considerada, dice muy poco y sólo se puede captar todo su contenido habida
cuenta de la situación que le dio origen. Así, por ejemplo, proposiciones tan
simples como ya está lloviendo, o tu socio ha muerto, que parecen hallarse
completas en su significado, pueden estar informando, o sugiriendo
información, acerca de algo muy distinto de sus referentes expresos, y que
sólo puede deducirse de la situación concreta del hablante y del oyente: en un
caso la frase «ya está lloviendo» puede estar en realidad significando «no
vamos a ir de excursión», y en otro «no hace falta ir a regar la huerta» (y ser
esto lo que el hablante está en realidad significando y lo que el oyente
sobrentiende); y en el otro caso, «tu socio ha muerto» puede estar
evidentemente significando «has de afrontar tú sólo los problemas o las
deudas del negocio», o «ya no hay testigo de tus irregularidades
administrativas», o «su puesto está vacante y yo deseo ocuparlo»...

Los niveles restantes: afectivo, situacional, vivencial y pulsional son los que
representan una mayor intensidad de comunicación y los más específicos de
la comunicación terápica.

A través de expresiones habladas, de gestos, de acciones coincidentes o


incluso de silencios, puede ir teniendo lugar un acercamiento progresivo de
los sujetos a nivel afectivo y, a partir de un distanciamiento o extrañamiento
inicial, haberse ido produciendo una comunidad afectiva o una
complementariedad de cualidades y de intereses afectivamente percibidos.
No cabe duda de que, en casos así, se ha producido un proceso de
comunicación, únicamente más intenso y fundante, que en el caso de la mera
trasmisión de información.

Puede también, y prescindiendo del acercamiento afectivo, incluso con


ausencia de tal acercamiento, haberse llegado a participar en una situación
común, como cuando todos los opositores se sienten implicados en la
situación común de su oposición, o todos los participantes en un suceso o
accidente, aun permaneciendo mutuamente desconocidos e indiferentes, se
comunican entre sí mediante los hechos y los comportamientos comunes, de
un modo especialmente intenso, al participar en un mismo proceso.

Dentro de estos contactos procesuales puede darse una comunicación


vivencial, cuando dos sujetos se ven implicados en una vivencia concreta
común: el terror, la alegría, el triunfo, la persecución, la marginación, el lucro
o el entusiasmo; sería el caso de la comunicación que indudablemente se
establece entre los espectadores de un partido o los ganadores de un
concurso, aunque ni se conozcan, ni se hablen, ni se estimen o se sientan
pertenecer a un grupo específico: es la vivencia común de un mismo hecho ya
producido (que no llega a ser ni siquiera un proceso) lo que les comunica.

Por último, la comunicación inconsciente y pulsional, cargada de


consecuencias analíticas y terápicas: es un dato constante y que siempre hay
que tener en cuenta en todos los terrenos de las relaciones sociales, el hecho
de la movilización proyectiva de los impulsos inconscientes (y tal vez
reprimidos), que el trato con los demás origina en cada sujeto.

Vistas desde este ángulo, las relaciones sociales y la dinámica de los grupos
presentan dos planos correlativos sensiblemente discrepantes entre sí: uno es
el conscientemente perceptible, controlable e inteligible, y otro, el plano
trasferencial, de las descargas, las proyecciones, los desplazamientos y la
vivencia simbólica de las relaciones, las personas y los hechos. Plano, este
último, que no se controla, que no se percibe directamente y que suele
resultar ininteligible, en su juego de sustituciones simbólicas y de sus
investiciones libidinales, pero que resulta decisivo y determinante en la
vivencia y en las actitudes y reacciones que las relaciones o situaciones
sociales (incluso bipersonales) motivan. Supone un modo de participación
común a dos o más sujetos y a niveles profundos, en la trama de relaciones y
de vecciones que en el grupo social se constelan.

Mientras en los niveles de comunicación verbal, conceptual e informacional,


los contenidos y los tipos de relación eran inteligibles y controlables, aquí
llegamos a un magma irracional e incontrolable, pero muy activo y con
frecuencia verdaderamente determinante de la significación real y operante
que unas personas y unos hechos revisten para otros sujetos del grupo social,
con su consiguiente activación de impulsos agresivos, de poder, o eróticos.

Así, mientras a nivel consciente puede parecer que entre paciente y terapeuta
se ha establecido una relación transferencial muy positiva (y el paciente se
muestra siempre y sin excepción bien dispuesto a recibir y a aceptar cualquier
sugerencia e interpretación de su analista), puede, de hecho, a nivel
inconsciente estarse dando una relación transferencial muy negativa, de modo
que el paciente esté cargado de odio y de agresividad reprimida contra su
analista, cerrado totalmente a una verdadera comunicación abierta con él; es
más, defendiéndose de él y sus intervenciones, lo cual paraliza el proceso
analítico y crea un status quo resistencial que puede mantenerse por tiempo
indefinido. Hasta este punto pueden discrepar los aspectos que en un plano y
en otro presenten las relaciones comunicacionales entre dos o más sujetos,
siempre que interesen o movilicen pulsiones y niveles inconscientes o
infraliminales.

Podría en general definirse la comunicación como la participación de dos o


más sujetos humanos en una relación informativa, comprensiva o afectiva81,
capaz de transformar el estado subjetivo de cada uno proporcionalmente a la
apertura mutua que tales sujetos logren al establecer la relación. El proceso
comunicacional puede ser instantáneo o progresivo, y suceder, en este último
caso, mediante una dialéctica de fases opuestas, necesaria para llegar a un
estado terminal de comunicación compleja, mutuamente compartida, en
cuanto a contenidos y en cuanto a estados afectivos inducidos o modificados
por el mismo proceso comunicacional.

81 En efecto, la comunicación puede tener lugar como transmisión de


información simplemente, como proceso progresivamente comprensivo
y concienciativo de una información ya trasmitida o ya poseída, y como
movilización de afectos y de impulsos, ya fuera del plano mental y
racional, y participación común, aunque con diversos matices, en ellos.
Los tres tipos de comunicación se dany son decisivos en la relación
psicoterápica: anamnesis y descubrimiento de asociaciones y de
mecanismos, concienciación e insight, y apoyo o estimulación afectiva y
pulsional de la transferencia.
2. LA EXPRESIÓN
De los registros y cauces comunicacionales que la personalidad ofrece son los
expresivos los más frecuentados, los primeramente catalogados por los
autores clásicos y los que aparentemente ofrecen menos riesgos de
mediatización del material analítico, salvo los dos últimos citados:
comunicación infraliminal y registros ejecutivos (totalmente prohibidos en la
terapia ortodoxa): verbalizar, expresarse gestualmente, someter a análisis el
discurso e interpretar símbolos, sueños y actos fallidos ha venido siendo la
labor típica del analista en las sesiones clásicas.

Pero sabiendo que la personalidad es algo más complejo y que ofrece otras
vías de comunicación, no nos parece que todo deba quedar ahí (pues por
experiencia sabemos la lentitud y los estancamientos a que ello da lugar),
sino que se ha de explorar el repertorio de registros comunicativos en su
totalidad, para admitir, utilizar o incluso rechazar (en cada caso, por
supuesto), pero rechazar con lucidez y control (y no por dogmas e
imposiciones de escuela) algunos de ellos, según las circunstancias concretas
de cada caso lo aconsejen.

Verbalizar, según Lacan, consiste en hacer pasar los elementos inconscientes


«por los desfiladeros de la palabra» y supone esto ya un cierto grado de
desrepresión ; mas para que la verbalización tenga el valor o la función de
una desrepresión no basta con decir, no basta con relatar algo referente al
hecho o campo «reprimido», sino que ha de acertarse a expresar con palabras
precisamente aquel elemento que se halle especialmente tabuizado y
represado a niveles inconscientes, o, en su defecto, algo que se halle en
relación metafórica o metonímica con él, de modo que la palabra arrastre o
movilice lo oculto o bloqueado detrás de unas defensas inconscientes, o
reduzca la fuerza represiva de éstas, hasta permitir la movilización expresiva
de esos elementos que las defensas ocultaban o paralizaban.

Por eso, el paciente ha de hablar, pero no todo su discurso es verbalización en


sentido eficaz y técnico. Desde luego, la prolación de una «cortina de
palabras» no es verbalización, pero tampoco lo es el discurso que, aun
refiriéndose a hechos y recuerdos decisivos en la constitución del proceso
neurótico, no logra con las palabras ningún efecto movilizador.

Por lo menos, no es esto verbalizar en el sentido lacaniano de eficacia


curativa cuasi-automática, pues, en el curso de las sesiones y del proceso
terápico total, se advierte que pueden darse tres tipos de discurso muy
diferentes en sus efectos: discurso ineficaz o desorientador, discurso
mediatamente eficaz u orientativo y discurso inmediatamente eficaz o
movilizador, según que aquello que el paciente expresa sea una defensa, con
la función de desviar la atención hacia campos o temas irrelevantes; sea un
acercamiento al campo, tema o elemento decisivamente influyente en la
neurosis; o sea la expresión formal, y, por lo tanto, desrepresiva y
movilizatoria, de ese elemento influyente o constitutivo de la perturbación.
Sólo en este último caso puede hablarse de verbalización en sentido estricto y
propio.

La habilidad hermenéutica del terapeuta puede decirse que consiste en


convertir el material o discurso ineficaz o desorientador en eficaz (siquiera
sea mediatamente) y orientativo, ya que el carácter mismo de las defensas se
halla en relación simbólica y expresiva con aquello que se trata de ocultar:
para ocultar el miedo se finge audacia, no probidad; ésta en cambio se fingirá
y aun exagerará si lo que se oculta es la falta de ética, y el autoritarismo se
disimulará con un alarde de falsa tolerancia, etc.

Puede afirmarse que todo cuanto el paciente verbaliza o profiere en su


discurso es significativo o sintomático, aunque no todo sea movilizador ni
directamente orientativo. Pero el discurso verbalizado es el material primario,
junto con los gestos y las somatizaciones, que resulta disponible en el proceso
analítico.

Ferenczi, que por otra parte introdujo las técnicas activas extra-verbales, da
tanta importancia a la verbalización que repara en las dificultades que el
paciente presente para pronunciar determinadas palabras concretas; este autor
se refiere a las obscenas (aischrolalia), pero hemos advertido que esto puede
suceder con palabras aparentemente inocuas, mas sobredeterminadas
emocional o simbólicamente para un paciente determinado, como las palabras
«pelele», «cárcel» o «licenciatura»82. Ferenczi afirma que, en tanto el
paciente no pueda pronunciarlas (las palabras obscenas) sin resistencias ni
conmociones afectivas, sigue reprimido. También desaconseja este autor
ayudar al paciente, cuando le falta la palabra, completando su discurso con la
palabra oportuna, pues la laguna de palabra o el sinónimo que pueda
finalmente aportar, quedan suprimidos o soslayados por la ayuda que el
terapeuta le preste a completar la frase, frase que pudo haber sido crítica y
reveladora, pero que así se ve privada de su valor revelador, al haberse
evitado tal vez un lapsus o acto fallido verbal.

82 En una sesión del año 73, la mera pronunciación por nuestra parte
de la palabra «pelele», sin intención alguna de aludir al paciente, le
provocó un mareo y un estado de postración de dos horas de duración
(tuvimos que dejarle acostado en el diván habitual e irnos a otra
habitación a proseguir las sesiones con otros pacientes, vigilando de
cuando en cuando su estado de privación).

Las palabras y las expresiones verbales se hallan, en diferentes grados de


inmediatividad y de intensidad, engarzadas con afectos, vivencias, recuerdos
y pulsiones; no sabemos cómo ni por qué. Hay palabras o expresiones que
parecen tirar, al ser pronunciadas, de toda una constelación de afectos y de
recuerdos, o de impulsos y vivencias actualizadas, movilizándolas y haciendo
saltar barreras y defensas inconscientes. Cuando se acierta a dar expresión a
palabras así vinculadas a esos otros elementos inconscientes, la diálysis se
orienta certeramente y se obtienen pistas para rastrear la naturaleza y la
posición semántica de los elementos conflictivos que mantienen bloqueada o
desarticulada, según, la estructura de la personalidad. En la exploración de las
palabras sobredeterminadas y en su repetición hasta provocar ataques, e
incluso brotes, en el paciente, consiste el procedimiento catártico de Szondi,
precisamente.

Unas veces es la mera pronunciación de una palabra determinada, otras el


referirse a un tema concreto, otras la descripción de una escena recordada o la
evocación de una imagen solamente, lo que produce la conmoción afectiva o
incluso somática; y puede suceder que esta conmoción se produzca con sólo
escuchar de labios del terapeuta la evocación o la palabra, y que en otros
casos haya de ser articulada por el mismo paciente para producir sus efectos.

Lo que es más raro es que la conmoción se produzca con sólo recordar en


silencio y para sí mismo, el paciente, la escena, la imagen o la expresión.
Parece que todo ello adquiere más fuerza o poder de conmover si es proferido
verbalmente y, por lo tanto, socializado intersubjetivamente, y el paciente
perciba al verbalizarlo que el terapeuta entra a participar de esa esfera secreta
y celada, con todo género de reservas, en sus niveles sub- e inconscientes.
Por eso, basta un descuido coloquial —y hasta es más eficaz para producir la
conmoción el descuido, que la confesión intencionada—, un haber ido
demasiado allá en las palabras, un haber dado pistas que, en un comienzo, no
se advirtió que eran tales pistas, para que la conmoción y el cambio de estado
emocional y pulsional se produzcan; y, si las circunstancias ayudan, tenga
lugar el «salto del resorte», incluso, y se entre en la fase resolutiva.

La verbalización, no puede caber duda, tiene una eficacia decisiva en la


movilización libidinal y afectiva y en la activación de elementos reprimidos,
porque constituye en un nuevo estado de realidad lo proferido (y que ha
«pasado por los desfiladeros de la palabra»), con un relieve y una fuerza
comprometedora que antes no tenía; ya que, al haber sido dicho al
interlocutor (y un interlocutor sobredeterminado como es el terapeuta), éste lo
apoya y lo mantiene con toda la fuerza impositiva e irrenunciable de lo real,
frente a la atención del paciente, que ya no puede escabullirse y diluirlo en
duda o en fantasía, y que se ve forzado a atenerse, como a una realidad
insoslayable, a lo que él mismo, tal vez sin pretenderlo, dijo y que el
terapeuta ha recogido, ha socializado y ha hecho valer, como algo que se
halla ya fuera de la iniciativa veleidosa del paciente.

En este juego social de tensiones dialogales reside toda la fuerza del método
psicoanalítico. Por eso el autoanálisis, que carece, por definición, de tales
posibilidades de socialización, no parece que pueda ser eficaz en absoluto.

El proceso psicoanalítico (y menos aún la diálysis) no es de carácter noético e


intelectual, como ya advirtieron Ferenczi y Rank, sino de carácter afectivo-
práctico. La comunicación o palabra analítica no opera ni es efectiva por vía
de convencimiento, persuasión o información en sentido estricto, sino como
activador (déclancheur) de libido, emociones y recuerdos y como catalizador
de impulsos que se focalizan hacia el principio de realidad.

Pues la palabra hablada constela (en algunos casos simultáneamente, en otros


de modo sucesivo y alternante) esquemas conceptuales y sociales, símbolos
sobredeterminados y sobredeterminantes, afectos e impulsos inconscientes.
En realidad, y completando lo dicho acerca de la comunicación (que es la
clave del proceso dialytico), la palabra hablada condensa una serie de planos
de realidad intrapsíquica y, por su base sistemática de lenguaje, formaliza
realmente el mundo real para el sujeto y el grupo humano precisamente en su
realidad más fuerte, operante y efectiva (como ya hemos expuesto largamente
en Terapia, lenguaje y sueño, cuyo título mismo es programático).

La constelación sémico-práxica de la palabra (ni siquiera se requiere que se


trate de proposiciones gramaticalmente articuladas, basta con un monema,
una unidad syntagmática o una interjección, por ejemplo) podría
representarse según el esquema siguiente:

En efecto, la palabra constituye, expresa y modula simultáneamente (en


diversa proporción), es decir, interrelaciona dinámica y orgánicamente toda
esta serie de planos y dimensiones del psiquismo que aparentemente resultan
distantes, dispares e inconmensurables, como pueden ser la idea clara y
distinta, el uso social, la emoción, el símbolo y el impulso inconsciente. Los
objetos materiales del mundo real no los hemos incluido en esta constelación
porque en realidad sólo adquieren relieve real para el sujeto en cuanto se
hallan integrados en un proceso social, le afectan por una emoción o actitud,
son objeto de una intención o se hallan investidos por un símbolo, un impulso
proyectivo o un semantema del lenguaje intrapsíquico. Con lo cual se ve el
enorme error de las concepciones del lenguaje más vigentes hoy (la del
Neopositivismo y la de Wittgenstein) que hacen depender todo el valor del
lenguaje de la relación «atómica» de cada término con un objeto real simple.
Es exactamente al revés...

Las cadenas semánticas constituyen la trama del lenguaje y es por la


combinatoria syntagmática de las mismas (con su articulación en semantemas
significativos) por lo que se van concretando los distintos términos del
lenguaje y del habla y sus diversas relaciones con el mundo real.

Los campos significacionales son las distintas regiones en que el mundo


inteligible se articula, independientemente de su realidad física, pero sí en
forma consistente y efectiva (Wirklichkeit —«realidad»— de wirken =
«efectuar», ser efectivo).

Los usos sociales significan aquellos procesos práxicos y efectivos por los
que la sociedad funciona y va concretando, articulando y trasformando el
mundo de cada grupo y de la especie total, y dentro de los cuales tienen un
sentido las palabras, los significados, los valores y las intenciones. Usos
sociales que a su vez se hallan referidos a los campos significacionales.

Los demás términos no requieren una explicación especial, pues los tomamos
en su sentido obvio y además hemos tratado ampliamente de ellos en diversas
obras. Eso sí, por sistemas totalizadores entendemos todas aquellas tramas de
relaciones que unifican distintos objetos o campos de objetos y que vienen a
constituir los marcos de referencia de la praxis humana, desde las
concepciones mágicas hasta las científicas, pasando por las ideologías, las
taxonomías estilísticas y zoológicas (por ejemplo, las que estudia Lévi-
Strauss en El pensamiento salvaje), los panteones, las tablas de valores, las
leyes y las concepciones religiosas.

Por este esquema se ve sin dificultad cómo puede la palabra establecer


conexiones (y hasta cortocircuitos) entre lo conceptual y sistemático, lo
práctico, lo estético, lo afectivo y lo inconsciente o lo desiderativo y opcional
(intenciones o combinación de intenciones, deseos y proyecciones).

Desde esta concepción resulta fácil apreciar la eficacia terápica de la


verbalización analítica y los distintos niveles que es posible movilizar gracias
a la comunicación transferencial. Así, una palabra pronunciada dentro de la
tensión transferencial de las sesiones puede arrastrar elementos pulsionales,
constelar símbolos, abrir a campos singificacionales, conectar emociones con
conceptos y descubrir la significación para el paciente de ciertos usos sociales
en conexión con todo lo demás. De aquí que la verbalización y la palabra que
engendra sea el material primario y básico (a nivel objetivo y fenoménico)
sobre el que hay que operar, para que emerja y se movilice aquel otro
material (primario y básico, mas no a nivel fenoménico, sino profundo e
inaccesible) que es la energía y la sustancia de la diálysis.

La expresión corporal es otra forma de prolación, o de manifestación no


verbal, de lo presente en el inconsciente o en la memoria y consciencia del
paciente, y tal vez celado al interlocutor. Todo en la personalidad conflictiva
(por lo menos en ésta) se halla en tensión bipolar de expresabilidad-reserva,
de modo que no hay nada que más tienda a expresarse subrepticiamente que
aquello que resulta más comprometedor en el montaje de la neurosis; el
inconsciente del paciente tiende a la vez a celar y a dar pistas para que lo así
celado se manifieste.

En general, puede decirse que la personalidad tiende a expresarse en todos


sus niveles (actitud, color, temperatura, ritmos, digestión, respiración,
movimientos, fantasía, voz, palabra, gesto, mirada, tendencias, deseos,
preferencias83, exudaciones, secreciones, temblores, excreciones y tono
muscular), hasta en el iris de los ojos, y desde luego en su brillo, su apertura y
sus movimientos se suministra información para un observador sagaz acerca
de lo que el sujeto desea, le afecta o siente. El cuerpo es todo un sistema de
filtros expresivos que continuamente, en un registro o en otro, drenan lo que
la intención consciente de la persona está celando (y a la vez deseando soltar
para liberarse de ello).

83 Nos referimos a tendencias, deseos y preferencias sintomáticas, es


decir, que no valen por sí mismas, sino que son a su vez exponentes de
otras tendencias y deseos más profundos y básicos. Por ejemplo, la
tendencia a comer con exceso, a mantenerse solitario, a dormir, a huir
de cualquier lugar frecuentado, a vestir mal o demasiado
atildadamente, etc., asi como las preferencias por determinados colores,
ambientes, juegos, ocupaciones y espectáculos, que manifiestan
complejos, impulsos y deseos más básicos y constitutivos del núcleo de
la neurosis. Igualmente se diga de los deseos el deseo de ser útil a todo
el mundo, de ser querido y celebrado por todos, de poseer o de dominar
no son deseos básicos, sino meramente sintomáticos y simbólicos que
hay que interpretar hermenéuticamente para descifrar el deseo básico
que los motiva, el cual se hallará en relación mucho más estrecha con el
nudo de la neurosis.

La postura en la sesión (la postura general del cuerpo y la de las manos, los
brazos, las piernas, los pies y la cabeza, y, según Reich, la tensión del pene,
que puede hallarse anormalmente fláccido o tener momentos de erección) es,
fuera de la verbalización, el dato más patente y expresivo de las disposiciones
de un sujeto, pudiendo tener valor simbólico-expresivo incluso el hecho de
estar vestido, de no quererse quitar el abrigo o de desnudarse durante
determinadas sesiones 84.

84 A veces un deseo demasiado insistente y llamativo de ponerse en


posición relajada y aun de desnudarse puede y suele ser un indicio de
resistencia solapada pero tenaz. El único paciente que hemos tenido que
mostraba una preferencia constante a desnudarse en las sesiones
(aunque hiciese frío incluso) ha sido el más recalcitrante e impenetrable
en sus esferas inconscientes: con un patentizar materialmente su cuerpo
creía cumplida su misión tratando de despistarnos acerca de lo
fundamental.

El que el paciente aprecie su cuerpo patente ante el espejo suele ser en


no pocos casos una técnica activa de primer orden, sobre todo en los
casos de sentimientos de inferioridad física y de rechazo del cuerpo o de
la genitalidad. Lo que siente, lo que dice y las reacciones que
experimenta entonces pueden constituir un material precioso para el
análisis y movilizar afectos y activar el proceso de autoaceptación y
recuperación. Únicamente cuando se sospeche que existen intenciones
libidinosas y erotizadas de parte del paciente (en el caso de las
histéricas, por ejemplo) tal técnica estaría contraindicada, pues todo lo
que sea entrar en el juego del paciente y, especialmente, en un juego
erótico es salirse del análisis y perder la neutralidad de roles que el
analista debe mantener a toda costa.

Desde luego un paciente que no se avenga a tumbarse relajadamente en el


diván ya está expresando su falta de deseo de participar dinámicamente en el
análisis y, mientras no consiga adoptar la postura debida y clásica, puede
tenerse la seguridad de que las sesiones no son propiamente tales y carecen
de eficacia inmediata, pues el paciente está claramente a la defensiva, celando
(celándose a sí mismo) cuanto puede celar.

Mas incluso cuando el paciente regularmente adopta la postura confiada y sin


defensas en el diván, suele ocurrir que, al rozarse determinados temas, o al
proferirse determinadas palabras, cambie siempre de postura: se ladee, se
incorpore, deje oír borborismos, cruce los brazos sobre el pecho, vuelva la
cabeza, etcétera, lo cual está indicando que en ese área (el tema o palabras
que han ocasionado la mutación de la postura) todavía tiende a celar algo. Y
esto constituye otra pista para orientar la mayéutica del proceso.

Sudar o sentir escalofríos en determinados puntos de la sesión o del proceso


es un índice seguro de que se está manifestando algo que roza muy de cerca
el núcleo de la neurosis o de la personalidad. Y hemos podido advertir en
algunos pacientes que ciertos estados de bloqueo, de resistencia y de
incomunicación iban acompañados de tirantez de la piel del rostro, de un
brillo céreo de la misma y de un afilamiento de la nariz.

Todos estos signos externos de inmutación afectiva o tendencial han de servir


de punto de arranque a una mayéutica discreta que vaya obligando al paciente
a responderse a sí mismo y a aclararse acerca de las tensiones y de los
elementos infraliminales que le están influyendo. Son indicios simbólicos
disponibles, como las verbalizaciones, los actos fallidos o los sueños.

Aparte de la verbalización, de lo que venga directamente proferido y así


concienciado, es posible todavía manejar otro registro del discurso, más
incontrolable todavía por parte del hablante, que puede tener intención de
decir algo determinado y estar, de hecho, diciendo lo contrario sin darse de
ello cuenta. Se trata del desmontaje hermenéutico del discurso.

En todo discurso (y más aún en el de una personalidad conflictiva) se


implican y montan una serie de niveles que el hablante no controla en su
totalidad:

1. Contenido intencional consciente (lo que el hablante quiere decir).


2. Contenido preterintencional consciente (lo que no quiere decir).
3. Contenido inconsciente expreso (lo que tiende a expresar sin quererlo).
4. Contenido inconsciente implícito (indirectamente connotado).
5. Contenido inconsciente reprimido (lo que inconscientemente evita).

Pero además el mismo discurso proporciona los siguientes elementos


formales que pueden ser también objeto de análisis y que pueden delatar
precisamente aquello que no quiere decirse, aquello que se connota y aquello
que se evita y se reprime:

A. Montaje semiótico objetivo (términos y giros empleados de hecho).


B. Montaje semántico objetivo (valores expresivos y significados de las
palabras en sí mismas consideradas).
C. Fondo sémico (raíces, asociaciones simbólicas y emocionales y
pulsiones que arrastran las palabras y las construcciones sintácticas).

Por muy difíciles de detectar que a veces sean algunos de estos componentes
del discurso, hay que tener presente su existencia en él, pues habrá procesos
terápicos o situaciones en las sesiones, tan herméticas y escasas en material,
que se haga necesario recurrir al contenido de estos repliegues del discurso.

Además, hay que tener en cuenta que los descubrimientos e interpretaciones


más eficaces para movilizar o conmocionar el sistema de defensas de una
personalidad conflictiva, son aquellos que menos se esperaban, aquellos que
cogen más desprevenido al sujeto, precisamente ese «reborde» negativo de
las palabras, de esas mismas palabras que tratan de ocultar y fingir, y que no
pueden evitar estar dando pistas para lo contrario, acerca de lo mismo.

Y es que cuando la personalidad se expresa, cuando desencadena un proceso


expresivo, aunque en él trate de ocultar, desfigurar y mentir, el proceso
mismo arrastra, sin que sea advertido, toda la constelación de contenidos
realmente presentes en el fondo personal y, aunque sea en negativo y en
metáfora, de algún modo los expresa también al mismo tiempo que trata de
ocultarlos (ahí la sagacidad del hermeneuta, sin pasarse de sagaz, por
supuesto, exceso de sagacidad que es el fallo de no pocos analistas).

Precisamente estos mensajes celados, en cuyo montaje el hablante se


encuentra «atrapado», al hacérsele caer en la cuenta de que está revelando en
negativo aquello mismo que estaba tratando celar, son los más eficaces de
todas las posibles verbalizaciones que puedan hacerse en un proceso terápico:
en ellos no cabía partidismo ni estrategias, y cuanto más los mecanismos
inconscientes del paciente pretendían ocultarlos o desviar la atención de ellos,
se viene a demostrar que tanto más se estaban traicionando, a pesar suyo, y
revelando, sin lugar a dudas ni a disculpas, eso mismo que querían velar, en
el montaje mismo del discurso encubridor.

Todavía por debajo del nivel de las intenciones y de las estrategias, hay una
vección expresiva que fuerza a la persona a expresar aquello que tiene que
expresar, quiéralo o no. Y si ello no se hace por un cauce de comunicación
consciente, se filtra subrepticiamente, en metáfora semiótica y en negativo,
en el procedimiento mismo de ocultarlo. La realidad nunca miente, y las
pulsiones, tendencias y vecciones inconscientes son realidad en sentido
fuerte, que se impone a las intenciones irreales (irreales sobre todo, en el
neurótico) de la actividad consciente.
3. INTERPRETACIÓN DE IMÁGENES Y
FANTASÍAS
Enlazando con el tema de los indicios implícitos, en el discurso, de aquello
que precisamente trataba de celar este mismo discurso, se plantea el tema de
la hermenéutica, en general, de todos los elementos significativos que, en la
comunicación no vienen explícitamente manifiestos (verbalizados), sino
dados por otras vías expresivas que siempre requieren una labor interpretativa
que traduzca sus contenidos, por muy explícitos que sean, a palabra o a
intuición práctica y afectiva (insight).

Los elementos simbólicos (es decir, constelativos de otros significados no


directamente explícitos en su presentación material, y esto, tal vez, con un
giro retórico que aleja al signo simbólico de la relación directa que media
entre la señal y su significado)85 en las diversas manifestaciones de la
personalidad pueden ser de varias clases: reales, deficitarios y fantásticos.

85 Por ejemplo, un estado febril sólo es señal de un proceso infeccioso


en el organismo o de otra causa patológica en relación directa con el
aumento de temperatura. Mas si un sujeto presenta un estado febril que
no se halla en relación directa con ningún estado orgánico, ello quiere
decir que la relación significativa entre el estado febril patente y su
motivación o causa es metafórica: una ocupación o una relación
personal «le hace enfermar»...

Los elementos simbólicos reales consisten en hechos reales que, además de


su realidad perceptible y efectiva, connotan con toda certeza otro significado
no directamente dado por ese hecho mismo (en su significación habitual y
comúnmente aceptada) 86.

86 No poder mover un miembro se acepta comúnmente como efecto de


unas causas neurológicas o musculares (o de ambas clases combinadas)
intrínsecas al organismo y que le afectan en todos los casos de tener que
hacer uso de ese miembro; no poder servirse de un miembro sólo
cuando se trata de una determinada finalidad, muy tipificada además
(laboral, sexual, colaboracional con determinada persona, agonal o
defensiva, etc.) está connotando ya por esta particularidad la ausencia
de causas meramente orgánicas en esa parálisis y una intención
expresiva o protestataria de dinamismos psíquicos no conscientemente
controlados que tienen mucho más que ver con la situación personal y
existencial del sujeto afectado por la parálisis, que con su estado de
salud física. Cfr. M. Boss, Körperliches Kranksein als Folge seelischer
Gleichgewichtsstörungen, H. Huber Verlag, Berna, 1956.

Estos hechos reales y concretos pueden definirse como estados, bien del
organismo, o bien del psiquismo; a los estados orgánicos con connotación
simbólica se les denomina somatizaciones; los estados psíquicos no reciben
nombre especial, cuando son simbólicos y están expresando algo distinto de
su mismo ser-estado, pero pueden simbolizar elementos y procesos muy
reales de la perturbación de la personalidad que no se explicitan sino en esa
forma.

Por ejemplo, estados de ansiedad o depresivos que siempre se producen


cuando el sujeto afectado ha de tratar de promoverse, de casarse o de
enfrentarse con un problema familiar (independizarse, por ejemplo, y
abandonar la casa paterna); o gustos y preferencias acusadas y a veces
llamativas por lo repentino y lo intenso de su hacerse presentes: el paciente,
siempre que va a tener un brote se viste de un color determinado e inusitado
en él; o cuando se siente marginado o afectivamente abandonado, tiende a
jugar un determinado juego, a comer determinados alimentos o a refugiarse
en una actividad estereotipada, siempre la misma, a veces de modo obsesivo
incluso, mas cuya relación con el hecho penoso no aparece lógicamente.

Estos elementos simbólicos pueden también no ser hechos concretos o


positivos, como un estado orgánico, o afectivo, una tendencia, o gusto, sino
precisamente lo deficitario que no deja producirse plenamente el hecho
intentado: lo simbólico no es tanto el hecho cuanto su fallo; por eso, se han
denominado actos fallidos (Fehlhandlungen), que nosotros hemos definido
como comportamientos (o acciones) eficaces, perjudiciales y simbólicas (y,
por supuesto, incontrolables por el agente que así actúa; si no, no serían
exponenciales del Inconsciente).

Si no fueran eficaces, no llegarían a advertirse y casi no tendrían valor


detectivo, como haber estado a punto de estrellarse en un vehículo, o a punto
de resbalar o de cortarse, pero haber salvado airosamente la situación
apurada. En peligro de algo se está muchas veces, mas si no se cae en el
peligro no puede haber certeza de influjo de elementos inconscientes en el
sujeto, que traten de expresarse con los hechos.

Si no fueran perjudiciales, no se denominarían «fallidos» sino «logrados»; los


aciertos inesperados e incontrolados es lo que se suele calificar de «buena
suerte», «ojo clínico» o «intuición certera» (hay psicólogos que al buen
funcionamiento de las energías inconscientes, que siempre suponen un
rendimiento mucho mayor y más exitoso que el de las energías
conscientemente controlables, le llaman sobreconsciencia) y, de significar
algo, expresan el buen estado y buen juego de fuerzas, en ese aspecto al
menos, que reina a niveles inconscientes87.

87 Aunque no siempre, pues suele suceder que personalidades


perturbadas y que a un nivel o en un área determinados rinden muy
poco y son claramente deficitarios (por ejemplo, en el del amor),
resultan extraordinariamente eficientes, muy por encima de lo normal,
en otro terreno, por ejemplo, en el de la competitividad profesional.

Hay sádicos que son literalmente infalibles en todo lo que suponga


poner zancadillas y buscar el punto flaco de colegas y competidores
para eliminarlos o hundirlos profesionalmente, mientras que fracasan
constantemente en sus relaciones familiares y amorosas.

Por eso decíamos que sólo puede considerarse un funcionamiento


certero y sobrenormal de las fuerzas inconscientes como sano, si no va
acompañado de aspectos anormalmente deficitarios en otro terreno. En
tal caso, el buen funcionamiento parcial es índice de una
descompensación.

Si no fueran simbólicos, podrían atribuirse a la casualidad, pero en estos


casos, cuando nos hallamos en presencia de un acto fallido, lo primero que se
advierte es su teleología típica: apuntan a algo, a hacer fracasar al paciente, a
privarle de una persona querida que él cree que no merece88, a ponerle en
evidencia ante jefes o censores, a demostrarle a él mismo que es incapaz
(porque el objeto del acto fallido estaba especialmente sobredeterminado para
el sujeto, era para él un verdadero símbolo).

88 Hay tipos de personalidad que ocasionan accidentes en los que


muere siempre la persona que más querían (pero con respecto a la cual
albergaban sentimientos de culpabilidad), mientras ellos salen siempre
ilesos. Incluso hemos conocido el caso de repetirse exactamente el
mismo accidente con treinta años de diferencia (y con el mismo efecto:
muerte de la mujer) ocasionado la primera vez por el padre, y la
segunda por su hijo.

Un colaborador nuestro parecía tener un sentido de orientación


infalible en adivinar cuándo estábamos más cansados y nos habíamos
tomado diez minutos para dar una cabezada (daba igual la hora, lo
hiciéramos cuando lo hiciéramos y si lo hacíamos por no poder más de
cansancio, en el momento de conciliar el sueño, llamaba a la puerta o
por teléfono para interrumpirnos con los pretextos más banales). Esto
sucedió varias veces: era casi seguro que cuando más necesitábamos
descansar, llamaría. Al poco tiempo se descubrió que se hallaba lleno
de sentimientos ambivalentes y de agresividad reprimida contra
nosotros, a pesar de ser una de las personas más adictas, atentas y
buenas que hemos conocido, absolutamente incapaz de ser agresivo con
nadie y menos con nosotros. Lo era, a pesar suyo, de aquella forma.

Otros, como el caso conocido del hermano de L. Wittgenstein, se


accidentan y pierden manos, brazos o piernas precisamente cuando han
empezado a abrirse camino como músicos, directores de orquesta o
deportistas. A veces sólo les basta con perder aquellos dedos que eran
indispensables para manejar su instrumento musical. El caso es negarse
el éxito que como por descuido comenzaban a tener. Las coincidencias
en estos casos son demasiado precisas para que puedan conceptuarse
de casuales.

Y estos actos fallidos pueden dividirse a su vez en dos clases, igualmente


eficaces en sus efectos perjudiciales y en su teleología simbólica: prácticos y
coloquiales o verbales, según sucedan en forma de acción o en forma de
incidencia en un coloquio o discurso; ya consista en decir lo que no se debe,
o como no se debe, o en pronunciar de modo ridículo o en decir una
expresión por otra (como al dar un pésame escaparse un «¡enhorabuena!»),
pero siempre perjudicándose, poniéndose en evidencia, y con una cierta
connotación simbólica que expresa algo más que el mero fallo de la
expresión.

Finalmente, los hechos o comportamientos fantásticos, que naturalmente son


los que suministran mayor coeficiente de contenido simbólico y que
constituyen toda una escala que va del juego voluntario de la imaginación a la
alucinación:

Fantaseo, ensueño.
Imagen eidética.
Sueños.
Alucinación.

Cuando se fantasea o cuando emergen involuntariamente imágenes de niveles


no controlados, es cuando más se manifiestan, o pueden manifestarse, los
contenidos menos patentes o más reprimidos de la personalidad y de su
trasfondo libidinal.

También las ensoñaciones voluntarias y dirigidas arrojan material válido,


pues en estos casos el sujeto ignora los simbolismos de las imágenes que su
preferencia elige al montar la ensoñación, o al ensoñar se permite a si mismo
un juego libre e incontrolado de sus contenidos mentales y emocionales, que
ya no canaliza represivamente el fondo de deseo que le presionan.
Precisamente los sujetos más dados a la ensoñación son aquellos cuyos
impulsos no fluyen adecuada o libremente, y que ensueñan para liberarlos
simbólicamente.

Las imágenes eidéticas son un fenómeno muy curioso, ya estudiado por E.


Jaensch en los años treinta, y que interviene tanto en la adolescencia como en
la inspiración artística: no pocas veces el artista al concebir una obra (sea
plástica, sea musical) ve, superpuesta al modelo real o a la fuente real de
inspiración, la imagen eidética (espontáneamente dada en todas sus partes y
en concreto) de lo que ha de ser su obra «inspirada» por ese modelo real.

La imagen eidética no es alucinatoria ni impide lo más mínimo la actividad


mental o práctica del que la está teniendo. Podría decirse que es
«transparente» y que no impide la visión de la realidad presente (incluso de la
página que se tenga delante), pero que, sin embargo, presenta todos los rasgos
y aun detalles del objeto imaginado, como si la visión real y la visión
imaginaria tuvieran lugar, paralelamente, en dimensiones distintas e
inconmensurables.

Cuando tales emergencias, involuntarias e inesperadas, de la fantasía se


producen hay motivo para suponer que obedecen a tensiones especialmente
intensas en la afectividad, o en las representaciones asociadas a los impulsos
(Repräsentanz de Freud), y que de ellas puede obtenerse material
significativo de la misma calidad que el de los sueños. E incluso cuando éstos
faltan, pueden suplir las imágenes eidéticas, si se producen. A veces hay que
poner al paciente en la pista de tales manifestaciones inconscientes, pues con
mucha frecuencia no suele advertir que tiene estas imágenes ni su valor
manifestativo.

De los sueños propiamente dichos ya hemos tratado en Terapia, lenguaje y


sueño y próximamente lo haremos en otra obra, que tenemos en elaboración
dedicada a este tema monográficamente.

Hemos trazado una compleja clasificación de los mismos según su montaje,


su contenido y sus funciones diversas, y hemos comprobado, en nuestra
experiencia con sueños de pacientes, que los sueños proporcionan material
genuinamente psicoanalítico e inconsciente, a veces en estado casi puro;
ayudan a integrar y a elaborar inconscientemente lo que en la vida de vigilia,
y especialmente en las sesiones dialyticas, va afectando al paciente; y,
finalmente, acusan los efectos de la relación terápica, mas para ello han de ser
adecuadamente interpretados (según las pautas que en seguida expondremos).
En todo caso, constituyen un registro de comunicación con el Inconsciente
que, por su profundidad de penetración y su poder de movilización, resulta
difícilmente igualable por otros registros (de espectro menos amplio que los
sueños).

Los sueños presentan diferentes grados de intensidad que oscilan entre el


darse cuenta el sujeto de que lo que está experimentando es un sueño, hasta
hallarse tan inmerso en la escena onírica que, al despertar, le cuesta trabajo
pensar que aquello estaba siendo un sueño (y cada grado de intensidad ofrece
un significado específico).
Las alucinaciones podrían definirse como imágenes eidéticas (visuales,
táctiles, acústicas, gustativas, olfativas y cenestésicas) que se dan con la
misma intensidad envolvente, obsesiva e impediente de toda crítica de
realidad, que presentan este tipo extremo de sueños, a pesar de producirse en
estado de vigilia. Revelan, por supuesto, contenidos inconscientes
reprimidos, de fuerza extraordinaria (tal vez por lo intenso de su represión),
así como una estructura de personalidad esquizoide, demasiado rígida y
proclive a perder contacto con la realidad y a carecer de reductores de
imágenes. Constituyen el grado extremo de emergencia de material o de
energía inconsciente no canalizada, por cauces pertenecientes o afines al
plano de la realidad cotidiana.

El problema que todo este material plantea, desde las somatizaciones y las
preferencias o veleidades, hasta las alucinaciones y los sueños, es el de
adquirir certeza acerca de su significado o de su mensaje: una somatización,
un acto fallido o una imagen están sin duda significando algo; puede
conjeturarse lo que están significando, pero, en algunos momentos del
proceso terápico y para estribar fundadamente en ese significado, ha de
poderse adquirir certeza acerca de ello. Y a esto apuntan las pautas
hermenéuticas que ofrecemos, insistiendo y ampliando las que ya expusimos
en Terapia, lenguaje y sueño:

1. El procedimiento menos cierto es el más frecuentado por terapeutas y


por autores clásicos: lanzarse a buscar significados simbólicos, sin otro
apoyo que el de la intuición personal del hermeneuta y las analogías
figurativas del material. Pero no basta con suposiciones, hay que obtener
certeza.
2. La certeza deseada sólo puede conseguirse por convergencia de técnicas
hermenéuticas y por un análisis múltiple de cada elemento significante,
el más simple es el de los campos semánticos.
3. Es posible que esta certeza no se produzca en el lapso de una sesión, ni
de momento; el tiempo que suponga obtenerla nada significa si al fin se
consigue. Puede hacer falta ulterior información que sólo los procesos
oníricos o las somatizaciones pueden suministrar y prolongarse el
proceso de decantación de la certeza durante meses. Más vale llegar a
una certeza fiable que operar sobre falsas certezas (siempre
perjudiciales), aunque aquéllo requiera tiempo y esto sea posible en
breve plazo.
4. La actitud mental requerida en el hermeneuta es la atención flotante y su
modo de proceder preferente, la libre asociación (de imágenes, de
sucesos biográficos o recuerdos y de afectos).
5. Todo fenómeno significante y que simbolice algo (del acto fallido a la
alucinación) se produce desde una biografía determinada y en un clima
afectivo concreto. Todo elemento significante ha de ser libremente
asociado —como primera medida hermenéutica— con experiencias y
recuerdos biográficos, por el propio sujeto, y repararse en el tipo e
intensidad de afectos que suscita. Sólo en defecto de asociaciones con
tales elementos se podrá recurrir a analogías míticas, mágicas, religiosas,
artísticas y, en definitiva, culturalmente sistemáticas y universales
(incluidas las significaciones establecidas por los autores y escuelas
clásicos, desde sus experiencias propias o sus apriorismos).
6. Todo esto supuesto, han de manejarse técnicamente los siguientes
factores analíticos, cuya combinatoria dará como resultante la certeza
deseada (supuesto el lapso de tiempo requerido):
a. Estructura de los elementos significantes y de su disposición
asociativa en el cuadro de la somatización o de la constelación
fantástica u onírica.
b. Repetición serial de los mismos significantes o análogos en otros
cuadros o en otras constelaciones del mismo sujeto.
c. Ritmos y posiciones semánticas idénticas o cambiantes en estos
procesos repetitivos.
d. Asociaciones, analogías o divergencias de las representaciones
simbólicas entre sí.
e. Asociaciones de las mismas con palabras (traducción jeroglífica de
las imágenes).
f. Asociaciones de estas palabras y de sus imágenes con recuerdos
reales.
g. Asociaciones y analogías de estas imágenes con las de los mitos,
los rituales y otros simbolismos clásicos o sistemáticamente
establecidos.
h. Análisis de la repercusión afectiva que todo el proceso
interpretativo o algunos de sus puntos han producido en el paciente.
i. Examen de su repercusión en ulteriores sueños o en somatizaciones
(recurrentes o cambiantes).
De todas estas pautas, aunque resulte paradójico, las más seguras son las de
carácter estructural, no las que se orientan por los contenidos simbólicos, por
ejemplo. Así la estructura de las constelaciones simbólicas, la estructura de la
serie de tales constelaciones, en la que estas se repiten o presentan
mutantemente, siempre en nuevas posiciones semánticas y contextuales, y los
ritmos de alternancia de las mismas, constituyen el esqueleto básico y sólido
de toda hermenéutica de representaciones simbólicas (fantasías, sueños,
gestos o somatizaciones).

Por ejemplo, no es el mero hecho de aparecer en un sueño, en una


alucinación o en un fantaseo, un animal determinado, un arma o un personaje,
lo que nos indica —de no ser de forma muy conjetural— su significado, sino
la distinta (o constante) disposición estructural respecto de otros objetos; o
referido a relaciones espaciales o temporales («arriba»-«abajo»,
«izquierda»-«derecha», «antes»-«después», etc.); o según la posición o
postura adoptadas (agachado-erecto, oculto-manifiesto, activo-pasivo,
estable-inestable, etc.); o, incluso, según la coloración y la luminosidad, que
también pueden ser elemento expresivo en la imagen (borroso-nítido, gama
fría-gama cálida, en penumbra-iluminado, etc.).

Si estas peculiaridades en la mostración onírica o fantástica de cada objeto se


combinan con las de todos los demás de la misma constelación o de la serie
de ellas, y esto se asocia con los afectos que despiertan y con otros recuerdos
análogos, puede llegar a tenerse la certeza de lo que están significando,
mucho antes de saber codalmente lo que cada símbolo en sí pueda significar.
Pues el tamaño, el tono cromático, la luz, el enfoque y las relaciones espacio-
temporales son otros tantos elementos significantes de primer orden, que no
suelen tenerse demasiado en cuenta a la hora de interpretar, con lo cual este
registro privilegiado de la comunicación pierde muchas de sus posibilidades.

En definitiva, puede afirmarse que el procedimiento más sencillo y eficaz de


atacar la interpretación de cualquier sueño o constelación simbólica, sin
peligro de proyectarse subjetivamente ni de hacer hipótesis prejudicadas o
más fantásticas aún que el mismo sueño (peligro inminente de hermeneutas
con demasiada imaginación), consiste en primera instancia en determinar, de
una parte, los campos semánticos que objetivamente allí aparecen (y ver las
asociaciones que suscitan) y, de otra, observar las posiciones relativas y
estructurales que tales campos, o los objetos pertenecientes a ellos,
mantienen. Los primeros pasos interpretativos dados sobre este terreno son
siempre seguros y objetivos y, sobre ellos, pueden irse edificando una serie
de hipótesis de mayor complejidad.
4. COMUNICACIÓN DE INCONSCIENTES
El capítulo de la comunicación de inconscientes ha sido igualmene
desatendido en el estudio y explotación de las relaciones transferenciales. En
el cuadro de los registros de la comunicación lo tenemos en cuenta, además
de en este punto que actualmente tratamos, en el de la alternancia de roles
(transferidos y soportados infraliminalmente), en el del injerto afectivo de
personalidad y en los dos últimos: proyecciones transferenciales y afectividad
dialogante a nivel subconsciente. Trataremos aquí de todas estas modalidades
de la comunicación inconsciente, en forma conjunta, pues son
complementarias.

Que puede darse una intensa comunicación inconsciente entre paciente y


terapeuta (o entre dos personas simplemente que mantengan alguna relación
especialmente sobredeterminada) no puede caber duda desde el campo
mismo de la experiencia. Aparte de lo conocido por comunicaciones de
colegas, de las cuales —numerosas— se deduce que hay vías de
conocimiento de hechos y de circunstancias objetivas, que no proceden por el
cauce normal de la percepción sensorial orgánica y de los esquemas lógicos,
nosotros hemos sido personalmente testigos de casos de comunicación
inconsciente que pueden sistematizarse según las siguientes categorías:

Conocimiento a distancia de situaciones o circunstancias que afectan a


uno de los dos sujetos de la relación (incluso mediando desconocimiento
previo del sujeto directamente interesado, acerca de aquello que en
realidad le está afectando sin saberlo) 89.
Conocimiento onírico parcial de lenguas o códigos ignorados por el que
sueña90.
Conocimiento de datos y de nombres, sólo conocidos por el terapeuta y
no por el que sueña (como si el material onírico se organizase en función
de lo que el terapeuta ya conoce, ignorándolo el paciente, sujeto del
sueño) 91.
Igualmente, reproducción de situaciones en el sueño del paciente que a
éste nada le dicen y que resultan muy familiares y significativas para el
terapeuta.
Y, en la misma línea, intuición o conocimiento de estados afectivos del
terapeuta por parte del paciente (en sueños, y fuera del sueño).

89 No puede, pues, atribuirse a transmisión del pensamiento del


terapeuta al paciente, pues aquel mismo ignora esas circunstancias que
ya le están afectando de hecho y que su paciente sueña.

Un discípulo nuestro, que habíamos tratado en la Universidad de


Friburgo (en el curso 57,58), nos escribió desde Berlín, donde estudiaba
entonces, en el año 1961 muy impresionado por un sueño que había
tenido la noche anterior, en el que se veía impelido a intervenir en favor
nuestro, presa de gran ansiedad, porque de no hacerlo íbamos a ser
envueltos en una intriga calumniosa.

Efectivamente, el mismo día que recibimos la carta nos comunicó una


secretaria de Bad-Godesberg que se había visto obligada a intervenir
para salir al paso de los manejos de una persona que trataba de
envolvernos en una intriga calumniosa. Por supuesto, el antiguo
alumno, filólogo y poeta profesional, residente en Berlín, y la secretaria
de Bad-Godesberg (en la parte opuesta de Alemania, junto a Bonn) no
tenían la menor noticia el uno del otro.

90 Nos ha ocurrido ya varias veces que algunos pacientes sueñan


visualmente palabras en otras lenguas, preferentemente en alemán
(lengua que nos es muy familiar y en la que a veces pensamos),
ignorando lo que significan e incluso si significan algo. Suele resultar
que el significado de esas palabras tiene relación con algún problema
del paciente.

Un paciente nos dijo una vez que había soñado una palabra que debía
ser alemana, y la deletreó: B, R, ü, H, L (o R) no está seguro... (la L y la
R, como consonantes líquidas son equivalentes en cierto sentido).
Precisamente habíamos residido muy cerca de la villa de Brühl durante
años, que a su vez significa «Heredad», y por aquellos días el paciente
tenía planteada una cuestión de reclamación de herencia... Y así otros
casos.

91 Un paciente, cuyos primeros síntomas alarmantes de neurosis se


habían manifestado al incorporarse al CIR (Centro de Instrucción de
Reclutas), soñó que se hallaba en camino hacia el pueblo de Ugeda (que
no existe en la toponimia española, aunque sí existen Ugena y Uceda,
que, habiéndole preguntado, nada le decían ni mnémica, ni lógica ni
afectivamente). Tampoco el nombre de Ugeda le sugería nada, a
nosotros nos sugirió inmediatamente un apellido muy localizado en
Valencia: Cirugeda, pero que él desconocía por completo. Precisamente
al acercarse en sueños a aquel final de su trayecto encuentra gente
haciendo instrucción con fusiles de juguete, y al completar nosotros el
nombre soñado con el apellido sólo conocido de nosotros, resultó que la
sílaba omitida era precisamente CIR, el nombre que traía recuerdos
penosos al paciente y que su inconsciente evitaba repetir, pero que
crípticamente nos estaba diciendo, contando con nuestro conocimiento
del apellido Cirugeda (ignorado del paciente que lo soñaba).

Otra vez, la misma noche que estábamos en Barcelona escuchando una


conferencia de parapsicología y viendo unas proyecciones un tanto
peregrinas, otro paciente estaba soñando en Madrid con unas imágenes
semejantes que, al comunicarnos al día siguiente el sueño, comentó que
le habían resultado especialmente extrañas y chocantes (como a
nosotros las de la conferencia). A la vista de este tipo de hechos, que
podríamos alargar, no puede cabernos duda de que se da una
comunicación infraliminal de los contenidos psíquicos entre personas
íntimamente relacionadas, por lo menos por su participación en un
proceso terápico.

Todos estos hechos que si se produjeran en la vida de vigilia resultarían


paranormales, se consideran normales y se repiten en la vida onírica,
fantástica, alucinatoria y en el curso de una relación transferencial.

Igualmente se advierte que el paciente, fuera de la vida onírica incluso, capta


al terapeuta transferencialmente de diversas maneras, que se le van
imponiendo sin pretenderlo y que le afectan intensamente: unas veces como
madre, otras como padre, otras como constrictor, otras como liberador, otras
como rival, otras como hermano competitivo, otras como hermano auxiliar,
etc., prescindiendo del sexo y de la edad. No cabe duda de que en estos casos,
el Inconsciente del paciente proyecta libremente sus fantasmas en el terapeuta
y le inviste de ellos, viviendo así diversos tipos de relaciones infantiles, que
va, por esto mismo, objetivando, analizando y superando.

Se ve, pues, que se trata de otro tipo de registro de comunicación, que puede
tener consecuencias importantes, tan importantes como el influjo
dinamizador y contratransferencial, ejercido en el proceso, por el interés real
(inconsciente) que el terapeuta tenga en el caso y que tal vez no pueda
controlar ni incrementar conscientemente. Y viceversa, el desinterés que el
paciente realmente tenga en su propia curación puede anular un interés por
curarle que originariamente existiera en el terapeuta. La única vez que en
varios años nos sorprendimos en una sesión habiendo dado una cabezada, y
sin poder mantener la atención (que habitualmente mantenemos sin
dificultad) —lo cual no dejó de producirnos extrañeza—, supimos algún
tiempo después que en esa precisa sesión el paciente nos había estado
embaucando con sueños inventados, en aquel momento por él, para no quedar
en silencio.

Y en general se dan una serie de fenómenos empáticos, de comunicación


puramente afectiva, sin expresiones habladas y sin conciencia de que se está
teniendo tal comunicación, positiva pero también negativa, que puede
explicar no pocas de las visicitudes, estancamientos y aceleraciones del
proceso terápico. La comercialización de la terapia, que para ser eficaz pide
una entrega colaboracional máxima, no puede sino perjudicar su marcha y su
eficacia, precisamente porque esta comunicación afectiva e infraliminal le
está denunciando al paciente la falta de interés real del terapeuta en su caso.

Y la contratransferencia (que consiste propiamente en este interés personal


por el caso y por la persona concreta del paciente) es un elemento
indispensable para la buena marcha de la curación, elemento afectivo que no
puede trucarse. No es que, necesariamente, por esta comunicación
infraliminal vaya el paciente a concienciar la falta de interés concreto y
personal del terapeuta en su caso, es que, de hecho, el paciente no acaba de
movilizarse en sus estratos inconscientes, porque éstos no captan la onda
movilizadora, real, del interés y de la colaboración radical del terapeuta.

Cuando un terapeuta se vea abandonado por una serie de pacientes, debe


sospechar con fundamento que éstos captan algo en él que no acaba de
funcionar eficazmente en orden a la terapia, pues de captar un interés
efectivo, una capacidad de injertarles afectivamente personalidad y energía,
una capacidad de darles apoyo indefinidamente, los pacientes no abandonan
al terapeuta (uno tras otro, salvo alguno que otro) por muy duro y difícil y
cargado de tensiones que transcurra el proceso.

A nosotros nos han abandonado pocos pacientes (y las más de las veces,
hemos sido nosotros mismos los que les hemos planteado claramente la
cuestión, al advertir su falta de interés por cambiar y curarse); y, previamente
al abandono de los que lo han hecho, hemos registrado en nuestro ánimo una
pérdida de interés por el caso. Pero mientras este interés ha existido, por muy
estériles que pareciesen las sesiones y aunque los pacientes hiciesen el efecto
de venir por cumplir o, tal vez, a desahogar su agresividad agrediéndonos
verbalmente, nunca han abandonado la terapia. Y esto no se explica sino
suponiendo que nuestro propio interés (nada comercial) por ellos nutría su
propio interés por las sesiones, aunque por su falta de voluntad de cambiar y
de integrarse se prometieran pocos resultados de ellas92.

92 Si un abandono tal (en serie) llega a tener lugar, el analista así


afectado puede suponer las siguientes motivaciones en los pacientes y
revisar sus actitudes y su comportamiento (profundo) con ellos, según
estos posibles particulares:

a. Un racionalismo excesivo que impide la empatía y la comunicación


a niveles inconscientes.
b. Un subjetivismo y una imaginación excesivos en su hermenéutica
que causa en el paciente la impresión de «saltar» sobre el caso y
de estarse proyectando a sí mismo y a su mundo inconsciente, con
detrimento, por supuesto, del paciente.
c. Falta de mordiente terápico en el caso: el terapeuta en sus
interpretaciones y en su trato causa la impresión de resbalar
incomunicativamente sobre la realidad (la del paciente y su mundo
problemático y la otra, la general), minándose así toda confianza
posible del paciente en la destreza y buen término de su guía y de
su proceso, respectivamente.
d. Falta de vocación de analista, lo cual produce una carencia de
sentido concretivo y dinámico para empatizar y para tratar los
casos.
e. Estar deficientemente psicoanalizado (lo cual, junto con esa falta
de «vocación» se hallaría en la base de todas las demás
deficiencias): sin un control total (directo e indirecto) de los
impulsos, fantasmas, tendencias y contenidos inconscientes
proyectables (y de sus mecanismos de proyección): sin una
superación del narcisismo, que tanto puede fomentar la posición de
analista; sin la exclusión de fobias, miedos, angustias y
resistencias inconscientes que la naturaleza del caso o de alguno
de sus componentes puede despertar en el terapeuta, no puede
nadie, por muy genial que sea, asumir el riesgo de dirigir una
terapia analítica. Y para ello no basta haber pasado por una
terapia de apoyo, una terapia breve o un «cuasi-psicoanálisis»
entre amigos, sino que hay que haberse adentrado muy en serio en
los niveles más profundos posibles de sí mismo y haber aprendido
a manejarse con las fuerzas allí activables y a controlar los
mecanismos proyectivos que pueden interferir.

Un sujeto determinado puede resistirse a someterse a una diálysis o a


una terapia psicoanalítica, es muy dueño de ello, pero también ha de
reconocer que no tiene obligación ninguna de actuar como
psicoterapeuta. Empeñarse en lo uno con exclusión de lo otro es tan
absurdo como pretender ser intérprete («hermeneuta» en griego) sin
haberse molestado en aprender las gramáticas de las lenguas a que se
pretende traducir. No hay conocimientos «infusos» y menos
capacidades infusas, sobre todo cuando la capacidad consiste, como en
los exploradores de una región del globo, en saberse mover con
orientación y con conocimiento del terreno y de sus condiciones
particulares a unos niveles tales como los inconscientes.

De todos los puntos aquí explicitados hemos conocido ejemplos reales


bastante penosos, que son los que causan desprestigio de los
procedimientos psicoanalíticos. Y quienes sin preparación suficiente
pretenden lanzarse a tratar pacientes, rehuyendo los medios para
liberarse y curarse a sí mismos, más bien despiertan la sospecha de
hallarse motivados en su «vocación» de analista por tendencias nada
terápicas, como la agresividad, el narcisismo o incluso el erotismo.

5. REGISTROS EJECUTIVOS
A los registros que llamamos ejecutivos se asocian en nuestro cuadro
sinóptico otros registros análogos que ya no se refieren a la comunicación
propiamente dicha, al conocimiento y al efecto, sino a la activación y a lo que
podríamos llamar la puesta-en-realidad. Nos referimos a la concienciación
personal, a la objetivación intersubjetiva, a la consolidación fiducial, a las
regresiones recuperativas, a la descongestión y al injerto personal, además de
ciertos aspectos de la empatía.

Se trata, en todos estos registros, de constituirse en un nuevo estado de


personalidad o de ánimo, de vivenciarse de manera distinta, de activarse y de
progresar en el propio estar en sí mismo y en realidad. Todo lo cual es el paso
fundamental e indispensable en orden a la definitiva activación curativa.

Porque es muy fácil que, aun con la mejor voluntad por ambas partes, todo
quede en palabras y en pasar revista, meramente especulativa, al pasado o al
proyecto, o en que se produzcan estados de ansiedad o de aquietamiento y
confianza, pero sin que nada de esto haga cambiar la realidad intrínseca del
caso y de la personalidad del paciente.

No hay en absoluto inconveniente en que, llegado el momento justo, cuando


el paciente ha ido haciendo emerger todo lo traumático y negativo de su
pasado, y ello ha podido producirle depresiones suplementarias, le «refleje»
intersubjetivamente el terapeuta de modo positivo, discreta y
dosificadamente, valiéndose de los registros «especulares» y socio-
apoyativos que la personalidad ofrece y que, muy seguramente, quedaron sin
utilizar en la primera infancia por parte de padres, de educadores o de grupo
familiar.

La relación transferencial, sólidamente establecida, ha de servir ante todo


para reinstalar al paciente en su realidad habitual y cotidiana de un modo más
autoidenti-ficado, entonado y seguro, que es lo que no sucede si faltó en la
infancia el apoyo afectivo de los padres y un mínimo de estima por parte del
grupo. Rememoriación e interpretación solas no bastan, ha de añadirse, en el
proceso, este otro suplemento de apoyo afectivo y descongestivo de miedos y
de negatividades infantiles.

Esta función apoyativa de la terapia y de la transferencia, sirviéndose de los


registros correspondientes de la comunicación interpersonal, ha de cubrir los
objetivos siguientes:

Aprobación afectiva y efectivamente sentida de lo que el paciente es o


tiene.
Asunción por parte del paciente, que se siente así aprobado y apoyado,
de su cuerpo, de su vegetatividad, de su sexo, de algunas de sus
propiedades que hubiese venido rechazando afectivamente.
Salto afirmativo gratuito («por que sí» y no en virtud de ninguna
deducción sistemática o justificativa) hacia la instauración de la propia
realidad (del paciente) como un valor en sí, no susceptible de
comparación con ningún otro93.
Drenaje afectivo y fantasmático, gracias al juego de «roles
alternativamente soportados» —como juego transferencial— de los
miedos, vinculaciones, sometimientos y agresividades vividos y
reprimidos en la infancia.
Ejecución, bien de ciertos actos reprimidos o indebidamente tabuizados,
bien de ciertas acciones simbólicamente sobredeterminadas94, bien
intentos activos de puesta en práctica, bajo la propia responsabilidad del
paciente, de lo meramente proyectado.

93 Los afectados de complejo de inferioridad y que se sienten siempre


menos que otros (o que todo posible sujeto que entre en parangón con
él) son personalidades dominadas por una percepción reactiva y
comparatista de sí mismos.

Existe en estos casos una sutil matización en el modo de percibir lo


axial y de fundar juicios de valor: no parecen captar el valor de lo
sustancial, de la entidad personal propia y ajena, sino reparar
solamente en las cualidades periféricas (y no mísmicas) de los sujetos
personales (y concebidas además en grados extremos y utópicos, a
modo de «yo ideal» con el que inconscientemente se comparan,
quedando siempre por bajo).

De ordinario, el origen de tal defecto se debe a padres o a educadores


demasiado esteticistas que han habituado a sus hijos o educandos a
apreciar valores competitivos o seudovalores sociales, como la
«elegancia», el «brillo social», la «buena educación», la «inteligencia»,
el «ingenio» etc., y capaces de despreciar y devaluar radicalmente a un
ser humano por el color, la clase social, los modales o la limitación de
su inteligencia.

94 Ferenczi cuenta el caso de una paciente histéricamente incapacitada


de tocar el piano por la asociación inconsciente de este arte con la
masturbación. Primero la hizo ejecutar piezas al piano venciendo el
tabú antimasturbatorio simbólicamente (y asumiendo el hecho de tocar
el piano como una masturbación, lo cual le llegaba a producir un
auténtico orgasmo sexual); esta desrepresión sexual simbólica condujo
a una fijación de la paciente en el arte del piano, como en un hábito
masturbatorio; cuando la paciente había vencido así la barrera
superyoica y movilizado su libido, le vedó la ejecución pianística para
que no se produjese una entropía libidinal al gratificarse de modo
inconscientemente sexual en la forma más inmediata e infantil, y se
viese obligada la libido a aumentar su potencial derivando por vías más
complejas y sublimativas, mas habiéndose ya movilizado (y abandonado
sus barreras y defensas) gracias a aquella primaria desrepresión
simbólico-masturbatoria.

Sin embargo, siempre hay que hacer la advertencia, de que mucho más
importante que ejecutar (de no ser para movilizar simbólicamente energías
reprimidas o represadas) es asumir, pues la asunción —al llegar a
impresionar activamente los niveles inconscientes— elimina barreras
represivas, mientras que la ejecución sin asunción puede equivaler a un
acting y aumentar la angustia y los estados de ansiedad. Esto aparte de que
puede haber acciones o comportamientos que no sea posible ejecutarlos; por
lo menos, no en el decurso de la terapia o durante las sesiones (por ejemplo,
tener unas relaciones amorosas o sexuales adecuadas, gratificantes y
completas en sus dimensiones, no está en la mano de cualquiera ni puede
conseguirse a voluntad; se han de dar las condiciones necesarias y ha de
existir la persona querida, que pueda ser término de una relación así y que no
es posible sustituir por nadie, que de forma mercenaria se preste a ello. Lo
mismo puede decirse de la descarga real de agresividad).

Así, los pacientes crecidos en el clima desrealizado y desrealizativo, de


valoración exclusiva de cualidades seudovaliosas y periféricas a que hemos
aludido en la nota 93, han de ser puestos-en-realidad y dinámicamente
lanzados a la objetividad (propia y ajena), más allá de la atmósfera sofisticada
y convencional que les había paralizado su propia dinámica autoafirmativa
(para lo cual no suele bastar la mera hermenéutica ni la dialógica mayéutica
de los análisis, sino que ha de fomentarse la diálysis activa).

En tales casos conviene hacer uso de los registros comunicacionales y


afectivos de la empatía, la objetivación intersubjetiva, la concienciación
personal afectiva, la consolidación fiducial y el injerto de personalidad que la
relación trasferencial es capaz de realizar. En estas técnicas ya no funciona la
interpretación, ni el descubrimiento de los traumas primigenios o los
recuerdos originarios (aunque deben haber precedido), sino que esa labor
hermenéutica ha de prolongarse con algo más simple y más elemental: la
transmisión fáctica (afectiva, especular e intersubjetiva) de la impresión que
producen y de la opinión que merecen (en lo que son positivas y alentadoras)
las cualidades y, sobre todo, la mismidad, la sustancialidad personal del
paciente, en el ánimo de su analista.

Si hay contratransferencia positiva (y por muy escasas que sean las


cualidades positivas del paciente, por lo menos su mismidad entitativa
merecerá o podrá despertar algún aprecio) no será difícil reflejar
ocasionalmente (sin fingir, sin exagerar, sin insistir: dando la sensación —
real— de apreciación objetiva y serena) este aprecio que se le tiene,
matizándolo de aquellas particularidades que hacen al caso y cuya conciencia
o convicción hay que despertar en el paciente. Incluso, si hiciera falta,
habrían de emplearse técnicas sofrónicas para imbuirle la estima de sus
propias cualidades y, sobre todo, de su mismidad personal, y conducirle a un
sentirse a sí mismo valioso, positivo y denso95.

95 Al paciente se le invita a relajarse sofrónicamente y a concentrarse


moderadamente en su presente psicológico. Además, se le puede
advertir que no se trata de sugestionarle, sino de convencerle de una vez
de aquello que, siendo realidad, él se resiste en aceptar, y que para ello
hay que coger a sus mecanismos inconscientes desprevenidos y con la
guardia baja. Todo lo que va a decirse es totalmente «verdad», según la
apreciación del analista, sólo el modo ha de ser especial, dadas las
resistencias inconscientes que se oponen a su aceptación.
Entonces, con voz neutra y monótona se le van repitiendo, mejor en
primera persona, los juicios que el terapeuta haya formulado
objetivamente acerca de él: «Soy capaz de valerme por mí mismo»,
«Soy independiente», «Soy macho (o hembra)», «Soy potente», «Estoy
sano», «Soy joven (o maduro)», «Soy fuerte» o «Soy hábil para tal
cosa...», «Puedo esto y lo otro...», etc. Hay tipos de pacientes que no
reaccionan a esto, lo cual, una vez probado no se volverá a emplear,
pero hay otros que se sienten entonados y apoyados de este modo y con
los que podrá repetirse de cuando en cuando, para que no se produzca
rutina y embotamiento. En algunos casos da mejor resultado todavía
mirándose el paciente al espejo (sobre todo si se trata de asumir el
cuerpo hasta entonces rechazado). Las cualidades y particularidades
que se vayan mencionando deben ser lo más concretas posible, pues así
le impresionarán como verdaderas y porque el inconsciente sólo capta
lo concreto y no lo abstracto. Se puede descender a los detalles más
nimios, con tal de que sean positivos y tengan la capacidad de
impresionar al paciente.

Debe advertírsele que si durante esta evocación sofrónica de sus


valores percibe algún sentimiento (positivo o negativo, de alguna
intensidad) y sobre todo, alguna cenestesia o somatización (tensiones,
cosquilieos, endurecimiento o relajación del plexo solar, erecciones,
opresión en el pecho o en la garganta, cefalalgias, presión en las sienes,
etc.) debe interrumpir y decirlo, para poder analizar qué expresión,
palabra, concepto o evocación ha podido impactarle de ese modo, pues
ahí puede haber una pista o una clave.

Otro procedimiento, más propio de fases avanzadas del análisis (pero que ya
puede iniciarse en la «mesetaria») es dar por descontados sus valores y, al
hablarle ocasionalmente, situarse en un plano (objetivo y nada ficticio o
afectado) de apreciación, de estima y de contar con sus valores o
cualidades96, y así irle envolviendo en una atmósfera estimulante, alentadora
y positiva que le refleje a él mismo, en el diálogo, en ese modo deseable, que
todo sujeto con un mínimo de confianza en sí mismo, ha disfrutado en su
infancia. La condición única es solamente la veracidad del analista: que en
todo ello no se aparte un ápice de lo que él objetivamente siente y piensa del
paciente, para que a éste no le suene a hueco, a convencional y a estratégico,
y porque la terapia analítica va, y ha de ir, necesariamente fundada del modo
más estricto imaginable, en realidad.

96 Se le puede hablar como descuidadamente de esta forma: «Tenga en


cuenta lo bien que le salen tales asuntos...», «Ya sabe que en tal materia
usted no puede dudar de su capacidad...», «Como a usted se le da tan
bien tal cosa...», «Como usted tiene una salud física en forma...», «En
eso, ya sabe que no hay nada que temer y que puede usted ir seguro...».
Y si el paciente objeta que eso se dice para animarle, o sin sentirlo así o
por estrategia, se le debe cortar tajantemente y responderle. « ¿No
habíamos quedado ya en que eso era cierto?» « ¿No había usted mismo
visto (o dicho) que en eso estaba efectivamente en un error al pensar
deficientemente de usted?», « ¿No estaba fuera de duda esto, y
habíamos analizado aquí durante bastante tiempo lo subjetivo y falso de
su sentimiento anterior, a este respecto...?» Y cerrarse decididamente a
entrar en discusión otra vez acerca de los fundamentos que se tienen
para apreciarle positivamente en tal o cual aspecto. Sólo esta verdadera
tabuización de regresar a estadios anteriores de duda acerca de su
valor personal o de sus cualidades, puede irle empujando a avanzar en
esa concienciación personal y consolidación fiducial en sí mismo. Por
eso, lo que así se afirma ha de estar fuera de toda duda, en realidad,
que es verdadero y objetivo (y que lo falso y subjetivo era su visión
negativa).

El paciente ha de ir recibiendo con frecuencia y sin apariencias de


estrategia juicios acerca de sí, leves y modestos, pero que le alienten y
le reflejen su propia imagen investida de valor y de estimabilidad, que,
por otra parte, ha de advertírsele, no se trata de que sea
narcisísticamente sobrevalorada, sino realísticamente apreciada:
exactamente valores y cualidades análogas a las que él mismo venía
apreciando en otros, pero que dejaba de apreciar en sí mismo.

No se trata de devolverle la imagen especular de un «superhombre» (lo


cual sería falso), sino de conducirle a un sentimiento práctico de sí
exactamente igual que la impresión causada en él por los demás. No se
trata de adularle, sino de socializarle: que no se sienta un marginado
por su falta de cualidades o de valor intrínsecamente personal, sino que
se integre en la masa de todos los que él veía y pensaba que valían más
que él.

Esta infusión objetiva y práctica de una manera de sentir de sí mismo


positiva, normal y estimulante, es más difícil de conseguir adecuadamente y
sin resabios de ficción, que el manejo de los registros ejecutivos mediante
técnicas activas (estudiadas originariamente por Ferenczi en Teoría y práctica
del psicoanálisis), y de las cuales vamos a ofrecer un elenco lo más completo
posible, como un repertorio de recursos límite en casos difíciles.

A ser posible, mejor sería no tener que recurrir a ellas, pues es


psicoanalíticamente más seguro limitarse a analizar verbalmente el material
fantástico, transferencial y anamnésico que va surgiendo, pero hay casos que
se eternizarían, o nunca llegarían a desbloquearse, si no se recurriese a
activarlos por estos procedimientos. Ferenczi mismo confiesa que el
descubrimiento de cada técnica activa le ha costado un paciente, pues a éste
le resulta ingrato salir de la pasividad del diván y tenerse que activar o que
enfrentar con sus reacciones de hecho, en un momento determinado. Pero
precisamente aquí puede que esté el punto que mantiene a algunos pacientes
en el inmovilismo de sus defensas, bloqueos y barreras.

Aunque Ferenczi no lo trata, nosotros consideramos como la técnica activa


privilegiada, la más movilizadora, la menos arriesgada y la más completa, el
psicodrama,que, según sus promotores, es, ya de por sí, una terapia metódica
completa. De manera metódica, calculada y controlable y utilizando diversos
registros activos (entre otros, la intersubjetividad) se va situando al paciente
en diversas posiciones existenciales y afectivas de modo simbólico, mas con
el apoyo movilizador de la intersubjetividad del grupo, para que se activen,
movilicen y reorganicen, o al menos se decanten y se hagan analizables y
capaces de insight, sus energías, mecanismos, fijaciones, barreras y modos de
canalizar su libido.

La escuela ortodoxa freudiana podrá pensar que estas intervenciones activas


corren el riesgo de perturbar el material naciente qué el Inconsciente debe
suministrar al análisis, y hacerle perder genuinidad. Pero nosotros pensamos
que, de una parte, este material ya ha tenido tiempo de emerger (pues estas
técnicas activas deben emplearse hacia el final de la etapa mesetaria y no
antes), y, de otra parte, que precisamente se recurre a ellas cuando la
interpretación del material suministrado no moviliza ni parece hacer
impresión en el paciente, o cuando las resistencias y defensas son tales que
no permiten la emergencia de material, y sólo entonces.

El psicodrama vendría a ser un recurso técnico para forzar ese material


reprimido a surgir, u obligar al paciente, interpretando su material de modo
más activo y menos privado (en grupo de alguna manera), a acusar el impacto
movilizador de su elaboración interpretativa.

Otra técnica activa, nada perturbadora de la genuinidad del material y de las


reacciones del paciente, y sí muy estimulante para que ese material y esas
reacciones críticas acaben de producirse, es la de asunción del cuerpo, con
diversos enfoques.

Si la transferencia permite revivir y analizar relaciones y situaciones afectivas


que ya no están presentes ni se dispone de ellas, pero que pueden
artificialmente reavivarse en la relación analítica (sin que sean de temer
deformaciones), resulta mucho más inmediato y sencillo el análisis de la
actitud y los afectos acerca de sí mismo en sus aspectos más concretos,
animales, vegetativos, figurativos y materiales, puesto que se dispone, de
presente, del propio cuerpo.

Hay casos, psicóticos, de tal desorganización de la personalidad, que resulta


urgente comenzar por organizaría mínimamente, meta que no puede lograrse
más fácilmente que mediante la percepción, la vivenciación, la articulación y
la asunción del esquema corporal, como ha probado suficientemente Gisela
Pankow con sus esquizofrénicas (cfr. Dynamische Strukturierung der
Psychosen, Berna, Huber, 1957), a quienes ayudó a articular su personalidad
a base de asumir su esquema corporal ante el espejo, o mediante el dibujo del
mismo o los intentos (muchas veces fallidos) de modelarlo en plastilina (unas
enfermas no podían modelar la cabeza, o las extremidades, o el pecho, o el
abdomen).

Dada la parcialización de los procesos en las personalidades psicóticas y


neuróticas, habrá de asumirse lo corporal desde diversos enfoques exclusivos,
alternantes o sucesivos, según lo requiera el caso; asumir lo corporal (o la
propia realidad corporal) puede, según los casos, significar:
Asumir la figura (devaluada) o el aspecto físico.
Asumir la carne y la materialidad (hay muchos pacientes cuya represión
se traduce en una tendencia a negar la carne como tal realidad propia, y
esto sorprendentemente aunque su ideología sea materialista).
Asumir la vegetatividad y los aspectos más bioquímicos de su
personalidad, como la digestión, la circulación, el metabolismo, etc.
Asumir las dimensiones, que ya sean reducidas, ya ligeramente por
encima de lo normal suelen fundar intensos afectos de autorrechazo.
Asumir el esquema corporal, como organización dinámica, proyectiva y
dispositiva de las posibilidades físicas, locomotivas y mostrativas del
paciente.
Asumir algunas zonas del cuerpo, como el rostro, el tórax o la zona
genital (o la anal). Y dentro del rostro, tal vez algunas facciones.

Asumir significa hacerse cargo de algo, caer en la cuenta de que se posee o de


que se dispone de ello (como por insight) y, al mismo tiempo, aceptarlo y
sentirlo, como propio y constitutivo, afectivamente, a ser posible, para, en
adelante, contar con ello y concebirse como constituido, en parte, por ello.

Lo perturbador, lo que obliga a vivir esa dimensión o componente a medias, e


induce a ese empeñarse en existir «como si» (ais ob), que según Adler sería
lo esencial de la actitud neurótica del carácter, es el rechazo de algo que, a
pesar de todo, se posee o se es (la carne, la figura, el esquema, la animalidad,
las dimensiones o el sexo: masculino, femenino o simple genitalidad). Y tal
rechazo es la consecuencia más inmediata (casi su constitutivo formal), y más
influyente, de cualquier «represión» educacional, sobre todo de la sexual, que
puede traducirse como rechazo del sexo, pero también, más solapadamente,
como rechazo de la carne, de la vegetatividad, de la figura, o del éxito y la
independencia adulta.

Por eso, no pocas veces se hace necesario superar tal represión y tal rechazo,
asociado a ella, mediante una toma directa en consideración de eso mismo
simbólicamente rechazado, lo cual no pertenece al pasado, sino que está ahí,
formando parte del paciente en su mismidad.

El procedimiento es el mismo que el de la sofronización que describíamos en


la nota 95: ir sofrónicamente invistiendo de significado y de valor, dándole el
calificativo adecuado, a la carne, a la figura, a las dimensiones o alguna zona
del cuerpo, o simplemente considerando todo esto ante el espejo con toda la
objetividad, la frialdad y la positividad necesarias, para despojar su vista o su
concienciación del afecto negativo, del rechazo y hasta del horror infantil,
que suscitaba en el sujeto.

La mujer necesita no pocas veces asumir positivamente su genitalidad


femenina (pechos, ovarios, útero y vagina) como un aparato muy rico, muy
complejo, muy lleno de virtualidades y que ocupa una gran parte del cuerpo,
y no como esa «carencia de pene» simplista, o «vacío» vaginal, que
corresponde a una manera totalmente infantil y primitiva de considerar el
sexo. Pero también el varón: algunos han prorrumpido en gritos de rechazo,
exclamando que no querían tener sexo o pene, que querían arrancárselo
porque era «feo» o porque lo vivían como «fuente de pecado»... Y es que el
genital se halla generalmente sobredeterminado de manera simbólica y
emocional, y, por lo tanto, devaluado, tanto en el varón como en la hembra.
Por eso se hace con frecuencia necesaria su asunción consciente y afectiva.

Si se logra superar este rechazo (hay casos que han necesitado meses de
sofronización hasta avenirse con su sexo o con su falo y que, tras un rechazo
totaldel mismo, han pasado una temporada en que siempre replicaban con
ironía: «Como usted lo dice así..., como a usted le parece..., ya que usted lo
supone... lo acepto, no lo rechazo, o no me parece tan mal...», hasta llegar a
sentirlo mucho después como algo positivo y ciertamente valioso), hay que
pasar a investirlo axial y emocionalmente de valor positivo y explotar su
poder de simbolizar (el falo sobre todo) la personalidad, la energía, la
productividad, la agresividad, la plenitud, la fecundidad, la penetratividad en
el mundo y en el futuro, y otros rasgos valiosos de la virilidad; en la mujer ha
de significar emocionalmente su sexo la creatividad, la maternidad, la
feminidad, la capacidad de entrega y de relación profunda y gratificante, y su
destino biológico como hembra, que no es nada «inferior» ni despreciable.

Pero lo mismo puede decirse de cualquier otra parte o aspecto del cuerpo en
cuanto propio, parte constitutiva de la persona e instrumento de su
realización.

Otra técnica activa es la ejecución de actos simbólicos tabuizados, que es la


más estudiada por Ferenczi y a este autor nos remitimos, además de lo ya
dicho en la nota 94. E igualmente la lucha para aquellos que adolecen de una
represión específica de la agresividad y, sobre todo, la lucha contra el padre
simbólico, en casos de excesiva sumisión a figuras paternas y de fuerte
Super-Yo introyectado del padre.

También puede considerarse como un grupo de técnicas activas la


estimulación de las proyecciones, con ayuda de objetos materiales, adecuados
para suscitarlas:

Fotografías con personas, escenas u objetos sobredeterminados (como


en el TAT).
Asistencia a proyección de filmes de tema o de escenas relacionadas con
el caso.
Manejo o juego con muñecos o marionetas típicas (desde la
significación que se les da, hasta las explosiones de miedo, de ira o de
cariño que suscitan, todo ello es movilizador), o de objetos infantiles:
chupete, orinal, sonajero...
Visita al escenario de la infancia y a sus diversas partes, cuando todo
ello existe todavía y hace tiempo que se abandonó (la «tierra natal»: un
caso difícil terminó con una serie de sueños numinosos a raíz de una
visita al pueblo y sus alrededores).

Un tipo de técnica activa complementaria (como la mayoría) y que, según la


personalidad y el tipo de perturbación del paciente, puede producir efectos
activadores y desbloqueadores o dejarle indiferente, es la de convenir con él
que se va a tratar por ambas partes (paciente y terapeuta) de fijar la mirada, lo
más francamente posible, cada uno en los ojos del otro para intentar llegar a
una comunicación metaverbal e inmediata, capaz de superar las resistencias
que de parte de la verbalización pudieran surgir.

La oportunidad de proponer esta técnica se ofrece cuando el paciente se queja


de dificultades de expresión, de bloqueos en la comunicación, de falta de
confianza, de reservas, etc. Ya el mero hecho de proponerla puede
suministrar material analítico. Sólo estaría contraindicada si el proponerla, o
su ejecución, pudiera suscitar sospechas en el paciente de tratarse de un
intento de seducción o de aproximación erótica (hetero- u homosexual, según
el sexo del paciente).

Y aun entonces, el hecho de que el paciente imprima a esa propuesta un matiz


erótico ya constituye material analítico de primera clase, que sirve para
investigar el tipo de proyecciones y de deseos reprimidos que el paciente
abriga respecto del analista; pues naturalmente, y sobre todo si paciente y
analista son del mismo sexo, no hay demasiadas razones, o ninguna, para que
un intento de franqueamiento comunicacional —a estos niveles de intimidad
y de ausencia de convencionalismo de la terapia— haya de suscitar tales
sospechas y haya de hallarse erotizado; así que todo temor paranoide de
erotización de la técnica propuesta puede ser considerado como indicio de un
deseo reprimido hacia el analista97.

97Aunque hemos de tematizar el problema en el capítulo sobre la


Transferencia, no podemos dejar de aludir de pasada a una cuestión
que, aunque poco explicitada en la bibliografía al uso, se está
constantemente enredando en la práctica de la mayoría de los
terapeutas, la de una erotización de la relación contratransferencial.

Que la relación transferencial de parte del paciente se erotice es obvio y


hasta conveniente: al fin y al cabo el paciente ha de transferir en el
analista sus actitudes y relaciones infantiles o simplemente anteriores
en el tiempo y en el proceso de su personalidad que tuvo con otras
personas significativas en su entorno familiar (sin distinción de sexo),
así que su relación transferencial puede irse matizando sucesivamente
de deseos de posesión edípica activa y pasiva (respecto del padre), de
búsqueda de apoyo paterno o fraterno y hasta de cariños heterosexuales
(independientemente del sexo del analista, que es lo sorprendente de la
transferencia analítica). De modo que un cariño intenso hacia el
analista, incluso matizado de verdadero erotismo, no es índice en
absoluto de tendencias homosexuales en el paciente; simplemente, en
ese momento, está percibiendo en él, no a la persona real con su sexo y
su edad determinados, sino a la imago o fantasma interno, tal vez
dotado del sexo opuesto al del analista, que entonces le viene
transferido y con el cual se puede establecer la relación emocional
adecuada, no a la persona concreta del analista, sino a la imago de que
se ha hecho portador.

Y si se advirtiera una tendencia erótica hacia una imago viril (siendo el


paciente masculino), tampoco esto sería sin más índice de
homosexualidad, aunque la tendencia en sí haya de calificarse de
«homosexual», pues si la imago transferida es la del padre y el padre
captado en la primera infancia (hasta los seis años de edad), se trataría
de una relación edípica pasiva infantil que es general y normal en todo
niño a esas edades. Tendencia que a lo mejor quedó frustrada entonces
y que es necesario reactualizar.

Lo que ya no suele producirse es una erotización contratransferencial,


es decir, de parte del analista, pero que, sin embargo, es perfectamente
posible y hasta lógico que alguna vez se produzca (sobre todo si el
paciente es de sexo distinto).

En tal caso, además de la ética profesional, según la cual no debe ni


tiene derecho alguno a explotar la situación en beneficio propio, fuera
de la intención terápica (y mucho más si es en contra de la cura), que
llegaría hasta la injusticia, pues recibe honorarios para curar
exclusivamente y está obligado en justicia a ello, y constituiría un acting
out del terapeuta desviado e inmetódico; además de la ética deberían
oponerse a ello el interés profesional y científico por el caso y la misma
capacidad de autocontrol que una personalidad bien integrada por su
psicoanálisis previo debe ya poseer.

Una personalidad centrada, integrada, equilibrada y psicoanalizada


puede y debe dirigir y controlar tan eficazmente todos sus
comportamientos que se pueda considerar prácticamente incapaz de
acting out. Podrá, como es lógico al descender a las profundidades de
intimidad que la terapia exige, advertir en sí toda clase de sentimientos,
de apetitos, de gustos y deseos imaginables, pues todo ello se produce
automáticamente en presencia de estímulos determinados y él no puede
evitarlos, pero también ha de poder evitar —sin «reprimirse»
irracionalmente— todos aquellos actos o exteriorizaciones de sus
deseos que no convengan al método terápico (y aprovecharse de la
relación terápica para satisfacer tales deseos personales y subjetivos
está muy claro que no conviene al método terápico).

En caso extremo ha de poder, pues ha aprendido a controlarse, aplazar


su satisfacción hasta el final de las sesiones para luego buscar sus
satisfacciones subjetivas y personales con personas distintas de sus
pacientes, con las que no quepa ya abuso de confianza, tergiversación
de las relaciones transferenciales, acting out e incidencia perturbadora
del proceso terápico (y, por lo tanto, injusticia grave).

Lo que parece inviable, tratándose de una personalidad psicoanalizada


y, por lo tanto, dueña de sí y de sus tendencias afectivas, es el caer
cortocircuitadamente en la trampa ocasional del momento y hacer caer
en ella al paciente. Esto sería la negación formal de sus capacidades
profesionales como psicoterapeuta de orientación analítica.

Precisamente porque las relaciones transferenciales son tan íntimas y se


prestan a la suscitación de tales deseos libidinales y hasta libidinosos
(erotización), constituye un requisito muy propio de la capacidad
profesional del analista el no hallarse desprevenido frente a los
estímulos erotizantes de la situación y ser capaz de controlar, sublimar
y desviar aplazativamente la respuesta a ellos fuera del área profesional
y de la relación con la paciente.

Por lo demás, el carácter científico que su actividad ha de tener debiera


constituir ya un control y un amortiguador de los impulsos eróticos,
pues no ha de dejar nunca estrecharse el campo de su consciencia hasta
el punto de no ver en la paciente sino a una hembra y no un caso clínico
con toda su complejidad de datos. Es como si un zoólogo se dejase
dominar por el «asco» a los «bichos» cuando captura o disecciona un
insecto, o un químico por el «miedo» a la «contaminación» cuando
produce determinados gases en su laboratorio...

Y, tanto para el paciente como para el terapeuta, debe valer la práctica


ortodoxa conocida por el nombre de «regla de la abstinencia» (es decir,
de la abstinencia del cumplimiento real de los deseos dentro del proceso
y de las sesiones), precisamente para fomentar la activación y el alza de
potencial de la libido, que quedaría entrópicamente estatificada de
hallar una satisfacción cortocircuitada en el ámbito irreal todavía de
las sesiones (pero que debe constituir una mediación hacia la verdadera
realidad del mundo del paciente).

Esta técnica estaría a priori contraindicada en el caso de personalidades


histéricas o histeroides de ambos sexos, pues tales pacientes no sólo van a
erotizar o proyectar intenciones eróticas en ella, sino que van a interpretar el
hecho de proponérsela como un caer en su trampa para hacer entrar en sus
juegos insinuantes y captativos al terapeuta.

Tal técnica ofrece, aparte de todo esto, las siguientes ventajas:

Produce una situación enteramente insólita (y para muchos nunca


experimentada) en las relaciones sociales interpersonales, para la cual
puede el paciente no disponer de defensas de ninguna clase, es decir,
una situación que le coja totalmente desprevenido en sus estrategias de
comunicación.
La mirada del analista se convierte también en una pantalla sobre la que
el paciente proyecta contenidos reprimidos (como es el caso en
cualquier test proyectivo), que luego sirven de material de análisis
simbólico o anamnésico98.
La mirada del analista moviliza fuerzas y afectos inconscientes,
positivos o negativos, y llega a producir somatizaciones fuertes, que
igualmente vienen a ser analizadas en su significatividad99.
O, por el contrario, experimenta el paciente tal rechazo a la mirada que
no puede mantenerla, ríe, desvía los ojos continuamente o se siente
desconcertado: ahí, puede decirse, existe un reducto de personalidad que
se defiende encarnizadamente frente al analista, ya por lo que éste
supone de solicitación a la comunicación, o a la liberación, ya por que
represente el «Principio de Realidad» para el Icsc. del paciente, ya
porque las barreras protectoras de un yo débil sean demasiado poderosas
y demasiado queridas, de modo que el violentarlas de modo tan directo
produzca una conmoción defensiva en toda línea. En este caso, podría
resultar contraindicado.
Finalmente, este forzar la comunicación puede eliminar esas mismas
barreras, cuando no sean demasiado fuertes, y entonces el empleo de
esta técnica resultará muy indicado y ahorrará bastantes meses de
sesiones infructuosas.

98 La paciente de un colega nuestro, la primera vez que se miraron


francamente a los ojos, vio desfilar, proyectados en los ojos del
analista, todos los ojos de las parejas que sucesivamente había ido
teniendo, sólo que a la inversa, para terminar en los de su padre: la
vinculación de su vida amorosa con el padre quedaba así demostrada a
sus propios ojos.

Un paciente nuestro, en cambio, electricista de profesión (o sea, poco


cultivado intelectualmente y nada sofisticado) nos veía tomar poco a
poco una apariencia monstruosa y terrorífica, hasta sentir verdadero
miedo real. Él mismo solía soñar frecuentemente con monstruos y
fieras. Era su Icsc. el que se proyectaba y emergía en su terribilidad,
gracias a la mirada.

99 Un paciente, psicólogo de profesión y bastante reprimido por su


educación familiar y, ulteriormente, en un seminario, que llevaba ya
varias sesiones anodinas en medio de una cierta indiferencia y frialdad,
le sometimos a esta prueba y, primero, empezó a reír nerviosamente,
luego cambio visiblemente de color y se puso verdoso, como bajo la
acción de un fuerte mareo o de un padecimiento hepático (en cuestión
de segundos) y empezó a agitarse. Cesamos y analizamos esta reacción
tan extraña. Del análisis resultó la concienciación de la movilización de
un deseo homosexual hacia nosotros, totalmente insólito en él que no
había nunca presentado el menor rasgo de este tipo en su personalidad,
y, por ello, se explicaba la violencia producida por el emerger de un
tipo tal de deseos.

Finalmente, prosiguiendo el análisis acabamos concienciando la etapa


del «Edipo pasivo» con el padre, que había quedado algo frustrada: la
frialdad e indiferencia que había paralizado el proceso analítico
resultaba haber constituido una defensa contra un componente
homosexual muy larvado que, procediendo de aquella etapa no
suficientemente resuelta, corría peligro de emerger si la relación
transferencial avanzaba, como es lógico.

El desbloqueo de este componente (toda personalidad humana lo tiene o


puede tenerlo y movilizarlo) hizo que el proceso fluyese rápidamene
hacia su final.

En general, el tema del padre no deja nunca indiferentes a los pacientes


masculinos (a los femeninos por supuesto) y su mención constituye un
punto clave en el proceso. Tales mecanismos, aquí en juego, lo hemos
estudiado más detenidamente en Raíces del conflicto sexual (Madrid,
Guadiana, 1976).

Como en todas las demás técnicas, ha de administrarse prudentemente la


frecuencia de su aplicación, de modo que no derive abusivamente hacia otros
fines ni se convierta en rutina, pues es lo nuevo e inesperado lo que resulta
movilizador, ya que lo consabido y usado puede haber orientado las
estrategias defensivas del paciente en su constante «fagocitar» los mensajes
movilizadores, que el Icsc. recibe.

De parte del analista se exige, al aplicar esta técnica, que su mirada sea
franca, abierta, limpia o neutra (hay personalidades que no poseen tal modo
de mirar, y en ese caso más vale que se abstengan, pues no pueden crear sino
resistencias suplementarias en el paciente, ya que éste puede sospechar
segundas intenciones en el analista, o no se puede proyectar libremente sobre
ese modo de mirar, o intuye detrás de esa mirada una personalidad de poco
fiar, lo cual malograría, quizá definitivamente, la transferencia positiva) y que
en su mirar exprese todo el interés (y el desinterés propio) que siente por el
caso que trata, su disponibilidad y su sinceridad. Por supuesto, ha de hallarse
lejos de la intención del analista toda intención siquiera remota de
sugestionar, que impediría la dinámica libremente proyectiva que se pretende
desencadenar con esta técnica, y su incidencia impurificaría y hasta
entorpecería la eficacia dialytica.
6. ESTRATEGIAS ACTIVADORAS
Los registros afectivos: capacidad de empatía, injerto de personalidad,
proyecciones transferenciales y afectividad dialogante subconsciente hemos
de tratarlos, más sistemáticamente y en su lugar, en el capítulo siguiente
dedicado a la Transferencia. Para terminar este capítulo trataremos,
finalmente, de la alternancia de roles, de las regresiones y de las estrategias
en la conducción del proceso: control de fases (ya tratado en parte en el
capítulo 3), dosificación de contrastes y de interpretaciones y variación de
áreas temáticas.

No pocos analistas resultan menos eficaces (hasta prolongarse los procesos


terápicos dirigidos por ellos durante años, cosa que no sucedía cuando eran
Freud, Ferenczi, Adler o Jung en persona quienes los dirigían)100, porque una
interpretación demasiado servil del principio de abstinencia les convierte en
espectadores totalmente pasivos y silenciosos del caso, de las reacciones y
del discurso que se extiende sobre el diván ante su atención (no demasiado
notante, sino excesivamente polarizada hacia unos esquemas, unas
situaciones infantiles, unos traumas o un tipo de relaciones parentofiliales,
que han de ser confirmadas a toda costa por lo que el paciente exponga).

100 Lo peor no es que esto se haya producido en la historia del


Psicoanálisis, sino que ya los psicoanalistas y autores actuales lo
aceptan como una necesidad y todo análisis que dure menos de cinco
años resulta sospechoso de inautenticidad. Pero se ha tematizado, en
congresos y en la bibliografía, el fenómeno de que las terapias «cada
vez duran más» en contraste con los tiempos de Freud. Nos
atreveríamos a añadir que, además de «durar más», resultan en
demasiados casos «menos eficaces»..., como ya hemos comentado en
otro lugar. Todo ello se debe, y no puede ser de otro modo, a la
comercialización de este tipo de terapia que no podía ni comercializarse
ni masificarse, sino que, en virtud de la naturaleza de la transferencia,
exige una entrega y una atención intensa a cada caso y paciente y una
capacidad de improvisación de modelos y estrategias no consabidos,
extraídos del material concreto de cada uno. Y es esto lo que cada vez
se practica menos.
Por lo que se deduce de sus historiales clínicos, así no se comportaron los
clásicos del psicoanálisis; no es que intervinieran en el caso de modo
dirigista, ni dialogalmente diesen doctrina y consejos a sus pacientes, pero su
genio terápico les llevaba a ejercer un influjo movilizador subconsciente
sobre el paciente y a desplegar una estrategia difusa de manejo de las
situaciones para hacerle reaccionar y movilizarse. Estos registros son los que
pretendemos tematizar y positivar sistemáticamente en este capítulo, porque
existen, exigen ser activados y son un poderoso aliado transferencial contra la
instalación en las resistencias.

Podríamos decir que la marcha normal del proceso, no estancado, y una vez
establecida una buena transferencia, procede por un juego de roles alternantes
(proyectados por el paciente sobre el terapeuta y sobre sí mismo), un proceso
regresivo suplementario, una sucesión de fases (que hay que controlar), un ir
compulsando diversas áreas temáticas, discreta y alternantemente, y un
provocar contrastes emocionales e intencionales, dosificando tácticamente las
interpretaciones del material que en todo ello aparece.

Así y sólo así es como el proceso terápico marcha; y no es dirigismo, ni


incidencia perturbadora e inductora de elementos extraños en la pureza del
material analítico, el controlar, el impulsar y el evitar los estancamientos
resistentivos, manteniendo en actividad los registros que objetivamente
ofrece la personalidad y la dinámica del proceso, sino que todo ello significa
servirse de los recursos que espontáneamente posee la personalidad y
funcionan en el proceso, evitando precisamente su paralización y la
incidencia de elementos defensivos en su buena marcha (siempre que no se
dé contenido propio del analista, motivaciones y consejos al paciente, cosa
que aun ateniéndose estrictamente al principio de abstinencia no siempre se
logra)101.

101 Precisamente, uno de los efectos más frencuentes e inmediatos de la


mayoría de los tratamientos psicoanalíticos lo constituye la
perturbación de la cosmovisión y de la conciencia moral del paciente, lo
cual es a todas luces una incidencia de la cosmovisión del analista
sobre los contenidos personales del paciente. Para ello basta con dos
tipos de comportamiento del terapeuta: uno, el ortodoxo, que consiste
en ironizar levemente, mediante expresiones de la vista, de la voz o del
gesto simplemente, aquellos puntos del discurso del paciente que hacen
referencia a sus ideas éticas, religiosas o sociales (en general, a
cuestiones de contenido). Se confunde el «Super-Yo» represivo y su
desmontaje —en cuanto represivo— con esas otras cuestiones de
contenido, cuando no es éste, sino el modo como éste se vivencie y se
realice o incida en los procesos vitales, lo que ha de ser influido y
trasformado por el análisis.

Hay que reconocer que la distinción entre el contenido y el modo de


vivirlo es difícil en muchos casos, pero es muy necesario hacerla, pues
de lo contrario se convierte el psicoanálisis en puro adoctrinamiento
dirigista, lo mismo que cuando se aconseja al paciente practicar, en su
vida real, una actividad sexual indiscriminada o decidirse a abandonar
el hogar conyugal y a tomar otras determinaciones irreversibles. Es
paradójico que, a veces, la pasividad del analista únicamente se rompe
para influir de este modo (determinante, extranalítico y dirigista) en el
caso.

Otro tipo de comportamiento es el políticamente comprometido, cuando


por principio y desde concepciones que nada tienen que ver con el
psicoanálisis y sí con una ideología determinada o con autores
contraculturales, se sigue más conscientemente todavía un
procedimiento análogo inicial de crítica de valores burgueses.
Evidentemente se trata de un acting out político del analista que se
convierte automáticamente en un propagandista político o ideológico,
es decir, en lo contrario de un psicoanalista y de un terapeuta. Si esta
crítica se hace todavía prematuramente y fuera de sazón, puede
conducir a la esquizofrenia y al suicidio del paciente, como ya ha
sucedido bajo la dirección de psicoanalistas muy prestigiosos.

En estos puntos es donde la neutralidad y hasta la pasividad ha de


cuidarse especialmente, mientras que en el control y activación de
resortes intrínsecos a la personalidad y al proceso puede el analista
permitirse una mayor actividad formal y funcional (nunca de contenido
o que afecte a esta esfera).

Sobre esta problemática y para su ampliación puede consultarse la


monografía que hemos dedicado especialmente a ello: Libido, terapia y
ética, Estella, Verbo, 1974, y el capítulo 5, págs. 116 y siguientes de
Terapia, lenguaje y sueño.

Junto con el principio de abstinencia hay que hacer resaltar, sobre todo a
propósito de las técnicas activas, el que podríamos denominar principio de
distancia simbólica, fundamento del de abstinencia, y según el cual toda
actividad o comportamiento activador dentro de la terapia puede ser eficaz y
no perturbador sólo si mantiene claramente su naturaleza o carácter
simbólicos; y deja de serlo (y se convierte en perturbador, hasta hacer
imposible la prosecución eficaz del análisis con un determinado analista), si
esa distancia simbólica se anula y la actividad pasa a convertirse en una
implicación del analista en la vida real del paciente con consecuencias
extranalíticas (como sería el caso de emplear al paciente en la oficina del
terapeuta y establecer así una relación laboral extranalítica, o de convertir la
contratransferencia en relación sentimental y en adulterio).

Puede haber, por ejemplo, ciertas muestras de afecto que pueden resultar
eficaces con un paciente heterosexual (por vivirlas éste inequívocamente
como símbolos de atención paterna o parental), pero que sean totalmente
contraindicadas si se trata de una persona del otro sexo (sobre todo una
histérica) o de un homosexual, pues éste tendería espontánea y casi
invenciblemente a interpretarlas como complicidad homosexual, como un
entrar en su juego neurótico y un caer, el analista, automáticamente de su
posición terápica, al suponerlas avances extrana-líticos de una posible
vinculación homoerótica.

Por eso no puede ser terapeuta de un paciente determinado alguien, por muy
experto que sea, que se encuentre vinculado a él por razones de parentesco,
de colaboración profesional o de amor. La distancia entre ambos sería
demasiado reducida para que el carácter y la eficacia simbólica de la relación
transferencial, de la comunicación y de sus vicisitudes pudieran mantenerse.

Lo que precisamente cura no son los acontecimientos reales que sucedan en


la vida cotidiana del paciente, sino la trasposición a registros simbólicos en
estado puro (y no imbricado con la realidad) de las tendencias y reacciones
del paciente y de los estímulos que le solicitan. Tal descongestión de
presiones reales (que, en virtud del miedo neurótico fundamental, movilizan
las defensas del carácter, paralizan o crispan los afectos y perturban
obnubiladoramente los estados interiores y el estar-en-realidad del sujeto)
hace posibles una lucidez progresiva y una presencia de ánimo o
serenamiento afectivo que permiten ya concienciar, asumir y translaborar
(durcharbeiten, working through) los traumas, las asociaciones fijativas y los
desplazamientos libidinales que se hallaban en la base de la perturbación.

Por eso resulta ineficaz y aun contraproducente lo que algunos psiquíatras y


psicoterapeutas aconsejan a pacientes reprimidos —coitar en las condiciones
que sea, incluso con una prostituta; o, si se trata de un homosexual,
condescender con sus inclinaciones y buscar una relación de este tipo—; más
bien, lo que sucede es que aumenta la angustia y, si el coito se llegase a
frustrar por las inhibiciones de la erección o del orgasmo que en las
condiciones psíquicas del paciente pueden producirse, todavía empeoraría su
estado depresivo, autodevaluativo o de ansiedad.

No es la actuación externa (el acting en definitiva), sino la asunción


concienciativa e impregnativa del inconsciente, lo que hace posible la acción
sin impedimentos y, en tanto no convenga o no se desee actuar, el estado de
ánimo entonado y dispuesto, el control positivo de las propias energías y la
disponibilidad elástica de sí mismo, conforme a situaciones, conveniencias y
deseos.

Lo que bloquea al paciente e impide el libre juego de las energías básicas en


orden a una práctica adecuada al «principio de realidad» no son las relaciones
reales que mantenga con las circunstancias y objetos de su entorno, sino
precisamente las relaciones simbólicas que mantiene con unos objetos
también simbólicamente investidos, y es en este terreno donde ha de reñirse
la batalla de la aceptación de la realidad y de sí mismo. Esto, naturalmente,
sería el caso límite de una psicosis; cuando se trata de neurosis son sólo
algunos objetos los simbólicamente investidos y sólo algunas relaciones de
carácter simbólico las mantenidas con la realidad, pero los afectos surgidos
de éstas se generalizan (angustia, fijación, temor, deseo) y perturban
igualmente la dinámica práctica de la personalidad, aunque no lleguen a
deformar su mundo.

El Inconsciente no procede por saltos ni simplificaciones e, incluso para que


reciba el mensaje que se le dirige, ha de ir éste articulado y organizado
conforme al encadenamiento semántico concreto que su contenido presenta
en él 102; y mucho más exigirá que se den todos y cada uno de los pasos que
intervinieron en la malformación libidinal y de sus relaciones con el principio
de realidad; y como el origen no fue real, sino simbólico y además, en la
mayoría de los casos, no versó acerca de lo que actualmente se niega o se le
resiste al paciente, sino de otro objeto más primario que quedó reprimido, y
cuya significación, y el afecto unido a ésta, se desplazó hacia otros objetos (la
vida sexual, las personas del otro sexo, los jefes, el éxito, el dinero o las
posesiones, objetos que evidentemente carecían de relieve para el niño de
corta edad), es perfectamente lógico y natural que la actividad curativa haya
de operar sobre la esfera de los símbolos (asociados a los «objetos internos»),
que son el elemento verdaderamente perturbador, y no sobre la de las
realidades hacia las cuales, tardíamente, se desplazó el afecto o el significado
proyectado sobre ellas por los símbolos.

102 Cuenta Fenichel que estando perfectamente claro en los sueños,


fantasías y actos fallidos de un paciente el deseo de asesinar al analista,
le costó semanas hacérselo comprender y concienciar, pues él recurría
simplemente a decirle: «usted quiere matarme», con lo cual daba un
salto semántico y este mensaje no encajaba en la muesca de engranaje
que el Inconsciente ofrecía para recibirlo, sino que había que
articularlo de la siguiente forma (y cuando, tras diversas tentativas,
acertó a articularlo así, el mensaje fue inmediatamente recibido y
acusado por el Inconsciente del paciente): «usted se bloquea al hablar
porque teme que al liberar impulsos, verbalizándolos, se suelte ése que
está usted reprimiendo que es el deseo de matarme».

Ahora bien, esto supuesto, se comprende perfectamente el papel y la


necesidad del juego transferencial de roles alternantes y de las regresiones
recuperativas: el analista ha de ser la pantalla viva sobre la que se proyecten
los fantasmas infantiles, temidos o deseados, y ha de «soportar» (¡sin
implicarse!) la agresividad, el miedo, el resentimiento, el cariño, el deseo o la
admiración que aquellos mismos fantasmas despertaban. Sólo esto frenará el
bloqueo emocional producido por la fijación infantil en estos fantasmas y
hará posible la dinamicidad y hasta la aceleración del proceso, siempre que se
mantengan los principios de la abstinencia y de la distancia simbólica (nada
rebaja más al analista en el sentimiento y a los ojos del paciente, hasta hacerle
inservible, que ver su entrada en el juego simbólico que éste monta y su caída
en las trampas veleidosas que le tiende).

Y téngase en cuenta, para comprender la importancia de la dinámica de los


roles alternantes soportados, que lo principal en la diálysis no es la
interpretación, más o menos afortunada, de los sueños, las fantasías y los
recuerdos, sino la objetivación analítica y concienciativa de todos aquellos
elementos simbólicos y fantasmáticos que han quedado como huella fijativa
de unas figuras parentales (o de partes de ellas: pechos, vagina, pene, en
forma de «objetos internos») o de sus circunstancias. La interpretación es
sólo un medio de digerir y concienciar el influjo que todavía ejercen sobre los
niveles profundos esas figuras arcaicas y las relaciones no resueltas que
antaño se establecieron con ellas.

Pero esta labor analítica (en orden a su dialyzación) no puede realizarse de no


hacer emerger, desde el fondo menos consciente de la personalidad neurótica,
esas figuras, las relaciones establecidas con ellas y su modo de incidir en la
afectividad y en la libido del paciente. Y el único modo de conseguir esto es
precisamente su reactualización transferencial en la persona del analista (por
eso el «autoanálisis» es imposible si se toma en sentido estricto) en virtud de
esa cualidad, que de facto se da en la afectividad humana (y sin la cual
resultaría tal vez imposible la diálysis), de la tendencia a la repetitividad de lo
pasado, y, sobre todo, de lo pasado no definitivamente resuelto, sino que ha
dejado un «enganchón» libidinal que «tira» hacia «atrás», en todo o en parte,
las inclinaciones inconscientes, y así perturba la dinámica del proceso de
realización.

En todo sujeto cuya necesidad de amor no ha sido suficientemente


gratificada, viene a decir Freud en sus escritos técnicos, los impulsos
libidinales se despiertan inevitablemente al entrar en contacto con un nuevo
«objeto», el analista, y se produce el fenómeno de la abreacción.

Los impulsos reprimidos se resisten a ser recordados conscientemente, pero


tienden a reproducirse efectiva y activamente, pues, como han observado
perfectamente Ferenczi y Rank en El desarrollo del psicoanálisis, «el análisis
no es un proceso intelectual, sino afectivo» en el que el recuerdo y la
repetición sirven para hacer emerger y reactivar el material libidinal
reprimido (incluso impulsos y deseos que nunca se activaron ni
concienciaron llegan a movilizarse), gracias a la compulsión a la repetición,
que, al producirse con una intensidad gradualmente creciente, moviliza ese
material nunca concienciado. Y esta movilización efectiva (y no mero
recuerdo intelectual) es precisamente la abreacción.

Esta abreacción puede producir tres efectos contraindicados (es decir,


presenta sus ambivalencias); uno es que llegue a ser tan intensa que provoque
un acting out; otro, que adquiera un matiz marcadamente negativo en relación
con el analista, como sucede en las personalidades paranoides (lo más
frecuente es miedo a un afecto homosexual hacia o por parte de él), que haga
cesar toda posibilidad de influjo benéfico y de tratamiento; y el tercero, que
provoque en un analista poco controlado una respuesta contratransferencial
imprudente y activa, que, al implicarle como partenaire en el caso (cuando el
paciente es de distinto sexo al suyo), le haga salir del rol de «analista», con lo
cual también habría terminado ineficazmente el análisis con tal analista.

Sólo un buen análisis de la transferencia iría desligando del analista aquellos


sentimientos hostiles (por parte del paciente) o impulsos eróticos reprimidos,
iría creando la suficiente «distancia simbólica» y haciendo posible el
progreso del proceso terápico hacia ulteriores metas recuperativas.

Reich viene a insistir, desde su punto de vista y con su lenguaje, en lo mismo:


se debe conseguir una «concentración de libido genital en la persona del
analista» (es decir, libido liberada de toda fijación narcisista, agresiva o
pregenital —oral, anal, uretral o fálica—) para permitirle a éste una
«transferencia» ulterior o «transferencia de la transferencia» de esa libido a
su verdadero objeto.

Es como entendía K. Abraham en 1908 la Transferencia: «desplazamiento de


energías instintuales de un objeto a otro», al ser eliminadas las defensas
infantiles (provocadas por el miedo primario). La reversibilidad de las
defensas sería, pues, uno de los postulados fundamentales de la posibilidad
del tratamiento dialytico, y si son reversibles es que habían sido aprendidas
(el «mal aprendizaje» del conductismo), pero aprendidas desde una base
actitudinal infantil, es decir, débil y medrosa.

La «herida narcisista» (Freud) y su «reparación» (mediante la satisfacción del


«deseo de ganarse al padre» y la obtención de una «aprobación» de las
instancias superyoicas: «experiencia emocional correctiva» de Alexander y
French (1946) y reabsorción de las funciones del Super-Yo en el Yo
(Alexander) o nuestra «ética autógena») intervienen en la formación y en la
resolución del transfert, cuya interpretación y elaboración (working through o
Durcharbeitung), así como las de las resistencias que ello ocasiona,
conducirían en definitiva a dar a la experiencia analítica del paciente el
carácter de una «existencia en libertad» (según Lagache).

Pero una «libertad» que en su primera etapa consistiría en la posibilidad de


manifestaciones transferenciales cada vez más regresivas, en virtud de dos
peculiaridades de la libido y de los mecanismos del psiquismo profundo: la
tendencia a regredir ante cada frustración de la demanda de una gratificación
actual (sobre todo si se debe a una pulsión infantil) y el efecto Zigarnik
(1949-1951). De ahí la extraordinaria importancia de aplicar estrictamente el
«principio de la abstinencia».

Freud formaliza la secuencia fijación frustración regresión que juega un papel


fundamental en la relación paciente/terapeuta, el cual viene así
progresivamente asimilado a prototipos preexistentes parentales, pero esta
regresión progresiva conduce práctica y efectivamente a aquel nivel de
desarrollo de la libido infantil en que ésta quedó fijada traumáticamente y
desde el cual, y sólo entonces, se hace recuperable (deshaciéndose el
«enganchón») para ulteriores etapas progresivas (y ya no regresivas).

B. Zigarnik, en su artículo del Zeitschr. für Psychologische Forschung, 9, 1-


85: Das Behalten erledigter und unerledigter Handlungen («La retención de
acciones cumplidas e incumplidas»), formula el principio de que las tareas
sin terminar tienden a ser mejor recordadas y más frecuentemente reanudadas
que las que fueron acabadas en su proceso de ejecución. Este «efecto» o
mecanismo psíquico favorece y provoca los procesos transferenciales y la
reanudación, gracias a ellos y al apoyo que ofrecen al reproducir aquellas
situaciones infantiles en que quedaron inacabadas las acciones e insatisfechas
las pulsiones, de los procesos madurativos de la libido y de la personalidad.

Desde esta base, pueden comprenderse perfectamente los últimos registros


dinamizadores, procesuales y emocionales de la personalidad, cuya
explicación nos competía. Prácticamente, todo cuanto hemos de observar
acerca de la Transferencia incide sobre esas mismas posibilidades de
activación del paciente, mediante tales registros.
Dentro del capítulo de las estrategias activadoras es preciso plantearse la
cuestión, complementaria y hasta correctiva del primer apartado del mismo,
de la falta de comunicación verbal. Puede haber casos, etapas dentro de
algunos casos y sesiones en que, no sólo no haya comunicación verbal ni
pueda haberla, sino que ni siquiera se halle el paciente en disposiciones de
comprender mínimamente las interpretaciones o aclaraciones que se le hacen.
En tales casos, el Psicoanálisis ortodoxo recomienda no intervenir y dejar al
paciente, durante todo el número de sesiones que él quiera, en silencio; la
diálysis monta en estos casos diversas estrategias para aprovechar la dinámica
(aparentemente estática) de esos componentes, casi siempre orales, que
«cierran la boca del paciente».

Cuando la comunicación verbal se bloquea se pueden adoptar cuatro


estrategias diferentes, pero en algún modo complementarias:

a. Mediante intervenciones muy breves, ir reconduciendo al paciente a su


infancia; interpretándole el silencio como una demanda tácita de
determinadas satisfacciones regresivas, o sugiriéndole asociaciones o
recuerdos de situaciones infantiles. Todo ello, sin embargo, cuidando
bien de no darle el problema gratuitamente elaborado (como si se le
diera ya el material catalogado como «fijación edípica» o cosas
parecidas), sino poniéndole en la pista, «lanzándole cabos» literalmente
para que él mismo concluya y caiga en la cuenta; o suministrándole muy
discretamente puntos de referencia y esperando a ver «por dónde sale» y
cómo hacen su efecto esas sugerencias (que han de ser tan ambiguas
como una lámina de TAT o un dibujo de test proyectivo).
b. Crear o evocar situaciones, o juegos de demandas y de respuestas (más o
menos simbólicas), estudiar las reacciones que en ellas se producen y
analizar las estructuras de situación. Pero si se recurre a psicodramatizar
una situación, hay que evitar, para soslayar las posibles resistencias que
ello pudiera despertar, que lo supuesto y psicodramatizado represente de
un modo demasiado directo lo que el paciente reprime, sino que más
bien esta situación artificialmente montada ha de simbolizar lo
reprimido; así podrá ello dialyzarse burlando la censura directa que
provocaba la falta de comunicación verbal.
c. Ceder aparentemente y hacer como que se entra en el juego del paciente
(sobre todo cuando el silencio obedece a demandas tácitas infantiles)
para enfrentarle con las últimas consecuencias de su demanda, que son
siempre absurdas. O sea, exagerar la paradoja latente en toda actitud
regresiva o defensiva infantil. Al verse abocado al absurdo de su actitud
o de su demanda (consecuencia de una actitud), el paciente reacciona.
Así se recoge el componente reprimido o infantil y su demanda
inconsciente; esta captación aceptatoria, por parte de analista, del
componente angustia de momento al paciente, que percibe al analista
momentáneamente como persecutorio, y ello le hace rechazar su propia
demanda. Y es esta ambivalencia de deseo y de rechazo del mismo
deseo lo que le hace al paciente descubrir la paradoja de su estructura
neurótica, y abreaccionar.
d. En quien es muy primario, un refuerzo estimulante de la respuesta (por
la gratificación que produzca) puede también activar el proceso. No
puede determinarse a priori cuál haya de ser este refuerzo; puede
consistir en la aprobación afectiva (infraliminalmente percibida), puede
consistir en palabras optimistas, animosas o de aprobación (con tal que
suenen a sinceras), puede consistir en alguna actitud generalizada del
terapeuta, que cause buena impresión en el paciente, o en una
descongestión interna de tensiones, o en alguna señal simbólica de
aceptación.

Esto puede suponer un peligro, y es que el paciente se habitúe a dar la


sensación de abreaccionar, o a dar la «respuesta» aparentemente debida, para
obtener la gratificación del refuerzo, y que, para ello, dé material ficticio
(amañado por el mismo inconsciente) a gusto del analista (según lo que él
haya podido colegir que merezca mayor aprobación del analista). Si éste es
demasiado ingenuo o demasiado iluso, puede caer en la trampa y, con sus
ulteriores aprobaciones, hacer derivar el proceso por derroteros falsos. Por
esto, resulta indispensable frustrar alguna vez al paciente, e incluso aparentar
indiferencia, o leve desaprobación, hacia lo que en realidad le parezca
positivo. Si ante esta indiferencia o leve desaprobación se observase que el
paciente cambiaba inmediatamente de estrategia y daba otro material (o no
daba ninguno), habría fundamento para sospechar que, en realidad, daba el
material o abreaccionaba con la exclusiva intención táctica de gratificarse con
el refuerzo (y que el material no era auténtico, sino amañado a gusto del
analista).
Por lo demás, hay que decir que el paciente inconscientemente pide y exige
gratificación y aprobación contratransferencial, pero también ilustración de
sus oscuridades y perplejidades y ayuda en su angustia; por lo tanto, el orden
y el ritmo de estas exigencias sucesivas han de dar la pauta al analista para
dosificar la translaboración del material. El «alimento» exigido no ha de
dársele a destiempo y sin que lo pida, no hay que atiborrarle e indigestarle
con interpretaciones y técnicas, sino hacérselas desear y, conforme lo sienta
necesario, es decir, en sazón, írselo dando dosificadamente, y para ello irle
comunicando interpretaciones o movilizándole con técnicas, a su tiempo.
PARTE 3
LA PRÁCTICA
6. TRANSFERENCIA Y
CONTRATRANSFERENCIA
Como una experiencia constante demuestra, la verbalización no produce por
sí misma (de modo inmediato y automático) una modificación efica del
estado de la libido, de la fuerza de las defensas o de los mecanismos
represivos, como algunos principiantes suponen, pero sí constituye la puesta
en marcha (y va jalonando el proceso) de una translaboración lenta de todo
este material reprimido. Translaboración que vaya desgastando las defensas
neuróticas, movilizando y recanalizando las energías básicas y conduciendo a
una aceptación de la realidad (propia, ajena y mundana), a través de
progresos y de retrocesos apoyados en una tensión transferencial.

No es la mera verbalización lo que va produciendo el avance del proceso


terápico, sino la verbalización al hilo de las vicisitudes transferenciales,
recibida por un oyente transferencialmente investido y doblada por una serie
de vivencias regresivas y arcaicas primero, aceptatorias y recuperativas
después («experiencia emocional correctiva» de Alexander y French), que
sólo son posibles si se ha establecido una relación transferencial estable.

La dinámica polivalente y multifuncional de la palabra va produciendo un


efecto retardado (por eso es lento el proceso analítico), de abrir fisuras en la
coraza de defensas, movilizar impulsos, disolver nexos indebidamente
establecidos y producir asunciones concienciativas de dimensiones y de áreas
enteras del mundo o de la personalidad.

Y ello sucede gracias a la eficacia de la palabra en sus funciones de conectar


y establecer una circularidad dialéctica entre recuerdos, asociaciones,
racionalizaciones, emociones, impulsos, deseos, demandas, fantasías y
símbolos, pudiendo hacer de todo ello, interrelacionado, una vivencia actual,
juntamente con una labor impregnativa de estratos cada vez más profundos
del psiquismo inconsciente; y así dota a las cadenas semánticas, allí
cortocircuitadas (y, por lo tanto, «fijadas» a impulsos parciales, a segmentos
conducíales y a modos obsesivos y compulsivos de reaccionar a los
estímulos) de los eslabones perdidos («reprimidos» o «negados»), pero
concienciados y reactualizados por la verbalización y la hermenéutica, únicos
capaces de poner en marcha el proceso evolutivo y madurativo de la
personalidad, al restablecer concienciativamente la serie adecuadamente
ordenada de las experiencias y de las representaciones infantiles (no
dislocada ya por estados emocionales desfavorables y traumáticos).

Sólo meses o años después de haber realizado las primeras verbalizaciones en


situación analítica, apoyando y translaborando, la relación transferencial y
contratransferencial, el efecto de esas verbalizaciones, o provocando otras
que las refuercen, comienza a percibirse el efecto terápico de las mismas,
habiendo tenido que mediar un lento proceso dialéctico de resistencias,
rechazos y relaciones transferenciales negativas, así como de insights,
asunciones, vivenciaciones y relaciones transferenciales positivas. Todo ello
operando sobre el material básico dialytico, antes aludido.

Este material básico y sustancial en la diálysis se podría clasificar también del


siguiente modo:

Pasado en retención (recordado mediante las estrategias y las técnicas


hermenéuticas del análisis, mas no recordable a voluntad).
Símbolos y emociones sobredeterminantes de los mismos.
Masa de deseos, tendencias y demandas inconscientes, proyectivas y
simbólicas del paciente.
Revivenciaciones (de situaciones inconclusas, traumáticas, fijativas o
simplemente determinantes, procedentes de la etapa infantil) gracias a la
relación transferencial.

Y este último punto, así situado sistemáticamente, es al que vamos a dedicar


nuestra atención en este capítulo.

De la adecuada utilización de todo este material, gracias a la palabra y al


apoyo transferencial del analista, resultará la eficacia del tratamiento y el
estado terminal del mismo que se caracterizará por el progreso de los
siguientes factores:

Fluidez libidinal, capaz de empatía y de control.


Integración canalizadora de la misma, en una organicidad personal.
Lucidez objetiva mental.
Libertad elástica y autodispositiva.
Conexión productiva con la realidad («adaptación», «aprendizaje
adecuado»).

Todo esto supuesto —con lo cual hemos trazado el esquema total y


compendiario de la diálysis y la consistencia de la curación analítica—
podemos centrarnos sin lugar a malentendidos, en el estudio del fenómeno
transferencial y contratransferencial.
1. ENFOQUES DE LA TRANSFERENCIA
La transferencia es ante todo un hecho; el primer (y el segundo Freud no
había contado con ella y, cuando advierte que se produce, se siente
desconcertado y la conceptúa como un accidente imprevisto que trastorna la
pretendida asepsia del análisis (hasta el final de su carrera no la valorará
positivamente). Con la contratransferencia le sucede lo mismo, pero nunca
llegará a valorarla positivamente, sino que la mirará con recelo, como un
peligro sin paliativos para el éxito del análisis.

Y este hecho supone que el sujeto humano, al entrar en relación terápica con
otro sujeto humano, ante el cual se ve en la obligación de bajar sus defensas y
de manifestarse radicalmente (aunque de modo progresivo y lento) tal cual él
se siente ser, comienza a proyectar sobre él una serie de elementos
inconscientes arcaicos (es decir, no actuales ni siquiera recientes, y que no
corresponden a cuestiones y situaciones más o menos pragmáticas de su vida
adulta), que venían constituyendo el trasfondo emocional y libidinal, no
resuelto, que inhibía o, de alguna manera, modificaba perturbadoramente la
dinámica adulta de sus energías básicas (libido), de sus relaciones con el
mundo y de la aceptación de sí mismo; con la consiguiente falta de
productividad, o la ansiedad de una presencia social conflictiva.

De no darse este fenómeno transferencial, la terapia psicoanalítica resultaría


imposible, pues la palabra y la comunicación verbal por sí solas serían
ineficaces para movilizar las energías básicas y reajustar asuntivamente las
estructuras de la personalidad. Es, en cambio, el juego de tensiones
transferenciales y contratransferenciales, incontrolables las más de las veces,
lo que dota a la palabra y a la comunicación verbal de su fuerza significante
para los niveles profundos de la vida psíquica inconsciente y determinativa de
los movimientos básicos de la personalidad102bis.

102bis Por eso, quienes desconocen (o no han experimentado


prácticamente) el fenómeno de la transferencia y su eficacia concreta y
movilizatoria, no pueden admitir que un método terápico privado de
fármacos, de instrumentos o de influencias mecánicas graduales, y
controladas experimentalmente, sobre las conductas, sea capaz de
producir modificación alguna real en una personalidad; de ahí que
haya tantos detractores, y que psicólogos de una ideología o de otra
tiendan siempre a salirse de lo estrictamente analítico, verbal y
transferencial para recurrir a estructuras y dinámicas sociales, a
presiones prácticas de carácter conductista, a hipnosis, a sofrología, a
drogas o a dirigismo. Lo más específico y sutil de la base de hecho
(indeducible sistemáticamente) del método analítico (dialytico) les
escapa, como se le escapó al mismo Freud, que originariamente tenía
una concepción distinta de lo que había de constituir la dinámica
vertebral del psicoanálisis, pero que se dejó convencer por la
experiencia de los casos por él tratados (no en los aspectos
contratransferenciales, sin embargo). Sólo después de su muerte se ha
llegado a comprender toda la trascendencia y la multitud de funciones
que el fenómeno transferencial presenta dentro del proceso terápico.

La relación humana que supone la transferencia, dice Glover, y la tolerancia


del analista irán fomentando la activación de mecanismos primitivos y la
abreacción controlada de sus efectos múltiples, pues el paciente llega a
desplazar sobre el analista, no sólo afectos e ideas, sino todo lo que aprendió
u olvidó en el curso total de su desarrollo, con toda la multiplicidad de sus
factores.

La constante (en otros tiempos se habría denominado «ley») que hace posible
la transferencia es la proclividad que presentan las tendencias libidinales de
todo sujeto, cuya necesidad de cariño no fue suficientemente satisfecha en la
primera infancia, a despertar inevitablemente, tan pronto como entra en
comunicación con un nuevo «objeto», el analista. Los impulsos inconscientes
se resisten a ser recordados y más bien tienden a reproducirse activamente,
repitiendo modelos infantiles, con toda la ambivalencia que entonces
presentaban; esta movilización proyectiva permite entonces analizar lo
objetivado por la proyección (es decir, analizar la transferencia), desligar del
analista esos impulsos ambivalentes proyectados sobre él (hostiles y eróticos,
reprimidos) y liberar de ellos al paciente, gracias a ese procedimiento de
objetivación y de disolución analítica de lo proyectado.

La relación humana que supone la transferencia, dice Glover, y la tolerancia


del analista irán fomentando la activación de mecanismos primitivos y la
abreacción controlada de sus efectos múltiples, pues el paciente llega a
desplazar sobre el analista, no sólo afectos e ideas, sino todo lo que aprendió
u olvidó en el curso total de su desarrollo, con toda la multiplicidad de sus
factores.

H. Nunberg, en uno de los trabajos más básicos para el estudio de la


transferencia: Transference and Reality (publicado en el «Internat. Journ. of
Psychoanalysis», 32 (1951) 1-9), afirma igualmente que la compulsión a la
repetición manifiesta la incapacidad del Yo para la abreacción (la cual
anularía, con la movilización libidinal que supone, la vivencia traumática),
mientras que la transferencia vendría a facilitarla, pues es la única fuerza que
neutraliza la atracción del Inconsciente (atracción fijativa y delusional en el
cortocircuito de una repetición compulsiva de actitudes y de reacciones o
demandas infantiles sin salida real).

La transferencia, siempre según Nunberg, al ligar la libido a la persona


concreta, pero fantaseada proyectivamente, del analista, disminuye el poder
traumático de la repetición y abre así la posibilidad de una completa
abreacción liberadora; la vivencia pasiva se trasforma en vivencia activa y la
elaboración del Yo permite el drenaje libidinal hacia el mundo real. Sin
embargo, las vivencias del Yo no llegan a adquirir su entera realidad
orientada de no sancionarlas el Super-Yo, lo cual se consigue mediante la
identificación con el analista (que, como se ve, viene a cumplir por lo menos
esta doble función: primero e inicialmente, la de sustitutivo del objeto
libidinal primitivo; segundo, la de instancia superyoica tolerante).

Inicialmente, la transferencia tiene el carácter de algo apartado de la realidad


(como una experiencia alucinatoria o un ensueño) y dos tipos de efectos,
positivos y negativos, también según Nunberg: el tipo de efectos positivos
puede resumirse en la creación de una atmósfera favorable en las sesiones,
dentro de las cuales el paciente encuentra un campo en el que poder
expresarse libremente, sin temor a ser rechazado, lo cual disminuye y anula el
miedo infantil; y existir amparado por el analista, fantaseado todavía como
omnipotente.

El tipo de efectos negativos estaría constituido por los hábitos de defensa del
Yo (el Yo neurótico es esencialmente defensivo), que también vienen
«transferidos» proyectivamente al analista, constituyendo la llamada
«transferencia narcisista» en la que el Yo se angosta y confina en un mundo
resguardado de los efectos penosos (ansiedad, vergüenza, culpabilidad,
repugnancia...) manifestando hostilidad hacia el analista.

También este tipo de transferencia es eficaz y esperanzador (pues de este


modo se drenan y manifiestan otros mecanismos y fijaciones negativas que
paralizan la dinámica libidinal positiva); pero si la transferencia llegase a ser
exclusivamente negativa, como en las personalidades paranoides con su
temor inconsciente a la persecución homosexual, cesaría toda posibilidad de
influjo terápico y habría que cambiar de analista, si es que ello fuese posible.
Si la transferencia logra ser eficaz, sus efectos positivos inmediatos
consistirían en una reducción de los hábitos de defensa que, al disolverse,
dejarían en libertad a otros hábitos más antiguos y expansivos, al aceptar el
riesgo y el aumento de tensiones (producidas por el temor superyoico al
castigo, que frenó en los orígenes la expansión de aquellos hábitos arcaicos
de búsqueda de gratificación). Este despliegue transforma el campo analítico
y el analista va siendo cada vez menos un objeto peligroso y se va
convirtiendo en un «objeto bueno», que responde a una ampliación del Yo y
de su mundo personal en el paciente103.

103 La transferencia de defensa tiene por finalidad la reducción de las


tensiones al nivel más bajo, que permite la modificación de la
personalidad por disociación (regresión y otros mecanismos). El
paciente, al entrar en relación con el analista, teme inconscientemente
el aumento de la tensión traumática en virtud de los sentimientos
penosos de vergüenza, culpa o ansiedad despertados por el comienzo de
la relación transferencial, pero ésta, al consolidarse, hace aumentar la
tolerancia de las tensiones y permite la disposición de mayores
cantidades de libido, que llega a destruir los hábitos de defensa (que
producían una disociación en los objetos), con la consiguiente
recuperación de objetos no disociados (lo cual puede comenzar por la
percepción misma del analista, verdadero organizador psíquico para el
paciente).

Glover habla de un estado inicial de «transferencias flotantes», hasta


que se produce una estabilización de la transferencia bajo formas cada
vez más regresivas («neurosis de transferencia»), para evolucionar
madurativamente después y, finalmente, disolverse. En algunos
pacientes, la transferencia se mantendría siempre en forma lábil y
difusa, a causa de una incapacidad de catectización.

La transferencia positiva inmediata sería caso raro, y se esconderían


siempre residuos de ansiedad, narcisismo y bloqueo, este último
motivado por una defensa contra los efectos que la relación
transferencial despierta, en los varones sobre todo por el miedo a
experimentar sentimientos homosexuales que corresponderían a la
etapa del Edipo pasivo revivenciada.

Los hábitos de defensa del Yo le parecen a éste perfectamente


«naturales» y «normales» y ha de ser resultado de la técnica del
analista el objetivarlos y hacerlos así sentir como extraños. Podría
decirse que la defensa del Yo deja de ser un fenómeno transferencial,
para hacerse actual, al armarse contra las interpretaciones del analista
o contra esos afectos despertados, inesperados y desazonantes, de los
cuales se hace mantenedor el analista.

Según K. Horney (New Ways of Psychoanalysis, 1939), el paciente no


puede utilizar ya, por causa de la transferencia, sus defensas habituales
y entonces surgen las tendencias reprimidas subyacentes, lo cual
provoca ansiedad y hostilidad defensiva contra el analista. Pero el
análisis puede resultar improductivo si esas motivaciones actuales no
fuesen suficientemente analizadas.

La transferencia puede llegar a producir una distorsión de la percepción,


según otra de las tesis de Nunberg, por proyección en el analista de la imagen
del padre. Esta distorsión produciría una «pérdida de los límites del Yo» y un
«sentimiento oceánico», que despertaría una necesidad compulsiva de
restablecer la identidad de las percepciones (al tener que abandonar el
pensamiento lógico y selectivo, y entregarse a los procesos de libre
asociación, el Yo queda temporalmente debilitado y el proceso primario
sustituye al proceso secundario). Y mientras la compulsión a la repetición
mira hacia el pasado, el proceso transferencial se orienta hacia el futuro: la
compulsión a la repetición se hallaba condicionada por la «congelación» de la
realidad psíquica primaria, y la transferencia trata de recuperar y revivenciar
esas realidades congeladas, hacer que descargue la energía ligada y
reorientarla hacia una realidad nueva.

Mas en estos movimientos regresivos, el analista ha de guardarse de toda


tentación de regredir con el paciente, y mantenerse neutro y distante
(espectador, no co-actor en su proceso). Según Ida Macalpine, el analista ha
de frustrar al paciente en sus demandas reales y obligarle así a ir regrediendo
progresivamente, para recuperar lo «congelado».

La transferencia, al fomentar la instalación del paciente en el análisis y la


regresión a esos niveles primarios y arcaicos, es conceptuada por algunos
como un tipo de «resistencia» (resistencia a abrirse al «Principio de
Realidad»), siguiendo la primera teoría freudiana; pero al ser actualizado el
conflicto inconsciente y poderse movilizar la energía libidinal (abreaccionar)
ya se advierte lo relativo de este carácter resistencial. Desde luego, en la
segunda teoría freudiana, aparece la transferencia como igualmente contraria
a ambos principios «de Realidad» y «de Placer», pero capaz, mediante la
unión de la repetición y del tratamiento progresivo, de reconducir
definitivamente al «Principio de Realidad». Sin embargo, la posibilidad de
este tratamiento progresivo se basa en el postulado de la reversibilidad de las
defensas, fenómeno que se debe a que éstas han sido aprendidas, son un
producto biográfico, que es posible rectificar volviendo regresionalmente a
sus raíces infantiles.

Así, M. Klein sostiene que el origen de la transferencia se halla en los


procesos que en el primer año de vida determinaron las relaciones objetales, y
ello explicaría el polimorfismo y las oscilaciones de la relación transferencial
según una multiplicidad de roles atribuidos al analista (sería un caso
particular de «efecto Zigarnik»). Y no se daría solamente una transferencia de
procesos parciales, sino que situaciones totales de relación objetal serían
transferidas del pasado al presente; por ejemplo, la huida del analista, bajo la
presión de ansiedades precoces ante objetos persecutorios. Pero, mediante el
análisis de tales relaciones transferenciales, puede hacerse disminuir la
disociación entre objetos idealizados y objetos persecutorios hasta que una
síntesis reemplace a la disociación, los aspectos fantasmáticos del objeto
remitan y la fantasía pueda reintegrarse a las actividades del Yo.

E igualmente Ida Macalpine (que se centra en el rechazo de las relaciones


objetales, en su célebre estudio The Development of the Transference,
publicado en 1950 en el «Psychoanalytic Quarterly», vol. 19, núm. 4, págs.
501 y ss.), y supone que la situación analítica reduce el mundo objetal del
paciente regresionalmente, hasta situarle de nuevo en el mundo infantil en el
que el analista se transforma en figura parental y se carga de prestigios
mágicos, mientras que los estímulos externos disminuyen en su efectividad.
Entonces, el paciente empieza a reclamar cariño de la atención simpática del
analista, el cual, al responder con el silencio y dejar aquella demanda sin
satisfacción, provoca sucesivas regresiones a varios niveles del desarrollo
infantil, que así pueden ser revividos, translaborados y recuperados
integrativamente para la personalidad adulta.

La situación de regresividad profunda y de adaptación casi completa al


ambiente infantil es denominada por Macalpine neurosis de transferencia.
Naturalmente, todo lo que en esta primera etapa del proceso analítico tienda a
frenar o a impedir la regresión: actividad, gratificación directa, huida hacia la
curación —ilusión que pueden crear las terapias breves y el «análisis
directo»— son considerados como resistencias a la curación radical, por
impedir la regresión más total hacia las raíces infantiles de la neurosis.

Silverberg abunda, en 1948 (es decir, con anterioridad a la publicación del


estudio de Macalpine) en posiciones análogas a las de ésta: la transferencia se
debería a tres factores: la compulsión del deseo de repetición, la tendencia a
negar existencia al mundo exterior y a las barreras sociales que frustran los
deseos infantiles (frustración que, en virtud del «efecto Zigarnik», produciría
la complusión a la repetición) y el deseo de omnipotencia o dominio mágico
del objeto.

Como se ve, Silverberg enfatiza, como Macalpine, la oposición entre


vivencia transferencial y mundo real, pero, contra lo que podría suponerse,
sostiene que la transferencia positiva no existe, sino que siempre presenta
componentes hostiles hacia el analista, por el inevitable influjo estimulativo
que éste ejerce, siempre perturbador del status quo defensivo de la
personalidad neurótica, y por la ambivalencia incómoda entre la regresión
infantil progresiva que desencadena y el «tirón» hacia el principio de realidad
que ejerce, en un verdadero do ut des104, evitando toda cómoda instalación
regresiva.

104 La dinámica afectiva de la relación transferencial debe ser análoga


a la que se produce entre la madre y el niño: la madre se gana el afecto
y la adhesión fiel del hijo dándole cariño, protección y bienes o
gratificaciones con sinceridad, entrega y auténtico deseo de su
bienestar (y esto despierta en el hijo el afecto, la fidelidad y el deseo de
agradarla), pero también y a cambio exige que el niño secunde sus
deseos, siga sus órdenes y no la disguste con sus arbitrariedades, so
pena de abandono afectivo y de desvío. Es una ambivalencia que se
produce en distinto grado en las demás relaciones interpersonales: se
está dispuesto a dar generosamente en un sentido y a unos niveles, pero
se exige igual comportamiento recíproco de la otra parte interesada en
la relación, si es que ésta ha de mantenerse y no romperse, en otros
sentidos y a otros niveles.

En la relación transferencial sucede lo mismo, sólo que exclusivamente


en interés del paciente (de no ser así, dejaría de ser terápica y analítica
e iría en contra de un mínimo de ética profesional), pero la eficacia del
«tirón» hacia la realidad, que el terapeuta debe realizar, depende del
deseo de conservar su aprobación y su afecto, que el paciente
experimente, gracias a la intensidad de su vinculación transferencial.
De no darse estas condiciones, el paciente jugará con el terapeuta y le
utilizará para gratificar sus fantasías infantiles de protección, de
irresponsabilidad sin tensiones y de cariño real o imaginado, sin
esforzarse lo más mínimo en abandonar su instalación regresiva.

Mientras que la madre y las demás personas que entran en relación


afectiva con un sujeto exigen a cambio del cariño, que le dan, también
cariño, orden, limpieza, fidelidad y ayuda, el analista —en una relación
afectiva mucho más desinteresada— debe exigir del paciente, como
compensación de su afecto y de su dedicación, cariño a si mismo, no
narcisista, sino realista y dinámico, ordenación de sus impulsos y
autoayuda en la realización adecuada de todas sus posibilidades reales
y prácticas, con fidelidad a su propio destino adulto y a las exigencias
objetivas y sociales del principio de realidad.

Es evidente que una desarticulación sistemática tal de la estructura defensiva


de la personalidad del paciente, combinada con la consiguiente activación de
las energías reprimidas o marginadas, ha de resultar penosa e invasiva y
despertar sentimientos de hostilidad más o menos larvada. Ferenczi afirma
que en su experiencia clínica cualquier presión de este tipo, ejercida por
alguna «técnica activa» inventada por él con ocasión del caso, siempre le ha
costado perder a ese primer paciente, con el cual no pudo adoptar las
precauciones convenientes (Cfr. W. V. Silverberg, The Concept of
Transference, «Psych. Quart». (1948), páginas 303 y ss).

Alexander, Fenichel, Bergler y Strachey guardan cierta analogía en sus


posiciones y presentan un enfoque microestructural de la transferencia, que
no se observa en los demás autores comentados, al reparar en aspectos
superyoicos de la misma y en las funciones del Yo ideal.

Alexander, en el Congreso de Salzburg de 1924, fija la meta de la terapia en


la «conversión de la energía ligada en energía libre» mediante una
«transferencia de la función del Super-Yo al Yo» en un proceso que
comenzaría por transferir el conflicto inicial entre el Ello y el Super-Yo a una
relación más o menos tensa y conflictiva entre el Ello y el analista, que, al
elaborar esta relación, iría haciendo asumir al Yo las funciones del Super-Yo
y provocando una internalización de la conciencia ética105. Para ello, el
analista habría de ir invistiendo los distintos roles de todas aquellas personas,
reales o fantaseadas, que intervinieron en la formación del Super- Yo del
paciente que, de este modo, elaboraría y resolvería su relación con la pareja
parental106.

105 Tal asunción por parte del Yo de las funciones ejercidas hasta
entonces externalizadamente por un Super-Yo adventicio equivale a lo
que en Libido, terapia y ética (Estella, 1974) hemos denominado «ética
autógena», es decir, no externalizada ni abstractamente normativa.

En nuestro sistema, la ética es aquel tipo de reflexión (o dimensión


mental) que adecúa, conecta y armoniza los impulsos libidinales y las
tendencias narcisistas y egocéntricas con las exigencias objetivas y
sociales de su entorno real. Y ello, no en virtud de unas normas
abstractas formuladas por filósofos y moralistas teóricos, sino a base de
la percepción adecuada de las relaciones reales dentro del grupo
humano mediante una capacidad de apertura y de comprensión cuasi-
identificativa de los intereses básicos y realizativos de todos sus demás
componentes.

Es evidente que, por muy desreprimido que quede un paciente y muy


centrado que quede en sí mismo, habrá de realizar en su vida práctica
múltiples opciones, varias de las cuales resultarán amenazadoras e
inadecuadas a la realización objetiva del grupo o de algunos de sus
componentes, o perjudiciales al propio sujeto si no sabe mantener la
debida proporción entre intereses propios y ajenos, gradación de
importancias y dosificación de dedicaciones y energías.

El equilibrio psíquico y la disponibilidad libidinal no garantizan en


absoluto el acierto de su conducta y de su práctica (en orden a
realizarse sin perjudicar la realización ajena), de no mediar una
constante reflexión ponderativa de todos los factores prácticos
mencionados y de los efectos dosificados de las acciones en su
incidencia en los procesos colectivos. Aunque todo ello deba de hacerse
de modo elástico, libre y cuasi-intuitivo, y no en la forma constrictiva
rígida y externalizada en que solía imponerlo la función superyoica
anterior a la curación (que, además, no acertaba con lo
verdaderamente realizativo propio ni ajeno, sino todo lo contrario). Los
efectos de la curación analítica han de advertirse en la eficacia
realizativa y en la espontaneidad elástica del comportamiento ético, no
en el «desfondamiento» conductal de un haz de impulsos carentes de la
canalización de una reflexión práctica y realistamente orientada, que es
en lo que quedan muchos pacientes cuando, prematuramente, se les da
de alta.

106 Alexander concreta el proceso de la siguiente manera: los impulsos


que se van despertando, al no poder ser realmente satisfechos (si se
aplica la «regla de la abstinencia»), al actualizarse pero sólo de modo
recordado y fantaseado, provocan una regresión (por la frustración), de
modo que cada nueva interpretación de sueños, imágenes, fantasías y
recuerdos provoca una regresión más profunda, y cada regresión, una
resistencia (o intento de evitar la adaptación real). Mas al llegar al
último grado de regresión posible (para no asumir el control de sus
pulsiones ni perder a los padres introyectados) se reproduce el «trauma
del nacimiento» y puede volver a revivirse correctivamente la evolución
temprana de la personalidad, pero sólo si el terapeuta acierta, mediante
el vínculo transferencial a que nos hemos referido en la nota 104, a
desencadenar en el paciente el impulso de su recuperación.

107 Esto ha de entenderse en una primera etapa: la personalidad


degradada o mal estructurada del paciente ha de desfondarse —
evitando, por otra parte, el brote esquizofrénico— en el apoyo
transferencial primario que el terapeuta le ofrece, seguido esto, como es
lógico, de todos los sentimientos ambivalentes y hostiles que ha de
despertar. La tolerancia del principio de realidad ha de ser mantenida,
no a nivel práctico y real, sino, inicialmente, a nivel simbólico e
interpretativo: el paciente ha de elaborar y asumir la realidad, no en la
práctica, sino en su fantasía y en el clima irreal de las sesiones y de la
transferencia, hasta que su Yo vaya estando tan integrado como para
soportar dinámicamente las exigencias objetivas del entorno real.

Esta observación se opone a la práctica de algunos terapeutas de


recomendar y hasta de imponer (en contra del psicoanálisis claramente)
la práctica de relaciones sexuales o agresivas en la vida real, como
medio de superar la «represión» inconsciente. Por lo que hemos visto
en algunos de nuestros pacientes, que por cuenta propia se han lanzado
a practicar, con ello no se ha conseguido nada efectivo, o incluso
aumentado la angustia y las dificultades internas, por el sentimiento de
culpabilidad superyoicamente inducida o por el fracaso efectivo y la
consiguiente depresión autodevaluativa que unas relaciones sexuales
neuróticamente practicadas (por no haber asumido efectivamente la
sexualidad ni hallarse, el paciente, inconscientemente desreprimido)
han producido.

La práctica real y externa nada puede contra las barreras inconscientes


y fantasmáticas profundas que se oponen a la misma: o la hacen
fracasar, aumentando así los sentimientos de insuficiencia, o no
producen sino angustia o culpabilidad, pues las barreras, en lugar de
debilitarse, se intensifican. La elaboración y supresión de las mismas ha
de preceder a todo esto y ha de ser interna y asuntiva. Lo mismo vale
para el «análisis directo» y las «terapias breves»...

Strachey fija un principio general de la terapia digno de ser tenido en cuenta:


el Yo del paciente es tan débil, por hallarse a merced del Ello y del Super-Yo,
que, de una parte, apenas es capaz de distinguir entre la fantasía y la realidad,
y, de otra parte, sólo puede hacer frente a ésta si se le administra en dosis
mínimas; por lo cual, el mejor medio de hacérsela tolerable y asimilable debe
consistir en apartarlo de ella cuanto sea posible107. El analista habría de ser,
según Strachey y Rado, un verdadero Super-Yo auxiliar; y, como una pulsión
del Ello se halla desde el principio de la relación transferencial dirigida hacia
el analista, las interpretaciones de esta relación y las revivenciaciones que
ocasiona, son las más eficaces para la resolución de las vinculaciones
superyoicas pasadas. Así, el paciente podrá ir distinguiendo entre el objeto
fantaseado y el objeto real, e ir confrontando el pasado con el presente.

Igualmente Bergler observa que el progreso del análisis se manifiesta por el


retroceso del «demonio» frente a la proyección del Yo ideal (que se localiza o
focaliza en el analista): el paciente desea ser amado por su analista, como por
su Yo ideal, y al mismo tiempo le teme; pero este temor produce la
consecuencia de una identificación narcisista con él, la cual le conduce a
asumir su Yo ideal (como se ve, el mismo proceso que debió suceder con la
figura del padre a partir del Edipo pasivo).

El núcleo de cualquier transferencia positiva lo fija Bergler en la necesidad


narcisista de ser querido (mientras que también en la transferencia negativa el
odio contra el analista va dirigido contra el propio Yo) pero no pocas veces la
agresión verbal al analista no significa sino un poner a prueba la tolerancia y
la magnitud de su cariño (Transference and Love, «Psych. Quart», 1934).

Desde luego, no hemos dejado de observar en varios pacientes nuestros un


componente autodestructivo bastante acusado, o más o menos larvado, que
les conduce a frecuentes «actos fallidos» estratégicamente distribuidos a lo
largo de su carrera o de sus relaciones sociales, para irles haciendo fracasar
en todas sus posibilidades de realización (algunos de ellos francamente
peligrosos, como la provocación involuntaria de incendios o de accidentes de
tráfico). Esta observación nos ha conducido a suponer que en el fondo de los
desajustes neuróticos y psicóticos de personalidad se daría la siguiente
concatenación afectivo-simbólica: miedo <- falta de amor a sí mismo (fuera
de la fijación narcisista) <- negación del cariño parental.

Es decir, que el sujeto se ha desarrollado deficientemente, en medio de un


miedo radical a toda realidad, porque él era la peor amenaza contra sí mismo,
ya que inconscientemente se odiaba, mas ello como consecuencia de que, al
no haber sido suficientemente querido por los padres, no aprendió nunca a
quererse a sí mismo; pues, como los antropólogos dicen, en el hombre todo es
aprendido, y el niño aprende a quererse y a aceptarse, apoyado
especularmente en la aceptación y el cariño que los demás le dan.

Reich, con su terminología peculiar, viene a significar algo parecido a lo


observado por Bergler: no es posible conseguir una transferencia positiva al
comienzo del análisis si no se da el deseo narcisista de ser amado, que la
frustración hace transformarse en hostilidad. Pero el análisis de la
transferencia negativa, provocada por esta hostilidad, conduce al análisis y al
desmontaje de las «defensas del Yo» («coraza», armoring). Ulteriormente, el
proceso curativo se canaliza por una concentración de libido genital (es decir,
no narcisista, oral, anal, fálica o agresiva) en el analista, el cual ha de
elaborarla y «transferirla» a sus verdaderos objetos («transferencia de la
transferencia»).

Es el esquema dinámico que se repite, bajo las diversas terminologías de los


distintos autores: el analista, transferencialmente sobredeterminado, ha de
focalizar una serie de fantasmas, primero, y de libido liberada después, para
desempeñar la función de puente o de recurso de canalización entre el
inconsciente del paciente y el «principio de realidad» con todos sus objetos
posibles, que se hacen así accesibles a la libido y a los impulsos del paciente,
superado el miedo infantil ante aquéllos al no haber sido filtrados por una
atmósfera de cariño parental.

En este sentido, Fenichel, coincidiendo con Sterba, distingue entre el Yo


racional y el Yo-que-vivencia (mucho más dispuesto a disolverse en afectos
envolventes, y entre las tensiones del Ello y del Super-Yo), de modo que la
integración y el robustecimiento de aquél hace posible la recuperación del
equilibrio entre ambos y una elaboración de los afectos del segundo, que
permita una comunicación efectiva con la realidad.

La integración identificativa del Yo racional se logra a base de una serie de


identificaciones transitorias del paciente con el analista, facilitadas por la
transferencia, y de la disolución de las constelaciones afectivas infantiles,
realizada por la interpretación, eficaz también gracias a la relación
transferencial. Es lo que French, de la escuela de Chicago, concibe como
fundamento de la eficacia terápica de la transferencia: el poder confiar en
alguien produce una seguridad, que conduce a un relajamiento emocional,
que permite al analista reorientar esa entrega hacia el presente y hacia la
realidad (valiéndose, en parte, de la «experiencia emocional correctiva»), a
expensas del pasado y de la fantasía (protectora contra una realidad
vivenciada como amenazadora); vivida y resuelta por la interpretación,
gracias a la relación transferencial que se concibe por esta escuela como la
repetición exacta, en la situación analítica, de cualquier reacción anterior no
ajustada a la situación presente. Sería expresión de la posibilidad típicamente
humana de liberarse de las determinaciones estimulares del presente y de la
situación y entorno real, para reactualizar cualquier momento pasado, o
anticipar ciertas posibilidades del futuro; es decir, para flotar semánticamente
y de modo intemporal, a lo largo de la trayectoria existentiva, en virtud de su
desfondamiento.

La mayoría de los autores, además de la escuela de Chicago, abundan en este


rasgo reactualizador y repetitivo de la transferencia, sin relación con la
situación presente. Las definiciones de Sachs, en el Congreso de Salzburg de
1924, de Anna Freud y de Glover son a este respecto paradigmáticas: Sachs
entiende por transferencia el intento de reproducir, en el presente, posiciones
(o actitudes) de la libido que no fueron suficientemente superadas, para
elaborarlas abreactivamente; y no seguir ya el sujeto compelido a repetirlas
fantástica y cortocircuitadamente sin acabar nunca de llegar a su resolución
completa.

Anna Freud la concibe como el conjunto de todos los impulsos


experimentados por el paciente en relación con el analista y que se remontan
a tempranas vinculaciones objetales sin corresponder a la situación actual.
Glover acentúa los matices de desplazamiento hacia el analista y de totalidad:
es la totalidad de todo lo que se aprendió u olvidó en el curso del desarrollo
infantil, lo que es desplazado hacia el terapeuta; mientras Lagache llama la
atención sobre el polimorfismo afectivo en el modo de transferir. De lo que
se desprende la complejidad de las relaciones entre la transferencia y el
acting, mas entrar a fondo en esta temática nos llevaría demasiado lejos, en la
problemática tratada ya por Racker en su reciente obra Estudios sobre técnica
psicoanalítica.
2. COMPONENTES TRANSFERENCIALES
No tratamos ahora de aventurar una definición más, sino de superar las
distintas posiciones parciales de escuelas y de autores (incluido Racker),
abandonando el terreno de las definiciones sistemáticas y abstractas, para
situarnos al nivel de los componentesdinámicos diversos, que el fenómeno
transferencial implica.

Recordemos, antes de especificarlos, que el proceso terápico dialytico sigue


los siguientes pasos progresivos: instauración de una confianza básica y de
una relación transferencial (negativo-positiva), emergencia de material
(mnémico, simbólico, fantástico, desiderativo y afectivo), interpretación del
mismo, translaboración movilizadora, asunción o «insight», integración
personizadora y canalización, productiva y resemantizadora del entorno real,
de las energías movilizadas e integradas hacia objetos reales. En estos
términos queda comprendida la totalidad de la progresión procesual dialytica;
pero su eficacia efectiva no se basa en el acierto diagnóstico ni hermenéutico,
ni en las motivaciones extrínsecas que se intenten dar al paciente, sino en la
recuperabilidad dinamizadora y efectiva que presentan las posibilidades
infantiles atrofiadas y las cargas libidinales vinculadas a ellas, al
desbloquearse las barreras y al desmontarse las defensas, armadas contra el
miedo infantil a lo real, gracias a la estimulación y al apoyo de la relación
transferencial, aun cuando sea negativa y hostil.

Mientras la verbalización y las interpretaciones quedan en el plano de lo


hipotético y teórico, lo transferencialmente vivenciado compromete y obliga
a las estructuras rígidas de la personalidad a movilizarse, siquiera sea
regresivamente, pero abandonando el atrincheramiento estático, que
paralizaba en todo o en parte a la personalidad.

No consideramos, por esto, a la regresión o al fantaseo transferencial de


relaciones objétales arcaicas como una «resistencia», sino como el paso
inicial recuperativo de un proceso, que desemboca en el «principio de
realidad.»

Los componentes dinámicos del fenómeno transferencial, que hemos ido


descubriendo o localizando al hilo de la práctica, resultan ser los siguientes:

Desplazamiento proyectivo (hacia el terapeuta).


Regresión (por frustración impuesta por la «distancia simbólica»).
Tolerancia superyoica.
Apoyatura translaborativa.
Abreacción pulsional y energética, estimulada por el apoyo
transferencial.
Canalización hacia la realidad.

La mera consideración de este repertorio de componentes dinamizadores que


intervienen en la transferencia sugiere ya su valor y su eficacia en el proceso
terápico.

El desplazamiento proyectivo es el hecho, no justificable sistemáticamente,


pero que se produce al entrar en situación analítica, siempre que haya
confianza básica. Ciertas barreras podrán relajarse, o al contrario reforzarse,
pero al analista comienza a vivenciársele de manera irreal (y tal vez
distorsionada) porque atrae hacia sí imagines o fantasmas arcaicos e infantiles
que venían ocupando y mediatizando la actividad inconsciente.

Al analista se le atribuyen poderes, omnipotencia, intenciones posesivas o


agresivas, afecto maternal o paternal, o desafecto, y se le vivencia como
instancia protectora, munificente y segura, o como figura posesiva, castrativa
y persecutoria; y en unas sesiones o períodos, de un modo, y en otras
sesiones, de otro, o incluso dentro de una misma sesión cambia el flujo
proyectivo por momentos. Todo ello indica que el fondo de componentes
residuales inconscientes del paciente se ha activado, y han comenzado a
drenarse de algunos de sus elementos persecutorios, posesivos, omnipotentes
y mágicamente benéficos, que venían acosándole desde la primera infancia.

En unos casos, el analista es visto de manera distinta, de una a otra vez, y


hasta adopta una figura monstruosa o míticamente positiva (como «un dios
griego») para el paciente; en otros casos, la figura no cambia, sino que son
los afectos o el modo de percibirlo afectivamente lo que oscila, o se fija de
modo irreal y proyectivo. E igualmente, en unos casos le vienen transferidas
imagines parentales o superyoicas en su totalidad, mientras que en otros son
sólo rasgos parciales los que inviste. O da pie a que, sin llegar a investir
visiblemente una imago parental, se constele en torno a él (en función
apoyativa) una situación afectiva transferida de la primera infancia (sería éste
el tipo más leve de revivenciación transferencial).

En esta primera etapa, la función del terapeuta como «objeto transferencial»


ha de ser exclusivamente reflectante: devolver objetivado al paciente todo
aquel material transferido (inconsciente y descontrolado), sin mezclar ni
añadir absolutamente nada más, ajeno o propio108. Así y sólo así podrá el
paciente ir haciendo insight, asumiendo, y organizando el mapa dinámico de
su vida inconsciente, al caer en la cuenta de los componentes nunca
concienciados que le venían perturbando, y haberlos podido considerar
objetivados en el analista, interrelacionarlos y desactivarlos109; sin que
intervenciones fuera de sazón, del analista, y material ajeno contra-
proyectado por éste vengan a incrementar todavía más el poder perturbador y
alienante de los contenidos inconscientes originarios110.

108 Las interpretaciones asociativas (intuidas


contratransferencialmente por la actividad evocadora e inconsciente del
mismo analista) no deben ser hechas en esta primera etapa y son, como
todo lo intuitivo y no controlado metódicamente, sumamente peligrosas,
aunque a veces pueden conducir a grandes aciertos. Por lo cual, lo más
seguro es no manifestarlas al paciente, hasta que, después de tiempo,
hayan sido diversamente confirmadas por la práctica, por otras
asociaciones y emergencias propias del paciente y por las reacciones de
éste, oníricas o emocionales. Pero esta primera etapa de la recogida de
material del caso ha de mantenerse lo más alejada y preservada posible
de interpolaciones ajenas que podrían malograr la adecuada
interpretación del caso, o incluso suministrar elementos para montar
nuevas defensas contra el mismo análisis, simulando pistas falsas que el
mismo analista se habría ocasionado con sus intervenciones
inoportunas.

Hay pacientes que incluso montan sueños espontáneamente al hilo de


aquello a lo que el analista muestra preferencia. Y nada digamos si el
analista les proporciona en todas sus piezas una teoría (falsa) para
orientar la marcha del caso de modo que no obligue al inconsciente a
manifestar su último reducto defensivo o su último secreto, sino que
incluso contribuya a encubrirlo más y más.

109 Las imagines y los demás mecanismos y componentes del


inconsciente actúan y se movilizan perturbadoramente en tanto se
hallan desintegradas del conjunto de la estructura de la personalidad,
incontroladas, por lo tanto, y asociadas a impulsos parciales. El único
medio de desactivarlas, es decir, de impedir su movilización e influjo
perturbador, es integrarlas en la estructura total, interrelacionarlas y
disociarlas de los impulsos parciales, que por lo mismo se asocian en un
impulso total, puesto que lo que les parcializa es su asociación a
fantasmas e imagines absolutizadas y mágicas, precisamente por su
desintegración de la estructura.

Por ejemplo, una imago paterna desintegrada se convierte en un poder


superyoico omnipotente que frena, desde su esfera particular y asociada
a un impulso parcial castrativo o autoagresivo, toda la dinámica
emprendedora, promotora o sexual adulta del sujeto en cuestión. Al
concienciar el paciente que esto es así (cuando tal concienzación —
insight— cala en zonas inconscientes y emocionales) la imago paterna
pierde singularidad y se desabsolutiza. Tal vez, todavía conserve un
cierto sentimiento prestigioso (en el sentido original latino) de su padre
real, pero éste habrá dejado de ser un poder omnipotente y opresivo,
para combinarse con otra serie de elementos (la conciencia de adultez,
la libertad, los derechos básicos de la persona, la obligación incluso de
realizarse, de ser uno mismo y de amar y ser amado con la
consecuencia de la paternidad, etc.) que contrarresten las dimensiones
anormales y el influjo tiránico y abusivo que dejó tras de sí el padre
real fantasmáticamente introyectado y tal vez ya muerto, pero sentido
actualmente con toda la fuerza mágica de una etapa muy arcaica de la
infancia.

110 No es nada infrecuente el riesgo que algunos analistas, demasiado


imbuidos ideológicamente y hasta obsesionados por cuestiones
sociopolíticas, corren, de intentar, desde el primer momento del proceso
analítico de sus pacientes, presentarlo todo a la luz del influjo social
alienante y neurotizador de una sociedad injusta y mal establecida
(incluso refiriéndose a cuestiones de economía mundial, como el
colonialismo y las condiciones precarias del Tercer Mundo, a costa de
las cuales podemos tal vez disponer de una sobreabundancia de medios
para realizarnos), tratando de despertar en el paciente la «mala
conciencia» que le active en contra de un conformismo con este tipo de
sociedad y de organización a nivel mundial.

Aunque todo esto sea verdad, nadie puede afirmar seriamente que la
neurosis o la psicosis provengan exclusivamente de estos factores
colectivos y socioeconómicos, o por lo menos que han de haberse
filtrado por otros niveles menos abstractos y generales, para
impresionar al inconsciente del paciente. Introducir por iniciativa
propia tal material, ya se ve que puede dar lugar a toda clase de
tergiversaciones y de desviaciones en la emergencia de material
verdaderamente efectivo y analítico y en su interpretación.

Es un principio básico del análisis que la pauta de la emergencia de


material, del orden por el que ésta procede y de su intepretación y
asunción concienciativa ha de darla inconscientemente el paciente y su
dinámica inconsciente y no el analista y su ideología, si éste no quiere
armarse trampas a sí mismo y obstaculizar inútilmente el proceso.

Las fuerzas inconscientes del paciente, puede decirse, que no desean


otra cosa que un alibi en el cual escudarse y hacia donde poder
desplazar el centro de gravedad de la pesquisa terápica. Pues bien,
cualquier elemento o nivel aducido por el analista imprudentemente, y
no emergido espontáneamente del inconsciente, puede proporcionar ese
alibi apetecido, sobre todo, cuando como en el caso de lo
socioeconómico pertenece a un nivel totalmente alejado del de las
pulsiones y fantasmas libidinales. Y todavía mejor, si la causa de la
neurosis se externa/iza hasta el punto de localizarla exclusivamente en
las estructuras socioeconómicas y no en zonas más personales.

De este material inconsciente originario podemos ofrecer una sinopsis:


Como se aprecia, puede ser transferido, incluso simultáneamente, un amplio
espectro de material inconsciente, pero diversamente combinado, según el
grado de desintegración psicótica y la ambivalencia de afectos suscitados en
la infancia.

Así, sin que llegue a concretarse la transferencia en una imago, puede


transferirse una relación, un afecto o una situación, difusamente revivenciada
en la situación analítica, acompañada de múltiples afectos encontrados,
atraídos por la situación transferida. O los afectos pueden ser transferidos en
estado puro (sin la asociación de una imago o de una situación), con lo cual
se mitiga su poder generador de ansiedad (por ser flotantes), al apoyarse en la
figura del analista, pero son más difíciles de desentrañar o de hacer insight
acerca de ellos, por no poderse localizar fantasmáticamente en un foco o en
un elemento causal.

Las situaciones pueden ser atraídas y reconstruidas a partir de una emoción,


pero también pueden ser provocadas por alguna técnica activa (el psicodrama
sobre todo) y ser capaces de evocar y reactualizar afectos, que serían el
elemento abreactivo.

Las relaciones pueden conservar su carácter simbólico («como si»), pero


también pueden ser reactualizadas y vivenciadas de tal manera que,
anulándose la «distancia simbólica», hagan aparecer al analista como la
imago o la presencia parental real con todas sus consecuencias de demandas
actuales, o de huida alucinada del análisis.

Finalmente, la calidad de las imagines no viene valorada por sus efectos en la


terapia ni por su influjo benéfico o neurotizante, sino desde el punto de vista
de su percepción por el paciente, como generadoras de placer o de displacer y
miedo.

En principio todas las imagines «positivas» fijan, pero de distinto modo:


unas, simplemente por su poder de gratificar o por la sensación de protección
que crean; otras, mágicamente, conservando al paciente en una atmósfera
narcisísticamente irreal y arcaica, de ahí su poder de obsesionar, fijándole
insuperable y constantemente en su prosecución o en su disfrute; absorben su
atención, cuando se evocan o presentan objetos por ellas investidos, pero sin
obsesionarle cuando no se presentan ni se evocan; o su poder de simple
fascinación, impidiéndole percibir los objetos reales tal cual son (o valen para
una sociedad determinada).

Una imago mágicamente fascinante puede, al proyectarse sobre determinados


objetos, incluido el analista, no obsesionar ni absorber en una armósfera irreal
generalizada, pero sí deformar la vivencia de determinadas realidades u
objetos parciales, ya perceptivamente, ya afectivamente, ya de ambos modos
(estado muy cercano al «brote»). En general, todas estas imagines «positivas»
tienden a mantener al paciente en un clima infantil y arcaico, muy regresivo,
que supone una defensa o una huida de la realidad.

La diferencia entre las imagines persecutorias y las opresivas es clara: las


primeras crean en el paciente una obsesión dinámica que le inquieta y le
obliga a huir de ellas (o de la realidad por ellas investida) y a refugiarse en
otro tipo de imagines o de objetos por ellas investidos; las opresivas le
inmovilizan, paralizan o provocan el desarrollo de actitudes pasivas, tal vez
nada afectadas de ansiedad.

Las imagines cósmicas y numinosas suelen concretarse en sueños y fantasías


«numinosas» en las que el analista aparece en figura evocadora de una
divinidad o de un ser mítico o legendario y ejerce un poder especial de
fascinación sobre el paciente, que literalmente le «mitifica». En la práctica,
puede no ser fácil distinguir si se está transfiriendo una imago mágica, o
cósmica y numinosa.

Todo este material proyectado sobre él, o transferido, ha de recibirlo el


analista con toda objetividad y sin entrar en el juego envolvente de afectos y
demandas, reflejárselo al paciente y serenamente translaborarlo, desglosando
componentes y niveles de inconsciente. Cuando tal material fluye, por
conflictivo que ello pueda parecer, el proceso terápico se dinamiza y su final
se acorta, pues, entre otras ventajas, se están abriendo vías de penetración en
los repliegues del Inconsciente.

La terapia dialytica es una lucha (casi del tipo de las artes marciales
orientales, metafóricamente hablando) en la que el Inconsciente no quiere
entregar sus claves y, por añadidura hay que combatirle desde fuera y
aliándose con él (que es hermético y hábil en fintas y en equívocos), dándole
confianza pero al mismo tiempo desconfiando del mismo, en una gran
elasticidad comunicacional y situacional (creando situaciones y tratando de
activarle, pero sin introducir contenidos no dados por el paciente, entre Scilla
y Karibdis de la pasividad ineficaz y de la implicación inductora).

En general, este fenómeno parcial del desplazamiento proyectivo es posible


gracias a la indigencia o tendencia del psiquismo a descargar los contenidos
inconscientes, traumáticos o fantasmáticos, que le acosan, lo cual no puede
hacer si no dispone de un soporte adecuado para proyectar sobre él, sin correr
el riesgo de contra-proyecciones (agresivas, eróticas, castrativas o
superyoicas), que es lo que sucede en todos los demás casos, cuando la
persona término de la proyección no está preparada analíticamente.

Se podría establecer el principio de que todo sujeto, no drenado


dialyticamente de sus impulsos parciales, de sus fantasmas traumáticos y de
sus fijaciones infantiles, tiende invenciblemente a aprovechar cualquier
relación comunicacional, si el otro sujeto de la relación le ofrece una muesca
de engranaje apropiada, para proyectar en él esos componentes inconscientes
o para satisfacer simbólica (o prácticamente aquellos impulsos parciales. Y
esto, naturalmente, supone el riesgo de toda vinculación transferencial con un
sujeto no preparado para ella.

Así, por ejemplo, y es el caso más claro, una transferencia o proyección


masoquista necesariamente se aliará con un impulso parcial sádico (en el otro
sujeto que es término de la proyección); una proyección erótica (de uno u
otro signo, edípica u homosexual tal vez) engranará con el componente
correspondiente en el otro sujeto; una proyección filial y resignativa, cebará
el impulso autoritario y posesivo del otro, y así sucesivamente.

Y esta peculiaridad de las relaciones interpersonales no controladas


constituye el máximo peligro latente en las relaciones amorosas de pareja (y
más en las matrimoniales, donde la fijación jurídica de la relación la hace
todavía más indefensa). Y sería urgente que toda relación de pareja, antes de
formalizarse jurídicamente, pasara por el filtro de un análisis (un
psicoanálisis de la relación misma, aunque no llegase a serlo de cada uno de
sus sujetos, de modo individua, para dialyzar o, por lo menos, aclarar los
componentes infantiles y neurót que pudieran jugar en esa relación y en los
malentendidos a que dé o vaya a dar lugar.

Se supone que el analista se halla dialyzado y carece ya de impulsos


parciales, de fantasmas infantiles y de traumas necesitados de proyección (o
que por lo menos los controla); esto ha de ser el mínimo exigible en el
contrato terápico y el fundamento de la «confianza básica», al menos. Pues
ello supone para el paciente la posibilidad de bajar sus defensas y poderse
drenar proyectivamente sin el peligro de ser «tomado por la mano» y que su
propio impulso liberador sea utilizado por el adversario para implicarle más
en una trama de «objetos internos» e impulsos parciales contra-proyectados
(usar del impulso del otro para vencerle; en este caso, para paralizarle más en
su mundo neurótico). Y éste sería el riesgo más grave de una
contratransferencia mal controlada y no del todo dialyzada de parte del
analista.

De no darse este peligro, y si el paciente lo advierte así en virtud de su


«confianza básica», su inconsciente se siente en condiciones de
expansionarse liberatoria y proyectivamente en una comunicación
fantaseadamente libidinal, cuyos mensajes y contenidos sabe que han de ser
recibidos por el analista sin reacción alguna contra-proyectiva, ni censora, ni
castrativa, ni devaluadora, sino con la máxima tolerancia y aceptación de
todo el material anómalo, que ha de ser interpretado, translaborado y
reintegrado, con una nueva orientación, a la dinámica de la personalidad.

Cuando ese material proyectivo no fluye, o se paraliza el proceso, puede


decirse que se ha producido una resistencia, cuyo origen podría determinarse
en alguno de los siguientes factores:

Falta de «confianza básica».


Falta de transferencia, que hace percibir al analista como cualquier otro
interlocutor vulgar y no como una instancia cualificada y terápica.
Temor a desmontar el sistema defensivo de la neurosis y a que la energía
inconsciente emerja explosivamente y produzca brotes psicóticos.
Proyección superyoica que momentáneamente interfiere en la dinámica
proyectiva, y frena las demás proyecciones libidinales, al considerar al
analista como autoridad moral, «castrativa» o censora y devaluante.
Demanda de gratificación efectiva (que rehuye la translaboración
analítica), produciendo un estado fijativo regresivo que se niega a
avanzar (suministrando ulterior material, más regresivo todavía), para
obtener, de inmediato, un cambio de conducta en el analista, convertido
en objeto erótico (e inutilizado definitivamente como tal analista, capaz
de translaborar el material). Sería esta resistencia, así originada, la
definitiva y el «jaque mate» de toda la estrategia terápica.

El analista ha de combatir estas resistencias, según su factor de origen,


fomentando la neutralidad como interlocutor; fomentando su prestigio
afianzador de la «confianza básica» (indirectamente, por supuesto, Rosen
hacía que sus ayudantes o colaboradores, en sus conversaciones con los
pacientes prestigiasen, como inadvertidamente, su figura como terapeuta y
como científico), asegurando al paciente de lo incondicional de su apoyo;
mostrando ciertos rasgos liberales y poco superyoicos de su carácter, como es
utilizar un lenguaje vulgar y hasta obsceno (lo que en el habla coloquial
llamamos «cachondo», en castellano), que deshaga la imagen superyoica que
el paciente pueda haber formado de él, inducido por su prestigio científico o
social, o por su edad y condiciones particulares; permitiendo al paciente que
fantasee una gratificación simbólica, pero no efectivamente realizada (de
modo que no le fije), o, finalmente, mostrando aprecio, interés y cariño (no
libidinizado) hacia él, como caso concreto.

Queda siempre el recurso de negarse a entrar en todo juego envolvente del


paciente y exasperarle, hasta que se convenza de que sus resistencias son
inútiles y, una de dos, o ha de abandonar la terapia (con todas las
consecuencias peligrosas de agravamiento de los síntomas y de degradación
de su personalidad), o ha de avanzar en ella y en el suministro de nuevo
material.

Los tres componentes dinámicos siguientes, la regresión (por frustración), la


tolerancia superyoica y la apoyatura translaborativa constituyen un bloque
bajo el denominador común de base de sustentación supletoria cuando se
desmonta el sistema de defensas de la personalidad neurótica, desde la cual
poder reajustar a ésta, translaborando el material liberado por la baja de las
defensas.

Conforme va desarticulándose la estructura defensiva de la personalidad (en


el clima favorable de la «confianza básica» inicial), en virtud de la necesidad
de descarga (de tensiones, de condensaciones de libido anómalas, de la
presión persecutoria de «objetos internos», de soledad y aislamiento, de
miedos o prestigios mágicos infantiles, de angustia y ansiedad, etc.), que la
relación desplazativa con el analista hace posible y deseable, comienza el
paciente a revivenciar el pasado infantil cargado de ambivalencias, comienza
a regredir (el término «regresionar» nos parece torpe e ilógico) y, en casos
extremos, a desanclar del presente y a sumergirse alucinatoriamente en el
pasado remoto (lo cual, de no ser muy experto el analista y saber conducir
hábilmente el proceso, puede dar lugar a «brotes» psicóticos, que, por otra
parte, no son tan negativos como se supone; si no es por las consecuencias
sociales y prácticas que pudieran tener, que también pueden ser controladas).

Esta etapa progresiva del proceso puede dar vértigo al paciente y producir en
él resistencias suplementarias, pues lo que él desea es «curarse», sentirse
menos ansioso y más adaptado a la realidad y a su vida profesional o familiar,
y resulta que empieza a experimentar lo contrario (tras el alivio de la
descargc inicial). Mas esta regresión inicial es indispensable, pues no ha de
curarse si no es recuperando las posibilidades y cargas energéticas
marginadas en la infancia, y ello gracias a la reversibilidad de los procesos de
la personalidad, verdadero privilegio del viviente humano.

La desorientación producida por estas regresiones se hace tolerable solamente


por la sustentación y la confianza envolvente ofrecida por el analista,
transferen cialmente cualificado por el paciente. Pero, conforme la libido va
abandonando sus defensas, sus barreras bloqueadoras y sus censuras
superyoicas, y conforme el analista va siendo investido desplazativamente de
imagines y de «objetos interno o también de «objeto del deseo», suele tener
lugar una erotización de la transferencia; y, si el desplazamiento proyectivo
sobre el analista aumenta en intensidad, hasta llegar a suprimir la distancia
simbólica y el «como si» (als ob) de toda relación analítica, puede convertirse
incluso en transferencia psicótica o delusiva111. Entonces el analista no sólo
resulta un objeto querido y deseado en cuanto tal persona real, aunque
desplazativamente investida de los atractivos proyectados de los objetos
gratificantes infantiles (imagines parentales incluidas), sino que deja de ser
percibido como tal persona para fundirse confusivamente con los mismos
«objetos internos», mágicamente gratificantes o persecutorios, posesivos o
poseíbles, de forma cuasi alucinatoria.

111 Todas estas formas especiales de transferencia, además del


problema de la capacidad de transferencia de los pacientes psicóticos,
negada por Freud y afirmada (y detectada) posteriormente por
Nunberg, Federn, Rosenfeld, Sullivan, Rosen, Searles y Balint, han sido
tematizadas ulteriormente por diversos autores: la erotizada, por Saúl
(The Erotic Transference, «Psych. Quart.», 31 (1962) 54-61),
Rappaport, Nunberg, Greenson y Wexler; la psicótica, por Rosenfeld,
Searles, Wallerstein y Sandler, y la delusional, por Little y Hammet.

El «amor transferencial» puede conducir al paciente a resistirse al


trabajo duro y árido de la translaboración y de las interpretaciones
desenmascaradoras, para buscar exclusivamente en las sesiones la
presencia física asistencial, la simpatía del analista o incluso tratar de
seducirlo prácticamente (lo cual es, naturalmente, tanto más frecuente
cuando analista y paciente son de sexo distinto, o del mismo, pero el
paciente es homosexual). En tales casos, es absolutamente
indispensable frustrar al paciente, si ha de mantenerse una «alianza
terápica adecuada» (Wexler), y la condescendencia significaría el final
—abrupto— del proceso terápico, o habría que cambiar de analista. En
la mayoría de los casos (según Saúl, Nunberg y Greenson) ese deseo
vehemente (hasta gritar en voz alta que quieren hacer realidad su
fantasía erótica con el analista, según expresión de Rappaport) suele
enmascarar una resistencia contra el análisis e incluso impulsos
subyacentes de odio contra el analista: lo que en realidad pretenden es
devaluarlo, hacerle fracasar y obligarle a descender de su rol y de su
pedestal superyoico.

Searles y Rosenfeld suponen que puede darse una «psicosis


transferencial», si el analista comienza a sentir que el paciente se halla
desconectado de él en la comunicación, o la relación se hace
profundamente ambivalente y oscilante, o si el paciente se identifica
excesivamente y sin distancia alguna (tendencia a «confundirse con el
objeto», tematizada por Brown: Schizophrenia and Social Cares,
Oxford Univ. Press, 1966), de modo que el analista «piense por él», o si
el paciente se deforma para complementar la personalidad del
terapeuta, convirtiéndola en lo que él fantásticamente quiere y se
produce una distorsión por la fantasía de la situación analítica real.

A estas anomalías y distorsiones burdas e irreales de la relación


analítica, por reviviscencia demasiado intensa de las relaciones
parento-filiales, es a lo que Little y Hammet han llamado transferencia
delusional; Wallerstein, «fantasías delusivas»; Romm, «estados
paranoides delusionales» y Atkins, «hipocondría delusional», debido,
todo ello, a lo que Hill y Joffe han llamado «postura mental psicótica
transitoria». Para todo ello cfr. Reider, Transference Psychosis, «Journ.
of the Hillside Hospital», 6 (1957), págs. 131-149, y Wallerstein,
Reconstruction and Mastery in the Transference Psychosis, «Journ.of
the Amer. Psychoanal. Assoc», 15 (1967), págs. 551-583.

Lo distintivo de estos tipos de transferencia es la forma delusional (es


decir, cuasi alucinatoria y equívoca para el mismo paciente) en que se
manifiestan sus deseos proyectivos, no el hecho ni la intensidad, sino la
supresión de la distancia simbólica. Pero Searles, Rosenfeld y Sandler
llegan a opinar que, no sólo los pacientes neuróticos con «psicosis de
transferencia», sino los mismos psicóticos pueden ser tratados más
eficazmente mediante técnicas psicoanalíticas, que por otros
procedimientos no analíticos.

Finalmente, hay que advertir que no es lo mismo la generación de una


«psicosis de transferencia», que el producirse un «brote psicótico» en
un paciente.

Esta emergencia, que sin duda encierra algún peligro, no es en sí misma


negativa y puede ser incluso ventajosa, ya que gracias a la revivenciación
actual de la relación con figuras parentales puede deshacerse el efecto
traumático y represor de las presiones superyoicas del padre (o de la madre)
mediante lo que Alexander y French denominaron una «experiencia
emocional correctiva»: la tolerancia superyoica del analista (investido de
imago paterna o parental) puede rectificar aquel influjo castrativo ejercido en
la infancia del paciente, si acepta, aprueba, o por lo menos no censura ni
reprime verbalmente, cualquier deseo, demanda o manifestación libidinal del
paciente (por ejemplo, si le apetece masturbarse).

Al encontrarse la libido en condiciones de liberarse (favorecida por el clima


comprensivo y tolerante que sepa crear el analista), puede ésta salir de los
cauces sociales y formular demandas de gratificación actual e inmediata; el
analista no puede caer en esta trampa y salirse él también de su función
terápica, ni tampoco mostrar ninguna actitud levemente censuratoria al
paciente (ha de moverse literalmente «entre Scylla y Karybdis», entre la
complicidad extra-analítica y el rechazo): ha de frustrar prácticamente la
demanda real, pero ha de hacerse cargo de ella y recogerla, sin censurarla,
devaluarla ni reprimirla, sino simplemente reflejándola especularmente y
ofreciéndola, con toda serenidad y tolerancia, al paciente para que la
conciencie y analice.
Todo el material simbólico, significativo y emocional que el paciente arroje,
desde las imágenes oníricas a las demandas actuales, ha de serle devuelto de
la misma manera, pero las demandas resultan ser un material de primer orden,
por lo que tienen de comprometedor para el mismo paciente.

Por ejemplo, un paciente puede haberse estado resistiendo a admitir en él


inclinaciones edípicas; pero si, tras haber manifestado en sus sueños, en sus
fantasías y asociaciones que inviste al analista de figura parental (paterna o
materna, pues todo es posible), le plantea en otra ocasión una demanda de
relaciones sexuales efectivas, se podrá analizar el motivo de esta demanda;
que seguramente acabará mostrándose como el atractivo que el analista le
ofrece en cuanto investido de una imago parental. Con lo cual se encontrará
el paciente enteramente cogido en su propia trampa: la vinculación edípica
efectiva y efectivamente vivenciada en la demanda.

La frustración hace regredir la libido: como todo fluido energético, tiende la


libido hacia estados de máxima entropía, para relajar sus tensiones. Estas
tensiones tratan primeramente de relajarse mediante la demanda, pero si ésta
se ve frustrada, se ve obligada la libido a reinstaurar su «posición» a un nivel
menos diferenciado, correspondiente a una etapa anterior y más regresiva en
su curva evolutiva: de la posición fálica pasará a la uretral, de ésta a la anal,
de ésta a la oral, de ésta a la preedípica de los «objetos internos», hasta llegar
a entroncar tal vez con el «trauma del nacimiento».

Así se irán recuperando niveles básicos y primarios, que, al ser revivenciados


en la tolerancia superyoica de la situación analítica, irán dejando recuperarse
por parte de la personalidad total del paciente, cargas progresivamente
mayores de energía libidinal, aunque no haya sido satisfecha la demanda de
gratificación transitoria, y precisamente por ello.

Cuando, de una parte, han comenzado así a relajarse las barreras superyoicas
y, de otra, ya no se encuentran los fantasmas (asociados a las cargas
libidinales) en un estado flotante y sin un objeto real determinado que investir
(estado causante de ansiedad), sino catalizados en el analista, que los encarna;
si además éste ha atraído hacia sí (por su tolerancia) alguna carga de libido,
capaz de atravesar la barrera de la censura superyoica (puesto que él mismo
encarna también el Super-Yo), habrá comenzado el «deshielo» y se estará
produciendo una abreacción inicial: el proceso evolutivo de la personalidad
madura podrá volverse a recorrer, contando esta vez con toda la energía
libidinal presente, operante en el fondo psicovegetativo del paciente.

La barrera bloqueadora de esta totalidad energética comienza a relajarse y a


resquebrajarse (permitiendo, por lo menos, que se vayan abriendo «fisuras»
en la coraza), y la atmósfera «húmeda» de proyecciones fantasmáticas
desarticuladas, producida por la flotación inconcreta de los fantasmas
asociados a la libido bloqueada, se disuelve, con lo cual el efecto difractor de
la energía (que la descomponía en impulsos parciales y, a la vez, restaba
fuerza a la conducta y la desarticulaba en acciones simbólicas y
cortocircuitadas, improductivas y fallidas) cesa, y la conducta se rehace
totalizada y energetizada, capaz ya de incidir en la realidad, operativa y
productivamente.

Entonces, ya no tienen objeto los estancamientos simbólico-afectivos


anteriores que daban lugar a los síntomas, desde la obsesividad a la
somatización, pasando por el acto fallido y la fijación en objetos simbólicos,
con lo cual se acaban los síntomas y las perturbaciones observables de la
conducta (así podrá entenderse una vez más cómo la concepción de la
neurosis como un «mal aprendizaje» es estrecha e insuficiente para explicar
la totalidad del fenómeno).

Pero, una vez iniciada la abreacción, hasta llegar a la cesación de los


síntomas y la productividad de la conducta, ha de tener efecto un largo
proceso de translaboración, la cual ofrece dos aspectos muy distintos: uno, la
reintegración y recanalización dinámica de la energía libidinal, orientada
hacia el «principio de realidad»; otro, la elaboración hermenéutica del
material simbólico y significativo que ha venido emergiendo.
3. EL RESULTADO DIALYTICO
El núcleo esencial de la práctica dialytica está constituido precisamente por la
asociación de abreacción y translaboración (Abfuhr, Durcharbeitung) ,o
movilización libidinal y digestión integrativa y asuntiva de esa libido
movilizada, mediante la elaboración interpretativa del lenguaje simbólico
múltiple con que se manifiesta a nivel consciente, translaboración que se
consuma en la canalización final, orientativa y resemantizadora del entorno
mundano, hacia el «principio de realidad» en forma de conducta productiva y
mismada.

«Mismada», como ya hemos discutido ampliamente en Terapia, lenguaje y


sueño, significa que, en lugar de hallarse desintegrada (como esas
reproducciones fallidas en que los contornos se hallan disociados de los
colores) en sí misma, la personalidad coincide consigo misma al múltiple
nivel impulsivo, afectivo, concienciativo y práctico: se vivencia como tal
personalidad concreta y definida (pero definida desde sí misma y desde sus
propias posibilidades, y no por referencia a modelos y pautas externas), se
acepta como tal; se conoce y se asume en todos sus aspectos; siente, utiliza y
combina productivamente todos sus impulsos en una unidad productiva de
conducta, incluso sus limitaciones (también aceptadas y asumidas, en cuanto
formando parte de su concreción total y propia) y actúa desde sí misma en
virtud de su autovivirse, de su autoconciencia y de una visión o apreciación,
clara e intensa, de lo que tiene que ser su realización propia, asumida en la
responsabilidad de su propio ser sin coacciones ni presiones externalizadas,
procedentes de prestigios ni modos de sentir infantiles acerca de los demás
miembros de la sociedad o de los valores que ésta consagra (ética autógena).

En este momento, cuando el paciente se autoidentifica vivencialmente y


puede ya actuar (cesados los síntomas y los modos infantiles y simbólicos de
relacionarse con su entorno social) con la efectividad suficiente para
responder adecuadamente a las exigencias objetivas de la realidad, es cuando
puede ser «dado de alta» y la diálysis ha llegado a su final definitivo.

Habrá pacientes que abandonen la terapia, una vez se sientan aliviados de sus
síntomas y capaces de conllevar, mal que bien, las tareas de la vida, pero
éstos no podrán considerarse «curados» definitivamente, y siempre estarán en
peligro de experimentar recaídas, por lo menos en situaciones-límite o de
stress. El resultado definitivo de la diálysis no ha de ser esa situación
provisoria y precaria, sino la plenitud energética (tal vez creativa) de la
mismación; pues cada ejemplar humano posee unas reservas energéticas
insospechadas, sean cual sean sus limitaciones, que pueden ser puestas en
rendimiento dialy ticamente, si se consagran el tiempo y la sagacidad
suficientes para conseguirlo.

La llamada madurez es un concepto muy relativo. Hay quien supone (y es lo


más generalizado) que la madurez de una personalidad ha de medirse por su
adaptación a la sociedad en que vive, es decir, por pautas ajenas a la
personalidad misma, y esto no es así; más bien es todo lo contrario.

Una personalidad puede dar la impresión de ser muy «madura», mientras


duran las circunstancias de una sociedad constituida de un modo determinado
(se ha imbuido de las claves, de las pautas y de los procedimientos propios de
esa sociedad y funciona a la perfección en ella); pero si esa sociedad viene a
desintegrarse y a trasformarse, aquella personalidad se desintegra con ella y
puede caer en estados depresivos o de angustia típicamente neuróticos, puede
ser víctima del duelo del «objeto perdido» en un estado de verdadera
«depresión anaclítica» infantil. Esto demuestra que no había tal «madurez»,
sino una simbiosis precaria y encubridora (y ello explicaría el arraigo del
inmovilismo sociopolítico, tan repetido en todas las áreas geográficas e
históricas: los revolucionarios de ayer se vuelven los inmovilistas del
mañana), a pesar de que el aspecto externo y comportamental de esas
personalidades no pueda ser más «maduro». Precisamente los más
aparentemente «maduros» suelen ser los más inmovilistas, si las cosas
cambian; lo cual indica una radical inmadurez y una total lejanía del
«principio de realidad», ya que la realidad en sí es esencialmente mutante y
procesual, hasta incluso contradictoria y dialéctica. Ser poseído del miedo a
la dialéctica de lo real es la mayor muestra no sólo de inmadurez, sino de
narcisismo infantil, de espaldas al «principio de realidad», que puede darse.

No: la madurez real y efectiva implica esencialmente la independencia de


todo condicionamiento y estado de cosas estatuido, y puede ser inadaptativa,
si la sociedad en que se vive amenaza de alienación a quien se adapte. Esta
madurez no significa configurarse la personalidad externalizadamente según
las pautas prácticamente vigentes en una sociedad determinada, sino que
consiste en la asunción, sin miedo, de lo propio, valorándolo en su verdadero
valor, independientemente de cómo lo valore el entorno social (lo cual no
puede ser menos «adaptativo»), y poniéndolo en rendimiento desde uno
mismo, de acuerdo con la propia visión de la realidad, siempre que esta
visión sea objetiva y no emocionalmente desviada.

La personalidad que llega a ser así, no depende de ninguna circunstancia


externa, para vivir integrada y autoidentificada, y es capaz de valorarlo y
criticarlo todo desde sí misma, desde sus propias evidencias intrínsecas y no
desde un sistema aprendido (o desde criterios convencionales y
coactivamente impuestos, aunque se denominen «libertarios» incluso).
Conforme se va avanzando en edad, cada vez se explica uno menos cómo
puede haber sujetos de «edad madura» que no hayan extraído de su
experiencia esa independencia total de criterio, sin, por otra parte, caer en el
escepticismo o en negativismo radicalizador; sino que viven todavía de lo
vigente y publicitariamente consagrado: no parecen haber vivido con los ojos
adultamente abiertos.

Igualmente cabe decir de la productividad. No pocas veces se ha entendido


este término, cuando lo hemos empleado, en el sentido de un pragmatismo
oportunista o de una «eficiencia» del éxito, a la americana. Pero nuestro
concepto de productividad es psicoanalítico y tampoco tiene que ver con
estas consagraciones publicitarias... Lo que significamos con ello es el incidir
de la conducta positivamente en la realidad del momento, de modo que se la
vaya trasformando en estados o constelaciones de elementos siempre viables
y altruistamente beneficiosos (no lucrativos o pragmáticos).

El neurótico, o la personalidad no productiva actúa, pero simbólica y


defensivamente, y esto no incide de modo positivo en la realidad del entorno;
sino que, o no la trasforma, y por el contrario la inmoviliza, o si la trasforma,
no es en estados ulteriormente viables y beneficiosos para sí y para los demás
sino en estados inviables, sofocantes, opresivos o exclusivamente
beneficiosos para sí, mas no para los demás (narcisistas, analmente posesivos,
oralmente absortivos, fálicamente ostentosos, etc.); pues no es la realidad
aquello con lo que se enfrenta, sino la cortina de símbolos y de afectos
desintegrados con la cual combate, o de la cual pretende beneficiarse
fantaseadamente, y con ello arrolla o anula los derechos y los procesos
realizativos de los demás.

En definitiva, mismidad, madurez y productividad vienen a significar


combinatoriamente un existir desde la propia realidad personal, asumida en
todas sus dimensiones y con todas sus consecuencias en un constante
contacto comúnmente beneficioso, con las exigencias objetivas de la realidad
en que se existe, prosiguiendo el proceso de la propia realización efectiva y
lúcidamente prevista, sin perturbar por ello los procesos realizativos de los
demás (individual y colectivamente considerados), con total elasticidad de
impulsos, afectos, ideas y procedimientos.

Tal vez, una personalidad presente, a pesar de todo, rasgos infantiles, o


rarezas y excentricidades (como suele ocurrir en los genios y los artistas
creativos), pero si todo ello es asumido, integrado y activamente vivido en
orden a conectar (quizá de un modo peculiar y específico, no muy común)
con el entorno real productivamente, esa personalidad puede considerarse
como plenamente madura, y más que otras más convencionalmente adaptadas
a unas pautas externalizadas, no vividas desde sí mismo.

Por lo tanto, puede ser un error tratar de forzar a los pacientes a «adaptarse» o
a trasformar su personalidad de acuerdo con tales pautas (y por eso algunos
se resisten a la terapia, por miedo a tales cambios, más bien alienantes que
terápicos), sino que lo único necesario es ayudar a que se asuman tal como
ellos son y a explotar esa mismidad propia, para abrirse más, ya sin miedos
infantiles, al «principio de realidad» o a la realidad concreta de su entorno,
actuando en ella efectivamente (no de modo simbólico, emocional o
defensivo) en la tensión dialéctica de la «fidelidad» a lo real y de la
«fidelidad» a sí mismo.

La fidelidad a sí mismo no es la fidelidad ni al pasado ni al presente, sino al


futuro (todavía inexistente, pero incoado) y que va a superar (Aufhebung) a
aquel pasado y a este presente. No es una «fidelidad» a lo que se está dejando
de ser, sino a lo que se debe ser, que es, en cada etapa, algo distinto; en todo
caso, «fidelidad» al ser como proceso vectorial y no al ser como fijación
tradicional112.
112 Podría parecer que no puede haber tal «tensión dialéctica», ya que
la realidad es «una» y «es como es» y a ella pertenece también el sujeto
curado, pero no es así.

En primer lugar el sujeto humano se halla desfondado, aunque esté


perfectamente sano y equilibrado, y ha de resolver el problema de sus
opciones y de su libertad, así como el de los niveles de realidad que
deben ser tomados en consideración cada vez, y hasta los criterios de
enfoque y de valoración, el punto de vista y el tipo de procesos mentales
que deben funcionar en cada caso.

El sí-mismo que hemos de identificar, no «traicionar», y promover no es


un «objeto» hecho que se ofrece al conocimiento objetivo, sino un
proceso de procesos que se automodifican al autoconocerse y al
autoconocerse desde un punto de vista y en un aspecto determinados
desde otro punto de vista y según criterios cambiantes, optativos y hasta
arbitrarios. Pero, además, en este sí-mismo lo más real y decisivo para
su identificación no es lo dado, lo sido y lo ya acabado en un «pasado»
más o menos remoto o reciente, en un casi-presente que está acabando
de «pasar», sino precisamente lo no dado como objeto, lo problemático,
las meras posibilidades (que se ignora todavía si realmente existen o
son una ilusión), el «proyecto», lo que se tiende a ser (sin saber si se
puede), lo futuro y lo incierto. La «fidelidad» a sí mismo no es un
atenerse a esquemas consagrados, para repetirlos indefinidamente, sino
todo lo contrario: es un anticiparse conductalmente al futuro
(superando dialécticamente el pasado) en la previsión de lo que habrá
de ser adecuado a unas circunstancias y unas exigencias que todavía no
existen y seleccionando unos elementos de juicio y unos valores (entre
otros muchos que no se filtran) según un criterio, también seleccionado
entre otros muchos, sin otro criterio ulterior que una intuición, en gran
parte gratuita, o un estado emocional en definitiva, o la presión de unos
intereses de grupo o unas urgencias del momento...

El «inmovilismo» no entiende esto, es en el fondo positivista y parece


imaginar que lo real es lo hecho, lo confectum (es decir, lo muerto) y
que no va a modificarse en el futuro, por lo tanto, lo que no tiene futuro
(si tuviera futuro no podría ya considerarse como hecho). Por eso, todo
aquel que de un modo u otro adolece de tendencia inmovilista (ésta
puede no ser total, como en cierto conservadurismo ético) se bate
siempre en posiciones perdidas, es «abogado de causas perdidas» o
polemiza acerca de cuestiones que acaban de perder su interés. Ser
realista no es atenerse a la realidad actual, sino anticiparse a la futura,
mas con el riesgo de no acertar en lo que vaya a ser en el futuro la
realidad (que siempre es proceso).

Por eso, ser «fiel a sí mismo» no es atenerse a lo que se es ya, sino


prever —en el riesgo— lo que se va a tener que ser, y al mismo tiempo
determinándolo precisamente por este mismo preverlo. Ser «fiel a sí
mismo» es acertar con lo todavía oculto e ignorado de sí mismo (en
cuanto posibilidad) y elegir aquellos elementos del pasado que han de
permanecer y los que han de ser eliminados para que esas posibilidades
se realicen; no es ser «fiel» a lo que es, sino precisamente a lo que
todavía no es, pero en el riesgo de obligarlo a ser aunque no debiera
haber sido. No puede el sujeto mantenerse a la expectativa de lo que
tendría que ser, sino que su mera previsión ya determina lo que va a
ser, ya le compromete en ello, en algo tal vez que no tendría futuro y
que, por el mero suponer que lo tiene, ya se hace presente, sin haber
sido un futuro realmente tal: es decir, un «aborto», pero un «aborto» de
sí mismo...

Por eso, los inmovilistas temen el futuro y prefieren atenerse a lo dado,


pero lo dado ya ha dejado de ser real y, sin el horizonte de riesgos del
futuro, está muerto. De lo que se deduce que el ser humano, para
acertar en el presente, ha de ejercitar una capacidad angustiosa de
precognición del futuro, y cuando no la ejercita o no la posee, fracasa.

Igualmente sucede con la «realidad» objetiva, a la que también hay que


ser «fiel»: tampoco es algo dado, sino en proceso y modificable por el
mismo ser asumida o rechazada por el sujeto. De todas las
posibilidades y elementos actuales de que consta y que ofrece el sujeto
ha de hacer siempre una selección en virtud de unos criterios no
previamente dados tampoco, sino improvisados y anticipados al hilo del
proceso, en el riesgo de malograr sus posibilidades reales en favor de
otras ilusorias. Así, el mundo siempre se trasforma, pero puede
trasformarse mal. La «fidelidad a lo real» no es el atenerse a lo ya sido
del mundo, sino a lo que el mundo (o el entorno particular de cada
sujeto) tendría que llegar a ser en el caso de acertar (y con el riesgo
inminente de equivocarse).

Esta problemática y los elementos que en cada caso entran en juego ha


sido más ampliamente expuesta en los tres primeros capítulos de
Terapia, lenguaje y sueño (como presupuestos de la curabilidad y de la
curación psíquica), en Dialéctica del concreto humano y en nuestro
Tratado de las realidades, y de la intimidad y de los saberes.

Como parece evidente, el terapeuta ha de apoyar al paciente, en la


última etapa de su restablecimiento, para que asuma el vértigo del
futuro, y si no, si el vértigo del futuro le paraliza o le intimida, no está
todavía curado y podrá recaer en cualquier momento.

Mas para llegar a ello, el analista ha de ir apoyando al paciente en sus


vacilaciones, resistencias y temores y activando translaborativamente el
proceso, a base de la energía abreactivamente liberada, y valiéndose del
material simbólico y emocional en que esa energía (liberada, o todavía no
liberada) se manifiesta a nivel consciente. En esto, volvemos a repetirlo, se
cifra la esencia de la diálysis. Y a este efecto ha de manejar un doble grupo
de técnicas: las técnicas activadoras y las técnicas hermenéuticas.

La transferencia, las interpretaciones (dosificadas) y la aceptación afectiva


del caso han de ir apoyando su translaboración, día a día y mes a mes, en los
que el paciente ha de ir «pacientemente» dejando emerger material
significativo, elaborándolo concienciativamente, dirigiéndolo e integrándolo
en su esquema afectivo-personal total, haciendo insight y asumiéndolo, en
orden a una conducta productiva orientada hacia la realidad; y
simultáneamente ha de ir controlando la dinámica abreactiva y soportando sin
miedos la activación de la libido (sin actings intempestivos) y su incidencia
en la realidad.

Así, la resemantización y la dinamización irán paralelas y llegarán a confluir


en una maduración vivencial de la personalidad y en su definitiva orientación
práctica (sin proyecciones infantiles ni emociones emergentes obnubilativas).
Y esta coincidencia de insight (o evidencia comprensiva intelectual) y de
vivenciación afectivolibidinal concreta instalará al sujeto (que ha dejado de
ser «paciente») 113 en su realidad mísmica efectiva y en la realidad de su
entorno objetivo, sobre la base consistente y sólida de sus posibilidades
psicovegetativas y de los cauces que la realidad social y práctica ofrece a su
realización (sin ilusiones ni crispaciones por no encontrar los cauces
fantaseados).

113 En realidad, la denominación de «paciente» no es feliz y es, una vez


más, una metáfora tomada de la Medicina interna o traumatológica (la
Psiquiatría es una rama prematuramente nacida de la Medicina y
cortada por patrones inadecuados a la realidad psíquica del hombre). A
los sujetos de un tratamiento psicoterápico (y mucho más si son
simplemente neuróticos) debería dárseles una denominación especial y
propia que nada tuviese que ver con la de los enfermos clínicos; por
ejemplo, la de asistido, pues verdaderamente se le asiste (lit. se está a su
lado = ad-sisto en latín) en relación transferencial precisamente.

Podrían arbitrarse también otras denominaciones más neológicas y


menos usadas, pero que al emplearse perderían su dureza y tendrían la
ventaja de no connotar ningún otro campo que no fuese propio de la
psicoterapia. Así, podría llamárseles tratado o tratando, reajustando,
terapiado, dialyzado, realizando, aportador (de material analítico y del
«caso») o simplemente aliado clínico (del diván, no de la cama de
operaciones o de la estación hospitalaria).
4. EFECTOS TRANSFERENCIALES
MÚLTIPLES
Aplazando hasta el capítulo siguiente la práctica de la translaboración,
pueden especificarse los efectos de la transferencia de modo típico, lo cual ha
de servir para controlarla mejor, ya que hace esto posible considerar en cada
momento del proceso terápico sus funciones y su grado de eficacia.

Los tipos de efectos de la transferencia pueden reducirse a siete:

1. Efecto «testigo».
2. Efecto «espejo».
3. Efecto «pantalla».
4. Efecto «regresión».
5. Efecto «descarga».
6. Efecto «despliegue».
7. Efecto «injerto», que a su vez presenta los componentes siguientes:
a. Confianza básica.
b. Comunicación de inconscientes.
c. Clima afectivo apropiado.
d. Inducción energética.

Y estos efectos pueden, a su vez, agruparse en tres categorías: los tres


primeros se reunirían bajo el común denominador de efectos apoyativos o
reflectantes; los otros tres, bajo el de efectos dinamizadores, y el último bajo
el de efecto complexivo. Examinémoslos más en detalle.

El efecto «testigo» se produce cuando el analista es sentido como


representante de la sociedad, del «fuero externo», que compromete y «toma
la palabra», de modo que las verbalizaciones, los insights, las confirmaciones
de las hipótesis formuladas (por somatizaciones, sueños, imágenes o
reacciones afectivas) le resultan al paciente irreversibles y efectivas por
haberlas conocido su analista. Sería la confirmación de la tesis de Sartre: «los
demás nos fijan en nuestro yo». El analista encarnaría el principio de
realidad, en función del cual no puede negarse ni anularse lo que una vez ha
conectado con él, que queda literalmente «realizado»: hecho realidad.
Por el efecto «espejo» el analista refleja, objetivándolo, lo que el paciente
proyecta sobre él, emite, hace o afirma. Todo lo flotante y lo amorfo y no
localizable, que antes actuaba, bien en la intimidad del sujeto, bien
desplazado hacia los objetos, pero de modo huidizo y cambiante, queda ahora
concretado en el analista que lo desarticula, examina, hace examinarlo
analíticamente, o le confiere el relieve y la determinación objetiva necesaria,
para que el paciente lo conciencie, lo examine, lo desactive, desmitifique y
desemocionalice, haciéndole perder poder persecutorio, obsesivo, fijativo o
fascinante.

El analista recibe los mensajes del paciente y se los devuelve especularmente


objetivados, localizables y determinables, desgajados de la masa emocional y
subjetiva de lo subconsciente y convertidos en objetos de reflexión y de
análisis, y, por añadidura, interrelacionados y hasta sistematizados, es decir,
en las mejores condiciones posibles para hacer insight acerca de su
significado y de los mecanismos o relaciones reales que ocultan.

El efecto «pantalla» o, tal vez más exactamente «maniquí», es el más


típicamente transferencial, aunque análogo al anterior. Puede decirse que sólo
se diferencia de él en la naturaleza de lo proyectado: en el efecto «espejo» el
analista objetivaba y devolvía toda clase de mensajes del inconsciente del
paciente, en el efecto «maniquí» sólo inviste roles inconscientemente
atribuidos y proyectados por el paciente sobre él, como el maniquí inviste
prendas adaptadas a su contorno y que no le son propias ni confeccionadas
para él.

Aquí es mayor el grado de objetivación y de relieve adquirido por lo


proyectado, pues ello no viene meramente recogido, reformulado,
interpretado e interconexionado con otros contenidos proyectados, sino que
llega a encarnar el analista mismo las imagines y los roles proyectivos y a
conferirles un relieve real y objetivo en su persona, lo cual suscita en el
paciente una serie de recuerdos, de vivencias, de relaciones y de situaciones,
no proyectadas previamente, pero «arrastrados» a la conciencia por su
enfrentarse con una imago multidimensionalmente objetivada ; casi hecha
afectivamente realidad (y no meramente verbalizada) en otra persona viva
que le compromete, en otra persona sentida como real y como portadora
efectiva de esa imago o de ese rol; lo cual es evidentemente más que un mero
«reflejar» y más movilizador u operante sobre mecanismos y barreras.

El efecto «regresión» o ucrónico puede considerarse como la consecuencia


práctica, dinamizadora e inmediata del efecto «pantalla» o «maniquí»: el
paciente, apoyado en el analista, investido éste de diversas imagines y roles,
puede ya, de una parte, revivenciar regresivamente situaciones, relaciones y
emociones tempranas e infantiles, que con anterioridad a la relación
transferencial, se le hacían penosas o muy huidizas (y también, tal vez,
estaban profundamente reprimidas) y que ahora, gracias a la libido ligada al
analista y a la concreción que en él han adquirido las imagines, ya presentan
una cierta tolerabilidad, mientras que las pulsiones han podido adquirir mayor
movilidad, al ser drenadas por su posibilidad de desplazamiento hacia el
analista.

De otra parte, las demandas suscitadas por esto mismo, al ser frustradas (en
virtud de la pauta «de la abstinencia») provocan regresiones cada vez más
remotas, hacia niveles infantiles más arcaicos, lo cual permite desreprimir y
recuperar cargas de energía libidinal siempre mayores y más básicas.

Llamamos a este efecto también ucrónico porque, en realidad, la regresión


supone ante todo una ucronía, es decir, una flotación del proceso (o de la
intimidad del paciente) por encima del encadenamiento temporal, un
sumergirse hacia niveles fuera del tiempo; lo cual hace posible precisamente
la reversibilidad de los procesos de constitución de la personalidad y, por lo
tanto, la recuperabilidad de las posibilidades y de las energías, hasta entonces
malogradas o paralizadas por la represión y por otras presiones superyoicas o
traumáticas.

El efecto «descarga» va también asociado al efecto «maniquí»: la


objetivación proyectiva de las imagines y la abreacción que suscita hacen
posible una desactivación de las cargas libidinales inobjetivamente asociadas
a la imago (o a los recuerdos traumáticos), o una distensión de su poder
generador de presión, y de tensiones, productoras, a su vez, de angustia o de
compulsiones (al hallarse las cargas libidinales anómalamente concentradas,
por el efecto de las barreras represivas, o por no poder drenarse en forma de
realización de deseos, conectados con el «principio de realidad»).

Precisamente la realización, siquiera sea fantaseada, de deseos tolerados o


aprobados por el analista, investido suplementariamente como «principio de
realidad», es el resorte de una abreacción inicial en la mayoría de los casos. Y
lo que este efecto «descarga» supone respecto de las cargas libidinales, lo es
el efecto «despliegue» o «deshielo» para los afectos asociados a esas cargas,
o a sus estados represivos y a las imagines y roles u «objetos internos», que
transferencialmente se objetivan, para poder ser desactivados analíticamente.

En efecto, la tolerancia transferencial crea un clima distendido y hasta


«cálido» (si se transfieren y contratransfieren sentimientos de confianza
mutua, de admiración o de relaciones filiales y fraternas positivas) que no
puede por menos de favorecer una progresiva manifestación del fondo
emocional del paciente, un progresivo activarse expresivamente las
constelaciones de afectos y de otros elementos inconscientemente reprimidos
(afectivamente sobredeterminados). Lo que el paciente nunca se había
atrevido a sentir, aunque inconscientemente le presionase, o no se había
atrevido a concienciar, aunque lo sintiese, o había rehuido expresar, puede
ahora admitirlo, pues se halla amparado y apoyado por la tolerancia y la
confianza del analista (cuando se da tal tipo de relación óptima con él).

Y en este clima, la vida afectiva profunda del paciente se distiende y explaya,


produciendo no sólo el correspondiente desahogo y aceptación de sí mismo,
sino la posibilidad de contrastarla con el «principio de realidad», de medir
objetivamente sus alcances (con la consiguiente disolución del miedo
infantil) y de desarticular sus constelaciones indebidamente prementes (con
efectos depresivos) o maníacamente mitificadoras de objetos.

Gracias a este efecto «despliegue», las presiones afectivas, angustiosas,


exaltantes u obsesivas, que la personalidad poco elástica del paciente
experimentaba, se distienden, la vida afectiva concreta se acepta lúcidamente
(tal como ella sea y como base de una translaboración, que ulteriormente la
vaya modificando adecuadamente) y la misma activación de los efectos
facilita la abreacción de los elementos pulsionales paralizados o incontrolada
y sustitutivamente activos.

Como se puede apreciar fácilmente, ninguno de estos efectos dinamizadores


podrían tener lugar de no darse una dualidad de sujetos, o de no existir entre
ambos una relación transferencial; y no es posible que un sujeto, dejado a sí
mismo en su «autoanálisis», pueda objetivar hasta tal punto sus contenidos
inconscientes y, sobre todo, pueda dejar fluir sin miedo y sin un objeto
proyectivo sus afectos y sus pulsiones.

Finalmente, el efecto «injerto» es el más complejo de todos y engrana ya con


los aspectos contratransferenciales de la relación dialytica: en casos óptimos
se da una especie de «incubación» o de regestación de la personalidad del
paciente por la personalidad del analista, que se injerta en aquélla para
activarla y vertebrarla adecuadamente.

La posibilidad de comunicación profunda, una comunicación que trasciende


los planos verbal, social y conceptualizable y que se sitúa a niveles concretos
y profundos, participativos y vivenciales, se halla condicionada por la
confianza básica (según el término acuñado por Erikson). De no existir ésta,
no es posible que el paciente se confíe o se avenga a una comunicación tan
sin condiciones, a una participación de personalidades tan estrecha y a un
influjo apoyativo y vertebrador tan inmediatamente efectivo y sin la distancia
y las defensas de la objetivación conceptual, la simbolización verbal o las
convenciones sociales.

En estos casos de relación transferencial óptima, se reproduce la inmediatez


de la relación parentofilial primaria, en la que los padres influyen en la
personalidad del hijo por osmosis e incubativamente, y no por persuasión
consciente. Precisamente estos influjos son los que algunos sujetos rechazan
y actúan reactivamente contra ellos, cuando la personalidad de sus padres no
es aceptada (y es criticada ya en la edad adulta). Por eso no puede producirse
en la diálysis tampoco, si no se cuenta con esa confianza básica, que
rectificaría (en una especie de «experiencia emocional correctiva») el influjo
parental primario rechazado y perturbador.

La presencia o la ausencia de esta confianza y del efecto «injerto» es el factor


que explica las grandes diferencias que existen de un caso a otro, en ritmo y
rapidez del proceso, en clima de comunicación, en frecuencia de insights, en
poder translaborativo y en asunción y vertebración de la personalidad.

Hemos asistido a casos en que todos, o la mayoría, de estos aspectos han


funcionado eficazmente, y casos en los que no ha sido así, sino que la
comunicación era escasa, dificultosa y superficial (o el paciente hacía
constantes rectificaciones y observaciones acerca de la incomprensión que
hallaba por parte del analista o de lo no acertado de sus interpretaciones); las
sesiones transcurrían monótonamente y dando la impresión de que nada o
casi nada sucedía, y se tenía la sensación de que palabras, técnicas activas,
dialécticas y situaciones estratégicamente psicodramatizadas se estrellaban
contra una coraza compacta de reservas y de indiferencia. Tales casos, en el
analista, producen un intenso aburrimiento y pueden fomentar peligrosamente
el desinterés hacia ellos (y, si después de tiempo, no se hallase mejoría alguna
en la relación, no habría otro remedio que cambiar de analista, si es que el
paciente no hubiese abandonado ya la terapia...), con la consiguiente
contratransferencia negativa.

Muchas veces no depende de la personalidad del analista (lo cual sería un


efecto contratransferencial), sino de las defensas y resistencias que le opone
el paciente (tal vez por encontrarla demasiado eficaz o, como hemos
comprobado algunas veces, por prejuicios ideológicos de parte del paciente),
pero se advierte que en los grandes clásicos del psicoanálisis tales casos eran
mucho menos abundantes que en la práctica de sus epígonos, por carecer
algunos de éstos de la personalidad profesional y humana suficiente para
fundamentar esa confianza básica y ese «injerto» de personalidad.

Puede, sin embargo, ocurrir que un paciente determinado congenie más y sea
más susceptible de «injerto» con un discípulo que con el maestro de una
escuela; eso sí, si un analista observase que en su práctica abundan tales tipos
de casos, debería reexaminar si es que su personalidad, no es adecuada a tal
tipo de terapia y si debe seguir practicándola, o si tendría tal vez que seguir
psicoanalizándose, hasta adquirir una personalidad más cualificada en este
sentido. Desde luego, la comercialización de la práctica y el elitismo
económico que los honorarios elevados ocasionan, podrían ser la causa de tal
falta de comunicación profunda y de confianza básica.

Hay que tener, pues, en cuenta dos puntos muy importantes: aunque el
analista haya de ser una pantalla neutra y objetiva, su personalidad concreta
influye en el caso y constituye un verdadero instrumento terápico (o
antiterápico) que, por sí mismo, ejerce un influjo específico en esos aspectos
dinámicos e incontrolables de la relación. Con respecto a la comercialización
de la Psicoterapia, hay que tener en cuenta que ésta (y más el psicoanálisis y
la diálysis) es algo tan concreto y ceñido a cada circunstancia, como el arte y
la artesanía, que no es posible ser eficaz «despachando» impersonal y
formulariamente a todo cliente que se presente, interese, o se le interese o no,
sin una dedicación concreta y modulada por su mismidad personal.

La comunicación profunda supone la de los inconscientes de ambos sujetos


de la relación transferencial, en diverso sentido y de diversos modos (algunos
de los cuales expusimos en el capítulo anterior):

A. Por parte del analista:


Intuir la dinámica inconsciente de la neurosis o de elementos
ocultos de la misma, anticipando datos in-explícitos (efecto
contratransferencial).
Cometer actos fallidos verbales que hacen insight en el paciente
(como refiriéndose a su mujer decir «madre»).
Acertar hermenéuticamente dejándose llevar de la libre asociación,
de modo que el paciente se sienta impactado e inconscientemente
comprometido por la interpretación.
B. Por parte del paciente:
Soñar o fantasear eidéticamente situaciones, nombres u objetos que
son familiares al analista (o que éste ha vivido o experimentado
recientemente) y que el paciente ignora114.
Soñar con expresiones en lenguas desconocidas del paciente, pero
familiares al analista115.
Premoniciones acerca de situaciones y problemas que afectan al
analista, pero percibidas por el paciente (a veces muy
intensamente) 116.

114 Un paciente sueña que se halla exactamente en la misma situación


(mirando el escaparate de una librería y pensando sobre un tema) en
que la tarde anterior nos habíamos encontrado, en realidad, y de modo
que la continuación del sueño demuestra que en él se sigue tratando del
tema que estuvimos considerando delante del escaparate la tarde
anterior (naturalmente, el paciente no se había comunicado con
nosotros ni había podido conocer nada, por información a nivel
consciente, de esas reflexiones ante el escaparate de una librería, que
habían supuesto algo especialmente importante y absorbente para
nosotros).
En otros casos se producen percepciones que pudieran catalogarse de
extrasensoriales, pero en sueños. Un autor conocido nuestro, tras
acabar la corrección de las pruebas de imprenta de una obra, las vuelve
a ver pasar, en sueños, sin distinguir renglones ni palabras, hasta que al
llegar a una determinada ve claramente el número de la paginación y
un solo renglón, con toda nitidez, y mientras lo está leyendo, escucha
una voz que le indica el verdadero texto. Al despertar revisa las pruebas
y comprueba que habían quedado dos pegadas y no había podido ver ni
corregir la errata vista en sueños.

Naturalmente, esto no es ningún fenómeno paranormal, sino una simple


percepción extrasensorial, en sueños.

Igualmente nos sucedió hace veinte días escasos: teniendo que


emprender un viaje en coche, nos habíamos acostado con la
preocupación de una posible avería de que nos habían advertido en el
taller. Durante el sueño percibimos en imagen eidética
extraordinariamente nítida la rueda delantera derecha con una
deficiencia. Al llevar el coche al taller, después del viaje, descubren una
pieza gastada y a punto de avería precisamente en esa rueda (con un
mayor peligro de accidente que el que suponía la avería de que
anteriormente nos habían avisado).

De estas y otras experiencias que podríamos seguir citando, se deduce


que existen modos de percibir la realidad objetual que no dependen de
los sentidos orgánicos, sino que se producen de forma más directa,
menos mediada, aunque inconsciente. Cuando se entra en una relación
tan estrecha como la terápica (que interesa tan directamente los
estratos inconscientes) es muy lógico que comiencen a producirse
percepciones de este tipo de parte del paciente o del analista.

115 Varios pacientes sueñan con palabras no castellanas, pero que


encierran raíces de lenguas conocidas por el analista que a éste suelen
decirle mucho y que, recurriendo a su traducción al castellano, también
significan para el paciente.

116 A veces, los pacientes, tal vez para defenderse y huir, aluden a
problemas personales del analista. Naturalmente no debe entrarse en
discusión sobre ellos, pues sería caer en su trampa, sino que hay que
devolverles especularmente su propia imagen al preguntar tales cosas.
Pero lo que sí se advierte es, a veces, una extrañísima intuición o
lucidez para captar la problemática personal de su analista.

El paciente siempre ha de tratar de salir del tema que le compromete y


comprometer, defensivamente, al analista en el discurso (sobre todo en
momentos especialmente comprometedores), así que le dirigirá
preguntas y querrá informarse de muchas cosas que no hagan al caso.

El arte dialógico del analista ha de consistir en todo momento en


«devolverle la pelota», reconvirtiendo sus preguntas dirigidas a él, en
otras tantas inquisitivas (mayéuticamente al menos) del significado
profundo de haber hecho tales preguntas y de haberse querido salir del
tema que antes se trataba.

Y, en general, podría calificarse esta comunicación profunda como empatía


de inconscientes, la cual abre una serie de vías de acceso al caso, sutiles e
incontrolables, pero dinamizadoras del proceso. Aunque la curación tarde en
producirse, por lo menos el intercambio de mensajes, las identificaciones y
los insights abundan, y las sesiones resultan acentuadamente estimulantes
para ambos, en el sentido de emergencia de material, de interpretación y
elaboración del mismo y de interés espontáneo por el caso.

La constelación de un clima afectivo apropiado supone problemas


suplementarios. Sacha Nacht advierte que el rasgo fundamental del analista
ha de ser la «bondad», y nosotros diríamos, además, que el cariño a los
pacientes es la base para su «descongelación» o la reabsorción de su miedo
básico, pues precisamente la falta de cariño, o los cariños parentales
distorsionados, han sido tal vez la causa de su desajuste. Y, sin embargo, esto
puede prestarse a malentendidos en la práctica.

De un lado, la «bondad» de que habla Nacht no puede ser forzada ni fingida,


pues esas bondades provocadas suelen adoptar un tono untuoso y falso
intensamente repelente para el paciente. Y además, si llegara a confundirse
esa «bondad» con una cierta blandura de carácter, haría inservible la
personalidad del analista como instrumento terápico, pues las personalidades
débiles o conflictivas exigen de quien les apoya energía, consistencia y
seguridad; aparte de que los componentes masoquistas de cada paciente
requieren una cierta agresividad o dureza en el trato para sentirse estimulados
y estimar al analista.

De otro lado, lo que nosotros llamamos «cariño» no puede confundirse con


afecto adhesivo, con una relación «demasiado humana», ni con un entrar en
el juego seductor del paciente (sobre todo en el caso de las histéricas), sino
todo lo contrario.

La conducta del analista ha de ser perfectamente controlada, sobria, exigente


(tácitamente al menos) y hasta dura, y no condescender con las veleidades
(cambios de hora caprichosos) y las demandas del paciente; pero éste ha de
advertir, en todo ello, una estima auténtica de su persona, una intención
sincera dirigida hacia su bien y una captación afectiva de su concreción
personal unida al aprecio real de la misma. Y esto es precisamente lo más
genuino y esencial del cariño humano.

Un paciente que capta este clima afectivo no abandona la terapia y


responderá positivamente a las exigencias de superación y de mejoría del
analista, que, en último caso, podrá jugar con el resorte de una amenaza de
retirarle este aprecio si el paciente no llega a merecerlo por su colaboración y
su recurso a las fintas y trampas (involuntarias, pero efectivas) en las
estrategias defensivas.

Queda, pues, claro que lo dinamizador del proceso terápico puede


denominarse «afecto» y hasta «cariño», pero entendidos de un modo muy
básico, como aprecio de la realidad concreta del paciente que le capta
afectivamente en su mismidad peculiar (aceptando incluso sus limitaciones y
defectos tolerantemente) y muestra la intención efectiva y sincera de
ayudarle, apoyarle y liberarle psíquicamente, no por ser un «caso» más, ni
menos porque «paga», sino por ser él mismo y para que lo sea. Y aquí radica
lo más cualificado y apoyativo de la relación transferencial.

Las manifestaciones anecdóticas y expresivas de este «cariño» han de


modularse dosificada y estratégicamente, para que hagan su efecto persuasivo
y no creen ilusiones e incidan perturbadoramente en el proceso, orientadas
constantemente por el «principio de realidad». Pero más bien han de consistir
en la percepción infraliminal, por parte del paciente, de una autenticidad de
trato y una efectividad de intención humanitaria y fraterna, que le entone y le
convenza por su misma presencia en la relación terápica.

Para poder apreciar a los pacientes de esta manera, claro está que ha de
adiestrarse el analista en una percepción altruista y concreta del otro, en una
philanthropia (literalmente entendida) o, si se prefiere, en una agapé muy
inmediata, concreta y singular, que podríamos calificar de «núcleo
dinamizador» y motivador en la «vocación» de terapeuta (igualmente debería
llegar a ello el médico y el pedagogo) y que, para su logro, requiere una
elaboración disciplinada e interior de los afectos, que de egoístas se cambien
en altruistas, y de individualistas, en grupales y hasta en universales.

Lo que, sin embargo, ha de evitarse cuidadosamente es dar pie a que el


paciente fantasee narcisísticamente un «cariño» sensual y libidinoso que le
fije más en sus ilusiones gratificativas, opuestas al «principio de realidad», o
mostrar una distancia y frialdad «científicas» que le creen la sensación de ser
meramente un «caso» y un «objeto» de experimentación para su analista. Así
como lo anterior perturbaría sustancialmente el proceso terápico, haciéndole
degenerar, esto solamente lo retardaría (o lo podría hacer incluso ineficaz),
mas sin perturbarlo intrínsecamente; sin embargo, aunque sería menos
arriesgado, no es en absoluto deseable, pudiendo dinamizar la terapia y
garantizar más seguramente su éxito, si tampoco se cae en este extremo.

La inducción energética, por fin, es un efecto parcial extraordinariamente


interesante y que constituye el «injerto» propiamente dicho. Cuando ello se
produce (puede no producirse, sin por ello comprometerse el éxito de la
terapia), el paciente se ve reforzadamente ayudado en su recuperación, pues
el analista acierta a prestarle su energía personal (en una especie de
respiración artificial psíquica) y su capacidad de entusiasmo, de visión clara y
motivante de las realidades y de percepción confiada y apreciativa de los
demás (por lo cual, ya se puede suponer el interés que tiene el poder
desarrollar todo ello en uno mismo, para ser eficazmente analista).

Para comprender la eficacia terápica de este recurso puede imaginarse el


efecto motivador, dinamizador y hasta trasformativo de la propia mentalidad,
que pueda tener el haber colaborado y mantenido un estrecho contacto
intelectual y vital, o práxico, con alguna figura muy cualificada de la historia.
Es lo que a algunos discípulos, no demasiado geniales, de algunos pensadores
o científicos les dota de unas cualidades suplementarias muy apreciables para
la posteridad, por el hecho de haber sido «discípulos» de tal hombre y de
haber convivido con él durante algún tiempo, hasta dejarse impregnar en su
fondo afectivo, en sus enfoques y en sus métodos, por esa personalidad
extraordinaria (que cada cual imagine el efecto de esta convivencia con el
personaje histórico que más signifique para él, si hubiese podido
experimentarlo en sí mismo). Desde luego entre los discípulos inmediatos de
cada gran personalidad histórica (científica, político-ideológica religiosa o,
incluso, artística) no suelen darse vulgaridades y casi todos reflejan, todavía
por mucho tiempo, la energía y el genio irradiados por el maestro.

Se dirá que no es posible repetir el caso a propósito de cada psicoterapeuta,


pues no debe suponerse que vayan a ser tales personalidades «fuera de serie».
Y se llevaría razón si se tratase de una inducción cultural (científica,
ideológica, etc.), pero si de lo que se trata es de un «injerto» de realismo, de
visión objetiva de las realidades y de plenitud afectiva equilibrada, y nada
más, sí que hay que suponer y que exigir tal cualificación en todo
psicoterapeuta; para eso ha de haberse tratado antes psicoanalíticamente y se
le exigen tantas horas de terapia didáctica y efectiva. Y si ello no se produce
es o porque él no sirve para terapeuta o porque su maestro no ha servido
como maestro... (o los métodos empleados por éste eran equivocados e
insuficientes, y no le han devuelto del todo la plenitud de sus disponibilidades
afectivas y libidinales).

Sin duda que habrá diferencias de unas a otras personalidades, y que tratarse
con un analista «genial» resultará más eficaz y enriquecedor que hacerlo con
un adocenado (aun dentro de esta cualificación indispensable), pero ha de
darse siempre una capacidad suficiente de «injerto» en todo terapeuta digno
de este nombre.

Lo cual no significa que toda personalidad así cualificada ofrezca sólo


ventajas y ningún inconveniente, pues hay pacientes que se sienten oprimidos
por una personalidad demasiado rica como analista, o incluso por el prestigio
mágico que proyectan en ella. Y otros hay que precisamente movilizan y
arman sus defensas al enfrentarse con una personalidad demasiado eficaz,
que por ello les intimida, suplementariamente, al prever su poder suasorio o
sus recursos (mágicamente sentidos) para desarmar esas mismas defensas. De
modo que, en estos casos, podría resultar más eficaz otro analista de
personalidad más «gris», menos relevante, pero que motivase más la
confianza y la franqueza del paciente, sin despertar en él esas expectativas
mágicas, en el fondo resistentivas.

Entre los elementos que se «injertan», unos son necesarios y útiles y pueden
ser controlados, otros, en cambio, son suplementarios y accidentales y sería
preferible que no accediesen al paciente, pero resultan de difícil control (y en
este punto se plantea el problema de la contratransferencia como limitación
emergente en la relación transferencial). Los primeros pueden catalogarse
como sigue: energía, confianza en sí mismo, afectos, capacidad de aceptación
de la realidad y de sus objetos, capacidad de empatia (sin el freno del miedo a
«contaminarse», «disolverse» o, viceversa, «contaminar» o «poner en
evidencia una personalidad negativa») y tipos formales de enfoque y de
actitud («formales» por no afectar al contenido de lo que así se enfoca ni a la
ideología desde la cual se enfoca).

Elementos emergentes e indeseables en el «injerto» serían, por el contrario, la


ideología, los contenidos mentales y afectivos, las opciones personales, los
gustos y los prejuicios, aparte de lo que podría llamarse creación de
dependencia.

Aquí se abre la cuestión del riesgo de influjos extraanalíticos y personales en


el paciente, de tipo ideológico, cosmovisional y práctico, que todo buen
terapeuta debe evitar cuidadosamente a nivel consciente y metodológico, pero
que muchas veces son muy difíciles de evitar a nivel inconsciente,
incontrolable, afectivo y transferencial. El analista no puede evitar influir con
su ejemplo, su personalidad y su modo concreto de pensar, de sentir y de
orientar su conducta concretamente, en esos mismos aspectos
correspondientes de su paciente, y es a éste a quien corresponde, en cuanto le
sea posible, defender su originalidad personal y actitudinal, sin, por otra
parte, resistir al influjo terápico y al «injerto» del analista. Mas en las
condiciones que la transferencia crea, resultará muy difícil no sucumbir a
influjos de este tipo.

Desde luego, el analista debe controlar sus intervenciones y discernir


rigurosamente entre lo que es terapia y lo que sería proselitismo ideológico,
pero en analistas muy imbuidos de una ideología determinada y totalista (es
decir, que afecta a toda su manera de concebir el mundo, al hombre y la vida)
apenas si será posible evitarlo y, a la vez que se cura, condicionar
extraanalíticamente.

Hay otro modo de influir ideológicamente, muy frecuente en los freudianos


ortodoxos, y es la crítica y devaluación sistemática de lo ético en general (que
algunos practican), al intentar desmontar el Super- Yo infantil, mas dejando
desteñirse en ello sus propias actitudes y concepciones éticas (o antiéticas).
Esto es evidentemente abusivo y hemos tratado más ampliamente de ello en
nuestra obra, dedicada a este problema precisamente, Libido, terapia y ética
(Estella, 1974).

Y es ello abusivo porque un analista, por experto y bien informado que en


este campo sea, no es por lo mismo un especialista en ética o en ideología,
sino que en estos otros campos piensa y actúa inespecíficamente, y sería un
tipo de intrusismo extender su influjo hasta ese punto.

El paciente no establece el contrato terápico para ser influido y mediatizado


en algo distinto de su neurosis o su desajuste psíquico, es más, lo rechazaría
si se percatase de ello; luego se comete con él una injusticia si se aprovecha
la dependencia transferencial para manipularle, y más si quien le manipula
carece de los conocimientos rigurosos y técnicos en esa materia, y lo hace en
calidad de «hombre de la calle» y desde su propio entender espontáneo e
incualificado. El Derecho Penal llamaría a esto «abuso de confianza».

Esta problemática es ya claramente contratransferencial; mas si algún influjo


de este tipo es inevitable, no es en absoluto deseable, ni conforme a la técnica
analítica, ni ético procurarlo tendenciosamente, por muy convencido que esté
el analista de su ideología. Pero hay ideologías tan absorbentes y
absolutizadas que no permiten a quienes las profesan situarse, siquiera
hipotéticamente, en puntos de vista ajenos o, por lo menos, no beligerantes,
para prestar a los pacientes una ayuda técnica (que es lo que ellos han venido
buscando) y no una captación ideológica, o una sustitución de un «Super-Yo»
por otro, igualmente inespecífico y no debido a un conocimiento
especializado de esas materias ideológicas o éticas.

Prescindiendo de estos aspectos arriesgados y negativos del «injerto» de


personalidad, no cabe duda de que el apoyo cuasi-identificativo e inmediato
que la personalidad del analista presta a la del paciente, que el tono vital, la
capacidad de entusiasmo, la serenidad esperanzada, fundada en la propia
mismación, la seguridad en el mínimo de recursos propios básicos, y la
autoaceptación y vivenciación vital de los propios derechos a ser (a ser
productivo, a promoverse, a disfrutar, a ser uno mismo y a ser libre), que el
analista contagiosamenteirradie, han de producir en el paciente algún efecto
estimulante e impulsor.

Y viceversa, un analista todavía vacilante, inseguro de sí mismo, ni mismado,


no libidinalmente fluido, y sin recursos propios, aunque siempre pueda tener
alguna eficacia terápica, ésta será menor y más lenta por un defecto
contratransferencial. Pero tanto en un supuesto como en el otro, el efecto
positivo (más o menos intenso, respectivamente) del influjo del analista
dependerá esencialmente del grado y tipo de transferencia del paciente: poca
o ninguna transferencia por parte del paciente anulará o incluso negativizará
el influjo contratransferencial positivo de una personalidad potente y libre en
el analista, mientras que una transferencia muy positiva, permitirá ejercer un
influjo eficaz y positivo a una personalidad más apagada e indefinida por
parte del analista.

Puede producirse todavía una emergencia, que venga a perturbar


suplementariamente la apoyatura transferencial, se trata del hecho de las
transferencias paralelas o incidentes en la transferencia metódica, propia del
proceso terápico. Muchos pacientes, incluso, dan muestras de tender a ello,
consultando a otros psicólogos o psiquíatras, «fijándose» en amistades más o
menos autorizadas o también apoyativas, etc. Sobre todo, ocurre en las
coterapias o cuando hay un observador presente en la sesión, todo lo cual
puede perturbar, si no se manejan bien los registros, el proceso transferencial
y dialytico normal.

Caso distinto es, no tan desfavorable, cuando, por una razón o por otra, la
transferencia se reparta entre dos analistas de distinto sexo, y entonces venga
a reproducirse al pie de la letra la relación transferida con la pareja parental.
Pero aun en este último supuesto, si no se manejan perfectamente las claves
del caso y de sus transferencias, resultará más problemático el proceso que si
los juegos transferenciales se realizan, alternantemente, sobre la misma
persona de un único analista.
Desde luego, la emergencia de transferencias paralelas y difíciles de
controlar, en un determinado proceso terápico, puede llegar a hacerlo
ineficaz, pues el paciente jugará y manejará a las diversas personas, sobre las
que transfiere, de modo que unas le apoyen contra las otras, por momentos,
para no verse forzado a abreaccionar.
5. ELEMENTOS
CONTRATRANSFERENCIALES
La contratransferencia es descubierta por Freud en forma de una emergencia
indeseable en las actitudes, estados y respuestas del analista. El mismo se
excusa en una carta a Ferenczi de «los sentimientos contratransferenciales
que habían intervenido en su psicoanálisis», y en Ensayos sobre la vida
sexual (1913) la sigue conceptuando como una «resistencia del analista hacia
el caso, debida a sus propios conflictos inconscientes».

Todavía en Freud domina el criterio, que podríamos calificar de


intelectualista, de que el analista ha de ser una instancia especular, neutral y
opaca, en su humanidad concreta, a los pacientes, que solamente refleje lo
que ellos proyecten; y, por lo tanto, toda manifestación o proyección
incontrolada por parte del analista habría de resultar necesariamente
peligrosa, perturbadora e indeseable. Freud veía en el fenómeno
contratransferencial algo más, más profundo y más complejo, que en el caso
de la transferencia.

Todavía Winnicott y Stern entienden, bajo este término, lo incontrolado,


proyectivo y perturbador por parte del analista y Gitelson, las limitaciones
específicas de la personalidad concreta del analista, puestas en evidencia con
determinados pacientes; o Hoffer: «las relaciones y reacciones intrapsíquicas
del analista, incluidas sus limitaciones y escotomas» (como se ve, Hoffer ya
es menos restrictivo, pues no limita la contratransferencia a lo negativo
exclusivamente). (Cfr. Transference and Transference Neurosis, en
«Intern.Journ. of Psychoanal.», 37 (1956) páginas 377-379.)

Ya bastante antes M. Balint había tematizado por primera vez la cuestión en


su estudio On Transference of Emotions (publicado en Primary Love and
Psychoanalytical Technique, Londres, Tavistock, 1933), y comenzaba a
valorar los fenómenos contratransferenciales positivamente, hasta que
Heimann (en su artículo On Counter-Transference, en «Intern. Journ. of
Psych.», 31 (1950) páginas 81-84) demuestra explícitamente su valor positivo
para la eficacia del análisis.
Desde entonces se ha generalizado la aceptación de los fenómenos
contratransferenciales como los elementos más eficaces de la terapia, que no
por ser difíciles de controlar directamente han de ser menos operantes y,
sobre todo, menos reales e inevitables en la relación interpersonal (y el
analista también es una persona concreta y viva, aunque algunos desearían
que no lo fuera) que es la terapia analítica. En este sentido se pronuncian
decididamente Reich, Sharpe, Little, Spitz, Money-Kyrle, Sandler, etc.

Heimann parte, para valorar positivamente la contratransferencia, del


supuesto básico de la comunicación de inconscientes (absolutamente
inevitable en toda relación interpersonal): «el inconsciente del analista
comprende, y esta relación a nivel profundo emerge en forma de sentimientos
que el analista percibe en su actitud y en sus comportamientos hacia el
paciente»; por lo tanto, ha de servirse de esta clave contratransferencial para
la comprensión acertada del caso.

En nuestra práctica clínica hemos advertido, ya desde los primeros casos que
tratamos nosotros y nuestros colaboradores o discípulos, las siguientes
peculiaridades de la relación terápica, enteramente inevitables, moduladoras
de la misma y que dotan a cada «caso» de su ritmo y estilo específicos y
propios:

Posibilidad de empatía, o imposibilidad de la misma, con determinados


sujetos o tipos de personalidad, desde la primera entrevista preanalítica.
Influjo de esta particularidad en la marcha del caso, una vez comenzado
el tratamiento.
Mayor fluidez de asociaciones, recursos hermenéuticos e intuiciones
prácticas en unos casos que en otros.
Influjo dinamizador de este interés, cuando se produce, en la activación
del paciente.
Captación infraliminal de elementos inexplícitos e influjos telepáticos
(incluso en el contenido o montaje de los sueños).
Movimientos, afectos y presiones inconscientes en el ánimo del propio
analista en presencia de cada caso determinado.
Y, cuando el analista no está todavía suficientemente psicoanalizado,
ansiedad, angustia, montaje de defensas y hasta somatizaciones del
analista, al ritmo de las sesiones y de los casos (o de la emergencia de
ciertos elementos del caso). De aquí que parezca casi imposible actuar
como psicoanalista si no se está suficientemente dialyzado.

Todos estos fenómenos, que hemos comprobado y vivido muy de cerca, nos
obligan a sentar la tesis de que la contratransferencia se da inevitablemente en
todo proceso terápico, que es determinante de la eficacia de éste y que ha de
ser atendida y explotada (en cuanto sea posible algún control indirecto) como
un factor de primer orden en la dinámica de los casos.

Por eso, definimos la contratransferencia como la dinámica inconsciente del


analista en presencia de cada caso determinado, que interviene
funcionalmente, de modo activador, paralizador y en todo caso modulativo,
en la economía del proceso terápico. Y no es exagerado decir que esta
incidencia en el proceso resulta todavía más significativa (y compleja) que la
de la misma transferencia del paciente; ésta es, desde luego, la condición sine
qua non de la terapia, pero parece ser más movilizadora y modulativa la
contratransferencia; por lo menos, más polivalente.

En efecto, la contratransferencia comprende o interesa a las siguientes áreas


de la relación terápica:

Actividad inconsciente múltiple del terapeuta.


Respuestas emocionales, actitudinales y simbólicas del mismo.
Propiedades de la situación real y concreta inevitablemente dialogal
(aunque haya de ser pretendidamente monologal), al entrar en relación
dos personas reales: se trataría de lo no reglamentariamente analítico,
pero eficaz en la relación terápica.
Incidencia activadora y heurística, o perturbadora y paralizante de las
disposiciones concretas del analista en el proceso.
Y, como consecuencia de todo ello, fluidez de la comunicación y de las
asociaciones y recursos interpretativos y activadores, o falta de ella.

Todo ello viene a resumirse en la reacción o respuesta inconsciente y total de


la personalidad concreta del terapeuta al entrar en comunicación con la
persona del paciente, lo cual hace entrar en juego un conjunto de factores
imponderables, imprevisibles e incontrolables directamente (desde la
energetización del efecto «injerto», hasta los aciertos en la interpretación de
sueños y de síntomas, pasando por las presiones activadoras o paralizantes de
la persona concreta del analista sobre la persona concreta del paciente).

En definitiva, podría decirse que a estos niveles inconscientes no valen las


abstracciones ni las intenciones conscientes y «bienintencionadas» de un
deseo de «colaborar» con el analista o de un deseo de «curarse»; a estos
niveles lo que se manifiesta es la concreción misma y la efectividad de todo
aquello que, en realidad, está jugando en el caso y en la relación terápica:
resistencias efectivas, rechazo efectivo del paciente por parte del analista,
voluntad profunda de no curarse, voluntad de no curar, de no obtener un
éxito, de fracasar (por ambas partes) y valor efectivo o incapacidad
insoslayable del analista para influir positivamente en un caso determinado...

En cuanto a los contenidos contratransferidos o que juegan efectivamente en


el fenómeno contratransferencial, por parte de los distintos autores
interesados en el tema se han deducido los siguientes:

Características de la personalidad del analista (Balint).


Limitaciones específicas del analista (algo más restrictivo y negativo
que el anterior: Gitelson).
Actitudes inconscientes del analista hacia un paciente determinado
(Balint y Kemper).
Totalidad de las actitudes del analista (Balint).
Respuestas emocionales adecuadas (Heimann, Money-Kyrle) o
respuestas emocionales específicas (Sandler).
Libre asociación del analista en presencia del material simbólico o
interpretable (varios).
Lo incontrolado, proyectivo y perturbador por parte del analista (Freud,
Winnicott).
Todos los aspectos de las relaciones interpersonales, vistos desde el polo
del analista (English y Pearson).

Nosotros reducimos todo ello a dos tipos de factores complementarios, en lo


cual avanzamos algo más sobre los componentes citados, y sobre todo
descubrimos más la raíz:

Actividad inconsciente del analista en relación con un paciente


determinado.
Y la vivencia del analista de un estar-en-situación concreto y específico,
respondiendo eficazmente a la relación transferencial y a los mensajes
simbólicos del paciente.

Insistimos, pues, en lo concreto y efectivo (eficaz o ineficaz para la curación)


que espontánea e incontrolablemente se produce en la relación terápica, pero
enfocado desde el polo del terapeuta.

Como en el lado transferencial de la misma relación terápica, se producen


ocho tipos de efectos distintos y discernibles cualitativamente:

1. Efecto «injerto».
2. Efecto «estímulo».
3. Efecto «provocación».
4. Efecto «heurístico».
5. Efecto «hermenéutico».
6. Efecto «complemento».
7. Efecto «vitalizador».
8. Efecto «modulativo».

Todos ellos dependen de que haya confianza básica (y, todavía mejor,
transferencia), porque, de no haberla, cuanto mayores fueren la energía vital,
el poder de captación y de empatia y las cualidades profesionales y técnicas
del terapeuta, tanto más se reforzará la actitud defensiva del paciente, pues la
amenaza de una injerencia eficaz en sus estructuras básicas (defensivas, por
supuesto) resultará tanto más desazonante y hasta alarmante para su Yo
precario e inseguro de sí mismo. Y esta desazón y alarma sólo puede cesar si
el paciente percibe la injerencia del analista como algo amistoso o, todavía
más, como aquel influjo materno que necesitó en su primera infancia para
poder relacionarse afectivamente, sin miedo, con la realidad, y que no tuvo.
Pero este bajar las defensas por ese flanco y vivenciar la relación con el
terapeuta como la recuperación de una relación muy específica de la infancia,
es precisamente la transferencia, o, cuando menos, la confianza básica.

Desde el polo del analista resultan ser estos efectos el toque eficaz e
imponderable que, a veces, sin saberse cómo, garantiza la curación o la
aceleración de un caso. Si han de ser verdaderamente operantes, no es posible
fingirlos, dar las apariencias o provocarlos artificialmente: si no hay una
contratransferencia positiva radical respecto de un caso, el analista puede
menos (o no están garantizados ni el éxito, ni la rapidez, ni siquiera que el
paciente no abandone la terapia, aunque el proceso avance y sea eficaz, y
precisamente por ello).

Hemos experimentado repetidamente, literalmente «a ojos vista» y de un día


para otro, cómo un cambio de actitud meramente interna de nuestra parte (el
haber provocado un mayor interés por un caso que nos interesaba poco), ha
producido en el paciente una activación espontánea y un aumento de su
confianza en poder llegar a su curación.

Y esta contratransferencia positiva (que puede oscilar, engendrarse y anularse


a lo largo del proceso) supone una estima básica del paciente por parte del
analista y hasta un cariño projimal (la «projimidad» de Binswanger) que le
haga captarle en su concreción más personal, en su mismidad más propia, a la
que se desea activamente curar, darle efectivamente lo que más necesita para
ello y quererle mejor que sus mismos padres (sin su posesividad, sus
proyecciones o su erotismo). Y esto sería ya un modo del efecto «injerto»,
vivido desde el terapeuta.

Cuando se percibe así a los pacientes y se vive su caso con esta concreción
(la Einfühlung de que trata Max Scheler a propósito de la captación inmediata
del otro en el cariño; este término alemán no tiene traducción exacta en
castellano, que tiende a sentimentalizar estos componentes del fenómeno
amoroso, traicionándolo, por supuesto, en lo que tiene de más genuino),
nunca se los ve como «caso» (como un «caso» entre otros, como sucede en
Medicina), sino como algo tan singular y propio que no se difumina entre los
demás procesos terápicos que se tienen entre manos. Así, aun sin haber
tomado notas, vienen a la memoria sus peculiaridades, acontecimientos,
sueños y somatizaciones nada más ponerse el paciente en presencia del
analista117.

117 Sólo esta entrega al caso justificaría lo elevado de los honorarios,


pues recibir una atención tal de un desconocido o desconocida es algo
que no tiene precio, sobre todo para una personalidad desarbolada
precisamente por haberle faltado esto de parte de su familia más
cercana. Pero entonces, cuando se captan así los casos, deja de
interesar el dinero y los honorarios... He aquí la paradoja. Y da la
casualidad de que cuanto más se comercializa un analista (y, por lo
tanto, mayores honorarios exige), menos es capaz de esta captación
concreta y personal de los pacientes.

No es infrecuente que los pacientes sientan algunas veces celos unos de


otros, y puede crear dificultades el que vean unos cómo se trata y habla
con los otros, por ejemplo al encontrarse dos o más pacientes con el
analista fuera de la sesión. Por lo cual deben evitarse tales encuentros y
no psicoanalizar el mismo analista simultáneamente a personas amigas
o que conviven o están unidas por parentesco.

Naturalmente, se les puede garantizar con toda sinceridad que la


atención dedicada a los demás no disminuye nada en absoluto la estima,
la dedicación y el cariño concreto y personal que se les profesa, pero
todo ello no acaba de convencerles, pues el niño y el neurótico tratan de
acaparar narcisísticamente a los padres o a los que les cuidan. De ahí
que algunos traten de incidir en la vida privada del analista, llamarle
por teléfono a su casa, visitarle a deshora, etc., y que deba evitarse que
los pacientes conozcan el domicilio y el teléfono particular del analista,
lo mismo que el tener las sesiones en ese domicilio y que alguna vez se
encuentren con sus parientes próximos, sobre todo con el cónyuge.

Y si algún terapeuta no fuere capaz de una captación así del otro en cuanto
paciente, ello significaría que no es suficientemente apto para psicoterapeuta,
o que debe resignarse a ser menos eficaz o menos rápido en los efectos de su
terapia. Se trataría de un efecto contratransferencial negativo.

Todo esto no quiere decir en absoluto que la estima y el cariño con que se
capta el caso hayan de expresarse verbalmente, a veces habrá incluso que
disimularlos celosamente bajo una capa de frialdad, de objetividad y hasta de
agresividad y severidad en algunos momentos. Y, sobre todo, sería
improcedente manifestarlo en el caso de histéricos o de mujeres frustradas
que buscan ansiosamente un cariño masculino en quien fijarse, como es
lógico. Pero si existe realmente esta estima básica del o de la paciente, hará
su efecto aunque no se manifieste, y precisamente por ello.

Si hay contratransferencia negativa, los efectos serán los opuestos, el analista


no se podrá interesar básica y radicalmente por el caso, o no estimará al
paciente o incluso sentirá desprecio y rechazo hacia él (como el paciente
puede sentirlos hacia el analista). Entonces, o no se deberá admitir a tal
paciente, o incluso deberá cambiársele de analista, o habrá que resignarse a
que el proceso sea lento, a veces ineficaz y expuesto a que el mismo paciente
lo abandone.

Si hay una conexión inconsciente entre el paciente y el terapeuta, y aquél


percibe infraliminalmente el influjo positivo de éste, rara vez o nunca
abandonará la terapia, por muy ineficaz que le parezca. Desde nuestra
experiencia podemos decir que, siempre que un paciente ha abandonado
nuestra terapia, ha sido cuando de nuestra parte no había inicialmente tales
disposiciones contratansferenciales positivas o, todavía más curioso, las
habíamos ido perdiendo en el decurso del proceso.

Y puede ser una estrategia defensiva de algunos pacientes, muy sutil e


imponderable por cierto, tender a comportarse de tal modo que acaben
provocando tal desinterés, por su caso, en el analista, minando
incontrolablemente su estima, mediante frustraciones de sus expectativas,
agresiones, críticas (eco de lo que «se dice por ahí») y heridas en lo más vivo
del ánimo del analista, sin que él mismo pueda advertir esta intoxicación
paulatina del ambiente contratransferencial de la terapia118.

118 El analista es también un ser humano vivo y puede ser herido en lo


vivo. Por muy dialyzado que esté, no ha perdido por ello su sensibilidad
—lo cual resultaría verdaderamente lamentable—; por lo tanto, pueden
llegar a serle tan penosos los ataques del paciente o las frustraciones a
que le someta, que, aun dominando conscientemente sus reacciones y
conservando toda su objetividad técnica y terápica, vaya sintiéndose
emocionalmente y de modo negativo afectado por el caso, cada vez haya
de hacerse más violencia para mantener una apariencia de estima (o
alimentar una estima real y sincera pero decreciente y no muy operante)
y con ello irá «soltando» insensiblemente al paciente de su vinculación
y de su influjo positivo contratransferencial. Entonces, podrá éste sin
demasiadas dificultades y con cualquier pretexto abandonar la terapia.

Cuando el paciente se ha sentido vinculado por algún tiempo, interna e


inconscientemente, al analista, no le habrá sido posible distanciarse de él y
abandonarle (algún paciente incluso ha vuelto después de meses o de años de
haber abandonado la terapia, porque no encontraba nadie a quien acudir con
su problema de un modo semejante a como lo hizo bajo el influjo
contratransferencial); y para hacerlo posible, cuando su actividad
inconsciente no quiere ceder en sus defensas y resistencias, se ve obligado a
desplegar esa estrategia del deterioro de las relaciones contratransferenciales
(las transferenciales positivas tal vez nunca las hubo), forzando al analista a
perder su interés y su estima, para no sentir ya inconscientemente el «tirón»
de la contratransferencia positiva ni el apoyo básico del analista que, aun
resistiendo, le obligaba a acudir a la terapia como a un ambiente más
respirable.

El efecto «injerto», contratransferencialmente vivido, consistirá en ese


interés, impulsivamente sentido por el analista, por comunicar al paciente y
«transvasarle» su confianza en la realidad (sin miedos infantiles), en su sí-
mismo sobre todo, su poder de decisión y de investición positiva de objetos,
su fluidez afectiva y libidinal o su dinamicidad psíquica. Podría decirse que
es como producir un contagio difuso y paulatino de cualidades y
disposiciones positivas en el paciente.

Pero como el analista puede tener también rasgos negativos, el «contagio» de


éstos o las sombras (escotomas de Freud) que éstos proyecten sobre la
práctica terápica o sobre la relación transferencial, o las limitaciones
específicas del analista en sus disposiciones hacia el caso, o en el modo de
llevarlo (Gitelson), constituiría la gama de efectos contraindicados de la
contratransferencia negativa. La cual es también, en alguna medida,
inevitable.

Sólo el estudio continuado, el autoanálisis del analista —y a veces alguna


tronche psicoanalítica con otro analista, al que esté dispuesto a someterse
como paciente—, la apertura más amplia posible hacia métodos y recursos
nuevamente descubiertos y la sinceridad ética consigo mismo para descubrir
los propios fallos, pueden ir aminorando esos influjos o efectos
negativamente contratransferenciales.

Siempre nos hallamos en proceso y en evolución y es un suicidio profesional


considerarse completo y autosuficiente en sus recursos en un momento dado:
hay que seguir siempre aprendiendo y tener la valentía de rectificar. No es
que otros nos superen como individuos, es que el proceso histórico, en su
evolución constantemente enriquecedora, supera a cualquier individuo dado
(aunque sea un «genio»), y hemos de aprender, por lo menos, de la historia...
6. ACTIVACIÓN CONTRATRANSFERENCIAL
El efecto «estímulo» se refiere al material analítico, cuya emergencia puede y
debe ser estimulada tácitamente (no basta decirlo, ni siquiera resulta
conveniente) por el interés mismo del analista que inconscientemente la está
solicitando.

En algunos casos, la comunicación de material directamente analítico (todo lo


que surge o se produce en las sesiones es indirectamente material analítico) se
bloquea y, durante meses, apenas si emerge algo válido, pero el tiempo puede
llenarlo el paciente a base de «charlar» acerca de anécdotas, opiniones,
teorías o proyectos (no demasiado significativos tampoco). Todo ello
significa que el paciente no quiere (inconscientemente) dar pistas ni
descubrirlas ni ser sometido a análisis (literalmente hablando) en cuanto a sus
componentes profundos. Lo cual indica o que no hay la suficiente
transferencia positiva (y se defiende de las injerencias del analista en su
intimidad), o que la contratransferencia positiva tampoco es lo
suficientemente intensa para mover su inconsciente a comunicarse.

En estos casos, tras haberse «cargado de razón» el analista de que ese tipo de
discurso es directamente irrelevante (nunca indirectamente), puede cortarlo
abruptamente diciendo: «Llevo varias sesiones sin entender lo que me estás
diciendo... tu lenguaje me resulta extraño: ¿qué estás queriendo expresar?», o
en algunos casos extremos fingir impaciencia y con voz firme interrumpir: «
¡De eso no vuelvas a hablar! Ya estoy cansado de oírlo y no me dice nada:
estás perdiendo tu tiempo en llenar horas y horas inútilmente: Cambia de
lenguaje!».

El paciente se impacientará e incluso lamentará no poseer otro lenguaje, o no


ser suficientemente entendido por el analista, incluso pasará algunas sesiones
callado, pero ya no se hallará instalado cómodamente en un pasar el tiempo
ineficaz y poco a poco irá cambiando de lenguaje119.

119 Un juego análogo de lenguajes, o la oposición entre un «lenguaje»


y una energía, inconmensurables entre sí y que constituyen mundos
opuestos y complementarios (si se consiguen superar las
contradicciones de lo aparente), es el que aparece en la iniciación de
Carlos Castañeda por «Don Juan» en Relatos de poder (México, FCE,
1976).

La contraposición entre tonal y nagual y los atributos de éste,


juntamente con observaciones de carácter transferencial y
contratransferencial, así como la diversa apariencia, benéfica y
desazonante y hasta sobrecogedora de los dos iniciadores que
intervienen en cada caso (el paciente psicoanalítico alterna los aspectos
proyectados en el mismo analista, o trata de buscar otro personaje en
contraste con él, como una defensa), sugieren analogías con los
procesos psicoterápicos, o por lo menos con las fuerzas y elementos que
se hallan en su base. Y lo mismo sucede con el Shamanismo y con el
proceso de inciación Zen. Su desconcertante ejercicio de koans, para
superar toda racionalidad, coincide exactamente con el desconcierto de
la razón y las recomendaciones constantes de «Don Juan» a C.
Castaneda en su proceso de iniciación.

Es, en otro campo, lo que supuso la Alquimia para la Química


posterior: estas prácticas iniciáticas que tendían a fortalecer la
personalidad del iniciando y a hacerle invulnerable a las fuerzas
adversas y a los procesos desintegradores de la naturaleza y de la
sociedad (actitud del «guerrero», tan perfiladamente diseñada por
«Don Juan»), movilizaban, organizaban y potenciaban las mismas
energías básicas que el psicoanálisis y tendían a los mismos resultados,
sólo que aquellas prácticas arcaicas estaban investidas de rasgos
mágicos y místicos, mientras que la psicoterapia de orientación
analítica es, como la Química, un sistema formalizado y científico. El
maestro, shaman o gurú es un «organizador psíquico».

Otra solución, que requiere mayor habilidad, es tomar nota de todo el


discurso «ineficaz» y, cuando haya una cantidad suficiente recogida,
someterlo a un análisis estructural (al estilo del que emplea Lévi-Strauss para
analizar los mitos): infaliblemente se manifestará el contenido latente
camuflado tras el discurso banal. Pero no tratamos ahora de esta técnica.

El efecto «estímulo» puede ejercerse de cuatro maneras o por cuatro motivos


distintos:
a. Por inspiración: el influjo contratransferencial suscita en el paciente un
flujo de asociaciones, recuerdos y fantasías simbólicas, hasta entonces
reprimidas o ignoradas.
b. Por técnicas estimulativas, de las que trataremos en el capítulo siguiente
y que suponen también influjo contratransferencial.
c. Por el deseo de dar que puede despertarse en el paciente como respuesta
transferencial a la contratransferencia.
d. Por la confianza desbloqueadora que crea el clima desrepresivo y
distensivo de las sesiones con la «experiencia emocional correctiva» del
influjo castrativo y represivo del antiguo Super-Yo (transferido al
analista y reelaborado por éste).

Si no existiera de parte del analista la solicitación contratransferencial de


material, de confianza y de despliegue energético, como una «ventosa»
absortiva y polarizadora de la dinámica psíquica del paciente, éste tal vez no
se movilizaría a dar, y permanecería todavía más recluido en su coraza
defensiva y más medrosamente congelado ante la figura del analista que o
por su prestigio le alejaría, o impondría temor y un disimulo sumiso de sus
verdaderas tendencias culpabilizadoras (como el padre autoritario), o por su
falta de prestigio no llegaría a merecerle la confianza suficiente y, siendo un
perfecto extraño, le impondría reservas, indiferencia y una discreta distancia
defensiva, cuando menos.

No se ha considerado suficientemente el hecho de que el analista, como


sujeto social, es un perfecto extraño para el paciente en el momento de
dirigirse a su consulta para concertar una terapia; el que a los pocos días
pueda confiarse tan abiertamente a él que le haga depositario de secretos,
experiencias y tendencias tan inconfesables (incesto, homosexualidad,
agresividad contra el padre, narcisismo y egoísmo posesivo y sádico) que ni
al más íntimo confidente se le patentizarían tal vez, es un efecto
extraordinario (es decir, no ordinario) de la transferencia, pero ésta, a su vez,
ha debido ser fomentada por las disposiciones contratransferenciales del
analista. El cual, ya posea una figura prestigiosa en la sociedad, ya carezca de
prestigio, ha sido capaz de poner en marcha en su paciente esa corriente de
confianza y de comunicatividad que haga posible la patentización sin
condiciones ni reservas de su intimidad más profunda (como para operar ha
de dejar patentes el cirujano las visceras más defendidas del organismo, si es
que ello fuera necesario).

El efecto «provocación» supone un matiz diferente, aunque también es


estimulativo, pues no es material verbalizable lo que estimula a emerger, sino
material reactivo, proyectivo e investitivo, que es lo más típicamente
transferencial de parte del paciente.

Gracias a la captación inconsciente que el paciente tiene del analista,


contratransferencialmente dispuesto éste, las imagines infantiles, los
fantasmas y los impulsos y demandas se movilizan en él y son capaces de
abreaccionar, proyectándose en forma de roles, afectos y valores diversos (y
hasta figuras fantasmáticas) en ese objeto sustentativo de los mismos que es
el analista, reaccionando ante él, el paciente, de modo infantil pero
desbloqueador, en orden a recuperar la disponibilidad originaria de su libido,
reprimida en edades tempranas.

Este efecto no es susceptible de «técnicas» y ha de producirse


espontáneamente. De no ser así, sería contraproducente tratar de estimularlo
con ficciones (como aquella analista que, en una de las primeras sesiones,
espetó a su paciente el siguiente discurso: «Esta habitación es un gran útero,
es mi útero, en el cual te puedes sentir resguardado y acogido»...) A lo sumo
el psicodrama podría provocar tales reacciones, pero sin que fuesen
duraderas, fuera del momento psicodramático, tal vez, como lo son las
investiciones que espontáneamente se producen.

Los dos efectos siguientes, el «heurístico» y el «hermenéutico», son


complementarios y no participa de ellos directamente el paciente de modo
vivencial, sino que es el analista quien los vivencia, dentro de su
contratransferencia: no sabe cómo, encuentra accesos al inconsciente y a los
resortes psíquicos del paciente, encuentra venas de material (efecto
«heurístico») y recursos para liberarlo, movilizarlo, interpretarlo (efecto
«hermenéutico») y expresar sus interpretaciones al paciente en el momento y
por el orden sintáctico y semiótico oportuno (según ha observado Fenichel)
para que haga insight, asuma e integre el mensaje que se le devuelve (que es
el mismo que su inconsciente ha emitido, sólo que traducido al lenguaje de la
consciencia). Tarea nada fácil y en la que muchos analistas de escuela suelen
fallar inexplicablemente, por no adaptar sus interpretaciones al caso concreto,
sino pretender adaptar el caso a sus esquemas teóricos de escuela (como ya
advirtió Lacan prolijamente y no sin ironía; lo malo es que sus discípulos, a
su vez, vuelven a caer en lo mismo).

Y es que la terapia analítica, por su misma naturaleza (y a base de


comunicación de personalidades en realidad y en efectividad), resulta tan
sensible a las disposiciones concretas de cada uno de los sujetos de la
relación transferencial y contratransferencial, que no admite rutinas ni
fórmulas de escuela: cada terapeuta, por modesto que se considere, si ha de
ser terápicamente efectivo, ha de vivir creativamente el proceso terápico,
como si estuviera descubriendo en él las pautas del mismo, y todo lo que sea
masa muerta de tradiciones de escuela o no es efectivo o es contraproducente.
Mas, de otro lado, la relación es tan delicada, que resulta un verdadero
peligro dejarlo a la libre improvisación de cada terapeuta, que puede tener
ocurrencias demasiado subjetivas y peregrinas.

Así que cada terapeuta debe madurar discipularmente durante un largo


tiempo, debe equilibrarse al máximo y aprender a dudar de sus ocurrencias,
para después' poder con tanta mayor seguridad fiarse de ellas, cuando le
conste que ha adquirido el sentido y el olfato necesario para no equivocarse o
incluso no desbarrar; es decir, para ser creativo, verdaderamente creativo, y
no excéntrico ni aberrante...

Es algo muy semejante a lo que ocurre con la formación del gusto estético en
los decoradores, que siempre corren el peligro de quedarse en unos
adocenados que imitan lo clásico, o en unos «originales» que dan en lo
estrambótico y que confunden lo avanzado y pionero con el mal gusto, ya sin
funcionalidad y sin el efecto sedante que toda decoración y todo ambiente,
por audaz que pretenda ser, ha de producir (pues no se decoran los interiores
para sentirse mal en ellos, sino para obtener un mínimo de bienestar
psíquico): éste es el caso de todos los manierismos estilísticos de la historia.

Para ser creativo y no excéntrico hay que dejarse dirigir la palabra por la
realidad misma y no ir contra ella; eso sí, sin las ataduras irreales de las
tradiciones, pero con una estrecha vinculación a lo concreto de cada caso y a
lo que una sensibilidad despierta aconseja. Si una excesiva fidelidad a una
tradición de escuela perjudica, es ello solamente por lo que tiene de
impedimento para percibir la realidad en sí, como la percibieron los maestros
y fundadores de la escuela, los cuales no deben ser seguidos en la letra, sino
en la actitud y en el modo de hacer sus experiencias y de canalizarlas. Pero,
como decimos, esto supone un largo aprendizaje.

Nosotros podemos decir que cada nueva técnica heurística o hermenéutica


que hemos descubierto (aunque después hayamos comprobado que ya otros
autores la aplicaban), se ha debido a la necesidad de resolver un problema
muy concreto en algún caso real, y no a especulación alguna. Así, estas
técnicas y recursos han partido de la realidad y han procedido siempre al hilo
de los hechos y de la eficacia que comprobábamos prácticamente en el
desarrollo de los mismos.

De estas técnicas hemos de tratar en el capítulo siguiente como un


desenvolvimiento más detallado de la práctica; de las pautas hermenéuticas
hemos hablado ya en el capítulo 5.

El analista, desde su vivencia interna de las sesiones, advierte que en unos


casos y con unos pacientes determinados encuentra más recursos heurísticos
y hermenéuticos que con otros. Y no puede evitarlo, ni provocar en los casos
que menos le inspiran una actividad semejante a la que se produce en los
otros, por muy correctamente que emplee sus técnicas, aprendidas o
descubiertas por él, en aquellos casos que no le inspiran. No quiere, pues,
esto decir que a estos casos los trate defectuosamente, pero sí que a los otros
los trata con un suplemento de calidad y de eficacia, gracias al cual se supera
a sí mismo; como un artista de calidad puede producir obras especialmente
inspiradas que superen su propio modo de trabajar.

Aquí es donde se aprecia el valor terápico de la contratransferencia, en ese


manejo de los imponderables, en ese coup de pouce que hace dar sin pensarlo
para acertar con aquellas expresiones, actitudes o estrategias que movilicen,
abreaccionen o hagan hacer insight al paciente, a sus componentes o a sus
mecanismos del modo más certero y rápido posible. Esto no es, ciertamente,
de todos los días, pero si llega a producirse es cuando la contratransferencia
va siendo intensa y activa, y arrastra al terapeuta más allá de sus propias
rutinas.

El efecto «complemento» es más imponderable todavía; consiste en el hecho


de que el inconsciente del analista, con sus componentes, contenidos y
mecanismos, puede prolongar, sostener y fomentar los movimientos
abreactivos y la dinámica liberatoria del inconsciente del paciente, en casos
de fuerte alianza terápica. Se trata, como en los dos tipos de efectos que
quedan por comentar, de un efecto típicamente «injertivo», mas centrado en
la colaboración de los mecanismos y contenidos inconscientes en ambos
sujetos de la relación terápica: el inconsciente del analista complementa
literalmente la dinámica, todavía deficiente, del inconsciente del paciente.

Los movimientos del inconsciente del paciente y de sus elementos concretos


pueden hacer entrar en actividad los del analista, como dos diapasones que se
inducen, y viceversa; de modo que, al lograrse una conexión tal de
inconscientes, los efectos «heurístico» y «hermenéutico» del analista se
activan, la transferencia se intensifica, y el inconsciente del paciente se siente
«recibido» por el del terapeuta (como quien da un salto en el vacío y es
«recibido» por un auxiliar para amortiguar el golpe).

Esta recepción puede tener tres componentes a su vez: apoyativo, incentivo y


complementario propiamente dicho, según que el inconsciente del paciente se
experimente apoyado en su nueva dinámica, excitado a ella, o
complementado en cuanto a sus contenidos.

Por ejemplo, ciertos fantasmas o imagines del consciente del terapeuta


pueden resultar complementarias de otras de inconsciente del paciente, y así
activarlas (incentivo) o fomentar su proyección; o ciertos componentes
emocionales y pulsionales en el analista pueden incrementar otros tantos de
igual matiz o naturaleza en el paciente; o, incluso, elementos y huellas
traumáticas del pasado del analista, pueden servir de catalizador primero, y
de inmunizador después, para reforzar la confianza básica y la transferencia,
en el paciente (sería un efecto similar al de la inoculación dosificada de virus
en la vacuna, como efecto inmunizador contra los mismos).

Ello haría que la conflictividad psíquica y emocional del analista, previa a su


psicoanálisis y durante el mismo, una vez resuelta, ayudase a su eficacia en
casos especialmente conflictivos. Y es un dato muy importante para ser
tenido en cuenta, y reconfortante para psicoterapeutas con antecedentes
intensamente neuróticos. Del mismo modo que los antropólogos saben que
los mejores shamanes (confróntense las obras sobre el shamanismo de Uno
Harva y de Mircea Eliade), los que más pueden sostener y devolver el
equilibrio psíquico y la conciencia a toda una tribu caída en trance, son
aquellos que más duramente tuvieron que luchar, en su proceso iniciático,
con las manifestaciones más intensas de la epilepsia (es sabido que la señal
vocacional del shaman, que no es ni sacerdote ni hechicero, sino
precisamente organizador psíquico, de la tribu, es indefectiblemente un
ataque epiléptico).

Y no cabe la menor duda de que un sujeto demasiado equilibrado, o que


durante su pasado nunca experimentó conflictos serios, no puede ser un
psicoterapeuta eminente ni demasiado eficaz, especialmente en casos difíciles
o de psicóticos. Es indispensable haber vivido el proceso de recuperación
psíquica internamente para poderlo conducir en el paciente y, sobre todo,
para tener la inventiva suficiente que sugiera, sobre la marcha, los recursos
más eficaces en ese caso (por analogía con el propio).

Podríamos decir que el paciente, al captar inconscientemente las «cicatrices»


psíquicas de conflictos pasados en la personalidad de su analista, empatiza
más con él, se siente menos «perseguido» por él y se abre más a su confianza.

El efecto «vitalizador» es más general y vago que el anterior, no se concreta


tanto en componentes, mecanismos y fantasmas, pero también es específico y
no puede confundirse con él. Vendría a constituir una especie de «respiración
artificial» capaz de infundir vitalidad psíquica en quien no la tiene (como se
ve, un efecto eminentemente «injertivo» también).

El analista, en casos óptimos, vive intensamente su propia vida psíquica;


dispone de reservas energéticas y de recursos, tiene elasticidad emocional,
pulsional y empática, tiene seguridad en sí mismo y acepta la realidad como
es y como viene, sin miedos infantiles ni recelos excesivos, está abierto a ella
en toda su amplitud, y su libido fluye productivamente: se está realizando, en
el mejor sentido de la palabra. El paciente, por el contrario, carece de todo
ello, o al menos de parte y de grados de esta intensidad vital y realizadora. Y
entonces puede y debe producirse un efecto semejante al de los vasos
comunicantes: si hay verdadera comunicación infraliminal, siempre ha de ser
posible el trasvase contratransferencial, de esa vitalidad y de ese dinamismo,
del más «lleno» al más «vacío», con tal de que el paciente no resista a esa
comunicación y a ese «trasvase» y sea capaz de llegar a una suficiente
identificación con su «organizador psíquico».
No podemos decir con precisión cómo se produce esto, sólo afirmamos que
ello es posible y hasta lógico y que, de hecho, se experimenta algunas veces,
precisamente cuando el paciente logra identificarse con el analista, sin temor
persecutorio de ir a ser absorbido por él.

Naturalmente, esto puede entrañar su peligro, y es éste el de una


estabilización de la relación transferencial, de modo que el paciente tema
«curarse» y ser «dado de alta» por ir a perder ese apoyo identificativo y
reconfortante que había encontrado; en tal caso, habría que desestabilizar la
transferencia, adoptando el analista, por ejemplo, una actitud distante y fría
que fuese dejando al paciente, ya en trance de acabar, en su identidad
mísmica y solitaria; al tiempo que le apoyase dosificadamente, para evitar
una «recaída» recuperativa de la asistencia contratransferencial. Todo sería
cuestión de tacto y de estrategia.

Cuando el terapeuta carece de tal vitalidad, es forzoso que no la pueda


trasmitir, pero puede tener otras cualidades que compensen esta falta, o
incluso el paciente se resistirá menos a la identificación, en el caso de que
sintiese persecutoriamente como un peligro, para su identidad o su integridad,
la injerencia en su intimidad de un impulso vital demasiado fuerte. Pero no
cabe duda de que si tales resistencias logran vencerse y hay, de parte del
analista, tal vitalidad, los efectos y la rapidez de la recuperación del paciente
pueden ser óptimos.

Finalmente, el efecto «modulativo», estrechamente conectado con el


mecanismo identificativo de la vitalización, e incluso presente aun cuando el
efecto «vitalizador» no tenga lugar: no es posible evitar que el perfil personal
del analista, su «estilo» de vivir y de ser, su modo de ser «persona concreta»
(de afectarse, de situarse ante las cosas y de reaccionar) influyan e induzcan
de algún modo la «puesta en marcha» inicial de la personalidad recuperada y
sana del paciente (siempre que ésta no sea excesivamente reactiva). En este
momento, el analista es quien «transfiere» (contratransfiere) lo suyo propio al
paciente, sin poderlo controlar ni aun darse cuenta de ello.

Este último efecto es, o puede parecerle al paciente, bastante negativo, por lo
menos resulta ambivalente; su personalidad no es todavía totalmente ella
misma, se halla modulada por una inducción ajena, y esto siempre repugna o
puede despertar recelos.
No hay que asustarse demasiado. Salvo en el caso de un perfil de
personalidad defectuoso (fanático, ideológicamente apasionado y poco
lúcido, sensual, cínico e interesado, poco productivo, clasista, superficial,
tergiversador, o intrigante..., todo lo cual haría tal vez dudar de la última
eficacia que en él habría tenido su análisis didáctico), y aun entonces, si el
paciente se halla bien dialyzado, cualquier otro perfil de personalidad, más o
menos positivo (pues nunca acaban de perderse ciertos rasgos muy
personales pero limitativos y hasta deficientes; lo otro sería haber logrado una
infalibilidad sobrehumana que nunca puede prometer el análisis), sólo puede
ser mirado con recelo por el hecho de no ser propio; nada más, pero puede
suponerle una versión inicial de sí mismo en principio aceptable, teniendo la
seguridad completa de que, si está verdaderamente dialyzado, la propia
vitalidad y el propio estar-en-realidad, desde su más genuino ser sí-mismo,
irán trasformando rápidamente este estilo inicial de puesta en marcha en un
perfil de personalidad perfectamente original. Pues la personalidad vive, es
precisamente un «órgano vivencial de existencia dinámica», y la vida es
evolución y transformación constante, si es verdadera vida.

En todas las iniciaciones esotéricas y tribales (y nunca es dable prescindir de


estos datos antropológicos y de las analogías que sugieren) los discípulos
acaban pareciéndose a sus iniciadores y maestros, que han tomado como
«modelos de conducta» e incluso se tienen a gala este parecido. En la terapia
psicoanalítica es todo lo contrario, aunque haya ciertas analogías en la
conducción del paciente a través del laberinto de su vida inconsciente, de sus
fantasmas, afectos y deseos... Y esto redunda en favor de la terapia: el
paciente sabe y pretende desde el primer momento oscuramente que se trata
sobre todo de llegar a ser él mismo, y, por ello, rechaza toda asimilación con
otra personalidad distinta, aunque sea la del analista. No se trata, pues, de
nada iniciático, ni mágico (aunque a algunos se lo parezca y en algunos
momentos presente cierto parecido), sino de todo lo contrario: de un proceso
de lucidez creciente y de vuelta a sí mismo y, por ello, a la realidad.

Por eso le repugna al paciente, y con toda razón, cuanto pueda significar
emocionalidad, identificación alienante con otro, magma de emociones
imprecisas y hasta ser objeto de una atención y de una estima cariñosa
demasiado intensa. Efectivamente, esto no sería sino la «placenta» donde ha
de regestarse, mas para abandonarla inmediatamente (la transferencia, la
contratransferencia y la reactualización de sus posturas y envolvimientos
afectivos infantiles y arcaicos), tan pronto como su integración y su reajuste
de personalidad le vayan permitiendo ser él mismo situado adecuadamente
frente y en una realidad objetiva y sin las nieblas de sus proyecciones
emocionales anacrónicas.

Y, sin embargo, el influjo contratransferencial sigue siendo necesario hasta el


término del proceso, para acelerarlo, anticiparlo, apoyarlo y acertar en la
última etapa (tan poco practicada) de resemantización del mundo real y
deducción de una ética autógena, por la que el paciente, ya dado de alta, actúe
desde sí mismo y, sin embargo, sin tergiversar ni perjudicar los procesos
objetivos que en torno suyo se desarrollen.

La contratransferencia se denomina negativa por varias razones. Una es si la


ausencia de la estima básica del paciente por parte del analista, o las
limitaciones psíquicas de éste, frenan o no estimulan la movilización y la
emergencia de material analítico en el paciente, o la abreacción de su libido;
el efecto en ambos casos es el mismo: se producen deficiencias en la
conducción misma del proceso y aun su estancamiento.

Otro tipo de contratransferencia negativa se produce cuando, en lugar de


incidir en la conducción misma del proceso, perturba directamente la
intimidad o la dinámica inconsciente del paciente, y ello puede, a su vez,
suceder por otras dos razones: si induce en él rasgos de personalidad
negativos, o los rasgos negativos de la personalidad del analista bloquean la
transferencia necesaria y hacen al paciente más defensivo y medroso todavía;
o si ciertos contenidos del inconsciente del analista resultan demasiado
fuertes, explosivos o agresivos (incontrolablemente) para esa personalidad
determinada del paciente (aunque para otros tipos de personalidad puedan no
serlo), y esto produzca una inducción perturbadora o paralizante en la
dinámica inconsciente del mismo.

Un tercer tipo, muy peligroso, de contratransferencia negativa tiene lugar


cuando el terapeuta se siente despreciado por el paciente y cede a esta
sensación «achantándose», y entonces, en lugar de analizar objetivamente lo
que entre él y el paciente sucede (defensa maníaca de éste, agresividad contra
el padre, etc.), monta una estrategia para resolver sus propias tensiones
internas y no en favor del caso mismo, o comienza a pedir o a exigir del
paciente «material», mejor y más abundante, en forma persecutoria, como
para demostrarle que está resistiendo o que no es un «buen paciente». Este
matiz persecutorio no puede menos de angustiar al paciente y puede llegar a
hacerle abandonar la terapia (máxime si se ha inclinado por el «desprecio» de
los valores profesionales o humanos del analista), o por lo menos supondrá
una detención y un estancamiento de la marcha del proceso.

En estos tres tipos de situación terápica habría que estudiarse seriamente por
parte del terapeuta (y convendría incluso que lo cuestionase al principio con
cada paciente) si es apto para tal caso o no lo es, y si convendría un cambio
de analista.

Es frecuente en los pacientes el temor a dejar de ser lo que son y esto causa
en ellos fuertes resistencias al influjo contratransferencial del analista. Habría
que advertirles que no van a perder nada, pues no van en realidad a «dejar de
ser lo que son», sino a dejar de ser el negativo de lo que debieran haber sido,
es decir, que van a recuperar la versión de sí mismos más deseable, que
quedó malograda en el pasado (y que hubiera sido irrecuperable de no
servirse de los registros inconscientes que la diálysis pone a su disposición).

Pero esto nos conduce a otra cuestión más profunda: en realidad se trata de
no cerrarse rígida y definitivamente sobre ninguna versión limitativa de
nuestro ser nosotros mismos y realizar la tarea de ser lo que se es, sin ser lo
que se es, si por «ser» se entiende un perfil mineralizado y esclerósico de
personalidad.

El ideal de la persona humana es estarse haciendo siempre en medio de una


total elasticidad de procesos evolutivos y, en cuanto fuere posible, evitar que
la realización de unas posibilidades anule la disponibilidad actual de las
demás, definitivamente. Y esto sin indecisiones ni indeterminación en el
modo de ser.

La verdadera «cuadratura del círculo» en cuanto a perfil personal se refiere


consiste en llegar a tener una personalidad definida y fuerte sin que, por otra
parte pierda la elasticidad de una constante trasformación, de una integración
procesual de siempre ulteriores posibilidades, y ello no destruyendo lo
construido, sino edificando sobre lo ya logrado, al hilo de una línea de
realización determinada, pero abierta y porosa a toda clase de sugerencias
realizativas (aunque cambiantes) de la realidad.

Se trata de fundir, en una dinámica integradora, la fuerza y la receptividad, la


determinación del propio perfil y la identificabilidad con lo distinto. Así la
personalidad, siendo más ella misma, puede irse enriqueciendo siempre más
con lo que no es ella misma; y convertirse, en su más genuino afirmarse en lo
propio, en un «resonador» universal, por identificación empática, de lo
colectivo, lo social y lo cósmico.

Esto se aproxima a la «personalidad 'mana'» de que habla Jung en sus


Relaciones entre el Yo y el Inconsciente, pero sin los resabios y los riesgos
esquizoides (y hasta místicos) que en él presenta. Sólo puede sin riesgo
intentarse esto si la personalidad del paciente se halla definitivamente
integrada y su actitud ya no es la de huida de sus propias fuerzas
infraliminales ni de las duras exigencias objetivas de la realidad de su
entorno: sólo desde la realidad y como asunción abierta y tendencial de la
realidad total en sí misma, puede emprenderse esta tarea integrativa y
liberadora de los propios límites (o limitaciones) sin caer en los peligros de
una ilusión inflacionaria que aleje precisamente de las exigencias concretas
de la realidad.

Una identificación con idealidades simbólicas y una huida de lo concreto y


prosaico de la vida cotidiana equivaldría de nuevo a una psicosis más o
menos larvada. Eso sí, tampoco hay necesidad ninguna de hacerse la
existencia más prosaica de lo que es.
7. ACTIVACIÓN DEL PROCESO
DE DIALYZACIÓN
No basta con que el material significativo (cuyos tipos y calidades
estudiaremos en el capítulo siguiente) sea interpretado, ni que se establezca el
flujo oscilatorio de la transferencia y la contratransferencia; con todo ello el
proceso puede avanzar demasiado lentamente o incluso estancarse. Por esto,
por no atender a las posibilidades que ofrecen los métodos translaborativos,
las terapias van durando cada vez más (hasta hacerse eco de este fenómeno
en los congresos de Psicoanálisis) o los pacientes nunca llegan a poder
estructurar una personalidad definitivamente integrada, pues existe el
escrúpulo casi supersticioso de mantenerse, ciertos analistas (para ser fieles a
la ortodoxia freudiana), dentro de la más completa inactividad, limitándose
sólo a interpretar, escasa y brevemente, o a aprobar o desaprobar las
interpretaciones y actitudes del paciente.

Es tan eficaz el método psicoanalítico que ya por estos medios se consigue la


mejoría y hasta la «curación», o el avance del proceso, pero hay ulteriores
posibilidades dialyticas que es lamentable dejar improductivas y cuya
explotación metódica y experta podría asegurar todavía más el resultado
positivo en todos o en la gran mayoría de los casos, y acelerar con mucho los
procesos.

El material analítico que se manifiesta, y es puesto a disposición del


terapeuta, ofrece una serie de puntos y de virtualidades múltiples que
constituyen muchas veces la totalidad de los elementos que se requieren para
descargar, desreprimir e integrar la personalidad del paciente. El Inconsciente
está lanzando su mensaje íntegro, pero cifrado, y hay que devolvérselo
reajustado y concienciado, por el mismo orden emitido, para que lo acepte y
llegue a hacer su efecto desinhibitorio. Pero, a veces, esto no basta y hay que
vencer resistencias, desmontar defensas y movilizar energías que se ocultan:
para todo ello es preciso translaborar ese material, mediante unos
procedimientos que no se limitan a la mera interpretación.
El término translaboración 120 ha sufrido oscilaciones análogas a los de
«transferencia» y «contratransferencia», pero el residuo semántico común a
todos sus usos, que ha quedado, ha sido el de la actividad básica del proceso
terápico en su momento más nuclear y crítico, para superar las defensas del
paciente y hacer abreaccionar su libido y así reestructurar su personalidad.

120 Si a alguien le parece este neologismo en lengua castellana un


barbarismo inaceptable, puede sustituirlo por otro término castellano
como «elaboración», «integración», «digestión» o «resolución» del
material y del proceso, pero conviene advertir que ninguno expresa el
matiz semántico del término adoptado por nosotros y que, además,
Freud emplea Durcharbeitung, pudiendo haberse servido de otros
términos alemanes, más corrientes, como Bearbeitung ( =
«elaboración») y Ausarbeitung ( = «resolución»). Luego tampoco
tenemos nosotros por qué empobrecer la terminología analítica
castellana por temor a abusar de los neologismos, pues toda nueva
disciplina (o la recepción de una disciplina por una lengua) implica
siempre neologismo, es decir, términos apropiados a ios nuevos
conceptos que, cuanto menos usados hayan sido para otros conceptos,
menos ambivalentes y más precisos resultarán.

Los traductores ingleses de la obra de Freud se sirvieron de to working


through (through = durch = gr. dia = lat. trans) que expresaba
exactamente lo mismo que el término alemán empleado por Freud.

Como en castellano resulta además eufónico el término


«translaboración» no parece que haya ningún inconveniente en
adoptarlo, y en nuestro caso ofrece la ventaja suplementaria de
conectar con el sentido de nuestra diálysis.

En la bibliografía analítica connota siempre «trabajo» difícil, insistencia e


interrelación de todos los elementos121; por eso nosotros lo adoptamos para
expresar la totalidad del arduo trabajo de vencer resistencias y establecer
conexiones concienciativas y liberadoras, a todos los niveles de la
personalidad y de su biografía, que constituye el núcleo mismo, el nudo, o
columna vertebral de la actividad terápica, tanto del analista como del
paciente (Loewald tiende a concebirla como la actividad propia del analista).
Presenta, pues, las notas, repetimos, de lucha dificultosa contra las
resistencias, («tarea ardua» para el paciente y «prueba de paciencia» para el
analista, la denomina Freud en la obra citada en la nota 121), de esfuerzo por
totalizar todos los factores de la estructura desajustada de la personalidad y de
hacer efectiva y eficaz esta totalización en sus efectos abreactivos
(ampliativos de esta estructura).

121 Freud introduce en su obra el término Durcharbeitung en Técnicas


del Psicoanálisis (1914) pero con el significado exclusivo de «trabajar
las resistencias» para, «a través» (durch) de ellas, una vez vencidas,
mas con el material que hubiesen aportado, liberar energías reprimidas.

Ya Fenichel lo entiende como un tipo especial de interpretación:


precisamente aquel «proceso que requiere mostrar una y otra vez al
paciente la misma cosa en momentos diferentes y con conexiones
distintas», hasta vencer sus resistencias.

Fromm y Reichmann entienden bajo este término la labor reiterativa de


conectar el material surgido con las demás experiencias y contenidos a
cuyo sistema pertenece.

Greenacre lo centra en «trabajar» repetitivamente con el «conflicto


defensivo», en conexión también con sus efectos en las situaciones más
variadas (esto sería propiamente la función de nuestra mayéutica). Y
Stewart y Grennson sostienen que la translaboración se halla
primariamente dirigida contra las «resistencias del Ello» y que «es
esencialmente repetición, profundización y extensión del análisis de
resistencias».

Novey, finalmente, supone que gran parte de lo que se denomina así


sucede ya fuera de las sesiones y significa la vivenciación (afectiva,
pero también intelectual y concienciativa) que conduce al cambio de
estructura de personalidad. Valensin llega a considerar, en esta línea,
que la translaboración debe prolongarse después de terminado el
análisis y dado de alta el paciente, con lo cual ya se ve que supera y
amplía con mucho el concepto de Freud, pues aquel «trabajar las
resistencias» laboriosamente no se concibe en modo alguno «fuera» del
análisis, ni casi fuera de las sesiones.
Para comprender su dinámica hay que tener en cuenta todas las operaciones
propias del proceso terápico, una vez se va obteniendo material significativo,
para que éste sea efectivamente asumido, gracias al insight, produzca la
abreacción libidinal necesaria y conduzca a la integración de esa energía
libidinal nuevamente liberada en una estructura de personalidad, ajustada y
elástica, y la canalice productivamente hacia el «principio de realidad».

Limitar la translaboración al vencimiento de resistencias nos parece


demasiado restrictivo (y entonces habría que buscar una denominación
técnica para el resto del trabajo dialytico, básico, que hemos descrito): el
análisis de resistencias es una de las técnicas translaborativas que ha de
emplearse siempre, en cada uno de estos pasos, pero no la única.

En efecto, la activación sistemática del material significativo, el «trabajarlo»


para hacerlo efectivo, requiere un modo de proceder que no puede
abandonarse a la improvisación o inspiración momentánea de cada analista,
aunque estos imponderables son a veces decisivos, y este modo de proceder
translaborativo resumiría todo lo que hemos tratado (con algunas precisiones,
propias de este capítulo).

Las técnicas translaborativas se podrían dividir, pues, en cuatro tipos:


técnicas de estrategia dialogal o mayéuticas, técnicas de interacción
transferencial (que acabaremos de estudiar, además de lo ya expuesto en el
capítulo anterior, en el siguiente), técnicas activas y técnicas hermenéuticas.
Muchas de estas técnicas han sido ya discutidas en páginas anteriores, pero
ahora hemos de tratarlas en cuanto translaborativas, en cuanto dirigidas a
producir la abreacción y el insight en orden al cambio de estructura de la
personalidad (la abreacción depende, por supuesto, de la superación de las
resistencias). Y en el dominio de estas clases de técnicas, así como en la
capacidad transferencial, se cifra precisamente la eficacia y la calidad
profesional de un psicoterapeuta122.

122 Las técnicas translaborativas pueden aprenderse (y esto con


limitaciones, pues hay sujetos más aptos para la psicodramatización,
para la mayéutica o para la hermenéutica, respectivamente, que en los
otros campos resultan menos eficaces o creativos), pero la capacidad
transferencial y, sobre todo, contratransferencial ya no es aprendible:
depende tanto del grado de apertura a la realidad ajena del terapeuta
como de la afinidad y de empatia entre el carácter del analista y el del
caso. Esto último constituye un imponderable que obliga a una
selección rigurosa de pacientes, de acuerdo con esta posibilidad de
empatizar.

Mas antes de precisar, en sentido translaborativo, estas técnicas, hemos de


explicar los resortes de la translaboración y el orden por el que proceden.
Pues sin la acción translaborativa organizada, el material analítico más
significativo (espontáneo, o técnicamente obtenido) resultaría ineficaz;
quedaría en mera especulación racional (como puede hacerse en un
«autoanálisis», que por eso es ineficaz) o en pábulo para racionalizaciones.

El problema central de todo proceso terápico consiste en pasar de la mera


consideración especulativa de los símbolos, fantasmas y componentes
profundos de la personalidad, a la abreacción movilizadora de los
componentes energéticos, a la dinamización de sus estructuras y a su contacto
más objetivo con el entorno real, contra lo cual hay montado un verdadero
sistema defensivo que engendra sucesivas resistencias.

Para ello, el psiquismo humano cuenta con unas disposiciones o tendencias


(que no se pueden conceptuar propiamente como «impulsos» o como
«instintos» en sentido freudiano, sino que son algo más general, constitutivo
y primario todavía), que hay que acertar a poner en juego
translaborativamente y gracias a la relación transferencial.
1. DISPOSICIONES PRIMARIAS DEL
PSIQUISMO
Estas disposiciones básicas a que nos referimos y que constituyen los puntos
de engranaje de la acción terápica en orden a manejar y organizar las
pulsiones energéticas de Eros y de Bía (o agresividad), nos aparecen como
cuatro dimensiones dinámicas del doble movimiento expansivo y asimilativo
de la personalidad humana en sus relaciones con el entorno; pueden
denominarse:

Tendencia a la comprensión (-> insight).


Emotividad (-> asunción).
Impulso de vivir (-> abreacción).
Pradicidad (-> acting).

Y las cuatro constituyen el «aparato dinámico» que engrana y distribuye las


demás energías pulsionales en orden a una unidad de conciencia y de
conducta.

Si la personalidad se halla psicóticamente muy desintegrada, habrá que ir


recuperando por técnicas especiales (de juegos simbólicos y afectivos
fundamentalmente) el funcionamiento de estas cuatro dimensiones
disposicionales; si no lo está, éstas habrán de convertirse en los principales
aliados de la labor translaborativa del terapeuta, a poco que sean capaces de
reaccionar. Pero este hecho ha de tenerlo éste muy presente, para no proceder
a ciegas acerca de las fuerzas aliadas de que dispone.

La tendencia a la comprensión es patente: el sujeto humano se vivencia como


centrado y condensado en su actividad intelectiva y sólo siente que es, que se
posee a si mismo y que se adueña de lo «otro» cuando lo formaliza en
conceptos y en sistemas de conceptos123.

123 Para toda esta temática de la dinámica mental y del lenguaje, cfr.
nuestra Antropología cultural: Factores psíquicos de la cultura
(Madrid, Guadiana, 1976) capítulos 5 y 7, págs. 201 y siguientes y 306
y ss.
Estos conceptos (más o menos perfilados) tienen una doble propiedad: de un
lado, crean la conciencia de una mayor evidencia cuanto más conectados se
encuentran entre sí, dentro de una unidad sistemática, a la que tienden por sí
mismos (el sistema unificativo primario es ya el lenguaje). De otro, tienden a
asociarse a afectos y a interrelacionarse, aun fuera del sistema lógico,
mediante analogías metafóricas y asociaciones emocionales, creando así
constelaciones conceptualmente vagas pero emotivamente muy eficaces.

La actividad psíquica consciente y semiconsciente se centra, pues, en esta


múltiple labor formalizativa, conceptualizadora, sistematizadora, asociativa,
metaforizadora y emotivamente motivadora (y organizativa de los impulsos,
en consecuencia) en tensión dialéctica (afirmativa y negadora) con el sistema
de conceptos constituido.

Éste es el primer mecanismo que el terapeuta tiene a su disposición en su


trato con el paciente; aunque puede «hablarle» a su emotividad, este lenguaje
es más oscuro y menos controlable (contratransferencia), pero lo que sí puede
hacer y hace es dirigirse a su racionalidad, en lenguaje inteligible (que ya de
por sí organiza el material sistemáticamente), para satisfacer esta tendencia a
comprender. La cual es tan eficaz que, cuando el comprender resulta
demasiado penoso e intolerable (naturalmente, a nivel emocional), la mente
del paciente se embota, se resiste a comprender y a funcionar lógicamente (a
veces la proposición más sencilla y lógica le resulta ininteligible y hay que
repetírsela hasta la saciedad) se monta una defensa o resistencia.

Y en tal eficacia movilizadora y organizativa (en sistema) de lo comprendido


se funda el insight. El insight (en la lengua de Freud: Einsicht =
«inteligencia») consiste en un acto de comprensión dotado de un poder
especial de evidencia y estrechamente asociado a un efecto asuntivo del
contenido de esa evidencia.

En el acto de «hacer insight» se produce una comprensión repentina tan


nítida que invade la conciencia, sin que ésta llegue a poder montar sus
defensas por ese flanco, y, gracias a la asociación de los conceptos con la
emotividad, moviliza algún afecto en sentido positivo que se identifica
asuntivamente con el concepto evidente, recién formado o integrado
sistemáticamente en el sistema total de categorías del paciente, y abre la vía a
una abreacción pulsional y energética.
El insight o la concienciación analítica no queda, pues, nunca en el terreno,
puramente intelectual124, sino que trasciende inmediatamente hacia zonas
más básicas del psiquismo, hasta interesar o afectar al mismo Inconsciente, y
es entonces cuando hace su efecto analítico. Por eso, puede haber evidencias
que el paciente conoce y de las que se trate frecuentemente en el discurso
analítico, y, sin embargo, resultar totalmente ineficaces en orden a la
abreacción. Esto puede producirse, o bien porque, de hecho, esos conceptos
evidentes racionalmente no están asociados a ningún afecto y no son capaces
de arrastrar ningún impulso, o bien porque una defensa o barrera se halla
montada en el tránsito de una a otra esfera (intelectual, emocional y
pulsional), o incluso porque las actividades emotiva y pulsional se hallan
disociadas de la mente hasta tal punto de no producirse esa asociación,
normal en otros sujetos menos desintegrados125.

124 En realidad, la actividad intelectual propiamente dicha, cuando es


intensamente comprensiva y creativa nunca se halla disociada de la
emotividad y aun del Inconsciente: los grandes pensadores filosóficos,
matemáticos y científicos no sólo han «construido» sus conceptos, sino
que los han vivido con toda su realidad psíquica y aun con toda su
potencia afectiva, hasta «soñar» con sus fórmulas y esquemas
modélicos al dormir...

El concepto formalizado y lógico es una última decantación de un


movimiento psíquico mucho más complejo de captación inconsciente,
subconsciente y emotiva de las realidades. Por eso, nada puede hacerse,
que sea fecundó, con conceptos meramente «aprendidos» y
especulativamente «comprendidos», sino con los internamente vividos y
hasta creados originalmente por el pensador.

Por eso, también la comunicación analítica ha de rehacer este mismo


proceso espontáneo, sólo que al revés: comenzando por el concepto y
aun por la palabra.

125 En esto precisamente consiste la eficacia del Psicodrama: en él, al


hallarse el sujeto entregado a un juego y en un ambiente de mero «como
si..,» y encarnando un personaje que aparentemente no le compromete,
tiene las defensas bajas, de modo que al actuar como otro, se permite
sentir lo que otro sentiría, pero esta permisión solapada le sitúa
emotivamente (sin adverarlo) en su propio papel real y puede llegar a
desencadenar una abreacción, con lo cual quedan rotas las defensas.

Pues nunca los conceptos, cuando no hay defensas anómalas o no son


meramente aprendidos y repetidos, se encuentran en estado independiente de
la masa afectiva y pulsional del psiquismo, y la comunicación analítica ha de
tratar de producir el mismo proceso asociativo entre conceptos, afectos y
pulsiones (aunque sea valiéndose de técnicas activas). Entonces es cuando la
palabra, oída o verbalizada, resulta eficaz; porque téngase en cuenta que no
son propiamente los conceptos, sino las palabras, lo que
comunicacionalmente se menaje en la sesión analítica, las cuales, aun sin
demasiado contenido conceptual, pueden movilizar los afectos y éstos, las
pulsiones. Así puede darse una doble eficacia en la comunicación analítica:

pero de modo que el afecto tal vez ni siquiera corresponda a la pulsión


movilizada, sino que sea un afecto reactivo y resistentivo a la pulsión (por
ejemplo, la pulsión o su abreacción es gratificante, pero el afecto despertado
es negativo). A veces puede producirse la emergencia de un concepto que no
sea mediación para el afecto o la pulsión, sino totalmente ajeno al proceso, y
también resistentivo: una «racionalización» que trata de paralizar la dinámica
abreactiva.

En todo caso, se entiende por insight aquel elemento consciente y


concienciable (sea palabra, sea concepto) que, por la nitidez y fuerza de su
concienciación, interesa intensamente a las demás zonas irracionales del
psiquismo y es capaz de movilizarlas o de producir en ellas algún efecto
asuntivo.
La emotividad puede entenderse como la consistencia móvil de la «masa»
psíquica, no diferenciada en procesos intelectivos o volitivos propiamente
dichos; o, en un sentido más cognitivo, como el autopercibirse del sujeto
(consciente o semiconsciente) en su entidad psíquica más concreta e
inmediata, siempre móvil y reactiva, aparte de las cenestesias somáticas (a su
vez asociadas a afectos, siquiera los de placer, dolor, displacer, tensión,
relajamiento).

Es el dinamismo puro de la psique en cuanto perceptible por el Yo (si no, se


trataría de impulsos inconscientes) que sustenta, envuelve y arrastra otras
zonas más diferenciadas; el magma o caudal intentivo y reactivo,
mínimamente perceptible de modo espontáneo (si no pertenecería al
Inconsciente), del que destacan como puntos más consistentes los procesos
intelectivos y volitivos, pero que es más inmediato, potente y móvil que
éstos; y así, si éstos no consiguen asociárselo permanecen poco activos y
hasta ineficaces.

Podría también decirse que consiste en el estar concreto en-realidad de la


subjetividad humana (y animal), previamente a toda otra formalización
diferenciada (aunque puede haber afectos muy diferenciados, pero siempre
poco o nada controlables por los mecanismos formalizadores y volitivos de la
mente), pues lo concreto no puede ser dominado ni condicionado por lo
abstractivo.

Las voliciones126, aunque más diferenciadas, tienen mucho de emotivo y en


no pocos casos vienen a reducirse a una forma de asunción canalizada, por la
conciencia y la practicidad, de los afectos; y a veces hasta las intelecciones y
los conceptos, son una última decantación cualificada de los afectos.

126 Para ampliación de este punto, cfr. nuestra Dialéctica del concreto
humano, capítulo 6, páginas 189 y ss.

Por eso resulta fundamental en la translaboración dialytica llegar a interesar


esta zona de la emotividad, pues hasta entonces no se hace efectivo (ni incide
en lo real y en lo concreto) cuanto se haga o diga.

El insight no llega a serlo verdaderamente (es decir, no llega a tener efectos


abreactivos) si no afecta a la emotividad, y es ésta la que en realidad asume lo
evidenciado por el insight.

Asumir significa hacer propio, identificarse, siquiera sea parcialmente, con


algo; dejarse implicar por ello, percibirse como realmente metido en una
situación real e insoslayable, sentirse abocado a algo, que no se rechaza y que
se acepta en todas sus consecuencias (la visión de lo cual pertenece
naturalmente al insight).

Puede y debe asumirse desde la propia mismidad (yo soy yo, o yo=yo, lo cual
puede parecer una tautología, pero no lo es, pues el yo consciente, en función
de sujeto lógico, puede sentirse muy otro del yo no conscienciado o
inconsciente —con todos sus contenidos—, en función de predicado o de
objeto de la asunción), hasta la clase social, la profesión, el grupo familiar, el
cónyuge, los hijos o la raza, pasando por el cuerpo, el genital, los defectos, el
color, la edad, el sexo (macho o hembra), y todas las demás particularidades
que nos afectan.

En general, siempre hay algunas de estas particularidades o elementos de


nuestra realidad (íntima o circunstancial) que no habíamos concienciado o
que inconscientemente rechazábamos; siempre se vive con un cierto
coeficiente de irrealidad apetecida, o fantaseada (por amputación
subconsciente de su equivalente real); y los psíquicamente desajustados,
todavía más, rechazan a veces su mismidad más propia, su sexo, su
vegetatividad, su cuerpo, su figura, su genital, su edad y algunas o todas sus
circunstancias sociales y profesionales. La translaboración ha de consistir
entonces en hacérselo asumir (en alguna etapa del proceso, o durante todo el
análisis).

Naturalmente, esta asunción no puede hacerse sólo ni principalmente con la


comprensión intelectiva, sino que es tarea de la emotividad, pues consiste en
la captación identificativa y en concreto de lo asumible, que, en adelante es
sentido como propio, e insoslayable en la práctica (y esto es claramente
afectivo, si ha de funcionar prácticamente, pues de lo contrario los hechos
seguirán desmintiendo prácticamente tal «asunción»: aquello con lo que en
realidad no se cuenta como efectivo no influye para nada en nuestra práctica).

Asumir es situarse en-realidad y sentirse identificado con ella (respecto de lo


propio), sin distancia ni resistencias. Translaborativamente hay que situar al
paciente, reiteradamente (hasta que lo asuma), ante esa realidad, ese aspecto,
esa situación o esa acción que se resiste a asumir o que no tiene asumida; y
esto puede hacerse evocando, simbolizando, representando, de hecho y con la
presencia real de lo asumible (cuando ello es posible; casi nunca lo es) o
mediante la verbalización y la tematización del objeto en las sesiones (a
veces, el paciente protesta y declara que le resulta insoportable oír hablar de
aquello o tener él mismo que referirse a ello). Los procedimientos evocadores
del estímulo fóbico de la Terapia de Conducta resultan a este respecto
eminentemente translaborativos.

Gracias a la agitación del afecto, que el referirse a esos objetos produce, es


posible ir haciendo mella en la coraza resistentiva del paciente, pues los
afectos negativos y renuentes de algo tan lógico como sus propiedades más
intrínsecas y naturales, constituye un material analítico de primer orden, para
hacer ulteriormente insight.

La otra vertiente dialytica de la emotividad son las relaciones


transferenciales, pues, en efecto, los fenómenos transferenciales van contra la
lógica y la percepción objetiva del analista y de sus posibilidades por parte
del paciente y se juegan fundamentalmente en el terreno emotivo y en el
proyectivo incosciente; por ello son tan eficaces, porque trascienden de lo
especulativo a lo concretivo y real de la autovivencia del paciente. A éste le
vale más llegar a sentirse efectivamente «niño en relación edíptica con su
madre» y hacerlo así consciente, que ocultar esta autovivencia y esforzarse
por creerse adulto independiente: una vez conectado con el terreno sólido de
su verdadero autovivenciarse, ya puede comenzar a translaborar esta vivencia
y promover su desarrollo real hasta la autovivencia adulta. Entonces, desde
esta vivencia, es cuando puede asumirse.

La experiencia sensible de la asunción consiste en un sentirse literalmente


«impregnado» (a veces penetrado «hasta los tuétanos») por el contenido
emocionalizado del mensaje analítico o del insight. No es la experiencia de
una evidencia conceptual, sino de un ser así (o ser las cosas así) porque sí, en
toda la gratuidad de lo existente, pues gracias a esta asunción emotiva se ha
salido de la irrealidad abstracta de lo imaginado, deseado o fantaseado, a la
realidad masiva y envolvente de lo existente. El efecto de esta impregnación
nunca es penoso, sino siempre liberador y ampliativo, aunque se hubiese
tratado de aceptar una realidad dura; pero la huida defensiva y fantaseada de
la realidad resulta más dura todavía (porque, por lo menos, es depresiva,
angustiosa, tensa para mantener unas posiciones insostenibles y limitativa de
posibilidades reales) 127.

127 Lo que realmente se es, poco, mucho, o casi nada, constituye una
base sólida para vivir, existir, conocer, actuar y relacionarse, pues todo
lo real es capaz de conectar productivamente con todo lo real
(particularizado). En cambio, lo que no se es, por muy positivo que
aparezca, sólo en su aparecer, carece de toda eficacia.

El neurótico (y todos aquellos que viven fuera de la realidad —y los


triunfalismos políticos son un buen ejemplo de ello—) se ve aquejado
inconsciente y difusamente del pesimismo tanático, del desaliento y el
derrotismo, que la irrealidad desde la que vive emana (y los
triunfalismos políticos no tardan mucho en comportarse tanáticamente y
tomar las medidas más suicidas y menos conducentes a su
perpetuación).

Verse libre de la contaminación ambiental de ese pesimismo tanático ya


es para el neurótico una experiencia gratificante y liberadora.

La disposición que llamamos impulso de vivir (y que entendemos en un


sentido estrictamente psicológico, y no cosmogónico como el élan vital de
Bergson) expresa y concentra la dinámica de constante intercambio y
mutación que supone existir. Implica elementos conscientes e inconscientes
(las pulsiones básicas de Eros y Bía precisamente, mas el Icsc. emocional y el
semántico) 128 y todas aquellas energías indiferenciadas que dinamizan y
tienden a desplegarse vitalmente en el desarrollo humano (individual y
colectivo, biológico y práctico). Pareciéndonos el «impulso de Muerte» de
Freud, y toda la compleja alquimia que este autor desarrolla en torno a él, lo
más especulativo y lo menos positivo y real de su sistema129. Bajo este
concepto de «impulso vital» estaríamos expresando toda la masa energética y
la dinámica expansiva y autoafirmativa del Inconsciente humano. Y esto es
precisamente lo que, al abreaccionar, moviliza la personalidad desajustada y
su estructura rígida y conduce el caso a la salud.
128 Cfr. nuestra Antropología cultural, antes citada, capítulo 4, págs.
156 y ss. y Terapia, lenguaje y sueño, capítulo 8, págs. 225 y ss.

129 La muerte, que es una negación, no puede ser jamás objeto de un


impulso, lo que sí puede darse es un impulso agresivo (pero tendente a
conservar y promover la propia vida) que resulte destructivo y de
muerte para sí o para otros, si se halla mal impostado y vuelto contra el
propio sujeto en un deseo de autocastigo o autodestrucción: éste es
nuestro «impulso de Bía» (= gr. «violencia»).

El impulso vital (de vivir o de Vida) consta de dos tendencias


complementarias y dialécticamente contrarias: la tendencia asimilativa y la
expansiva. La tendencia asimilativa puede descomponerse analíticamente en
las siguientes:

Apropiatividad.
Integratividad.
Comunicatividad (que es mediativa entre ésta y la expansiva).

La tendencia expansiva se descompone en:

Mutatividad.
Afirmatividad.
Gratificatividad.
Proyectividad (que desemboca en practicidad) 130.

130 Puede que a alguien le parezcan estos términos «abstracciones»,


pero si detallamos vivencialmente el conjunto de impulsos y
sentimientos a que nos referimos con estos términos, no son en realidad
tales abstracciones, sino un recurso del lenguaje para generalizar sin
obligar a repetir cada vez las experiencias concretas a que nos estamos
refiriendo. La forma gramatical (en dad) no es constitutiva del
contenido, y el castellano (y probablemente muchas otras lenguas) no
permite otra.

En efecto, la vitalidad, por una parte tiende a enriquecerse con lo «otro», a


asimilarlo, a integrarlo y a convertirlo en propio131, tiende a abrirse
comunicacionalmente a todo lo demás, en todos sus niveles, para informarse,
para «enterarse» (i.e. poseerlo mentalmente); y ello origina las propiedades
psicoconductales del interés y la ambición, y sus degradaciones en forma de
curiosidad y de avaricia o posesividad limitativa y materializada (o restrictiva
del objeto, a causa de un espejismo anal e infantil).

131 Esto explica, según Volhard (Kannibalismus, Stuttgart, Strecker,


1939) la tendencia universal a devorar a los progenitores de una u otra
forma para asimilarse sus cualidades.

El sujeto humano se vive inconscientemente como vacío en sí e indigente de


lo ajeno, de la totalidad de lo existente (sin límites), mas no en cuanto ajeno,
sino en cuanto puede convertirlo en propio y ser en sí mismo todo lo demás:
el organismo apetece los elementos químicos de la naturaleza física (y, en
definitiva, del cosmos) y la psique apetece información y experiencias
(gratificativas), que le cree la ilusión de «hallarse en todas partes» y de no
estar limitada ni por el tiempo ni por el espacio.

La aspiración secreta de la subjetividad humana sería identificarse sin límites


con el cosmos total sin dejar de ser uno mismo; apropiárselo sin estallar;
fundir dialécticamente la intimidad personal y subjetiva con la exterioridad
universal y objetiva, sin perder intimidad densificativa ni excluir de sí ningún
elemento o región objetivos.

Y como esto resulta imposible, por lo menos tiende la vida a transformarse


continuamente (mutatividad) y el sujeto a ir realizándose, en cuanto él
mismo, en diversos roles y versiones distintas de sí (diacrónicamente), a ir
desarrollando y realizando una serie de posibilidades distintas siempre
(afirmatividad y proyectividad). Y el placer se engendra (gratificatividad) al
participar íntima, amplexivamente (en forma de «abrazo»), de las demás
realidades: el ritmo de otras fuerzas en la danza y en el deporte, la
degustación de alimentos, la inmersión en el agua, la conquista de cumbres y
de simas, el encontrarse en ambientes y en acontecimientos, el abrazo erótico
(el contacto de formas, de miembros y de músculos), el contacto con la
naturaleza vegetal, animal o mineral, las relaciones sociales y la recepción de
información.

La gratificatividad, como la comunicatividad, es medial entre lo asimilativo y


lo expansivo: el hombre se gratifica en tanto asimila comunicativamente y,
por ello, se expansiona y, al asimilar, se abre a lo «otro» y «distinto», y su
subjetividad se amplifica con lo distinto e inhabitual. En este punto se funden
dialécticamente ambas tendencias y el sujeto humano se siente tanto más
realizado cuando, por ambas vertientes, integra más y se proyecta más: se
hace intensivamente más propio y más ajeno a la vez (y hace más propio lo
ajeno, y enajena o socializa lo propio).

En la personalidad desajustada, en que el impulso de vivir falla por una razón


o por otra, estas manifestaciones del mismo se cambian en sus contrarias: se
teme el cambio y lo nuevo o lo extraño y ajeno, se adolece de inmovilismo y
de tendencia a la fijación en estados adinámicos o en relaciones inmutables,
se padece incomunicación, no hay receptividad para el caudal de
información, de estimulación y de afectos que continuamente nos envuelve;
se es adialéctico, las energías no parecen reponerse del desgaste progresivo y
se tiende a una paulatina desintegración. Todo lo que es movimiento,
transformación, esfuerzo asimilativo, ampliación de estructuras y porosidad a
lo ajeno resulta penoso; la personalidad se defiende contra ello, se rehuye la
vida.

Naturalmente, en todo este movimiento recesivo no hay placer alguno, sino a


lo sumo la falta de tensión de la inercia (que es lo que Freud confundió con el
«placer» buscado por la libido mediante el «instinto de Muerte», en una
ofuscación incomprensible), cuando el placer es dialéctico, e implica la
tensión, la actividad, la reactividad y la apertura a lo otro, implica el sentirse
real entre realidades, en una dialéctica de estimulaciones, provocaciones y
reacciones mutuas y en la transpiración de posibilidades mutantes y de
aumentos y descargas de potencial que en ello se producen. En cambio al
pulsional o emocionalmente perturbado (neurótico o psicótico), es esa
constante estimulación a ulteriores transformaciones, según posibilidades
objetivas, a las que hay que hacerse poroso, lo que le abruma y atemoriza.

Así, la búsqueda neurótica del placer resulta imaginaria, fantaseada,


sustitutiva, mediante sus montajes y sus fintas defensivas, pero lo que en
concreto experimenta siempre es todo lo contrario: frustración, depresión,
miedo, o la tensión insufrible de mantener unas defensas de la ficción contra
la realidad, en un doble frente (el exterior, de los estímulos y las
solicitaciones reales, y el interior, de sus propios impulsos inconscientes).
La translaboración ha de hacer girar la orientación de estos impulsos 180° y
convertir los defensivos en vitales, mediante la abreacción. Abreacción
significa, pues, la movilización adecuada de las energías, afectos e impulsos,
fijados, represados o reprimidos, hacia la realidad efectiva y sus posibilidades
objetivas. Decimos adecuada, porque la reorientación y activación de estos
elementos inconscientes ha de abarcar la aceptación de las realidades en su
mismidad, la participación gratificativa en ellas y la incidencia productiva en
sus procesos.

En cuanto al triple estado anómalo de los elementos inconscientes,


especificaremos que la fijación significa, no «represión», sino desviación de
su objeto propio (el impulso de Eros queda desviado hacia la madre, en lugar
de orientarse hacia las demás mujeres, pero en este quedar fijado en la madre
no se halla «reprimido», sino más bien activado). La represación, o más
eufónicamente «bloqueo», tampoco puede identificarse con la «represión»
(aunque es lo que vulgarmente se viene entendiendo por «represión», pero
que Freud la denomina Unterdrückung y no Verdrängung): en estos casos
tampoco los elementos inconscientes son ignorados, por el contrario se los
percibe conscientemente de algún modo, pero no se les puede exteriorizar (se
experimenta agresividad, pero el comportamiento no llega a ser agresivo; se
sienten deseos eróticos, pero no se pueden llevar a la práctica, etcétera).

Cosa muy distinta es la represión (Verdrängung) en sentido propio que


supone total ignorancia del impulso (no consiste, pues, en una negación
violenta del mismo, sino en una blanda inhibición) y una derivación
satisfactoria del mismo por otros canales, simbólicos o aberrantes, que no le
corresponden y que constituyen el síntoma. (La desrepresión implicaría, pues,
la cesación de las presiones culpabilizadoras del Super-Yo y de la acción de
los mecanismos desviatorios, el levantamiento de barreras, la elastificación
de las estructuras de personalidad y la asunción de la realidad de las
pulsiones.)

La abreacción implica, a su vez, los siguientes pasos:

Alianza contratransferencial con el impulso vital del paciente.


Motivación transferencial.
Pérdida del miedo infantil.
Estimulación afectiva del paciente { Fiducial, Agresiva, Erótica }
Es el impulso de vida, que trate de afirmarse por encima de las defensas y los
miedos a la realidad, el principal aliado del terapeuta, si
contratransferencialmente consigue asociárselo a su acción terápica. Y al
concienciar el paciente el absurdo básico de su defensividad reactiva, sus
energías vitales (fragmentarias y regionales hasta entonces) se condensan y
movilizan, apoyadas transferencialmente, contra este «como si» perpetuo en
que venía viviendo y que frustraba constantemente el objeto del impulso
vital. Mas para ello, ha de lograr el terapeuta asociárselo estimulativamente,
gracias a la motivación transferencia y la estimulación afectiva que provoque
(y que lleguen a hacer superar al paciente su miedo infantil originario).

El punto de engranaje concreto con la realidad, necesario para esta


movilización abreactiva, es la gratificación concreta que el paciente
experimente al poder confiar definitivamente en alguien (estimulación
fiducial), que le haga recuperar el contacto dinámico y nutricio con la
realidad, que se malogró en la infancia. Y esto sólo es posible mediante una
relación transferencial positiva y negativa (ambas son necesarias), pues la
transferencia positiva, al suscitar vivencias de cariño, va haciendo superar el
miedo infantil y reconfortando la intimidad desolada; mientras que la
transferencia negativa, al permitir una abreacción agresiva contra una imago
parental y autoritaria proyectada sobre el analista, resulta ya movilizadora de
lo reprimido y dinamizadora del proceso. (Transferencias demasiado
«positivas» y amistosas no resultan eficaces, pues pueden y suelen obstruir
las posibilidades de descargas agresivas contra el analista —que también son
necesarias, pues la agresividad contra los progenitores suele haber estado
reprimida—, ya que la agresión a una figura idealizada o que se percibe como
absolutamente «buena» despierta un intenso sentimiento de culpabilidad.)

En todo caso, la abreacción supone un drenaje de cargas pulsionales


reprimidas y, por lo tanto, generadoras de tensiones y presiones internas, y
este drenaje gratifica de alguna manera, lo cual representa un «refuerzo» de
las «respuestas» pulsionales a los «estímulos» transferenciales (positivos o
negativos); que determina una ulterior línea de conducta en este mismo
sentido. Esto significa ya o un «salto del resorte» o la iniciación de un
proceso hacia el mismo132.

132 Es un dato de la práctica psicodramática el que, a la tercera sesión


los pacientes empiecen a experimentar desahogo y descarga de
tensiones internas (o sea, un cierto bienestar psíquico) gracias a este
drenaje, facilitado por el «como si».

De todos modos, puede la abreacción en algunos casos despertar sentimientos


ambivalentes (por la demasía o hybris que haya supuesto, en pacientes de
fuerte Super-Yo), que tiendan a frenar el proceso de desrepresión y entonces
produzcan marchas y contramarchas del mismo: períodos de avance, de
estancamiento y de regresión sucesivos. Mas con tal que haya movimiento y
que las estructuras rígidas, las barreras, las defensas y las fijaciones se
conmuevan de algún modo, ya resulta un paso positivo la incipiente
abreacción, aun seguida de reacciones en sentido contrario.

La practicidad, consecuencia lógica de la comunicatividad, la afirmatividad y


la proyectividad, constituye una de las disposiciones primarias más
características de lo humano: las demás especies zoológicas satisfacen
impulsos, consumen, pero no construyen (salvo ciertos insectos, como los
ápidos, y las aves, aunque todo ello de modo muy estereotipado y regional),
el hombre, por el contrario, no sólo construye y produce (es decir,
constantemente elabora las materias primas en objetos artificiales y en
instrumentos artificiales, y, en lugar de adaptarse al medio, adapta el medio a
sus necesidades), sino que desarrolla en todos los órdenes una praxis
multifactorial que consiste en:

Diferenciar necesidades y multiplicarlas derivativamente.


Organizar —con consistencia institucional— estados y situaciones o
posibilidades de tales, que cualifican y transforman constantemente su
realidad mundana.
Construir sistemas de puntos de referencia y de modelos lógicos para
orientarse en su acción concordar socialmente y organizar la materia
(coordenadas geográficas, tablas de valor, categorías científicas y
principios, lenguaje).
Promover y cualificar las propias aptitudes humanas mediante sistemas
y ejercicios de aprendizaje.
Constituir un mundoreal y efectivo no naturalmente dado, sino cultural e
indefinidamente transformable, que fundamentalmente consta de
símbolos, valores, relaciones y significados.
La gran paradoja de la especie humana es que existe referida a una realidad
en sentido fuerte, a un mundo real, tan urgente, importante e insoslayable
como la naturaleza, que no es natural ni dado, sino que es producto de su
propia praxis,y, por lo tanto, indefinidamente transformable y cambiante;
pero al cual ha de atenerse sin arbitrariedad ni veleidades, el cual no consta
principalmente de «substancias» ni de fenómenos físicos (que quedan en la
base), sino de sistemas lógicos y axiales, de significados históricos (no
absolutos) y de posibilidades jurídicas e institucionalizadas de acción.

La realidad más urgente, importante y significativa para el hombre no es


(salvo en situaciones límite) física ni objetual, sino psíquica, lógica, histórica
(procesual), axial, jurídica, significacional y lingüística; y muchas veces
tienen más consistencia, importancia y relieve real para el hombre los afectos,
los proyectos y los contenidos mentales, las expectativas y los derechos, que
las substancias físicas y las especies naturales.

A nivel de individuo sucede que se vive (y se concibe la vida) para producir y


para actuar, mientras que los demás ejemplares animales no actúan
(solamente están, disfrutan, luchan —pero no a largo plazo, sino para repeler
una agresión inmediata o conseguir una presa—, se aparean o duermen: si
nada llama de inmediato su atención se duermen) ni tampoco producen ni
proyectan. El ejemplar humano, en cambio, aun cuando no actúe de momento
(porque no pueda o no le dejen) se dedica a hacer proyectos de acción y de
transformación de la sociedad y del mundo, y la falta de acción externa se
compensa con actividad mental.

Al individuo humano nunca le basta con «estar» (que llama «vegetar»), ha de


«realizarse»133, y «realizarse» no es seguir siendo lo que ya era, sino dejar de
serlo para ser distinto (aunque, si no ha de «corregirse», en la misma línea de
lo anterior), pero este ir siendo siempre distinto no es tampoco un llegar a
«estar» distinto, sino un hacer, aunque sea jugar (cuando el hombre no tiene
nada urgente que hacer, al menos juega, y sus juegos suelen ser una
caricatura esquemática de su hacer, incluso de su formalizar el mundo). Por
lo menos piensa y su pensamiento construye sistemas, que a su vez van a
presidir y orientar ulteriores formalizaciones del mundo; o plasma obras de
arte, y el arte, que tiene mucho de lúdico, se esfuerza por presentar el mundo
físico cambiado de aspecto, colonizado axialmente por la percepción y el
afecto humano.

133 Sobre la realización humana cfr. nuestro Método y base humana,


Apéndice: «Concreciones éticas», págs. 253 y ss.; Libido, terapia y
ética, capítulo 5, págs. 157 y ss. y Dialéctica del concreto humano,
capítulo 7, págs. 261 y ss., donde damos tres visiones distintas y
complementarias de la realización.

Por lo tanto, los impulsos y afectos humanos no parecen estar destinados a su


inmanencia y a su eclosión expresiva de estados (de hambre, de irritación o
de erotismo, como en los animales), sino a canalizarse práxicamente en
acción, en obras y en transformaciones del mundo real; por lo menos, en una
conducta constructiva que vaya creando situaciones cualificadas, que a su vez
abran ulteriores posibilidades de realización, de afirmación o de juego134.

134 Es muy significativo el hecho de que casi todos los humanos


occidentales cifran el éxito de su vida en llegar a tal posición social y
económica que les permita no trabajar para dedicarse a actividades
lúdicas, como si el juego fuera la aspiración suprema de la vida. Cfr.
Homo Ludens de Huizinga y Filosofía del hombre que trabaja y que
juega de E. d'Ors.

Porque, con su hacer, el individuo humano busca ante todo afirmarse, ser más
él mismo y proyectar esta mismidad, en forma de arte, de utilidad, de
pensamiento, de habilidad o de información, hacia la sociedad mediante la
comunicación. Para «realizarse» (es decir, literalmente ser más real cada vez)
no basta con actuar en secreto e ignoradamente, sino que la tendencia
universal de los humanos se orienta hacia la sociedad: o disponer de un
público, o recibir reconocimiento y aprecio de alguien, o influir en los
procesos colectivos, o, al menos, después de una vida ignorada, resultar un
«ejemplo» de modestia. Una actividad que resultase totalmente desconocida
para la sociedad muy pocos humanos la considerarían realizativa, entre otras
cosas porque no sería útil para nadie (y la utilidad es por lo menos el valor
mínimo a que suele aspirarse: el «servir para algo»).

El láthe biôsas de Epicuro («vive escondidamente», del que se hace eco


nuestro Fray Luis) resulta desentendido de lo colectivo sólo en apariencia,
pues subyace la conciencia del «intelectual» que, orgullosamente, desde su
escondimiento pretende influir y orientar a la sociedad; prueba de ello es que
el mismo Epicuro dirige sus pensamiento constantemente a «redimir» a los
demás humanos de su preocupación o miedo ante la muerte... El «intelectual»
espera que las ideas, producidas por su actividad inmanente y oculta, una vez
lanzadas al curso de la historia (por eso publica, hace discípulos o lo procura
y expone sus ideas), aun después de su muerte la transformen.

Si un sujeto carece de tendencia práxica, de productividad, de proyecto, de


tensión de afirmación en unas obras, es que se halla perturbado en su
economía pulsional y afectiva: es un neurótico. A veces, sólo esto es ya un
síntoma claro de neurosis, hasta llegar a la catatonía en la que incluso los
movimientos musculares cesan.

La ausencia de o resistencia hacia la acción es un factor patológico, como lo


es la incomunicación, la falta de proyecto (o de proyectividad) y la
incapacidad de afirmación. Es más, las acciones y las obras son una forma
privilegiada de comunicación, de afirmación y de proyección social.

Por eso, la desrepresión de los impulsos y la abreacción de los afectos han de


suponer siempre una tendencia a la acción, un acting. Y puede resultar que,
de inmediato, se expliciten los impulsos en una acción todavía inconexa y
simbólicamente sobredeterminada (el acting out temido por los freudianos);
de ahí que la translaboración haya de cubrir también este flanco y canalizar
hacia el «principio de realidad» esta tendencia a la acción.

No basta con vencer las «resistencias», sino que hay que suministrar el
puente metódico que conduzca esos impulsos recién liberados a una
incidencia adecuadamente real, pues los impulsos, por sí mismos ni
automáticamente (sobre todo, al salir de una situación patológica), es
imposible que se hallen en condicciones de actuar en una total adecuación a
las condiciones objetivas que la realidad práctica impone.

Pero la conexión práctica con lo real no consiste en una simple adecuación a


unos objetos que unívocamente se muestran en sí mismos (y que sólo los
perturbados deforman con sus proyecciones); las relaciones del sujeto
humano con la realidad y con sus distintos niveles son mucho más complejas,
pues existe en flotación semántica sobre ellos (y esto, tanto el individuo como
el microgrupo familiar, el macrogrupo, las generaciones y la especie entera).
No hay objetos ni realidades, situaciones, relaciones ni procesos en si
mismos, para el hombre, sino que todo constituye un haz de estímulos y de
posibilidades que cristaliza en un modo de dación determinado y adopta un
perfil concreto, según el enfoque, la situación, los deseos, la función, los
precedentes biográficos, los paradigmas culturales, el lenguje y las
investiciones emocionales y axiales que el sujeto o el grupo realizan en el
encuentro cognoscitivo y práxico con el objeto.

Y esto no es relativizar el conocimiento ni la realidad, sino comprobar que el


hombre existe dentro de una matriz cultural (la praxis misma) que formaliza
su «mundo real» momento a momento; que, salvo las ondas energéticas, todo
lo demás del objeto es determinación práxica, cultural, funcional y
proyectiva; y que, fuera de un proceso y de una situación dentro de él, nada
puede existir para el hombre ni ser conocido por él.

Y todo ello ha de ser tenido muy en cuenta (ya lo hemos venido haciendo)
tanto para enfocar la concepción misma de la psicoterapia como, sobre todo,
para acertar en el «avance hacia la realidad» de su última etapa, pues a base
de concepciones simplistas y mecánicas de las relaciones entre el sujeto y el
objeto (y un objeto concebido como fijo, determinado y cuasi mineral), muy
poco podrá obtenerse en orden a una verdadera «adaptación» (polivalente y
elástica y hasta dialéctica, por supuesto) a lo real.

No es que el psicótico o neurótico se envuelvan en una atmósfera irreal (de


símbolos delirantes, uno, y de afectos proyectivos, otro, respectivamente),
mientras que el sujeto «sano» perciba las realidades (objeto, acciones,
situaciones, relaciones, procesos y personas; que todo esto entendemos por
realidades y por «objetos») en sí mismas y con objetividad total, sino que
toda la cuestión consiste en los filtros por los que el haz de estímulos y la
respuesta adecuada se filtren, para formalizarse, dentro de cada situación y
proceso, en un objeto y, respectivamente, en una conducta determinada, a
base de investiciones (individuales y colectivas) semánticas, emocionales y
axiales. La cuestión es que estos sistemas de filtración y de investición
resulten más o menos «porosos» a la realidad y no impriman, al formalizar el
objeto o la conducta, modos alucinatorios, deformes o demasiado subjetivos
y narcisistas, incompatibles con el material filtrado. Mas cada sujeto ha de
construir sus propios sistemas de filtraje y, a ser posible, controlarlos.
Lo realmente deseable, adecuado y óptimo (la meta específica del ajuste de la
personalidad) ha de consistir, ante todo, en la más adecuada identificación del
paciente consigo mismo, matizada de autoaceptación, autoasunción emotiva
y autoposesión fluida y operante (de sus reservas energéticas), desde su
centramiento vivencial (lo que las escuelas de meditación orientales llaman
«el Conocimiento»), que es foco de cuatro cualidades infalsificabies pero
accesibles a toda personalidad que llegue a asumirse y a centrarse (por
escasas que sean sus dotes o sus reservas energéticas): seguridad, libertad,
productividad y originalidad o genuinidad, con los efectos secundarios de la
lucidez y la tolerancia con todo otro modo de ser o de pensar ajeno.

Nos atreveríamos a decir que los grados de capacidad de tolerancia (de los
cuales podrían trazarse una escala o baremo muy fácilmente, a base de
comportamientos observables de intolerancia, si quisiéramos entretenernos en
ello, como la escuela de Iowa hace con la «ansiedad») constituyen un índice
muy fiable de los grados de centramiento, de seguridad en sí mismo y en lo
propio y de su asunción emotiva: no poder soportar sin conmoción
emocional, sin inquietud ni crispación otros modos de ser, otras ideologías,
otros enfoques de la vida y otras éticas, y, por añadidura, tender a reprimirlas
o incluso a suprimir físicamente a sus representantes (mediante la violencia o
el abuso de poder, de lo cual ni siquiera los llamados «libertarios» muchas
veces se libran), se debe en todos los casos a inseguridad en lo propio, que se
vivencia como cuestionado o cuestionable por el mero hecho de existir otras
opciones ajenas. La sola presencia de un adversario ideológico, en posesión
de la vivencia de su propia convicción, causa desazón acerca de la seguridad
en las propias convicciones, y, por eso, sus manifestaciones «ofenden» y se
desearía verle desaparecer, hasta hacerle desparecer si fuese posible
impunemente.

Sin embargo, quien está seguro de lo propio es siempre comprensivo e


indulgente con lo ajeno: vive y deja vivir; porque vive verdaderamente y con
todas sus consecuencias, deja vivir del mismo modo a los demás (pues ha
asumido el desfondamiento radical humano). Lo ajeno no le causa ansiedad,
desazón ni culpabilidad, y por ello no tiende a destruirlo; lo deja estar con el
mismo derecho que lo propio, por muy opuesto que le sea. Y así se da la
paradoja social de que cuanto mayor es la convicción con que se posee la
propia ideología, mayor es la comprensión (y la tolerancia) que se
experimenta respecto de las ideologías ajenas (ineficaz y torpe defensa de las
ideas, las armas o las torturas... Y, en este punto crítico, se verifica el límite
cualitativo que existe entre lo ético y lo físico y la realidad de ambos niveles:
si la coacción física nada puede contra la vivacidad de las concepciones y de
las convicciones, sino todo lo contrario, es que se da un nivel independiente
de modo de ser, incoercible por procedimientos pragmáticos).

El proceso de realización de la personalidad podría expresarse mediante la


fórmula A —A', A", A'"..., entendiéndose por A el sujeto psíquico en
posesión de sus posibilidades reales, y por A', A", A'", etc., cualquier estado
ulterior de realización de esas posibilidades iniciales del mismo en la línea de
una fidelidad fundamental a sí mismo, de una congruencia con la propia
realidad, dentro de una mutación constante y progresiva de los modos de
realizarse y de ir siendo cada vez distinto para ser coherente con lo propio.

Sin embargo, esta línea de congruencia presenta momentos de aporía y es


fácilmente tergiversable por hallarse mediada por cuatro tipos de
investiciones que la flotación semántica del sujeto humano hace inevitables,
pero que pueden encerrar un elevado índice de perturbación emocional y
práctica de las relaciones objetivas con la realidad (y, por lo tanto, de
neuroticidad o de psicoticidad, respectivamente) :

1. Yo social exógeno impuesto por las presiones colectivas de los distintos


términos del entorno social (imagen, estimabilidad, valor, motivaciones
y sus refuerzos, función, roles).
2. Yo ideal endógeno, creado por el propio sujeto como punto de
referencia de su línea de realización futura, pero que muy fácilmente se
convierte en evasivo de la propia mismidad y del propio destino (la
mayoría de los humanos desean y se proponen ser precisamente aquello
que no pueden llegar a ser, por eso no se aceptan como son).
3. Prestigios mágicos de objetos fantaseados, proyectados sobre objetos
reales que, al llegar a ser poseídos, defraudan, frustran y desazonan,
pues no eran en sí deseables.
4. Tabuizaciones superyoicas de objetos deseables, que al no concedérselos
el sujeto, también le frustran y le desazonan.

El factor social presiona en el psiquismo, y si no se elabora dialécticamente


puede llegar a alienarle y a frenar o desviar su proceso de realización,
mediante el yo social impuesto y mediante la tabuización irracional de
objetos deseables (siempre que se dé el caso de que los objetos sean
realmente deseables y convenientes y vengan irracional o injustificadamente
tabuizados). El factor subjetivo y emocional influye mediante la evasividad
de lo más propio que puede fomentar un yo ideal irrealizable, del mismo
modo que el prestigio mágico que se proyecte sobre ciertos objetos realmente
no deseables, puede desviar de la praxis y conducir a estados depresivos
paralizantes del proceso de realización, tras estados maníacos exaltantes, pero
inductores de falsos procesos de realización mediante la persecución de
objetos irreales.

De todo ello resulta que el paciente, y cualquier sujeto que ha de orientarse


acerca del propio proceso de realización, ha de elaborar estos factores y sus
respectivas claves de semantización y de investición, para que los influjos
sociales no le alienen, ni las proyecciones ideales le desvíen de su línea de
realización, que, no por ser real y práxicamente realista, puede liberarse de
este coeficiente de semantización investitiva. Por eso, se hace necesaria una
última fase terápica de resemantización y de deducciones prácticas
conductales, que ayuden a conjugar las propias tendencias y proyecciones
con las condiciones objetivas del proceso (ética autógena).

Y al llegarse a este punto del proceso ha de frecuentarse la técnica mayéutica


para que el paciente, sin ser en nada influido en cuanto al contenido por el
analista, vaya deduciendo por sí y desde sí mismo los aspectos reales del
mundo que van a interesarle (resemantización) y las pautas de su conducta
ante ellos (ética autógena) 135.

135 No entendemos por «ética» un conjunto de «normas», sino la


apertura inequívoca y lúcida a las exigencias objetivas de la realidad
concreía. Sobre este tema cfr. Terapia, lenguaje y sueño, capítulo 7,
págs. 214 y ss.

No es posible ni recomendable dejar al paciente sin apoyo transferencial


precisamente en el momento de enfrentarse práxicamente con la realidad,
pues el «principio de realidad» no es unívoco, sino ambiguo y contradictorio
y aunque ya no queda ningún impulso por «desreprimir», sí queda toda la
personalidad por canalizar y orientar (y lo que es todavía más difícil: no por
otro ni doctrinariamente, sino desde sí misma), mas para ello necesita
urgentemente el mismo apoyo que necesitó para movilizarse
inmanentemente, sólo que con actitud y técnicas distintas.

Pues, como las sociedades, las razas y las épocas, también cada individuo
humano ha de formalizar su propio mundo. Y esto no es nada fácil. No es
fácil acertar con el perfil, adecuado a uno mismo, del «principio de realidad».
2. INTEGRACIÓN
La translaboración ha de seguir, pues, una doble dirección: abreactiva e
interpretativa. En virtud de la primera ha de ayudarse al paciente a liberar
energías y ulteriormente a integrarlas canalizativamente; en virtud de la
segunda, hay que ayudar al paciente a desentrañar el significado de su juego
de símbolos y de síntomas y, ulteriormente, a resemantizar su propio mundo
en orden a la acción. Entonces se le podrá «dar de alta». Mas todo ello ha de
ser asumido por su emotividad e integrado en un sistema de relaciones
categoriales (comprensivas) que reflejen, con un mínimo de adecuación, la
realidad.

Y esta asunción abreactiva e integradora de todo ello implica los siguientes


puntos que han de ir siendo resueltos conforme avanzan las primeras etapas
del proceso terápico:

A.
Comprender («hacer insight») afectivamente el sinsentido de la
actitud y de la estructura actual de su instalación neurótica en la
realidad.
Comprender el sentido (posible al menos) de la situación futura
más allá de las defensas.
B.
Perder el miedo a lo real.
Perder el miedo a lo pulsional.
C.
Llegar a percibir el vacío propio, ya desguarnecido de sus defensas
y de sus gratificaciones fantaseadas, para desencadenar el deseo de
absorber realidad y energías:
a. Internas y libidinales.
b. Externas y sociales.
Abrir la compuerta al impulso de vivir sin limitaciones infantiles ni
defensas irreales.

Esta labor supone una reorientación vivencial, emocional y práctica de la


personalidad del paciente en un doble sentido: reductivo de los factores
mágicos que habían venido atrayendo su atención hacia zonas ajenas a la
realidad, y amplificativo de las limitaciones y rigideces de lo infantil, que
habían venido negando posibilidades prácticas a la personalidad.

Mas el procedimiento de hacerlo no puede recetarse por un solo método ni


una sola técnica, pero sí puede decirse que se basa en el apoyo y la confianza
transferenciales y en el «injerto» de personalidad y de vitalidad que el
analista debe hacer. Esto supuesto, requerirá una lenta labor de minucioso
análisis del material dado y su concienciación asuntiva e integradora (ya sin
los miedos infantiles anteriores al apoyo transferencial) de la energía que
vaya abreaccionando, más o menos violentamente, desde el fondo libidinal de
la persona.

Como se patentiza en la sinopsis que acabamos de trazar, se trata de tres tipos


de fenómenos internos: un tipo intelectivo, un tipo afectivo y un tipo
impulsivo; o sea, que todos los niveles de la personalidad se han de ver
afectados:

A. Un cambio de visión situacional que ayude a desolidarizarse de las


defensas que mantenían un status absurdo, de espaldas al sentido de lo
real (vivido como hostil y destructivo, en lugar de estimulante y
posibilitador).
B. Superación de un afecto envolvente de miedo a lo ajeno y a lo propio
(precisamente en cuanto energetizador e impulsivo) 136.
C. Movilización vital de impulsos que, una vez centrados por el insight en
el punto de vista adecuado, se orienten hacia su verdadero destino: el
enriquecimiento con la realidad objetiva, la autoafirmación, la
proyección productiva y la comunicación.

136 Los pacientes se dividen claramente entre los que están poseídos
del miedo a lo ajeno y objetivo, y los que lo están por el miedo a lo
propio y pulsional. Hay, naturalmente, tipos mixtos, pero son más
escasos.

Es decir: concienciación y rechazo de la paradoja fundamental y


condicionante de una existencia desvitalizada; disolución de una motividad
infantilizada y obsesionada por el miedo; y apertura objetiva e impulsiva a las
posibilidades reales de la vida. Aquí se resumen los tres momentos
fundamentales del proceso de recuperación psíquica.

Mas todavía conviene especificar más en detalle la temática que ha de ser


objeto de análisis crítico y de asunción afectiva en la translaboración, para
que las defensas cesen, por haber cesado su objetivo (un objetivo, lo
repetimos, visto y sentido desde un punto de vista infantil, es decir, irreal ya e
impropio del adulto). Se asume al «hacer insight» y percibir con evidencia el
«acorralamiento» a que la paradoja fundamental de la neurosis nos tiene
sometidos, y esta paradoja versa sobre los siguientes aspectos:

a. Lo defectuoso (sobre todo, rígido) en la estructura de personalidad.


b. Lo prohibitivo y represor.
c. Las energías reprimidas y sus posibilidades.
d. El potencial (e incluso explosividad) de las mismas.
e. Lo abstracto e irreal de la causa de su miedo, de su mundo y de sus
gratificaciones fantaseadas.
f. La fluidez gratificante de su libertad personal y real, que no se halla, ni
debe estar, oprimida por ninguna instancia fantasmática opresiva.
g. El propio significado del paciente y de sus posibilidades, así como el de
las energías y objetos tabuizados hasta entonces.
h. Sus posibilidades reales y futuras de afirmación y de productividad (es
el sentido de la quinta pregunta de Adler).

Más que detenerse en hacer aceptar al paciente los clásicos modelos


freudianos del Edipo o la castración, resulta más eficaz recorrer esta tópica,
sin perjuicio de que, cuando el caso objetivamente lo requiera (y será casi
siempre), para explicar la acción de lo represivo o el miedo a la realidad, etc.,
haya que hacer uso de esos modelos.

Pero esas incidencias serán la concreción anecdótica de las causas de lo


contenido en la tópica anterior, no unas categorías básicas a las que haya que
recurrir a diestro y siniestro (como muchos suponen). Las categorías sobre las
cuales ha de versar y a las que ha de recurrir la translaboración son de un
carácter más funcional y estructural, y, sólo en su marco, pueden resultar
eficaces y asumibles las vicisitudes del Edipo.

Con el apoyo transferencial y la objetividad del análisis se irán dialyzando los


elementos comprendidos bajo esas categorías y, al ampliarse
simultáneamente la estructura de la personalidad (por pérdida de rigidez y de
defensas), irán quedando integrados en la misma.

Téngase, finalmente, en cuenta que toda esta labor ha de ir orientada hacia el


futuro en forma de posibilidad real y estimulante; así se facilitará la labor
asuntiva y abreactiva y comenzará a dinamizarse la practicidad. Pues lo que
más puede manifestar el absurdo y la paradoja de lo presente, e invitar a
desolidarizarse de ello y de las defensas que pretenden mantenerlo invariable,
es el cambio de perspectiva temporal.

La instalación neurótica (y, en su tanto, la psicótica) en el mundo quedará


automáticamente rebasada cuando el paciente caiga en la cuenta de que el
pasado pasó (y que de él depende que esto sea definitivamente), el presente
está pasando (y es un tránsito en que él mismo puede liberarse de la pesadilla
persecutoria del pasado) y el futuro le pertenece, en algún modo, como
posibilidad real, si lo quiere enfocar adecuadamente.

En cuanto al área de integración, dado que los elementos integrables son de


naturaleza muy distinta, cabe decir que es triple: biográfica, situacional y
estructural (o personal), según que el material asumido conste de hechos
pasados, de condiciones actuales o de impulsos y de otros componentes
psíquicos, hasta entonces reprimidos o rechazados.

Aunque, por lo general, nos hemos venido refiriendo a estos últimos (y los
demás autores dan la impresión de hacerlo con exclusividad), también hay
que tener presente que asumir e integrar son operaciones que pueden referirse
no exclusivamente a cualidades o energías, sino a hechos, recuerdos y otros
elementos objetivos del entorno social y que, en este caso, aunque todo ello
ha de ser asumido por la emotividad, sin embargo, no todo puede venir
integrado de la misma manera y en el mismo plano.

Así, ciertos hechos o condiciones del pasado (que tal vez produzcan
resentimiento, rebeldía o inclinación al pesimismo ante su irreversibilidad)
deben ser «encajados», como vulgarmente se dice, es decir, elaborados
valorativamente de tal modo que dejen de afectar y de presionar
depresivamente en la emotividad.

En cambio, puede haber condiciones objetivas y reales en la situación actual


(enfermedades, esterilidad, crecido número de hijos, tipo y carácter
defectuoso de los mismos, condiciones económicas y laborales,
equivocaciones irreversibles de tipo vocacional o matrimonial, situación
sociopolítica, soledad efectiva e insoluble, mutilaciones y rasgos de carácter
irreformables) que no sólo despierten resentimiento o rebeldía, sino que creen
verdaderas dificultades y problemas actuales, que haya que resolver de algún
modo para poder llevar una existencia tolerable.

En este área no sería exacto hablar de «encajar» (aunque también se dice),


sino que, además, hay que reorganizar la situación concreta con tal
objetividad y practicidad, que el coeficiente de problema que presente llegue
a reducirse al mínimo posible; y esto, por consideraciones prácticas y
objetivas, al haber sido superadas las proyecciones, las defensas, los afectos
desviados de la realidad y los fantaseos narcisistas o evasivos.

El coeficiente irreductible de conflicto, que la situación seguiría presentando,


habría de ser asumidointegrativamente con toda la lucidez realista, la ética
autógena y las disposiciones efectivas, mejor orientadas hacia lo objetivo,
que sea posible. Naturalmente, la condición para todo ello es la disolución de
todos los filtros defensivos y fantasmáticos o infantiles que haya supuesto ya
la diálysis; de no ser así, el paciente no está en condiciones todavía de ser
«dado de alta».

La integración estructural significa la recepción dinámica y elástica de


energías, tendencias, impulsos y elementos de personalidad, hasta entonces
desconocidos o paralizados, en la estructura constitutiva de la personalidad; y
se realiza, como hemos venido tratando en este apartado, mediante la pérdida
de los miedos infantiles, la eliminación de las presiones superyoicas y la
actualización del impulso vital, que entonces requiere, y desea, el mayor
número de elementos y de energías, para desplegarse productivamente hacia
la realidad.
3. HERMENÉUTICA TRANSLABORATIVA
No vamos a tratar aquí de las claves interpretativas de los símbolos, las
imágenes de la fantasía, las alucinaciones y los sueños, que ya hemos
expuesto en el capítulo 5 de esta obra137, sino del modo de aplicarlas, de la
estrategia que ha de seguirse para que la interpretación del material
significativo resulte más efectiva.

137 Nuestra insistencia sobre el tema se explica, además de su


importancia práctica en la terapia, por los fallos que universalmente se
cometen al respecto: si algo se hace sin método ni garantías es
precisamente esto, con lo cual se desperdicia o se distorsiona un
material de primer orden; por eso, los procesos terápicos se eternizan,
al no haber intérpretes de genio y no existir tampoco método.

Todo el material que, espontáneamente y sin posible influjo de


estrategias intencionadas, aflore desde las zonas menos patentes del
psiquismo ha de ser valorado por el terapeuta, precisamente si ha de
conducir la terapia de modo rigurosamente científico: la investigación
científica nunca desprecia la más mínima información que pueda
obtener del campo investigado, y más si ésta es microestructural. Pues
bien, todo este material simbólico (sueños, imágenes, tics,
somatizaciones, etc.) es reflejo de las estructuras más profundas y
básicas de los procesos que se investigan. Resulta enteramente
inexplicable cómo pueda haber autores que devalúen esta fuente de
información (tal vez la explicación sea genuinamente psicoanalítica).

Esta estrategia o control del modo de interpretar y de manejar las claves


dichas ha de desarrollarse en una triple dirección: en cuanto a los niveles, en
cuanto a los grados de profundidad y en cuanto al tipo de trabajo analizativo
que se efectúe, para que sea translaborativo.

En las constelaciones de imágenes y de datos significativos, que el paciente


produce, no es práctico ni efectivo entrar asistemáticamente interpretando
símbolos según el «buen entender» y las intuiciones personales del analista (y
ni siquiera apoyadas éstas en otras del paciente); el analista se halla en la
misma situación que el arqueólogo, tantas veces evocada aquí, ante un
yacimiento en una estación pre- o protohistórica: a aquél no le interesan
propiamente los objetos en sí que pueda hallar ni su calidad económica o
artística (eso le interesará al tratante o al aficionado, nada más), sino
precisamente las posiciones relativas de todos los restos (por mínimos que
sean) entre sí y con respecto a los estratos, pues estas posiciones relativas son
las únicas que pueden hacer posible su datación y la reconstrucción de los
influjos económicos, políticos y culturales que realmente hubo en la época.

Al analista, en su labor «arqueológica» (según metáfora de Lacan), tampoco


le interesan todos los posibles significados de una imagen onírica o
fantaseada, sino la deducción, a partir de ella, de un elemento real en la
biografía o en los impulsos de su paciente: una relación histórica (como al
arqueólogo) o una relación actualmente causal.

Además, la garantía de que se acierta con tal interpretación determinada no se


obtendrá sino por este medio: la concatenación y coherencia de los símbolos
interpretados interrelacionalmente le configurará la sintaxis efectiva del
proceso neurótico. Mas para poder interpretar interrelacionalmente hay que
descubrir previamente y respetar en su modo de darse los «estratos» del
terreno, es decir, los niveles (de distinta naturaleza) y los diferentes grados de
profundidad de los mismos. Sólo así podrá resultar la labor hermenéutica
verdaderamente translaborativa.

Estos niveles, a que nos referimos, pueden venir reflejados en el mismo


material significativo, si se acierta a descifrar adecuadamente (sobre todo a lo
largo de observaciones seriales de alguna duración), suponen distintas
formaciones de cronología diferente y, por lo tanto, distinto grado de influjo
en la economía de la perturbación; pueden y deben ser desglosados unos de
otros en la evaluación del material, en el siguiente orden, o en otro similar:
Y no hay que confundirlos con los grados de profundidad y de arraigo en la
dinámica de la personalidad de esos mismos elementos que también han de
ser tenidos en consideración, para no confundir el significado del material, y
que pueden organizarse como sigue:

En cuanto al modo de trabajo analizativo, Freud y sus discípulos daban por


supuesto, gratuitamente, que el material patente «enmascaraba» un contenido
«latente» y su trabajo se reducía a desenmascarar, bajo las formaciones
simbólicas, lo inconfesable, censurado o reprimido. Esto es posible, y en
bastantes casos se da, pero no puede convertirse en regla general ni en
principio hermenéutico. No es ni siquiera lógico que lo básico, lo espontáneo
y lo constitutivo (genético o adquirido después, pero en fecha muy temprana)
haya de estar necesariamente «enmascarado» por otras formaciones
pertenecientes también a la economía de la personalidad. Más que la tríada de
niveles hermenéuticos de Freud: «ideas latentes», «contenido manifiesto» y
«elaboración secundaria», proponemos una organización de contenidos
igualmente simple, pero más precisa:

Componentes reales y básicos de la economía psíquica (profundos, mas


no «enmascarados»).
Interrelación estructural y tensiones entre los mismos.
Repercusiones emocionales y reactivas.
Montaje expresivo:
a. Fantástico.
b. Somatizador.
c. Actitudinal.
d. Conductal.

De este último punto se deduce que el montaje expresivo de las


interrelaciones profundas de componentes básicos no suele ser simplemente
imaginativo (eidético, onírico, etc.), sino que forma una totalidad (Gestalt)
con otras vías de expresión manifestativa y que, por lo tanto, la interpretación
de una parte de este material manifestativo (los sueños, por ejemplo) ha de ir
apoyada en la del resto del material: somatizaciones, actitudes y conducta
significativa en general (actos fallidos, fracasos, pasividad, etc.).

Mas con esto no basta. Hay que tener en cuenta todavía tres tipos de trabajo
translaborativo del material expresivo, que arroje el caso, que tampoco han
sido sistemáticamente reconocidos y controlados por Freud ni por las
escuelas de él derivadas; en unos casos o momentos bastará con el más
simple, en otros habrá que emplear los tres simultáneamente, o se deberán
combinar algunos subtipos de uno y de otro estratégicamente, hasta conseguir
la certeza de que se ha descifrado el mensaje real que emite la vida
inconsciente.

Estos tipos de trabajo translaborativo pueden denominarse: observación


simple (del material dado), deducción y microanálisis, y cada uno comprende
una serie de operaciones (o subtipos de elaboración) complementarias, que
simultáneamente garantizan el éxito de la labor interpretativa y ayudan a
descubrir ulteriores virtualidades y matices en un mismo material.

La observación simple opera a base del material patente, que en su misma


dación resulte significativo, y actúa mediante la consideración obvia de lo
que allí se manifiesta. El microanálisis profundiza más y trata de poner de
manifiesto los componentes básicos y sus relaciones múltiples y organizadas
inconsciente y reactivamente. La deducción entra enjuego cuando sólo se
cuentan como material las verbalizaciones narrativas (y tal vez anecdóticas)
del paciente, que no da otro material más significativo, o,
suplementariamente, además del material simbólico dado, se vale de su
misma verbalización para deducir otro tipo de mensajes implícitos en él.

Sinópticamente se pueden disponer en este orden:

En efecto, no ha de quedar el trabajo hermenéutico en observar material


simbólico e interpretar simplemente, sino que ha de resolver previamente la
cuestión de la «apertura de diafragma» y del enfoque para descubrir niveles
de material, cualitativamente distintos, y grados de profundidad en su
procedencia; también descubrir, a través del material manifiesto, no lo
«enmascarado», sino otro material que se presenta (aunque no se manifieste
abiertamente) bajo otras claves y a tenor distinto, de modo que no basta con
la mera observación directa, sino que ha de deducirse de lo manifiesto y ser
microestructuralmente analizado.

La interpretación meramente simbólica, en busca de significados reales, que


el análisis clásico frecuenta, parece apuntar a «causas» reales y a «hechos»
internos (fijaciones, sustituciones, identificaciones, desplazamientos,
defensas) como si a esto se redujese la vida psíquica, y no es así. La vida
psíquica y la dinámica neurótica de la personalidad son estructurales: se
organizan polarmente a base de desplazamientos y sustituciones que
determinan unas «posiciones» estructurales y típicas, en cada caso, de los
impulsos, y crean unos focos tendenciales de interés, unas motivaciones y
unas tendencias específicas de esa personalidad determinada; todo lo cual la
constituye y configura el cuadro real y operativo de la misma.

Aunque no se llegasen a descifrar las «causas» biográficas (como en el


freudismo clásico), ni los símbolos asociados a sus impulsos (como en Jung),
la detección, localización y modificación de estos otros factores podrían
resultar terápicamente eficaces; pues la interpretación del material simbólico
apuntaría también y precisamente al descubrimiento de estas estructuras,
posiciones y estrategias. Pero además ese mismo material simbólico puede
ampliarse y complementarse mediante las deducciones del mismo que se
vayan consiguiendo a partir de la verbalización, sus constantes, sus
recurrencias, sus lapsus y la estructura del discurso.

Con el análisis microestructural y con la deducción no se trata sólo de


interpretar lo ya dado espontáneamente, sino de obtener un incremento de
material significativo y de obligarle a manifestar lo inmanifiesto. Así se
acelera el proceso terápico y se obliga al inconsciente a patentizar la totalidad
de su estructura y de su economía. Patentización total que, al ser concienciada
y asumida, viene a constituir el único paso decisivo para superar
definitivamente la dinámica neurótica de la personalidad y para afirmarla en
su salud psíquica. Afirmación en la salud que implica una reorientación (ya lo
venimos repitiendo en páginas anteriores); es decir, una reconducción
canalizativa de las energías libidínales hacia el «principio de realidad»,
cuando todavía puede el paciente sostenerse mediante la asistencia
transferencial.

Y esta reorientación supone un cambio de significación, de valor y de


catectización (investición de cargas afectivas y libidinales) de los objetos y la
deducción de la propia ética autógena, asumida y lúcida, en orden a la acción.

Precisemos más en detalle, algunos de los puntos fundamentales de los


cuadros sinópticos A, B y C.

La sinopsis A, referente a los niveles, se rige por el criterio de la naturaleza


específica de los rasgos de personalidad, mientras que el B se refiere al tipo
de origen y de arraigo de los rasgos. Y esta diferenciación es importante, y en
algunos casos decisiva para la curación: puede, por ejemplo, un paciente estar
dando material sintomático de un tipo, fálico, por ejemplo (o sea, un material
que indudablemente corresponde al nivel competitivo), y, sin embargo, ser el
foco de procedencia del mismo fijativo-oral. Sí el terapeuta orientase la
terapia como si se redujese el problema simplemente a hacer avanzar el
proceso de maduración de la etapa «fálica» a la «genital oblativa», mediante
técnicas activas, estaría perdiendo miserablemente el tiempo, pues la vida
inconsciente no se abre y, podríamos decir, no se «rinde», sino a aquellos
mensajes que afecten específicamente al foco y nivel (y hasta a la articulación
simbólica) del problema y de la fijación que le dio origen. Y esto explicaría,
este error de nivel o de grado de profundidad o focal ida d, la ineficacia de
muchas terapias que, después de haberse verbalizado aparentemente todo el
material (a un nivel) e incluso después de haberse hecho insight acerca de
varios puntos (a ese nivel) no acaba nunca de resolverse el caso y los
síntomas continúan, o cambian de naturaleza, pero no de posición semántica,
así como tampoco cambia la estructura de personalidad.

Según la sinopsis A, se da un nivel básico de disposiciones primarias y de


impulsos elementales (Eros y Bía) que, según el segundo cuadro B supondría,
en parte, el grado de mayor profundidad (fundante y diacrónicamente
anterior): el vegetativo-energético; mientras que la configuración o
instauración arcaica de los deseos (como modulación de los impulsos
primarios) supone ya un segundo nivel cualitativamente distinto, pero que,
desde el punto de vista de los grados de profundidad, puede radicar en etapas
diversas y en profundidades distintas: estructural, genética o biográfica:
superyoica, traumática o reactiva.

También se observa que, mientras la sinopsis A atiende a la calidad de las


manifestaciones, aunque guardando un lejano paralelismo con los aspectos
originarios y radicativos; el cuadro B se refiere exclusivamente a estos
aspectos diacrónicos y causales (suponiéndose un mayor o menor arraigo o
consistencia estructural).

Todavía, el nivel arcaico-desiderativo supone una discriminación de


tendencias póthicas (póthos = «deseo») respecto de los impulsos propiamente
dichos (eróticos y agresivos), con los que a veces se suelen confundir. Los
deseos por sí mismos pueden resultar muy significativos en el diagnóstico de
un desajuste de personalidad, o perturbadores en su translaboración;
constituyen una ulterior modulación de los impulsos y pueden manifestarse
como afirmativos del sujeto o del objeto, o como anulativos de uno u otro
(masoquismo, autodestructividad, o sadismo, negación del éxito o del objeto,
etc.).

Los deseos, pues, arcaicamente radicados en etapas muy tempranas de la


vida, suponen una orientación básica, espontánea e incontrolable de las
relaciones yo-realidad, que pueden, por ello, hallarse perturbadas ya desde su
enfoque (Einstellung): narcisista o unilateralmente afirmativo del Yo,
masoquista (negativo de sí mismo), posesivo (afirmativo del objeto),
frustrativo y eventualmente sádico (tendente a perder el objeto, y si éste es
personal, a destruirlo).

A niveles cualitativamente distintos del de los deseos (arcaicamente


radicados y ulteriormente modulativos de los mismos) se sitúan el nivel de
los afectos y de las vinculaciones creadas por ellos, el de la instauración de
relaciones sociales (o de la competitividad), el ideológico (selectivo de las
motivaciones en el modo, grado y calidad de incidir éstas en la emotividad
del sujeto), y el más superficial de la instalación en las situaciones y de la
conducta anecdóticamente modulada (que sería lo exclusivamente
«observable» según el criterio conductista). Así, parece evidente que se da la
gradación, cualitativa y radicativamente distinta, de niveles de la siguiente
forma:

Impulsos (Eros y Bía).


Deseos (infantiles, simbólicos, fantaseados, reales).
Afectos (polisémicamente matizados y diferenciados).
Actitudes, reacciones y relaciones vinculativas sociales.
Ideologías o sistemas de motivación.
Instalación situacional y conducta.

Y éste sería el material que a través de los síntomas, los sueños y los demás
mensajes inconscientes habría que hacer disponible y filtrar
translaborativamente para hacer abreaccionar al paciente.

Todo constituye un proceso de explicitación de diversos aspectos y tipos de


relación de una misma masa energética con los procesos reales; pero cada
uno de estos modos manifiesta, además, diversos influjos configuracionales
de los mismos (básicos, páticos, reactivos y circunstanciales), según los
grados de profundidad a que se produjeron.

Por esta razón, al analizar el material significativo, ha de efectuarse un


desglose de niveles y de grados que ayude a interpretar con más precisión y
en su verdadero significado, o posición semántica dentro del contexto
biográfico-estructural del cuadro clínico de la personalidad, cada uno de los
elementos significantes del material dado.
No es, por ejemplo, lo mismo que un sueño, una fantasía, un eidetismo, una
somatización o un recuerdo (o dentro de un sueño, cada constelación de
asociaciones libres o cada símbolo) aludan a un elemento disposicional
básico o pulsional, o a deseos primarios o derivados, o a afectos y
vinculaciones sociales, a motivaciones, a tensiones de la situación presente o
a meras anécdotas conductales que el paciente simplemente narra para tapar
todo lo demás.

Incluso un mismo símbolo onírico puede estar expresando contenidos


diversos y a varios niveles, pero es preciso tener una visión clara del desglose
dé los mismos, para poder juzgar si tales elementos simbólicos encarnan
significados a tales niveles. Muchas veces los niveles y los grados de
profundidad coincidirán, pero otras veces no serán coincidentes y habrá que
manejar ambas escalas para no violentar el material ni reducir su significado
o hacerle expresar lo que no dice.

Por ejemplo, puede obtenerse material que claramente proceda del nivel
ideológico (el tema religioso o político es prevalente en el cuadro clínico del
paciente): no es posible de inmediato traducir este material, procedente de tal
nivel, a otro nivel distinto (pulsional o póthico), pero tampoco parece que
pueda translaborarse manteniéndose a un nivel ya tan diferenciado como el
ideológico: el conflicto se plantea entre la fidelidad al material y la
profundización en el caso, sin introducir en él nada ajeno, por parte del
analista. La solución en principio puede estar en, manteniéndose en cuanto al
análisis formal y estructural al nivel ideológico, indagar simultáneamente los
grados de profundidad de su radicación, según la escala B.

El esquema originario freudiano de «ideas latentes» (que gratuitamente se


suponen ser sexuales e inconfesables) y «contenido manifiesto» se matiza y
complica muy específicamente: primero, resulta múltiple y polisémico;
segundo, no pertenece a un nivel solo ni procede de un grado único de
profundidad, coincidente con ese nivel; tercero, no se da necesariamente
«enmascarado», sino explícito, sólo que en otro registro codal y mediante
cifras; y, cuarto, de modo que cualquier registro codal (también el sexual)
puede convertirse en «cifra» de cualquier mensaje y a cualquier nivel.

Por lo tanto, el analista no puede de antemano ni sospechar (como suelen


hacer los ortodoxos indebidamente) cuál sea el mensaje a que se está
refiriendo el material ni que esté «ocultando» el lenguaje cifrado del
inconsciente. Todc ello ha de ser deducido de un minucioso análisis
microestructural del material mismo, cuya clave nunca se posee de antemano
ni por sistema, sino a posterior las secuencias significacionales y las
asociaciones afectivas del paciente habrán de ir construyendo la clave de su
expresividad inconsciente.

En cuanto a los grados de profundidad radicativa de los distintos niveles,


cabe decir que éstos, o algunos de sus elementos, pueden haberse originado
en momentos, distintos de la biografía, más o menos constitutivos y
profundos de su trayectoria (naturalmente, los más arcaicos serán los más
básicos y fundantes de la perturbación de la personalidad), partiendo de la
génesis biológica, de su potencial energético básico (pulsiones), pasando por
sus estructuras adquiridas en fases tempranas, por los influjos superyoicos y
traumáticos, y acabando en las formaciones reactivas y defensivas contra esos
influjos y en las configuraciones circunstanciales. Todos estos momentos han
intervenido en la personalidad, aunque en grado progresivamente decreciente,
y se hace indispensable tenerlos en cuenta para calibrar, en cada caso y
momento concretos, el grado de poder y de influencia o arraigo, según su
mayor o menor profundidad y arcaísmo, del material procedente de cada uno
de los niveles.

Tal vez una configuración ideológica corresponde a la derivación adoptada


por elementos pulsionales, y entonces, la ideología y su problemática puede
constituir una fuente de información de primera clase para la exploración del
estrato más profundo; en cambio, otras veces puede ser un mero montaje
reactivo.

Las formaciones reactivas pueden, a su vez, adoptar el carácter de unas


defensas directamente opuestas a ciertos objetos internos persecutorios; o el
de un mecanismo de sustitución de esos mismos «objetos» (a la vez temidos
y deseados) que, drenando simbólicamente el deseo, eviten el temor que
aquéllos inspiran; o también, cristalizar solamente en forma de unas
resistencias actuales al analista, investido transferencialmente de «objeto
persecutorio».

Estas últimas resistencias son de suyo más superficiales que las defensas o
que los mecanismos sustitutorios, pero pueden frenar eficazmente el proceso
dialytico y, a veces, son el único acceso posible al nivel más profundo del
material estructural, superyoico, traumático o defensivo.

Los influjos circunstanciales configurativos (más superficiales) pueden


deberse a esfuerzos adaptativos del sujeto, con una estrategia más o menos
intencional para defenderse, superarse compensatoriamente o simplemente
adaptarse; o responder a presiones del medio social, aceptadas sin crítica o
incluso posibilitadas por una carencia de defensas en un flanco determinado:
bien debido a infantilismo, bien porque la atención inconsciente y la energía
psíquica se hallaban obsesivamente ligadas a objetos de otro nivel, por el
mantenimiento de otras defensas contra otro tipo de influjos, o por el deseo
de gratificaciones narcisistas y fantaseadas, que desviaban la atención de la
realidad.

Por ejemplo, un sujeto puede resultar muy «adaptado» y nada conflictivo,


sino incluso eficiente, a nivel ideológico, competitivo o profesional, y todo lo
contrario a nivel afectivo, familiar y sexual; y viceversa, no presentar
conflictos en su actividad afectiva y sexual y hallarse inhibido e ineficaz y
conflictivo a nivel profesional y social; o mostrarse dotado para actividades
especulativas y abstractas y muy poco dotado para las relaciones concretas,
afectivas y sociales. La efectividad a un nivel no indica que la personalidad
en cuestión esté más «sana» que otra más generalizadamente conflictiva y
«neurótica», sino tal vez menos «sana», pues la compartimentación
irreductible e incomunicativa entre las distintas canalizaciones de la energía
parece constituir una anomalía aún mayor y más estructuralmente
condicionante, que un desajuste más general.

Los elementos más superficiales, como el grado de adaptación y las


vicisitudes de la conducta social, se ve así cómo pueden constituir material de
alto valor sintomático y orientador acerca de la marcha que ha de seguir el
proceso terápico, y supondría un error marginarlo y no tenerlo en
consideración (por ser «diurno» o anecdótico). Sólo la dinámica e
instauración de cada caso particular podrá decidirlo, mas para llegar a ese
grado de poder de apreciación se hace preciso manejar los registros de la
sinopsis C.

La translaboración dialytica es un trabajo de microestructura, a niveles lo más


concretos posible, que no labora con esquemas abstractos, sino que se las ha
de haber con el material real en la forma más real que sea dable percibir, tal
como exactamente se halle organizando y organizado en la personalidad del
paciente, desde cuya estructura (y para defender esa misma estructura
neurótica o psicótica) despliega sus estrategias peculiares en cada caso.

Los esquemas sistemáticos de escuela sólo suponen puntos de referencia


orientadores de la atención notante y focos de sugerencia para ciertos
momentos de la translaboración, pero ésta ha de proceder por cauces no
consabidos y al hilo de la dinámica concreta del caso mismo, que ha de
suministrar las claves de su propia interpretación, las estrategias de su propio
desenmascaramiento y emergencia de material, y los resortes de su propia
movilización abreactiva.

Sólo sobre la base de tal relación inmediata y concreta de analista y paciente


y de una actuación estrictamente ceñida a las sinuosidades del caso en
proceso, puede hacerse cien por cien posible la debelación de sus defensas, la
recuperación de las posibilidades energéticas perdidas en el pasado y su
canalización hacia el «principio de realidad» porque, como ha observado
Fenichel, ha de reproducir la interpretación del mensaje inconsciente el
mismo orden sintáctico que el material presenta en el Inconsciente, para que
éste acuse el golpe de la interpretación (y se produzcan el insight, la asunción
y la abreacción).
8. COCRECIONES PRÁCTICAS
Entre las dificultades prácticas del médico y las del psicólogo media una
notable diferencia, en perjuicio del psicólogo, y es que mientras el médico
conoce de antemano los objetos que debe manipular y las realidades a las que
su práctica se refiere (y las conoce ya por sus estudios de anatomía, fisiología
y patología interna), el psicólogo no dispone del mismo repertorio de
«objetos» reales y concretos, sensorialmente observables e innegables
objetivamente para todos los sujetos, que se enfrenten con el mismo campo.

Mientras el médico ha de referirse a tejidos, válvulas, glándulas, neuronas,


secreciones, inflamaciones, virus, procesos degenerativos y malformaciones
viscerales u óseas, el psicólogo se ve abocado a emociones, complejos,
traumas psíquicos, tendencias, pulsiones, fantasías, identificaciones, símbolos
y respuestas conducíales. Lo cual es mucho más impreciso, menos
determinable a simple vista, y hasta cuestionable por algunos de los sujetos
que intervienen en el mismo campo semántico.

Pero, además, ninguna asignatura durante sus estudios facultativos suministra


ese repertorio definido de elementos que entran en juego, como hacen la
Anatomía y la Fisiología, la Histología y la Virología; sino que, incluso, en
unas asignaturas se le enseña a dudar de la genuinidad y de la existencia real
de los elementos que, en otras asignaturas, ocupan un lugar básico (como los
presupuestos psicoanalíticos del Psicodiagnóstico son negados en Psicología
del Aprendizaje, y, sin embargo, no se puede prescindir de ellos al evaluar un
test proyectivo...). He aquí la paradoja profesional básica del psicólogo.

Además, los tipos de enfermos son mucho más homogéneos y fijos cuando se
trata de enfermedades orgánicas, y su tratamiento es mucho más uniforme,
que los tipos de perturbados psíquicos y los modos de tratarlos.

Por eso, juzgamos necesario trazar unas tipologías psicológicas en el campo


de la terapia138, hacer un recuento de los «objetos» que en ella aparecen y
juegan y, finalmente, detenernos en los pasos y procedimientos prácticos más
eficaces para conseguir una diálysis efectiva de la vida inconsciente de los
pacientes139.

138 Actualmente, y es de esperar que con el tiempo se definan y aclaren


las posiciones, existe una absurda polémica competitiva entre médicos y
psicólogos, a que ya nos hemos referido anteriormente, como si sus
respectivos campos interfiriesen contradictoriamente. Sólo sería esto
cierto si el psiquismo no fuese sino un mero epifenómeno de procesos
bioquímicos (sin mutación dialéctica alguna), mas si los fenómenos y
procesos psíquicos poseen una cualidad y unos elementos específicos,
que no se estudian en las Facultades de Medicina y sí en las de
psicología, es perfectamente lógico y necesario que el psicólogo posea
unas claves de la terapia de perturbaciones de personalidad que el
médico desconoce (por no tratarse en sus planes de estudios) y
viceversa. Sus respectivos campos son tangenciales y a veces
interfieren, pero no son el mismo campo y, por ello, no pueden
colisionar ambas profesiones, sino complementarse, naturalmente en
plano de igualdad, como ha sucedido entre químicos, farmacéuticos e
ingenieros industriales.

Ni el psicólogo en cuanto psicólogo puede tratar enfermedades


orgánicas (aunque sean neurológicas) ni recetar fármacos, ni el médico
en cuanto médico (a no ser que haya estudiado psicología) se halla
preparado para manejar los resortes puramente psíquicos de la
personalidad, o de orden más bien social y cultural. No hay, pues, razón
ninguna de tensiones competitivas, a no ser sobre la base de un
materialismo mecanieista y grosero (no dialéctico) que presuponga ser
el organismo tal cual la causa y base intrasformada de todo otro
fenómeno de la personalidad.

Es más, si algún campo exigiese una preparación más amplia, profunda


y compleja sería precisamente el de los fenómenos y procesos psíquicos,
que obligarían a estudios complementarios de antropología, de
sociología, de ética y hasta de filosofía, y no a la inversa.

Considerar al psicólogo como un subalterno del médico es, además de


una clara injusticia clasista, una falta de perspectiva cultural y
científica.
139 Aunque el conductismo se empeña en negar estas zonas profundas,
inconscientes, activas y densas en elementos y en procesos no
directamente controlables, contra toda lógica, si no es la de los modelos
abstractos y convencionales de las ciencias formalizadas.

Nosotros no podemos proceder de modo tan apriorista ni negar una


experiencia propia y ajena tan evidente en nombre de lo abstracto y
convencional. Sabemos lo que dan de sí y hasta dónde llegan las
posibilidades del modelo científico clásico, pero la misma ciencia física
ya está abandonando aquel clasicismo, y se permite conceptos como el
de «libertad» de las partículas, pero, sobre todo, como hemos venido
repitiendo, la ciencia ha de ser, ante todo, fuente de información para la
práctica, no eliminación de información porque no cumple con un
reglamento (como en un deporte convencional).

Si un tipo de ciencia no ayuda a superar estas dificultades se crea otro


más adecuado al objeto y a la práctica (con la libertad que da la
Epistemología actual) y asunto concluido, pero, ante todo, se procuran
tener a la vista todos los elementos posibles del proceso estudiado, en
cuanto sean observables.

Y la observabilidad de un dato nadie ha dicho ni puede decir que haya


de restringirse a la percepción sensorial directa, pues si ello fuera así,
toda la Física actual habría dejado de ser ciencia.
1. TIPOLOGÍAS
Pueden distinguirse hasta nueve tipos de personalidad social (es decir, no
estructural) de presuntos pacientes neuróticos, si atendemos a su primer modo
de contacto con el analista en las entrevistas previas. (Los psicóticos, según el
tipo y el grado de desintegración de su personalidad poseen características
mucho más homogéneas, estudiadas por la Psicopatología):

1. Amorfo, el cual no presenta especiales anomalías de conducta, y podría, de


momento, considerarse como «normal» (y él, a sí mismo, así se considera),
de no ser por sus estados de ansiedad o de angustia y su incapacidad de
disfrute de los placeres cotidianos que la vida ofrece.

2. Improductivo acrónico, que ya presenta, además de la ansiedad o de la


angustia del tipo anterior, la clara anomalía de su incapacidad para articularse
el tiempo y de integrarse en los ritmos temporales de los procesos en curso, lo
cual le reduce a un estado de improductividad: el tiempo «se le va sin hacer
nada».

3. Acorazado incomunicativo, más anómalo todavía en su mismo sentir su


personalidad, no ya en su comportamiento (como el anterior), sino en no
experimentar empatia ni comunicación alguna con la realidad social o con
ciertos sectores de ella y, aunque pueda producir medianamente, se siente
aislado e impedido de todo proceso expansivo de sus energías o de sus
afectos (y, de rechazo, suele sentirse bloqueado en su vida mental; aunque en
algunos casos su energía psíquica se concentra en la vida mental y suele dar
rendimiento en actividades lógicas y abstractas, algo compulsivas). Hay
sujetos que manifiestan incluso una especial rigidez muscular.

4. Obsesivo con el triple matiz de retentivo, escrupuloso y compulsivo: el


tipo obsesivo (de origen claramente anal) también hace el efecto de estar
«acorazado» y, desde luego, de ser poco permeable a la comunicación y a la
empatia, pues parece vivir enclaustrado en sus objetos persecutorios, pero
resulta más activo que el anterior.

A veces demasiado activo, como el compulsivo, que se ve irresistiblemente


forzado a actuar, sólo que en un sentido determinado y de una forma siempre
la misma.

El retentivo parece vivir presa del temor a perder algo, energía, elementos,
potencia, que proyecta en otros objetos simbólicamente investidos.

Y el escrupuloso (que puede y suele ser compulsivo) se caracteriza por su


eterna insatisfacción de todo lo que hace, su perfeccionismo (un tanto
retentivo) y su temor obsesivo a obrar incorrectamente.

5. Infantil sumisivo, en sus tres modalidades: mágica, informal y


renunciativa. Este tipo infantil llama en seguida la atención por su inmadurez,
que suele reflejarse hasta en su fisonomía o en algunos rasgos de ella (lo
boca, por lo general); le calificamos de sumisivo porque su actitud, en
cualquier hipótesis, es la de someterse a los que considera más maduros que
él (el analista, por supuesto) y, aun cuando trate de mostrarse independiente y
rebelde, no carece nunca de un tono caprichoso y, en definitiva, dependiente
(positiva o negativamente) de la instancia contra la cual se rebela.

El infantil mágico pide de la terapia una eficacia automática, aun cuando él


no esté dispuesto a colaborar, a comprometerse y a dar sinceramente el
material necesario. Además presenta rasgos mágicos en sus reacciones:
ocurrencias, proyectos (negocios fantásticos y de éxito seguro, sólo por algún
detalle estético o propagandístico, pero sin infraestructura técnica y
económica, por ejemplo), visión del mundo irreal y dócil a sus caprichos (sin
situarse nunca en el punto de vista del otro), etc.

El infantil informal, aunque puede tener rasgos mágicos, se caracteriza por la


invertebración, que le lleva a actuar irresponsablemente al aire de sus gustos,
deseos o caprichos y sin tenacidad ni congruencia de proyecto. Cambia de
estados de ánimo y de actitudes rápidamente, pero con ligereza y
superficialidad (no como el maníaco-depresivo), y rara vez acaba las tareas
que se propone; y se propone constantemente tareas y ocupaciones nuevas y
distintas, que abandona tan pronto surgen las primeras dificultades o
comienza a experimentar la prosa y la rutina del trabajo que exigen. Por
supuesto, su sistema defensivo ante la sociedad y ante el analista es la
mentira, la ficción y la tergiversación. Y, sobre todo ello, demanda y pide un
cariño a toda prueba y es inclinado a sentir celos por cualquier motivo.
El infantil renunciativo aparece como todo lo contrario de los dos tipos
anteriores: el mundo le aparece sembrado de dificultades y de obstáculos y se
siente impotente para triunfar y para competir, pero también de un modo
cuasi-mágico y pueril: los detalles sin importancia que al tipo mágico le
alentaban en sus ilusiones triunfalistas, a éste le frenan y deprimen, sin ser
capaz de considerar las posibilidades y probabilidades objetivas y reales de
éxito que se le presentan. . Por ello, ha renunciado de antemano a la acción
eficaz y vive en la pasividad y en la dejación de toda iniciativa: él «no está
dotado como los demás» (como el niño de corta edad no está dotado como
los adultos) y siempre saldrá perdiendo, por eso no compite ni emprende
nada, mientras que el tipo anterior emprendía demasiadas cosas cuyo fracaso
constante no conseguía desalentarle.

Éste se resigna a no poder nunca asumir ni realizar su propio proyecto, lo


cual le dota de un aparentemente acentuado matiz masoquista, pero con un
toque mágico: lo que no puede procurarse a sí mismo, espera que se lo den, si
sabe conciliarse sumisivamente el favor de los «adultos»; mas con una
sumisión que también tiene algo de mágico: por mucho que se le rechace y
desprecie (suele ser adhesivo, «pegajoso», dependiente y «pesado»; es de los
que buscan constantemente y a deshora a la persona en quien cifran sus
expectaciones mágicas, le telefonean con cualquier pretexto, les escriben o se
presentan con un regalo, se hacen los encontradizos o irrumpen en su
domicilio a altas horas de la noche, o de madrugada...) mantiene una
fidelidad a toda prueba, pues cree que, como en los cuentos de hadas, todo es
un juego montado por un genio omnipotente para «probar» su fidelidad y su
perseverancia, y no se da cuenta de que la sociedad no funciona así, sino que
si alguien le muestra rechazo y falta de aprecio es porque no le importa lo
más mínimo y no le sirve para sus intereses concretos y prácticos,
simplemente; nadie se preocupa tanto por alguien, que sea capaz de montar
ese juego de ficciones (que él supone) para «probar» la fidelidad de nadie...

Esa suposición es precisamente una defensa infantil para dar una explicación
consoladora al hecho crudo y escueto (que se niega a aceptar) del desinterés
que los humanos experimentan hacia aquellos que no les son útiles.

Como se ve, en el fondo no es este tipo tan desesperanzado y masoquista


como a primera vista parece, sino que conserva una secreta esperanza de
interesarle tanto a alguien (o a todos) que llegue a gastar sus energías en
«probarle». Lo cual añade otro matiz: este tipo vive en función de una
instancia superyoica (proyectada en los demás) que exige de él un
comportamiento sumiso y fiel; y necesita la aprobación de los demás para
aceptarse o aceptar sus deseos.

Tal esquema de conducta se emplea sobre todo en el terreno de las relaciones


amorosas, con lo cual no consigue cosechar sino fracasos y desvíos. Y en
todos los terrenos, la poca estima que tales sujetos podrían despertar acaban
perdiéndola por su impertinencia ingenua (resultan el clásico «pelma»).

Es interesante considerar, a propósito de los tres tipos infantiles, que tampoco


se trata en su terapia de que socialmente «maduren»; es decir, de que se
adapten a las pautas sociales que confieren la reputación de «persona madura
y sensata», sobre todo cuando se trata de artistas o de poetas, los cuales, con
razón, se resisten a cambiar de tal modo su personalidad. Pueden conservar
su movilidad y su ingenuidad infantil después de «curarse» o de ajustarse,
incluso algunos casos pueden volverse más infantiles todavía (al liberar
energías reprimidas o al independizarse de instancias superyoicas). Lo que ha
de dotarles de una madurez real y no aparente es el asumirsu auténtica
mismidad (sea ésta como fuere), el fluidificar canalizadamente todas sus
energías disponibles y el enfocar adecuadamente la realidad (sin defensas
mágicas ni proyecciones persecutorias o gratificantes). Naturalmente, esto
último hará cesar el comportamiento sumisivo y dependiente, adhesivo y
masoquista descrito, aunque no haga cambiar otros rasgos positivos.

6. Desarticulado emocional histeroide: es el polo opuesto de los tipos


iniciales de esta escala, pero también se diferencia del inmediatamente
anterior, infantil, por carecer de todo toque mágico y de los rasgos sumisivos,
ilusorios o delusionales de éste. El tipo infantil es emprendedor o articula su
proyecto de un modo casi compulsivo, sólo que con una orientación irreal y
de forma que recuerda la manera de ejecutar sus tareas escolares el niño (con
la intención puesta en el premio y en las «buenas notas», o simplemente en
demostrar a sus «mayores» que «vale»); este tipo desarticulado emocional se
halla muy lejos de estas actitudes, ni muestra la menor tensión organizativa
de un proyecto o de unas tareas, simplemente se deja llevar de sus afectos y
de sus deseos de gratificación inmediata. La personalidad histérica vive en el
presente (como si no tuviera pasado ni fuera a tener futuro).

Su primer contacto social causa la impresión de hallarse ante una


personalidad sin consistencia: hace el efecto de no ser algo sólido, sino
gaseoso, de ser «espuma» que no ofrece resistencia alguna psíquica ni física,
pues son un conglomerado de tendencias y de emociones sin estructura ni
armazón. Los tipos marcadamente histeroides carecen además de perfil (hasta
su fisonomía física es difícil de fijar y proteicamente cambia de aspecto, de
modo que, durante la entrevista misma, se tiene la impresión de haber
cambiado varias veces de interlocutor), reaccionan continuamente al entorno
social de modo adaptativo como si se «vaciasen» en esa adaptación. Son casi
un puro eco de lo que los demás dicen, hacen o esperan de ellos, pero
también sin consistencia: por ejemplo, sus aparentes solicitaciones eróticas
(en las histéricas) no lo son en realidad, y si el interlocutor cede a ellas se ve
automáticamente rechazado y frustrado en sus pretensiones (y si es el
analista, degradado como tal y anulado en su función de terapeuta).

Tal tipo desarticulado se caracteriza (al contrario del amorfo o del acorazado)
por su constante agitación de emociones y por tener siempre datos nuevos
acerca de sus estados diurnos de ánimo; sus sesiones nunca son monótonas ni
vacías de contenido aparente, sino muy animadas, pero pueden ser, a pesar de
todo, muy ineficaces. Lo difícil en estos casos es fijar algo «sólido» y
estructural, o conseguir un mínimo de consistencia en la trama del proceso,
un núcleo determinado que vaya organizando un sistema de tendencias,
reacciones y metas.

Cuando se les hace enfrentarse con su inconsistencia y se les hace hacer


insight con lo ficticio y meramente aparente de su instalación en la realidad,
pueden sentir tal miedo que abandonen de un día para otro la terapia sin decir
una palabra, con la misma ligereza con que la empezaron (entre ellos se
encuentran los dilettantis que solicitan un «psicoanálisis» sólo «por ver qué
es aquello», pero no están dispuestos a colaborar ni a dar de sí lo más
mínimo).

7. Narcisista paranoide: fijado en sí mismo, enfoca a los demás (desde su


tácita solicitación de atención y de aprecio) como un público potencial, de
algún modo obligado a aplaudirle; pero como no lo hace así, se convierte
para él en persecutorio y hostil (rasgo paranoide).
Los tipos infantil y desarticulado también pueden tener rasgos narcisistas (y,
en mucho menor grado, paranoides), pero sólo en este tipo el narcisismo es
estructural: el centro de gravedad de la personalidad es el propio sujeto, su
aparecer, su modo de «caerles» a los demás, su incapacidad de entrega ni a
tareas u obras ni a personas, su vanidad o su orgullo (según sea su narcisismo
de consistencia «blanda» o «dura», respectivamente), su exclusiva
preocupación por sí mismo, mas nunca independientemente de los demás.

Efectivamente, el narcisista no es que resulte egocéntrico pero independiente,


es que, por el contrario, se muestra intensamente dependiente de los demás
(para no serlo tendría que estar mismado o acorazado, y no lo está): es
vulnerable, inseguro y hedónico (como el infantil y el desarticulado), mas
disfraza maníacamente su inseguridad vulnerable de arrogancia y autoestima,
pero una autoestima que más presenta el carácter de una indigencia de que los
demás se la confirmen, que de una posesión.

El narcisista paranoide, como el fálico, suele ser agresivo (los tipos anteriores
no lo son o no lo son en esa medida) y la gran dificultad que el terapeuta
encuentra en su caso es cómo interesarle y captar su atención para la realidad
no-yoica, sin, por otra parte, entrar en su juego egocéntrico, maníaco y
paranoide (que le anularía como terapeuta) y, en definitiva, la dificultad de
que se llegue a una transferencia positiva. Por el contrario, este tipo suele
presentarse al analista como un caso interesante, tal vez «el más interesante
de todos», con el cual el terapeuta «va a aprender mucho» y a
«enriquecerse»... Es decir, que va a tenerle que deber encima el favor de
haberse dejado tratar por él.

Con él, por lo tanto, hay que servirse de una estrategia frustrativa, que le
cause ansiedad (y hasta angustia) y le ponga delante su insignificancia y su
dependencia, vulnerable y débil, de la estima del analista. Esto provocará una
transferencia negativa y resentida, llena de agresividad al principio, que le
demostraría lo improcedente de sus tácticas para ganarse la estima ajena.

Mas ulteriormente ha de aprender a superar esta misma estima ajena como


objeto del deseo (cfr. Apéndice: Constantes del deseo) y reconvertir la
autofijación «cerrada», y al mismo tiempo dependiente, en mismación
«abierta» a los demás y simultáneamente independiente y segura de sí (no por
una falsa ilusión de «valer», ni por el apoyo de la estima ajena, sino por la
integración real y efectiva de todas las energías de que dispone, sean pocas o
muchas). Pues el narcisista, en el fondo, no se ha acabado de aceptar a sí
mismo. Hay que lograr de él esta aceptación y entonces podrá abrirse sin
defensas ni miedos, paranoidemente convertidos en agresividad, a los demás
y a la realidad.

8. Fálico triunfalista: se trata de un tipo muy definido y perfilado, que ya W.


Reich descubrió y expuso perfectamente en El análisis del carácter bajo la
denominación de «fálico narcisista». Sus apariencias nada tienen de
«neurótico» (según lo que vulgarmente se concibe): es seguro de sí mismo
(en apariencia), enérgico, sexualmente muy potente, nada tímido y muy
emprendedor, y, sin embargo, predominan en él:

a. Inseguridad.
b. Incapacidad de relación amorosa, que puede llegar en algún momento
hasta la impotencia a causa de ansiedad inhibitoria de la potencia eréctil.
c. Improductividad, por desarticulación del tiempo.
d. Componente homosexual activado y fuerte (que le produce una ansiedad
típicamente paranoide).

Mientras la personalidad histeroide consiste en una «fachada» detrás de la


cual sólo hay vacío, fragilidad y emotividad desarticulada, la personalidad
fálica se halla también constituida por una «fachada» detrás de la cual hay
una personalidad determinada que se quiere negar o disimular. La «fachada»
reactiva y proteica del histérico trata de servirle para conjurar los peligros
exteriores, la «fachada» dura y monocorde del fálico trata de conjurar el
peligro interior de que su verdadera personalidad (vulnerable, emotiva,
dependiente, infantilmente egocéntrica y homosexual) se manifieste.

Al menos así lo ha visto Reich, y nosotros lo hemos podido comprobar


constantemente en nuestra práctica: el fálico se presenta como seguro, como
extraordinariamente potente y macho (si es mujer, como irresistible y muy
segura en sus instintos), como emprendedor y dinámico, como maduro y
alguien a quien «no se le pone nada por delante», audaz y agresivo. A
primera vista parece todo menos un neurótico (para quien no esté
acostumbrado a tratar terápicamente esta clase de personalidad). Y, sin
embargo, viene a la consulta y pide tratamiento, o empieza por decir que no
necesita ningún tratamiento, pero que viene a consultar ciertos detalles que le
preocupan.

Lo que debe poner en guardia de que se trata de un verdadero neurótico es el


regusto retórico, un poco «hinchado», que todas sus declaraciones y
ponderaciones de potencia, actividad, fuerza y seguridad presentan, y el que
la menor muestra de duda acerca de estas cualidades (y sobre todo acerca de
su virilidad) le crispan y le hacen adoptar una actitud agresivamente
defensiva. Desde luego, suele tener expresiones despectivas para el otro sexo
(la mujer también las tiene hacia el sexo masculino) y muestra gran
agresividad, además de desprecio, hacia los invertidos.

Lo que le trae a la consulta suele ser ansiedad, angustia, problemas


personales (nunca sexuales) con el cónyuge o con la pareja (está incapacitado
para el amor y el cariño, fuera del deseo vehemente de asombrar a la pareja
con su potencia), problemas de agresividad, de «insatisfacción de la vida» (no
se acaba de «hallar bien», a gusto) y profesionales (y su profesión suele ser
muy activa: ejecutivo, comerciante, hombre de empresa, militar, deportista o
ingeniero). Insiste en la paradoja de, hallándose extraordinariamente dotado
para lo suyo, «o tener éxito o que las cosas «no le salen bien»...

La transferencia con estos pacientes suele ser fácil y muy positiva, aunque, al
principio, llena de defensas, pero luego muestran su fondo infantil, vulnerable
y necesitado de apoyo. Según Reich son los pacientes más agradecidos y más
rápidos en curarse (a nosotros no nos parece así).

9. Esquizo-paranoide con «pérdida de objeto»; este tipo constituye ya la


frontera con la psicosis, comienza a vivir rodeado de una pantalla de
símbolos, a tener ausencias mentales y «sensaciones raras» (desdoblamiento
de personalidad, sobre todo), gran inestabilidad emocional, o lo contrario:
una fijación rígida en un estado tenso, ansioso, afectivamente muy frío con
una ética muy fuerte y muy exigente y con preocupaciones ideológicas o
religiosas obsesivas.

Algunos no aceptan el mundo como es, porque les resulta persecutorio y


totalmente negativo (por lo menos en algunos de sus aspectos cotidianos) y se
creen depositarios de la misión de trasformarlo (transformación que en unos
casos ha de ser revolucionaria y violenta, en otros política y en otros religiosa
y profética, pero cada vez excluyendo y despreciando las otras modalidades).
Hace el efecto de que no perciben la complejidad en matices que todo
presenta, y de que rechazan o ignoran dimensiones enteras de la realidad. Se
quejan, por supuesto, o dan a entender dificultades y conflictos constantes
con su entorno, mas echándole la culpa exclusivamente a este entorno
familiar, profesional o social, nunca a sí mismos ni a factores más matizados
y difusos de la realidad (a veces es un grupo político o mañoso, «los
masones», «los burgueses» o «los rojos», «los protestantes», «los católicos» o
simplemente «los enemigos», el que les parece causante de todos los males
que se padecen).

En tales casos ha de prepararse el terapeuta a escuchar, durante las sesiones,


interminables peroratas políticas, sociales o religiosas, en las que desarrollen
toda una sistemática abstracta y rígida, sobre la que vuelven una y otra vez,
para explicar todos sus conflictos. Y en ese discurso precisamente, si se sabe
analizar estructural y simbólicamente, se le estará dando todo material
analítico, mejor que en los sueños, que suelen ser escasos o nulos.

Como puede apreciarse, esta escala la hemos construido de menos a más


movilidad y conflictividad apreciable en los casos, comenzando por los tipos
más pasivos y bloqueados para terminar con los más violentos y activados en
sus síntomas. No hemos tenido en cuenta ni el tipo y número de síntomas
(somatizaciones, alucinaciones, manía persecutoria, etc.), ni el tono maníaco
o depresivo, ni las anomalías sexuales que presenten; aunque unos tipos sean,
por lo general, más inclinados a un tipo de síntomas y de anomalías sexuales
que otros, pero nada de esto hubiera sido verdaderamente significativo para
trazar una tipología. Las somatizaciones son más propias de los tipos
histeroides (la denominada por Freud histeria «de conversión»); las
alucinaciones, de los esquizo-paranoides; la impotencia, del acorazado; la
homosexualidad, del infantil, del obsesivo, del narcisista y del fálico; y las
fantasías, del infantil, del desarticulado y del narcisista... Igualmente, hay
tipos predominantemente maníacos, otros depresivos, y otros alternantes, de
modo que no sirve este criterio para una clasificación adecuada. Las
anomalías sexuales son, por supuesto, siempre efecto de, o modo de
reflejarse, una estructura anómala de personalidad y no el constitutivo de la
misma.

En cuanto a la actitud inicial en la terapia hemos podido observar y registrar


cinco tipos claros de pacientes, de los cuales algunos pueden cambiar
rápidamente su actitud, mientras que otros persisten en ella hasta que el
insight comienza a hacer sus efectos:

a. El emotivo, que viene a las sesiones a desahogarse afectivamente, a


«desfondarse», a entregarse francamente con toda su masa de afectos y
de conflictos, para ser sostenido y orientado, o para seducir al terapeuta.
b. El penitente, que viene a las sesiones a cumplir un «deber penoso» y no
resiste, a pesar de ello, sino que desea colaborar todo lo más activamente
que pueda. Algunos parece que toman la sesión como una «confesión»:
vienen a «contarle» al analista todo lo que han hecho o padecido y
sienten el escrúpulo de callar o desfigurar algo (suelen no ser nada
emotivos y dar escaso material fantástico o afectivo).
c. El defensivo, es todo lo contrario de los dos anteriores y a veces se
siente tentado el analista de preguntarse por qué viene a la terapia y paga
los honorarios, pues parece que no viene sino a que no se le cure o a
defenderse de una serie de males y de errores que el analista puede
cometer con el, aunque sus defensas pueden adoptar numerosas formas.
d. El narcisista, en cambio, viene a lucirse, a desplegar toda la «riqueza» de
su inconsciente, de sus experiencias y de sus conocimientos y a ser
admirado por el analista (no se defiende aparentemente de él, sino que
pretende «.epatarle», asombrarle e interesarle). Desde luego son
predominantemente defensivos y tienen pocos deseos de cambiar.
e. El irónico-agresivo, aparentemente, no viene a defenderse ni a lucirse,
sino a descargar su agresividad y su mordacidad en el analista; viene a
hacerle entrar en su juego en posición desfavorable y aun degradada; a
hacerle objeto de una crítica implacable y a poner a prueba su paciencia
(más que pretender curarse parece que viene a curar al terapeuta de sus
inmensos defectos, que, a diferencia del defensivo, a él no le amenazan).

Naturalmente, estas actitudes en sí mismas ya son material analítico y la


terapia puede comenzar fría y objetivamente (sin implicarse el analista) por
un análisis de actitudes y de resistencias. Los dos primeros tipos de comienzo
son confiados, los tres siguientes, difidentes. Pero en todos hay un recelo o
temor a disolverse, a «entregarse demasiado», a quedarse «fijados en la
transferencia», a perder su personalidad, o a perder algo muy querido y, en el
fondo, a dejar irreversiblemente de ser lo que son. Entre los resistentes y
difidentes hay algunos que tienen tendencia a «darse de alta» a sí mismos:
repentinamente vienen un día afirmando y ponderando lo bien que se
encuentran y cómo ya pueden trabajar, relacionarse y hasta amar;
automáticamente cesa el material analítico (sueños, somatizaciones, estados
conflictivos, ansiedad y angustia) y cuesta trabajo retenerlos en la terapia,
pues por muchas sesiones que se les den, se las pasan sin saber qué decir y
ponderando la poca falta que les hacen. Este fenómeno es lo que se ha
llamado «huida hacia la salud y la realidad»: la peor de las resistencias, pues
anula la voluntad misma de ponerse en tratamiento y de curarse.

Por lo general, tales pacientes, al dejar la terapia por cuenta propia, suelen
tener una grave recaída, pero no suelen volver, sino que se dedican a hablar
peyorativa (a veces muy negativamente) del «psicoanálisis» (o de tal analista,
que no le supo tratar). Naturalmente, quien ha sido efectivamente curado por
el psicoanálisis, no habla peyorativamente de él, y, viceversa, quien habla
peyorativamente y con apasionamiento contra algo que pretende haberle
«curado», es que está muy lejos de la salud psíquica.

En general, las resistencias provienen de una cuádruple negativa (que puede


darse, en un caso, en todas sus formas o sólo en alguna de ellas).

1. Negativa a asumir lo inconfesable (que puede ser incluso nada más que
la vegetatividad, la animalidad, el sexo o la agresividad).
2. Negativa a aceptar lo propio en cuanto propio (pues se halla alienado140
o identificado con otra figura).
3. Negativa a integrarse en una praxis responsable de cara a la realidad.
4. Negativa a una ética autógena y libre para salir del refugio unilateral de
una normativa superyoica.

En toda estructura de personalidad neurótica, el impulso sexual o el agresivo


se hallan mal impostados: reprimidos o desviados. La agresividad puede y
suele hallarse vuelta contra el sujeto mismo y tiende a destruirle, a frenarle, a
frustrarle sus posibles éxitos, a enfermarle o a culpabilizarle. La sexualidad
puede estar vuelta contra el sujeto mismo (y produce el narcisismo y el
autoerotismo), pero más frecuentemente se halla desviada de su objeto y
vuelta hacia otro distinto, produciendo lo que la sociedad califica de
«perversiones», o una fijación edípica en alguna forma. Todo lo cual, al
chocar con la normativa superyoica, intensifica la culpabilidad y puede llegar
a producir efectos suplementarios de carácter masoquista y autopunitivo (por
lo que la agresividad se asocia a la sexualidad desviada y se vuelve también
contra el mismo sujeto). De ahí que, prescindir de la sujeción a esa normativa
superyoica produzca un vértigo ético difícil de superar y fuente de grandes
resistencias.

Todos los pacientes en algún momento del proceso se esfuerzan por el


arrangement (que en genuino castellano ha de traducirse por apaño, y no por
«arreglito», como han hecho los traductores de Adler) para no salir de sus
trincheras, y «curarse» sin cambiar. El procedimiento básico del terapeuta,
combinando estrategias, consiste en perseguir implacablemente los
mimetismos y defensas del apaño; a veces en sesiones de puro ataque y
desarticulación del sistema defensivo (sobre todo cuanto más va madurando
el caso), usando también de la paradoja, hasta que las resistencias «se pasen
de rosca» y muestren su absurdo. Si no, los procesos terápicos se eternizan o,
tras una hábil «huida hacia la salud», son dados de alta sin haberse curado
verdaderamente.

140Cfr. el capítulo 4, págs. 57 y ss. de nuestra obra Terapia, lenguaje y


sueño: «Las alienaciones».

Y sólo a base de una auténtica transferencia positiva (y gracias a los recursos


que sugiera la contratransferencia) se podrá lograr esta superación de las
defensas del status quo neurótico de la personalidad del paciente.

Todavía se puede trazar una tipología más matizada, no ya de los modos de


presentarse los pacientes en un primer contacto social, ni de la forma de
comenzar, sino de la tónica de las sesiones, conforme van entrando en el
proceso.

Un mismo paciente puede cambiar de tónica, o puede mantenerse constante


en una determinada; lo que, al trazar este catálogo, nos interesa es ofrecer una
sinopsis de la variedad de modos de actuar el paciente en las sesiones
(cambie o no en estos modos de actuación). Estos se presentan en dos grupos
claramente diferenciados según su tendencia a la movilidad o a la pasividad
(en cuanto al progreso terápico, no en cuanto a la actividad desarrollada, que
supone la sesión: así, un agresivo puede desarrollar una gran actividad en la
sesión, pero suponer una movilidad nula en cuanto a su intención de
ajustarse):

A. Grupo dinámico:
1. Angustiado: presenta un acentuado malestar psíquico del que
pretende salir a toda costa, se halla movilizado, pero no ve nada
claro; tiende a colaborar y se suele aliar transferencialmente con el
analista.
2. Agitado: su movilidad afectiva no está matizada por la angustia,
sino por otra clase de afectos, pero sean cuales fueren, su estado se
caracteriza por la inquietud y hasta la contradicción de esos afectos;
tampoco vé nada claro, pero su afectividad puede despertarle temor
hacia el influjo del analista y carecer de alianza terápica.
3. Empático: de afectividad menos confusa y agitada, aunque
susceptible de estados angustiosos, se caracteriza este tipo por su
buena disposición emocional hacia el analista, sus técnicas y sus
mensajes (sin recelo alguno) y su facilidad para reaccionar
positivamente.
4. Histérico: presenta una excesiva movilidad proteica, mas sin
profundidad; su comunicación está llena de mensajes aparentes y
contradictorios. En realidad, carece de alianza terápica y resiste así
a la curación. Parece vivir exclusivamente en el presente.
5. Fantástico: este tipo aporta mucho material analítico, aunque
emocionalmente no esté tan movilizado: sueños, fantasías
conscientes, eidetismos, asociaciones libres, incluso alucinaciones
y fenómenos paranormales (a veces las sesiones de un mismo
paciente, según los períodos del proceso, oscilan entre la agitación
afectiva, sin imágenes, y la proliferación de éstas, sin agitación
afectiva).
6. Narrativo: cree aportar material en cuanto narra o relata hechos de
su vida cotidiana. La insistencia, según los pacientes o los períodos,
en una misma temática, monótona y repetitiva, ya está probando
que se trata de un modo defensivo de llenar las sesiones sin
quererse enfrentar con los desazonantes silencios que den paso a
otro material más profundo (a tales pacientes, una vez hayan
narrado lo suficiente de una temática, ha de cortárseles el discurso
y obligarles al silencio, a la desazón que éste causa (cuando relatan
suelen experimentar muy pocos afectos, salvo los de agresividad
contra parientes o colaboradores) y a la libre asociación, a base de
los contenidos fantásticos o afectivos que añoren en el silencio). La
temática repetitiva de las narraciones es también típica, según los
pacientes:
Familiar.
Amorosa o erótica.
Ideológico-social (la sociedad tiene la culpa de todo y el
paciente expone una y otra vez su sistema revolucionario para
trasformarla).
Política (concretada a la dinámica política).
Profesional (anécdotas de oficina o de cuerpo, carácter de los
jefes o de los compañeros y subordinados, malas condiciones
del trabajo, etcétera).
7. En trance: la sesión se convierte en una especie de ensoñación
dinamizada por el afecto, en la que el paciente sale de la realidad
cotidiana y deja emerger su paisaje inconsciente. Suele darse en
pacientes que adolecen de rasgos psicóticos. Permite dialogar
directamente con el inconsciente y guiar el cauce de sus imágenes;
es muy útil, pero peligroso, este modo de conducirse, por lo cual
hay que tener habilidad en sostener y modular esa vida inconsciente
del paciente, interrumpiendo el trance cuando se aprecie una cierta
explosividad de las fuerzas en juego.
B. Grupo estático:
8. Bloqueado: presenta una especial dificultad en la comunicación con
el analista: no tiene nada que decir, ni siente nada, ni le ocurre nada
en la vida cotidiana (siente incluso dificultad en relatar los sueños,
cuando escasamente llegan a producirse, y hay que «sacárselos»,
así como las fantasías y los estados emocionales). Este tipo se
divide en otros dos subtipos: el amorfo y el nervioso.
Al amorfo no le inquieta el permanecer en silencio y lo prefiere a
comunicarse. El nervioso se siente inquieto, pero nunca acierta a
expresar por qué ni a asociar nada o dejar emerger algo que tenga
que ver con su inquietud.
9. Objetivo: este tipo se distingue por su frialdad, relata e incluso da
algún material fantástico, pero sin implicarse: todo lo presenta
como si perteneciera a otro o se tratase de «datos científicos» que
no le afectan en nada.
10. Narcisista: se aprecia en él una especial complacencia en hablar de
lo suyo, por negativo e inconfesable o comprometedor que pueda
resultar, pero ello se debe a que todo lo que sea mostrarse y darse
como espectáculo interesante le complace, por supuesto, sin ningún
deseo de superación. Es decir, da material (a veces abundante),
pero ineficazmente, sin dinamismo ni capacidad alguna de
dinamización, como si fuese una obra literaria.
Existe una variedad curiosa de este mismo tipo, en combinación
con el Objetivo, que podríamos denominar Erudito o «leído»: es el
que no da propiamente material personal, sino bibliográfico (ha
leído mucho a Freud y se autodiagnostica): su discurso viene ya
traducido a una terminología pretendidamente analítica, que en
realidad enmascara lo analítico del material.
11. Diacrónico: su discurso se limita o a lamentar el pasado (por
supuesto, arroja abundante material anamnésico, pero también sin
eficacia) con una fijación masoquista y sospechosa en todo aquello,
o a proyectar el futuro, mas con otra muy sospechosa huida del
presente, y en todo caso sin dar material verdaderamente profundo
y analítico, ni entrar en trance, ni experimentar movimiento de
afectos.
12. Resistentivo: su actitud se presenta claramente como una pura
resistencia a la transferencia, al influjo del analista o a la eficacia de
sus mensajes e interpretaciones; para todo tiene recursos que
embotan el filo de lo que se le interpreta o que disuelven
corrosivamente el discurso del terapeuta. Según el tipo de estos
recursos puede dividirse en los siguientes subtipos:
Escéptico: nada le convence y a toda interpretación le
encuentra su fallo, o, al menos, su gratuidad y el que «bien
pudiera ser otra».
Reticente: desconfía del analista y de su saber, o no le quiere
«confiar sus secretos» personales; no acaba de entregarse a la
comunicación ni a la asistencia o alianza terapéutica.
Irónico: responde a todo con ironía y parece que se complace
en desarmar al terapeuta o en hacerle perder los nervios; da
muestra de ingenio o de inteligencia aguda, pero estéril. En
algunos casos esto se matiza de humor: a todo le encuentra su
lado ridículo.
Agresivo: no ataca tanto el discurso y las interpretaciones
cuanto al mismo terapeuta, a veces muy directamente; otras de
forma más larvada e indirecta. En algunos casos de psicóticos
puede llegar a la agresión violenta y física (es el acting dentro
de la sesión).
Por supuesto, algún elemento resistentivo se da en todos los
pacientes, pero en los demás no llega a caracterizar de este modo su
mismo estar en sesión.
13. Mágico: es el tipo equivalente al del trance, pero en su modalidad
estática (así como el Resistentivo y el Diacrónico lo son al
Narrativo, y el Narcisista, al Fantástico y al Histérico). Se
caracteriza por su pasividad, que lo fia todo en el poder mágico del
analista, o en que de pronto «salte algo» que lo deje curado, pero
sin colaborar. Cumple ritualmente con venir con toda puntualidad a
las sesiones, «soltar» su material y pagar, pero no se advierte en él
movilidad ninguna.
Así como el Narcisista resulta matizado de uretralidad o de falismo
y el Bloqueado y el Resistentivo, de analidad (más bien sádica),
este tipo es claramente oral: viene a las sesiones a que se le dé a la
boca la solución ya digerida y sin esfuerzo, viene a hacer preguntas,
a satisfacer curiosidades, pero no a colaborar en su ajuste.
El tipo Objetivo podría catalogarse, en este registro freudiano,
como un oral-con-la-boca-cerrada por algún trauma infantil, que se
niega a recibir alimento.

Con estas tipologías no hemos conseguido sino proporcionar a los terapeutas


unos filtros mediante los cuales introducir alguna sistematicidad aclaratoria
en el desconcierto inicial de una serie de actitudes poco claras por parte de los
pacientes. En adelante, hemos de ofrecer los procedimientos para resolverlas.
2. DESARROLLO DEL PROCESO TERÁPICO
Recordemos que el proceso terápico, para ser eficaz y verdaderamente
terapéutico, ha de ser dinámico (no puede consistir meramente en escuchar,
interpretar brevemente y apoyar), sino que ha de desplegar una serie de
estrategias y de procedimientos para movilizar, hacer abreacdonar, ajustar las
estructuras de personalidad del paciente y abrirle a la realidad; sólo entonces
podrá hablarse de diálysis.

Se puede decir que este proceso, una vez establecida la confianza básica y un
mínimo de transferencia, ha de proceder por los siguientes pasos:

Obtención de material significativo, con sus técnicas estimulativas de


este material e interpretativas del mismo («hermenéuticas»).
Translaboración de este material en orden al insight y a su asunción
integrativa.
Abreacción emocional y libidinal.
Canalización resemantizadora hacia la realidad de esa misma libido
abreaccionada, o «avance práctico» (y autógenamente ético) hacia la
realidad.

A. Estrategias del comienzo


1. Cada caso y tipo de paciente exige la creación de un clima específico
inicial, un tipo de comunicación y una actitud adecuada, a partir de lo
cual se desarrollará la dinámica propia del caso.
2. El comienzo de la comunicación terápica se facilita mediante un diálogo
mayéutico no dirigista que puede, además, insistir en los puntos
siguientes:
Dejar al paciente en silencio, sin predeterminar en nada su
monólogo, o invitándole simplemente a descargarse o desahogarse,
siquiera sea con llanto, de todo cuanto le oprime (mas todo ello sin
ningún tono afectadamente cordial, paternalista o protector, que
haga sentirse al paciente tratado como un menor o un inválido).
Si el silencio le produjera demasiada ansiedad o se sintiera
demasiado perplejo, indicarle que puede empezar explicando la
clase de síntomas (angustia, turbación afectiva, somatizaciones,
temores o fantasías alucinatorias) que le mueven a tratarse
dialyticamente.
O indicarle la tópica del discurso que puede seguir en las sesiones:
recuerdos, fantasías, sueños, somatizaciones, dificultades sociales y
profesionales, estados afectivos y cenestésicos, y deseos.
Y si se hallase tan bloqueado que ninguna de estas pautas le
inspirase, formularle las cinco preguntas de Adler:
¿Cuál es su mayor dificultad actual?
¿Cuál es su mayor temor acerca del futuro?
¿Cuál es su primer recuerdo?
¿Qué suele soñar usted?
¿Qué haría usted si no tuviera esa dificultad ni ese temor?

Con lo cual se le impele a manifestar sus deseos, bloqueados por el


miedo infantil, causa de la dificultad y del temor. Estos factores puede
manifestarlos el paciente en forma racionalizada, diciendo, por ejemplo,
que su mayor dificultad actual es el cónyuge o el jefe o las relaciones
laborales y que su mayor temor es la inseguridad económica, pero los
deseos darán acceso a niveles más profundos.

Y si los deseos aparecieran en forma también racionalizada (por


ejemplo: «poder viajar», «comprarme un coche», «cambiar de trabajo»,
etc.), por lo menos se podrá comenzar a partir de ellos una mayéutica 141
interpretativa para desentrañar los impulsos y contenidos profundos que
se expresan larvadamente en ese discurso.

141 La mayéutica es una técnica dialogal consagrada por Sócrates


extraordinariamente delicada, que consiste en saber formular
preguntas que no sugieran ningún contenido, pero que estimule en
el interlocutor las respuestas más espontáneas y propias, hasta que
caiga en la cuenta de su contradicción interna. Puede
desarrollarse una mayéutica estratégica para forzar al interlocutor
a caer en una contradicción o a venir a nuestro terreno, donde él
se haga más vulnerable.
No se trata de esta clase de mayéutica, sino de la que active al
paciente sin sugerirle absolutamente ningún contenido u
orientación (pues esto ha de encontrarlo él por y desde sí mismo),
para que se vaya dando sus propias respuestas a sus propios
problemas y a sus paradojas emocionales y prácticas.
3. Al recordar, suelen los pacientes pretender la mayor fidelidad objetiva e
histórica (y eso a veces frena la espontaneidad); es conveniente
advertirle que no se trata de una reconstrucción policial, sino de reflejar
el modo infantil de vivenciar los hechos recordados, el impacto
subjetivo que le causaron y el halo afectivo que dejaron; pues toda
neurosis se debe a la huella subjetiva, infantilmente sentida, de esos
hechos (que pueden ser puramente imaginados, «fantaseados»), que no
ha borrado el paso del tiempo.
4. Cada caso presenta un tipo específico de resistencias o de vivir la
transferencia; tipo que ya es un material analítico de primera calidad.
5. Cada caso puede ser especialmente accesible o refractario a
determinadas técnicas mayéuticas y activadoras, y ello puede depender
de la sazón en que se empleen, pues no todo recurso es eficaz en
cualquier tiempo o fase del proceso.
6. Para ello hay que llevar un control modulado de fases, metas que en
cada una han de cubrirse y trayectoria que se viene siguiendo; todo lo
cual puede resultar eficaz hacérselo resumir de cuando en cuando al
paciente.
7. También hay que tener en cuenta el grado de empatia, de apertura
comunicativa, de ansiedad y nerviosismo, de pasividad y de silencios, de
activación y de distancia (incluso material), y los ritmos temporales del
proceso.
8. No se trata de diagnosticar inmediatamente; y pretender hacerlo
certeramente puede desorientar al analista y hacerle encariñarse con
falsas pistas. Es preciso mantener una verdadera atención flotante, sin
acabar de determinarse por nada de modo definitivo, sino siempre a la
expectativa.
9. Igualmente, no hay que aplicar unos filtros interpretativos fijos: el ideal
es obtener del mismo material dado por el paciente sus propias claves
hermenéuticas (a lo sumo con una lejana referencia a esquemas de
escuela, y no de una sola, sino de todas las que parezcan competentes),
sobre todo apoyadas en las asociaciones espontáneas y vividas que se
produzcan en el mismo paciente.
10. Aparte de las fases tipificadas en el capítulo 3 de esta obra, de acuerdo
con un criterio fenomenológico y descriptivo, conviene distinguir otra
sucesión de fases, propias de esta primera etapa del proceso terápico,
según otro criterio, el afectivo; como sigue:
Fase angustiosa, en la que el paciente experimenta la angustia de
ver desarticularse sus defensas (o, todavía más, su estructura de
personalidad defensiva).
Fase depresiva, en la que se deprime al verse reducido a la
vulnerabilidad infantil y a la impotencia social y que ha de
comenzar de nuevo un proceso de maduración, en el que todo se le
hace arduo y superior a sus fuerzas.
Fase transferencial, en la que descubre el apoyo y el «injerto» de
energía y de estructuras de personalidad madurativas que el analista
le supone, y acepta esta alianza terápica,
Fase resistentiva (y reforzativa de los síntomas, que se suelen
agravar), inmediatamente anterior a la fase resolutiva y al «salto del
resorte», en la que el paciente se niega a dejar de ser lo que venía
siendo y a dar el paso, sin defensas, hacia una realidad
comprometedora, responsabilizadora y hostil.

Y conviene tener en cuenta estos estados emocionales negativos (salvo


la tercera fase) para no temer que el proceso sea ineficaz o equivocado,
al apreciar en el paciente tales manifestaciones emocionales que, en
algún caso, pudieran resultar alarmantes. Eso sí, exigen tacto y una
asistencia experta y lúcida.

11. Finalmente, es preciso facilitar el establecimiento de la transferencia,


para que el terapeuta represente en el ánimo del paciente una instancia
social, una instancia afectiva, que le haga llevadero su
«desfondamiento» terápico al renunciar, ante él, a su fachada social y a
sus defensas y regredir a la primera infancia, y una instancia
hermenéutica, en cuya pericia interpretativa confíe, y así pueda hacer
insight y asumir integrativamente los significados de su propio mensaje
inconsciente. Ya sabemos que ello supone un doble peligro para el
analista, el peligro de implicarse afectivamente en el caso y el de tratar
de influir ideológicamente en él o en cuanto a los contenidos.
El establecimiento de una buena relación transferencial puede ser
facilitado si el terapeuta posee la elasticidad actitudinal y la capacidad
de empatía suficientes (algunos confunden la capacidad de empatia con
«implicarse afectivamente» en el caso) para ofrecer al paciente un punto
de referencia de verdadera unión de contrarios y de impregnación de
realidad (o apertura sin condiciones a la realidad), que es contradictoria
y dialéctica, y así poder superar la fase resistentiva.
El paciente ha de encontrar en el terapeuta apoyo, estímulo,
dinamización, liberación, independencia, y al mismo tiempo cauces,
protección y defensa; ha de poder proyectar en él y ver objetivamente
reflejados todos los contenidos contradictorios de su vida inconsciente,
pero al mismo tiempo percibir en el analista un ejemplar de totalidad
dialéctica de contrarios integrados en una unidad de sentido práctica y
productiva.
Para toda personalidad defensiva y medrosa (y casi todas lo son en tanto
no aprendan a conjugar sus polaridades contrarias) ser uno mismo se
confunde con acantonarse narcisísticamente en lo parcial; ser singular se
confunde con una actitud clausa y aristada; ser enérgico se confunde con
la destructividad y la intransigencia, cuando precisamente hay que ser
mísmico, singular y enérgico desde la apertura y universalidad de visión
y desde la elasticidad y la tolerancia que todo lo acepta, lo comprende y
lo valora como distinto y otro, sin por eso perder su mismidad. Sólo
puede dejarse de ser una personalidad defensiva y medrosa desde la
seguridad que confiere el aceptarse a sí mismo como se es y el aceptar a
todo lo demás como ello es, por muy contrario que sea a nuestra propia
modalidad de ser, y ello sin caer en la alienación del «contagio» de lo
propio por lo extraño. Y es el analista quien ha de servir de punto de
referencia para esta transformación.
Por eso ha de constituir para el paciente una instancia empática, capaz
de recibir sus manifestaciones más extrañas y absurdas sin escándalo
superyoico, pero ha de suponer un implacable contradictor de sus
defensas, mas sin dureza y con elasticidad estratégica: ha de representar
para él un foco de lucidez y de objetividad, un «puente» hacia la
realidad y la dinamización social, que encarne el «principio de realidad»
humanizado y tratable, en concreto, en armonía con el «principio de
placer».
Para esto ha de ser afectivo, sereno, empático y seguro, un foco de
confianza, de alientos y de suplencia de cariños insatisfechos en la
infancia, pero manteniendo la distancia simbólica y sin entrar en el
juego y en las trampas que el erotismo infantil del paciente sutilmente
tiende (con sus veleidades, sus caprichos, sus cambios repentinos de
ánimo, sus urgencias en los deseos, su posesividad y sus celos) 142.

142 Los celos, en la terapia y en las relaciones sociales en general,


sobre todo en las de pareja, pueden producirse por una de estas
cuatro razones:
—Por una reviviscencia edipica, que reproduce la competitividad
desventajosa experimentada por el sujeto en el triángulo familiar
infantil.
—Por sentimientos de inferioridad, que le dan la impresión de no
ser estimable y de que cualquier competidor va a merecer una
mayor atención y estima por parte de la persona querida por S
—Por proyección de lo propio en otro: el sujeto proyecta en el
rival sus propias cualidades reprimidas y le ve potenciado por
ellas, de las que él mismo cree carecer.
—Por masoquismo, y en este cuarto caso los celos presentan un
carácter resignado y pacífico, que acepta la supuesta vejación y se
sujeta más a la persona supuestamente infiel.

12. El terapeuta tiene la función de ser el organizador psíquico que le faltó


al paciente en su infancia, tanto de su racionalidad, como de su
afectividad libidinal e inconsciente, y, yendo más allá todavía, facilitarle
resolver las contradicciones entre lo uno y lo otro, entre el lado diurno y
el lado nocturno de la personalidad y de la existencia. Si esto último se
consigue, la personalidad futura del paciente puede llegar a rendimientos
insospechados en todos los órdenes (o en algunos de ellos) que superen
cualquier estado inicial de productividad, pues todo lo que antes eran
mecanismos inconscientes para frenar y frustrar los resultados y los
éxitos, ahora son mecanismos inconscientes para facilitarlos: en lugar de
«actos fallidos» se producen hiperlucidez e intuiciones felices o
«reflejos» que en el momento oportuno, y sin necesidad de reñexión,
funcionan del modo adecuado para aprovechar todos los elementos
favorables al éxito 143 .

143 Puede sentarse la tesis general de que las anomalías de la


conducta que presenta el neurótico, tendentes a bloquearle,
limitarle, frustrarle y hacerle improductivo, se deben o al peso de
una instancia autoritaria fantasmática que trata de retenerle en la
infancia, en la inmovilidad dependiente y en la alienación, o al
autocastigo que el paciente mismo se inflige por haber tratado de
rebelarse contra esta instancia autoritaria. En cualquiera de los
dos casos, la anulación de ese montaje inconsciente e infantil da
paso a una dinámica adulta de productividad objetivamente
apreciable si se acierta a liberar todas las energías requeridas por
ella.

B. Obtención de material analítico

La ortodoxia se prohibe, en la obtención de material, cualquier intervención


activa por el temor cientifista a mediatizar la espontaneidad y la originalidad
del mismo. La ortodoxia concibe el tratamiento del caso como una
observación «científica» de causas y de efectos puramente objetivos, que hay
que dejar emerger simplemente, como se recoge material en una
investigación física o para una taxonomía biológica. Y es que olvidan que
aquí nos movemos en un campo humano y que el hombre no puede nunca ser
aislado de su trama de relaciones en situación, de modo que, por muchas
precauciones que se tomen, nunca puede el paciente quedar sin recibir el
influjo modificativo de la situación de sesión; y, de otra parte, ese material ha
de emerger dentro de una comunicación interpersonal, que es inevitable y que
hasta se ve reforzada por la transferencia.

Dada nuestra concepción de la realidad como el resultado de una serie de


procesos formalizativos informáticos, comunicacionales e investivos (de
significado, de simbolismo, de afecto y de valor) no vale la pena ni tiene
sentido alguno tratarla como un mero objeto físico y dado de una vez para
siempre, sino que hay que aprovechar de ella los recursos comunicacionales y
simbólico-investitivos que en ella funcionan, para acelerar el proceso y
aumentar su eficacia. Y, de otro lado, ya se ve lo imperturbable e
inmodificable de los factores patógenos, que precisamente se distinguen por
su impermeabilidad al influjo objetivo, hasta que se acierte con la clave
adecuada (un verdadero «sésamo ábrete»), así que no hay demasiado peligro
de desvirtuar el material verdaderamente significativo si se saben manejar las
técnicas de la comunicación y de la movilización de afectos y energías
psíquicas.

Así, podemos adoptar tres principios:

A) Todos los niveles y elementos que intervienen en la constitución


comunicacional y simbólica de la realidad objetiva, pueden ser compulsados
y convertidos en registros de material.

B) Prevalece la espontaneidad en la emergencia de material analítico.

C) Pero, en su defecto, puede pasarse adelante, para acelerar su emergencia,


movilizar energías y recuperar regiones de realidad y campos de objetos hasta
entonces reprimidos.

Entre los pacientes hay algunos que aparecen como sensibles a las palabras
(propias o del analista) y que acusan sus efectos en forma de calores faciales
o corporales, cosquilleo en las extremidades, corrientes, cambios de
temperatura repentinos, tensiones e inervaciones musculares, estados
cenestésicos extraños, malestar, cefalalgias, relajación de esfínteres,
trastornos digestivos, fallos en la percepción (hay quien de pronto deja de ver
con uno de sus ojos, o el tacto se le vuelve insensible), manchas en la piel o
emociones repentinas. Otros, en cambio, no acusan nunca el efecto de las
palabras e incluso se instalan defensivamente en la verbalización, la narración
de anécdotas, la onirorrea y las racionalizaciones prolijamente expuestas. Con
éstos no queda otro recurso que valerse de técnicas.

Ante todo, es preciso examinar el repertorio de material analítico de que


puede disponerse, para valorarlo y organizar las técnicas requeridas para su
obtención, y que puede organizarse en seis grupos diferentes: biográfico,
cenestésico, comportamental, emotivo, fantástico e inmediato. Como se ve,
de todas las áreas de la personalidad puede y debe obtenerse material
analítico, aunque no todo él presente el mismo valor y se haga absolutamente
indispensable desglosar niveles diversos de profundidad en su procedencia y
en su significado (como hacen los arqueólogos, a quienes no interesa tanto la
naturaleza misma del objeto, artístico, económicamente valioso o no, sino sus
posiciones relativas dentro de cada nivel de suelo y la datación relativa de
esos mismos niveles). Consideremos primero la sinopsis de todo el material
disponible (los temas más significativos van en bastardilla):
144 Como ya hemos advertido, no es preciso que los «recuerdos» sean
fielmente históricos, pueden ser fantaseados, pero siempre resultan
significativos, si se refieren, sobre todo, a los años más tempranos de la
vida (pues como Freud dice, y hemos confirmado constantemente, hacia
el octavo año de vida queda la base neurótica de la personalidad
consolidada). Estos recuerdos fantaseados pueden ser de varias clases:

a) «Recuerdo pantalla» (souvenir écran): totalmente irreal y montado


para ocultar otros recuerdos más comprometedores.

b) Recuerdo parcialmente real, pero completado imaginariamente.


c) Algo no recordado directamente, sino oído contar, pero que ha sido
también completado imaginariamente o fundido con otros recuerdos
reales y directos.

d) Recuerdo fantaseado en todas sus piezas, obedeciendo, por lo


general, a proyecciones de deseos.

Hay tipos de personalidad en que los recuerdos y experiencias reales,


los montajes de las fantasías y los deseos se funden de tal manera que es
enteramente imposible discernir todos esos elementos. Sin embargo,
esto no supone ninguna dificultad para el análisis, pues lo importante y
significativo no es lo que realmente ocurriera, sino la huella dejada por
ello (o por su ausencia) en el inconsciente del paciente y la movilización
de defensas, deseos y fantasías que supuso. Lo que interesa es el estado
del Inconsciente y no los hechos externos al mismo.

145 Por ejemplo, estados de desdoblamiento de personalidad, de


parálisis de alguna parte del cuerpo, de insensibilidad táctil,
sensaciones de faltar miembros o visceras, de hallarse apartido en
varios trozos», de estar afuera» de sí mismo y verse como un objeto, de
ser de otro material no orgánico, de ser otro, etc.

146 Ya hemos comentado a propósito del tipo diacrónico de paciente la


enorme importancia de la vivencia de tiempo, siendo éste la expresión
concienciativa de la dinámica de la personalidad. Precisamente es la
vivencia de tiempo lo más sensible y lo que primero suele
desarticularse, o, por lo menos, presentar dificultades para su control,
su modulación y su impleción con actuaciones, actividad interior o
sensación de continuidad productiva.
147 Las imágenes eidéticas, estudiadas por E. Jaensch en 1934, son
escenas u objetos que se hacen presentes involuntariamente en la
fantasía, a veces con todo detalle y gran nitidez y de modo espontáneo,
sin que liguen la atención ni impidan actuar, trabajar o estudiar, ni
presenten rasgos alucinatorios (es decir, no dejan lugar ninguno a
dudas acerca de su irrealidad). Son un material analítico de primer
orden, casi superior a los sueños.

148 Las alucinaciones pueden ser eidéticas, pero también puramente


cenestésicas (sensaciones corporales) o acústicas y se distinguen, sea
cual sea su intensidad y su complejidad (a veces son muy simples: un
sonido de timbre, una voz, una luz o una presión en el cuerpo), por la
sensación de realidad objetiva que producen, de modo que mientras
duran acaparan obsesivamente la atención, hasta incluso producir una
impresión más intensamente real que la propia de los objetos reales.

149 Las proyecciones son igualmente espontáneas e inconscientes, pero


no producen el efecto de objetos reales, sino de intenciones (agresivas o
eróticas) que se atribuyen a los demás, o de elementos ambientales; a
veces de cualidades (belleza, fealdad, elegancia, vulgaridad, etc.) que se
ven objetivamente en la presencia de otros. La sensación de realidad es
tan invencible como en las alucinaciones y más o menos obsesiva.

150 En este caso, los objetos reales, los espacios, las dimensiones, sobre
todo, y los colores aparecen cambiados: lo percibido es lo efectivamente
real, pero se siente más grande o más pequeño, más pesado o más
ligero, más dinámico o más estático de lo que objetivamente es. A veces
se cree haber visto una puerta donde no la habia, y ya se acerca a la
alucinación. Por lo general, las habitaciones, las calles, los espacios
cerrados (un coche, un vagón...) se deforman y van cambiando
sensiblemente de proporciones.
151 Cuando tales borborismos se producen suele ser muy eficaz llamar
la atención al paciente sobre ello y, según la suposición de Ferenczi,
advertirle que eso se debe a que está ocultando algo que debería decir.
Esto produce una abreacción y el paciente suele desbloquearse para
expresar lo que debía.

152 Por discurso analítico entendemos aquel que arroja un material


significativo (anamnésico, simbólico, fantástico y emocional), o tal vez
simplemente situacional, desiderativo y transferencial, que conduce
directamente a elementos inconscientes y a la exploración de estados y
de mecanismos que intervienen en la producción de la neurosis.

153 El discurso no relata, sino que expresa inmediatamente los


impulsos, estados, afectos e imágenes que en aquel momento ocupan el
ánimo del paciente y a veces llega a ser como un sueño actualmente
vivido o como un estado alucinatorio del que se va dando cuenta
conforme sucede.

154 Se trata de la simple narración de incidentes de la vida cotidiana y


de anécdotas en superficie no directamente significativas, con las que el
paciente trata de llenar las sesiones rehuyendo la emergencia de
contenidos directamente analíticos.

155 En este capítulo entra también la contratransferencia y, sobre todo,


la comunicación de inconscientes (material analítico de primer orden),
además de lo proyectado en el analista, las demandas, los celos, la
confianza o desconfianza hacia él y las vicisitudes de la comunicación.

156 Estas no constituyen contenidos puntuales y detectables en el


momento, sino que para ello hay que considerar sus trayectorias a más
largo plazo y las estrategias habituales en cada paciente, hasta que
haga insight y se convenza (para evitarlo en lo sucesivo) de que en
realidad no quiere cambiar el status quo de sus defensas y mecanismos
bloqueadores.

Todo cuanto sucede en la existencia y en el comportamiento (voluntario o


involuntario, consciente o inconsciente) del paciente, todo cuanto ha sucedido
o tiende a suceder, es material válido y puede ser muy significativo (nada,
absolutamente nada, puede desecharse como no válido); al menos puede ser
significativo como resistencia o como manifestación de una barrera represiva.

La cuestión, en todo ello, consiste en saberlo descubrir y saberlo interpretar y


valorar, y que ese descubrimiento, esa interpretación y su evaluación lleguen
a impresionar el ánimo del paciente de modo que haga «insight» y asuma el
mensaje que sus estados inconscientes le envían y que infaliblemente pone de
manifiesto (aunque de modo larvado y simbólico, la mayoría de las veces) la
dinámica y la clave de su perturbación de personalidad.

Teniendo el analista muy presente esta articulación minuciosa de los tipos de


material y de contenidos, puede en cualquier momento «leer entre líneas», de
modo que cualquier tipo de sesión y de discurso o de actitudes del paciente le
estén suministrando material analizable. Así no habrá una sola sesión inocua
e irrelevante y todo podrá reconducirlo al insight y a la abreacción del
paciente.

Cómo haya que proceder con este material en orden a la evolución del
proceso curativo lo hemos estudiado ya; de presente hemos de ocuparnos de
las técnicas para obtener este material o convertir un material, aparentemente
irrelevante, en analítico.

Todavía puede clasificarse este material según dos criterios diversos y


complementarios: el funcional y el del contenido formal analizable (no ya el
criterio que nos ha guiado al trazar la sinopsis anterior, de acuerdo con el tipo
de fenómenos psíquicos y de sus niveles y modos o grados de procedencia)
157. Los tres criterios combinados, sin embargo, no dejan lugar a dudas acerca
de cuál haya de ser el material analizable ni de qué haya de ser analizado en
él, o de cómo haya de funcionar.

157 Por la frecuencia de los términos en bastardilla que aparecen en el


cuadro sinóptico se puede observar que el material más significativo se
concentra en los contenidos emocionales, los contenidos fantásticos y la
fenomenología del proceso mismo y de sus sesiones, además de los
recuerdos tempranos, la historia sexual, somatizaciones y actos fallidos
y centros de interés. Aunque de cualquier comportamiento del paciente,
verbal o gestual, puede deducirse material analítico, hasta el «discurso
divagatorio», pues la personalidad constituye una estructura única que
se manifiesta por todas las vías posibles de comunicación: como repite
Lacan y su escuela, «cuando la boca calla todos los poros del cuerpo
hablan». Y más todavía el mismohabla y su sintaxis y fonética, aun
cuando trate de enmascarar sus mensajes, pues el inconsciente se está
siempre expresando inequívocamente, aun a través de sus pantallas y
defensas.

La totalidad del material diversamente agrupado en la sinopsis puede, a su


vez, dividirse en tres grupos, según categorías funcionales:

A. Material sintomático.
B. Material traumático.
C. Material dinámico.

Según que descubra la estructura neurótica o psicótica de la personalidad y


sus mecanismos inhibitorios o simplemente en juego; según que revele las
causas o elementos causales («traumáticos») de esa estructura y de esos
mecanismos; o que movilice energías y mecanismos reprimidos, gracias al
insight producido por el descubrimiento del material sintomático y
traumático. En realidad, el analista estará manejando simultáneamente este
material triple, sin tal vez darse cuenta de su funcionalidad diversa (a veces
en un mismo dato o contenido, psíquicamente uno) 158.

158 Lo mismo que el cirujano y el internista han de tener siempre muy


presente la anatomía del organismo tratado, el psicólogo y el analista
(como el arqueólogo los estratos intactos del terreno excavado) ha de
conocer perfectamente la («anatomía» del psiquismo y los elementos
específicos que ha de buscar, investigar y manejar. Y esto no suele
estudiarse sistemáticamente todavía, como la Anatomía, desde el
Renacimiento, en la historia de la Medicina.

En cuanto a los objetos formalmente analizados en y a través de todo el


diverso material expuesto en la sinopsis, conviene advertir que se trata de un
número mucho más reducido de contenidos objetivos que lo que el cuadro
dejaría entender. Las categorías formalmente analíticas que en realidad
constituyen el objeto formal del análisis son solamente ocho:

1. Estructura de la personalidad.
2. «Coraza» defensiva y sistemas de resistencia.
3. Mecanismos reactivos.
4. Huellas traumáticas.
5. Constelaciones simbólicas y fantasmas bloqueadores.
6. Relaciones concretamente vividas y reproducidas.
7. Analogías estructurales (entre todos estos elementos).
8. Tónica vital y pulsional y modos de relacionarse con el tiempo y en el
espacio.

La transferencia no es propiamente un objeto formal de análisis, a pesar de la


importancia que se le atribuye actualmente y de que, en efecto, tiene; sino un
recurso heurístico y un medio de «experimentación» y de estimulación del
material más básico y formalmente dialytico.

Veamos, finalmente, cómo puede obtenerse o provocarse la obtención de


material. El material analítico puede emerger espontáneamente (mas éste
suele no ofrecer, por ello mismo, suficientes garantías de su valor y ha de ser
sometido a pruebas); puede ser deducido por la sagacidad del analista
«leyendo entre líneas» de otro material menos significativo en apariencia y
puede ser provocado o estimulado artificialmente para activar el proceso
cuando parece estancarse y no arrojar material suficiente.

La prueba más genuina de que el material espontáneamente emergido es


válido son los sueños o eidetismos (así como las reacciones emocionales y
cenestésicas) que se van produciendo en las horas o días siguientes a su
análisis.

La deducción de material válido a partir de otro material aparentemente


inocuo puede hacerse de tres maneras:

a. Analizándolo como si se tratase de un análisis de resistencias; pues, en


realidad, si el inconsciente del paciente se niega a dar material
significativo y se limita a ese otro material ambiguo y evasivo, puede
tratarse de una resistencia.
b. Tomando pie del mismo para organizar una serie de preguntas que
mayéuticamentele obliguen a decantarse más significativamente.
c. Analizando estructuralmente el montaje del discurso en que viene dado
ese material poco válido: presencias y ausencias de significado (si un
significado aparece reiterativamente repetido, o nunca aparece un
significado que, por la lógica misma del discurso, debería aparecer),
sintaxis, lapsus linguae, actos fallidos verbales, metáforas, analogías,
correspondencias o disimetrías estructurales, y selección, omisión y
repetición de términos (método de Szondi). Un análisis tal (como
actualmente se hace con las obras literarias, los mitos y las obras
plásticas) no puede menos de dejar traslucirse la trama verdaderamente
significativa que subyace al montaje enmascarador, y entonces ya se
dispone de material válido y directamente analítico.

Finalmente, el material válido y significativo puede ser provocado o


estimulado mediante técnicas activas159, y no existe otro recurso (ni siquiera
la mayéutica) si el paciente inconscientemente se niega a dar material o a
movilizarse y abreaccionar. Pues estas técnicas activas ofrecen otras ventajas
suplementarias y suponen un paso más allá de la mera obtención de material
válido: suponen la dinamización abreactiva del proceso, a veces la
desinhibición, el insight y el «salto del resorte». Su número considerable lo
hemos organizado sistemáticamente en tres grupos, según que directa o
indirectamente estimulen la emergencia de material, o simplemente creen una
situación especial, capaz de mutar el estado afectivo, o las condiciones del
psiquismo, y dar así lugar (muy indirectamente) a la emergencia de material:

159 Estas llamadas técnicas activas fueron tematizadas por Ferenczi y


rechazadas por el mismo Freud y por la ortodoxia freudiana. El que se
hayan prestado a ciertos abusos no tiene por qué invalidar su eficacia y
su practicabilidad. La ortodoxia teme sobre todo el acting (por eso
tampoco es partidaria del psícodrama), pero pensamos que con el
acting sucede lo mismo que con la transferencia y la
contratransferencia, algo inicialmente rechazado y visto como un
peligro, que luego demostró su utilidad y su inevitabilidad. El acting,
controlado y debidamente canalizado, por supuesto, no tiene por qué
alarmar a nadie.

El paciente sigue estando-en-realidad y sometido a la actuación, que él


mismo se niega o se siente inhibido para ella, no es una adulteración
del material analítico estimularla simbólicamente dentro del marco de
las sesiones (por supuesto, fuera e incontroladamente tiene muy serios
inconvenientes). Sin embargo, hay analistas ortodoxos que no tienen
inconveniente en aconsejar al paciente que fuera de las sesiones actúe
demasiado libremente (especialmente en materia sexual), cuando lo
único que influye eficaz y ventajosamente en el proceso es lo que
simbólica y afectivamente se asume y no lo que realmente se practica.
160 Hay que dedicar una atención muy especial a que el paciente,
cuando resiste a aceptarse a sí mismo, se enfrente abiertamente con su
realidad personal concreta en sus aspectos más rechazados o más
tabuizados: animalidad, vegetatividad, genitalidad, figura o esquema
corporal (para ello puede usarse el espejo) y, mientras se mira,
resemantizarlo positiva y objetivamente.

161 Es éste el procedimiento fundamental de la Terapia de Conducta,


por el que se va evocando en distintas posiciones y distancias el objeto
fóbico o rechazado y analizando las reacciones emocionales ante esta
evocación, ya sea la de un objeto, una persona, un animal, una
situación, un lugar o una acción.

162 Nos referimos al procedimiento que Rosen usa con los psicóticos,
cuando les desenmascara directamente y les sitúa delante de sus
mecanismos defensivos y paradójicos, advirtiéndoles lo improcedente e
ineficaz de los mismos y cómo se arriesgan a perder su
contratransferencia, una vez se ha ganado su transferencia.

163 La agresión verbal ha de ser empleada con suma prudencia y en


sazón, cuando, como el «análisis directo», se hace necesario
desenmascarar las estrategias solapadas del paciente, o acabarle de
convencer de que su discurso es una pura defensa.

La agresión levemente física (y siempre guardando la distancia


simbólica) puede consistir en coger el brazo del paciente
repentinamente, en ponerle la mano sobre la cabeza, en darle un leve
empujón, en irse el analista de la habitación y dejarle solo, en no darle
la mano o no saludarle o despedirse, inmovilizarle discretamente el
brazo o hacerse el distraído a su discurso, mas todo ello en el momento
oportuno (por ejemplo, cuando él mismo puede comprender que su
resistencia se hace desesperante o que hay que recordarle vividamente
la sujeción a que le tiene sometido el fantasma paterno o materno) y sin
dejar dispararse ningún impulso realmente agresivo del analista.

Cuando el paciente es de sexo distinto, este procedimiento resulta


totalmente contraindicado por lo que pudiera suponer de mensaje
erótico (real o fantaseado) por aquél.

164 Puede colocarse algún cuadro especialmente significativo y


simbólico, frente al diván, puede cambiarse la iluminación
aumentándola o disminuyéndola, o incluso dejando la habitación a
oscuras, o tener la sesión en una habitación distinta, que por su
disposición pueda ser estimulante para ciertas reacciones (más sobria,
más depresiva, más alegre, más cómoda o incómoda, decorada de un
modo más desconcertante, etc.). Los comentarios y reacciones afectivas
del paciente pueden ser ya material válido.

165 Ponerse frente al diván en lugar de espaldas a él puede cambiar


totalmente la actitud del paciente. Pero sobre todo aumentar o
disminuir la distancia del diván, sin decir nada, suele encerrar un
mensaje que el paciente inconscientemente no deja pasar inadvertido: la
lejanía puede indicarle desaprobación y distanciamiento afectivo y
moral; la cercanía, o mayor atención y aprecio, o una actitud agresiva e
invasora de su territorio. No se olvide la enorme importancia que tiene
el territorio para el inconsciente de los pueblos y hasta de los animales,
y por supuesto de ciertos individuos (confróntese J. L. García,
Antropología del territorio, Ed. Taller, Madrid, 1975).

166 Aunque este procedimiento deja a algunos, los menos, totalmente


indiferentes, a otros les supone una dura prueba y algunos se desarman
literalmente, comienzan a llorar o a reír nerviosamente y hasta cambian
de color o experimentan otras somatizaciones. Esto es ya material
válido y significativo, puede pasarse a continuación a su análisis
directo.

167 En esto hay que ser muy cauto, pues nunca conviene tratar con los
allegados del paciente, que tratarán por todos los medios de hacer al
analista su aliado (contra el paciente), o, si no pueden, indisponerle con
él para que no influya; pero, si este peligro se conjura y las
circunstancias parecen aconsejarlo, puede ser la tensión de una sesión
así un modo de trasformar el estado emocional poco dinámico del
paciente.

168 La sofronización, al anular su nerviosismo, sus tensiones, su rigidez


muscular o su ansiedad, puede efectuar el mismo cambio de estado
psíquico del paciente y desencadenar la emergencia del caudal de
material válido, que su rigidez tenía represado.

El psicodrama y la sofronización constituyen capítulos aparte y resultan más


bien técnicas de técnicas, pero poseen un poder extraordinario para cambiar
los modos de reacción del paciente. Desde luego, en casos diñciles y
renitentes son, sobre todo el Psicodrama, el medio más breve y eficaz de
desinhibir y de hacer abreaccionar, o por lo menos de que se manifiesten
reacciones (y sus contenidos correspondientes) hasta entonces
cuidadosamente celadas, o que el paciente se negaba a admitir como posibles
en él. Pero, sobre todo, es eficaz por las evidentes (para el paciente)
movilizaciones emocionales y pulsionales que ocasiona. Propiamente no es
una técnica más, sino un método terápico independiente, pero que puede
valer como técnica activadora (cfr. M. Shepard y M. Lee: Gomes Analist
Play (Castell, Paidós, Buenos Aires, 1975).

Las demás técnicas activas son simples recursos intersubjetivos para superar
las rutinas y las inercias de la instalación en las sesiones y en la transferencia,
o de las estrategias defensivas y resistentivas organizadas por la actividad
inconsciente del paciente, que no suponen la menor perturbación o
desvirtuamiento del material primario.
De la misma manera que los histólogos, al analizar un tejido, lo tratan con
substancias colorantes o reactivas, para observar mejor ciertas
particularidades del mismo, mucho más un psicoanalista podrá, y aun deberá,
colocar al paciente en ciertas situaciones (que nada perjudican) o ante ciertos
objetos, imágenes, palabras, acciones y actitudes (del analista o de la pareja)
que provoquen las reacciones (o falta de ellas) que sea preciso observar.

El que a un sujeto se le invite a representar un papel (en el psicodrama, por


ejemplo) que a nada le compromete por ser ficción y hallarse dentro de un
«como si», y que aquél reaccione de un modo determinado, o asocie, o se
observe internamente en sus cenestesias y emociones, nada tiene de
perturbador ni de adulterante de la genuidad del caso y de su material
originario. Desgraciadamente este material es mucho más pertinaz y fijo que
todos los intentos y recursos para modificarlo.

El único inconveniente sería el de provocar un acting out, pero ya hemos


dicho que tal vez ocurra con esto como ocurrió con la transferencia en los
comienzos del sistema de Freud, y con la contratransferencia durante toda la
carrera terápica de Freud: todo esto es cuestión de controlarlo. Pero, además,
el peligro de que algo suceda, salvo en circunstancias muy peculiares, nunca
ha sido obstáculo para que se intenten aquellos efectos positivos que pudiera,
para producirse, reportar ese peligro (si ello hubiera de ser así, muy pocas
cosas se intentarían, pues todo encierra siempre algunos peligros; este
tutiorismo a ultranza es la causa de todos los conservadurismos e
inmovilismos de la historia).

No se olvide tampoco que el sujeto humano no es un «objeto» inerte,


adecuadamente observable en una estática posición sobre un «portaobjetos»
de laboratorio, sino un ser eminentemente activo y práctico (y hasta lúdico),
cuyo análisis (y entendemos por «análisis» en este momento no la terapia
analítica, sino aquel procedimiento científico que consiste en la observación
pormenorizada de los componentes, mecanismos y reacciones del objeto)
resultará tanto más completo, total y esclarecedor cuanto más se
proporcionen al paciente una serie de ocasiones de actuar, de sentirse, de
observarse y de reaccionar ante diversos estímulos (de distinta naturaleza)
que le evoquen situaciones y objetos para él sobredeterminados. Por lo
menos, cuando por sí mismo no reaccione y persista en una actitud monótona
y poco significativa para su movilización.

La Terapia de Conducta aventaja sin duda al Psicoanálisis, tal como los


ortodoxos lo conciben, en sus procedimientos de activación, aunque el
Psicoanálisis la aventaja en la variedad y profundidad de niveles y de
elementos que observa y maneja. La combinación inteligente y dinámica (o
tal vez dialéctica) de ambos métodos sería tal vez la terapia más adecuada al
sujeto humano, siempre que ambas escuelas renunciasen a algunos de sus
principios teóricos que las hacen incompatibles entre sí169.

169 Aunque se tienda hoy a sostener que lo teórico carece de


importancia, todos desmienten con los hechos esta tesis, aun los mismos
que Con mayor ahínco la defienden, como son ciertos marxistas.

Estos saben que si renunciasen a sus tesis sobre el valor de las


doctrinas y prácticas religiosas (tesis muy anticuadas y que tal vez
respondían a las condiciones objetivas del siglo XIX), sus ideas
económicas y su praxis se propagaría con mucha mayor facilidad, pues
muchos cristianos las aceptarían. Y prefieren tropezar con las reservas
y aun hostilidad de los cristianos (y disminuir así su éxito práctico) con
tal de no renunciar a sus tesis (totalmente teóricas) acerca de la
religión.

Igualmente les sucede a los cristianos, que deberían acoger


favorablemente toda práctica liberadora del hombre (que es la esencia
del Cristianismo) y, sin embargo, se enganchan en fórmulas dogmáticas
y en tradiciones («de hombres») a costa de hacer malograrse una
acción eficaz en favor del hombre.

De hecho, se da mucha mayor importancia a la heterodoxia y casi


ninguna a la heteropraxia, cuando ésta es mucho más importante para
la vida real de las sociedades: se han «quemado herejes» profusamente
en todos los grupos y momentos de la historia, a veces por negar o
afirmar una mera partícula gramatical (como es sabido en la famosa
cuestión del «Filioque»...), pero aún no se ha quemado a ningún cínico,
a ningún explotador ni a ningún corruptor (y más vale que nunca se
haga), y en los grupos más progresistas se sigue estando hoy dispuesto
a seguir la misma historia...
Luego, aunque en principio es verdad eso de que el pensamiento no
delinque, todos, en la práctica, se comportan como si el pensamiento
fuese lo único que delinquiese: a los malhechores se les indulta, pero a
los adversarios ideológicos (en todos los países y sociedades) se los
ejecuta sin contemplaciones (y precisamente en aquellos regímenes que
pretenden orientarse acentuadamente por la praxis y que tan dados son
a las «purgas» de los disidentes ideológicos, a veces en cuestiones de
matiz): esto no deja de ser una paradoja.

Mientras la praxis y los hechos son irreversibles, las teorías son


revisables, y, sin embargo, se tabuiza el «revisionismo» y se tiende a
anular a los «revisionistas». Por lo visto, dado que es imposible
afirmarse en forma de un dominio total de los hechos y de la praxis,
cada cual pretende afirmarse frente a los demás imponiéndoles
mágicamente sus ideas (es decir, dotándolas de una «sacralidad»
intangible e infalible que hace de los que atenten contra ellas
verdaderos delincuentes o «traidores al pueblo»; y esto, aunque se
rechace decididamente todo «idealismo»...); dicho de otro modo, cada
cual, para afirmarse psíquicamente, pretende «hacer comulgar con sus
ruedas de molino» a todos los demás, y esto en todos los niveles
sociales, políticos y científicos. Y a estas «ruedas de molino» se les
llama «principios», «dogmas» (como Comte hace), «sistema», «doctrina
de escuela», etcétera, desde los Pitagóricos (según Zafirópoulos,
Parménides habría sido un «revisionista» expulsado de la escuela,
como Ferenczi y Reich...), hasta la Internacional de Psicoanálisis.

Y no se acaba de escarmentar en cabeza ajena: la historia entera de los


sistemas y de las técnicas enseña que lo fecundo, lo que queda como
aportación irreversible de cada escuela no suele ser el sistema (que muy
pronto se verifica como rígido, caduco e incapaz de abarcar la realidad
de su campo), sino las consecuencias prácticas (metodológicas,
operativas, técnicas o realizativas) deducidas con su ayuda, y, sin
embargo, todos los jefes y celadores de escuela (siempre surgen adeptos
al jefe más radicales que él en la defensa del sistema) se muestran más
intransigentes con los «principios» que con la práctica. Aquí ha de
haber en juego una razón muy psicoanalítica, pues no se explica con la
lógica de los hechos...
Si alguna vez tanto la Terapia de Conducta como el Psicoanálisis
ortodoxo dejasen de practicar esto mismo y acabasen guiándose
abiertamente por la práctica y por la totalidad de los hechos
observables, habrían comenzado a ser verdaderamente curativos, a ser
sistemas terápicos plenamente fiables y universales (no solamente
reducidos a las «fobias»), pero también se habrían aproximado
mutuamente hasta casi fundirse: pues los hechos reales y objetivos a
que se refieren son (o habrían de ser, si han de resultar métodos
curativos válidos) los mismos.

Y no es posible que unos mismos hechos objetivos (y no subjetivamente


manipulados para hacer valer un sistema a priori) den lugar a métodos
opuestos e irreconciliables, si los sistemas observan esos mismos hechos
en forma adecuada, es decir, con precisión objetiva y en totalidad (sin
dejarse hechos ni niveles de hechos fuera de consideración).

Luego si, refiriéndose a unos mismos hechos (las neurosis y sus


procesos, en este caso), dos sistemas se oponen hasta el punto en que lo
hacen la Terapia de Conducta y el Psicoanálisis ortodoxo, no hay otra
explicación que la de haber marginado, pulverizado o tergiversado esos
mismos hechos y fenómenos objetivos y totales, supliéndose la falta de
objetividad con tabuizaciones de escuela...

Por encima de todas estas técnicas, sin embargo, se halla la dialéctica


mayéutica o sagacidad del analista para desplegar una serie de estrategias
dialogales que vayan conduciendo al paciente a aquel nivel y a aquel núcleo
de su personalidad más significativo y que, por tanto, más directamente teme
descubrir. Saber el analista con muy escuetas preguntas y aparentes
ingenuidades en sus reacciones verbales y emocionales (asombro, extrañeza,
credulidad, deseos de precisar, etc.), es decir mediante la ironía (socrática), ir
acorralando al paciente en la paradojade su sistema defensivo.
3. CONTRAINDICACIONES EN LA TÉCNICA
TRANSFERENCIAL
La vulnerabilidad del paciente, su susceptibilidad (agravada por la caída
parcial o total de las defensas) y las posibilidades de incidencia de cualquier
hecho, o modificación de la relación transferencial, en los mecanismos
reactivos del paciente (especialmente predispuesto por su vinculación
transferencial) hacen que el terapeuta haya de moverse constantemente entre
riesgos; riesgos de excederse o de no llegar a movilizar ni a afectar a los
registros del paciente, y esto exige una constante vigilancia sobre sí mismo y
sobre la relación.

No es posible hacer el recuento de todo lo que pueda resultar indicado (y


esto, por otra parte, ha ido siendo expuesto a lo largo de los capítulos que
preceden, siquiera sea ocasionalmente), pero sí es posible exponer las
principales contraindicaciones, en calidad de límites de la prudencia a los
excesos que siempre resultan un impedimento de la eficacia terápica.

El máximo riesgo que corre el analista en la relación transferencial (y


contratransferencial) presenta una doble vertiente:

A. Llegar a encarnar imagines parentales positivas (o investidas de afecto


positivo y hasta de cargas libidinales efectivas) con tal propiedad, tal
intensidad o de modo tan vivo e inmediato, que, suprimida la distancia
simbólica, se produzca un acting no controlado y fuera de la debida
trayectoria translaborativa.
B. Entrar en el juego y en las estrategias del paciente (por las mismas
razones del aspecto A), de modo que se degrade la figura o rol del
analista, pierda eficacia o llegue a resultar ya inservible para proseguir el
proceso terápico.

Como el terapeuta ha de focalizar y atraer hacia sí todas las proyecciones e


investiciones afectivas y libidinales del paciente, para objetivarlas y
translaborarlas debidamente, y es ello la función principal de la transferencia,
ya se pueden suponer los riesgos de anulación de la distancia simbólica y de
que el paciente vivencie o pretenda vivir, a poco que el terapeuta se preste a
ello, una relación real efectiva, posesiva y gratificante con él (percibido como
tal madre o tal padre reales y fantaseados, posible objeto de aquellas
relaciones fantaseadas y narcisistas del paciente).

Según el tipo del paciente, en esta intensificación de la relación transferencial


pueden producirse tres reacciones (o incluso se tiende a producirlas) y para
ello las buenas disposiciones contratransferenciales del analista pueden ser
explotadas estratégicamente, y su buena fe sorprendida:

Reacción 1. El analista llega a convertirse en un objeto idealizado (y


hasta mitificado), en un «padre» o una «madre» exclusivamente
«buenos».
Reacción 2. El analista se convierte en un objeto gratificante.
Reacción 3. El analista aparece como un objeto degradado.

La reacción 1 se prolonga en forma de sumisión plena al objeto percibido


como «absolutamente bueno» y, por lo tanto, demasiado elevado e
inasequible, que ya no puede encarnar ulteriores y sucesivos aspectos
negativos (que también han de proyectarse y ser así translaborados), con lo
cual el paciente se instala en una relación transferencial exclusivamente
positiva, pero paralizante, y el analista puede convertirse en objeto
persecutorio.

Es más, si el paciente llega a atreverse a agredirle simbólica y verbalmente (o


en su interior), esto no puede menos de despertar en él una intensa
culpabilidad, que le hace regredir o detiene el proceso. De todos modos, el
analista se ha vuelto objeto persecutorio (por la culpabilidad que despierta) y
el proceso terápico se estanca en un impasse.

La reacción 2 desemboca en una constante demanda de gratificación física, y


ésta a su vez, o conduce al despliegue de una estrategia ambivalente para
hacerle entrar en su juego, o desencadena un acting en sesión, pero dirigido
directa y físicamente contra el analista, por ejemplo, agrediéndole y tratando
de dominarle o de destruirle al negarse a satisfacer su demanda.

La reacción 3 supone la anulación más o menos definitiva del influjo


transferencial, el «embotamiento» del filo analítico del terapeuta y el final de
las posibilidades de terapia con él. Y esto siempre se debe a haber entrado en
el juego del o de la paciente, al no ofrecer la consistencia y solidez
suficientes, e inconscientemente deseadas (en esta ambivalencia de
sentimientos), para poder confiar y apoyarse transferencialmente en él.

Un analista que accede a las demandas de gratificación física de la paciente,


convirtiéndose así en su amante o en su cómplice, un analista que cede (el
ceder, de un modo o de otro, suele ser la causa de la degradación) a las
veleidades del paciente y se deja «torear» por él, ya en el cambio frecuente de
horas de la sesión, ya en la postura, ya en prestarse a recibirle a deshora y
fuera del lugar habitual (en el domicilio del analista), o a hacerle compañía
fuera de las horas laborables; o en prolongar ilimitadamente las sesiones, a
capricho del paciente, etc., se convierte en un juguete, en lugar de ser una
instancia firme y definida de referencia (positiva o incluso negativa:
superyoica, autoritaria, paterna, etc., que también necesita proyectar el
paciente).

La dificultad reside en el hecho y en la necesidad de prestarse a encarnar


roles y fantasmas parentales, en la necesidad de ser capaz de reproducir
relaciones infantiles, en la necesidad de ser positivo, tolerante, «bueno» para
el paciente, y, sin embargo, sin perder un mínimo de prestigio, de
consistencia psíquica propia, de reserva (fundamento de ulteriores e
inesperadas expectativas del paciente) 170, de estilización sobria, de contenido
propio y de tensión dialéctica, elástica pero vertebrada, frente a las
pretensiones infantiles, desorbitadas, defensivas y simbólicas, del paciente. Si
no, no es posible que pueda cumplir su función primordial de organizador
psíquico de su juego de afectos desajustado.

170 En la relación terápica, tanto como en todo tipo de relaciones


sociales y amistosas, nunca conviene entregarse de tal modo que el
interlocutor o el partenaire «toquen fondo» en nosotros, y esto no sólo
por nuestra propia conveniencia, sino por la de ellos.

Las personalidades que son capaces de alimentar la «ilusión», la


estima, el interés y la admiración de los demás hacia ellos (aunque se
trate de sus cónyuges, colaboradores íntimos, familiares o amantes),
son aquellos que no se «desfondan» en la relación ni llegan nunca a
hacer patentes sus mecanismos, sus miedos, sus gustos o sus
posibilidades últimas, de modo que el otro las domine y conozca a
fondo; es decir, que no muestren sus debilidades, ni siquiera en el seno
de la más íntima confianza.

Quien dentro de una relación amorosa profunda se entrega hasta ese


punto de que su pareja «lee» con toda claridad en su fondo psíquico,
como si fuera un niño, aunque siga siendo querido, hará perder quilates
a este cariño, que se convertirá de admirativo e ilusionado en
meramente compasivo, y desde luego expuesto a que otra personalidad
más dotada o más reservada («misteriosa») le gane a la pareja.

Se trata de esos casos conflictivos en que la pareja reconoce que su


partenaire es «demasiado bueno», no le da motivo alguno de disgusto,
etc., y que le «quiere de verdad», pero que, sin embargo, se siente más
atraída hacia otro tipo más duro y más reservado.

A estas personalidades queridas, pero de algún modo degradadas, se les


llega a tener como un objeto doméstico de primera necesidad, pero
prosaico e impresentable, del cual no se enorgullece su propietario,
aunque si le faltase le resultaría a éste una pérdida irreparable. Pues
cada uno se enorgullece y se interesa por aquello que, habiéndole
resultado accesible de algún modo, ofrece todavía y siempre una cierta
dificultad y una promesa de ulteriores descubrimientos y
enriquecimientos imprevisibles. El orgullo en la amistad resulta de
haber tenido acceso a una intimidad difícil, de poseer lo que otros
desearían y no pueden; mas para conservar esta conciencia ha de
percibir, el mismo que se siente aceptado y admitido a la amistad, una
cierta inaccesibilidad última en aquello mismo que posee.

Esto ya lo advierte muy lúcidamente nuestro Gracián en su Oráculo


Manual (sentencias III y V) y passim en sus demás obras, cargadas de
clarividencia prudente y práctica.

Pero esto que vale para la amistad y el amor de pareja, mucho más
tiene que influir en la relación transferencial, en la que el prestigio del
terapeuta resulta esencial para la eficacia.

En este mismo sentido va la contraindicación de relacionarse con el paciente


fuera de las sesiones o con su familia. Como se practica por algunos la terapia
de grupo familiar, creen los principiantes que se puede y debe mezclar lo uno
con lo otro, en parte buscando un cierto apoyo en la familia, apoyo que no
van a encontrar, sino todo lo contrario.

No cabe duda de que cuando se trata de niños, como dice Jung, no hay más
remedio que tratar de modificar las relaciones de la pareja entre sí y con los
hijos, pero esto es una limitación impuesta por la dependencia esencial,
psíquica y social, que el niño tiene todavía en relación a sus padres o
educadores, mas no es en modo alguno el ideal.

La terapia de grupo familiar es, por su parte, otro tipo muy distinto de terapia
y no tiene que ver con la diálysis individual; por lo tanto, no debe haber
«contaminación» ni eclecticismo, que en cambio puede y debe haber entre la
diálysis individual y el Psicodrama; pero es que, mientras el Psicodrama no
hace sino movilizar controladamente las pulsiones y los afectos del paciente
(hacerlas abreaccionar o incluso hacer acting), las relaciones con la familia
pueden introducir elementos conflictivos y críticos, incontrolables en la
relación transferencial. He aquí los distintos modos de ejercerse el influjo
perturbador de los mismos al darles entrada en la relación y en el ambiente
terápico:

—Enfrentamiento con el grupo familiar (o con la persona) causante u


ocasionante del desajuste del paciente, y que puede dar lugar a una hostilidad
del grupo contra el analista, que no dejará de influir negativamente en la
relación transferencial.

—Enfrentamiento con el paciente, que temerá la «alianza» del analista con el


grupo perturbador y llegará a fantasear toda clase de complicidades a sus
espaldas.

—Dar ocasión a un intento de ganarse al analista en contra del paciente, que,


si se hace fracasar, provocará la hostilidad y el resentimiento del grupo que
procurará separar al paciente de su analista.

—Suministrar, al mostrarse y al tratar con el grupo, elementos de


criticacontra sí. Suponiendo, como hay que suponer siempre, los celos de la
madre o del padre (o de personas equivalentes: hermanos mayores, cónyuge,
etc.) hacia el analista, aguzarán su percepción de los defectos, reales o
imaginados, del mismo, para montar su batería crítica y minar, en la
intimidad familiar, la confianza transferencial del paciente.

—Exponerse a ser lastrado por el grupo con una serie de responsabilidades y


deberes hacia el paciente, que no son propios de la relación terápica, o que,
aun perteneciendo a ella son exagerados por el grupo (el analista tiene la
obligación y es responsable de que el paciente se comporte con normalidad,
cese en sus excentricidades, sea puntual y aseado, sea respetuoso, etc.):
llegando a convertirle en un educador y en un celador del orden doméstico de
parte del paciente. Y si no lo aprecian así, será negativizado y hasta
eliminado como terapeuta.

—Dar entrada en la relación terápica a elementos ajenos a ella y que han


venido siendo agentes perturbadores en la vida del paciente, y ello sin la
suficiente distancia simbólica. De modo que el paciente pudiera llegar a
establecer una «alianza» con ellos para resistir al analista.

—Hacer imposibles las proyecciones transferenciales de las imagines


parentales, al poder ver físicamente el paciente al analista junto a sus padres,
dificultándose así la distancia y el clima simbólico.

—Mezclar los planos real-familiar y dialytivo-simbólico —y ello sin


posibilidades de control, pues el grupo familiar rebasa con mucho las
posibilidades del analista de modo que se haga imposible el mantenimiento
del «como si», simbólico y desinhibidor, de las sesiones.

Hay que tener, ante todo, en cuenta que ni el paciente quiere


(inconscientemente) cambiar y salir de sus defensas e instalaciones
familiares, ni su familia quiere que se independice; por lo tanto, el dar
ocasión a que se unan (literal y físicamente) frente al analista es reforzar el
aparato defensivo y suministrar un apoyo inesperado a las defensas del
paciente. El análisis puede sólo mantener la competencia con el grupo
familiar, si la entrevista o sesión supone un «paso de umbral», un acceso a
otra dimensión, un «como si...»; pero si el paciente llega a percibir en el
mismo plano de realidad al grupo familiar (pareja parental o persona
influyente en él) y al analista, su inconsciente, sin remedio posible, optará por
el grupo familiar (o persona influyente de él), pues su neurosis suele proceder
precisamente de este influjo avasallador y de la vinculación inconsciente que
lo hace posible: el analista aparecerá repentinamente ante su percepción (en
una especie de falso «insight»), como un intruso en la intimidad familiar y un
perfecto extraño que no puede comprender la densa atmósfera biográfica y
afectiva tejida año tras año entre sus componentes. Realmente, en este
contexto, el analista no tiene nada que hacer.

Y si, por casualidad, acierta el analista a aparecer como muy «integrado» en


el grupo familiar y da la sensación de una estrecha colaboración con él (con
la única e inmejorable intención de «ayudar al paciente»), entonces se
convierte automáticamente en aliado superyoico y castrativo de los aspectos
terribles y negativos del grupo familiar y, por lo tanto, en objeto persecutorio.

Cosa distinta es la terapia de grupo familiar (como la escuela de Pichon-


Rivière, de Berman, Liendo y Kalina la practican). No se trata de terapia
individual, sino que el «paciente» es el grupo mismo (lo cual no impide que
en el grupo destaque un verdadero paciente individual, el «líder emocional» o
chivo expiatorio del grupo, al cual haya que ayudar especialmente, e incluso
tratar en terapia individual posteriormente). Aquí se trata de patentizar y
translaborar las relaciones complejas y multilaterales del grupo y no se pone
en peligro ninguna relación transferencial con un miembro determinado.

En general, debe decirse que cuanto menos trato tenga el paciente con el
terapeuta fuera de sesión y menos se impliquen elementos extraanalíticos en
la relación mutua, con mayor seguridad y mejor se podrá translaborar el
material analítico y se podrá vivir la transferencia171. De aquí que la diálysis
de parientes, de la pareja o de íntimos amigos del propio terapeuta resulte
absolutamente impracticable.

171 Se nos ha dado el caso de tratar dialyticamente alumnos nuestros o


sujetos que conocíamos fuera de la relación analítica y que, por razones
económicas al menos, por ejemplo, por ser trabajadores o
económicamente débiles, no pudimos enviar a otros terapeutas; su
terapia fue posible y llegaron, a veces con rapidez, al final positivo de la
terapia. Pero hubimos de luchar casi siempre y a veces repetidamente
(dentro del mismo caso) con las interferencias de la actividad docente,
de lo que conocían de nuestro carácter y biografía por habernos tratado
anteriormente, de lo que oían decir en los pasillos de la Universidad
(positivo o negativo), y todo esto hubiera sido mucho más práctico y
seguro evitarlo. Un caso, incluso, hubimos de dejarlo exclusivamente
por estas razones, pues parecía inútil esforzarse en proseguir, dada la
serie de defensas que constantemente montaba a base de lo que conocía
y oía fuera de las sesiones.

Tratar sujetos a quienes se conoce ya (y que nos conocen) y con los que
hay que tratar en otros contextos puede ser un mal menor y forzoso,
pero nunca es el ideal.

El analista no debe presentar rasgo alguno particular, en cuanto sea posible,


que pueda darle un aspecto determinado y característico para el paciente172.

172 En un par de casos, el hecho de ser profesor universitario


constituyó un obstáculo muy serio para la dinámica transferencial.

Si el aspecto y las cualidades que muestra son de carácter positivo, ello puede
fomentar una «transferencia amistosa», pero entorpecer el establecimiento de
una transferencia verdaderamente terápica y efectiva, que implica la
posibilidad de proyecciones negativas sobre él. Y si son de carácter negativo,
ya se comprende los obstáculos que pueda crear al establecimiento de una
transferencia positiva, y el refuerzo de las defensas y resistencias que pueda
suponer.

A veces, incluso, cualidades que en sí son muy positivas pueden convertirse


en pábulo de resistencias. Y esto por una doble razón:

a. Una personalidad demasiado cualificada (sublimada, idealizada o


poderosa, etc.) puede resultar demasiado inaccesible y lejana para un
paciente depresivo y autodevaluado; el cual, desde luego, no podrá, o
tendrá que vencer poderosas resistencias para proyectar sobre él e
investirle de roles, figuras y aspectos negativos.
b. Cualidades positivas, pero ajenas al ambiente o a las pautas que
frecuenta el paciente, pueden chocar demasiado con su sensibilidad y
ser, en el fondo, tenidas como negativas (a niveles sub- e inconscientes)
o sugerirle que el analista se halla incapacitado para comprenderle y
empatizar con él.

Así, un terapeuta que mostrase gustos refinados, a juicio del paciente, o un


alto nivel de vida, o una procedencia social elevada (o viceversa), aparecerá
irremisiblemente como ajeno, incompatible y hasta como adversario social, a
pacientes de otros gustos y de otra extracción. O un terapeuta de la misma
extracción y de los mismos gustos, puede aparecer al paciente como
demasiado devaluado (pues él devalúa lo suyo) e incapaz de «elevarle» a
niveles más altos.

Cualquier carencia o abundancia en la biografía del analista puede convertirse


con toda seguridad en base para una devaluación, un sentimiento de lejanía y
de incapacidad, o simplemente de una incapacidad de empatía, y, en general,
de una resistencia. Pues nunca debe olvidarse, como ya hemos repetido, que
el paciente inconscientemente no quiere cambiar, y su inconsciente aprovecha
el menor elemento para anular la transferencia y el influjo terápico.

El paciente, cuando protesta que quiere «curarse», lo que está diciendo es que
desearía quitar los síntomas molestos, pero a ser posible sin cambiar de
estructura de personalidad ni de instalación infantil y defensiva en su
realidad, y sin perder las vinculaciones parentales y superyoicas que le
protegen.

Nada digamos del alejamiento y distancia insalvable que puede crear la


comprobación de que el analista profesa una ideología determinada, si resulta
disonante de la ideología del paciente.

Así que se puede sentar el principio práctico siguiente: para poder reflejar y
representar todo lo que el paciente en él proyecte (positivo o negativo) y para
que ningún elemento extraño venga a distanciarle de él y a perturbar la
cercanía transferencial, conviene que ninguna peculiaridad concreta del
terapeuta se filtre o venga de algún modo a ser conocida del paciente:
biografía, relaciones y extracción social, gustos, estado civil, número de
hijos, régimen de vida, posición económica e ideología (política, religiosa,
ética o filosófica).

Por lo tanto, no sólo toda relación (y visita domiciliaria del paciente al


analista) fuera de la terapia deben ser cuidadosamente evitadas, sino que las
personas que rodean al analista y atienden a los pacientes fuera de la sesión
(recepcionistas, auxiliares, etc.) deben imponerse la obligación —de ética
profesional— de no hacer comentario alguno ni dejar filtrarse nada, a través
de su conversación con los pacientes, que al analista se refiera, ni positivo ni
negativo (a no ser que éste les aconseje, como Rosen, crear en el paciente una
imagen positiva de él por alguna razón concreta y de manera metódica y
canalizada).

Igual prudencia hay que emplear en cuanto a las intervenciones


interpretativas dentro de la sesión, y a la sazón u oportunidad en hacerlas.

Por interpretación se vienen entendiendo en la bibliografía diversos tipos de


intervención, no sólo la hermenéutica de sueños, imágenes, fantasías y deseos
o demandas. Algunos autores expresan bajo este término todos los
comentarios hechos por el analista; otros, solamente aquellas intervenciones
verbales hechas en orden a producir «insight», algunos lo extienden a las
inferencias del analista acerca del significado de lo que el paciente comunica
o hace. Nosotros, con Greenson, opinamos que por «interpretación» debe
entenderse exclusivamente las clarificaciones y las confrontaciones del
material significativo. Freud, en El análisis profano (Die wilde Analyse,
1926) lo entiende como la comunicación dosificada, al paciente, de todo
cuanto se trate.

No nos parece, en cambio, que las instrucciones dadas al paciente para


mantener su discurso en un marco analítico, o las preguntas para suscitar
material y el discurso preparatorio, para que la interpretación propiamente
dicha sea eficazmente asimilada por el paciente, puedan considerarse como
«interpretación».

En cuanto al contenido, hay intervenciones interpretativas que son verdaderas


construcciones hipotéticas de la vida temprana del paciente al hilo del
material significativo y que se pueden considerar marcos modélicos de
referencia. Hay, en cambio, otras que son directas, a propósito de los
símbolos o de elementos de contenido. Y, finalmente, hay otras que podrían
denominarse «funcionales»:

Interpretación de estrategias, resistencias y defensas del paciente.


Interpretaciones de aspectos de la transferencia y de los momentos y
reacciones dentro de la relación transferencial.
Interpretaciones del significado, posición semántica y función de las
etapas del proceso mismo, de la fase en que el paciente se encuentra y de
la interrelación de los estados de la libido173.

173 La libido puede hallarse reprimida, fijada, desviada, ligada


transferencialmente al analista y en estado de abreacción inicial. En el
primer estado es ignorada, no se advierte directamente su actividad y
sólo se perciben efectos indirectos, como angustia o presiones. En el
segundo, se advierte una vinculación insuperable y poco elástica (o
incluso obsesiva) a un objeto infantil. En el tercero, una fijación cuasi-
obsesiva a un objeto simbólico o impropio. En el cuarto una vinculación
mitificadora (positiva y también negativamente: objeto persecutorio) del
analista. Y, finalmente, en el quinto estado, una movilización y una
recuperación de objetos con cese de la angustia o de las tensiones.

Todavía Strachey distingue las interpretaciones que él denomina mutativas


por el cambio que suelen producir en el status de las energías reprimidas, al
impactar al Super-Yo y a sus barreras.

A veces, las interpretaciones, cuando el curso terápico ha transcurrido ya


durante algún tiempo, inducen procesos de pensamiento y representaciones
adventicias en los recuerdos infantiles, que ya no aparecen en su pureza
original sino algo más elaborados; esto no los hace menos eficaces, sino tal
vez más (por ejemplo, por haber perdido su poder de fascinación infantil
negativa y poderse percibir ya en un contexto de más dimensiones y puntos
de referencia), pues no interesa obtener una reconstrucción histórica de lo que
realmente fue, sino de «.hacer insight» y de abreaccionar gracias a lo que, de
hecho y emocionalmente, se percibe en la actualidad, a propósito de lo que
realmente fue174.

174 Es el mismo fenómeno que se da en la Historiografía con la


relación entre Historia Primera e Historia Segunda, o Geschichte e
Historie: lo que realmente sucedió y el resultado de la fusión de esto
con la reflexión posterior acerca de los hechos reales (interpretados por
sus protagonistas, además, y por los informadores inmediatos de los
mismos). Todo tiene su valor propio y la Historia nunca puede reducirse
a los hechos en si escuetos, sino que encierra una dosis imponderable
de interpretación y de reflexión posterior.

La oportunidad y modo de las intervenciones interpretativas del terapeuta


pueden reducirse, en orden al problema de sus contraindicaciones, a las
proposiciones siguientes:

Intervenir lo menos posible.


No añadir nuevo material al dado por el paciente, subrepticiamente
envuelto en la interpretación.
No intervenir sino en sazón, brevemente y cuando el paciente parezca ya
preparado a recibir el mensaje interpretativo.
Dosificar el contenido de la interpretación.
Cuando no esté dispuesto el paciente, irle preparando lentamente a
asumir un determinado mensaje interpretativo.
A ser posible, dejar que él mismo lo deduzca, llegado el momento
(mayéuticamente), y ello equivaldrá a «hacer insight».
Salvo que, por razones muy específicas, convenga producirle un shock
emocional poniéndole abruptamente delante de algo que él mismo se
viniese resistiendo a dejar traslucirse. Pero esto sólo sería factible si se
ha venido advirtiendo en él una «mala fe» que le lleve a no quererse dar
abiertamente cuenta de lo que ya, de algún modo, ha percibido o incluso
concienciado.

Si al paciente se le ofreciesen interpretaciones que no estuviera preparado


para recibir y asumir, no se conseguirá sino rechazo por su parte, montaje de
nuevas resistencias (hasta incluso abandonar la terapia, si la angustia
desencadenada por la interpretación se le hiciera intolerable) y convertirse el
analista en objeto persecutorio, con detrimento de la buena transferencia. El
ideal es colocar al paciente siempre en el «disparadero» para que su propia
capacidad de interpretar funcione, si bien apoyada y orientada, en cuanto
fuere necesario, por la acción del analista.

Y, en general, el terapeuta nunca debe ofrecer frente ni oponerse


abiertamente al paciente, haciéndose objeto de su agresividad de modo
directo, pues ello, en virtud de la relación transferencial, produciría
sentimientos intensos de culpabilidad y, de nuevo, convertiría otra vez al
analista en objeto persecutorio.

La táctica perfecta es devolver siempre al paciente su mensaje invertido:


todo, agresividad, afecto, o palabras, resbala sobre el analista (que no se deja
implicar) en forma de cuestiones que devuelven al paciente el reflejo fiel
(pero ya de algún modo interpretativamente clarificado) de su propio mensaje
inconsciente. Podría llamar a esta táctica, «actitud raqueta».

En cuanto a la eficacia y al contenido de la labor asuntiva (simbólica e


interpretativa) dentro de las sesiones, hemos, finalmente, de poner de
manifiesto dos puntos importantes, programáticamente expuestos (pues ya
hemos insistido en ellos en otros lugares):

A) Contra lo que algunos tienen costumbre de «aconsejar» (y en una terapia


analítica auténtica no se puede aconsejar nunca), lo que se haga fuera de
sesión y sin la presencia del terapeuta carece de valor, sobre todo en materia
de fobias, angustias y perturbaciones de carácter sexual: lo que se hace, por sí
mismo nunca supera los mecanismos inhibidores, sino que éstos se superan y
se integran exclusivamente mediante la asunción emotiva e integradora, a
veces exclusivamente simbólica, y mediante la elaboración fantasmática de
aquello que ha provocado el montaje de los mecanismos inhibidores o
perturbadores175.

175 Hemos curado a un impotente en cinco semanas totalmente (y ya


lleva cuatro años curado y sin recaídas) con sólo analizar sueños y
recuerdos, cuando él había intentado varias veces, antes del análisis,
estimularse y ponerse en situaciones eróticas (durante seis años) sin
conseguir el menor efecto.

B) Aunque la inmensa mayoría de los analistas insisten, al comienzo (y


algunos también al final) de la terapia, en las relaciones edípicas con la
«madre», hemos podido comprobar en nuestra práctica que la imagen del
padre tiene tanta o mayor importancia, en el pasado del paciente, que la de la
madre (y aun cuando el paciente no haya convivido nunca con el padre real,
su ausencia también se presenta cargada de consecuencias, y más su
sustitución por otro hombre) 176.

176 Pacientes cuya madre ha convivido con diversos hombres


(parientes, huéspedes o cónyuges) después de perdido el padre del
sujeto, presentan una intensa y muy típica desorientación de
personalidad, en su autoidentificación y en sus relaciones sociales, que
no presentan los sujetos que perdieron tempranamente a la madre.
En estos últimos, la carencia de la madre ha producido efectos muy
concretos y clásicos, mientras que en los primeros los efectos son más
difusos, pero más generalizados, perturbadores y difíciles de superar.

La fase del Edipo pasivo con sus fantasías inconscientes de pedicación,


aunque de muy breve duración, es decisiva para la evolución de la
personalidad y puede dejar huellas muy perturbadoras de la emotividad del
sujeto y de sus relaciones sociales, por su influjo (activador, inhibitorio,
modulador o reforzativo) del componente homosexual, causante siempre de
deseos y de miedos suplementarios e inconscientes hacia si mismo, hacia la
sociedad (temores, obsesiones y fijaciones paranoides) y hacia lo sexual y
libidinal, que entorpezcan notablemente el proceso asuntivo y abreactivo, e
incluso el establecimiento de una buena relación transferencial177.

177 Sobre el tema del Edipo pasivo o «fase de pedicación», de sus


efectos y de su transcendencia, confróntese nuestra obra Raíces del
conflicto sexual (Madrid, Guadiana, 1976).

Podemos decir que han sido muy escasos los pacientes masculinos que no
hayan experimentado reacciones fuertes, inquietantes, anómalas, activadoras
de asociaciones y de emergencia de material, o abreactivas, al aludírseles el
tema del padre y de sus relaciones infantiles con él.

Al terminar este proceso de observación sistemática de los componentes y


registros de la personalidad, un punto queda claro: su densidad y variedad
cualitativa. Y si el sujeto humano, que acude a la consulta a tratarse de sus
desajustes y perturbaciones psíquicas, es así, como hemos visto confirmado
por el material emergido, las reacciones conducíales y los mecanismos en
acción, hay que tratarle terápicamente de acuerdo con esta densidad de
recursos y de elementos y podría resultar hasta profesionalmente injusto (por
ir en contra del contrato terápico) operar sobre la base de una modelización
esquemática y pobre en dimensiones y registros de personalidad, que no
responde a la naturaleza del psiquismo del paciente, por un escrúpulo de
«cientificidad» extrapolada (y hasta anacrónica), cuando éste lo que exige es
que se compulsen y empleen a fondo todos los recursos posibles para su
curación, sean ortodoxos o no lo sean. Pero si se parte de unos presupuestos
irreales, no pueden seguirse sino resultados muy parciales cuando no
absurdos.
Freud y su escuela no hicieron más que iniciar el descubrimiento de esa
densidad psíquica del sujeto humano y construir los primeros modelos, muy
insuficientes y rudimentarios todavía, para su positivación y utilización
práctica. Pero sus investigaciones se han hecho ya irreversibles y han venido
a constituir una nueva fase crítica para desvelar los resortes de la conducta,
individual y colectiva, en todas sus manifestaciones prácticas y en todos sus
productos teóricos.

En realidad, hasta nuestro siglo, se ignoraba casi todo acerca del psiquismo,
sus elementos y sus reacciones, pues desde los griegos se habían venido
enfocando los procesos humanos a través de un sistema categorial de
experiencia manual, de physis y de «cosas» (ousía), extremadamente
inadecuado, pero que, a pesar de tanto esfuerzo por superar la metafísica
griega, a pesar del humanismo cristiano y a pesar de las «Luces», sigue
lastrando el cientifismo actual, el organicismo y el positivismo del XIX y el
conductismo de que hemos tratado en los primeros capítulos de esta obra, que
parece representar el último esfuerzo de mantener en vigencia ese modo
extrinsecista y cósico de categorizar los procesos psíquicos.

Gracias a Freud y a su influjo ha sido posible superar, en el plano de la


investigación psicológica, lo griego y medieval (en lo cual siguen
dogmáticamente anclados sin sospecharlo los cientifistas. Y no lo sospechan
por su ignorancia de los sistemas filosóficos que subyacen a toda concepción
científica, pues también se permiten despreciar la reflexión filosófica) y
construir sistemas de categorías propias de lo psíquico, capaces de reflejar y
de positivar su compleja densidad. Mas al descubrir esta peculiaridad de lo
psíquico se ha puesto también de manifiesto que las perturbaciones psíquicas
son perfectamente curables y no participan de la irreversibilidad de lo
orgánico, sino de la elasticidad retrociclativa de lo mental, mediante las
técnicas y el manejo de registros psíquicos aquí expuestos.

La razón de tal ampliación del campo de la psicoterapia es obvia: hasta este


siglo no se disponía de las claves propias de esta clase de procesos, sino
incluso al contrario, las claves de que se disponía calcadas de otras
experiencias y de otros niveles, más bien, por su equivocidad, desviaban de
los procedimientos adecuados para un tratamiento eficaz. Pues no es posible
ejercer una eficacia técnica sobre un tipo de objetos o de procesos si se
desconoce radicalmente su naturaleza. Y el desconocimiento del entramado
psíquico del sujeto humano era completo (y algunos todavía se empeñan, en
nombre de la ciencia, en que se siga operando en el desconocimiento de lo
que verdaderamente hace al caso).

Esperamos que esta obra sirva para demostrar la existencia (o en el peor de


los casos, la probabilidad) de las reservas de energía y de transformación (o
posibilidades de intervención eficaz) que todavía ofrece el psiquismo humano
en orden a su ajuste, su promoción y su potenciación; pues según los
resultados prácticos aquí expuestos y los elementos descubiertos y
sistematizados, no sólo se hace posible curar (es decir, ajustar lo
desorganizado y mal impostado en la personalidad), sino además amplificar y
perfeccionar el funcionamiento sano o normal del hombre hasta grados que
difícilmente pudieran sospecharse.

Sólo se requiere asumir, tomar en seria consideración y poner en práctica lo


propio y peculiar del psiquismo, de las ciencias humanas, de sus métodos y
técnicas específicas, sin pretender mimetizarse extrínsecamente en algo que
no se adapta a lo humano.

Si se trata de investigar y de potenciar lo humano y una concepción de la


ciencia o un método no sirve para ello, peor para esa forma de hacer ciencia y
para ese método: la necesidad objetiva prevalece, y habrá que arbitrar otro
modo de hacer ciencia y otros métodos, para que el hombre (el objeto
humano del saber) se beneficie de ellos, pues no se ha hecho el hombre para
la ciencia, sino la ciencia para el hombre.
APÉNDICE
CONTRASTES DEL DESEO

Los impulsos son básicos e indiferenciados (Eros, Bía y sus derivaciones de


narcisismo, proyectividad, posesividad, destructividad y reiteratividad), los
afectos aparecen ya demasiado concretos, anecdóticos, determinados por cada
momento situacional y no tendenciales; entre ambas franjas de dinamicidad
psíquica actúan los deseos como dinámica vertebral del psiquismo humano,
en la que los impulsos básicos se modulan y determinan, referidos más
ceñidamente que en su estado naciente a objetos reales o fantaseados, y los
afectos se constelan tendencialmente y se decantan en actitudes y en modos
de hallarse en situación.

Los deseos, como dinámica vertebral del psiquismo humano, impelen, tensan
y hacen capaz de motivación, definiendo sus indigencias, la vida personal en
su más concreta trayectoria e incidencia en el entorno mundano. El psiquismo
humano, en cuanto práxico, siempre se halla dinamizado o impelido por el
deseo, que puede ser no realizativo, si concreta impulsos parciales (y se halla,
por lo tanto, referido infantilmente a objetos fantaseados), o realizativo, si
totaliza impulsos mutuamente integrados y referidos a objetos reales. El
deseo no realizativo resulta parcial o totalmente obsesivo, el deseo realizativo
o integrado no es nunca obsesivo.

Las demás especies zoológicas carecen de deseos propiamente dichos; se


hallan dinamizadas por impulsos y envueltas por afectos indiferenciados o
confusos, pero falta en ellas el estado intermedio del deseo, que representa
una modulación proyectual de los impulsos y la base orientativa y
determinante de los afectos. Y el proyecto ya es una manifestación
específicamente humana, pues implica una precomprensión de las metas
existenciales, una autoimagen del sujeto, unas opciones selectivas de
posibilidades (precomprendidas) y una capacidad de anticipación
formalizativa de una praxis, operaciones todas netamente humanas, por
elemental e indiferenciado que sea su estado.
El deseo viene orientado y determinado por el proyecto, aunque todavía
posee la espontaneidad pulsional del impulso (y, en algunos casos, el poder
avasallador de éstos); mas en su determinación ya intervienen factores
representacionales, símbolos, opciones y metas, nada de lo cual se da en el
psiquismo animal no humano, o no en el grado y sistematización con que se
da en el animal humano. A su vez, el deseo orienta y determina la derivación
de los impulsos y canaliza hacia objetos y metas su poder avasallador, de
modo que el sujeto humano equilibrado y en uso de sus determinaciones
conductales, nunca se ve, como los demás animales, arrastrado por el impulso
y exclusivamente determinado en sus respuestas por el asedio estimular del
momento ni obnubilado por el envolvimiento afectivo (salvo en situaciones
límite) hasta el punto de comportarse mecánicamente en forma de mera
reacción (positiva o negativa) a factores puros estimulantes o inhibitorios de
los impulsos.

Esto sería imposible si impulsos y estímulos (positivos y negativos) se


enfrentasen de modo inmediato y abrupto mutuamente, sin el amortiguador
del deseo, en que el impulso se exterioriza y conciencia en función de una
precomprensión incipiente de metas, medios y valores. Sin embargo, el deseo
da lugar a ciertas paradojas y produce perturbaciones en la conducta, como
hemos de ver en este apéndice, que no se observan en la conducta animal
pura, mucho más certera que la humana en la prosecución mecánica de sus
metas biológicas y adaptativas, pero también mucho menos apta para superar
las limitaciones de sus mecanismos adaptativos.

El conductismo no ha dado entrada en su concepción sistemática de la


conducta al deseo, como un determinante básico de la misma; más bien ha
vaciado al psiquismo de su dinamicidad más típica, atribuyendo la iniciativa
dinamizadora al estímulo externo (y cuando no sea externo al sujeto, por lo
menos es externo al movimiento y al proceso psíquico mismo, que no parece
capaz de autodinamizarse o de autodeterminarse si no es motivado o atraído
por un estímulo).

Lo que, como ya hemos dicho en el capítulo 1 de esta obra, no hace el


conductismo (ni el tomismo tampoco) es explicar el poder de solicitación del
estímulo (que es vario y cambiante según los sujetos y las situaciones) y la
capacidad de dinamización y de respuesta del psiquismo humano (que puede
recibir la solicitación del estímulo de modos muy diversos y responder
adaptativa o desadaptativamente a él y que, incluso cuando responde
adaptativamente, puede adoptar fórmulas muy diversas y hasta
inconmensurables entre sí). Como decimos, no desciende ni remotamente a la
microestructura del fenómeno; a lo más, se habla de unas «expectativas» y de
unas «variables intermedias», pero que se siguen concibiendo como
extrínsecas a la capacidad misma de automovilización del psiquismo humano
(por eso, no es de extrañar que Skinner haya escrito una obra de vuelos tan
cortos y tan deshumanizadora como Más allá de la libertad y de la dignidad).

Todos olvidan o pasan por alto que los fenómenos de la movilización


conductal humana son algo tan complejo que, ni siquiera en sus aspectos más
superficiales, pueden ser estilizados en dos factores fundamentales ER;
olvidan también que el psiquismo puede autodeterminarse conductalmente y
automovilizarse en virtud de su propia impulsividad y de sus propias
tendencias proyectivas (aun sin estimulos extrínsecos); y olvidan también
que, previamente a todo contacto comunicacional con objetos externos y
estimulantes, el psiquismo humano se haya constituido por un haz de
pulsiones básicas y esencialmente dinámicas (unidas a «objetos internos»)
que se van modulando en forma de deseos autodinámicos y automotivadores,
que no sólo no requieren muchas veces de un «estímulo» extrínseco a su
propia proyectividad, sino que incluso son los que invisten a los objetos
externos de todo su poder estimular.

Desde esta perspectiva de unos impulsos básicos que por naturaleza tienden a
drenarse y extroyectarse dinámicamente y de unos deseos que los concretan
conductalmente, pero de modo que incluso, no pocas veces, es el deseo lo
que constituye al estímulo en tal proyectivamente y como un enganche
práctico en el mundo exterior al psiquismo, cambia radicalmente la
concepción de la conducta y del psiquismo. La «expectativa» del
conductismo viene a ser un pálido sustitutivo del deseo psicoanalítico, pero
siempre conserva ese carácter extrinsecista —«expectativa»— que requiere
un factor exógeno y objetal que la determine.

Tampoco se puede ignorar (o no integrar sistemáticamente) que en el


psiquismo todos los niveles, energías y procesos se hallan realmente unidos y
fusionados estrechamente, de modo que no es posible ni describir ni
comprender ni explicar ningún orden de procesos o de fenómenos,
adecuadamente, sin tener en cuenta los demás niveles o los demás estados de
la energía psíquica: no es posible, y lo hemos demostrado en otra parte, tratar
el nivel de la mente o de la inteligencia, sin manejar datos del nivel
inconsciente y pulsional, por ejemplo.

En la escuela del estructuralismo francés lacaniano, en cambio, es el deseo


una categoría fundamental; como fundamental es el juego entre el «deseo
inconsciente» y el «consciente», éste sería el esmascaramiento anecdótico del
primero, que «no tiene nombre» y que se produce más allá de la búsqueda o
solicitación de aquello que, articulando la vida del sujeto en sus condiciones,
poda este mismo deseo, en tanto socava su más acá al evocar, como búsqueda
incondicional de la presencia del Otro, la falta de ser de las tres figuras de la
nada que constituyen el fondo de la solicitación del amor, del odio y de lo
inefable (por ignorado).

Según Lacan, lo que habría de colmar el deseo-del-Otro sería propiamente lo


que no tiene, puesto que también al Otro, como al sujeto, le falta ser, llámese
«amor», «odio» o «ignorancia», que son «pasiones del ser» evocadas por toda
solicitación y de lo cual el sujeto se siente tanto más privado cuanto más haya
satisfecho la necesidad que radica en él (pues son evocadas más allá de la
necesidad) ; más aún, la satisfacción de la necesidad no aparece aquí sino
como un cebo o una trampa en que la búsqueda del amor encalla,
adormeciendo al sujeto «al dejarse hablar en él», pues el «ser del lenguaje es
el no ser de los objetos»: y el sujeto va a encontrar la estructura constituyente
de su deseo en el hiato (béance) mismo, abierto por los significantes en
aquellos que vienen a representar al Otro para él. De aquí el carácter
paradójico del deseo, por el cual se distinguiría de la «necesidad»: la
búsqueda del deseo apuntaría en sí a algo distinto de la satisfacción que
expresamente reclama y la relación primordial a la madre manifestaría
precisamente que ésta se halla grávida de ese «Otro» que se sitúa más allá de
las necesidades colmables; un «Otro» foco de satisfacción de esas
necesidades y que al mismo tiempo se halla investido del poder de privarlas
de aquello que únicamente puede satisfacerlas (experiencia castrativa); por
esto, la solucitación anula la particularidad de todo lo que puede ser otorgado
al deseo, trasformándolo sólo en mera prueba, y las satisfacciones se rebajan
a la calidad de opresión del amor mismo.
Así se produce la necesidad de que esa particularidad abolida se rehaga y
reaparezca más allá de la solicitación, conservando su estructura. Por eso, el
deseo no es ni el apetito de la satisfacción ni la búsqueda del amor, sino la
«diferencia» (Spaltung) que resulta de la «sustracción del apetito a la
búsqueda». En la relación sexual se explica lo que es en todo ello el
determinante: el sujeto, tanto como el «Otro», no pueden bastarse en su
significación (para cada uno de los componentes de la pareja), ninguno de los
dos son solamente sujetos de una necesidad, ni objetos del deseo, sino que
han de pasar a ocupar el lugar semántico de «causa del deseo». Quien desea
verdaderamente ir al encuentro del «Otro», como objeto del deseo, no halla la
satisfacción de su demanda, sino la «Voluntad del Otro», y ante ésta ha de
reificarse como «objeto», o darse por satisfecho con la voluntad castrativa
implicada en el «Otro» (narcisismo de la causa perdida): la castración
significaría que «el goce debe ser rechazado, para lograrse en la escala
invertida de la ley del deseo».

Pero el sujeto sería «un puro efecto del lenguaje en su realidad misma» y ésta
sería la «causa introducida en el sujeto», que por lo mismo no es causa de sí,
sino «portador de la causa que le divide» que es precisamente el significante,
sin el cual no habría sujeto real, pero que al serlo aparece solamente como «lo
que el significante representa». Así, ni el sujeto habla propiamente, ni se le
habla, sino que el Ello (le Ça) habla en él. Entonces el deseo, «socavándose
un cauce en el corte del significante» vuelve a una especie de fijación, que es
la que Freud atribuye al deseo inconsciente, negando al sujeto su deseo e
impidiendo que se sepa como «puro efecto de la palabra», es decir, como
exclusivamente «deseo del Otro», pero un «Otro» que es nada, así como el
sujeto también es nada, por lo tanto, se trata de un deseo de nadie y de nada,
esencialmente incolmable e inviable (y por eso fijativo y obsesivo): sólo el
lenguaje y su dinámica significacional crea la apariencia de una dialéctica de
satisfacciones de deseo.

En esta tendencia lacaniana tenemos el polo opuesto del conductismo y la


máxima complejidad, rayana en metafísica, por introducción también de
elementos ajenos al nivel propiamente dicho del deseo: el lenguaje. Tampoco
nuestra investigación va a orientarse por esta metodología: hemos partido de
unas hipótesis, hemos realizado una verificación concreta y empírica con 430
sujetos (de los cuales 210 eran aparentemente sanos y 220 obsesivos o
neuróticos en diverso grado) y hemos ido observando sus procesos de deseo
(864 en total) durante cuatro meses por lo menos, aunque 80 han sido
observados durante 41 meses. Todo lo consignado en las conclusiones de esta
observación bajo el epígrafe de constantes del deseo ha sido exclusivamente
lo que se ha verificado con una constancia que va del 96 al 100 por 100 de los
casos y de los procesos (las «constantes» obsesivas, en los obsesivos o
portadores de componentes obsesivos, y las no obsesivas, en los sanos).

La vida psíquica presenta un carácter constitutivamente dinámico, tendencial


y vectorio (no meramente representacional y que, por lo tanto, se concreta en
deseo, positivo o negativo, que orienta básicamente la selección y
constitución de estímulos y de posibilidades y la capacidad de motivación y
de estimulación del sujeto (quien no desea, no puede ser motivado ni
estimulado en aquel área en que no desea).

El deseo es, pues, la confluencia concretiva de pulsión, afecto y motivación


estimular y tendencial y capacidad de selección de objetos y de orientación
del impulso (autoidentidad dirigida) que el sujeto posee. Pues puede haber
deseos conscientes y diferenciados, modulados por el sujeto, y deseos
inconscientes (los más significativos para la diálysis), que obedecen a
impulsos fijativos, a fantasmas y deseos infantiles parciales no satisfechos,
que, bien en este estado o en el de una mayor diferenciación y madurez,
determinan y guían la vida psíquica y tendencial del sujeto, sin éste
advertirlo.

Por ejemplo, el deseo de posesividad o de lucro simbólico, el deseo narcisista


de brillo social y de afirmación simbólica, el deseo sadomasoquista de
autodestrucción o de pérdida constante de objeto, todo ello bajo un sistema
irreal de racionalizaciones, y todo ello motivado por la activación de
impulsos parciales no integrados.

Repetimos que los deseos pueden dividirse en compulsivos (debidos a


fijaciones infantiles arcaicas en «objetos internos» gratificantes o
persecutorios, pero parcializados). Obsesivos, debidos a fijaciones infantiles
menos arcaicas y no en «objetos internos», tendentes a satisfacer algún
«impulso parcial» ni integrado en un proyecto maduro; o deseos no
obsesivos, pero afectados de tales componentes. Y deseos integrados o
concreción modulativa de impulsos no parciales ni fijados en función de una
percepción adulta y evolucionada de objetos (motivaciones, metas, valores y
procesos prácticos de su realización).

Sin embargo, hemos podido observar que no es difícil el paso de un deseo no


obsesivo a obsesivo, pues detrás de los principales deseos puede estar un
«objeto» fantaseado que participe (o acabe participando) del carácter
«absoluto» de los objetos internos o de partes de los mismos.

Hemos observado también que los deseos siguen una curva evolutiva en la
que aparece un período ascendente en intensidad y en especificación del
objeto, unas interferencias, un riesgo de segmentación, una trasformación del
deseo por las vicisitudes de su satisfacción, posibilidad de un cambio de
objeto y la extinción del deseo, mas dejando huellas en la conducta. Todo ello
lo hemos podido reducir a principios y a constantes que, en su organización
sistemática, aclaran los fenómenos y las paradojas que se observan en la
economía de la vida tendencial, desiderativa y emocional, tanto de las
personalidades neuróticas como de las sanas.

Desde el 16 de noviembre de 1973 en que comenzamos, hasta el 1 de mayo


de 1977 en que dimos por concluida la observación de los procesos, al
confirmarse las hipótesis una vez más en el último proceso de larga duración
que veníamos observando, hemos seleccionado 430 sujetos,
aproximadamente la mitad equilibrados y adaptados y la mitad neuróticos,
que mostraban algún deseo definido que pudiera ser satisfecho, transformado
o incoado su satisfacción, aunque se frustrase, en un plazo relativamente
breve y definido (deseos demasiado difusos o a largo plazo, o demasiado
elaborados racionalmente, resultaban inservibles para el experimento).

La dificultad principal era determinar el tipo de deseo que había de hacerse


objeto de observación y la espontaneidad con que tenía que producirse (ya
que un «deseo» inducido y ordenado por el observador habría sido un
contrasentido, pues se trataba precisamente de organizar una observación de
la espontánea evolución de los deseos).

En cuanto al tipo de los deseos, elegimos los deseos menos elaborados por la
actividad consciente, más cercanos a los impulsos y en estado naciente,
buscando en cuanto fuese posible su variedad (así ha resultado que en un 73
por 100 se ha tratado de deseos de satisfacción erótica: el logro de la entrega
de un partenaire o el acceso a la intimidad de algún «objeto» claramente
deseado; en un 7 por 100 se ha tratado de un deseo narcisista: ser reconocido,
quedar por encima en una competición, obtener algún logro profesional; y en
un 15 por 100 ha consistido la observación en procesos de descarga de la
agresividad: realización de una venganza).

Preguntados los sujetos si experimentaban algún deseo concreto y


determinado el grado de concreción (en orden a su observabilidad) por
referencia a su objeto («objeto» propiamente dicho y tipo de satisfacción
pretendida), y comprobado mediante una batería de tests el índice de
neuroticismo del sujeto observado, hemos ido mediante entrevistas semanales
o, al menos, quincenales, siguiendo las vicisitudes de cada proceso y los
cambios de estado del sujeto, en una especie de Längsschnittanalyse, tal
como lo emplea H. Thomae. En un 19,7 de los casos la observación ha tenido
que durar prácticamente todo el tiempo destinado a la investigación en los de
deseo narcisista predominantemente).

Aunque la dificultad principal ha sido la de mantener sin influencias la


espontaneidad de los procesos, también ha supuesto dificultades la
observación microestructural del deseo y de las modificaciones de su
evolución, sin que apareciese ya filtrado interpretativamente por el discurso
consciente del sujeto. Para ello ha sido preciso recurrir a la capacidad de
comprensión «entre líneas» que las técnicas psicoanalíticas enseñan. El final
de la observación de cada proceso hemos considerado que llegaba cuando, o
bien el deseo obtenía su satisfacción concreta, o bien se transformaba
sustancialmente en otro, por cambio evolutivo del «objeto».

Si se considera que el número de procesos desiderativos es casi doble al de


sujetos observados, se comprende que en cada sujeto hemos podido seguir
dos procesos paralelos o consecutivos, generalmente atendiendo a deseos de
registro erótico y a deseos de registro agresivo o narcisista.

Por lo demás, nuestra observación no ha tenido lugar solamente en estos 430


casos (que sólo nos han servido para formalizar una observación
experimental, aunque no meramente en superficie ni acerca de objetos
sensorialmente perceptibles, al gusto de las vigencias actuales), sino que
procede, fue suscitada y ha recibido corroboración en los otros 100 casos que
hemos tratado como pacientes, en el decurso de nuestras relaciones sociales
(aunque no se tratase de pacientes) y en nuestra propia labor introspectiva.
Desde todas estas vertientes han recibido apoyo verificativo las hipótesis que
aquí presentamos.

Hemos podido formular cuatro constantes o, más bien, principios


fundamentales que rigen toda la dinámica de los deseos, y que se concretan
en las proposiciones siguientes:

I. Principio de la flotación del significante la articulación concretiva del


objeto del deseo no constituye el deseo en sí mismo, sino que éste se fija a un
significante determinado por circunstancias más o menos contingentes, en
virtud de su flotación significacional, propia y del significante mismo que lo
concreta, susceptible de mutación evolutiva.

II. Principio de la concreción del significante: el «objeto», que en un


principio es generalizado y vago, se va concretando progresivamente; el
mismo deseo va exigiendo cada vez más para su satisfacción; va dejando de
ser estimulado por determinados objetos o modos de darse un mismo objeto
(en los comienzos de su desarrollo se contenta con sustitutivos simbólicos
aproximativos del objeto, que se van devaluando sucesivamente y que le
estimulan sin calmarle), hasta que se va centrando en un objeto más
determinado y cada vez menos simbólico y aproximativo, que acaba siendo
muy determinado, tanto en sus cualidades como en el modo de darse, que
llega a anular a los demás (este principio que parece contradecir al anterior
es, en realidad, complementario de él y rige las fases del proceso desiderativo
subsiguientes).

III. Principio de la curva de intensidad y de las sustituciones incentivas: el


deseo sigue una trayectoria variable, por lo general ascendente, primero, y
descendente luego en su intensidad hasta extinguirse, pero puede seguir otras
vicisitudes, mitigarse e intensificarse alternativamente y oscilar entre la
fijación obsesiva y la aversión, pasando por el cambio de objeto.

IV. Principio de frustración del deseo: el deseo progresa en la búsqueda de su


objeto adecuado (pasando por las sustituciones incentivas iniciales), de no
sufrir una experiencia traumática que lo desvíe de su objeto o lo transforme
fijativamente, pero cuando llega a la satisfacción en su objeto adecuado,
descubre la inadecuación radical y última entre éste y su expectativa inicial.
Como secuencias de estos cuatro principios se han podido empíricamente
deducir las constantes siguientes:

1. Constante de la Satisfacción simbólica y de la Mutabilidad del objeto.


2. Constante de la Mitigación y del Incentivo.
3. Constante de la Saturación y de la Persistencia.
4. Constante de la Segmentación.
5. Constante de la Estereotipia y la Ciclicidad.
6. Constante del Nivel Determinante.
7. Constante de la Difusividad generalizada.
8. Constante de la Ataxia y la Obsesividad.
9. Constante del Espejismo, la Latencia del objeto y la Concreción de los
evocadores.

Expongamos más en particular el contenido de estas «constantes» o «leyes»


del deseo, que, como puede apreciarse, se refieren al modo de satisfacerlo, al
objeto y a la trayectoria del proceso de satisfacción:

1. El Deseo es algo más que un apetito momentáneo de disfrute objetal, éste


puede ser causado por un estímulo presente, o por un objeto determinado, el
deseo es más radical, más profundo y más generalizado; constituye una
tendencia o dinamización difusa del psiquismo que no aparece en un
principio determinado ab extrinseco por un objeto concreto (a lo sumo,
activado por un evocador concreto), sino más bien espontáneamente
movilizado en busca de su objeto. Como se ve (y ello desde la experiencia
concreta de los casos y de los sujetos y procesos directamente observados)
irreductible al esquema ER, que más parece una abstracción convencional y
cómoda que un resultado de la verificación empírica. El deseo y el
dinamismo espontáneo, intrínseco y constitutivo del psiquismo son, como
todo fenómeno real, algo mucho más denso en dimensiones, componentes y
vecciones, de lo que cualquier fórmula abstracta y dicotómica puede
expresar.

No es, pues, que un objeto real «estimule» una tendencia a «responder», sino
que un deseo inicialmente inespecífico, a lo sumo estimulado por aspectos
parciales y sustituciones incentivas de su hipotético objeto, no presente ni
actuante, sino buscado, va activándose y cerniéndose cada vez con mayor
especificidad en torno a un tipo de objetos, que incluso puede llegar a ser
construido por el deseo mismo a base de proyecciones. En algunos casos, no
hace falta, pues, ni siquiera la actuación de un «estímulo» real, sino que el
mismo deseo se activa y «autoestimula» por mediación de una proyección
estimular.

Ahora bien, este deseo autónomo, en que las tendencias básicas del sujeto se
van modulando proyectivamente, presenta una apertura o indeterminación
iniciales en forma de una oscilación flotante e inespecífica entre varios
posibles objetos, o versiones posibles y aspectos mutantes de un mismo
objeto que, a fuerza de experiencias no totalmente satisfactorias o incluso
frustrativas, van quedando excluidas por desinterés y hasta por aversión, y el
deseo llega a centrarse en un tipo de objeto y en un modo de disfrute de él
muy específicos, en el 100 por 100 de los casos.

Inicialmente, el deseo, sobre todo cuando presenta cierto coeficiente de


represión, intenta satisfacerse por sutitutivos simbólicos de lo que habrá de
ser ese objeto específico; y no se detiene nunca, por mucho que estas
sustituciones iniciales e incentivas le gratifiquen, hasta centrarse en su objeto
propio. Los sustitutivos dichos no hacen sino estimularle en la búsqueda de
su objeto, que hará perder su interés y su poder estimular a esos sustitutivos
del comienzo.

Podría hablarse de un perfilamiento típico de un objeto inicialmente atípico y


aproximativo; y mientras en apariencia puede el deseo mostrarse como
veleidoso e inconstante por sus cambios de objeto, en realidad se trata de
todo lo contrario: va siguiendo una línea muy determinada de búsqueda cuyos
momentos dialécticos están representados por las distintas sustituciones
incentivas. Incluso la tónica y hasta la calidad del deseo se van transformando
por las distintas vicisitudes de su proceso de satisfacción.

2. La oscilación del deseo entre su mitigación y su intensificación presenta


propiedades muy interesantes y paradójicas: todo deseo posee un punto de
saturación, en que se trasforma (muy rara vez podría decirse que se
«extingue», o nunca) o cambia de objeto o de modo de satisfacción con el
mismo objeto, pero hasta llegar a este punto de saturación, sus sucesivas
satisfacciones van aumentando la demanda. El refuerzo repetitivo incrementa
la indigencia del objeto, de su fruición o de la reiteración de su búsqueda y
del modo de disfrute reforzado.
Pero todo deseo reforzado se convierte con facilidad (e incluso tiende a ello)
en obsesivo y, por ello, tiende a reabsorber a los demás deseos: en tanto se
experimenta la pulsión del deseo obsesivo prevalente, se produce un
apagamiento de los demás e incluso de las demás necesidades. Los deseos
sexuales suelen presentar, al incrementarse por el refuerzo, este grado de
obsesividad que conduce a desatender verdaderas necesidades de otro tipo
(de ahí la negligencia económica o familiar típica de aquellos sujetos
vinculados por un fuerte deseo sexual).

Mientras el deseo no alcanza su satisfacción mínima suficiente, se va


incrementando cuasi-obsesivamente hasta un cierto grado, y si tampoco
entonces encuentra su satisfacción, tiende a decrecer e incluso a extinguirse.
Y repetidas frustraciones del deseo también pueden crear un «reflejo
condicionado» aversivo hacia los objetos o modos de satisfacción u ocasiones
que anteriormente atraían y se buscaban casi obsesivamente, de modo que las
mismas expectativas anteriores de gratificación llegan a producir ansiedad.
Mas en esta cuestión de la curva de mitigación e incremento del deseo no es
posible obtener un mínimo de claridad si no se explicitan todas las
posibilidades en una sinopsis.

Cada deseo puede quedar satisfecho o frustrado al final de un proceso más o


menos prolongado de búsqueda de satisfacción, que no puede, sin embargo,
alargarse indefinidamente, pues la estructura del proceso mismo tiene una
tolerancia de expectativa determinada (según cada caso), de modo que si en
el momento límite de esta tolerancia no se ha satisfecho, se produce el estado
de frustración con las derivaciones que a continuación expondremos (es ésta
la experiencia vulgar y cotidiana de «pasarse el estómago», una vez pasada la
hora de las expectativas del «apetito»).

Mas tanto en un caso como en el otro, pueden producirse consecuencias y


derivaciones diversas, pues muy rara vez puede decirse que se extinga:
La sola consideración de esta sinopsis ya nos presenta la paradoja del deseo
que, ya se satisfaga, ya se frustre, puede producir consecuencias similares,
aunque diversas solamente en la calidad de los afectos, gratificantes y
estimulativos, en el primer caso, y desazonantes y depresivos en el segundo.
Pero el comentario de la sinopsis nos obliga a tomar en consideración la
Constante tercera o de la Saturación y la Persistencia.

3. Según lo deducido de la observación de los 864 procesos presentados, los


deseos tienden a saturarse, cuando se satisfacen adecuadamente y no son
obsesivos, pero esta saturación no llega a extinguirlos, sino que ellos
persisten básicamente, sólo que trasformados en sentido positivo o negativo
(100 por 100 de los casos).

Se observa un tipo de satisfacción del deseo que lo mitiga, aunque no


produce su extinción, otro tipo de satisfacción, esta vez saturativa, que puede
producir su extinción o una transformación cualitativa y radical en él, y, por
fin, otro tipo que lo estimula hasta el punto de fijarlo cuasi-etológicamente,
de acuerdo con la Constante quinta de la Estereotipia y la Ciclicidad.

En este último caso, el deseo no llega nunca a extinguirse ni a transformarse,


sino que se repite cíclicamente de una forma estereotípica y obsesiva, como si
se tratase de la satisfacción de un impulso animal puro, en circuito cerrado.
La satisfacción viene a constituir un refuerzo que no sólo determina la
repetición periódica de la búsqueda de objeto, sino que abrevia esta
periodicidad, enrigidece la estructura del proceso y limita fijativamente el
modo de incidencia sobre el objeto, actuando así, además de
reforzativamente, de manera perturbadora sobre la integración del deseo y de
su realización en la trayectoria total de la conducta.

Este fenómeno se llega a producir por dos causas: una es la creación de


dependencias fisiológicas y bioquímicas del organismo en trance de
satisfacción de ese deseo; otra, la asociación al deseo o a su modo de
satisfacción de componentes infantiles, mágicos y fijativos (pues todo lo
obsesivo y cortocircuitado se debe a la acción de fijaciones arcaicas o de
proyecciones simbólicas y afectivas de carácter infantil y mágico) que
segregan aquel proceso o acción de la teleología real y complexiva de la
conducta adulta.

Así, el despertar mismo del deseo requiere evocadores cada vez más
concretos y la asociación de circunstancias muy tipificadas (y el objeto
mismo o su modo de disfrute se van haciendo cada vez más específicos); este
fenómeno entra dentro de la constante de que cuando el deseo se hace
obsesivo, su incremento y su satisfacción dependen de evocadores muy
concretos y típicos, parciales y aun simbólicos (basta con una determinada
semejanza o asociación con el objeto específico, para que un estímulo
movilice el deseo), que se añoran contra toda conveniencia práctica y contra
toda lógica. A veces, su solo recuerdo o su evocación verbal o imaginada
polarizan la atención del sujeto de tal modo que le incapacitan para otras
ocupaciones y le impelen, con intensidad creciente, a la búsqueda del objeto
de su satisfacción, sin guardar proporción económica entre las ventajas y los
riesgos o las pérdidas que esta búsqueda supone.
En otros casos, aun cuando un deseo quede saturado, suele persistir
básicamente y sólo cambian el modo de satisfacerse, o los aspectos
estimulares de su objeto (cambio de objeto), como veremos con más detalle
al tratar de la Constante novena. También puede sublimarse, de modo que
pase de la búsqueda de un objeto o modo de satisfacción primario, arcaico o
infantil e inmediato, a un objeto diferenciado, evolucionado, mediato y más
integrado en un proceso conduc-tal complejo y productivo.

La frustración repetida de un deseo, o el alejamiento del objeto estimular o de


sus posibilidades de satisfacción pueden producir su mitigación, aun antes de
haber alcanzado su grado de saturación. Sin embargo, aun cuando un deseo
quede mitigado (o en proceso de declive remisivo por falta de refuerzo)
puede recibir un incentivo o una intensificación en presencia de evocadores
concretos y típicos (aun parciales, esporádicos y casualmente presentes), de
modo que todo el proceso desiderativo, ya mitigado o superado (o
aparentemente extinto) se reanude y repita con igual o mayor intensidad que
en un principio.

Si no inciden tales evocadores y el deseo se ha mitigado antes de su


satisfacción saturativa, y más si se hubieran producido frustraciones
suplementarias de otras expectativas de satisfacción del mismo deseo, en
virtud de la Constante sexta del Nivel Determinante queda también devaluada
y carente de poder estimular la satisfacción de todos los demás deseos de
intensidad inferior y que habían quedado eclipsados por el prevalente antes
de su mitigación. La consecuencia es un estado depresivo generalizado, pues
el sujeto se encuentra desmotivado para emprender la búsqueda de otro
objeto, de otro modo de satisfacción o el incentivo de otro deseo distinto,
pero menos intenso que el deseo prevalente (pues un deseo reforzado absorbe
anulativamente a todos los demás no reforzados). Así puede llegarse a un
estado de pérdida de objeto y de duelo consiguiente depresivo.

El deseo que encuentra obstáculos en su satisfacción presenta una curva


progresivamente ascendente hasta llegar al punto límite de su tolerancia a la
frustración, alcanzado el cual desciende rápidamente y tiende a extinguirse
resentidamente, sin buscar por el momento otro objeto sustitutivo. Suele
producirse entonces (en el 96 por 100 de los casos) una renuncia,
momentánea por lo menos, pero global y resentida a toda el área de objetos
cuyo acceso no ha sido posible (pues la memoria de esta serie de
frustraciones convierte a todo lo que se refiere a ellos en causa de ansiedad).

Así, pueden producirse o un desplazamiento sustitutivo (una vez superado el


duelo del objeto primariamente apetecido) de la tipificación original del
objeto o del modo de su disfrute, o una oscilación entre el hastío resentido y
renunciativo y el «hambre» del objeto primario, incrementada
circunstancialmente por cualquier evocador. Tal oscilación tiende (en el 68
por 100 de los casos) a fijarse cíclicamente en tanto el deseo primario no se
vea satisfecho en condiciones óptimas.

Pero ya se sature, ya se frustre el deseo, suele persistir, sólo que cambiado de


signo y de aspecto (objeto y modo de disfrute o de búsqueda y enfoque del
objeto): el modo de satisfacción tiende a ser más directo, más intenso, menos
aplazativo (por acumulación de mediaciones y de instancias mediativas) y
más directamente comprometedor, tendiendo a producirse un estrechamiento
del campo de posibilidades de satisfacción (con lo cual la exigencia de un
objeto más concreto y determinado y de un modo de disfrute más ceñido y
típico aumenta); se pasa del «cualquier cosa que se le parezca» al «esto y sólo
esto», con el consiguiente rechazo del objeto primario en su indiferenciación
y flotación significante.

Así queda superado el objeto inicial y se da el paso a otros objetos que


pueden trasformar el aspecto y aun la naturaleza de un deseo determinado. Se
puede dar un simple cambio de objeto, se puede pasar a la demanda de un
objeto y de un modo sublimativos, o se puede fijar y parcializar obsesiva y
perversivamente el deseo. Esto último sucede siempre que en su satisfacción
o en su frustración se hayan dado anomalías, traumas o reviviscencias de
componentes o de modos infantiles y arcaicos de tender al objeto.

4. Esta última peculiaridad nos conduce a la Constante cuarta o de la


Segmentación del proceso del deseo. En efecto, como los estudios etológicos
muestran, el primer objeto y el primer modo de satisfacción de una tendencia
producen un inprinting o Einprägung («caracterización») que, si es muy
intensa o anómala, puede fijar el deseo y parcializar el impulso, dando así
lugar a una perversión obsesiva de ambos, precisamente por haberse
producido una segmentación del proceso.
La Constante cuarta expresa la naturaleza frágil y expuesta del proceso de
satisfacción de todo deseo (y cuanto más primario mayor es este riesgo), que,
ya por un logro anómalo de su satisfacción, ya por una frustración traumática
de la misma, puede segmentarse y cortocircuitarse, desintegrando así la
conducta y alejándola del «principio de realidad» e imprimiéndole un giro
obsesivamente perversivo, pues las que se han llamado «perversiones» (con
un término no demasiado científico) consisten en la persistencia o en la
activación de impulsos parciales, que rompen la tendencialidad realista e
integrada de la conducta adulta.

Esto puede también producirse por la desorientación práctica que ocasiona la


frustración repetida de un deseo determinado, que hace temer ulteriores
demandas del mismo objeto negado sin poderse llegar a montar (o a
concebir) otro objeto sustitutivo igualmente gratificante. Entonces se produce
una regresión (según el principio psicoanalítico de que todo impulso
frustrado y que no encuentra una vía abierta a su satisfacción progresiva
regrede a un estadio de satisfacción anterior, más indiferenciado y más
arcaico) y esta regresión puede activar un impulso parcial infantil o hacer
«estallar», es decir, fragmentar, la tendencia más compleja, diferenciada y
adulta, del deseo frustrado.

Y naturalmente, todo deseo segmentado tiende a hacerse automáticamente


obsesivo, pues su segmentación misma le hace inviable para un proceso
resolutorio, y el deseo, nunca definitivamente satisfecho, pero estimulado por
unos evocadores muy determinados, repite cortocircuitadamente una y otra
vez sus intentos de satisfacción sin poder superar el objeto o el modo, sin
poder extinguirse o mitigarse y ni siquiera sublimarse, obligando al sujeto del
deseo a adoptar una conducta regresiva, simbólica y cada vez más alejada del
«principio de realidad».

Según la prevalencia y fuerza de este deseo segmentado puede caer la


personalidad del sujeto en un estado de desestructuración infantil psicótico,
en una actitud parcialmente fijativa neurótica o presentar simplemente ciertas
rarezas y anomalías, disonantes del resto de sus comportamientos, pero
pertenecientes a la «psicopatología cotidiana».

5. La Constante quinta de la Estereotipia y la adicidad se halla estrechamente


relacionada con la anterior, pues no sólo todo deseo segmentado se
estereotipa y se hace cerradamente cíclico en su demanda de satisfacción,
sino que aun los deseos no segmentados tienden a estereotiparse cíclicamente
en sus modos de satisfacción (aun cuando no se hagan obsesivos, los
obsesivos por supuesto se estructuran así) a poco que la personalidad del
sujeto no se halle en un estado suficiente de integración, elasticidad pulsional
y control orientativo de sus propias tendencias y procesos conductales de cara
a la realidad. Entonces, evidentemente, tienden a reducirse y a desaparecer las
estereotipias y el proceso se hace abiertamente lineal, siempre orientado a
ulteriores trasformaciones cualitativas y madurativas, y a sucesivas
superaciones de objetos primarios, arcaicos o regresivos.

De una parte, en virtud del principio etológico de la «caracterización» o


impronta primaria (Einprägung de Lorenz) del modo de satisfacción o del
objeto fijativo más temprano, la búsqueda de satisfacción tiende a proceder
constantemente por los mismos cauces ya experimentados (en un 97 por 100
de los casos), siempre que el sujeto no posea la suficiente capacidad creativa
y emprendedora para satisfacerse con el ensayo de nuevas vías y modalidades
de logro del objeto apetecido, o que esto no represente para él un valor digno
de ser tenido en consideración (por ejemplo, cuando trata de obtener
conformísticamente satisfacciones marginales). Pero incluso todo deseo en
general que haya encontrado un procedimiento cómodo y concreto de
satisfacción, tiende (en un 78 por 100 de los casos) a estructurarse en Gestalt
estereotipada que tiende a repetirse.

De otra parte, una vez articulado estereotípicamente el proceso de


satisfacción de un deseo, tiende a repetirse cíclicamente, según un ritmo
alternante de saturación y de demanda, cuya frecuencia y cuyo influjo
gratificante o perturbador dependen del tipo obsesivo o no del deseo; hasta
que sucesivas saturaciones cumulativas (cuyo número no puede determinarse,
pues varía notablemente de un sujeto a otro) produzcan la extinción (rara
vez), la trasformación, o la fijación obsesiva, con tendencia a segregarse
cortocircuitadamente del resto del proceso conductal, del deseo estereotipado
y cíclicamente repetitivo, es decir, estabilizado tanto en su modo de activarse
(evocadores muy determinados y concretos) como en su proceso y en su
satisfacción.

En un 89,3 por 100 de los casos de procesos obsesivos de deseo, se produce,


además, una cortocircuitación cíclica de la búsqueda de una satisfacción
saturativa; cada vez tiende a repetirse estereotípicamente el proceso, mas con
dos características peculiares: los afectos que le acompañan y la paulatina
abreviación y supresión de instancias intermedias. Los afectos, más
prevalentes y desazonantes que en los deseos no obsesivos, van de la
nostalgia difusa e inquietante previa incluso a acción de los evocadores más
concretos y típicamente activadores del deseo, hasta el hastío y la
culpabilización, pasando por la incitación aguda y obsidente, la ansiedad y la
ambivalencia de la fijación y del rechazo. De aquí el pudor de sí, que se
produce en estos casos, tras la exaltación de la demanda y la satisfacción
apasionada y breve del deseo.

La cortocircuitación de este tipo de deseos radica más bien en esa tendencia,


que presentan, a la supresión de instancias intermedias, de modo que el ciclo
tiende a abreviarse y a hacerse más intenso y hasta violento en su quemar
etapas hacia la gratificación final, que, por lo demás, nunca acaba de lograrse.
Y no se logra porque lo verdaderamente gratificante es el conjunto del
proceso con todas sus fases, su curva ascendente, sus mediaciones dialécticas
y su resolución final; y es precisamente esto lo que cortocircuitadamente
tiende a suprimirse, para llegar a un hecho material final que, fuera del
contexto procesual, no da lo que prometía. Pero esta misma frustración fuerza
compulsivamente a reanudar la serie de procesos, cada vez más abreviados y
directos, hasta resultar antisociales y desintegrados de la dinámica habitual de
los procesos de relación intersubjetiva (es, por ejemplo, el caso de los
violadores, los pederastas y otros obsesos sexuales).

Así se advierte una creciente estereotipia abreviatoria y tendente al


simbolismo de unos gestos y unas acciones muy determinadas y fijas, que ya
no guardan proporción ni un puesto funcional y dialéctico en proceso alguno,
el cual se va cerrando cada vez más en su ciclicidad y se va alejando e
incomunicando de los demás procesos adaptados a la realidad (a la realidad,
tanto de sus metas objetivas como de su estructura dialéctica y de las
relaciones intersubjetivas que implican), hasta obligar al sujeto a llevar una
doble conducta llena de aspectos contradictorios, pero, además, con la
particularidad de que las estereotipias cíclicas cortocircuitadas tienden a
paralizar y a desintegrar, como un cáncer de acción, los procesos conducíales
verdaderamente adaptativos.
El deseo obsesivamente cíclico, dado que busca un «absoluto» imaginario, no
se satisface con objetos reales, cada vez tiende a cortocircuitar más el
proceso, en parte por la impaciencia que le causa la insuficiencia de los
objetos accesibles y, en parte, por el poder de atracción de las expectativas de
gratificación que le promete el «absoluto» que se ofrece siempre más allá de
los objetos accesibles; pero también el desencadenamiento del proceso
produce efectos y afectos cada vez más penosos y desazonantes, e
inhibitorios de otros procesos adaptativos, juntamente con una intensificación
de la demanda y de la búsqueda de su satisfacción (estados de ansiedad y de
ambivalencia emocional, de hastío previo ya a la satisfacción y de ansia
alucinada por conseguirla) que acompaña a los acosos del deseo, conforme
éste se va segmentando.

6. La Constante sexta del Nivel Determinante es lógica y clara de formular,


así como fácil de verificar: cada nuevo objeto, modo o tipo de satisfacción
más intensa de un deseo (o cada nuevo deseo que se experimenta como más
capaz de acceder a una satisfacción más intensa y efectiva) determina el nivel
de exigencia del mismo que, al elevarse, rebaja simultáneamente el poder
estimular de todos los objetos, modos o tipos de satisfacción que previamente
habían resultado atractivos y estimulantes, pero que en adelante aparecen
como inferiores al nuevo logro del deseo.

Las consecuencias de esta Constante son más serias, generalizadas e


influyentes de lo que a simple vista pudiera parecer, y explican bastantes
anomalías de la conducta:

—Anulación y transformación (Aufhebung) de los deseos.

—Cambios de objeto, de enfoque y de visión de la realidad.

—Cambios de conducta y de costumbres (preferencias, rechazos y


estereotipos comportamentales).

—«Pérdida de objeto» depresiva: la frustración de un deseo prevalente y


determinante del nivel de exigencia máximo deja al sujeto en estado de
incapacidad de dejarse estimular por cualquier objeto inferior al nivel
determinante alcanzado, de modo que se produce una «pérdida de objeto»
total y generalizada concerniente a todos aquellos campos de objetos situados
por debajo del nivel determinante máximo alcanzado, cuyo «duelo» persistirá
hasta que no se logre el acceso a objetos y satisfacciones del mismo nivel o
de niveles superiores al frustrado.

—Riesgo de, fijación obsesiva en el nuevo objeto, modo o nivel de


satisfacción.

No siempre se produce, naturalmente, esta fijación y la funcionalidad de los


deseos integrados lo impide, de modo que, aunque en una línea se alcance un
nivel superior de satisfacción máxima, persisten en las demás líneas las
posibilidades de hallar satisfacción a otros deseos o tipos de tales que no
alcancen ese otro nivel determinante óptimo (así, aunque en el orden de lo
sexual este nivel determinante se eleve, se pueden seguir buscando y hallando
satisfacciones de inferior intensidad y calidad en la línea de los deseos
agresivos, lúdicos o sublimativo-estéticos e intelectuales, y viceversa: aunque
el nivel determinante de la satisfacción del deseo lúdico y estético se eleve,
pueden seguirse logrando satisfacciones sexuales de nivel inferior, sin que el
nivel alcanzado en una línea devalúe el poder estimular y gratificativo de las
demás).

Pero puede suceder que si a la satisfacción alcanzada en grado máximo y en


una determinada línea se hubiese asociado y movilizado componentes
infantiles mágicos (hasta entonces reprimidos o marginados), la imposición
de su nivel se generalice y rompa la armonía adaptativa de los distintos
procesos, de modo que los deseos lleguen a fijarse obsesivamente en un
campo de objetos, en unos modos de gratificación y a ese nivel anulatorio de
todos los demás, que produzcan una «pérdida de objeto» generalizada en
todos los otros campos, modos y niveles.

En este caso no se devalúan los otros objetos o modos de satisfacción


(incluso de otros tipos de deseo) por frustración de la satisfacción al nivel
determinante, sino recisamente por su logro, pero de modo absolutizado y
mágico. Así, puede perderse el interés hacia lo estético, lo intelectual o lo
lúdico por una absolutización de lo sexual o de lo agresivo, o hacia todo
deseo agresivo por fijación en gratificaciones sexuales pasivas, o viceversa,
etc.

Y aquí puede apreciarse el riesgo que entraña la búsqueda de experiencias


insólitas, que tanto atrae a los jóvenes, sobre todo si llegan a despertar y a
asociarse componentes infantiles no resueltos (aunque hasta entonces
precariamente integrados en una personalidad pasablemente adaptada a la
realidad), como puede suceder con las drogas, el sadomasoquismo, las
relaciones homosexuales o incluso la simple embriaguez.

Como los componentes infantiles no integrados se hallan dotados de cargas


absolutizadas y mágicas, puede suceder que la gratificación obtenida al
movilizarlos alucinógena, homosexual o sádicamente, resulte tan intensa y
absorbente que eleve repentinamente el nivel determinante de la satisfacción
de todos los demás deseos (o por lo menos los de la línea agresiva o sexual) y
rompa así la concatenación de los procesos concordes con la realidad para
lanzar al sujeto a una búsqueda de objetos mágicos e irreales y hacerle
imposibles ya las satisfacciones adultas (no infantiles, absolutizadas ni
mágicas) de esos mismos deseos, con lo cual se vería lanzado a procesos
cortocircuitados y obsesivos cada vez más apartados de la realidad.

Hemos tenido que tratar casos necesitados de terapia tras una única
experiencia de este tipo, incluso tras una simple embriaguez, que
desencadenó un proceso rápido de desintegración de la personalidad adulta.
Por supuesto, un fenómeno así no se produce sin la colaboración de
componentes regresivos hasta entonces latentes.

Como veremos al tratar de la Constante novena y del montaje del objeto del
deseo, el deseo no es una tendencia objetiva que se oriente hacia la «realidad»
simplemente ni en la mayoría de los casos, sino la resultante de una serie de
componentes más o menos arcaicos, regresivos, mágicos o integrados,
progresivos y realistas, que proyectan un enfoque o una actitud subjetiva o
construyen un objeto proporcionado a esos componentes, todo lo cual
complica extraordinariamente, como ya estudiamos en el capítulo 1, la
«adaptación» a lo real.

7. En el período ascendente de la curva de un deseo, todos los eslabones o


etapas intermedias que conducen a la satisfacción del mismo se imantan o
impregnan del «prestigio» (en su sentido literal latino: poder impositivo y
fascinante) de ésta, aún no conseguida, y cada etapa de por sí se constituye en
un evocador, aun cuando se presente en circunstancias distintas a las del
proceso de realización del deseo. Esta peculiaridad contituye la Constante
séptima o de Difusividad Generalizada.

Es decir, que todo elemento (acción parcial, instrumento, medio o condición),


que el sujeto percibe como vinculado al logro del deseo o como perteneciente
de algún modo al proceso de su realización, participa emocionalmente de la
fuerza atractiva de la satisfacción final del deseo.

Y esto puede producir las siguientes consecuencias; unas de las cuales se


consideran «normales» y universales (propias de todo deseo), mientras que
otras resultan anómalas y conducen a manifestaciones patológicas.

Aun cuando estas últimas no lleguen a tener lugar, sí ocurre que los
elementos intermedios y objetos instrumentales ejercen una atracción
desproporcionada a su naturaleza medial y que es más propia del logro final y
adecuado de la satisfacción del deseo.

Así, cuando el deseo consiste en las relaciones sexuales completas con una
persona determinada, o con un tipo específico de ejemplar erótico, en tanto
no se llega a la posesión total, cualquier parte de su cuerpo e incluso
cualquier manifestación suya (voz, aspecto, huellas y hasta restos) se
constituyen en evocadores intensamente erotizantes de esa persona y de la
satisfacción del deseo en ella. Son como eslabones y pasos que
progresivamente conducen al fin deseado, y que en esta función participan
del mismo poder atractivo que la totalidad del proceso o que el logro del fin.
Pero cumpliéndose al mismo tiempo la Constante sexta: cada avance en el
acercamiento al logro anula el poder evocador de los estadios o elementos
anteriores, menos avanzados y más lejanos de la posesión total del objeto.

La patologización comienza cuando estos eslabones y elementos intermedios


se singularizan y empiezan a atraer por sí mismos y sin relación funcional
con la satisfacción adecuada y total del deseo, e incluso ésta llega a repeler y
a no ser deseada en modo alguno en comparación con la realización de
alguno de los estadios intermedios. Esta segmentación ilógica del proceso
sólo puede explicarse por la acción de mecanismos y elementos infantiles
reprimidos y represores que interfieren en la conducta adulta y bloquean
algunos de sus canales de satisfacción adecuada. Por ejemplo, si la
penetración en la vagina femenina se halla tabuizada por el Edipo, por la
«castración» o por el miedo a ésta, el sujeto del deseo la rehuirá, pero
entonces la fuerza del mismo se concentrará sobredeterminativamente en
algún eslabón intermedio, al que quedará fijado simbólicamente y de modo
perverso.

Como si el deseo se hiciese el razonamiento siguiente: «ya que no se me


consiente obtener tal satisfacción de modo propio y adecuado, llegaré por lo
menos al estadio del proceso más cercano posible a la misma y allí me
descargaré simbólicamente para calmar mis tensiones». Pero lo que ocurre es
que esta satisfacción vicaria y simbólica, al no ser la adecuada a la
satisfacción real y a la teleología del deseo, no acaba de descargarlo de su
tensión libidinal y produce una reiteratividad obsesiva del proceso parcial
(hasta el eslabón, estadio o punto de su satisfacción vicaria y de su
frustración real).

Y es ésta la paradoja de la satisfacción de los deseos, que constituye la


Constante octava: cuanto menos integrada en procesos reales y de cara al
«principio de realidad», cuanto menos adecuadamente gratificante resulta,
mayor es la insistencia del deseo por repetir las tentativas que conduzcan a su
satisfacción; que nunca llega a producirse totalmente, pues sólo un modo de
gratificación real e íntegro en todos sus momentos es capaz de calmar el
deseo definitivamente. Todo modo sustitutivo e incompleto, no sólo no es
capaz de calmarlo, sino que sirve de incentivo y lo incrementa hasta la
obsesión.

La patologización del deseo en busca de su satisfacción definitiva puede


suceder en dos modos fundamentales: por fijación en un eslabón o estadio
determinado del proceso, la cual automáticamente lo segmenta
disgregativamente (es decir, de manera ateleológica y disfuncional); o por
fragmentación del objeto total del deseo en alguno de sus aspectos parciales.
Este fenómeno explica los comportamientos simbólicos de los psicóticos y
los rasgos perversos de algunos neuróticos, y resulta posible gracias a la
capacidad humana de sustitución simbólica, en virtud del primer «principio»
formulado de la Flotación Significante, siempre que en el proceso total de la
conducta o en el objeto adecuado se teme un riesgo o se interpone un tabú.

En un deseo sexual puede el proceso presentar la anomalía o de no llegar


nunca a una actividad específicamente genital, sino quedarse en acciones no
genitales (simbólicamente sustitutivas), aunque la situación sea perfectamente
erótica y apropiada al coito; o, por el contrario, pueden producirse
excitaciones genitales, incluso con eyaculación en el varón, fuera de
situaciones eróticas y con un objeto inadecuado y parcial, con sólo oler o
escuchar, o ver o tocar algo no perteneciente a la esfera genital (parafilias,
fetichismo, coprofilia, travestismo, etc.). En el primer caso, el proceso se ha
fijado en un momento intermedio, del cual no puede pasar, y el deseo se
descarga y trata de satisfacerse en él, como si se tratase del estadio final; en el
segundo caso es el objeto lo que se ha disgregado, pero produce los mismos
efectos que el objeto total.

Si el deseo es agresivo, puede, en el primer caso de disgregación del proceso,


adoptar modos sustitutivos y simbólicos de descargar la agresividad:
persecución maníaca de la víctima con anónimos y amenazas, maledicencia,
intrigas y zancadillas inútiles, etc., e incluso la inversión de la agresividad
contra sí mismo (en cuanto hijo, hermano, socio o colaborador de la víctima),
con respuesta histeroide de dolencias y accidentes frecuentes para preocupar
y culpabilizar a la víctima; o destrucción sistemática de relaciones o de
objetos de su pertenencia, rechazo y oposición cerrada a lo que la víctima
representa (sexo, ideología, profesión, etcétera).

Si el deseo es narcisista, puede el primer caso manifestarse en formas


inadecuadas a la satisfacción del deseo: pretender brillar a base de participar
en concursos publicitarios donde acaba poniéndose en evidencia la falta de
cualidades del propio sujeto, e incluso dar que hablar con escándalos y hasta
con delitos; o, en lugar de promover la personalidad total en funciones serias
y productivas, cuidar exclusivamente el peinado, la piel, las manos, los senos
o la «elegancia en el vestir» (que, por lo mismo, deja de ser elegante).

En general, siempre que el procedimiento seguido por el sujeto del deseo


resulte paradójico, inadecuado al fin pretendido y demasiado insistente en
aspectos parciales (como es el caso de la insistencia en los aspectos
publicitarios, en el conocimiento, los homenajes y las críticas favorables, en
contraste con el olvido de la calidad literaria o científica de la propia obra)
puede sospecharse que ha habido una patologización del mismo, en algún
grado.

El atractivo de la satisfacción final y total del deseo se incrementa tanto más


(y más obsesivamente) a propósito de cada uno de sus momentos o aspectos,
cuanto más se espera llegar al momento final o al logro del objeto total del
mismo.

8. La Constante octava recoge un doble aspecto altamente paradójico del


deseo: su fácil caída en la obsesividad y la ataxia subsiguiente a ésta. Según
los principios del psicoanálisis, los deseos no deben reprimirse (sino, a lo
sumo, sublimarse), pero constantemente comprobamos (y lo hemos
verificado además en un 97 por 100 de los casos examinados) que la
liberación incondicional y simple de los impulsos y deseos tiende afijarlos
obsesivamente: el potencial superior desciende, y las energías parecen
polarizarse exclusivamente en torno a la satisfacción de los deseos más
fuertes que, por lo mismo, se manifiestan como más regresivos, limitando así
el horizonte existencial del sujeto y sus centros de interés y de atención
altruista, social, profesional y estética.

Lo cual demuestra que en el sujeto humano no basta con «liberar» impulsos y


los correspondientes deseos que los modulan y concretan, sino que esto ha de
suceder integrativamente, es decir, cuidando de que el deseo proceda a su
satisfacción dentro de una dinámica general y más compleja de la conducta
total orientada hacia una realidad total. Y cualquier parcialización o
descompensación en el reparto de acentos afectivos y libidinales sobre esta
realidad total, o desproporción en la integración de las acciones en el proceso
total de la conducta, suele conducir a una fijación obsesiva del deseo (que le
aparta simbólicamente de su satisfacción real) y a la consiguiente ataxia del
mismo.

Se puede establecer una relación de proporción inversa entre la insistencia


obsesiva del deseo y su utilidad funcional, y otra relación de proporción
directa entre la obsesividad de un deseo y su fijación en rasgos o aspectos
parciales del proceso o del objeto, de modo que, conforme la obsesividad
crece, menos va pudiendo satisfacerse el deseo con un objeto total y
adecuado y más va exigiendo satisfacciones sustitutivas y simbólicamente
parciales (en el proceso o en el objeto) del mismo. A mayor obsesividad,
mayor desproporción entre el deseo y el objeto o modos adecuados de su
satisfacción real.

De lo cual se concluye que todo deseo obsesivo se va paulatinamente


alejando del «principio de realidad» y, por lo mismo, va perdiendo
funcionalidad y desarticulándose o disgregándose de la sintaxis total de una
conducta adaptada, que es lo que denominamos ataxia.

La ataxia (lit. «desarticulación» o «privación de orden») consiste en la


disfuncionalidad subsiguiente a todo deseo obsesivizado. En el 100 por 100
de los casos, todo deseo que pierde la proporción (afectivamente percibida)
con el resto de los componentes de una conducta se disfuncionaliza y
margina sus propios efectos útiles, de modo que el menor coeficiente de
obsesividad y de fijación de un deseo o de alguna de sus manifestaciones,
implica un aumento del coeficiente correspondiente de disfuncionalidad y de
inutilidad práctica de éstas, hasta suceder que se dé lugar incluso a
manifestaciones perjudiciales en la práctica (actos fallidos, frustración de los
resultados prácticos finales, ahuyento del objeto, etc.).

Un deseo generalizado en su tendencia a satisfacciones inmediatas y plenas, y


tal vez ilusorias, es decir, no integrado en el proceso de realización del sujeto,
produce un estrechamiento del campo de la conciencia que lleva a desatender
funciones sociales y profesionales más conformes con el «principio de
realidad» o, por lo menos, más urgentes, y deja al sujeto en un estado
regresivo y desformalizado (descrito por Lacan en el Congreso de Bonneval,
1960: cfr. Ecrits: Position de l`Inconscient, págs. 845-847, bajo la metáfora
de «l`hommelette») un tanto maníaco-depresivo, que impide toda articulación
productiva de la conducta. Puede tratarse de un deseo obsesivo, pero no
necesariamente, pues hay deseos no obsesivos pero atácticos que producen el
mismo efecto desarticulador.

La ataxia o disfuncionalidad de determinados deseos se produce en todos los


deseos obsesivos, pero no exclusivamente en ellos, y puede suceder aun sin
obsesividad, basta con el descontrol que produce la absolutización regresiva
de un deseo no integrado.

Por otra parte, el deseo obsesivo, al verse impedido de satisfacerse de


presente en su «objeto» (absolutizado y mágico), no permite la concentración
y ni siquiera la aplicación eficaz de la vida consciente a otras metas y tareas:
no sólo no interesan, sino que, como se dice del aburrimiento, despiertan la
nostalgia punzante de que en ese mismo momento se podía estar gozando de
aquel «objeto», que todavía se imagina o se presiente como más valioso y
atractivo de lo que se percibe cuando se halla a disposición.
Mas veamos las vicisitudes que se producen en la esfera del objeto.

9. La Constante novena del Espejismo, la Latencia y la Concreción del objeto


del deseo expresa una serie de peculiaridades sumamente características que
se dan en la configuración del mismo. Pues, ni éste, ni tampoco el objeto de
conocimiento, son algo simplemente «dado» y «objetivo» que directamente
se capte; como ya se ha visto en el capítulo 1 de esta obra, todo objeto (de
percepción sensorial y mental, o de deseo) es un constructo complejo, un
producto de procesos de niveles diversos, objetuales, objetivos y sociales, que
no sólo sirve de estimulación y de información al sujeto, sino que
simultáneamente le refleja y refleja la constelación de sistemas objetivos y
sociales, tensiones situacionales y vecciones práxicas, que gravitan sobre la
dación y el encuentro del objeto con el sujeto.

Y esto no sólo en un mismo plano, sino catalizando, además, una serie de


planos de profundidad distinta, que se traslucen, unos a través de otros, en la
fisonomía y en el poder estimular definitivo del objeto. En éste se combinan
unos estímulos materiales determinados, unas proyecciones, unos reflejos
contextuales y unas tensiones, en un montaje de significación, único
inteligible y captable por el sujeto humano.

El objeto, en una considerable proporción, se constituye en tal objeto en


cuanto refleja lo que el sujeto (individual o grupal) proyecta en él; así, el
objeto se constituye en pantalla de la vida inconsciente (que se proyecta tanto
más «objetivamente» cuanto más inconsciente es), y esto explica la
creatividad y la inspiración artística, al par que las oscilaciones polares en la
valoración y aun percepción de unos mismos objetos por distintas sociedades.
Y todo ello, en lo que se refiere al objeto del conocimiento (sensorial,
conceptual y práctico).

El objeto del deseo presenta otras peculiaridades suplementarias que


podemos denominar espejismo, latencia y concreción. De acuerdo con la
Constante primera, hemos podido comprobar en el 100 por 100 de los casos
examinados que lo que constituye el objeto formal y propio del deseo no se
circunscribe nunca a la mera materialidad del mismo, sino que es una
constelación de componentes extra-cósicos: contextuales, referenciales,
simbólicos, proyectivos y afectivos; de modo que puede establecerse la
constante de que aquello a lo que el deseo se halla referido como a su objeto
es siempre más y distinto de lo que la percepción sensorial o la motivación
consciente muestran.

E igualmente, el mismo deseo puede ir cambiando de objeto (perceptible y


racional) sin mitigarse ni extinguirse y permaneciendo el mismo, conforme
las diversas experiencias van poniendo de manifiesto la relatividad y la
insuficiencia de cada objeto concreto para darle satisfacción completa y
definitiva.

Y, sin embargo, el poder estimular de un objeto crece conforme sus


evocadores aparezcan de forma más concreta y detallista, y conexos con
circunstancias también concretas y habitualmente asociadas a experiencias
anteriores de satisfacción, y ello en proporción directa: a mayor concreción
de los evocadores y a mayor número de circunstancias asociadas, mayor
poder de estimulación del objeto.

Así, aunque en abstracto pueda un sujeto renunciar en adelante, por cualquier


razón ética o social, a la satisfacción de un deseo, basta la presencia concreta
de los evocadores, y más si van asociados a las circunstancias habituales de
su satisfacción (que pueden y suelen ser meramente casuales, producidas
accidentalmente en la biografía del sujeto y no conexas por naturaleza con el
objeto del deseo), para que vuelva a imponerse al sujeto la búsqueda
estereotipada de una nueva satisfacción del deseo, aunque muchas veces sepa
que no va a conseguirla plenamente y que las consecuencias incómodas del
intento van a superar a sus ventajas.

Naturalmente, cuanto más obsesivo sea el deseo, más automática y


activamente se excita con la aparición de unos evocadores muy
concretamente determinados, y a veces imaginativamente sobredeterminados,
que presentan una tipificación evocacional etológica en sus apariencias
manifiestas (un matiz de color, un olor, un gesto, una calidad de tacto, unas
posibilidades determinadas de movimiento, una postura, etc.).

Es decir, que mientras el deseo humano en su activarse depende de


particularidades muy concretas y materializadas (faltando las cuales no se
activa), nunca, sin embargo, queda limitado a ellas en sus exigencias de
satisfacción, dándose una dialéctica muy paradójica de concreción
particularizada y de abstracción generalizativa, que determina la curva del
deseo entre un punto de arranque sensorial y concreto (sin el cual no se
moviliza) y una aspiración a satisfacciones metasensoriales y absolutas, sin la
cual tampoco se pondría en tensión para vencer los obstáculos de su proceso.
Y este juego de concreto y de abstracto es lo que utiliza la psicología de la
propaganda para estimular al público.

Podemos, pues, sentar la triple tesis verificada, explanatoria de esta novena


Constante:

El deseo humano se estimula en forma máximamente concreta, tiende a un


«absoluto» y posee un objeto latente, distinto del manifiesto.

Todo lo cual produce la consecuencia de una gran paradoja del deseo


(paradoja que se incrementa hasta el absurdo en los deseos obsesivos y acerca
de la cual ha de hacer el paciente insight, para ajustarse): los estímulos
siempre aparentan una capacidad de satisfacción objetiva que luego no
poseen, de modo que toda satisfacción de un deseo se halla afectada de un
coeficiente de frustración en algún grado; aunque esta repetida experiencia no
suele disuadir al sujeto de la búsqueda de satisfacciones «absolutas» a deseos
«incolmables» siempre movilizado por estímulos anecdóticos, concretos y
parciales, que no guardan proporción real entre lo que son y lo que dejan
esperar de la satisfacción del deseo.

En esta expectación de algo mayor, de otra naturaleza o nivel superior, de


algo «absoluto» en algún aspecto, en el trasfondo de cualquier deseo, apenas
se distinguen el deseo obsesivo y parcial, del no obsesivo e integrado (un
deseo se hace obsesivo por haberse desintegrado del resto del proceso
desiderativo total), si no es en el grado de intensidad y de «espejismo» en que
ello sucede.

En ambos tipos se observa también una progresiva intensificación de la


demanda de una satisfacción tanto más completa cuanto mayor es la demora
de su consecución, hasta llegar a un cierto nivel, rebasado el cual, decrece la
demanda rápida o abruptamente y el deseo cambia de objeto.

Lacan con su escuela (cfr. Mannoni en Clefs pour l’Imaginaire, París, 1969) y
Jaspers coinciden en la misma apreciación (el primero con su «deseo
incolmable» y el segundo con sus Chiffres) de que el verdadero objeto del
deseo es siempre distinto y de otra naturaleza o dimensión del que aparenta
ser. En el caso del deseo obsesivo se percibe muy claramente la
transpresenciación mágica de algo que no es el objeto concreto que estimula,
en cuya presencia concreta cree captar el sujeto la promesa tácita de todo lo
deseable (como un resto de los «objetos internos» gratificantes de la fase
esquizo-paranoide de Klein); promesa que nunca se cumple, pero que
estimula reiterativamente al sujeto a buscar una y otra vez su cumplimiento.

Ya los griegos, según se manifiesta en Los trabajos y los días de Hesiodo,


habían registrado esta reiteratividad sin posible desengaño del deseo en el
mito de Pandora: ésta, la primera mujer que es dada a Epimeteo, contra las
advertencias de su hermano Prometeo, como castigo por la hybris de éste y
de los hombres al robar el fuego de la fragua de Hefaistos, lleva en sus manos
una urna que, al ser abierta por la curiosidad, deja escapar todas las
calamidades de la historia, pero que, al ser rápidamente cerrada de nuevo,
deja dentro, como un resto de calamidad, la esperanza. Los comentaristas han
vacilado constantemente en la explicación de esta paradoja (la esperanza
como calamidad), pero desde nuestro enfoque resulta patente su significado:
lo peor de las calamidades es que el hombre no acaba nunca de desengañarse
en la prosecución de los deseos que le conducen a ellas, precisamente porque
nunca acaba de perder la esperanza de satisfacerlos, y para ello paga todos los
precios imaginables, intensificando más y más la espiral de su desgracia.

En los deseos no obsesivos, aunque el sujeto supone a nivel consciente que el


objeto le estimula por razones más o menos prácticas y lógicas, en realidad
actúa también un coeficiente de expectación «absoluta» y mágica que le hace
inquietarse, en su aspirar a la satisfacción de su deseo; mas con una
intensidad desproporcionada, que hace entrever la presencia de otro tipo de
objeto más fijativo, más mágico y más infantil, de acuerdo, según los casos,
con componentes narcisistas, eróticos, agresivos o posesivos, matizados de
parcialización o fijación esquizo-paranoide, oral, anal, uretral o fálica.

Y sólo quien experimente sus deseos sin esa expectación desproporcionada a


las posibilidades de satisfacción total de los mismos, puede decirse que los
vive de modo genital-oblativo, es decir, con madurez.

Las más de las veces (sin que en este punto haya sido posible establecer
porcentajes concretos) el objeto consciente del deseo (lo que al sujeto le
parece que le motiva) es sólo una parte de él o un determinado
comportamiento respecto del mismo.

Por ejemplo, si alguien gusta de la caza, muy frecuentemente no es la caza en


sí lo que le motiva, sino la evasión de su familia o de su cotidianidad, o
incluso la sensación que experimenta al apretar el gatillo una y otra vez, o la
posición fetal de acecho en el puesto...; a otro sujeto que piensa le gusta el
juego o el deporte, no es en realidad el ejercicio de éste o la combinatoria
inteligente de aquél lo que en realidad le motiva, sino las posibilidades que
los juegos y los deportes ofrecen de agredir, real o simbólicamente, pero en la
impunidad, al adversario.

Hay no pocos deportistas que sólo buscan el drenaje cuasi-psicoanalítico de


su agresividad, mientras que en otros es el narcisismo infantil lo que trata de
satisfacerse, al exhibir su musculatura o al quedar vencedor... En el caso de
algunos espeleólogos y arqueólogos, no es la investigación científica lo que
realmente les motiva, aunque así lo piensen, sino el acto de hundirse en la
«madre tierra» (como en un útero mítico) o de «profundizar» en los estratos
para sacar material «reprimido»; mientras que muchos amantes del aire libre
y del volante o de las excursiones se hallan afectados de poriomanía.

A lo mejor, el gusto por hacer vida nocturna (cenar fuera de casa, asistir a
espectáculos y a reuniones, etc.), cuando se hace en compañía del cónyuge,
no está motivado, en algún que otro caso, por lo que tales relaciones puedan
suponer de diversión, sino por el impulso parcial sadomasoquista de
contrariar las costumbres caseras de la pareja (éste sería el verdadero objeto
latente del deseo). Y puede suceder que en toda la compleja serie de acciones
que componen un comportamiento social determinado: caza, juego, partys,
espectáculos o negocios, etc., lo único que latentemente se busque y sea
objeto de un deseo sea un segmento muy breve de acción o de proceso,
suprimido el cual, el resto del proceso no interesaría lo más mínimo. El sujeto
de un deseo tal puede y suele, sin embargo, ignorar esta peculiaridad y piensa
que se halla interesado por la caza, el juego, los espectáculos o los negocios
en sí, aunque percibe que en todo ello hay algo y aun bastante que le cansa y
aburre y sólo un momento o punto que mágicamente le atrae: por ejemplo, un
seductor, siempre implicado en aventuras sentimentales y haciendo un gran
consumo de personas seducidas, puede no encontrar otro aliciente en todo
ello que el momento de vacilación de sus víctimas, o incluso el modo de
mirarle o el ademán que hacen con la cabeza (algo muy típico y concreto) en
el momento de ceder a sus solicitaciones, y que todo lo que sigue a ello,
relación sexual incluida, carezca de atractivo para él. Esto explica, desde
luego, muchas paradojas de la fenomenología amorosa.

Aun en sujetos no desajustados pueden presentar los deseos factores


infantiles, regresivos y simbólicamente arcaicos, que también dan lugar a
numerosas paradojas: en el objeto se proyectan una serie de componentes
inconscientes que son los que constituyen el verdadero objeto latente del
deseo, nunca coincidente con el objeto aparente. Latencia que puede fundar o
suponer la valencia «absoluta» y «omnipotente» de ciertos objetos del deseo.

Aunque ya en el capítulo 1 hemos descrito los estratos que presenta cada


objeto para un sujeto humano, hemos de presentar aquí otro sistema de objeto
(en parte coincidente con aquél y en parte distinto), en cuanto objeto del
deseo y no del conocimiento:

1. Haz de estímulos sensoriales dados.


2. Modo de encarnación concreta de «objetos internos» proyectivos y
fantaseados, en ese haz de estímulos.
3. Dación funcional de este objeto concreto en un contexto de situación.
4. Proyecto (factible o utópico) de organización del futuro, en cuya vección
se integre el objeto.
5. Constelación afectiva asociada al objeto desde la biografía del sujeto.
6. Investiciones inconscientes proyectivas:
a. Objetos internos.
b. Imagines o fantasmas parentales o persecutorios.
c. Asociaciones fantaseadas.
d. Afectos e impulsos reprimidos o invertidos.
e. Esquemas motores internamente activados como atractivos o como
persecutorios.
f. Mecanismos de defensa.
g. Símbolos (asociados a sistemas culturales, cosmovisionales o
axiales).
7. Estructura o Gestalt totalizadora de todo ello en una unidad «real» de
apercepción, de significado y de estimulación.
El objeto del deseo, así descrito, es un «modelo» que no tiene por qué darse
en todos los casos del mismo modo y en todas sus partes (nos referimos sobre
todo a las investiciones inconscientes, pues el resto de los estratos o
componentes siempre interviene). Incluso en el objeto de conocimiento, no
sólo se requieren una estimulación, una concreción estructural, una dación
situacional, una vección de futuro y unas asociaciones afectivas del pasado,
sino que también suelen proyectarse en él componentes inconscientes
simbólicos que acaban de darle su perfil más concreto y más capaz de
estimular.

Podría así decirse que el estímulo no actúa nunca «de fuera a dentro»
exclusivamente, sino se halla aliado con una corriente proyectiva
inconsciente, «de dentro a fuera» del sujeto, que le dota de su poder de
estimulación. De no ser así, todos los sujetos serían igualmente estimulables
por unos mismos estímulos, objetivamente dotados de este poder, mientras
que nunca se dejarían estimular por otros objetos, privados siempre de este
poder, lo cual no sucede, sino que cada tipo de personalidad se muestra
extremadamente accesible a unos tipos de estímulos y hermético a otros,
mientras que con otros tipos de personalidad sucede todo lo contrario; y, aún
más, un mismo sujeto puede cambiar su capacidad de estimulación y hacerse
inaccesible al sistema de estímulos que le dominaba, y esto, manteniéndose
igual su organismo y fisiología y sin haber sido sometido a técnicas
aversivas.

Estas mutaciones no pueden explicarse, sino porque el «objeto» estimulante


haya cambiado de posición semántica y funcional en la situación del sujeto, o
porque la corriente proyectiva de la vida inconsciente del sujeto haya
derivado hacia otro objeto o cesado de investirlo de determinados contenidos
simbólicos o afectivos y asociativos que fundaban su valor estimular.

Un objeto exclusivamente constituido por estímulos sensoriales puros (como


cierto positivismo unidimensional imagina) resultaría incognoscible e
indeseable, es decir, incapaz de despertar deseo alguno. El puro haz de
estímulos no sería nada para ningún sujeto, y sólo podemos referirnos a él en
abstracto, pues nuestra experiencia concreta y real de los objetos nunca se
reduce a ello, sólo podemos imaginarlo. El objeto, en cuanto tal «objeto» de
una intención humana, implica, además, un coeficiente constelativo de
asociaciones (siquiera contextúales), afectos, proyecciones y significados
meta-cósicos, los cuales estimulan el deseo y, al concretarse estructuralmente
en una unidad de estimulación, pueden denominarse «objeto latente del
deseo».

Naturalmente, el coeficiente de objetualidad o de proyectividad subjetiva


puede oscilar muy considerablemente, aunque sin llegar nunca a reducir a
cero ninguno de los dos extremos de la curva de oscilación (el objetual o el
subjetivo): casos en que el objeto manifiesto y material casi se anula bajo las
investiciones del objeto latente (fantasmático, proyectivo, emocional, axial y
simbólico), y casos en los que el objeto manifiesto y real sólo aparece
ligeramente matizado o realzado por el afecto o la significación simbólica o
proyectiva.

De tal oscilación y de sus grados dependen los diferentes grados de densidad


real y de consistencia que los objetos presentan para cada sujeto, a niveles de
«mundo» diversos y con un distinto modo de incidir en los deseos. Y este
modo de estructurarse algunos objetos (del deseo y también de la percepción,
en los esquizofrénicos, por ejemplo) con sus diferentes componentes e
incidencias deberían ser muy rigurosamente analizados durante las primeras
etapas de la terapia. Pues, según el predominio de unos componentes o de
otros, se producen diversas calidades de «objetos latentes del deseo»:
«absolutos», persecutorios, mágicos, defensivos, amorfos (y éstos, a su vez.
angustiosos o gratificantes), o simplemente ilusorios (o parcialmente reales y
parcialmente proyectivos).

Lo que nunca se da es la total coincidencia entre el objeto aparente y material


y el objeto latente y significacional; y ello es una de las principales causas de
la ambivalencia y plasticidad emotiva de lo real, así como de los cambios
repentinos o paulatinos de atracción y de aversión que los objetos y aun
regiones enteras de realidad manifiestan.

En los apartados 3, 4 y 5 de la relación que anteriormente trazamos


recogemos la incidencia dinámica del objeto en la trayectoria biográfica del
sujeto: su pasado, su futuro y su situación actual: el objeto estimula y
«significa» desde una funcionalidad en situación, pero una funcionalidad
vectorialmente orientada y dependiente de un pasado y de la previsión
optativa de un futuro. Sólo que pasado y futuro inciden de modo diverso en la
situación concretiva del sujeto del deseo: el pasado, además de su carácter
condicionante, incide sobre todo en forma de constelación emocional
asociativa; el futuro, en cambio, como asunción selectiva de posibilidades y
de metas (utópicas o posibles) o, dicho de otro modo, como complemento de
la autoimagen del sujeto en cuanto posibilidad de seguirse realizando
(inmediata o remotamente). Aspecto decisivo para la economía de los deseos,
pues no es lo decisivo en estos casos el potencial energético de que realmente
se disponga, sino la aceptación estimulante de sus posibilidades de futuro (es
el possunt quia posse videntur de la Eneida: «pueden —los remeros de una
trirreme en unas regatas— porque les parece que pueden»).

El predominio del sistema de dinamizaciones, investiciones y proyecciones


inconscientes del apartado 6 determina, según su grado de intensidad, que el
deseo se fije a un objeto parcial («perverso»), sea segmentario, obsesivo,
alucinatorio o resulte integrado y coherente con alguna versión posible de la
realidad objetiva. Y si la dinámica del deseo llegase a un predominio
excesivo de tales proyecciones, tales mecanismos de defensa o tal
densificación simbólica infantil, se vería el sujeto reducido a estados
psicóticos. O, si el influjo de las proyecciones no fuese tan intenso y quedase
realmente a nivel emotivo solamente y no perceptivo, produciría estados de
neuroticidad; en todo caso, depende de tales factores inconscientes y
proyectivos (emotivos, impulsivos, simbólicos y fantasmáticos) la integración
o desintegración de los deseos, de la conducta y de la estructura de
personalidad.

De los componentes inconscientes 6a), 6b) y 6c) hemos tratado ya


suficientemente en el cuerpo de la obra (y en otras obras nuestras). De los
impulsos y efectos reprimidos en algún grado diremos que tienden a
proyectarse y a invertirse (a convertirse de positivos en negativos y a cambiar
de signo) y así mutarse de amor en odio, de deseo en aversión, etc., y su
objeto, de atractivo o gratificativo en persecutorio, lo cual pone en
movimiento a su vez los mecanismos de defensa en una verdadera espiral que
va trasformando el objeto latente del deseo y produciendo un progresivo
alejamiento de la realidad en el sujeto y una conducta desajustada y
desadaptativa respecto de los objetos patentes y reales.

El objeto latente deseado, o el acceso a él, su posesión y su disfrute, puede


producir culpabilidad o temor a un castigo superyoico; si estos últimos
sentimientos prevalecen, entonces el objeto latente viene rechazado
aversivamente como peligroso y se montan y movilizan los mecanismos de
defensa contra él, o la agresividad tiende a destruirle; y si, por alguna razón y
a otro respecto, este objeto hubiese sido percibido y sentido como «bueno»,
la defensa, el rechazo y la agresividad contra él le convierte, a su vez, en
objeto persecutorio y culpabilizador.

De ahí la variedad de paradojas del deseo y del afecto y las reacciones


sadomasoquistas, evasivas y destructivas de la propia felicidad o éxito (es
decir, totalmente desadaptadas de los procesos reales) que se observan en
algún grado en gran número de sujetos, que desean vivamente y a la vez se
prohiben el objeto de su deseo, o lo destruyen, pero experimentando una gran
culpabilidad; o no lo destruyen, sino que exageran su veneración y respeto
hacia él, pero sintiendo una intensa agresividad reprimida que le convierte en
persecutorio, al tiempo que se le someten y renuncian a todo comportamiento
afirmativo y propio, quedando a merced de los vaivenes inconscientes de
deseos desviados, cambiados de signo y fantasmáticos. Agresividad que,
reprimida o desviada, tiende a somatizarse produciendo estados orgánicos
patológicos, perturbadores de la actividad profesional o amorosa y
simbólicamente expresivos. (Cfr. M. Boss, Körperliches Kranksein ais Folge
seelischer Gleichgewichtsstörungen, Huber, Berna, 1956).

Toda estructura neurótica o psicótica de personalidad podría decirse (y así se


ha dicho efectivamente) que es el montaje de mecanismos de defensa contra
objetos latentes irrealmente construidos, pagándose así el precio de una
antieconomía de los deseos reales y realmente colmables, en forma de la
paradoja que caracteriza a tales desorientaciones del deseo. Paradoja de la
que ha de hacer insight el paciente para rechazarla y remodelar la economía
afectiva y póthica de su personalidad, no ya de acuerdo con las proyecciones
inconscientes infantiles, sino con la percepción y la valoración adulta del
objeto.

A veces, el objeto latente puede estar constituido por estímulos de los


esquemas motores inconscientes (y esto explica algunas de las fijaciones en
objetos parciales obsesivos): en estos casos, se daría una represión de la
satisfacción directa del deseo (agresivo o erótico) y su sustitución por una
actividad capaz de producir unos movimientos corporales o sensoriales
equivalentes a los que produciría la actividad satisfactoria prohibida. Serían
casos de desplazamiento segmentario del deseo del objeto prohibido a un
objeto constituido más bien por el movimiento necesario para disfrutarlo en
la forma prohibida, sólo que sin la presencia culpabilizadora del objeto
propio (latente o manifiesto); por ejemplo, el caso que cita Ferenczi de
aquella paciente que sustituía la masturbación por el acto de tocar el piano
(acto que, a su vez, lo sentía prohibido y culpabilizador). Estos esquemas
motores podrían catalogarse como sigue:

Movimientos simbólicamente agresivos (apretar el gatillo de una


escopeta de caza, cortar carne, talar árboles).
Sentimiento de tensión en los miembros (pescar, lanzar pesos, escalar,
etc.).
Balanceos de todo el cuerpo o de alguna parte de él (de significado
criptoerótico).
Posturas del cuerpo o de la pelvis y las extremidades inferiores
larvadamente coitales (como las de la lucha, tan frecuentada por los
púberes por este motivo).
Cualquier actividad que produzca movimientos reflejos asociados
accidentalmente a determinadas satisfacciones tabuizadas.
Impresiones cutáneas en distintas partes del cuerpo (el roce en los
genitales al trepar por una maroma, es el más frecuente y característico).
Movimientos orales.
Presiones anales o en la zona anal.
Reflejos olfativos y oculares (como mirar fijamente algo, en recuerdo de
la expectación de la escena primordial).
Movimientos que, con otros fines, tienden a producir excitaciones
genitales, en general.

Así, la actividad y su simbolismo inconsciente pueden intercambiarse y


tender obsesivamente tanto a una actividad coital, como sustitutivo y drenaje
de la agresividad (posturas de lucha y agresión de la pareja), como al
contrario, frecuenta la lucha y el contacto corporal agresivo como modo de
dar satisfacción al deseo erótico reprimido de tomar contacto corporal sexual;
depende del objeto latente del deseo más culpabilizador y más prohibido en
cada caso.
Pero todo ello explica la tendencia obsesiva a frecuentar determinados
deportes o actividades, cuyo atractivo no se explica a nivel consciente.
Porque además estos esquemas motores no suelen ser los que corresponden a
una actividad adulta (sexual o agresiva), sino a una actividad infantil, propia
de los estadios tempranos de la libido, como la de succión, la de retención
anal, la masturbatoria o la que hemos aludido de mirar fijamente, espiar y
escuchar a través de los tabiques, restos de la curiosidad infantil por las
relaciones íntimas de los padres, insuficientemente satisfecha y fijada en
aquel estadio. Tales fijaciones pueden originar «vocaciones» científicas o
deportivas intensas y tenaces, como la de entomólogo, la de experimentador
de laboratorio o la afición por ciertos tipos de caza o de pesca. La pesca a
mano tendría fuertes connotaciones inconscientes y simbólicas. O la
preferencia por ciertos alimentos no dependería de su sabor y menos de sus
valores dietéticos, sino de los movimientos y posiciones de la boca que tales
alimentos requieren para ser ingeridos: succión o agresión masticatoria típica,
por ejemplo, en la degustación de crustáceos.

No hemos querido significar que toda «vocación» del tipo de las aludidas ni
toda preferencia deportiva o alimentaria tengan estas motivaciones, lo que sí
hemos podido comprobar es que en un 77 por 100 de los procesos se da algún
componente de este tipo, por leve que sea, que tiende a acentuarse cuando la
afición o la preferencia adquiere caracteres obsesivos, excluyentes de otras
aficiones, cíclicos o repetitivos (en estos casos el porcentaje asciende al 100
por 100).

Los mecanismos de defensa que inconscientemente manipulan la relación


objetal, los aspectos del objeto y las posiciones del sujeto respecto de él, en
sus modalidades más básicas e infantiles (pero que actúan en ciertos casos
como perturbadores del deseo adulto) consisten en la idealización, la
disociación, y la negación, por lo que se refiere al objeto, y en la
omnipotencia y la identificación proyectiva, por lo que se refiere al sujeto
mismo del deseo. Si se tiene en cuenta su influjo en los procesos de conducta,
se clarificarán muchas paradojas de la «psicopatología de la vida cotidiana»,
así como de las perturbaciones más profundas de personalidad.

En realidad, el objeto «en sí» no es perceptible (no hay propiamente «objeto


en sí»), sino que la estructura material de las realidades sirve de pantalla
proyectiva a elementos inconscientes, es investida por ellos y por las
emociones que constelan, y adquiere, al hallarse en una situación concreta,
unos valores que no son ni objetuales ni subjetivos, sino objetivos y mediales.

De ahí que los objetos del deseo (o los modos de tender a ellos) presenten sin
excepción componentes más o menos larvados de un inconsciente irreal, y
hasta infantil y mágico, que siempre presenta un riesgo de fijación en ellos.

El deseo incolmable (o el no poder alcanzar nunca la satisfacción definitiva


de un deseo) no se debe a que los objetos reales sean incapaces de
satisfacerlo propiamente, sino a que la estructura misma del deseo, que
procede del desfondamiento radical humano y de su inconmensurabilidad con
cualquier situación o entorno real dados, deseo que constantemente exige
más, mejor y distinto (y hasta lo totalmente otro), tiene por consecuencia que,
en realidad, no se dé nunca un deseo de un objeto real determinado, sino que
éste es siempre una mediación dinámica y sustitutiva de un término del deseo
que no puede concretarse en objeto alguno. Pues el deseo procede de algo
más radical y total que la mera tendencia a satisfacer una necesidad en un
objeto concreto: no es la «respuesta» a un «estímulo», sino el postulado de un
modo de darse los estímulos que nunca se produce desde el polo de la
realidad, sino que es «puesto» o completado por el psiquismo humano (por el
deseo mismo) desde sus niveles arcaicos e inconscientes.

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