La Senora Dalloway-Woolf Virginia
La Senora Dalloway-Woolf Virginia
La Senora Dalloway-Woolf Virginia
LA SEÑORA DALLOWAY
VIRGINIA WOOLF
PUBLICADO: 1925
TRADUCCIÓN: ELEJANDRÍA
ORIGEN: EN.WIKISOURCE.ORG
CAPÍTULO I
La violenta explosión que hizo saltar a la señora Dalloway y que hizo que
la señorita Pym fuera a la ventana y se disculpara provino de un automóvil
que se había detenido en la acera justo enfrente de la tienda de Mulberry.
Los transeúntes que, por supuesto, se detuvieron y miraron, apenas tuvieron
tiempo de ver un rostro de la mayor importancia contra el tapizado gris pa-
loma, antes de que una mano masculina bajara la persiana y no hubiera
nada que ver excepto un cuadrado de gris paloma.
Sin embargo, los rumores comenzaron a circular de inmediato desde el
centro de Bond Street hasta Oxford Street por un lado, hasta la tienda de
perfumes de Atkinson por el otro, pasando invisible e inaudiblemente,
como una nube, veloz, como un velo sobre las colinas, cayendo de hecho
con algo de la sobriedad y quietud repentina de una nube sobre rostros que
un segundo antes habían estado completamente desordenados. Pero ahora el
misterio los había rozado con su ala; habían escuchado la voz de la autori-
dad; el espíritu de la religión estaba en el aire con sus ojos vendados y sus
labios abiertos. Pero nadie sabía de quién era el rostro que se había visto.
¿Era el del Príncipe de Gales, el de la Reina, el del Primer Ministro? ¿De
quién era el rostro? Nadie lo sabía.
Edgar J. Watkiss, con su rollo de tubería de plomo alrededor de su brazo,
dijo audiblemente, con humor, por supuesto: "El kyar del Primer Ministro".
Septimus Warren Smith, que se encontró incapaz de pasar, lo escuchó.
Septimus Warren Smith, de unos treinta años, de rostro pálido, nariz
aguileña, zapatos marrones y un abrigo raído, con ojos avellana que tenían
esa mirada de aprensión que hace que completos extraños se sientan tam-
bién aprensivos. El mundo había levantado su látigo; ¿dónde descendería?
Todo se había detenido. El latido de los motores de los automóviles sona-
ba como un pulso que tamborileaba irregularmente a través de todo un cuer-
po. El sol se volvió extraordinariamente caliente porque el automóvil se ha-
bía detenido frente a la tienda de Mulberry; las ancianas en la parte superior
de los autobuses abrieron sus sombrillas negras; aquí una verde, aquí una
roja se abrieron con un pequeño chasquido. La señora Dalloway, acercándo-
se a la ventana con los brazos llenos de guisantes de olor, miró hacia afuera
con su carita rosada fruncida en una interrogación. Todos miraban el auto-
móvil. Septimus miraba. Los chicos en bicicletas se desmontaron. El tráfico
se acumuló. Y allí estaba el automóvil, con las persianas bajadas, y sobre
ellas un patrón curioso como un árbol, pensó Septimus, y esta gradual con-
vergencia de todo hacia un centro ante sus ojos, como si algún horror hubie-
ra llegado casi a la superficie y estuviera a punto de estallar en llamas, lo
aterrorizó. El mundo se tambaleaba y vibraba y amenazaba con estallar en
llamas. Soy yo quien está bloqueando el camino, pensó. ¿No lo estaban mi-
rando y señalando; no estaba anclado allí, arraigado en la acera, por un pro-
pósito? ¿Pero para qué propósito?
"Sigamos, Septimus," dijo su esposa, una mujercita, con grandes ojos en
un rostro pálido y puntiagudo; una chica italiana.
Pero la misma Lucrezia no pudo evitar mirar el automóvil y el patrón de
árbol en las persianas. ¿Era la Reina allí—la Reina yendo de compras?
El chófer, que había estado abriendo algo, girando algo, cerrando algo, se
subió al asiento.
"Vamos," dijo Lucrezia.
Pero su marido, ya que llevaban casados cuatro, cinco años ahora, saltó,
se sobresaltó y dijo, "¡Está bien!" con enojo, como si ella lo hubiera
interrumpido.
La gente debía notar; la gente debía ver. La gente, pensó, mirando a la
multitud mirando el automóvil; los ingleses, con sus hijos y sus caballos y
sus ropas, que ella admiraba de alguna manera; pero ahora eran "gente",
porque Septimus había dicho, "Me mataré"; una cosa terrible de decir. ¿Su-
pones que lo habían oído? Ella miró a la multitud. ¡Ayuda, ayuda! quería
gritar a los chicos carniceros y mujeres. ¡Ayuda! Solo el otoño pasado ella y
Septimus habían estado en el malecón envueltos en el mismo abrigo y, Sep-
timus leyendo un periódico en lugar de hablar, ella se lo había arrebatado y
se había reído en la cara del viejo que los vio. ¡Pero el fracaso se oculta!
Debía llevarlo a algún parque.
"Ahora cruzaremos," dijo.
Tenía derecho a su brazo, aunque estuviera sin sensibilidad. Él le daría, a
ella que era tan simple, tan impulsiva, de solo veinticuatro años, sin amigos
en Inglaterra, que había dejado Italia por él, un pedazo de hueso.
El automóvil con sus persianas bajadas y un aire de reserva inescrutable
procedió hacia Piccadilly, todavía mirado, todavía alborotando las caras a
ambos lados de la calle con el mismo aliento oscuro de veneración ya fuera
por la Reina, el Príncipe o el Primer Ministro nadie sabía. El rostro mismo
solo había sido visto una vez por tres personas durante unos segundos. In-
cluso el sexo estaba ahora en disputa. Pero no cabía duda de que la grande-
za estaba sentada dentro; la grandeza pasaba, oculta, por Bond Street, remo-
vida solo por un palmo de las personas comunes que ahora podrían, por pri-
mera y última vez, estar a una distancia de hablar con la majestad de Ingla-
terra, del símbolo perdurable del estado que será conocido por los curiosos
anticuarios, tamizando las ruinas del tiempo, cuando Londres sea un sende-
ro cubierto de hierba y todos los que se apresuran por la acera esta mañana
de miércoles no sean más que huesos con unos pocos anillos de boda mez-
clados en su polvo y las obturaciones doradas de innumerables dientes ca-
riados. Entonces se conocerá el rostro en el automóvil.
Probablemente sea la Reina, pensó la señora Dalloway, saliendo de Mul-
berry's con sus flores; la Reina. Y por un segundo tuvo un aire de extrema
dignidad de pie junto a la floristería bajo la luz del sol mientras el automóvil
pasaba a paso de pie, con sus persianas bajadas. La Reina yendo a algún
hospital; la Reina inaugurando alguna feria, pensó Clarissa.
La multitud era terrible para la hora del día. Lords, Ascot, Hurlingham,
¿qué era? se preguntaba, porque la calle estaba bloqueada. Las clases me-
dias británicas sentadas de lado en los autobuses con paquetes y paraguas,
sí, incluso pieles en un día como este, pensó, eran más ridículas, más dife-
rentes a cualquier cosa que hubiera existido de lo que se podía concebir; y
la misma Reina detenida; la misma Reina incapaz de pasar. Clarissa estaba
suspendida en un lado de Brook Street; Sir John Buckhurst, el viejo juez en
el otro, con el automóvil entre ellos (Sir John había dictado la ley durante
años y le gustaba una mujer bien vestida) cuando el chófer, inclinándose
apenas, dijo o mostró algo al policía, quien saludó y levantó el brazo e incli-
nó la cabeza y movió el autobús a un lado y el automóvil pasó. Lentamente
y muy silenciosamente siguió su camino.
Clarissa adivinó; Clarissa sabía, por supuesto; había visto algo blanco,
mágico, circular, en la mano del lacayo, un disco inscrito con un nombre,—
¿el de la Reina, el del Príncipe de Gales, el del Primer Ministro?—que, por
fuerza de su propio resplandor, se abrió camino (Clarissa vio el automóvil
disminuyendo, desapareciendo), para brillar entre candelabros, estrellas bri-
llantes, pechos rígidos con hojas de roble, Hugh Whitbread y todos sus co-
legas, los caballeros de Inglaterra, esa noche en el Palacio de Buckingham.
Y Clarissa también daba una fiesta. Se endureció un poco; así se pararía en
lo alto de su escalera.
El automóvil se había ido, pero había dejado una leve ondulación que flu-
yó a través de las tiendas de guantes y sombreros y sastrerías a ambos lados
de Bond Street. Durante treinta segundos todas las cabezas se inclinaron en
la misma dirección—hacia la ventana. Eligiendo un par de guantes—¿debe-
rían ser hasta el codo o por encima de él, limón o gris pálido?—las señoras
se detuvieron; cuando se terminó la frase algo había sucedido. Algo tan in-
significante en casos individuales que ningún instrumento matemático, aun-
que capaz de transmitir choques en China, podría registrar la vibración; sin
embargo, en su plenitud, bastante formidable y en su atractivo común emo-
cional; porque en todas las tiendas de sombreros y sastrerías los desconoci-
dos se miraban y pensaban en los muertos; en la bandera; en el Imperio. En
una taberna en una calle trasera un colono insultó a la Casa de Windsor, lo
que llevó a palabras, vasos de cerveza rotos y una pelea general, que resonó
extrañamente al otro lado de la calle en los oídos de las chicas que compra-
ban ropa interior blanca adornada con cintas blancas puras para sus bodas.
Porque la agitación superficial del automóvil que pasaba, al hundirse, roza-
ba algo muy profundo.
Deslizándose por Piccadilly, el automóvil giró hacia St. James's Street.
Hombres altos, hombres de físico robusto, hombres bien vestidos con sus
frac y sus chalecos blancos y su cabello peinado hacia atrás que, por razo-
nes difíciles de discriminar, estaban parados en la ventana de proa de
Brooks con las manos detrás de las colas de sus abrigos, mirando hacia
afuera, percibieron instintivamente que la grandeza estaba pasando, y la luz
pálida de la presencia inmortal cayó sobre ellos como había caído sobre
Clarissa Dalloway. Inmediatamente se pararon aún más rectos, y removie-
ron sus manos, y parecían listos para asistir a su Soberano, si fuera necesa-
rio, hasta la boca del cañón, como sus antepasados lo habían hecho antes
que ellos. Los bustos blancos y las pequeñas mesas al fondo cubiertas con
ejemplares del Tatler y sifones de soda parecían aprobar; parecían indicar el
trigo maduro y las casas solariegas de Inglaterra; y devolver el frágil zumbi-
do de las ruedas del motor como los muros de una galería de susurros de-
vuelven una sola voz expandida y hecha sonora por la fuerza de toda una
catedral. Shawled Moll Pratt con sus flores en la acera deseaba lo mejor al
querido chico (era el Príncipe de Gales sin duda) y habría arrojado el precio
de una jarra de cerveza—un ramo de rosas—a St. James's Street por pura
alegría y desprecio de la pobreza si no hubiera visto el ojo del policía sobre
ella, desalentando la lealtad de una anciana irlandesa. Los centinelas en St.
James's saludaron; el policía de la Reina Alexandra aprobó.
Mientras tanto, una pequeña multitud se había reunido en las puertas del
Palacio de Buckingham. Apáticamente, pero con confianza, todas personas
pobres, esperaban; miraban el Palacio mismo con la bandera ondeando; a
Victoria, ondeando en su montículo, admiraban sus estantes de agua co-
rriente, sus geranios; distinguían entre los automóviles en el Mall primero
este, luego aquel; otorgaban emoción, en vano, a plebeyos que salían a pa-
sear; recordaban su tributo para mantenerlo sin gastar mientras este automó-
vil pasaba y aquel; y todo el tiempo dejaban que el rumor se acumulara en
sus venas y emocionara los nervios en sus muslos al pensar en la realeza
mirándolos; la Reina saludando; el Príncipe saludando; al pensar en la vida
celestial divinamente otorgada a los reyes; en los caballerizos y las profun-
das reverencias; en la vieja casa de muñecas de la Reina; en la princesa Ma-
ría casada con un inglés, y el Príncipe—¡ah! ¡el Príncipe! quien se parecía
mucho, decían, al viejo Rey Eduardo, pero era mucho más delgado. El Prín-
cipe vivía en St. James's; pero podría venir por la mañana a visitar a su
madre.
Eso dijo Sarah Bletchley con su bebé en brazos, moviendo el pie hacia
arriba y hacia abajo como si estuviera junto a su propia chimenea en Pimli-
co, pero manteniendo sus ojos en el Mall, mientras Emily Coates recorría
las ventanas del Palacio y pensaba en las criadas, las innumerables criadas,
los dormitorios, los innumerables dormitorios. Unidos por un caballero ma-
yor con un terrier de Aberdeen, por hombres sin ocupación, la multitud au-
mentó. El pequeño señor Bowley, que tenía habitaciones en el Albany y es-
taba sellado con cera sobre las fuentes más profundas de la vida pero podía
ser desellado de repente, inapropiadamente, sentimentalmente, por este tipo
de cosas—pobres mujeres esperando ver pasar a la Reina—pobres mujeres,
lindos niños, huérfanos, viudas, la guerra—tut-tut—tenía de hecho lágrimas
en los ojos. Una brisa que ondeaba cálidamente por el Mall a través de los
árboles delgados, pasando por los héroes de bronce, levantó una bandera
que volaba en el pecho británico del señor Bowley y levantó su sombrero
cuando el automóvil giró hacia el Mall y lo sostuvo alto mientras el auto-
móvil se acercaba; y dejó que las pobres madres de Pimlico se acercaran a
él, y se paró muy erguido. El automóvil se acercaba.
De repente, la señora Coates miró al cielo. El sonido de un avión taladra-
ba ominosamente los oídos de la multitud. Allí estaba viniendo sobre los
árboles, soltando humo blanco por detrás, que se enroscaba y retorcía, ¡real-
mente escribiendo algo! ¡haciendo letras en el cielo! Todos miraron hacia
arriba.
Descendiendo en picada el avión se elevó directamente, se curvó en un
lazo, corrió, descendió, subió, y lo que sea que hiciera, donde sea que fuera,
una gruesa barra de humo blanco salía ondulante detrás de él que se enros-
caba y giraba en el cielo en letras. Pero, ¿qué letras? ¿Una C era? ¿Una E,
luego una L? Solo por un momento permanecieron quietas; luego se movie-
ron y se desvanecieron y se borraron en el cielo, y el avión se disparó más
lejos y nuevamente, en un espacio nuevo del cielo, comenzó a escribir una
K, una E, ¿quizás una Y?
"Glaxo," dijo la señora Coates con una voz tensa y asombrada, mirando
directamente hacia arriba, y su bebé, rígido y blanco en sus brazos, miraba
directamente hacia arriba.
"Kreemo," murmuró la señora Bletchley, como una sonámbula. Con el
sombrero sostenido perfectamente inmóvil en su mano, el señor Bowley mi-
raba directamente hacia arriba. A lo largo del Mall la gente estaba de pie y
mirando hacia el cielo. Mientras miraban, todo el mundo se volvió perfecta-
mente silencioso, y una bandada de gaviotas cruzó el cielo, primero una ga-
viota liderando, luego otra, y en este extraordinario silencio y paz, en esta
palidez, en esta pureza, las campanas dieron las once, el sonido desvane-
ciéndose allá arriba entre las gaviotas.
El avión giró y corrió y se lanzó exactamente donde le gustaba, rápida-
mente, libremente, como un patinador—
"Eso es una E," dijo la señora Bletchley—o un bailarín—
"Es caramelo," murmuró el señor Bowley—(y el automóvil entró por las
puertas y nadie lo miró), y apagando el humo, se precipitó lejos y lejos, y el
humo se desvaneció y se reunió alrededor de las amplias formas blancas de
las nubes.
Se había ido; estaba detrás de las nubes. No había sonido. Las nubes a las
que las letras E, G o L se habían adherido se movían libremente, como si
estuvieran destinadas a cruzar de oeste a este en una misión de la mayor im-
portancia que nunca se revelaría, y sin embargo ciertamente así era—una
misión de la mayor importancia. Entonces de repente, como un tren que
sale de un túnel, el avión salió de las nubes de nuevo, el sonido taladrando
los oídos de todas las personas en el Mall, en el Green Park, en Piccadilly,
en Regent Street, en Regent's Park, y la barra de humo se curvó detrás y
descendió, y se elevó y escribió una letra tras otra—pero ¿qué palabra esta-
ba escribiendo?
Lucrezia Warren Smith, sentada al lado de su marido en un banco en Re-
gent's Park en el Broad Walk, miró hacia arriba.
"Mira, mira, Septimus!" gritó. Porque el Dr. Holmes le había dicho que
hiciera que su marido (que no tenía nada grave en absoluto, solo estaba un
poco indispuesto) se interesara en cosas fuera de sí mismo.
Así que, pensó Septimus, mirando hacia arriba, me están señalando. No
precisamente en palabras reales; es decir, aún no podía leer el idioma; pero
era bastante claro, esta belleza, esta belleza exquisita, y las lágrimas llena-
ron sus ojos mientras miraba las palabras de humo languideciendo y desva-
neciéndose en el cielo y otorgándole en su caridad inagotable y bondad ri-
sueña una forma tras otra de belleza inimaginable y señalando su intención
de proporcionarle, sin costo alguno, para siempre, solo por mirar, belleza,
¡más belleza! Las lágrimas corrían por sus mejillas.
Era caramelo; estaban anunciando caramelo, una niñera le dijo a Rezia.
Juntas comenzaron a deletrear t … o … f …
"K … R …" dijo la niñera, y Septimus la escuchó decir "Kay Arr" cerca
de su oído, profunda, suavemente, como un órgano melódico, pero con una
aspereza en su voz como la de un saltamontes, que le raspó la columna deli-
ciosamente y envió olas de sonido corriendo hacia su cerebro que, al concu-
sionarse, se rompieron. Un descubrimiento maravilloso de hecho—que la
voz humana en ciertas condiciones atmosféricas (porque uno debe ser cien-
tífico, sobre todo científico) ¡puede hacer que los árboles cobren vida! Fe-
lizmente Rezia puso su mano con un tremendo peso sobre su rodilla para
que estuviera sujeto, inmóvil, o la emoción de los olmos subiendo y bajan-
do, subiendo y bajando con todas sus hojas encendidas y el color aclarando
y espesando de azul a verde de una ola hueca, como plumas en las cabezas
de los caballos, plumas en las de las damas, tan orgullosamente subían y ba-
jaban, tan magníficamente, lo habría vuelto loco. Pero no se volvería loco.
Cerraría los ojos; no vería más.
Pero lo llamaban; las hojas estaban vivas; los árboles estaban vivos. Y las
hojas, conectadas por millones de fibras con su propio cuerpo, allí en el
asiento, lo avivaban de arriba a abajo; cuando la rama se estiraba, él tam-
bién hacía esa declaración. Los gorriones revoloteando, subiendo y bajando
en fuentes irregulares eran parte del patrón; las ramas blancas y azules, ra-
yadas de negro. Los sonidos hacían armonías con premeditación; los espa-
cios entre ellos eran tan significativos como los sonidos. Un niño lloró. Jus-
tamente lejos sonó una bocina. Todo junto significaba el nacimiento de una
nueva religión—
"¡Septimus!" dijo Rezia. Él se sobresaltó violentamente. La gente debía
notar.
"Voy a caminar hasta la fuente y volver," dijo ella.
Porque ya no podía soportarlo más. El Dr. Holmes podría decir que no
había nada de qué preocuparse. ¡Preferiría mucho más que él estuviera
muerto! No podía sentarse a su lado cuando él miraba así y no la veía y ha-
cía que todo fuera terrible; el cielo y los árboles, los niños jugando, arras-
trando carritos, soplando silbatos, cayendo; todo era terrible. Y él no se ma-
taría; y ella no podía decírselo a nadie. "Septimus ha estado trabajando de-
masiado"—eso era todo lo que podía decirle a su propia madre. Amar hace
que uno se sienta solitario, pensó. No podía decírselo a nadie, ni siquiera a
Septimus ahora, y al mirar atrás, lo vio sentado con su abrigo raído solo, en
el banco, encorvado, mirando fijamente. Y era cobarde que un hombre dije-
ra que se mataría, pero Septimus había luchado; era valiente; ya no era Sep-
timus. Se puso el cuello de encaje. Se puso su sombrero nuevo y él nunca lo
notó; y él era feliz sin ella. ¡Nada podría hacerla feliz sin él! ¡Nada! Era
egoísta. Así son los hombres. Porque no estaba enfermo. El Dr. Holmes dijo
que no había nada de qué preocuparse. Ella extendió la mano frente a ella.
¡Mira! Su anillo de bodas se deslizaba—había adelgazado tanto. Era ella
quien sufría—pero no tenía a nadie a quien decírselo.
Lejos quedaba Italia y las casas blancas y la habitación donde sus herma-
nas hacían sombreros, y las calles llenas de gente cada noche, caminando,
riendo en voz alta, no medio vivos como la gente aquí, acurrucados en sillas
de baño, mirando algunas feas flores metidas en macetas.
"Porque deberías ver los jardines de Milán," dijo en voz alta. Pero ¿a
quién?
No había nadie. Sus palabras se desvanecieron. Así es como se desvanece
un cohete. Sus chispas, habiendo rozado su camino en la noche, se rinden a
ella, desciende la oscuridad, vierte sobre los contornos de casas y torres; las
laderas áridas se suavizan y caen. Pero aunque se han ido, la noche está lle-
na de ellas; despojadas de color, sin ventanas, existen más pesadamente,
emiten lo que la luz del día franca no puede transmitir―la inquietud y el
suspense de las cosas conglomeradas allí en la oscuridad; amontonadas jun-
tas en la oscuridad; despojadas del alivio que trae el amanecer cuando, la-
vando las paredes de blanco y gris, salpicando cada panel de ventana, le-
vantando la niebla de los campos, mostrando las vacas rojo-marrón pastan-
do pacíficamente, todo vuelve a estar decorado a la vista; existe de nuevo.
¡Estoy sola; estoy sola! gritó, junto a la fuente en Regent's Park (mirando al
indio y su cruz), como tal vez a medianoche, cuando se pierden todos los
límites, el país vuelve a su forma antigua, como lo vieron los romanos,
acostado nublado, cuando desembarcaron, y las colinas no tenían nombres y
los ríos serpenteaban sin saber adónde―tal era su oscuridad; cuando de re-
pente, como si un estante se disparara y ella se parara en él, dijo cómo ella
era su esposa, casada hace años en Milán, su esposa, ¡y nunca, nunca diría
que él estaba loco! Girando, el estante cayó; abajo, abajo ella cayó. Porque
él se había ido, pensó—ido, como había amenazado, para matarse—a arro-
jarse bajo un carro! Pero no; allí estaba; aún sentado solo en el banco, con
su abrigo raído, las piernas cruzadas, mirando fijamente, hablando en voz
alta.
Los hombres no deben talar árboles. Hay un Dios. (Notaba tales revela-
ciones en la parte trasera de sobres.) Cambia el mundo. Nadie mata por
odio. Hazlo saber (lo escribió). Esperó. Escuchó. Un gorrión posado en la
barandilla de enfrente piaba Septimus, Septimus, cuatro o cinco veces y
continuó, alargando sus notas, para cantar fresca y penetrantemente en pala-
bras griegas cómo no hay crimen y, unido por otro gorrión, cantaban con
voces prolongadas y penetrantes en palabras griegas, desde los árboles en el
prado de la vida más allá de un río donde los muertos caminan, cómo no
hay muerte.
Allí estaba su mano; allí los muertos. Las cosas blancas se reunían detrás
de las barandillas de enfrente. Pero no se atrevió a mirar. ¡Evans estaba de-
trás de las barandillas!
"¿Qué estás diciendo?" dijo Rezia de repente, sentándose a su lado.
¡Interrumpido de nuevo! Siempre estaba interrumpiendo.
Lejos de la gente―debían alejarse de la gente, dijo él (saltando), directa-
mente allá, donde había sillas bajo un árbol y la larga pendiente del parque
descendía como una longitud de tela verde con un techo de humo azul y
rosa muy alto arriba, y había una muralla de casas irregulares lejanas en-
vueltas en humo, el tráfico zumbaba en un círculo, y a la derecha, animales
de color pardo estiraban largos cuellos sobre las empalizadas del Zoológico,
ladrando, aullando. Allí se sentaron bajo un árbol.
"Mira," le imploró, señalando a un pequeño grupo de chicos llevando es-
tacas de cricket, y uno se arrastraba, giraba sobre su talón y se arrastraba,
como si estuviera actuando de payaso en el music hall.
"Mira," le imploró, porque el Dr. Holmes le había dicho que lo hiciera
notar cosas reales, ir a un music hall, jugar al cricket―ese era el mismo jue-
go, dijo el Dr. Holmes, un buen juego al aire libre, el mismo juego para su
marido.
"Mira," repitió.
Mira le ordenó el invisible, la voz que ahora se comunicaba con él que
era el más grande de la humanidad, Septimus, recientemente llevado de la
vida a la muerte, el Señor que había venido a renovar la sociedad, que yacía
como un cobertor, una manta de nieve golpeada solo por el sol, para siem-
pre intacta, sufriendo para siempre, el chivo expiatorio, el eterno sufridor,
pero no lo quería, gimió, alejando de él con un gesto de su mano ese sufri-
miento eterno, esa soledad eterna.
"Mira," repitió ella, porque él no debía hablar en voz alta consigo mismo
al aire libre.
"Oh mira," le imploró. Pero ¿qué había que mirar? Unos pocos ovejas.
Eso era todo.
El camino a la estación del metro de Regent's Park—¿podrían decirle el
camino a la estación del metro de Regent's Park—quería saber Maisie John-
son. Solo había llegado de Edimburgo hace dos días.
"No por aquí—¡por allí!" exclamó Rezia, apartándola, para que no viera
a Septimus.
Ambos parecían raros, pensó Maisie Johnson. Todo parecía muy raro. En
Londres por primera vez, venía a tomar un puesto en casa de su tío en Lea-
denhall Street, y ahora caminando por Regent's Park por la mañana, esta pa-
reja en las sillas le dio un gran susto; la joven parecía extranjera, el hombre
parecía raro; de modo que si ella fuera muy vieja aún recordaría y lo haría
resonar de nuevo entre sus recuerdos cómo había caminado por Regent's
Park en una hermosa mañana de verano hace cincuenta años. Porque solo
tenía diecinueve años y finalmente había logrado venir a Londres; y ahora
qué raro era, esta pareja a la que había preguntado el camino, y la chica se
sobresaltó y sacudió la mano, y el hombre―parecía terriblemente extraño;
discutiendo, tal vez; separándose para siempre, tal vez; algo estaba pasando,
lo sabía; y ahora toda esta gente (porque regresó al Broad Walk), las fuentes
de piedra, las flores primorosas, los viejos y las viejas, la mayoría inválidos
en sillas de baño—todos parecían, después de Edimburgo, tan extraños. Y
Maisie Johnson, mientras se unía a esa compañía que caminaba suavemen-
te, mirando vagamente, besada por la brisa—ardillas posándose y acicalán-
dose, fuentes de gorriones revoloteando por migas, perros ocupados con las
barandillas, ocupados entre ellos, mientras el aire suave y cálido los lavaba
y prestaba a la mirada fija y sorprendida con la que recibían la vida algo ca-
prichoso y suavizado—Maisie Johnson sentía positivamente que debía gri-
tar ¡Oh! (porque ese joven en el banco le había dado un gran susto. Algo
estaba pasando, lo sabía.)
¡Horror! ¡Horror! quería gritar. (Había dejado a su gente; le habían adver-
tido lo que sucedería.)
¿Por qué no se quedó en casa? gritó, girando la perilla de la barandilla de
hierro.
Esa chica, pensó la señora Dempster (que guardaba costras para las ardi-
llas y a menudo almorzaba en Regent's Park), no sabe nada todavía; y real-
mente le parecía mejor ser un poco robusta, un poco floja, un poco modera-
da en las expectativas de uno. Percy bebía. Bueno, mejor tener un hijo, pen-
só la señora Dempster. Había tenido una vida difícil, y no pudo evitar son-
reír ante una chica así. Te casarás, porque eres lo suficientemente bonita,
pensó la señora Dempster. Cásate, pensó, y entonces sabrás. Oh, las cocine-
ras, y demás. Cada hombre tiene sus maneras. Pero si hubiera elegido así si
hubiera podido saber, pensó la señora Dempster, y no pudo evitar desear su-
surrar una palabra a Maisie Johnson; sentir en la arrugada bolsa de su des-
gastado rostro el beso de compasión. Porque ha sido una vida difícil, pensó
la señora Dempster. ¿Qué no le había dado? Rosas; figura; sus pies también.
(Se dibujó los bultos nudosos bajo su falda.)
Rosas, pensó sardónicamente. Todo basura, querida. Porque realmente,
entre comer, beber y aparearse, los días malos y buenos, la vida no había
sido solo una cuestión de rosas, y lo que es más, déjame decirte, ¡Carrie
Dempster no tenía deseo de cambiar su suerte con ninguna mujer en Ken-
tish Town! Pero, imploró, compasión. Compasión, por la pérdida de rosas.
Compasión le pidió a Maisie Johnson, de pie junto a los parterres de
jacintos.
Ah, pero ese avión! ¿No había deseado siempre la señora Dempster ver
lugares extranjeros? Tenía un sobrino, un misionero. Subía y disparaba.
Siempre iba al mar en Margate, no fuera de la vista de la tierra, pero no te-
nía paciencia con las mujeres que temían al agua. Barría y caía. Su estóma-
go estaba en su boca. Arriba de nuevo. Hay un buen joven a bordo, aposta-
ba la señora Dempster, y lejos y lejos se fue, rápido y desvaneciéndose, le-
jos y lejos el avión disparó; sobrevolando Greenwich y todos los mástiles;
sobre la pequeña isla de iglesias grises, St. Paul's y el resto hasta que, a am-
bos lados de Londres, se extendieron campos y bosques marrones oscuros
donde zorzales atrevidos saltando audazmente, mirando rápidamente, atra-
paban el caracol y lo golpeaban contra una piedra, una, dos, tres veces.
Lejos y lejos el avión disparó, hasta que no era más que una chispa bri-
llante; una aspiración; una concentración; un símbolo (así le parecía al se-
ñor Bentley, rodando vigorosamente su tira de césped en Greenwich) del
alma del hombre; de su determinación, pensó el señor Bentley, barriendo
alrededor del cedro, de salir de su cuerpo, más allá de su casa, por medio
del pensamiento, Einstein, especulación, matemáticas, la teoría Mendeliana
—lejos el avión disparó.
Entonces, mientras un hombre de aspecto desaliñado e indescriptible que
llevaba un bolso de cuero estaba en los escalones de la Catedral de St. Paul,
y vacilaba, porque dentro había qué bálsamo, qué gran bienvenida, cuántas
tumbas con banderas ondeando sobre ellas, signos de victorias no sobre
ejércitos, sino sobre, pensó, ese maldito espíritu de búsqueda de la verdad
que me deja actualmente sin una situación, y más que eso, la catedral ofrece
compañía, pensó, te invita a ser miembro de una sociedad; grandes hombres
pertenecen a ella; mártires han muerto por ella; ¿por qué no entrar, pensó,
poner este bolso de cuero lleno de folletos ante un altar, una cruz, el símbo-
lo de algo que ha ascendido más allá de la búsqueda y la búsqueda y el gol-
peteo de palabras juntas y se ha convertido en todo espíritu, incorpóreo,
fantasmal—¿por qué no entrar? pensó, y mientras vacilaba, el avión salió
volando sobre Ludgate Circus.
Era extraño; estaba quieto. No se oía ningún sonido por encima del tráfi-
co. Sin guía parecía; acelerado por su propia voluntad. Y ahora, curvándose
hacia arriba y hacia arriba, directamente hacia arriba, como algo que se ele-
va en éxtasis, en puro deleite, desde atrás salía humo blanco que se ondula-
ba, escribiendo una T, una O, una F.
CAPÍTULO III
Eran exactamente las doce; las doce del Big Ben; cuyo golpe se desvane-
cía sobre la parte norte de Londres; se mezclaba con el de otros relojes, se
mezclaba de manera etérea con las nubes y las volutas de humo, y moría
allá arriba entre las gaviotas—dieron las doce cuando Clarissa Dalloway
puso su vestido verde sobre la cama y los Warren Smith caminaron por Har-
ley Street. Las doce era la hora de su cita. Probablemente, pensó Rezia, esa
era la casa de Sir William Bradshaw con el coche gris frente a ella. Los
círculos de plomo se disolvieron en el aire.
En efecto, era el coche de Sir William Bradshaw; bajo, poderoso, gris con
iniciales simples entrelazadas en el panel, como si las pompas de la heráldi-
ca fueran incongruentes, este hombre siendo el ayudante fantasmal, el sa-
cerdote de la ciencia; y, así como el coche era gris, para igualar su sobria
suavidad, pieles grises, alfombras plateadas estaban amontonadas en él,
para mantener a su señoría caliente mientras esperaba. Porque a menudo Sir
William viajaba sesenta millas o más al campo para visitar a los ricos, los
afligidos, que podían permitirse la tarifa muy alta que Sir William cobraba
muy propiamente por su consejo. Su señoría esperaba con las alfombras so-
bre sus rodillas una hora o más, recostada, pensando a veces en el paciente,
a veces, disculpablemente, en la muralla de oro, aumentando minuto a mi-
nuto mientras esperaba; la muralla de oro que se elevaba entre ellos y todas
las penurias y ansiedades (las había soportado valientemente; habían tenido
sus luchas) hasta que se sentía enclavada en un océano tranquilo, donde
solo soplan vientos de especias; respetada, admirada, envidiada, con casi
nada más que desear, aunque lamentaba su corpulencia; grandes cenas todos
los jueves por la noche para la profesión; una bazar ocasional para inaugu-
rar; saludar a la realeza; demasiado poco tiempo, lamentablemente, con su
esposo, cuyo trabajo crecía y crecía; un hijo que iba bien en Eton; también
le hubiera gustado tener una hija; sin embargo, tenía intereses en abundan-
cia; el bienestar infantil; el cuidado posterior de los epilépticos, y la fotogra-
fía, de modo que si había una iglesia en construcción, o una iglesia en deca-
dencia, sobornaba al sacristán, conseguía la llave y tomaba fotografías, que
apenas podían distinguirse del trabajo de profesionales, mientras esperaba.
Sir William ya no era joven. Había trabajado muy duro; había ganado su
posición por pura habilidad (siendo el hijo de un tendero); amaba su profe-
sión; hacía una figura excelente en las ceremonias y hablaba bien—todo lo
cual para cuando fue nombrado caballero le había dado un aspecto pesado,
un aspecto cansado (la corriente de pacientes siendo tan incesante, las res-
ponsabilidades y privilegios de su profesión tan onerosos), que junto con
sus cabellos grises aumentaban la extraordinaria distinción de su presencia
y le daban la reputación (de la mayor importancia en el tratamiento de casos
nerviosos) no solo de habilidad relámpago y casi infalible precisión en el
diagnóstico, sino también de simpatía; tacto; comprensión del alma huma-
na. Podía ver en el primer momento que entraban en la habitación (los Wa-
rren Smith se llamaban); estaba seguro de inmediato cuando vio al hombre;
era un caso de extrema gravedad. Era un caso de colapso completo—colap-
so físico y nervioso completo, con cada síntoma en una etapa avanzada, de-
terminó en dos o tres minutos (escribiendo respuestas a preguntas, murmu-
radas discretamente, en una tarjeta rosa).
¿Cuánto tiempo llevaba el Dr. Holmes atendiéndolo?
Seis semanas.
¿Recetó un poco de bromuro? ¿Dijo que no había nada malo? Ah, sí
(¡esos médicos generales! pensó Sir William. Le tomaba la mitad de su
tiempo deshacer sus errores. Algunos eran irreparables).
"¿Serviste con gran distinción en la guerra?"
El paciente repitió la palabra "guerra" interrogativamente.
Estaba atribuyendo significados a palabras de tipo simbólico. Un síntoma
grave, a anotar en la tarjeta.
"¿La guerra?" preguntó el paciente. ¿La Guerra Europea—ese pequeño
lío de colegiales con pólvora? ¿Había servido con distinción? Realmente lo
había olvidado. En la propia guerra había fracasado.
"Sí, sirvió con la mayor distinción," aseguró Rezia al doctor; "fue
ascendido."
"¿Y tienen la más alta opinión de ti en tu oficina?" murmuró Sir William,
echando un vistazo a la carta muy generosamente redactada del Sr. Brewer.
"Así que no tienes nada de qué preocuparte, ninguna ansiedad financiera,
nada?"
Había cometido un crimen espantoso y había sido condenado a muerte
por la naturaleza humana.
"He, he," comenzó, "cometido un crimen—"
"No ha hecho nada malo en absoluto," aseguró Rezia al doctor. Si el Sr.
Smith esperara, dijo Sir William, hablaría con la Sra. Smith en la otra habi-
tación. Su esposo estaba muy enfermo, dijo Sir William. ¿Amenazaba con
matarse?
Oh, lo hizo, gritó ella. Pero no lo decía en serio, dijo. Por supuesto que
no. Era simplemente una cuestión de descanso, dijo Sir William; de descan-
so, descanso, descanso; un largo descanso en cama. Había un hogar encan-
tador en el campo donde su esposo sería perfectamente atendido. ¿Lejos de
ella? preguntó ella. Lamentablemente, sí; las personas que más nos impor-
tan no son buenas para nosotros cuando estamos enfermos. Pero no estaba
loco, ¿verdad? Sir William dijo que nunca hablaba de "locura"; lo llamaba
no tener sentido de la proporción. Pero a su esposo no le gustaban los médi-
cos. Se negaría a ir allí. Breve y amablemente Sir William le explicó el esta-
do del caso. Había amenazado con matarse. No había alternativa. Era una
cuestión de ley. Se quedaría en cama en una hermosa casa en el campo. Las
enfermeras eran admirables. Sir William lo visitaría una vez a la semana. Si
la Sra. Warren Smith estaba segura de que no tenía más preguntas que hacer
—nunca apuraba a sus pacientes—volverían con su esposo. Ella no tenía
más que preguntar—no a Sir William.
Así que volvieron al más exaltado de la humanidad; el criminal que en-
frentaba a sus jueces; la víctima expuesta en las alturas; el fugitivo; el mari-
nero ahogado; el poeta de la oda inmortal; el Señor que había pasado de la
vida a la muerte; a Septimus Warren Smith, que estaba sentado en el sillón
bajo el tragaluz mirando una fotografía de Lady Bradshaw en traje de corte,
murmurando mensajes sobre la belleza.
"Hemos tenido nuestra pequeña charla," dijo Sir William.
"Dijo que estás muy, muy enfermo," lloró Rezia.
"Hemos estado arreglando que vayas a un hogar," dijo Sir William.
"¿Uno de los hogares de Holmes?" se burló Septimus.
El individuo causó una impresión desagradable. Porque había en Sir Wi-
lliam, cuyo padre había sido un comerciante, un respeto natural por la crian-
za y la vestimenta, que la pobreza irritaba; nuevamente, más profundamen-
te, había en Sir William, que nunca había tenido tiempo para leer, un rencor,
profundamente enterrado, contra las personas cultivadas que entraban en su
habitación e insinuaban que los médicos, cuya profesión es una constante
tensión sobre todas las facultades más altas, no son hombres educados.
"Uno de mis hogares, Sr. Warren Smith," dijo, "donde le enseñaremos a
descansar."
Y había solo una cosa más. Estaba completamente seguro de que cuando
el Sr. Warren Smith estuviera bien, sería el último hombre en el mundo en
asustar a su esposa. Pero había hablado de suicidarse.
"Todos tenemos nuestros momentos de depresión," dijo Sir William.
Una vez que caes, se repetía Septimus, la naturaleza humana está sobre ti.
Holmes y Bradshaw están sobre ti. Recorren el desierto. Vuelan gritando
hacia el desierto. Se aplican el potro y el tornillo. La naturaleza humana es
implacable.
"¿Impulsos lo asaltan a veces?" preguntó Sir William, con su lápiz sobre
una tarjeta rosa.
Eso era asunto suyo, dijo Septimus.
"Nadie vive para sí mismo solo," dijo Sir William, mirando la fotografía
de su esposa en traje de corte.
"Y tienes una carrera brillante por delante," dijo Sir William. Allí estaba
la carta del Sr. Brewer sobre la mesa. "Una carrera excepcionalmente
brillante."
Pero si confesaba, si comunicaba, ¿lo dejarían libre entonces, sus
torturadores?
"Yo, yo," tartamudeó.
¿Pero cuál era su crimen? No podía recordarlo.
"¿Sí?" lo alentó Sir William. (Pero se estaba haciendo tarde).
Amor, árboles, no hay crimen—¿cuál era su mensaje?
No podía recordarlo.
"Yo, yo," tartamudeó Septimus.
"Trata de pensar lo menos posible en ti mismo," dijo amablemente Sir
William. Realmente, no estaba en condiciones de estar fuera.
¿Había algo más que quisieran preguntarle? Sir William haría todos los
arreglos (le murmuró a Rezia) y le informaría entre las cinco y las seis de
esa tarde, murmuró.
"Confíe todo a mí," dijo, y los despidió.
¡Nunca, nunca había sentido Rezia tal agonía en su vida! ¡Había pedido
ayuda y la habían abandonado! ¡Él les había fallado! Sir William Bradshaw
no era un buen hombre.
El mantenimiento de ese coche solo debe costarle bastante, dijo Septi-
mus, cuando salieron a la calle.
Ella se aferró a su brazo. Los habían abandonado.
Pero ¿qué más quería ella?
A sus pacientes les daba tres cuartos de hora; y si en esta exigente ciencia
que tiene que ver con lo que, después de todo, no sabemos nada sobre—el
sistema nervioso, el cerebro humano—un médico pierde su sentido de la
proporción, como médico fracasa. Salud debemos tener; y la salud es pro-
porción; de modo que cuando un hombre entra en tu habitación y dice que
es Cristo (un delirio común), y tiene un mensaje, como la mayoría de ellos,
y amenaza, como a menudo hacen, con matarse, invocas la proporción; or-
denas descanso en cama; descanso en soledad; silencio y descanso; descan-
so sin amigos, sin libros, sin mensajes; seis meses de descanso; hasta que un
hombre que entró pesando siete piedras seis sale pesando doce.
Proporción, divina proporción, la diosa de Sir William, fue adquirida por
Sir William recorriendo hospitales, pescando salmones, engendrando un
hijo en Harley Street con Lady Bradshaw, quien también pescaba salmones
y tomaba fotografías que apenas se distinguían del trabajo de profesionales.
Adorando la proporción, Sir William no solo prosperó él mismo sino que
hizo prosperar a Inglaterra, aisló a sus lunáticos, prohibió el parto, penalizó
la desesperación, hizo imposible que los no aptos propagaran sus puntos de
vista hasta que ellos también compartieran su sentido de la proporción—el
suyo si eran hombres, el de Lady Bradshaw si eran mujeres (ella bordaba,
tejía, pasaba cuatro noches de cada siete en casa con su hijo), de modo que
no solo sus colegas lo respetaban, sus subordinados le temían, sino que los
amigos y parientes de sus pacientes sentían por él la más aguda gratitud por
insistir en que estos Cristos y Cristas proféticos, que profetizaban el fin del
mundo, o la llegada de Dios, bebieran leche en cama, como ordenaba Sir
William; Sir William con sus treinta años de experiencia en estos tipos de
casos, y su instinto infalible, esto es locura, esto sentido; de hecho, su senti-
do de la proporción.
Pero la Proporción tiene una hermana, menos sonriente, más formidable,
una Diosa que incluso ahora se dedica—en el calor y las arenas de la India,
el barro y el pantano de África, los barrios bajos de Londres, donde en resu-
men el clima o el diablo tientan a los hombres a apartarse de la verdadera
creencia que es la suya—se dedica a derribar santuarios, destruir ídolos, y
establecer en su lugar su propio semblante severo. Conversión es su nombre
y se deleita en las voluntades de los débiles, amando impresionar, imponer,
adorando sus propias características estampadas en el rostro de la pobla-
ción. En Hyde Park Corner sobre un barril ella predica; se envuelve en
blanco y camina penitentemente disfrazada como amor fraternal por fábri-
cas y parlamentos; ofrece ayuda, pero desea poder; golpea con rudeza a los
disidentes o descontentos; otorga su bendición a aquellos que, mirando ha-
cia arriba, captan sumisamente desde sus ojos la luz de los suyos propios.
Esta señora también (Rezia Warren Smith lo adivinó) tenía su morada en el
corazón de Sir William, aunque oculta, como la mayoría de las veces, bajo
algún disfraz plausible; algún nombre venerable; amor, deber, sacrificio.
¡Cómo trabajaría—cómo se afanaría por recaudar fondos, propagar refor-
mas, iniciar instituciones! Pero la conversión, diosa fastidiosa, ama la san-
gre más que el ladrillo, y se deleita sutilmente en la voluntad humana. Por
ejemplo, Lady Bradshaw. Hace quince años se había hundido. No era nada
que se pudiera señalar; no había habido escena, ni chasquido; solo el lento
hundimiento, empapada, de su voluntad en la suya. Dulce era su sonrisa,
rápida su sumisión; la cena en Harley Street, de ocho o nueve platos, ali-
mentando a diez o quince invitados de las clases profesionales, era suave y
urbana. Solo a medida que avanzaba la noche, una ligera somnolencia, o
incomodidad tal vez, un tic nervioso, tartamudeo, tropezón y confusión in-
dicaban, lo que realmente era doloroso de creer—que la pobre señora men-
tía. Una vez, hace mucho tiempo, había pescado salmones libremente: aho-
ra, rápida para atender el deseo que iluminaba el ojo de su marido tan acei-
tosamente de dominación, de poder, se encogía, apretaba, recortaba, poda-
ba, retrocedía, espiaba a través; de modo que sin saber precisamente qué
hacía que la velada fuera desagradable, y causaba esta presión en la parte
superior de la cabeza (que bien podría atribuirse a la conversación profesio-
nal, o la fatiga de un gran médico cuya vida, decía Lady Bradshaw, "no es
suya sino de sus pacientes") desagradable era: de modo que los invitados,
cuando el reloj marcaba las diez, respiraban el aire de Harley Street incluso
con entusiasmo; alivio que, sin embargo, se les negaba a sus pacientes.
Allí en la habitación gris, con las fotos en la pared y los muebles valio-
sos, bajo el tragaluz de vidrio esmerilado, aprendían el alcance de sus trans-
gresiones; acurrucados en sillones, lo observaban realizar, en su beneficio,
un curioso ejercicio con los brazos, que los lanzaba, traía bruscamente de
vuelta a su cadera, para probar (si el paciente era obstinado) que Sir Wi-
lliam era dueño de sus propias acciones, lo cual el paciente no era. Allí al-
gunos débiles se derrumbaban; sollozaban, se sometían; otros, inspirados
por sabe Dios qué locura intemperante, llamaban a Sir William en su cara
un embustero maldito; cuestionaban, aún más impíamente, la vida misma.
¿Por qué vivir? demandaban. Sir William respondía que la vida era buena.
Ciertamente Lady Bradshaw con plumas de avestruz colgaba sobre la repi-
sa, y en cuanto a su ingreso, era de doce mil libras al año. Pero para noso-
tros, protestaban, la vida no ha dado tal generosidad. Él asentía. Les faltaba
sentido de la proporción. ¿Y tal vez, después de todo, no hay Dios? Él enco-
gía los hombros. En resumen, ¿este vivir o no vivir es un asunto nuestro?
Pero ahí se equivocaban. Sir William tenía un amigo en Surrey donde ense-
ñaban, lo que Sir William admitía francamente que era un arte difícil: un
sentido de la proporción. Había, además, afecto familiar; honor; coraje; y
una carrera brillante. Todos estos tenían en Sir William un campeón resuel-
to. Si le fallaban, tenía que apoyar a la policía y al bien de la sociedad, que,
comentó muy tranquilamente, se encargarían, en Surrey, de que estos im-
pulsos antisociales, generados más que nada por la falta de buena sangre,
fueran controlados. Y luego salió de su escondite y montó su trono esa Dio-
sa cuyo deseo es superar la oposición, estampar indeleblemente en los san-
tuarios de otros la imagen de sí misma. Desnudo, indefenso, el agotado, el
sin amigos recibía la impronta de la voluntad de Sir William. Se lanzó; de-
voró. Encerraba a la gente. Fue esta combinación de decisión y humanidad
lo que hizo a Sir William tan querido para los parientes de sus víctimas.
Pero Rezia Warren Smith lloraba, caminando por Harley Street, que no le
gustaba ese hombre.
Desmenuzando y rebanando, dividiendo y subdividiendo, los relojes de
Harley Street mordisqueaban el día de junio, aconsejaban sumisión, soste-
nían la autoridad, y señalaban en coro las ventajas supremas de un sentido
de la proporción, hasta que el montón de tiempo se había reducido tanto que
un reloj comercial, suspendido sobre una tienda en Oxford Street, anunció,
de manera amistosa y fraternal, como si fuera un placer para Messrs. Rigby
y Lowndes dar la información gratis, que eran la una y media.
Mirando hacia arriba, parecía que cada letra de sus nombres representaba
una de las horas; subconscientemente uno estaba agradecido a Rigby y
Lowndes por dar la hora ratificada por Greenwich; y esta gratitud (así ru-
miaba Hugh Whitbread, demorándose allí frente al escaparate), naturalmen-
te tomó la forma más tarde de comprar calcetines o zapatos de Rigby y
Lowndes. Así rumiaba. Era su hábito. No profundizaba. Rozaba las superfi-
cies; las lenguas muertas, las vivas, la vida en Constantinopla, París, Roma;
montar, cazar, tenis, alguna vez. Los maliciosos afirmaban que ahora vigila-
ba el Palacio de Buckingham, vestido con medias de seda y calzones, sobre
lo que nadie sabía. Pero lo hacía extremadamente eficientemente. Había flo-
tado en la crema de la sociedad inglesa durante cincuenta y cinco años. Ha-
bía conocido a Primeros Ministros. Sus afectos se entendían profundos. Y si
era cierto que no había participado en ninguno de los grandes movimientos
de la época o ocupado un cargo importante, se le atribuían una o dos humil-
des reformas; una mejora en los refugios públicos era una; la protección de
búhos en Norfolk otra; las sirvientas tenían motivos para estar agradecidas
con él; y su nombre al final de cartas al Times, pidiendo fondos, apelando al
público para proteger, preservar, limpiar la basura, reducir el humo y erradi-
car la inmoralidad en los parques, comandaba respeto.
Cortaba una figura magnífica también, deteniéndose por un momento
(cuando el sonido de la media hora se desvanecía) para mirar críticamente,
magistralmente, calcetines y zapatos; impecable, sustancial, como si con-
templara el mundo desde cierta eminencia, y vestido a juego; pero cons-
ciente de las obligaciones que el tamaño, la riqueza, la salud implican, y ob-
servaba puntillosamente incluso cuando no era absolutamente necesario,
pequeñas cortesías, ceremonias anticuadas que daban una cualidad a su ma-
nera, algo a imitar, algo para recordarlo, pues nunca almorzaría, por ejem-
plo, con Lady Bruton, a quien conocía desde hacía veinte años, sin llevarle
en su mano extendida un ramo de claveles y preguntar a Miss Brush, la se-
cretaria de Lady Bruton, por su hermano en Sudáfrica, lo cual, por alguna
razón, Miss Brush, carente aunque estaba de todo atributo de encanto feme-
nino, resentía tanto que decía "Gracias, está muy bien en Sudáfrica," cuan-
do, durante media docena de años, había estado mal en Portsmouth.
La propia Lady Bruton prefería a Richard Dalloway, quien llegó en ese
momento. De hecho, se encontraron en la puerta.
Lady Bruton prefería a Richard Dalloway, por supuesto. Estaba hecho de
material mucho más fino. Pero no permitiría que criticaran a su pobre queri-
do Hugh. Nunca podría olvidar su amabilidad—había sido realmente nota-
blemente amable—olvidaba precisamente en qué ocasión. Pero había sido
—notablemente amable. En cualquier caso, la diferencia entre un hombre y
otro no es mucha. Nunca había visto el sentido de cortar a la gente, como lo
hacía Clarissa Dalloway—cortándolos y volviéndolos a pegar; no al menos
cuando uno tenía sesenta y dos años. Tomó los claveles de Hugh con su
sonrisa angular y sombría. No había nadie más viniendo, dijo. Los había he-
cho venir con falsas pretensiones, para ayudarla a salir de una dificultad—
"Pero primero comamos," dijo.
Y así comenzó un paso silencioso y exquisito de un lado a otro a través
de puertas giratorias de doncellas con delantal y gorra blanca, sirvientas no
por necesidad, sino adeptas en un misterio o gran engaño practicado por las
anfitrionas en Mayfair desde la una y media hasta las dos, cuando, con un
gesto de la mano, el tráfico cesa, y surge en su lugar esta profunda ilusión
en primer lugar sobre la comida—cómo no se paga; y luego que la mesa se
extiende voluntariamente con vidrio y plata, pequeñas alfombrillas, tazones
de fruta roja; películas de crema marrón cubren el rodaballo; en cazuelas
nadan pollos partidos; coloridas, no domésticas, el fuego arde; y con el vino
y el café (no pagados) surgen visiones jocosas ante ojos reflexivos; ojos
gentilmente especulativos; ojos a quienes la vida parece musical, misterio-
sa; ojos ahora encendidos para observar amistosamente la belleza de los cla-
veles rojos que Lady Bruton (cuyos movimientos siempre eran angulares)
había colocado junto a su plato, de modo que Hugh Whitbread, sintiéndose
en paz con todo el universo y al mismo tiempo completamente seguro de su
posición, dijo, descansando su tenedor,
"¿No se verían encantadores contra tu encaje?"
Miss Brush resentía intensamente esta familiaridad. Lo consideraba un
tipo vulgar. Hizo reír a Lady Bruton.
Lady Bruton levantó los claveles, sosteniéndolos bastante rígidamente
con la misma actitud con la que el General sostenía el pergamino en la foto
detrás de ella; permaneció fija, en trance. ¿Cuál era ella ahora, la bisnieta
del General? ¿Tataranieta? se preguntó Richard Dalloway. Sir Roderick, Sir
Miles, Sir Talbot—eso era. Era notable cómo en esa familia la semejanza
persistía en las mujeres. Ella debería haber sido una general de dragones
ella misma. Y Richard habría servido bajo su mando, alegremente; tenía el
mayor respeto por ella; atesoraba estas visiones románticas sobre mujeres
bien establecidas y de linaje, y le habría gustado, a su manera bienhumora-
da, traer a algunos jóvenes impetuosos de su conocimiento a almorzar con
ella; como si un tipo como el suyo pudiera ser criado por amables entusias-
tas del té! Conocía su país. Conocía a su gente. Había una vid, todavía dan-
do frutos, bajo la cual Lovelace o Herrick—ella nunca leía una palabra de
poesía ella misma, pero así contaba la historia—había sentado. Mejor espe-
rar a plantearles la cuestión que le preocupaba (sobre hacer un llamamiento
al público; si era así, en qué términos y demás), mejor esperar hasta que hu-
bieran tomado su café, pensó Lady Bruton; y así puso los claveles junto a su
plato.
"¿Cómo está Clarissa?" preguntó abruptamente.
Clarissa siempre decía que Lady Bruton no la quería. De hecho, Lady
Bruton tenía la reputación de estar más interesada en la política que en las
personas; de hablar como un hombre; de haber tenido un dedo en alguna
intriga notoria de los años ochenta, que ahora comenzaba a mencionarse en
las memorias. Ciertamente había un nicho en su salón, y una mesa en ese
nicho, y una foto sobre esa mesa del General Sir Talbot Moore, ahora falle-
cido, que había escrito allí (una noche de los años ochenta) en presencia de
Lady Bruton, con su conocimiento, tal vez consejo, un telegrama ordenando
a las tropas británicas avanzar en una ocasión histórica. (Conservaba la plu-
ma y contaba la historia.) Así, cuando decía de manera despreocupada
"¿Cómo está Clarissa?" los maridos tenían dificultad en persuadir a sus es-
posas e incluso, sin importar cuán devotos, secretamente dudaban ellos mis-
mos, de su interés en mujeres que a menudo se interponían en el camino de
sus maridos, les impedían aceptar puestos en el extranjero, y debían ser lle-
vadas a la playa en medio de la sesión para recuperarse de la gripe. No obs-
tante, su pregunta, "¿Cómo está Clarissa?" era conocida por las mujeres in-
faliblemente, como una señal de una bienhechora, de una compañera casi
silenciosa, cuyas declaraciones (media docena tal vez en el transcurso de
una vida) significaban reconocimiento de alguna camaradería femenina que
iba más allá de las comidas masculinas y unía a Lady Bruton y a la Sra. Da-
lloway, quienes rara vez se encontraban, y parecían cuando lo hacían indife-
rentes e incluso hostiles, en un vínculo singular.
"Me encontré con Clarissa en el parque esta mañana," dijo Hugh Whit-
bread, zambulléndose en la cazuela, ansioso por rendirse este pequeño ho-
menaje, pues solo tenía que venir a Londres y se encontraba con todos de
inmediato; pero codicioso, uno de los hombres más codiciosos que había
conocido, pensaba Milly Brush, quien observaba a los hombres con inflexi-
ble rectitud, y era capaz de devoción eterna, especialmente hacia su propio
sexo, siendo nudosa, raspada, angular y completamente carente de encanto
femenino.
"¿Sabes quién está en la ciudad?" dijo Lady Bruton de repente, recordan-
do. "Nuestro viejo amigo, Peter Walsh."
Todos sonrieron. ¡Peter Walsh! Y el Sr. Dalloway estaba genuinamente
feliz, pensó Milly Brush; y el Sr. Whitbread solo pensaba en su pollo.
¡Peter Walsh! Los tres, Lady Bruton, Hugh Whitbread y Richard Dallo-
way, recordaban lo mismo—cómo Peter había estado enamorado apasiona-
damente; había sido rechazado; se había ido a la India; había fracasado; ha-
bía hecho un desastre de las cosas; y Richard Dalloway tenía un gran cariño
por el querido viejo también. Milly Brush lo vio; vio una profundidad en el
marrón de sus ojos; lo vio dudar; considerar; lo cual la interesaba, ya que el
Sr. Dalloway siempre la interesaba, porque ¿en qué estaría pensando, se
preguntaba, sobre Peter Walsh?
Que Peter Walsh había estado enamorado de Clarissa; que regresaría di-
rectamente después del almuerzo y encontraría a Clarissa; que le diría, en
tantas palabras, que la amaba. Sí, eso le diría.
Milly Brush casi podría haberse enamorado de estos silencios; y el Sr.
Dalloway siempre era tan confiable; tan caballero también. Ahora, teniendo
cuarenta años, Lady Bruton solo tenía que asentir, o girar la cabeza un poco
bruscamente, y Milly Brush tomaba la señal, por más sumida que estuviera
en estas reflexiones de un espíritu desapegado, de un alma incorrupta a
quien la vida no podía engañar, porque la vida no le había ofrecido ni una
baratija del menor valor; ni un rizo, sonrisa, labio, mejilla, nariz; nada en
absoluto; Lady Bruton solo tenía que asentir, y Perkins fue instruido para
acelerar el café.
"Sí; Peter Walsh ha vuelto," dijo Lady Bruton. Era vagamente halagador
para todos ellos. Había regresado, golpeado, fracasado, a sus seguras costas.
Pero ayudarlo, reflexionaron, era imposible; había algún defecto en su ca-
rácter. Hugh Whitbread dijo que, por supuesto, podría mencionar su nombre
a Fulano. Frunció el ceño lúgubremente, con aires de importancia, al pensar
en las cartas que escribiría a los jefes de oficinas gubernamentales sobre "mi
viejo amigo, Peter Walsh," y demás. Pero no llevaría a nada—nada perma-
nente, debido a su carácter.
"En problemas con alguna mujer," dijo Lady Bruton. Todos habían adivi-
nado que eso estaba en el fondo.
"Sin embargo," dijo Lady Bruton, ansiosa por dejar el tema, "escuchare-
mos la historia completa de Peter mismo."
(El café estaba siendo muy lento en llegar).
"¿La dirección?" murmuró Hugh Whitbread; y hubo de inmediato una
ondulación en la marea gris de servicio que rodeaba a Lady Bruton día y
noche, recolectando, interceptando, envolviéndola en un fino tejido que
amortiguaba conmociones, mitigaba interrupciones, y extendía alrededor de
la casa en Brook Street una fina red donde las cosas se alojaban y eran reco-
gidas con precisión, al instante, por el canoso Perkins, quien había estado
con Lady Bruton estos treinta años y ahora escribía la dirección; la entrega-
ba al Sr. Whitbread, quien sacaba su billetera, levantaba las cejas, y desli-
zándola entre documentos de la más alta importancia, decía que conseguiría
que Evelyn lo invitara a almorzar.
(Estaban esperando para traer el café hasta que el Sr. Whitbread hubiera
terminado).
Hugh era muy lento, pensó Lady Bruton. Se estaba poniendo gordo, notó.
Richard siempre se mantenía en perfecto estado físico. Ella estaba perdien-
do la paciencia; todo su ser se estaba volviendo positiva, innegablemente,
dominadoramente desplazando todo este innecesario enredo (Peter Walsh y
sus asuntos) hacia ese tema que ocupaba su atención, y no solo su atención,
sino esa fibra que era la espina dorsal de su alma, esa parte esencial de ella
sin la cual Millicent Bruton no habría sido Millicent Bruton; ese proyecto
de emigrar jóvenes de ambos sexos nacidos de padres respetables y estable-
cerlos con una perspectiva justa de hacerlo bien en Canadá. Ella exageraba.
Tal vez había perdido su sentido de la proporción. La emigración no era
para otros el remedio obvio, la concepción sublime. No era para ellos (no
para Hugh, ni Richard, ni siquiera para la devota Miss Brush) el liberador
del egotismo contenido, que una mujer marcial fuerte, bien nutrida, bien
descendida, de impulsos directos, sentimientos directos y poca capacidad
introspectiva (ancha y simple—¿por qué no podía todo el mundo ser ancho
y simple? se preguntaba) siente levantarse dentro de ella, una vez que la ju-
ventud ha pasado, y debe expulsar sobre algún objeto—puede ser Emigra-
ción, puede ser Emancipación; pero cualquiera que sea, este objeto alrede-
dor del cual la esencia de su alma se segrega diariamente, se convierte
inevitablemente en prismático, lustroso, mitad espejo, mitad piedra precio-
sa; ahora cuidadosamente oculto en caso de que la gente se burle de ello;
ahora exhibido con orgullo. La emigración se había convertido, en resumen,
en gran parte en Lady Bruton.
Pero tenía que escribir. Y una carta al Times, solía decirle a Miss Brush,
le costaba más que organizar una expedición a Sudáfrica (lo cual había he-
cho en la guerra). Después de una batalla matutina comenzando, rompien-
do, comenzando de nuevo, solía sentir la futilidad de su propia feminidad
como la sentía en ninguna otra ocasión, y se volvía con gratitud al pensa-
miento de Hugh Whitbread quien poseía—nadie podía dudarlo—el arte de
escribir cartas al Times.
Un ser tan diferente de ella, con tal dominio del lenguaje; capaz de expre-
sar las cosas como les gusta a los editores; tenía pasiones que uno no podía
llamar simplemente codicia. Lady Bruton a menudo suspendía su juicio so-
bre los hombres en deferencia al misterioso acuerdo en el que ellos, pero
ninguna mujer, se encontraban con las leyes del universo; sabían cómo po-
ner las cosas; sabían lo que se decía; de modo que si Richard la aconsejaba,
y Hugh escribía por ella, estaba segura de estar de alguna manera en lo co-
rrecto. Así que dejó que Hugh comiera su soufflé; preguntó por la pobre
Evelyn; esperó hasta que estuvieran fumando, y luego dijo,
"Milly, ¿irías por los papeles?"
Y Miss Brush salió, regresó; colocó los papeles sobre la mesa; y Hugh
sacó su pluma estilográfica; su estilográfica plateada, que había servido du-
rante veinte años, dijo, desenroscando la tapa. Todavía estaba en perfecto
estado; se la había mostrado a los fabricantes; no había razón, dijeron, por
la que nunca se desgastaría; lo cual de alguna manera era mérito de Hugh, y
del mérito de los sentimientos que su pluma expresaba (así lo sentía Ri-
chard Dalloway) mientras Hugh comenzaba cuidadosamente a escribir le-
tras mayúsculas con anillos alrededor en el margen, y así maravillosamente
reducía los enredos de Lady Bruton a sentido, a gramática tal como el editor
del Times, sentía Lady Bruton, observando la maravillosa transformación,
debía respetar. Hugh era lento. Hugh era pertinaz. Richard decía que uno
debía tomar riesgos. Hugh proponía modificaciones en deferencia a los sen-
timientos de la gente, que, dijo con cierta aspereza cuando Richard se reía,
"debían ser considerados," y leía en voz alta "cómo, por lo tanto, somos de
la opinión de que los tiempos están maduros . . . la juventud superflua de
nuestra población en constante aumento . . . lo que debemos a los muertos .
. ." lo cual Richard consideraba todo relleno y tonterías, pero sin daño en
ello, por supuesto, y Hugh continuó redactando sentimientos en orden alfa-
bético de la más alta nobleza, sacudiendo la ceniza del cigarro de su chale-
co, y resumiendo de vez en cuando el progreso que habían hecho hasta que,
finalmente, leyó el borrador de una carta que Lady Bruton sentía que cierta-
mente era una obra maestra. ¿Podría su propio significado sonar así?
Hugh no podía garantizar que el editor la publicara; pero se encontraría
con alguien en el almuerzo.
Entonces Lady Bruton, que rara vez hacía algo gracioso, llenó su vestido
con todos los claveles de Hugh, y extendiendo sus manos lo llamó "¡Mi Pri-
mer Ministro!" Qué habría hecho sin ellos dos no lo sabía. Se levantaron. Y
Richard Dalloway se fue como de costumbre a echar un vistazo al retrato
del General, porque pensaba, siempre que tuviera un momento de ocio, es-
cribir una historia de la familia de Lady Bruton.
Y Millicent Bruton estaba muy orgullosa de su familia. Pero podían espe-
rar, podían esperar, dijo, mirando la foto; significando que su familia, de
hombres militares, administradores, almirantes, había sido de hombres de
acción, que habían cumplido con su deber; y el primer deber de Richard era
con su país, pero era un rostro fino, dijo; y todos los papeles estaban listos
para Richard en Aldmixton cuando llegara el momento; el Gobierno Labo-
rista quería decir. "¡Ah, las noticias de la India!" exclamó.
Y luego, mientras estaban en el vestíbulo tomando guantes amarillos del
cuenco en la mesa de malaquita y Hugh ofrecía a Miss Brush con una corte-
sía completamente innecesaria algún boleto desechado u otro cumplido, que
ella detestaba desde el fondo de su corazón y se sonrojaba de rojo ladrillo,
Richard se volvió hacia Lady Bruton, con su sombrero en la mano, y dijo,
"¿Nos veremos en nuestra fiesta esta noche?" ante lo cual Lady Bruton
retomó la magnificencia que la escritura de cartas había destrozado. Podría
venir; o podría no venir. Clarissa tenía una energía maravillosa. Las fiestas
aterrorizaban a Lady Bruton. Pero entonces, estaba envejeciendo. Así lo in-
sinuó, de pie en su puerta; elegante; muy erguida; mientras su chow se esti-
raba detrás de ella, y Miss Brush desaparecía en el fondo con las manos lle-
nas de papeles.
Y Lady Bruton subió pesadamente, majestuosa, a su habitación, se recos-
tó, con un brazo extendido, en el sofá. Suspiró, roncó, no porque estuviera
dormida, solo somnolienta y pesada, somnolienta y pesada, como un campo
de trébol al sol este caluroso día de junio, con las abejas yendo de un lado a
otro y las mariposas amarillas. Siempre volvía a esos campos en Devonshi-
re, donde había saltado los arroyos en Patty, su poni, con Mortimer y Tom,
sus hermanos. Y allí estaban los perros; allí estaban las ratas; allí estaban su
padre y su madre en el césped bajo los árboles, con las cosas del té fuera, y
las camas de dalias, las malvarrosas, la hierba de la pampa; y ellos, peque-
ños bribones, ¡siempre metidos en alguna travesura! volviendo a hurtadillas
por el matorral, para no ser vistos, todos empapados de alguna travesura.
¡Lo que decía la vieja niñera sobre sus vestidos!
Ah, querida, recordó—era miércoles en Brook Street. Esos buenos y
amables muchachos, Richard Dalloway, Hugh Whitbread, habían cruzado
este caluroso día las calles cuyo rugido llegaba hasta ella recostada en el
sofá. El poder era suyo, la posición, los ingresos. Había vivido a la vanguar-
dia de su tiempo. Había tenido buenos amigos; conocido a los hombres más
capaces de su época. Londres murmurante fluía hacia ella, y su mano, apo-
yada en el respaldo del sofá, se curvaba sobre alguna batuta imaginaria que
sus abuelos podrían haber sostenido, sosteniendo la cual parecía, somno-
lienta y pesada, estar comandando batallones marchando hacia Canadá, y
esos buenos muchachos caminando por Londres, ese territorio suyo, ese pe-
queño trozo de alfombra, Mayfair.
Y se alejaban más y más de ella, estando unidos a ella por un delgado
hilo (desde que habían almorzado con ella) que se estiraba y estiraba, se ha-
cía más y más delgado a medida que caminaban por Londres; como si los
amigos de uno estuvieran unidos al cuerpo de uno, después de almorzar con
ellos, por un delgado hilo, que (mientras ella dormía allí) se volvía nebuloso
con el sonido de las campanas, marcando la hora o llamando al servicio,
como un solo hilo de araña se emborrona con gotas de lluvia, y, cargado, se
inclina. Así durmió.
Y Richard Dalloway y Hugh Whitbread dudaron en la esquina de Con-
duit Street en el mismo momento en que Millicent Bruton, acostada en el
sofá, dejó que el hilo se rompiera; roncó. Vientos contrarios azotaban la es-
quina de la calle. Miraron un escaparate; no querían comprar ni hablar sino
separarse, solo que con vientos contrarios azotando la esquina de la calle,
con algún tipo de lapso en las mareas del cuerpo, dos fuerzas encontrándose
en un remolino, mañana y tarde, se detuvieron. Algún cartel de periódico se
elevó en el aire, valientemente, como una cometa al principio, luego se de-
tuvo, se precipitó, aleteó; y el velo de una dama colgaba. Toldos amarillos
temblaban. La velocidad del tráfico matutino disminuyó, y carros individua-
les traqueteaban descuidadamente por calles medio vacías. En Norfolk, de
lo cual Richard Dalloway estaba medio pensando, un viento suave y cálido
soplaba hacia atrás los pétalos; confundía las aguas; alborotaba las hierbas
floridas. Segadores de heno, que se habían acomodado bajo los setos para
dormir el trabajo de la mañana, apartaban cortinas de hojas verdes; movían
globos temblorosos de perejil de vaca para ver el cielo; el azul, el firme, el
abrasador cielo de verano.
Consciente de que estaba mirando una taza jacobea de dos asas de plata,
y de que Hugh Whitbread admiraba condescendientemente con aires de co-
nocedor un collar español que pensaba preguntar el precio en caso de que a
Evelyn le gustara—todavía Richard estaba torpe; no podía pensar o mover-
se. La vida había arrojado estos escombros; escaparates llenos de pasta de
colores, y uno estaba rígido con la letargia de los viejos, rígido con la rigi-
dez de los viejos, mirando dentro. A Evelyn Whitbread podría gustarle
comprar este collar español—puede ser. Debía bostezar. Hugh iba a entrar
en la tienda.
"¡Está bien!" dijo Richard, siguiéndolo.
Dios sabe que no quería ir a comprar collares con Hugh. Pero hay mareas
en el cuerpo. La mañana encuentra la tarde. Llevado como un frágil esquife
en profundas, profundas inundaciones, el bisabuelo de Lady Bruton y sus
memorias y sus campañas en América del Norte fueron hundidos y sumer-
gidos. Y Millicent Bruton también. Ella se hundió. A Richard no le impor-
taba un comino lo que pasara con la Emigración; sobre esa carta, si el editor
la publicaba o no. El collar colgaba estirado entre los admirables dedos de
Hugh. Que se lo dé a una chica, si tiene que comprar joyas—a cualquier
chica, cualquier chica en la calle. Pues la inutilidad de esta vida golpeaba a
Richard bastante fuertemente—comprando collares para Evelyn. Si hubiera
tenido un hijo, habría dicho, Trabaja, trabaja. Pero tenía a su Elizabeth; ado-
raba a su Elizabeth.
"Me gustaría ver al señor Dubonnet", dijo Hugh con su forma cortante y
mundana. Resulta que este Dubonnet tenía las medidas del cuello de la se-
ñora Whitbread o, más extraño aún, conocía sus opiniones sobre la joyería
española y la extensión de sus posesiones en esa línea (que Hugh no podía
recordar). Todo esto le parecía terriblemente extraño a Richard Dalloway.
Porque él nunca le daba regalos a Clarissa, excepto una pulsera hace dos o
tres años, que no había sido un éxito. Ella nunca la usaba. Le dolía recordar
que ella nunca la usaba. Y así como el hilo de una araña, después de vacilar
aquí y allá, se adhiere al punto de una hoja, la mente de Richard, recuperán-
dose de su letargo, se centró ahora en su esposa, Clarissa, a quien Peter
Walsh había amado tan apasionadamente; y Richard tuvo una visión repen-
tina de ella en el almuerzo; de él mismo y Clarissa; de su vida juntos; y
acercó la bandeja de joyas antiguas hacia él, y tomando primero este broche
y luego ese anillo, "¿Cuánto cuesta eso?" preguntó, pero dudó de su propio
gusto. Quería abrir la puerta del salón y entrar sosteniendo algo; un regalo
para Clarissa. ¿Solo qué? Pero Hugh estaba de pie otra vez. Era indescripti-
blemente pomposo. Realmente, después de tratar aquí durante treinta y cin-
co años, no iba a ser rechazado por un simple muchacho que no sabía su
oficio. Porque Dubonnet, al parecer, estaba fuera, y Hugh no compraría
nada hasta que el señor Dubonnet decidiera estar presente; ante lo cual el
joven se sonrojó e hizo una pequeña reverencia correcta. Todo era perfecta-
mente correcto. Y, sin embargo, Richard no habría podido decir eso para
salvar su vida. ¡Por qué estas personas soportaban esa maldita insolencia no
podía concebirlo! Hugh se estaba volviendo un asno intolerable. Richard
Dalloway no podía soportar más de una hora de su compañía. Y, agitándose
su sombrero hongo a modo de despedida, Richard giró en la esquina de
Conduit Street ansioso, sí, muy ansioso, por recorrer ese hilo de araña de
apego entre él y Clarissa; iría directamente a ella, en Westminster.
Pero quería entrar sosteniendo algo. ¿Flores? Sí, flores, ya que no confia-
ba en su gusto en el oro; cualquier cantidad de flores, rosas, orquídeas, para
celebrar lo que era, considerando las cosas como uno quiera, un evento; este
sentimiento sobre ella cuando hablaron de Peter Walsh en el almuerzo; y
nunca hablaban de ello; no habían hablado de ello en años; lo cual, pensó,
agarrando sus rosas rojas y blancas juntas (un gran ramo envuelto en papel
de seda), es el mayor error del mundo. Llega el momento en que no se pue-
de decir; uno es demasiado tímido para decirlo, pensó, guardando su seis
peniques o dos de cambio, partiendo con su gran ramo sostenido contra su
cuerpo hacia Westminster para decir directamente en tantas palabras (sin
importar lo que ella pensara de él), extendiendo sus flores, "Te amo". ¿Por
qué no? Realmente fue un milagro pensar en la guerra, y miles de pobres
muchachos, con todas sus vidas por delante, apilados juntos, ya medio olvi-
dados; fue un milagro. Aquí estaba él caminando por Londres para decirle a
Clarissa en tantas palabras que la amaba. Lo cual nunca se dice, pensó. En
parte uno es perezoso; en parte uno es tímido. Y Clarissa—era difícil pensar
en ella; excepto en arranques, como en el almuerzo, cuando la vio bastante
claramente; toda su vida. Se detuvo en el cruce; y repitió—siendo sencillo
por naturaleza, y no corrompido, porque había marchado, y disparado; sien-
do tenaz y obstinado, habiendo defendido a los oprimidos y seguido sus ins-
tintos en la Cámara de los Comunes; conservado en su simplicidad pero al
mismo tiempo volviéndose más bien sin palabras, más bien rígido—repitió
que era un milagro que se hubiera casado con Clarissa; un milagro—su vida
había sido un milagro, pensó; dudando en cruzar. Pero le hervía la sangre al
ver a pequeñas criaturas de cinco o seis años cruzando Piccadilly solas. La
policía debería haber detenido el tráfico de inmediato. No tenía ilusiones
sobre la policía de Londres. De hecho, estaba recopilando pruebas de sus
malas prácticas; y esos vendedores ambulantes, a los que no se les permitía
tener sus carretillas en las calles; y prostitutas, Dios mío, la culpa no era de
ellas, ni de los jóvenes tampoco, sino de nuestro detestable sistema social y
demás; todo lo cual consideraba, se le podía ver considerando, gris, obstina-
do, elegante, limpio, mientras cruzaba el parque para decirle a su esposa
que la amaba.
Porque lo diría en tantas palabras, cuando entrara en la habitación. Por-
que es una lástima nunca decir lo que uno siente, pensó, cruzando Green
Park y observando con placer cómo a la sombra de los árboles familias en-
teras, familias pobres, se extendían; niños pateando sus piernas; chupando
leche; bolsas de papel esparcidas, que podrían recogerse fácilmente (si la
gente se quejaba) por uno de esos caballeros gordos con librea; porque él
era de la opinión de que todos los parques y todas las plazas, durante los
meses de verano, deberían estar abiertos a los niños (la hierba del parque se
ruborizaba y desvanecía, iluminando a las pobres madres de Westminster y
sus bebés que gateaban, como si una lámpara amarilla se moviera debajo).
Pero ¿qué se podría hacer por las vagabundas como esa pobre criatura, esti-
rada sobre su codo (como si se hubiera arrojado a la tierra, despojada de to-
dos los lazos, para observar curiosamente, especular audazmente, conside-
rar los porqués y los cómos, insolente, de labios sueltos, humorística), no lo
sabía. Llevando sus flores como un arma, Richard Dalloway se le acercó;
pasó intencionadamente; todavía había tiempo para una chispa entre ellos—
ella se rió al verlo, él sonrió de buen humor, considerando el problema de la
vagabunda; no es que alguna vez hablarían. Pero le diría a Clarissa que la
amaba, en tantas palabras. Había, una vez, sentido celos de Peter Walsh; ce-
los de él y Clarissa. Pero ella le había dicho a menudo que había hecho bien
en no casarse con Peter Walsh; lo cual, conociendo a Clarissa, era obvia-
mente cierto; ella quería apoyo. No es que fuera débil; pero quería apoyo.
En cuanto al Palacio de Buckingham (como una vieja prima donna en-
frentando al público toda de blanco) no se puede negar que tiene cierta dig-
nidad, consideraba, ni despreciar lo que, después de todo, representa para
millones de personas (una pequeña multitud estaba esperando en la puerta
para ver salir al Rey) un símbolo, aunque sea absurdo; un niño con una caja
de ladrillos podría haber hecho algo mejor, pensó; mirando el monumento a
la reina Victoria (a quien podía recordar en sus gafas de cuerno conducien-
do por Kensington), su montículo blanco, su maternidad ondulante; pero le
gustaba ser gobernado por el descendiente de Horsa; le gustaba la continui-
dad; y la sensación de transmitir las tradiciones del pasado. Era una gran
época en la que haber vivido. De hecho, su propia vida era un milagro; que
no hubiera ningún error al respecto; allí estaba, en la flor de la vida, cami-
nando hacia su casa en Westminster para decirle a Clarissa que la amaba. La
felicidad es esto, pensó.
Es esto, dijo, mientras entraba en Dean's Yard. Big Ben estaba comenzan-
do a sonar, primero la advertencia, musical; luego la hora, irrevocable. Las
fiestas de almuerzo desperdician toda la tarde, pensó, acercándose a su
puerta.
El sonido de Big Ben inundó el salón de Clarissa, donde ella estaba sen-
tada, muy molesta, en su escritorio; preocupada; molesta. Era perfectamente
cierto que no había invitado a Ellie Henderson a su fiesta; pero lo había he-
cho a propósito. Ahora la señora Marsham escribió "le había dicho a Ellie
Henderson que invitaría a Clarissa—Ellie tenía muchas ganas de venir".
¿Pero por qué debería invitar a todas las mujeres aburridas de Londres a
sus fiestas? ¿Por qué debería interferir la señora Marsham? Y allí estaba
Elizabeth encerrada todo este tiempo con Doris Kilman. No podía concebir
nada más nauseabundo. Oración a esta hora con esa mujer. Y el sonido de la
campana inundó la habitación con su ola melancólica; que se retiró, y se
reunió para caer una vez más, cuando oyó, distraídamente, algo frotando,
algo rascando en la puerta. ¿Quién a esta hora? ¡Las tres, Dios mío! ¡Ya
eran las tres! Pues con una directriz y dignidad abrumadoras el reloj marcó
las tres; y no oyó nada más; pero el picaporte giró y entró Richard. ¡Qué
sorpresa! Entró Richard, sosteniendo flores. Ella le había fallado una vez en
Constantinopla; y Lady Bruton, de quien se decía que sus almuerzos eran
extraordinariamente divertidos, no la había invitado. Él estaba sosteniendo
flores—rosas, rosas rojas y blancas. (Pero no pudo decir que la amaba; no
en tantas palabras).
Pero qué encantador, dijo ella, tomando sus flores. Ella entendió; enten-
dió sin que él hablara; su Clarissa. Las puso en jarrones sobre la repisa de la
chimenea. ¡Qué hermosas se veían! dijo ella. ¿Y fue divertido? preguntó.
¿Lady Bruton preguntó por ella? Peter Walsh había vuelto. La señora Mars-
ham había escrito. ¿Debía invitar a Ellie Henderson? Esa mujer Kilman es-
taba arriba.
"Pero sentémonos cinco minutos", dijo Richard.
Todo parecía tan vacío. Todas las sillas estaban contra la pared. ¿Qué ha-
bían estado haciendo? Oh, era para la fiesta; no, él no había olvidado, la
fiesta. Peter Walsh había vuelto. Oh sí; ella lo había recibido. Y él iba a di-
vorciarse; y estaba enamorado de alguna mujer por allá. Y no había cambia-
do en lo más mínimo. Allí estaba ella, remendando su vestido...
"Pensando en Bourton", dijo ella.
"Hugh estuvo en el almuerzo", dijo Richard. ¡Ella también lo había visto!
Bueno, se estaba volviendo absolutamente intolerable. Comprando collares
para Evelyn; más gordo que nunca; un asno intolerable.
"Y se me ocurrió 'podría haberte casado contigo'", dijo ella, pensando en
Peter sentado allí con su pequeña corbata de lazo; con ese cuchillo, abrién-
dolo, cerrándolo. "Tal como siempre fue, ya sabes".
Estaban hablando de él en el almuerzo, dijo Richard. (Pero no pudo de-
cirle que la amaba. Le tomó la mano. La felicidad es esto, pensó). Habían
estado escribiendo una carta al Times para Millicent Bruton. Eso era todo
para lo que Hugh servía.
"¿Y nuestra querida señorita Kilman?" preguntó. Clarissa pensó que las
rosas eran absolutamente hermosas; primero agrupadas; ahora, por su pro-
pia cuenta, comenzando a separarse.
"Kilman llega justo cuando hemos terminado el almuerzo", dijo ella.
"Elizabeth se sonroja. Se encierran. Supongo que están rezando".
¡Dios! A él no le gustaba eso; pero estas cosas pasan si se les deja.
"Con un impermeable y un paraguas", dijo Clarissa.
No había dicho "te amo"; pero él le tomó la mano. La felicidad es esto,
esto es, pensó.
"¿Pero por qué debería invitar a todas las mujeres aburridas de Londres a
mis fiestas?" dijo Clarissa. ¿Y si la señora Marsham daba una fiesta, invita-
ba a sus invitados?
"Pobre Ellie Henderson", dijo Richard—era muy extraño cuánto le im-
portaban a Clarissa sus fiestas, pensó.
Pero Richard no tenía noción de la apariencia de una habitación. Sin em-
bargo, ¿qué iba a decir?
Si ella se preocupaba por estas fiestas, no la dejaría darlas. ¿Deseaba ella
haberse casado con Peter? Pero él debía irse.
Debía irse, dijo, levantándose. Pero se quedó por un momento como si
estuviera a punto de decir algo; y ella se preguntó ¿qué? ¿Por qué? Allí es-
taban las rosas.
"¿Algún Comité?" preguntó ella, mientras él abría la puerta.
"Armenios", dijo él; o tal vez eran "Albaneses".
Y hay una dignidad en las personas; una soledad; incluso entre marido y
mujer hay un abismo; y eso uno debe respetarlo, pensó Clarissa, viéndolo
abrir la puerta; porque uno no se separaría de ello, ni lo tomaría, contra su
voluntad, de su esposo, sin perder su independencia, su auto respeto—algo,
después de todo, invaluable.
Él regresó con una almohada y una manta.
"Una hora de descanso completo después del almuerzo", dijo. Y se fue.
¡Qué típico de él! Seguiría diciendo "Una hora de descanso completo
después del almuerzo" hasta el fin de los tiempos, porque un médico lo ha-
bía ordenado una vez. Era típico de él tomar lo que los médicos decían lite-
ralmente; parte de su adorable, divina simplicidad, que nadie tenía en la
misma medida; lo que lo hacía ir y hacer las cosas mientras ella y Peter per-
dían el tiempo discutiendo. Él ya estaba a medio camino de la Cámara de
los Comunes, con sus armenios, sus albaneses, habiéndola acomodado en el
sofá, mirando sus rosas. Y la gente diría, "Clarissa Dalloway está mimada".
Ella se preocupaba mucho más por sus rosas que por los armenios. Perse-
guidos hasta la extinción, mutilados, congelados, las víctimas de la crueldad
y la injusticia (ella había oído a Richard decir eso una y otra vez)—no, ella
no podía sentir nada por los albaneses, o eran los armenios? pero amaba sus
rosas (¿no ayudaba eso a los armenios?)—las únicas flores que podía sopor-
tar ver cortadas. Pero Richard ya estaba en la Cámara de los Comunes; en
su Comité, habiendo resuelto todas sus dificultades. Pero no; lamentable-
mente, eso no era cierto. Él no veía las razones en contra de invitar a Ellie
Henderson. Lo haría, por supuesto, como él lo deseaba. Dado que había
traído las almohadas, se acostaría. . . Pero—pero—¿por qué de repente se
sentía, sin razón que pudiera descubrir, desesperadamente infeliz? Como
una persona que ha dejado caer algún grano de perla o diamante en la hier-
ba y aparta con mucho cuidado las hojas altas, de un lado a otro, buscando
aquí y allá en vano, y finalmente lo descubre en las raíces, así pasó por una
cosa y otra; no, no era Sally Seton diciendo que Richard nunca estaría en el
Gabinete porque tenía un cerebro de segunda clase (eso volvió a ella); no,
eso no le importaba; tampoco tenía que ver con Elizabeth y Doris Kilman;
esos eran hechos. Era un sentimiento, algún sentimiento desagradable, qui-
zás más temprano en el día; algo que Peter había dicho, combinado con al-
guna depresión propia, en su dormitorio, quitándose el sombrero; y lo que
Richard había dicho había añadido a ello, pero ¿qué había dicho? Allí esta-
ban sus rosas. ¡Sus fiestas! ¡Eso era! ¡Sus fiestas! Ambos la criticaban muy
injustamente, se reían de ella muy injustamente, por sus fiestas. ¡Eso era!
¡Eso era!
Bien, ¿cómo iba a defenderse? Ahora que sabía qué era, se sentía perfec-
tamente feliz. Pensaban, o Peter al menos pensaba, que ella disfrutaba im-
poniéndose; le gustaba tener gente famosa a su alrededor; grandes nombres;
era simplemente una snob, en resumen. Bueno, Peter podía pensar eso. Ri-
chard simplemente pensaba que era una tontería de su parte gustarle la emo-
ción cuando sabía que era malo para su corazón. Era infantil, pensaba él. Y
ambos estaban completamente equivocados. Lo que le gustaba era simple-
mente la vida.
"Para eso lo hago", dijo, hablando en voz alta, a la vida.
Dado que estaba acostada en el sofá, recluida, exenta, la presencia de esta
cosa que sentía tan obvia se volvió físicamente existente; con ropajes de so-
nido de la calle, soleado, con aliento caliente, susurrante, soplando las corti-
nas. Pero supongamos que Peter le decía, "Sí, sí, pero tus fiestas—¿qué sen-
tido tienen tus fiestas?" todo lo que ella podría decir era (y nadie podría es-
perarse que entendiera): Son una ofrenda; lo cual sonaba terriblemente
vago. Pero ¿quién era Peter para hacer ver que la vida era todo llano?—Pe-
ter siempre enamorado, siempre enamorado de la mujer equivocada. ¿Qué
es tu amor? podría decirle ella. Y ella sabía su respuesta; cómo es la cosa
más importante del mundo y ninguna mujer posiblemente la entiende. Muy
bien. Pero ¿podría algún hombre entender lo que ella quería decir también?
sobre la vida? No podía imaginar a Peter o a Richard tomándose la molestia
de dar una fiesta sin razón alguna.
Pero profundizando más, debajo de lo que la gente decía (y estos juicios,
¡qué superficiales, qué fragmentarios son!) en su propia mente ahora, ¿qué
significaba para ella, esta cosa que llamaba vida? Oh, era muy extraña. Aquí
estaba Fulano en South Kensington; alguien en Bayswater; y otra persona,
digamos, en Mayfair. Y sentía continuamente una sensación de su existen-
cia; y sentía que era un desperdicio; y sentía que era una pena; y sentía que
si solo pudieran reunirse; entonces ella lo hacía. Y era una ofrenda; combi-
nar, crear; ¿pero para quién?
Una ofrenda por el simple hecho de ofrecer, tal vez. De todos modos, era
su don. No tenía nada más de la menor importancia; no podía pensar, escri-
bir, ni siquiera tocar el piano. Confundía a los armenios y los turcos; amaba
el éxito; odiaba la incomodidad; debía ser gustada; hablaba océanos de ton-
terías: y hasta el día de hoy, pregúntale qué es el Ecuador, y no lo sabía.
Aún así, que un día siga a otro; miércoles, jueves, viernes, sábado; que
uno se despierte por la mañana; vea el cielo; camine en el parque; se en-
cuentre con Hugh Whitbread; luego de repente entre Peter; luego estas ro-
sas; era suficiente. Después de eso, ¡qué increíble era la muerte!—que debía
terminar; y nadie en todo el mundo sabría cómo había amado todo esto;
cómo, cada instante...
La puerta se abrió. Elizabeth sabía que su madre estaba descansando. En-
tró muy silenciosamente. Se quedó perfectamente quieta. ¿Sería que algún
mongol había naufragado en la costa de Norfolk (como decía la señora Hil-
bery), se había mezclado con las damas Dalloway, quizás, hace cien años?
Porque los Dalloway, en general, eran rubios; de ojos azules; Elizabeth, en
cambio, era morena; tenía ojos chinos en un rostro pálido; un misterio
oriental; era amable, considerada, tranquila. De niña, tenía un sentido del
humor perfecto; pero ahora, a los diecisiete años, por qué, Clarissa no podía
entenderlo en lo más mínimo, se había vuelto muy seria; como un jacinto,
envuelto en un verde brillante, con brotes apenas teñidos, un jacinto que no
había recibido sol.
Se quedó muy quieta y miró a su madre; pero la puerta estaba entreabier-
ta, y afuera estaba la señorita Kilman, como sabía Clarissa; la señorita Kil-
man con su impermeable, escuchando lo que decían.
Sí, la señorita Kilman estaba en el rellano y llevaba un impermeable;
pero tenía sus razones. Primero, era barato; segundo, tenía más de cuarenta
años; y no se vestía, después de todo, para agradar. Además, era pobre; de-
gradantemente pobre. De lo contrario, no estaría tomando trabajos de gente
como los Dalloway; de gente rica, que le gustaba ser amable. El señor Da-
lloway, para hacerle justicia, había sido amable. Pero la señora Dalloway no
lo había sido. Ella había sido simplemente condescendiente. Venía de la
más inútil de todas las clases—los ricos, con un poco de cultura. Tenían co-
sas caras en todas partes; cuadros, alfombras, muchos sirvientes. Ella consi-
deraba que tenía un derecho perfecto a cualquier cosa que los Dalloway hi-
cieran por ella.
Había sido engañada. Sí, la palabra no era una exageración, porque segu-
ramente una chica tiene derecho a algún tipo de felicidad. Y ella nunca ha-
bía sido feliz, siendo tan torpe y tan pobre. Y luego, justo cuando podría ha-
ber tenido una oportunidad en la escuela de la señorita Dolby, llegó la gue-
rra; y nunca había podido mentir. La señorita Dolby pensó que sería más
feliz con personas que compartieran sus opiniones sobre los alemanes. Ha-
bía tenido que irse. Es cierto que la familia era de origen alemán; deletrea-
ban el nombre Kiehlman en el siglo XVIII; pero su hermano había sido ase-
sinado. La echaron porque no quería fingir que los alemanes eran todos vi-
llanos—cuando tenía amigos alemanes, cuando los únicos días felices de su
vida habían sido pasados en Alemania. Y después de todo, ella podía leer
historia. Había tenido que aceptar lo que pudiera encontrar. El señor Dallo-
way la había encontrado trabajando para los Amigos. Le había permitido (y
eso era realmente generoso de su parte) enseñar historia a su hija. También
daba algunas conferencias de Extensión y demás. Entonces Nuestro Señor
había venido a ella (y aquí siempre inclinaba la cabeza). Había visto la luz
hace dos años y tres meses. Ahora no envidiaba a mujeres como Clarissa
Dalloway; las compadecía.
Las compadecía y las despreciaba desde el fondo de su corazón, mientras
estaba de pie en la suave alfombra, mirando la vieja estampa de una niña
con un manguito. Con todo este lujo a su alrededor, ¿qué esperanza había
para un estado mejor de las cosas? En lugar de estar recostada en un sofá
—"Mi madre está descansando", había dicho Elizabeth—debería haber es-
tado en una fábrica; detrás de un mostrador; ¡la señora Dalloway y todas las
demás damas elegantes!
Amarga y ardiente, la señorita Kilman había entrado en una iglesia hace
dos años y tres meses. Había escuchado al reverendo Edward Whittaker
predicar; a los chicos cantar; había visto las luces solemnes descender, y ya
fuera por la música, o las voces (ella misma cuando estaba sola por la noche
encontraba consuelo en un violín; pero el sonido era exasperante; no tenía
oído), los sentimientos calientes y turbulentos que hervían y se agitaban en
ella se habían calmado mientras se sentaba allí, y había llorado copiosamen-
te, y había ido a visitar al señor Whittaker en su casa privada en Kensing-
ton. Era la mano de Dios, dijo. El Señor le había mostrado el camino. Así
que ahora, siempre que los sentimientos calientes y dolorosos hervían den-
tro de ella, este odio hacia la señora Dalloway, este resentimiento contra el
mundo, pensaba en Dios. Pensaba en el señor Whittaker. La ira era sucedida
por la calma. Un dulce sabor llenaba sus venas, sus labios se entreabrían, y,
de pie formidable en el rellano con su impermeable, miraba con una sereni-
dad firme y siniestra a la señora Dalloway, que salió con su hija.
Elizabeth dijo que había olvidado sus guantes. Eso era porque la señorita
Kilman y su madre se odiaban. No podía soportar verlas juntas. Corrió es-
caleras arriba a buscar sus guantes.
Pero la señorita Kilman no odiaba a la señora Dalloway. Volviendo sus
grandes ojos de color grosella hacia Clarissa, observando su pequeño rostro
rosado, su delicado cuerpo, su aire de frescura y moda, la señorita Kilman
sintió, ¡Tonta! ¡Simplona! Tú, que no has conocido ni el dolor ni el placer;
¡que has perdido tu vida! Y en ella surgió un deseo abrumador de vencerla;
desenmascararla. Si hubiera podido derribarla, la habría aliviado. Pero no
era el cuerpo; era el alma y su burla lo que deseaba someter; hacer sentir su
dominio. Si solo pudiera hacerla llorar; podría arruinarla; humillarla; hacer-
la caer de rodillas llorando, ¡Tienes razón! Pero esta era la voluntad de
Dios, no la de la señorita Kilman. Iba a ser una victoria religiosa. Así que
ella miraba con fiereza; así miraba con odio.
Clarissa estaba realmente sorprendida. ¿Esta una cristiana—esta mujer?
¡Esta mujer había alejado a su hija de ella! ¿Ella en contacto con presencias
invisibles? Pesada, fea, común, sin amabilidad ni gracia, ¿ella conocería el
significado de la vida?
"¿Llevarás a Elizabeth a las tiendas?" dijo la señora Dalloway.
La señorita Kilman dijo que sí. Se quedaron allí. La señorita Kilman no
iba a ser agradable. Siempre había ganado su propio sustento. Su conoci-
miento de la historia moderna era extremadamente profundo. Ella apartaba
de su modesto ingreso una parte para las causas en las que creía; mientras
que esta mujer no hacía nada, no creía en nada; educaba a su hija—pero allí
estaba Elizabeth, algo sin aliento, la chica hermosa.
Así que iban a las tiendas. Era extraño, mientras la señorita Kilman esta-
ba allí (y estaba de pie con el poder y la taciturnidad de algún monstruo
prehistórico armado para la guerra primitiva), cómo, segundo a segundo, la
idea de ella disminuía, cómo el odio (que era hacia las ideas, no las perso-
nas) se desmoronaba, cómo perdía su malignidad, su tamaño, se volvía, se-
gundo a segundo, simplemente la señorita Kilman, con un impermeable, a
quien, ¡Dios sabe!, Clarissa le habría gustado ayudar.
Ante este menguar del monstruo, Clarissa rió. Al despedirse, rió.
Se fueron juntas, la señorita Kilman y Elizabeth, escaleras abajo.
Con un impulso repentino, con una angustia violenta, porque esta mujer
estaba alejando a su hija de ella, Clarissa se inclinó sobre la barandilla y gri-
tó, "¡Recuerda la fiesta! ¡Recuerda nuestra fiesta de esta noche!"
Pero Elizabeth ya había abierto la puerta principal; pasaba una furgoneta;
no respondió.
¡Amor y religión! pensó Clarissa, volviendo al salón, sintiendo una pun-
zada por todo el cuerpo. ¡Qué detestables, qué detestables son! Porque aho-
ra que el cuerpo de la señorita Kilman no estaba delante de ella, la idea la
abrumaba. Las cosas más crueles del mundo, pensó, viéndolas torpes, ca-
lientes, dominantes, hipócritas, entrometidas, celosas, infinitamente crueles
e inescrupulosas, vestidas con un impermeable, en el rellano; amor y reli-
gión. ¿Había intentado alguna vez convertir a alguien ella misma? ¿No
deseaba que todos simplemente fueran ellos mismos? Y miró por la ventana
a la anciana de enfrente subiendo las escaleras. Que suba las escaleras si
quiere; que se detenga; luego que, como Clarissa la había visto a menudo,
llegue a su dormitorio, aparte las cortinas y desaparezca de nuevo en el fon-
do. De alguna manera uno respetaba eso—esa anciana mirando por la ven-
tana, completamente inconsciente de que estaba siendo observada. Había
algo solemne en ello—pero el amor y la religión lo destruirían todo, lo que
fuera, la privacidad del alma. La odiosa Kilman lo destruiría. Aun así, era
una visión que le hacía querer llorar.
El amor también destruía. Todo lo que era fino, todo lo que era verdadero
se iba. Toma a Peter Walsh ahora. Allí había un hombre, encantador, inteli-
gente, con ideas sobre todo. Si querías saber sobre Pope, digamos, o Addi-
son, o simplemente hablar tonterías, cómo era la gente, qué significaban las
cosas, Peter sabía mejor que nadie. Fue Peter quien la ayudó; Peter quien le
prestó libros. Pero mira a las mujeres que amaba—vulgares, triviales, co-
munes. Piensa en Peter enamorado—él vino a verla después de todos estos
años, ¿y de qué habló? De sí mismo. ¡Horrible pasión! pensó ella. ¡Pasión
degradante! pensó ella, pensando en Kilman y su Elizabeth caminando ha-
cia las tiendas del Ejército y la Marina.
Big Ben dio la media hora.
Qué extraordinario era, extraño, sí, conmovedor, ver a la anciana (habían
sido vecinas durante tantos años) moverse lejos de la ventana, como si estu-
viera atada a ese sonido, a ese hilo. Gigante como era, tenía algo que ver
con ella. Abajo, abajo, hacia el centro de cosas ordinarias caía el dedo, ha-
ciendo el momento solemne. Ella se vio forzada, así imaginó Clarissa, por
ese sonido, a moverse, a irse—¿pero a dónde? Clarissa trató de seguirla
mientras ella giraba y desaparecía, y aún podía ver su gorro blanco movién-
dose al fondo del dormitorio. Ella seguía allí moviéndose al otro lado de la
habitación. ¿Por qué credos y oraciones y impermeables? cuando, pensó
Clarissa, eso es el milagro, eso es el misterio; esa anciana, quiso decir, a
quien podía ver yendo del tocador al tocador. Aún podía verla. Y el misterio
supremo que Kilman podría decir que había resuelto, o Peter podría decir
que había resuelto, pero Clarissa no creía que ninguno de ellos tuviera la
menor idea de resolver, era simplemente esto: aquí había una habitación;
allí otra. ¿Resolvía eso la religión, o el amor?
El amor—pero aquí el otro reloj, el reloj que siempre daba dos minutos
después de Big Ben, se metió con su falda llena de baratijas, que descargó
como si Big Ben estuviera bien con su majestad imponiendo la ley, tan so-
lemne, tan justo, pero debía recordar toda clase de pequeñas cosas además
—la señora Marsham, Ellie Henderson, vasos para helados—toda clase de
pequeñas cosas que llegaron inundando y danzando tras ese solemne golpe
que yacía plano como una barra de oro en el mar. La señora Marsham, Ellie
Henderson, vasos para helados. Ella debía telefonear ahora mismo.
Volublemente, problemáticamente, sonó el reloj tardío, entrando tras Big
Ben, con su falda llena de bagatelas. Sacudidas, rotas por el asalto de ca-
rros, la brutalidad de furgonetas, el avance ávido de miríadas de hombres
angulares, de mujeres ostentosas, las cúpulas y agujas de oficinas y hospita-
les, los últimos restos de esta falda llena de baratijas parecían romperse,
como el rocío de una ola agotada, sobre el cuerpo de la señorita Kilman pa-
rada en la calle por un momento para murmurar "Es la carne".
Era la carne la que debía controlar. Clarissa Dalloway la había insultado.
Eso lo esperaba. Pero no había triunfado; no había dominado la carne. Fea,
torpe, Clarissa Dalloway se había reído de ella por ser eso; y había revivido
los deseos carnales, porque le importaba cómo se veía junto a Clarissa.
Tampoco podía hablar como ella. Pero ¿por qué desear parecerse a ella?
¿Por qué? Despreciaba a la señora Dalloway desde el fondo de su corazón.
No era seria. No era buena. Su vida era un tejido de vanidad y engaño. Sin
embargo, Doris Kilman había sido vencida. De hecho, había estado a punto
de estallar en lágrimas cuando Clarissa Dalloway se rió de ella. "Es la car-
ne, es la carne," murmuró (siendo su costumbre hablar en voz alta) tratando
de dominar este sentimiento turbulento y doloroso mientras caminaba por
Victoria Street. Rezó a Dios. No podía evitar ser fea; no podía permitirse
comprar ropa bonita. Clarissa Dalloway se había reído—pero concentraría
su mente en otra cosa hasta llegar al buzón. De todos modos, había conse-
guido a Elizabeth. Pero pensaría en otra cosa; pensaría en Rusia; hasta lle-
gar al buzón.
Qué agradable debe ser, dijo, en el campo, luchando, como le había dicho
el señor Whittaker, con ese rencor violento contra el mundo que la había
despreciado, se había burlado de ella, la había expulsado, comenzando con
esta indignidad—la imposición de su cuerpo no amado que la gente no po-
día soportar ver. Arreglase su cabello como pudiera, su frente seguía siendo
como un huevo, calva, blanca. Ninguna ropa le quedaba bien. Podría com-
prar cualquier cosa. Y para una mujer, por supuesto, eso significaba nunca
conocer al sexo opuesto. Nunca sería la primera para nadie. A veces, últi-
mamente, le parecía que, excepto por Elizabeth, su comida era lo único por
lo que vivía; sus comodidades; su cena, su té; su botella de agua caliente
por la noche. Pero uno debía luchar; vencer; tener fe en Dios. El señor
Whittaker había dicho que estaba allí por un propósito. Pero nadie conocía
la agonía. Él dijo, señalando el crucifijo, que Dios sabía. Pero ¿por qué de-
bía sufrir cuando otras mujeres, como Clarissa Dalloway, se escapaban? El
conocimiento llega a través del sufrimiento, dijo el señor Whittaker.
Había pasado el buzón, y Elizabeth había entrado en el departamento de
tabaco fresco y marrón de las tiendas del Ejército y la Marina mientras ella
seguía murmurando para sí misma lo que el señor Whittaker había dicho
sobre el conocimiento que llega a través del sufrimiento y la carne. "La car-
ne," murmuró.
¿Qué departamento quería? Elizabeth la interrumpió.
"Enaguas," dijo abruptamente, y se dirigió directamente al ascensor.
Subieron. Elizabeth la guiaba de un lado a otro; la guiaba en su abstrac-
ción como si fuera una gran niña, un acorazado pesado. Allí estaban las
enaguas, marrones, decorosas, a rayas, frívolas, sólidas, endebles; y ella eli-
gió, en su abstracción, portentosa, y la chica que servía pensó que estaba
loca.
Elizabeth se preguntaba, mientras hacían el paquete, en qué estaba pen-
sando la señorita Kilman. Debían tomar su té, dijo la señorita Kilman, le-
vantándose, recogiendo sus cosas. Tomaron su té.
Elizabeth se preguntaba si la señorita Kilman podría tener hambre. Era su
forma de comer, comer con intensidad, luego mirar, una y otra vez, un plato
de pasteles azucarados en la mesa al lado de ellos; luego, cuando una dama
y un niño se sentaron y el niño tomó el pastel, ¿podría realmente importarle
a la señorita Kilman? Sí, a la señorita Kilman le importaba. Había querido
ese pastel—el rosa. El placer de comer era casi el único placer puro que le
quedaba, y luego ser frustrada incluso en eso.
Cuando las personas son felices, tienen una reserva, le había dicho a Eli-
zabeth, de la cual pueden extraer, mientras que ella era como una rueda sin
neumático (le gustaban esas metáforas), sacudida por cada guijarro, así que
decía quedándose después de la lección parada junto a la chimenea con su
bolsa de libros, su "cartera", la llamaba, un martes por la mañana, después
de que la lección había terminado. Y también hablaba de la guerra. Después
de todo, había personas que no pensaban que los ingleses tuvieran siempre
razón. Había libros. Había reuniones. Había otros puntos de vista. ¿Le gus-
taría a Elizabeth ir con ella a escuchar a Fulano (un hombre de aspecto ex-
traordinario)? Luego, la señorita Kilman la llevó a alguna iglesia en Ken-
sington y tomaron el té con un clérigo. Le había prestado libros. Leyes, me-
dicina, política, todas las profesiones están abiertas a las mujeres de tu ge-
neración, dijo la señorita Kilman. Pero para ella misma, su carrera estaba
absolutamente arruinada y ¿era su culpa? Por Dios, dijo Elizabeth, no.
Y su madre venía llamando para decir que había llegado una canasta de
Bourton y ¿le gustaría a la señorita Kilman unas flores? Para la señorita Kil-
man siempre era muy, muy agradable, pero la señorita Kilman aplastaba las
flores todas juntas, y no tenía conversación trivial, y lo que interesaba a la
señorita Kilman aburría a su madre, y la señorita Kilman y ella eran terri-
bles juntas; y la señorita Kilman se hinchaba y se veía muy sencilla. Pero
luego, la señorita Kilman era terriblemente inteligente. Elizabeth nunca ha-
bía pensado en los pobres. Vivían con todo lo que querían,—su madre desa-
yunaba en la cama todos los días; Lucy lo llevaba; y le gustaban las ancia-
nas porque eran duquesas, y ser descendiente de algún lord. Pero la señorita
Kilman dijo (uno de esos martes por la mañana cuando la lección había ter-
minado), "Mi abuelo tenía una tienda de aceites y colores en Kensington".
La señorita Kilman hacía que uno se sintiera tan pequeño.
La señorita Kilman tomó otra taza de té. Elizabeth, con su porte oriental,
su misterio inescrutable, se sentó perfectamente erguida; no, no quería nada
más. Buscó sus guantes—sus guantes blancos. Estaban bajo la mesa. Ah,
pero ella no debía irse. ¡La señorita Kilman no podía dejarla ir! esta juven-
tud, que era tan hermosa, esta chica, a quien genuinamente amaba. ¡Su gran
mano se abría y cerraba sobre la mesa!
Pero tal vez era un poco plano de alguna manera, sintió Elizabeth. Y real-
mente le gustaría irse.
Pero dijo la señorita Kilman, "Todavía no he terminado del todo".
Por supuesto, entonces, Elizabeth esperaría. Pero estaba bastante sofo-
cante aquí.
"¿Vas a la fiesta esta noche?" dijo la señorita Kilman. Elizabeth supuso
que iría; su madre quería que fuera. No debía dejar que las fiestas la absor-
bieran, dijo la señorita Kilman, tocando los últimos dos centímetros de un
éclair de chocolate.
No le gustaban mucho las fiestas, dijo Elizabeth. La señorita Kilman
abrió la boca, proyectó ligeramente su barbilla, y tragó los últimos centíme-
tros del éclair de chocolate, luego se limpió los dedos y enjuagó el té en su
taza.
Estaba a punto de partirse, sintió. La agonía era tan terrible. Si pudiera
agarrarla, si pudiera abrazarla, si pudiera hacerla suya absoluta y para siem-
pre y luego morir; eso era todo lo que quería. Pero sentarse aquí, incapaz de
pensar en nada que decir; ver a Elizabeth volviéndose en su contra; sentirse
repulsiva incluso para ella—era demasiado; no podía soportarlo. Los grue-
sos dedos se encogieron hacia adentro.
"Yo nunca voy a fiestas", dijo la señorita Kilman, solo para evitar que
Elizabeth fuera. "La gente no me invita a fiestas"—y sabía mientras lo decía
que era este egoísmo lo que la estaba perjudicando; el señor Whittaker se lo
había advertido; pero no podía evitarlo. Había sufrido tan horriblemente.
"¿Por qué deberían invitarme?" dijo. "Soy sencilla, soy infeliz." Sabía que
era idiota. Pero eran todas esas personas pasando—personas con paquetes
que la despreciaban, que la hacían decir eso. Sin embargo, era Doris Kil-
man. Tenía su título. Era una mujer que había logrado abrirse camino en el
mundo. Su conocimiento de la historia moderna era más que respetable.
"No me compadezco", dijo. "Compadezco"—pensó en decir "a tu madre"
pero no, no podía, no a Elizabeth. "Compadezco a otras personas", dijo,
"más".
Como una criatura muda que ha sido llevada a una puerta con un propósi-
to desconocido, y se queda allí deseando galopar, Elizabeth Dalloway se
sentó en silencio. ¿Iba a decir algo más la señorita Kilman?
"No me olvides del todo", dijo Doris Kilman; su voz tembló.
CAPÍTULO IX
Lucy bajó corriendo las escaleras a toda velocidad, habiendo entrado jus-
to a la sala de estar para alisar una funda, enderezar una silla, detenerse un
momento y sentir que quienquiera que entrara debía pensar qué limpia, qué
brillante, qué bien cuidada estaba la casa, cuando vieran la hermosa plata,
los utensilios de bronce para la chimenea, las nuevas fundas de las sillas y
las cortinas de chintz amarillo: ella evaluó cada uno; escuchó un rugido de
voces; la gente ya subía del comedor; ¡tenía que volar!
El Primer Ministro venía, dijo Agnes: eso había oído decir en el comedor,
dijo ella, entrando con una bandeja de vasos. ¿Importaba, importaba en lo
más mínimo, un Primer Ministro más o menos? No hacía ninguna diferen-
cia a esa hora de la noche a la señora Walker entre los platos, sartenes, cola-
dores, cacerolas, pollo en aspic, congeladores de helado, costras de pan pe-
ladas, limones, tazones de sopa y moldes para budines que, por más que los
lavaran en la despensa, parecían estar todos encima de ella, sobre la mesa
de la cocina, en las sillas, mientras el fuego ardía y rugía, las luces eléctri-
cas deslumbraban y aún había que poner la cena. Todo lo que sentía era que
un Primer Ministro más o menos no hacía ni una pizca de diferencia para la
señora Walker.
Las damas ya estaban subiendo, dijo Lucy; las damas estaban subiendo,
una por una, la señora Dalloway caminando última y casi siempre enviando
algún mensaje a la cocina, "Mi cariño para la señora Walker," eso era una
noche. A la mañana siguiente revisarían los platos: la sopa, el salmón; el
salmón, sabía la señora Walker, como siempre poco cocido, porque siempre
se ponía nerviosa por el pudín y lo dejaba a Jenny; así que sucedía, el sal-
món siempre estaba poco cocido. Pero alguna dama con cabello rubio y
adornos de plata había dicho, dijo Lucy, sobre el entrante, ¿realmente se
hizo en casa? Pero era el salmón lo que preocupaba a la señora Walker,
mientras hacía girar los platos una y otra vez, y ajustaba los reguladores del
horno; y llegó una ráfaga de risa desde el comedor; una voz hablando; luego
otra ráfaga de risa—los caballeros divirtiéndose cuando las damas se habían
ido. El tokay, dijo Lucy corriendo. El señor Dalloway había enviado a bus-
car el tokay, de las bodegas del Emperador, el Tokay Imperial.
Fue llevado a través de la cocina. Sobre su hombro Lucy informó cómo
la señorita Elizabeth se veía realmente hermosa; no podía apartar los ojos
de ella; con su vestido rosa, usando el collar que el señor Dalloway le había
regalado. Jenny debía recordar al perro, el fox-terrier de la señorita Eliza-
beth, que, ya que mordía, tenía que estar encerrado y podría, pensaba Eliza-
beth, querer algo. Jenny debía recordar al perro. Pero Jenny no iba a subir
con toda esa gente alrededor. ¡Ya había un automóvil en la puerta! ¡Había
un timbre en la puerta y los caballeros todavía en el comedor, bebiendo
tokay!
Ahí estaban subiendo las escaleras; ese era el primero en llegar, y ahora
vendrían más y más rápido, de modo que la señora Parkinson (contratada
para fiestas) dejaría la puerta del vestíbulo entreabierta, y el vestíbulo esta-
ría lleno de caballeros esperando (se quedaban esperando, alisándose el ca-
bello) mientras las damas se quitaban los abrigos en la habitación del pasi-
llo; donde la señora Barnet las ayudaba, la vieja Ellen Barnet, que había es-
tado con la familia durante cuarenta años, y venía cada verano para ayudar
a las damas, y recordaba a las madres cuando eran niñas, y aunque muy mo-
desta, daba la mano; decía "milady" muy respetuosamente, pero tenía una
manera humorística, mirando a las jóvenes, y ayudando con mucho tacto a
Lady Lovejoy, que tenía algún problema con su corsé. Y no podían evitar
sentir, Lady Lovejoy y Miss Alice, que algún pequeño privilegio en cuanto
a cepillo y peine, les era otorgado por haber conocido a la señora Barnet
—"treinta años, milady," les decía la señora Barnet. Las jóvenes no solían
usar rouge, dijo Lady Lovejoy, cuando se quedaban en Bourton en los vie-
jos tiempos. Y la señorita Alice no necesitaba rouge, dijo la señora Barnet,
mirándola con cariño. Allí se sentaba la señora Barnet, en el guardarropa,
alisando las pieles, alisando los chales españoles, ordenando la mesa de to-
cador, y sabiendo perfectamente bien, a pesar de las pieles y los bordados,
quiénes eran damas agradables y quiénes no. La querida anciana, dijo Lady
Lovejoy, subiendo las escaleras, la vieja niñera de Clarissa.
Y entonces Lady Lovejoy se puso rígida. "Lady y Miss Lovejoy," dijo a
Mr. Wilkins (contratado para fiestas). Tenía un comportamiento admirable,
mientras se inclinaba y enderezaba, se inclinaba y enderezaba y anunciaba
con perfecta imparcialidad "Lady y Miss Lovejoy... Sir John y Lady Need-
ham... Miss Weld... Mr. Walsh." Su manera era admirable; su vida familiar
debía ser irreprochable, excepto que parecía imposible que un ser con labios
verdosos y mejillas rasuradas pudiera haber cometido el error de tener hijos.
"¡Qué placer verte!" dijo Clarissa. Lo decía a todos. ¡Qué placer verte!
Estaba en su peor momento—efusiva, insincera. Fue un gran error haber
venido. Debería haberse quedado en casa y leer su libro, pensó Peter Walsh;
debería haber ido a un music hall; debería haberse quedado en casa, porque
no conocía a nadie.
Oh, Dios, iba a ser un fracaso; un completo fracaso, Clarissa lo sentía en
sus huesos mientras el querido viejo Lord Lexham estaba allí disculpándose
por su esposa que se había resfriado en la fiesta en el jardín del Palacio de
Buckingham. Podía ver a Peter con el rabillo del ojo, criticándola, allí, en
esa esquina. ¿Por qué, después de todo, hacía estas cosas? ¿Por qué buscar
cumbres y quedarse empapada en fuego? ¡Podría consumirla de todos mo-
dos! ¡Quemarla hasta las cenizas! ¡Cualquier cosa sería mejor, mejor blan-
dir su antorcha y lanzarla al suelo que apagarse y menguar como alguna
Ellie Henderson! Era extraordinario cómo Peter la ponía en estos estados
simplemente con venir y quedarse en una esquina. La hacía verse a sí mis-
ma; exagerar. Era idiota. Pero entonces, ¿por qué venía, solo para criticar?
¿Por qué siempre tomar, nunca dar? ¿Por qué no arriesgar su pequeño punto
de vista? Ahí estaba él, deambulando, y ella debía hablarle. Pero no tendría
la oportunidad. La vida era eso: humillación, renuncia. Lo que decía Lord
Lexham era que su esposa no usaría sus pieles en la fiesta del jardín porque
"querida, ustedes, las damas, son todas iguales"—¡Lady Lexham teniendo
al menos setenta y cinco años! Era delicioso, cómo se mimaban el uno al
otro, esa vieja pareja. A ella le gustaba el viejo Lord Lexham. Realmente
pensaba que importaba, su fiesta, y le hacía sentir bastante enferma saber
que todo estaba saliendo mal, todo cayendo en picado. Cualquier cosa, cual-
quier explosión, cualquier horror era mejor que la gente vagando sin rumbo,
parada en un rincón como Ellie Henderson, ni siquiera preocupándose por
mantenerse erguida.
Suavemente, la cortina amarilla con todos los pájaros del Paraíso se hin-
chó y parecía como si hubiera un vuelo de alas en la habitación, hacia afue-
ra, luego succionado de nuevo. (Porque las ventanas estaban abiertas.) ¿Es-
taba con corriente de aire? se preguntaba Ellie Henderson. Ella era propensa
a resfriarse. Pero no importaba que bajara estornudando mañana; eran las
chicas con sus hombros desnudos en las que pensaba, siendo entrenada para
pensar en los demás por un padre anciano, un inválido, ex vicario de Bour-
ton, pero él estaba muerto ahora; y sus resfriados nunca llegaban a su pe-
cho, nunca. Eran las chicas en las que pensaba, las chicas jóvenes con sus
hombros desnudos, ella misma habiendo sido siempre una criatura delgada,
con su cabello fino y perfil magro; aunque ahora, pasados los cincuenta, co-
menzaba a brillar a través de algún rayo suave, algo purificado en distinción
por años de abnegación, pero oscurecido nuevamente, perpetuamente, por
su angustiante gentileza, su pánico, que surgía de un ingreso de trescientas
libras, y su estado desarmado (no podía ganar un centavo) y la hacía tímida,
y cada vez más descalificada año tras año para encontrarse con personas
bien vestidas que hacían este tipo de cosas cada noche de la temporada,
simplemente diciéndoles a sus criadas "llevaré tal o cual", mientras Ellie
Henderson salía nerviosamente y compraba flores rosadas baratas, media
docena, y luego lanzaba un chal sobre su viejo vestido negro. Porque su in-
vitación a la fiesta de Clarissa había llegado en el último momento. No esta-
ba muy feliz por ello. Tenía una especie de sensación de que Clarissa no ha-
bía querido invitarla este año.
¿Por qué debería hacerlo? No había realmente razón, excepto que siem-
pre se habían conocido. De hecho, eran primas. Pero naturalmente se habían
alejado un poco, siendo Clarissa tan solicitada. Era un evento para ella, ir a
una fiesta. Era un verdadero placer solo ver los hermosos vestidos. ¿No era
esa Elizabeth, ya crecida, con su cabello peinado a la moda, en el vestido
rosa? Sin embargo, no podía tener más de diecisiete años. Era muy, muy
guapa. Pero las chicas cuando salían por primera vez no parecían usar blan-
co como solían hacerlo. (Debía recordar todo para contárselo a Edith.) Las
chicas usaban vestidos rectos, perfectamente ajustados, con faldas muy por
encima de los tobillos. No era favorecedor, pensó.
Así que, con su vista débil, Ellie Henderson se inclinó un poco hacia ade-
lante, y no era tanto que le molestara no tener a nadie con quien hablar
(apenas conocía a alguien allí), porque sentía que eran personas tan inter-
esantes de observar; políticos, presumiblemente; amigos de Richard Dallo-
way; pero era Richard mismo quien sentía que no podía dejar que la pobre
criatura se quedara allí toda la noche sola.
"Bueno, Ellie, ¿y cómo te trata el mundo?" dijo él con su manera jovial, y
Ellie Henderson, poniéndose nerviosa y sonrojándose y sintiendo que era
extraordinariamente amable de su parte venir y hablar con ella, dijo que
muchas personas realmente sentían más el calor que el frío.
"Sí, lo hacen," dijo Richard Dalloway. "Sí."
Pero ¿qué más se podía decir?
"Hola, Richard," dijo alguien, tomándolo del codo, y, ¡Dios mío, ahí esta-
ba el viejo Peter, el viejo Peter Walsh! ¡Estaba encantado de verlo—muy
contento de verlo! No había cambiado nada. Y se fueron juntos cruzando la
habitación, dándose pequeñas palmaditas, como si no se hubieran visto en
mucho tiempo, pensó Ellie Henderson, viéndolos irse, segura de que cono-
cía esa cara. Un hombre alto, de mediana edad, con ojos bastante finos, os-
curos, con gafas, con un aire de John Burrows. Edith seguramente lo sabría.
La cortina con su vuelo de pájaros del Paraíso se hinchó de nuevo. Y Cla-
rissa vio—vio a Ralph Lyon golpearla hacia atrás, y seguir hablando. ¡Así
que no fue un fracaso después de todo! todo iba a estar bien ahora—su fies-
ta. Había comenzado. Había empezado. Pero aún estaba en equilibrio. De-
bía quedarse allí por el momento. La gente parecía venir en una ráfaga.
Coronel y señora Garrod... Señor Hugh Whitbread... Señor Bowley... Se-
ñora Hilbery... Lady Mary Maddox... Señor Quin... entonó Wilkin. Ella tuvo
seis o siete palabras con cada uno, y ellos continuaron, entraron en las habi-
taciones; en algo ahora, no nada, ya que Ralph Lyon había golpeado la cor-
tina hacia atrás.
Y sin embargo, por su parte, era demasiado esfuerzo. No lo estaba disfru-
tando. Era demasiado como ser—cualquier persona, estando allí; cualquiera
podía hacerlo; sin embargo, no podía evitar sentir que ella, de alguna mane-
ra, había hecho esto posible, que marcaba una etapa, este poste que sentía
que se había convertido, porque curiosamente había olvidado por completo
cómo se veía, pero se sentía como una estaca clavada en la parte superior de
sus escaleras. Cada vez que daba una fiesta tenía esta sensación de ser algo
que no era ella misma, y que todos eran irreales en cierto modo; mucho más
reales en otro. Era, pensó, en parte su ropa, en parte estar sacados de sus
formas ordinarias, en parte el fondo, era posible decir cosas que no se po-
dían decir de otra manera, cosas que requerían un esfuerzo; posible ir mu-
cho más profundo. Pero no para ella; no todavía al menos.
"¡Qué placer verte!" dijo. ¡Querido viejo Sir Harry! Conocería a todos.
Y lo que era tan extraño al respecto era la sensación que uno tenía mien-
tras subían las escaleras uno tras otro, la señora Mount y Celia, Herbert
Ainsty, la señora Dakers—¡oh, y Lady Bruton!
"¡Qué bueno de tu parte venir!" dijo, y lo decía en serio—era extraño
cómo, estando allí, uno los sentía continuar, continuar, algunos bastante ma-
yores, algunos...
¿Qué nombre? ¿Lady Rosseter? ¿Pero quién en el mundo era Lady
Rosseter?
"¡Clarissa!" ¡Esa voz! ¡Era Sally Seton! ¡Sally Seton! ¡después de todos
estos años! Se vislumbró a través de una neblina. Porque ella no se veía así,
Sally Seton, cuando Clarissa agarró la lata de agua caliente, ¡pensar en ella
bajo este techo, bajo este techo! ¡No así!
Todas encima de cada una, avergonzadas, riendo, las palabras salieron a
trompicones—pasando por Londres; escuchando a Clara Haydon; ¡qué
oportunidad de verte! Así que me metí sin invitación...
Uno podría dejar la lata de agua caliente con total compostura. El brillo
había desaparecido de ella. Sin embargo, era extraordinario verla de nuevo,
más vieja, más feliz, menos hermosa. Se besaron, primero en una mejilla,
luego en la otra, junto a la puerta de la sala de estar, y Clarissa se giró, con
la mano de Sally en la suya, y vio sus habitaciones llenas, escuchó el rugido
de voces, vio los candelabros, las cortinas ondeando, y las rosas que Ri-
chard le había dado.
"Tengo cinco enormes chicos," dijo Sally.
Ella tenía el egoísmo más simple, el deseo más abierto de ser siempre la
primera, y Clarissa la amaba por seguir siendo así. "¡No puedo creerlo!" ex-
clamó, encendiéndose toda de placer al pensar en el pasado.
Pero, ay, Wilkins; Wilkins la quería; Wilkins estaba emitiendo en una voz
de autoridad imponente como si toda la compañía debiera ser amonestada y
la anfitriona reclamada de la frivolidad, un nombre:
"El Primer Ministro," dijo Peter Walsh.
¿El Primer Ministro? ¿De verdad? Ellie Henderson se maravillaba. ¡Qué
cosa para contarle a Edith!
No se podía reír de él. Se veía tan ordinario. Podrías haberlo puesto de-
trás de un mostrador y comprado galletas—pobre hombre, todo vestido de
encaje dorado. Y para ser justos, mientras hacía sus rondas, primero con
Clarissa luego con Richard escoltándolo, lo hacía muy bien. Intentó parecer
alguien. Fue divertido de ver. Nadie lo miraba. Simplemente seguían ha-
blando, pero era perfectamente claro que todos sabían, sentían hasta la mé-
dula de sus huesos, esta majestad pasando; este símbolo de lo que todos re-
presentaban, la sociedad inglesa. La vieja Lady Bruton, y ella se veía muy
bien también, muy robusta en su encaje, se acercó, y se retiraron a una pe-
queña habitación que de inmediato se convirtió en objeto de espionaje, vigi-
lada, y una especie de agitación y murmullo se extendió por todos, abierta-
mente: ¡el Primer Ministro!
¡Dios, Dios, la vanidad de los ingleses! pensó Peter Walsh, parado en la
esquina. ¡Cómo les encantaba vestirse con encaje dorado y rendir homena-
je! ¡Ahí! Eso debía ser, por Dios que era, Hugh Whitbread, olfateando los
alrededores de los grandes, un poco más gordo, un poco más blanco, el ad-
mirable Hugh!
Siempre parecía como si estuviera de servicio, pensó Peter, un ser privile-
giado, pero reservado, acumulando secretos que moriría defendiendo, aun-
que solo fuera algún pequeño chisme dejado caer por un lacayo de la corte,
que estaría en todos los periódicos mañana. Tales eran sus cascabeles, sus
baratijas, en el juego con las cuales había envejecido, llegado al borde de la
vejez, disfrutando del respeto y afecto de todos los que tenían el privilegio
de conocer a este tipo de hombre de la escuela pública inglesa. Inevitable-
mente uno inventaba cosas así sobre Hugh; ese era su estilo; el estilo de
esas cartas admirables que Peter había leído a miles de millas a través del
mar en el Times, y había agradecido a Dios estar fuera de ese pernicioso bu-
llicio si no fuera más que para escuchar a los babuinos chillar y a los coolies
golpear a sus esposas. Un joven de piel oliva de una de las universidades
estaba obsequiosamente a su lado. A él lo patrocinaría, lo iniciaría, le ense-
ñaría cómo progresar. Porque le gustaba nada más que hacer amabilidades,
hacer que los corazones de las ancianas palpitara de alegría al ser recorda-
das en su edad, su aflicción, creyendo que se habían olvidado por completo
de ellas, sin embargo, aquí estaba el querido Hugh conduciendo y pasando
una hora hablando del pasado, recordando trivialidades, alabando el pastel
casero, aunque Hugh podría comer pastel con una Duquesa cualquier día de
su vida, y, al mirarlo, probablemente pasaba mucho tiempo en esa agradable
ocupación. El Todo-juzgador, el Todo-misericordioso, podría excusar. Peter
Walsh no tenía piedad. Debía haber villanos, y Dios sabe que los sinver-
güenzas que son ahorcados por golpear el cerebro de una chica en un tren
hacen menos daño en general que Hugh Whitbread y su amabilidad. Míralo
ahora, de puntillas, avanzando, inclinándose y rascándose, mientras el Pri-
mer Ministro y Lady Bruton salían, insinuando para que todo el mundo vie-
ra que estaba privilegiado para decir algo, algo privado, a Lady Bruton al
pasar. Ella se detuvo. Sacudió su noble cabeza. Ella le estaba agradeciendo
presumiblemente por alguna pieza de servilismo. Ella tenía sus aduladores,
pequeños funcionarios en oficinas gubernamentales que corrían haciendo
pequeños trabajos en su nombre, a cambio de lo cual ella les daba almuerzo.
Pero ella derivaba del siglo XVIII. Ella estaba bien.
Y ahora Clarissa escoltaba a su Primer Ministro por la habitación, trotan-
do, brillando, con la majestad de su cabello gris. Ella llevaba pendientes, y
un vestido de sirena verde plateado. Meciendo sobre las olas y trenzando su
cabello parecía, teniendo ese don aún; ser; existir; resumirlo todo en el mo-
mento mientras pasaba; giraba, atrapaba su bufanda en el vestido de otra
mujer, la desenganchaba, reía, todo con la más perfecta facilidad y aire de
una criatura flotando en su elemento. Pero la edad la había rozado; incluso
como una sirena podría ver en su espejo el sol poniente en una tarde muy
clara sobre las olas. Había un aliento de ternura; su severidad, su mojigate-
ría, su rigidez estaban ahora totalmente caldeadas, y tenía a su alrededor
mientras decía adiós al hombre grueso de encaje dorado que estaba hacien-
do lo mejor que podía, y buena suerte para él, para parecer importante, una
dignidad inexpresable; una cordialidad exquisita; como si deseara el bien de
todo el mundo, y ahora debía, estando en el borde mismo de las cosas, to-
mar su despedida. Así le hacía pensar. (Pero él no estaba enamorado.)
De hecho, Clarissa sentía que el Primer Ministro había sido amable en
venir. Y, caminando por la habitación con él, con Sally allí y Peter allí y Ri-
chard muy complacido, con toda esa gente algo inclinada, tal vez, a la envi-
dia, había sentido esa intoxicación del momento, esa dilatación de los ner-
vios del propio corazón hasta que parecía estremecerse, erguido;—sí, pero
después de todo era lo que otras personas sentían, eso; porque, aunque lo
amaba y lo sentía hormiguear y punzar, aún estas apariencias, estos triunfos
(el querido viejo Peter, por ejemplo, pensándola tan brillante), tenían una
oquedad; estaban a la distancia de un brazo, no en el corazón; y podría ser
que estaba envejeciendo, pero ya no la satisfacían como solían hacerlo; y de
repente, mientras veía al Primer Ministro bajar las escaleras, el borde dora-
do del cuadro de Sir Joshua de la niña con una estufa trajo de vuelta a Kil-
man de golpe; Kilman su enemiga. Eso era satisfactorio; eso era real. Ah,
cómo la odiaba—caliente, hipócrita, corrupta; con todo ese poder; la seduc-
tora de Elizabeth; la mujer que se había infiltrado para robar y profanar (Ri-
chard diría, ¡Qué tonterías!). La odiaba: la amaba. Lo que se necesitaba eran
enemigos, no amigos—no la señora Durrant y Clara, Sir William y Lady
Bradshaw, la señorita Truelock y Eleanor Gibson (a quienes veía subiendo
las escaleras). Debían encontrarla si la querían. ¡Ella estaba para la fiesta!
Allí estaba su viejo amigo Sir Harry.
"¡Querido Sir Harry!" dijo, acercándose al noble anciano que había pro-
ducido más malos cuadros que otros dos académicos en todo St. John's
Wood (siempre eran de ganado, de pie en charcos de atardecer absorbiendo
humedad, o significando, porque tenía cierto rango de gestos, al levantar
una pata delantera y el meneo de los cuernos, "el Enfoque del Extraño"—
todas sus actividades, cenar fuera, correr, se fundaban en ganado de pie ab-
sorbiendo humedad en charcos de atardecer).
"¿De qué te ríes?" le preguntó. Porque Willie Titcomb y Sir Harry y Her-
bert Ainsty estaban todos riendo. Pero no. Sir Harry no podía contarle a
Clarissa Dalloway (mucho aunque la gustaba; de su tipo la consideraba per-
fecta, y amenazaba con pintarla) sus historias del escenario del music hall.
La bromeó sobre su fiesta. Echaba de menos su brandy. Estos círculos, dijo,
estaban por encima de él. Pero la quería; la respetaba, a pesar de su maldita,
difícil refinación de clase alta, que hacía imposible pedirle a Clarissa Dallo-
way que se sentara en su regazo. Y subió ese will-o'-the-wisp errante, esa
fosforescencia vagulosa, la vieja señora Hilbery, extendiendo sus manos al
calor de su risa (sobre el Duque y la Dama), que, al escucharla al otro lado
de la habitación, parecía asegurarle sobre un punto que a veces le preocupa-
ba si se despertaba temprano en la mañana y no le gustaba llamar a su don-
cella para una taza de té; cómo es cierto que debemos morir.
"No nos contarán sus historias," dijo Clarissa.
"¡Querida Clarissa!" exclamó la señora Hilbery. Parecía esta noche, dijo,
tan parecida a su madre como la vio por primera vez caminando en un jar-
dín con un sombrero gris.
Y realmente los ojos de Clarissa se llenaron de lágrimas. ¡Su madre, ca-
minando en un jardín! Pero ay, tenía que irse.
Porque allí estaba el profesor Brierly, que daba conferencias sobre Mil-
ton, hablando con el pequeño Jim Hutton (que no podía ni siquiera para una
fiesta como esta compaginar corbata y chaleco o hacer que su cabello se
mantuviera plano), y incluso a esta distancia estaban discutiendo, ella podía
ver. Porque el profesor Brierly era un pez muy extraño. Con todos esos gra-
dos, honores, cátedras entre él y los escritores que sospechaba instantánea-
mente una atmósfera no favorable a su extraño compuesto; su prodigioso
conocimiento y timidez; su encanto invernal sin cordialidad; su inocencia
mezclada con esnobismo; temblaba si se hacía consciente por el cabello
despeinado de una dama, las botas de un joven, de un inframundo, muy me-
ritorio sin duda, de rebeldes, de jóvenes ardientes; de aspirantes a genios, e
insinuaba con un pequeño movimiento de la cabeza, con un resoplido—
¡Humph!—el valor de la moderación; de alguna ligera formación en los clá-
sicos para poder apreciar a Milton. El profesor Brierly (Clarissa podía ver)
no estaba llevándose bien con el pequeño Jim Hutton (que llevaba calceti-
nes rojos, ya que los negros estaban en la lavandería) sobre Milton. Ella
interrumpió.
Dijo que amaba a Bach. También Hutton. Ese era el vínculo entre ellos, y
Hutton (un muy mal poeta) siempre sintió que la señora Dalloway era la
mejor de las grandes damas que se interesaban por el arte. Era extraño lo
estricta que era. Sobre la música era puramente impersonal. Era algo pedan-
te. Pero ¡qué encantadora de ver! Hacía su casa tan agradable si no fuera
por sus Profesores. Clarissa tenía la mitad de la intención de llevarlo y po-
nerlo en el piano en la habitación de atrás. Porque tocaba divinamente.
"¡Pero el ruido!" dijo ella. "¡El ruido!"
"La señal de una fiesta exitosa." Asintiendo urbanamente, el Profesor se
alejó delicadamente.
"Él sabe todo en el mundo sobre Milton," dijo Clarissa.
"¿De verdad?" dijo Hutton, quien imitaría al Profesor por todo Hamps-
tead; el Profesor sobre Milton; el Profesor sobre la moderación; el Profesor
alejándose delicadamente.
Pero ella debía hablar con esa pareja, dijo Clarissa, Lord Gayton y Nancy
Blow.
No es que ellos añadieran perceptiblemente al ruido de la fiesta. No esta-
ban hablando (perceptiblemente) mientras estaban uno al lado del otro junto
a las cortinas amarillas. Pronto se irían a otro lugar, juntos; y nunca tenían
mucho que decir en cualquier circunstancia. Miraban; eso era todo. Eso era
suficiente. Se veían tan limpios, tan saludables, ella con un rubor de albari-
coque de polvo y pintura, pero él frotado, enjuagado, con los ojos de un pá-
jaro, para que ninguna bola pudiera pasarle o un golpe sorprenderlo. Él gol-
peaba, saltaba, con precisión, en el lugar. Las bocas de los ponis temblaban
al final de sus riendas. Tenía sus honores, monumentos ancestrales, bande-
ras colgando en la iglesia en casa. Tenía sus deberes; sus inquilinos; una
madre y hermanas; había estado todo el día en Lords, y de eso estaban ha-
blando—cricket, primos, las películas—cuando la señora Dalloway se acer-
có. Lord Gayton la quería muchísimo. También la señorita Blow. Ella tenía
tan encantadoras maneras.
"¡Es angelical—es delicioso que hayan venido!" dijo. Amaba Lords;
amaba la juventud, y Nancy, vestida a un costo enorme por los mejores ar-
tistas de París, estaba allí de pie como si su cuerpo hubiera simplemente
producido, por sí solo, un volante verde.
"Había planeado tener baile," dijo Clarissa.
Los jóvenes no podían hablar. ¿Y por qué deberían? Gritar, abrazarse, ba-
lancearse, levantarse al amanecer; llevar azúcar a los ponis; besar y acari-
ciar los hocicos de adorables chows; y luego, todo hormigueante y lleno de
vida, sumergirse y nadar. Pero los enormes recursos del idioma inglés, el
poder que otorga, después de todo, de comunicar sentimientos (a su edad,
ella y Peter habrían estado discutiendo toda la noche), no eran para ellos. Se
solidificarían jóvenes. Serían increíblemente buenos con la gente de la fin-
ca, pero a solas, tal vez, serían bastante aburridos.
"¡Qué lástima!" dijo ella. "Esperaba poder bailar".
¡Era tan extraordinariamente amable de su parte haber venido! Pero ha-
blar de bailar... Las habitaciones estaban abarrotadas.
Allí estaba la vieja tía Helena con su chal. Lamentablemente, tenía que
dejarlos —a Lord Gayton y a Nancy Blow. Allí estaba la vieja señorita Pa-
rry, su tía. Porque la señorita Helena Parry no estaba muerta: la señorita Pa-
rry estaba viva. Tenía más de ochenta años. Subía las escaleras lentamente
con un bastón. La colocaban en una silla (Richard se había encargado de
ello). Las personas que habían conocido Birmania en los años setenta siem-
pre eran llevadas a verla. ¿Dónde se había metido Peter? Solían ser tan ami-
gos. Porque al mencionar India, o incluso Ceilán, sus ojos (solo uno era de
vidrio) se profundizaban lentamente, se volvían azules, no contemplaban
seres humanos —no tenía recuerdos tiernos, ni ilusiones orgullosas sobre
virreyes, generales, motines— lo que veía eran orquídeas, y pasos de mon-
taña, y a sí misma llevada a cuestas por porteadores en los años sesenta so-
bre picos solitarios; o descendiendo para arrancar orquídeas (flores sorpren-
dentes, nunca vistas antes) que pintaba en acuarela; una inglesa indomable,
irritable si la guerra, digamos, la interrumpía dejando una bomba en su
puerta, de su profunda meditación sobre las orquídeas y su propia figura
viajando en los años sesenta en la India— pero aquí estaba Peter.
"Ven a hablar con la tía Helena sobre Birmania," dijo Clarissa.
¡Y aún no había intercambiado una palabra con ella en toda la noche!
"Hablaremos más tarde," dijo Clarissa, llevándolo hacia la tía Helena,
con su chal blanco y su bastón.
"Peter Walsh," dijo Clarissa.
Eso no significaba nada.
Clarissa la había invitado. Era cansado; era ruidoso; pero Clarissa la ha-
bía invitado. Así que había venido. Era una pena que vivieran en Londres—
Richard y Clarissa. Si solo por la salud de Clarissa, habría sido mejor vivir
en el campo. Pero Clarissa siempre había sido aficionada a la sociedad.
"Él ha estado en Birmania," dijo Clarissa.
Ah. No podía resistirse a recordar lo que Charles Darwin había dicho so-
bre su pequeño libro sobre las orquídeas de Birmania.
(Clarissa debía hablar con Lady Bruton).
Sin duda su libro sobre las orquídeas de Birmania estaba olvidado ahora,
pero tuvo tres ediciones antes de 1870, le dijo a Peter. Ahora lo recordaba.
Había estado en Bourton (y él la había dejado, recordaba Peter Walsh, sin
decir una palabra en el salón esa noche cuando Clarissa le había pedido que
salieran a navegar).
"Richard disfrutó mucho su almuerzo," dijo Clarissa a Lady Bruton.
"Richard fue de la mayor ayuda posible," respondió Lady Bruton. "Me
ayudó a escribir una carta. ¿Y cómo estás?"
"Oh, ¡perfectamente bien!" dijo Clarissa. (Lady Bruton detestaba la en-
fermedad en las esposas de los políticos.)
"¡Y ahí está Peter Walsh!" dijo Lady Bruton (porque nunca podía pensar
en nada que decirle a Clarissa; aunque le gustaba. Tenía muchas cualidades
excelentes; pero no tenían nada en común—ella y Clarissa. Podría haber
sido mejor si Richard se hubiera casado con una mujer con menos encanto,
que lo hubiera ayudado más en su trabajo. Había perdido su oportunidad en
el Gabinete). "¡Ahí está Peter Walsh!" dijo, dándole la mano a ese pecador
agradable, ese tipo muy capaz que debería haber hecho un nombre para sí
mismo pero no lo había hecho (siempre en dificultades con las mujeres), y,
por supuesto, la vieja señorita Parry. ¡Maravillosa anciana!
Lady Bruton se paró junto a la silla de la señorita Parry, un espectral gra-
nadero, envuelta en negro, invitando a Peter Walsh a almorzar; cordial; pero
sin conversación trivial, sin recordar nada sobre la flora o fauna de la India.
Había estado allí, por supuesto; había estado con tres virreyes; pensaba que
algunos de los civiles indios eran tipos excepcionalmente buenos; pero ¡qué
tragedia era el estado de la India! El Primer Ministro acababa de decirle (la
vieja señorita Parry, acurrucada en su chal, no le importaba lo que el Primer
Ministro acababa de decirle), y Lady Bruton quería conocer la opinión de
Peter Walsh, ya que él venía fresco del centro, y ella haría que Sir Sampson
se reuniera con él, porque realmente eso le impedía dormir por la noche, la
locura de todo, la maldad podría decir, siendo hija de un soldado. Ella era
una anciana ahora, no muy útil. Pero su casa, sus sirvientes, su buena amiga
Milly Brush—¿la recordaba?—estaban allí solo pidiendo ser utilizados si—
si pudieran ser de ayuda, en resumen. Porque nunca hablaba de Inglaterra,
pero esta isla de hombres, esta querida, querida tierra, estaba en su sangre
(sin leer a Shakespeare), y si alguna vez una mujer pudo haber llevado el
casco y disparado la flecha, podría haber liderado tropas para atacar, gober-
nado con justicia indomable hordas bárbaras y yacido bajo un escudo sin
nariz en una iglesia, o hecho un montículo de hierba verde en alguna colina
primitiva, esa mujer era Millicent Bruton. Excluida por su sexo y también
por una travesura de la facultad lógica (le resultaba imposible escribir una
carta al Times), siempre tenía presente el pensamiento del Imperio, y había
adquirido de su asociación con esa diosa armada su porte rígido, su robustez
de comportamiento, de modo que no se podía imaginarla ni siquiera en la
muerte separada de la tierra o vagando por territorios sobre los cuales, en
alguna forma espiritual, la Union Jack había dejado de volar. No ser inglesa
ni siquiera entre los muertos—¡no, no! ¡Imposible!
Pero, ¿era Lady Bruton (a quien solía conocer)? ¿Era Peter Walsh con
canas? Se preguntaba Lady Rosseter (quien había sido Sally Seton). Era
ciertamente la vieja señorita Parry, la vieja tía que solía estar tan enfadada
cuando se quedaba en Bourton. Nunca debería olvidar correr por el pasillo
desnuda, y ser llamada por la señorita Parry. ¡Y Clarissa! ¡oh Clarissa! Sally
la agarró del brazo.
Clarissa se detuvo junto a ellos.
"Pero no puedo quedarme," dijo. "Volveré más tarde. Esperen," dijo, mi-
rando a Peter y Sally. Debían esperar, quiso decir, hasta que toda esa gente
se hubiera ido.
"Volveré," dijo, mirando a sus viejos amigos, Sally y Peter, que se estre-
chaban las manos, y Sally, recordando el pasado sin duda, se reía.
Pero su voz ya no tenía la antigua riqueza embriagadora; sus ojos no bri-
llaban como solían hacerlo, cuando fumaba puros, cuando corría por el pa-
sillo a buscar su bolsa de esponja, sin una sola prenda de ropa, y Ellen At-
kins preguntaba, ¿Qué pasaría si los caballeros la encontraran? Pero todos
la perdonaban. Robó un pollo de la despensa porque tenía hambre en la no-
che; fumaba puros en su habitación; dejó un libro inestimable en el puntal.
Pero todos la adoraban (excepto tal vez Papá). Era su calidez; su vitalidad—
pintaría, escribiría. Las ancianas del pueblo nunca olvidaban hasta el día de
hoy preguntar por "tu amiga con la capa roja que parecía tan alegre". Acusó
a Hugh Whitbread, de todas las personas (y allí estaba, su viejo amigo
Hugh, hablando con el Embajador Portugués), de besarla en la sala de fu-
madores para castigarla por decir que las mujeres deberían tener derecho al
voto. Hombres vulgares lo hacían, dijo ella. Y Clarissa recordaba haber te-
nido que persuadirla de no denunciarlo en las oraciones familiares—lo cual
era capaz de hacer con su audacia, su temeridad, su amor melodramático de
ser el centro de todo y crear escenas, y estaba destinada, pensaba Clarissa, a
terminar en alguna terrible tragedia; su muerte; su martirio; en lugar de lo
cual se había casado, bastante inesperadamente, con un hombre calvo con
un gran ojal que era dueño, se decía, de fábricas de algodón en Manchester.
¡Y tenía cinco hijos!
Ella y Peter se habían instalado juntos. Estaban hablando: parecía tan fa-
miliar—que estuvieran hablando. Discutirían el pasado. Con los dos (más
incluso que con Richard) compartía su pasado; el jardín; los árboles; el vie-
jo Joseph Breitkopf cantando Brahms sin voz; el papel tapiz del salón; el
olor de las alfombras. Sally debía ser siempre parte de esto; Peter debía ser
siempre parte de esto. Pero tenía que dejarlos. Estaban los Bradshaw, a
quienes no le gustaban. Debía acercarse a Lady Bradshaw (de gris y plata,
equilibrándose como un león marino al borde de su tanque, pidiendo invita-
ciones, duquesas, la esposa típica del hombre exitoso), debía acercarse a
Lady Bradshaw y decir...
Pero Lady Bradshaw se le adelantó.
"Estamos terriblemente atrasados, querida señora Dalloway, apenas nos
atrevimos a entrar," dijo.
Y Sir William, que lucía muy distinguido, con su cabello gris y ojos azu-
les, dijo que sí; no habían podido resistir la tentación. Probablemente estaba
hablando con Richard sobre ese proyecto de ley que querían aprobar en los
Comunes. ¿Por qué la visión de él, hablando con Richard, la hacía encoger-
se? Se veía como lo que era, un gran doctor. Un hombre absolutamente en
la cima de su profesión, muy poderoso, bastante desgastado. Porque piensa
en los casos que se le presentan—personas en las profundidades de la mise-
ria; personas al borde de la locura; maridos y esposas. Tenía que decidir
cuestiones de dificultad espantosa. Sin embargo, lo que sentía era que no le
gustaría que Sir William la viera infeliz. No; no ese hombre.
"¿Cómo está tu hijo en Eton?" preguntó a Lady Bradshaw.
Había perdido su oportunidad en el equipo de cricket, dijo Lady Brads-
haw, debido a las paperas. Su padre se molestó más que él, pensó ella "sien-
do," dijo, "nada más que un gran muchacho él mismo."
Clarissa miró a Sir William, hablando con Richard. No se veía como un
muchacho—no en lo más mínimo como un muchacho. Una vez había ido
con alguien a pedirle consejo. Había estado perfectamente en lo correcto;
extremadamente sensato. Pero cielos—¡qué alivio salir de nuevo a la calle!
Recordaba a algún pobre infeliz sollozando en la sala de espera. Pero no sa-
bía qué era—sobre Sir William; lo que exactamente no le gustaba. Solo que
Richard estaba de acuerdo con ella, "no le gustaba su gusto, no le gustaba
su olor." Pero era extraordinariamente capaz. Estaban hablando sobre ese
proyecto de ley. Algún caso, mencionaba Sir William, bajando la voz. Tenía
relación con lo que decía sobre los efectos diferidos del shock de guerra.
Debía haber alguna provisión en el proyecto de ley.
Bajando su voz, llevando a la señora Dalloway al refugio de una feminei-
dad común, un orgullo común en las cualidades ilustres de los maridos y su
triste tendencia a sobrecargarse de trabajo, Lady Bradshaw (pobre tonta—
no la despreciaba) murmuró cómo, "justo cuando íbamos a salir, mi esposo
recibió una llamada telefónica, un caso muy triste. Un joven (eso es lo que
Sir William está diciendo al señor Dalloway) se había suicidado. Había es-
tado en el ejército." ¡Oh! pensó Clarissa, en medio de mi fiesta, aquí está la
muerte, pensó.
Entró en la pequeña habitación donde el Primer Ministro había estado
con Lady Bruton. Tal vez había alguien allí. Pero no había nadie. Las sillas
aún conservaban la impronta del Primer Ministro y Lady Bruton, ella giraba
deferentemente, él sentado cuadrado, autoritariamente. Habían estado ha-
blando de la India. No había nadie. El esplendor de la fiesta cayó al suelo,
tan extraño era entrar sola en su gala.
¿Qué derecho tenían los Bradshaw a hablar de la muerte en su fiesta? Un
joven se había suicidado. Y hablaban de ello en su fiesta—los Bradshaw,
hablaban de la muerte. Se había suicidado—pero ¿cómo? Siempre su cuer-
po pasaba por ello primero, cuando le decían, de repente, sobre un acciden-
te; su vestido se encendía, su cuerpo ardía. Se había arrojado desde una ven-
tana. Se había disparado el suelo hacia él; a través de él, tambaleándose,
golpeándose, pasaban las púas oxidadas. Allí yacía con un golpe, golpe,
golpe en su cerebro, y luego una asfixia de negrura. Así lo veía ella. ¿Pero
por qué lo había hecho? ¡Y los Bradshaw hablaban de ello en su fiesta!
Ella una vez había arrojado un chelín al Serpentine, nunca nada más.
Pero él lo había arrojado todo. Seguían viviendo (tendría que volver; las ha-
bitaciones aún estaban abarrotadas; la gente seguía llegando). Ellos (todo el
día había estado pensando en Bourton, en Peter, en Sally), ellos envejece-
rían. Había algo que importaba; algo, envuelto en charla, desfigurado, oscu-
recido en su propia vida, dejado caer cada día en la corrupción, mentiras,
charla. Esto él lo había preservado. La muerte era desafío. La muerte era un
intento de comunicarse; personas sintiendo la imposibilidad de alcanzar el
centro que, misticamente, se les escapaba; la cercanía se alejaba; el éxtasis
se desvanecía, uno estaba solo. Había un abrazo en la muerte.
Pero este joven que se había suicidado—¿había saltado sosteniendo su
tesoro? "Si fuera ahora morir, 'sería ahora ser más feliz," se había dicho una
vez, bajando en blanco.
O estaban los poetas y pensadores. Supongamos que él había tenido esa
pasión, y había ido a Sir William Bradshaw, un gran doctor pero para ella
oscuramente malvado, sin sexo ni lujuria, extremadamente cortés con las
mujeres, pero capaz de algún ultraje indescriptible—forzando tu alma, eso
era—si este joven había ido a él, y Sir William lo había impresionado, así,
con su poder, ¿podría no haber dicho entonces (de hecho, ella lo sentía aho-
ra), la vida es insoportable; ellos hacen la vida insoportable, hombres como
ese?
Entonces (lo había sentido solo esta mañana) había el terror; la incapaci-
dad abrumadora, sus padres dándoselo a uno en las manos, esta vida, para
vivirla hasta el final, para caminar con serenidad; había en el fondo de su
corazón un miedo terrible. Incluso ahora, a menudo si Richard no estaba allí
leyendo el Times, para que ella pudiera acurrucarse como un pájaro y gra-
dualmente revivir, enviar rugiendo ese deleite inconmensurable, frotando
palo con palo, una cosa con otra, ella habría perecido. Pero ese joven se ha-
bía suicidado.
De alguna manera era su desastre—su desgracia. Era su castigo ver hun-
dirse y desaparecer aquí a un hombre, allá a una mujer, en esta profunda os-
curidad, y ella obligada a pararse aquí con su vestido de noche. Ella había
planeado; había hurtado. Nunca había sido completamente admirable. Ha-
bía querido éxito. Lady Bexborough y el resto de ello. Y una vez había ca-
minado por la terraza en Bourton.
Fue gracias a Richard; nunca había sido tan feliz. Nada podía ser lo sufi-
cientemente lento; nada podía durar demasiado. Ningún placer podía igua-
lar, pensaba, enderezando las sillas, empujando un libro en la estantería, el
haber terminado con los triunfos de la juventud, haberse perdido en el pro-
ceso de vivir, para encontrarlo, con un choque de deleite, cuando el sol sa-
lía, cuando el día se hundía. Muchas veces había ido, en Bourton cuando
todos estaban hablando, a mirar el cielo; o lo había visto entre los hombros
de las personas en la cena; lo había visto en Londres cuando no podía dor-
mir. Se acercó a la ventana.
A pesar de lo tonto que parecía, había algo suyo en ello, ese cielo del
campo, este cielo sobre Westminster. Separó las cortinas; miró. ¡Oh, pero
qué sorpresa!—¡en la habitación de enfrente la anciana la miraba fijamente!
Ella se iba a la cama. Y el cielo. Pensó que sería un cielo solemne, que sería
un cielo sombrío, apartando su mejilla en belleza. Pero ahí estaba—pálido
como la ceniza, atravesado rápidamente por nubes vastas y alargadas. Era
nuevo para ella. El viento debía haber aumentado. Ella se iba a la cama, en
la habitación de enfrente. Era fascinante verla, moverse por ahí, esa ancia-
na, cruzando la habitación, acercándose a la ventana. ¿Podía verla? Era fas-
cinante, con la gente todavía riendo y gritando en el salón, observar a esa
anciana, tan tranquilamente, yéndose a la cama. Ahora corrió la persiana. El
reloj empezó a sonar. El joven se había suicidado; pero ella no lo compade-
cía; con el reloj marcando la hora, uno, dos, tres, no lo compadecía, con
todo esto sucediendo. ¡Ahí! ¡la anciana había apagado su luz! toda la casa
estaba oscura ahora con esto sucediendo, repitió, y las palabras vinieron a
ella, No temas más el calor del sol. Debía volver con ellos. ¡Pero qué noche
tan extraordinaria! Se sentía de alguna manera muy parecida a él—el joven
que se había suicidado. Se sentía contenta de que lo hubiera hecho; lo hu-
biera arrojado. El reloj estaba sonando. Los círculos de plomo se disolvían
en el aire. Él la hizo sentir la belleza; la hizo sentir la diversión. Pero debía
volver. Debía reunirse. Debía encontrar a Sally y Peter. Y entró desde la pe-
queña habitación.
CAPÍTULO XI
“¿Pero dónde está Clarissa?” dijo Peter. Estaba sentado en el sofá con Sa-
lly. (Después de todos estos años realmente no podía llamarla “Lady Rosse-
ter.”) “¿Dónde se ha ido esa mujer?” preguntó. “¿Dónde está Clarissa?”
Sally supuso, y también lo hizo Peter en ese sentido, que había personas
importantes, políticos, a quienes ninguno de los dos conocía salvo de vista
en las fotos de los periódicos, con quienes Clarissa tenía que ser amable,
tenía que hablar. Estaba con ellos. Sin embargo, Richard Dalloway no esta-
ba en el gabinete. ¿No había tenido éxito, supuso Sally? Por su parte, casi
nunca leía los periódicos. A veces veía su nombre mencionado. Pero enton-
ces, bueno, ella vivía una vida muy solitaria, en lo salvaje, diría Clarissa,
entre grandes comerciantes, grandes fabricantes, hombres, después de todo,
que hacían cosas. ¡Ella también había hecho cosas!
“¡Tengo cinco hijos!” le dijo.
¡Dios, Dios, qué cambio había tenido! la suavidad de la maternidad; su
egoísmo también. La última vez que se encontraron, Peter recordó, había
sido entre las coliflores a la luz de la luna, las hojas “como bronce rugoso”
había dicho ella, con su tono literario; y había recogido una rosa. Ella lo ha-
bía hecho marchar de un lado a otro esa noche terrible, después de la escena
junto a la fuente; debía tomar el tren de medianoche. ¡Cielos, había llorado!
Ese era su viejo truco, abrir un cortaplumas, pensó Sally, siempre abrien-
do y cerrando un cuchillo cuando se emocionaba. Habían sido muy, muy
íntimos, ella y Peter Walsh, cuando él estaba enamorado de Clarissa, y esta-
ba esa escena terrible y ridícula con Richard Dalloway en el almuerzo. Ella
había llamado a Richard “Wickham.” ¿Por qué no llamar a Richard “Wick-
ham”? ¡Clarissa se había encendido! y de hecho, no se habían visto desde
entonces, ella y Clarissa, no más de media docena de veces tal vez en los
últimos diez años. Y Peter Walsh se había ido a la India, y había oído vaga-
mente que había hecho un matrimonio infeliz, y no sabía si tenía hijos, y no
podía preguntarle, porque él había cambiado. Se veía algo encogido, pero
más amable, sentía ella, y le tenía un verdadero afecto, porque estaba co-
nectado con su juventud, y aún tenía un pequeño Emily Brontë que él le ha-
bía dado, y él iba a escribir, ¿cierto? En esos días iba a escribir.
“¿Has escrito?” le preguntó, extendiendo su mano, su mano firme y bien
formada, sobre su rodilla de una manera que él recordó.
“¡Ni una palabra!” dijo Peter Walsh, y ella se rió.
Todavía era atractiva, todavía una figura, Sally Seton. Pero, ¿quién era
este Rosseter? Llevaba dos camelias en su día de bodas, eso era todo lo que
Peter sabía de él. “Tienen miríadas de sirvientes, kilómetros de invernade-
ros,” escribió Clarissa; algo así. Sally lo admitió con una carcajada.
“Sí, tengo diez mil al año” —si antes o después de pagar impuestos, no
podía recordar, porque su esposo, “a quien debes conocer,” dijo, “a quien te
agradará,” dijo, hacía todo eso por ella.
Y Sally solía estar hecha harapos. Había empeñado el anillo de su abuela,
que María Antonieta le había dado a su bisabuelo para ir a Bourton.
Oh sí, Sally recordó; aún lo tenía, un anillo de rubí que María Antonieta
le había dado a su bisabuelo. En esos días nunca tenía un centavo a su nom-
bre, e ir a Bourton siempre significaba algún apuro terrible. Pero ir a Bour-
ton significaba tanto para ella—creía que la había mantenido cuerda, tan in-
feliz había estado en casa. Pero todo eso era cosa del pasado—todo había
terminado ahora, dijo. Y el señor Parry estaba muerto; y la señorita Parry
seguía viva. ¡Nunca había tenido tal shock en su vida! dijo Peter. Estaba
completamente seguro de que ella estaba muerta. ¿Y el matrimonio había
sido, Sally supuso, un éxito? Y esa joven muy hermosa, muy segura de sí
misma era Elizabeth, allá, junto a las cortinas, de rojo.
(Era como un álamo, era como un río, era como un jacinto, pensaba Wi-
llie Titcomb. ¡Oh, qué más agradable era estar en el campo y hacer lo que le
gustaba! Podía oír a su pobre perro aullando, Elizabeth estaba segura.) No
se parecía en nada a Clarissa, dijo Peter Walsh.
“Oh, ¡Clarissa!” dijo Sally.
Lo que Sally sentía era simplemente esto. Le debía a Clarissa una enorme
cantidad. Habían sido amigas, no conocidas, amigas, y aún veía a Clarissa
toda vestida de blanco recorriendo la casa con las manos llenas de flores—
hasta el día de hoy las plantas de tabaco le hacían pensar en Bourton. Pero
—¿Peter entendía?—le faltaba algo. ¿Le faltaba qué? Tenía encanto; tenía
un encanto extraordinario. Pero para ser franca (y sentía que Peter era un
viejo amigo, un verdadero amigo—¿importaba la ausencia? ¿importaba la
distancia? A menudo había querido escribirle, pero lo rompía, pero sentía
que él entendía, porque las personas entienden sin que se digan cosas, como
uno se da cuenta al envejecer, y vieja estaba, había ido esa tarde a ver a sus
hijos en Eton, donde tenían paperas), para ser completamente franca enton-
ces, ¿cómo pudo haberlo hecho Clarissa?—¿casarse con Richard Dalloway?
un deportista, un hombre que solo se preocupaba por los perros. Literalmen-
te, cuando entraba en la habitación olía a establo. ¿Y luego todo esto? Ella
agitó su mano.
Era Hugh Whitbread, paseando con su chaleco blanco, difuso, gordo, cie-
go, más allá de todo, excepto de la autoestima y la comodidad.
“No nos va a reconocer,” dijo Sally, y realmente no tuvo el valor—¡así
que ese era Hugh! el admirable Hugh.
“¿Y qué hace?” preguntó a Peter.
Limpiaba las botas del Rey o contaba botellas en Windsor, le dijo Peter.
¡Peter mantenía su lengua afilada a raya! Pero Sally debía ser franca, dijo
Peter. Ese beso ahora, de Hugh.
En los labios, le aseguró ella, en la sala de fumadores una noche. Fue di-
rectamente a Clarissa enfurecida. ¡Hugh no hacía tales cosas! dijo Clarissa,
¡el admirable Hugh! ¡Los calcetines de Hugh eran, sin excepción, los más
hermosos que jamás había visto—y ahora su traje de noche. ¡Perfecto! ¿Y
tenía hijos?
“Todo el mundo en la sala tiene seis hijos en Eton,” le dijo Peter, excepto
él mismo. Gracias a Dios, no tenía ninguno. No hijos, no hijas, no esposa.
Bueno, no parecía importarle, dijo Sally. Se veía más joven, pensó, que
cualquiera de ellos.
Pero había sido una tontería hacerlo, de muchas maneras, dijo Peter, ca-
sarse así; “una tonta perfecta era,” dijo, pero, dijo, “tuvimos un tiempo es-
pléndido,” pero, ¿cómo podría ser eso? se preguntaba Sally; ¿qué quería de-
cir? y qué extraño era conocerlo y, sin embargo, no saber ni una sola cosa
que le hubiera pasado. ¿Y lo decía por orgullo? Muy probablemente, porque
después de todo debía ser irritante para él (aunque era una rareza, una espe-
cie de duende, no en absoluto un hombre ordinario), debía ser solitario a su
edad no tener un hogar, ningún lugar a donde ir. Pero debía quedarse con
ellos durante semanas y semanas. Por supuesto que lo haría; le encantaría
quedarse con ellos, y así es como salió a la luz. Todos estos años los Dallo-
way no habían ido ni una sola vez. Una y otra vez los habían invitado. Cla-
rissa (porque era Clarissa, por supuesto) no quería ir. Porque, dijo Sally,
Clarissa era en el fondo una snob—había que admitirlo, una snob. Y era eso
lo que estaba entre ellas, estaba convencida. Clarissa pensaba que se había
casado por debajo de su nivel, su marido siendo—ella estaba orgullosa de
ello—hijo de un minero. Cada centavo que tenían él lo había ganado. De
niño (su voz temblaba) había llevado grandes sacos.
(Y así seguiría, sentía Peter, hora tras hora; el hijo del minero; la gente
pensaba que se había casado por debajo de su nivel; sus cinco hijos; y ¿cuál
era la otra cosa—plantas, hortensias, seringas, lirios hibisco muy, muy raros
que nunca crecen al norte del Canal de Suez, pero ella, con un jardinero en
un suburbio cerca de Manchester, tenía camas de ellos, ¡positivamente ca-
mas! Todo eso Clarissa lo había escapado, tan poco maternal como era.)
¿Era una snob? Sí, en muchos sentidos. ¿Dónde estaba, todo este tiempo?
Se estaba haciendo tarde.
“Aun así,” dijo Sally, “cuando escuché que Clarissa daba una fiesta, sentí
que no podía no venir—debía verla de nuevo (y me estoy quedando en Vic-
toria Street, prácticamente al lado). Así que simplemente vine sin una invi-
tación. Pero,” susurró, “dime, por favor. ¿Quién es esta?”
Era la señora Hilbery, buscando la puerta. ¡Por lo tarde que se estaba ha-
ciendo! Y, murmuró, a medida que la noche avanzaba, cuando la gente se
iba, uno encontraba viejos amigos; rincones tranquilos; y las vistas más her-
mosas. ¿Sabían, preguntó, que estaban rodeados por un jardín encantado?
Luces y árboles y maravillosos lagos relucientes y el cielo. Solo unas pocas
lámparas de hadas, había dicho Clarissa Dalloway, ¡en el jardín trasero!
Pero era una maga. Era un parque... Y no sabía sus nombres, pero amigos
sabía que eran, amigos sin nombres, canciones sin palabras, siempre las me-
jores. Pero había tantas puertas, lugares tan inesperados, que no podía en-
contrar el camino.
“Vieja señora Hilbery,” dijo Peter; pero ¿quién era esa? esa dama que es-
taba junto a la cortina toda la noche, sin hablar? Conocía su rostro; la co-
nectaba con Bourton. ¿Seguro que solía cortar ropa interior en la gran mesa
junto a la ventana? Davidson, ¿era ese su nombre?
“Oh, esa es Ellie Henderson,” dijo Sally. Clarissa era realmente muy dura
con ella. Era una prima, muy pobre. Clarissa era dura con la gente.
Lo era un poco, dijo Peter. Sin embargo, dijo Sally, a su manera emotiva,
con una oleada de ese entusiasmo que Peter solía amar de ella, aunque aho-
ra lo temía un poco, tan efusiva podía llegar a ser—¡qué generosa era Cla-
rissa con sus amigos! y qué rara cualidad se encontraba eso, y cómo a veces
por la noche o en Navidad, cuando contaba sus bendiciones, ponía esa
amistad en primer lugar. Eran jóvenes; eso era. Clarissa era pura de cora-
zón; eso era. Peter la consideraría sentimental. Así era. Porque había llega-
do a sentir que era lo único que valía la pena decir—lo que uno sentía. La
inteligencia era una tontería. Debía decirse simplemente lo que uno sentía.
“Pero no sé,” dijo Peter Walsh, “lo que siento.”
Pobre Peter, pensó Sally. ¿Por qué no venía Clarissa a hablar con ellos?
Eso era lo que él deseaba. Ella lo sabía. Todo el tiempo él estaba pensando
solo en Clarissa, y estaba jugando nerviosamente con su cuchillo.
No había encontrado la vida simple, dijo Peter. Sus relaciones con Claris-
sa no habían sido simples. Había arruinado su vida, dijo. (Habían sido tan
íntimos—él y Sally Seton, era absurdo no decirlo). No se podía estar
enamorado dos veces, dijo. ¿Y qué podía decir ella? Aun así, es mejor ha-
ber amado (pero él pensaría que era sentimental—solía ser tan agudo). De-
bía venir a quedarse con ellos en Manchester. Eso es muy cierto, dijo él.
Muy cierto. Le encantaría venir a quedarse con ellos, directamente después
de haber hecho lo que tenía que hacer en Londres.
Y Clarissa lo había querido más de lo que había querido a Richard. Sally
estaba segura de eso.
“No, no, no,” dijo Peter (Sally no debía haber dicho eso—se pasó). Ese
buen hombre—ahí estaba al final de la habitación, hablando, como siempre,
querido viejo Richard. ¿Con quién estaba hablando? preguntó Sally, ¿ese
hombre de aspecto tan distinguido? Viviendo en lo salvaje como lo hacía,
tenía una curiosidad insaciable por saber quiénes eran las personas. Pero
Peter no lo sabía. No le gustaba su aspecto, dijo, probablemente un Ministro
del Gabinete. De todos ellos, Richard le parecía el mejor, dijo—el más
desinteresado.
“¿Pero qué ha hecho?” preguntó Sally. Trabajo público, supuso. ¿Y eran
felices juntos? preguntó Sally (ella misma era extremadamente feliz); por-
que, admitió, no sabía nada de ellos, solo sacaba conclusiones precipitadas,
como se hace, ¿qué puede saber uno incluso de las personas con las que
vive todos los días? preguntó. ¿No somos todos prisioneros? Había leído
una obra maravillosa sobre un hombre que rascaba en la pared de su celda,
y había sentido que eso era cierto en la vida—uno rascaba en la pared. De-
sesperando de las relaciones humanas (las personas eran tan difíciles), a
menudo iba a su jardín y obtenía de sus flores una paz que los hombres y
mujeres nunca le daban. Pero no; a él no le gustaban las coles; prefería a los
seres humanos, dijo Peter. De hecho, los jóvenes son hermosos, dijo Sally,
observando a Elizabeth cruzar la habitación. ¡Qué diferente de Clarissa a su
edad! ¿Podía hacer algo con ella? No abriría los labios. No mucho, todavía
no, admitió Peter. Era como un lirio, dijo Sally, un lirio junto a un estanque.
Pero Peter no estaba de acuerdo en que no sabemos nada. Sabemos todo,
dijo; al menos él lo sabía.
Pero estos dos, susurró Sally, estos dos que venían ahora (y realmente de-
bía irse, si Clarissa no venía pronto), este hombre de aspecto distinguido y
su esposa de aspecto bastante común que había estado hablando con Ri-
chard—¿qué se podía saber sobre personas así?
“Que son unos malditos farsantes,” dijo Peter, mirándolos casualmente.
Hizo reír a Sally.
Pero Sir William Bradshaw se detuvo en la puerta para mirar un cuadro.
Miró en la esquina para ver el nombre del grabador. Su esposa también
miró. Sir William Bradshaw estaba tan interesado en el arte.
Cuando uno era joven, dijo Peter, estaba demasiado emocionado para co-
nocer a la gente. Ahora que uno era viejo, cincuenta y dos para ser precisos
(Sally tenía cincuenta y cinco, en cuerpo, dijo, pero su corazón era como el
de una chica de veinte); ahora que uno era maduro entonces, dijo Peter, uno
podía observar, uno podía entender, y uno no perdía el poder de sentir, dijo.
No, eso es cierto, dijo Sally. Ella sentía más profundamente, más apasiona-
damente, cada año. Aumentaba, dijo él, lamentablemente, tal vez, pero uno
debería alegrarse de ello—seguía aumentando en su experiencia. Había al-
guien en India. Le gustaría contarle a Sally sobre ella. Le gustaría que Sally
la conociera. Estaba casada, dijo. Tenía dos hijos pequeños. Debían todos ir
a Manchester, dijo Sally—debía prometer antes de que se fueran.
Ahí está Elizabeth, dijo él, no siente ni la mitad de lo que sentimos, aún
no. Pero, dijo Sally, observando a Elizabeth ir hacia su padre, se puede ver
que están dedicados el uno al otro. Ella podía sentirlo por la forma en que
Elizabeth iba hacia su padre.
Porque su padre la había estado mirando, mientras hablaba con los
Bradshaw, y había pensado para sí mismo, ¿Quién es esa hermosa chica? Y
de repente se dio cuenta de que era su Elizabeth, ¡y no la había reconocido,
se veía tan hermosa con su vestido rosa! Elizabeth había sentido que él la
miraba mientras hablaba con Willie Titcomb. Así que fue hacia él y se que-
daron juntos, ahora que la fiesta estaba casi terminada, mirando a la gente
irse, y las habitaciones vaciándose cada vez más, con cosas esparcidas en el
suelo. Incluso Ellie Henderson se estaba yendo, casi la última de todas, aun-
que nadie había hablado con ella, pero había querido ver todo, contárselo a
Edith. Y Richard y Elizabeth estaban bastante contentos de que todo hubie-
ra terminado, pero Richard estaba orgulloso de su hija. Y no había querido
decírselo, pero no podía evitar decírselo. La había mirado, dijo, y había
pensado, ¿quién es esa hermosa chica? ¡y era su hija! Eso la hizo feliz. Pero
su pobre perro estaba aullando.
“Richard ha mejorado. Tienes razón,” dijo Sally. “Voy a hablar con él.
Diré buenas noches. ¿Qué importa el cerebro,” dijo Lady Rosseter, levan-
tándose, “en comparación con el corazón?”
“Iré,” dijo Peter, pero se quedó un momento más. ¿Qué es este terror?
¿qué es este éxtasis? pensó para sí mismo. ¿Qué es lo que me llena de una
emoción extraordinaria?
Es Clarissa, dijo.
Porque allí estaba ella.
Fin.
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