5 MEANA-Acompañamiento, Abusos de Poder, Conciencia
5 MEANA-Acompañamiento, Abusos de Poder, Conciencia
5 MEANA-Acompañamiento, Abusos de Poder, Conciencia
“El arma más poderosa en manos del opresor es la mente del oprimido”
(N. Chomsky)
Publicado en: AA.VV., Jornadas Teología: ‘Abusos de Poder y de Conciencia en la Iglesia’, PPC, 2023.
Al tratarse de la transcripción de una ponencia, el escrito no contiene las referencias bibliográficas oportunas en
un artículo. Hemos optado, sin embargo, por ofrecer al final la bibliografía consultada sobre la que se sostienen diversas
afirmaciones y constataciones.
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Profesor de Psicopatología Clínica en las titulaciones de Psicología y Criminología. Co-Profesor de la asignatura
Práctica del Discernimiento Espiritual en la Facultad de Teología de la Universidad P. Comillas.
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habría que aludir a diferentes temas, cada uno de ellos necesitado de atención exclusiva.
Relato algunos de ellos en forma de interrogantes que, a mi juicio habría que responder sin
apuro, tras serias reflexiones: ¿qué es acompañar?; ¿dónde están las fronteras entre
acompañamiento espiritual, formación, dirección de conciencia, gobierno, discernimiento,
liderazgo, consejería, conversación espiritual, amistad, simple charla entre adultos?; ¿qué
ocurre en una relación interpersonal donde una parte se reserva más que otra? ¿o no se
reserva?, relación en la que una de las partes tiene una autoridad per se o atribuida; ¿cuándo
alguna de estas relaciones se convierte en inadecuada, éticamente reprobable, en mala
práctica profesional?; ¿quién acompaña?; ¿quién pide (o no, simplemente, se entiende que
debe de dejarse hacer) ser acompañado y por qué?
Y, claro, al hilo de estos interrogantes habría que hablar de la preparación para
acompañar: la formación específica, la supervisión por parte de expertos para garantizar una
buena práctica. También sobre la idoneidad de los acompañantes: ¿quién selecciona a las
personas que van a acompañar y sobre la base de qué criterio?; toda persona con autoridad
de gestión ¿está cualificada humana y técnicamente para acompañar espiritualmente?; toda
persona con una experiencia personal de Dios, ¿está cualificada humana y técnicamente
para acompañar a otros?, etc. Podríamos seguir.
Todo esto son temas que giran tanto en torno a la calidad de la persona que se va a
dedicar al acompañamiento como en torno a la calidad de su preparación y a la calidad de
su práctica real en el día a día. Al tiempo, son cuestiones que aluden a algunas
características de las personas que son acompañadas, que podemos resumir en
‘vulnerabilidades’; bien sea por su constitución psíquica, su extracción sociocultural, su
situación en el marco de la institución en la que se encuentra, o, sencillamente, por su estatus
en comparación con el de la persona que acompaña desde cualquier otro punto de vista.
Gran parte de los interrogantes enunciados vienen siendo fundamentales en la
formación de profesionales que van a trabajar con personas desde hace décadas;
particularmente, en la de psicólogos o psiquiatras con conciencia ética. La pregunta que
hemos de hacernos en la Iglesia es si son igualmente cruciales, invitando a un discernimiento
serio, cuando hablamos de personas que acompañan y asesoran la vida de otros, tanto en
su dimensión espiritual como en sus aspectos humanos comportamentales.
Por último, en una completa y adecuada aproximación al tema que nos ocupa, no
podríamos dejar aparte el difícil tema de la responsabilidad corporativa: más allá de
asuntos legales (que exigirían un extenso tratamiento aparte), la responsabilidad ética y
religiosa que tiene una institución cuando permite que un individuo acompañe, avalándole
con palabras o con gestos (un nombramiento de formador, párroco, consiliario, responsable,
etc.); sobre todo, avalándole con silencios (en un ‘dejar hacer’, implicando que el tal ‘hacer’
es del agrado institucional). Sí, otorgando un respaldo explícito o implícito que le concede
una auctoritas que esa persona, quizás, nunca tendría sin ese aval institucional.
Responsabilidad corporativa frente a los abusos de conciencia, espirituales, de poder, frente
a dejación de funciones; un tema denso por sí sólo que pide ser reflexionado.
Evidentemente, no es posible abarcar aquí, en una ponencia, cada uno de estos
aspectos y algunos otros posibles, aunque, es cierto, solamente con enunciarlos ya estamos
expresando algo: existen, están ahí, son un reto poque, con demasiada frecuencia, son un
problema.
Efectivamente, nos vemos en la necesidad de seleccionar y de profundizar menos de
lo conveniente pero nuestro deseo es, al menos, contribuir a aumentar el campo de
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conciencia sobre la magnitud de lo que habríamos de afrontar sin dilación, con sosiego, pero
sin treguas. No sería poca cosa.
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1.1. La mala práctica en el acompañamiento.
Hay acompañamientos que son caminos de sometimiento, por tanto, son abusivos.
Aquí querríamos hacer una puntualización. Con demasiada facilidad, al hablar de estos
temas se nos va la imaginación hacia acompañantes psíquicamente perturbados, malévolos,
moralmente corruptos. A nadie se le esconde que es indispensable tratar de minimizar la
presencia de este perfil en la Iglesia; existe, es real y resultaría imposible no pronunciarse
en contra de los actos vandálicos de estos individuos, hombres y mujeres. Sin embargo,
corremos el peligro de pensar que ahí reside todo el problema y que, con agudizar la mirada
y los sistemas de control para que estos sujetos perturbados ni estén ni actúen (no sería
poca cosa), estaríamos afrontando suficientemente la dificultad de la mala práctica y sus
consecuencias. Nada más lejos de la realidad.
Queremos traer aquí el problema que no parece problema, el acompañamiento
‘normal’, de parte del acompañante ‘normal’, que, sin embargo, inadvertidamente, va
causando un mal, con frecuencia sutil y, muchas veces, profundamente dañino. Es lo que
en medicina se denomina yatrogenia: el mal que se infringe, casi siempre inadvertidamente,
en una intervención terapéutica, con la mejor de las intenciones. Se trata del abuso que pasa
desapercibido, hasta que es demasiado tarde: la banalización de los efectos de un mal
acompañamiento, la impericia que termina poniendo al acompañado al servicio de las ideas
o necesidades del acompañante bajo capa de bien, o el acompañante que se siente
sirviendo abnegadamente al Reino, asistiendo a las necesidades de infinidad de almas que
necesitan ayuda, cuando, en realidad, lo que se está produciendo es una relación parasitaria
en la que un acompañante que se nutre de la vida de otros en modos diversos.
La intencionalidad del abusador no puede ser un criterio para determinar si hay
relación abusiva; tampoco el nivel de conciencia que tenga de su mala práctica. Con mucha
frecuencia las limitaciones personales de quien acompaña hacen que sea ciego a sí mismo
y no es extraño que se encuentre muy confiado en su propia valía y criterio dado que la
Iglesia o su institución le ha confiado esa tarea. No tiene intención de abusar, pero el
resultado es abuso; esto habría de preocuparnos.
Por su sutileza, el acompañamiento inadvertidamente abusivo es uno de los
principales problemas que ha de afrontar la Iglesia y éste viene de parte de una falla en la
selección de personas, escasez en la formación de acompañantes o falta de adecuada
supervisión, al menos.
Para administrar lo mejor posible el tiempo del que disponemos, en primer lugar,
haremos una serie de afirmaciones, en forma de corolarios, conscientes del peligro de
simplificación que pueden tener. Más adelante, entraremos brevemente en algunos detalles
sobre diferentes áreas que aparecen en los enunciados siguientes:
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• Tampoco lo es un acompañamiento que dé como resultado que sean otros
quienes lleven las riendas de la vida de la persona acompañada; todo acompañamiento
que subyugue, produciendo más cautiverio y opresión que liberación, es contrario al
anuncio evangélico. Recordando a Lucas 4:18, hemos sido enviados a colaborar en la
obra de la redención “proclamando libertad a los cautivos, poniendo en libertad a los
oprimidos”.
• Si mi presencia en la vida de otros, como acompañante, no es ocasión para
que la persona viva en plenitud, no sólo no estoy siendo evangélico. Como mínimo, estoy
siendo negligente, seguramente por impericia bienintencionada; en el peor de los casos,
porque mi personalidad no tolera que otros florezcan.
• Si mi presencia en la vida de otros sirve antes al propósito de perpetuar
instituciones, usos y costumbres o estructuras de gobierno, por encima del crecimiento
espiritual de la persona con sus particularidades creadas por Dios, no sólo no estoy
siendo evangélico, estoy manipulando a una persona para que sirva a necesidades,
dinamismos y angustias corporativas.
• Si mi presencia como acompañante sirve principalmente a mi narcisista deseo
de sentirme poderoso, respetable o idealizado, no sólo no estoy sirviendo a la causa del
Evangelio, estoy utilizando a una persona, como si fuera un objeto, al servicio de mis
necesidades insatisfechas.
• De igual modo sucedería, si la utilizo para servir a mi deseo obsesivo de que
todo esté bajo control; a mi necesidad de cuidar a quien no lo ha pedido, “por su bien”,
en realidad, para que me lo agradezca y sentirme significativo para alguien; o utilizo a
otros para saciar mi curiosidad y necesidades sexuales insatisfechas y, tal vez,
vergonzantes.
• Si creo que la expresión ‘quien bien te quiere te hará llorar’ es una opción para
modelar a otros desde el ejercicio de poder, a veces denominado ‘formación’, y les
acompaño desde esta perspectiva, estoy lejos del evangelio. Como lejos estoy si creo
que mi misión es dictar normas y principios morales o gobernar la Iglesia y sus
instituciones con mano de hierro, como si fuera de mi propiedad, para que permanezca
y no se deteriore, según mi criterio, por encima de cómo esto pueda afectar a las
personas; por encima de tomar en consideración su vida de Fe, su criterio adulto, su
discernido punto de vista inspirado por Dios; es decir, sin asumir que cada individuo del
pueblo de Dios, o de colectivo que acompaño, tiene algo significativo que decir en el
modo de ser y estar de la Iglesia o de la institución eclesial en la que se encuentre.
• En todas estas circunstancias y en otras muchas posibles, estaríamos
instrumentalizando al otro al servicio de nuestras propias necesidades, nuestros puntos
de vista, nuestras preferencias. En palabras de San Ignacio de Loyola, viviendo y
actuando para satisfacer nuestro propio ‘amor querer e interés’; puro egocentrismo
enmascarado, alejado de un discernido servicio desinteresado a los demás en su camino
de conversión y a la misión encomendada por Cristo a su Iglesia.
Y, claro, si mi paso por la vida de otros, como acompañante, no favorece que vayan
profundizando en un camino personal de encuentro con Dios en el que yo iré perdiendo
protagonismo hasta ser prescindible, mientras que la persona irá ganando en sabiduría
espiritual y capacidad para discernir, si no es así, estoy cometiendo abuso espiritual en mi
acompañar. Porque no sólo instrumentalizaré al otro para ponerle a mi servicio o al de la
institución con la que me identifico; no sólo le someteré a mis criterios privándole de la
innegociable dignidad de vivir conforme a los suyos propios, libre e independientemente; no
sólo le convertiré en un mero engranaje de una institución que podrá ser fácilmente
reemplazado sin drama. Lo peor de todo, es que le privaré de lo más sagrado para un
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cristiano: una relación con Dios personal e intransferible. Le habré inoculado una idea de
Dios que sólo ‘es’, si está mediado por mí y sólo será comprensible, si yo le interpreto; eso
es tomar el nombre de Dios en vano. Habré logrado que esa persona para estar con Dios
deba de estar conmigo, me habré interpuesto cometiendo el mayor de los sacrilegios:
impidiendo que la criatura llegue a encontrarse directamente, cara a cara, con su Creador y
Señor.
Estos son algunos de los asuntos de los que habría que hablar con calma cuando se
habla de acompañar bien, de abusos de autoridad y/o de conciencia. Insistimos en que
somos plenamente conscientes de que este tipo de formulaciones, tan cerradas, siempre
necesitan ser matizadas pero la intención es que nos ayuden a pensar y a caer en la cuenta
de lo que, tal vez, no habíamos pensado.
Lo complicado y, por qué no decirlo, atemorizante, es que golpear con el martillo sobre
este importante eslabón en la vida de la Iglesia produce resonancias ensordecedoras en
todo el andamiaje institucional. Hablar de acompañamiento, es hablar del funcionamiento de
la Iglesia y de cada una de sus instituciones; hacerlo subrayando que puede estar habiendo
abusos de conciencia, de poder o espirituales en el día a día relacional es desatar un
terremoto que conmociona todo. De ello es bien consciente el Papa Francisco cuando,
denomina ‘cultura del abuso’ (algo que excede lo puntual) a los abusos sexuales, de poder
y de conciencia y dice:
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que puede llegar a producir abusos de todo orden, que trascienden al físico/sexual, por más
que éste sea un epifenómeno terrible y preocupante. Esta es la razón por la que, como
decíamos, el Papa Francisco siempre que habla de abusos menciona la tríada
poder/conciencia/sexualidad y utiliza la palabra ‘cultura’. Al hilo de esto, el experto Jesuita
Hans Zollner llega a preguntarse “¿qué enfermedad hay que ha producido este cáncer en la
Iglesia que afecta no sólo en asuntos sexuales sino en las relaciones interpersonales y en la
incapacidad para vivir desde nuestros valores?” (Conferencia en la Universidad P. Comillas,
2019).
Nos vemos ante el abismo que abre esta pregunta.
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derechos y criterios del acompañado pasan claramente a un segundo plano siendo agentes
de un auténtico asalto a la dignidad de este.
La persona ética vive desde la compasión que surge de la capacidad de reconocer en
el otro a un semejante, connaturalmente digno desde su fragilidad. Para poder percibir
compasivamente al semejante, con inclinación a cuidarle, uno ha de haber vivido esa
fragilidad antropológica en primera persona y a un alter como presencia salvífica; haber
tenido la vivencia de que ha habido alguien que ha sido auténtica tabla de salvación para la
propia vida es irremplazable a la hora de ponerse a hacer lo mismo con otros. Un sujeto
psíquico sano vive tan determinado por la compasión que la ‘hetero-conservación’ se vuelve
un imperativo sine qua non para alcanzar la propia plenitud existencial: cuidar del otro,
incluso por encima del propio bienestar. Cualquier madre o padre sanos que se ‘des/vive’
por ver a los suyos vivir, sabe de qué estamos hablando. Cualquier persona de Iglesia que
se dedica a acompañar debería ser suficientemente fuerte en esta dimensión si no queremos
que termine siendo, en algún modo, abusivo.
Hasta aquí, un breve subrayado acerca de un tema vital: la selección de
acompañantes. Si no se ha seleccionado adecuadamente a un sujeto sano en su dimensión
ético-relacional va a resultar muy complicado que sea un acompañante apto. Esto sólo se
puede saber si el candidato a acompañante ha pasado por un proceso de acompañamiento
intenso con alguien suficientemente perceptivo como para captar el sujeto real que subyace
a discursos aparentemente bellos y cargados de connotaciones espirituales; en ocasiones
tan sólo son una eficaz cortina de humo.
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adecuadamente, es decir, desde una ética profesional sin fisuras. Esto requiere
aprendizaje.
• Necesidades narcisistas. Se trata de otro ‘clásico’ recurrentemente citado. Sí,
podemos encontrarnos con acompañantes con un alto grado de necesidades narcisistas
a flor de piel; personas que buscan acompañar para experimentar la mirada de
fascinación en otro y la sensación de ver el propio ego engrandecido. Podría ocurrir que,
en una persona normal, el oficio de acompañar refuerce el placer narcisista de verse
constantemente en la posición de quien sabe, el que asesora o da instrucciones; como
ocurre en otras profesiones de ayuda, eso puede terminar por hacer creer al
acompañante que realmente sabe, tiene la última palabra, ve las cosas mejor que los
demás, etc. Sí, es un riesgo que conviene tener previsto y es muy útil tener otros
contextos en los que uno puede recibir otro tipo de feed-back que ayude a conservar un
mayor realismo. El caso es que, en su versión más dura, se puede llegar al extremo de
que algún acompañante tan sólo busque y espere de los demás confirmación del propio
y engrandecido sentimiento de valía; la relación se convierte en una manipulación del
otro para que sólo pueda devolver constante fascinación acrítica y, si no es así, será
rechazado porque, sencillamente, no sirve al propósito para el que se le necesita. El otro
es un objeto al servicio del yo del acompañante.
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Otra dinámica de este ámbito del poder es la de quien busca controlar a otros
porque así calma sus propias ansiedades. Cuando en su entorno todo está en orden
siente paz y si alguien a su cargo se desordena se pone nervioso/a, tal vez enfadado/a
o iracundo/a. En realidad, lo que suele ocurrir es que se trata de alguien con potentes
ansiedades y miedos de diversa procedencia que, además, no sabe qué hacer con la
persona que tiene delante; su función de acompañante le desborda, y lo que se le ocurre
se agota en unas pocas recomendaciones fáciles. Esto sucede, tal vez, por falta de
preparación, de experiencia, de madurez, de cualidades personales o por todo al tiempo.
Ocurre más en momentos de crisis de personal, cuando hay que improvisar asignando
responsabilidades, como dirección espiritual, a personas que en otras circunstancias no
se les otorgarían y se valora como virtud una presunta prudencia que en realidad es
temerosidad o aparente bondad que, en realidad, es temor a irritar al contexto por pura
debilidad personal; en último término son víctimas angustiadas que generan víctimas
para salvarse de su propia tortura, abusadores inadvertidos.
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ideológicos’, muy del gusto de acompañantes preocupados por clausurar todo
pensamiento crítico, así como de acompañados inseguros, asustados de vivir en libertad
cognitiva. Sistemas conceptuales que sirven al propósito de aglutinar grupos que serán
muy resistentes al cambio y garantizan a sus integrantes sosiego en forma de
pertenencia y, sobre todo, de sensación de estar en posesión de ‘la verdad’ que a otros
se esconde. Así, aparecen en las instituciones eclesiales los grupos y sujetos ‘seguros’
frente a los ‘inseguros’, quienes aciertan frente a los que se equivocan, los que son de
‘los nuestros’ frente a los que no. Esto ocurre, no pocas veces, dentro de una institución
dividiéndola, dando lugar a subgrupos capitaneados por un/una acompañante, que se
sienten más propietarios de ésta que los demás porque no se cuestionan entre sí y
califican de poco confiables a otros. Se generan camarillas, auténticos lobbies de poder,
enmascarados en forma de lenguajes y formas presuntamente adecuados frente a los
que no lo son tanto, que se autoperpetúan dejando en la insignificancia a quienes no son
de los suyos. Se trata de un doble abuso, el infringido a la persona que ve su conciencia
crítica minimizada y el que se da sobre las personas que no aceptan entrar en ese círculo
de influencia con sus dobles lenguajes, sutilezas y razones aparentes.
• Adoctrinamiento. Menos sutil que los anteriores pero muy eficaz a efectos de
control mental. El acompañamiento se convierte en un auténtico manual de instrucciones
para personas necesitadas de que les digan cómo vivir, víctimas de una vulnerabilidad
por dependencia de la que hablaremos a continuación. Quedará claro que la voluntad de
Dios es servir al grupo/institución, sus necesidades e intereses sin razonar, solamente
siguiendo el tal reglamento dictado, donde mediante el seguimiento de las rutinas
oportunas y renunciando a todo parecer, reside la salvación. Es un sistema sencillo que
puede pasar de generación en generación y responde a la antigua tentación de simplificar
la relación con Dios, suplantándola por formalismos y rutinas, evitando tener que decidir,
ganando la seguridad de que todo se hace bien y, tal vez, está garantizado el lugar en el
más allá, tras la muerte; no así para otros. Acompañar adoctrinando es abusivo porque
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lejos de hacer florecer el alma humana, la seca y convierte a las personas en autómatas
irreflexivos incapaces de discernir atendiendo al soplo del Espíritu Santo.
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alguien sólo es colaborador de la Obra de la Redención si coincide con mi modo de ver las
cosas es, sí, tratar de suplantar a Dios; tomar el nombre de Dios en vano.
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desee y planifique por ellos/as. Son personas muy complacientes y agradecidas, pero
con serias dificultades para ser libres, autónomas e independientes. En una institución
jamás causarán problemas, pero tampoco aportarán ninguna solución o iniciativa
esperando que otros lo hagan; son pesos muertos y la institución tendrá que ver si puede
asumir este tipo de personas y en qué número.
Desde el punto de vista del acompañamiento nos vamos a encontrar con una dificultad a
la hora de liberar a los cautivos de sí mismos. Ayudar a alguien a ser menos dependiente
es una misión complicada porque, si no se acompaña bien y se entra en su demanda de
dependencia estamos fracasando en la esencia misma del acompañar: que la persona
sea más libre. Pero si no se entra en su estilo relacional, probablemente la persona se
sentirá abandonada, mal atendida en lo mucho que necesita del acompañante, y busque
a otro del que pueda depender mejor. Además, si el acompañamiento va bien y ayuda a
esa persona en ganar autonomía psíquica y espiritual también puede ser una dificultad
porque, en algunos contextos, los independientes no siempre son bienvenidos y su nivel
de conflictividad en ese contexto, que prefiere complacientes, aumentará siendo el
acompañante el que se queda en evidencia ante otros por generar ‘personas molestas’.
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esperable. Siempre hasta que algún eventual golpe de suerte le permita deshacerse del
contexto del que depende materialmente y al que no sólo no ama, sino que, tras un largo
tiempo de estancia ha vivido como cautiverio inevitable. De nuevo, no es un asunto
sencillo de manejar porque, en algunas circunstancias, hay contextos de Iglesia que
ofrecen beneficios tangibles difícilmente alcanzables por estas personas en otros
espacios (formación, calidad de vida, atención sanitaria, etc.). Acompañar bien esta
vulnerabilidad significa ayudar a la persona a aceptar sus circunstancias, buscar un
contexto adecuado, ganar en honestidad consigo mismo/a y con otros; no permanecer
en un contexto en el que se espera que las personas estén por opción personal no por
huir de los sinsabores de la vida buscando refugio.
Es evidente que estos breves brochazos sólo tienen como finalidad ofrecer algunos
ejemplos en los que aspectos particulares de los acompañados pueden ser una dificultad tal
que conviertan a la tarea de acompañar en una relación poco ética donde el acompañante,
casi siempre inadvertidamente, perpetúa roles, modos de ser, fortalece cadenas o tolera
engaños; es una relación abusiva por pura impericia, tal vez comodidad y no
responsabilizarse de los problemas de otros. En estos asuntos la buena formación y
supervisión son cruciales; entrar en estos terrenos y otros parecidos sin esas ayudas es
irresponsable y, por tanto, poco ético. Mucho más si no detuviéramos a hablar de verdaderos
trastornos de personalidad, algo que ya indicamos que no es del todo infrecuente.
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particularmente peligrosos porque tienden a llamar ‘acompañamiento ’a lo que en realidad
son manipulaciones, algunas ya mencionadas; caer en sus manos es entrar en un círculo
casi sectario donde la culpa y la vergüenza son articuladores indispensables para lo que
ellos entienden como ayuda.
Por suerte, en nuestra época la idea de ética profesional está alcanzando también
al mundo del acompañamiento. Ser un buen profesional significa tener buena formación
teórica y práctica, así como haberse visto supervisado por expertos que le ayuden a realizar
bien su trabajo. Formación que, en una persona espiritual, ha de incluir aspectos específicos
sobre teología y discernimiento de espíritus junto a aspectos importantes de la psicología
humana que hoy no podemos desestimar. Además, debería haber vivido la experiencia de
haber sido intensamente acompañado en su propio itinerario vital, como existencia abierta a
la transcendencia, junto, no nos cansaremos de repetirlo, con una adecuada supervisión de
su actividad profesional.
Una buena antropología psicológica ayudará mucho en la tarea de acompañar; esto
requiere una breve aclaración. Está muy extendido acudir a las técnicas psicoterapéuticas
como ‘caja de herramientas’ que puedan servir para el acompañamiento espiritual; la
similitud aparente de las situaciones invita a ello. Sin embargo, esto ha sido y es fuente de
graves confusiones y solapamientos: acompañantes que, más o menos intencionalmente,
juegan a ser psicólogos adoptando las poses más estereotipadas que ofrecen algunas
escuelas de psicoterapia; quienes mezclan técnicas de diversos modelos teóricos sin caer
en la cuenta de que responden a planteamientos antropológicos contradictorios y fines
diferentes; acompañantes que incluso se embarcan en el ámbito del psicodiagnóstico, etc.
Además de violar códigos éticos o rozar el intrusismo profesional (delito penado) hacen daño
a las personas.
El acompañante espiritual ha de tener la suficiente formación en psicología como para
detectar problemas y, si observase dificultades, el comportamiento ético esperable sería
derivar a esa persona a un experto en los asuntos psicológicos, no ponerse él mismo a
resolverlos sin haber recibido formación reglada, contrastada y supervisada. Nosotros
pensamos que, incluso teniendo formación en psicología, si el objetivo del encuentro es el
acompañamiento personal de tipo espiritual, en el caso de necesitar una aproximación más
técnica, lo indicado sería derivar al acompañado a otra persona para el propósito terapéutico
con las condiciones que este propósito establezca. Pasar de un marco a otro es confundirse
y confundir.
¿Qué formación en psicología podría ser de mayor utilidad para una persona que
desea saber más de antropología psicológica? A nuestro juicio, aunque algunos asuntos
procedentes de la psicoterapia pueden ser interesantes, lo son más los que provienen de
otros saberes psicológicos como la psicología del desarrollo o evolutiva, la psicología social
o la psicología existencial. Ofrecen aprendizajes acerca del ser humano que van más allá de
rebuscar técnicas para salir del paso ante asuntos complicados. Además, en la tarea de
aprender sobre la naturaleza humana, comenzar por uno mismo es un buen principio; bien
mirados, somos el mejor libro de psicología del que disponemos. Bien mirados, significa que
uno tiene que haber tenido un buen acompañamiento psicoespiritual y, es crucial, una
rigurosa supervisión por parte de acompañantes expertos y lúcidos.
Sin estos mimbres, resulta difícil imaginar a un acompañante razonable, pero,
además, si deseamos ser realmente éticos, insistimos en algo ya enunciado: no todo el
mundo sirve para la tarea de acompañar. Hay personas que, sencillamente, no están
equipadas con las cualidades humanas necesarias para ello según hemos dicho al
comienzo. Más allá de estar de suficiente sujeto ético, acompañar tiene un aspecto artístico
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en cuanto que requiere intuición, creatividad, abnegación (el artista deja su tiempo y vida en
su obra, el acompañante desaparece para que el acompañado viva); sabemos que no todo
es mundo puede ser considerado artista por más que lo desee. Formarse y actuar éticamente
también significa asumir que, tal vez, uno no esté llamado a tener ese rol en la comunidad
eclesial.
Subrayada la importancia ética de la formación, con plena conciencia de que no es
necesariamente garantía de un buen hacer, creemos que es importante dedicar unas muy
breves palabras al ‘encuadre’; es el nombre por el que se conoce el dejar claras las
condiciones de la relación que se va a iniciar. Ayuda a las dos partes a saber estar, no
confundir planos, evaluar. Es muy importante.
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• Con qué frecuencia se van a producir los encuentros. De cara a preservar la
mayor fidelidad posible al objetivo que reúne a las personas, es importante especificar,
desde el principio y de mutuo acuerdo, la frecuencia de las reuniones. Evita la subjetiva
tendencia a aumentar o disminuir el número de sesiones según las preferencias o
atracciones de todo tipo en alguna de las partes. Desde el punto de vista técnico, un
acompañante ha de tener cierta conciencia de la regularidad que necesita para ayudar a
las personas con las que habla, según sus características, y proponérselo así a su
acompañado/a; también ha de estar muy atento/a a posibles alteraciones de ese ritmo y
la justificación de éstas, suelen ser señales indirectas de lo que está ocurriendo y no se
enuncia.
• Duración de cada encuentro. Por la misma razón, es importante objetivar la
duración de cada encuentro. Ayuda a focalizar la atención en el motivo del encuentro y a
no prolongar innecesariamente las conversaciones cuando existe algún tipo de atracción
física o psíquica por parte de alguno de los intervinientes que puede contaminar la
relación, alguna relación de dependencia, etc. Esto, claro, en el caso de percibir
movimientos al respecto, es materia para hablar con la persona que supervisa y así poder
recibir un feedback de lo que puede estar ocurriendo.
• Durante qué período de tiempo se va a dar la relación acordada y si va a ser
prorrogable. Es bueno marcarse un tiempo de trabajo por diversas razones; algunas ya
están enunciadas. Estamos ante un encuentro que tiene una naturaleza de ayuda
temporal, nadie sano necesita un acompañamiento con la misma persona toda la vida.
Lo natural en nuestras sociedades es que la medida sea la del curso académico, de
verano a verano, parando y volviendo a renovar el acuerdo si ambas partes lo ven
oportuno. Lo cierto es que los acompañamientos sine die no suelen ser buenos, terminan
desnaturalizándose de diversos modos, incluso se vuelve complicado suspenderlos
porque puede resultar violento para el acompañado decir que ya no quiere continuar con
esa ayuda produciéndose, ciertamente, una situación indeseable: la de quien acude a
ser acompañado sin motivación o confianza, por puro compromiso. Siguiendo el sabio
criterio de Teresa de Jesús, es recomendable cambiar ocasionalmente de acompañante
bien porque la persona acompañada cambia con el tiempo, bien porque el acompañante
ya tiene poco más que decir en la vida de otro, bien por ambas cosas al tiempo. Cambiar
de acompañante es cambiar de mirada alternativa y abrir la posibilidad de descubrir
matices antes no vistos. Además, ayuda a mantener libertades, de un lado y otro, así
como a recordar que está en la esencia del buen acompañante no resultar indispensable
para que una persona madure psicológica y espiritualmente.
• En qué lugar se va a producir ese acompañamiento y en qué momento del día.
Es muy importante que el lugar y el momento sean adecuados para lo que se pretende y
constantes, el mismo lugar y la misma hora. Somos animales simbólicos, tanto los
espacios como los tiempos poseen significados culturalmente inscritos en nuestro
psiquismo asociados a diversas actividades y tipos de relación; no son indiferentes. Por
ejemplo, quedar para comer y charlar no es lo adecuado para un acompañamiento
espiritual porque eso es lo que se hace con compañeros de trabajo, amigos o parejas, el
entorno es distractivo, etc.; mucho menos adecuado es quedar para cenar que en nuestra
cultura posee connotaciones vinculadas al ocio y tiempo libre y otro tipo de relaciones.
Quedar en un espacio aislado, sin que nadie sepa que se está ahí, a deshora, no parece
lo más recomendable; y así podríamos seguir enunciando situaciones. Hemos de
recordar que el espacio y el momento para el acompañamiento espiritual deberían de ser
expresión de lo que se está haciendo para evitar equívocos en ambas partes,
ambigüedades que pueden llevar a perder el norte y entrar en una mala práctica en el
acto de acompañar.
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Para terminar, sólo mencionaremos ya muy brevemente algo sobre lo que venimos
insistiendo toda la ponencia: la necesidad de una experta e intensa supervisión de un buen
hacer en el ámbito del acompañamiento.
La mirada de un tercero es esencial en toda relación de ayuda, particularmente en los
momentos iniciales, pero no sólo; son muchas las ocasiones en las que alguien que se
dedica a ayudar a personas, tanto en espectro terapéutico como en el espiritual, necesita
contrastar con otra persona algunos asuntos que pueden estar sucediendo en la relación.
No siempre se trata de asumir que hay alguien que sabe más, eso es innegable sobre todo
al comienzo, sino que estamos ante un acto de disciplina profesional muy útil si uno desea
no perder objetividad en la tarea que está realizando.
Ya hemos dicho que acompañar es una relación de intimidad, en el sentido estricto
de la palabra, en el que dos personas se encuentran para hablar sobre temas personales
que, frecuentemente, son susceptibles de ser manipulados o malinterpretados (afectividad,
espiritualidad, dar modo y orden, etc.). La figura de un supervisor no sólo ayuda a objetivar
esa relación cuando se le consulta, sino que, además, el mero hecho de saber de su
existencia ayuda a ambas partes a mantenerse en su sitio porque es una figura que habita
el espacio psíquico interpersonal, aunque no esté presente en ese momento.
Conocemos bastantes contextos religiosos que están implementando la supervisión
de la actividad de acompañamiento con éxito, pero aún queda mucho terreno por conquistar.
Con demasiada frecuencia, el/la acompañante acometen su función de un modo
extraordinariamente personal, desde una perspectiva subjetiva y, por qué no decirlo,
sobrevalorada; son personas que se resisten muy activamente a ser observados y
contrastados por otra persona. Convierten su acompañamiento en una habitación psíquica
cerrada, inaccesible, pero, también, de la que no se puede escapar; tal vez por inseguridad
personal o tal vez por exceso de seguridad. Esto es un problema que también requeriría
afrontarlo en otro momento porque no podemos dedicarle más tiempo en este espacio.
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Hasta aquí un cuadro, un tanto expresionista, sobre el tema propuesto para esta
ponencia realizado a base de grandes brochazos que tratan de dar cuenta de la magnitud y
complejidad del asunto. Queda claro que cada tema es susceptible de un mayor desarrollo
y matización, pero ojalá que lo brevemente expuesto pueda servir para avivar una discusión
que sólo puede ser eclesial si conduce a una mayor unión de ánimos orientada a ir ganando
en calidad y calidez en nuestras relaciones interpersonales, tanto ad intra como ad extra.
Esto solo podrá ser si somos capaces de mirarnos corporativamente del mismo modo que
la Trinidad mira al ser humano en la contemplación que nos propone Ignacio de Loyola en
los Ejercicios Espirituales [Ej. 101-109] : al ver a sus criaturas (las personas) convulsionadas
y contradictorias, no cierra los ojos negando la realidad, no da rienda suelta a la ira o el
castigo de quien podría sentirse traicionado, sino que la palabra que les brota a las tres
Personas al unísono es “hagamos redención”, comprometiéndose con su criatura por puro
amor compasivo, literalmente, desviviéndose. Es desde esa mirada realista pero
amorosamente constructiva y comprometida desde la que nos gustaría que pudiera ser
considerado todo lo dicho.
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