La Vitalidad Personal Vida Monastica Cuadernos Monastico
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La Vitalidad Personal Vida Monastica Cuadernos Monastico
A. M. BESNARD, OP
En efecto, si miro cómo evoluciona cada uno en el seno de la vida religiosa, tal cual se presenta
ante nuestros ojos, compruebo una singular promoción de las personalidades. Digo singular,
para emplear a propósito un adjetivo ambiguo. Es innegable que estamos en la época del
desarrollo de las personalidades: El Concilio ha visto en esto un movimiento de cultura
significativo y en sí bienhechor (Gaudium et spes, n. 31). También una necesidad social: las
múltiples responsabilidades -y esto vale también en adelante para muchos religiosos y
religiosas- forjan tales personalidades, desarrollan el espíritu de iniciativa, requieren autonomías
funcionales que llevan consigo modos más flexibles de obediencia. Se ha comprendido, y con
razón, que esto es un ideal evangélico y una condición de la vitalidad de la Iglesia: se alienta a
cada uno a desarrollar sus dotes personales bajo la moción del Espíritu para servicio de todos.
Persiste, sin embargo, una perplejidad, y en ella precisamente se manifiesta la ambigüedad. ¿En
qué queda entonces ese renunciamiento personal tan riguroso exigido por Cristo? No soy de,
aquellos que plantean insidiosamente una pregunta para probar que el árbol de la renovación no
es bueno ya que produce frutos tan dudosos. Planteo la pregunta como una cuestión cuya
solución no está a nuestras espaldas, en ciertos ejemplos poco convincentes de un pasado muy
próximo, sino por delante de nosotros, en una búsqueda imperiosa que no podemos eludir. ¿Qué
significa el morir a sí mismo, para la personalidad desarrollada del hombre moderno en las
sociedades progresadas? Si las disertaciones tradicionales sobre este tema ya no hacen
reaccionar, es en gran parte porque no se ve que respondan a la actual situación.
Por otro lado, si considero de qué manera la vida religiosa padece el choque de la vida moderna,
en cuya corriente se ve arrastrada, descubro perspectivas inquietantes: Nada menos que la
amenaza de disolución de la vida religiosa, renovada o no, por la fuerza de las cosas y de las
situaciones. Los ritmos de las actividades urbanas, las sobrecargas profesionales, las corrientes
arrolladoras de la información, las formas de esparcimiento, etc., hacen poco a poco del
religioso o religiosa una molécula que se deja llevar como los demás. Algunos hacen de esto
una espiritualidad, lo cual puede sostenerse a condición de que no sea la del perro muerto
arrastrado por la corriente, sino un tomar cuenta de sí y un combate.
47
De Vie Consacré Nº 4 – julio-agosto 1972. Tradujo: Hna. Lía Carlota Barilari, osb. Abadía de Santa Escolástica.
En realidad, este combate es el que espera a todo hombre en la sociedad actual: ¿En qué queda
entonces su personalidad? Acabamos de decir que es desarrollada, pero al mismo tiempo (y es la
paradoja de la sociedad de consumo) se niega, se mutila, se inhibe a esta personalidad. Una
crisis de identidad afecta a quienquiera se asigne un proyecto que no sea el simple reflejo de las
condiciones de vida que el sistema le impone. En el religioso o la religiosa, esto se traducirá por
un cuestionamiento de su celibato consagrado, por la pérdida del sentido de la oración y de
muchísimas otras cosas.
Muchos piensan que sólo transformaciones profundas de las estructuras sociales, podrán
permitir al hombre recuperarse para sí mismo. Pocos son los que se dan cuenta que es preciso
considerar los dos extremos de la cuestión y que la transformación de las personas no será la
simple consecuencia de una revolución. Hay que hacer otra cosa, como lo ha reconocido
recientemente el sociólogo Georges Friedmann: “Las malas instituciones no son las únicas
responsables de los ‘límites del factor humano’. Al mismo tiempo que sobre el contexto físico,
psíquico y social, se ha de reflexionar sobre el hombre y promover la acción a partir del
hombre”48.
Entonces, volvemos siempre a la misma pregunta: ¿cuál será el ser (y de qué género, de qué
especie rara) que se sienta capaz de llevar a cabo, con un alma verdaderamente evangélica, las
tareas ambiciosas y los proyectos atrevidos que la mayor parte de los institutos religiosos se han
asignado en su entusiasmo post-conciliar? Comprendemos bien que no es cuestión de querer en
primer término modificar esto o aquello, inventar nuevas disciplinas, agregar nuevas
exhortaciones más hermosas que las precedentes: “las Hermanas pondrán empeño en...,
recordarán que..., se sienten dichosas por esto o por aquello”. La cuestión es mucho más radical:
¿quién en concreto se empeñará, recordará, se sentirá dichosa? ¿Quién se pone en oración,
prepara un curso, toma parte en el capítulo de la comunidad? ¿Quién pronuncia sus votos? Al
ver con qué rapidez, a veces, los que los han pronunciado piden ser dispensados de ellos, y con
qué tranquilidad de espíritu pasan a otra cosa completamente distinta, uno se pregunta si esas
personalidades sucesivas no son figuras sin cesar cambiantes de un sujeto que se ignora a sí
mismo (Y que por ese motivo merece misericordia), de un Yo-Proteo49.
Planteamos aquí esta evidencia que nadie podrá negar: Llegar a una conciencia más auténtica de
sí, como sujeto comprometido en la modalidad de esa Alianza nueva, que es la vida religiosa, he
aquí la condición primordial de nuestra salud humana y espiritual. Ahora bien, estimo que
estamos muy lejos de tener una visión clara de lo que esto implica. Nuestro lenguaje espiritual
(incluyendo el de nuestras constituciones) está repleto de declaraciones magníficas, pero la
tradición concreta que nos habla con este lenguaje, es incapaz de suministrarnos los medios
adecuados para practicar estas cosas. A fuerza de decir y de no hacer, no por hipocresía sino
porque no se sabe cómo llegar a realizarlo, las mejores voluntades se desaniman.
He empleado la expresión conciencia de sí mismo. Nada más común y, por otra parte, más
difícil de captar. Quisiera sin embargo mostrarles que el nudo de la cuestión está allí y que se
trata, nada menos, que de una transformación radical de esta conciencia de sí. Todo, en nuestra
civilización, la desarrolla y la exacerba. Se hace lo posible para halagarla y se la vuelve
quisquillosa y antojadiza. También, todo poder trata de conciliársela o incorporársela: es un
mercado indefinido que los mercaderes de lo imaginario, de la información, de la ideología, se
esfuerzan por acaparar. El resultado es que tiende a reducirse a lo “mental”, pantalla móvil en la
que se proyectan las ideas y sus asociaciones, las imágenes y las opiniones; lugar respetable,
48
La Puissance et la Sagesse. Paris, 1970, p. 148.
49
H. J. LIFTON, Protée ou l’homme contemporain, en Analyse et Prevision, t. III, n. 1, enero 1967, pp. 35 s.
también, de las preocupaciones y las representaciones de cosas que hay que hacer, ver o decir.
Ciertamente, en medio de esta película incesante y ruidosa, llegamos mal que mal a seguir las
pistas de algunas ideas verdaderas o de algunos juicios sólidos, pero esto constituye un
rendimiento intelectual bastante mediocre. Y ¡qué decir del rendimiento espiritual!: en este
campo así reducido, la Palabra de Dios, los símbolos sacramentales, las convicciones
espirituales se reducen a sombras chinescas, a ideas que se agitan hasta el día en que,
distorsionadas por la exigüidad y la chatura de este espacio mental, toman modalidades
absurdas: entonces se las deja de lado.
Este estado mental agitado, está surcado perpetuamente por descargas afectivas incoherentes.
Porque obligados a hacer buen papel en un ambiente social o profesional, donde reina un
consensus de objetividad racional, sin embargo seguimos siendo la presa de todos nuestros
demonios familiares (el miedo, la necesidad de seguridad, el deseo de ser aplaudido, etc. que
traicionan y ocultan las configuraciones atormentadas de nuestro inconsciente. Nos denuncian
como centrados en nosotros mismos. No convenimos en ello de buena gana, y eso agrega a ese
primer mal, el de permanecer en estado de mentira: realizamos actos de una vida de abnegación
para con los demás, de piedad, de obediencia, etc., pero en realidad son más o menos engañosos.
Estamos tan bien identificados con nuestro personaje que no queremos que desaparezca porque
entonces tendríamos la impresión de desaparecer junto con él. Así, cuando se nos habla de
renunciamiento, como no tenemos otra experiencia que la de este yo mentalizado y narcisista,
experimentamos un reflejo de repulsión; o más bien este mismo yo, habiendo monopolizado
hipócritamente toda palabra, protesta que no quiere saber nada con esta locura inhumana.
La paradoja de nuestra época radica en que tenemos que vivir en el seno de un mundo cada vez
más objetivado, aun en sus relaciones interhumanas, mientras que vamos arrastrando en todo
momento una subjetividad exacerbada, cuya desdicha consiste en tener que representar siempre
una comedia, que no acertamos a poner en claro. Y en el mismo instante en que reivindicamos
el desarrollo de nuestra personalidad, desconfiamos, por ejemplo, de la oración porque decimos
que tenemos miedo de ceder a los caprichos de la subjetividad; damos mil vueltas para no
intercambiar entre nosotros el menor elemento de experiencia evangélica, porque sería caer en
el subjetivismo, etc., etc. .
¿Es posible entonces que no distingamos la contradicción absurda en la que nos encerramos?
¿Por qué no mirar más de cerca de qué asunto se trata cuando uno vive su subjetividad sin
nombrarla o cuando se la repudia tan pronto como hace ademán de presentarse a cara
descubierta? ¿Llegaremos por fin a saber quiénes somos? ¿Quién es el que experimenta esos
sentimientos que alimenta bajo la máscara, y que tiene miedo (y ¿por qué tiene miedo? ) de
reconocerse francamente como el sujeto en la oración, en el compartir, en la experiencia
evangélica?
No quiero entregarme aquí a un análisis sacado de alguna de las ciencias psicológicas, hoy
desarrolladas. Tales ciencias tienen muchísimas cosas que enseñarnos pero no tengo ahora
tiempo para referirme a ellas. Por añadidura, son pocas las personas calificadas para llevarlas a
buen término. Por el contrario, mientras existimos, todos tenemos que avanzar por el camino de
la transformación personal y necesitamos para esto puntos de referencia empíricos. Voy a tratar
de describir algunos de esos puntos de referencia, en un lenguaje de parábola (expresamente
querido), pero susceptible de provocar una puesta en marcha.
¿Quién soy? “Yo”, respondo sin duda inmediatamente. A ese yo apresurado en responder
llamémosle EGO. ¿Quién es EGO? Me doy cuenta de que en el fondo no puedo responder a
semejante pregunta. Lo más que puedo hacer es contar la historia empírica de este EGO; es
evaluar su comportamiento, optimista o pesimista, feliz o desdichado, abierto o cerrado,
temeroso o valiente, etc.; es describir sus ocupaciones: le gusta la música o le fascinan las
novelas policiales; está obsesionado por la contaminación del aire o pasa muchas horas en
preparar vidrieras, etc. .
EGO es un producto de las circunstancias; pasó por ellas como pudo, se enfrenta día tras día con
las exigencias de su vida, con más o menos éxito, pero en una especie de condición servil,
porque nunca supo exactamente cuándo nació y ni siquiera si había nacido de veras, es decir, si
había dicho verdaderamente sí a la existencia, de esa manera única que es propia del hombre. En
este sentido, EGO soy yo, ese pobre diablo a quien yo no debería vilipendiar.
EGO, es el niñito que fui; marcado por los miedos internos y las prohibiciones externas; es la
suma de los conflictos sepultados en el inconsciente, y es por lo tanto el individuo estigmatizado
por las diversas contracturas neuróticas resultantes de esos conflictos y que son su desenlace
azarosamente improvisado.
EGO es el personaje que fue y será siempre necesario aparentar en la vida social; es aquel que
debe “quedar bien” en toda clase de situaciones sin llegar a estar nunca a la altura de las
circunstancias (y quedándose muy corto a veces). Es aquel que debe ingeniárselas para no
“cambiar el semblante”, ese rostro un poco crispado que ya no puede abandonar, pues se lo ha
compuesto con mucho trabajo. EGO, es aquel que, obligado a múltiples relaciones con el otro,
es incapaz de vivirlas, todas, o de vivirlas bien, o de vivirlas a fondo, e invierte una energía
psíquica considerable en compromisos, defensas, precauciones y agresividades.
EGO es una cara, y es (perdónenme el juego de palabras) una careta, una apariencia a la que le
falta perpetuamente lo que sería su profundidad, su quilla, su estabilidad, su certeza. Pero, ¿qué
cosa le falta? ¡Si fuera capaz de saberlo ya estaría salvado en parte! Mas lo ignora y por eso
arrastra una ansiedad, un malestar permanente, que le es preciso compensar o hacer olvidar.
Esto le da rasgos tiránicos, muy subterráneos. Una sola cosa cuenta para él: su
autoconservación, su autojustificación, su autosatisfacción. Disimuladamente se convierte en un
vampiro: tiende a saquear todos los momentos de mi propia existencia y a utilizarlos para
encontrar en ellos su seguridad o su gloria, para buscar en ellos una conciencia de sí que cree
encontrar, en efecto, pero que no es más que un engaño.
En realidad, decir todo esto no es muy original. Pero lo que me parece original en nuestro
tiempo, lo que se me presenta como capaz de ser una verdadera revolución en nuestras vidas, es
decidirse a vivir estas cosas que son conocidas y decidirse sabiendo a lo que uno se expone y se
compromete. No se trata de nuestra santificación personal, en el sentido disyuntivo que ha
tomado la expresión y que implicaba en el lenguaje corriente no sé qué alternativa que excluía el
tomar a su cargo la salvación de todos. No se trata de búsquedas místicas, de descensos a
fabulosos reinos interiores, de esoterismo espiritual, en el sentido en que todo esto puede
aparecer como pasatiempos de ociosos un tanto enfermos (alibis del EGO) para eludir la
participación en los verdaderos dramas del hombre contemporáneo. Pero las situaciones
extremas en que nos acorralan estos dramas, y que bien podrían tornarse trágicas en nuestra
sociedad en crisis, nos ofrecen al mismo tiempo una oportunidad de encontrar nuevamente el
verdadero sentido de nuestra transformación personal. Es ésta una responsabilidad grave para
cualquiera que la vislumbre; es una tarea quizás heroica, pero posible (y quererla con tenacidad
puede ser una de las características del sujeto que entra en la vida religiosa); en todo caso, es
una de las condiciones esenciales para que todas las otras transformaciones, evoluciones o
revoluciones, que nuestra razón histórica nos hace estimar como necesarias, no se conviertan en
un callejón sin salida, donde multitudes enteras caerían en la trampa.
Sería yo un extraño individuo si después de afirmaciones tan fuertes eludiera la pregunta que
aflora a vuestros labios: ¿qué tenemos que hacer? En efecto, hay algo por hacer y un camino por
recorrer. Puesto que llegamos al terreno de la práctica, ante todo preguntémonos: ¿Quién va a
hacer este algo? ¿Qué instancia eficiente pondrá por obra la liberación de PAIS parasitado por el
EGO, para preparar así el advenimiento del UIOS? Esta instancia no es ninguna de las tres
precedentes; llamémosla BOULE, de una de las palabras griegas que significan la voluntad.
BOULE es nuestro libre albedrío, es la conciencia instantánea que compromete tal o cual asunto,
que orienta en tal o cual dirección, que decide ejecutar tal o cual acto. Es nuestro consejo
personal al cual dice la Escritura que Dios ha remitido al hombre (Si 15,14), no en el sentido de
consejero no responsable, sino de instancia deliberativa para analizar la situación y tomar
medidas en consecuencia50. La complejidad de la vida moderna ha acrecentado la necesidad y la
multiplicidad de tales consejos, a todos los niveles de decisión colectiva. Pues bien, afirmo que
serán necesarios consejos que presten mucha atención a los problemas que plantea la
indispensable y difícil transformación personal. Pero porque esta transformación es personal,
ningún otro consejo puede ser, en último término, eficaz sino el de la persona misma en su
conciencia viva. Ahora bien, nuestra BOULE (voluntad) puede tomar la decisión de obrar de
manera eficiente para la transformación personal sólo cuando está convencida de su necesidad e
instruida acerca de los medios de su realización.
—por las situaciones sin salida de más en más dolorosas en las que se debate EGO, que nos
obligan a interrogarnos nuevamente sobre qué es lo que buscamos en la existencia, sobre la
manera cómo vivimos, sobre lo absurdo de ciertos comportamientos o el sentido de otros
que hemos descuidado, etc.
50
No se trata de una instancia “voluntarista” que decide ciegamente sin reflexión o con empecinamiento, sino de lo
que torna eficiente nuestro designio de convertirnos en auténticos vivientes.
—por la aspiración de PAIS de asomarse a través de la máscara de EGO y recuperar su
herencia, aspiración furtivamente sentida quizás, pero un tanto irresistible, porque nuestra
vitalidad natural profunda se lanza enteramente en ese sentido.
—por la esperanza teologal de devenir UIOS, esperanza que pone a algunos en un camino
de transformación personal, por pura y recta obediencia a lo que les parece que Dios les
pide, y sin preocuparse por la naturaleza de dicho camino.
Entonces, ¿qué es lo que hay que hacer? Esencialmente, tres cosas que contienen muchas otras:
Dejar caer: es la expresión de los hippies americanos para significar que se “desolidarizan” de la
sociedad de consumo. Están hartos de ella y se vuelven hacia otra parte. No discuto aquí si
tienen razón o no: tomo esta actitud contemporánea como una imagen psicológica bastante
exacta de lo que el cristianismo llama conversión (metanoia). Ahora bien, me gusta mucho
traducir por “dejar caer”, uno de los términos tradicionales del vocabulario bautismal.
Habitualmente se traduce como “despojar” o “dejar” al hombre viejo (cf. Ef 4,22). Yo digo
“dejar caer”. ¿Por qué? Porque la imagen es sugestiva y nos ayuda desde ya a ponernos en
camino (por otra parte, era expresada con gestos por los catecúmenos de la antigüedad quienes,
en el momento de descender a la piscina bautismal, dejaban caer literalmente sus vestidos que
simbolizaban al hombre viejo).
Lo primero que hay que hacer es dejar caer a este EGO, a la vez tiránico y desdichado
(desdichado en el fondo, aun cuando se goza en la superficie). Cualquier otra táctica corre el
riesgo de no llegar más que a dejarse recuperar por él, porque lleva más de una astucia en su
alforja. Gracias a sus complicidades con nuestro inconsciente, es perfectamente capaz de
afianzarse precisamente por aquello con lo que queremos humillarlo y de engordar con lo que
nosotros creemos hacerlo morir de hambre. Por otra parte, al dejarlo caer, tenemos la
oportunidad de suministrar un poco de aire a nuestro PAIS oprimido, permitirle cierta vitalidad
y tomar la delantera. Es verdad que EGO, con sus poderosas apetencias, sus inquietudes
devoradoras, sus innumerables caprichos, nos parece una tela de araña tan bien tejida que, en un
primer momento, no acertamos a ver cómo escapar de él. Pero en realidad hay en EGO una
debilidad radical: no sobrevive sino poniéndose en guardia. Tan pronto como BOULE logra
“dejar caer” tal o cual defensa, EGO pierde la careta: puedo comenzar ya a identificarme con
PAIS.
Descendamos aún, más modestamente, a lo práctico. Con buen número de espíritus
contemporáneos, estoy persuadido de la unidad psicosomática de nuestro ser (más aún
¡pneumo-psico-somática!). Imposible entonces operar sobre lo espiritual sin obrar sobre lo
psíquico y sin obrar con el cuerpo. Y el menor ejercicio consciente del cuerpo o de la psiquis
tiene una nobleza y una importancia tales que lo tornan precioso para las más altas ambiciones
del espíritu.
Para darnos una simple idea de la manera como EGO modela nuestro personaje, “dejemos caer”
los músculos de la cara, lo que justamente se llama la máscara. Deponed la máscara,
distendiendo esa vuestra máscara: el juego de palabras es sugestivo. Por otra parte, eso no es tan
sencillo, y algunos necesitan un verdadero aprendizaje de relajación para conseguirlo.
Descubriréis entonces el estado de crispación en que vivís, desde la mañana hasta la noche. Y al
tratar de sentir por dentro vuestro rostro distendido, tenéis la impresión de ser, en cierta forma,
otra persona. Sí, un poco menos EGO y un poco más PAIS, si el ejercicio físico se vuelve un
ejercicio psíquico y por último, espiritual.
De una manera decisiva, convendría ejercitarse en “dejar caer” el peso del cuerpo en lo que los
japoneses llaman el hara (el lugar del vientre) a fin de asentar nuestro ser en un verdadero
centro de gravedad: nuestro ser físico que arrastra consigo a nuestro ser psíquico. Ese “dejar
caer”, en el plano del ejercicio deliberado, es lo contrario de un desplomarse, es un reajuste de sí
mismo en posición firme.
¿Iré aún más lejos? Advierto simplemente que tales caminos implican una iniciación cualificada
y, por fin, es importante decir que ciertos ejercicios de silencio, convenientemente proseguidos,
son una manera eficaz de “dejar caer” a EGO. En la línea de las prácticas más tradicionales y al
alcance de todos, este ejercicio puede concebirse como la búsqueda de la pureza de intención.
Para quien no tiene ningún conocimiento de su propia complejidad interior, tal búsqueda es
ilusoria y parece alambicada; sería, por otra parte, prontamente trastocada por EGO, a su favor.
Pero para quien tiene el discernimiento de su propio espíritu, la búsqueda tiene un sentido, y
proseguirla es arduo.
En todo esto, hay que ejercitarse. Ejercicio: la palabra hace sonreír y la cosa repugna. Este fue
mi caso también por mucho tiempo porque todos los ejercicios que me proponían me parecían
artificiales, productos de una racionalidad criticable o de una tradición que a lo largo del camino
había perdido su savia, más que frutos de una experiencia sapiencial del ser-hombre. Por
caminos que sería demasiado largo explicar aquí, descubrí que había cierto tipo de ejercicios
profundamente naturales que ubican al ser en su lugar y en su equilibrio. Pero aun algunos de
esos ejercicios requieren un ocio favorable y nuestros contemporáneos se sienten pronto
culpabilizados cuando parece que destinan, para prácticas aparentemente sin utilidad inmediata,
los momentos que ellos suponen destinar al servicio de los demás, a sus tareas, a sus relaciones.
A decir verdad, si hay alguna culpabilidad es la del EGO, y tan pronto como se ha comenzado a
ponerlo en su lugar, el espíritu está más libre para ver más sanamente las cosas. Observamos
entonces que la mayor parte de aquellos que pretenden no disponer de ningún momento para sí
(salvo algunas excepciones de seres admirables no poco adelantados en los caminos de la
santidad) se ven obligados de hecho a descubrir algunos de esos momentos: los llaman
distensión, distracción, liberación, pero tienen tanto mayor necesidad de ellos cuanto más
sobrecargados están. En esas condiciones ¿por qué no elegir como distensión un tipo de
ejercicios que, por austeros que parezcan, contribuyen a la larga a equilibrarnos y, devolvernos
un uso mejor de nuestra humanidad?
Se comprende, por otra parte, que el ejercicio específico nada vale si sólo consiste en una
sucesión de actitudes singulares tomadas a “intervalos”: sólo tiene sentido cuando permite poco
a poco prolongar, a todos los instantes de la jornada, la actitud correcta que instaura.
Siguiendo estos caminos podemos llegar a que nuestro EGO languidezca progresivamente y
ceda el lugar a PAIS. Estos caminos son perfectamente practicables en las condiciones de vida
del mundo moderno, No digo que sean espaciosos y confortables: nadie tiene el poder de
desembarazarlo a Ud. de su EGO sin esfuerzo y dolor, y si alguno pretendiera tener la receta, no
lo crea. Pero no son sin embargo caminos dificultosos y escarpados: la ascesis auténtica y útil es
experiencia de desahogo, de plenitud y de real alegría.
Fortalecer a PAIS
Los ejercicios que nos permiten dejar caer a EGO, también nos permiten aprender cómo
comportarnos de manera justa en la existencia. Esta manera justa es, ante todo, una actitud de
todo el ser (incluido el cuerpo) que consiste en acoger toda la realidad del momento y de la
circunstancia presente, apoyándonos en una fuerza interior que siempre nos es concedida.
Entonces podemos responder a la situación por una acción apropiada. Releamos el Evangelio y
veremos que Jesús en efecto vivió así.
Hablo de una fuerza interior que siempre nos es concedida, quiero decir que siempre es
concedida a PAIS, no a EGO. Porque sólo se le concede a quien ha superado los miedos,
incluido el miedo a la muerte; a quien no se busca más a sí mismo sino que quiere ser el
perfecto servidor de la vocación recibida. A éste, jamás lo dejará falto su Creador de la energía
que necesita para cumplir aquello a que lo destinó. Esto no quiere decir que le ahorrará todo
sufrimiento, todo fracaso y la muerte, sino que en el momento en que su camino tenga que pasar
por el sufrimiento, la derrota o la muerte, franqueará ese paso con nobleza, de una manera justa,
con la cual dará gloria a Dios. Porque hablar de PAIS como de nuestra verdadera personalidad,
no es hablar de una especie de superhombre o de Prometeo. Hacer alarde de tener músculos de
acero, poderes secretos, niveles de conciencia excepcionales, es charlatanería. Nuestra ambición
es a la vez más sublime y más humilde: restaurar en nosotros nuestra humanidad sencilla y
fuerte a semejanza de la de Jesús de Nazaret.
La fuerza que experimenta PAIS no es, por lo tanto, un poder para dominar o triunfar, sino una
capacidad para aceptar cada coyuntura y situarse correctamente en ella. Capacidad que nos hace
vivir en el presente y con una mirada más penetrante de la situación, y a la que EGO, con todas
sus pretensiones, no puede alcanzar. Esta es la contraprueba que nos permite estar seguros de
que es PAIS quien comienza a obrar en nosotros: su presencia en el mundo, su adaptación a
cada circunstancia, su atención a los demás, etc. PAIS no es nuestro doble sublime que acaso
planearía en el éter: es aquel que comienza por fin a estar en el mundo.
No me alcanza el tiempo para hablar de la respiración como ocasión de un ejercicio posible (en
el sentido definido más arriba) para esta etapa y como índice de lo justo de nuestra actitud. Y, en
el otro extremo de nuestro ser, de la apertura al Espíritu que nos es dado precisamente para que
nos conduzca por el camino de esta transformación. Pues el Espíritu es el maestro de la suprema
exactitud, que inspira en las circunstancias delicadas, la única actitud verdaderamente correcta.
Ahora bien, abrirse al Espíritu no es, como lo pensamos, una bella fórmula sin contenido
posible; es un acto preciso y que se ejercita especialmente en la oración.
A propósito de esto, cuando nos quejamos de que, en la oración, Dios nos parece ausente,
digámonos más bien que Dios nunca va a estar allí para el EGO que busca emociones, aunque
tenues, u oráculos -llámenseles inspiraciones o luces- o tranquilizantes para su culpabilidad. Y
suponiendo que EGO encuentre un Dios que lo deje contento en su oración, ¡mucho peor! ,
porque la ilusión es más terrible aún. Porque la ausencia de Dios, si se la experimenta con
sufrimiento y asombro, puede conducir a nuestro EGO a descubrir que quizás tiene que cambiar
para percibir a Dios siempre presente, siempre cerca cuando se lo invoca; tiene que dejar de
hacer esas comedias de las que tanto gusta EGO. Ese otro, cuando descubre a Dios, lo descubre
muy diferente de lo que EGO se lo imaginaba. Un Dios a la vez menos inmediato (menos a
nuestro alcance, menos complaciente) e indudablemente más próximo. Un Dios menos
“personal” a primera vista ( ¡pero la persona que nos imaginábamos implicaba tal proyección
del EGO, con sus pasiones y sus complicaciones! ) pero ¡al fin! el Dios santo. Un Dios que no
nos satisface tanto, pero que es el Amor.
Esta transformación es obra de la gracia, pero nosotros cooperamos con un sí desde lo hondo de
nuestro ser. Ese sí es preciso mantenerlo (como se dice de una nota mantenida por el arco). Se
mantiene en un silencio firme. Esta palabra “silencio”, extravía desgraciadamente a la mayor
parte en direcciones erróneas o secundarias: el mutismo o la taciturnidad, un mínimo de sonido
perceptible, una observancia o una disciplina. Y en cambio se trata ante todo de una experiencia
del espíritu, de un espacio en la más despierta conciencia, de una condensación de la verdad en
una especie de nube semejante a aquella con la que Dios se envuelve en la Biblia.
Ese silencio es para nosotros incluso el lugar donde se cumplen todas las palabras que nos son
dichas de parte del Señor, todos los sacramentos o signos sagrados que ponemos en práctica. La
experiencia cristiana es, en sustancia, una experiencia fuera del alcance habitual de lo sensible,
porque en este mundo “nuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3). Sin embargo
es una experiencia, estructurada por una parte por la palabra que entrega su anuncio y su
sentido, y por otra parte por ese silencio en el que lo más hondo del ser permanece en Cristo. Es
necesario masticar y guardar la palabra, es necesario palpar y mantener el silencio. Estas
también son cosas por hacer, y no hay por qué asombrarse en verdad, si aquellos que no lo
hacen encuentran que la palabra no les “habla” más y que los sacramentos, la Eucaristía en
particular, ya no les “dicen” nada. Es muy desolador, pero está dentro del más perfecto orden.
Para presentir, preparar, comenzar un silencio tal, existen también ejercicios simples y
practicables. Nos hacen descubrir que el silencio no reside al mismo nivel que las otras
actividades del espíritu, de manera que, con el entrenamiento, ese silencio subsiste aun cuando
uno se afane en muchas ocupaciones. Es como un cimiento sobre el cual nuestra vida activa
puede construirse con mayor seguridad y serenidad.
Un camino privilegiado para entrar a ese silencio puede ser la experiencia del misterio divino.
Quiero decir que hay palabras y actos de Dios que, si los consideramos atentamente, de ninguna
manera se agotan por las explicaciones racionales que se puedan dar de ellos. Semejantes al
Koan de los maestros del Zen, tales palabras hondamente acogidas e interrogadas con toda la
fuerza del espíritu, pueden hacernos desembocar súbitamente más allá de los conceptos y de los
discursos, en un silencio denso y casi temible donde, como en un estuche, fulgura y permanece
una verdad que se ofrece generosamente, pero que nadie puede llevarse en el bolsillo. Cada vez
que se la quiere volver a encontrar, es preciso repetir la ascensión. “Antes que Abrahán fuera,
yo soy”. “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos los hombres a mí”. “Quien me
ha visto, ha visto al Padre”. “Quien me coma vivirá por mí”, etc. ¡Cuánta necesidad tenemos de
que se nos enseñe algo más que meditaciones perezosas donde se enhebran “ideas” como perlas
de un collar! Antes bien, el camino del espíritu, que se distiende al máximo para aprehender lo
que le está destinado y que se le escapa, y que no percibirá sino después de haber franqueado el
muro de todos los sentidos posibles y haber encontrado la fisura que conduce a la verdad, más
allá del sentido: lo que da un contenido experimental a la palabra adoración.
Conclusión
Puedo concluir brevemente. Con relación a nuestro punto de partida, vemos ahora mejor cuál es
la personalidad que es legítimo incrementar en nosotros: la que asume PAIS al recuperar para sí
toda la trama de nuestro ser. Y vemos ciertamente cuál es el yo que debe morir: el EGO. No
quiere decir que la abnegación evangélica no le pida también a PAIS, algún día, que sacrifique
su vida, pero PAIS está dispuesto a ello en lo más hondo de su ser; puede vivir a fondo sin
inquietud ni culpabilidad porque sabe morir y sabe que resucitará como UIOS.