La Senora Dalloway-Woolf Virginia

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DOMINIO PÚBLICO
¡ESPERAMOS QUE LO DISFRUTÉIS!

LA SEÑORA DALLOWAY

VIRGINIA WOOLF

PUBLICADO: 1925

TRADUCCIÓN: ELEJANDRÍA
ORIGEN: EN.WIKISOURCE.ORG
CAPÍTULO I

La señora Dalloway dijo que compraría las flores ella misma.


Porque Lucy tenía trabajo que hacer. Quitarían las puertas de sus bisa-
gras; venían los hombres de Rumpelmayer. Y entonces, pensó Clarissa Da-
lloway, qué mañana tan fresca, como si se la hubieran dado a los niños en la
playa.
¡Qué alegría! ¡Qué zambullida! Porque así siempre le había parecido,
cuando, con un leve chirrido de las bisagras, que aún podía oír, había abier-
to de golpe las ventanas francesas y se había lanzado a Bourton al aire libre.
Qué fresco, qué tranquilo, más tranquilo que esto, por supuesto, el aire en la
madrugada; como el aleteo de una ola; el beso de una ola; frío y afilado y,
sin embargo (para una chica de dieciocho años, como ella entonces era), so-
lemne, sintiendo, mientras estaba de pie en la ventana abierta, que algo ho-
rrible estaba a punto de suceder; mirando las flores, los árboles con el humo
enroscándose de ellos y los grajos subiendo y bajando; de pie y mirando
hasta que Peter Walsh dijo: "¿Meditando entre las hortalizas?"—¿fue eso?
—"Prefiero a los hombres antes que a las coliflores"—¿fue eso? Debió de-
cirlo en el desayuno una mañana cuando ella había salido a la terraza—Pe-
ter Walsh. Volvería de la India un día de estos, en junio o julio, había olvi-
dado cuándo, porque sus cartas eran terriblemente aburridas; eran sus di-
chos los que se recordaban; sus ojos, su navaja de bolsillo, su sonrisa, su
mal humor y, cuando millones de cosas habían desaparecido por completo
—¡qué extraño era!—algunas frases como esta sobre las coles.
Se enderezó un poco en la acera, esperando que pasara la furgoneta de
Durtnall. Una mujer encantadora, pensó Scrope Purvis (conociéndola como
se conoce a las personas que viven al lado en Westminster); un toque de pá-
jaro en ella, del arrendajo, azul-verde, ligera, vivaz, aunque tenía más de
cincuenta años y se había vuelto muy blanca desde su enfermedad. Allí es-
taba, sin verlo, esperando para cruzar, muy erguida.
Porque habiendo vivido en Westminster—¿cuántos años ya? más de
veinte,—se siente uno, incluso en medio del tráfico, o al despertar por la no-
che, Clarissa estaba segura, un silencio particular, o solemnidad; una pausa
indescriptible; una expectativa (pero eso podría ser su corazón, afectado,
decían, por la influenza) antes de que Big Ben sonara. ¡Allí! Resonó. Prime-
ro una advertencia, musical; luego la hora, irrevocable. Los círculos de plo-
mo se disolvieron en el aire. Qué tontos somos, pensó, cruzando Victoria
Street. Porque solo Dios sabe por qué se ama tanto, cómo se ve así, constru-
yéndolo alrededor de uno, derrumbándolo, creándolo cada momento de
nuevo; pero los mayores harapos, las miserias más abatidas sentadas en los
escalones (bebiendo su caída) hacen lo mismo; no pueden ser tratados, esta-
ba segura, por leyes del Parlamento por esa misma razón: aman la vida. En
los ojos de la gente, en el balanceo, el andar pesado, y el paso; en el brami-
do y el bullicio; los carruajes, automóviles, autobuses, furgonetas, hombres
sándwiches arrastrándose y balanceándose; bandas de música; organillos;
en el triunfo y el tintineo y el extraño canto alto de algún aeroplano sobre su
cabeza estaba lo que amaba; la vida; Londres; este momento de junio.
Porque era mediados de junio. La guerra había terminado, excepto para
alguien como la señora Foxcroft en la embajada anoche, con el corazón roto
porque ese buen muchacho había muerto y ahora la vieja casa solariega de-
bía ir a un primo; o Lady Bexborough que abrió una feria, dijeron, con el
telegrama en la mano, John, su favorito, muerto; pero había terminado; gra-
cias a Dios—terminado. Era junio. El Rey y la Reina estaban en el Palacio.
Y en todas partes, aunque aún era tan temprano, había un latir, un revoloteo
de ponis galopando, el golpeteo de bates de cricket; Lords, Ascot, Ranelagh
y todo lo demás; envueltos en la suave malla del aire gris-azul de la maña-
na, que, a medida que avanzaba el día, los desenvolvería, y pondría en sus
céspedes y campos los ponis saltarines, cuyos cascos delanteros apenas to-
caban el suelo y volvían a saltar, los jóvenes giratorios, y las chicas risueñas
en sus muselinas transparentes que, incluso ahora, después de bailar toda la
noche, sacaban a correr a sus absurdos perros lanudos; y aún ahora, a esta
hora, las discretas viejas damas salían disparadas en sus automóviles en
misteriosas diligencias; y los comerciantes se agitaban en sus escaparates
con sus pastas y diamantes, sus encantadores broches verde mar de estilo
dieciochesco para tentar a los americanos (pero había que economizar, no
comprar cosas imprudentemente para Elizabeth), y ella también, amándolo
como lo hacía con una pasión absurda y fiel, siendo parte de él, ya que su
familia había sido cortesana en tiempos de los Georges, ella también iba esa
misma noche a encender y iluminar; a dar su fiesta. Pero qué extraño, al en-
trar en el Parque, el silencio; la niebla; el zumbido; los patos felices nadan-
do lentamente; los pájaros con bolsas caminando; y quién debía venir con
su espalda contra los edificios del gobierno, muy apropiadamente, llevando
una caja de despacho estampada con las Armas Reales, sino Hugh Whit-
bread; su viejo amigo Hugh—¡el admirable Hugh!
"¡Buenos días, Clarissa!" dijo Hugh, bastante exageradamente, porque se
conocían desde niños. "¿Adónde vas?"
"Me encanta caminar por Londres", dijo la señora Dalloway. "Realmente
es mejor que caminar por el campo."
Acababan de llegar—desafortunadamente—para ver a los médicos. Otras
personas venían a ver cuadros; ir a la ópera; sacar a sus hijas; los Whitbread
venían "a ver a los médicos". Innumerables veces Clarissa había visitado a
Evelyn Whitbread en una clínica. ¿Estaba Evelyn enferma de nuevo?
Evelyn estaba bastante indispuesta, dijo Hugh, insinuando con una especie
de puchero o hinchazón de su cuerpo muy bien cubierto, viril, extremada-
mente apuesto, perfectamente acolchado (siempre estaba casi demasiado
bien vestido, pero presumiblemente tenía que estarlo, con su pequeño traba-
jo en la Corte) que su esposa tenía algún padecimiento interno, nada serio,
que, como una vieja amiga, Clarissa Dalloway comprendería sin necesidad
de que él especificara. Ah, sí, por supuesto; qué fastidio; y se sintió muy
hermanada y al mismo tiempo extrañamente consciente de su sombrero.
¿No era el sombrero adecuado para la mañana temprano, era eso? Porque
Hugh siempre la hacía sentir, mientras se apresuraba, levantando su som-
brero bastante exageradamente y asegurándole que podría ser una chica de
dieciocho años, y por supuesto iba a su fiesta esa noche, Evelyn absoluta-
mente insistió, solo que llegaría un poco tarde después de la fiesta en el Pa-
lacio a la que tenía que llevar a uno de los chicos de Jim,—siempre se sen-
tía un poco escasa al lado de Hugh; como una colegiala; pero apegada a él,
en parte por haberlo conocido siempre, pero ella lo consideraba una buena
persona a su manera, aunque Richard casi se volvía loco por él, y en cuanto
a Peter Walsh, nunca hasta el día de hoy le había perdonado por gustarle.
Podía recordar escena tras escena en Bourton—Peter furioso; Hugh no,
por supuesto, su rival en ningún sentido, pero aún así no un imbécil positivo
como Peter lo hacía parecer; no un simple muñeco de barbería. Cuando su
anciana madre quería que dejara de cazar o que la llevara a Bath, él lo ha-
cía, sin decir una palabra; realmente era desinteresado, y en cuanto a decir,
como lo hacía Peter, que no tenía corazón, ni cerebro, nada más que los mo-
dales y la crianza de un caballero inglés, eso era solo su querido Peter en su
peor momento; y podía ser intolerable; podía ser imposible; pero adorable
para caminar con él en una mañana como esta.
(Junio había sacado cada hoja en los árboles. Las madres de Pimlico
amamantaban a sus crías. Los mensajes pasaban de la Flota al Almirantaz-
go. Arlington Street y Piccadilly parecían rozar el aire mismo en el Parque
y levantar sus hojas con calor, brillantemente, en olas de esa vitalidad divi-
na que Clarissa amaba. Bailar, montar, ella adoraba todo eso.)
Porque podrían haber estado separados durante cientos de años, ella y Pe-
ter; nunca escribió una carta y las de él eran palos secos; pero de repente le
venía a la mente, Si estuviera conmigo ahora, ¿qué diría?—algunos días,
algunas vistas lo traían de vuelta a ella tranquilamente, sin la antigua amar-
gura; que tal vez era la recompensa de haber cuidado de las personas; vol-
vían en medio de St. James's Park en una hermosa mañana—realmente lo
hacían. Pero Peter—por hermoso que fuera el día, los árboles y la hierba, y
la niña de rosa—Peter nunca veía nada de todo eso. Se pondría las gafas, si
ella se lo decía; miraría. Le interesaba el estado del mundo; Wagner, la poe-
sía de Pope, el carácter de la gente eternamente, y los defectos de su propia
alma. ¡Cómo la regañaba! ¡Cómo discutían! Ella se casaría con un Primer
Ministro y se pararía en lo alto de una escalera; la anfitriona perfecta la lla-
maba (había llorado por eso en su dormitorio), ella tenía los atributos de la
anfitriona perfecta, decía.
Así que aún se encontraba discutiendo en St. James's Park, todavía de-
mostrando que tenía razón—y la tenía también—por no haberse casado con
él. Porque en el matrimonio debe haber un poco de libertad, un poco de in-
dependencia entre las personas que viven juntas día tras día en la misma
casa; lo que Richard le daba a ella, y ella a él. (¿Dónde estaba él esta maña-
na, por ejemplo? Algún comité, nunca preguntaba cuál.) Pero con Peter
todo tenía que ser compartido; todo examinado. Y era intolerable, y cuando
llegó esa escena en el pequeño jardín junto a la fuente, tuvo que romper con
él o ambos habrían sido destruidos, arruinados, estaba convencida; aunque
había llevado consigo durante años como una flecha clavada en su corazón
el dolor, la angustia; y luego el horror del momento cuando alguien le dijo
en un concierto que él se había casado con una mujer conocida en el barco
que iba a la India! ¡Nunca debería olvidar todo eso! Fría, insensible, moji-
gata, la llamaba. Nunca podría entender cómo él se preocupaba. Pero esas
mujeres indias presumiblemente sí—tontas, bonitas, frívolas. Y ella desper-
diciaba su compasión. Porque él era bastante feliz, le aseguraba—perfecta-
mente feliz, aunque nunca había hecho nada de lo que hablaban; toda su
vida había sido un fracaso. Aún la hacía enojar.
Había llegado a las puertas del Parque. Se detuvo un momento, mirando
los autobuses en Piccadilly.
No diría de nadie en el mundo ahora que eran esto o aquello. Se sentía
muy joven; al mismo tiempo indescriptiblemente envejecida. Cortaba como
un cuchillo todo; al mismo tiempo estaba fuera, observando. Tenía una sen-
sación perpetua, mientras miraba los taxis, de estar fuera, fuera, muy lejos
en el mar y sola; siempre había tenido la sensación de que era muy, muy pe-
ligroso vivir siquiera un día. No es que se considerara inteligente, o fuera de
lo común. ¿Cómo había atravesado la vida con las pocas ramitas de conoci-
miento que Fräulein Daniels les había dado no podía entenderlo. No sabía
nada; ningún idioma, ninguna historia; apenas leía un libro ahora, excepto
memorias en la cama; y sin embargo para ella era absolutamente absorben-
te; todo esto; los taxis pasando; y no diría de Peter, no diría de sí misma,
soy esto, soy aquello.
Su único don era conocer a la gente casi por instinto, pensó, caminando.
Si la pusieras en una habitación con alguien, se erizaba como un gato; o
ronroneaba. Devonshire House, Bath House, la casa con el loro de porcela-
na, las había visto todas iluminadas alguna vez; y recordaba a Sylvia, Fred,
Sally Seton—tantas personas; y bailar toda la noche; y los carros avanzando
hacia el mercado; y conducir de vuelta a casa a través del Parque. Recorda-
ba una vez haber arrojado un chelín al Serpentine. Pero todos recordaban; lo
que amaba era esto, aquí, ahora, frente a ella; la señora gorda en el taxi.
¿Importaba entonces, se preguntaba, caminando hacia Bond Street, importa-
ba que inevitablemente debía cesar por completo; todo esto debía continuar
sin ella; lo resentía; o no se volvía consolador creer que la muerte terminaba
absolutamente? pero que de alguna manera en las calles de Londres, en el
flujo y reflujo de las cosas, aquí, allá, ella sobrevivía, Peter sobrevivía, vi-
vían el uno en el otro, siendo parte, estaba segura, de los árboles en casa; de
la casa allí, fea, desmoronada, pero formaba parte de la gente que nunca ha-
bía conocido; siendo dispuesta como una niebla entre las personas que me-
jor conocía, que la levantaban en sus ramas como había visto a los árboles
levantar la niebla, pero se extendía muy lejos, su vida, ella misma. Pero
¿qué estaba soñando mientras miraba la vitrina de Hatchards? ¿Qué estaba
tratando de recuperar? ¿Qué imagen de un amanecer blanco en el campo,
mientras leía en el libro abierto:
No temas más el calor del sol
Ni las furiosas inclemencias del invierno.
Esta tardía era de la experiencia del mundo había criado en todos ellos,
todos los hombres y mujeres, un pozo de lágrimas. Lágrimas y penas; cora-
je y resistencia; una conducta perfectamente recta y estoica. Piensa, por
ejemplo, en la mujer que más admiraba, Lady Bexborough, inaugurando la
feria.
Estaban los Paseos y Alegrías de Jorrocks; estaban Soapy Sponge y las
Memorias de la señora Asquith y Caza mayor en Nigeria, todos abiertos.
Había muchísimos libros; pero ninguno que pareciera exactamente adecua-
do para llevarle a Evelyn Whitbread en su clínica. Nada que sirviera para
divertirla y hacer que esa indescriptible mujer seca se viera, cuando Clarissa
entrara, solo por un momento cordial; antes de que se sentaran para la habi-
tual interminable charla sobre las dolencias de las mujeres. Cuánto lo desea-
ba—que la gente se viera complacida cuando ella entraba, pensó Clarissa y
se volvió y caminó de regreso hacia Bond Street, molesta, porque era una
tontería tener otros motivos para hacer las cosas. Mucho más le habría gus-
tado ser una de esas personas como Richard que hacían las cosas por sí mis-
mos, mientras que ella pensaba, esperando para cruzar, la mitad del tiempo
hacía las cosas no simplemente, no por sí mismas; sino para que la gente
pensara esto o aquello; perfecta idiotez, lo sabía (y ahora el policía levanta-
ba la mano) porque nadie era engañado ni por un segundo. ¡Oh si pudiera
haber tenido su vida de nuevo! pensó, subiendo a la acera, ¡podría haber lu-
cido incluso diferente!
En primer lugar, habría sido morena como Lady Bexborough, con una
piel de cuero arrugado y hermosos ojos. Habría sido, como Lady Bexbo-
rough, lenta y majestuosa; bastante grande; interesada en la política como
un hombre; con una casa de campo; muy digna, muy sincera. En lugar de lo
cual tenía una figura estrecha como una vara de guisante; una carita ridícu-
la, con pico de pájaro. Que se mantenía bien era cierto; y tenía bonitas ma-
nos y pies; y vestía bien, considerando que gastaba poco. Pero a menudo
ahora este cuerpo que llevaba (se detuvo a mirar un cuadro holandés), este
cuerpo, con todas sus capacidades, parecía nada—nada en absoluto. Tenía
la sensación más extraña de ser invisible; no vista; desconocida; ya no había
más matrimonios, no más tener hijos, solo este asombroso y más bien so-
lemne avance con el resto de ellos, por Bond Street, siendo la señora Dallo-
way; ni siquiera Clarissa ya; siendo la señora Richard Dalloway.
Bond Street la fascinaba; Bond Street temprano en la mañana en la tem-
porada; sus banderas ondeando; sus tiendas; sin brillo; sin destello; un solo
rollo de tweed en la tienda donde su padre había comprado sus trajes duran-
te cincuenta años; algunas perlas; salmón en un bloque de hielo.
"Eso es todo," dijo, mirando al pescadero. "Eso es todo," repitió, dete-
niéndose un momento en la vitrina de una tienda de guantes donde, antes de
la guerra, se podían comprar guantes casi perfectos. Y su viejo tío William
solía decir que a una dama se la conoce por sus zapatos y sus guantes. Una
mañana, en medio de la guerra, se había vuelto en su cama. Había dicho:
"He tenido suficiente." Guantes y zapatos; tenía una pasión por los guantes;
pero a su propia hija, a su Elizabeth, no le importaban en absoluto.
Ni un ápice, pensó, subiendo Bond Street hacia una tienda donde guarda-
ban flores para ella cuando daba una fiesta. Elizabeth realmente se preocu-
paba más por su perro que por cualquier otra cosa. Toda la casa esta mañana
olía a alquitrán. Aún así, mejor la pobre Grizzle que la señorita Kilman; me-
jor el sarampión y el alquitrán y todo lo demás que estar encerrada en un
dormitorio sofocante con un libro de oraciones! ¡Mejor cualquier cosa, esta-
ba inclinada a decir. Pero podría ser solo una fase, como decía Richard, por
la que pasan todas las chicas. Podría ser que se estuviera enamorando. Pero
¿por qué de la señorita Kilman? que había sido maltratada
, por supuesto; había que tenerlo en cuenta, y Richard decía que era muy
capaz, tenía una mente realmente histórica. De todos modos eran insepara-
bles, y Elizabeth, su propia hija, iba a la comunión; y cómo se vestía, cómo
trataba a las personas que venían a almorzar, no le importaba en absoluto,
siendo su experiencia que el éxtasis religioso volvía a las personas insensi-
bles (también lo hacían las causas); embotaba sus sentimientos, porque la
señorita Kilman haría cualquier cosa por los rusos, se moría de hambre por
los austriacos, pero en privado infligía tortura positiva, tan insensible era,
vestida con un abrigo de gabardina verde. Año tras año llevaba ese abrigo;
sudaba; nunca estaba en la habitación cinco minutos sin hacerte sentir su
superioridad, tu inferioridad; lo pobre que era; lo rica que eras; cómo vivía
en un barrio pobre sin cojín ni cama ni alfombra ni lo que fuera, toda su
alma oxidada con ese agravio clavado en ella, su despido de la escuela du-
rante la guerra—¡pobre criatura amargada y desafortunada! Porque no era a
ella a quien odiaba, sino a la idea de ella, que sin duda había reunido en sí
misma una gran cantidad que no era la señorita Kilman; se había convertido
en uno de esos espectros con los que se lucha en la noche; uno de esos es-
pectros que se ciernen sobre nosotros y nos chupan la mitad de nuestra san-
gre vital, dominadores y tiranos; porque sin duda con otro lanzamiento de
los dados, si el negro hubiera sido el predominante y no el blanco, ¡habría
amado a la señorita Kilman! Pero no en este mundo. No.
Sin embargo, la irritaba tener revoloteando en ella este monstruo brutal!
escuchar ramas quebrándose y sentir pezuñas plantadas en lo más profundo
de ese bosque cubierto de hojas, el alma; nunca estar completamente con-
tenta, o completamente segura, porque en cualquier momento el bruto esta-
ría revoloteando, este odio, que, especialmente desde su enfermedad, tenía
el poder de hacerla sentir raspada, dolida en su columna vertebral; le causa-
ba dolor físico, y hacía que todo placer en la belleza, en la amistad, en estar
bien, en ser amada y hacer que su hogar fuera encantador se tambaleara,
temblara y se doblara como si de hecho hubiera un monstruo escarbando en
las raíces, como si toda la apariencia de satisfacción no fuera más que amor
propio! este odio!
¡Tonterías, tonterías! se dijo a sí misma, empujando las puertas giratorias
de la floristería de Mulberry.
Avanzó, ligera, alta, muy erguida, para ser recibida de inmediato por la
señorita Pym de cara redonda, cuyas manos siempre estaban muy rojas,
como si hubieran estado en agua fría con las flores.
Había flores: delfinios, guisantes de olor, ramos de lilas; y claveles, mon-
tones de claveles. Había rosas; había lirios. Ah, sí—respiró el dulce olor te-
rroso del jardín mientras hablaba con la señorita Pym, quien le debía ayuda
y la consideraba amable, porque había sido amable años atrás; muy amable,
pero se veía más vieja, este año, moviendo la cabeza de un lado a otro entre
los lirios y las rosas y los racimos de lilas asintiendo con los ojos entrece-
rrados, aspirando, después del bullicio de la calle, el delicioso aroma, la ex-
quisita frescura. Y luego, abriendo los ojos, ¡qué frescas como la ropa con
volantes limpia de una lavandería colocada en bandejas de mimbre se veían
las rosas! y los claveles rojos oscuros y formales, con la cabeza alta; y todos
los guisantes de olor extendiéndose en sus tazones, teñidos de violeta, blan-
cos como la nieve, pálidos—como si fuera la tarde y las chicas con vestidos
de muselina salieran a recoger guisantes de olor y rosas después del magní-
fico día de verano, con su cielo casi azul-negro, sus delfinios, sus claveles,
sus lirios había terminado; y era el momento entre las seis y las siete cuando
cada flor—rosas, claveles, lirios, lilas—brillan; blanco, violeta, rojo, naran-
ja profundo; cada flor parece arder por sí misma, suavemente, puramente en
los lechos brumosos; y cómo amaba las polillas blanco-gris girando dentro
y fuera, sobre la cereza, sobre las prímulas de la tarde!
Y mientras comenzaba a caminar con la señorita Pym de un jarrón a otro,
eligiendo, tonterías, tonterías, se decía a sí misma, cada vez más suavemen-
te, como si esta belleza, este aroma, este color, y la señorita Pym gustándo-
le, confiando en ella, fuera una ola que dejaba fluir sobre ella y superara ese
odio, ese monstruo, lo superara todo; y la levantaba más y más cuando—
¡oh! ¡un disparo en la calle afuera!
"Querida, esos automóviles," dijo la señorita Pym, yendo a la ventana
para mirar, y volviendo y sonriendo disculpándose con las manos llenas de
guisantes de olor, como si esos automóviles, esos neumáticos de automóvi-
les, fueran toda su culpa.
CAPÍTULO II

La violenta explosión que hizo saltar a la señora Dalloway y que hizo que
la señorita Pym fuera a la ventana y se disculpara provino de un automóvil
que se había detenido en la acera justo enfrente de la tienda de Mulberry.
Los transeúntes que, por supuesto, se detuvieron y miraron, apenas tuvieron
tiempo de ver un rostro de la mayor importancia contra el tapizado gris pa-
loma, antes de que una mano masculina bajara la persiana y no hubiera
nada que ver excepto un cuadrado de gris paloma.
Sin embargo, los rumores comenzaron a circular de inmediato desde el
centro de Bond Street hasta Oxford Street por un lado, hasta la tienda de
perfumes de Atkinson por el otro, pasando invisible e inaudiblemente,
como una nube, veloz, como un velo sobre las colinas, cayendo de hecho
con algo de la sobriedad y quietud repentina de una nube sobre rostros que
un segundo antes habían estado completamente desordenados. Pero ahora el
misterio los había rozado con su ala; habían escuchado la voz de la autori-
dad; el espíritu de la religión estaba en el aire con sus ojos vendados y sus
labios abiertos. Pero nadie sabía de quién era el rostro que se había visto.
¿Era el del Príncipe de Gales, el de la Reina, el del Primer Ministro? ¿De
quién era el rostro? Nadie lo sabía.
Edgar J. Watkiss, con su rollo de tubería de plomo alrededor de su brazo,
dijo audiblemente, con humor, por supuesto: "El kyar del Primer Ministro".
Septimus Warren Smith, que se encontró incapaz de pasar, lo escuchó.
Septimus Warren Smith, de unos treinta años, de rostro pálido, nariz
aguileña, zapatos marrones y un abrigo raído, con ojos avellana que tenían
esa mirada de aprensión que hace que completos extraños se sientan tam-
bién aprensivos. El mundo había levantado su látigo; ¿dónde descendería?
Todo se había detenido. El latido de los motores de los automóviles sona-
ba como un pulso que tamborileaba irregularmente a través de todo un cuer-
po. El sol se volvió extraordinariamente caliente porque el automóvil se ha-
bía detenido frente a la tienda de Mulberry; las ancianas en la parte superior
de los autobuses abrieron sus sombrillas negras; aquí una verde, aquí una
roja se abrieron con un pequeño chasquido. La señora Dalloway, acercándo-
se a la ventana con los brazos llenos de guisantes de olor, miró hacia afuera
con su carita rosada fruncida en una interrogación. Todos miraban el auto-
móvil. Septimus miraba. Los chicos en bicicletas se desmontaron. El tráfico
se acumuló. Y allí estaba el automóvil, con las persianas bajadas, y sobre
ellas un patrón curioso como un árbol, pensó Septimus, y esta gradual con-
vergencia de todo hacia un centro ante sus ojos, como si algún horror hubie-
ra llegado casi a la superficie y estuviera a punto de estallar en llamas, lo
aterrorizó. El mundo se tambaleaba y vibraba y amenazaba con estallar en
llamas. Soy yo quien está bloqueando el camino, pensó. ¿No lo estaban mi-
rando y señalando; no estaba anclado allí, arraigado en la acera, por un pro-
pósito? ¿Pero para qué propósito?
"Sigamos, Septimus," dijo su esposa, una mujercita, con grandes ojos en
un rostro pálido y puntiagudo; una chica italiana.
Pero la misma Lucrezia no pudo evitar mirar el automóvil y el patrón de
árbol en las persianas. ¿Era la Reina allí—la Reina yendo de compras?
El chófer, que había estado abriendo algo, girando algo, cerrando algo, se
subió al asiento.
"Vamos," dijo Lucrezia.
Pero su marido, ya que llevaban casados cuatro, cinco años ahora, saltó,
se sobresaltó y dijo, "¡Está bien!" con enojo, como si ella lo hubiera
interrumpido.
La gente debía notar; la gente debía ver. La gente, pensó, mirando a la
multitud mirando el automóvil; los ingleses, con sus hijos y sus caballos y
sus ropas, que ella admiraba de alguna manera; pero ahora eran "gente",
porque Septimus había dicho, "Me mataré"; una cosa terrible de decir. ¿Su-
pones que lo habían oído? Ella miró a la multitud. ¡Ayuda, ayuda! quería
gritar a los chicos carniceros y mujeres. ¡Ayuda! Solo el otoño pasado ella y
Septimus habían estado en el malecón envueltos en el mismo abrigo y, Sep-
timus leyendo un periódico en lugar de hablar, ella se lo había arrebatado y
se había reído en la cara del viejo que los vio. ¡Pero el fracaso se oculta!
Debía llevarlo a algún parque.
"Ahora cruzaremos," dijo.
Tenía derecho a su brazo, aunque estuviera sin sensibilidad. Él le daría, a
ella que era tan simple, tan impulsiva, de solo veinticuatro años, sin amigos
en Inglaterra, que había dejado Italia por él, un pedazo de hueso.
El automóvil con sus persianas bajadas y un aire de reserva inescrutable
procedió hacia Piccadilly, todavía mirado, todavía alborotando las caras a
ambos lados de la calle con el mismo aliento oscuro de veneración ya fuera
por la Reina, el Príncipe o el Primer Ministro nadie sabía. El rostro mismo
solo había sido visto una vez por tres personas durante unos segundos. In-
cluso el sexo estaba ahora en disputa. Pero no cabía duda de que la grande-
za estaba sentada dentro; la grandeza pasaba, oculta, por Bond Street, remo-
vida solo por un palmo de las personas comunes que ahora podrían, por pri-
mera y última vez, estar a una distancia de hablar con la majestad de Ingla-
terra, del símbolo perdurable del estado que será conocido por los curiosos
anticuarios, tamizando las ruinas del tiempo, cuando Londres sea un sende-
ro cubierto de hierba y todos los que se apresuran por la acera esta mañana
de miércoles no sean más que huesos con unos pocos anillos de boda mez-
clados en su polvo y las obturaciones doradas de innumerables dientes ca-
riados. Entonces se conocerá el rostro en el automóvil.
Probablemente sea la Reina, pensó la señora Dalloway, saliendo de Mul-
berry's con sus flores; la Reina. Y por un segundo tuvo un aire de extrema
dignidad de pie junto a la floristería bajo la luz del sol mientras el automóvil
pasaba a paso de pie, con sus persianas bajadas. La Reina yendo a algún
hospital; la Reina inaugurando alguna feria, pensó Clarissa.
La multitud era terrible para la hora del día. Lords, Ascot, Hurlingham,
¿qué era? se preguntaba, porque la calle estaba bloqueada. Las clases me-
dias británicas sentadas de lado en los autobuses con paquetes y paraguas,
sí, incluso pieles en un día como este, pensó, eran más ridículas, más dife-
rentes a cualquier cosa que hubiera existido de lo que se podía concebir; y
la misma Reina detenida; la misma Reina incapaz de pasar. Clarissa estaba
suspendida en un lado de Brook Street; Sir John Buckhurst, el viejo juez en
el otro, con el automóvil entre ellos (Sir John había dictado la ley durante
años y le gustaba una mujer bien vestida) cuando el chófer, inclinándose
apenas, dijo o mostró algo al policía, quien saludó y levantó el brazo e incli-
nó la cabeza y movió el autobús a un lado y el automóvil pasó. Lentamente
y muy silenciosamente siguió su camino.
Clarissa adivinó; Clarissa sabía, por supuesto; había visto algo blanco,
mágico, circular, en la mano del lacayo, un disco inscrito con un nombre,—
¿el de la Reina, el del Príncipe de Gales, el del Primer Ministro?—que, por
fuerza de su propio resplandor, se abrió camino (Clarissa vio el automóvil
disminuyendo, desapareciendo), para brillar entre candelabros, estrellas bri-
llantes, pechos rígidos con hojas de roble, Hugh Whitbread y todos sus co-
legas, los caballeros de Inglaterra, esa noche en el Palacio de Buckingham.
Y Clarissa también daba una fiesta. Se endureció un poco; así se pararía en
lo alto de su escalera.
El automóvil se había ido, pero había dejado una leve ondulación que flu-
yó a través de las tiendas de guantes y sombreros y sastrerías a ambos lados
de Bond Street. Durante treinta segundos todas las cabezas se inclinaron en
la misma dirección—hacia la ventana. Eligiendo un par de guantes—¿debe-
rían ser hasta el codo o por encima de él, limón o gris pálido?—las señoras
se detuvieron; cuando se terminó la frase algo había sucedido. Algo tan in-
significante en casos individuales que ningún instrumento matemático, aun-
que capaz de transmitir choques en China, podría registrar la vibración; sin
embargo, en su plenitud, bastante formidable y en su atractivo común emo-
cional; porque en todas las tiendas de sombreros y sastrerías los desconoci-
dos se miraban y pensaban en los muertos; en la bandera; en el Imperio. En
una taberna en una calle trasera un colono insultó a la Casa de Windsor, lo
que llevó a palabras, vasos de cerveza rotos y una pelea general, que resonó
extrañamente al otro lado de la calle en los oídos de las chicas que compra-
ban ropa interior blanca adornada con cintas blancas puras para sus bodas.
Porque la agitación superficial del automóvil que pasaba, al hundirse, roza-
ba algo muy profundo.
Deslizándose por Piccadilly, el automóvil giró hacia St. James's Street.
Hombres altos, hombres de físico robusto, hombres bien vestidos con sus
frac y sus chalecos blancos y su cabello peinado hacia atrás que, por razo-
nes difíciles de discriminar, estaban parados en la ventana de proa de
Brooks con las manos detrás de las colas de sus abrigos, mirando hacia
afuera, percibieron instintivamente que la grandeza estaba pasando, y la luz
pálida de la presencia inmortal cayó sobre ellos como había caído sobre
Clarissa Dalloway. Inmediatamente se pararon aún más rectos, y removie-
ron sus manos, y parecían listos para asistir a su Soberano, si fuera necesa-
rio, hasta la boca del cañón, como sus antepasados lo habían hecho antes
que ellos. Los bustos blancos y las pequeñas mesas al fondo cubiertas con
ejemplares del Tatler y sifones de soda parecían aprobar; parecían indicar el
trigo maduro y las casas solariegas de Inglaterra; y devolver el frágil zumbi-
do de las ruedas del motor como los muros de una galería de susurros de-
vuelven una sola voz expandida y hecha sonora por la fuerza de toda una
catedral. Shawled Moll Pratt con sus flores en la acera deseaba lo mejor al
querido chico (era el Príncipe de Gales sin duda) y habría arrojado el precio
de una jarra de cerveza—un ramo de rosas—a St. James's Street por pura
alegría y desprecio de la pobreza si no hubiera visto el ojo del policía sobre
ella, desalentando la lealtad de una anciana irlandesa. Los centinelas en St.
James's saludaron; el policía de la Reina Alexandra aprobó.
Mientras tanto, una pequeña multitud se había reunido en las puertas del
Palacio de Buckingham. Apáticamente, pero con confianza, todas personas
pobres, esperaban; miraban el Palacio mismo con la bandera ondeando; a
Victoria, ondeando en su montículo, admiraban sus estantes de agua co-
rriente, sus geranios; distinguían entre los automóviles en el Mall primero
este, luego aquel; otorgaban emoción, en vano, a plebeyos que salían a pa-
sear; recordaban su tributo para mantenerlo sin gastar mientras este automó-
vil pasaba y aquel; y todo el tiempo dejaban que el rumor se acumulara en
sus venas y emocionara los nervios en sus muslos al pensar en la realeza
mirándolos; la Reina saludando; el Príncipe saludando; al pensar en la vida
celestial divinamente otorgada a los reyes; en los caballerizos y las profun-
das reverencias; en la vieja casa de muñecas de la Reina; en la princesa Ma-
ría casada con un inglés, y el Príncipe—¡ah! ¡el Príncipe! quien se parecía
mucho, decían, al viejo Rey Eduardo, pero era mucho más delgado. El Prín-
cipe vivía en St. James's; pero podría venir por la mañana a visitar a su
madre.
Eso dijo Sarah Bletchley con su bebé en brazos, moviendo el pie hacia
arriba y hacia abajo como si estuviera junto a su propia chimenea en Pimli-
co, pero manteniendo sus ojos en el Mall, mientras Emily Coates recorría
las ventanas del Palacio y pensaba en las criadas, las innumerables criadas,
los dormitorios, los innumerables dormitorios. Unidos por un caballero ma-
yor con un terrier de Aberdeen, por hombres sin ocupación, la multitud au-
mentó. El pequeño señor Bowley, que tenía habitaciones en el Albany y es-
taba sellado con cera sobre las fuentes más profundas de la vida pero podía
ser desellado de repente, inapropiadamente, sentimentalmente, por este tipo
de cosas—pobres mujeres esperando ver pasar a la Reina—pobres mujeres,
lindos niños, huérfanos, viudas, la guerra—tut-tut—tenía de hecho lágrimas
en los ojos. Una brisa que ondeaba cálidamente por el Mall a través de los
árboles delgados, pasando por los héroes de bronce, levantó una bandera
que volaba en el pecho británico del señor Bowley y levantó su sombrero
cuando el automóvil giró hacia el Mall y lo sostuvo alto mientras el auto-
móvil se acercaba; y dejó que las pobres madres de Pimlico se acercaran a
él, y se paró muy erguido. El automóvil se acercaba.
De repente, la señora Coates miró al cielo. El sonido de un avión taladra-
ba ominosamente los oídos de la multitud. Allí estaba viniendo sobre los
árboles, soltando humo blanco por detrás, que se enroscaba y retorcía, ¡real-
mente escribiendo algo! ¡haciendo letras en el cielo! Todos miraron hacia
arriba.
Descendiendo en picada el avión se elevó directamente, se curvó en un
lazo, corrió, descendió, subió, y lo que sea que hiciera, donde sea que fuera,
una gruesa barra de humo blanco salía ondulante detrás de él que se enros-
caba y giraba en el cielo en letras. Pero, ¿qué letras? ¿Una C era? ¿Una E,
luego una L? Solo por un momento permanecieron quietas; luego se movie-
ron y se desvanecieron y se borraron en el cielo, y el avión se disparó más
lejos y nuevamente, en un espacio nuevo del cielo, comenzó a escribir una
K, una E, ¿quizás una Y?
"Glaxo," dijo la señora Coates con una voz tensa y asombrada, mirando
directamente hacia arriba, y su bebé, rígido y blanco en sus brazos, miraba
directamente hacia arriba.
"Kreemo," murmuró la señora Bletchley, como una sonámbula. Con el
sombrero sostenido perfectamente inmóvil en su mano, el señor Bowley mi-
raba directamente hacia arriba. A lo largo del Mall la gente estaba de pie y
mirando hacia el cielo. Mientras miraban, todo el mundo se volvió perfecta-
mente silencioso, y una bandada de gaviotas cruzó el cielo, primero una ga-
viota liderando, luego otra, y en este extraordinario silencio y paz, en esta
palidez, en esta pureza, las campanas dieron las once, el sonido desvane-
ciéndose allá arriba entre las gaviotas.
El avión giró y corrió y se lanzó exactamente donde le gustaba, rápida-
mente, libremente, como un patinador—
"Eso es una E," dijo la señora Bletchley—o un bailarín—
"Es caramelo," murmuró el señor Bowley—(y el automóvil entró por las
puertas y nadie lo miró), y apagando el humo, se precipitó lejos y lejos, y el
humo se desvaneció y se reunió alrededor de las amplias formas blancas de
las nubes.
Se había ido; estaba detrás de las nubes. No había sonido. Las nubes a las
que las letras E, G o L se habían adherido se movían libremente, como si
estuvieran destinadas a cruzar de oeste a este en una misión de la mayor im-
portancia que nunca se revelaría, y sin embargo ciertamente así era—una
misión de la mayor importancia. Entonces de repente, como un tren que
sale de un túnel, el avión salió de las nubes de nuevo, el sonido taladrando
los oídos de todas las personas en el Mall, en el Green Park, en Piccadilly,
en Regent Street, en Regent's Park, y la barra de humo se curvó detrás y
descendió, y se elevó y escribió una letra tras otra—pero ¿qué palabra esta-
ba escribiendo?
Lucrezia Warren Smith, sentada al lado de su marido en un banco en Re-
gent's Park en el Broad Walk, miró hacia arriba.
"Mira, mira, Septimus!" gritó. Porque el Dr. Holmes le había dicho que
hiciera que su marido (que no tenía nada grave en absoluto, solo estaba un
poco indispuesto) se interesara en cosas fuera de sí mismo.
Así que, pensó Septimus, mirando hacia arriba, me están señalando. No
precisamente en palabras reales; es decir, aún no podía leer el idioma; pero
era bastante claro, esta belleza, esta belleza exquisita, y las lágrimas llena-
ron sus ojos mientras miraba las palabras de humo languideciendo y desva-
neciéndose en el cielo y otorgándole en su caridad inagotable y bondad ri-
sueña una forma tras otra de belleza inimaginable y señalando su intención
de proporcionarle, sin costo alguno, para siempre, solo por mirar, belleza,
¡más belleza! Las lágrimas corrían por sus mejillas.
Era caramelo; estaban anunciando caramelo, una niñera le dijo a Rezia.
Juntas comenzaron a deletrear t … o … f …
"K … R …" dijo la niñera, y Septimus la escuchó decir "Kay Arr" cerca
de su oído, profunda, suavemente, como un órgano melódico, pero con una
aspereza en su voz como la de un saltamontes, que le raspó la columna deli-
ciosamente y envió olas de sonido corriendo hacia su cerebro que, al concu-
sionarse, se rompieron. Un descubrimiento maravilloso de hecho—que la
voz humana en ciertas condiciones atmosféricas (porque uno debe ser cien-
tífico, sobre todo científico) ¡puede hacer que los árboles cobren vida! Fe-
lizmente Rezia puso su mano con un tremendo peso sobre su rodilla para
que estuviera sujeto, inmóvil, o la emoción de los olmos subiendo y bajan-
do, subiendo y bajando con todas sus hojas encendidas y el color aclarando
y espesando de azul a verde de una ola hueca, como plumas en las cabezas
de los caballos, plumas en las de las damas, tan orgullosamente subían y ba-
jaban, tan magníficamente, lo habría vuelto loco. Pero no se volvería loco.
Cerraría los ojos; no vería más.
Pero lo llamaban; las hojas estaban vivas; los árboles estaban vivos. Y las
hojas, conectadas por millones de fibras con su propio cuerpo, allí en el
asiento, lo avivaban de arriba a abajo; cuando la rama se estiraba, él tam-
bién hacía esa declaración. Los gorriones revoloteando, subiendo y bajando
en fuentes irregulares eran parte del patrón; las ramas blancas y azules, ra-
yadas de negro. Los sonidos hacían armonías con premeditación; los espa-
cios entre ellos eran tan significativos como los sonidos. Un niño lloró. Jus-
tamente lejos sonó una bocina. Todo junto significaba el nacimiento de una
nueva religión—
"¡Septimus!" dijo Rezia. Él se sobresaltó violentamente. La gente debía
notar.
"Voy a caminar hasta la fuente y volver," dijo ella.
Porque ya no podía soportarlo más. El Dr. Holmes podría decir que no
había nada de qué preocuparse. ¡Preferiría mucho más que él estuviera
muerto! No podía sentarse a su lado cuando él miraba así y no la veía y ha-
cía que todo fuera terrible; el cielo y los árboles, los niños jugando, arras-
trando carritos, soplando silbatos, cayendo; todo era terrible. Y él no se ma-
taría; y ella no podía decírselo a nadie. "Septimus ha estado trabajando de-
masiado"—eso era todo lo que podía decirle a su propia madre. Amar hace
que uno se sienta solitario, pensó. No podía decírselo a nadie, ni siquiera a
Septimus ahora, y al mirar atrás, lo vio sentado con su abrigo raído solo, en
el banco, encorvado, mirando fijamente. Y era cobarde que un hombre dije-
ra que se mataría, pero Septimus había luchado; era valiente; ya no era Sep-
timus. Se puso el cuello de encaje. Se puso su sombrero nuevo y él nunca lo
notó; y él era feliz sin ella. ¡Nada podría hacerla feliz sin él! ¡Nada! Era
egoísta. Así son los hombres. Porque no estaba enfermo. El Dr. Holmes dijo
que no había nada de qué preocuparse. Ella extendió la mano frente a ella.
¡Mira! Su anillo de bodas se deslizaba—había adelgazado tanto. Era ella
quien sufría—pero no tenía a nadie a quien decírselo.
Lejos quedaba Italia y las casas blancas y la habitación donde sus herma-
nas hacían sombreros, y las calles llenas de gente cada noche, caminando,
riendo en voz alta, no medio vivos como la gente aquí, acurrucados en sillas
de baño, mirando algunas feas flores metidas en macetas.
"Porque deberías ver los jardines de Milán," dijo en voz alta. Pero ¿a
quién?
No había nadie. Sus palabras se desvanecieron. Así es como se desvanece
un cohete. Sus chispas, habiendo rozado su camino en la noche, se rinden a
ella, desciende la oscuridad, vierte sobre los contornos de casas y torres; las
laderas áridas se suavizan y caen. Pero aunque se han ido, la noche está lle-
na de ellas; despojadas de color, sin ventanas, existen más pesadamente,
emiten lo que la luz del día franca no puede transmitir―la inquietud y el
suspense de las cosas conglomeradas allí en la oscuridad; amontonadas jun-
tas en la oscuridad; despojadas del alivio que trae el amanecer cuando, la-
vando las paredes de blanco y gris, salpicando cada panel de ventana, le-
vantando la niebla de los campos, mostrando las vacas rojo-marrón pastan-
do pacíficamente, todo vuelve a estar decorado a la vista; existe de nuevo.
¡Estoy sola; estoy sola! gritó, junto a la fuente en Regent's Park (mirando al
indio y su cruz), como tal vez a medianoche, cuando se pierden todos los
límites, el país vuelve a su forma antigua, como lo vieron los romanos,
acostado nublado, cuando desembarcaron, y las colinas no tenían nombres y
los ríos serpenteaban sin saber adónde―tal era su oscuridad; cuando de re-
pente, como si un estante se disparara y ella se parara en él, dijo cómo ella
era su esposa, casada hace años en Milán, su esposa, ¡y nunca, nunca diría
que él estaba loco! Girando, el estante cayó; abajo, abajo ella cayó. Porque
él se había ido, pensó—ido, como había amenazado, para matarse—a arro-
jarse bajo un carro! Pero no; allí estaba; aún sentado solo en el banco, con
su abrigo raído, las piernas cruzadas, mirando fijamente, hablando en voz
alta.
Los hombres no deben talar árboles. Hay un Dios. (Notaba tales revela-
ciones en la parte trasera de sobres.) Cambia el mundo. Nadie mata por
odio. Hazlo saber (lo escribió). Esperó. Escuchó. Un gorrión posado en la
barandilla de enfrente piaba Septimus, Septimus, cuatro o cinco veces y
continuó, alargando sus notas, para cantar fresca y penetrantemente en pala-
bras griegas cómo no hay crimen y, unido por otro gorrión, cantaban con
voces prolongadas y penetrantes en palabras griegas, desde los árboles en el
prado de la vida más allá de un río donde los muertos caminan, cómo no
hay muerte.
Allí estaba su mano; allí los muertos. Las cosas blancas se reunían detrás
de las barandillas de enfrente. Pero no se atrevió a mirar. ¡Evans estaba de-
trás de las barandillas!
"¿Qué estás diciendo?" dijo Rezia de repente, sentándose a su lado.
¡Interrumpido de nuevo! Siempre estaba interrumpiendo.
Lejos de la gente―debían alejarse de la gente, dijo él (saltando), directa-
mente allá, donde había sillas bajo un árbol y la larga pendiente del parque
descendía como una longitud de tela verde con un techo de humo azul y
rosa muy alto arriba, y había una muralla de casas irregulares lejanas en-
vueltas en humo, el tráfico zumbaba en un círculo, y a la derecha, animales
de color pardo estiraban largos cuellos sobre las empalizadas del Zoológico,
ladrando, aullando. Allí se sentaron bajo un árbol.
"Mira," le imploró, señalando a un pequeño grupo de chicos llevando es-
tacas de cricket, y uno se arrastraba, giraba sobre su talón y se arrastraba,
como si estuviera actuando de payaso en el music hall.
"Mira," le imploró, porque el Dr. Holmes le había dicho que lo hiciera
notar cosas reales, ir a un music hall, jugar al cricket―ese era el mismo jue-
go, dijo el Dr. Holmes, un buen juego al aire libre, el mismo juego para su
marido.
"Mira," repitió.
Mira le ordenó el invisible, la voz que ahora se comunicaba con él que
era el más grande de la humanidad, Septimus, recientemente llevado de la
vida a la muerte, el Señor que había venido a renovar la sociedad, que yacía
como un cobertor, una manta de nieve golpeada solo por el sol, para siem-
pre intacta, sufriendo para siempre, el chivo expiatorio, el eterno sufridor,
pero no lo quería, gimió, alejando de él con un gesto de su mano ese sufri-
miento eterno, esa soledad eterna.
"Mira," repitió ella, porque él no debía hablar en voz alta consigo mismo
al aire libre.
"Oh mira," le imploró. Pero ¿qué había que mirar? Unos pocos ovejas.
Eso era todo.
El camino a la estación del metro de Regent's Park—¿podrían decirle el
camino a la estación del metro de Regent's Park—quería saber Maisie John-
son. Solo había llegado de Edimburgo hace dos días.
"No por aquí—¡por allí!" exclamó Rezia, apartándola, para que no viera
a Septimus.
Ambos parecían raros, pensó Maisie Johnson. Todo parecía muy raro. En
Londres por primera vez, venía a tomar un puesto en casa de su tío en Lea-
denhall Street, y ahora caminando por Regent's Park por la mañana, esta pa-
reja en las sillas le dio un gran susto; la joven parecía extranjera, el hombre
parecía raro; de modo que si ella fuera muy vieja aún recordaría y lo haría
resonar de nuevo entre sus recuerdos cómo había caminado por Regent's
Park en una hermosa mañana de verano hace cincuenta años. Porque solo
tenía diecinueve años y finalmente había logrado venir a Londres; y ahora
qué raro era, esta pareja a la que había preguntado el camino, y la chica se
sobresaltó y sacudió la mano, y el hombre―parecía terriblemente extraño;
discutiendo, tal vez; separándose para siempre, tal vez; algo estaba pasando,
lo sabía; y ahora toda esta gente (porque regresó al Broad Walk), las fuentes
de piedra, las flores primorosas, los viejos y las viejas, la mayoría inválidos
en sillas de baño—todos parecían, después de Edimburgo, tan extraños. Y
Maisie Johnson, mientras se unía a esa compañía que caminaba suavemen-
te, mirando vagamente, besada por la brisa—ardillas posándose y acicalán-
dose, fuentes de gorriones revoloteando por migas, perros ocupados con las
barandillas, ocupados entre ellos, mientras el aire suave y cálido los lavaba
y prestaba a la mirada fija y sorprendida con la que recibían la vida algo ca-
prichoso y suavizado—Maisie Johnson sentía positivamente que debía gri-
tar ¡Oh! (porque ese joven en el banco le había dado un gran susto. Algo
estaba pasando, lo sabía.)
¡Horror! ¡Horror! quería gritar. (Había dejado a su gente; le habían adver-
tido lo que sucedería.)
¿Por qué no se quedó en casa? gritó, girando la perilla de la barandilla de
hierro.
Esa chica, pensó la señora Dempster (que guardaba costras para las ardi-
llas y a menudo almorzaba en Regent's Park), no sabe nada todavía; y real-
mente le parecía mejor ser un poco robusta, un poco floja, un poco modera-
da en las expectativas de uno. Percy bebía. Bueno, mejor tener un hijo, pen-
só la señora Dempster. Había tenido una vida difícil, y no pudo evitar son-
reír ante una chica así. Te casarás, porque eres lo suficientemente bonita,
pensó la señora Dempster. Cásate, pensó, y entonces sabrás. Oh, las cocine-
ras, y demás. Cada hombre tiene sus maneras. Pero si hubiera elegido así si
hubiera podido saber, pensó la señora Dempster, y no pudo evitar desear su-
surrar una palabra a Maisie Johnson; sentir en la arrugada bolsa de su des-
gastado rostro el beso de compasión. Porque ha sido una vida difícil, pensó
la señora Dempster. ¿Qué no le había dado? Rosas; figura; sus pies también.
(Se dibujó los bultos nudosos bajo su falda.)
Rosas, pensó sardónicamente. Todo basura, querida. Porque realmente,
entre comer, beber y aparearse, los días malos y buenos, la vida no había
sido solo una cuestión de rosas, y lo que es más, déjame decirte, ¡Carrie
Dempster no tenía deseo de cambiar su suerte con ninguna mujer en Ken-
tish Town! Pero, imploró, compasión. Compasión, por la pérdida de rosas.
Compasión le pidió a Maisie Johnson, de pie junto a los parterres de
jacintos.
Ah, pero ese avión! ¿No había deseado siempre la señora Dempster ver
lugares extranjeros? Tenía un sobrino, un misionero. Subía y disparaba.
Siempre iba al mar en Margate, no fuera de la vista de la tierra, pero no te-
nía paciencia con las mujeres que temían al agua. Barría y caía. Su estóma-
go estaba en su boca. Arriba de nuevo. Hay un buen joven a bordo, aposta-
ba la señora Dempster, y lejos y lejos se fue, rápido y desvaneciéndose, le-
jos y lejos el avión disparó; sobrevolando Greenwich y todos los mástiles;
sobre la pequeña isla de iglesias grises, St. Paul's y el resto hasta que, a am-
bos lados de Londres, se extendieron campos y bosques marrones oscuros
donde zorzales atrevidos saltando audazmente, mirando rápidamente, atra-
paban el caracol y lo golpeaban contra una piedra, una, dos, tres veces.
Lejos y lejos el avión disparó, hasta que no era más que una chispa bri-
llante; una aspiración; una concentración; un símbolo (así le parecía al se-
ñor Bentley, rodando vigorosamente su tira de césped en Greenwich) del
alma del hombre; de su determinación, pensó el señor Bentley, barriendo
alrededor del cedro, de salir de su cuerpo, más allá de su casa, por medio
del pensamiento, Einstein, especulación, matemáticas, la teoría Mendeliana
—lejos el avión disparó.
Entonces, mientras un hombre de aspecto desaliñado e indescriptible que
llevaba un bolso de cuero estaba en los escalones de la Catedral de St. Paul,
y vacilaba, porque dentro había qué bálsamo, qué gran bienvenida, cuántas
tumbas con banderas ondeando sobre ellas, signos de victorias no sobre
ejércitos, sino sobre, pensó, ese maldito espíritu de búsqueda de la verdad
que me deja actualmente sin una situación, y más que eso, la catedral ofrece
compañía, pensó, te invita a ser miembro de una sociedad; grandes hombres
pertenecen a ella; mártires han muerto por ella; ¿por qué no entrar, pensó,
poner este bolso de cuero lleno de folletos ante un altar, una cruz, el símbo-
lo de algo que ha ascendido más allá de la búsqueda y la búsqueda y el gol-
peteo de palabras juntas y se ha convertido en todo espíritu, incorpóreo,
fantasmal—¿por qué no entrar? pensó, y mientras vacilaba, el avión salió
volando sobre Ludgate Circus.
Era extraño; estaba quieto. No se oía ningún sonido por encima del tráfi-
co. Sin guía parecía; acelerado por su propia voluntad. Y ahora, curvándose
hacia arriba y hacia arriba, directamente hacia arriba, como algo que se ele-
va en éxtasis, en puro deleite, desde atrás salía humo blanco que se ondula-
ba, escribiendo una T, una O, una F.
CAPÍTULO III

"¿Qué están mirando?" dijo Clarissa Dalloway a la sirvienta que abrió su


puerta.
El vestíbulo de la casa estaba fresco como una bóveda. La señora Dallo-
way se llevó la mano a los ojos y, cuando la sirvienta cerró la puerta y escu-
chó el susurro de las faldas de Lucy, se sintió como una monja que ha deja-
do el mundo y siente que la envuelven los velos familiares y la respuesta a
las antiguas devociones. La cocinera silbaba en la cocina. Oyó el clic de la
máquina de escribir. Era su vida y, inclinando la cabeza sobre la mesa del
vestíbulo, se inclinó bajo la influencia, se sintió bendecida y purificada, di-
ciéndose a sí misma, mientras tomaba el bloc con el mensaje telefónico,
cómo momentos como éste son brotes en el árbol de la vida, flores de oscu-
ridad, pensó (como si alguna hermosa rosa hubiera florecido solo para sus
ojos); ni por un momento creyó en Dios; pero con mayor razón, pensó, to-
mando el bloc, uno debe retribuir en la vida diaria a los sirvientes, sí, a los
perros y canarios, sobre todo a Richard su marido, quien era el fundamento
de todo—de los sonidos alegres, de las luces verdes, de la cocinera incluso
silbando, porque la señora Walker era irlandesa y silbaba todo el día—uno
debe pagar con este depósito secreto de momentos exquisitos, pensó, levan-
tando el bloc, mientras Lucy permanecía a su lado, tratando de explicar
cómo
"El señor Dalloway, señora"—
Clarissa leyó en el bloc telefónico: "Lady Bruton desea saber si el señor
Dalloway almorzará con ella hoy".
"El señor Dalloway, señora, me dijo que le dijera que almorzaría fuera."
"¡Vaya!" dijo Clarissa, y Lucy compartió, como ella quería, su decepción
(pero no el dolor); sintió la concordia entre ellas; captó la indirecta; pensó
cómo los nobles aman; doró su propio futuro con calma; y, tomando el pa-
rasol de la señora Dalloway, lo manejó como un arma sagrada que una Dio-
sa, habiéndose comportado honorablemente en el campo de batalla, abando-
na, y lo colocó en el paragüero.
"No temas más," dijo Clarissa. No temas más el calor del sol; porque el
impacto de que Lady Bruton pidiera a Richard a almorzar sin ella hizo que
el momento en que había estado se estremeciera, como una planta en el le-
cho del río siente el impacto de un remo que pasa y se estremece: así se ba-
lanceó: así se estremeció.
Millicent Bruton, cuyos almuerzos se decían extraordinariamente diverti-
dos, no la había invitado. Ningún vulgar sentimiento de celos podría sepa-
rarla de Richard. Pero temía al tiempo mismo, y leía en el rostro de Lady
Bruton, como si fuera un dial cortado en piedra impasible, el decrecimiento
de la vida; cómo año tras año su parte se reducía; cuán pequeño el margen
que quedaba era capaz de estirarse, de absorber, como en los años juveniles,
los colores, sales, tonos de la existencia, de modo que llenaba la habitación
a la que entraba, y a menudo sentía, mientras se detenía un momento en el
umbral de su salón, una exquisita suspenso, como el que podría detener a un
buzo antes de sumergirse mientras el mar se oscurece y se ilumina debajo
de él, y las olas que amenazan con romperse, pero solo dividen suavemente
su superficie, ruedan y ocultan y engarzan mientras simplemente giran so-
bre las algas con perlas.
Puso el bloc en la mesa del vestíbulo. Comenzó a subir lentamente las
escaleras, con la mano en la barandilla, como si hubiera dejado una fiesta,
donde ahora este amigo ahora aquel había devuelto su rostro, su voz; había
cerrado la puerta y salido y se encontraba sola, una figura solitaria contra la
noche aterradora, o más bien, para ser precisa, contra la mirada de esta ma-
ñana de junio tan realista; suave con el resplandor de pétalos de rosa para
algunos, lo sabía, y lo sentía, mientras se detenía junto a la ventana abierta
de la escalera que dejaba entrar persianas que se movían, perros que ladra-
ban, dejaba entrar, pensaba, sintiéndose de repente arrugada, envejecida, sin
pechos, el moler, soplar, florecer del día, al aire libre, fuera de la ventana,
fuera de su cuerpo y cerebro que ahora fallaban, ya que Lady Bruton, cuyos
almuerzos se decían extraordinariamente divertidos, no la había invitado.
Como una monja retirándose, o una niña explorando una torre, subió las
escaleras, se detuvo en la ventana, llegó al baño. Allí estaba el linóleo verde
y un grifo goteando. Había un vacío en el corazón de la vida; una habitación
en el ático. Las mujeres deben despojarse de su rica vestimenta. Al medio-
día deben desvestirse. Perforó el acerico y dejó su sombrero amarillo con
plumas en la cama. Las sábanas estaban limpias, tensamente estiradas en
una amplia banda blanca de lado a lado. Cada vez más estrecha sería su
cama. La vela estaba medio consumida y había leído profundamente en las
Memorias del Barón Marbot. Había leído hasta tarde en la noche sobre la
retirada de Moscú. Porque la Cámara se reunía tanto tiempo que Richard
insistía, después de su enfermedad, en que debía dormir sin ser molestada.
Y en realidad prefería leer sobre la retirada de Moscú. Él lo sabía. Así que
la habitación era un ático; la cama estrecha; y acostada allí leyendo, porque
dormía mal, no podía disipar una virginidad preservada a través del parto
que se aferraba a ella como una sábana. Hermosa en su juventud, de repente
llegó un momento—por ejemplo, en el río bajo los bosques en Clieveden—
cuando, a través de alguna contracción de este espíritu frío, ella lo había fa-
llado. Y luego en Constantinopla, y una y otra vez. Podía ver lo que le falta-
ba. No era belleza; no era mente. Era algo central que permeaba; algo cálido
que rompía las superficies y ondulaba el contacto frío entre hombre y mujer,
o entre mujeres. Porque eso podía percibirlo vagamente. Lo resentía, tenía
un escrúpulo recogido Dios sabe dónde, o, como sentía, enviado por la Na-
turaleza (que es invariablemente sabia); sin embargo, no podía resistir a ve-
ces ceder al encanto de una mujer, no una chica, de una mujer confesando,
como a ella a menudo lo hacían, algún lío, alguna locura. Y si era lástima, o
su belleza, o que ella era mayor, o algún accidente—como un leve aroma, o
un violín al lado (tan extraño es el poder de los sonidos en ciertos momen-
tos), ella indudablemente entonces sentía lo que los hombres sentían. Solo
por un momento; pero era suficiente. Era una revelación repentina, un tinte
como un rubor que uno intentaba contener y luego, mientras se expandía,
uno cedía a su expansión, y corría hacia el borde más lejano y allí temblaba
y sentía el mundo acercarse, hinchado con algún significado asombroso, al-
guna presión de éxtasis, que rompía su fina piel y fluía y se vertía con una
extraordinaria alivio sobre las grietas y llagas! Entonces, por ese momento,
había visto una iluminación; una cerilla ardiendo en un azafrán; un signifi-
cado interno casi expresado. Pero lo cercano se retiró; lo duro se suavizó.
Había terminado—el momento. Contra tales momentos (con mujeres tam-
bién) contrastaba (mientras dejaba su sombrero) la cama y el Barón Marbot
y la vela medio quemada. Despierta, el suelo crujía; la casa iluminada se
oscurecía de repente, y si levantaba la cabeza apenas podía oír el clic de la
manija liberada tan suavemente como fuera posible por Richard, quien
subía las escaleras en calcetines y luego, casi siempre, dejaba caer su bote-
lla de agua caliente y juraba! ¡Cómo se reía!
Pero esta cuestión del amor (pensó, guardando su abrigo), este enamorar-
se de mujeres. Toma a Sally Seton; su relación en los viejos tiempos con
Sally Seton. ¿No había sido eso, después de todo, amor?
Se sentó en el suelo—esa fue su primera impresión de Sally—se sentó en
el suelo con los brazos alrededor de las rodillas, fumando un cigarrillo.
¿Dónde podría haber sido? ¿En casa de los Manning? ¿En casa de los Kin-
loch-Jones? En alguna fiesta (dónde, no podía estar segura), porque tenía un
recuerdo claro de haber dicho al hombre con el que estaba, "¿Quién es esa?"
Y él se lo había dicho, y había dicho que los padres de Sally no se llevaban
bien (qué le sorprendió—¡que los padres de uno discutieran!). Pero toda esa
noche no pudo apartar los ojos de Sally. Era una belleza extraordinaria del
tipo que más admiraba,
oscura, de ojos grandes, con esa cualidad que, como ella no la tenía,
siempre envidiaba—una especie de abandono, como si pudiera decir cual-
quier cosa, hacer cualquier cosa; una cualidad mucho más común en extran-
jeros que en mujeres inglesas. Sally siempre decía que tenía sangre francesa
en sus venas, un antepasado había estado con María Antonieta, le habían
cortado la cabeza, dejó un anillo de rubí. Tal vez ese verano vino a quedarse
en Bourton, apareciendo inesperadamente sin un centavo en el bolsillo, una
noche después de la cena, y molestando tanto a la pobre tía Helena que nun-
ca la perdonó. Había habido alguna discusión en casa. Literalmente no tenía
un centavo esa noche cuando llegó a ellos—había empeñado un broche para
bajar. Había salido corriendo en un arrebato. Se quedaron despiertas hasta
altas horas de la noche hablando. Sally fue quien le hizo sentir, por primera
vez, lo protegida que era la vida en Bourton. No sabía nada sobre sexo—
nada sobre problemas sociales. Una vez había visto a un anciano que había
muerto repentinamente en un campo—había visto vacas justo después de
que nacieron sus terneros. Pero la tía Helena nunca le gustaba discutir nada
(cuando Sally le dio un libro de William Morris, tuvo que estar envuelto en
papel marrón). Allí se sentaron, hora tras hora, hablando en su dormitorio
en la parte superior de la casa, hablando sobre la vida, cómo iban a reformar
el mundo. Tenían la intención de fundar una sociedad para abolir la propie-
dad privada, y en realidad tenían una carta escrita, aunque no enviada. Las
ideas eran de Sally, por supuesto—pero muy pronto ella estaba igual de
emocionada—leía a Platón en la cama antes del desayuno; leía a Morris;
leía a Shelley durante horas.
El poder de Sally era asombroso, su don, su personalidad. Por ejemplo,
estaba su manera con las flores. En Bourton siempre tenían pequeños jarro-
nes rígidos a lo largo de la mesa. Sally salió, recogió malvarrosas, dalias—
todo tipo de flores que nunca se habían visto juntas—les cortó las cabezas,
y las hizo flotar en la parte superior del agua en tazones. El efecto era extra-
ordinario—entrar a cenar en el atardecer. (Por supuesto, la tía Helena pensa-
ba que era una maldad tratar a las flores así). Luego olvidó su esponja, y co-
rrió por el pasillo desnuda. Esa vieja y severa doncella, Ellen Atkins, se
quejaba—"¿Y si alguno de los caballeros la hubiera visto?" De hecho, sor-
prendía a la gente. Era desordenada, decía papá.
Lo extraño, al mirar atrás, era la pureza, la integridad, de su sentimiento
por Sally. No era como el sentimiento por un hombre. Era completamente
desinteresado y, además, tenía una cualidad que solo podía existir entre mu-
jeres, entre mujeres recién crecidas. Era protector, de su parte; surgía de un
sentido de estar en alianza, un presentimiento de algo que estaba destinado
a separarlas (siempre hablaban del matrimonio como una catástrofe), lo que
llevaba a esta caballerosidad, este sentimiento protector que era mucho más
de su lado que del de Sally. Porque en esos días ella era completamente im-
prudente; hacía las cosas más idiotas por bravura; montaba en bicicleta alre-
dedor del parapeto en la terraza; fumaba puros. Era absurda, muy absurda.
Pero el encanto era abrumador, al menos para ella, tanto que podía recordar
estar de pie en su dormitorio en la parte superior de la casa sosteniendo la
lata de agua caliente en sus manos y diciendo en voz alta: "Ella está bajo
este techo... Ella está bajo este techo!"
No, las palabras no significaban absolutamente nada para ella ahora. Ni
siquiera podía obtener un eco de su vieja emoción. Pero podía recordar en-
friarse de emoción y arreglarse el cabello en una especie de éxtasis (ahora el
viejo sentimiento comenzaba a regresar, mientras sacaba sus horquillas, las
colocaba en el tocador, comenzaba a arreglarse el cabello), con los grajos
pavoneándose de un lado a otro en la luz rosada del atardecer, y vistiéndose,
y bajando las escaleras, y sintiendo mientras cruzaba el vestíbulo "si ahora
muriera sería ahora el más feliz". Ese era su sentimiento—el sentimiento de
Otelo, y ella lo sintió, estaba convencida, tan fuertemente como Shakespea-
re quiso que Otelo lo sintiera, todo porque bajaba a cenar con un vestido
blanco para encontrarse con Sally Seton.
Ella llevaba gasa rosa—¿era posible? De todos modos, parecía toda luz,
resplandeciente, como un pájaro o una bola de aire que ha volado, se ha
unido por un momento a una zarza. Pero nada es tan extraño cuando uno
está enamorado (¿y qué era esto sino estar enamorado?) como la completa
indiferencia de otras personas. La tía Helena simplemente se fue después de
la cena; papá leía el periódico. Peter Walsh podría haber estado allí, y la
vieja señorita Cummings; Joseph Breitkopf ciertamente estaba, porque ve-
nía todos los veranos, pobre viejo, durante semanas y semanas, y pretendía
leer alemán con ella, pero en realidad tocaba el piano y cantaba Brahms sin
ninguna voz.
Todo esto era solo un fondo para Sally. Ella estaba junto a la chimenea
hablando, con esa hermosa voz que hacía que todo lo que decía sonara
como una caricia, a papá, quien había comenzado a sentirse atraído un poco
contra su voluntad (nunca se recuperó de haberle prestado uno de sus libros
y encontrarlo empapado en la terraza), cuando de repente ella dijo, "¡Qué
vergüenza sentarse adentro!" y todos salieron a la terraza y caminaron de un
lado a otro. Peter Walsh y Joseph Breitkopf continuaron hablando de Wag-
ner. Ella y Sally se quedaron un poco atrás. Entonces vino el momento más
exquisito de toda su vida, pasando junto a una urna de piedra con flores en
ella. Sally se detuvo; recogió una flor; la besó en los labios. ¡El mundo ente-
ro podría haberse volcado! Los demás desaparecieron; allí estaba sola con
Sally. Y sintió que le habían dado un regalo, envuelto, y le dijeron simple-
mente que lo guardara, que no lo mirara—un diamante, algo infinitamente
precioso, envuelto, que, mientras caminaban (de un lado a otro, de un lado a
otro), ella descubría, o el resplandor se filtraba, la revelación, ¡el sentimien-
to religioso!—cuando el viejo Joseph y Peter las enfrentaron:
"¿Mirando las estrellas?" dijo Peter.
¡Era como chocar la cara contra una pared de granito en la oscuridad!
¡Era chocante; era horrible!
No por ella misma. Ella solo sintió cómo Sally ya estaba siendo magulla-
da, maltratada; sintió su hostilidad; su celos; su determinación de irrumpir
en su compañerismo. Todo esto lo vio como uno ve un paisaje en un relám-
pago—y Sally (¡nunca la había admirado tanto!) tomando su camino valien-
temente invicta. Ella rió. Hizo que el viejo Joseph le dijera los nombres de
las estrellas, lo que le gustaba hacer muy en serio. Se quedó allí: escuchó.
Escuchó los nombres de las estrellas.
"¡Oh, este horror!" se dijo a sí misma, como si hubiera sabido todo el
tiempo que algo interrumpiría, amargaría su momento de felicidad.
Sin embargo, después de todo, cuánto le debía a él más tarde. Siempre
que pensaba en él pensaba en sus peleas por alguna razón—porque quería
su buena opinión tanto, tal vez. Le debía palabras: "sentimental", "civiliza-
do"; surgían todos los días de su vida como si él la protegiera. Un libro era
sentimental; una actitud hacia la vida sentimental. "Sentimental", tal vez
ella lo era al pensar en el pasado. ¿Qué pensaría él, se preguntaba, cuando
regresara?
¿Que había envejecido? ¿Diría eso, o vería que lo pensaba cuando regre-
sara, que había envejecido? Era cierto. Desde su enfermedad, casi se había
vuelto blanca.
Dejando su broche en la mesa, tuvo un espasmo repentino, como si,
mientras reflexionaba, las garras heladas hubieran tenido la oportunidad de
fijarse en ella. Todavía no era vieja. Acababa de cumplir cincuenta y dos
años. Meses y meses de ello aún estaban intactos. ¡Junio, julio, agosto!
Cada uno aún permanecía casi entero, y, como si fuera a atrapar la gota que
caía, Clarissa (cruzando hacia el tocador) se sumergió en el corazón mismo
del momento, lo inmovilizó, allí—el momento de esta mañana de junio so-
bre la cual estaba la presión de todas las otras mañanas, viendo el espejo, el
tocador, y todas las botellas de nuevo, recogiendo todo de ella en un punto
(mientras miraba en el espejo), viendo el delicado rostro rosado de la mujer
que esa misma noche iba a dar una fiesta; de Clarissa Dalloway; de ella
misma.
Cuántas millones de veces había visto su rostro, y siempre con la misma
contracción imperceptible! Fruncía los labios cuando se miraba en el espe-
jo. Era para darle punto a su rostro. Esa era ella misma—puntiaguda; como
un dardo; definida. Esa era ella misma cuando algún esfuerzo, alguna llama-
da para ser ella misma, reunía las partes, ella sola sabía cuán diferentes,
cuán incompatibles y compuestas así solo para el mundo en un centro, un
diamante, una mujer que se sentaba en su salón y hacía un punto de encuen-
tro, una radiancia sin duda en algunas vidas aburridas, un refugio para los
solitarios que venían, tal vez; había ayudado a los jóvenes, que le estaban
agradecidos; había intentado ser siempre la misma, nunca mostrando un
signo de todos los otros lados de ella—fallos, celos, vanidades, sospechas,
como esta de que Lady Bruton no la invitara a almorzar; lo cual, pensó (pei-
nándose finalmente), ¡es completamente vil! Ahora, ¿dónde estaba su
vestido?
Sus vestidos de noche colgaban en el armario. Clarissa, sumergiendo su
mano en la suavidad, desprendió suavemente el vestido verde y lo llevó a la
ventana. Lo había rasgado. Alguien había pisado la falda. Lo sintió ceder en
la fiesta de la Embajada en la parte superior entre los pliegues. Con luz arti-
ficial el verde brillaba, pero perdía su color ahora en el sol. Lo remendaría.
Sus sirvientas tenían demasiado que hacer. Lo usaría esta noche. Tomaría
sus sedas, sus tijeras, su—¿qué era?—su dedal, por supuesto, bajaría al sa-
lón, porque también debía escribir, y ver que las cosas en general estuvieran
más o menos en orden.
Extraño, pensó, deteniéndose en el rellano, y ensamblando esa forma de
diamante, esa persona única, ¡extraño cómo una amante conoce el momento
exacto, el temperamento exacto de su casa! Sonidos leves se elevaban en
espirales por el pozo de las escaleras; el susurro de una fregona; golpes;
golpes; un fuerte ruido cuando se abrió la puerta principal; una voz repitien-
do un mensaje en el sótano; el tintineo de la plata en una bandeja; plata lim-
pia para la fiesta. Todo era para la fiesta.
(Y Lucy, entrando al salón con su bandeja extendida, colocó los candela-
bros gigantes en la repisa de la chimenea, el cofre de plata en el centro, giró
el delfín de cristal hacia el reloj. Vendrían; se quedarían; hablarían en los
tonos afectados que podía imitar, señoras y caballeros. De todos, su ama era
la más hermosa—ama de la plata, del lino, de la porcelana, porque el sol, la
plata, las puertas fuera de sus bisagras, los hombres de Rumpelmayer, le da-
ban una sensación, mientras colocaba el abrecartas en la mesa incrustada,
de algo logrado. ¡He aquí! ¡He aquí! dijo, hablando a sus viejos amigos en
la panadería, donde había visto servicio por primera vez en Caterham, es-
piando en el vidrio. Ella era Lady Angela, atendiendo a la princesa Mary,
cuando entró la señora Dalloway.)
"Oh, Lucy," dijo, "¡la plata se ve tan bonita!"
"Y cómo," dijo, girando el delfín de cristal para que se mantuviera dere-
cho, "¿cómo disfrutaste la obra anoche?" "Oh, tuvieron que irse antes del
final," dijo. "¡Tuvieron que estar de vuelta a las diez!" dijo. "Así que no sa-
ben qué pasó," dijo. "Eso parece mala suerte," dijo (porque sus sirvientes se
quedaban más tarde, si se lo pedían). "Eso parece una pena," dijo, tomando
el viejo cojín calvo en el medio del sofá y poniéndolo en los brazos de
Lucy, y dándole un pequeño empujón, y exclamando:
"¡Llévatelo! ¡Dáselo a la señora Walker con mis saludos! ¡Llévatelo!"
gritó.
Y Lucy se detuvo en la puerta del salón, sosteniendo el cojín, y dijo, muy
tímidamente, poniéndose un poco rosa, ¿no podría ayudar a arreglar ese
vestido?
Pero, dijo la señora Dalloway, ella ya tenía suficiente en sus manos, bas-
tante de su propio trabajo sin eso.
"Pero, gracias, Lucy, oh, gracias," dijo la señora Dalloway, y gracias, gra-
cias, continuó diciendo (sentándose en el sofá con su vestido sobre las rodi-
llas, sus tijeras, sus sedas), gracias, gracias, continuó diciendo en gratitud a
sus sirvientes en general por ayudarla a ser así, a ser lo que quería, gentil,
generosa de corazón. Sus sirvientes la querían. Y luego este vestido suyo—
¿dónde estaba el rasgón? y ahora su aguja para enhebrar. Este era un vestido
favorito, uno de Sally Parker, el último casi que ella hizo, por desgracia,
porque Sally ahora se había retirado, viviendo en Ealing, y si alguna vez tu-
viera un momento, pensó Clarissa (pero nunca tendría un momento más),
iría a verla a Ealing. Porque era un personaje, pensó Clarissa, una verdadera
artista. Pensaba en cosas pequeñas y fuera de lo común; sin embargo, sus
vestidos nunca eran extraños. Podías usarlos en Hatfield; en el Palacio de
Buckingham. Los había usado en Hatfield; en el Palacio de Buckingham.
El silencio descendió sobre ella, calma, contenta, mientras su aguja, dibu-
jando la seda suavemente hasta su suave pausa, reunía los pliegues verdes y
los unía, muy ligeramente, al cinturón. Así en un día de verano las olas se
reúnen, se equilibran y caen; se reúnen y caen; y todo el mundo parece decir
"eso es todo" cada vez más ponderosamente, hasta que incluso el corazón
en el cuerpo que yace al sol en la playa también dice, Eso es todo. No temas
más, dice el corazón. No temas más, dice el corazón, entregando su carga a
algún mar, que suspira colectivamente por todos los dolores, y renueva, co-
mienza, recoge, deja caer. Y el cuerpo solo escucha a la abeja que pasa; la
ola rompiendo; el perro ladrando, lejos ladrando y ladrando.
"¡Cielos, el timbre de la puerta principal!" exclamó Clarissa, deteniendo
su aguja. Despertada, escuchó.
"La señora Dalloway me verá," dijo el anciano en el vestíbulo. "Oh, sí,
ella me verá," repitió, apartando a Lucy muy benevolentemente, y subiendo
rápidamente las escaleras. "Sí, sí, sí," murmuraba mientras subía las escale-
ras. "Ella me verá. Después de cinco años en la India, Clarissa me verá."
"¿Quién puede—qué puede," preguntó la señora Dalloway (pensando que
era indignante ser interrumpida a las once de la mañana del día en que daba
una fiesta), al escuchar un paso en las escaleras. Oyó una mano sobre la
puerta. Intentó esconder su vestido, como una virgen protegiendo su casti-
dad, respetando la privacidad. Ahora el pomo de latón se deslizó. Ahora la
puerta se abrió, y entró—¡por un segundo no pudo recordar cómo se llama-
ba! ¡tan sorprendida estaba de verlo, tan feliz, tan tímida, tan completamen-
te desconcertada de que Peter Walsh viniera a verla inesperadamente por la
mañana! (No había leído su carta.)
"¡Y cómo estás!" dijo Peter Walsh, positivamente temblando; tomando
ambas manos; besando ambas manos. Ha envejecido, pensó, sentándose.
No le diré nada al respecto, pensó, porque ha envejecido. Ella me está mi-
rando, pensó, sintiendo de repente una vergüenza, aunque había besado sus
manos. Metiendo la mano en su bolsillo, sacó un gran cuchillo de bolsillo y
medio abrió la hoja.
Exactamente igual, pensó Clarissa; la misma mirada extraña; el mismo
traje de cuadros; su cara está un poco fuera de la línea, un poco más delga-
da, más seca, tal vez, pero se ve terriblemente bien, y exactamente igual.
"¡Qué celestial es verte de nuevo!" exclamó. Tenía su cuchillo afuera.
Eso es tan típico de él, pensó.
Solo había llegado a la ciudad la noche anterior, dijo; tendría que ir al
campo de inmediato; y cómo estaba todo, cómo estaba todos—¿Richard?
¿Elizabeth?
"¿Y todo esto?" dijo, inclinando su navaja hacia su vestido verde.
Está muy bien vestido, pensó Clarissa; pero siempre me critica.
Aquí está ella remendando su vestido; remendando su vestido como
siempre, pensó; aquí ha estado sentada todo el tiempo que he estado en la
India; remendando su vestido; jugando; yendo a fiestas; corriendo a la Cá-
mara y de regreso y todo eso, pensó, creciendo cada vez más irritado, cada
vez más agitado, porque no hay nada en el mundo tan malo para algunas
mujeres como el matrimonio, pensó; y la política; y tener un marido conser-
vador, como el admirable Richard. Así es, así es, pensó, cerrando su cuchi-
llo con un chasquido.
"Richard está muy bien. Richard está en un comité," dijo Clarissa.
Y abrió sus tijeras y dijo, le importaría si terminaba lo que estaba hacien-
do con su vestido, porque tenían una fiesta esa noche.
"A la cual no te invitaré," dijo. "¡Mi querido Peter!" dijo.
Pero era delicioso escucharla decir eso—¡mi querido Peter! De hecho,
todo era tan delicioso—la plata, las sillas; ¡todo tan delicioso!
¿Por qué no lo invitaría a su fiesta? preguntó.
Ahora, por supuesto, pensó Clarissa, ¡él es encantador! ¡perfectamente
encantador! Ahora recuerdo lo imposible que era tomar una decisión—¿y
por qué tomé una decisión—para no casarme con él? se preguntaba, ¿ese
verano horrible?
"¡Pero es tan extraordinario que hayas venido esta mañana!" exclamó,
poniendo sus manos, una sobre otra, sobre su vestido.
"¿Recuerdas," dijo, "cómo solían aletear las persianas en Bourton?"
"Lo hacían," dijo él; y recordó desayunar solo, muy torpemente, con su
padre; que había muerto; y no le había escrito a Clarissa. Pero nunca se lle-
vó bien con el viejo Parry, ese viejo quejumbroso de rodillas débiles, el pa-
dre de Clarissa, Justin Parry.
"Siempre deseé haberme llevado mejor con tu padre," dijo.
"Pero nunca le gustó nadie que—nuestros amigos," dijo Clarissa; y po-
dría haberse mordido la lengua por recordarle a Peter que había querido ca-
sarse con ella.
Por supuesto que lo hice, pensó Peter; casi me rompió el corazón tam-
bién, pensó; y fue superado por su propia pena, que se elevó como una luna
vista desde una terraza, fantásticamente hermosa con luz del día hundido.
Fui más infeliz de lo que he sido desde entonces, pensó. Y como si de ver-
dad estuviera sentado allí en la terraza, se acercó un poco a Clarissa; exten-
dió la mano; la levantó; la dejó caer. Allí arriba, sobre ellos, colgaba, esa
luna. Ella también parecía estar sentada con él en la terraza, a la luz de la
luna.
"Herbert la tiene ahora," dijo ella. "Nunca voy allí ahora," dijo.
Luego, justo como sucede en una terraza a la luz de la luna, cuando una
persona comienza a sentirse avergonzada de estar ya aburrida, y sin embar-
go, mientras la otra permanece en silencio, muy quieta, mirando tristemente
a la luna, no le gusta hablar, mueve el pie, aclara la garganta, nota algún
pergamino de hierro en una pata de mesa, remueve una hoja, pero no dice
nada—Peter Walsh lo hizo ahora. ¿Para qué volver así al pasado? pensó.
¿Para qué hacerle pensar en ello de nuevo? ¿Para qué hacerle sufrir, cuando
ella lo había torturado tan infernalmente? ¿Para qué?
"¿Recuerdas el lago?" dijo ella, con voz abrupta, bajo la presión de una
emoción que le atrapó el corazón, le puso rígidos los músculos de la gargan-
ta y le contrajo los labios en un espasmo al decir "lago." Porque era una
niña, arrojando pan a los patos, entre sus padres, y al mismo tiempo una
mujer adulta llegando a sus padres que estaban junto al lago, sosteniendo su
vida en sus brazos que, mientras se acercaba a ellos, se hacía más y más
grande en sus brazos, hasta que se convirtió en una vida entera, una vida
completa, que dejó a su lado y dijo, "¡Esto es lo que he hecho de ella!
¡Esto!" ¿Y qué había hecho de ella? ¿Qué, de hecho? sentada allí cosiendo
esta mañana con Peter.
Miró a Peter Walsh; su mirada, pasando por todo ese tiempo y esa emo-
ción, lo alcanzó dudosa; se posó en él lacrimosa; y se elevó y revoloteó,
como un pájaro que toca una rama y se eleva y revolotea. Simplemente se
limpió los ojos.
"Sí," dijo Peter. "Sí, sí, sí," dijo, como si ella le sacara a la superficie algo
que positivamente le dolía al subir. ¡Detente! ¡Detente! quería gritar. Porque
no era viejo; su vida no había terminado; ni mucho menos. Apenas pasaba
de los cincuenta. ¿Se lo diré, pensó, o no? Le gustaría sincerarse por com-
pleto. Pero ella es demasiado fría, pensó; cosiendo, con sus tijeras; Daisy
parecería ordinaria al lado de Clarissa. Y ella lo consideraría un fracaso, lo
cual soy en su sentido, pensó; en el sentido de los Dalloway. Oh sí, no tenía
dudas sobre eso; era un fracaso, comparado con todo esto—la mesa incrus-
tada, el abrecartas montado, el delfín y los candelabros, las fundas de las
sillas y las viejas valiosas impresiones inglesas teñidas—¡era un fracaso!
Detesto la suficiencia de todo el asunto, pensó; obra de Richard, no de Cla-
rissa; salvo que ella se casó con él. (Aquí Lucy entró en la habitación, tra-
yendo plata, más plata, pero encantadora, esbelta, graciosa se veía, pensó,
mientras se inclinaba para dejarla.) ¡Y esto ha estado sucediendo todo el
tiempo! pensó; semana tras semana; la vida de Clarissa; mientras yo—pen-
só; y de inmediato todo parecía irradiar de él; viajes; paseos; peleas; aventu-
ras; fiestas de bridge; aventuras amorosas; trabajo; trabajo, trabajo! y sacó
su cuchillo abiertamente—su viejo cuchillo de mango de cuerno que Claris-
sa podría jurar que había tenido estos treinta años—y apretó el puño sobre
él.
Qué hábito tan extraordinario era ese, pensó Clarissa; siempre jugando
con un cuchillo. Siempre haciendo que uno se sintiera, también, frívolo; va-
cío de mente; un mero charlatán tonto, como solía hacer. Pero yo también,
pensó, y, tomando su aguja, convocó, como una reina cuyos guardias se han
quedado dormidos y la han dejado desprotegida (había sido tomada comple-
tamente por sorpresa por esta visita—la había alterado) de modo que cual-
quiera puede entrar y echarle un vistazo donde yace con las zarzas curván-
dose sobre ella, convocó en su ayuda las cosas que hacía; las cosas que le
gustaban; su marido; Elizabeth; su propio ser, en resumen, que Peter apenas
conocía ahora, todo para venir sobre ella y ahuyentar al enemigo.
"Bueno, ¿y qué te ha pasado?" dijo ella. Así, antes de que comience una
batalla, los caballos patean el suelo; sacuden sus cabezas; la luz brilla en sus
flancos; sus cuellos se curvan. Así Peter Walsh y Clarissa, sentados uno al
lado del otro en el sofá azul, se desafiaron mutuamente. Sus poderes se agi-
taban y se sacudían en él. Reunió de diferentes cuartos todo tipo de cosas;
elogios; su carrera en Oxford; su matrimonio, del que ella no sabía nada;
cómo había amado; y en conjunto, había hecho su trabajo.
"¡Millones de cosas!" exclamó, y, impulsado por la asamblea de poderes
que ahora se cargaban de un lado a otro y le daban la sensación a la vez ate-
rradora y extremadamente estimulante de ser llevado por el aire en los hom-
bros de personas que ya no podía ver, se llevó las manos a la frente.
Clarissa se sentó muy erguida; inhaló.
"Estoy enamorado," dijo, no a ella sin embargo, sino a alguien elevado en
la oscuridad para que no pudieras tocarla pero debías dejar tu guirnalda en
la hierba en la oscuridad.
"Enamorado," repitió, ahora hablando más secamente con Clarissa Dallo-
way; "enamorado de una chica en la India." Había depositado su guirnalda.
Clarissa podía hacer lo que quisiera con eso.
"¡Enamorado!" dijo ella. ¡Que a su edad fuera arrastrado por su pequeño
lazo por ese monstruo! ¡Y no hay carne en su cuello; sus manos están rojas;
y es seis meses mayor que yo! su ojo regresó a ella; pero en su corazón sen-
tía, de todos modos, está enamorado. Él tiene eso, sintió; está enamorado.
Pero el indomable egoísmo que por siempre derriba a las huestes que se
le oponen, el río que dice adelante, adelante, adelante; aunque, admite, pue-
de que no haya ningún objetivo para nosotros, todavía adelante, adelante;
este indomable egoísmo cargó sus mejillas de color; la hizo parecer muy
joven; muy rosada; muy brillante de ojos mientras se sentaba con su vestido
sobre sus rodillas, y su aguja sostenida al final de la seda verde, temblando
un poco. ¡Él estaba enamorado! No de ella. Con alguna mujer más joven,
por supuesto.
"¿Y quién es ella?" preguntó.
Ahora esta estatua debe ser traída de su altura y colocada entre ellos.
"Una mujer casada, desafortunadamente," dijo; "la esposa de un Mayor
en el Ejército de la India."
Y con una curiosa dulzura irónica sonrió al colocarla de esta manera ridí-
cula ante Clarissa.
(De todos modos, está enamorado, pensó Clarissa.)
"Y tiene," continuó, muy razonablemente, "dos niños pequeños; un niño
y una niña; y he venido a ver a mis abogados sobre el divorcio."
¡Ahí están! pensó. ¡Haz lo que quieras con ellos, Clarissa! ¡Ahí están! Y
segundo a segundo le parecía que la esposa del Mayor en el Ejército de la
India (su Daisy) y sus dos niños pequeños se volvían más y más encantado-
res mientras Clarissa los miraba; como si hubiera prendido fuego a una bo-
lita gris en un plato y allí se hubiera elevado un hermoso árbol en el aire sa-
lino de su intimidad (porque en algunos aspectos nadie lo entendía, sentía
con él, como Clarissa lo hacía)—su exquisita intimidad.
Ella lo adulaba; lo engañaba, pensó Clarissa; moldeando a la mujer, la
esposa del Mayor en el Ejército de la India, con tres golpes de cuchillo.
¡Qué desperdicio! ¡Qué locura! Toda su vida Peter había sido engañado así;
primero siendo expulsado de Oxford; luego casándose con la chica en el
barco rumbo a la India; ahora la esposa de un Mayor en el Ejército de la In-
dia—¡gracias a Dios que se había negado a casarse con él! Aún así, él esta-
ba enamorado; su viejo amigo, su querido Peter, él estaba enamorado.
"Pero, ¿qué vas a hacer?" le preguntó. Oh, los abogados y solicitadores,
los señores Hooper y Grateley de Lincoln's Inn, iban a hacerlo, dijo. Y real-
mente se estaba cortando las uñas con su cuchillo de bolsillo.
¡Por el amor de Dios, deja tu cuchillo en paz! gritó para sí misma con una
irritación irreprimible; era su tonta falta de convencionalidad, su debilidad;
su falta de la más mínima idea de lo que alguien más estaba sintiendo lo que
la irritaba, siempre la había irritado; y ahora a su edad, ¡qué tonto!
Sé todo eso, pensó Peter; sé a qué me enfrento, pensó, pasando su dedo
por el filo de su cuchillo, Clarissa y Dalloway y todos los demás; pero le
mostraré a Clarissa—y luego, para su total sorpresa, arrojado de repente por
esas fuerzas incontrolables a través del aire, estalló en lágrimas; lloró; lloró
sin la menor vergüenza, sentado en el sofá, las lágrimas corriendo por sus
mejillas.
Y Clarissa se había inclinado hacia adelante, tomado su mano, atraído
hacia ella, besado,—realmente había sentido su rostro en el suyo antes de
poder detener el brandir de plata resplandeciente—plumas como la hierba
de pampa en un vendaval tropical en su pecho, que, al ceder, la dejó soste-
niendo su mano, palmoteando su rodilla y, sintiéndose mientras se reclinaba
extraordinariamente a gusto con él y ligera de corazón, todo de un golpe se
le ocurrió, ¡Si me hubiera casado con él, esta alegría sería mía todo el día!
Todo había terminado para ella. La sábana estaba estirada y la cama es-
trecha. Había subido a la torre sola y los había dejado recogiendo moras al
sol. La puerta se había cerrado, y allí entre el polvo de yeso caído y la basu-
ra de nidos de pájaros qué distante se veía la vista, y los sonidos llegaban
delgados y fríos (una vez en Leith Hill, recordaba), ¡y Richard, Richard!
gritó, como un durmiente en la noche se sobresalta y extiende una mano en
la oscuridad en busca de ayuda. Almorzando con Lady Bruton, volvió a
ella. Me ha dejado; estoy sola para siempre, pensó, juntando las manos so-
bre su rodilla.
Peter Walsh se había levantado y cruzado a la ventana y estaba de espal-
das a ella, sacudiendo un pañuelo de bandana de un lado a otro. Maestro y
seco y desolado parecía, sus delgadas escápulas levantando ligeramente su
abrigo; sonándose la nariz violentamente. Llévame contigo, pensó impulsi-
vamente Clarissa, como si él estuviera a punto de comenzar un gran viaje; y
luego, al momento siguiente, fue como si los cinco actos de una obra que
había sido muy emocionante y conmovedora hubieran terminado y ella hu-
biera vivido una vida en ellos y se hubiera escapado, hubiera vivido con Pe-
ter, y ahora había terminado.
Ahora era el momento de moverse, y, como una mujer que recoge sus co-
sas, su capa, sus guantes, sus binoculares de ópera, y se levanta para salir
del teatro a la calle, se levantó del sofá y fue hacia Peter.
Y era terriblemente extraño, pensó, cómo aún tenía el poder, mientras ve-
nía tintineando, susurrando, aún tenía el poder mientras cruzaba la habita-
ción, de hacer que la luna, que detestaba, se elevara en Bourton sobre la te-
rraza en el cielo de verano.
"Dime," dijo, agarrándola por los hombros. "¿Eres feliz, Clarissa? ¿Ri-
chard—?"
La puerta se abrió.
"Aquí está mi Elizabeth," dijo Clarissa, emocionalmente, histriónicamen-
te, tal vez.
"¿Cómo estás?" dijo Elizabeth avanzando.
El sonido del Big Ben marcando la media hora resonó entre ellos con una
energía extraordinaria, como si un joven, fuerte, indiferente, desconsidera-
do, estuviera balanceando pesas de gimnasia de un lado a otro.
"¡Hola, Elizabeth!" exclamó Peter, metiendo su pañuelo en el bolsillo,
yendo rápidamente hacia ella, diciendo "Adiós, Clarissa" sin mirarla, dejan-
do la habitación rápidamente, y corriendo escaleras abajo y abriendo la
puerta del vestíbulo.
"¡Peter! ¡Peter!" gritó Clarissa, siguiéndolo hasta el rellano. "¡Mi fiesta
esta noche! ¡Recuerda mi fiesta esta noche!" gritó, teniendo que alzar la voz
contra el rugido del aire libre, y, abrumada por el tráfico y el sonido de to-
dos los relojes sonando, su voz gritando "¡Recuerda mi fiesta esta noche!"
sonó frágil y delgada y muy lejana mientras Peter Walsh cerraba la puerta.
CAPÍTULO IV

Recuerda mi fiesta, recuerda mi fiesta, decía Peter Walsh mientras bajaba


por la calle, hablándose a sí mismo rítmicamente, al compás del flujo del
sonido, el sonido directo y rotundo del Big Ben marcando la media hora.
(Los círculos de plomo se disolvían en el aire.) Oh, estas fiestas, pensó; las
fiestas de Clarissa. ¿Por qué da estas fiestas?, pensó. No es que la culpase ni
a esta efigie de un hombre con frac y un clavel en el ojal que venía hacia él.
Solo una persona en el mundo podía ser como él era, estar enamorado. Y
allí estaba, este hombre afortunado, él mismo, reflejado en el escaparate de
un fabricante de automóviles en Victoria Street. Toda la India quedaba
atrás; llanuras, montañas; epidemias de cólera; un distrito dos veces más
grande que Irlanda; decisiones que había tomado solo—él, Peter Walsh; que
ahora realmente por primera vez en su vida, estaba enamorado. Clarissa se
había vuelto dura, pensó; y un poco sentimental además, sospechaba, mi-
rando los grandes automóviles capaces de hacer—¿cuántas millas con cuán-
tos galones? Porque tenía una inclinación por la mecánica; había inventado
un arado en su distrito, había ordenado carretillas desde Inglaterra, pero los
coolies no las usaban, todo lo cual Clarissa no sabía nada en absoluto.
La forma en que dijo "¡Aquí está mi Elizabeth!"—eso le molestó. ¿Por
qué no simplemente "Aquí está Elizabeth"? Era insincero. Y a Elizabeth
tampoco le gustó. (Aún los últimos temblores de la gran voz retumbante sa-
cudían el aire a su alrededor; la media hora; aún temprano; solo las once y
media aún.) Porque entendía a los jóvenes; le gustaban. Siempre hubo algo
frío en Clarissa, pensó. Ella siempre, incluso de niña, tenía una especie de
timidez, que en la mediana edad se convierte en convencionalismo, y enton-
ces todo se acaba, todo se acaba, pensó, mirando bastante tristemente en las
profundidades vidriosas, y preguntándose si al llamar a esa hora la había
molestado; superado por la vergüenza repentinamente al haber sido un ton-
to; llorado; sido emocional; contado todo, como siempre, como siempre.
Como una nube cruza el sol, el silencio cae sobre Londres; y cae sobre la
mente. El esfuerzo cesa. El tiempo se agita en el mástil. Allí nos detenemos;
allí nos quedamos. Rígido, el esqueleto del hábito solo sostiene el marco
humano. Donde no hay nada, Peter Walsh se dijo a sí mismo; sintiéndose
hueco, completamente vacío por dentro. Clarissa me rechazó, pensó. Se
quedó allí pensando, Clarissa me rechazó.
Ah, dijo St. Margaret's, como una anfitriona que entra en su salón justo
en el momento exacto y encuentra a sus invitados allí ya. No llego tarde.
No, son exactamente las once y media, dice. Sin embargo, aunque tiene
toda la razón, su voz, siendo la voz de la anfitriona, se resiste a imponer su
individualidad. Algún dolor por el pasado la retiene; alguna preocupación
por el presente. Son las once y media, dice, y el sonido de St. Margaret's se
desliza en los recovecos del corazón y se entierra en anillo tras anillo de so-
nido, como algo vivo que quiere confiarse, dispersarse, estar, con un tem-
blor de deleite, en reposo—como la misma Clarissa, pensó Peter Walsh, ba-
jando las escaleras en el momento exacto vestida de blanco. Es Clarissa
misma, pensó, con una profunda emoción y un recuerdo extraordinariamen-
te claro, pero desconcertante, de ella, como si esta campana hubiera entrado
en la habitación hace años, donde se sentaban en algún momento de gran
intimidad, y hubiera pasado de uno a otro y hubiera dejado, como una abeja
con miel, cargada con el momento. ¿Pero qué habitación? ¿Qué momento?
¿Y por qué había sido tan profundamente feliz cuando el reloj sonaba? Lue-
go, mientras el sonido de St. Margaret's languidecía, pensó, Ella ha estado
enferma, y el sonido expresaba languidez y sufrimiento. Era su corazón, re-
cordó; y la repentina sonoridad del golpe final resonó como la muerte que
sorprende en medio de la vida, Clarissa cayendo donde estaba, en su salón.
¡No! ¡No! gritó. ¡Ella no está muerta! ¡No soy viejo! gritó, y marchó por
Whitehall, como si rodara hacia él, vigoroso, interminable, su futuro.
No era viejo, ni estaba acabado, ni seco en lo más mínimo. En cuanto a
importarle lo que dijeran de él—los Dalloway, los Whitbread y su círculo,
no le importaba un comino—no un comino (aunque era cierto que tendría,
tarde o temprano, que ver si Richard no podía ayudarlo a conseguir algún
trabajo). Avanzando a grandes zancadas, mirando, fulminó con la mirada la
estatua del Duque de Cambridge. Lo habían expulsado de Oxford—verdad.
Había sido socialista, en cierto sentido un fracaso—verdad. Aún así, el futu-
ro de la civilización yace, pensó, en manos de jóvenes como ese; de jóvenes
como él era, hace treinta años; con su amor por los principios abstractos;
recibiendo libros enviados desde Londres hasta un pico en el Himalaya; le-
yendo ciencia; leyendo filosofía. El futuro yace en manos de jóvenes como
ese, pensó.
Un golpeteo como el golpeteo de hojas en un bosque vino desde atrás, y
con él un sonido de ruido sordo, regular, que a medida que lo alcanzaba
marcaba el ritmo de sus pensamientos, estricto en el paso, por Whitehall,
sin su intervención. Niños uniformados, portando armas, marchaban con la
mirada al frente, marchaban, con los brazos rígidos, y en sus rostros una ex-
presión como las letras de una leyenda escrita alrededor de la base de una
estatua alabando el deber, la gratitud, la fidelidad, el amor a Inglaterra.
Es, pensó Peter Walsh, comenzando a seguirles el paso, un entrenamiento
muy fino. Pero no parecían robustos. Eran enclenques en su mayoría, chicos
de dieciséis años, que podrían, mañana, estar detrás de tazones de arroz,
pastillas de jabón en mostradores. Ahora llevaban en ellos sin mezcla de
placer sensual o preocupaciones diarias la solemnidad de la corona que ha-
bían traído desde Finsbury Pavement hasta la tumba vacía. Habían hecho su
voto. El tráfico lo respetaba; las camionetas se detenían.
No puedo seguirles el ritmo, pensó Peter Walsh, mientras marchaban por
Whitehall, y efectivamente, siguieron marchando, pasándolo a él, pasando a
todos, a su manera constante, como si una voluntad moviera piernas y bra-
zos uniformemente, y la vida, con sus variedades, sus irresoluciones, hubie-
ra sido puesta bajo un pavimento de monumentos y coronas y drogada en
un cadáver rígido pero con la mirada fija por la disciplina. Uno tenía que
respetarlo; uno podía reírse; pero uno tenía que respetarlo, pensó. Allí van,
pensó Peter Walsh, deteniéndose al borde de la acera; y todas las estatuas
exaltadas, Nelson, Gordon, Havelock, las imágenes negras y espectaculares
de grandes soldados los miraban al frente, como si también ellos hubieran
hecho la misma renuncia (Peter Walsh sintió que también él la había hecho,
la gran renuncia), pisoteados bajo las mismas tentaciones, y logrando al fi-
nal una mirada de mármol. Pero la mirada Peter Walsh no la quería para sí
en lo más mínimo; aunque podía respetarla en otros. Podía respetarla en los
chicos. Aún no conocen los problemas de la carne, pensó, mientras los chi-
cos marchantes desaparecían en dirección al Strand—todo lo que he pasado,
pensó, cruzando la calle, y de pie bajo la estatua de Gordon, Gordon a quien
de niño había adorado; Gordon de pie solitario con una pierna levantada y
los brazos cruzados,—pobre Gordon, pensó.
Y solo porque nadie aún sabía que estaba en Londres, excepto Clarissa, y
la tierra, después del viaje, todavía le parecía una isla, la extrañeza de estar
solo, vivo, desconocido, a las once y media en Trafalgar Square lo abrumó.
¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Y por qué, después de todo, se hace? pensó,
el divorcio pareciéndole pura fantasía. Y su mente se aplanó como un pan-
tano, y tres grandes emociones lo abrumaron; comprensión; una vasta filan-
tropía; y finalmente, como si fuera el resultado de las otras, un deleite ex-
quisito e irreprimible; como si dentro de su cerebro por otra mano se tiraran
cuerdas, se movieran postigos, y él, sin tener nada que ver con ello, aún se
encontrara en la apertura de avenidas interminables, por las cuales si elegía
podía deambular. No se había sentido tan joven en años.
¡Había escapado! estaba completamente libre—como ocurre en la caída
del hábito cuando la mente, como una llama desprotegida, se inclina y se
dobla y parece a punto de salir de su sujeción. ¡No me he sentido tan joven
en años! pensó Peter, escapando (solo por supuesto por una hora más o me-
nos) de ser precisamente lo que era, y sintiéndose como un niño que sale
corriendo al aire libre, y ve, mientras corre, a su vieja niñera saludando en
la ventana equivocada. Pero ella es extraordinariamente atractiva, pensó,
mientras, caminando por Trafalgar Square en dirección al Haymarket, venía
una joven que, al pasar por la estatua de Gordon, parecía, pensó Peter Walsh
(susceptible como era), desprender velo tras velo, hasta convertirse en la
mujer que siempre había tenido en mente; joven, pero majestuosa; alegre,
pero discreta; morena, pero encantadora.
Enderezándose y tocando furtivamente su navaja de bolsillo, comenzó a
seguir a esta mujer, esta emoción, que parecía incluso con la espalda vuelta
derramar sobre él una luz que los conectaba, que lo señalaba, como si el al-
boroto aleatorio del tráfico hubiera susurrado a través de manos huecas su
nombre, no Peter, sino su nombre privado que se llamaba a sí mismo en sus
propios pensamientos. "Tú," dijo ella, solo "tú," diciéndolo con sus guantes
blancos y sus hombros. Luego el fino y largo abrigo que el viento agitaba
mientras caminaba más allá de la tienda de Dent en Cockspur Street se des-
plegaba con una amabilidad envolvente, una ternura melancólica, como de
brazos que se abrirían y tomarían al cansado—
Pero no está casada; es joven; bastante joven, pensó Peter, el clavel rojo
que había visto que ella llevaba puesto cuando cruzaba Trafalgar Square ar-
diendo de nuevo en sus ojos y haciendo que sus labios fueran rojos. Pero
ella esperó en la acera. Había una dignidad en ella. No era mundana, como
Clarissa; no era rica, como Clarissa. ¿Era ella, se preguntaba mientras se
movía, respetable? Ingeniosa, con una lengua de lagarto parpadeante, pensó
(porque uno debe inventar, debe permitirse un poco de diversión), un inge-
nio frío y expectante, un ingenio rápido; no ruidoso.
Ella se movió; cruzó; él la siguió. Molestarla era lo último que deseaba.
Aún así, si ella se detenía, él diría "Ven a tomar un helado," diría, y ella res-
pondería, perfectamente simple, "Oh sí."
Pero otras personas se interpusieron entre ellos en la calle, obstruyéndo-
lo, borrándola de su vista. Él la persiguió; ella cambió. Había color en sus
mejillas; burla en sus ojos; él era un aventurero, imprudente, pensó, rápido,
audaz, de hecho (llegado como estaba anoche de la India) un bucanero ro-
mántico, despreocupado de todas estas malditas formalidades, batas amari-
llas, pipas, cañas de pescar, en las vidrieras; y la respetabilidad y las fiestas
nocturnas y los hombres mayores arreglados con pañuelos blancos bajo sus
chalecos. Él era un bucanero. Continuó y continuó, cruzando Piccadilly, y
subiendo por Regent Street, delante de él, su capa, sus guantes, sus hombros
combinando con los flecos y encajes y boas de plumas en las vidrieras para
hacer el espíritu de finura y fantasía que disminuía de las tiendas a la acera,
como la luz de una lámpara que va ondulando de noche sobre los setos en la
oscuridad.
Riéndose y encantadora, había cruzado Oxford Street y Great Portland
Street y girado por una de las pequeñas calles, y ahora, y ahora, el gran mo-
mento se acercaba, porque ahora ella aminoró la marcha, abrió su bolso, y
con una mirada en su dirección, pero no a él, una mirada que se despedía,
resumía toda la situación y la descartaba triunfalmente, para siempre, había
encajado su llave, abierto la puerta, y ¡se había ido! La voz de Clarissa di-
ciendo, Recuerda mi fiesta, Recuerda mi fiesta, cantaba en sus oídos. La
casa era una de esas casas rojas planas con cestas colgantes de flores de
vaga impropiedad. Se había terminado.
Bueno, me he divertido; me he divertido, pensó, mirando las cestas col-
gantes de pálidos geranios. Y estaba hecho añicos—su diversión, porque
estaba medio inventado, como él sabía muy bien; inventado, esta escapada
con la chica; inventado, como uno inventa la mejor parte de la vida, pensó
—creándose a sí mismo; creándola a ella; creando una diversión exquisita,
y algo más. Pero era extraño, y bastante cierto; todo esto uno nunca podría
compartirlo—se hizo añicos.
Giró; subió por la calle, pensando en encontrar algún lugar para sentarse,
hasta que fuera la hora de Lincoln's Inn—para los señores Hooper y Grate-
ley. ¿Adónde iría? No importaba. Subió por la calle, entonces, hacia Re-
gent's Park. Sus botas sobre el pavimento marcaban "no importa"; porque
era temprano, aún muy temprano.
También era una mañana espléndida. Como el pulso de un corazón per-
fecto, la vida golpeaba directamente a través de las calles. No había titubeos
—no había vacilaciones. Barriendo y girando, con precisión, puntualmente,
sin ruido, allí, precisamente en el momento adecuado, el automóvil se detu-
vo en la puerta. La chica, con medias de seda, emplumada, evanescente,
pero no particularmente atractiva para él (porque ya había tenido su aventu-
ra), descendió. Mayordomos admirables, perros chow color canela, vestíbu-
los pavimentados en blanco y negro con persianas blancas ondeando, Peter
vio a través de la puerta abierta y aprobó. Un logro espléndido a su manera,
después de todo, Londres; la temporada; la civilización. Viniendo como él
lo hacía de una respetable familia anglo-india que durante al menos tres ge-
neraciones había administrado los asuntos de un continente (es extraño,
pensó, qué sentimiento tengo sobre eso, detestando la India, y el imperio, y
el ejército como lo hacía), había momentos en que la civilización, incluso
de este tipo, le parecía querida como una posesión personal; momentos de
orgullo en Inglaterra; en los mayordomos; en los perros chow; en las chicas
en su seguridad. Ridículo, pero ahí está, pensó. Y los doctores y hombres de
negocios y mujeres capaces todos yendo sobre sus asuntos, puntuales, aler-
tas, robustos, le parecían completamente admirables, buenos compañeros, a
quienes uno confiaría su vida, compañeros en el arte de vivir, que lo verían
a uno a través de todo. Con una cosa y otra, el espectáculo era realmente
muy tolerable; y se sentaría a la sombra y fumaría.
Allí estaba Regent's Park. Sí. De niño había caminado por Regent's Park
—extraño, pensó, cómo el pensamiento de la infancia sigue regresando a mí
—el resultado de ver a Clarissa, tal vez; porque las mujeres viven mucho
más en el pasado que nosotros, pensó. Se apegan a los lugares; y a sus pa-
dres—una mujer siempre está orgullosa de su padre. Bourton era un buen
lugar, un lugar muy agradable, pero nunca pude llevarme bien con el viejo,
pensó. Hubo una escena una noche—una discusión sobre algo u otro, qué,
no podía recordar. Presumiblemente política.
Sí, recordó Regent's Park; el largo paseo recto; la pequeña casa donde se
compraban globos de aire a la izquierda; una estatua absurda con una ins-
cripción en alguna parte. Buscó un asiento vacío. No quería ser molestado
(sintiéndose un poco somnoliento como se sentía) por personas preguntán-
dole la hora. Una anciana enfermera gris, con un bebé dormido en su coche-
cito—eso era lo mejor que podía hacer por sí mismo; sentarse en el extremo
más alejado del asiento junto a esa enfermera.
Es una chica de aspecto raro, pensó, recordando de repente a Elizabeth
cuando entró en la habitación y se paró junto a su madre. Crecida; bastante
adulta, no exactamente bonita; más bien guapa; y no puede tener más de
dieciocho. Probablemente no se lleva bien con Clarissa. "Ahí está mi Eliza-
beth"—ese tipo de cosas—¿por qué no "Aquí está Elizabeth" simplemente?
—tratando de hacer creer, como la mayoría de las madres, que las cosas son
lo que no son. Confía demasiado en su encanto, pensó. Lo exagera.
El rico y benévolo humo del cigarro descendía frescamente por su gar-
ganta; lo expulsó de nuevo en anillos que enfrentaban el aire valientemente
por un momento; azules, circulares—intentaré conseguir una palabra a solas
con Elizabeth esta noche, pensó—luego empezaron a tambalearse en for-
mas de reloj de arena y a desvanecerse; formas extrañas que toman, pensó.
De repente cerró los ojos, levantó la mano con esfuerzo y arrojó la colilla
pesada de su cigarro. Un gran cepillo barrió suavemente su mente, barrien-
do a través de ella ramas en movimiento, voces de niños, el arrastre de pies,
y personas pasando, y tráfico zumbando, el tráfico subiendo y bajando.
Abajo, abajo se hundió en las plumas y plumas del sueño, se hundió, y fue
amortiguado.
CAPÍTULO V

La enfermera gris reanudó su tejido mientras Peter Walsh, en el asiento


caliente a su lado, comenzó a roncar. Con su vestido gris, moviendo sus ma-
nos incansablemente pero en silencio, parecía la campeona de los derechos
de los dormilones, como una de esas presencias espectrales que se levantan
en el crepúsculo en bosques hechos de cielo y ramas. El viajero solitario,
frecuentador de senderos, perturbador de helechos y devastador de grandes
plantas de cicuta, al mirar hacia arriba, de repente ve la figura gigante al fi-
nal del camino.
Por convicción un ateo tal vez, es sorprendido con momentos de extraor-
dinaria exaltación. Nada existe fuera de nosotros excepto un estado mental,
piensa; un deseo de consuelo, de alivio, de algo fuera de estos miserables
enanos, estos hombres y mujeres débiles, feos y cobardes. Pero si puede
concebirla, entonces de alguna manera ella existe, piensa, y avanzando por
el sendero con sus ojos en el cielo y las ramas, rápidamente las dota de fe-
minidad; ve con asombro cuán graves se vuelven; cuán majestuosamente, al
ser agitadas por la brisa, dispensan con un oscuro aleteo de las hojas cari-
dad, comprensión, absolución, y luego, lanzándose súbitamente al aire, con-
funden la piedad de su aspecto con una fiesta salvaje.
Tales son las visiones que ofrecen grandes cornucopias llenas de frutos al
viajero solitario, o murmuran en su oído como sirenas que se balancean en
las verdes olas del mar, o se estrellan en su rostro como ramos de rosas, o
suben a la superficie como rostros pálidos que los pescadores luchan por
abrazar en medio de inundaciones.
Tales son las visiones que flotan incesantemente, caminan al lado, ponen
sus rostros frente a la cosa real; a menudo dominando al viajero solitario y
quitándole la sensación de la tierra, el deseo de regresar, y dándole en su
lugar una paz general, como si (así piensa mientras avanza por el sendero
del bosque) toda esta fiebre de vivir fuera en sí misma simplicidad; y miría-
das de cosas se fusionaran en una cosa; y esta figura, hecha de cielo y ra-
mas, como es, se hubiera levantado del mar agitado (es anciano, tiene más
de cincuenta años ahora) como una forma que podría ser succionada de las
olas para derramar desde sus magníficas manos compasión, comprensión,
absolución. Así, piensa, que nunca vuelva a la luz de la lámpara; al salón;
que nunca termine mi libro; que nunca apague mi pipa; que nunca llame a
la señora Turner para que recoja; más bien déjame caminar directo hacia
esta gran figura, que, con un movimiento de su cabeza, me montará en sus
cintas y me dejará soplar hacia la nada con el resto.
Tales son las visiones. El viajero solitario pronto está más allá del bos-
que; y allí, llegando a la puerta con los ojos en sombra, posiblemente para
buscar su regreso, con las manos levantadas, con delantal blanco ondeando,
está una mujer mayor que parece (tan poderosa es esta debilidad) buscar,
sobre un desierto, a un hijo perdido; buscar a un jinete destruido para ser la
figura de la madre cuyos hijos han sido asesinados en las batallas del mun-
do. Así, mientras el viajero solitario avanza por la calle del pueblo donde
las mujeres están tejiendo y los hombres cavando en el jardín, la tarde pare-
ce ominosa; las figuras quietas; como si algún destino augusto, conocido
por ellos, esperado sin miedo, estuviera a punto de barrerlos hacia la com-
pleta aniquilación.
Adentro, entre cosas ordinarias, el armario, la mesa, el alféizar de la ven-
tana con sus geranios, de repente el contorno de la casera, inclinándose para
quitar el mantel, se vuelve suave con luz, un emblema adorable que solo el
recuerdo de contactos humanos fríos nos prohíbe abrazar. Ella toma la mer-
melada; la guarda en el armario.
"¿No hay nada más esta noche, señor?"
Pero, ¿a quién responde el viajero solitario?
CAPÍTULO VI

Así que la anciana enfermera tejía sobre el bebé dormido en el Regent's


Park. Así roncaba Peter Walsh.
Se despertó de repente, diciéndose a sí mismo, "La muerte del alma."
"¡Señor, Señor!" dijo en voz alta, estirándose y abriendo los ojos. "La
muerte del alma." Las palabras se asociaban a alguna escena, alguna habita-
ción, algún pasado que había estado soñando. Se hizo más claro; la escena,
la habitación, el pasado que había estado soñando.
Fue en Bourton ese verano, a principios de los noventa, cuando estaba
tan apasionadamente enamorado de Clarissa. Había mucha gente allí, riendo
y hablando, sentados alrededor de una mesa después del té, y la habitación
estaba bañada en luz amarilla y llena de humo de cigarrillos. Hablaban de
un hombre que se había casado con su sirvienta, uno de los terratenientes
vecinos, había olvidado su nombre. Se había casado con su sirvienta y ella
había sido llevada a Bourton para hacer una visita; una visita terrible. Esta-
ba ridículamente vestida, "como un cacatúa," había dicho Clarissa, imitán-
dola, y nunca dejó de hablar. Clarissa la imitaba. Entonces alguien dijo—
fue Sally Seton—¿hacía alguna diferencia real saber que antes de casarse
ella había tenido un bebé? (En esos días, en compañía mixta, era algo audaz
de decir.) Ahora podía ver a Clarissa, poniéndose roja; de alguna manera
contrayéndose; y diciendo, "¡Oh, nunca podré volver a hablar con ella!" En-
tonces todo el grupo alrededor de la mesa de té parecía tambalearse. Fue
muy incómodo.
No la había culpado por preocuparse por el hecho, ya que en esos días
una chica educada como ella no sabía nada, pero fue su manera lo que le
molestó; tímida; dura; algo arrogante; poco imaginativa; mojigata. "La
muerte del alma." Lo había dicho instintivamente, etiquetando el momento
como solía hacer—la muerte de su alma.
Todos se tambalearon; todos parecían inclinarse, mientras ella hablaba, y
luego se levantaban diferentes. Podía ver a Sally Seton, como una niña que
ha hecho una travesura, inclinándose hacia adelante, bastante sonrojada,
queriendo hablar, pero con miedo, y Clarissa asustaba a la gente. (Ella era la
mejor amiga de Clarissa, siempre por ahí, totalmente diferente a ella, una
criatura atractiva, guapa, morena, con la reputación en esos días de ser muy
atrevida y solía darle cigarros, que fumaba en su habitación. O había estado
comprometida con alguien o peleada con su familia y el viejo Parry los de-
testaba a ambos por igual, lo cual era un gran vínculo). Entonces Clarissa,
aún con aire de estar ofendida con todos, se levantó, puso una excusa y se
fue, sola. Al abrir la puerta, entró ese gran perro peludo que perseguía ove-
jas. Ella se lanzó sobre él, se mostró extasiada. Era como si dijera a Peter—
todo estaba dirigido a él, lo sabía—"Sé que pensaste que fui absurda con
esa mujer hace un momento; pero mira cuán extraordinariamente simpática
soy; mira cuánto amo a mi Rob."
Siempre tuvieron ese extraño poder de comunicarse sin palabras. Ella sa-
bía directamente cuando él la criticaba. Entonces ella hacía algo bastante
obvio para defenderse, como ese alboroto con el perro, pero nunca lo enga-
ñaba, siempre veía a través de Clarissa. No es que dijera nada, por supuesto;
solo se sentaba con expresión sombría. Así empezaban a menudo sus
peleas.
Ella cerró la puerta. De inmediato se puso extremadamente deprimido.
Todo parecía inútil: seguir enamorado, seguir peleando, seguir reconcilián-
dose, y se alejó solo, entre cobertizos, establos, mirando a los caballos. (El
lugar era bastante humilde; los Parry nunca estuvieron muy bien; pero siem-
pre había mozos y chicos de establo por ahí—Clarissa amaba montar—aun-
que había un viejo cochero—¿cómo se llamaba?—una vieja niñera, vieja
Moody, vieja Goody, algún nombre así la llamaban, a quien se visitaba en
una pequeña habitación con muchas fotos, muchas jaulas de pájaros).
¡Fue una noche terrible! Se puso cada vez más sombrío, no solo por eso;
por todo. Y no podía verla; no podía explicarle; no podía resolverlo. Siem-
pre había gente por ahí; ella seguiría como si nada hubiera pasado. Esa era
la parte diabólica de ella: esta frialdad, esta rigidez, algo muy profundo en
ella, que sintió nuevamente esa mañana hablando con ella; una impenetrabi-
lidad. Sin embargo, Dios sabe que la amaba. Ella tenía un extraño poder de
tocar sus nervios, convirtiendo sus nervios en cuerdas de violín, sí.
Había entrado a cenar algo tarde, por alguna idea idiota de hacerse notar,
y se había sentado junto a la vieja señorita Parry—tía Helena—la hermana
del señor Parry, que se suponía presidía. Allí estaba ella con su chal de ca-
chemira blanco, con la cabeza contra la ventana, una anciana formidable,
pero amable con él, porque le había encontrado una flor rara, y era una gran
botánica, marchando con botas gruesas y una caja negra de recolección col-
gada entre sus hombros. Se sentó junto a ella, y no pudo hablar. Todo pare-
cía pasar a su lado rápidamente; simplemente se sentó allí, comiendo. Y
luego, a mitad de la cena, se obligó a mirar a Clarissa por primera vez. Ella
estaba hablando con un joven a su derecha. Tuvo una revelación repentina.
"Se casará con ese hombre," se dijo a sí mismo. Ni siquiera sabía su
nombre.
Porque, por supuesto, fue esa tarde, esa misma tarde, cuando Dalloway
había venido; y Clarissa lo llamó "Wickham"; ese fue el comienzo de todo.
Alguien lo había traído; y Clarissa se equivocó con su nombre. Lo presentó
a todos como Wickham. Al final dijo "¡Mi nombre es Dalloway!"—esa fue
su primera impresión de Richard—un joven rubio, algo torpe, sentado en
una silla de cubierta, y diciendo abruptamente "¡Mi nombre es Dalloway!"
Sally lo agarró; siempre después de eso lo llamó "¡Mi nombre es
Dalloway!"
Era presa de revelaciones en ese momento. Esta—que ella se casaría con
Dalloway—fue cegadora, abrumadora en ese momento. Había una especie
de—¿cómo podría decirlo?—una especie de facilidad en su manera de tra-
tarlo; algo maternal; algo gentil. Hablaban de política. Durante toda la cena
intentó escuchar lo que decían.
Después, podía recordar estar de pie junto a la silla de la vieja señorita
Parry en el salón. Clarissa se acercó, con sus modales perfectos, como una
verdadera anfitriona, y quiso presentarle a alguien—habló como si nunca se
hubieran conocido, lo cual lo enfureció. Sin embargo, incluso entonces la
admiró por eso. Admiraba su valentía; su instinto social; admiraba su capa-
cidad para llevar las cosas adelante. "La perfecta anfitriona," le dijo, ante lo
cual ella se estremeció por completo. Pero quería que lo sintiera. Habría he-
cho cualquier cosa para herirla después de verla con Dalloway. Así que ella
lo dejó. Y él tuvo la sensación de que todos estaban reunidos en una conspi-
ración contra él—riendo y hablando—a sus espaldas. Allí estaba él, de pie
junto a la silla de la señorita Parry, como si hubiera sido tallado en madera,
hablando sobre flores silvestres. ¡Nunca, nunca había sufrido tanto! Debió
haber olvidado incluso fingir escuchar; al final despertó; vio a la señorita
Parry luciendo algo perturbada, algo indignada, con sus ojos prominentes
fijos. Casi gritó que no podía atender porque estaba en el infierno. La gente
empezó a salir de la habitación. Los oyó hablar sobre buscar capas; sobre
que hacía frío en el agua, y así sucesivamente. Iban a pasear en bote por el
lago a la luz de la luna—una de las ideas locas de Sally. Podía escucharla
describiendo la luna. Y todos salieron. Se quedó completamente solo.
"¿No quieres ir con ellos?" dijo la tía Helena—¡la vieja señorita Parry!—
ella había adivinado. Y él se volvió y ahí estaba Clarissa de nuevo. Ella ha-
bía vuelto a buscarlo. Estaba abrumado por su generosidad—su bondad.
"Vamos," dijo ella. "Te están esperando."
¡Nunca se había sentido tan feliz en toda su vida! Sin una palabra lo arre-
glaron. Caminaban hacia el lago. Tuvo veinte minutos de perfecta felicidad.
Su voz, su risa, su vestido (algo flotante, blanco, carmesí), su espíritu, su
aventurero; ella hizo que todos desembarcaran y exploraran la isla; asustó a
una gallina; rió; cantó. Y todo el tiempo, él sabía perfectamente bien, Dallo-
way se estaba enamorando de ella; ella se estaba enamorando de Dalloway;
pero no parecía importar. Nada importaba. Se sentaron en el suelo y habla-
ron—él y Clarissa. Entraban y salían de las mentes del otro sin ningún es-
fuerzo. Y luego en un segundo todo terminó. Se dijo a sí mismo mientras
subían al bote, "Se casará con ese hombre," con apatía, sin resentimiento;
pero era algo obvio. Dalloway se casaría con Clarissa.
Dalloway los llevó en el bote. No dijo nada. Pero de alguna manera,
mientras lo veían partir, saltando a su bicicleta para recorrer veinte millas a
través del bosque, tambaleándose por el camino, saludando con la mano y
desapareciendo, obviamente sí sentía, instintivamente, tremendamente,
fuertemente, todo eso; la noche; el romance; Clarissa. Merecía tenerla.
Para sí mismo, él era absurdo. Sus demandas sobre Clarissa (ahora lo
veía) eran absurdas. Pedía cosas imposibles. Hacía escenas terribles. Ella
aún lo habría aceptado, tal vez, si él hubiera sido menos absurdo. Sally lo
pensaba así. Ella le escribió todo ese verano largas cartas; cómo hablaban
de él; cómo ella lo alababa, cómo Clarissa rompía en llanto. Fue un verano
extraordinario—todo cartas, escenas, telegramas—llegando a Bourton tem-
prano en la mañana, merodeando hasta que los sirvientes se levantaban; ate-
rradoras conversaciones a solas con el viejo señor Parry en el desayuno; la
tía Helena formidable pero amable; Sally llevándolo para charlas en el jar-
dín de vegetales; Clarissa en cama con dolores de cabeza.
La escena final, la escena terrible que él creía había importado más que
cualquier otra cosa en toda su vida (podría ser una exageración, pero aún así
lo parecía ahora) ocurrió a las tres de la tarde de un día muy caluroso. Fue
una nimiedad lo que lo provocó—Sally en el almuerzo diciendo algo sobre
Dalloway, y llamándolo "Mi nombre es Dalloway"; tras lo cual Clarissa de
repente se tensó, se sonrojó, de una manera que tenía, y dijo bruscamente,
"Ya hemos tenido suficiente de esa broma débil." Eso fue todo; pero para él
fue precisamente como si ella hubiera dicho, "Solo me estoy divirtiendo
contigo; tengo un entendimiento con Richard Dalloway." Así lo tomó. No
había dormido en noches. "Tiene que terminar de una manera u otra," se
dijo. Le envió una nota a ella a través de Sally pidiéndole que lo encontrara
junto a la fuente a las tres. "Algo muy importante ha sucedido," garabateó al
final.
La fuente estaba en medio de un pequeño arbusto, lejos de la casa, con
arbustos y árboles a su alrededor. Allí llegó ella, incluso antes de la hora, y
se quedaron con la fuente entre ellos, el chorro (estaba roto) goteando agua
incesantemente. ¡Cómo se fijan las vistas en la mente! Por ejemplo, el mus-
go verde vivo.
Ella no se movió. "Dime la verdad, dime la verdad," seguía diciendo.
Sentía como si su frente fuera a estallar. Ella parecía contraída, petrificada.
No se movió. "Dime la verdad," repitió, cuando de repente ese viejo Breit-
kopf asomó la cabeza con el Times; los miró; se quedó boquiabierto; y se
fue. Ninguno de los dos se movió. "Dime la verdad," repitió. Sentía que es-
taba chocando contra algo físicamente duro; ella era inflexible. Era como
hierro, como pedernal, rígida por la columna vertebral. Y cuando ella dijo,
"No tiene sentido. No tiene sentido. Esto es el final"—después de que él ha-
bía hablado durante horas, al parecer, con las lágrimas corriendo por sus
mejillas—fue como si ella lo hubiera golpeado en la cara. Ella se volvió, lo
dejó, se fue.
"¡Clarissa!" gritó. "¡Clarissa!" Pero ella nunca regresó. Todo terminó. Se
fue esa noche. Nunca la volvió a ver.
CAPÍTULO VII

¡Era horrible! ¡Terrible, terrible! - gritó.


Aún así, el sol estaba caliente. Aún así, uno superaba las cosas. Aún así,
la vida tenía una forma de añadir día tras día. Aún así, pensó, bostezando y
empezando a prestar atención—Regent's Park había cambiado muy poco
desde que era un niño, excepto por las ardillas—probablemente aún había
compensaciones—cuando la pequeña Elise Mitchell, que había estado reco-
giendo guijarros para añadir a la colección de guijarros que ella y su her-
mano estaban haciendo en la repisa de la guardería, dejó caer su puñado so-
bre la rodilla de la niñera y se lanzó de nuevo a toda velocidad contra las
piernas de una dama. Peter Walsh se rió en voz alta.
Pero Lucrezia Warren Smith se decía a sí misma, Es una maldad; ¿por
qué debería sufrir? se preguntaba, mientras caminaba por el ancho sendero.
No; no puedo soportarlo más, decía, habiendo dejado a Septimus, que ya no
era Septimus, diciendo cosas duras, crueles, malvadas, hablando solo, ha-
blando con un hombre muerto, en el banco de allí; cuando el niño corrió a
toda velocidad contra ella, cayó de bruces y estalló en llanto.
Eso fue algo reconfortante. La levantó, sacudió su vestido, la besó.
Pero ella no había hecho nada malo; había amado a Septimus; había sido
feliz; había tenido un hogar hermoso, y allí aún vivían sus hermanas, ha-
ciendo sombreros. ¿Por qué debería sufrir?
La niña corrió directamente de regreso a su niñera, y Rezia la vio regaña-
da, consolada, recogida por la niñera que dejó su tejido, y el hombre de as-
pecto amable le dio su reloj para que lo abriera y la consolara—pero ¿por
qué debería estar expuesta? ¿Por qué no la dejaron en Milán? ¿Por qué tor-
turada? ¿Por qué?
Levemente nublada por las lágrimas, el ancho camino, la niñera, el hom-
bre de gris, el cochecito, subían y bajaban ante sus ojos. Ser mecida por este
torturador maligno era su destino. Pero ¿por qué? Era como un pájaro refu-
giándose bajo el hueco delgado de una hoja, que parpadea al sol cuando la
hoja se mueve; se sobresalta con el crujido de una rama seca. Estaba ex-
puesta; estaba rodeada por los enormes árboles, vastas nubes de un mundo
indiferente, expuesta; torturada; ¿y por qué debería sufrir? ¿Por qué?
Frunció el ceño; golpeó el suelo con el pie. Debía volver a Septimus ya
que casi era hora de ir a ver a Sir William Bradshaw. Debía volver y decír-
selo, volver a él sentado allí en la silla verde bajo el árbol, hablando solo, o
con ese hombre muerto, Evans, a quien ella solo había visto una vez por un
momento en la tienda. Parecía un hombre agradable y tranquilo; un gran
amigo de Septimus, y había sido asesinado en la guerra. Pero esas cosas le
pasan a todos. Todos tienen amigos que fueron asesinados en la guerra. To-
dos renuncian a algo cuando se casan. Ella había renunciado a su hogar. Ha-
bía venido a vivir aquí, en esta ciudad horrible. Pero Septimus se dejaba
pensar en cosas horribles, como ella también podría hacer si lo intentara. Se
había vuelto más y más extraño. Decía que la gente hablaba detrás de las
paredes del dormitorio. La señora Filmer lo encontraba extraño. También
veía cosas—había visto la cabeza de una anciana en medio de un helecho.
Sin embargo, podía ser feliz cuando quería. Fueron a Hampton Court en la
parte superior de un autobús, y fueron perfectamente felices. Todas las pe-
queñas flores rojas y amarillas estaban en el césped, como lámparas flotan-
tes, decía, y hablaba y charlaba y reía, inventando historias. De repente dijo,
"Ahora nos mataremos," cuando estaban de pie junto al río, y lo miraba con
una mirada que ella había visto en sus ojos cuando pasaba un tren, o un au-
tobús—una mirada como si algo lo fascinara; y sentía que se estaba alejan-
do de ella y lo agarraba del brazo. Pero al volver a casa estaba perfectamen-
te tranquilo—perfectamente razonable. Discutía con ella sobre matarse; y
explicaba lo malvadas que eran las personas; cómo podía verlos inventando
mentiras mientras pasaban por la calle. Sabía todos sus pensamientos, de-
cía; sabía todo. Sabía el significado del mundo, decía.
Luego, cuando regresaban, apenas podía caminar. Se tumbaba en el sofá
y la hacía sostener su mano para evitar caer, caer, gritaba, ¡en las llamas! y
veía caras riéndose de él, llamándolo nombres horribles y repugnantes, des-
de las paredes, y manos señalando alrededor de la pantalla. Sin embargo,
estaban completamente solos. Pero él comenzaba a hablar en voz alta, res-
pondiendo a personas, discutiendo, riendo, llorando, emocionándose mucho
y haciéndola escribir cosas. Era un sinsentido absoluto; sobre la muerte; so-
bre la señorita Isabel Pole. Ella no podía soportarlo más. Regresaría.
Ahora estaba cerca de él, podía verlo mirando al cielo, murmurando, en-
trelazando sus manos. Sin embargo, el Dr. Holmes decía que no tenía nada
de malo. Entonces, ¿qué había pasado, por qué se había ido, entonces, por
qué, cuando se sentaba a su lado, se sobresaltaba, fruncía el ceño, se aparta-
ba y señalaba su mano, tomaba su mano, la miraba aterrorizado?
¿Sería porque se había quitado su anillo de bodas? "Mi mano se ha vuelto
tan delgada," dijo. "Lo he puesto en mi bolso," le dijo.
Él dejó caer su mano. Su matrimonio había terminado, pensó, con agonía,
con alivio. La cuerda se había cortado; se elevaba; era libre, como estaba
decretado que él, Septimus, el señor de los hombres, debía ser libre; solo
(ya que su esposa había tirado su anillo de bodas; ya que lo había dejado),
él, Septimus, estaba solo, llamado en anticipación de la masa de hombres
para escuchar la verdad, para aprender el significado, que ahora finalmente,
después de todos los trabajos de la civilización—griegos, romanos, Shakes-
peare, Darwin, y ahora él mismo—debía ser entregado por completo a...
"¿A quién?" preguntó en voz alta. "Al Primer Ministro," respondieron las
voces que susurraban sobre su cabeza. El supremo secreto debía ser contado
al Gabinete; primero que los árboles están vivos; luego que no hay crimen;
luego amor, amor universal, murmuró, jadeando, temblando, sacando dolo-
rosamente estas verdades profundas que necesitaban, tan profundas eran,
tan difíciles, un esfuerzo inmenso para expresarlas, pero el mundo fue com-
pletamente cambiado por ellas para siempre.
No hay crimen; amor; repitió, buscando torpemente su tarjeta y lápiz,
cuando un terrier escocés olfateó sus pantalones y se sobresaltó con agonía
de miedo. ¡Se estaba convirtiendo en un hombre! ¡No podía ver eso suce-
der! ¡Era horrible, terrible ver a un perro convertirse en un hombre! Ense-
guida el perro trotó lejos.
El cielo era divinamente misericordioso, infinitamente benévolo. Le per-
donaba, le perdonaba su debilidad. Pero, ¿cuál era la explicación científica
(porque uno debe ser científico por encima de todo)? ¿Por qué podía ver a
través de los cuerpos, ver el futuro, cuando los perros se convertirán en
hombres? Era la ola de calor presumiblemente, operando sobre un cerebro
sensibilizado por eones de evolución. Científicamente hablando, la carne se
había derretido del mundo. Su cuerpo estaba macerado hasta que solo que-
daron las fibras nerviosas. Estaba extendido como un velo sobre una roca.
Se recostó en su silla, exhausto pero sostenido. Se quedó descansando,
esperando, antes de interpretar nuevamente, con esfuerzo, con agonía, para
la humanidad. Se quedó muy alto, en la espalda del mundo. La tierra vibra-
ba bajo él. Flores rojas crecían a través de su carne; sus hojas rígidas susu-
rraban cerca de su cabeza. La música comenzó a resonar contra las rocas
aquí arriba. Es una bocina de auto en la calle, murmuró; pero aquí arriba
resonaba de roca en roca, se dividía, se encontraba en choques de sonido
que se elevaban en columnas suaves (que la música fuera visible fue un des-
cubrimiento) y se convertía en un himno, un himno entrelazado ahora por el
pipar de un pastor (Ese es un anciano tocando una flauta cerca del pub, mur-
muró) que, mientras el niño estaba quieto, surgía burbujeando de su flauta,
y luego, mientras subía más alto, hacía su exquisito lamento mientras el trá-
fico pasaba por debajo. Este elegía del niño se tocaba entre el tráfico, pensó
Septimus. Ahora se retira a las nieves, y rosas cuelgan a su alrededor—las
gruesas rosas rojas que crecen en la pared de mi dormitorio, se recordó a sí
mismo. La música se detuvo. Tiene su centavo, razonó, y se ha ido al si-
guiente pub.
Pero él mismo permaneció alto en su roca, como un marinero ahogado en
una roca. Me incliné sobre el borde del bote y caí, pensó. Me hundí en el
mar. He estado muerto, y ahora estoy vivo, pero déjenme descansar todavía;
suplicó (estaba hablando solo otra vez—¡era horrible, horrible!); y como,
antes de despertar, las voces de los pájaros y el sonido de las ruedas suenan
y charlan en una extraña armonía, crecen más fuertes y el durmiente siente
que se acerca a las costas de la vida, así él se sentía acercándose a la vida, el
sol creciendo más caliente, los gritos sonando más fuertes, algo tremendo a
punto de suceder.
Solo tenía que abrir los ojos; pero un peso estaba sobre ellos; un miedo.
Se esforzó; empujó; miró; vio Regent's Park ante él. Largas serpentinas de
luz solar acariciaban sus pies. Los árboles ondeaban, blandían. Te damos la
bienvenida, parecía decir el mundo; aceptamos; creamos. Belleza, parecía
decir el mundo. Y como para probarlo (científicamente) dondequiera que
mirara a las casas, a las rejas, a los antílopes estirándose sobre los palos, la
belleza brotaba instantáneamente. Observar una hoja temblar en el aire era
una alegría exquisita. Arriba en el cielo las golondrinas se deslizaban, gira-
ban, se lanzaban dentro y fuera, de un lado a otro, pero siempre con un con-
trol perfecto como si elásticos las sostuvieran; y las moscas subiendo y ba-
jando; y el sol iluminando ahora esta hoja, ahora aquella, en burla, deslum-
brándola con oro suave en puro buen temperamento; y de vez en cuando al-
gún carillón (podría ser una bocina de auto) tintineando divinamente en los
tallos de hierba—todo esto, calmado y razonable como era, hecho de cosas
ordinarias como era, era la verdad ahora; la belleza, esa era la verdad ahora.
La belleza estaba en todas partes.
"Es hora," dijo Rezia.
La palabra "hora" rompió su cáscara; derramó sus riquezas sobre él; y de
sus labios cayeron como conchas, como virutas de un cepillo, sin que él las
hiciera, palabras duras, blancas, imperecederas, y volaron para adherirse a
sus lugares en una oda al Tiempo; una oda inmortal al Tiempo. Cantó.
Evans respondió desde detrás del árbol. Los muertos estaban en Tesalia,
cantaba Evans, entre las orquídeas. Allí esperaban hasta que la guerra termi-
nara, y ahora los muertos, ahora Evans mismo—
"¡Por el amor de Dios, no vengas!" gritó Septimus. Porque no podía mi-
rar a los muertos.
Pero las ramas se separaron. Un hombre de gris estaba realmente cami-
nando hacia ellos. ¡Era Evans! Pero no tenía barro sobre él; no tenía heri-
das; no había cambiado. Debo contarle al mundo entero, gritó Septimus, le-
vantando su mano (mientras el hombre muerto en el traje gris se acercaba),
levantando su mano como una figura colosal que ha lamentado el destino
del hombre durante siglos en el desierto solo con sus manos presionadas
contra su frente, surcos de desesperación en sus mejillas, y ahora ve luz en
el borde del desierto que se ensancha y golpea la figura de hierro negro (y
Septimus se levantó a medias de su silla), y con legiones de hombres pos-
trados detrás de él, él, el gran doliente, recibe por un momento en su rostro
el todo—
"Pero estoy tan infeliz, Septimus," dijo Rezia tratando de hacer que se
sentara.
Los millones lamentaban; durante siglos habían llorado. Él se volvería,
les contaría en unos momentos, solo unos momentos más, de este alivio, de
esta alegría, de esta asombrosa revelación—
"La hora, Septimus," repitió Rezia. "¿Qué hora es?"
Estaba hablando, estaba comenzando, este hombre debía notarlo. Lo esta-
ba mirando.
"Te diré la hora," dijo Septimus, muy despacio, muy somnoliento, son-
riendo misteriosamente. Mientras sonreía al hombre muerto en el traje gris,
el cuarto sonó—las once y cuarto.
Y eso es ser joven, pensó Peter Walsh mientras pasaba junto a ellos. Te-
ner una escena horrible—la pobre chica parecía absolutamente desesperada
—en medio de la mañana. Pero ¿de qué se trataba, se preguntaba, qué había
dicho el joven del abrigo para hacerla lucir así; en qué lío espantoso se ha-
bían metido ambos para parecer tan desesperados como eso en una mañana
de verano? Lo divertido de volver a Inglaterra, después de cinco años, era la
forma en que hacía, al menos los primeros días, que las cosas resaltaran
como si uno nunca las hubiera visto antes; amantes discutiendo bajo un ár-
bol; la vida familiar doméstica de los parques. Nunca había visto a Londres
tan encantadora—la suavidad de las distancias; la riqueza; el verdor; la civi-
lización, después de India, pensó, paseando por el césped.
Esta susceptibilidad a las impresiones había sido su ruina, sin duda. Aún
así, a su edad, tenía, como un niño o una niña incluso, estas alternancias de
ánimo; días buenos, días malos, sin ninguna razón en absoluto, felicidad por
un rostro bonito, miseria absoluta al ver a una mujer desaliñada. Después de
India, por supuesto, uno se enamoraba de todas las mujeres que conocía.
Había una frescura en ellas; incluso las más pobres vestían mejor que hace
cinco años, seguramente; y a su parecer, las modas nunca habían sido tan
favorecedoras; los largos abrigos negros; la delgadez; la elegancia; y luego
el delicioso y aparentemente universal hábito del maquillaje. Cada mujer,
incluso la más respetable, tenía rosas floreciendo bajo vidrio; labios corta-
dos con un cuchillo; rizos de tinta india; había diseño, arte, en todas partes;
un cambio de algún tipo había ocurrido indudablemente. ¿En qué pensaban
los jóvenes? se preguntaba Peter Walsh.
Esos cinco años—de 1918 a 1923—habían sido, sospechaba, de alguna
manera muy importantes. La gente se veía diferente. Los periódicos pare-
cían diferentes. Ahora, por ejemplo, había un hombre escribiendo abierta-
mente en una de las revistas respetables sobre retretes. Eso no se podía ha-
ber hecho hace diez años—escribir abiertamente sobre retretes en una revis-
ta respetable. Y luego, esto de sacar un palo de rouge, o una borla de polvos
y maquillarse en público. A bordo del barco volviendo a casa había muchos
jóvenes y chicas—Betty y Bertie recordaba en particular—coqueteando
abiertamente; la vieja madre sentada y observándolos con su tejido, tranqui-
la como un pepino. La chica se paraba y se empolvaba la nariz frente a to-
dos. Y no estaban comprometidos; solo divirtiéndose; sin sentimientos heri-
dos por ninguna de las partes. Era dura como un clavo—Betty Cómo-se-
llame—pero una buena persona. Sería una muy buena esposa a los treinta—
se casaría cuando le conviniera; se casaría con algún hombre rico y viviría
en una gran casa cerca de Manchester.
¿Quién era ahora el que había hecho eso? se preguntaba Peter Walsh, gi-
rando hacia el Broad Walk,—se casó con un hombre rico y vivió en una
gran casa cerca de Manchester? Alguien que le había escrito una larga carta
entusiasta últimamente sobre "hortensias azules". Fue al ver hortensias azu-
les que pensó en él y en los viejos tiempos—¡Sally Seton, por supuesto!
¡Era Sally Seton, la última persona en el mundo que uno esperaría que se
casara con un hombre rico y viviera en una gran casa cerca de Manchester,
la salvaje, la atrevida, la romántica Sally!
Pero de todo ese antiguo grupo, los amigos de Clarissa—los Whitbreads,
los Kinderleys, los Cunninghams, los Kinloch-Jones—probablemente Sally
era la mejor. Ella intentaba entender las cosas de la manera correcta de to-
dos modos. Ella veía a través de Hugh Whitbread de todos modos—el ad-
mirable Hugh—cuando Clarissa y los demás estaban a sus pies.
"¿Los Whitbread?" podía oírla decir. "¿Quiénes son los Whitbread? Co-
merciantes de carbón. Comerciantes respetables."
Hugh lo detestaba por alguna razón. Pensaba en nada más que en su pro-
pia apariencia, decía. Debería haber sido un duque. Estaría seguro de casar-
se con una de las princesas reales. Y, por supuesto, Hugh tenía el respeto
más extraordinario, el más natural, el más sublime por la aristocracia britá-
nica que cualquier ser humano que él hubiera conocido. Incluso Clarissa
tenía que admitirlo. Oh, pero era tan querido, tan desinteresado, renunciaba
a la caza para complacer a su vieja madre—recordaba los cumpleaños de
sus tías, y así sucesivamente.
Sally, para hacerle justicia, veía a través de todo eso. Una de las cosas
que recordaba mejor era una discusión una mañana de domingo en Bourton
sobre los derechos de las mujeres (ese tema antediluviano), cuando Sally de
repente perdió los estribos, estalló y le dijo a Hugh que representaba todo lo
más detestable en la vida de la clase media británica. Le dijo que lo consi-
deraba responsable del estado de "esas pobres chicas en Piccadilly"—Hugh,
el perfecto caballero, ¡pobre Hugh!—¡nunca un hombre lució más horrori-
zado! Lo hizo a propósito, dijo después (porque solían juntarse en el jardín
de vegetales y comparar notas). "No ha leído nada, no ha pensado nada, no
ha sentido nada," podía oírla decir en esa voz muy enfática que llegaba mu-
cho más lejos de lo que ella sabía. Los mozos de cuadra tenían más vida
que Hugh, decía. Era un espécimen perfecto del tipo de la escuela pública,
decía. Ningún país excepto Inglaterra podría haberlo producido. Ella era
realmente maliciosa, por alguna razón; tenía algún resentimiento contra él.
Algo había pasado—olvidó qué—en la sala de fumar. ¿La había insultado—
besado? ¡Increíble! Nadie creía una palabra en contra de Hugh, por supues-
to. ¿Quién podría? ¡Besar a Sally en la sala de fumar! Si hubiera sido algu-
na honorable Edith o Lady Violet, tal vez; pero no esa vagabunda Sally sin
un centavo a su nombre, y un padre o una madre jugando en Monte Carlo.
Porque de todas las personas que había conocido, Hugh era el mayor snob
—el más servil—no, no se arrastraba exactamente. Era demasiado mojigato
para eso. Una primera rata de valet era la comparación obvia—alguien que
caminaba detrás llevando maletas; podía ser confiado para enviar telegra-
mas—indispensable para las anfitrionas. Y había encontrado su trabajo—se
casó con su honorable Evelyn; consiguió algún pequeño puesto en la Corte,
cuidaba las bodegas del Rey, pulía las hebillas de los zapatos imperiales,
andaba con pantalones cortos y encajes. ¡Qué implacable es la vida! ¡Un
pequeño puesto en la Corte!
Se había casado con esta dama, la honorable Evelyn, y vivían por aquí,
pensaba (mirando las casas pomposas que daban al parque), porque había
almorzado allí una vez en una casa que tenía, como todas las posesiones de
Hugh, algo que ninguna otra casa podría tener—podrían ser armarios para
ropa de cama. Tenías que ir y mirarlos—tenías que pasar mucho tiempo
siempre admirando lo que fuera—armarios para ropa de cama, fundas de
almohadas, muebles de roble antiguo, cuadros, que Hugh había recogido
por una canción. Pero la señora Hugh a veces revelaba el espectáculo. Era
una de esas mujeres pequeñas y oscuras que admiran a los hombres gran-
des. Era casi insignificante. Entonces de repente decía algo completamente
inesperado—algo agudo. Tal vez tenía los restos de la gran manera. El car-
bón de vapor era un poco demasiado fuerte para ella—hacía la atmósfera
espesa. Y así vivían allí, con sus armarios de ropa de cama y sus viejos
maestros y sus fundas de almohada adornadas con encaje real a razón de
cinco o diez mil al año presumiblemente, mientras él, que tenía dos años
más que Hugh, mendigaba por un trabajo.
A los cincuenta y tres tenía que venir y pedirles que lo pusieran en alguna
oficina de secretario, para encontrarle algún trabajo de bedel enseñando la-
tín a niños pequeños, a merced de algún mandarín en una oficina, algo que
trajera quinientos al año; porque si se casaba con Daisy, incluso con su pen-
sión, nunca podrían arreglárselas con menos. Whitbread podría hacerlo pre-
sumiblemente; o Dalloway. No le importaba lo que le pidiera a Dalloway.
Era una buena persona; un poco limitado; un poco denso; sí; pero una buena
persona. Cualquier cosa que emprendiera lo hacía de manera sensata, sin un
toque de imaginación, sin una chispa de brillantez, pero con la inexplicable
amabilidad de su tipo. Debería haber sido un caballero rural—estaba des-
perdiciado en la política. Estaba en su mejor momento al aire libre, con ca-
ballos y perros—qué bueno era, por ejemplo, cuando ese gran perro peludo
de Clarissa quedó atrapado en una trampa y tuvo la pata medio arrancada, y
Clarissa se desmayó y Dalloway hizo todo; vendó, hizo férulas; le dijo a
Clarissa que no fuera tonta. Eso era lo que a ella le gustaba de él, tal vez—
eso era lo que ella necesitaba. "Ahora, querida, no seas tonta. Sostén esto—
trae eso," todo el tiempo hablando con el perro como si fuera un ser
humano.
Pero, ¿cómo podía tragarse todas esas tonterías sobre poesía? ¿Cómo po-
día dejar que él se explayara sobre Shakespeare? Seria y solemnemente, Ri-
chard Dalloway se ponía en pie y decía que ningún hombre decente debería
leer los sonetos de Shakespeare porque era como escuchar detrás de cerra-
duras (además, la relación no era una que él aprobara). Ningún hombre de-
cente debería permitir que su esposa visitara a la hermana de una esposa fa-
llecida. ¡Increíble! La única solución era arrojarle almendras azucaradas—
fue en la cena. Pero Clarissa se lo tragó todo; pensaba que era tan honesto
de su parte; tan independiente de su parte; ¡Dios sabe si no lo pensaba el
más original que había conocido!
Esa era una de las conexiones entre Sally y él. Había un jardín donde so-
lían caminar, un lugar cerrado por muros, con rosales y coliflores gigantes
—podía recordar a Sally arrancando una rosa, deteniéndose para exclamar
sobre la belleza de las hojas de repollo a la luz de la luna (era extraordinario
cómo todo volvía a él tan vívidamente, cosas que no había pensado en
años), mientras le imploraba, medio riendo por supuesto, que se llevara a
Clarissa, que la salvara de los Hugh y los Dalloway y todos los demás "ca-
balleros perfectos" que "sofocarían su alma" (ella escribía montones de poe-
sía en esos días), la convertirían en una mera anfitriona, fomentarían su
mundanidad. Pero hay que hacer justicia a Clarissa. No iba a casarse con
Hugh de todos modos. Ella tenía una noción perfectamente clara de lo que
quería. Sus emociones estaban todas en la superficie. Debajo, era muy astu-
ta—mucho mejor juez de carácter que Sally, por ejemplo, y con todo, pura-
mente femenina; con ese don extraordinario, ese don de mujer, de crear un
mundo propio dondequiera que estuviera. Ella entraba en una habitación; se
paraba, como él la había visto a menudo, en una puerta con mucha gente a
su alrededor. Pero era Clarissa la que uno recordaba. No es que fuera llama-
tiva; no era en absoluto hermosa; no había nada pintoresco en ella; nunca
decía nada especialmente inteligente; allí estaba, sin embargo; allí estaba.
No, no, no. ¡No estaba enamorado de ella ya! Solo sentía, después de ver-
la esa mañana, entre sus tijeras y sedas, preparándose para la fiesta, incapaz
de escapar de la idea de ella; seguía volviendo una y otra vez como un dur-
miente chocando contra él en un vagón de tren; lo cual no era estar enamo-
rado, por supuesto; era pensar en ella, criticarla, comenzar de nuevo, des-
pués de treinta años, tratando de explicarla. Lo obvio que se podía decir de
ella era que era mundana; se preocupaba demasiado por el rango y la socie-
dad y por progresar en el mundo—lo cual era cierto en cierto sentido; ella
se lo había admitido. (Siempre se podía lograr que ella lo admitiera si uno
se tomaba la molestia; era honesta.) Lo que ella diría era que odiaba a los
fracasados, a los tontos, a los fracasados, como él presumiblemente; pensa-
ba que la gente no tenía derecho a holgazanear con las manos en los bolsi-
llos; debía hacer algo, ser algo; y estos grandes personajes, estas duquesas,
estas viejas condesas canosas que uno encontraba en su salón, por incom-
prensiblemente remotas que él las considerara de cualquier cosa que impor-
tara un comino, representaban algo real para ella. Lady Bexborough, dijo
una vez, se mantenía erguida (como lo hacía Clarissa misma; nunca se re-
costaba en ningún sentido de la palabra; era recta como una flecha, un poco
rígida de hecho). Decía que tenían un tipo de valentía que cuanto más enve-
jecía, más respetaba. En todo esto había mucho de Dalloway, por supuesto;
mucho del espíritu de servicio público, del Imperio Británico, de la reforma
arancelaria, del espíritu de la clase gobernante, que había crecido en ella,
como tiende a suceder. Con el doble de ingenio que él, tenía que ver las co-
sas a través de sus ojos—una de las tragedias de la vida conyugal. Con una
mente propia, debía siempre estar citando a Richard—como si uno no pu-
diera saber exactamente lo que Richard pensaba con solo leer el Morning
Post por la mañana. Estas fiestas, por ejemplo, eran todas para él, o para su
idea de él (para ser justos con Richard, él habría sido más feliz cultivando
en Norfolk). Ella hacía de su salón una especie de lugar de encuentro; tenía
un talento para ello. Una y otra vez la había visto tomar a un joven sin expe-
riencia, darle forma, girarlo, despertarlo; ponerlo en marcha. Números infi-
nitos de personas aburridas se conglomeraban a su alrededor, por supuesto.
Pero aparecían personas inesperadas; a veces un artista; a veces un escritor;
peces extraños en esa atmósfera. Y detrás de todo eso estaba esa red de visi-
tas, dejar tarjetas, ser amable con la gente; correr de un lado a otro con ra-
mos de flores, pequeños regalos; Fulano se iba a Francia—debía tener un
cojín de aire; una verdadera carga para su fuerza; todo ese interminable trá-
fico que las mujeres de su tipo mantienen; pero ella lo hacía genuinamente,
por un instinto natural.
Curiosamente, era una de las escépticas más completas que había conoci-
do, y posiblemente (esta era una teoría que él solía inventar para explicar su
comportamiento, tan transparente en algunos aspectos, tan inescrutable en
otros), posiblemente ella se decía a sí misma: Como somos una raza conde-
nada, encadenada a un barco que se hunde (su lectura favorita de niña era
Huxley y Tyndall, y les gustaban estas metáforas náuticas), como todo esto
es una broma de mal gusto, hagamos, al menos, nuestra parte; mitiguemos
el sufrimiento de nuestros compañeros de prisión (Huxley de nuevo); deco-
remos la mazmorra con flores y cojines de aire; seamos lo más decentes po-
sible. Esos rufianes, los Dioses, no deben salirse con la suya, su idea era que
los Dioses, que nunca perdían la oportunidad de herir, frustrar y arruinar vi-
das humanas, se sentían realmente molestos si, a pesar de todo, uno se com-
portaba como una dama. Esa fase vino directamente después de la muerte
de Sylvia—ese horrible suceso. Ver a tu propia hermana asesinada por un
árbol caído (todo culpa de Justin Parry—todo su descuido) ante tus propios
ojos, una niña también al borde de la vida, la más talentosa de ellas, decía
siempre Clarissa, era suficiente para volverte amargado. Más tarde, no esta-
ba tan segura, tal vez; pensaba que no había dioses; nadie tenía la culpa; y
así evolucionó esta religión atea de hacer el bien por el bien mismo.
Y por supuesto, disfrutaba enormemente de la vida. Era su naturaleza dis-
frutar (aunque solo Dios sabe, tenía sus reservas; era un mero esbozo, a me-
nudo sentía, lo que incluso él, después de todos estos años, podía hacer de
Clarissa). De todos modos, no había amargura en ella; ninguno de ese senti-
do de virtud moral que es tan repulsivo en las buenas mujeres. Disfrutaba
prácticamente de todo. Si paseabas con ella por Hyde Park, ahora era una
cama de tulipanes, ahora un niño en un cochecito, ahora algún pequeño dra-
ma absurdo que inventaba en el momento. (Muy probablemente, ella hubie-
ra hablado con esos amantes, si pensaba que estaban infelices). Tenía un
sentido de la comedia que era realmente exquisito, pero necesitaba gente,
siempre gente, para sacarlo a relucir, con el inevitable resultado de que des-
perdiciaba su tiempo, almorzando, cenando, dando esas interminables fies-
tas suyas, hablando tonterías, diciendo cosas que no quería decir, embotan-
do el filo de su mente, perdiendo su discriminación. Allí se sentaba en la
cabecera de la mesa, tomándose infinitas molestias con algún viejo aburrido
que podría ser útil para Dalloway—conocían a los más terribles aburridos
de Europa—o entraba Elizabeth y todo debía ceder ante ella. Estaba en una
escuela secundaria, en la etapa inarticulada la última vez que estuvo aquí,
una chica de cara redonda, pálida, sin nada de su madre en ella, una criatura
silenciosa y sólida, que tomaba todo como algo natural, dejaba que su ma-
dre hiciera un escándalo de ella, y luego decía "¿Puedo irme ahora?" como
una niña de cuatro años; yendo, Clarissa explicaba, con esa mezcla de di-
versión y orgullo que Dalloway mismo parecía despertar en ella, a jugar al
hockey. Y ahora Elizabeth estaba "fuera", presumiblemente; lo consideraba
un viejo tonto, se reía de los amigos de su madre. Ah, bueno, así sea. La
compensación de envejecer, pensó Peter Walsh, saliendo de Regent's Park,
y sosteniendo su sombrero en la mano, era simplemente esto: que las pasio-
nes permanecen tan fuertes como siempre, pero uno ha ganado—¡al fin!—el
poder que añade el sabor supremo a la existencia,—el poder de aferrarse a
la experiencia, de darle vueltas, lentamente, a la luz.
Una terrible confesión era (se puso el sombrero de nuevo), pero ahora, a
los cincuenta y tres años, apenas se necesitaba gente. La vida misma, cada
momento de ella, cada gota de ella, aquí, este instante, ahora, bajo el sol, en
Regent's Park, era suficiente. Demasiado de hecho. Toda una vida era dema-
siado corta para extraer, ahora que uno había adquirido el poder, todo el sa-
bor; para extraer cada onza de placer, cada matiz de significado; ambos eran
mucho más sólidos que antes, mucho menos personales. Era imposible que
volviera a sufrir como Clarissa le había hecho sufrir. Durante horas a la vez
(¡ruego a Dios que uno pueda decir estas cosas sin ser escuchado!), durante
horas y días no pensaba en Daisy.
¿Podría ser que estaba enamorado de ella entonces, recordando la mise-
ria, la tortura, la extraordinaria pasión de aquellos días? Era una cosa dife-
rente por completo—una cosa mucho más agradable—la verdad era, por
supuesto, que ahora ella estaba enamorada de él. Y esa tal vez era la razón
por la que, cuando el barco realmente zarpó, sintió un alivio extraordinario,
no quería nada tanto como estar solo; le molestaba encontrar todas sus pe-
queñas atenciones—cigarros, notas, una manta para el viaje—en su camaro-
te. Todos, si fueran honestos, dirían lo mismo; no se quiere gente después
de los cincuenta; no se quiere seguir diciéndole a las mujeres que son boni-
tas; eso es lo que la mayoría de los hombres de cincuenta dirían, pensó Pe-
ter Walsh, si fueran honestos.
Pero entonces, estos asombrosos accesos de emoción—estallar en lágri-
mas esta mañana, ¿de qué se trataba todo eso? ¿Qué podría haber pensado
Clarissa de él? probablemente que era un tonto, no por primera vez. Era ce-
los lo que estaba en el fondo de todo—los celos que sobreviven a todas las
demás pasiones de la humanidad, pensó Peter Walsh, sosteniendo su navaja
de bolsillo a la distancia. Ella había estado viendo al Mayor Orde, decía
Daisy en su última carta; lo decía a propósito, lo sabía; lo decía para poner-
lo celoso; podía verla frunciendo el ceño mientras escribía, preguntándose
qué podría decir para herirlo; y sin embargo no hacía ninguna diferencia;
¡estaba furioso! Todo este alboroto de venir a Inglaterra y ver a los aboga-
dos no era para casarse con ella, sino para evitar que se casara con cualquier
otro. Eso era lo que lo torturaba, eso era lo que le sucedía cuando veía a
Clarissa tan tranquila, tan fría, tan concentrada en su vestido o lo que fuera;
dándose cuenta de lo que podría haberle ahorrado, en lo que lo había con-
vertido—un tonto, un viejo llorón. Pero las mujeres, pensó, cerrando su na-
vaja de bolsillo, no saben lo que es la pasión. No conocen su significado
para los hombres. Clarissa era fría como un carámbano. Allí se sentaba en
el sofá a su lado, dejándolo tomar su mano, dándole un beso—Aquí estaba
en el cruce.
Un sonido lo interrumpió; un sonido frágil y tembloroso, una voz burbu-
jeante sin dirección, vigor, principio ni fin, corriendo débil y agudamente y
sin ninguna ausencia de significado humano en
ee um fah um so
foo swee too eem oo—
la voz sin edad ni sexo, la voz de un manantial antiguo brotando de la tie-
rra; que salía, justo frente a la estación de metro de Regent's Park, de una
figura alta y temblorosa, como un embudo, como una bomba oxidada, como
un árbol azotado por el viento, eternamente desprovisto de hojas, que deja
que el viento suba y baje por sus ramas cantando
ee um fah um so
foo swee too eem oo
y se balancea y cruje y gime en la brisa eterna.
A través de todas las épocas—cuando la acera era hierba, cuando era
pantano, a través de la era del colmillo y el mamut, a través de la era del
amanecer silencioso, la mujer maltratada—porque llevaba una falda—con
su mano derecha expuesta, su izquierda agarrando su costado, se paraba
cantando sobre el amor—amor que ha durado un millón de años, cantaba,
amor que prevalece, y hace millones de años, su amante, que había muerto
hace siglos, había caminado, susurró, con ella en mayo; pero en el curso de
los siglos, largos como días de verano, y ardientes, recordó, sin nada más
que ásteres rojos, él se había ido; la enorme guadaña de la muerte había ba-
rrido esas colinas tremendas, y cuando finalmente ella apoyó su cabeza ca-
nosa e inmensamente envejecida en la tierra, ahora convertida en una sim-
ple ceniza de hielo, imploró a los dioses que dejaran a su lado un ramo de
brezo púrpura, allí en su alto lugar de entierro que los últimos rayos del últi-
mo sol acariciaron; porque entonces el desfile del universo habría
terminado.
Mientras la canción antigua brotaba frente a la estación de metro de Re-
gent's Park, aún la tierra parecía verde y florida; aún, aunque salía de una
boca tan ruda, un simple agujero en la tierra, también fangoso, enredado
con fibras de raíces y hierbas enredadas, aún la vieja canción burbujeante,
empapándose a través de las raíces anudadas de edades infinitas, y esquele-
tos y tesoros, fluía en riachuelos sobre la acera y a lo largo de Marylebone
Road, y hacia Euston, fertilizando, dejando una mancha húmeda.
Aún recordando cómo una vez en un mayo primigenio había caminado
con su amante, esta bomba oxidada, esta anciana maltratada con una mano
expuesta para monedas y la otra agarrando su costado, seguiría allí en diez
millones de años, recordando cómo una vez había caminado en mayo, don-
de el mar fluye ahora, con quien no importaba—era un hombre, oh sí, un
hombre que la había amado. Pero el paso de las edades había desdibujado la
claridad de ese antiguo día de mayo; las flores de pétalos brillantes estaban
escarchadas de plata; y ya no veía, cuando le imploraba (como lo hacía aho-
ra con claridad) "mira en mis ojos con tus dulces ojos atentamente," ya no
veía ojos marrones, ni bigotes negros ni rostro bronceado, sino solo una fi-
gura difusa, una sombra, a la que, con la frescura de pájaro de los muy vie-
jos, aún trinaba "dame tu mano y déjame presionarla suavemente" (Peter
Walsh no pudo evitar darle una moneda a la pobre criatura mientras subía a
su taxi), "¿y si alguien viera, qué importan ellos?" demandaba; y su puño se
agarraba a su costado, y sonreía, guardando su chelín, y todos los ojos in-
quisitivos parecían borrarse, y las generaciones que pasaban—la acera esta-
ba llena de gente de clase media apresurada—desaparecían, como hojas,
para ser pisoteadas, para ser empapadas y convertidas en moho por esa pri-
mavera eterna—
ee um fah um so
foo swee too eem oo
"Pobre anciana," dijo Rezia Warren Smith, esperando para cruzar.
¡Oh pobre anciana!
¿Supones que era una noche húmeda? ¿Supones que el padre de uno, o
alguien que había conocido a uno en días mejores, pasara y la viera parada
allí en la cuneta? ¿Y dónde dormía por la noche?
Alegremente, casi con alegría, el hilo invencible de sonido se enroscó en
el aire como el humo de una chimenea de cabaña, subiendo por los árboles
de haya limpios y saliendo en un penacho de humo azul entre las hojas más
altas. "¿Y si alguien viera, qué importan ellos?"
Desde que estaba tan infeliz, durante semanas y semanas ahora, Rezia
había dado significados a las cosas que sucedían, casi sentía a veces que de-
bía detener a la gente en la calle, si parecían personas buenas, amables, solo
para decirles "Estoy infeliz"; y esta anciana cantando en la calle "¿si alguien
viera, qué importan ellos?" la hizo estar repentinamente segura de que todo
iba a estar bien. Iban a ver a Sir William Bradshaw; pensó que su nombre
sonaba bien; curaría a Septimus de inmediato. Y luego había un carro de
cervecero, y los caballos grises tenían cerdas de paja erguidas en sus colas;
había carteles de periódicos. Era un sueño tonto, tonto, ser infeliz.
Así cruzaron, el señor y la señora Septimus Warren Smith, y había, des-
pués de todo, algo que llamara la atención hacia ellos, algo que hiciera que
un transeúnte sospechara que aquí había un joven que llevaba en él el ma-
yor mensaje del mundo, y era, además, el hombre más feliz del mundo, y el
más miserable? Tal vez caminaban más lentamente que otras personas, y
había algo vacilante, arrastrado, en la forma de caminar del hombre, pero
qué más natural para un empleado, que no había estado en el West End en
un día de semana a esta hora durante años, que seguir mirando al cielo, mi-
rando esto, aquello y lo otro, como si Portland Place fuera una habitación en
la que había entrado cuando la familia está fuera, los candelabros colgando
en bolsas de holanda, y la conserje, mientras deja entrar largos rayos de luz
polvorienta sobre sillones abandonados y de aspecto extraño, explicara a los
visitantes qué lugar tan maravilloso es; qué maravilloso, pero al mismo
tiempo, piensa, mientras mira sillas y mesas, qué extraño.
Para mirar, podría haber sido un empleado, pero de los mejores; porque
llevaba botas marrones; sus manos estaban educadas; también su perfil—su
perfil angular, de nariz grande, inteligente, sensible; pero no sus labios del
todo, porque eran sueltos; y sus ojos (como tienden a ser los ojos), ojos sim-
plemente; avellana, grandes; de modo que, en general, era un caso limítrofe,
ni una cosa ni otra, podría terminar con una casa en Purley y un automóvil,
o seguir alquilando apartamentos en calles secundarias toda su vida; uno de
esos hombres medio educados, autoeducados cuya educación se aprende
toda de libros prestados de bibliotecas públicas, leídos por la noche después
del trabajo, siguiendo el consejo de autores conocidos consultados por
carta.
En cuanto a las otras experiencias, las solitarias, que las personas atravie-
san solas, en sus dormitorios, en sus oficinas, caminando por los campos y
las calles de Londres, las tenía; se había ido de casa, un simple niño, por su
madre; ella mentía; porque bajaba a tomar el té por quincuagésima vez con
las manos sucias; porque no veía futuro para un poeta en Stroud; y así, ha-
ciendo confidente a su hermana pequeña, había ido a Londres dejando una
nota absurda detrás de él, como han escrito los grandes hombres, y el mun-
do ha leído más tarde cuando la historia de sus luchas se ha vuelto famosa.
Londres ha engullido a muchos millones de jóvenes llamados Smith; no
pensó nada de nombres cristianos fantásticos como Septimus con los que
sus padres pensaron distinguirlos. Alojándose fuera de Euston Road, hubo
experiencias, nuevamente experiencias, tales como cambian una cara en dos
años de un óvalo rosado e inocente a una cara delgada, contraída, hostil.
Pero de todo esto, ¿qué podría decir el amigo más observador excepto lo
que dice un jardinero cuando abre la puerta del invernadero por la mañana y
encuentra una nueva flor en su planta:—Ha florecido; florecido de vanidad,
ambición, idealismo, pasión, soledad, coraje, pereza, las semillas habituales,
que todas mezcladas (en una habitación fuera de Euston Road), lo hicieron
tímido y tartamudeante, lo hicieron ansioso por mejorar, lo hicieron enamo-
rarse de la señorita Isabel Pole, dando conferencias en Waterloo Road sobre
Shakespeare.
¿No era como Keats? preguntó ella; y reflexionó sobre cómo podría darle
una muestra de Antonio y Cleopatra y el resto; le prestó libros; le escribió
fragmentos de cartas; y encendió en él un fuego que arde solo una vez en la
vida, sin calor, parpadeando una llama roja y dorada infinitamente etérea e
insustancial sobre la señorita Pole; Antonio y Cleopatra; y Waterloo Road.
La pensó hermosa, la creyó impecablemente sabia; soñó con ella, le escribió
poemas, que, ignorando el tema, ella corregía con tinta roja; la vio, una tar-
de de verano, caminando con un vestido verde en una plaza. "Ha florecido,"
podría haber dicho el jardinero, si hubiera abierto la puerta; es decir, si hu-
biera entrado, en cualquier noche alrededor de esta hora, y lo hubiera en-
contrado escribiendo; lo hubiera encontrado rompiendo su escritura; lo hu-
biera encontrado terminando una obra maestra a las tres de la mañana y sa-
liendo a pasear por las calles, y visitando iglesias, y ayunando un día, be-
biendo otro, devorando a Shakespeare, Darwin, La Historia de la Civiliza-
ción y Bernard Shaw.
Algo estaba pasando, lo sabía el señor Brewer; el señor Brewer, secreta-
rio gerente en Sibleys and Arrowsmiths, subastadores, tasadores, agentes de
tierras y propiedades; algo estaba pasando, pensaba, y, siendo paternal con
sus jóvenes, y pensando muy bien de las habilidades de Smith, y profetizan-
do que, en diez o quince años, sucedería en la silla de cuero en la habitación
interior bajo el tragaluz con las cajas de documentos alrededor de él, "si
mantiene su salud," decía el señor Brewer, y ese era el peligro—parecía dé-
bil; aconsejaba el fútbol, lo invitaba a cenar y veía su camino para conside-
rar recomendar un aumento de salario, cuando algo sucedió que echó a per-
der muchos de los cálculos del señor Brewer, se llevó a sus mejores jóve-
nes, y eventualmente, tan meticulosos y insidiosos eran los dedos de la gue-
rra europea, destruyó una copia de yeso de Ceres, abrió un agujero en los
macizos de geranios y arruinó completamente los nervios de la cocinera en
la casa del señor Brewer en Muswell Hill.
Septimus fue uno de los primeros en ofrecerse como voluntario. Fue a
Francia para salvar a una Inglaterra que consistía casi enteramente en las
obras de Shakespeare y la señorita Isabel Pole en un vestido verde caminan-
do en una plaza. Allí en las trincheras, el cambio que el señor Brewer
deseaba cuando aconsejaba el fútbol se produjo instantáneamente; desarro-
lló masculinidad; fue ascendido; atrajo la atención, de hecho, el afecto de su
oficial, Evans de nombre. Fue un caso de dos perros jugando en una alfom-
bra; uno mordisqueando un tornillo de papel, gruñendo, chasqueando, dan-
do un pellizco, de vez en cuando, en la oreja del perro viejo; el otro tumba-
do somnoliento, parpadeando ante el fuego, levantando una pata, girando y
gruñendo de buen humor. Tenían que estar juntos, compartir entre ellos, pe-
lear entre ellos, discutir entre ellos. Pero cuando Evans (Rezia, que solo lo
había visto una vez, lo llamaba "un hombre tranquilo," un hombre robusto
de cabello rojo, poco demostrativo en compañía de mujeres), cuando Evans
fue asesinado, justo antes del Armisticio, en Italia, Septimus, lejos de mos-
trar cualquier emoción o reconocer que aquí había el fin de una amistad, se
felicitó por sentir muy poco y muy razonablemente. La guerra le había en-
señado. Era sublime. Había pasado por todo el espectáculo, amistad, guerra
europea, muerte, había ganado promoción, aún tenía menos de treinta años
y estaba destinado a sobrevivir. Tenía razón en eso. Las últimas bombas lo
habían pasado por alto. Las vio explotar con indiferencia. Cuando llegó la
paz, estaba en Milán, alojado en la casa de un posadero con un patio, flores
en macetas, pequeñas mesas al aire libre, hijas haciendo sombreros, y a Lu-
crezia, la hija menor, se comprometió una noche cuando el pánico estaba
sobre él—que no podía sentir.
Porque ahora que todo había terminado, la tregua firmada y los muertos
enterrados, tenía, especialmente por la noche, estos truenos repentinos de
miedo. No podía sentir. Al abrir la puerta de la habitación donde las chicas
italianas estaban haciendo sombreros, podía verlas; podía escucharlas; esta-
ban frotando alambres entre cuentas de colores en platillos; estaban girando
formas de crinolina de un lado a otro; la mesa estaba toda llena de plumas,
lentejuelas, sedas, cintas; las tijeras golpeaban sobre la mesa; pero algo le
faltaba; no podía sentir. Aún así, las tijeras golpeando, las chicas riendo, los
sombreros siendo hechos lo protegían; estaba asegurado de seguridad; tenía
un refugio. Pero no podía sentarse allí toda la noche. Había momentos de
despertar temprano por la mañana. La cama estaba cayendo; él estaba ca-
yendo. ¡Oh, por las tijeras y la luz de la lámpara y las formas de crinolina!
Le pidió a Lucrezia que se casara con él, la menor de las dos, la alegre, la
frívola, con esos pequeños dedos de artista que levantaba y decía "Todo está
en ellos." Seda, plumas, lo que sea, estaban vivos para ellos.
"Es el sombrero lo que más importa," decía, cuando salían juntos. Cada
sombrero que pasaba, lo examinaba; y la capa y el vestido y la forma en que
la mujer se sostenía. Vestirse mal, vestirse en exceso lo estigmatizaba, no
salvajemente, más bien con movimientos impacientes de las manos, como
los de un pintor que aparta de sí alguna impostura obvia bien intencionada;
y luego, generosamente, pero siempre críticamente, daba la bienvenida a
una dependienta que había convertido su pequeño trozo de tela con valentía,
o elogiaba, completamente, con comprensión entusiasta y profesional, a una
dama francesa descendiendo de su carruaje, en chinchilla, túnicas, perlas.
"¡Hermoso!" murmuraba, dándole un codazo a Septimus, para que lo vie-
ra. Pero la belleza estaba detrás de un cristal. Incluso el gusto (a Rezia le
gustaban los helados, los chocolates, las cosas dulces) no tenía sabor para
él. Dejó su taza sobre la pequeña mesa de mármol. Miraba a la gente afuera;
parecían felices, reuniéndose en el medio de la calle, gritando, riendo, dis-
cutiendo por nada. Pero no podía saborear, no podía sentir. En la tienda de
té entre las mesas y los camareros parlanchines, el miedo espantoso lo inva-
día—no podía sentir. Podía razonar; podía leer, Dante por ejemplo, con bas-
tante facilidad ("Septimus, deja tu libro," dijo Rezia, cerrando suavemente
el Inferno), podía sumar su cuenta; su cerebro era perfecto; debía ser culpa
del mundo entonces—que no podía sentir.
"Los ingleses son tan callados," decía Rezia. Le gustaba, decía. Respeta-
ba a estos ingleses, y quería ver Londres, y los caballos ingleses, y los trajes
a medida, y recordaba haber oído lo maravillosas que eran las tiendas, de
una tía que se había casado y vivido en Soho.
Podría ser posible, pensó Septimus, mirando a Inglaterra desde la ventana
del tren, mientras salían de Newhaven; podría ser posible que el mundo
mismo no tuviera sentido.
En la oficina lo promovieron a un puesto de considerable responsabili-
dad. Estaban orgullosos de él; había ganado cruces. "Has cumplido con tu
deber; nos toca a nosotros—" comenzó el señor Brewer; y no pudo termi-
nar, tan placentera era su emoción. Encontraron excelentes alojamientos
fuera de Tottenham Court Road.
Aquí abrió Shakespeare una vez más. Ese negocio juvenil de la intoxica-
ción del lenguaje—Antonio y Cleopatra—se había marchitado completa-
mente. ¡Cómo odiaba Shakespeare a la humanidad—ponerse ropa, tener hi-
jos, la sordidez de la boca y el vientre! Esto ahora se revelaba a Septimus;
el mensaje oculto en la belleza de las palabras. La señal secreta que una ge-
neración pasa, disfrazada, a la siguiente es el odio, la desesperación. Dante
lo mismo. Esquilo (traducido) lo mismo. Allí estaba Rezia sentada en la
mesa decorando sombreros. Decoraba sombreros para las amigas de la se-
ñora Filmer; decoraba sombreros por horas. Parecía pálida, misteriosa,
como un lirio, ahogado, bajo el agua, pensaba.
"Los ingleses son tan serios," decía, poniendo sus brazos alrededor de
Septimus, su mejilla contra la suya.
El amor entre un hombre y una mujer era repulsivo para Shakespeare. El
negocio de la copulación era sucio para él antes del final. Pero, decía Rezia,
debía tener hijos. Llevaban casados cinco años.
Fueron juntos a la Torre; al Museo Victoria y Alberto; se quedaron en la
multitud para ver al rey abrir el Parlamento. Y estaban las tiendas—tiendas
de sombreros, tiendas de vestidos, tiendas con bolsos de cuero en la venta-
na, donde ella se quedaba mirando. Pero debía tener un hijo.
Debía tener un hijo como Septimus, decía. Pero nadie podía ser como
Septimus; tan gentil; tan serio; tan inteligente. ¿No podría ella también leer
a Shakespeare? ¿Era Shakespeare un autor difícil? preguntaba.
No se puede traer niños a un mundo así. No se puede perpetuar el sufri-
miento, ni aumentar la raza de estos animales lujuriosos, que no tienen
emociones duraderas, sino solo caprichos y vanidades, que los arrastran
ahora hacia un lado, ahora hacia otro.
La observaba recortar, dar forma, como se observa a un pájaro saltar, ale-
tear en la hierba, sin atreverse a mover un dedo. Porque la verdad es (que
ella ignore esto) que los seres humanos no tienen ni bondad, ni fe, ni cari-
dad más allá de lo que sirve para aumentar el placer del momento. Cazan en
manadas. Sus manadas recorren el desierto y desaparecen gritando en el de-
sierto. Abandonan a los caídos. Están cubiertos de muecas. Allí estaba Bre-
wer en la oficina, con su bigote encerado, alfiler de corbata de coral, chale-
co blanco, y placenteras emociones—todo frialdad y humedad por dentro—
sus geranios arruinados en la guerra—los nervios de su cocinera destroza-
dos; o Amelia Cómo-se-llame, sirviendo tazas de té puntualmente a las cin-
co—una arpía pequeña y obscena que se burlaba y se reía; y los Toms y
Berties con sus camisas de frente almidonadas, rezumando gruesas gotas de
vicio. Nunca lo vieron dibujando imágenes de ellos desnudos en su cua-
derno. En la calle, pasaban camiones rugiendo; la brutalidad estallaba en los
carteles; los hombres eran atrapados en minas; las mujeres quemadas vivas;
y una vez una fila mutilada de lunáticos siendo ejercitados o exhibidos para
la diversión de la gente (que reían a carcajadas), se tambaleaban y asentían
y sonreían mientras pasaban por Tottenham Court Road, cada uno medio
disculpándose, pero triunfalmente, infligiendo su desesperación sin esperan-
za. ¿Y se volvería loco?
En el té, Rezia le dijo que la hija de la señora Filmer estaba esperando un
bebé. ¡No podía envejecer y no tener hijos! ¡Estaba muy sola, estaba muy
infeliz! Lloró por primera vez desde que se casaron. De lejos él la escucha-
ba sollozar; lo escuchaba con precisión, lo notaba distintamente; lo compa-
raba con un pistón golpeando. Pero no sentía nada.
Su esposa estaba llorando, y no sentía nada; solo cada vez que ella sollo-
zaba de esta manera profunda, silenciosa y desesperada, descendía otro pel-
daño en el pozo.
Finalmente, con un gesto melodramático que asumió mecánicamente y
con plena conciencia de su insinceridad, dejó caer su cabeza sobre sus ma-
nos. Ahora se había rendido; ahora otras personas debían ayudarlo. Debían
enviarse personas. Se rindió.
Nada podía despertarlo. Rezia lo llevó a la cama. Llamó a un médico—el
Dr. Holmes de la señora Filmer. El Dr. Holmes lo examinó. No había abso-
lutamente nada de malo, dijo el Dr. Holmes. ¡Oh, qué alivio! ¡Qué hombre
tan amable, qué buen hombre! pensó Rezia. Cuando se sentía así, él iba al
Music Hall, decía el Dr. Holmes. Se tomaba un día libre con su esposa y ju-
gaba al golf. ¿Por qué no probar con dos tabletas de bromuro disueltas en
un vaso de agua antes de acostarse? Estas viejas casas de Bloomsbury, dijo
el Dr. Holmes, tocando la pared, a menudo están llenas de paneles muy fi-
nos, que los propietarios tienen la locura de empapelar. Solo el otro día, vi-
sitando a un paciente, Sir Alguien Algo en Bedford Square—
Así que no había excusa; absolutamente nada de malo, excepto el pecado
por el cual la naturaleza humana lo había condenado a muerte; que no sen-
tía. No le había importado cuando Evans fue asesinado; eso fue lo peor;
pero todos los demás crímenes levantaban la cabeza y sacudían sus dedos y
se burlaban y reían sobre la barandilla de la cama en las primeras horas de
la mañana al cuerpo postrado que se daba cuenta de su degradación; cómo
se había casado con su esposa sin amarla; le había mentido; la había seduci-
do; había ultrajado a la señorita Isabel Pole, y estaba tan marcado con el vi-
cio que las mujeres se estremecían cuando lo veían en la calle. El veredicto
de la naturaleza humana sobre un miserable así era la muerte.
El Dr. Holmes vino de nuevo. Grande, de color fresco, guapo, tocando
sus botas, mirando en el espejo, desechó todo—dolores de cabeza, insom-
nio, miedos, sueños—síntomas nerviosos y nada más, dijo. Si el Dr. Holmes
se encontraba incluso medio kilo por debajo de los once kilos seis, pedía a
su esposa otro plato de avena en el desayuno. (Rezia aprendería a cocinar
avena.) Pero, continuó, la salud es en gran medida un asunto bajo nuestro
control. Involúcrate en intereses externos; toma algún pasatiempo. Abrió
Shakespeare—Antonio y Cleopatra; apartó a Shakespeare. Algún pasatiem-
po, dijo el Dr. Holmes, porque ¿no debía su propia excelente salud (y traba-
jaba tan duro como cualquier hombre en Londres) al hecho de que siempre
podía desconectarse de sus pacientes y concentrarse en muebles antiguos?
¡Y qué peine tan bonito, si podía decirlo, llevaba la señora Warren Smith!
Cuando volvió el maldito tonto, Septimus se negó a verlo. ¿De verdad?
dijo el Dr. Holmes, sonriendo amablemente. Realmente tenía que dar a esa
encantadora damita, la señora Smith, un empujón amistoso antes de poder
pasar junto a ella al dormitorio de su marido.
"Así que estás asustado," dijo amablemente, sentándose al lado de su pa-
ciente. De hecho, había hablado de suicidarse con su esposa, una chica, una
extranjera, ¿no? ¿No le daba eso una idea muy extraña de los maridos ingle-
ses? ¿No se debía quizás un deber con la propia esposa? ¿No sería mejor
hacer algo en lugar de estar acostado en la cama? Porque tenía cuarenta
años de experiencia detrás de él; y Septimus podía creer en la palabra del
Dr. Holmes—no había absolutamente nada de malo en él. Y la próxima vez
que el Dr. Holmes viniera, esperaba encontrar a Smith fuera de la cama y no
preocupando a esa encantadora damita, su esposa, por él.
En resumen, la naturaleza humana estaba sobre él—la repugnante bestia,
con las fosas nasales rojas como la sangre. Holmes estaba sobre él. El Dr.
Holmes venía con regularidad todos los días. Una vez que tropiezas, escri-
bió Septimus en el reverso de una postal, la naturaleza humana está sobre ti.
Holmes está sobre ti. Su única oportunidad era escapar, sin que Holmes lo
supiera; a Italia—a cualquier lugar, cualquier lugar, lejos del Dr. Holmes.
Pero Rezia no podía entenderlo. El Dr. Holmes era un hombre tan ama-
ble. Estaba tan interesado en Septimus. Solo quería ayudarlos, decía. Tenía
cuatro hijos pequeños y la había invitado a tomar el té, le contó a Septimus.
Así que fue abandonado. El mundo entero clamaba: Mátate, mátate, por
nuestro bien. Pero, ¿por qué debería matarse por su bien? La comida era
agradable; el sol caliente; y este suicidarse, ¿cómo se hace, con un cuchillo
de mesa, feamente, con ríos de sangre,—succionando una tubería de gas?
Estaba demasiado débil; apenas podía levantar la mano. Además, ahora que
estaba completamente solo, condenado, abandonado, como lo están los que
van a morir, había un lujo en ello, un aislamiento lleno de sublimidad; una
libertad que los atados nunca pueden conocer. Holmes había ganado, por
supuesto; la bestia con las fosas nasales rojas había ganado. Pero ni siquiera
Holmes mismo podía tocar esta última reliquia que vagaba en el borde del
mundo, este marginado, que miraba hacia las regiones habitadas, que yacía,
como un marinero ahogado, en la orilla del mundo.
Fue en ese momento (Rezia se fue de compras) que tuvo lugar la gran re-
velación. Una voz habló desde detrás de la pantalla. Evans estaba hablando.
Los muertos estaban con él.
"¡Evans, Evans!" gritó.
El señor Smith estaba hablando en voz alta consigo mismo, gritó Agnes
la sirvienta a la señora Filmer en la cocina. "¡Evans, Evans!" había dicho
cuando ella trajo la bandeja. Ella se sobresaltó. Corrió escaleras abajo.
Y Rezia entró, con sus flores, y cruzó la habitación, y puso las rosas en
un jarrón, sobre el cual el sol golpeaba directamente, y fue riendo, saltando
alrededor de la habitación.
Tuvo que comprar las rosas, dijo Rezia, a un pobre hombre en la calle.
Pero ya estaban casi muertas, dijo, arreglando las rosas.
Así que había un hombre afuera; presumiblemente Evans; y las rosas,
que Rezia dijo que estaban medio muertas, habían sido recogidas por él en
los campos de Grecia. "La comunicación es salud; la comunicación es feli-
cidad, la comunicación—" murmuró.
"¿Qué estás diciendo, Septimus?" preguntó Rezia, salvaje de terror, por-
que estaba hablando solo.
Mandó a Agnes corriendo a buscar al Dr. Holmes. Su marido, dijo, estaba
loco. Apenas la reconocía.
"¡Eres una bestia! ¡Eres una bestia!" gritó Septimus, viendo la naturaleza
humana, es decir, el Dr. Holmes, entrar en la habitación.
"¿Y ahora qué es todo esto?" dijo el Dr. Holmes de la manera más ama-
ble del mundo. "¿Hablando tonterías para asustar a tu esposa?" Pero le daría
algo para que durmiera. Y si fueran ricos, dijo el Dr. Holmes, mirando iró-
nicamente alrededor de la habitación, por todos los medios que fueran a
Harley Street; si no confiaban en él, dijo el Dr. Holmes, con no tanta
amabilidad.
CAPÍTULO VIII

Eran exactamente las doce; las doce del Big Ben; cuyo golpe se desvane-
cía sobre la parte norte de Londres; se mezclaba con el de otros relojes, se
mezclaba de manera etérea con las nubes y las volutas de humo, y moría
allá arriba entre las gaviotas—dieron las doce cuando Clarissa Dalloway
puso su vestido verde sobre la cama y los Warren Smith caminaron por Har-
ley Street. Las doce era la hora de su cita. Probablemente, pensó Rezia, esa
era la casa de Sir William Bradshaw con el coche gris frente a ella. Los
círculos de plomo se disolvieron en el aire.
En efecto, era el coche de Sir William Bradshaw; bajo, poderoso, gris con
iniciales simples entrelazadas en el panel, como si las pompas de la heráldi-
ca fueran incongruentes, este hombre siendo el ayudante fantasmal, el sa-
cerdote de la ciencia; y, así como el coche era gris, para igualar su sobria
suavidad, pieles grises, alfombras plateadas estaban amontonadas en él,
para mantener a su señoría caliente mientras esperaba. Porque a menudo Sir
William viajaba sesenta millas o más al campo para visitar a los ricos, los
afligidos, que podían permitirse la tarifa muy alta que Sir William cobraba
muy propiamente por su consejo. Su señoría esperaba con las alfombras so-
bre sus rodillas una hora o más, recostada, pensando a veces en el paciente,
a veces, disculpablemente, en la muralla de oro, aumentando minuto a mi-
nuto mientras esperaba; la muralla de oro que se elevaba entre ellos y todas
las penurias y ansiedades (las había soportado valientemente; habían tenido
sus luchas) hasta que se sentía enclavada en un océano tranquilo, donde
solo soplan vientos de especias; respetada, admirada, envidiada, con casi
nada más que desear, aunque lamentaba su corpulencia; grandes cenas todos
los jueves por la noche para la profesión; una bazar ocasional para inaugu-
rar; saludar a la realeza; demasiado poco tiempo, lamentablemente, con su
esposo, cuyo trabajo crecía y crecía; un hijo que iba bien en Eton; también
le hubiera gustado tener una hija; sin embargo, tenía intereses en abundan-
cia; el bienestar infantil; el cuidado posterior de los epilépticos, y la fotogra-
fía, de modo que si había una iglesia en construcción, o una iglesia en deca-
dencia, sobornaba al sacristán, conseguía la llave y tomaba fotografías, que
apenas podían distinguirse del trabajo de profesionales, mientras esperaba.
Sir William ya no era joven. Había trabajado muy duro; había ganado su
posición por pura habilidad (siendo el hijo de un tendero); amaba su profe-
sión; hacía una figura excelente en las ceremonias y hablaba bien—todo lo
cual para cuando fue nombrado caballero le había dado un aspecto pesado,
un aspecto cansado (la corriente de pacientes siendo tan incesante, las res-
ponsabilidades y privilegios de su profesión tan onerosos), que junto con
sus cabellos grises aumentaban la extraordinaria distinción de su presencia
y le daban la reputación (de la mayor importancia en el tratamiento de casos
nerviosos) no solo de habilidad relámpago y casi infalible precisión en el
diagnóstico, sino también de simpatía; tacto; comprensión del alma huma-
na. Podía ver en el primer momento que entraban en la habitación (los Wa-
rren Smith se llamaban); estaba seguro de inmediato cuando vio al hombre;
era un caso de extrema gravedad. Era un caso de colapso completo—colap-
so físico y nervioso completo, con cada síntoma en una etapa avanzada, de-
terminó en dos o tres minutos (escribiendo respuestas a preguntas, murmu-
radas discretamente, en una tarjeta rosa).
¿Cuánto tiempo llevaba el Dr. Holmes atendiéndolo?
Seis semanas.
¿Recetó un poco de bromuro? ¿Dijo que no había nada malo? Ah, sí
(¡esos médicos generales! pensó Sir William. Le tomaba la mitad de su
tiempo deshacer sus errores. Algunos eran irreparables).
"¿Serviste con gran distinción en la guerra?"
El paciente repitió la palabra "guerra" interrogativamente.
Estaba atribuyendo significados a palabras de tipo simbólico. Un síntoma
grave, a anotar en la tarjeta.
"¿La guerra?" preguntó el paciente. ¿La Guerra Europea—ese pequeño
lío de colegiales con pólvora? ¿Había servido con distinción? Realmente lo
había olvidado. En la propia guerra había fracasado.
"Sí, sirvió con la mayor distinción," aseguró Rezia al doctor; "fue
ascendido."
"¿Y tienen la más alta opinión de ti en tu oficina?" murmuró Sir William,
echando un vistazo a la carta muy generosamente redactada del Sr. Brewer.
"Así que no tienes nada de qué preocuparte, ninguna ansiedad financiera,
nada?"
Había cometido un crimen espantoso y había sido condenado a muerte
por la naturaleza humana.
"He, he," comenzó, "cometido un crimen—"
"No ha hecho nada malo en absoluto," aseguró Rezia al doctor. Si el Sr.
Smith esperara, dijo Sir William, hablaría con la Sra. Smith en la otra habi-
tación. Su esposo estaba muy enfermo, dijo Sir William. ¿Amenazaba con
matarse?
Oh, lo hizo, gritó ella. Pero no lo decía en serio, dijo. Por supuesto que
no. Era simplemente una cuestión de descanso, dijo Sir William; de descan-
so, descanso, descanso; un largo descanso en cama. Había un hogar encan-
tador en el campo donde su esposo sería perfectamente atendido. ¿Lejos de
ella? preguntó ella. Lamentablemente, sí; las personas que más nos impor-
tan no son buenas para nosotros cuando estamos enfermos. Pero no estaba
loco, ¿verdad? Sir William dijo que nunca hablaba de "locura"; lo llamaba
no tener sentido de la proporción. Pero a su esposo no le gustaban los médi-
cos. Se negaría a ir allí. Breve y amablemente Sir William le explicó el esta-
do del caso. Había amenazado con matarse. No había alternativa. Era una
cuestión de ley. Se quedaría en cama en una hermosa casa en el campo. Las
enfermeras eran admirables. Sir William lo visitaría una vez a la semana. Si
la Sra. Warren Smith estaba segura de que no tenía más preguntas que hacer
—nunca apuraba a sus pacientes—volverían con su esposo. Ella no tenía
más que preguntar—no a Sir William.
Así que volvieron al más exaltado de la humanidad; el criminal que en-
frentaba a sus jueces; la víctima expuesta en las alturas; el fugitivo; el mari-
nero ahogado; el poeta de la oda inmortal; el Señor que había pasado de la
vida a la muerte; a Septimus Warren Smith, que estaba sentado en el sillón
bajo el tragaluz mirando una fotografía de Lady Bradshaw en traje de corte,
murmurando mensajes sobre la belleza.
"Hemos tenido nuestra pequeña charla," dijo Sir William.
"Dijo que estás muy, muy enfermo," lloró Rezia.
"Hemos estado arreglando que vayas a un hogar," dijo Sir William.
"¿Uno de los hogares de Holmes?" se burló Septimus.
El individuo causó una impresión desagradable. Porque había en Sir Wi-
lliam, cuyo padre había sido un comerciante, un respeto natural por la crian-
za y la vestimenta, que la pobreza irritaba; nuevamente, más profundamen-
te, había en Sir William, que nunca había tenido tiempo para leer, un rencor,
profundamente enterrado, contra las personas cultivadas que entraban en su
habitación e insinuaban que los médicos, cuya profesión es una constante
tensión sobre todas las facultades más altas, no son hombres educados.
"Uno de mis hogares, Sr. Warren Smith," dijo, "donde le enseñaremos a
descansar."
Y había solo una cosa más. Estaba completamente seguro de que cuando
el Sr. Warren Smith estuviera bien, sería el último hombre en el mundo en
asustar a su esposa. Pero había hablado de suicidarse.
"Todos tenemos nuestros momentos de depresión," dijo Sir William.
Una vez que caes, se repetía Septimus, la naturaleza humana está sobre ti.
Holmes y Bradshaw están sobre ti. Recorren el desierto. Vuelan gritando
hacia el desierto. Se aplican el potro y el tornillo. La naturaleza humana es
implacable.
"¿Impulsos lo asaltan a veces?" preguntó Sir William, con su lápiz sobre
una tarjeta rosa.
Eso era asunto suyo, dijo Septimus.
"Nadie vive para sí mismo solo," dijo Sir William, mirando la fotografía
de su esposa en traje de corte.
"Y tienes una carrera brillante por delante," dijo Sir William. Allí estaba
la carta del Sr. Brewer sobre la mesa. "Una carrera excepcionalmente
brillante."
Pero si confesaba, si comunicaba, ¿lo dejarían libre entonces, sus
torturadores?
"Yo, yo," tartamudeó.
¿Pero cuál era su crimen? No podía recordarlo.
"¿Sí?" lo alentó Sir William. (Pero se estaba haciendo tarde).
Amor, árboles, no hay crimen—¿cuál era su mensaje?
No podía recordarlo.
"Yo, yo," tartamudeó Septimus.
"Trata de pensar lo menos posible en ti mismo," dijo amablemente Sir
William. Realmente, no estaba en condiciones de estar fuera.
¿Había algo más que quisieran preguntarle? Sir William haría todos los
arreglos (le murmuró a Rezia) y le informaría entre las cinco y las seis de
esa tarde, murmuró.
"Confíe todo a mí," dijo, y los despidió.
¡Nunca, nunca había sentido Rezia tal agonía en su vida! ¡Había pedido
ayuda y la habían abandonado! ¡Él les había fallado! Sir William Bradshaw
no era un buen hombre.
El mantenimiento de ese coche solo debe costarle bastante, dijo Septi-
mus, cuando salieron a la calle.
Ella se aferró a su brazo. Los habían abandonado.
Pero ¿qué más quería ella?
A sus pacientes les daba tres cuartos de hora; y si en esta exigente ciencia
que tiene que ver con lo que, después de todo, no sabemos nada sobre—el
sistema nervioso, el cerebro humano—un médico pierde su sentido de la
proporción, como médico fracasa. Salud debemos tener; y la salud es pro-
porción; de modo que cuando un hombre entra en tu habitación y dice que
es Cristo (un delirio común), y tiene un mensaje, como la mayoría de ellos,
y amenaza, como a menudo hacen, con matarse, invocas la proporción; or-
denas descanso en cama; descanso en soledad; silencio y descanso; descan-
so sin amigos, sin libros, sin mensajes; seis meses de descanso; hasta que un
hombre que entró pesando siete piedras seis sale pesando doce.
Proporción, divina proporción, la diosa de Sir William, fue adquirida por
Sir William recorriendo hospitales, pescando salmones, engendrando un
hijo en Harley Street con Lady Bradshaw, quien también pescaba salmones
y tomaba fotografías que apenas se distinguían del trabajo de profesionales.
Adorando la proporción, Sir William no solo prosperó él mismo sino que
hizo prosperar a Inglaterra, aisló a sus lunáticos, prohibió el parto, penalizó
la desesperación, hizo imposible que los no aptos propagaran sus puntos de
vista hasta que ellos también compartieran su sentido de la proporción—el
suyo si eran hombres, el de Lady Bradshaw si eran mujeres (ella bordaba,
tejía, pasaba cuatro noches de cada siete en casa con su hijo), de modo que
no solo sus colegas lo respetaban, sus subordinados le temían, sino que los
amigos y parientes de sus pacientes sentían por él la más aguda gratitud por
insistir en que estos Cristos y Cristas proféticos, que profetizaban el fin del
mundo, o la llegada de Dios, bebieran leche en cama, como ordenaba Sir
William; Sir William con sus treinta años de experiencia en estos tipos de
casos, y su instinto infalible, esto es locura, esto sentido; de hecho, su senti-
do de la proporción.
Pero la Proporción tiene una hermana, menos sonriente, más formidable,
una Diosa que incluso ahora se dedica—en el calor y las arenas de la India,
el barro y el pantano de África, los barrios bajos de Londres, donde en resu-
men el clima o el diablo tientan a los hombres a apartarse de la verdadera
creencia que es la suya—se dedica a derribar santuarios, destruir ídolos, y
establecer en su lugar su propio semblante severo. Conversión es su nombre
y se deleita en las voluntades de los débiles, amando impresionar, imponer,
adorando sus propias características estampadas en el rostro de la pobla-
ción. En Hyde Park Corner sobre un barril ella predica; se envuelve en
blanco y camina penitentemente disfrazada como amor fraternal por fábri-
cas y parlamentos; ofrece ayuda, pero desea poder; golpea con rudeza a los
disidentes o descontentos; otorga su bendición a aquellos que, mirando ha-
cia arriba, captan sumisamente desde sus ojos la luz de los suyos propios.
Esta señora también (Rezia Warren Smith lo adivinó) tenía su morada en el
corazón de Sir William, aunque oculta, como la mayoría de las veces, bajo
algún disfraz plausible; algún nombre venerable; amor, deber, sacrificio.
¡Cómo trabajaría—cómo se afanaría por recaudar fondos, propagar refor-
mas, iniciar instituciones! Pero la conversión, diosa fastidiosa, ama la san-
gre más que el ladrillo, y se deleita sutilmente en la voluntad humana. Por
ejemplo, Lady Bradshaw. Hace quince años se había hundido. No era nada
que se pudiera señalar; no había habido escena, ni chasquido; solo el lento
hundimiento, empapada, de su voluntad en la suya. Dulce era su sonrisa,
rápida su sumisión; la cena en Harley Street, de ocho o nueve platos, ali-
mentando a diez o quince invitados de las clases profesionales, era suave y
urbana. Solo a medida que avanzaba la noche, una ligera somnolencia, o
incomodidad tal vez, un tic nervioso, tartamudeo, tropezón y confusión in-
dicaban, lo que realmente era doloroso de creer—que la pobre señora men-
tía. Una vez, hace mucho tiempo, había pescado salmones libremente: aho-
ra, rápida para atender el deseo que iluminaba el ojo de su marido tan acei-
tosamente de dominación, de poder, se encogía, apretaba, recortaba, poda-
ba, retrocedía, espiaba a través; de modo que sin saber precisamente qué
hacía que la velada fuera desagradable, y causaba esta presión en la parte
superior de la cabeza (que bien podría atribuirse a la conversación profesio-
nal, o la fatiga de un gran médico cuya vida, decía Lady Bradshaw, "no es
suya sino de sus pacientes") desagradable era: de modo que los invitados,
cuando el reloj marcaba las diez, respiraban el aire de Harley Street incluso
con entusiasmo; alivio que, sin embargo, se les negaba a sus pacientes.
Allí en la habitación gris, con las fotos en la pared y los muebles valio-
sos, bajo el tragaluz de vidrio esmerilado, aprendían el alcance de sus trans-
gresiones; acurrucados en sillones, lo observaban realizar, en su beneficio,
un curioso ejercicio con los brazos, que los lanzaba, traía bruscamente de
vuelta a su cadera, para probar (si el paciente era obstinado) que Sir Wi-
lliam era dueño de sus propias acciones, lo cual el paciente no era. Allí al-
gunos débiles se derrumbaban; sollozaban, se sometían; otros, inspirados
por sabe Dios qué locura intemperante, llamaban a Sir William en su cara
un embustero maldito; cuestionaban, aún más impíamente, la vida misma.
¿Por qué vivir? demandaban. Sir William respondía que la vida era buena.
Ciertamente Lady Bradshaw con plumas de avestruz colgaba sobre la repi-
sa, y en cuanto a su ingreso, era de doce mil libras al año. Pero para noso-
tros, protestaban, la vida no ha dado tal generosidad. Él asentía. Les faltaba
sentido de la proporción. ¿Y tal vez, después de todo, no hay Dios? Él enco-
gía los hombros. En resumen, ¿este vivir o no vivir es un asunto nuestro?
Pero ahí se equivocaban. Sir William tenía un amigo en Surrey donde ense-
ñaban, lo que Sir William admitía francamente que era un arte difícil: un
sentido de la proporción. Había, además, afecto familiar; honor; coraje; y
una carrera brillante. Todos estos tenían en Sir William un campeón resuel-
to. Si le fallaban, tenía que apoyar a la policía y al bien de la sociedad, que,
comentó muy tranquilamente, se encargarían, en Surrey, de que estos im-
pulsos antisociales, generados más que nada por la falta de buena sangre,
fueran controlados. Y luego salió de su escondite y montó su trono esa Dio-
sa cuyo deseo es superar la oposición, estampar indeleblemente en los san-
tuarios de otros la imagen de sí misma. Desnudo, indefenso, el agotado, el
sin amigos recibía la impronta de la voluntad de Sir William. Se lanzó; de-
voró. Encerraba a la gente. Fue esta combinación de decisión y humanidad
lo que hizo a Sir William tan querido para los parientes de sus víctimas.
Pero Rezia Warren Smith lloraba, caminando por Harley Street, que no le
gustaba ese hombre.
Desmenuzando y rebanando, dividiendo y subdividiendo, los relojes de
Harley Street mordisqueaban el día de junio, aconsejaban sumisión, soste-
nían la autoridad, y señalaban en coro las ventajas supremas de un sentido
de la proporción, hasta que el montón de tiempo se había reducido tanto que
un reloj comercial, suspendido sobre una tienda en Oxford Street, anunció,
de manera amistosa y fraternal, como si fuera un placer para Messrs. Rigby
y Lowndes dar la información gratis, que eran la una y media.
Mirando hacia arriba, parecía que cada letra de sus nombres representaba
una de las horas; subconscientemente uno estaba agradecido a Rigby y
Lowndes por dar la hora ratificada por Greenwich; y esta gratitud (así ru-
miaba Hugh Whitbread, demorándose allí frente al escaparate), naturalmen-
te tomó la forma más tarde de comprar calcetines o zapatos de Rigby y
Lowndes. Así rumiaba. Era su hábito. No profundizaba. Rozaba las superfi-
cies; las lenguas muertas, las vivas, la vida en Constantinopla, París, Roma;
montar, cazar, tenis, alguna vez. Los maliciosos afirmaban que ahora vigila-
ba el Palacio de Buckingham, vestido con medias de seda y calzones, sobre
lo que nadie sabía. Pero lo hacía extremadamente eficientemente. Había flo-
tado en la crema de la sociedad inglesa durante cincuenta y cinco años. Ha-
bía conocido a Primeros Ministros. Sus afectos se entendían profundos. Y si
era cierto que no había participado en ninguno de los grandes movimientos
de la época o ocupado un cargo importante, se le atribuían una o dos humil-
des reformas; una mejora en los refugios públicos era una; la protección de
búhos en Norfolk otra; las sirvientas tenían motivos para estar agradecidas
con él; y su nombre al final de cartas al Times, pidiendo fondos, apelando al
público para proteger, preservar, limpiar la basura, reducir el humo y erradi-
car la inmoralidad en los parques, comandaba respeto.
Cortaba una figura magnífica también, deteniéndose por un momento
(cuando el sonido de la media hora se desvanecía) para mirar críticamente,
magistralmente, calcetines y zapatos; impecable, sustancial, como si con-
templara el mundo desde cierta eminencia, y vestido a juego; pero cons-
ciente de las obligaciones que el tamaño, la riqueza, la salud implican, y ob-
servaba puntillosamente incluso cuando no era absolutamente necesario,
pequeñas cortesías, ceremonias anticuadas que daban una cualidad a su ma-
nera, algo a imitar, algo para recordarlo, pues nunca almorzaría, por ejem-
plo, con Lady Bruton, a quien conocía desde hacía veinte años, sin llevarle
en su mano extendida un ramo de claveles y preguntar a Miss Brush, la se-
cretaria de Lady Bruton, por su hermano en Sudáfrica, lo cual, por alguna
razón, Miss Brush, carente aunque estaba de todo atributo de encanto feme-
nino, resentía tanto que decía "Gracias, está muy bien en Sudáfrica," cuan-
do, durante media docena de años, había estado mal en Portsmouth.
La propia Lady Bruton prefería a Richard Dalloway, quien llegó en ese
momento. De hecho, se encontraron en la puerta.
Lady Bruton prefería a Richard Dalloway, por supuesto. Estaba hecho de
material mucho más fino. Pero no permitiría que criticaran a su pobre queri-
do Hugh. Nunca podría olvidar su amabilidad—había sido realmente nota-
blemente amable—olvidaba precisamente en qué ocasión. Pero había sido
—notablemente amable. En cualquier caso, la diferencia entre un hombre y
otro no es mucha. Nunca había visto el sentido de cortar a la gente, como lo
hacía Clarissa Dalloway—cortándolos y volviéndolos a pegar; no al menos
cuando uno tenía sesenta y dos años. Tomó los claveles de Hugh con su
sonrisa angular y sombría. No había nadie más viniendo, dijo. Los había he-
cho venir con falsas pretensiones, para ayudarla a salir de una dificultad—
"Pero primero comamos," dijo.
Y así comenzó un paso silencioso y exquisito de un lado a otro a través
de puertas giratorias de doncellas con delantal y gorra blanca, sirvientas no
por necesidad, sino adeptas en un misterio o gran engaño practicado por las
anfitrionas en Mayfair desde la una y media hasta las dos, cuando, con un
gesto de la mano, el tráfico cesa, y surge en su lugar esta profunda ilusión
en primer lugar sobre la comida—cómo no se paga; y luego que la mesa se
extiende voluntariamente con vidrio y plata, pequeñas alfombrillas, tazones
de fruta roja; películas de crema marrón cubren el rodaballo; en cazuelas
nadan pollos partidos; coloridas, no domésticas, el fuego arde; y con el vino
y el café (no pagados) surgen visiones jocosas ante ojos reflexivos; ojos
gentilmente especulativos; ojos a quienes la vida parece musical, misterio-
sa; ojos ahora encendidos para observar amistosamente la belleza de los cla-
veles rojos que Lady Bruton (cuyos movimientos siempre eran angulares)
había colocado junto a su plato, de modo que Hugh Whitbread, sintiéndose
en paz con todo el universo y al mismo tiempo completamente seguro de su
posición, dijo, descansando su tenedor,
"¿No se verían encantadores contra tu encaje?"
Miss Brush resentía intensamente esta familiaridad. Lo consideraba un
tipo vulgar. Hizo reír a Lady Bruton.
Lady Bruton levantó los claveles, sosteniéndolos bastante rígidamente
con la misma actitud con la que el General sostenía el pergamino en la foto
detrás de ella; permaneció fija, en trance. ¿Cuál era ella ahora, la bisnieta
del General? ¿Tataranieta? se preguntó Richard Dalloway. Sir Roderick, Sir
Miles, Sir Talbot—eso era. Era notable cómo en esa familia la semejanza
persistía en las mujeres. Ella debería haber sido una general de dragones
ella misma. Y Richard habría servido bajo su mando, alegremente; tenía el
mayor respeto por ella; atesoraba estas visiones románticas sobre mujeres
bien establecidas y de linaje, y le habría gustado, a su manera bienhumora-
da, traer a algunos jóvenes impetuosos de su conocimiento a almorzar con
ella; como si un tipo como el suyo pudiera ser criado por amables entusias-
tas del té! Conocía su país. Conocía a su gente. Había una vid, todavía dan-
do frutos, bajo la cual Lovelace o Herrick—ella nunca leía una palabra de
poesía ella misma, pero así contaba la historia—había sentado. Mejor espe-
rar a plantearles la cuestión que le preocupaba (sobre hacer un llamamiento
al público; si era así, en qué términos y demás), mejor esperar hasta que hu-
bieran tomado su café, pensó Lady Bruton; y así puso los claveles junto a su
plato.
"¿Cómo está Clarissa?" preguntó abruptamente.
Clarissa siempre decía que Lady Bruton no la quería. De hecho, Lady
Bruton tenía la reputación de estar más interesada en la política que en las
personas; de hablar como un hombre; de haber tenido un dedo en alguna
intriga notoria de los años ochenta, que ahora comenzaba a mencionarse en
las memorias. Ciertamente había un nicho en su salón, y una mesa en ese
nicho, y una foto sobre esa mesa del General Sir Talbot Moore, ahora falle-
cido, que había escrito allí (una noche de los años ochenta) en presencia de
Lady Bruton, con su conocimiento, tal vez consejo, un telegrama ordenando
a las tropas británicas avanzar en una ocasión histórica. (Conservaba la plu-
ma y contaba la historia.) Así, cuando decía de manera despreocupada
"¿Cómo está Clarissa?" los maridos tenían dificultad en persuadir a sus es-
posas e incluso, sin importar cuán devotos, secretamente dudaban ellos mis-
mos, de su interés en mujeres que a menudo se interponían en el camino de
sus maridos, les impedían aceptar puestos en el extranjero, y debían ser lle-
vadas a la playa en medio de la sesión para recuperarse de la gripe. No obs-
tante, su pregunta, "¿Cómo está Clarissa?" era conocida por las mujeres in-
faliblemente, como una señal de una bienhechora, de una compañera casi
silenciosa, cuyas declaraciones (media docena tal vez en el transcurso de
una vida) significaban reconocimiento de alguna camaradería femenina que
iba más allá de las comidas masculinas y unía a Lady Bruton y a la Sra. Da-
lloway, quienes rara vez se encontraban, y parecían cuando lo hacían indife-
rentes e incluso hostiles, en un vínculo singular.
"Me encontré con Clarissa en el parque esta mañana," dijo Hugh Whit-
bread, zambulléndose en la cazuela, ansioso por rendirse este pequeño ho-
menaje, pues solo tenía que venir a Londres y se encontraba con todos de
inmediato; pero codicioso, uno de los hombres más codiciosos que había
conocido, pensaba Milly Brush, quien observaba a los hombres con inflexi-
ble rectitud, y era capaz de devoción eterna, especialmente hacia su propio
sexo, siendo nudosa, raspada, angular y completamente carente de encanto
femenino.
"¿Sabes quién está en la ciudad?" dijo Lady Bruton de repente, recordan-
do. "Nuestro viejo amigo, Peter Walsh."
Todos sonrieron. ¡Peter Walsh! Y el Sr. Dalloway estaba genuinamente
feliz, pensó Milly Brush; y el Sr. Whitbread solo pensaba en su pollo.
¡Peter Walsh! Los tres, Lady Bruton, Hugh Whitbread y Richard Dallo-
way, recordaban lo mismo—cómo Peter había estado enamorado apasiona-
damente; había sido rechazado; se había ido a la India; había fracasado; ha-
bía hecho un desastre de las cosas; y Richard Dalloway tenía un gran cariño
por el querido viejo también. Milly Brush lo vio; vio una profundidad en el
marrón de sus ojos; lo vio dudar; considerar; lo cual la interesaba, ya que el
Sr. Dalloway siempre la interesaba, porque ¿en qué estaría pensando, se
preguntaba, sobre Peter Walsh?
Que Peter Walsh había estado enamorado de Clarissa; que regresaría di-
rectamente después del almuerzo y encontraría a Clarissa; que le diría, en
tantas palabras, que la amaba. Sí, eso le diría.
Milly Brush casi podría haberse enamorado de estos silencios; y el Sr.
Dalloway siempre era tan confiable; tan caballero también. Ahora, teniendo
cuarenta años, Lady Bruton solo tenía que asentir, o girar la cabeza un poco
bruscamente, y Milly Brush tomaba la señal, por más sumida que estuviera
en estas reflexiones de un espíritu desapegado, de un alma incorrupta a
quien la vida no podía engañar, porque la vida no le había ofrecido ni una
baratija del menor valor; ni un rizo, sonrisa, labio, mejilla, nariz; nada en
absoluto; Lady Bruton solo tenía que asentir, y Perkins fue instruido para
acelerar el café.
"Sí; Peter Walsh ha vuelto," dijo Lady Bruton. Era vagamente halagador
para todos ellos. Había regresado, golpeado, fracasado, a sus seguras costas.
Pero ayudarlo, reflexionaron, era imposible; había algún defecto en su ca-
rácter. Hugh Whitbread dijo que, por supuesto, podría mencionar su nombre
a Fulano. Frunció el ceño lúgubremente, con aires de importancia, al pensar
en las cartas que escribiría a los jefes de oficinas gubernamentales sobre "mi
viejo amigo, Peter Walsh," y demás. Pero no llevaría a nada—nada perma-
nente, debido a su carácter.
"En problemas con alguna mujer," dijo Lady Bruton. Todos habían adivi-
nado que eso estaba en el fondo.
"Sin embargo," dijo Lady Bruton, ansiosa por dejar el tema, "escuchare-
mos la historia completa de Peter mismo."
(El café estaba siendo muy lento en llegar).
"¿La dirección?" murmuró Hugh Whitbread; y hubo de inmediato una
ondulación en la marea gris de servicio que rodeaba a Lady Bruton día y
noche, recolectando, interceptando, envolviéndola en un fino tejido que
amortiguaba conmociones, mitigaba interrupciones, y extendía alrededor de
la casa en Brook Street una fina red donde las cosas se alojaban y eran reco-
gidas con precisión, al instante, por el canoso Perkins, quien había estado
con Lady Bruton estos treinta años y ahora escribía la dirección; la entrega-
ba al Sr. Whitbread, quien sacaba su billetera, levantaba las cejas, y desli-
zándola entre documentos de la más alta importancia, decía que conseguiría
que Evelyn lo invitara a almorzar.
(Estaban esperando para traer el café hasta que el Sr. Whitbread hubiera
terminado).
Hugh era muy lento, pensó Lady Bruton. Se estaba poniendo gordo, notó.
Richard siempre se mantenía en perfecto estado físico. Ella estaba perdien-
do la paciencia; todo su ser se estaba volviendo positiva, innegablemente,
dominadoramente desplazando todo este innecesario enredo (Peter Walsh y
sus asuntos) hacia ese tema que ocupaba su atención, y no solo su atención,
sino esa fibra que era la espina dorsal de su alma, esa parte esencial de ella
sin la cual Millicent Bruton no habría sido Millicent Bruton; ese proyecto
de emigrar jóvenes de ambos sexos nacidos de padres respetables y estable-
cerlos con una perspectiva justa de hacerlo bien en Canadá. Ella exageraba.
Tal vez había perdido su sentido de la proporción. La emigración no era
para otros el remedio obvio, la concepción sublime. No era para ellos (no
para Hugh, ni Richard, ni siquiera para la devota Miss Brush) el liberador
del egotismo contenido, que una mujer marcial fuerte, bien nutrida, bien
descendida, de impulsos directos, sentimientos directos y poca capacidad
introspectiva (ancha y simple—¿por qué no podía todo el mundo ser ancho
y simple? se preguntaba) siente levantarse dentro de ella, una vez que la ju-
ventud ha pasado, y debe expulsar sobre algún objeto—puede ser Emigra-
ción, puede ser Emancipación; pero cualquiera que sea, este objeto alrede-
dor del cual la esencia de su alma se segrega diariamente, se convierte
inevitablemente en prismático, lustroso, mitad espejo, mitad piedra precio-
sa; ahora cuidadosamente oculto en caso de que la gente se burle de ello;
ahora exhibido con orgullo. La emigración se había convertido, en resumen,
en gran parte en Lady Bruton.
Pero tenía que escribir. Y una carta al Times, solía decirle a Miss Brush,
le costaba más que organizar una expedición a Sudáfrica (lo cual había he-
cho en la guerra). Después de una batalla matutina comenzando, rompien-
do, comenzando de nuevo, solía sentir la futilidad de su propia feminidad
como la sentía en ninguna otra ocasión, y se volvía con gratitud al pensa-
miento de Hugh Whitbread quien poseía—nadie podía dudarlo—el arte de
escribir cartas al Times.
Un ser tan diferente de ella, con tal dominio del lenguaje; capaz de expre-
sar las cosas como les gusta a los editores; tenía pasiones que uno no podía
llamar simplemente codicia. Lady Bruton a menudo suspendía su juicio so-
bre los hombres en deferencia al misterioso acuerdo en el que ellos, pero
ninguna mujer, se encontraban con las leyes del universo; sabían cómo po-
ner las cosas; sabían lo que se decía; de modo que si Richard la aconsejaba,
y Hugh escribía por ella, estaba segura de estar de alguna manera en lo co-
rrecto. Así que dejó que Hugh comiera su soufflé; preguntó por la pobre
Evelyn; esperó hasta que estuvieran fumando, y luego dijo,
"Milly, ¿irías por los papeles?"
Y Miss Brush salió, regresó; colocó los papeles sobre la mesa; y Hugh
sacó su pluma estilográfica; su estilográfica plateada, que había servido du-
rante veinte años, dijo, desenroscando la tapa. Todavía estaba en perfecto
estado; se la había mostrado a los fabricantes; no había razón, dijeron, por
la que nunca se desgastaría; lo cual de alguna manera era mérito de Hugh, y
del mérito de los sentimientos que su pluma expresaba (así lo sentía Ri-
chard Dalloway) mientras Hugh comenzaba cuidadosamente a escribir le-
tras mayúsculas con anillos alrededor en el margen, y así maravillosamente
reducía los enredos de Lady Bruton a sentido, a gramática tal como el editor
del Times, sentía Lady Bruton, observando la maravillosa transformación,
debía respetar. Hugh era lento. Hugh era pertinaz. Richard decía que uno
debía tomar riesgos. Hugh proponía modificaciones en deferencia a los sen-
timientos de la gente, que, dijo con cierta aspereza cuando Richard se reía,
"debían ser considerados," y leía en voz alta "cómo, por lo tanto, somos de
la opinión de que los tiempos están maduros . . . la juventud superflua de
nuestra población en constante aumento . . . lo que debemos a los muertos .
. ." lo cual Richard consideraba todo relleno y tonterías, pero sin daño en
ello, por supuesto, y Hugh continuó redactando sentimientos en orden alfa-
bético de la más alta nobleza, sacudiendo la ceniza del cigarro de su chale-
co, y resumiendo de vez en cuando el progreso que habían hecho hasta que,
finalmente, leyó el borrador de una carta que Lady Bruton sentía que cierta-
mente era una obra maestra. ¿Podría su propio significado sonar así?
Hugh no podía garantizar que el editor la publicara; pero se encontraría
con alguien en el almuerzo.
Entonces Lady Bruton, que rara vez hacía algo gracioso, llenó su vestido
con todos los claveles de Hugh, y extendiendo sus manos lo llamó "¡Mi Pri-
mer Ministro!" Qué habría hecho sin ellos dos no lo sabía. Se levantaron. Y
Richard Dalloway se fue como de costumbre a echar un vistazo al retrato
del General, porque pensaba, siempre que tuviera un momento de ocio, es-
cribir una historia de la familia de Lady Bruton.
Y Millicent Bruton estaba muy orgullosa de su familia. Pero podían espe-
rar, podían esperar, dijo, mirando la foto; significando que su familia, de
hombres militares, administradores, almirantes, había sido de hombres de
acción, que habían cumplido con su deber; y el primer deber de Richard era
con su país, pero era un rostro fino, dijo; y todos los papeles estaban listos
para Richard en Aldmixton cuando llegara el momento; el Gobierno Labo-
rista quería decir. "¡Ah, las noticias de la India!" exclamó.
Y luego, mientras estaban en el vestíbulo tomando guantes amarillos del
cuenco en la mesa de malaquita y Hugh ofrecía a Miss Brush con una corte-
sía completamente innecesaria algún boleto desechado u otro cumplido, que
ella detestaba desde el fondo de su corazón y se sonrojaba de rojo ladrillo,
Richard se volvió hacia Lady Bruton, con su sombrero en la mano, y dijo,
"¿Nos veremos en nuestra fiesta esta noche?" ante lo cual Lady Bruton
retomó la magnificencia que la escritura de cartas había destrozado. Podría
venir; o podría no venir. Clarissa tenía una energía maravillosa. Las fiestas
aterrorizaban a Lady Bruton. Pero entonces, estaba envejeciendo. Así lo in-
sinuó, de pie en su puerta; elegante; muy erguida; mientras su chow se esti-
raba detrás de ella, y Miss Brush desaparecía en el fondo con las manos lle-
nas de papeles.
Y Lady Bruton subió pesadamente, majestuosa, a su habitación, se recos-
tó, con un brazo extendido, en el sofá. Suspiró, roncó, no porque estuviera
dormida, solo somnolienta y pesada, somnolienta y pesada, como un campo
de trébol al sol este caluroso día de junio, con las abejas yendo de un lado a
otro y las mariposas amarillas. Siempre volvía a esos campos en Devonshi-
re, donde había saltado los arroyos en Patty, su poni, con Mortimer y Tom,
sus hermanos. Y allí estaban los perros; allí estaban las ratas; allí estaban su
padre y su madre en el césped bajo los árboles, con las cosas del té fuera, y
las camas de dalias, las malvarrosas, la hierba de la pampa; y ellos, peque-
ños bribones, ¡siempre metidos en alguna travesura! volviendo a hurtadillas
por el matorral, para no ser vistos, todos empapados de alguna travesura.
¡Lo que decía la vieja niñera sobre sus vestidos!
Ah, querida, recordó—era miércoles en Brook Street. Esos buenos y
amables muchachos, Richard Dalloway, Hugh Whitbread, habían cruzado
este caluroso día las calles cuyo rugido llegaba hasta ella recostada en el
sofá. El poder era suyo, la posición, los ingresos. Había vivido a la vanguar-
dia de su tiempo. Había tenido buenos amigos; conocido a los hombres más
capaces de su época. Londres murmurante fluía hacia ella, y su mano, apo-
yada en el respaldo del sofá, se curvaba sobre alguna batuta imaginaria que
sus abuelos podrían haber sostenido, sosteniendo la cual parecía, somno-
lienta y pesada, estar comandando batallones marchando hacia Canadá, y
esos buenos muchachos caminando por Londres, ese territorio suyo, ese pe-
queño trozo de alfombra, Mayfair.
Y se alejaban más y más de ella, estando unidos a ella por un delgado
hilo (desde que habían almorzado con ella) que se estiraba y estiraba, se ha-
cía más y más delgado a medida que caminaban por Londres; como si los
amigos de uno estuvieran unidos al cuerpo de uno, después de almorzar con
ellos, por un delgado hilo, que (mientras ella dormía allí) se volvía nebuloso
con el sonido de las campanas, marcando la hora o llamando al servicio,
como un solo hilo de araña se emborrona con gotas de lluvia, y, cargado, se
inclina. Así durmió.
Y Richard Dalloway y Hugh Whitbread dudaron en la esquina de Con-
duit Street en el mismo momento en que Millicent Bruton, acostada en el
sofá, dejó que el hilo se rompiera; roncó. Vientos contrarios azotaban la es-
quina de la calle. Miraron un escaparate; no querían comprar ni hablar sino
separarse, solo que con vientos contrarios azotando la esquina de la calle,
con algún tipo de lapso en las mareas del cuerpo, dos fuerzas encontrándose
en un remolino, mañana y tarde, se detuvieron. Algún cartel de periódico se
elevó en el aire, valientemente, como una cometa al principio, luego se de-
tuvo, se precipitó, aleteó; y el velo de una dama colgaba. Toldos amarillos
temblaban. La velocidad del tráfico matutino disminuyó, y carros individua-
les traqueteaban descuidadamente por calles medio vacías. En Norfolk, de
lo cual Richard Dalloway estaba medio pensando, un viento suave y cálido
soplaba hacia atrás los pétalos; confundía las aguas; alborotaba las hierbas
floridas. Segadores de heno, que se habían acomodado bajo los setos para
dormir el trabajo de la mañana, apartaban cortinas de hojas verdes; movían
globos temblorosos de perejil de vaca para ver el cielo; el azul, el firme, el
abrasador cielo de verano.
Consciente de que estaba mirando una taza jacobea de dos asas de plata,
y de que Hugh Whitbread admiraba condescendientemente con aires de co-
nocedor un collar español que pensaba preguntar el precio en caso de que a
Evelyn le gustara—todavía Richard estaba torpe; no podía pensar o mover-
se. La vida había arrojado estos escombros; escaparates llenos de pasta de
colores, y uno estaba rígido con la letargia de los viejos, rígido con la rigi-
dez de los viejos, mirando dentro. A Evelyn Whitbread podría gustarle
comprar este collar español—puede ser. Debía bostezar. Hugh iba a entrar
en la tienda.
"¡Está bien!" dijo Richard, siguiéndolo.
Dios sabe que no quería ir a comprar collares con Hugh. Pero hay mareas
en el cuerpo. La mañana encuentra la tarde. Llevado como un frágil esquife
en profundas, profundas inundaciones, el bisabuelo de Lady Bruton y sus
memorias y sus campañas en América del Norte fueron hundidos y sumer-
gidos. Y Millicent Bruton también. Ella se hundió. A Richard no le impor-
taba un comino lo que pasara con la Emigración; sobre esa carta, si el editor
la publicaba o no. El collar colgaba estirado entre los admirables dedos de
Hugh. Que se lo dé a una chica, si tiene que comprar joyas—a cualquier
chica, cualquier chica en la calle. Pues la inutilidad de esta vida golpeaba a
Richard bastante fuertemente—comprando collares para Evelyn. Si hubiera
tenido un hijo, habría dicho, Trabaja, trabaja. Pero tenía a su Elizabeth; ado-
raba a su Elizabeth.
"Me gustaría ver al señor Dubonnet", dijo Hugh con su forma cortante y
mundana. Resulta que este Dubonnet tenía las medidas del cuello de la se-
ñora Whitbread o, más extraño aún, conocía sus opiniones sobre la joyería
española y la extensión de sus posesiones en esa línea (que Hugh no podía
recordar). Todo esto le parecía terriblemente extraño a Richard Dalloway.
Porque él nunca le daba regalos a Clarissa, excepto una pulsera hace dos o
tres años, que no había sido un éxito. Ella nunca la usaba. Le dolía recordar
que ella nunca la usaba. Y así como el hilo de una araña, después de vacilar
aquí y allá, se adhiere al punto de una hoja, la mente de Richard, recuperán-
dose de su letargo, se centró ahora en su esposa, Clarissa, a quien Peter
Walsh había amado tan apasionadamente; y Richard tuvo una visión repen-
tina de ella en el almuerzo; de él mismo y Clarissa; de su vida juntos; y
acercó la bandeja de joyas antiguas hacia él, y tomando primero este broche
y luego ese anillo, "¿Cuánto cuesta eso?" preguntó, pero dudó de su propio
gusto. Quería abrir la puerta del salón y entrar sosteniendo algo; un regalo
para Clarissa. ¿Solo qué? Pero Hugh estaba de pie otra vez. Era indescripti-
blemente pomposo. Realmente, después de tratar aquí durante treinta y cin-
co años, no iba a ser rechazado por un simple muchacho que no sabía su
oficio. Porque Dubonnet, al parecer, estaba fuera, y Hugh no compraría
nada hasta que el señor Dubonnet decidiera estar presente; ante lo cual el
joven se sonrojó e hizo una pequeña reverencia correcta. Todo era perfecta-
mente correcto. Y, sin embargo, Richard no habría podido decir eso para
salvar su vida. ¡Por qué estas personas soportaban esa maldita insolencia no
podía concebirlo! Hugh se estaba volviendo un asno intolerable. Richard
Dalloway no podía soportar más de una hora de su compañía. Y, agitándose
su sombrero hongo a modo de despedida, Richard giró en la esquina de
Conduit Street ansioso, sí, muy ansioso, por recorrer ese hilo de araña de
apego entre él y Clarissa; iría directamente a ella, en Westminster.
Pero quería entrar sosteniendo algo. ¿Flores? Sí, flores, ya que no confia-
ba en su gusto en el oro; cualquier cantidad de flores, rosas, orquídeas, para
celebrar lo que era, considerando las cosas como uno quiera, un evento; este
sentimiento sobre ella cuando hablaron de Peter Walsh en el almuerzo; y
nunca hablaban de ello; no habían hablado de ello en años; lo cual, pensó,
agarrando sus rosas rojas y blancas juntas (un gran ramo envuelto en papel
de seda), es el mayor error del mundo. Llega el momento en que no se pue-
de decir; uno es demasiado tímido para decirlo, pensó, guardando su seis
peniques o dos de cambio, partiendo con su gran ramo sostenido contra su
cuerpo hacia Westminster para decir directamente en tantas palabras (sin
importar lo que ella pensara de él), extendiendo sus flores, "Te amo". ¿Por
qué no? Realmente fue un milagro pensar en la guerra, y miles de pobres
muchachos, con todas sus vidas por delante, apilados juntos, ya medio olvi-
dados; fue un milagro. Aquí estaba él caminando por Londres para decirle a
Clarissa en tantas palabras que la amaba. Lo cual nunca se dice, pensó. En
parte uno es perezoso; en parte uno es tímido. Y Clarissa—era difícil pensar
en ella; excepto en arranques, como en el almuerzo, cuando la vio bastante
claramente; toda su vida. Se detuvo en el cruce; y repitió—siendo sencillo
por naturaleza, y no corrompido, porque había marchado, y disparado; sien-
do tenaz y obstinado, habiendo defendido a los oprimidos y seguido sus ins-
tintos en la Cámara de los Comunes; conservado en su simplicidad pero al
mismo tiempo volviéndose más bien sin palabras, más bien rígido—repitió
que era un milagro que se hubiera casado con Clarissa; un milagro—su vida
había sido un milagro, pensó; dudando en cruzar. Pero le hervía la sangre al
ver a pequeñas criaturas de cinco o seis años cruzando Piccadilly solas. La
policía debería haber detenido el tráfico de inmediato. No tenía ilusiones
sobre la policía de Londres. De hecho, estaba recopilando pruebas de sus
malas prácticas; y esos vendedores ambulantes, a los que no se les permitía
tener sus carretillas en las calles; y prostitutas, Dios mío, la culpa no era de
ellas, ni de los jóvenes tampoco, sino de nuestro detestable sistema social y
demás; todo lo cual consideraba, se le podía ver considerando, gris, obstina-
do, elegante, limpio, mientras cruzaba el parque para decirle a su esposa
que la amaba.
Porque lo diría en tantas palabras, cuando entrara en la habitación. Por-
que es una lástima nunca decir lo que uno siente, pensó, cruzando Green
Park y observando con placer cómo a la sombra de los árboles familias en-
teras, familias pobres, se extendían; niños pateando sus piernas; chupando
leche; bolsas de papel esparcidas, que podrían recogerse fácilmente (si la
gente se quejaba) por uno de esos caballeros gordos con librea; porque él
era de la opinión de que todos los parques y todas las plazas, durante los
meses de verano, deberían estar abiertos a los niños (la hierba del parque se
ruborizaba y desvanecía, iluminando a las pobres madres de Westminster y
sus bebés que gateaban, como si una lámpara amarilla se moviera debajo).
Pero ¿qué se podría hacer por las vagabundas como esa pobre criatura, esti-
rada sobre su codo (como si se hubiera arrojado a la tierra, despojada de to-
dos los lazos, para observar curiosamente, especular audazmente, conside-
rar los porqués y los cómos, insolente, de labios sueltos, humorística), no lo
sabía. Llevando sus flores como un arma, Richard Dalloway se le acercó;
pasó intencionadamente; todavía había tiempo para una chispa entre ellos—
ella se rió al verlo, él sonrió de buen humor, considerando el problema de la
vagabunda; no es que alguna vez hablarían. Pero le diría a Clarissa que la
amaba, en tantas palabras. Había, una vez, sentido celos de Peter Walsh; ce-
los de él y Clarissa. Pero ella le había dicho a menudo que había hecho bien
en no casarse con Peter Walsh; lo cual, conociendo a Clarissa, era obvia-
mente cierto; ella quería apoyo. No es que fuera débil; pero quería apoyo.
En cuanto al Palacio de Buckingham (como una vieja prima donna en-
frentando al público toda de blanco) no se puede negar que tiene cierta dig-
nidad, consideraba, ni despreciar lo que, después de todo, representa para
millones de personas (una pequeña multitud estaba esperando en la puerta
para ver salir al Rey) un símbolo, aunque sea absurdo; un niño con una caja
de ladrillos podría haber hecho algo mejor, pensó; mirando el monumento a
la reina Victoria (a quien podía recordar en sus gafas de cuerno conducien-
do por Kensington), su montículo blanco, su maternidad ondulante; pero le
gustaba ser gobernado por el descendiente de Horsa; le gustaba la continui-
dad; y la sensación de transmitir las tradiciones del pasado. Era una gran
época en la que haber vivido. De hecho, su propia vida era un milagro; que
no hubiera ningún error al respecto; allí estaba, en la flor de la vida, cami-
nando hacia su casa en Westminster para decirle a Clarissa que la amaba. La
felicidad es esto, pensó.
Es esto, dijo, mientras entraba en Dean's Yard. Big Ben estaba comenzan-
do a sonar, primero la advertencia, musical; luego la hora, irrevocable. Las
fiestas de almuerzo desperdician toda la tarde, pensó, acercándose a su
puerta.
El sonido de Big Ben inundó el salón de Clarissa, donde ella estaba sen-
tada, muy molesta, en su escritorio; preocupada; molesta. Era perfectamente
cierto que no había invitado a Ellie Henderson a su fiesta; pero lo había he-
cho a propósito. Ahora la señora Marsham escribió "le había dicho a Ellie
Henderson que invitaría a Clarissa—Ellie tenía muchas ganas de venir".
¿Pero por qué debería invitar a todas las mujeres aburridas de Londres a
sus fiestas? ¿Por qué debería interferir la señora Marsham? Y allí estaba
Elizabeth encerrada todo este tiempo con Doris Kilman. No podía concebir
nada más nauseabundo. Oración a esta hora con esa mujer. Y el sonido de la
campana inundó la habitación con su ola melancólica; que se retiró, y se
reunió para caer una vez más, cuando oyó, distraídamente, algo frotando,
algo rascando en la puerta. ¿Quién a esta hora? ¡Las tres, Dios mío! ¡Ya
eran las tres! Pues con una directriz y dignidad abrumadoras el reloj marcó
las tres; y no oyó nada más; pero el picaporte giró y entró Richard. ¡Qué
sorpresa! Entró Richard, sosteniendo flores. Ella le había fallado una vez en
Constantinopla; y Lady Bruton, de quien se decía que sus almuerzos eran
extraordinariamente divertidos, no la había invitado. Él estaba sosteniendo
flores—rosas, rosas rojas y blancas. (Pero no pudo decir que la amaba; no
en tantas palabras).
Pero qué encantador, dijo ella, tomando sus flores. Ella entendió; enten-
dió sin que él hablara; su Clarissa. Las puso en jarrones sobre la repisa de la
chimenea. ¡Qué hermosas se veían! dijo ella. ¿Y fue divertido? preguntó.
¿Lady Bruton preguntó por ella? Peter Walsh había vuelto. La señora Mars-
ham había escrito. ¿Debía invitar a Ellie Henderson? Esa mujer Kilman es-
taba arriba.
"Pero sentémonos cinco minutos", dijo Richard.
Todo parecía tan vacío. Todas las sillas estaban contra la pared. ¿Qué ha-
bían estado haciendo? Oh, era para la fiesta; no, él no había olvidado, la
fiesta. Peter Walsh había vuelto. Oh sí; ella lo había recibido. Y él iba a di-
vorciarse; y estaba enamorado de alguna mujer por allá. Y no había cambia-
do en lo más mínimo. Allí estaba ella, remendando su vestido...
"Pensando en Bourton", dijo ella.
"Hugh estuvo en el almuerzo", dijo Richard. ¡Ella también lo había visto!
Bueno, se estaba volviendo absolutamente intolerable. Comprando collares
para Evelyn; más gordo que nunca; un asno intolerable.
"Y se me ocurrió 'podría haberte casado contigo'", dijo ella, pensando en
Peter sentado allí con su pequeña corbata de lazo; con ese cuchillo, abrién-
dolo, cerrándolo. "Tal como siempre fue, ya sabes".
Estaban hablando de él en el almuerzo, dijo Richard. (Pero no pudo de-
cirle que la amaba. Le tomó la mano. La felicidad es esto, pensó). Habían
estado escribiendo una carta al Times para Millicent Bruton. Eso era todo
para lo que Hugh servía.
"¿Y nuestra querida señorita Kilman?" preguntó. Clarissa pensó que las
rosas eran absolutamente hermosas; primero agrupadas; ahora, por su pro-
pia cuenta, comenzando a separarse.
"Kilman llega justo cuando hemos terminado el almuerzo", dijo ella.
"Elizabeth se sonroja. Se encierran. Supongo que están rezando".
¡Dios! A él no le gustaba eso; pero estas cosas pasan si se les deja.
"Con un impermeable y un paraguas", dijo Clarissa.
No había dicho "te amo"; pero él le tomó la mano. La felicidad es esto,
esto es, pensó.
"¿Pero por qué debería invitar a todas las mujeres aburridas de Londres a
mis fiestas?" dijo Clarissa. ¿Y si la señora Marsham daba una fiesta, invita-
ba a sus invitados?
"Pobre Ellie Henderson", dijo Richard—era muy extraño cuánto le im-
portaban a Clarissa sus fiestas, pensó.
Pero Richard no tenía noción de la apariencia de una habitación. Sin em-
bargo, ¿qué iba a decir?
Si ella se preocupaba por estas fiestas, no la dejaría darlas. ¿Deseaba ella
haberse casado con Peter? Pero él debía irse.
Debía irse, dijo, levantándose. Pero se quedó por un momento como si
estuviera a punto de decir algo; y ella se preguntó ¿qué? ¿Por qué? Allí es-
taban las rosas.
"¿Algún Comité?" preguntó ella, mientras él abría la puerta.
"Armenios", dijo él; o tal vez eran "Albaneses".
Y hay una dignidad en las personas; una soledad; incluso entre marido y
mujer hay un abismo; y eso uno debe respetarlo, pensó Clarissa, viéndolo
abrir la puerta; porque uno no se separaría de ello, ni lo tomaría, contra su
voluntad, de su esposo, sin perder su independencia, su auto respeto—algo,
después de todo, invaluable.
Él regresó con una almohada y una manta.
"Una hora de descanso completo después del almuerzo", dijo. Y se fue.
¡Qué típico de él! Seguiría diciendo "Una hora de descanso completo
después del almuerzo" hasta el fin de los tiempos, porque un médico lo ha-
bía ordenado una vez. Era típico de él tomar lo que los médicos decían lite-
ralmente; parte de su adorable, divina simplicidad, que nadie tenía en la
misma medida; lo que lo hacía ir y hacer las cosas mientras ella y Peter per-
dían el tiempo discutiendo. Él ya estaba a medio camino de la Cámara de
los Comunes, con sus armenios, sus albaneses, habiéndola acomodado en el
sofá, mirando sus rosas. Y la gente diría, "Clarissa Dalloway está mimada".
Ella se preocupaba mucho más por sus rosas que por los armenios. Perse-
guidos hasta la extinción, mutilados, congelados, las víctimas de la crueldad
y la injusticia (ella había oído a Richard decir eso una y otra vez)—no, ella
no podía sentir nada por los albaneses, o eran los armenios? pero amaba sus
rosas (¿no ayudaba eso a los armenios?)—las únicas flores que podía sopor-
tar ver cortadas. Pero Richard ya estaba en la Cámara de los Comunes; en
su Comité, habiendo resuelto todas sus dificultades. Pero no; lamentable-
mente, eso no era cierto. Él no veía las razones en contra de invitar a Ellie
Henderson. Lo haría, por supuesto, como él lo deseaba. Dado que había
traído las almohadas, se acostaría. . . Pero—pero—¿por qué de repente se
sentía, sin razón que pudiera descubrir, desesperadamente infeliz? Como
una persona que ha dejado caer algún grano de perla o diamante en la hier-
ba y aparta con mucho cuidado las hojas altas, de un lado a otro, buscando
aquí y allá en vano, y finalmente lo descubre en las raíces, así pasó por una
cosa y otra; no, no era Sally Seton diciendo que Richard nunca estaría en el
Gabinete porque tenía un cerebro de segunda clase (eso volvió a ella); no,
eso no le importaba; tampoco tenía que ver con Elizabeth y Doris Kilman;
esos eran hechos. Era un sentimiento, algún sentimiento desagradable, qui-
zás más temprano en el día; algo que Peter había dicho, combinado con al-
guna depresión propia, en su dormitorio, quitándose el sombrero; y lo que
Richard había dicho había añadido a ello, pero ¿qué había dicho? Allí esta-
ban sus rosas. ¡Sus fiestas! ¡Eso era! ¡Sus fiestas! Ambos la criticaban muy
injustamente, se reían de ella muy injustamente, por sus fiestas. ¡Eso era!
¡Eso era!
Bien, ¿cómo iba a defenderse? Ahora que sabía qué era, se sentía perfec-
tamente feliz. Pensaban, o Peter al menos pensaba, que ella disfrutaba im-
poniéndose; le gustaba tener gente famosa a su alrededor; grandes nombres;
era simplemente una snob, en resumen. Bueno, Peter podía pensar eso. Ri-
chard simplemente pensaba que era una tontería de su parte gustarle la emo-
ción cuando sabía que era malo para su corazón. Era infantil, pensaba él. Y
ambos estaban completamente equivocados. Lo que le gustaba era simple-
mente la vida.
"Para eso lo hago", dijo, hablando en voz alta, a la vida.
Dado que estaba acostada en el sofá, recluida, exenta, la presencia de esta
cosa que sentía tan obvia se volvió físicamente existente; con ropajes de so-
nido de la calle, soleado, con aliento caliente, susurrante, soplando las corti-
nas. Pero supongamos que Peter le decía, "Sí, sí, pero tus fiestas—¿qué sen-
tido tienen tus fiestas?" todo lo que ella podría decir era (y nadie podría es-
perarse que entendiera): Son una ofrenda; lo cual sonaba terriblemente
vago. Pero ¿quién era Peter para hacer ver que la vida era todo llano?—Pe-
ter siempre enamorado, siempre enamorado de la mujer equivocada. ¿Qué
es tu amor? podría decirle ella. Y ella sabía su respuesta; cómo es la cosa
más importante del mundo y ninguna mujer posiblemente la entiende. Muy
bien. Pero ¿podría algún hombre entender lo que ella quería decir también?
sobre la vida? No podía imaginar a Peter o a Richard tomándose la molestia
de dar una fiesta sin razón alguna.
Pero profundizando más, debajo de lo que la gente decía (y estos juicios,
¡qué superficiales, qué fragmentarios son!) en su propia mente ahora, ¿qué
significaba para ella, esta cosa que llamaba vida? Oh, era muy extraña. Aquí
estaba Fulano en South Kensington; alguien en Bayswater; y otra persona,
digamos, en Mayfair. Y sentía continuamente una sensación de su existen-
cia; y sentía que era un desperdicio; y sentía que era una pena; y sentía que
si solo pudieran reunirse; entonces ella lo hacía. Y era una ofrenda; combi-
nar, crear; ¿pero para quién?
Una ofrenda por el simple hecho de ofrecer, tal vez. De todos modos, era
su don. No tenía nada más de la menor importancia; no podía pensar, escri-
bir, ni siquiera tocar el piano. Confundía a los armenios y los turcos; amaba
el éxito; odiaba la incomodidad; debía ser gustada; hablaba océanos de ton-
terías: y hasta el día de hoy, pregúntale qué es el Ecuador, y no lo sabía.
Aún así, que un día siga a otro; miércoles, jueves, viernes, sábado; que
uno se despierte por la mañana; vea el cielo; camine en el parque; se en-
cuentre con Hugh Whitbread; luego de repente entre Peter; luego estas ro-
sas; era suficiente. Después de eso, ¡qué increíble era la muerte!—que debía
terminar; y nadie en todo el mundo sabría cómo había amado todo esto;
cómo, cada instante...
La puerta se abrió. Elizabeth sabía que su madre estaba descansando. En-
tró muy silenciosamente. Se quedó perfectamente quieta. ¿Sería que algún
mongol había naufragado en la costa de Norfolk (como decía la señora Hil-
bery), se había mezclado con las damas Dalloway, quizás, hace cien años?
Porque los Dalloway, en general, eran rubios; de ojos azules; Elizabeth, en
cambio, era morena; tenía ojos chinos en un rostro pálido; un misterio
oriental; era amable, considerada, tranquila. De niña, tenía un sentido del
humor perfecto; pero ahora, a los diecisiete años, por qué, Clarissa no podía
entenderlo en lo más mínimo, se había vuelto muy seria; como un jacinto,
envuelto en un verde brillante, con brotes apenas teñidos, un jacinto que no
había recibido sol.
Se quedó muy quieta y miró a su madre; pero la puerta estaba entreabier-
ta, y afuera estaba la señorita Kilman, como sabía Clarissa; la señorita Kil-
man con su impermeable, escuchando lo que decían.
Sí, la señorita Kilman estaba en el rellano y llevaba un impermeable;
pero tenía sus razones. Primero, era barato; segundo, tenía más de cuarenta
años; y no se vestía, después de todo, para agradar. Además, era pobre; de-
gradantemente pobre. De lo contrario, no estaría tomando trabajos de gente
como los Dalloway; de gente rica, que le gustaba ser amable. El señor Da-
lloway, para hacerle justicia, había sido amable. Pero la señora Dalloway no
lo había sido. Ella había sido simplemente condescendiente. Venía de la
más inútil de todas las clases—los ricos, con un poco de cultura. Tenían co-
sas caras en todas partes; cuadros, alfombras, muchos sirvientes. Ella consi-
deraba que tenía un derecho perfecto a cualquier cosa que los Dalloway hi-
cieran por ella.
Había sido engañada. Sí, la palabra no era una exageración, porque segu-
ramente una chica tiene derecho a algún tipo de felicidad. Y ella nunca ha-
bía sido feliz, siendo tan torpe y tan pobre. Y luego, justo cuando podría ha-
ber tenido una oportunidad en la escuela de la señorita Dolby, llegó la gue-
rra; y nunca había podido mentir. La señorita Dolby pensó que sería más
feliz con personas que compartieran sus opiniones sobre los alemanes. Ha-
bía tenido que irse. Es cierto que la familia era de origen alemán; deletrea-
ban el nombre Kiehlman en el siglo XVIII; pero su hermano había sido ase-
sinado. La echaron porque no quería fingir que los alemanes eran todos vi-
llanos—cuando tenía amigos alemanes, cuando los únicos días felices de su
vida habían sido pasados en Alemania. Y después de todo, ella podía leer
historia. Había tenido que aceptar lo que pudiera encontrar. El señor Dallo-
way la había encontrado trabajando para los Amigos. Le había permitido (y
eso era realmente generoso de su parte) enseñar historia a su hija. También
daba algunas conferencias de Extensión y demás. Entonces Nuestro Señor
había venido a ella (y aquí siempre inclinaba la cabeza). Había visto la luz
hace dos años y tres meses. Ahora no envidiaba a mujeres como Clarissa
Dalloway; las compadecía.
Las compadecía y las despreciaba desde el fondo de su corazón, mientras
estaba de pie en la suave alfombra, mirando la vieja estampa de una niña
con un manguito. Con todo este lujo a su alrededor, ¿qué esperanza había
para un estado mejor de las cosas? En lugar de estar recostada en un sofá
—"Mi madre está descansando", había dicho Elizabeth—debería haber es-
tado en una fábrica; detrás de un mostrador; ¡la señora Dalloway y todas las
demás damas elegantes!
Amarga y ardiente, la señorita Kilman había entrado en una iglesia hace
dos años y tres meses. Había escuchado al reverendo Edward Whittaker
predicar; a los chicos cantar; había visto las luces solemnes descender, y ya
fuera por la música, o las voces (ella misma cuando estaba sola por la noche
encontraba consuelo en un violín; pero el sonido era exasperante; no tenía
oído), los sentimientos calientes y turbulentos que hervían y se agitaban en
ella se habían calmado mientras se sentaba allí, y había llorado copiosamen-
te, y había ido a visitar al señor Whittaker en su casa privada en Kensing-
ton. Era la mano de Dios, dijo. El Señor le había mostrado el camino. Así
que ahora, siempre que los sentimientos calientes y dolorosos hervían den-
tro de ella, este odio hacia la señora Dalloway, este resentimiento contra el
mundo, pensaba en Dios. Pensaba en el señor Whittaker. La ira era sucedida
por la calma. Un dulce sabor llenaba sus venas, sus labios se entreabrían, y,
de pie formidable en el rellano con su impermeable, miraba con una sereni-
dad firme y siniestra a la señora Dalloway, que salió con su hija.
Elizabeth dijo que había olvidado sus guantes. Eso era porque la señorita
Kilman y su madre se odiaban. No podía soportar verlas juntas. Corrió es-
caleras arriba a buscar sus guantes.
Pero la señorita Kilman no odiaba a la señora Dalloway. Volviendo sus
grandes ojos de color grosella hacia Clarissa, observando su pequeño rostro
rosado, su delicado cuerpo, su aire de frescura y moda, la señorita Kilman
sintió, ¡Tonta! ¡Simplona! Tú, que no has conocido ni el dolor ni el placer;
¡que has perdido tu vida! Y en ella surgió un deseo abrumador de vencerla;
desenmascararla. Si hubiera podido derribarla, la habría aliviado. Pero no
era el cuerpo; era el alma y su burla lo que deseaba someter; hacer sentir su
dominio. Si solo pudiera hacerla llorar; podría arruinarla; humillarla; hacer-
la caer de rodillas llorando, ¡Tienes razón! Pero esta era la voluntad de
Dios, no la de la señorita Kilman. Iba a ser una victoria religiosa. Así que
ella miraba con fiereza; así miraba con odio.
Clarissa estaba realmente sorprendida. ¿Esta una cristiana—esta mujer?
¡Esta mujer había alejado a su hija de ella! ¿Ella en contacto con presencias
invisibles? Pesada, fea, común, sin amabilidad ni gracia, ¿ella conocería el
significado de la vida?
"¿Llevarás a Elizabeth a las tiendas?" dijo la señora Dalloway.
La señorita Kilman dijo que sí. Se quedaron allí. La señorita Kilman no
iba a ser agradable. Siempre había ganado su propio sustento. Su conoci-
miento de la historia moderna era extremadamente profundo. Ella apartaba
de su modesto ingreso una parte para las causas en las que creía; mientras
que esta mujer no hacía nada, no creía en nada; educaba a su hija—pero allí
estaba Elizabeth, algo sin aliento, la chica hermosa.
Así que iban a las tiendas. Era extraño, mientras la señorita Kilman esta-
ba allí (y estaba de pie con el poder y la taciturnidad de algún monstruo
prehistórico armado para la guerra primitiva), cómo, segundo a segundo, la
idea de ella disminuía, cómo el odio (que era hacia las ideas, no las perso-
nas) se desmoronaba, cómo perdía su malignidad, su tamaño, se volvía, se-
gundo a segundo, simplemente la señorita Kilman, con un impermeable, a
quien, ¡Dios sabe!, Clarissa le habría gustado ayudar.
Ante este menguar del monstruo, Clarissa rió. Al despedirse, rió.
Se fueron juntas, la señorita Kilman y Elizabeth, escaleras abajo.
Con un impulso repentino, con una angustia violenta, porque esta mujer
estaba alejando a su hija de ella, Clarissa se inclinó sobre la barandilla y gri-
tó, "¡Recuerda la fiesta! ¡Recuerda nuestra fiesta de esta noche!"
Pero Elizabeth ya había abierto la puerta principal; pasaba una furgoneta;
no respondió.
¡Amor y religión! pensó Clarissa, volviendo al salón, sintiendo una pun-
zada por todo el cuerpo. ¡Qué detestables, qué detestables son! Porque aho-
ra que el cuerpo de la señorita Kilman no estaba delante de ella, la idea la
abrumaba. Las cosas más crueles del mundo, pensó, viéndolas torpes, ca-
lientes, dominantes, hipócritas, entrometidas, celosas, infinitamente crueles
e inescrupulosas, vestidas con un impermeable, en el rellano; amor y reli-
gión. ¿Había intentado alguna vez convertir a alguien ella misma? ¿No
deseaba que todos simplemente fueran ellos mismos? Y miró por la ventana
a la anciana de enfrente subiendo las escaleras. Que suba las escaleras si
quiere; que se detenga; luego que, como Clarissa la había visto a menudo,
llegue a su dormitorio, aparte las cortinas y desaparezca de nuevo en el fon-
do. De alguna manera uno respetaba eso—esa anciana mirando por la ven-
tana, completamente inconsciente de que estaba siendo observada. Había
algo solemne en ello—pero el amor y la religión lo destruirían todo, lo que
fuera, la privacidad del alma. La odiosa Kilman lo destruiría. Aun así, era
una visión que le hacía querer llorar.
El amor también destruía. Todo lo que era fino, todo lo que era verdadero
se iba. Toma a Peter Walsh ahora. Allí había un hombre, encantador, inteli-
gente, con ideas sobre todo. Si querías saber sobre Pope, digamos, o Addi-
son, o simplemente hablar tonterías, cómo era la gente, qué significaban las
cosas, Peter sabía mejor que nadie. Fue Peter quien la ayudó; Peter quien le
prestó libros. Pero mira a las mujeres que amaba—vulgares, triviales, co-
munes. Piensa en Peter enamorado—él vino a verla después de todos estos
años, ¿y de qué habló? De sí mismo. ¡Horrible pasión! pensó ella. ¡Pasión
degradante! pensó ella, pensando en Kilman y su Elizabeth caminando ha-
cia las tiendas del Ejército y la Marina.
Big Ben dio la media hora.
Qué extraordinario era, extraño, sí, conmovedor, ver a la anciana (habían
sido vecinas durante tantos años) moverse lejos de la ventana, como si estu-
viera atada a ese sonido, a ese hilo. Gigante como era, tenía algo que ver
con ella. Abajo, abajo, hacia el centro de cosas ordinarias caía el dedo, ha-
ciendo el momento solemne. Ella se vio forzada, así imaginó Clarissa, por
ese sonido, a moverse, a irse—¿pero a dónde? Clarissa trató de seguirla
mientras ella giraba y desaparecía, y aún podía ver su gorro blanco movién-
dose al fondo del dormitorio. Ella seguía allí moviéndose al otro lado de la
habitación. ¿Por qué credos y oraciones y impermeables? cuando, pensó
Clarissa, eso es el milagro, eso es el misterio; esa anciana, quiso decir, a
quien podía ver yendo del tocador al tocador. Aún podía verla. Y el misterio
supremo que Kilman podría decir que había resuelto, o Peter podría decir
que había resuelto, pero Clarissa no creía que ninguno de ellos tuviera la
menor idea de resolver, era simplemente esto: aquí había una habitación;
allí otra. ¿Resolvía eso la religión, o el amor?
El amor—pero aquí el otro reloj, el reloj que siempre daba dos minutos
después de Big Ben, se metió con su falda llena de baratijas, que descargó
como si Big Ben estuviera bien con su majestad imponiendo la ley, tan so-
lemne, tan justo, pero debía recordar toda clase de pequeñas cosas además
—la señora Marsham, Ellie Henderson, vasos para helados—toda clase de
pequeñas cosas que llegaron inundando y danzando tras ese solemne golpe
que yacía plano como una barra de oro en el mar. La señora Marsham, Ellie
Henderson, vasos para helados. Ella debía telefonear ahora mismo.
Volublemente, problemáticamente, sonó el reloj tardío, entrando tras Big
Ben, con su falda llena de bagatelas. Sacudidas, rotas por el asalto de ca-
rros, la brutalidad de furgonetas, el avance ávido de miríadas de hombres
angulares, de mujeres ostentosas, las cúpulas y agujas de oficinas y hospita-
les, los últimos restos de esta falda llena de baratijas parecían romperse,
como el rocío de una ola agotada, sobre el cuerpo de la señorita Kilman pa-
rada en la calle por un momento para murmurar "Es la carne".
Era la carne la que debía controlar. Clarissa Dalloway la había insultado.
Eso lo esperaba. Pero no había triunfado; no había dominado la carne. Fea,
torpe, Clarissa Dalloway se había reído de ella por ser eso; y había revivido
los deseos carnales, porque le importaba cómo se veía junto a Clarissa.
Tampoco podía hablar como ella. Pero ¿por qué desear parecerse a ella?
¿Por qué? Despreciaba a la señora Dalloway desde el fondo de su corazón.
No era seria. No era buena. Su vida era un tejido de vanidad y engaño. Sin
embargo, Doris Kilman había sido vencida. De hecho, había estado a punto
de estallar en lágrimas cuando Clarissa Dalloway se rió de ella. "Es la car-
ne, es la carne," murmuró (siendo su costumbre hablar en voz alta) tratando
de dominar este sentimiento turbulento y doloroso mientras caminaba por
Victoria Street. Rezó a Dios. No podía evitar ser fea; no podía permitirse
comprar ropa bonita. Clarissa Dalloway se había reído—pero concentraría
su mente en otra cosa hasta llegar al buzón. De todos modos, había conse-
guido a Elizabeth. Pero pensaría en otra cosa; pensaría en Rusia; hasta lle-
gar al buzón.
Qué agradable debe ser, dijo, en el campo, luchando, como le había dicho
el señor Whittaker, con ese rencor violento contra el mundo que la había
despreciado, se había burlado de ella, la había expulsado, comenzando con
esta indignidad—la imposición de su cuerpo no amado que la gente no po-
día soportar ver. Arreglase su cabello como pudiera, su frente seguía siendo
como un huevo, calva, blanca. Ninguna ropa le quedaba bien. Podría com-
prar cualquier cosa. Y para una mujer, por supuesto, eso significaba nunca
conocer al sexo opuesto. Nunca sería la primera para nadie. A veces, últi-
mamente, le parecía que, excepto por Elizabeth, su comida era lo único por
lo que vivía; sus comodidades; su cena, su té; su botella de agua caliente
por la noche. Pero uno debía luchar; vencer; tener fe en Dios. El señor
Whittaker había dicho que estaba allí por un propósito. Pero nadie conocía
la agonía. Él dijo, señalando el crucifijo, que Dios sabía. Pero ¿por qué de-
bía sufrir cuando otras mujeres, como Clarissa Dalloway, se escapaban? El
conocimiento llega a través del sufrimiento, dijo el señor Whittaker.
Había pasado el buzón, y Elizabeth había entrado en el departamento de
tabaco fresco y marrón de las tiendas del Ejército y la Marina mientras ella
seguía murmurando para sí misma lo que el señor Whittaker había dicho
sobre el conocimiento que llega a través del sufrimiento y la carne. "La car-
ne," murmuró.
¿Qué departamento quería? Elizabeth la interrumpió.
"Enaguas," dijo abruptamente, y se dirigió directamente al ascensor.
Subieron. Elizabeth la guiaba de un lado a otro; la guiaba en su abstrac-
ción como si fuera una gran niña, un acorazado pesado. Allí estaban las
enaguas, marrones, decorosas, a rayas, frívolas, sólidas, endebles; y ella eli-
gió, en su abstracción, portentosa, y la chica que servía pensó que estaba
loca.
Elizabeth se preguntaba, mientras hacían el paquete, en qué estaba pen-
sando la señorita Kilman. Debían tomar su té, dijo la señorita Kilman, le-
vantándose, recogiendo sus cosas. Tomaron su té.
Elizabeth se preguntaba si la señorita Kilman podría tener hambre. Era su
forma de comer, comer con intensidad, luego mirar, una y otra vez, un plato
de pasteles azucarados en la mesa al lado de ellos; luego, cuando una dama
y un niño se sentaron y el niño tomó el pastel, ¿podría realmente importarle
a la señorita Kilman? Sí, a la señorita Kilman le importaba. Había querido
ese pastel—el rosa. El placer de comer era casi el único placer puro que le
quedaba, y luego ser frustrada incluso en eso.
Cuando las personas son felices, tienen una reserva, le había dicho a Eli-
zabeth, de la cual pueden extraer, mientras que ella era como una rueda sin
neumático (le gustaban esas metáforas), sacudida por cada guijarro, así que
decía quedándose después de la lección parada junto a la chimenea con su
bolsa de libros, su "cartera", la llamaba, un martes por la mañana, después
de que la lección había terminado. Y también hablaba de la guerra. Después
de todo, había personas que no pensaban que los ingleses tuvieran siempre
razón. Había libros. Había reuniones. Había otros puntos de vista. ¿Le gus-
taría a Elizabeth ir con ella a escuchar a Fulano (un hombre de aspecto ex-
traordinario)? Luego, la señorita Kilman la llevó a alguna iglesia en Ken-
sington y tomaron el té con un clérigo. Le había prestado libros. Leyes, me-
dicina, política, todas las profesiones están abiertas a las mujeres de tu ge-
neración, dijo la señorita Kilman. Pero para ella misma, su carrera estaba
absolutamente arruinada y ¿era su culpa? Por Dios, dijo Elizabeth, no.
Y su madre venía llamando para decir que había llegado una canasta de
Bourton y ¿le gustaría a la señorita Kilman unas flores? Para la señorita Kil-
man siempre era muy, muy agradable, pero la señorita Kilman aplastaba las
flores todas juntas, y no tenía conversación trivial, y lo que interesaba a la
señorita Kilman aburría a su madre, y la señorita Kilman y ella eran terri-
bles juntas; y la señorita Kilman se hinchaba y se veía muy sencilla. Pero
luego, la señorita Kilman era terriblemente inteligente. Elizabeth nunca ha-
bía pensado en los pobres. Vivían con todo lo que querían,—su madre desa-
yunaba en la cama todos los días; Lucy lo llevaba; y le gustaban las ancia-
nas porque eran duquesas, y ser descendiente de algún lord. Pero la señorita
Kilman dijo (uno de esos martes por la mañana cuando la lección había ter-
minado), "Mi abuelo tenía una tienda de aceites y colores en Kensington".
La señorita Kilman hacía que uno se sintiera tan pequeño.
La señorita Kilman tomó otra taza de té. Elizabeth, con su porte oriental,
su misterio inescrutable, se sentó perfectamente erguida; no, no quería nada
más. Buscó sus guantes—sus guantes blancos. Estaban bajo la mesa. Ah,
pero ella no debía irse. ¡La señorita Kilman no podía dejarla ir! esta juven-
tud, que era tan hermosa, esta chica, a quien genuinamente amaba. ¡Su gran
mano se abría y cerraba sobre la mesa!
Pero tal vez era un poco plano de alguna manera, sintió Elizabeth. Y real-
mente le gustaría irse.
Pero dijo la señorita Kilman, "Todavía no he terminado del todo".
Por supuesto, entonces, Elizabeth esperaría. Pero estaba bastante sofo-
cante aquí.
"¿Vas a la fiesta esta noche?" dijo la señorita Kilman. Elizabeth supuso
que iría; su madre quería que fuera. No debía dejar que las fiestas la absor-
bieran, dijo la señorita Kilman, tocando los últimos dos centímetros de un
éclair de chocolate.
No le gustaban mucho las fiestas, dijo Elizabeth. La señorita Kilman
abrió la boca, proyectó ligeramente su barbilla, y tragó los últimos centíme-
tros del éclair de chocolate, luego se limpió los dedos y enjuagó el té en su
taza.
Estaba a punto de partirse, sintió. La agonía era tan terrible. Si pudiera
agarrarla, si pudiera abrazarla, si pudiera hacerla suya absoluta y para siem-
pre y luego morir; eso era todo lo que quería. Pero sentarse aquí, incapaz de
pensar en nada que decir; ver a Elizabeth volviéndose en su contra; sentirse
repulsiva incluso para ella—era demasiado; no podía soportarlo. Los grue-
sos dedos se encogieron hacia adentro.
"Yo nunca voy a fiestas", dijo la señorita Kilman, solo para evitar que
Elizabeth fuera. "La gente no me invita a fiestas"—y sabía mientras lo decía
que era este egoísmo lo que la estaba perjudicando; el señor Whittaker se lo
había advertido; pero no podía evitarlo. Había sufrido tan horriblemente.
"¿Por qué deberían invitarme?" dijo. "Soy sencilla, soy infeliz." Sabía que
era idiota. Pero eran todas esas personas pasando—personas con paquetes
que la despreciaban, que la hacían decir eso. Sin embargo, era Doris Kil-
man. Tenía su título. Era una mujer que había logrado abrirse camino en el
mundo. Su conocimiento de la historia moderna era más que respetable.
"No me compadezco", dijo. "Compadezco"—pensó en decir "a tu madre"
pero no, no podía, no a Elizabeth. "Compadezco a otras personas", dijo,
"más".
Como una criatura muda que ha sido llevada a una puerta con un propósi-
to desconocido, y se queda allí deseando galopar, Elizabeth Dalloway se
sentó en silencio. ¿Iba a decir algo más la señorita Kilman?
"No me olvides del todo", dijo Doris Kilman; su voz tembló.
CAPÍTULO IX

Clarissa una vez, subiendo a la parte superior de un autobús con él a al-


gún lugar, Clarissa al menos superficialmente, tan fácilmente movida, ahora
en desesperación, ahora con el mejor ánimo, toda vibrante en esos días y tan
buena compañía, detectando pequeñas escenas curiosas, nombres, personas
desde la cima de un autobús, porque solían explorar Londres y regresar con
bolsas llenas de tesoros del mercado de Caledonia—Clarissa tenía una teo-
ría en esos días—tenían montones de teorías, siempre teorías, como los jó-
venes tienen. Era para explicar la sensación de insatisfacción que tenían; de
no conocer a la gente; de no ser conocidos. ¿Cómo podían conocerse unos a
otros? Te encontrabas todos los días; luego no durante seis meses, o años.
Era insatisfactorio, coincidieron, lo poco que uno conocía a las personas.
Pero ella dijo, sentada en el autobús subiendo por Shaftesbury Avenue, que
se sentía en todas partes; no "aquí, aquí, aquí"; y golpeaba el respaldo del
asiento; sino en todas partes. Agitaba su mano, subiendo por Shaftesbury
Avenue. Ella era todo eso. Así que, para conocerla a ella, o a cualquiera,
uno debía buscar a las personas que los completaban; incluso los lugares.
Tenía afinidades extrañas con personas con las que nunca había hablado,
alguna mujer en la calle, algún hombre detrás de un mostrador—incluso ár-
boles, o graneros. Terminaba en una teoría trascendental que, con su horror
a la muerte, le permitía creer, o decir que creía (a pesar de todo su escepti-
cismo), que dado que nuestras apariciones, la parte de nosotros que aparece,
son tan momentáneas en comparación con la otra, la parte no vista de noso-
tros, que se extiende ampliamente, lo no visto podría sobrevivir, ser recupe-
rado de alguna manera, unido a esta persona o aquella, o incluso rondando
ciertos lugares después de la muerte... tal vez—tal vez.
Mirando hacia atrás en esa larga amistad de casi treinta años, su teoría
funcionaba hasta este punto. Breves, rotas, a menudo dolorosas como ha-
bían sido sus encuentros reales, con sus ausencias e interrupciones (esta ma-
ñana, por ejemplo, llegó Elizabeth, como un potro de largas piernas, guapa,
muda, justo cuando él comenzaba a hablar con Clarissa) el efecto de ellos
en su vida era inmenso. Había un misterio en ello. Te daban un grano agu-
do, agudo, incómodo—el encuentro real; horriblemente doloroso a menudo;
sin embargo, en ausencia, en los lugares más improbables, florecía, se abría,
desprendía su aroma, te permitía tocar, probar, mirar a tu alrededor, obtener
la sensación completa y comprensión, después de años de estar perdido. Así
había llegado a él; a bordo del barco; en el Himalaya; sugerida por las cosas
más extrañas (así que Sally Seton, ¡generosa, entusiasta ganso! pensaba en
él cuando veía hortensias azules). Ella lo había influenciado más que cual-
quier persona que él había conocido. Y siempre de esta manera, presentán-
dose ante él sin que él lo deseara, fresca, elegante, crítica; o arrebatadora,
romántica, recordando algún campo o cosecha inglesa. La veía más a menu-
do en el campo, no en Londres. Una escena tras otra en Bourton...
Había llegado a su hotel. Cruzó el vestíbulo, con sus montones de sillas y
sofás rojizos, sus plantas de hojas puntiagudas y aspecto marchito. Cogió su
llave del gancho. La joven le entregó algunas cartas. Subió las escaleras—la
veía más a menudo en Bourton, a finales del verano, cuando se quedaba allí
una semana, o incluso una quincena, como la gente hacía en esos días. Pri-
mero en la cima de alguna colina allí ella estaría, con las manos en el cabe-
llo, su capa volando, señalando, gritando a ellos—veía el Severn debajo. O
en un bosque, haciendo hervir la tetera—muy ineficaz con sus dedos; el
humo haciendo reverencias, soplando en sus caras; su pequeño rostro rosa-
do asomando; pidiendo agua a una anciana en una cabaña, que salía a la
puerta para verlos ir. Siempre caminaban; los otros conducían. Ella se abu-
rría de conducir, no le gustaban todos los animales, excepto ese perro. Ca-
minaban millas a lo largo de los caminos. Ella se detenía para orientarse, lo
guiaba de regreso a través del campo; y todo el tiempo discutían, discutían
sobre poesía, discutían sobre personas, discutían sobre política (ella era una
Radical entonces); nunca notaban nada excepto cuando se detenía, gritaba
ante una vista o un árbol, y lo hacía mirar con ella; y así seguían, a través de
campos de rastrojo, ella caminando delante, con una flor para su tía, nunca
cansada de caminar a pesar de su delicadeza; para caer en Bourton al ano-
checer. Luego, después de la cena, el viejo Breitkopf abría el piano y canta-
ba sin ninguna voz, y ellos se hundían en sillones, tratando de no reír, pero
siempre terminaban riendo, riendo—riéndose de nada. Breitkopf se suponía
que no veía. Y luego en la mañana, coqueteando arriba y abajo como una
lavandera frente a la casa...
¡Oh, era una carta de ella! Este sobre azul; esa era su letra. Y tendría que
leerla. Aquí había otro de esos encuentros, ¡destinados a ser dolorosos! Leer
su carta requería un esfuerzo tremendo. "Qué celestial fue verlo. Debía de-
círselo." Eso era todo.
Pero lo perturbó. Le molestó. Deseaba que no la hubiera escrito. Al llegar
sobre sus pensamientos, fue como un codazo en las costillas. ¿Por qué no
podía dejarlo en paz? Después de todo, se había casado con Dalloway, y ha-
bía vivido con él en perfecta felicidad todos estos años.
Estos hoteles no son lugares consoladores. Todo lo contrario. Cualquier
número de personas había colgado sus sombreros en esos ganchos. Incluso
las moscas, si uno lo pensaba, se habían posado en las narices de otras per-
sonas. En cuanto a la limpieza que lo golpeó en la cara, no era tanto limpie-
za, como desnudez, frialdad; una cosa que tenía que ser. Alguna matrona
árida hacía sus rondas al amanecer olfateando, mirando, haciendo que las
criadas de nariz azul fregaran, como si el próximo visitante fuera un trozo
de carne que se serviría en una bandeja perfectamente limpia. Para dormir,
una cama; para sentarse, un sillón; para limpiarse los dientes y afeitarse la
barbilla, un vaso, un espejo. Libros, cartas, bata de baño, resbalaban sobre
la impersonalidad del pelo de caballo como impertinencias incongruentes.
Y fue la carta de Clarissa la que le hizo ver todo esto. "Celestial verte. ¡De-
bía decirlo!" Doblo el papel; lo empujó lejos; ¡nada lo induciría a leerla de
nuevo!
Para que esa carta le llegara a las seis en punto, ella debió haberse senta-
do y escrito directamente después de que él la dejó; la selló; envió a alguien
a la oficina de correos. Era, como la gente dice, muy parecido a ella. Estaba
molesta por su visita. Había sentido mucho; había, por un momento, cuando
le besó la mano, lamentado, incluso envidiado, recordado posiblemente
(porque la vio mirarlo) algo que él había dicho—cómo cambiarían el mun-
do si ella se casaba con él quizás; mientras que, era esto; era la mediana
edad; era la mediocridad; entonces se obligó con su indomable vitalidad a
dejar todo eso a un lado, habiendo en ella un hilo de vida que por su dureza,
resistencia, capacidad para superar obstáculos, y llevarla triunfante a través
de él nunca había conocido algo igual. Sí; pero vendría una reacción direc-
tamente después de que él dejara la habitación. Ella se sentiría terriblemente
apenada por él; pensaría en qué en el mundo podría hacer para darle placer
(siempre corto de una cosa) y podía verla con lágrimas corriendo por sus
mejillas yendo a su escritorio y escribiendo rápidamente esa única línea que
él encontraría esperándolo... "¡Celestial verte!" Y lo decía en serio.
Peter Walsh ahora se había desabrochado las botas.
Pero no habría tenido éxito, su matrimonio. La otra cosa, después de
todo, venía mucho más naturalmente.
Era extraño; era cierto; mucha gente lo sentía. Peter Walsh, que había he-
cho lo justo respetablemente, ocupó los puestos habituales adecuadamente,
fue querido, pero considerado un poco excéntrico, se daba aires—era extra-
ño que tuviera, especialmente ahora que su cabello era gris, un aspecto con-
tento; una mirada de tener reservas. Era esto lo que lo hacía atractivo para
las mujeres a las que les gustaba la sensación de que no era del todo varonil.
Había algo inusual en él, o algo detrás de él. Podría ser que fuera un lector
—aunque nunca venía a verte sin tomar el libro sobre la mesa (ahora estaba
leyendo, con los cordones de las botas arrastrando por el suelo); o que fuera
un caballero, lo cual se mostraba en la forma en que golpeaba las cenizas de
su pipa, y en sus modales, por supuesto, hacia las mujeres. Porque era muy
encantador y bastante ridículo cómo alguna chica sin un gramo de sentido
podía manipularlo a su antojo. Pero bajo su propio riesgo. Es decir, aunque
pudiera ser muy fácil, y de hecho con su alegría y buena crianza fascinante
estar con él, era solo hasta cierto punto. Ella decía algo—no, no; él veía a
través de eso. No toleraría eso—no, no. Luego podía gritar y reírse y suje-
tarse los costados con algún chiste con los hombres. Era el mejor juez de
cocina en la India. Era un hombre. Pero no el tipo de hombre al que uno te-
nía que respetar—lo cual era una bendición; no como el Mayor Simmons,
por ejemplo; en lo más mínimo como eso, pensaba Daisy, cuando, a pesar
de sus dos pequeños niños, solía compararlos.
Se quitó las botas. Vació sus bolsillos. Salió con su navaja de bolsillo una
foto de Daisy en la veranda; Daisy toda de blanco, con un fox-terrier en su
regazo; muy encantadora, muy morena; la mejor que había visto de ella.
Después de todo, venía tan naturalmente; mucho más naturalmente que Cla-
rissa. Sin problemas. Sin molestias. Sin remilgos y manías. Todo navegando
sin problemas. Y la chica morena, adorablemente bonita en la veranda ex-
clamó (podía oírla). Por supuesto, por supuesto, ¡le daría todo! ella lloraba
(no tenía sentido de la discreción) ¡todo lo que él quisiera! ella lloraba, co-
rriendo a su encuentro, quienquiera que estuviera mirando. Y solo tenía
veinticuatro años. Y tenía dos hijos. ¡Vaya, vaya!
En efecto, se había metido en un lío a su edad. Y se le ocurría cuando
despertaba en la noche bastante fuerte. ¿Supongamos que se casaran? Para
él estaría bien, pero ¿qué hay de ella? La señora Burgess, una buena perso-
na y nada chismosa, en quien había confiado, pensó que esta ausencia suya
en Inglaterra, ostensiblemente para ver abogados, podría servir para hacer
que Daisy reconsiderara, pensara en lo que significaba. Era una cuestión de
su posición, dijo la señora Burgess; la barrera social; renunciar a sus hijos.
Un día sería una viuda con un pasado, merodeando por los suburbios, o más
probablemente, indiscriminada (ya sabes, dijo, cómo se ponen esas mujeres,
con demasiado maquillaje). Pero Peter Walsh desestimó todo eso. No tenía
intención de morir aún. De todos modos, ella debía decidir por sí misma;
juzgar por sí misma, pensó, paseando por la habitación en sus calcetines,
alisando su camisa de vestir, porque podría ir a la fiesta de Clarissa, o po-
dría ir a uno de los Halls, o podría instalarse y leer un libro absorbente es-
crito por un hombre que solía conocer en Oxford. Y si se retirara, eso es lo
que haría—escribiría libros. Iría a Oxford y exploraría la Bodleian. En
vano, la morena, adorablemente bonita, corría hasta el final de la terraza; en
vano agitaba su mano; en vano lloraba que no le importaba un comino lo
que dijera la gente. Allí estaba él, el hombre en el que ella pensaba el mun-
do, el perfecto caballero, el fascinante, el distinguido (y su edad no hacía la
menor diferencia para ella), paseando por una habitación en un hotel en
Bloomsbury, afeitándose, lavándose, continuando, mientras tomaba latas,
dejaba maquinillas de afeitar, explorando la Bodleian, y obteniendo la ver-
dad sobre uno o dos pequeños asuntos que le interesaban. Y tendría una
charla con quien fuera, y así vendría a despreciar cada vez más las horas
precisas para almorzar, y perder compromisos, y cuando Daisy le pidiera,
como lo haría, un beso, una escena, fallar en cumplir (aunque realmente es-
taba dedicado a ella)—en resumen, podría ser más feliz, como dijo la seño-
ra Burgess, que ella lo olvidara, o simplemente lo recordara como era en
agosto de 1922, como una figura de pie en la encrucijada al anochecer, que
se vuelve más y más remota a medida que el carro gira, llevándola asegura-
da al asiento trasero, aunque sus brazos estén extendidos, y mientras ve la
figura disminuir y desaparecer, aún ella clama cómo haría cualquier cosa en
el mundo, cualquier cosa, cualquier cosa, cualquier cosa...
Nunca sabía lo que la gente pensaba. Le resultaba cada vez más difícil
concentrarse. Se absorbía; se ocupaba con sus propios asuntos; ahora hosco,
ahora alegre; dependiente de las mujeres, distraído, de mal humor, cada vez
menos capaz (así pensaba mientras se afeitaba) de entender por qué Clarissa
no podía simplemente encontrarles un alojamiento y ser amable con Daisy;
presentarla. Y entonces podría simplemente—¿simplemente hacer qué?
simplemente rondar y merodear (en ese momento estaba realmente ocupado
ordenando varias llaves, papeles), lanzarse y probar, estar solo, en resumen,
suficiente para sí mismo; y sin embargo, nadie, por supuesto, era más de-
pendiente de otros (abrochaba su chaleco); había sido su perdición. No po-
día mantenerse fuera de las salas de fumar, le gustaban los coroneles, le
gustaba el golf, le gustaba el bridge, y sobre todo la compañía de las muje-
res, y la finura de su compañía, y su fidelidad y audacia y grandeza en amar
que, aunque tenía sus inconvenientes, le parecía (y el rostro oscuro, adora-
blemente bonito, estaba encima de los sobres) tan admirable en su totalidad,
una flor tan espléndida para crecer en la cima de la vida humana, y sin em-
bargo, no podía estar a la altura, siempre propenso a ver las cosas desde dis-
tintos ángulos (Clarissa había socavado algo en él permanentemente), y
cansarse muy fácilmente de la devoción muda y querer variedad en el amor,
aunque se enfurecería si Daisy amaba a alguien más, ¡furioso! porque era
celoso, incontrolablemente celoso por temperamento. ¡Sufría torturas! Pero,
¿dónde estaba su cuchillo; su reloj; sus sellos, su estuche de notas, y la carta
de Clarissa que no leería de nuevo pero le gustaba pensar en ella, y la foto
de Daisy? Y ahora para la cena.
Estaban cenando.
Sentados en pequeñas mesas alrededor de jarrones, vestidos o no vesti-
dos, con sus chales y bolsos colocados a su lado, con su aire de falsa com-
postura, porque no estaban acostumbrados a tantas comidas en la cena, y
confianza, porque podían pagarlo, y tensión, porque habían estado corrien-
do por Londres todo el día de compras, haciendo turismo; y su curiosidad
natural, porque miraban alrededor y hacia arriba cuando el caballero de as-
pecto agradable con gafas de montura de cuerno entró, y su buena naturale-
za, porque habrían estado encantados de hacer cualquier pequeño servicio,
como prestar un horario o impartir información útil, y su deseo, palpitando
en ellos, tirando de ellos subterráneamente, de alguna manera establecer co-
nexiones aunque fuera solo un lugar de nacimiento (Liverpool, por ejemplo)
en común o amigos con el mismo nombre; con sus miradas furtivas, silen-
cios extraños y retiros repentinos a la jocundidad familiar y el aislamiento;
allí se sentaban cenando cuando el señor Walsh entró y tomó su asiento en
una pequeña mesa junto a la cortina.
No es que dijera algo, porque al estar solo solo podía dirigirse al camare-
ro; era su manera de mirar el menú, de señalar con su dedo índice a un vino
en particular, de ajustarse a la mesa, de dirigirse seriamente, no glotona-
mente, a la cena, lo que ganó su respeto; que, al tener que permanecer sin
expresar durante la mayor parte de la comida, estalló en la mesa donde se
sentaban los Morris cuando se escuchó al señor Walsh decir al final de la
comida, "Peras Bartlett". ¿Por qué debería haber hablado tan moderadamen-
te pero con firmeza, con el aire de un disciplinario bien dentro de sus dere-
chos que están fundados en la justicia, ni el joven Charles Morris, ni el vie-
jo Charles, ni la señorita Elaine ni la señora Morris lo sabían. Pero cuando
dijo, "Peras Bartlett", sentado solo en su mesa, sintieron que contaba con su
apoyo en alguna demanda legal; era el campeón de una causa que inmedia-
tamente se convirtió en su propia causa, de modo que sus ojos encontraron
los ojos de él simpáticamente, y cuando todos llegaron a la sala de fumar
simultáneamente, una pequeña charla entre ellos se hizo inevitable.
No fue muy profundo—solo al efecto de que Londres estaba lleno; había
cambiado en treinta años; que el señor Morris prefería Liverpool; que la se-
ñora Morris había ido a la exhibición de flores de Westminster, y que todos
habían visto al Príncipe de Gales. Sin embargo, pensó Peter Walsh, ninguna
familia en el mundo puede compararse con los Morris; ninguna en absoluto;
y sus relaciones entre sí son perfectas, y no les importa nada la clase alta, y
les gusta lo que les gusta, y Elaine se está formando para el negocio fami-
liar, y el chico ha ganado una beca en Leeds, y la anciana (que tiene más o
menos su edad) tiene tres hijos más en casa; y tienen dos autos, pero el se-
ñor Morris todavía arregla los zapatos los domingos: es soberbio, es absolu-
tamente soberbio, pensó Peter Walsh, balanceándose un poco hacia atrás y
hacia adelante con su copa de licor en la mano entre las sillas rojas y pelu-
das y los ceniceros, sintiéndose muy complacido consigo mismo, porque a
los Morris les gustaba. Sí, les gustaba un hombre que dijo, "Peras Bartlett".
Les gustaba, sentía.
Iría a la fiesta de Clarissa. (Los Morris se alejaron; pero se encontrarían
de nuevo.) Iría a la fiesta de Clarissa, porque quería preguntarle a Richard
qué estaban haciendo en la India—los conservadores tontos. ¿Y qué se esta-
ba actuando? Y música... Oh sí, y simple chisme.
Porque esta es la verdad sobre nuestra alma, pensó, nuestro ser, que como
pez habita en mares profundos y navega entre obscuridades abriéndose ca-
mino entre los troncos de malezas gigantes, sobre espacios iluminados por
el sol y en adelante hacia la penumbra, fría, profunda, inescrutable; de re-
pente se dispara a la superficie y juega en las olas arrugadas por el viento;
es decir, tiene una necesidad positiva de rozarse, rasparse, encenderse, chis-
meando. ¿Qué quería decir el Gobierno—Richard Dalloway lo sabría—so-
bre la India?
Dado que era una noche muy calurosa y los chicos de los periódicos pa-
saban con pancartas proclamando en enormes letras rojas que había una ola
de calor, se colocaron sillas de mimbre en los escalones del hotel y allí, sor-
biendo, fumando, caballeros aislados se sentaban. Peter Walsh se sentó allí.
Podría uno imaginar que ese día, el día de Londres, apenas estaba comen-
zando. Como una mujer que se había quitado su vestido estampado y delan-
tal blanco para ataviarse con azul y perlas, el día cambiaba, se despojaba de
cosas, tomaba gasa, cambiaba a la noche, y con el mismo suspiro de exhila-
ración que una mujer respira, tumbando enaguas en el suelo, también
desechaba polvo, calor, color; el tráfico disminuía; los automóviles, tinti-
neantes, se sucedían a la carga de las furgonetas; y aquí y allá entre el espe-
so follaje de las plazas colgaba una luz intensa. Me resigno, parecía decir la
noche, mientras palidecía y se desvanecía sobre las almenas y prominen-
cias, moldeadas, puntiagudas, de hotel, apartamento y bloque de tiendas,
Me desvanezco, comenzaba, Me desaparezco, pero Londres no tendría nada
de eso, y lanzaba sus bayonetas al cielo, la retenía, la obligaba a asociarse
en su jolgorio.
Porque la gran revolución del horario de verano del señor Willett había
tenido lugar desde la última visita de Peter Walsh a Inglaterra. La prolonga-
da tarde era nueva para él. Era inspirador, más bien. Porque a medida que
los jóvenes pasaban con sus cajas de despacho, terriblemente contentos de
ser libres, orgullosos también, silenciosamente, de pisar este famoso pavi-
mento, la alegría de una especie, barata, hojalatada, si se quiere, pero todo
el mismo éxtasis, sonrojaba sus rostros. También vestían bien; medias ro-
sas; bonitos zapatos. Ahora tendrían dos horas en las películas. Les afilaba,
les refinaba, la luz amarilla-azul de la tarde; y en las hojas de la plaza brilla-
ban lúgubres, lívidas—parecían sumergidas en agua de mar—el follaje de
una ciudad sumergida. Estaba asombrado por la belleza; también era alenta-
dor, porque donde el angloindio regresado se sentaba por derecho (conocía
a muchos de ellos) en el Club Oriental sumando biliosamente la ruina del
mundo, aquí estaba él, tan joven como siempre; envidiando a los jóvenes su
tiempo de verano y el resto, y más que sospechando por las palabras de una
chica, por la risa de una criada—cosas intangibles que no podías tocar—ese
cambio en toda la acumulación piramidal que en su juventud había parecido
inmóvil. Sobre ellos había presionado; los había aplastado, especialmente a
las mujeres, como esas flores que la tía Helena de Clarissa solía prensar en-
tre hojas de papel secante gris con el diccionario de Littré encima, sentada
bajo la lámpara después de la cena. Ella estaba muerta ahora. Había oído
hablar de ella, por Clarissa, perdiendo la vista de un ojo. Parecía tan apro-
piado—una de las obras maestras de la naturaleza—que la vieja señorita Pa-
rry se convirtiera en vidrio. Moriría como un pájaro en una helada aferrán-
dose a su percha. Pertenecía a una era diferente, pero al ser tan entera, tan
completa, siempre se destacaría en el horizonte, blanca como una piedra,
eminente, como un faro marcando alguna etapa pasada en este viaje aventu-
rero, largo, largo, este interminable (buscó una moneda para comprar un pe-
riódico y leer sobre Surrey y Yorkshire—había entregado esa moneda mi-
llones de veces. Surrey estaba todo fuera una vez más)—esta interminable
vida. Pero el cricket no era un mero juego. El cricket era importante. Nunca
podía evitar leer sobre cricket. Leía los puntajes en la prensa de última hora
primero, luego cómo era un día caluroso; luego sobre un caso de asesinato.
Habiendo hecho cosas millones de veces las enriquecía, aunque se podría
decir que les quitaba la superficie. El pasado enriquecía, y la experiencia, y
haber cuidado de una o dos personas, y así haber adquirido el poder que los
jóvenes carecen, de cortar, hacer lo que uno quiere, no importarle un co-
mino lo que la gente diga y venir e ir sin grandes expectativas (dejaba su
periódico sobre la mesa y se movía), lo cual sin embargo (y buscaba su
sombrero y abrigo) no era del todo cierto para él, no esta noche, porque
aquí estaba empezando a ir a una fiesta, a su edad, con la creencia de que
iba a tener una experiencia. Pero, ¿qué?
Belleza, en todo caso. No la belleza cruda del ojo. No era belleza pura y
simple—Bedford Place conduciendo a Russell Square. Era rectitud y vacío,
por supuesto; la simetría de un pasillo; pero también eran ventanas ilumina-
das, un piano, un gramófono sonando; una sensación de placer oculto, pero
de vez en cuando emergiendo cuando, a través de la ventana sin cortinas, la
ventana dejada abierta, uno veía fiestas sentadas sobre mesas, jóvenes gi-
rando lentamente, conversaciones entre hombres y mujeres, sirvientas mi-
rando perezosamente hacia afuera (un comentario extraño el de ellas, cuan-
do el trabajo estaba hecho), medias secándose en los alféizares, un loro,
unas pocas plantas. Absorbente, misteriosa, de infinita riqueza, esta vida. Y
en la gran plaza donde los taxis giraban y se desviaban tan rápido, había pa-
rejas holgazaneando, jugueteando, abrazándose, encogidas bajo la lluvia de
un árbol; eso era conmovedor; tan silencioso, tan absorto, que uno pasaba,
discretamente, tímidamente, como si en presencia de alguna ceremonia sa-
grada interrumpirla hubiera sido impío. Eso era interesante. Y así hacia el
resplandor y el brillo.
Su abrigo ligero se abrió, caminó con indescriptible idiosincrasia, inclina-
do un poco hacia adelante, tropezó, con las manos detrás de su espalda y
sus ojos aún un poco como halcón; tropezó a través de Londres, hacia West-
minster, observando.
¿Estaba todo el mundo cenando fuera, entonces? Se estaban abriendo
puertas aquí por un lacayo para dejar salir a una anciana de paso alto, con
zapatos con hebillas, con tres plumas de avestruz púrpura en su cabello. Se
estaban abriendo puertas para damas envueltas como momias en chales con
flores brillantes en ellos, damas con cabezas descubiertas. Y en barrios res-
petables con pilares de estuco a través de pequeños jardines frontales ligera-
mente envueltos con peines en su cabello (habiendo subido a ver a los ni-
ños), venían mujeres; los hombres las esperaban, con sus abrigos abiertos, y
el motor arrancaba. Todo el mundo salía. Con estas puertas abiertas, y el
descenso y la partida, parecía como si todo Londres se embarcara en peque-
ños botes amarrados al banco, balanceándose en las aguas, como si todo el
lugar flotara en carnaval. Y Whitehall estaba cubierto de plata batida, como
estaba, cubierto de patinadores, y había una sensación de mosquitos alrede-
dor de las lámparas de arco; hacía tanto calor que la gente se quedaba ha-
blando. Y aquí en Westminster había un juez retirado, presumiblemente,
sentado cuadrado en la puerta de su casa vestido todo de blanco. Presumi-
blemente un angloindio.
Y aquí un alboroto de mujeres peleando, mujeres borrachas; aquí solo un
policía y casas alzadas, casas altas, casas abovedadas, iglesias, parlamentos,
y el claxon de un vapor en el río, un grito hueco y brumoso. Pero era su ca-
lle, esta, la de Clarissa; los taxis giraban la esquina, como agua alrededor de
los pilares de un puente, reunidos, le parecía, porque llevaban personas a su
fiesta, la fiesta de Clarissa.
La fría corriente de impresiones visuales le fallaba ahora como si el ojo
fuera una taza que desbordaba y dejaba que el resto corriera por sus paredes
de porcelana sin registrarse. El cerebro debe despertarse ahora. El cuerpo
debe contraerse ahora, entrando en la casa, la casa iluminada, donde la
puerta estaba abierta, donde los automóviles estaban parados, y mujeres bri-
llantes descendiendo: el alma debe armarse de valor para soportar. Abrió la
gran hoja de su navaja de bolsillo.
CAPÍTULO X

Lucy bajó corriendo las escaleras a toda velocidad, habiendo entrado jus-
to a la sala de estar para alisar una funda, enderezar una silla, detenerse un
momento y sentir que quienquiera que entrara debía pensar qué limpia, qué
brillante, qué bien cuidada estaba la casa, cuando vieran la hermosa plata,
los utensilios de bronce para la chimenea, las nuevas fundas de las sillas y
las cortinas de chintz amarillo: ella evaluó cada uno; escuchó un rugido de
voces; la gente ya subía del comedor; ¡tenía que volar!
El Primer Ministro venía, dijo Agnes: eso había oído decir en el comedor,
dijo ella, entrando con una bandeja de vasos. ¿Importaba, importaba en lo
más mínimo, un Primer Ministro más o menos? No hacía ninguna diferen-
cia a esa hora de la noche a la señora Walker entre los platos, sartenes, cola-
dores, cacerolas, pollo en aspic, congeladores de helado, costras de pan pe-
ladas, limones, tazones de sopa y moldes para budines que, por más que los
lavaran en la despensa, parecían estar todos encima de ella, sobre la mesa
de la cocina, en las sillas, mientras el fuego ardía y rugía, las luces eléctri-
cas deslumbraban y aún había que poner la cena. Todo lo que sentía era que
un Primer Ministro más o menos no hacía ni una pizca de diferencia para la
señora Walker.
Las damas ya estaban subiendo, dijo Lucy; las damas estaban subiendo,
una por una, la señora Dalloway caminando última y casi siempre enviando
algún mensaje a la cocina, "Mi cariño para la señora Walker," eso era una
noche. A la mañana siguiente revisarían los platos: la sopa, el salmón; el
salmón, sabía la señora Walker, como siempre poco cocido, porque siempre
se ponía nerviosa por el pudín y lo dejaba a Jenny; así que sucedía, el sal-
món siempre estaba poco cocido. Pero alguna dama con cabello rubio y
adornos de plata había dicho, dijo Lucy, sobre el entrante, ¿realmente se
hizo en casa? Pero era el salmón lo que preocupaba a la señora Walker,
mientras hacía girar los platos una y otra vez, y ajustaba los reguladores del
horno; y llegó una ráfaga de risa desde el comedor; una voz hablando; luego
otra ráfaga de risa—los caballeros divirtiéndose cuando las damas se habían
ido. El tokay, dijo Lucy corriendo. El señor Dalloway había enviado a bus-
car el tokay, de las bodegas del Emperador, el Tokay Imperial.
Fue llevado a través de la cocina. Sobre su hombro Lucy informó cómo
la señorita Elizabeth se veía realmente hermosa; no podía apartar los ojos
de ella; con su vestido rosa, usando el collar que el señor Dalloway le había
regalado. Jenny debía recordar al perro, el fox-terrier de la señorita Eliza-
beth, que, ya que mordía, tenía que estar encerrado y podría, pensaba Eliza-
beth, querer algo. Jenny debía recordar al perro. Pero Jenny no iba a subir
con toda esa gente alrededor. ¡Ya había un automóvil en la puerta! ¡Había
un timbre en la puerta y los caballeros todavía en el comedor, bebiendo
tokay!
Ahí estaban subiendo las escaleras; ese era el primero en llegar, y ahora
vendrían más y más rápido, de modo que la señora Parkinson (contratada
para fiestas) dejaría la puerta del vestíbulo entreabierta, y el vestíbulo esta-
ría lleno de caballeros esperando (se quedaban esperando, alisándose el ca-
bello) mientras las damas se quitaban los abrigos en la habitación del pasi-
llo; donde la señora Barnet las ayudaba, la vieja Ellen Barnet, que había es-
tado con la familia durante cuarenta años, y venía cada verano para ayudar
a las damas, y recordaba a las madres cuando eran niñas, y aunque muy mo-
desta, daba la mano; decía "milady" muy respetuosamente, pero tenía una
manera humorística, mirando a las jóvenes, y ayudando con mucho tacto a
Lady Lovejoy, que tenía algún problema con su corsé. Y no podían evitar
sentir, Lady Lovejoy y Miss Alice, que algún pequeño privilegio en cuanto
a cepillo y peine, les era otorgado por haber conocido a la señora Barnet
—"treinta años, milady," les decía la señora Barnet. Las jóvenes no solían
usar rouge, dijo Lady Lovejoy, cuando se quedaban en Bourton en los vie-
jos tiempos. Y la señorita Alice no necesitaba rouge, dijo la señora Barnet,
mirándola con cariño. Allí se sentaba la señora Barnet, en el guardarropa,
alisando las pieles, alisando los chales españoles, ordenando la mesa de to-
cador, y sabiendo perfectamente bien, a pesar de las pieles y los bordados,
quiénes eran damas agradables y quiénes no. La querida anciana, dijo Lady
Lovejoy, subiendo las escaleras, la vieja niñera de Clarissa.
Y entonces Lady Lovejoy se puso rígida. "Lady y Miss Lovejoy," dijo a
Mr. Wilkins (contratado para fiestas). Tenía un comportamiento admirable,
mientras se inclinaba y enderezaba, se inclinaba y enderezaba y anunciaba
con perfecta imparcialidad "Lady y Miss Lovejoy... Sir John y Lady Need-
ham... Miss Weld... Mr. Walsh." Su manera era admirable; su vida familiar
debía ser irreprochable, excepto que parecía imposible que un ser con labios
verdosos y mejillas rasuradas pudiera haber cometido el error de tener hijos.
"¡Qué placer verte!" dijo Clarissa. Lo decía a todos. ¡Qué placer verte!
Estaba en su peor momento—efusiva, insincera. Fue un gran error haber
venido. Debería haberse quedado en casa y leer su libro, pensó Peter Walsh;
debería haber ido a un music hall; debería haberse quedado en casa, porque
no conocía a nadie.
Oh, Dios, iba a ser un fracaso; un completo fracaso, Clarissa lo sentía en
sus huesos mientras el querido viejo Lord Lexham estaba allí disculpándose
por su esposa que se había resfriado en la fiesta en el jardín del Palacio de
Buckingham. Podía ver a Peter con el rabillo del ojo, criticándola, allí, en
esa esquina. ¿Por qué, después de todo, hacía estas cosas? ¿Por qué buscar
cumbres y quedarse empapada en fuego? ¡Podría consumirla de todos mo-
dos! ¡Quemarla hasta las cenizas! ¡Cualquier cosa sería mejor, mejor blan-
dir su antorcha y lanzarla al suelo que apagarse y menguar como alguna
Ellie Henderson! Era extraordinario cómo Peter la ponía en estos estados
simplemente con venir y quedarse en una esquina. La hacía verse a sí mis-
ma; exagerar. Era idiota. Pero entonces, ¿por qué venía, solo para criticar?
¿Por qué siempre tomar, nunca dar? ¿Por qué no arriesgar su pequeño punto
de vista? Ahí estaba él, deambulando, y ella debía hablarle. Pero no tendría
la oportunidad. La vida era eso: humillación, renuncia. Lo que decía Lord
Lexham era que su esposa no usaría sus pieles en la fiesta del jardín porque
"querida, ustedes, las damas, son todas iguales"—¡Lady Lexham teniendo
al menos setenta y cinco años! Era delicioso, cómo se mimaban el uno al
otro, esa vieja pareja. A ella le gustaba el viejo Lord Lexham. Realmente
pensaba que importaba, su fiesta, y le hacía sentir bastante enferma saber
que todo estaba saliendo mal, todo cayendo en picado. Cualquier cosa, cual-
quier explosión, cualquier horror era mejor que la gente vagando sin rumbo,
parada en un rincón como Ellie Henderson, ni siquiera preocupándose por
mantenerse erguida.
Suavemente, la cortina amarilla con todos los pájaros del Paraíso se hin-
chó y parecía como si hubiera un vuelo de alas en la habitación, hacia afue-
ra, luego succionado de nuevo. (Porque las ventanas estaban abiertas.) ¿Es-
taba con corriente de aire? se preguntaba Ellie Henderson. Ella era propensa
a resfriarse. Pero no importaba que bajara estornudando mañana; eran las
chicas con sus hombros desnudos en las que pensaba, siendo entrenada para
pensar en los demás por un padre anciano, un inválido, ex vicario de Bour-
ton, pero él estaba muerto ahora; y sus resfriados nunca llegaban a su pe-
cho, nunca. Eran las chicas en las que pensaba, las chicas jóvenes con sus
hombros desnudos, ella misma habiendo sido siempre una criatura delgada,
con su cabello fino y perfil magro; aunque ahora, pasados los cincuenta, co-
menzaba a brillar a través de algún rayo suave, algo purificado en distinción
por años de abnegación, pero oscurecido nuevamente, perpetuamente, por
su angustiante gentileza, su pánico, que surgía de un ingreso de trescientas
libras, y su estado desarmado (no podía ganar un centavo) y la hacía tímida,
y cada vez más descalificada año tras año para encontrarse con personas
bien vestidas que hacían este tipo de cosas cada noche de la temporada,
simplemente diciéndoles a sus criadas "llevaré tal o cual", mientras Ellie
Henderson salía nerviosamente y compraba flores rosadas baratas, media
docena, y luego lanzaba un chal sobre su viejo vestido negro. Porque su in-
vitación a la fiesta de Clarissa había llegado en el último momento. No esta-
ba muy feliz por ello. Tenía una especie de sensación de que Clarissa no ha-
bía querido invitarla este año.
¿Por qué debería hacerlo? No había realmente razón, excepto que siem-
pre se habían conocido. De hecho, eran primas. Pero naturalmente se habían
alejado un poco, siendo Clarissa tan solicitada. Era un evento para ella, ir a
una fiesta. Era un verdadero placer solo ver los hermosos vestidos. ¿No era
esa Elizabeth, ya crecida, con su cabello peinado a la moda, en el vestido
rosa? Sin embargo, no podía tener más de diecisiete años. Era muy, muy
guapa. Pero las chicas cuando salían por primera vez no parecían usar blan-
co como solían hacerlo. (Debía recordar todo para contárselo a Edith.) Las
chicas usaban vestidos rectos, perfectamente ajustados, con faldas muy por
encima de los tobillos. No era favorecedor, pensó.
Así que, con su vista débil, Ellie Henderson se inclinó un poco hacia ade-
lante, y no era tanto que le molestara no tener a nadie con quien hablar
(apenas conocía a alguien allí), porque sentía que eran personas tan inter-
esantes de observar; políticos, presumiblemente; amigos de Richard Dallo-
way; pero era Richard mismo quien sentía que no podía dejar que la pobre
criatura se quedara allí toda la noche sola.
"Bueno, Ellie, ¿y cómo te trata el mundo?" dijo él con su manera jovial, y
Ellie Henderson, poniéndose nerviosa y sonrojándose y sintiendo que era
extraordinariamente amable de su parte venir y hablar con ella, dijo que
muchas personas realmente sentían más el calor que el frío.
"Sí, lo hacen," dijo Richard Dalloway. "Sí."
Pero ¿qué más se podía decir?
"Hola, Richard," dijo alguien, tomándolo del codo, y, ¡Dios mío, ahí esta-
ba el viejo Peter, el viejo Peter Walsh! ¡Estaba encantado de verlo—muy
contento de verlo! No había cambiado nada. Y se fueron juntos cruzando la
habitación, dándose pequeñas palmaditas, como si no se hubieran visto en
mucho tiempo, pensó Ellie Henderson, viéndolos irse, segura de que cono-
cía esa cara. Un hombre alto, de mediana edad, con ojos bastante finos, os-
curos, con gafas, con un aire de John Burrows. Edith seguramente lo sabría.
La cortina con su vuelo de pájaros del Paraíso se hinchó de nuevo. Y Cla-
rissa vio—vio a Ralph Lyon golpearla hacia atrás, y seguir hablando. ¡Así
que no fue un fracaso después de todo! todo iba a estar bien ahora—su fies-
ta. Había comenzado. Había empezado. Pero aún estaba en equilibrio. De-
bía quedarse allí por el momento. La gente parecía venir en una ráfaga.
Coronel y señora Garrod... Señor Hugh Whitbread... Señor Bowley... Se-
ñora Hilbery... Lady Mary Maddox... Señor Quin... entonó Wilkin. Ella tuvo
seis o siete palabras con cada uno, y ellos continuaron, entraron en las habi-
taciones; en algo ahora, no nada, ya que Ralph Lyon había golpeado la cor-
tina hacia atrás.
Y sin embargo, por su parte, era demasiado esfuerzo. No lo estaba disfru-
tando. Era demasiado como ser—cualquier persona, estando allí; cualquiera
podía hacerlo; sin embargo, no podía evitar sentir que ella, de alguna mane-
ra, había hecho esto posible, que marcaba una etapa, este poste que sentía
que se había convertido, porque curiosamente había olvidado por completo
cómo se veía, pero se sentía como una estaca clavada en la parte superior de
sus escaleras. Cada vez que daba una fiesta tenía esta sensación de ser algo
que no era ella misma, y que todos eran irreales en cierto modo; mucho más
reales en otro. Era, pensó, en parte su ropa, en parte estar sacados de sus
formas ordinarias, en parte el fondo, era posible decir cosas que no se po-
dían decir de otra manera, cosas que requerían un esfuerzo; posible ir mu-
cho más profundo. Pero no para ella; no todavía al menos.
"¡Qué placer verte!" dijo. ¡Querido viejo Sir Harry! Conocería a todos.
Y lo que era tan extraño al respecto era la sensación que uno tenía mien-
tras subían las escaleras uno tras otro, la señora Mount y Celia, Herbert
Ainsty, la señora Dakers—¡oh, y Lady Bruton!
"¡Qué bueno de tu parte venir!" dijo, y lo decía en serio—era extraño
cómo, estando allí, uno los sentía continuar, continuar, algunos bastante ma-
yores, algunos...
¿Qué nombre? ¿Lady Rosseter? ¿Pero quién en el mundo era Lady
Rosseter?
"¡Clarissa!" ¡Esa voz! ¡Era Sally Seton! ¡Sally Seton! ¡después de todos
estos años! Se vislumbró a través de una neblina. Porque ella no se veía así,
Sally Seton, cuando Clarissa agarró la lata de agua caliente, ¡pensar en ella
bajo este techo, bajo este techo! ¡No así!
Todas encima de cada una, avergonzadas, riendo, las palabras salieron a
trompicones—pasando por Londres; escuchando a Clara Haydon; ¡qué
oportunidad de verte! Así que me metí sin invitación...
Uno podría dejar la lata de agua caliente con total compostura. El brillo
había desaparecido de ella. Sin embargo, era extraordinario verla de nuevo,
más vieja, más feliz, menos hermosa. Se besaron, primero en una mejilla,
luego en la otra, junto a la puerta de la sala de estar, y Clarissa se giró, con
la mano de Sally en la suya, y vio sus habitaciones llenas, escuchó el rugido
de voces, vio los candelabros, las cortinas ondeando, y las rosas que Ri-
chard le había dado.
"Tengo cinco enormes chicos," dijo Sally.
Ella tenía el egoísmo más simple, el deseo más abierto de ser siempre la
primera, y Clarissa la amaba por seguir siendo así. "¡No puedo creerlo!" ex-
clamó, encendiéndose toda de placer al pensar en el pasado.
Pero, ay, Wilkins; Wilkins la quería; Wilkins estaba emitiendo en una voz
de autoridad imponente como si toda la compañía debiera ser amonestada y
la anfitriona reclamada de la frivolidad, un nombre:
"El Primer Ministro," dijo Peter Walsh.
¿El Primer Ministro? ¿De verdad? Ellie Henderson se maravillaba. ¡Qué
cosa para contarle a Edith!
No se podía reír de él. Se veía tan ordinario. Podrías haberlo puesto de-
trás de un mostrador y comprado galletas—pobre hombre, todo vestido de
encaje dorado. Y para ser justos, mientras hacía sus rondas, primero con
Clarissa luego con Richard escoltándolo, lo hacía muy bien. Intentó parecer
alguien. Fue divertido de ver. Nadie lo miraba. Simplemente seguían ha-
blando, pero era perfectamente claro que todos sabían, sentían hasta la mé-
dula de sus huesos, esta majestad pasando; este símbolo de lo que todos re-
presentaban, la sociedad inglesa. La vieja Lady Bruton, y ella se veía muy
bien también, muy robusta en su encaje, se acercó, y se retiraron a una pe-
queña habitación que de inmediato se convirtió en objeto de espionaje, vigi-
lada, y una especie de agitación y murmullo se extendió por todos, abierta-
mente: ¡el Primer Ministro!
¡Dios, Dios, la vanidad de los ingleses! pensó Peter Walsh, parado en la
esquina. ¡Cómo les encantaba vestirse con encaje dorado y rendir homena-
je! ¡Ahí! Eso debía ser, por Dios que era, Hugh Whitbread, olfateando los
alrededores de los grandes, un poco más gordo, un poco más blanco, el ad-
mirable Hugh!
Siempre parecía como si estuviera de servicio, pensó Peter, un ser privile-
giado, pero reservado, acumulando secretos que moriría defendiendo, aun-
que solo fuera algún pequeño chisme dejado caer por un lacayo de la corte,
que estaría en todos los periódicos mañana. Tales eran sus cascabeles, sus
baratijas, en el juego con las cuales había envejecido, llegado al borde de la
vejez, disfrutando del respeto y afecto de todos los que tenían el privilegio
de conocer a este tipo de hombre de la escuela pública inglesa. Inevitable-
mente uno inventaba cosas así sobre Hugh; ese era su estilo; el estilo de
esas cartas admirables que Peter había leído a miles de millas a través del
mar en el Times, y había agradecido a Dios estar fuera de ese pernicioso bu-
llicio si no fuera más que para escuchar a los babuinos chillar y a los coolies
golpear a sus esposas. Un joven de piel oliva de una de las universidades
estaba obsequiosamente a su lado. A él lo patrocinaría, lo iniciaría, le ense-
ñaría cómo progresar. Porque le gustaba nada más que hacer amabilidades,
hacer que los corazones de las ancianas palpitara de alegría al ser recorda-
das en su edad, su aflicción, creyendo que se habían olvidado por completo
de ellas, sin embargo, aquí estaba el querido Hugh conduciendo y pasando
una hora hablando del pasado, recordando trivialidades, alabando el pastel
casero, aunque Hugh podría comer pastel con una Duquesa cualquier día de
su vida, y, al mirarlo, probablemente pasaba mucho tiempo en esa agradable
ocupación. El Todo-juzgador, el Todo-misericordioso, podría excusar. Peter
Walsh no tenía piedad. Debía haber villanos, y Dios sabe que los sinver-
güenzas que son ahorcados por golpear el cerebro de una chica en un tren
hacen menos daño en general que Hugh Whitbread y su amabilidad. Míralo
ahora, de puntillas, avanzando, inclinándose y rascándose, mientras el Pri-
mer Ministro y Lady Bruton salían, insinuando para que todo el mundo vie-
ra que estaba privilegiado para decir algo, algo privado, a Lady Bruton al
pasar. Ella se detuvo. Sacudió su noble cabeza. Ella le estaba agradeciendo
presumiblemente por alguna pieza de servilismo. Ella tenía sus aduladores,
pequeños funcionarios en oficinas gubernamentales que corrían haciendo
pequeños trabajos en su nombre, a cambio de lo cual ella les daba almuerzo.
Pero ella derivaba del siglo XVIII. Ella estaba bien.
Y ahora Clarissa escoltaba a su Primer Ministro por la habitación, trotan-
do, brillando, con la majestad de su cabello gris. Ella llevaba pendientes, y
un vestido de sirena verde plateado. Meciendo sobre las olas y trenzando su
cabello parecía, teniendo ese don aún; ser; existir; resumirlo todo en el mo-
mento mientras pasaba; giraba, atrapaba su bufanda en el vestido de otra
mujer, la desenganchaba, reía, todo con la más perfecta facilidad y aire de
una criatura flotando en su elemento. Pero la edad la había rozado; incluso
como una sirena podría ver en su espejo el sol poniente en una tarde muy
clara sobre las olas. Había un aliento de ternura; su severidad, su mojigate-
ría, su rigidez estaban ahora totalmente caldeadas, y tenía a su alrededor
mientras decía adiós al hombre grueso de encaje dorado que estaba hacien-
do lo mejor que podía, y buena suerte para él, para parecer importante, una
dignidad inexpresable; una cordialidad exquisita; como si deseara el bien de
todo el mundo, y ahora debía, estando en el borde mismo de las cosas, to-
mar su despedida. Así le hacía pensar. (Pero él no estaba enamorado.)
De hecho, Clarissa sentía que el Primer Ministro había sido amable en
venir. Y, caminando por la habitación con él, con Sally allí y Peter allí y Ri-
chard muy complacido, con toda esa gente algo inclinada, tal vez, a la envi-
dia, había sentido esa intoxicación del momento, esa dilatación de los ner-
vios del propio corazón hasta que parecía estremecerse, erguido;—sí, pero
después de todo era lo que otras personas sentían, eso; porque, aunque lo
amaba y lo sentía hormiguear y punzar, aún estas apariencias, estos triunfos
(el querido viejo Peter, por ejemplo, pensándola tan brillante), tenían una
oquedad; estaban a la distancia de un brazo, no en el corazón; y podría ser
que estaba envejeciendo, pero ya no la satisfacían como solían hacerlo; y de
repente, mientras veía al Primer Ministro bajar las escaleras, el borde dora-
do del cuadro de Sir Joshua de la niña con una estufa trajo de vuelta a Kil-
man de golpe; Kilman su enemiga. Eso era satisfactorio; eso era real. Ah,
cómo la odiaba—caliente, hipócrita, corrupta; con todo ese poder; la seduc-
tora de Elizabeth; la mujer que se había infiltrado para robar y profanar (Ri-
chard diría, ¡Qué tonterías!). La odiaba: la amaba. Lo que se necesitaba eran
enemigos, no amigos—no la señora Durrant y Clara, Sir William y Lady
Bradshaw, la señorita Truelock y Eleanor Gibson (a quienes veía subiendo
las escaleras). Debían encontrarla si la querían. ¡Ella estaba para la fiesta!
Allí estaba su viejo amigo Sir Harry.
"¡Querido Sir Harry!" dijo, acercándose al noble anciano que había pro-
ducido más malos cuadros que otros dos académicos en todo St. John's
Wood (siempre eran de ganado, de pie en charcos de atardecer absorbiendo
humedad, o significando, porque tenía cierto rango de gestos, al levantar
una pata delantera y el meneo de los cuernos, "el Enfoque del Extraño"—
todas sus actividades, cenar fuera, correr, se fundaban en ganado de pie ab-
sorbiendo humedad en charcos de atardecer).
"¿De qué te ríes?" le preguntó. Porque Willie Titcomb y Sir Harry y Her-
bert Ainsty estaban todos riendo. Pero no. Sir Harry no podía contarle a
Clarissa Dalloway (mucho aunque la gustaba; de su tipo la consideraba per-
fecta, y amenazaba con pintarla) sus historias del escenario del music hall.
La bromeó sobre su fiesta. Echaba de menos su brandy. Estos círculos, dijo,
estaban por encima de él. Pero la quería; la respetaba, a pesar de su maldita,
difícil refinación de clase alta, que hacía imposible pedirle a Clarissa Dallo-
way que se sentara en su regazo. Y subió ese will-o'-the-wisp errante, esa
fosforescencia vagulosa, la vieja señora Hilbery, extendiendo sus manos al
calor de su risa (sobre el Duque y la Dama), que, al escucharla al otro lado
de la habitación, parecía asegurarle sobre un punto que a veces le preocupa-
ba si se despertaba temprano en la mañana y no le gustaba llamar a su don-
cella para una taza de té; cómo es cierto que debemos morir.
"No nos contarán sus historias," dijo Clarissa.
"¡Querida Clarissa!" exclamó la señora Hilbery. Parecía esta noche, dijo,
tan parecida a su madre como la vio por primera vez caminando en un jar-
dín con un sombrero gris.
Y realmente los ojos de Clarissa se llenaron de lágrimas. ¡Su madre, ca-
minando en un jardín! Pero ay, tenía que irse.
Porque allí estaba el profesor Brierly, que daba conferencias sobre Mil-
ton, hablando con el pequeño Jim Hutton (que no podía ni siquiera para una
fiesta como esta compaginar corbata y chaleco o hacer que su cabello se
mantuviera plano), y incluso a esta distancia estaban discutiendo, ella podía
ver. Porque el profesor Brierly era un pez muy extraño. Con todos esos gra-
dos, honores, cátedras entre él y los escritores que sospechaba instantánea-
mente una atmósfera no favorable a su extraño compuesto; su prodigioso
conocimiento y timidez; su encanto invernal sin cordialidad; su inocencia
mezclada con esnobismo; temblaba si se hacía consciente por el cabello
despeinado de una dama, las botas de un joven, de un inframundo, muy me-
ritorio sin duda, de rebeldes, de jóvenes ardientes; de aspirantes a genios, e
insinuaba con un pequeño movimiento de la cabeza, con un resoplido—
¡Humph!—el valor de la moderación; de alguna ligera formación en los clá-
sicos para poder apreciar a Milton. El profesor Brierly (Clarissa podía ver)
no estaba llevándose bien con el pequeño Jim Hutton (que llevaba calceti-
nes rojos, ya que los negros estaban en la lavandería) sobre Milton. Ella
interrumpió.
Dijo que amaba a Bach. También Hutton. Ese era el vínculo entre ellos, y
Hutton (un muy mal poeta) siempre sintió que la señora Dalloway era la
mejor de las grandes damas que se interesaban por el arte. Era extraño lo
estricta que era. Sobre la música era puramente impersonal. Era algo pedan-
te. Pero ¡qué encantadora de ver! Hacía su casa tan agradable si no fuera
por sus Profesores. Clarissa tenía la mitad de la intención de llevarlo y po-
nerlo en el piano en la habitación de atrás. Porque tocaba divinamente.
"¡Pero el ruido!" dijo ella. "¡El ruido!"
"La señal de una fiesta exitosa." Asintiendo urbanamente, el Profesor se
alejó delicadamente.
"Él sabe todo en el mundo sobre Milton," dijo Clarissa.
"¿De verdad?" dijo Hutton, quien imitaría al Profesor por todo Hamps-
tead; el Profesor sobre Milton; el Profesor sobre la moderación; el Profesor
alejándose delicadamente.
Pero ella debía hablar con esa pareja, dijo Clarissa, Lord Gayton y Nancy
Blow.
No es que ellos añadieran perceptiblemente al ruido de la fiesta. No esta-
ban hablando (perceptiblemente) mientras estaban uno al lado del otro junto
a las cortinas amarillas. Pronto se irían a otro lugar, juntos; y nunca tenían
mucho que decir en cualquier circunstancia. Miraban; eso era todo. Eso era
suficiente. Se veían tan limpios, tan saludables, ella con un rubor de albari-
coque de polvo y pintura, pero él frotado, enjuagado, con los ojos de un pá-
jaro, para que ninguna bola pudiera pasarle o un golpe sorprenderlo. Él gol-
peaba, saltaba, con precisión, en el lugar. Las bocas de los ponis temblaban
al final de sus riendas. Tenía sus honores, monumentos ancestrales, bande-
ras colgando en la iglesia en casa. Tenía sus deberes; sus inquilinos; una
madre y hermanas; había estado todo el día en Lords, y de eso estaban ha-
blando—cricket, primos, las películas—cuando la señora Dalloway se acer-
có. Lord Gayton la quería muchísimo. También la señorita Blow. Ella tenía
tan encantadoras maneras.
"¡Es angelical—es delicioso que hayan venido!" dijo. Amaba Lords;
amaba la juventud, y Nancy, vestida a un costo enorme por los mejores ar-
tistas de París, estaba allí de pie como si su cuerpo hubiera simplemente
producido, por sí solo, un volante verde.
"Había planeado tener baile," dijo Clarissa.
Los jóvenes no podían hablar. ¿Y por qué deberían? Gritar, abrazarse, ba-
lancearse, levantarse al amanecer; llevar azúcar a los ponis; besar y acari-
ciar los hocicos de adorables chows; y luego, todo hormigueante y lleno de
vida, sumergirse y nadar. Pero los enormes recursos del idioma inglés, el
poder que otorga, después de todo, de comunicar sentimientos (a su edad,
ella y Peter habrían estado discutiendo toda la noche), no eran para ellos. Se
solidificarían jóvenes. Serían increíblemente buenos con la gente de la fin-
ca, pero a solas, tal vez, serían bastante aburridos.
"¡Qué lástima!" dijo ella. "Esperaba poder bailar".
¡Era tan extraordinariamente amable de su parte haber venido! Pero ha-
blar de bailar... Las habitaciones estaban abarrotadas.
Allí estaba la vieja tía Helena con su chal. Lamentablemente, tenía que
dejarlos —a Lord Gayton y a Nancy Blow. Allí estaba la vieja señorita Pa-
rry, su tía. Porque la señorita Helena Parry no estaba muerta: la señorita Pa-
rry estaba viva. Tenía más de ochenta años. Subía las escaleras lentamente
con un bastón. La colocaban en una silla (Richard se había encargado de
ello). Las personas que habían conocido Birmania en los años setenta siem-
pre eran llevadas a verla. ¿Dónde se había metido Peter? Solían ser tan ami-
gos. Porque al mencionar India, o incluso Ceilán, sus ojos (solo uno era de
vidrio) se profundizaban lentamente, se volvían azules, no contemplaban
seres humanos —no tenía recuerdos tiernos, ni ilusiones orgullosas sobre
virreyes, generales, motines— lo que veía eran orquídeas, y pasos de mon-
taña, y a sí misma llevada a cuestas por porteadores en los años sesenta so-
bre picos solitarios; o descendiendo para arrancar orquídeas (flores sorpren-
dentes, nunca vistas antes) que pintaba en acuarela; una inglesa indomable,
irritable si la guerra, digamos, la interrumpía dejando una bomba en su
puerta, de su profunda meditación sobre las orquídeas y su propia figura
viajando en los años sesenta en la India— pero aquí estaba Peter.
"Ven a hablar con la tía Helena sobre Birmania," dijo Clarissa.
¡Y aún no había intercambiado una palabra con ella en toda la noche!
"Hablaremos más tarde," dijo Clarissa, llevándolo hacia la tía Helena,
con su chal blanco y su bastón.
"Peter Walsh," dijo Clarissa.
Eso no significaba nada.
Clarissa la había invitado. Era cansado; era ruidoso; pero Clarissa la ha-
bía invitado. Así que había venido. Era una pena que vivieran en Londres—
Richard y Clarissa. Si solo por la salud de Clarissa, habría sido mejor vivir
en el campo. Pero Clarissa siempre había sido aficionada a la sociedad.
"Él ha estado en Birmania," dijo Clarissa.
Ah. No podía resistirse a recordar lo que Charles Darwin había dicho so-
bre su pequeño libro sobre las orquídeas de Birmania.
(Clarissa debía hablar con Lady Bruton).
Sin duda su libro sobre las orquídeas de Birmania estaba olvidado ahora,
pero tuvo tres ediciones antes de 1870, le dijo a Peter. Ahora lo recordaba.
Había estado en Bourton (y él la había dejado, recordaba Peter Walsh, sin
decir una palabra en el salón esa noche cuando Clarissa le había pedido que
salieran a navegar).
"Richard disfrutó mucho su almuerzo," dijo Clarissa a Lady Bruton.
"Richard fue de la mayor ayuda posible," respondió Lady Bruton. "Me
ayudó a escribir una carta. ¿Y cómo estás?"
"Oh, ¡perfectamente bien!" dijo Clarissa. (Lady Bruton detestaba la en-
fermedad en las esposas de los políticos.)
"¡Y ahí está Peter Walsh!" dijo Lady Bruton (porque nunca podía pensar
en nada que decirle a Clarissa; aunque le gustaba. Tenía muchas cualidades
excelentes; pero no tenían nada en común—ella y Clarissa. Podría haber
sido mejor si Richard se hubiera casado con una mujer con menos encanto,
que lo hubiera ayudado más en su trabajo. Había perdido su oportunidad en
el Gabinete). "¡Ahí está Peter Walsh!" dijo, dándole la mano a ese pecador
agradable, ese tipo muy capaz que debería haber hecho un nombre para sí
mismo pero no lo había hecho (siempre en dificultades con las mujeres), y,
por supuesto, la vieja señorita Parry. ¡Maravillosa anciana!
Lady Bruton se paró junto a la silla de la señorita Parry, un espectral gra-
nadero, envuelta en negro, invitando a Peter Walsh a almorzar; cordial; pero
sin conversación trivial, sin recordar nada sobre la flora o fauna de la India.
Había estado allí, por supuesto; había estado con tres virreyes; pensaba que
algunos de los civiles indios eran tipos excepcionalmente buenos; pero ¡qué
tragedia era el estado de la India! El Primer Ministro acababa de decirle (la
vieja señorita Parry, acurrucada en su chal, no le importaba lo que el Primer
Ministro acababa de decirle), y Lady Bruton quería conocer la opinión de
Peter Walsh, ya que él venía fresco del centro, y ella haría que Sir Sampson
se reuniera con él, porque realmente eso le impedía dormir por la noche, la
locura de todo, la maldad podría decir, siendo hija de un soldado. Ella era
una anciana ahora, no muy útil. Pero su casa, sus sirvientes, su buena amiga
Milly Brush—¿la recordaba?—estaban allí solo pidiendo ser utilizados si—
si pudieran ser de ayuda, en resumen. Porque nunca hablaba de Inglaterra,
pero esta isla de hombres, esta querida, querida tierra, estaba en su sangre
(sin leer a Shakespeare), y si alguna vez una mujer pudo haber llevado el
casco y disparado la flecha, podría haber liderado tropas para atacar, gober-
nado con justicia indomable hordas bárbaras y yacido bajo un escudo sin
nariz en una iglesia, o hecho un montículo de hierba verde en alguna colina
primitiva, esa mujer era Millicent Bruton. Excluida por su sexo y también
por una travesura de la facultad lógica (le resultaba imposible escribir una
carta al Times), siempre tenía presente el pensamiento del Imperio, y había
adquirido de su asociación con esa diosa armada su porte rígido, su robustez
de comportamiento, de modo que no se podía imaginarla ni siquiera en la
muerte separada de la tierra o vagando por territorios sobre los cuales, en
alguna forma espiritual, la Union Jack había dejado de volar. No ser inglesa
ni siquiera entre los muertos—¡no, no! ¡Imposible!
Pero, ¿era Lady Bruton (a quien solía conocer)? ¿Era Peter Walsh con
canas? Se preguntaba Lady Rosseter (quien había sido Sally Seton). Era
ciertamente la vieja señorita Parry, la vieja tía que solía estar tan enfadada
cuando se quedaba en Bourton. Nunca debería olvidar correr por el pasillo
desnuda, y ser llamada por la señorita Parry. ¡Y Clarissa! ¡oh Clarissa! Sally
la agarró del brazo.
Clarissa se detuvo junto a ellos.
"Pero no puedo quedarme," dijo. "Volveré más tarde. Esperen," dijo, mi-
rando a Peter y Sally. Debían esperar, quiso decir, hasta que toda esa gente
se hubiera ido.
"Volveré," dijo, mirando a sus viejos amigos, Sally y Peter, que se estre-
chaban las manos, y Sally, recordando el pasado sin duda, se reía.
Pero su voz ya no tenía la antigua riqueza embriagadora; sus ojos no bri-
llaban como solían hacerlo, cuando fumaba puros, cuando corría por el pa-
sillo a buscar su bolsa de esponja, sin una sola prenda de ropa, y Ellen At-
kins preguntaba, ¿Qué pasaría si los caballeros la encontraran? Pero todos
la perdonaban. Robó un pollo de la despensa porque tenía hambre en la no-
che; fumaba puros en su habitación; dejó un libro inestimable en el puntal.
Pero todos la adoraban (excepto tal vez Papá). Era su calidez; su vitalidad—
pintaría, escribiría. Las ancianas del pueblo nunca olvidaban hasta el día de
hoy preguntar por "tu amiga con la capa roja que parecía tan alegre". Acusó
a Hugh Whitbread, de todas las personas (y allí estaba, su viejo amigo
Hugh, hablando con el Embajador Portugués), de besarla en la sala de fu-
madores para castigarla por decir que las mujeres deberían tener derecho al
voto. Hombres vulgares lo hacían, dijo ella. Y Clarissa recordaba haber te-
nido que persuadirla de no denunciarlo en las oraciones familiares—lo cual
era capaz de hacer con su audacia, su temeridad, su amor melodramático de
ser el centro de todo y crear escenas, y estaba destinada, pensaba Clarissa, a
terminar en alguna terrible tragedia; su muerte; su martirio; en lugar de lo
cual se había casado, bastante inesperadamente, con un hombre calvo con
un gran ojal que era dueño, se decía, de fábricas de algodón en Manchester.
¡Y tenía cinco hijos!
Ella y Peter se habían instalado juntos. Estaban hablando: parecía tan fa-
miliar—que estuvieran hablando. Discutirían el pasado. Con los dos (más
incluso que con Richard) compartía su pasado; el jardín; los árboles; el vie-
jo Joseph Breitkopf cantando Brahms sin voz; el papel tapiz del salón; el
olor de las alfombras. Sally debía ser siempre parte de esto; Peter debía ser
siempre parte de esto. Pero tenía que dejarlos. Estaban los Bradshaw, a
quienes no le gustaban. Debía acercarse a Lady Bradshaw (de gris y plata,
equilibrándose como un león marino al borde de su tanque, pidiendo invita-
ciones, duquesas, la esposa típica del hombre exitoso), debía acercarse a
Lady Bradshaw y decir...
Pero Lady Bradshaw se le adelantó.
"Estamos terriblemente atrasados, querida señora Dalloway, apenas nos
atrevimos a entrar," dijo.
Y Sir William, que lucía muy distinguido, con su cabello gris y ojos azu-
les, dijo que sí; no habían podido resistir la tentación. Probablemente estaba
hablando con Richard sobre ese proyecto de ley que querían aprobar en los
Comunes. ¿Por qué la visión de él, hablando con Richard, la hacía encoger-
se? Se veía como lo que era, un gran doctor. Un hombre absolutamente en
la cima de su profesión, muy poderoso, bastante desgastado. Porque piensa
en los casos que se le presentan—personas en las profundidades de la mise-
ria; personas al borde de la locura; maridos y esposas. Tenía que decidir
cuestiones de dificultad espantosa. Sin embargo, lo que sentía era que no le
gustaría que Sir William la viera infeliz. No; no ese hombre.
"¿Cómo está tu hijo en Eton?" preguntó a Lady Bradshaw.
Había perdido su oportunidad en el equipo de cricket, dijo Lady Brads-
haw, debido a las paperas. Su padre se molestó más que él, pensó ella "sien-
do," dijo, "nada más que un gran muchacho él mismo."
Clarissa miró a Sir William, hablando con Richard. No se veía como un
muchacho—no en lo más mínimo como un muchacho. Una vez había ido
con alguien a pedirle consejo. Había estado perfectamente en lo correcto;
extremadamente sensato. Pero cielos—¡qué alivio salir de nuevo a la calle!
Recordaba a algún pobre infeliz sollozando en la sala de espera. Pero no sa-
bía qué era—sobre Sir William; lo que exactamente no le gustaba. Solo que
Richard estaba de acuerdo con ella, "no le gustaba su gusto, no le gustaba
su olor." Pero era extraordinariamente capaz. Estaban hablando sobre ese
proyecto de ley. Algún caso, mencionaba Sir William, bajando la voz. Tenía
relación con lo que decía sobre los efectos diferidos del shock de guerra.
Debía haber alguna provisión en el proyecto de ley.
Bajando su voz, llevando a la señora Dalloway al refugio de una feminei-
dad común, un orgullo común en las cualidades ilustres de los maridos y su
triste tendencia a sobrecargarse de trabajo, Lady Bradshaw (pobre tonta—
no la despreciaba) murmuró cómo, "justo cuando íbamos a salir, mi esposo
recibió una llamada telefónica, un caso muy triste. Un joven (eso es lo que
Sir William está diciendo al señor Dalloway) se había suicidado. Había es-
tado en el ejército." ¡Oh! pensó Clarissa, en medio de mi fiesta, aquí está la
muerte, pensó.
Entró en la pequeña habitación donde el Primer Ministro había estado
con Lady Bruton. Tal vez había alguien allí. Pero no había nadie. Las sillas
aún conservaban la impronta del Primer Ministro y Lady Bruton, ella giraba
deferentemente, él sentado cuadrado, autoritariamente. Habían estado ha-
blando de la India. No había nadie. El esplendor de la fiesta cayó al suelo,
tan extraño era entrar sola en su gala.
¿Qué derecho tenían los Bradshaw a hablar de la muerte en su fiesta? Un
joven se había suicidado. Y hablaban de ello en su fiesta—los Bradshaw,
hablaban de la muerte. Se había suicidado—pero ¿cómo? Siempre su cuer-
po pasaba por ello primero, cuando le decían, de repente, sobre un acciden-
te; su vestido se encendía, su cuerpo ardía. Se había arrojado desde una ven-
tana. Se había disparado el suelo hacia él; a través de él, tambaleándose,
golpeándose, pasaban las púas oxidadas. Allí yacía con un golpe, golpe,
golpe en su cerebro, y luego una asfixia de negrura. Así lo veía ella. ¿Pero
por qué lo había hecho? ¡Y los Bradshaw hablaban de ello en su fiesta!
Ella una vez había arrojado un chelín al Serpentine, nunca nada más.
Pero él lo había arrojado todo. Seguían viviendo (tendría que volver; las ha-
bitaciones aún estaban abarrotadas; la gente seguía llegando). Ellos (todo el
día había estado pensando en Bourton, en Peter, en Sally), ellos envejece-
rían. Había algo que importaba; algo, envuelto en charla, desfigurado, oscu-
recido en su propia vida, dejado caer cada día en la corrupción, mentiras,
charla. Esto él lo había preservado. La muerte era desafío. La muerte era un
intento de comunicarse; personas sintiendo la imposibilidad de alcanzar el
centro que, misticamente, se les escapaba; la cercanía se alejaba; el éxtasis
se desvanecía, uno estaba solo. Había un abrazo en la muerte.
Pero este joven que se había suicidado—¿había saltado sosteniendo su
tesoro? "Si fuera ahora morir, 'sería ahora ser más feliz," se había dicho una
vez, bajando en blanco.
O estaban los poetas y pensadores. Supongamos que él había tenido esa
pasión, y había ido a Sir William Bradshaw, un gran doctor pero para ella
oscuramente malvado, sin sexo ni lujuria, extremadamente cortés con las
mujeres, pero capaz de algún ultraje indescriptible—forzando tu alma, eso
era—si este joven había ido a él, y Sir William lo había impresionado, así,
con su poder, ¿podría no haber dicho entonces (de hecho, ella lo sentía aho-
ra), la vida es insoportable; ellos hacen la vida insoportable, hombres como
ese?
Entonces (lo había sentido solo esta mañana) había el terror; la incapaci-
dad abrumadora, sus padres dándoselo a uno en las manos, esta vida, para
vivirla hasta el final, para caminar con serenidad; había en el fondo de su
corazón un miedo terrible. Incluso ahora, a menudo si Richard no estaba allí
leyendo el Times, para que ella pudiera acurrucarse como un pájaro y gra-
dualmente revivir, enviar rugiendo ese deleite inconmensurable, frotando
palo con palo, una cosa con otra, ella habría perecido. Pero ese joven se ha-
bía suicidado.
De alguna manera era su desastre—su desgracia. Era su castigo ver hun-
dirse y desaparecer aquí a un hombre, allá a una mujer, en esta profunda os-
curidad, y ella obligada a pararse aquí con su vestido de noche. Ella había
planeado; había hurtado. Nunca había sido completamente admirable. Ha-
bía querido éxito. Lady Bexborough y el resto de ello. Y una vez había ca-
minado por la terraza en Bourton.
Fue gracias a Richard; nunca había sido tan feliz. Nada podía ser lo sufi-
cientemente lento; nada podía durar demasiado. Ningún placer podía igua-
lar, pensaba, enderezando las sillas, empujando un libro en la estantería, el
haber terminado con los triunfos de la juventud, haberse perdido en el pro-
ceso de vivir, para encontrarlo, con un choque de deleite, cuando el sol sa-
lía, cuando el día se hundía. Muchas veces había ido, en Bourton cuando
todos estaban hablando, a mirar el cielo; o lo había visto entre los hombros
de las personas en la cena; lo había visto en Londres cuando no podía dor-
mir. Se acercó a la ventana.
A pesar de lo tonto que parecía, había algo suyo en ello, ese cielo del
campo, este cielo sobre Westminster. Separó las cortinas; miró. ¡Oh, pero
qué sorpresa!—¡en la habitación de enfrente la anciana la miraba fijamente!
Ella se iba a la cama. Y el cielo. Pensó que sería un cielo solemne, que sería
un cielo sombrío, apartando su mejilla en belleza. Pero ahí estaba—pálido
como la ceniza, atravesado rápidamente por nubes vastas y alargadas. Era
nuevo para ella. El viento debía haber aumentado. Ella se iba a la cama, en
la habitación de enfrente. Era fascinante verla, moverse por ahí, esa ancia-
na, cruzando la habitación, acercándose a la ventana. ¿Podía verla? Era fas-
cinante, con la gente todavía riendo y gritando en el salón, observar a esa
anciana, tan tranquilamente, yéndose a la cama. Ahora corrió la persiana. El
reloj empezó a sonar. El joven se había suicidado; pero ella no lo compade-
cía; con el reloj marcando la hora, uno, dos, tres, no lo compadecía, con
todo esto sucediendo. ¡Ahí! ¡la anciana había apagado su luz! toda la casa
estaba oscura ahora con esto sucediendo, repitió, y las palabras vinieron a
ella, No temas más el calor del sol. Debía volver con ellos. ¡Pero qué noche
tan extraordinaria! Se sentía de alguna manera muy parecida a él—el joven
que se había suicidado. Se sentía contenta de que lo hubiera hecho; lo hu-
biera arrojado. El reloj estaba sonando. Los círculos de plomo se disolvían
en el aire. Él la hizo sentir la belleza; la hizo sentir la diversión. Pero debía
volver. Debía reunirse. Debía encontrar a Sally y Peter. Y entró desde la pe-
queña habitación.
CAPÍTULO XI

“¿Pero dónde está Clarissa?” dijo Peter. Estaba sentado en el sofá con Sa-
lly. (Después de todos estos años realmente no podía llamarla “Lady Rosse-
ter.”) “¿Dónde se ha ido esa mujer?” preguntó. “¿Dónde está Clarissa?”
Sally supuso, y también lo hizo Peter en ese sentido, que había personas
importantes, políticos, a quienes ninguno de los dos conocía salvo de vista
en las fotos de los periódicos, con quienes Clarissa tenía que ser amable,
tenía que hablar. Estaba con ellos. Sin embargo, Richard Dalloway no esta-
ba en el gabinete. ¿No había tenido éxito, supuso Sally? Por su parte, casi
nunca leía los periódicos. A veces veía su nombre mencionado. Pero enton-
ces, bueno, ella vivía una vida muy solitaria, en lo salvaje, diría Clarissa,
entre grandes comerciantes, grandes fabricantes, hombres, después de todo,
que hacían cosas. ¡Ella también había hecho cosas!
“¡Tengo cinco hijos!” le dijo.
¡Dios, Dios, qué cambio había tenido! la suavidad de la maternidad; su
egoísmo también. La última vez que se encontraron, Peter recordó, había
sido entre las coliflores a la luz de la luna, las hojas “como bronce rugoso”
había dicho ella, con su tono literario; y había recogido una rosa. Ella lo ha-
bía hecho marchar de un lado a otro esa noche terrible, después de la escena
junto a la fuente; debía tomar el tren de medianoche. ¡Cielos, había llorado!
Ese era su viejo truco, abrir un cortaplumas, pensó Sally, siempre abrien-
do y cerrando un cuchillo cuando se emocionaba. Habían sido muy, muy
íntimos, ella y Peter Walsh, cuando él estaba enamorado de Clarissa, y esta-
ba esa escena terrible y ridícula con Richard Dalloway en el almuerzo. Ella
había llamado a Richard “Wickham.” ¿Por qué no llamar a Richard “Wick-
ham”? ¡Clarissa se había encendido! y de hecho, no se habían visto desde
entonces, ella y Clarissa, no más de media docena de veces tal vez en los
últimos diez años. Y Peter Walsh se había ido a la India, y había oído vaga-
mente que había hecho un matrimonio infeliz, y no sabía si tenía hijos, y no
podía preguntarle, porque él había cambiado. Se veía algo encogido, pero
más amable, sentía ella, y le tenía un verdadero afecto, porque estaba co-
nectado con su juventud, y aún tenía un pequeño Emily Brontë que él le ha-
bía dado, y él iba a escribir, ¿cierto? En esos días iba a escribir.
“¿Has escrito?” le preguntó, extendiendo su mano, su mano firme y bien
formada, sobre su rodilla de una manera que él recordó.
“¡Ni una palabra!” dijo Peter Walsh, y ella se rió.
Todavía era atractiva, todavía una figura, Sally Seton. Pero, ¿quién era
este Rosseter? Llevaba dos camelias en su día de bodas, eso era todo lo que
Peter sabía de él. “Tienen miríadas de sirvientes, kilómetros de invernade-
ros,” escribió Clarissa; algo así. Sally lo admitió con una carcajada.
“Sí, tengo diez mil al año” —si antes o después de pagar impuestos, no
podía recordar, porque su esposo, “a quien debes conocer,” dijo, “a quien te
agradará,” dijo, hacía todo eso por ella.
Y Sally solía estar hecha harapos. Había empeñado el anillo de su abuela,
que María Antonieta le había dado a su bisabuelo para ir a Bourton.
Oh sí, Sally recordó; aún lo tenía, un anillo de rubí que María Antonieta
le había dado a su bisabuelo. En esos días nunca tenía un centavo a su nom-
bre, e ir a Bourton siempre significaba algún apuro terrible. Pero ir a Bour-
ton significaba tanto para ella—creía que la había mantenido cuerda, tan in-
feliz había estado en casa. Pero todo eso era cosa del pasado—todo había
terminado ahora, dijo. Y el señor Parry estaba muerto; y la señorita Parry
seguía viva. ¡Nunca había tenido tal shock en su vida! dijo Peter. Estaba
completamente seguro de que ella estaba muerta. ¿Y el matrimonio había
sido, Sally supuso, un éxito? Y esa joven muy hermosa, muy segura de sí
misma era Elizabeth, allá, junto a las cortinas, de rojo.
(Era como un álamo, era como un río, era como un jacinto, pensaba Wi-
llie Titcomb. ¡Oh, qué más agradable era estar en el campo y hacer lo que le
gustaba! Podía oír a su pobre perro aullando, Elizabeth estaba segura.) No
se parecía en nada a Clarissa, dijo Peter Walsh.
“Oh, ¡Clarissa!” dijo Sally.
Lo que Sally sentía era simplemente esto. Le debía a Clarissa una enorme
cantidad. Habían sido amigas, no conocidas, amigas, y aún veía a Clarissa
toda vestida de blanco recorriendo la casa con las manos llenas de flores—
hasta el día de hoy las plantas de tabaco le hacían pensar en Bourton. Pero
—¿Peter entendía?—le faltaba algo. ¿Le faltaba qué? Tenía encanto; tenía
un encanto extraordinario. Pero para ser franca (y sentía que Peter era un
viejo amigo, un verdadero amigo—¿importaba la ausencia? ¿importaba la
distancia? A menudo había querido escribirle, pero lo rompía, pero sentía
que él entendía, porque las personas entienden sin que se digan cosas, como
uno se da cuenta al envejecer, y vieja estaba, había ido esa tarde a ver a sus
hijos en Eton, donde tenían paperas), para ser completamente franca enton-
ces, ¿cómo pudo haberlo hecho Clarissa?—¿casarse con Richard Dalloway?
un deportista, un hombre que solo se preocupaba por los perros. Literalmen-
te, cuando entraba en la habitación olía a establo. ¿Y luego todo esto? Ella
agitó su mano.
Era Hugh Whitbread, paseando con su chaleco blanco, difuso, gordo, cie-
go, más allá de todo, excepto de la autoestima y la comodidad.
“No nos va a reconocer,” dijo Sally, y realmente no tuvo el valor—¡así
que ese era Hugh! el admirable Hugh.
“¿Y qué hace?” preguntó a Peter.
Limpiaba las botas del Rey o contaba botellas en Windsor, le dijo Peter.
¡Peter mantenía su lengua afilada a raya! Pero Sally debía ser franca, dijo
Peter. Ese beso ahora, de Hugh.
En los labios, le aseguró ella, en la sala de fumadores una noche. Fue di-
rectamente a Clarissa enfurecida. ¡Hugh no hacía tales cosas! dijo Clarissa,
¡el admirable Hugh! ¡Los calcetines de Hugh eran, sin excepción, los más
hermosos que jamás había visto—y ahora su traje de noche. ¡Perfecto! ¿Y
tenía hijos?
“Todo el mundo en la sala tiene seis hijos en Eton,” le dijo Peter, excepto
él mismo. Gracias a Dios, no tenía ninguno. No hijos, no hijas, no esposa.
Bueno, no parecía importarle, dijo Sally. Se veía más joven, pensó, que
cualquiera de ellos.
Pero había sido una tontería hacerlo, de muchas maneras, dijo Peter, ca-
sarse así; “una tonta perfecta era,” dijo, pero, dijo, “tuvimos un tiempo es-
pléndido,” pero, ¿cómo podría ser eso? se preguntaba Sally; ¿qué quería de-
cir? y qué extraño era conocerlo y, sin embargo, no saber ni una sola cosa
que le hubiera pasado. ¿Y lo decía por orgullo? Muy probablemente, porque
después de todo debía ser irritante para él (aunque era una rareza, una espe-
cie de duende, no en absoluto un hombre ordinario), debía ser solitario a su
edad no tener un hogar, ningún lugar a donde ir. Pero debía quedarse con
ellos durante semanas y semanas. Por supuesto que lo haría; le encantaría
quedarse con ellos, y así es como salió a la luz. Todos estos años los Dallo-
way no habían ido ni una sola vez. Una y otra vez los habían invitado. Cla-
rissa (porque era Clarissa, por supuesto) no quería ir. Porque, dijo Sally,
Clarissa era en el fondo una snob—había que admitirlo, una snob. Y era eso
lo que estaba entre ellas, estaba convencida. Clarissa pensaba que se había
casado por debajo de su nivel, su marido siendo—ella estaba orgullosa de
ello—hijo de un minero. Cada centavo que tenían él lo había ganado. De
niño (su voz temblaba) había llevado grandes sacos.
(Y así seguiría, sentía Peter, hora tras hora; el hijo del minero; la gente
pensaba que se había casado por debajo de su nivel; sus cinco hijos; y ¿cuál
era la otra cosa—plantas, hortensias, seringas, lirios hibisco muy, muy raros
que nunca crecen al norte del Canal de Suez, pero ella, con un jardinero en
un suburbio cerca de Manchester, tenía camas de ellos, ¡positivamente ca-
mas! Todo eso Clarissa lo había escapado, tan poco maternal como era.)
¿Era una snob? Sí, en muchos sentidos. ¿Dónde estaba, todo este tiempo?
Se estaba haciendo tarde.
“Aun así,” dijo Sally, “cuando escuché que Clarissa daba una fiesta, sentí
que no podía no venir—debía verla de nuevo (y me estoy quedando en Vic-
toria Street, prácticamente al lado). Así que simplemente vine sin una invi-
tación. Pero,” susurró, “dime, por favor. ¿Quién es esta?”
Era la señora Hilbery, buscando la puerta. ¡Por lo tarde que se estaba ha-
ciendo! Y, murmuró, a medida que la noche avanzaba, cuando la gente se
iba, uno encontraba viejos amigos; rincones tranquilos; y las vistas más her-
mosas. ¿Sabían, preguntó, que estaban rodeados por un jardín encantado?
Luces y árboles y maravillosos lagos relucientes y el cielo. Solo unas pocas
lámparas de hadas, había dicho Clarissa Dalloway, ¡en el jardín trasero!
Pero era una maga. Era un parque... Y no sabía sus nombres, pero amigos
sabía que eran, amigos sin nombres, canciones sin palabras, siempre las me-
jores. Pero había tantas puertas, lugares tan inesperados, que no podía en-
contrar el camino.
“Vieja señora Hilbery,” dijo Peter; pero ¿quién era esa? esa dama que es-
taba junto a la cortina toda la noche, sin hablar? Conocía su rostro; la co-
nectaba con Bourton. ¿Seguro que solía cortar ropa interior en la gran mesa
junto a la ventana? Davidson, ¿era ese su nombre?
“Oh, esa es Ellie Henderson,” dijo Sally. Clarissa era realmente muy dura
con ella. Era una prima, muy pobre. Clarissa era dura con la gente.
Lo era un poco, dijo Peter. Sin embargo, dijo Sally, a su manera emotiva,
con una oleada de ese entusiasmo que Peter solía amar de ella, aunque aho-
ra lo temía un poco, tan efusiva podía llegar a ser—¡qué generosa era Cla-
rissa con sus amigos! y qué rara cualidad se encontraba eso, y cómo a veces
por la noche o en Navidad, cuando contaba sus bendiciones, ponía esa
amistad en primer lugar. Eran jóvenes; eso era. Clarissa era pura de cora-
zón; eso era. Peter la consideraría sentimental. Así era. Porque había llega-
do a sentir que era lo único que valía la pena decir—lo que uno sentía. La
inteligencia era una tontería. Debía decirse simplemente lo que uno sentía.
“Pero no sé,” dijo Peter Walsh, “lo que siento.”
Pobre Peter, pensó Sally. ¿Por qué no venía Clarissa a hablar con ellos?
Eso era lo que él deseaba. Ella lo sabía. Todo el tiempo él estaba pensando
solo en Clarissa, y estaba jugando nerviosamente con su cuchillo.
No había encontrado la vida simple, dijo Peter. Sus relaciones con Claris-
sa no habían sido simples. Había arruinado su vida, dijo. (Habían sido tan
íntimos—él y Sally Seton, era absurdo no decirlo). No se podía estar
enamorado dos veces, dijo. ¿Y qué podía decir ella? Aun así, es mejor ha-
ber amado (pero él pensaría que era sentimental—solía ser tan agudo). De-
bía venir a quedarse con ellos en Manchester. Eso es muy cierto, dijo él.
Muy cierto. Le encantaría venir a quedarse con ellos, directamente después
de haber hecho lo que tenía que hacer en Londres.
Y Clarissa lo había querido más de lo que había querido a Richard. Sally
estaba segura de eso.
“No, no, no,” dijo Peter (Sally no debía haber dicho eso—se pasó). Ese
buen hombre—ahí estaba al final de la habitación, hablando, como siempre,
querido viejo Richard. ¿Con quién estaba hablando? preguntó Sally, ¿ese
hombre de aspecto tan distinguido? Viviendo en lo salvaje como lo hacía,
tenía una curiosidad insaciable por saber quiénes eran las personas. Pero
Peter no lo sabía. No le gustaba su aspecto, dijo, probablemente un Ministro
del Gabinete. De todos ellos, Richard le parecía el mejor, dijo—el más
desinteresado.
“¿Pero qué ha hecho?” preguntó Sally. Trabajo público, supuso. ¿Y eran
felices juntos? preguntó Sally (ella misma era extremadamente feliz); por-
que, admitió, no sabía nada de ellos, solo sacaba conclusiones precipitadas,
como se hace, ¿qué puede saber uno incluso de las personas con las que
vive todos los días? preguntó. ¿No somos todos prisioneros? Había leído
una obra maravillosa sobre un hombre que rascaba en la pared de su celda,
y había sentido que eso era cierto en la vida—uno rascaba en la pared. De-
sesperando de las relaciones humanas (las personas eran tan difíciles), a
menudo iba a su jardín y obtenía de sus flores una paz que los hombres y
mujeres nunca le daban. Pero no; a él no le gustaban las coles; prefería a los
seres humanos, dijo Peter. De hecho, los jóvenes son hermosos, dijo Sally,
observando a Elizabeth cruzar la habitación. ¡Qué diferente de Clarissa a su
edad! ¿Podía hacer algo con ella? No abriría los labios. No mucho, todavía
no, admitió Peter. Era como un lirio, dijo Sally, un lirio junto a un estanque.
Pero Peter no estaba de acuerdo en que no sabemos nada. Sabemos todo,
dijo; al menos él lo sabía.
Pero estos dos, susurró Sally, estos dos que venían ahora (y realmente de-
bía irse, si Clarissa no venía pronto), este hombre de aspecto distinguido y
su esposa de aspecto bastante común que había estado hablando con Ri-
chard—¿qué se podía saber sobre personas así?
“Que son unos malditos farsantes,” dijo Peter, mirándolos casualmente.
Hizo reír a Sally.
Pero Sir William Bradshaw se detuvo en la puerta para mirar un cuadro.
Miró en la esquina para ver el nombre del grabador. Su esposa también
miró. Sir William Bradshaw estaba tan interesado en el arte.
Cuando uno era joven, dijo Peter, estaba demasiado emocionado para co-
nocer a la gente. Ahora que uno era viejo, cincuenta y dos para ser precisos
(Sally tenía cincuenta y cinco, en cuerpo, dijo, pero su corazón era como el
de una chica de veinte); ahora que uno era maduro entonces, dijo Peter, uno
podía observar, uno podía entender, y uno no perdía el poder de sentir, dijo.
No, eso es cierto, dijo Sally. Ella sentía más profundamente, más apasiona-
damente, cada año. Aumentaba, dijo él, lamentablemente, tal vez, pero uno
debería alegrarse de ello—seguía aumentando en su experiencia. Había al-
guien en India. Le gustaría contarle a Sally sobre ella. Le gustaría que Sally
la conociera. Estaba casada, dijo. Tenía dos hijos pequeños. Debían todos ir
a Manchester, dijo Sally—debía prometer antes de que se fueran.
Ahí está Elizabeth, dijo él, no siente ni la mitad de lo que sentimos, aún
no. Pero, dijo Sally, observando a Elizabeth ir hacia su padre, se puede ver
que están dedicados el uno al otro. Ella podía sentirlo por la forma en que
Elizabeth iba hacia su padre.
Porque su padre la había estado mirando, mientras hablaba con los
Bradshaw, y había pensado para sí mismo, ¿Quién es esa hermosa chica? Y
de repente se dio cuenta de que era su Elizabeth, ¡y no la había reconocido,
se veía tan hermosa con su vestido rosa! Elizabeth había sentido que él la
miraba mientras hablaba con Willie Titcomb. Así que fue hacia él y se que-
daron juntos, ahora que la fiesta estaba casi terminada, mirando a la gente
irse, y las habitaciones vaciándose cada vez más, con cosas esparcidas en el
suelo. Incluso Ellie Henderson se estaba yendo, casi la última de todas, aun-
que nadie había hablado con ella, pero había querido ver todo, contárselo a
Edith. Y Richard y Elizabeth estaban bastante contentos de que todo hubie-
ra terminado, pero Richard estaba orgulloso de su hija. Y no había querido
decírselo, pero no podía evitar decírselo. La había mirado, dijo, y había
pensado, ¿quién es esa hermosa chica? ¡y era su hija! Eso la hizo feliz. Pero
su pobre perro estaba aullando.
“Richard ha mejorado. Tienes razón,” dijo Sally. “Voy a hablar con él.
Diré buenas noches. ¿Qué importa el cerebro,” dijo Lady Rosseter, levan-
tándose, “en comparación con el corazón?”
“Iré,” dijo Peter, pero se quedó un momento más. ¿Qué es este terror?
¿qué es este éxtasis? pensó para sí mismo. ¿Qué es lo que me llena de una
emoción extraordinaria?
Es Clarissa, dijo.
Porque allí estaba ella.
Fin.
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