Floreciendo en El Desierto - Apr - Cynthia Montes Rivera

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©2017 Cynthia Montes Rivera

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sin el permiso previo de la autora, excepto en el caso de breves citas
contenidas en artículos importantes o reseñas.

Diseño de portada: Luis Montes

Categoría: Vida Cristiana

Editorial:
Todo el texto bíblico, a menos que se indique lo contrario, ha sido
tomado de la Santa Biblia TLA, Traducción en Lenguaje Actual
Copyright ©Sociedades Bíblicas Unidas, 2000. Usado con permiso.

El texto bíblico indicado con NTV ha sido tomado de la Santa Biblia,


Nueva Traducción Viviente, ©Tyndale House Foundation, 2010.
Usado con permiso de Tyndale Publishers, Inc., 351 Executive Dr.,
Carol Stream, IL 60188, Estados Unidos de América. Todos los
derechos reservados.
Contenido

Agradecimientos
Confía y florece
Primeras impresiones
A ojos cerrados
¡Busca refugio!
¡Fuera máscaras!
Bájate de esa nube
Planificación familiar
¿Escuchas lo que digo?
Mar adentro ya no hay fondo
Llevando la Buena Noticia
Conéctate
Sobre la Autora
Agradecimientos

Quiero agradecer a:
DIOS. Por darme una nueva oportunidad a
pesar de mis errores, confiar en mí y ayudarme a
terminar este proyecto. Gracias a Su amor y
misericordia he podido llegar hasta aquí.
MI MADRE, Silvia Rivera. Por estar a mi lado
y enseñarme a amar al Señor y a confiar en Sus
promesas. Su perseverancia y dedicación para
con su familia son un gran ejemplo. Gracias a
sus oraciones, Dios me rescató, tuvo
misericordia cuando me encontraba lejos de Él y
continúa protegiéndome hoy día.
MIS DOS HERMOSOS SOBRINOS, Gabriela
Michelle y Kelvyn Antonio. Los dos tesoros que
me mantienen con los pies en la tierra y me
enseñan acerca de la confianza y el amor sincero
que sólo un niño puede ofrecer. Ellos son una
constante motivación para seguir adelante y
mejorar cada día como persona.
MIS MADRES ESPIRITUALES Y AMIGAS;
Luz Hiraldo, Cruz Santana y Milagros Colón.
Mujeres ejemplares a quienes admiro y aprecio
en gran manera. Ellas me han brindado consejos
sabios en tiempos de necesidad y me han
enseñado muchísimo sobre lo que es tener una
vida consagrada a Dios, servir al prójimo y
superar las pruebas con una fe fortalecida.
MI AMADA FAMILIA. Las experiencias que
hemos vivido juntos a través de los años me han
hecho quien soy. Gracias a ellos, aprendí que,
después de Dios, la familia es lo más importante
que tenemos.
TODOS LOS QUE ME BRINDARON SU APOYO
DURANTE LA REALIZACIÓN DE ESTE PROYECTO.
Quedo muy especialmente agradecida de Migdalia López,
cuya ayuda ha sido invaluable.
Confía y florece

“¡El desierto florecerá y la tierra seca dará fruto!


Todo el mundo se alegrará porque Dios le dará al
desierto la belleza del monte del Líbano, la
fertilidad del monte Carmelo y la hermosura del
valle de Sarón”.
~Isaías 35:1-2
“Decidí ver cada desierto como la oportunidad de
encontrar un oasis”.
~Walt Disney
Vivimos en tiempos de gran incertidumbre. Los conflictos
políticos, las guerras, atentados, crímenes e injusticias
parecen invadirlo todo. Esto, sumado a las dificultades del
diario vivir, puede causar el agotamiento físico y mental de
cualquiera. La constante sensación de miedo y crisis que
nos arropa se asemeja a lo que experimentó la gente de
Judá durante el tiempo del profeta Isaías; quien tuvo que
cumplir con su misión durante un período de gran
decadencia moral y espiritual, agravado por el temor a
causa de la amenaza de guerra contra el pueblo. Justo en
medio del caos, Isaías insta al pueblo al arrepentimiento y
predica un mensaje de esperanza y restauración, que
continúa vigente, para quienes permanezcan leales a Dios y
confíen en Sus promesas.
En la actualidad, nos enfrentamos a otras clases de
asedios, los dirigidos contra nuestras almas, siendo la
desconfianza hacia Dios uno de los más peligrosos. Día a
día, el miedo a ser decepcionados por el Señor provoca que
batallemos por nuestra cuenta con las circunstancias y los
pensamientos conflictivos que las mismas pueden producir,
dejándonos arrastrar, así, a un abismo de inseguridad y
desasosiego. Cada idea que albergamos y permitimos que
sea la base de nuestras acciones y decisiones inclinará la
balanza hacia la victoria o la destrucción. Si cedemos ante la
incredulidad, nuestra alma será endurecida y asolada por la
sequía que inevitablemente trae consigo el no confiar en
Dios, lo que representa una gran amenaza para cada uno de
nuestros sueños y oportunidades de florecer en la vida.
Dicha amenaza se hace más concreta cuando nos
encontramos en medio de desiertos, aparentemente
infinitos, de dificultades, tristeza, escasez y desilusión que
llevan a muchos a sentir que desfallecen. Aunque solemos
evadir los mismos por pensar que su propósito es
destruirnos, cada desierto es un campo de entrenamiento
intensivo diseñado para fortalecer tu carácter, desarrollar tu
espíritu, acercarte más a Dios y prepararte para recibir lo
que Él quiere entregarte. Cada proceso marca una
diferencia entre quienes somos hoy y quienes podemos
llegar a ser.
¿Pero, cómo podemos pensar en un futuro o en alcanzar
una meta cuando nos encontramos en medio de un terreno
que representa desolación y soledad? ¿Cómo podemos
decir que todo estará bien cuando los problemas llegan a la
puerta sin invitación y las situaciones cotidianas parecen ser
más difíciles de sobrellevar cada día? ¿Qué esperanza
tenemos de encontrar una salida cuando nos encontramos
agotados por el azote despiadado del sol durante el día y el
frío viento cortante de la noche? Es a causa de esta
continua lucha que muchos se dan por vencidos, negándose
a avanzar o simplemente echándose a morir en medio de su
desierto.
Si puedes identificarte con este panorama, quiero decirte
que, al igual que en los tiempos de Isaías, tú también tienes
una esperanza de salvación en medio de tu crisis. Dios es el
único que puede ofrecerte vida ante un panorama de
muerte, pero es necesario que aprendas a confiar en Él de
manera incondicional. Como dice Hebreos 10:35-36: “no
dejen de confiar en Dios, porque sólo así recibirán un gran
premio. Sean fuertes, y por ningún motivo dejen de confiar
en él cuando estén sufriendo, para que así puedan hacer
lo que Dios quiere y reciban lo que él les ha prometido”.
Solamente aceptando a Jesús y obedeciendo Sus
directrices hasta el final recibirás el máximo galardón; y
morarás con el Señor por toda la eternidad en un lugar en el
cual: “Él secará [tus] lágrimas, y no [morirás] jamás.
Tampoco [volverás] a llorar, ni a [lamentarte], ni [sentirás]
ningún dolor, porque lo que antes existía ha dejado de
existir” (Apocalipsis 21:4).
La confianza en que Dios cumplirá Sus promesas es el
ancla de nuestra convicción, es nuestro oasis de descanso
mientras, paso a paso, avanzamos hacia un futuro mejor.
Confiar nos permite desarrollar una relación estrecha con
nuestro Padre Celestial. Sin embargo, la experiencia me ha
enseñado que son muchas las razones por las cuales se
nos hace muy difícil confiar y, por ende, acercarnos a Él.
Puede darse el caso de que tu experiencia inicial con el
cristianismo sea la razón por la cual todavía te resistes a
seguir a Cristo; o que, como me sucedió a mí, asistas a una
iglesia, pero aún tengas reservas o dudas acerca de Dios y
la vida cristiana. Por eso, he querido compartir contigo
algunas reflexiones y vivencias que me han ayudado a
trabajar con los prejuicios y la desconfianza que me
separaban del Señor y de Su propósito.
Te invito a continuar leyendo y descubrir lo maravilloso
que es poder confiar en alguien que, sin importar tus
altibajos en la vida, nunca te va a fallar. Oro para que el
Espíritu Santo bendiga y transforme tu vida a través de
estas líneas, ayudándote a desarrollar la confianza que
necesitas para acercarte al Padre o reforzando la que ya
posees. Permite que Su río de Agua Viva inunde tu corazón
y te haga florecer en medio del desierto en el que te
encuentras hoy. Dios te bendiga.
Primeras impresiones

“Lo que antes sabía de ti era lo que me habían


contado, pero ahora mis ojos te han visto, y he
llegado a conocerte”.
~Job 42:5
“La mejor forma de averiguar si puedes confiar
en alguien es confiar en él”.
~Ernest Hemingway
Siempre he escuchado decir que la primera impresión
es la que cuenta. Pero, ¿podemos fiarnos del juicio emitido
en esos primeros instantes? ¿Qué tan cierto será que dicha
impresión inicial, una vez hecha, no se pueda cambiar? Tal
vez recuerdes las veces en que conociste a una persona
que no te cayó bien en un principio, pero luego, al tratarla,
descubriste que en realidad es una persona maravillosa; o
por el contrario, alguien que pensaste era muy bueno, pero
que resultó ser un lobo disfrazado de oveja. ¿Te identificas?
Yo sí. Las primeras impresiones, usualmente, son
percepciones salpicadas con las manchas de nuestras
vivencias, prejuicios y expectativas. De igual manera,
nuestra relación con Dios no está exenta de verse afectada
por dicho bagaje emocional.
Aunque me crié asistiendo a la iglesia y observando el
ejemplo de mi madre, no fue hasta hace algunos años que
pude dejar atrás los recuerdos desagradables y realmente
entender lo que significa seguir a Cristo. A pesar de que ella
siempre se encargó de hablarnos, a mi hermana y a mí,
acerca de Dios y de enseñarnos a obedecerle y servirle, en
un principio, tuve grandes problemas para confiar en Él. Una
de las razones principales, lo fue el miedo que muchas
personas me inculcaban.
Cuando era pequeña, no era extraño escuchar por radio
o televisión a alguna persona repitiendo de manera
estruendosa y agitada:
“¡Arrepiéntete o te irás al infierno!”
Estoy segura de que Cristo viene pronto y que todo aquel
que no le acepte no tendrá parte con Él en Su Reino; pero, a
mi parecer, el mensaje correcto estaba siendo severamente
lacerado por su método de impartición. ¿Cómo puede la
condenación reflejar el amor de Cristo? ¿Cómo podemos
hablar de libertad manteniendo a la gente bajo un régimen
legalista que lo considera todo pecado?
Como mujer, notaba la gran carga que recaía mayormente
sobre nosotras. Si te cortabas el pelo te ponían en disciplina
y no te permitían participar en ningún ministerio, lo cual
acarreaba una vergüenza increíble. Y encima de esto, te
irías al infierno. Lo mismo te sucedería si usabas la falda
sobre la rodilla, si te afeitabas las piernas, si usabas
maquillaje o cosas por el estilo. Considero que la disciplina
es una acción necesaria para corregir y mantener el orden,
pero utilizarla de manera arbitraria en situaciones tan
triviales causa más daño que bien, ya que, el enfoque
principal pasa a ser nuestra apariencia y no nuestra relación
personal con Dios. Entonces, por querer cumplir con las
expectativas de los demás, terminamos usando máscaras
que nos impiden ser genuinos y libres. Pero este es un tema
que discutiré más adelante.
Recuerdo una ocasión, cuando mi hermana y yo éramos
pequeñas, en la que una señora, que daba clases
dominicales a los niños en la iglesia, nos dijo que usar joyas
era un pecado. Esto provocó que, en nuestra ignorancia,
botáramos algunas pulseras y sortijas que nuestros papás
nos habían regalado; por lo que, al final, aquello que se
suponía que nos haría mejores cristianas terminó
metiéndonos en un gran problema.
En otra ocasión, alguien me dijo algo como:
“Si en algún momento tienes un pensamiento incorrecto
y Cristo viene, te vas a quedar”.
La ambigüedad y sentencia de estas palabras causaron
un gran impacto en mi vida, dejándome con el temor de que
en cualquier momento tendría un pensamiento impuro y en
ese preciso segundo, ¡zas!, vendría Jesús y yo me quedaría
quemándome en el infierno. Muchas veces, me encontré
intentando pensar en absolutamente nada para no dar
cabida a pensamientos malvados. Incluso, pedía perdón de
manera obsesiva a Dios, por si acaso le daba con venir no
fuera a dejarme. Esto se complicaba con el hecho de que,
en ese tiempo, el pasatiempo favorito de muchos era hablar
del infierno y asustar a las generaciones más jóvenes. No
fue hasta años después que comprendí que nuestra
salvación fue adquirida a un precio muy alto como para
depender de trivialidades.
Situaciones como las anteriores me ayudaron a entender
que las prohibiciones excesivas y actitudes tontas, como
juzgar nuestra relación con Dios basados en el largo de la
falda o del pelo, terminan lastimando a las personas y
formando cristianos infelices, ignorantes y amargados, sin
rastro alguno del amor de Cristo. Éstos, a su vez, terminan
proyectando una vida cristiana que parece sumamente difícil
de seguir y poco deseable.
Confieso que esta visión radical distorsionó la imagen de
Dios en mi vida. La razón de esto fue que, por un lado, me
hablaban sobre la salvación ofrecida por Jesús; mientras
que, por otro, me presentaban la imagen de alguien que me
condenaría a la menor provocación. ¿A quién le darían
ganas de acercarse a una persona así? Por lo menos, yo no
recuerdo querer acercarme a mis padres cuando estaban
molestos y sabía que iban a castigarme. Por el contrario,
buscaba el escondite más alejado y me ocultaba de ellos
hasta que se les pasara el enojo.
No estoy diciendo que estas personas estuvieran hiriendo
o asustando a los demás a propósito, sino que no se habían
adaptado al cambio de estrategia que el Padre estaba
implementando para trabajar con las nuevas generaciones.
A Dios no le interesa que lo busquen por miedo a perderse,
¿a qué padre le gustaría eso? Él quiere que lo busques
porque confías en Su amor y reconoces Su poder. Es por
eso que, ante este panorama, el Señor ya se encontraba
preparando a quienes romperían los esquemas establecidos
y abrirían nuevos caminos.
Agradezco haber tenido la oportunidad de conocer a
muchas personas que supieron demostrar el amor de Cristo
de una manera distinta a lo que estaba acostumbrada,
cantándome las verdades de una forma dulce y amorosa. A
mi entender, ellas contaban con una revelación adelantada
de lo que Dios quería hacer en estos nuevos tiempos. Aun
cuando en ocasiones sus acciones las llevaron a ser
consideradas algo vanguardistas y a enfrentar el rechazo
dentro de la familia de la fe, su estrategia de atraer a la
gente con amor y dejar el proceso de transformación al
Espíritu Santo se mantuvo firme. El amor y la aceptación de
dichas personas pesaron más que el miedo que le tenía a
Dios en ese momento y jugaron un papel importantísimo a la
hora de decidirme por Cristo.
Mi madre, a pesar de haber tenido una instrucción
cristiana mucho más severa que la mía, tuvo la sabiduría de
explicarnos que el Señor no era un ogro y que el temor del
que todos hablaban no era sinónimo de miedo, aunque
muchos lo hicieran parecer así, sino de respeto y
reverencia. Ella se encargó de hacer lo necesario para
protegernos, tanto a mi hermana como a mí, de sufrir un
daño mayor a causa de una visión sumamente religiosa y
legalista que muchas veces alejaba más a la gente en lugar
de acercarlos a Dios. Mi madre luchó mucho para
mantenernos escuchando el mensaje de vida, pues confiaba
en lo que establece Romanos 10:17, que dice: “Así que las
personas llegan a confiar en Dios cuando oyen el mensaje
acerca de Jesucristo”. Debo recalcar que ella siempre ha
sido muy persistente en esto, incluso cuando nos resistimos,
sabiendo que la Biblia dice: “Educa a tu hijo desde niño, y
aun cuando llegue a viejo seguirá tus enseñanzas”
(Proverbios 22:6); y por eso, le estoy muy agradecida.
Ya que conoce cada rincón de tu corazón, Dios sabe cuál
es la mejor manera de captar tu atención y demostrarte Su
amor. En mi caso, utilizó a mi sobrina Gabriela y,
eventualmente, a mi sobrino Kelvyn para ayudarme a
entender cuánto me ama. Estoy consciente de que los niños
son una bendición, pero no tenía idea de la magnitud de la
misma. En muchas ocasiones, pasé largas horas
considerando lo que mis sobrinos, y en un futuro mis propios
hijos, podrían aprender de mí; sin embargo, jamás imaginé lo
mucho que ellos también me enseñarían acerca de la vida,
tanto natural como espiritual. Con su nacimiento, Dios me
mostró que existe un amor mucho más fuerte y profundo que
cualquier cosa que pudiera haber experimentado hasta ese
momento. La clase de amor que te motiva a hacer aquello
que jamás pensaste que harías, que te mueve al sacrificio
con el único objetivo de hacer a otro feliz y te pone a pensar
día y noche en cómo hacer la vida de esa nueva criatura
más agradable, segura y productiva.
En una ocasión, mientras me encontraba en mi carro
pensando en mis sobrinos, Dios me preguntó:
“¿Y qué has aprendido sobre mí?”
“¿Sobre ti?”, dije algo sorprendida por la pregunta.
“Sí. Sé que todavía no te has acercado a mí lo suficiente
porque no comprendes cuán grande es mi amor por ti”, me
respondió.
Entonces, me puse mi manto de religión y contesté:
“Yo sé que tu amor es tan grande que enviaste a tu único
Hijo para salvarnos”.
Esta respuesta me hizo sentir a salvo, hasta que Dios
respondió:
“Tú conoces lo que hicimos mi Hijo y Yo, pero,
¿realmente sabes lo que significa? ¿Entiendes cuánto te
amo?”
Mi vergüenza se hizo evidente, pues, aunque asistía a la
iglesia, nunca me había detenido a pensar con seriedad
sobre el tema.
“No, Señor. Sé que nos amas mucho, pero no he
logrado entender tu amor”, dije sintiendo que era la peor de
las personas.
“Tranquila. Te pregunto, ¿qué has aprendido de la
relación con tus sobrinos?”
“Bueno, he aprendido a ser un buen ejemplo para ellos,
a sacrificarme, a buscar lo mejor para su bienestar y
ayudarles en el desarrollo de su potencial, entre
muchísimas otras cosas”, dije muy orgullosa.
“¿Y por qué lo haces?”
Mi respuesta fue inmediata, lo más lógico del mundo:
“Porque los amo”.
“Exacto”, dijo el Señor muy tiernamente.
Entonces, comprendí que toda mi experiencia, con sus
altos y bajos, era un pequeñísimo reflejo de mi propia
relación con Él. Vino a mi mente de inmediato Mateo 7:11,
que dice: “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas
buenas a sus hijos, con mayor razón Dios, su Padre que
está en el cielo, dará buenas cosas a quienes se las
pidan”.
Desde ese día, al pensar con detenimiento acerca de mi
relación con mis sobrinos y con Dios, las similitudes se
hicieron evidentes. Reflexionar sobre el amor que siento por
ellos, que me es imposible describir con palabras, me llevó a
entender un poco mejor el gran amor que el Señor tiene para
con nosotros. De manera gradual, Dios fue conquistándome
con Su amor de Padre, haciéndome entender como muchas
de las situaciones que considero incómodas, dolorosas o
injustas sirven para moldear mi carácter, mantenerme a
salvo y desarrollar todo el potencial puesto en mí para
cumplir Su voluntad.
Al reflexionar acerca del proceso vivido durante estos
años, he podido apreciar la estrategia usada para llamar mi
atención. Primero, comenzó brindándome la oportunidad de
cuidar de un ser más frágil que yo, lo que sirvió para
sensibilizar mi corazón, que estaba endurecido por las
malas experiencias. Luego, me rodeó de hermanos en
Cristo que dan continuo testimonio de lo maravilloso que es
ser parte de la familia cristiana. Muchos de los cuales han
jugado un papel clave en el fortalecimiento de mi propia fe.
Sobre todo al ver como, incluso de lo poco que puedan tener
en un momento dado, ofrecen ayuda a quien lo necesita
mientras mantienen un gozo sumamente contagioso. Esto,
definitivamente, me motivó a querer hacer lo mismo con
otros sin importar las circunstancias. Finalmente, el día en
que conocí a Jesús personalmente, dejó en mí una
impresión tan excepcional y duradera que las proyecciones
distorsionadas causadas por las creencias predominantes a
las que estaba acostumbrada se esfumaron.
Como puedes ver, mi primera impresión del Señor no fue
la mejor. A causa de creer en las buenas intenciones de
algunos, no le di oportunidad de mostrarme, de primera
mano, Su gran amor. Esto provocó que, durante muchos
años, continuara desconfiando de Su voluntad para mí y
terminara enfrentando momentos difíciles con la
descabellada idea de que era capaz de superarlos por mi
cuenta. Incluso con los muros de miedo, heridas y prejuicios
que había construido para mantenerle fuera; Él continuó a mi
lado, esperando que le reconociera como mi Señor y le
permitiera mostrarme todas Sus facetas. Al igual que
conmigo, Dios tomó la iniciativa de acercarse a tu vida
porque desea que confíes en Sus promesas y descanses
en medio de tu adversidad. No permitas que el temor,
ocasionado por percepciones ajenas o tus circunstancias,
te haga dudar de Su amor y de lo maravilloso que es vivir
para Él.
Dios quiere que crezcas y desarrolles el potencial que
puso en ti. Para lograrlo, necesita ponerte en situaciones
que reten tus convicciones y exploten tus capacidades. Si
permaneces dentro de la voluntad del Padre, incluso los
peores desiertos de tu vida pueden ser de bendición. Un
momento de angustia transformado en victoria es un
escalón que te acerca a tu propósito y te aleja de lo que te
perjudica.
Un ejemplo de esto se encuentra en Mateo 4:1, que nos
dice que: “el Espíritu de Dios llevó a Jesús al desierto, para
que el diablo tratara de hacerlo caer en sus trampas”. No
fue el diablo quien lo llevó allí. De hecho, la Palabra
establece que, el mismo, no apareció hasta después de
cuarenta días, cuando Jesús tuvo hambre (v. 2-3). Esto
demuestra que no todos los momentos difíciles son
causados por el enemigo, pero sí serán aprovechados por
el mismo para hacerte caer. Debido a que solemos ser más
propensos a dudar, buscar nuestro propio bienestar y
flexibilizar nuestras convicciones cuando estamos cansados
y débiles; la primera estrategia del enemigo será drenar
nuestras energías y sembrar desesperanza en nuestra
alma.
El desierto es el lugar perfecto para agotar toda
posibilidad de autosuficiencia, poner a prueba la firmeza de
nuestras creencias y hacer relucir la verdad de nuestro
corazón. Jesús fue llevado hasta allí con un propósito: ser
probado. La confianza en Su Padre y en la autoridad de la
Palabra fue lo que le ayudó a mantenerse en obediencia a
pesar de lo que sentía. Esa fue la clave para derrotar al
diablo y dar paso al inicio de Su ministerio en la tierra.
En medio de tu temporada desértica, aprender a confiar
en que el Señor está en control y que nunca se apartará de
tu lado hará toda la diferencia. En medio del dolor, podrás
tener el gozo que sólo ofrece Su Espíritu. Y aunque no todo
vaya bien en tu vida, podrás disfrutarla porque: "[sabes] que
Dios hace que todas las cosas cooperen para el bien de
quienes lo aman y son llamados según el propósito que él
tiene para ellos" (Romanos 8:28 NTV). Relacionarte con
Dios, a través del Espíritu Santo, te ayudará a derribar los
muros de miedo que le mantienen fuera y, en su lugar,
construir muros de confianza en Su voluntad para contigo
que te protegerán de los ataques del enemigo.
Ser cristiano no se trata de adaptar creencias o vivencias
de otros a tu vida, tampoco de vivir de manera automática
sin saber a quién sirves o qué se espera de ti. Se trata de
que tomes la decisión de aceptar y seguir a Cristo
basándote en una experiencia única y personal de
transformación. Sólo así, podrás permanecer firme sin
importar lo mucho que intenten refutar tu vivencia. Dios es
real. ¿Permitirás que se haga real en tu vida?
Para reflexionar...
¿Cuál fue tu primera impresión de Dios?
De haber sido incorrecta, como lo fue la mía,
¿estarías dispuesto a darte la oportunidad de
conocerle personalmente y comprobar por ti
mismo lo mucho que te ama?
Amado Señor:
Reconozco el sacrificio que hizo Jesús por mí.
Perdóname por mantener mi corazón alejado de
ti a causa de malas vivencias e impresiones
equivocadas. Permíteme tener una experiencia
personal contigo y ayúdame a conocerte de
forma tal que ninguna opinión externa o
circunstancia me haga dudar de tu amor por mí.
En el nombre de Jesús, amén.
A ojos cerrados

“Confiar en Dios es estar totalmente seguro de


que uno va a recibir lo que espera. Es estar
convencido de que algo existe, aun cuando no
se pueda ver”.
~Hebreos 11:1
“La fe se refiere a cosas que no se ven, y la
esperanza, a cosas que no están al alcance de
la mano”.
~Tomás de Aquino
Un padre le pide a su pequeño hijo que entre a una
habitación oscura. Mientras aún se encontraba frente a la
puerta, el niño pensó:
“¿Por qué mi papá quiere que entre ahí si él sabe que le
tengo miedo a la oscuridad?”
Nuevamente, el padre insiste de manera tierna:
“Entra, tengo algo para ti adentro”.
“Pero, papi, no puedes prender la luz primero, no me
gusta la oscuridad”, dijo el niño con voz preocupada.
“Si enciendo la luz no será lo mismo, por favor, entra. Te
gustará mucho lo que encontrarás. Lo prometo”.
“¿Cómo puede gustarme algo que me da tanto miedo?
Mejor me quedo afuera”, dijo el niño mientras se retiraba.
“¿Confías en mí?”, preguntó su padre.
“Sí, pero se ve muy oscuro”, dijo su hijo.
“No te preocupes”, le contestó. “Yo tomaré tu mano para
que estés seguro”.
“Pero es más fácil con luz”, insistió el niño.
“Tal vez, pero lo fácil no es siempre lo mejor. Vamos,
toma mi mano”, le dijo el padre sonriendo.
“Bueno, pero no me sueltes”.
“No lo haré ”, le contestó su padre tomando su mano con
fuerza, “sólo tienes que escuchar mi voz en medio de la
oscuridad y sentir mi mano firme que no te soltará, así
sabrás que no me he ido a ninguna parte”.
El niño caminó lentamente al interior de la habitación,
cada paso hacía estremecer su pequeño cuerpo. Sus
piernas estaban a punto de ceder, dificultando su progreso.
Entonces, intentó regresar al punto de partida. Su padre se
lo impidió. El niño, cuyo corazón latía con rapidez, daba
pequeños pasos. Su único consuelo en ese momento,
mientras sentía que apretaban su mano fuertemente, era
escuchar la familiar voz que le decía:
“Continúa. Yo sigo aquí, no te he dejado”.
“¿Ya podemos prender la luz?”, preguntó con ansiedad.
“Todavía”, respondió el padre.
“¿Hasta cuándo caminaremos en la oscuridad? Esto no
me gusta”, dijo el niño desesperándose.
“Lo sé, pero falta muy poco. Resiste”, contestó el padre
muy calmado. “¿Crees en lo que te digo?”
“Sí papá, creo en ti”.
Luego de unos pocos minutos, que para el niño
parecieron eternos, el padre le dijo:
“Detente, ya llegamos”.
En ese momento, se encendieron las luces y se reveló la
sorpresa.
“¡Felicidades!”, gritó la multitud muy emocionada.
Un gran número de familiares y amigos se encontraban
allí. La escena era una explosión multicolor de globos,
decoraciones y comida. En el centro, el niño vio que había
un gran pastel. La música se escuchó mientras todos
disfrutaban la celebración y se alegraban en gran manera.
Muy emocionado, y olvidando en seguida el tenebroso
recorrido, preguntó:
“Papi, ¿por qué hiciste esta fiesta? Todavía no es mi
cumpleaños”.
Entonces, el padre contestó:
“¡Esta gran fiesta es para celebrar que venciste tu miedo
a la oscuridad! Estoy muy orgulloso de ti”.
“¿Pero si no entraba todo esto hubiera sido para nada?”,
preguntó el niño sorprendido.
“Yo estaba seguro de que lo lograrías. Sabía que
celebraríamos en grande”.
“¡Qué bueno que no me dejaste regresar!”, contestó el
hijo muy agradecido.
Dio un fuerte abrazo a su padre y le susurró al oído:
“Papi, gracias a que no me soltaste fue que pude seguir”.
“Gracias a ti por confiar en mí, esa confianza te ayudó a
continuar”, respondió el padre con una gran sonrisa.
“Tenías razón, valió la pena”, dijo el niño mientras corría a
jugar con sus amiguitos y a disfrutar de su gran fiesta.

********

Cuando una persona pierde el sentido de la vista puede


experimentar confusión, miedo y tristeza. Sin embargo, esta
situación también provoca que suceda algo excepcional: el
que se agudicen otros sentidos, sobre todo el de la audición.
De igual manera, Dios permite momentos oscuros en
nuestras vidas, cuando creemos que nada bueno puede
suceder, para que aprendamos a confiar y a desarrollar la
capacidad de escuchar la voz de nuestro Padre.
En una ocasión, vi un juego muy interesante en un
programa televisivo. El mismo consistía en un equipo de dos
personas. Uno de los jugadores tenía que dar instrucciones
a su compañero, quien tenía los ojos vendados, para
alcanzar una gran bola y lanzarla a un objetivo. En un
principio, pensé:
“Sólo tienen que seguir las instrucciones”.
Algo fácil. ¿O no? Pronto se hizo evidente de que no sería
así. Era sumamente gracioso ver al jugador vendado
caminando hacia la izquierda cuando sus órdenes eran ir a
la derecha. En ocasiones, luego de haber logrado llegar a la
bola, la lanzaban sin esperar la indicación del compañero,
por lo que lo hacían en dirección contraria a la deseada.
Algunos caminaban con cuidado, esperando las directrices,
mientras otros daban grandes pasos y se dejaban llevar por
sus propios instintos. Como era de esperarse, cuando los
jugadores ciegos no seguían las instrucciones de los que sí
podían ver, no lograban alcanzar su objetivo.
Si bien este juego puede ser muy divertido, cuando se
trata de nuestra vida espiritual, movernos sin seguir
indicaciones resulta una decisión catastrófica. Al aceptar a
Cristo, el Espíritu Santo pasa a ser el encargado de dirigir
nuestro caminar. Ya que la vida está llena de obstáculos que
debemos superar para poder avanzar, dependemos
totalmente de escuchar y obedecer Su voz para alcanzar la
meta. ¿Te imaginas cómo sería cruzar un campo de
obstáculos, o peor aún, un campo de batalla en todo su
apogeo, sin poder ver nada en lo absoluto? No es un
panorama alentador y, definitivamente, puede ser muy
atemorizante. Es aquí cuando la confianza en quien puede
ver el camino juega un papel crucial.
Al igual que yo lo hice durante largo tiempo, muchos
prefieren depender de su propio conocimiento y fuerzas,
tomando el sendero que ellos consideran correcto.
Entonces, terminan tropezando una y otra vez con el mismo
obstáculo, sin saber como atravesarlo. En la vida,
aferrarnos al sentimiento de autosuficiencia provoca nuestro
estancamiento, cegándonos a la solución de los problemas y
negándonos la posibilidad de superarlos.
Por otro lado, si al caminar, escuchamos con detenimiento
la voz de nuestro compañero, tendremos mayores
oportunidades de salir ilesos. El Espíritu Santo es ese
compañero. Él es quien nos avisa de los peligros y
consecuencias de nuestras decisiones, nos deja saber que
tan rápido o lento debemos caminar, cuánto podemos
avanzar y cuándo debemos hacerlo. Esto no significa que no
tendremos caídas, pero si cometemos un error, podremos
levantarnos y continuar sin perecer en el intento.
Reconozco que la llegada de situaciones adversas puede
dejarnos consternados y confundidos. Al igual que el día
más soleado y bello se oscurece rápidamente a causa de
las nubes cargadas de lluvia, hay momentos en que el sol de
nuestra vida parece oscurecerse por completo, justo cuando
todo parece ser perfecto o estar mejorando. Esto puede
hacernos sentir abandonados a nuestra suerte en medio de
la más cruel tormenta sin siquiera tener un rayo de
esperanza. En dichos momentos, en que sólo vemos
problemas y tristezas a nuestro alrededor, es casi imposible
considerar que el sol continúa brillando por encima de las
nubes. Situaciones así, pueden hacernos creer que la
tempestad llegó para quedarse. Sin embargo, aunque las
tormentas son diferentes para cada cual, todas poseen algo
en común: ninguna tiene el poder de sobrevivir
indefinidamente.
Al igual que los fenómenos atmosféricos, las situaciones
pueden llegar de repente y causar muchos daños, pero,
eventualmente, se disiparán. Aunque en ocasiones puede
resultar poco creíble escuchar que la tormenta pronto
pasará, especialmente cuando no sabemos cuánto tiempo
implica ese pronto, debemos aferrarnos a la esperanza.
Esto es algo que solamente podemos entender y soportar
con la ayuda de Jesús, pues Él dijo: “Yo soy la luz que
alumbra a todos los que viven en este mundo. Síganme y
no caminarán en la oscuridad, pues tendrán la luz que les
da vida” (Juan 8:12). En medio de la oscura tormenta,
Jesús es nuestra luz. Él es el rayo de esperanza que
aunque no siempre aparece en el momento o en la manera
en que esperamos, tenemos la seguridad de que está
presente en todo tiempo.
Cuando se te haga difícil avanzar, te tomará de la mano y,
con amor y paciencia, te dirá:
“No temas, continúa caminando. Yo estoy contigo”.
Recordándote que, a pesar de lo oscuro que pueda verse
todo, valdrá la pena el esfuerzo. Al final, agradecerás haber
atravesado por esos momentos difíciles, pues la
recompensa que les sigue es digna de disfrutar. Una
completa obediencia y ciega confianza en el Señor agilizará
tu paso por el campo de batalla y te dará las herramientas
para conquistar lugares más altos.
Sin embargo, incluso sabiendo que nunca estoy sola, ha
habido ocasiones en que me siento abandonada en medio
de la tormenta, experimentando el silencio de Dios. Al igual
que otros, he vivido grandes luchas entre creer lo que veo y
lo que el Señor me ha prometido. En dichos momentos, lo
único que me queda es repetirme hasta el cansancio que Él
sigue presente y que tiene el control de todo, aunque en
ocasiones no le escuche o sienta. Pero, como discuto más
adelante, el silencio no equivale a soledad o abandono, ya
que, quien hace silencio puede continuar presente aunque
se abstenga de hablar; mientras que, la soledad y el
abandono conllevan dejar solo o alejarse de algo o alguien.
Respecto a esto, Dios te dice: “Nunca te fallaré ni te
abandonaré” (Josué 1:5). Así que, al igual que el sol
continúa brillando por encima de las nubes tormentosas, Él
continúa siendo Dios por encima de cualquier situación por
la que puedas estar atravesando. Puedes estar seguro de
que, en el momento indicado, el poder del Señor se
manifestará sobre tu vida, inundará tu corazón con Su
inigualable amor y Su luz brillará más fuerte que nunca sobre
ti, disipando toda nube que hoy oscurece tu panorama.
Me resulta interesante reflexionar como en el mundo
natural, la noche dura el mismo tiempo para todos. Sin
embargo, la percepción de ésta es muy diferente para cada
cual. Para quien teme a la oscuridad o está en angustia, la
noche será eterna y sentirá que la mañana nunca llegará,
incluso sabiendo que el proceso natural no puede detenerse.
Para quien puede descansar durante la noche, la mañana
llega tan rápido que en ocasiones siente que tan sólo han
pasado unos minutos desde que oscureció. La clave aquí es
descansar. Sólo Dios puede darnos paz en medio de la
oscuridad. No importa lo larga que parezca la noche,
sabemos que en algún momento el sol volverá a salir, por lo
que la expectativa de que esto suceda fortalece nuestra
esperanza. Solamente estando seguros de que Dios está
con nosotros y confiando plenamente en Sus promesas,
sabiendo que Él no miente ni se arrepiente, es que
podremos caminar con firmeza hacia nuestro destino.
Cuando el Señor va adelante, no hay situación que no tenga
remedio. Aun cuando te encuentres en una encrucijada,
Dios siempre abrirá un camino.
En ocasiones, recuerdo mi manera de enfrentar las
dificultades antes de aprender a confiar en el Señor. Solía
ponerme extremadamente ansiosa y malhumorada mientras
buscaba una solución lógica a mi situación y luego me
deprimía por no poder hallarla. En ese entonces, a causa de
mi lejanía de Él, sentía que no tenía a quien acudir. A veces,
la pesada carga me hacía pensar que la única salida era
dejar de existir. Pero, a pesar de que creí las mentiras del
enemigo, Dios no se dio por vencido conmigo. Aceptar a
Jesús como mi Salvador, me hizo comprender que Él ha
sido siempre la única y verdadera salida.
Después de esto, he enfrentado momentos igualmente
duros, pero la diferencia de contar con Su protección,
consuelo, provisión y ayuda ha sido incalculable. En
ocasiones, me sorprende la tranquilidad que me hace sentir
en medio de situaciones en las que, según los demás,
debería estar desesperada, deprimida y en crisis. Esta es la
diferencia que puede provocar Cristo en tu vida; y que
muchos no pueden entender porque simplemente no lo han
experimentado, ya que la única manera de hacerlo es
aceptándole y confiando plenamente en Sus promesas. Sólo
debes encargarte de hacer tu parte, que es obedecer y
confiar, Dios se encargará del resto. Cuando el camino
parezca largo y oscuro, agárrate muy fuerte de la mano de
tu Padre Celestial, porque cuando menos lo esperes,
escucharás:
“¡Ya llegaste, es tiempo de celebrar!”.
Para reflexionar...
¿Qué obstáculo estás intentando cruzar por tu
cuenta, en medio de la oscuridad?
¿Soltarías el control y confiarías ciegamente en
la dirección del Espíritu Santo?
Amado Señor:
Te agradezco por no soltar mi mano, en especial
cuando me veo tentado a regresar al lugar del
cual me sacaste. Pongo en ti mi confianza y te
cedo el control de mi vida. Incluso si el panorama
es oscuro, sé que cuidarás mis pasos y me
guiarás siempre por el mejor camino.
En el nombre de Jesús, amén.
¡Busca refugio!

“Nuestro Dios es como un castillo que nos brinda


protección. Dios siempre nos ayuda cuando
estamos en problemas”.
~Salmos 46:1
“No vive el que no vive seguro”.
~Francisco de Quevedo
¿ Qué es lo primero que harías si tuvieras que
enfrentarte a una situación de peligro? Buscar protección en
un lugar seguro, ¿verdad? Como vivo en una isla caribeña,
que se encuentra justo en el camino preferido de las
tormentas y huracanes, ya estoy acostumbrada al protocolo
de emergencia que se activa cuando uno de estos
fenómenos atmosféricos se acerca. Una vez avisan de la
situación, todos protegen sus hogares y hacen provisión
para enfrentarlo. El gobierno exhorta una y otra vez,
especialmente a quienes viven en zonas bajas e inundables,
a que encuentren un lugar seguro. Con el fin de proveer el
mismo, se abren refugios por todo el país, lugares donde las
personas puedan pasar la tormenta sin correr peligro de
muerte.
De la misma manera en que nos preparamos para un
evento catastrófico, debemos hacer provisión para enfrentar
los azotes de la vida. ¿Cuál es tu refugio en dichos
momentos? Por definición, el objetivo de un refugio es
brindar protección. Sin embargo, hay ocasiones en que no
hacemos la mejor elección. Un ejemplo de esto fue cuando,
en el 2005, el huracán Katrina azotó Louisiana, en el sur de
los Estados Unidos. Muchos de sus residentes buscaron
protección en el Superdomo, un enorme edificio usado para
deportes y exhibiciones que, por lógica, parecía ser el más
seguro. En un principio, muchas personas pudieron pensar
que estaban a salvo, sin embargo, en un momento dado, el
lugar comenzó a inundarse y a perder gran parte de su
estructura externa, poniendo en peligro la vida de quienes se
encontraban en su interior. Agraciadamente, no fue
destruido por completo, pero para los refugiados, las horas
pasadas allí seguramente fueron interminables.
Escenas como la anterior nos demuestra como el hecho
de que algo parezca seguro no significa que en verdad lo
sea. La Biblia dice que: “El rico cree estar protegido, piensa
que sus riquezas son como una ciudad con murallas
donde nadie puede hacerle daño” (Proverbios 18:11). Así
mismo, muchos ven el dinero, el trabajo o a una persona
como el proveedor de su estabilidad y seguridad. Pero
confiar en cosas tan frágiles y efímeras como nosotros
mismos, sin duda, nos conducirá a la decepción.
Durante muchos años, mi familia atravesó por momentos
de dificultad económica muy fuertes. Mi dependencia en
aquello que podía ver, dificultaba que tuviera la certeza de
que Dios seguía en control. Incluso, llegué a dudar que Él
pudiera tener misericordia de mí, pues sentía que mi fe no
era suficiente como para alcanzar un milagro. Estando al
borde de perderlo todo, fueron muchas las veces en que le
pregunté:
“¿De verdad nos lo vas a quitar todo? ¿Debemos llegar
a eso para aprender a depender de ti?”
Pienso que Dios estaría diciéndome:
“¿Ya olvidaste todas las veces que te he ayudado? Esta
vez no será diferente, sólo confía en mí”.
Al darme cuenta de que todo con lo que contaba se
desvanecía, comprendí que mi única esperanza era
refugiarme en el Señor. Sólo entonces, como buen héroe,
llegó al rescate en el último segundo, casi literalmente. Vez
tras vez, presenciaba como la ayuda llegaba sin fallar.
Entonces, comprendí que Su método, aunque no me agrade,
es siempre el mejor. No ha sido fácil aprender a esperar
hasta lo último, de hecho, todavía lucho con eso. Sin
embargo, en lugar de quejarme, ahora digo:
“Señor, tú tienes el control de todo. No sé cómo lo vas a
hacer, pero sé que lo harás”.
Incluso cuando permitió que tuviéramos pérdidas
materiales que nos causaron incomodidad, dicha
declaración me ayudó a mantener la esperanza y a no
rendirme. Repetir esta simple frase, aun cuando no lo sienta,
se ha convertido en un acto de fe que me lleva corriendo a
Sus brazos, sabiendo que, de algún modo, todo obrará para
bien.
Resulta un verdadero alivio saber que contamos con una
alternativa de protección ante la escasez, el peligro y la
muerte. En el antiguo testamento, esta alternativa estaba
representada por las ciudades de refugio, seis ciudades
distribuidas por todo el territorio de Israel. ¿Por qué eran tan
especiales? Porque no se trataba de cualquier sitio, sino
que cumplían con una misión muy especial. Las mismas,
eran los únicos lugares que representaban una oportunidad
de salvación para quienes cometían un asesinato
accidental, pues sabían que sus muros no serían
violentados.
Todas estas ciudades, tenían características en común,
como por ejemplo: que se encontraban en un lugar alto y de
fácil acceso, para que todos conocieran su ubicación.
Aunque el camino podía resultar peligroso, el mismo no era
confuso. Las rutas de acceso estaban claramente
designadas para evitar que las personas se perdieran.
Quien deseara salvarse no tenía tiempo que perder y corría
sin detenerse hasta las puertas de la ciudad. Sin embargo, al
llegar, la persona debía ser juzgada. Al inocente se le
concedía asilo, mientras estuviera dentro de la ciudad, hasta
la muerte del jefe de los sacerdotes. Sólo entonces, podía
regresar a su hogar. Por otro lado, los culpables eran
entregados a los familiares de la víctima para que pagaran
con su vida.
Hoy en día, no hay necesidad de correr físicamente hasta
una ciudad de refugio, porque Jesús es nuestro refugio. Al
igual que en el antiguo testamento, el camino de salvación
está claramente identificado para que todos sepan a quién
acudir en tiempo de aflicción, y cómo llegar a Él. No hay
excusas, es nuestra responsabilidad correr hacia la
dirección correcta en busca de nuestra salvación. ¿Pero,
cómo podemos esperar ser librados de la muerte si las
Escrituras establecen que: “Todos hemos pecado, y por
eso estamos lejos de Dios” (Romanos 3:23)? La respuesta
se encuentra en Hebreos 9:14, que nos dice que: “por
medio del Espíritu, que vive para siempre, Cristo se ofreció
a sí mismo a Dios como sacrificio sin mancha ni pecado.
Su sangre nos purifica, para que estemos seguros de que
hemos sido perdonados, y para que podamos servir a
Dios, que vive para siempre”.
Aunque no es posible evitar que sucedan situaciones
adversas y dolorosas, puedes confiar en que: “Dios salva a
los buenos. Cuando llegan los días malos, Dios es su
único refugio” (Salmos 37:39). Si haces de Cristo tu roca
fuerte y refugio, podrás disfrutar plenamente de tu vida. La
Biblia dice que: “Como Dios no miente, su promesa y su
juramento no pueden cambiar. Esto nos consuela, porque
nosotros queremos que Dios nos proteja, y confiamos en
que él nos dará lo prometido. Esta confianza nos da plena
seguridad; es como el ancla de un barco, que lo mantiene
firme y quieto en el mismo lugar. Y esta confianza nos la da
Jesucristo, que traspasó la cortina del templo de Dios en el
cielo, y entró al lugar más sagrado. Lo hizo para dejarnos
libre el camino hacia Dios, pues Cristo es para siempre el
Jefe de sacerdotes, como lo fue Melquisedec.” (Hebreos
6:18-20). Gracias al sacrificio que Jesucristo hizo en la
cruz, todo el que llame a la puerta y: “[reconozca] ante Dios
que [ha] pecado, [puede] estar [seguro] de que él, que es
justo, [lo] perdonará y [lo] limpiará de toda maldad” (1 Juan
1:9). Así pues, por medio de Él, somos hallados inocentes y
salvados de un castigo inminente. Cristo es nuestro Sumo
Sacerdote, quien vive para siempre. Sólo en Él
encontraremos perdón y una oportunidad de vida, pues lo
único que nos espera fuera de Su cobertura es la muerte.
Aun si la tormenta continúa rugiendo afuera, aunque el
peligro aseche, quien se ampara en Su inmutabilidad y
promesa de protección puede hallar la paz necesaria para
combatir toda preocupación y aflicción. Al aceptar a Cristo,
pasamos a ser hijos de Dios. Un hijo sólo puede mantener la
calma ante una situación peligrosa si su padre demuestra
estar tranquilo y confiado. Dios conoce el desenlace de
cada adversidad en tu vida y tiene control de todo. Así que,
tranquilo. Declara como David: “Yo, por mi parte, te alabaré
en la mañana por tu poder y por tu amor. Tú eres el Dios
que me protege; tú eres el Dios que me ama. Por eso te
cantaré himnos, porque eres mi fortaleza, porque has sido
mi refugio en momentos de angustia” (Salmos 59:16-17).
Pon tu confianza en Jesús, corre hacia Él para hallar
amparo y descansa bajo la sombra del Omnipotente. Al
terminar la tormenta, estarás listo para recibir bendiciones
mayores, porque Dios siempre cumple Sus promesas y
nada podrá impedirlo. En medio de tu crisis, Cristo es tu
única esperanza, Ciudad de Refugio y Castillo Fuerte en el
cual hallarás seguridad.
Para reflexionar...
¿Dónde se ampara tu alma en tiempo de crisis?
¿Estás dispuesto a correr por tu vida y hacer de
Jesús tu único y verdadero refugio?
Amado Señor:
Reconozco que he fallado, poniendo mi
confianza en cosas pasajeras. Hoy, corro hacia ti
y toco a tu puerta. Te pido que me perdones y
limpies mis pecados con la sangre de Cristo.
Resguárdame en tus brazos, en ti está mi
confianza. Gracias por ser mi Castillo Fuerte, la
Roca en la cual puedo encontrar salvación.
En el nombre de Jesús, amén.
¡Fuera máscaras!

“Pero Dios le dijo: «Samuel, no te fijes en su


apariencia ni en su gran estatura. Éste no es mi
elegido. Yo no me fijo en las apariencias; yo me
fijo en el corazón»”.
~1 Samuel 16:7
“Las apariencias engañan la mayoría de las
veces, no siempre hay que juzgar por lo que se
ve”.
~Molière
Los bailes de máscaras siempre han gozado de
popularidad por su aire festivo, colorido y atmósfera de
misterio. El propósito de la máscara es cubrir el rostro de
quien la usa; mostrando una imagen distinta a la propia que
provoca temor, alegría o confusión en quienes le rodean.
Esto se asemeja a lo que experimentamos a diario en
nuestra sociedad. Se le rinde tanto culto a la apariencia que,
en muchas ocasiones, podemos llegar a diferir de quienes
somos en realidad.
¿Acaso nos hemos acostumbrado a vivir en un eterno
baile de máscaras? Por un lado, los medios insisten en que
seamos reales; mientras que, por otro, nos bombardean día
y noche con toda clase de publicidad dirigida a convertirnos
en personas completamente diferentes. La base de nuestra
economía es mantenernos en la búsqueda de algo
totalmente imposible de encontrar: la perfección.
En algún momento de nuestras vidas, todos podemos
llegar a utilizar máscaras que nos permitan proyectar una
imagen determinada. El miedo a ser rechazados y que nos
hagan sentir fuera de la norma puede, incluso, llevarnos a
actuar en contra de nuestras convicciones, simplemente por
querer pertenecer al grupo. Pero, ¿sabías que las
máscaras que usamos para cubrir nuestros defectos y
errores son las más frágiles, especialmente en momentos
de incertidumbre? Sin importar cuánto lo intentemos, tarde o
temprano, comenzarán a quebrarse y quedaremos
expuestos.
Para algunos, esto puede generar un estado de caos y
ansiedad, pues no conocen otra manera de vivir. Aunque
parezca exagerado, hay quienes están tan sumergidos en
su mentira que llegan a realizar planes muy elaborados, o
incluso matar, con tal de que nadie conozca su realidad. Con
el tiempo, mantener una vida de ilusión puede convertirse en
un verdadero infierno, causando mucha tristeza y
resentimiento. Tener que fingir todo el tiempo agota y drena
nuestras energías, manteniéndonos en un estado de alerta
constante que puede llegar a destruirnos y dañar a quienes
nos rodean.
Además, no importa lo mucho que lo intentes o te
esfuerces, lo que hay en tu corazón dirigirá tus acciones y,
eventualmente, quien eres en realidad saldrá a la luz. Así lo
establece la Biblia cuando dice que: “Todo lo que esté
escondido se descubrirá, y todo lo que se mantenga en
secreto llegará a conocerse” (Lucas 8:17); dejando muy
claro lo que sucede cuando intentamos ocultar la verdad que
yace dentro de nosotros.
La buena noticia es que con Dios no hacen falta las
máscaras. En mi país dicen que el que nada debe, nada
teme. De la misma manera, quienes viven bajo la verdad de
Cristo pueden disfrutar de la tranquilidad y la libertad que
sólo Él puede ofrecerles. No hay nadie en este mundo, ni
siquiera nosotros mismos, que nos conozca mejor que Dios.
Esto debe representar un gran alivio, ya que no hay razón
por la cual no podamos ser genuinos y libres frente a
nuestro Padre.
Créeme cuando te digo que no hay mejor sentimiento que
sabernos amados y perfeccionados por la sangre de
Jesucristo; la cual cubre todo defecto y nos permite ser
abiertos, espontáneos, francos y honestos. Realmente, es
maravilloso saber que sin importar los tantos errores que
hayamos cometido, el Señor estará presente en todo
momento para ayudarnos y consolarnos. ¿De qué te sirve
fingir y esconderte de quien te creó y conoce cada aspecto
de tu vida desde antes de crear el universo? A Dios le
complace que le digamos lo que pensamos y sentimos, aun
cuando ya lo sabe. Nuestra confesión no es por su bien,
sino que sincerarnos ayuda al desarrollo de nuestra propia
confianza en Él, que irá en aumento conforme estemos
dispuestos a no esconderle nada.
Poder confiar y mostrarse tal cual es, sin ser juzgado o
rechazado, es una necesidad esencial del ser humano. Bien
lo dice la Palabra en Proverbios 19:22: “Todo el mundo
quiere tener a alguien en quien confiar; todo el mundo
prefiere al pobre más que al mentiroso”. Para suplir esta
necesidad, nos resulta muy común buscar entre quienes nos
rodean a alguien especial que pueda convertirse en nuestro
confidente y con quien compartir los momentos de mayor
intimidad. De ahí la importancia de que busquemos
rodearnos de personas que aporten a nuestro bienestar y
progreso, y nos alejemos de quienes cavan pozos de
desesperación para hundirnos en ellos y terminan minando
nuestra determinación para salir adelante. Dicho
comportamiento de búsqueda hace que me pregunte:
“¿Cómo es posible que le otorguemos a personas
imperfectas, al igual que nosotros, el gran privilegio de
conocer lo más profundo de nuestro ser, pero no podamos
confiar en Dios y acercarnos para contarle lo que nos
preocupa?”
Ponemos nuestra confianza en personas que valoran y
juzgan nuestras capacidades de manera superficial,
olvidando que es el Espíritu Santo quien testifica de nuestra
verdadera identidad en Cristo y que no tenemos necesidad
de convencer a nadie de nuestro valor o mostrarnos con
máscaras de aparente perfección.
Cuando Samuel fue a ungir al rey de Israel, en un
momento dado, al igual que muchos hacemos hoy día, se
dejó llevar por las cualidades que él consideraba necesarias
en un rey para asumir quién sería el elegido. Entonces, Dios
le dijo: “Samuel, no te fijes en su apariencia ni en su gran
estatura. Éste no es mi elegido. Yo no me fijo en las
apariencias; yo me fijo en el corazón” (1 Samuel 16:7).
Esto es algo que solemos olvidar con mucha facilidad,
pretendiendo saber cuáles son las cualidades apropiadas
para ser alguien de éxito o, incluso, poder ser usado por el
Señor. Al final, el que resultó estar más cercano al corazón
de Dios fue aquel a quien ni siquiera consideraron digno de
ser invitado a la reunión, el que parecía menos indicado, el
despreciado de la familia: David, el pastor de ovejas.
No fue su puesto lo que le calificó, sino la manera en que
administró el don que Dios le otorgó. Aun mientras se
encontraba realizando un trabajo humilde por el cual no
recibiría ningún elogio, no dudó en dar lo mejor de sí. En la
soledad, David perfeccionó las cualidades que luego
reforzaron su éxito. El concentrarse en desarrollar el talento
que le distinguía, en lugar de buscar ser reconocido como
sus hermanos, lo llevó a convertirse en uno de los
personajes más importantes de la historia cristiana.
No permitas que otros impongan el valor que tienes
basándose en criterios populares y superficiales. Tu Padre
desea que, al igual que David, uses las múltiples
capacidades y habilidades con las cuales te creó para
honrarle y hacer Su voluntad. Él ama la diversidad y Su
creatividad es inagotable. No fuiste hecho como copia de un
mismo molde, eres único. Por lo tanto, celebra todo aquello
que te hace diferente y original.
Aprendí esta lección después de mucho tiempo, ya que,
solía pensar que era extraña porque me fascina leer y
aprender cosas nuevas. Sufrí muchas burlas por preferir ir a
un museo en lugar de asistir a una fiesta o visitar algún
restaurante de moda. También, tuve que soportar las
miradas extrañadas de muchos que simplemente no
entendían cómo podía disfrutar la música instrumental.
“Esa música es para viejos y sólo sirve para dormir”, me
decían mientras yo callaba, sintiéndome como alguien de
otro planeta.
Durante muchos años, intenté adaptarme a las
expectativas de los demás, pero nunca logré hacerlo sin
sentirme sumamente miserable. Al recibir a Jesús, inicié un
proceso de aceptación y reconocimiento de quién soy en Él.
Dicho proceso no ha sido fácil, y todavía me falta mucho por
recorrer, pero puedo decir que cada día aprendo a ser yo
misma, a quererme más y a expresar lo que pienso sin dar
poder a quienes ni siquiera me conocen, pero están muy
prestos a opinar sobre cómo debería vivir mi vida.
Para vivir sin máscaras, es necesario que enfrentes
nuevos escenarios de entrenamiento que te ayuden a
reflejar el amor de Cristo a través de tu vida de manera
honesta y genuina, ya que esto causará un impacto mayor
que cualquier discurso que puedas realizar. Tus acciones
son la predicación más elocuente que puedes hacer. La idea
no es ser aceptado por todos, lo cual es totalmente
imposible, sino llevar el mensaje de esperanza y mostrar el
camino a quienes no lo conocen. Y esto será mucho más
efectivo cuando no tengas nada que esconder. Dios desea
que alcances a todos los que te rodean desde tu propia
autenticidad. Para lograrlo, necesitas estar seguro de quién
eres en Cristo. Sólo entonces, podrás tener la libertad de
gritar:
“¡Fuera máscaras!”.
Para reflexionar...
¿Qué máscaras usas para esconderte?

¿Estás dispuesto a dejarlas caer y ser quien


realmente eres en Cristo?
Amado Señor:
Gracias por hacerme una persona única y por
decidir amarme a pesar de mis errores. Gracias
porque puedo ser libre y auténtico sin importar
las opiniones de los demás. Gracias porque a
través del sacrificio de Cristo, puedo tener
seguridad de mi identidad en Él. Hoy, me quito
mis máscaras, me postro a tus pies y te entrego
lo que soy. Ayúdame a utilizar las habilidades
que me has dado para hacer tu voluntad. De
ahora en adelante, permite que mi vida sea
siempre un reflejo de tu amor y bondad.
En el nombre de Jesús, amén.
Bájate de esa nube

“Para ti, la mejor ofrenda es la humildad. Tú, mi


Dios, no desprecias a quien con sinceridad se
humilla y se arrepiente”.
~Salmos 51:17
"El hombre crece cuando se arrodilla".
~Alessandro Manzoni
Mientras crecía, era común escuchar a los adultos decir:
“Hay que ser humilde”.
Pero con el paso de los años, noté que muchos no
tenemos una idea clara de lo que esto significa. Cada día,
se altera más nuestra noción de lo que es la humildad.
Muchos dicen poseerla, pero sólo pretenden disfrazar su
vanidad y orgullo. Esto es algo que ha afectado en gran
manera a nuestra sociedad, en especial a la comunidad
cristiana.
La humildad es un tema de gran importancia en la Biblia.
Jesús estableció en Mateo 18:3-4 que: “para entrar en el
reino de Dios, ustedes tienen que cambiar su manera de
vivir y ser como niños. Porque en el reino de Dios, las
personas más importantes son humildes como [un] niño”.
No se trata de comportarnos de manera infantil, sino de ser
como niños. Pablo aclara este punto en 1 de Corintios
14:20, diciendo: “Hermanos en Cristo, sean inocentes
como niños, pero no piensen como niños. Piensen como
personas maduras”. La inocencia de un niño implica la
ausencia de culpa, prejuicios, discrimen, envidia y apatía. El
ser humano no nace exhibiendo estas conductas, sino que,
con el paso del tiempo, las aprende de los adultos. Se puede
decir que, mientras crecemos, vamos dejando atrás las
cualidades positivas y nos apropiamos de las negativas.
Durante sus primeros años de vida, un niño es totalmente
dependiente, amigable, libre de orgullo y rencor. Es por eso
que, para aprender a confiar de manera plena, primero que
todo, debemos cambiar nuestra manera de vivir. Como dijo
en un una ocasión, el filósofo francés, Robert de
Lamennais: “La fe comienza donde termina el orgullo”.
Necesitamos regresar a la inocencia y pureza de corazón
que no busca su propio bienestar, sino que reconoce su
necesidad y dependencia de Dios.
Por desgracia, muchos han desarrollado una visión
religiosa y legalista de lo que es la humildad. El pensamiento
de que es algo que puede distinguirse con sólo fijarse en la
apariencia o vestimenta de una persona predomina en
nuestros tiempos. Se ha promovido la idea equivocada de
que ser humilde es no tener dinero o vivir continuamente
denigrándose. Dichas percepciones, le han ganado mala
fama a tan importante virtud, llevando a muchos a considerar
que el ser humilde es una señal de debilidad e inferioridad, o
que simplemente no se puede serlo si se tiene dinero o una
sana autoestima.
Por ser componente del fruto del Espíritu (Gálatas 5:22-
23), la humildad, no resta a nuestro carácter, sino que lo
fortalece. No tiene que ver con cuánto dinero podamos
poseer, ya que existen personas acaudaladas que son
humildes, mientras hay personas de escasos recursos que
son orgullosas. Más bien, tiene que ver con la capacidad
que tenemos de reconocer nuestros propios límites y
capacidades en relación con Dios y con los demás.
Reconocer esto desarrolla en nosotros una actitud de
agradecimiento por lo que recibimos, en lugar de pensar que
simplemente lo merecemos todo.
En nuestra sociedad, se alaba mucho a quienes
demuestran ser capaces de salir adelante por sí solos y no
necesitan ayuda de nadie. Fomentando, de esta manera,
una cultura de autosuficiencia y del yo-yo, yo primero, yo
segundo y yo tercero. Cultivar esta creencia nos puede
llevar a despreciar a Dios de manera descarada y a
rechazar o juzgar a quienes nos rodean a causa de sus
creencias religiosas, situación económica, país de origen,
capacidad intelectual o simplemente porque no cumplen con
nuestros altos estándares de valoración. Pero en Lucas
14:11 se le hace una clara advertencia a quienes piensan
que son la última maravilla, diciendo: “El que se crea
superior a los demás, será puesto en el lugar menos
importante. El que es humilde será puesto en un lugar más
importante”. Las opciones están sobre la mesa; y la
decisión, en tus manos.
Aunque no es fácil, reconozco que el orgullo ha
representado uno de los mayores obstáculos en mi vida.
Pensaba que alcanzar las metas trazadas dependía
únicamente de mi esfuerzo. Durante mucho tiempo, seguí el
plan que parecía el mejor para mí, sin darme cuenta de que
iba en dirección opuesta a lo que el Señor deseaba. Luego
de años esforzándome, desvelándome y rompiéndome la
cabeza intentando trazar un plan viable para lograr lo que
quería, entendí que no era posible llegar a ninguna parte por
cuenta propia. Sería hermoso poder decir que, una vez
llegué a esta conclusión, comencé a vivir la vida que Dios
determinó para mí, pero no fue así.
En Puerto Rico, hay un refrán que dice: “Del dicho al
hecho hay un gran trecho”. Refiriéndose a que no es lo
mismo decir, o en este caso saber, algo que realizarlo. Se
necesitó de un largo proceso para lograr que me humillara y
aceptara mi incapacidad de poder lograr un cambio por mí
misma. Pero reconocer mi dependencia total de Dios y
permitirle al Espíritu Santo trabajar en mi vida fue sólo el
inicio. Al igual que me ocurrió en ese momento, muchas
personas tienen el conocimiento teórico de que Cristo es el
Salvador, pero, en la práctica, su orgullo les impide dar el
paso de aceptarlo y comprometerse a seguir Su voluntad.
Uno de los mayores errores de una persona orgullosa
radica en no reconocer que existen asuntos que están fuera
de su alcance resolver o que siempre habrá alguien más
apto que ellos para realizar una tarea. Por considerar que su
forma de pensar es insuperable, alguien orgulloso, no
aceptará ningún consejo externo en momentos de
necesidad, lo que puede causar mucho daño a su persona y
a quienes le rodean. Por el contrario, una persona sabia y
humilde identificará dichas situaciones como oportunidades
de aprendizaje y expansión de su conocimiento. Reconocer
y aceptar que no siempre tendremos la razón o seremos los
mejores, sin sentir envidia ni rencor, nos ayudará a acelerar
nuestro progreso en la vida. La humildad nos hace
conscientes de que cualquier capacidad que podamos tener
ha sido otorgada por Dios, según lo que estableció para
nosotros, y nos permite apreciar la diversidad de talentos
que cada uno posee sin necesidad de competir con nadie.
Humildad también implica que debemos estar dispuestos
a ceder el mando de nuestras vidas para que puedan ser
dirigidas efectivamente. Es en este punto que muchos nos
resistimos con mayor fuerza. ¡Qué difícil se nos hace soltar
el control de las cosas! Solemos desarrollar nuestra
relación con Dios pretendiendo decirle lo que tiene que
hacer y cómo lo tiene que hacer. Queremos guiar el barco
sin saber cómo operar los instrumentos o qué dirección
debemos tomar.
Jesús estableció que sólo Él tiene el poder para
salvarnos, al expresar: “Yo soy el camino, la verdad y la
vida. Sin mí, nadie puede llegar a Dios el Padre” (Juan
14:6). Con esta declaración, dejó claro que no existen otras
alternativas ni carriles expreso para obtener la salvación. No
hay nada que podamos hacer por nuestra cuenta que nos de
acceso a la Vida Eterna. Independientemente de lo
importante que podamos llegar a ser aquí en la tierra o cuan
inteligente seamos, todos debemos tomar el mismo camino:
aceptar, confiar y obedecer a Cristo.
Ya que la humildad se opone al orgullo y a la
autosuficiencia, requiere que nos quitemos del medio y
permitamos que quien tiene mayor conocimiento y
capacidad actúe. Mientras insistas en mantener una actitud
arrogante y orgullosa, sin permitirle al Espíritu Santo que
tome el control de tu vida, vivirás en un choque constante
entre tus propios deseos y la voluntad de Dios. ¿Te digo un
secreto? Es una lucha que no puedes ganar, por lo que
sería bueno que te rindas desde ahora a Sus pies antes de
que, como a mí, tu terquedad te cause más problemas.
Mi desierto inició con el trastoque de todos mis planes,
que no estaban para nada alineados con los planes de Dios,
lo que resultó muy frustrante. Sin importar cuánto lo
intentara, no lograba obtener el éxito que tanto deseaba
obtener por mi cuenta. Tenía el conocimiento de que Dios
podía ayudarme, pero mi orgullo no me dejaba reconocer
que el camino que había escogido no era el correcto.
Durante mucho tiempo, podía compararme con un
empleado que insiste en hacer las cosas a su manera, aun
cuando sabe que hay un jefe impartiendo las instrucciones a
seguir. Es obvio que esta clase de dinámica en un empleo
no llevará a nadie a mantenerlo por mucho tiempo, mucho
menos a obtener ascenso alguno. Pero cuando cumplimos
diligentemente con la labor encomendada, todo resulta muy
diferente.
No fue hasta que me rendí y decidí confiar en Dios de
manera sincera que pude experimentar lo descrito en 2
Samuel 22:28, que dice: “A la gente humilde le concedes la
victoria, pero a los orgullosos los haces salir derrotados”.
Rendirse ante la voluntad de Dios es un acto de humildad
que resulta indispensable para poder florecer en el desierto.
A pesar de que el proceso es uno tedioso, resulta necesario
para moldearnos y enseñarnos a dejar nuestras
preocupaciones en manos de Dios.
Después de tomar esta decisión, he visto la mano de Dios
en todas las situaciones, haciéndome vencer aun en batallas
que a mis ojos parecían imposibles de ganar.
Definitivamente, no ha sido un camino fácil y aún me queda
mucho por recorrer, pero ahora lo hago con la motivación y
el gozo que produce saber que voy en la dirección correcta.
Por eso, te exhorto a que no permitas que tu orgullo te
impida alcanzar la vida que sólo Cristo puede ofrecerte.
Por otro lado, es necesario que también nos cuidemos de
la idea errónea de que alguien humilde es quien hace todo lo
que le pidan sin refutar, ya que esto es una artimaña de
manipulación. Es común que nos llamen arrogantes e
intolerantes cuando no aceptamos todo lo que otro dice o
señalamos lo que está mal. Sin embargo, el no saber
exponer un punto de vista de una manera firme y respetuosa
ha provocado que prácticamente se libre una guerra campal
entre creyentes y no creyentes. Muchos quieren pasarnos
por encima y pretenden que nos quedemos callados, lo cual
es un claro intento de atropello que no debemos permitir.
“Y eso que eres cristiano”, es una de las frases favoritas
de quienes buscan controlarnos con una idea distorsionada
de la humildad.
En dicho caso, el primero con quien tendrían que
enfrentarse es con Jesús, quien no tuvo reparos en sacar a
los mercaderes del templo a latigazos. ¿Fue Jesús
arrogante al hacer esto? Por supuesto que no. Él fue, y
continúa siendo, el máximo ejemplo de humildad, pero no por
eso dudó en poner en su lugar a los ofensores.
De igual manera, Pablo tampoco titubeó al confrontar a
Pedro, quien era considerado uno de los líderes más
importantes de la iglesia, cuando éste quiso quedar bien
tanto con judíos como con gentiles, actuando de manera
diferente con cada grupo. Pablo dice, en Gálatas 2:11,14:
“Cuando Pedro vino a la ciudad de Antioquía, me enfrenté
a él y le dije que no estaba bien lo que hacía. ¡Esa
conducta iba en contra del verdadero mensaje de la buena
noticia! Por eso, hablé con Pedro delante de todos los
miembros de la iglesia de Antioquía...”. Si Pablo se
acobardaba ante Pedro, a causa de su mayor poder
eclesiástico, su autoridad para predicar y confrontar a los
demás se hubiera visto severamente dañada.
“¿Por qué me criticas a mí, si Pedro hace lo mismo y tú
no dices nada?”, imagino que hubiera sido la frase más
escuchada por Pablo de haber callado.
Hoy día, vemos como muchos líderes adaptan o cambian
el Evangelio para quedar bien con la gente. Esto ha
provocado que se llegue a pensar que Dios, de la misma
forma en que hacemos nosotros, puede ser flexible con las
reglas que ha establecido. Con sus acciones, tanto Jesús
como Pablo, confirmaron que la humildad nunca debe
confundirse con cobardía o falta de carácter. Y esto es algo
que siempre debemos recordar.
En una ocasión, mientras estudiaba en la universidad, me
encontré en medio de un debate en el que mis compañeros
comenzaron a hablar muy mal de los cristianos, tildándonos
de ignorantes y miedosos, entre otras cosas. En un
principio, pensé que lo mejor era quedarme callada y evitar
discusiones. Pero escuchaba una voz dentro de mí que
decía:
“Parece que eres la única cristiana en este lugar. ¿No
piensas decir nada? Si callas, estás aprobando sus
palabras”.
Mi corazón latía fuertemente, hasta que no pude aguantar
más. Levanté mi mano y expuse mi punto de vista, teniendo
en cuenta que la idea no era atacar ni ofender a nadie, sino
aprovechar la oportunidad para ser escuchada. En un punto,
la discusión se intensificó, y yo pensaba:
“¿Dios, por qué me mandaste a abrir la boca? Pero ya
empecé, ahora tengo que mantenerme firme hasta el final”.
Al salir de la clase, le dije al Señor:
“Hice lo que querías. ¿Estás contento?”
Mientras caminaba, me invadió la irrefutable sensación de
que había hecho lo correcto. Mi felicidad era tal que ni
siquiera me importó lo que estuvieran pensando de mí.
¿Cómo me hubiera sentido si hubiera callado? Horrible. Lo
sé porque lo he vivido antes. El no querer ofender a nadie ni
meterme en problemas han sido las razones principales
para callar en muchas ocasiones. Pero la experiencia me ha
enseñado que no hay nada peor que fallarle a Cristo y que
es mejor quedar bien con Él que con la gente.
Así que, como decimos en Puerto Rico: "Hay que ser
manso pero no menso". Si entiendes que lo que se te pide
va en contra de tus convicciones, estás en todo tu derecho
a expresar tu opinión, siempre y cuando lo hagas con
respeto y amparado en la autoridad de la Palabra de Dios.
Precisamente por consideración a los derechos del prójimo,
tampoco debemos utilizar nuestras creencias para someter
a nadie, pues como establece la Biblia en Mateo 22:39:
“Cada uno debe amar a su prójimo como se ama a sí
mismo”. O como dirían en mi país: “Respete para que lo
respeten”.
Ahora, muchos de nosotros podemos pensar que somos
humildes y no serlo, es decir, podemos estar practicando la
falsa humildad. Como por ejemplo, cuando evitamos a toda
costa reconocer nuestros logros o aceptar elogios por un
trabajo bien hecho. Incluso, hay quienes se pasan hablando
mal de ellos mismos para probarse humildes. Una vez,
mientras leía los comentarios de un artículo cristiano, vi que
una persona escribió algo como:
“Quisiera que Dios se compadeciera de mí y me hiciera
un evangelista, aunque yo no lo merezco”.
Por absurdo que parezca, todavía existen iglesias que
promueven la idea de que debemos pasar nuestra vida
mendigando la lástima de Dios, aun cuando va totalmente en
contra de lo que Él ha establecido para nosotros. No
podemos permitirnos caer en esta clase de actitud
autodespectiva, ya que esto representa un desprecio total al
sacrificio de Cristo. El Señor quiere bendecirnos, pero
rechazamos lo que nos ofrece y nos descalificamos a causa
de la culpa provocada por el recuerdo de nuestros errores.
Y, si algo he aprendido durante este tiempo es que, Dios no
puede trabajar con personas que no pueden verse como
Sus hijos ni aceptar Su perdón, amor y misericordia.
Está establecido que nadie debe creerse mejor de lo que
realmente es, pero tampoco debemos creernos menos, más
bien, debemos vernos: “según la capacidad que Dios [nos]
ha dado como seguidores de Cristo” (Romanos 12:3).
Cuando una persona se pasa haciéndose el mártir, al hablar
de sus problemas con todo el mundo o enfatizando que no
son dignos de la misericordia de Dios, con la intención de
que le vean como alguien más espiritual, sólo busca que
alimenten su ego con afirmaciones y elogios.
También cometemos la misma falta cuando no
compartimos nuestras bendiciones por vergüenza al qué
dirán. Cuando Dios te da algo, no es para que lo escondas,
sino para que, a través de tu prosperidad, Su nombre sea
glorificado. Confieso que solía ser así, pensando que si
hablaba sobre mis logros, parecería una presumida ante los
demás. En ese momento, no me daba cuenta de que las
bendiciones son grandes oportunidades para dejar saber a
todos lo bueno que es Dios y lo agradecida que estoy de Él.
Al compartir nuestros triunfos, el enfoque principal siempre
debe ser como la misericordia de Dios puede transformar
por completo las vidas de quienes confían en Él.
Lamentablemente, aun cuando estés haciendo lo
correcto, siempre habrá quien piense que sólo estás
presumiendo, pero eso es algo que no se puede evitar. Así
que: “si alguien [te] insulta por confiar en Cristo, [considera]
ese insulto como una bendición de Dios. Eso significa que
el maravilloso Espíritu de Dios está siempre [contigo]. Si
alguno sufre por ser cristiano, no debe sentir vergüenza,
sino darle gracias a Dios por ser cristiano” (1 Pedro 4:14,
16). Nunca faltará gente dispuesta a criticarte. Entonces,
¿no es mejor que te critiquen por hacer lo correcto?
Después de todo, la única opinión válida es la de Dios. No
permitas que personas con una visión legalista y adulterada
de lo que es la humildad, o la vida cristiana, te impidan
disfrutar de lo que Él te ha concedido y de todo lo que falta
por venir.
La victoria de tu batalla no depende de tu fuerza o
intelecto, sino de que tengas un corazón postrado ante la
soberanía de Dios. Sin importar lo difícil de tu prueba o la
magnitud de tu aflicción, El Señor nunca te despreciará si tu
arrepentimiento es sincero y le obedeces a pesar de las
circunstancias; confiando en que siempre serás dirigido por
el camino de mayor bendición para tu vida: el camino de la
Cruz.
Para reflexionar...
¿Qué áreas de tu vida continúan sometidas por
el orgullo?
¿Reconoces que el plan de Dios es mejor que el
tuyo?
¿Estás dispuesto a rendirte ante Él y
obedecerle?
Amado Señor:
En este día, me bajo de mi nube de orgullo y
rindo mi corazón ante ti. Acepto que sólo tú
puedes transformar mi vida y conducirme a un
futuro de bienestar. Ayúdame a reflejar tu
carácter. Desarrolla en mí un corazón humilde
que te reconozca siempre como mi Soberano y
no dude en correr a tus brazos ante cualquier
situación.
En el nombre de Jesús, amén.
Planificación familiar

“Él envió a su Hijo... para [liberarnos]... , y luego


nos adoptó como hijos suyos. Ahora, como
ustedes son sus hijos, Dios ha enviado el
Espíritu de su Hijo a vivir en ustedes. Por eso,
cuando oramos a Dios, el Espíritu nos permite
llamarlo: «Papá, querido Papá». Ustedes ya no
son como los esclavos de cualquier familia, sino
que son hijos de Dios. Y como son sus hijos,
gracias a él tienen derecho a recibir su herencia”.
~Gálatas 4:4-7
“Cada criatura al nacer, nos trae el mensaje de
que Dios no pierde la esperanza todavía en los
hombres”.
~Rabindranath Tagore
La creación del ser humano ha sido un tema muy
debatido durante toda la historia. Un sinnúmero de hipótesis
y teorías intentan explicar nuestro origen como especie,
argumentando que somos producto de accidentes y
evoluciones del universo. Contrario a lo que la ciencia y el
humanismo han querido establecer, la Biblia nos demuestra
que no somos resultado de un mero accidente, sino del
amor y del deseo de Dios de traernos a existencia. En
Efesios 1:4-6 se establece que: “Desde antes de crear el
mundo Dios nos eligió, por medio de Cristo...para
adoptarnos como hijos suyos, pues así había pensado
hacerlo desde un principio”. Toda creación bien planificada
tiene un propósito, y nosotros no somos la excepción. El
mismo pasaje lo confirma diciendo que: "[nos eligió] para
que fuéramos sólo de él y viviéramos sin pecado...para
que lo alabemos por su grande y maravilloso amor”.
Antes de convertirnos en una realidad, Dios hizo una
planificación familiar. Es irónico que hoy en día se relacione
este concepto con la terminación de vidas inocentes,
mediante el aborto, en lugar de con lo que en realidad
significa: la elaboración de un plan que ha sido originado en
el deseo de crear vida y una familia. Planificar está basado
en querer y visualizar de antemano la realización de un
proyecto, no en hacer lo que queramos y destruir lo que,
según nosotros, no sale bien o no nos conviene. No se
puede planificar aquello que no se desea, ni concretar un
deseo sin un buen plan. Durante la planificación se ordenan
las ideas de manera coherente desde su inicio hasta el final,
previendo posibles obstáculos y diseñando soluciones que
nos permitan alcanzar la meta fijada. Lanzarse a una
empresa de gran magnitud con la idea de que la
improvisación nos permitirá hacer un trabajo de calidad,
sería una gran irresponsabilidad. Quien no se toma el tiempo
de pensar lo que desea realizar, no puede lograr nada, ya
que no sabe hacia dónde va.
Dios es un Dios de orden. Él sabe muy bien lo que quiere
y hacia dónde se dirige. Existe un plan general: salvar a
todos los que confíen en Cristo. Sin embargo, tomando en
cuenta nuestras diferencias, también estableció un plan
individualizado para cada uno de nosotros. Una vez decidió
crearnos, delineó cada una de nuestras vidas con especial
cuidado.
Al planificar, tomó en cuenta el qué, el para qué y el cómo.
El qué, es lo que Él desea hacer en nosotros: darnos una
vida victoriosa, sanarnos, transformarnos, restaurarnos y
restituir lo que nos pertenece. El para qué, es la finalidad de
todo lo que vivimos: exaltar Su nombre, obtener la salvación
y convertirnos en agentes de bendición para otras personas.
Finalmente, el cómo, es la manera que Dios considera más
adecuada para cumplir Su propósito en nuestras vidas,
según la particularidad de cada cual. Es con esta parte del
plan que solemos interferir con mayor frecuencia. Queremos
seguir el mismo camino que otros tomaron, porque nos
parece el más adecuado, y no consideramos que, a causa
de nuestras diferentes necesidades y talentos, lo que
funciona con uno no lo hará con todos.
Puede que los caminos de nuestras vidas difieran, siendo
algunos más escarpados que otros, pero: “[podemos]
confiar en Dios, pues él no va a permitir que [suframos]
más tentaciones de las que [podamos] soportar. Además,
cuando vengan las tentaciones, Dios mismo [nos]
mostrará cómo vencerlas, y así [podremos] resistir” (1
Corintios 10:13). Ser hijos de Dios, nos convierte en V.I.P.
¿A quién no le gustaría llegar a un lugar en el que todo esté
hecho a su medida, tomando en cuenta sus capacidades y
limitaciones? La atención y cuidado que el Señor tiene con
nosotros no puede igualarse con nada. Incluso los
momentos difíciles pueden ser transformados y utilizados
para desarrollar y sacar a flote aquellas virtudes que han
sido depositadas en nosotros desde el inicio.
El hecho de que parte de su plan fuera adoptarnos como
hijos suyos, me resulta muy interesante, ya que, si somos
creación suya, ¿por qué tendría que adoptarnos? La
respuesta me lleva al inicio de nuestra historia como seres
humanos. El pecado de Adán y Eva rompió la relación
original que teníamos con Él. La Biblia dice que: “Todos
hemos pecado, y por eso estamos lejos de Dios”
(Romanos 3:23). Este fue el primer problema. Nuestro
propósito es vivir sin pecado y fue lo primero que corrimos a
hacer. En Juan 8:34, Jesús dijo que: “todo el que comete
pecado es esclavo del pecado” (NTV). A causa de esto,
quedamos amarrados a aquello que nos separa de Dios y, lo
que es peor, nos hemos acostumbrado a vivir así. No nos
engañemos, un esclavo nunca será tratado de la misma
manera que un hijo. Sin importar lo bueno que sea su amo, él
no será libre ni tendrá derecho alguno.
Quienes pretenden hacer todo cuanto deseen, pensando
que pueden aprovecharse de la benevolencia del Señor,
terminan llevando una vida de esclavitud, acudiendo al amo
solamente cuando están en problemas y conformándose
con las sobras. Pero este no es el plan que fue trazado para
nosotros. Dios desea que disfrutemos de todo lo que tiene
para ofrecernos, aquí en la tierra y en el cielo.
La Palabra establece que: “Un esclavo no es un miembro
permanente de la familia, pero un hijo sí forma parte de la
familia para siempre” (Juan 8:35 NTV). Ser parte de la
familia nos da acceso a todos los bienes del Padre. Este
siempre fue el plan original, pero ya que el mismo se vio
amenazado por la desobediencia, Dios estableció una
solución. Como esclavos, teníamos el precio del pecado: la
muerte. Para poderse apropiar nuevamente de nosotros,
tuvo que pagar con la sangre de Jesús; como dicen las
Escrituras en Efesios 1:7 (NTV): “Dios es tan rico en gracia
y bondad que compró nuestra libertad con la sangre de su
Hijo y perdonó nuestros pecados”. Él pudo habernos
comprado y continuar tratándonos como esclavos, como
pago a nuestra rebelión. En lugar de esto, decidió
perdonarnos y adoptarnos para, así, brindarnos la posición y
el derecho que habíamos perdido.
Lo mejor de todo es que Dios nunca te reclamará por tu
pasado. Una vez que pasas a ser parte de Su familia,
adquieres una nueva identidad. Dejas de ser el alcohólico,
el divorciado, el drogadicto, la prostituta o el fracasado,
para convertirte en hijo de Dios. El recuerdo de lo que
hiciste no debe ser usado para condenarte, sino para que tu
agradecimiento por haber sido salvado y redimido sea cada
vez mayor. El enemigo es quien se encarga de usar tus
memorias para hacerte caer, pero, respecto a esto, se te
dice claramente que: “Ahora que [estás unido] a Cristo,
[eres] una nueva creación. Dios ya no tiene en cuenta [tu]
antigua manera de vivir, sino que [te] ha hecho comenzar
una vida nueva” (2 Corintios 5:17); y que: “[Él borrará]
todos tus pecados y no [se acordará] más de todas tus
rebeldías” (Isaías 43:25).
Dios decidió aceptarnos, por medio de Jesucristo,
teniendo pleno conocimiento de nuestra condición rebelde y
desastrosa. Todos, incluso quienes son socialmente
marginados, tenemos la oportunidad de dejar nuestro
pasado atrás y ser parte de la familia de Cristo. Nuestra
historia no es una sorpresa para Él. Su amor es tan grande
que, una vez adoptados, pasamos a ser reconocidos en
medio de la multitudes como herederos del Reino, nada más
importa. Gálatas 4:7 dice que: “Ya no [somos] como los
esclavos de cualquier familia, sino que [somos] hijos de
Dios. Y como [somos] sus hijos, gracias a él [tenemos]
derecho a recibir su herencia”; por lo que, solamente
apropiándonos de nuestra identidad como hijos del Rey de
reyes, podremos tomar posesión de lo que nos pertenece.
Al ser cubiertos por la sangre de Jesucristo pasas a ser
familia consanguínea de Él. Y nadie puede quitarte el
derecho a disfrutar de lo que tu Padre ha preparado para ti.
No tienes que pasar la vida sintiendo lástima por lo que
sucedió, viéndote como un huérfano sin un lugar al cual
pertenecer. Cuando venga a tu mente la imagen de la
persona que te abandonó, maltrató o humilló; recuerda lo
que establece Salmos 27:10, que dice: “Mis padres podrán
abandonarme, pero tú me adoptarás como hijo”. Dios será
quien se encargue de protegerte y suplir tus necesidades.
Como heredero nunca serás privado de tener acceso a la
sobreabundancia del Reino; por lo que puedes tener la
certeza de que: “de sus riquezas maravillosas [tu] Dios [te]
dará, por medio de Jesucristo, todo lo que [te] haga falta”
(Filipenses 4:19).
A todos nos gusta escuchar acerca de la herencia que
Dios tiene para nosotros; como se expresa en Romanos
8:17 (NTV), cuando dice: “Así que como somos sus hijos,
también somos sus herederos. De hecho, somos
herederos junto con Cristo de la gloria de Dios”. Pero
muchos quieren reclamar este derecho sin cumplir con las
condiciones. ¿Condiciones? Sí. Una de ellas aparece en la
segunda parte de este texto, estableciendo que: “Si vamos a
participar de su gloria, también debemos participar de su
sufrimiento”.
“¿Sufrimiento? Pero si todo iba muy bien hasta ahí”,
dirán muchos.
Ser hijos de Dios nos otorga derechos que nadie puede
quitarnos y responsabilidades que no podemos evadir. Si
nuestro modelo a seguir, Cristo, tuvo que pasar por
humillación, desprecio y abandono, entre otras cosas,
¿quiénes somos nosotros para pretender librarnos de todo
esto? Lo sé, no es muy alentador que digamos, pero una de
las advertencias que Jesús nos hizo fue que tendríamos
sufrimiento mientras estuviéramos en este mundo. Sin
embargo, también garantizó nuestra victoria y nos dejó
marcada la ruta para superar toda dificultad.
Al adoptarnos, Dios obtuvo autoridad total sobre nosotros.
Asumió la responsabilidad de cuidarnos y el derecho de
disciplinarnos, con el fin de que aprendamos a vivir como a
Él le agrada. Nosotros, como Sus hijos, tenemos la
responsabilidad de aceptar y obedecer Su voluntad, lo que
para muchos representa un gran problema.
Vivimos en una cultura en la que no nos gusta someternos
a las reglas de otros. La idea de que Dios es amor ha hecho
pensar a algunos que pueden manipularlo a su antojo y que
les permitirá actuar como quieran sin ninguna consecuencia.
Sin embargo, Él no tendrá reparos en corregirnos cuando
sea necesario. Después de todo, es nuestro Papá.
Jesús sabe que someternos no siempre resulta fácil, es
por eso que contamos con la ayuda del Espíritu Santo para
alcanzar una transformación duradera. La Biblia establece
que: “Ahora, como ustedes son sus hijos, Dios ha enviado
el Espíritu de su Hijo a vivir en ustedes” (Gálatas 4:6).
Cuando el Espíritu es quien tiene el control, se producen
cambios en nuestro interior que se reflejan a través de Su
fruto, que se compone de: el amor, la alegría, la paz, la
paciencia, la gentileza, la bondad, la fidelidad, la humildad y
el control propio (Gálatas 5:22-23 NTV). Porque como dice
Lucas 6:44-45: “Cada árbol se conoce por los frutos que
produce... Las palabras que salen de tu boca muestran lo
que hay en tu corazón”. Un compromiso sincero con el
Señor se verá evidenciado a través de nuestras palabras y
acciones, que serán reflejo del mismo Jesús.
Gálatas 4:6 nos dice que: “Cuando oramos a Dios, el
Espíritu nos permite llamarlo: «Papá, querido Papá»”. La
palabra utilizada en otras versiones es Abba, cuyo
significado más preciso es papito. Dicho término es usado
mayormente por los niños y demuestra un nivel de amor y
confianza muy profundo. Esto es algo que entendemos muy
bien en Puerto Rico, ya que, tendemos a utilizar el diminutivo
para añadir más afecto a lo que decimos. Esta es la clase
de relación que el Señor quiere tener con nosotros. Él desea
que lo veamos como el Padre amoroso que en realidad es,
que confiemos plenamente y descansemos en Sus brazos,
sabiendo que estaremos seguros.
No hay nada más que decir. ¡Dios es el mejor padre que
existe! Te ama más que nadie, quiere lo mejor para ti, se
preocupa por lo que sientes, siempre está disponible para
atenderte, no se equivoca, no es injusto y nunca se apartará
de tu lado. Su amor siempre insistirá en alcanzarte, aunque
te resistas, pero está en ti aceptarlo como tu Padre y querer
ser parte de Su familia. Para Dios, mientras más grande sea
la misma, mejor. Por eso, debemos procurar que, a causa
de nuestro testimonio y por la obra del Espíritu Santo, sean
cada vez más los que se unan a la familia de la fe.
Te invito a tomar la decisión, voluntaria y consciente, de
aceptarle y comenzar a reconocerte como hijo de Dios. Al
hacerlo, comenzarás a disfrutar de todas Sus bendiciones,
pero sobre todo, del maravilloso amor y la seguridad que tu
Padre y Creador te ofrece. ¿Qué esperas para ser parte de
Su familia?
Para reflexionar...
¿Eres esclavo o heredero?
¿Deseas ser parte de la gran familia de Dios,
cumplir con tus responsabilidades y disfrutar de
tus derechos como hijo legítimo del Rey?
Amado Señor:
Me presento ante ti para reconocerte como mi
Padre. Perdona mis pecados. Acepto la
responsabilidad de obedecer tu voluntad. Confío
en que me guiarás y corregirás con amor y
firmeza, moldeando así mi carácter para
parecerme más a ti. Te doy gracias por tu amor y
por permitirme llamarte:
"Papá, querido Papá"
En el nombre de Jesús, amén.
¿Escuchas lo que digo?

“Yo amo a mi Dios porque él escucha mis


ruegos. Toda mi vida oraré a él porque me
escucha”.
~Salmos 116:1-2
“En realidad, todas las cosas, todos los
acontecimientos, para quien sabe leerlos con
profundidad, encierran un mensaje que, en
definitiva, remite a Dios”.
~Juan Pablo II
“¡ Tu nunca me escuchas!”, es una frase muy popular en
la actualidad. Y por exagerada que parezca, refleja el grave
problema que vivimos como sociedad: la falta de
comunicación. El hecho de que en un mundo cuya tecnología
avanza a pasos agigantados, las personas se encuentren
más aisladas que nunca y estén perdiendo la capacidad de
comunicarse de manera asertiva y efectiva, es realmente
irónico. Pienso que las herramientas de comunicación que la
misma nos ofrece, como lo son las redes sociales,
representan una excelente plataforma para alcanzar a otros,
si son utilizadas sabiamente. Sin embargo, cuando es más
fácil entablar una relación con una persona que vive en el
otro lado del mundo que conocer el nombre de quien vive,
estudia o trabaja junto a nosotros, entonces tenemos un
serio problema.
Ciertamente, nuestra cultura ha distorsionado el concepto
de comunicación en gran manera. Hoy día, la manera en
que nos comunicamos pasa por un filtro virtual que nos
permite saber lo que sucede a miles de kilómetros, pero, a
su vez, pone una enorme barrera entre nosotros y quienes
nos rodean. Mientras más amigos hacemos en la redes
sociales menos interactuamos cara a cara con nuestro
vecino. Esto puede parecer exagerado, sin embargo, se han
reportado casos en los que personas con miles de amigos
virtuales viven aislados y mueren en completa soledad y
miseria.
Muchos piensan que con simplemente decir lo que
piensan en voz alta, enviar un mensaje de texto o e-mail, o
publicar una foto en las redes sociales, están expresando la
idea deseada. La realidad es que transmitir un mensaje
envuelve mucho más que sólo hablar o escribir. Solemos
utilizar de manera constante diferentes medios para
comunicarnos, pero cada día se nos hace más difícil hacerlo
de forma efectiva. ¡Es increíble la cantidad de malos
entendidos que se producen en todos los ámbitos de nuestra
sociedad por no saber comunicarse de manera correcta!
Como seres integrales que somos, nuestra vida espiritual
se ve igualmente afectada por dicha crisis de comunicación.
El fácil acceso a una cantidad ilimitada de información ha
cambiado nuestra percepción de Dios. Me refiero a que
antes de toda la tecnología moderna, quien quisiera obtener
conocimiento debía pasar el trabajo de visitar una biblioteca,
buscar gran cantidad de material en un mar de libros y leer
durante largas horas para encontrar la respuesta a una sola
pregunta. En la actualidad, puedes googlear cualquier
palabra o frase y, ¡presto!, tendrás miles de opciones en
fracción de segundos.
De la misma manera, pretendemos que Dios exponga
todo su plan, respuestas y bendiciones en una bandeja de
plata para nosotros con sólo pedirlo. Hemos olvidado que la
Biblia dice: “¡Prepárense para buscar a Dios!” (Oseas
10:12); y que, quienes hablen con Él: “encontrarán lo que
buscan... Porque el que confía en Dios... encuentra lo que
busca” (Mateo 7:7-8). La búsqueda es impulsada por el
deseo de encontrar lo que quieres. El Salmo 27:8 (NTV);
que dice: “Mi corazón te ha oído decir: «Ven y conversa
conmigo». Y mi corazón responde: «Aquí vengo,
SEÑOR»”; nos revela que Dios no se está escondiendo,
sino que Él es quien siempre sale a nuestro encuentro e
inicia la conversación, pero es necesario que deseemos
interactuar con Él.
Hay quienes piensan que pueden tener una relación
espiritual sin necesidad de establecer una diálogo con el
Señor. Y yo me pregunto:
"¿Qué clase de relación pretenden entablar si no le
hablan ni escuchan?"
Una de las primeras cosas que nos enseñan en la
escuela sobre el proceso de comunicación, son sus tres
elementos indispensables: el emisor, el mensaje y el
receptor. Como emisor, Dios tiene un mensaje para ti: que
Su amor es tal que hará lo que sea necesario para que te
salves y puedas disfrutar de una vida victoriosa que se
extienda hasta la Eternidad. Este mensaje quedó plasmado
en la Cruz, fue corroborado en Su Palabra y está respaldado
por el Espíritu Santo, quien nos provee la revelación y el
entendimiento; como prometió en Jeremías 33:3, cuando
dijo: “Te haré conocer cosas maravillosas y misteriosas
que nunca has conocido”. O sea, que no sólo se encargó
de dejarnos instrucciones por escrito, sino que también
contamos con alguien que nos muestre lo que hay más allá
de lo que podemos ver o entender por nuestra cuenta. ¿Qué
más podemos pedir? Es por eso que leer la Biblia siempre
debe ir de la mano con la revelación del Espíritu, ya que si
las separamos, terminaremos siendo engañados y
confundidos, a pesar de tener la verdad frente a nosotros.
El Espíritu Santo habla constantemente a nuestros
corazones de muchas maneras a parte de la Biblia, que es
la principal. Recuerdo una ocasión en la que me encontraba
muy agobiada y triste a causa de la situación económica por
la que estaba atravesando. Como suele suceder, se
añadieron los problemas con mi auto y la presión de los
estudios, entre otras cosas. Un día, me puse a hablar con
Dios, de hecho me quejaba, sobre todo lo que estaba
sucediendo. Entonces, la contestación llegó enseguida a
través de una predicación, diciéndome:
“Quiero que me busques y confíes en mí, tengas
problemas o no”.
Esta no es la respuesta que esperaba, pero, ciertamente,
representó un gran alivio. Aun cuando no tenía idea de cómo
o cuándo se resolverían las cosas, tenía la seguridad de que
Dios estaba obrando. Tal vez te encuentres en una situación
similar, esperando que el Señor haga un milagro y resuelva
tu situación. Pero, ¿eres capaz de mantenerte fiel aun
cuando ves que no sucede nada? El Señor desea que lo
busques sin imponerle condiciones para confiar en Él. La
verdadera confianza en Dios se prueba auténtica cuando
todo parece perdido y ya no queda nada más por hacer.
En otra ocasión, se me presentó un problema con la
aprobación de mi beca de estudios. Todo indicaba,
incluyendo la actitud de quien estaba a cargo de mi caso,
que durante ese año no tendría dicho beneficio. En ese
momento, me preguntaba:
"¿Y ahora, qué?"
Luego, vi como otra estudiante, quien aparentemente
estaba en una situación similar a la mía, lloraba
desconsolada mientras hablaba con su madre por teléfono.
Esta escena me impactó mucho, pues reflejaba mi propia
angustia. Fácilmente, pude haber sido yo quien estuviera en
esa posición. Pero, en lugar de acompañar a la chica por el
camino de la depresión, recuerdo que dije:
“Dios, esa no voy a ser yo. No permitiré que la
desesperación se apodere de mí hasta ese nivel”.
A pesar de que en mi interior se estaba librando una gran
batalla entre la incertidumbre y la confianza en Su promesa,
decía constantemente, aunque no estuviera convencida del
todo:
“Tú vas a hacer algo”.
Durante esa tarde, mientras viajaba en mi auto, hablaba
con Dios y le preguntaba cómo podría resolverse la
situación, ya que me habían dicho que no quedaban
alternativas. Incluso, intentaba imaginar lo que tendría que
hacer si las cosas no salían como yo esperaba. No fue uno
de mis momentos más fuertes, pero una cosa estaba clara:
deseaba con todo mi corazón que el Señor me hablara. Al
encender la radio, el presentador dijo:
“No temas, sólo confía”.
Eso fue todo. Me quedé muy sorprendida. Mi corazón latía
fuertemente y entendí que no había escuchado esas
palabras por casualidad, ese mensaje era para mí.
Nuevamente, sin idea de lo que pasaría, sabía que Dios
tenía todo bajo control.
Un par de semanas después, vi como todo aquello que
parecía imposible de solucionar se resolvía de manera
inexplicable. Mientras escuchaba al oficial de ayuda
económica diciéndome que obtendría el dinero que tanto
necesitaba, recordé lo que Dios me había dicho y pude
reconocer que había cumplido una vez más Su promesa de
abrir camino donde no lo hay. Recuerdo que, al ver
claramente Su mano obrando a mi favor y defendiéndome,
se me hizo extremadamente difícil no reírme como loca y
saltar por todo el lugar. Mi felicidad no se debía al dinero, ya
que confiaba que de alguna manera llegaría la provisión. Lo
que generaba mi alegría era la inmensa sensación de
agradecimiento que me provocaba el saber que Dios se
había encargado de un asunto de gran importancia para mí.
Sentía en mi corazón como me decía:
"Eres mi hija. No importa quien se interponga en tu
camino, Yo peleo por ti."
De la misma manera, lo hará contigo. En medio de tu
situación, Él usará lo que sea necesario para llamar tu
atención y procurar que escuches Su mensaje; ya sea por la
Biblia, predicadores, hermanos de la iglesia, niños,
completos extraños, canciones, la naturaleza, etcétera. Sólo
te pido que no esperes a que lo haga a través de un burro,
como hizo con Balaam en el capítulo 22 de Números, para
que decidas escucharle.
Ya que Dios no tiene ningún problema con prestarnos toda
Su atención, evaluemos qué podemos hacer nosotros, como
receptores, para mejorar nuestra comunicación con Él. Al
intentar comunicarnos, solemos olvidar que existe una
diferencia entre oír y escuchar. El primero, implica que
nuestros oídos recogen los sonidos que nos rodean. Esto lo
hacemos de manera automática y constante, pero no
significa que podamos identificar su origen o que estemos
conscientes de ellos. En cambio, escuchar requiere un
mayor esfuerzo de nuestra parte. Realizar esta acción
implica prestar atención, interpretar y analizar lo que se oye.
Dios desea que aprendamos a comunicarnos de manera
efectiva con Él y con los demás, por lo que, debemos
procurar escuchar y reflexionar en lo que se nos dice.
Cuando de escuchar se trata, hay una regla de oro: hacer
silencio y prestar atención a lo que se dice. Así nos lo
enseña el pasaje de Habacuc 2:1-2, que dice: "Ya te he
presentado mi queja, y ahora voy a estar muy atento; voy a
esperar tu respuesta. Y Dios me respondió..." En 1 Reyes
19:11-12, se ilustra de manera interesante la importancia del
silencio en el proceso de comunicación. El pasaje establece
que cuando el Señor fue a hablarle al profeta Elías hubo un
fuerte viento, un terremoto y fuego. Sin embargo, deja claro
que Dios no estaba en ninguno de ellos. Finalmente, dice:
“Después del fuego se oyó el ruido delicado del silencio”.
Era allí donde se encontraba.
¿Cómo puede ser el ruido delicado? ¿Y cómo es que se
utiliza para describir el silencio en el cual se encuentra
Dios? Usualmente, el ruido es asociado con algo
desagradable, sin embargo, también representa una
interferencia que afecta de algún modo el proceso de
comunicación. Ya que solemos esperar que Su Presencia
se manifieste con rayos y centellas, Dios necesita
interrumpir nuestro modo de pensar con un ruido delicado
que nos ayude a prestarle atención.
Después del estruendo provocado por las primeras
manifestaciones, el silencio pudo hacerle pensar a Elías, al
igual que sucede con muchos de nosotros, que Dios se
había marchado. Pero, como menciono en un capítulo
anterior, el silencio no equivale a soledad o abandono. El
hecho de que alguien se abstenga de hablar no significa que
se haya marchado del lugar. La experiencia de Elías es una
prueba de que justo cuando nos parece que el Señor se ha
ido, es cuando más cerca se encuentra.
El dramaturgo español, Jacinto Benavente, dijo que:
“Nada fortifica tanto las almas como el silencio; que es
como una oración íntima en que ofrecemos a Dios
nuestras tristezas”. Concuerdo en que el silencio es un
momento de intimidad, sin embargo, me parece que la
importancia del mismo trasciende el meramente ofrecer
nuestras tristezas. Mientras reflexionaba en la relevancia
que tiene el silencio en nuestra relación con Dios, vino a mi
mente la palabra Selah, encontrada en el libro de los
Salmos. Siempre la vi como una instrucción hacia los
músicos, por lo que no le prestaba importancia, hasta que leí
un artículo en el que se menciona algo muy importante: el
silencio no va dirigido a los músicos, va dirigido a todos.
Más que un simple arreglo musical, esto puede relacionarse
con la teoría apoyada por gran cantidad de investigadores
que establece que, por no estar acostumbrado a él, el
cerebro entra en un estado de alta sensibilidad cuando es
expuesto al silencio. Sensibilidad que resulta necesaria para
escuchar la voz de Dios y acercarnos más a Él.
Bien dicen que el silencio puede gritar con más fuerza que
las palabras. Tal vez, esta sea la razón por la cual muchos lo
evitan. Es en medio del silencio que salen a la luz las
verdaderas intenciones de tu corazón, lo que realmente
piensas y sientes, especialmente cuando parece que Dios
no está presente. Lamentablemente, son muchos los que
temen enfrentarse con los pensamientos y deseos que se
encuentran en lo más profundo de su ser, por lo que
prefieren vivir de fiesta en fiesta, intentando acallar la
realidad de su interior.
No es posible prestar atención a las palabras del Padre si
el caos impera a tu alrededor. Por eso, si deseas escuchar
con claridad lo que Dios quiere decirte, necesitas silenciar
tanto tu ambiente como tu alma; pues es en los momentos
de sosiego que distinguirás el susurro de Su voz, diciéndote:
“No temas, eres muy amado. No voy a abandonarte”.
Amito que, de por sí, resulta casi imposible encontrar un
momento de silencio en nuestras vidas. La familia, el trabajo,
los amigos, la iglesia, las redes sociales y las
responsabilidades cotidianas compiten por nuestra atención
diariamente. ¡Ni siquiera tenemos tiempo de silencio en
nuestras oraciones! ¿Qué debemos hacer entonces?
Buscarlo de manera intencional. No hay otra opción. De
hecho, hallar ese momento de silencio a solas con Dios es
de vital importancia.
En adición, nuestra disposición al recibir el mensaje juega
un papel importante. El Señor sabe que prestamos más
atención a quienes han pasado por las mismas experiencias
que nosotros, siendo muy probable que pongamos en
práctica lo que les funcionó. Por esta razón, Jesús se hizo
hombre, para ponerse en nuestros zapatos, para hablarnos
desde nuestro propio contexto y modelarnos la vida que Él
desea que llevemos. La Biblia establece en el libro de
Hebreos 4:15 que: “El diablo le puso a Jesús las mismas
trampas que nos pone a nosotros para hacernos pecar,
sólo que Jesús nunca pecó. Por eso, él puede entender
que nos resulta difícil obedecer a Dios”. Otras versiones
dicen que: “fue tentado en todo”. No existe nada que
nosotros podamos estar pasando; ya sea rechazo, traición,
difamación, persecución, etcétera; que Jesús no haya
sufrido primero.
Precisamente porque comprende lo que sientes y se
identifica con tus luchas y dolor, en lugar de juzgarte, Cristo
murió por ti. Si analizas Su sacrificio, te darás cuenta de que
es un grito a voz en cuello de lo mucho que te ama. No me
refiero a simplemente ver una película acerca de Su muerte
y resurrección, sino a profundizar en lo que realmente
conllevó dicho sacrificio. Muchos consideran que no fue
gran cosa, pero, ¿quién de ellos estaría dispuesto a hacer
exactamente lo mismo? ¿Lo estarías tú? Si tu respuesta te
hace comprender y reconocer que absolutamente nadie te
ama más que Él, entonces, has captado Su mensaje. Ahora,
te toca responder.
Ya vimos como Dios se comunica con nosotros por
diferentes medios. Pero, para completar el circuito de
comunicación, debemos expresarle lo que sentimos, esto lo
hacemos por medio de la oración. Las Escrituras dicen:
“Oren en todo momento” (1 Tesalonicenses 5:17). Hay
quienes se preguntan:
“¿Cómo es esto posible?”
Orar no significa que debemos estar necesariamente de
rodillas, pues no es posible hacerlo de esta manera todo el
tiempo. Orar implica estar conectado con Dios, dirigiendo
nuestro corazón y pensamientos continuamente hacia Él.
Soy una persona muy visual, por lo que imaginar al Señor
sentado o caminando a mi lado me ayuda a asimilar mejor el
hecho de que Él está siempre conmigo. Suelo hablarle de
manera natural, aunque en ocasiones se ponga en duda mi
sanidad mental. Sin embargo, hay ocasiones en que, sin
percatarme, me encuentro hablándole mientras miro al cielo.
No digo que sea incorrecto, pero he notado que hacer esto
crea una noción de distancia entre nosotros.
En cierta ocasión, precisamente mientras escribía este
libro, le hablaba de esta manera, entonces, sentí Su voz
diciendo a mi corazón:
“¿Por qué miras al cielo si Yo estoy frente a ti?”
Hice silencio por un momento y luego respondí:
“Tienes razón Señor, yo sé que estás aquí conmigo”.
Entonces, me puse a pensar en cómo reaccionaría si
alguien me hablara mientras mira hacia el cielo u otra parte.
Definitivamente, me sentiría ignorada. Probablemente, le
diría:
“¿Qué haces? Estoy frente a ti. ¡Mírame a mí!”
Esta experiencia, me hizo tomar conciencia de las
pequeñas actitudes y costumbres que consideramos
tonterías, pero que contribuyen a que olvidemos que Él
prometió estar a nuestro lado, pase lo que pase. Visualizar
al Espíritu Santo a mi lado; mientras veo televisión, voy en el
auto, realizo las compras, etcétera; provoca que analice de
manera diferente mis acciones y pensamientos. ¿Ignoraría
la luz de tránsito? ¿Me reiría del chiste de doble sentido?
¿Pensaría que estoy sola y que nadie puede ayudarme? ¿Y
tú, lo tomarías en cuenta?
Es de suma importancia que, al igual que procuramos
mejorar nuestra comunicación con Dios, busquemos
transmitir a otros el mensaje de salvación con igual eficacia.
Dicen que las palabras se las lleva el viento, pero las
mismas tienen muchísimo poder. Que nuestras palabras
sean respaldadas por nuestras acciones y estilo de vida
tiene gran relevancia, ya que, lo que hacemos es el ancla de
lo que decimos. Si lo que practicamos no va a la par con
nuestras creencias, nuestro mensaje no será bien recibido.
Una declaración de confianza no puede estar acompañada
por una actitud de desesperación y miedo; una declaración
de amor no concuerda con el desprecio y la humillación. La
falta de congruencia entre palabras y hechos no sólo nos
hace daño a nosotros, sino que afecta y confunde a quienes
nos rodean. Esto es algo con lo que debemos tener mucho
cuidado, ya que: “Muchas cosas en el mundo hacen que la
gente desobedezca a Dios, y no hay manera de evitarlo.
Pero ¡qué mal le irá a quien haga que otro desobedezca a
Dios!” (Mateo 18:7). Procuremos que el mensaje sea
llevado tal y como fue establecido por Cristo, con amor y
compasión, de lo contrario, podríamos pagarlo muy caro.
Finalmente, algunos pueden llegar a pensar que el
proceso de comunicación entre Dios y nosotros conlleva un
protocolo extenso y riguroso, por lo que prefieren no
intentarlo. Pero, gracias al sacrificio del Hijo, tenemos
acceso directo a la Presencia del Padre, quien siempre está
dispuesto a escucharnos. Así lo garantizó Jesús, cuando
dijo: “Pidan a Dios, y él les dará. Hablen con Dios, y
encontrarán lo que buscan. Llámenlo, y él los atenderá.
Porque el que confía en Dios recibe lo que pide, encuentra
lo que busca y, si llama, es atendido” (Mateo 7:7-8).
La clave para desarrollar una comunicación abierta y
efectiva con el Señor, es tener la confianza de acercarte a
Él en todo tiempo, aun cuando estás molesto o triste. No
compliques las cosas, Él dice en Su Palabra: “Llámame y te
responderé” (Jeremías 33:3). Así de simple. Puede que
algunas veces Su respuesta se tarde más que en otras,
pero siempre tendrás la seguridad de que, en el momento
preciso, llegará. Sin embargo, no olvides que tu relación con
Dios no se basa en que Él escuche tus ruegos y te
responda, sino en que desarrolles oídos espirituales
afinados a Su voz y poseas un corazón dispuesto a
contestarle, con obediencia y oración.
Para reflexionar...
¿Qué cambios necesitas hacer para estar en
silencio con Dios y escuchar lo que quiere
decirte?
¿Es la comunicación con tu Padre Celestial una
prioridad para ti?
Amado Señor:
Gracias porque tu siempre me escuchas.
Confieso que las distracciones de la vida han
captado mi atención y entorpecido nuestra
comunicación. Ayúdame a ponerte siempre
como mi prioridad y a tener presente que,
aunque en ocasiones hagas silencio, no te
apartarás de mi lado. Abre mis oídos espirituales
para, en el ruido delicado del silencio, poder
siempre escuchar tu voz.
En el nombre de Jesús, amén.
Mar adentro ya no hay fondo

“Dios mío, ¡sálvame, pues siento que me


ahogo... y no tengo dónde apoyarme! ¡Me
encuentro en aguas profundas, luchando contra
la corriente!”
~Salmos 69:1-2
“La conciencia del peligro es ya la mitad de la
seguridad y de la salvación”.
~Ramón J. Sénder
“ Tanto nadar para morir en la orilla”, es un refrán muy
popular en mi país. Sin embargo, nunca lo tomé de forma
literal. Hasta que, en una ocasión, mientras vacacionaba
con mi familia en una playa y disfrutaba de un día
absolutamente hermoso, experimenté la sensación de que
moriría ahogada, precisamente en la orilla.
Mientras caminaba y disfrutaba de la ventolera, el paisaje
y de un oleaje impresionante y ruidoso, decidí mojarme los
pies.
“¿Qué puede pasar? El agua no me llega ni a las
rodillas”, me dije tranquilamente.
Entonces, una gran ola hizo que perdiera el balance y caí
sentada en el agua.
“No hay problema”, pensé.
Intenté levantarme, pero otra ola me empujó, luego otra y
otra.
“¿Cómo es posible que no pueda levantarme? Estoy en
la orilla, esto debería ser fácil”, dije mientras la
desesperación comenzaba a apoderarse de mí.
Llegó un punto en el que mis piernas y brazos estaban
sumamente cansados y se me hacía muy difícil tomar aire.
Entonces, miembros de mi familia, al ver que no me era
posible ponerme de pie, corrieron a ayudarme, pero, con
todo y eso, no fue fácil salir. Lo que sucedió en cuestión de
minutos, me hizo comprender que la orilla no siempre es
sinónimo de seguridad.
Desde entonces, al visitar alguna playa, no puedo evitar
pensar en todas las vidas que el mar ha reclamado, incluso
la de ávidos nadadores. Con su hermosura hipnótica, el
océano puede resultar sumamente peligroso para quienes
no le muestran el respeto que merece. Incluso para los que
están en la orilla, un descuido podría tener consecuencias
desastrosas. Los expertos suelen dar toda clase de
consejos para evitar tragedias en estos lugares, como por
ejemplo: mantenerse en el área previamente establecida
como segura, quedarse en donde se pueda tocar fondo en
todo momento, etcétera. En el plano natural, estos consejos
son sumamente valiosos para preservar nuestras vidas; sin
embargo, en el plano espiritual, lo seguro no siempre es lo
mejor.
Nuestra naturaleza humana exige su propia comodidad y
rechaza de manera rotunda el sufrimiento, aunque el mismo
pueda representar un beneficio a largo plazo. Vivir dirigidos
por este deseo es el equivalente a quedarnos en la orilla,
pues, la misma, nos provee la sensación de autosuficiencia
que todos anhelamos. Pero cuando permanecemos en la
orilla espiritual, la confianza en nuestra propia capacidad
hace que bajemos la guardia y prescindamos de nuestra
dependencia de Dios. Lo mantenemos lo suficientemente
cerca como para que sea nuestro salvavidas instantáneo
cuando estamos en problemas, pero no tanto como para
que se involucre demasiado en nuestras vidas; lo que
mantiene nuestra relación con Él en un plano estrictamente
superficial.
Aferrarnos a la falsa seguridad de la orilla evita que
cobremos conciencia del verdadero peligro que corremos al
no profundizar en nuestra relación con Dios. Son muchos
los que prefieren quedarse en ese lugar, en el que tocar el
fondo con sus propios pies les hace pensar que están
firmes y que tienen todo bajo control. Como dije, nunca
pensé que la posibilidad de morir ahogado en la orilla de la
playa fuera real, hasta que experimenté la fuerza del mar de
primera mano. Es en la orilla que corremos el riesgo de ser
golpeados con más fuerza por las olas, y no siempre
podremos levantarnos solos o encontrar quien nos ayude.
De la misma manera, si insistimos en mantener una relación
superficial con Dios, cuando lleguen los problemas y las
crisis, y van a llegar, nuestras propias fuerzas no serán
suficientes y no hallaremos quien nos rescate.
La travesía mar adentro, a las profundidades del amor y
la sabiduría del Señor, comienza con el paso más
importante: aceptar a Cristo. Sin embargo, a causa del amor
que nos tiene, Dios nos moverá gradualmente, llevándonos
solamente a los niveles para los cuales estemos
verdaderamente preparados. La Biblia dice que cuando
Jesús tomó prestada la barca de Pedro: “le pidió... que la
alejara un poco de la orilla. Luego se sentó en la barca, y
desde allí comenzó a enseñar a la gente”(Lucas 5:3). La
primera orden no fue adentrarse a las profundidades, sino
alejarse un poco de la orilla. Desde ese lugar, Jesús enseñó
a toda la multitud, incluyendo a Pedro. Fue durante este
tiempo, que, este último, notó la singularidad del hombre que
tenía frente a él. La Palabra establece que: “Cuando Jesús
terminó de enseñarles, le dijo a Pedro: —Lleva la barca a
la parte honda del lago, y lanza las redes para pescar.
Pedro respondió: —Maestro, toda la noche estuvimos
trabajando muy duro y no pescamos nada. Pero, si tú lo
mandas, voy a echar las redes” (Lucas 5:4-5). El escuchar
el mensaje le permitió a Pedro reconocer que el
conocimiento y autoridad de Cristo superaban la vasta
experiencia que él poseía, por lo que obedeció. Así mismo,
escuchar el mensaje de vida nos lleva a creer y a confiar.
Entonces, cuando le confesamos como nuestro Salvador,
somos separados de la orilla del mundo al instante. Es en
estas primeras etapas del proceso de aprendizaje que
somos entrenados y equipados con las armas necesarias
para enfrentar nuevos niveles de fe.
En la orilla, podemos encontrar áreas tranquilas que
pueden resultarnos muy atractivas. En el mundo natural,
dichos lugares representan mayor peligro a causa de las
corrientes submarinas que te arrastran hasta las partes más
profundas del océano, siendo una de las principales causas
de muerte por ahogamiento en las playas. Al ser atrapados
por dichas corrientes, muchos se asustan e intentan nadar
en contra de ellas para regresar a la orilla. Eventualmente,
se agotan, su capacidad de mantenerse a flote desaparece
y, de no contar con el rescate oportuno, terminan
pereciendo.
Algo parecido sucede en lo espiritual. Cuando nos
detenemos en una zona cómoda y nos conformamos con
ser salvos, se detiene nuestro progreso a cosas mayores.
En ese momento, Dios provoca corrientes en nuestras vidas
que nos arrastran a lo profundo. Pero contrario al plano
natural, las misma resultan ser para nuestro beneficio, pues
es mar adentro, conociendo las diferentes facetas del
Señor, que aprenderemos a depender cada día más de Él.
No esperes encontrar en tu zona cómoda los niveles de
gloria que sólo se hallan en las profundidades. No te
conformes nadando en la orilla cuando puedes sumergirte
en el océano infinito del amor de Dios.
En Puerto Rico, decimos que alguien tiene el agua al
cuello cuando tiene muchos problemas. De la misma forma,
al adentrarnos en el conocimiento y gloria de Dios, las cosas
pueden hacerse más difíciles y retantes, lo cual no es muy
alentador. Al ver que nuestras circunstancias se hacen más
adversas, podemos desesperarnos e intentar buscar la
seguridad por cuenta propia. Entonces, si no ponemos en
perspectiva lo que sucede, correremos grave peligro.
Movernos a las profundidades de Su grandeza siempre es
parte del plan. Un mar agitado nos recuerda que nuestra
salvación no se encuentra en nuestra propia capacidad de
flotar, sino en quien controla los océanos y las tormentas.
Pero, repito, aun sabiendo que Dios obrará a nuestro
favor, muchos solemos resistirnos a continuar, sobre todo
cuando Su voluntad parece no tener sentido, y terminamos
corriendo el riesgo de regresar al lugar del cual nos sacó. Es
por eso que necesitamos mantener la calma. Evitemos
ahogar Su voz con gritos y lamentos que nos impedirán
escucharle y tomar buenas decisiones. Sólo quienes confían
en el Señor y descansan en Sus promesas verán como lo
que parece ser desastroso, en realidad, los conduce hacia
su propósito divino.
Por último, cuando entramos al mar, es de suma
importancia prestar atención a nuestra vestimenta, ya que
utilizar ropa muy pesada provocará que se nos dificulte
mantenernos a flote. Lamentablemente, hay quienes insisten
en aferrarse a sus cargas durante los procesos, cual si
fueran penitencias a pagar por sus errores. Pero, Jesús se
sacrificó, precisamente, para que ninguno de nosotros
tuviera que llevarlas.
Si deseas tener una relación profunda con Dios, es
necesario que aprendas a soltar lo que te agobia en Sus
manos. Como dice el salmista: “Mi amigo, te aconsejo que
pongas en manos de Dios todo lo que te preocupa; ¡él te
dará su apoyo!¡Dios nunca deja fracasar a los que lo
obedecen! ¡Por eso siempre confío en él!” (Salmos 55: 22-
23). ¡Qué alivio sentimos cuando nos quitan un peso de
encima! ¿No te gustaría viajar así por el camino de tu vida?
Mientras más profunda es nuestra relación con el Señor,
menos oportunidades tendrá el enemigo de ahogar nuestra
alma en tristeza y desesperación. Sin embargo, si sientes
que estás a punto de naufragar; y, como David, clamas:
“Dios mío, ¡sálvame, pues siento que me ahogo... y no
tengo dónde apoyarme! ¡Me encuentro en aguas
profundas, luchando contra la corriente!” (Salmos 69:1-2);
recuerda que es en medio de la profundidad de la crisis que
tu clamor se hará más urgente y reconocerás de manera
sincera que sólo Cristo es tu salvación. Llegar a donde no
podamos tocar el fondo y nuestras capacidades no sirvan
de nada puede ser muy incómodo, pero resulta el lugar
idóneo para fortalecer nuestra confianza y enseñarnos a
depender totalmente de Dios.
Quien aprende a confiar en el Padre, dirá ante cualquier
situación: “¡Pero no hay razón para que me inquiete! ¡No
hay razón para que me preocupe! ¡Pondré mi confianza en
Dios mi salvador! ¡Sólo a él alabaré!” (Salmos 42:5). No te
quedes aferrado a la falsa seguridad de tu orilla, ni te
acomodes en tu zona cómoda. ¡Vamos, atrévete! Deja que
el Señor te lleve mar adentro y descubre las maravillas que
sólo allí puedes encontrar. Lánzate y descansa en el infinito
océano de Su amor y bondad.
Para reflexionar...
¿Es tu relación con Dios una íntima o
superficial?
¿Estás listo para ir más allá de tu zona de
comodidad y descubrir todo lo que Dios tiene
para ti en Sus profundidades?
Amado Señor:
Hoy, decido abandonar la comodidad de mi orilla
y entregarte todas mis cargas. Me adentro en tus
profundidades y descanso en el mar de tu
bondad. Confío plenamente en tus promesas.
Sólo tú eres mi socorro. Llévame donde no
pueda tocar el fondo, donde solamente dependa
de ti, pues, reconozco que es lo mejor para mí.
En el nombre de Jesús, amén.
Llevando la Buena Noticia

“Pero mi vida no vale nada para mí a menos que


la use para terminar la tarea que me asignó el
Señor Jesús, la tarea de contarles a otros la
Buena Noticia acerca de la maravillosa gracia de
Dios”.
~Hechos 20:24 (NTV)
“Si no se tomara la vida como una misión,
dejaría de ser vida para convertirse en infierno”.
~Leon Tolstoi
Luego de que el Señor me llamara a escribir este libro,
luché por mucho tiempo antes de comenzarlo. Durante casi
un año, me pregunté si había entendido bien o todo era
producto de mis propios deseos. Finalmente, al comprender
que este proyecto provenía de Dios, tuve que enfrentarme a
mis propios miedos.
“¿Qué tengo yo para decir? ¿Qué se supone que
escriba?”, me preguntaba sin cesar.
Ante esta preocupación, el Señor me dijo:
“No eres tú quien decidirá lo que se escriba, sino Yo”.
Así que, me lancé a esta aventura confiando en la
dirección del Espíritu Santo y en que lo expuesto en este
libro, al igual que en los próximos, será de bendición a tu
vida. A pesar de la oposición, Su palabra y promesa han
permanecido constantes, recordándome mi misión de dar a
conocer la Buena Noticia que: “nos enseña que Dios
acepta a los que creen en Jesús. Como dice la Biblia:
«Aquellos a quienes Dios ha aceptado, y confían en él,
vivirán para siempre.»” (Romanos 1:17).
Cuando comienzo a desenfocarme, el Espíritu Santo me
da la corrección, el aliento y las fuerzas necesarias para
continuar. Cuando no me siento lo suficientemente
capacitada para realizar la encomienda, me dice: “«Yo te
elegí antes de que nacieras; te aparté para que hablaras
en mi nombre a todas las naciones del mundo»... A partir
de este momento tú hablarás por mí. Irás a donde yo te
mande, y dirás todo lo que yo te diga. No tengas miedo,
que yo estaré a tu lado para cuidarte” (Jeremías 1:5, 7-9).
A través de la realización de este libro, he sido
confrontada en muchas áreas de mi vida, por lo que no ha
sido una tarea fácil. Por otro lado, admito que también he
aprendido gran cantidad de lecciones gracias a esto.
Además, he corroborado, vez tras vez, que para quien
confía y depende totalmente del Señor todas las cosas le
son posibles.
Desde que entendí que lo que siento por la palabra
escrita no es cualquier cosa, sino que fue puesto en mí
para poder cumplir el propósito que Dios estableció en mi
vida desde antes de la fundación del mundo, todo cambió. A
pesar de los tropiezos que pueda sufrir, saber que tengo una
misión que cumplir, me llena de emoción y esperanza. Así
como la llegada de mis sobrinos representó una motivación
para mejorar cada vez más como persona, el tener la
oportunidad de bendecir a otros me motiva a seguir
cumpliendo con la voluntad de Dios y añade nuevas razones
para caminar sin importar las circunstancias.
Es responsabilidad de cada uno de nosotros compartir
con otros la obra que el Señor ha hecho nuestras vidas.
Como nos dice Pablo en Romanos 10:8-15: “Más bien, la
Biblia dice: «El mensaje de Dios está cerca de ti; está en tu
boca y en tu corazón.» Y ese mismo mensaje es el que les
traemos: que debemos confiar en Dios. Pues si ustedes
reconocen con su propia boca que Jesús es el Señor, y si
creen de corazón que Dios lo resucitó, entonces se
librarán del castigo que merecen. Pues si creemos de todo
corazón, seremos aceptados por Dios; y si con nuestra
boca reconocemos que Jesús es el Señor, Dios nos
salvará. La Biblia dice: «Dios no deja en vergüenza a los
que confían en él.» No importa si son judíos o no lo son,
porque todos tienen el mismo Dios, y él es muy bueno con
todos los que le piden ayuda. Pues la Biblia también dice:
«Dios salvará a los que lo reconozcan como su Dios.»
Pero, ¿cómo van a reconocerlo, si no confían en él? ¿Y
cómo van a confiar en él, si nada saben de él? ¿Y cómo
van a saberlo, si nadie les habla acerca del Señor
Jesucristo? ¿Y cómo hablarán de Jesucristo, si Dios no los
envía? Como dice la Biblia: «¡Qué hermoso es ver llegar a
los que traen buenas noticias!»”
Sin importar que tan pequeño o común parezca tu
testimonio, aunque tu vida no aparente ser interesante o
hayas cometido más errores de los que puedes recordar, la
orden es la misma: “[anunciar] las buenas noticias a todo el
mundo” (Marcos 16:15). No te corresponde decidir lo que
es digno de ser compartido y lo que no. Dios quiere que
hables a todos acerca de cómo Cristo puede transformar la
vida de quienes depositan su confianza en Él. ¿Quién puede
tener idea de cómo tus palabras serán usadas por el
Espíritu Santo para transformar la vida de las personas?
Sólo Él tiene el poder de usar cualquier situación para llevar
Su mensaje de maneras que ni siquiera puedes imaginar.
Para concluir, deseo recordarte que los tiempos de
desierto son inevitables y necesarios. No te eches a morir,
más bien, procura atravesarlos de la mano de Aquel que te
dará vida en medio de la muerte, del único que te guardará y
guiará por el camino correcto. Aun cuando la travesía sea
ardua, el Señor siempre cumplirá Su promesa de
mantenerse a tu lado, cambiando toda adversidad a tu favor.
Ya sea que acabes de entrar en el desierto o lleves años en
medio del proceso, nuevamente, te exhorto a que pongas
toda tu confianza en Cristo y le des la oportunidad de
transformarte de manera radical. Tal vez las circunstancias
no son las mejores, pero tu victoria ya fue garantizada por
Jesús en la Cruz, entonces, ¿por qué vas a temer?
********
No me es posible expresar de manera concreta lo
agradecida que estoy con Dios por lo que ha hecho en mi
vida. Puede que según los estándares de muchos no cumpla
con los requisitos para ser exitosa, sin embargo, leí en una
ocasión que el éxito es determinado por nuestra obediencia
a Dios sin importarnos lucir mal o como perdedores ante los
demás. Esto ministró en gran manera a mi vida, ya que, sin
importar lo que otros digan, realizar la encomienda que Él ha
puesto en mis manos siempre será mi motivación principal y
mi mayor éxito.
Igualmente, quiero expresar mi agradecimiento hacia ti,
lector, por haberme honrado con la oportunidad de compartir
contigo parte de mi experiencia, y todas las que faltan.
Espero que el Espíritu Santo te ayude a abrir tu corazón,
confiar cada día más en Jesucristo y a cumplir con tu
misión.
Me gustaría dejarte con las palabras del apóstol Pablo en
Romanos 15:13, que dice: “Que Dios, quien nos da
seguridad, los llene de alegría. Que les dé la paz que trae
el confiar en él. Y que, por el poder del Espíritu Santo, los
llene de esperanza”. Amén.
Para reflexionar...
¿En qué momentos de tu vida has visto la mano
de Dios obrando a tu favor y el de tu familia?
¿Estás dispuesto a cumplir con la tarea que te
asignó, compartiendo tu vivencia con otros?
Amado Señor:
Creo y confieso que sólo tú eres mi Dios.
Agradezco el sacrificio hecho por Jesús para
darme una vida plena en Él. Sabiendo que no se
trata de lo que yo pueda hacer, sino de la obra
maravillosa que has realizado en mi vida, me
comprometo a cumplir la misión de testificar mi
experiencia y propagar la Buena Noticia de
Salvación.
En el nombre de Jesús, amén.
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Sobre la Autora

Cynthia Montes Rivera


Reside en la actualidad en San Juan, Puerto Rico. Es
soltera y disfruta aprender a redescubrir la vida a través de
la perspectiva de sus sobrinos, Gabriela Michelle y Kelvyn
Antonio. Luego de varios años intentando seguir su propio
camino, decidió aceptar a Cristo e ir tras el llamado que
Dios puso en su corazón. Completó el grado de bachillerato
en Literatura en Inglés en la Universidad de Puerto Rico y
comenzó a cumplir con la misión encomendada.

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