5 MEANA-Acompañamiento, Abusos de Poder, Conciencia

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El acompañamiento espiritual

y los abusos de poder y de conciencia.


Rufino J. Meana S.J.1

“El arma más poderosa en manos del opresor es la mente del oprimido”
(N. Chomsky)

Agradezco a la Facultad de Teología la invitación a participar en estas jornadas que


afrontan un tema esencial: la calidad de las relaciones entre las personas de Iglesia, tanto
ad intra como ad extra.
No resulta cómodo mirar al acompañamiento religioso focalizando la atención tan sólo
en los posibles abusos, obliga a mirar cara a cara a todo lo malo pudiendo llegar a
confundirse la mirada parcial con la mirada global. Por nuestro ejercicio profesional, estamos
acostumbrados a sortear este escollo; para un profesor de psicopatología es claro que hablar
del enfermar no es hablar de lo que es el ser humano, sólo de un posible aspecto de éste.
En este contexto, creo que conviene dejar claro desde el comienzo que vamos a hablar
solamente de un aspecto posible de la tarea de acompañar, el que alude a los riesgos de
entrar en una relación abusiva. Tanto a lo largo de nuestra experiencia personal como en las
décadas que llevamos en contacto con contextos religiosos, hemos tenido la fortuna de
encontrarnos con muchos buenos acompañantes: personas de Iglesia que, desde su
experiencia de Dios, el conocimiento adquirido a través de formación seria, la intuición que
sólo educa la práctica y la decencia moral son acompañantes, gobernantes o líderes
desprendidos de sí, anónimos místicos sin búsqueda de reconocimiento, evangelizadores
espontáneos y honestos, auténticos agentes de liberación personal; personas íntegras y
fiables. Es cierto que, con más frecuencia de lo esperable, también hemos asistido con
profundo desconcierto a otros modos de proceder sobre los que construimos las reflexiones
que ofrecemos a continuación.
Hemos de ser muy honestos, salvar lo mucho valioso que hay en el ámbito del
acompañamiento personal en la Iglesia Católica, no puede hacernos caer en la restricción
mental de no ver el gran problema, y reto, al que nos enfrentamos: separar el mucho trigo
de la abundante cizaña. Esto es algo que sólo podemos hacer desde dentro, con
determinación y olvidándonos de viejas fórmulas bienintencionadas que reiteradamente se
han desvelado como inservibles; es el reto que nos propone el Papa Francisco en multitud
de declaraciones oficiales.
El tema propuesto, “Acompañamiento Espiritual y Abusos de Conciencia”, es
extraordinariamente complejo porque, para hacer una exposición adecuada y completa,

Publicado en: AA.VV., Jornadas Teología: ‘Abusos de Poder y de Conciencia en la Iglesia’, PPC, 2023.
Al tratarse de la transcripción de una ponencia, el escrito no contiene las referencias bibliográficas oportunas en
un artículo. Hemos optado, sin embargo, por ofrecer al final la bibliografía consultada sobre la que se sostienen diversas
afirmaciones y constataciones.
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Profesor de Psicopatología Clínica en las titulaciones de Psicología y Criminología. Co-Profesor de la asignatura
Práctica del Discernimiento Espiritual en la Facultad de Teología de la Universidad P. Comillas.

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habría que aludir a diferentes temas, cada uno de ellos necesitado de atención exclusiva.
Relato algunos de ellos en forma de interrogantes que, a mi juicio habría que responder sin
apuro, tras serias reflexiones: ¿qué es acompañar?; ¿dónde están las fronteras entre
acompañamiento espiritual, formación, dirección de conciencia, gobierno, discernimiento,
liderazgo, consejería, conversación espiritual, amistad, simple charla entre adultos?; ¿qué
ocurre en una relación interpersonal donde una parte se reserva más que otra? ¿o no se
reserva?, relación en la que una de las partes tiene una autoridad per se o atribuida; ¿cuándo
alguna de estas relaciones se convierte en inadecuada, éticamente reprobable, en mala
práctica profesional?; ¿quién acompaña?; ¿quién pide (o no, simplemente, se entiende que
debe de dejarse hacer) ser acompañado y por qué?
Y, claro, al hilo de estos interrogantes habría que hablar de la preparación para
acompañar: la formación específica, la supervisión por parte de expertos para garantizar una
buena práctica. También sobre la idoneidad de los acompañantes: ¿quién selecciona a las
personas que van a acompañar y sobre la base de qué criterio?; toda persona con autoridad
de gestión ¿está cualificada humana y técnicamente para acompañar espiritualmente?; toda
persona con una experiencia personal de Dios, ¿está cualificada humana y técnicamente
para acompañar a otros?, etc. Podríamos seguir.
Todo esto son temas que giran tanto en torno a la calidad de la persona que se va a
dedicar al acompañamiento como en torno a la calidad de su preparación y a la calidad de
su práctica real en el día a día. Al tiempo, son cuestiones que aluden a algunas
características de las personas que son acompañadas, que podemos resumir en
‘vulnerabilidades’; bien sea por su constitución psíquica, su extracción sociocultural, su
situación en el marco de la institución en la que se encuentra, o, sencillamente, por su estatus
en comparación con el de la persona que acompaña desde cualquier otro punto de vista.
Gran parte de los interrogantes enunciados vienen siendo fundamentales en la
formación de profesionales que van a trabajar con personas desde hace décadas;
particularmente, en la de psicólogos o psiquiatras con conciencia ética. La pregunta que
hemos de hacernos en la Iglesia es si son igualmente cruciales, invitando a un discernimiento
serio, cuando hablamos de personas que acompañan y asesoran la vida de otros, tanto en
su dimensión espiritual como en sus aspectos humanos comportamentales.
Por último, en una completa y adecuada aproximación al tema que nos ocupa, no
podríamos dejar aparte el difícil tema de la responsabilidad corporativa: más allá de
asuntos legales (que exigirían un extenso tratamiento aparte), la responsabilidad ética y
religiosa que tiene una institución cuando permite que un individuo acompañe, avalándole
con palabras o con gestos (un nombramiento de formador, párroco, consiliario, responsable,
etc.); sobre todo, avalándole con silencios (en un ‘dejar hacer’, implicando que el tal ‘hacer’
es del agrado institucional). Sí, otorgando un respaldo explícito o implícito que le concede
una auctoritas que esa persona, quizás, nunca tendría sin ese aval institucional.
Responsabilidad corporativa frente a los abusos de conciencia, espirituales, de poder, frente
a dejación de funciones; un tema denso por sí sólo que pide ser reflexionado.
Evidentemente, no es posible abarcar aquí, en una ponencia, cada uno de estos
aspectos y algunos otros posibles, aunque, es cierto, solamente con enunciarlos ya estamos
expresando algo: existen, están ahí, son un reto poque, con demasiada frecuencia, son un
problema.
Efectivamente, nos vemos en la necesidad de seleccionar y de profundizar menos de
lo conveniente pero nuestro deseo es, al menos, contribuir a aumentar el campo de

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conciencia sobre la magnitud de lo que habríamos de afrontar sin dilación, con sosiego, pero
sin treguas. No sería poca cosa.

1. Acompañamiento Espiritual: el gran instrumento de la Iglesia.

La iglesia es una institución que tiene a la relacionalidad como piedra angular de su


estructura y funcionamiento; tradicionalmente, las relaciones interpersonales han sido
determinantes. Aquí vamos a utilizar el genérico ‘acompañamiento’ para referirnos a esta
relacionalidad, conscientes de que la denominación tiene sus limitaciones; nos resulta
adecuada para centrarnos lo que deseamos ir enfatizando. Se acompaña cuando se
mantiene una conversación espiritual, cuando se escucha la experiencia de Dios de otros o
cuando se da testimonio de la propia; cuando uno asiste al camino de conversión de otro
guiando y alentando; también cuando se confiesa o cuando se gobierna, dentro de los
ámbitos de Iglesia, utilizando el poderoso instrumento del discernimiento que interroga a
acompañado y acompañante para subrayar la presencia del Espíritu.
Verse bien acompañado es trastienda esencial de un camino de conversión que no
puede hacerse en soledad, el encuentro con el Resucitado se da en el marco eclesial.
Acompañar bien está tras la constitución de un Pueblo de Dios que camina unido en torno a
un pastor; tras la vida religiosa empastada por el voto de obediencia; tras el anuncio de una
buena noticia para muchos: no están condenados a vivir bajo el yugo del discurso de otros,
el de sus propios engaños o el de las tendencias e imposiciones sociales, sino libres de
cadenas, identificados con el modo de proceder de Jesús de Nazaret. Acompañar bien es
guiar por un camino de liberación que conduce a encontrarse cara a cara con el Resucitado,
verdadero acompañante en nuestro camino de perfeccionamiento en la compasión.
Hablar de dinámicas abusivas en el marco del acompañamiento toca,
inevitablemente, asuntos muy nucleares del modus operandi de amplios sectores de Iglesia
y es urgente hacerlo si deseamos, como nos insta el Papa Francisco, acabar con una ‘cultura
eclesial’ con demasiadas ambigüedades, manipulaciones, abusos de poder y asaltos a la
dignidad de individuos para poder adentrarnos en un modo de proceder que él mismo ha
calificado como ‘cultura del cuidado’.
Nosotros, aquí, vamos a identificar la cultura cristiana del cuidado con valores y
actitudes evangélicos. No podemos perder de vista que la misión de la Iglesia es anunciar el
Evangelio, colaborar con la Obra de la Redención promoviendo, en lo posible, el reinado del
modo de ser y de proceder de Jesús de Nazaret en nuestro tiempo; es decir, anunciando
una Buena Noticia para el tiempo presente a quienes que se sienten indignos, a los que se
ven cautivos de otros, a quienes sufren tormento físico, psíquico y/o espiritual. Un Reino en
el que la compasión es piedra angular de toda relación humana y de sus estructuras sociales.
Parece claro que es contrario al anuncio evangélico -por tanto, a la misión de la
Iglesia- toda actuación que traiga como resultado la aparición de personas mancilladas en
su dignidad, más prisioneros de otros o más atormentados que antes de encontrarse con
nosotros. Sí, la cultura del Evangelio es cultura del cuidado para quien más lo necesita por
eso es Buena Noticia para quien ha perdido la esperanza de verse reconocido por otros en
su dignidad, la connatural a toda criatura de Dios.

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1.1. La mala práctica en el acompañamiento.

Hay acompañamientos que son caminos de sometimiento, por tanto, son abusivos.
Aquí querríamos hacer una puntualización. Con demasiada facilidad, al hablar de estos
temas se nos va la imaginación hacia acompañantes psíquicamente perturbados, malévolos,
moralmente corruptos. A nadie se le esconde que es indispensable tratar de minimizar la
presencia de este perfil en la Iglesia; existe, es real y resultaría imposible no pronunciarse
en contra de los actos vandálicos de estos individuos, hombres y mujeres. Sin embargo,
corremos el peligro de pensar que ahí reside todo el problema y que, con agudizar la mirada
y los sistemas de control para que estos sujetos perturbados ni estén ni actúen (no sería
poca cosa), estaríamos afrontando suficientemente la dificultad de la mala práctica y sus
consecuencias. Nada más lejos de la realidad.
Queremos traer aquí el problema que no parece problema, el acompañamiento
‘normal’, de parte del acompañante ‘normal’, que, sin embargo, inadvertidamente, va
causando un mal, con frecuencia sutil y, muchas veces, profundamente dañino. Es lo que
en medicina se denomina yatrogenia: el mal que se infringe, casi siempre inadvertidamente,
en una intervención terapéutica, con la mejor de las intenciones. Se trata del abuso que pasa
desapercibido, hasta que es demasiado tarde: la banalización de los efectos de un mal
acompañamiento, la impericia que termina poniendo al acompañado al servicio de las ideas
o necesidades del acompañante bajo capa de bien, o el acompañante que se siente
sirviendo abnegadamente al Reino, asistiendo a las necesidades de infinidad de almas que
necesitan ayuda, cuando, en realidad, lo que se está produciendo es una relación parasitaria
en la que un acompañante que se nutre de la vida de otros en modos diversos.
La intencionalidad del abusador no puede ser un criterio para determinar si hay
relación abusiva; tampoco el nivel de conciencia que tenga de su mala práctica. Con mucha
frecuencia las limitaciones personales de quien acompaña hacen que sea ciego a sí mismo
y no es extraño que se encuentre muy confiado en su propia valía y criterio dado que la
Iglesia o su institución le ha confiado esa tarea. No tiene intención de abusar, pero el
resultado es abuso; esto habría de preocuparnos.
Por su sutileza, el acompañamiento inadvertidamente abusivo es uno de los
principales problemas que ha de afrontar la Iglesia y éste viene de parte de una falla en la
selección de personas, escasez en la formación de acompañantes o falta de adecuada
supervisión, al menos.

1.2. Algunas afirmaciones básicas sobre abusos en el


acompañamiento.

Para administrar lo mejor posible el tiempo del que disponemos, en primer lugar,
haremos una serie de afirmaciones, en forma de corolarios, conscientes del peligro de
simplificación que pueden tener. Más adelante, entraremos brevemente en algunos detalles
sobre diferentes áreas que aparecen en los enunciados siguientes:

• Nada tiene de evangélico un acompañamiento que asfixie a la conciencia del


acompañado, el corazón de su libertad; que prive a la persona de tomar sus propias
decisiones según sus propios criterios iluminados por su relación con Dios.
• Nada tiene de evangélico un acompañamiento que menoscabe el sentimiento
de dignidad personal, exigiendo una humildad que tan sólo es sometimiento y tolerancia
a la humillación; la humildad cristiana no se exige a priori, sino que es consecuencia de
vivir como inmerecido el incondicional amor de Dios.

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• Tampoco lo es un acompañamiento que dé como resultado que sean otros
quienes lleven las riendas de la vida de la persona acompañada; todo acompañamiento
que subyugue, produciendo más cautiverio y opresión que liberación, es contrario al
anuncio evangélico. Recordando a Lucas 4:18, hemos sido enviados a colaborar en la
obra de la redención “proclamando libertad a los cautivos, poniendo en libertad a los
oprimidos”.
• Si mi presencia en la vida de otros, como acompañante, no es ocasión para
que la persona viva en plenitud, no sólo no estoy siendo evangélico. Como mínimo, estoy
siendo negligente, seguramente por impericia bienintencionada; en el peor de los casos,
porque mi personalidad no tolera que otros florezcan.
• Si mi presencia en la vida de otros sirve antes al propósito de perpetuar
instituciones, usos y costumbres o estructuras de gobierno, por encima del crecimiento
espiritual de la persona con sus particularidades creadas por Dios, no sólo no estoy
siendo evangélico, estoy manipulando a una persona para que sirva a necesidades,
dinamismos y angustias corporativas.
• Si mi presencia como acompañante sirve principalmente a mi narcisista deseo
de sentirme poderoso, respetable o idealizado, no sólo no estoy sirviendo a la causa del
Evangelio, estoy utilizando a una persona, como si fuera un objeto, al servicio de mis
necesidades insatisfechas.
• De igual modo sucedería, si la utilizo para servir a mi deseo obsesivo de que
todo esté bajo control; a mi necesidad de cuidar a quien no lo ha pedido, “por su bien”,
en realidad, para que me lo agradezca y sentirme significativo para alguien; o utilizo a
otros para saciar mi curiosidad y necesidades sexuales insatisfechas y, tal vez,
vergonzantes.
• Si creo que la expresión ‘quien bien te quiere te hará llorar’ es una opción para
modelar a otros desde el ejercicio de poder, a veces denominado ‘formación’, y les
acompaño desde esta perspectiva, estoy lejos del evangelio. Como lejos estoy si creo
que mi misión es dictar normas y principios morales o gobernar la Iglesia y sus
instituciones con mano de hierro, como si fuera de mi propiedad, para que permanezca
y no se deteriore, según mi criterio, por encima de cómo esto pueda afectar a las
personas; por encima de tomar en consideración su vida de Fe, su criterio adulto, su
discernido punto de vista inspirado por Dios; es decir, sin asumir que cada individuo del
pueblo de Dios, o de colectivo que acompaño, tiene algo significativo que decir en el
modo de ser y estar de la Iglesia o de la institución eclesial en la que se encuentre.
• En todas estas circunstancias y en otras muchas posibles, estaríamos
instrumentalizando al otro al servicio de nuestras propias necesidades, nuestros puntos
de vista, nuestras preferencias. En palabras de San Ignacio de Loyola, viviendo y
actuando para satisfacer nuestro propio ‘amor querer e interés’; puro egocentrismo
enmascarado, alejado de un discernido servicio desinteresado a los demás en su camino
de conversión y a la misión encomendada por Cristo a su Iglesia.
Y, claro, si mi paso por la vida de otros, como acompañante, no favorece que vayan
profundizando en un camino personal de encuentro con Dios en el que yo iré perdiendo
protagonismo hasta ser prescindible, mientras que la persona irá ganando en sabiduría
espiritual y capacidad para discernir, si no es así, estoy cometiendo abuso espiritual en mi
acompañar. Porque no sólo instrumentalizaré al otro para ponerle a mi servicio o al de la
institución con la que me identifico; no sólo le someteré a mis criterios privándole de la
innegociable dignidad de vivir conforme a los suyos propios, libre e independientemente; no
sólo le convertiré en un mero engranaje de una institución que podrá ser fácilmente
reemplazado sin drama. Lo peor de todo, es que le privaré de lo más sagrado para un

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cristiano: una relación con Dios personal e intransferible. Le habré inoculado una idea de
Dios que sólo ‘es’, si está mediado por mí y sólo será comprensible, si yo le interpreto; eso
es tomar el nombre de Dios en vano. Habré logrado que esa persona para estar con Dios
deba de estar conmigo, me habré interpuesto cometiendo el mayor de los sacrilegios:
impidiendo que la criatura llegue a encontrarse directamente, cara a cara, con su Creador y
Señor.
Estos son algunos de los asuntos de los que habría que hablar con calma cuando se
habla de acompañar bien, de abusos de autoridad y/o de conciencia. Insistimos en que
somos plenamente conscientes de que este tipo de formulaciones, tan cerradas, siempre
necesitan ser matizadas pero la intención es que nos ayuden a pensar y a caer en la cuenta
de lo que, tal vez, no habíamos pensado.
Lo complicado y, por qué no decirlo, atemorizante, es que golpear con el martillo sobre
este importante eslabón en la vida de la Iglesia produce resonancias ensordecedoras en
todo el andamiaje institucional. Hablar de acompañamiento, es hablar del funcionamiento de
la Iglesia y de cada una de sus instituciones; hacerlo subrayando que puede estar habiendo
abusos de conciencia, de poder o espirituales en el día a día relacional es desatar un
terremoto que conmociona todo. De ello es bien consciente el Papa Francisco cuando,
denomina ‘cultura del abuso’ (algo que excede lo puntual) a los abusos sexuales, de poder
y de conciencia y dice:

“Todo lo que se realice para erradicar la cultura del abuso de nuestras


comunidades, sin una participación activa de todos los miembros de la Iglesia, no
logrará generar las dinámicas necesarias para una sana y realista transformación.(…)
Es necesarios unir esfuerzos para erradicar esta cultura de muerte (…) la magnitud y
gravedad de los acontecimientos exige asumir este hecho de manera global y
comunitaria (…) se hace imprescindible luchar contra todo tipo de corrupción
especialmente la espiritual (…) es necesario que cada uno de los bautizados se sienta
involucrado en la transformación eclesial y social que tanto necesitamos” (Carta del
Santo Padre Francisco al Pueblo de Dios, 2018, [2])

Tras el shock inicial producido por el desvelamiento en avalancha de los abusos


sexuales contra menores por parte de clérigos, todos los análisis encaminados a la
comprensión de lo que estaba ocurriendo e iniciativas para minimizar de aquí en adelante el
drama, coinciden en que las grandes raíces del problema no son, ni siempre ni
principalmente, una cuestión reducida a una sexualidad humana perturbada; siendo esto,
sin duda, algo que hay que atender con urgencia sería un reduccionismo peligroso.
La sexualidad humana posee muchos otros significados relacionales más allá de la
mera satisfacción de un instinto mediante la genitalidad. Puede ser un instrumento para
comunicar y hacer sentir infinidad de emociones positivas y negativas, entre las que se
encuentra el vector poder-sumisión. La gran mayoría de expertos preocupados por analizar
el problema y buscar soluciones, elevan la mirada por encima de las conductas concretas
de abuso sexual contra menores y adultos para fijarse en el vector poder y su campo
semántico (v.gr. dominación, control, ambición, también inhibición de la propia
responsabilidad, sometimiento, sumisión, etc.); un poderoso articulador relacional que,
cuando no está ordenado, produce multitud de desmanes entre los que los abusos sexuales
son tan sólo algunos de ellos.
En el particular marco de la Iglesia, todo experto subraya que urge revisar una
estructura de gobierno y ejercicio de poder, en donde el acompañamiento es piedra angular,

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que puede llegar a producir abusos de todo orden, que trascienden al físico/sexual, por más
que éste sea un epifenómeno terrible y preocupante. Esta es la razón por la que, como
decíamos, el Papa Francisco siempre que habla de abusos menciona la tríada
poder/conciencia/sexualidad y utiliza la palabra ‘cultura’. Al hilo de esto, el experto Jesuita
Hans Zollner llega a preguntarse “¿qué enfermedad hay que ha producido este cáncer en la
Iglesia que afecta no sólo en asuntos sexuales sino en las relaciones interpersonales y en la
incapacidad para vivir desde nuestros valores?” (Conferencia en la Universidad P. Comillas,
2019).
Nos vemos ante el abismo que abre esta pregunta.

2. Algunas áreas necesitadas de consideración.

Nos vamos a fijar en un contexto básico de acompañamiento, el que se da entre dos


personas a solas, al que ulteriormente añadiremos la variable institucional con sus matices
propios. Sin poder ser exhaustivos, especificaremos algunos de los asuntos que pueden
estar interviniendo para que esa relación termine siendo de naturaleza abusiva. Sería la
situación básica a partir de la cual se podrían extrapolar las dificultades a contextos grupales
o estructurales.

2.1. Las personas que acompañan


Sería esperable que la persona que acompaña esté en disposición de un sujeto ético
suficientemente bien constituido; es decir, que tenga una capacidad espontánea para un
comportamiento ético donde la compasión ocupa un lugar preeminente. Esperaríamos
encontrar un individuo sensible no sólo a no causar daño o injusticia, también ante todo un
abanico de características que algunos han denominado ‘fundamentos morales innatos’ y se
podrían resumir en valores como: cuidado, ecuanimidad, lealtad, respeto al orden de
autoridades, inviolabilidad física, reconocimiento de la autonomía. Dimensiones constitutivas
de un sujeto que se ha encontrado consigo mismo, asumiendo una historia relacional
inevitablemente rica en experiencias de vulnerabilidad, crisis y superación que le cualifican
como apto para poder hacerlo con otros, al reconocerles su condición de semejantes;
comprendiendo su sufrimiento o adelantándose al posible. Algo que o está natural y
espontáneamente presente en un adulto maduro o es muy complicado de instaurar. Dicho
crudamente, no hay cursillo ni buenos deseos que constituyan un sujeto ético maduro, por
tanto, hay quienes nunca van a ser aptos para acompañar por más que les apetezca o hayan
realizado toda la formación imaginable; recordemos la clásica aseveración “ningún deseo
por intenso que sea se puede convertir en derecho”, tampoco el de ser acompañante en la
Iglesia Católica; alguien con criterio y autoridad ha de decidir quién sí y quién no.
Cuando algo falla en la constitución del sujeto ético (cosa no siempre aparente) se
suele notar en su vida cotidiana, se les ve como ‘persona incómoda’ para otros aunque, con
frecuencia no se sabe explicar por qué; ciertamente, en el delicado y ambivalente espacio
del acompañamiento será alguien peligroso/a. De modo más o menos consciente y
deliberado, tenderá a despersonalizar a los demás asignándoles estereotipos -basados en
algún rasgo cultural o de carácter, por ejemplo- o a utilizarlos anulando su voz, tal vez su
sentir, irrumpiendo en la vida del acompañado con gran desconsideración; incluso cuando
apenas haya conocimiento serio de la persona. Opinará y dirigirá su comportamiento
imponiendo su criterio o dando por sabido lo que puede costar años conocer en el otro. Los

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derechos y criterios del acompañado pasan claramente a un segundo plano siendo agentes
de un auténtico asalto a la dignidad de este.
La persona ética vive desde la compasión que surge de la capacidad de reconocer en
el otro a un semejante, connaturalmente digno desde su fragilidad. Para poder percibir
compasivamente al semejante, con inclinación a cuidarle, uno ha de haber vivido esa
fragilidad antropológica en primera persona y a un alter como presencia salvífica; haber
tenido la vivencia de que ha habido alguien que ha sido auténtica tabla de salvación para la
propia vida es irremplazable a la hora de ponerse a hacer lo mismo con otros. Un sujeto
psíquico sano vive tan determinado por la compasión que la ‘hetero-conservación’ se vuelve
un imperativo sine qua non para alcanzar la propia plenitud existencial: cuidar del otro,
incluso por encima del propio bienestar. Cualquier madre o padre sanos que se ‘des/vive’
por ver a los suyos vivir, sabe de qué estamos hablando. Cualquier persona de Iglesia que
se dedica a acompañar debería ser suficientemente fuerte en esta dimensión si no queremos
que termine siendo, en algún modo, abusivo.
Hasta aquí, un breve subrayado acerca de un tema vital: la selección de
acompañantes. Si no se ha seleccionado adecuadamente a un sujeto sano en su dimensión
ético-relacional va a resultar muy complicado que sea un acompañante apto. Esto sólo se
puede saber si el candidato a acompañante ha pasado por un proceso de acompañamiento
intenso con alguien suficientemente perceptivo como para captar el sujeto real que subyace
a discursos aparentemente bellos y cargados de connotaciones espirituales; en ocasiones
tan sólo son una eficaz cortina de humo.

2.1.1. Necesidades inadvertidas del acompañante


Todo ser humano posee necesidades físicas y psíquicas que pueden no encontrarse
enteramente satisfechas. Es bueno saber de ellas y buscar los cauces directos o indirectos
para satisfacerlas o aplacarlas. Un sujeto ético deficientemente constituido puede manejar
mal sus insatisfacciones -las advertidas y las inadvertidas- y tenderá a hacerlo
instrumentalizando a otros. Evidentemente, un contexto como el acompañamiento se
convierte en un espacio peligroso si el/la acompañante es alguien de este tipo.
Las necesidades psíquicas insatisfechas nos interesan porque, con frecuencia, son
sutiles y la propia persona puede ser ciega a las mismas. Seguramente, sólo pueden
empezar a ser desveladas con una experta supervisión, un tema que será recurrente a partir
de ahora.
• Necesidades sensuales-sexuales. Pueden parecer las más evidentes y
sobre este tema hay ríos de literatura. En términos generales, sabemos que los
acompañantes han de tener el suficiente equilibrio psíquico como para que sus -
inevitables- necesidades sensuales/sexuales no interfieran en una relación íntima como
lo es la de acompañar; más cuidado habría que tener, si cabe, cuando hablamos de
acompañantes célibes que puedan tener algún tipo de insatisfacción personal al
respecto. Nos encontramos en un contexto de alta intimidad unilateral (en principio, sólo
es una parte, el acompañado, la que realmente se desvela) y para el ser humano la
comunicación personal, el contacto visual intenso, el entorno cuidado para facilitar el
encuentro, tal vez, el deseo de cuidar y proteger o de ser cuidado y protegido, etc., son
algunos de los precursores del despertar del deseo sexual, más aún si se también
aparece algún tipo de atracción física. Nadie está libre de esta posibilidad, entre adultos,
pero si apareciera alguna señal se esperaría del acompañante la suficiente integridad y
lucidez, quizás ayudado por la supervisión, como para manejar la situación

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adecuadamente, es decir, desde una ética profesional sin fisuras. Esto requiere
aprendizaje.
• Necesidades narcisistas. Se trata de otro ‘clásico’ recurrentemente citado. Sí,
podemos encontrarnos con acompañantes con un alto grado de necesidades narcisistas
a flor de piel; personas que buscan acompañar para experimentar la mirada de
fascinación en otro y la sensación de ver el propio ego engrandecido. Podría ocurrir que,
en una persona normal, el oficio de acompañar refuerce el placer narcisista de verse
constantemente en la posición de quien sabe, el que asesora o da instrucciones; como
ocurre en otras profesiones de ayuda, eso puede terminar por hacer creer al
acompañante que realmente sabe, tiene la última palabra, ve las cosas mejor que los
demás, etc. Sí, es un riesgo que conviene tener previsto y es muy útil tener otros
contextos en los que uno puede recibir otro tipo de feed-back que ayude a conservar un
mayor realismo. El caso es que, en su versión más dura, se puede llegar al extremo de
que algún acompañante tan sólo busque y espere de los demás confirmación del propio
y engrandecido sentimiento de valía; la relación se convierte en una manipulación del
otro para que sólo pueda devolver constante fascinación acrítica y, si no es así, será
rechazado porque, sencillamente, no sirve al propósito para el que se le necesita. El otro
es un objeto al servicio del yo del acompañante.

• Necesidad de experimentar que alguien está apegado emocionalmente a


quien acompaña; es más sutil que los anteriores. Habla de cómo maneja el acompañante
su soledad y en qué contextos encuentra pertenencia, apego, experiencia de
interconexión o amistad. Si tiene carencias en este ámbito, utilizará a sus acompañados
para vivir la sensación de que posee vínculos afectivos sintiendo que otros le tienen por
significativo, por referente; anhela la vivencia de ser alguien para alguien, de poder
responder a la pregunta existencial sobre ‘quiénes son los míos’. Se trata de una
necesidad muy humana que ha de estar suficientemente resuelta para no
instrumentalizar en forma de pseudo/amistades lo que, en realidad, debería de ser otra
cosa. Un acompañante ha de tener satisfechas sus necesidades afectivas, de compañía
o de amistad fuera del entorno del acompañar para no confundirse ni confundir.

• Necesidad de la vivencia de estar al mando. Se suele hablar del vector


poder, lo hemos hecho, como un vector importante, pero habría que analizar a fondo a
qué nos referimos con ‘poder’ porque podríamos encontrar diferentes dinámicas
motivacionales.
Desde luego, la más evidente la de quien desea verse con autoridad porque le
otorga estatus, libertad, tal vez, impunidad; este último sería otro asunto importante para
otra ocasión: quien controla para que no le controlen. El caso es que disfruta de sentirse
al mando de su vida y de la de otros privándoles de llevar las riendas de su propia
existencia en distintas tomas de decisiones, modos de comportarse, de divertirse, de
vivir, etc.; frecuentemente convencido/a de que todo es por el bien de la persona. En no
pocas ocasiones, puede ir más allá y buscar experimentar la vivencia de verse capaz de
someter anulando al otro; es un tipo de vivencia de vencedor que sólo aparece si el
otro es perdedor. Son sujetos que experimentan un cierto grado de satisfacción al ver la
impotencia y el fracaso ajenos, llegando a provocarlos, aunque sólo sea focalizando la
atención del acompañado en sus fallos, en su incapacidad para ser perfecto/a. Sólo ese
subrayado, seguramente cierto porque todos tenemos imperfecciones, ya le proporciona
la satisfacción de ver al otro impotente o humillado y, consecuentemente, sentirse a sí
mismo poderoso desde su perversa capacidad para subrayar los muchos inconvenientes
ajenos.

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Otra dinámica de este ámbito del poder es la de quien busca controlar a otros
porque así calma sus propias ansiedades. Cuando en su entorno todo está en orden
siente paz y si alguien a su cargo se desordena se pone nervioso/a, tal vez enfadado/a
o iracundo/a. En realidad, lo que suele ocurrir es que se trata de alguien con potentes
ansiedades y miedos de diversa procedencia que, además, no sabe qué hacer con la
persona que tiene delante; su función de acompañante le desborda, y lo que se le ocurre
se agota en unas pocas recomendaciones fáciles. Esto sucede, tal vez, por falta de
preparación, de experiencia, de madurez, de cualidades personales o por todo al tiempo.
Ocurre más en momentos de crisis de personal, cuando hay que improvisar asignando
responsabilidades, como dirección espiritual, a personas que en otras circunstancias no
se les otorgarían y se valora como virtud una presunta prudencia que en realidad es
temerosidad o aparente bondad que, en realidad, es temor a irritar al contexto por pura
debilidad personal; en último término son víctimas angustiadas que generan víctimas
para salvarse de su propia tortura, abusadores inadvertidos.

2.1.2. Mala práctica en marco institucional

En contexto institucional, además de necesidades psicológicas insatisfechas del


acompañante como las mencionadas, pueden aparecer matices importantes que
contribuyen al surgimiento de una mala práctica en el acompañamiento. Por contexto
institucional entendemos agrupaciones que van desde parroquias a órdenes religiosas o
congregaciones, grupos eclesiales diversos, etc. Lo interesante para nosotros aquí es
subrayar la existencia y peso específico de un colectivo que va a determinar la actuación del
acompañante. En términos generales, hablamos de aquellos acompañantes que sienten que
se deben a ese colectivo antes que a la persona acompañada. Sujetos para quienes su
preocupación fundamental es verse siendo buenos representantes de ese grupo, o ver
cultivado su buen nombre entre los suyos, viviendo estos imperativos por encima de
principios éticos como el respeto a la conciencia del otro, a su autonomía cognitiva y
emocional, a su experiencia de Dios, etc.; lo importante en la relación es que el acompañante
se dice a sí mismo algo así como ‘yo soy y me debo al grupo, el acompañado es sólo un
medio para demostrar mi fidelidad y valía institucional’.
Podemos decir para entendernos que este acompañar al que nos referimos tiene una
‘doble agenda’. Aparentemente se acompaña a una persona en su camino de conversión o
en su discernimiento, por ejemplo, para ver si ese colectivo o institución es el espacio
adecuado para vivir la Fe; discernimiento que, recordemos, siempre tiene dos sujetos
discernientes: el grupo que personifica el acompañante y la persona acompañada.
Discernimiento que exige de ambas partes ir alcanzando una exquisita neutralidad que
permita abrirse paso al Espíritu. El problema viene cuando el aparente objetivo principal de
la relación no es prestar atención a la libertad del sujeto acompañado y a su experiencia de
Dios sino, más bien, servir a los intereses de la institución a la que representa el
acompañante. Tal vez, logrando que la persona acompañada se incorpore o permanezca;
tal vez, que desista; o que gane en docilidad a las estructuras establecidas, etc. Así se
promueven conformismos acríticos o inseguridades que sólo pueden ser calmadas con un
modo de ser y estar precisos, según convenga a la estabilidad institucional desde el parecer
de quienes detentan el poder. Este tipo de manipulación puede hacerse de tres modos
principales:

• Inoculación ideológica. Generando en el acompañado sistemas


conceptuales simplificantes sobre la vida, la sociedad, la religión; auténticos ‘candados

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ideológicos’, muy del gusto de acompañantes preocupados por clausurar todo
pensamiento crítico, así como de acompañados inseguros, asustados de vivir en libertad
cognitiva. Sistemas conceptuales que sirven al propósito de aglutinar grupos que serán
muy resistentes al cambio y garantizan a sus integrantes sosiego en forma de
pertenencia y, sobre todo, de sensación de estar en posesión de ‘la verdad’ que a otros
se esconde. Así, aparecen en las instituciones eclesiales los grupos y sujetos ‘seguros’
frente a los ‘inseguros’, quienes aciertan frente a los que se equivocan, los que son de
‘los nuestros’ frente a los que no. Esto ocurre, no pocas veces, dentro de una institución
dividiéndola, dando lugar a subgrupos capitaneados por un/una acompañante, que se
sienten más propietarios de ésta que los demás porque no se cuestionan entre sí y
califican de poco confiables a otros. Se generan camarillas, auténticos lobbies de poder,
enmascarados en forma de lenguajes y formas presuntamente adecuados frente a los
que no lo son tanto, que se autoperpetúan dejando en la insignificancia a quienes no son
de los suyos. Se trata de un doble abuso, el infringido a la persona que ve su conciencia
crítica minimizada y el que se da sobre las personas que no aceptan entrar en ese círculo
de influencia con sus dobles lenguajes, sutilezas y razones aparentes.

• Colonización emocional: mucho más sutil y, seguramente, devastador para


el sujeto que la padece. El colonizador emocional es capaz de apoderarse de la mente
de la persona colonizada, quien pasa a sentir como propio lo que son los pensamientos,
los deseos, las preferencias del colonizador. De esta manera la identidad del colonizado
es suplantada por la del colonizador, desapareciendo cualquier atisbo de juicio crítico
sobre su abusador; incluso admitiendo como propios estados emocionales inducidos: por
ejemplo, alegría o consolación asociadas a lo que en realidad es humillante (son
frecuentes fórmulas como “tienes que estar muy alegre… por todo lo malo que te ocurre
porque significa que Dios te quiere más” “Tienes que estar muy consolado por cómo te
prueba Dios”….) o tristeza o desolación ante lo que solamente es una opinión de puro
sentido común pero contraria al parecer y sentir del colonizador sobre algún asunto
(“supongo que te sentirás avergonzado/a por pensar, sentir eso”; “si opinas así, sientes
así… seguramente es que estás desolado/a...”). Sutilmente, se llegan a auténticas
anulaciones de la individualidad, también en el sentir, frente una idealización del grupo,
sus dinámicas y criterios; uno ‘tiene que’ pensar y sentir lo que se le indica hasta el punto
de que puede estar convencido de que lo piensa y lo siente, algo que se desmorona
rápidamente cuando cambia el contexto o la autoridad. Cuanto más se aproxime al tal
sometimiento, más feliz habría de ser según se ocupa el colonizador de dictar; cuanto
menos se someta, el colonizador le hará caer en la cuenta de que, verdaderamente se
siente más infeliz, con sequedad espiritual, y vivirá como si así fuera sintiendo que es
real. Puro sometimiento cognitivo, emocional, acrítico, más inadvertido que consciente.

• Adoctrinamiento. Menos sutil que los anteriores pero muy eficaz a efectos de
control mental. El acompañamiento se convierte en un auténtico manual de instrucciones
para personas necesitadas de que les digan cómo vivir, víctimas de una vulnerabilidad
por dependencia de la que hablaremos a continuación. Quedará claro que la voluntad de
Dios es servir al grupo/institución, sus necesidades e intereses sin razonar, solamente
siguiendo el tal reglamento dictado, donde mediante el seguimiento de las rutinas
oportunas y renunciando a todo parecer, reside la salvación. Es un sistema sencillo que
puede pasar de generación en generación y responde a la antigua tentación de simplificar
la relación con Dios, suplantándola por formalismos y rutinas, evitando tener que decidir,
ganando la seguridad de que todo se hace bien y, tal vez, está garantizado el lugar en el
más allá, tras la muerte; no así para otros. Acompañar adoctrinando es abusivo porque

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lejos de hacer florecer el alma humana, la seca y convierte a las personas en autómatas
irreflexivos incapaces de discernir atendiendo al soplo del Espíritu Santo.

En todos estos casos, el “éxito” de acompañamiento está en que cuanto más


desaparezca la persona acompañada como sujeto autónomo con capacidad de ver, juzgar
y actuar en el seno de un grupo o institución, más querido/a se siente, menos excluido, con
mayor pertenencia.
Hay efectos colaterales de esta mala práctica en el acompañar que contiene una gran
carga de deshonestidad con el sujeto y mucho de fidelidad a un mecanicismo institucional:
desconfianza y desafección hacia la institución, hacia la Iglesia. La persona que puede ir
siendo, en algún modo, consciente de su manipulación, se siente tan engañada como
insignificante y, si trata de expresar sus impresiones sobre acciones que esconden intereses
particulares o decisiones apuradas y sin fundamento, nunca será atendida y respetada
validando su buena percepción de las cosas. Más bien, en el acompañamiento aparece lo
que clásicamente se ha denominado “hacer luz de gas”. Una bien conocida manipulación en
las relaciones interpersonales donde una parte hace que la otra sienta que está perdiendo
el juicio, porque le hace creer que nada de lo que piensa que ocurre en esa relación estaría
ocurriendo, que su captación de la realidad es tan sólo fruto de su imaginación y, en nuestro
caso, seguramente falta de amor y de confianza en la Iglesia. Estamos ante el comienzo de
un camino de ‘desafección acompañada’, donde lo primordial es que la persona no debe de
enunciar sus impresiones porque, a juicio del/a acompañante están equivocadas y no
contribuyen a la paz social institucional. Así se le hace saber que, tal vez, su pensar es fruto
de su falta de virtud o humildad, quizás envidia por no verse parte de la célula que detenta
la influencia o el poder lo que le convertiría en alguien necesitado de mayor abnegación. En
ese momento, el acompañamiento es abusivo porque cancela el pensamiento razonable y
lúcido del acompañado jibarizando su dignidad.
A poco conocimiento que tengamos de la Iglesia y sus dinamismos, sabemos
que las situaciones abusivas que venimos relatando, de ningún modo pueden ser
generalizables, pero sí existen. Son abusivas porque disminuyen a la persona acompañada
y hablan de un modo de proceder muy alejado de una tradición mística católica que busca
ayudar al individuo a vivir en plenitud en una progresiva identificación con Cristo y, desde
ahí, vivir discerniendo y decidiendo, aproximándose a las circunstancias de la vida como lo
haría Jesús.
No es de extrañar que para acompañantes de los que venimos mencionando, y para
sus acompañados sometidos, ideologizados o adoctrinados, el discernimiento es puro
relativismo que interroga la verdad que ellos o ellas manejan. No tienen dificultad en
cuestionar uno de los más antiguos instrumentos de nuestra centenaria tradición mística: la
necesidad de discernir para no engañarse, para no ser engañado o para equivocarse lo
menos posible en las diversas y necesarias tomas de decisiones a lo largo de una vida
espiritual. Es a lo que se refiere el Papa Benedicto XVI cuando en 2005 dice a un grupo de
sacerdotes de Aosta: “Ninguno de nosotros tiene una receta hecha, entre otras razones,
porque las situaciones son siempre diversas”.
Como acompañantes, no tenemos derecho a condenar a ninguna persona a repetir
mecánicamente un modo de ser creyente en el mundo, tratando de uniformizar discursos y
presencias como si el anquilosamiento formal fuera el sueño de Dios para el hombre. Decir
que Dios nos crea libres es respetar la capacidad para discernir de cada sujeto. Pensar que

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alguien sólo es colaborador de la Obra de la Redención si coincide con mi modo de ver las
cosas es, sí, tratar de suplantar a Dios; tomar el nombre de Dios en vano.

2.2. Algunas posibles vulnerabilidades en las personas acompañadas.


Al hablar de diferentes factores que pueden intervenir en un acompañamiento
abusivo, no podemos detenernos en la observación del acompañante y de sus contextos
institucionales. También hemos de prestar atención a las posibles vulnerabilidades de las
personas acompañadas.
Este siempre es un tema controvertido que puede despertar malestar en algunos;
hemos tenido ocasión de observarlo al adentrarnos en asuntos como el maltrato a la mujer
o el abuso sexual de menores. Por eso deseamos dejar claro que, cuando se analizan estas
situaciones, centrar la atención en la parte abusada no significa ni culpar, ni patologizar a la
víctima sino caer en la cuenta de qué personas pueden ser particularmente vulnerables ante
un sujeto, el abusador, quien, de modo más o menos consciente, va a sacar rédito tangible
o intangible de esa vulnerabilidad.
En la prevención y tratamiento de las situaciones de maltrato, ha ayudado mucho
tratar de comprender la psicología de las personas abusadas que, frecuentemente, tienden
a repetir circunstancias abusivas a lo largo de su vida; que tienden a excusar al victimario o
incluso a culparse a sí mismas. Se trata de buscar saber más para ayudar mejor, sin perder
de vista los espacios éticos que ocupan cada parte y sus respectivas responsabilidades.
Efectivamente, en las situaciones de acompañamiento religioso, es importante
avanzar en conocer más y mejor las posibles vulnerabilidades con las que los acompañantes
pueden encontrarse para que, si es un acompañante digno e íntegro, evite hacer un daño
no deseado. Esto no siempre es sencillo de prever por eso insistimos constantemente en la
necesidad de una adecuada supervisión.
Cuando hablamos de personas vulnerables, tendemos a pensar tan sólo en las
situaciones más evidentes: niños o menores, personas desamparadas, ancianos, enfermos
de diversa naturaleza, etc. Son individuos que claramente requieren de una aproximación
cuidadosa, respetuosa, con los matices correspondientes a su condición y grado de
vulnerabilidad. Sin embargo, suelen quedar fuera de nuestro espectro de preocupación
algunos tipos de persona que por su propia naturaleza psíquica (no hablamos de patologías,
recordemos) pueden ser víctimas de relaciones abusivas. El acompañante íntegro y ético,
además de cuidar su comportamiento también tiene la responsabilidad de saber identificar
a tiempo los puntos débiles de sus acompañados para no contribuir a generar una relación
enfermiza, tal vez abusiva, tal vez incluso delictiva.
Querríamos traer aquí solamente tres posibles tipos de sujetos psíquicos que
convendría manejar con cuidado porque pueden tender a ‘meterse en la boca del lobo’.
Evitaremos, como venimos insistiendo, los casos de personas con patologías claras, sobre
todo de personalidad (por cierto, un buen grupo de quienes piden acompañamiento fuera de
contexto institucional) que habría que saber detectar y derivar a tiempo a un profesional.
Recordemos que acompañar bien también es saber cuándo la persona que uno tiene delante
necesita de otro tipo de aproximación, sustituyendo o complementando el acompañamiento.
Yendo a lo que podemos traer aquí:
• Personalidades con tendencia a la dependencia. Son personas con un alto
grado de normalidad, adaptadas, con capacidad para relacionarse razonablemente, pero
anhelan alguien que les indique cómo vivir, qué hacer, qué decidir. Su deseo es que otro

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desee y planifique por ellos/as. Son personas muy complacientes y agradecidas, pero
con serias dificultades para ser libres, autónomas e independientes. En una institución
jamás causarán problemas, pero tampoco aportarán ninguna solución o iniciativa
esperando que otros lo hagan; son pesos muertos y la institución tendrá que ver si puede
asumir este tipo de personas y en qué número.
Desde el punto de vista del acompañamiento nos vamos a encontrar con una dificultad a
la hora de liberar a los cautivos de sí mismos. Ayudar a alguien a ser menos dependiente
es una misión complicada porque, si no se acompaña bien y se entra en su demanda de
dependencia estamos fracasando en la esencia misma del acompañar: que la persona
sea más libre. Pero si no se entra en su estilo relacional, probablemente la persona se
sentirá abandonada, mal atendida en lo mucho que necesita del acompañante, y busque
a otro del que pueda depender mejor. Además, si el acompañamiento va bien y ayuda a
esa persona en ganar autonomía psíquica y espiritual también puede ser una dificultad
porque, en algunos contextos, los independientes no siempre son bienvenidos y su nivel
de conflictividad en ese contexto, que prefiere complacientes, aumentará siendo el
acompañante el que se queda en evidencia ante otros por generar ‘personas molestas’.

• Pobre imagen de sí mismo/a, con un bajo sentimiento de potencia, ideales


inalcanzables que desaniman antes de comenzar a avanzar hacia ellos, gran sentimiento
de culpa por cualquier minucia que le aparte de la perfección, o todo al tiempo. Una
persona así busca que le devuelvan una imagen empoderada de sí: la de alguien que
siempre acierta, con la seguridad de estar cumpliendo con lo que debe hacer, libre de
inseguridades; mejor aún, claro, si esa imagen viene revestida del agrado divino.
Identificarse con el mejor de los creyentes posible puede proveer de una identidad
postiza, como si fuera alguien consolidado y seguro de sí, con respuesta prevista a todo
interrogante, duro juez con otros que le hace sentirse poderoso, sabio, seguro. Una
impostura ambivalente que, a pesar de la aparente seguridad que trae, suele dejar al
sujeto en un estado de permanente malhumor frente al mundo: ni termina de ser lo
perfecto que debería, ni termina de reconocerle a él o ella como estima que debería
hacerlo. Algo bastante alejado de la suave paz consolada que trae el seguimiento pacífico
y humilde de un Dios compasivo por parte de una persona reconciliada con sus
impotencias.
Acompañar ayudando a construir este tipo de imposturas en personas frágiles que
precisamente buscan este tipo de escondimiento, es un peligro para la propia persona
(vivir en falso es un grave problema que siempre aparta de la felicidad) y para la misión
de la Iglesia. Es contribuir a construir sujetos psíquicos aterrados de ver su verdadera y
frágil naturaleza, atrincherados tras su convencimiento de su elección divina, tiranos
fundamentalistas que maltratarán a otros siguiendo el conocido axioma de ser ‘fuerte con
los débiles, débil con los fuertes’. Un buen acompañamiento está lejos de pactar con este
tipo de demandas, no es sencillo, pero es lo responsable; no hacerlo es abusivo por
omisión, es permitir un autoengaño dañino para todos.

• Bajos recursos materiales y económicos más allá de los que el grupo


religioso o la institución provee. No es un tema que suela ser tomado en consideración,
pero pensamos que está siendo una seria dificultad en algunos contextos. Personas que
se someten sabiendo que no tienen alternativa porque el contexto les provee de
beneficios tangibles, recursos que jamás tendrían fuera del mismo. Con frecuencia
albergan rencor por experimentar su pertenencia como un ‘mal menor’, dobles vidas,
mentiras existenciales conscientes, mientras que parecen cumplir, grosso modo, con lo

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esperable. Siempre hasta que algún eventual golpe de suerte le permita deshacerse del
contexto del que depende materialmente y al que no sólo no ama, sino que, tras un largo
tiempo de estancia ha vivido como cautiverio inevitable. De nuevo, no es un asunto
sencillo de manejar porque, en algunas circunstancias, hay contextos de Iglesia que
ofrecen beneficios tangibles difícilmente alcanzables por estas personas en otros
espacios (formación, calidad de vida, atención sanitaria, etc.). Acompañar bien esta
vulnerabilidad significa ayudar a la persona a aceptar sus circunstancias, buscar un
contexto adecuado, ganar en honestidad consigo mismo/a y con otros; no permanecer
en un contexto en el que se espera que las personas estén por opción personal no por
huir de los sinsabores de la vida buscando refugio.

Es evidente que estos breves brochazos sólo tienen como finalidad ofrecer algunos
ejemplos en los que aspectos particulares de los acompañados pueden ser una dificultad tal
que conviertan a la tarea de acompañar en una relación poco ética donde el acompañante,
casi siempre inadvertidamente, perpetúa roles, modos de ser, fortalece cadenas o tolera
engaños; es una relación abusiva por pura impericia, tal vez comodidad y no
responsabilizarse de los problemas de otros. En estos asuntos la buena formación y
supervisión son cruciales; entrar en estos terrenos y otros parecidos sin esas ayudas es
irresponsable y, por tanto, poco ético. Mucho más si no detuviéramos a hablar de verdaderos
trastornos de personalidad, algo que ya indicamos que no es del todo infrecuente.

2.3. Selección y formación de acompañantes


Santa Teresa de Jesús mostraba gran interés en seleccionar el más adecuado
confesor/consejero/acompañante tanto para sí misma como para sus hermanas carmelitas.
Es muy clara al expresar su opinión de que no todos los confesores son lo suficientemente
eruditos en las cosas de Dios y, por tanto, no son merecedores de su confianza. Además,
no duda en cambiar de persona las veces que estime necesarias prefiriendo los
acompañantes más formados porque son gran cosa letras para dar, en todo, luz. Buenas
letras y erudición en las cosas de Dios son dos asuntos diferentes y complementarios. La
buena formación cada vez es más importante en este campo, pero no basta con un
currículum académico para ser un buen acompañante. La erudición en las cosas de Dios
viene forjada en la propia experiencia de oración y en la capacidad para una honesta y
profunda relación con las personas que permita al acompañado sentir esta experiencia en el
acompañante porque, no olvidemos, a Dios también se le descubre en el encuentro con
algunos seres humanos (“quien me ve a mi ve al Padre”, Jn. 14, 9); el acompañamiento
puede ser un sacramental.
Todavía hoy, hay personas dedicadas a acompañar que denigran la formación
específica en esta materia, más aún si ésta incluye algún asunto relacionado con la
psicología. Les parece que ellos ya tienen suficiente intuición natural sobre lo que es lo
nuclear del alma humana; afortunadamente cada vez son menos. No son pocos quienes
optan por una ‘pseudo/auto/formación’ a base de cursillos o lecturas deshilvanadas de las
que toman lo que les resulta más interesante sin un criterio técnico claro, lo cual suele
manifestarse como un caos considerable en el manejo de las personas que atienden. Es una
irresponsabilidad.
Están también quienes distorsionan las cosas desde a priori antropológicos blindados
mezclados con principios morales a los que otorgan categoría de absolutos; toman
elementos de la psicología científica descontextualizándolos para que confirmen lo que ellos
‘ya sabían’, descartando aquellos datos o aspectos que les contradicen. Estos últimos son

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particularmente peligrosos porque tienden a llamar ‘acompañamiento ’a lo que en realidad
son manipulaciones, algunas ya mencionadas; caer en sus manos es entrar en un círculo
casi sectario donde la culpa y la vergüenza son articuladores indispensables para lo que
ellos entienden como ayuda.
Por suerte, en nuestra época la idea de ética profesional está alcanzando también
al mundo del acompañamiento. Ser un buen profesional significa tener buena formación
teórica y práctica, así como haberse visto supervisado por expertos que le ayuden a realizar
bien su trabajo. Formación que, en una persona espiritual, ha de incluir aspectos específicos
sobre teología y discernimiento de espíritus junto a aspectos importantes de la psicología
humana que hoy no podemos desestimar. Además, debería haber vivido la experiencia de
haber sido intensamente acompañado en su propio itinerario vital, como existencia abierta a
la transcendencia, junto, no nos cansaremos de repetirlo, con una adecuada supervisión de
su actividad profesional.
Una buena antropología psicológica ayudará mucho en la tarea de acompañar; esto
requiere una breve aclaración. Está muy extendido acudir a las técnicas psicoterapéuticas
como ‘caja de herramientas’ que puedan servir para el acompañamiento espiritual; la
similitud aparente de las situaciones invita a ello. Sin embargo, esto ha sido y es fuente de
graves confusiones y solapamientos: acompañantes que, más o menos intencionalmente,
juegan a ser psicólogos adoptando las poses más estereotipadas que ofrecen algunas
escuelas de psicoterapia; quienes mezclan técnicas de diversos modelos teóricos sin caer
en la cuenta de que responden a planteamientos antropológicos contradictorios y fines
diferentes; acompañantes que incluso se embarcan en el ámbito del psicodiagnóstico, etc.
Además de violar códigos éticos o rozar el intrusismo profesional (delito penado) hacen daño
a las personas.
El acompañante espiritual ha de tener la suficiente formación en psicología como para
detectar problemas y, si observase dificultades, el comportamiento ético esperable sería
derivar a esa persona a un experto en los asuntos psicológicos, no ponerse él mismo a
resolverlos sin haber recibido formación reglada, contrastada y supervisada. Nosotros
pensamos que, incluso teniendo formación en psicología, si el objetivo del encuentro es el
acompañamiento personal de tipo espiritual, en el caso de necesitar una aproximación más
técnica, lo indicado sería derivar al acompañado a otra persona para el propósito terapéutico
con las condiciones que este propósito establezca. Pasar de un marco a otro es confundirse
y confundir.
¿Qué formación en psicología podría ser de mayor utilidad para una persona que
desea saber más de antropología psicológica? A nuestro juicio, aunque algunos asuntos
procedentes de la psicoterapia pueden ser interesantes, lo son más los que provienen de
otros saberes psicológicos como la psicología del desarrollo o evolutiva, la psicología social
o la psicología existencial. Ofrecen aprendizajes acerca del ser humano que van más allá de
rebuscar técnicas para salir del paso ante asuntos complicados. Además, en la tarea de
aprender sobre la naturaleza humana, comenzar por uno mismo es un buen principio; bien
mirados, somos el mejor libro de psicología del que disponemos. Bien mirados, significa que
uno tiene que haber tenido un buen acompañamiento psicoespiritual y, es crucial, una
rigurosa supervisión por parte de acompañantes expertos y lúcidos.
Sin estos mimbres, resulta difícil imaginar a un acompañante razonable, pero,
además, si deseamos ser realmente éticos, insistimos en algo ya enunciado: no todo el
mundo sirve para la tarea de acompañar. Hay personas que, sencillamente, no están
equipadas con las cualidades humanas necesarias para ello según hemos dicho al
comienzo. Más allá de estar de suficiente sujeto ético, acompañar tiene un aspecto artístico

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en cuanto que requiere intuición, creatividad, abnegación (el artista deja su tiempo y vida en
su obra, el acompañante desaparece para que el acompañado viva); sabemos que no todo
es mundo puede ser considerado artista por más que lo desee. Formarse y actuar éticamente
también significa asumir que, tal vez, uno no esté llamado a tener ese rol en la comunidad
eclesial.
Subrayada la importancia ética de la formación, con plena conciencia de que no es
necesariamente garantía de un buen hacer, creemos que es importante dedicar unas muy
breves palabras al ‘encuadre’; es el nombre por el que se conoce el dejar claras las
condiciones de la relación que se va a iniciar. Ayuda a las dos partes a saber estar, no
confundir planos, evaluar. Es muy importante.

2.4. Sobre la naturaleza de la relación: importancia del encuadre y de la


supervisión para evitar ambigüedades relacionales.
Muchos de los problemas que vienen siendo detectados en la tarea de acompañar
provienen de la falta de claridad en ambas partes, acompañante y acompañado, sobre lo
que realmente se está haciendo en esa relación.
El vínculo que se establece entre un acompañante y un acompañado ha de estas
acordado porque se trata de dos sujetos libres. Claridad en la naturaleza de la relación que
servirá tanto para evaluar la utilidad de ésta como para valorar si es necesario algún cambio;
sobre todo, servirá para minimizar la aparición de ‘ambigüedades relacionales’ que terminen
por deteriorar la verdadera naturaleza del encuentro.
Enunciamos brevemente sólo algunos de los asuntos importantes que han de quedar
claros en un buen encuadre, antes de comenzar la relación de acompañamiento:
• Sobre qué temas se va a hablar y sobre qué asuntos el acompañante no es la
persona indicada. Lo habitual es que el tema central sea el paso de Dios por la vida de
la persona. Eso hace que haya que hablar de asuntos que tienen que ver con la oración
(modos, ritmo, etc.) o, en general, la vida de Fe (sacramentos, grupos, etc.). También
sobre las consecuencias de vivir la Fe en la vida cotidiana (dificultades, invitaciones a
modificaciones en el estilo de vida laboral o relacional, toma de decisiones, etc.).
Ahora bien, no es extraño que, en medio de estos temas, comiencen a aparecer
otros que serían más propios del ámbito de la consejería psicológica (Counseling) sin
llegar a la psicoterapia. Pensamos en asuntos de pareja, crianza de los hijos, cuestiones
relacionadas con la vida afectivo-sexual, etc.; incluso, es posible que surjan asuntos
propios del ámbito de la psicoterapia de orden afectivo, cognitivo, vivencias que alteran
la vida ordinaria, etc. Un buen acompañante debe de saber dónde está el límite, no sólo
de lo que sabe -podría tener formación en diversas disciplinas- sino, como ya hemos
dicho, de lo pactado con la persona acompañada que se hablaría en el contexto del
acompañamiento. Es importante porque minimiza deslizamientos temáticos sutiles fruto
de gustos y apetencias del acompañante o del acompañado que pueden ir dando un tono
al encuentro muy alejado de los comienzos. No son pocos los acompañamientos
espirituales que derivan en relaciones con matices de dependencia, codependencia,
asesorías que son vividas por familiares como intromisiones, incluso en relaciones
afectivo/sexuales. Enunciar claramente los objetivos del acompañar sirve al propósito de
no desviarse del camino y de caer en la cuenta cuándo el asunto que había convocado
esos encuentros se va desdibujando. Tener claro lo que se pretende, ayuda a evaluar
cada cierto tiempo recordando la aseveración académica de que ‘lo que no se evalúa se
devalúa’.

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• Con qué frecuencia se van a producir los encuentros. De cara a preservar la
mayor fidelidad posible al objetivo que reúne a las personas, es importante especificar,
desde el principio y de mutuo acuerdo, la frecuencia de las reuniones. Evita la subjetiva
tendencia a aumentar o disminuir el número de sesiones según las preferencias o
atracciones de todo tipo en alguna de las partes. Desde el punto de vista técnico, un
acompañante ha de tener cierta conciencia de la regularidad que necesita para ayudar a
las personas con las que habla, según sus características, y proponérselo así a su
acompañado/a; también ha de estar muy atento/a a posibles alteraciones de ese ritmo y
la justificación de éstas, suelen ser señales indirectas de lo que está ocurriendo y no se
enuncia.
• Duración de cada encuentro. Por la misma razón, es importante objetivar la
duración de cada encuentro. Ayuda a focalizar la atención en el motivo del encuentro y a
no prolongar innecesariamente las conversaciones cuando existe algún tipo de atracción
física o psíquica por parte de alguno de los intervinientes que puede contaminar la
relación, alguna relación de dependencia, etc. Esto, claro, en el caso de percibir
movimientos al respecto, es materia para hablar con la persona que supervisa y así poder
recibir un feedback de lo que puede estar ocurriendo.
• Durante qué período de tiempo se va a dar la relación acordada y si va a ser
prorrogable. Es bueno marcarse un tiempo de trabajo por diversas razones; algunas ya
están enunciadas. Estamos ante un encuentro que tiene una naturaleza de ayuda
temporal, nadie sano necesita un acompañamiento con la misma persona toda la vida.
Lo natural en nuestras sociedades es que la medida sea la del curso académico, de
verano a verano, parando y volviendo a renovar el acuerdo si ambas partes lo ven
oportuno. Lo cierto es que los acompañamientos sine die no suelen ser buenos, terminan
desnaturalizándose de diversos modos, incluso se vuelve complicado suspenderlos
porque puede resultar violento para el acompañado decir que ya no quiere continuar con
esa ayuda produciéndose, ciertamente, una situación indeseable: la de quien acude a
ser acompañado sin motivación o confianza, por puro compromiso. Siguiendo el sabio
criterio de Teresa de Jesús, es recomendable cambiar ocasionalmente de acompañante
bien porque la persona acompañada cambia con el tiempo, bien porque el acompañante
ya tiene poco más que decir en la vida de otro, bien por ambas cosas al tiempo. Cambiar
de acompañante es cambiar de mirada alternativa y abrir la posibilidad de descubrir
matices antes no vistos. Además, ayuda a mantener libertades, de un lado y otro, así
como a recordar que está en la esencia del buen acompañante no resultar indispensable
para que una persona madure psicológica y espiritualmente.
• En qué lugar se va a producir ese acompañamiento y en qué momento del día.
Es muy importante que el lugar y el momento sean adecuados para lo que se pretende y
constantes, el mismo lugar y la misma hora. Somos animales simbólicos, tanto los
espacios como los tiempos poseen significados culturalmente inscritos en nuestro
psiquismo asociados a diversas actividades y tipos de relación; no son indiferentes. Por
ejemplo, quedar para comer y charlar no es lo adecuado para un acompañamiento
espiritual porque eso es lo que se hace con compañeros de trabajo, amigos o parejas, el
entorno es distractivo, etc.; mucho menos adecuado es quedar para cenar que en nuestra
cultura posee connotaciones vinculadas al ocio y tiempo libre y otro tipo de relaciones.
Quedar en un espacio aislado, sin que nadie sepa que se está ahí, a deshora, no parece
lo más recomendable; y así podríamos seguir enunciando situaciones. Hemos de
recordar que el espacio y el momento para el acompañamiento espiritual deberían de ser
expresión de lo que se está haciendo para evitar equívocos en ambas partes,
ambigüedades que pueden llevar a perder el norte y entrar en una mala práctica en el
acto de acompañar.

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Para terminar, sólo mencionaremos ya muy brevemente algo sobre lo que venimos
insistiendo toda la ponencia: la necesidad de una experta e intensa supervisión de un buen
hacer en el ámbito del acompañamiento.
La mirada de un tercero es esencial en toda relación de ayuda, particularmente en los
momentos iniciales, pero no sólo; son muchas las ocasiones en las que alguien que se
dedica a ayudar a personas, tanto en espectro terapéutico como en el espiritual, necesita
contrastar con otra persona algunos asuntos que pueden estar sucediendo en la relación.
No siempre se trata de asumir que hay alguien que sabe más, eso es innegable sobre todo
al comienzo, sino que estamos ante un acto de disciplina profesional muy útil si uno desea
no perder objetividad en la tarea que está realizando.
Ya hemos dicho que acompañar es una relación de intimidad, en el sentido estricto
de la palabra, en el que dos personas se encuentran para hablar sobre temas personales
que, frecuentemente, son susceptibles de ser manipulados o malinterpretados (afectividad,
espiritualidad, dar modo y orden, etc.). La figura de un supervisor no sólo ayuda a objetivar
esa relación cuando se le consulta, sino que, además, el mero hecho de saber de su
existencia ayuda a ambas partes a mantenerse en su sitio porque es una figura que habita
el espacio psíquico interpersonal, aunque no esté presente en ese momento.
Conocemos bastantes contextos religiosos que están implementando la supervisión
de la actividad de acompañamiento con éxito, pero aún queda mucho terreno por conquistar.
Con demasiada frecuencia, el/la acompañante acometen su función de un modo
extraordinariamente personal, desde una perspectiva subjetiva y, por qué no decirlo,
sobrevalorada; son personas que se resisten muy activamente a ser observados y
contrastados por otra persona. Convierten su acompañamiento en una habitación psíquica
cerrada, inaccesible, pero, también, de la que no se puede escapar; tal vez por inseguridad
personal o tal vez por exceso de seguridad. Esto es un problema que también requeriría
afrontarlo en otro momento porque no podemos dedicarle más tiempo en este espacio.
_____________

Hasta aquí un cuadro, un tanto expresionista, sobre el tema propuesto para esta
ponencia realizado a base de grandes brochazos que tratan de dar cuenta de la magnitud y
complejidad del asunto. Queda claro que cada tema es susceptible de un mayor desarrollo
y matización, pero ojalá que lo brevemente expuesto pueda servir para avivar una discusión
que sólo puede ser eclesial si conduce a una mayor unión de ánimos orientada a ir ganando
en calidad y calidez en nuestras relaciones interpersonales, tanto ad intra como ad extra.
Esto solo podrá ser si somos capaces de mirarnos corporativamente del mismo modo que
la Trinidad mira al ser humano en la contemplación que nos propone Ignacio de Loyola en
los Ejercicios Espirituales [Ej. 101-109] : al ver a sus criaturas (las personas) convulsionadas
y contradictorias, no cierra los ojos negando la realidad, no da rienda suelta a la ira o el
castigo de quien podría sentirse traicionado, sino que la palabra que les brota a las tres
Personas al unísono es “hagamos redención”, comprometiéndose con su criatura por puro
amor compasivo, literalmente, desviviéndose. Es desde esa mirada realista pero
amorosamente constructiva y comprometida desde la que nos gustaría que pudiera ser
considerado todo lo dicho.

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