Amazona - Nuria Bueno
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luchar
"Voy a matar a tu hijo".
Adriana cree haber oído mal cuando escucha estas palabras en boca de su
exmarido. El ruido ambiental, las conversaciones a su alrededor y la actitud
cariñosa de Marcos con el niño le hacen pensar que ha sido producto de su
imaginación. Sin embargo, un pequeño malestar se queda aleteando en su
cabeza. En cuatro días, su hijo se irá de vacaciones con él y, aunque para los
demás Marcos es un exmarido modélico, ella sabe de lo que es capaz.
Tras su separación, Adriana ha aceptado un empleo como limpiadora de
escenas de crímenes violentos. En su primer día le ha tocado una tarea
terrible: limpiar la casa de un hombre al que un desconocido torturó y mató.
Allí conoce al inspector Alberto Beranga, que investiga el asesinato de otro
hombre a dos manzanas de allí con la misma arma homicida.
Durante los calurosos días de ese verano infernal, Adriana trata de proteger a
su hijo mientras el inspector, que intuye que un único asesino está detrás de
la cadena de muertes violentas, sospecha de ella.
Nuria Bueno González, 2024
AdN Editorial (Grupo Anaya S. A.), 2024
1
—Te advierto que el primer día es difícil, Adriana —le dijo José Manuel
antes de salir hacia la casa.
Él llevaba, igual que ella, un mono enterizo impermeable de color
blanco, botas hasta la rodilla y unas gafas de protección encima de la
cabeza. El mono llevaba una capucha que habría que subirse en su
momento, antes de ajustarse las gafas sobre los ojos y la mascarilla sobre la
nariz y la boca. También tenían ambos unos guantes de goma que deberían
ponerse antes de entrar.
—Creo que estoy preparada —contestó Adriana.
José Manuel era un hombre con sentido común y no entendía por qué una
mujer con un buen currículum académico y experiencia en ámbitos que no
tenían nada que ver con esto había buscado y aceptado con tanta prisa un
empleo de limpiadora. Por más que la situación estuviera jodida, que
siempre lo estaba, ella era joven, tenía estudios y había sido gerente de una
tienda de lujo de una prestigiosa marca. No lo entendía. Y Adriana, que no
tenía intención de confesarle que aquel era el primer empleo que conseguía
(y que creía que podría soportar) en los últimos años, le había explicado que
había atravesado un largo bache de salud y que, una vez superado, se
encontró totalmente desconectada de su antiguo entorno laboral; que,
apremiada por la necesidad, tras algunos intentos, había decidido tirar por la
calle de en medio y coger lo primero que le saliera, y que lo necesitaba ya,
quería empezar cuanto antes. ¿Mañana mismo? Perfecto.
La idea de pasar la jornada laboral envuelta en un mono de plástico,
protegida con botas, guantes y gafas y concentrada en despejar superficies y
limpiarlas, lejos de espantarla, tenía algo que la hacía deseable: preservada
de todo contacto físico, sin más interacción que la justa con los otros
compañeros dedicados a lo mismo y sin trato con público.
—Créeme —insistió José Manuel, dirigiéndose hacia la puerta del local y
abriéndola para cederle el paso—: Nadie está preparado para el primer día
en este trabajo.
Adriana no contestó. Salió por la puerta que él mantenía abierta y se
subió a la furgoneta junto a otros dos compañeros, que le sonrieron
amistosos. Ella era la única chica, lo cual no era frecuente en el gremio de
la limpieza, pero es que este tipo de limpieza no era como las demás.
—Lo llaman «limpieza traumática» —le había explicado José Manuel—
y somos de las primeras empresas que se dedican a esto. Al principio
éramos apenas un par o tres. Algunas llegaban y trataban de pillar hueco en
el mercado, pero, no te creas, pocos valen para hacer esto. Al final, nos
hemos quedado los profesionales de verdad. Porque es que hay que
enfrentarse día a día con la realidad de la vida, que es una verdadera
mierda, y ver que hay gente que está llena de esa mierda y otra que sufre las
consecuencias. Y, hombre, si has decidido ser policía, o qué sé yo, médico
forense, bueno; pero si solo te quieres dedicar a limpiar, pues esto acaba
siendo…
Adriana no sabía cómo huele una persona que lleva muerta en su casa
varias semanas. No tenía ni idea de hasta dónde pueden saltar trocitos de
cerebro y fragmentos de hueso cuando uno se dispara con un arma de fuego
apoyando el cañón en la barbilla; tampoco de la cantidad de sangre que
puede salir de un cuerpo sumergido en la bañera con las muñecas abiertas;
ni imaginaba el desastre que puede provocar en un cuarto el forcejeo previo
a una muerte violenta. Desconocía todo eso, pero comprendía que los
familiares de la persona fallecida o los propietarios del piso donde hubiera
ocurrido el suceso quisieran seguir en su ignorancia. Faltaría más. Por
suerte, había personas, empresas, dispuestas a cargar con las imágenes de la
desesperación, del abandono y de la crueldad más inhumana.
—El de hoy es fuertecito, ¿eh? —los avisó José Manuel sin quitar los
ojos del tráfico entre el que conducía—. Un asesinato. La policía terminó
ayer con lo suyo, y la hermana del muerto, perdón, de la víctima, me mandó
el aviso rápidamente, porque los agentes le debían de haber advertido que la
cosa había quedado como para echar a correr. Así que… a ver qué nos
encontramos.
Resultó que su destino estaba en el barrio donde vivía Adriana, apenas a
cinco minutos andando de su casa. La furgoneta aparcó justo delante del
portal. Para estas cosas funcionaban como si fueran a poner un contenedor
de obra, pero con más agilidad aún. José Manuel pasaba la solicitud y al
momento le desalojaban la plaza de aparcamiento más cercana.
En el portal, los cuatro del equipo se enfundaron los guantes de goma y
procedieron a subir las mochilas con el material de limpieza y desinfección.
Ya en el rellano, delante de la puerta, se subieron las capuchas, se colocaron
las gafas sobre los ojos y se subieron la mascarilla. José Manuel cortó la
cinta del precinto policial, sacó las llaves que le habían hecho llegar y abrió
la puerta del piso. Dentro, el calor del exterior era aún más agobiante,
condensado, porque era la última planta y el sol le daba de pleno desde
primera hora de la mañana. Dos moscas gordas y negras zumbaron hacia
ellos y volaron alrededor de las cabezas. Adriana entró la última.
No se necesitaban explicaciones para entender que la agresión había
empezado allí, en el recibidor. En la puerta había un chorreón de sangre, y
también en la pared blanca, donde algunas gotas habían resbalado hacia
abajo en líneas verticales hasta remansar en el rodapié. Desde el recibidor
se accedía al pasillo. El suelo era de baldosa gris mate; los círculos de color
rojo ennegrecido de la sangre seca marcaban el camino hacia la primera
puerta a la derecha, la de la cocina. Adriana se acercó al umbral, y José
Manuel, que estaba delante de ella, se hizo un poco a un lado mientras
sacaba su móvil y comenzaba a tomar fotografías de la estancia.
Era como observar la escena de una película de la que hubieran retirado
al actor principal. No hacía falta: el decorado, elocuente, lo contaba todo.
La cocina estaba, literalmente, bañada en sangre. Los manoteos
desesperados de alguien que había intentado taponarse una herida que
pulsaba sangre con cada latido habían quedado marcados en los frentes de
los cajones, de los que había tirado con violencia, sacando algunos y
desparramando su contenido por el suelo. ¿Qué estaba buscando? ¿Un arma
para defenderse? ¿Un trapo con el que tapar la hemorragia? Cuando entró a
la cocina, el sangrado debía de ser ya masivo y a propulsión. Adriana
recorrió con la mirada las salpicaduras rojas en los azulejos, la encimera, la
tabla de cortar y la vieja cafetera y las marcas de los dedos que habían
toqueteado todo febrilmente, intentando agarrar algo o sostenerse de pie…
La huella del resbalón de una suela sobre la sangre revelaba que no lo había
conseguido: había caído sobre las baldosas y de allí ya no había sido capaz
de levantarse. Se adivinaba dónde había yacido el cuerpo. ¿Cuánta sangre
puede manar de una persona? La mitad del suelo de la cocina estaba
cubierta por completo de una capa coagulada y oscura, con algunas moscas
recorriéndola, saciadas. El olor era fuerte y dulzón.
Adriana se quedó mirando una factura de la luz rasgada en dos sobre la
encimera de falso mármol. De milagro, no había caído sobre ella ni una
minúscula gota de sangre. Se leían el nombre y el comienzo del primer
apellido de un hombre, la víctima, y ese detalle le causó más impresión que
el resto, que podría ser una puesta en escena de un atrecista algo exagerado.
Aquella factura rasgada de Iberdrola que la víctima habría abierto y roto, tal
vez enfadada por un cargo que estimaba excesivo, era como el zapato de
mujer en el primer plano de una foto de un accidente de aviación. Lo que te
hace darte cuenta de lo real. Que en ese zapato estaba el pie de una mujer
que lo había calzado al comienzo de la jornada sin saber que, poco tiempo
después, alguien lo iba a ver encima de un mar de restos humanos y le iba a
hacer una foto.
—¿Estás bien? —le preguntó uno de sus compañeros.
—Sí.
José Manuel mandó a los chicos a ocuparse por tramos, siempre de arriba
abajo, de la limpieza de la cocina. A Adriana, por ser el primer día, la
destinaron a otras habitaciones lejos del epicentro que era esa estancia. En
el resto de la casa no había más que hacer que lo exigido en una limpieza
normal. Parecía que el asesino no había tenido ninguna intención de visitar
el piso ni de llevarse nada. Las habitaciones estaban tal como las había
dejado la víctima y la familia había pedido que limpiaran y recogieran todo,
que lo dejaran lo más ordenado y aséptico posible.
Adriana se puso a tararear mentalmente Let It Go, de la película Frozen,
una canción que odiaba, pero que tenía la cualidad de pegársele al cerebro y
repetirse en bucle. Con ese fondo empezó a despejar las superficies
horizontales y a seleccionar objeto por objeto, tal como le habían explicado.
Al principio no pudo sustraerse de la tentación de reconstruir a la persona.
Era difícil no hacerlo al limpiar y guardar unas gafas, meter en bolsas unas
camisas y un par de vaqueros, recoger un albornoz marrón oscuro arrugado
encima de la cama y retirar las sábanas, enredadas después de una noche de
calor insoportable. Luego, subió el volumen de Let It Go en el cerebro y
trabajó en automático, deprisa. Dentro del mono impermeable sentía como
si se estuviera cociendo al vapor. Las gotas de sudor le caían a chorro por la
frente y la espalda. Al mover una de las mesillas de noche, se salió uno de
los cajones y cayó al suelo, desparramando su contenido, una variedad de
cosillas —folletos de publicidad, una funda vacía de condones, un
encendedor, paquetes vacíos de tabaco, botones…—, y, entre ellas, una foto
cortada de forma limpia por la mitad. Adriana habría preferido no ver la
cara sonriente del hombre moreno y barbado, con bronceado y gafas de sol,
que vestía camisa de estampado hawaiano y que posaba apoyado en la
inconfundible baranda de la playa de la Concha. Si la foto no estuviera
cortada en vertical, seguro que ese brazo derecho que no se veía estaría
rodeando a una novia, o novio, o a unos hijos. ¿Dónde estaban esas
personas (o persona) que una vez lo abrazaron? ¿Sabían ya lo que le había
ocurrido? Tal vez eran de un pasado lejano o algo que se le quedó
enquistado hasta el día que lo mataron.
Adriana recogió a puñados toda aquella menudencia y la metió sin
miramientos en el cajón que previamente había insertado en la mesilla.
Luego empezó a sacar bolsas de basura llenas de ropa a la entrada. Toda la
casa olía a productos desinfectantes. En el recibidor ya había demasiados
trastos, así que pidió permiso para abrir y dejar las ropas en el rellano. Este
solo servía al piso en el que estaban trabajando, así que José Manuel, desde
la cocina, le respondió que adelante. Adriana abrió la puerta y se encontró
con un hombre mirándola de frente. No gritó, pero las bolsas de ropa se le
cayeron al suelo. El desconocido hizo un desvaído gesto tranquilizador
mientras se buscaba en el bolsillo trasero del pantalón.
—Perdone, no quería asustarla —le dijo con un tono sin inflexiones que
transmitía que, en realidad, se la sudaba si la asustaba o no.
—No se puede estar aquí —replicó ella, echando una mirada hacia el
interior.
—Soy policía. —Se sacó del bolsillo la cartera y le pasó por delante de
los ojos su acreditación.
—Pero la policía ya terminó aquí ayer —replicó Adriana—. Estamos
trabajando.
El hombre tenía unos cuarenta, si llegaba. La cara pálida y cansada, los
ojos invisibles detrás de unas gafas con montura moderna, de ligero aire
galáctico, lo único recordable de su aspecto. En un concurso de
inexpresividad, no se sabía si ganaría su rostro vacío de emoción o su voz
monocorde.
—Sí, ya sé que mis compañeros terminaron ayer. He venido para una
comprobación de rutina.
—Hombre, hola, Beranga. —José Manuel se había acercado a la puerta
al oír la conversación—. Estamos en plena faena. Pasa a echar un vistazo.
Solo que ya poco te vas a encontrar… —Dirigió sus gafas de protección
hacia Adriana y agregó—: Al final con este trabajo acabas conociendo a
medio 112.
—No tardaré mucho —dijo Alberto—. Ya he leído todo y he visto las
fotos. Solo quería ojear un poco.
José Manuel lo precedió hasta la cocina. Adriana los siguió por el pasillo.
Alberto Beranga miró todo por encima. Ya apenas quedaba sangre. Se
asomó a la ventana. Mientras, el otro, en la puerta, tenía ganas de charla.
—Tremendo. El calor vuelve loca a la gente, ¿eh? —Miró otra vez a
Adriana para mostrar lo muy informado que estaba—. Hace unas semanas
se cepillaron a uno en este mismo barrio, en la calle, detrás de los
recreativos, ¿sabes dónde te digo? Le metieron una puñalada en el corazón
que lo dejó en el sitio.
Adriana asintió. Lo había oído y también lo había visto por la tele.
Durante días había sido el tema de conversación en todos esos encuentros
casuales de vecinos en tiendas, parques o aguardando el ascensor que
Adriana rehuía.
José Manuel hizo un gesto para abarcar la estancia donde se encontraban.
—Pues aquí, si has visto las fotos, ya sabes lo que nos hemos
encontrado…
—Sí, las he visto.
—Menos mal que el vecino de enfrente vio la sangre en el suelo y avisó,
porque, si llega a pasar unos días más aquí muerto, con este calor de
infierno…
Alberto volvió a asentir, sin intención de darle cuerda, pero José Manuel
siguió especulando:
—Y el asesino se la jugó, ¿eh? Porque con la ventana abierta lo podían
haber visto, ¿no crees?
Adriana, sofocada, se levantó con una mano las gafas de protección
mientras que con la otra tiraba de la mascarilla hacia abajo para descubrirse
el rostro. Le pareció que debía participar en la conversación y soltó lo
primero que le vino a la cabeza:
—Lo único que le importaba era matarlo.
Beranga la miró a la cara directamente, como si la viera por primera vez.
José Manuel hizo lo propio. Adriana se puso roja; a ella misma le sonó
rarísimo, morboso y traído a cuento de nada. ¿De dónde le había venido
aquello? Como si una especie de apuntador en su cabeza se lo hubiera
soplado. Murmuró una disculpa y retrocedió de espaldas hasta salir de la
cocina. Volvió al dormitorio del final del pasillo y se quedó allí, esperando a
que el policía se fuera. Desde allí los escuchó hablar un par de minutos.
Luego las voces se hicieron más claras cuando salieron hacia el recibidor.
José Manuel despidió con un par de chascarrillos al policía. Se cerró la
puerta. Adriana se asomó. José Manuel la vio, pero no le dijo nada; le echó
una sonrisa amigable y siguió a lo suyo. Aliviada, ella volvió a su trabajo.
Con el paso de las horas, lo más reseñable dejó de ser lo de la cocina y pasó
a ser el calor infernal que hacía en el piso y que el mono de trabajo
multiplicaba. Era de lo que se quejaba el equipo, lo que comentaban,
agobiados, a cada rato, al cruzarse en el pasillo o en el recibidor.
Al término de la jornada, cargando una mochila llena de productos
desinfectantes, Adriana salió del portal. A pesar del calor de la calle, sintió
un escalofrío y, sin saber por qué, echó un vistazo asustado por encima del
hombro, como si algo malo hubiera bajado de aquel piso maldito detrás de
ella. Al volver la cara hacia fuera vio al policía Alberto Beranga en la
puerta del bar que estaba justo en la acera de enfrente. Tenía el móvil en la
mano, pero había levantado la cara y la siguió con la vista, inexpresivo pero
persistente, hasta que ella se subió a la furgoneta.
Ya en el vehículo, José Manuel felicitó a sus trabajadores.
—Se nos ha dado bien —comentó, satisfecho—. Ha quedado perfecto. Y
tú, Adriana, para ser tu primer día no has estado nada mal.
Ella lo miró y él asintió mientras acomodaba los bultos en la parte
trasera.
—Lo normal es que los nuevos no puedan aguantar la primera vez; que
se mareen o que tengan que marcharse antes de la hora, pero tú has estado
superentera. Y, además, has limpiado muy bien.
Adriana se esforzó por buscar algo agradable que contestarle. Se había
quedado pasmada de asombro ante el comentario amable. Era algo que le
quedaba lejano: ¿cuándo fue la última vez que escuchó poner en valor algo
suyo? José Manuel le propuso ir con los demás a tomar una cerveza en el
bar de enfrente.
—No puedo, lo siento muchísimo, de verdad —se excusó—, pero tengo
que ir a recoger a mi hijo a la escuela de verano y antes tengo que ir a por el
perro, que no ha salido desde esta mañana.
Mentía. Aunque era verdad que tenía que ir a casa a por Queso y después
ir a buscar a Edu a la escuela de verano, aún quedaba tiempo de sobra para
la hora de salida del niño. Sin embargo, Adriana antes debía ir a otro sitio.
3
Adriana siempre había querido tener un perro, pero nunca le fue posible
porque su madre tenía alergia al pelo de los animales. Cuando salió de la
casa familiar, en los dos pisos de estudiantes en que vivió, las normas
prohibían tener mascotas. El primer novio con quien convivió tenía tres
gatos y un miedo nunca reconocido a los perros. Y al comienzo de su
matrimonio, con los frecuentes viajes, las noches de cenas, conciertos y
eventos de todo tipo, las escapadas improvisadas de fin de semana o los
vuelos relámpago a cualquier lugar romántico, tener un perro sencillamente
no era viable. Y menos del tipo que a Adriana le gustaba: grande,
imponente, activo. Un alaskan malamute, con sus bellos ojos claros, un
atlético golden retriever de lustroso pelaje dorado rojizo o un border collie
blanco y negro. Un animal hermoso, sano y enérgico con el cual salir a
correr, al que cepillar con brío y cuya inteligencia se pudiera trabajar. Así
que aquel bicho pequeño, viejo y feúcho que él le trajo era directamente una
burla. Más que eso: regalarle ese pobre mestizo maloliente fue una
encerrona moral. ¿Aceptaría Adriana quedarse con todo lo contrario a lo
que siempre había deseado o lo devolvería como si fuese un objeto feo que
una pija como ella no podía tolerar? El perro en cuestión era un producto
desafortunado de innumerables cruces entre chuchos de indescifrable
genética. Unos diez kilos, pelo desmedrado, oscuro y apagado, ni liso ni
ondulado, una oreja de punta y la otra caída, varios dientes de menos y la
pata trasera derecha encogida e inservible por a saber qué atropello, pelea o
malformación de nacimiento.
Cuando Marcos se lo puso sobre el regazo, después de la pantomima de
hacerle cerrar los ojos, contar hasta diez y soltar «¡Sorpresa!», la intención
de aquel «bonito detalle» fue tan obvia que, una vez más, la dejó inmóvil y
con la mente en blanco, indefensa, incapaz de construir una respuesta.
Entretanto, el perro se mantuvo muy quietecito en aquel inhóspito regazo
esperando a que, una vez más —habría habido otras muchas en su vida—,
cayera el dado y se decidiera su suerte. Adriana lo miró a la cara: tenía los
ojos del color castaño más corriente, no eran expresivos ni conmovedores.
No tenía ni una sola papeleta para convertirse en la ilusión de nadie y el
perrillo parecía saberlo y esperar a que se lo quitaran de encima una vez
más. Decidió en ese momento que no lo devolvería ni se desprendería de él;
ya era su perro y ella, su dueña. Lo bañó y lo secó, le recortó el pelo de
orejas, vientre y patas, le limpió los ojos y le cortó las uñas. Acabado el
aseo, no es que el aspecto general del animalejo hubiera mejorado mucho,
pero Adriana lo envolvió en una vieja mantita de bebé y lo tuvo en brazos
hasta que Edu volvió de la guardería. El niño, que tenía apenas tres años
recién cumplidos por entonces, echó a correr hacia su madre. El perro saltó
de los brazos de ella y correteó a tres patas, directo a por él, que lo recogió
al vuelo como si lo hubiera tenido desde que nació, lo abrazó y le dijo con
su alegre voz de pito infantil:
—¡Hola, Queso!
Y con ese nombre se quedó.
El susodicho ahora aguardaba sentado delante de la entrada, sin un
ladrido, presintiendo a Adriana en la puerta. Ella abrió y le sonrió. Él movió
el rabo con energía.
—Qué tal, bonito. Anda, ven, que te pongo la correa y nos vamos a por
Edu.
El corazón ya le había dejado de latir al ritmo de los tacones de las
sandalias e iba todo volviendo a la normalidad según se acercaba el
momento de reencontrarse con su hijo. Tal era el efecto calmante del niño
sobre sus nervios que había valorado seriamente no llevarlo a la escuela de
verano, pero, por una parte, le salió el trabajo de limpiadora y, por otra, era
bueno que Edu jugara con otros niños durante su tiempo de ocio. Además,
la escuela era fresquita, estaba climatizada y tenía un pequeño patio
arbolado en la parte trasera donde podían pasar media mañana jugando.
Adriana y Queso esperaron junto a la puerta acristalada de la escuela de
verano. Allí, la monitora iba despidiendo a los niños, uno por uno, hasta el
día siguiente y se los entregaba a sus familiares. Al ver a Adriana, la joven
le recordó que al día siguiente tenían la exposición de arte. Todos debían ir
para admirar las creaciones de los pequeños artistas, que habían estado hoy
dando los últimos toques al montaje para la inauguración. Adriana asintió:
por supuesto, no se lo iba a perder por nada del mundo.
—¡Mamá! ¡Queso!
Edu, seis años, treinta kilos y un metro veintisiete centímetros de altura,
corrió a abrazar a su madre y a su perro como si fuera una agradabilísima e
inesperada sorpresa encontrárselos allí.
—Mañana es la esponición, mamá. ¿Queso puede entrar a ver mis obras
de arte?
—No creo que dejen pasar a perros, pero yo voy a hacer muchos vídeos y
fotos con el móvil y luego los podemos poner en la tele para enseñárselos a
él —respondió Adriana.
A Edu le pareció muy bien la solución y pasó a explicar que estaba
pensando en dejarse el pelo largo para peinárselo con muchísimas coletitas,
como Aroa, y que se le había ocurrido cómo enseñar a Queso a flotar boca
arriba en la piscina. Después, mientras regresaban a casa, empezaron a
jugar al laberinto, como solían hacer desde que Edu vio por primera vez,
cuatro meses atrás, la película Dentro del laberinto.
Adriana la había descubierto cuando tenía un par de años más que él
ahora y se había quedado completamente maravillada; se convirtió en su
película favorita. Durante años la había visto incontables veces hasta
aprenderse los diálogos de memoria. En cuanto pudo, la compró en VHS y
luego en DVD, y todavía hoy seguía siendo uno de esos lugares seguros de
su infancia, a los que siempre quería volver. Había sido conmovedor
comprobar que a su hijo le causaba el mismo impacto que le provocó a ella:
se había apasionado con la historia de Sarah y su azaroso viaje a través del
laberinto para rescatar a su hermanito Toby, a quien había raptado el
malvado y fascinante Jareth, rey de los goblins. Tanto le había gustado al
niño que pedía verla todos los sábados, y así lo hacían, juntos madre e hijo
en el sofá, comiendo palomitas mientras vivían cada escena como si la
vieran por primera vez. La parte que más les gustaba declamar era el
parlamento de Sarah cuando, tras haber vivido muchas aventuras y después
de haber entendido que la vida no tenía por qué ser justa y que ella no sería
niña para siempre, se enfrentaba a Jareth (a quien interpretaba un ambiguo y
aristocrático David Bowie). Las palabras que decía sonaban heroicas en los
oídos de Edu y encerraban toda la magia, la valentía y el poder que de
pequeño uno puede levantar contra el mundo, con la completa seguridad de
salir victorioso. Solía empezar Adriana, lanzando, desafiante, la primera
frase:
—«Dame al niño.»
Y Edu continuaba con convicción, sin errar en una sola sílaba:
—«Por increíbles peligros e innumerables fatigas, me he abierto camino
hasta el castillo…»
Adriana tomaba el relevo:
—«… más allá de la ciudad de los goblins…»
—«… para recuperar al niño que me has robado» —seguía Edu, con
emoción creciente.
—«Porque mi voluntad es tan fuerte como la tuya…»
—«… y mi reino igual de grande» —declamaba el niño levantando la
voz, eufórico.
La última frase, el cénit de todo, de la película, del parlamento y del
momento madre e hijo, la decían los a la vez, entusiasmados, con un grito
que conjuraba en cinco palabras hasta los peores maleficios:
—«¡No tienes poder sobre mí!»
La fórmula mágica podía repetirse, ya en un tono más comedido, cuando
Adriana mandaba al niño a cepillarse los dientes antes de ir a la cama o
cuando lo apremiaba para que se acabase las (odiadas) lentejas, y también
cuando Edu pedía tomar Coca-Cola por las noches o no quería terminar la
ficha de la guardería.
Estaban los dos tan metidos dentro de la película que el crío incluso había
hecho el reparto de papeles: Adriana era Sarah, la heroína, y él era uno de
sus amigos, el temerario sir Didymus, un perrito Yorkshire cuyo honor de
caballero y valentía eran inversamente proporcionales a su pequeño tamaño.
Queso era Ambrosius, el peludo perro bobtail que servía de montura al
caballero y que, por contraste con él, era bastante cobardica. Regresar a
casa era recorrer el laberinto, encontrando las entradas secretas y
enfrentándose a enemigos de fantasía hasta que llegaban corriendo,
riéndose y sin aliento, al portal. Subieron las escaleras hasta el tercero sin
ascensor mientras iban recuperando su identidad habitual. Ya dentro,
pasaron con total naturalidad de resolver los misterios del laberinto a
preparar la cena, Adriana, y a chapotear en la bañera, Edu.
La casa era un horno. Aunque era la última hora de la tarde, todavía no se
podían abrir las ventanas. Como muchos otros pisos, aquel era invivible en
verano porque daba el sol desde por la mañana en gran parte de las
estancias. En invierno esto era una ventaja, pero se hacía insuficiente
cuando el frío arreciaba, porque, sin acristalamiento doble, poco aislada en
general y sin más calefacción que unos ineficientes radiadores eléctricos,
helarse era inevitable. El aire se colaba por debajo de las puertas e incluso
llegaba a mover un poco las cortinas. La humedad del baño era un problema
endémico desde que Adriana recordaba, desde los tiempos de su abuela.
Trataba de no pensar en qué harían cuando llegara noviembre, porque no
había dinero para mejorar el sistema de calefacción ni para acondicionar el
piso y no quería cogerlo de la cuenta de Edu. También procuraba no pensar
en que podrían estar viviendo los dos solos en el lujoso unifamiliar donde
habían residido hasta hacía siete meses; si no estaban allí, era por culpa de
ella, porque la sola idea de continuar viendo aquellas paredes —preciosas,
pintadas de un blanco sutilmente roto—, el jardín con su piscina infinity y
todo lo demás se le hacía insoportable. Frente a esa alternativa, el antiguo
piso de su abuela, que llevaba años vacío, olía a viejo y no estaba aislado,
era una vía practicable. Después de todo, era grande, con techos altos y
tenía muchas habitaciones y un aire señorial caduco con mucho encanto.
Reformado podría ser un piso de ensueño.
Adriana echó los huevos batidos en la sartén, donde empezaron a
cuajarse, y troceó melón recién sacado de la nevera. Mentalmente, calculó
lo que costaría la cena del niño. Iba bien, estimó; este mes estaba
controlando y no habría crisis. Menos mal, porque no le apetecía nada tener
que volver a pedirle dinero a su madre. Dispuso la cena en una bandeja de
Doraemon y la llevó al salón. Luego, ayudó a Edu a salir de la bañera y lo
secó solo un poco para que conservase todo lo posible el frescor del baño.
—Mamá, ¿qué día es hoy?
—Es lunes.
—Ya, pero ¿qué número?
—28.
—¿De julio?
—Sí.
—Entonces, ¿cuántos días quedan para el 1 de agosto?
Adriana dejó de desenredarle el cabello castaño mojado y se volvió para
guardar el peine.
—Saca tú la cuenta —murmuró rápidamente.
Edu se puso a contar con los dedos, pero ella lo interrumpió metiéndole
por la cabeza la camiseta sin mangas del pijama con movimientos un pelín
bruscos por lo nerviosos. Se dio cuenta y se secó las manos en la falda,
retrocediendo hacia la puerta.
—Ponte el pantaloncito tú solo, como un mayor, y ve al salón, que se
enfría la cena.
Adriana le puso la comida a Queso mientras oía las zapatillas de Edu
recorrer el pasillo y entrar al salón. Acto seguido le llegó el sonido de los
dibujos infantiles que su hijo puso en la tele nada más atravesar la puerta.
Ella fue al salón con su minibocadillo, se sentó a su lado en el sofá y
encogió las piernas para comer tranquilamente. Edu miraba los dibujos
mientras masticaba con calma. Mientras, Adriana contemplaba de reojo su
perfil, adorando cada parpadeo, el brillo de su pelo mojado, el hoyito de la
barbilla aún rolliza, todavía tan de bebé, la sonrisa que brotaba a cada
poco…, y sentía que no se podía querer más, ese debía ser el tope. Al
menos en eso la vida era generosa: le había dado ese hijo y esos pequeños
momentos de tranquilidad en los que todo estaba bien.
La luz de la tarde se había ido apagando y el salón estaba iluminado solo
por la televisión. Queso dormía tirado en el suelo delante del sofá, como
una alfombra de peluche. Edu comía melón y, con un gesto no pensado, sin
dejar de ver la tele, arrimaba de cuando en cuando el moflete redondo al
hombro de su madre, una caricia mimosa. Con pesar, Adriana se separó de
él y fue abriendo las ventanas de toda la casa. Entró una brisilla que no era
fresca, pero que removió el aire ardiente y estancado del interior. Antes de
irse a la cama, Edu correteó con el perro por el pasillo. El niño iba descalzo
y riendo, y el perro emitía ladriditos de alegría y nerviosismo mientras le
daba ventaja, porque, a pesar de sus tres patas funcionales, Queso era tan
rápido como una liebre. Luego, el pequeño se cepilló los dientes y su madre
lo acompañó a la cama, con las sábanas bien estiradas, lista para recibirlo.
Edu se subió y se acostó. Adriana se sentó junto al lecho y, con el cuarto
solo iluminado débilmente por la luz de una farola de la calle, jugaron a
inventarse un cuento entre los dos. Un juego típico de los suyos.
Comenzaba él: elegía el escenario y los personajes y planteaba el problema
que tenían que resolver, pero Adriana lo retomaba y se divertía retorciendo
el argumento para que no cayera nunca por los lugares comunes. A Edu
también le divertía tratar una vez y otra de reconducirlo y llegaba un
momento en que los dos estallaban en risas, pues con el forcejeo se había
llegado a un punto tan loco e irresoluble que solo la magia de «Y llegó un
gigante y se lo comió» o «Entonces encontró un caldero lleno de oro y fue
feliz para siempre» podía cerrar la delirante historia.
Adriana se inclinó sobre su hijo para darle muchos besos de buenas
noches en la mejilla.
—Quedan cuatro días, mamá —dijo Edu cuando su madre iba hacia la
puerta. Ella se detuvo en la penumbra—. Dentro de cuatro días será 1 de
agosto —continuó el niño desde la cama— y me tocarán vacaciones con
papi.
Adriana no dijo nada.
—Voy a estar quince días con él —añadió él con satisfacción—, ¿verdad,
mamá?
—Sí.
—Qué bien.
Edu se acostó, se tumbó sobre un costado, bostezó y sonrió, cerrando los
ojos.
—Pero a Queso y a ti os voy a echar mucho de menos.
5
Adriana entró al salón y se quedó plantada en medio, con los brazos caídos
a ambos lados del cuerpo, pesándole como si fueran de piedra. Cuando
advirtió que era posible que llevara así más de un minuto, dio unos pasos
hacia el sofá y, despacio, se sentó.
Junto al brazo del asiento había una mesita de tipo velador con una
anticuada lámpara de pantalla rematada con pasamanería. Al amparo de
ella, varios marcos de fotos. Eran algunas cosas que quedaban de cuando
vivía allí su abuela; habían estado siempre, así que ni las veía cuando
limpiaba por debajo y les quitaba el polvo. Ahora le sorprendió descubrir,
entre las otras, una foto suya: ella con once o doce años menos, en mitad de
sus veinte. Adriana cogió el marco y observó la imagen con asombro: qué
guapa. El pelo largo con ondas naturales, de un precioso tono miel con las
puntas blanqueadas por el sol, le caía sobre los hombros redondos y
tostados. (Qué morena se puso aquel verano.) El óvalo de la cara era
perfecto y las cejas enmarcaban sus ojos grandes y felices, realzados por
esos pómulos altos; pero, sobre todo, enamoraba su sonrisa luminosa y
segura. Una chica guapísima, sí. Y podía pensarlo sin riesgo de parecer
vanidosa, porque esa Adriana en nada se parecía a la mujer que ahora
intentaba no mirarse en los espejos. No necesitaba ver reflejado que, de
aquella chica luminosa, solo quedaban los restos, una cáscara, las ruinas. Ni
ella se creía que años atrás fuera aquel animal joven, sano y confiado; todo
lo opuesto a esta figura marchitada a la que no valía la pena mirar dos veces
porque no había nada que ver.
A los veinticuatro años, Adriana había terminado brillantemente sus
estudios de gestión de empresas. Hizo un posgrado y unas prácticas en una
de las tiendas más emblemáticas que una marca de lujo tenía en el barrio de
Salamanca, en Madrid, y de esas prácticas salió con un contrato estupendo
que fue mejorando cada año. Qué fácil y qué fluido era todo entonces. Qué
natural y qué lógico. No recordaba ni siquiera sentirse agradecida por lo que
la vida le iba dando, no había por qué agradecer: unas cosas eran
consecuencia natural de otras. Recordaba, eso sí, la confianza y la
tranquilidad de aquella época: el suelo que pisaba era liso, firme y estable, y
lo sería siempre. En aquella época ni se imaginaba cómo sería, años
después, caminar por debajo del agua, despacio y con torpeza, incapaz de
superar la fuerza de la corriente que la envolvía y la obligaba a luchar
esforzadamente solo para lograr moverse, pensar y respirar a cámara lenta.
Adriana dejó el marco con la foto y un repentino pinchazo en la frente le
hizo cerrar los ojos. Los apretó con fuerza y encajó los dientes, aguardando
a que cediera. A veces le ocurría. Ella creía que era algún tipo de secuela
del accidente, pero el médico le había dicho que era tensión nerviosa, estrés.
Duraba solo unos segundos, pero era tan intenso que, de durar más, no
habría podido soportarlo. Tenía que ser una consecuencia del accidente.
Durante un tiempo estuvo obsesionada con descubrirse males derivados de
aquella brutal colisión, porque en verdad era imposible que ella hubiera
salido ilesa. Ni lesiones internas ni fracturas, solo unas cuantas contusiones
y una luxación de muñeca. Es que no podía ser, teniendo en cuenta cómo
había quedado el vehículo.
Cómo había quedado Marcos.
El coche se había comprimido como un fuelle alrededor de ella,
dejándola intacta en una especie de burbuja libre de daño. No suele pasar
que el conductor se libre en estos casos, le dijeron: es como un milagro.
Pero Adriana no era creyente y, de serlo, aquello le parecería, más que un
milagro, una maldición. Todos sabían que era ella la que conducía. Buena
conductora, sí, pero no tan segura como Marcos. ¿Por qué no condujo él?
Llevaba algo más de alcohol en sangre de lo permitido por la ley, muy
poco, nada que hubiera afectado a su conducción. Adriana, en cambio, solo
había bebido agua durante la cena. Es de suponer que por eso condujo ella,
y por esa razón la imagen del árbol viniendo directamente hacia el
parabrisas fue cosa suya. En ese accidente hubo algo. Por supuesto, nadie
hizo comentarios sobre ese tema. Bastante tenía la pareja con la desgracia
que les había caído… Sobre todo Marcos.
Adriana se buscaba secuelas, pero estaba perfecta. Él, sin embargo, se
encontraba en un caro hospital especializado inmovilizado de cintura para
abajo. Viajaba en el asiento del copiloto, y todo aquello que la esquivó a
ella se encarnizó con él. Los traumatismos, las heridas superficiales y las
pequeñas fracturas fueron numerosos, pero superables. Lo grave fue la
lesión de columna. Los efectos del daño nervioso en el conducto raquídeo
dependen sobre todo del tipo y la extensión de esa lesión y, dentro de lo
malo, Marcos tuvo suerte, porque la suya estaba a la altura del sacro, en las
vértebras S1 y S2, al final de la espalda. Afectaba a la movilidad de caderas
y piernas y a las funciones sexual y urinaria. Sin embargo, dentro de que las
lesiones medulares no se curan, era la más favorable en cuanto a una
posible recuperación.
—No lloréis —fue lo primero que les dijo Marcos—. Voy a salir de esto,
ya lo veréis; voy a hacer todo lo que me digan, me voy a poner bien.
Si no fuese admirable por otras cosas, lo habría sido por la actitud con la
que encaró su situación. Aun cuando los médicos fueron muy francos, y
aunque él mismo pudo comprobar el alcance de la devastación en su propio
cuerpo, no se permitió nunca un solo momento de desánimo, angustia o
rabia. Con disciplina y optimismo, se sometió a tratamientos de
electroestimulación y a sesiones de fisioterapia con un equipo de
especialistas. Por su cuenta entrenaba a diario y se levantaba a las cinco de
la mañana para trabajar en el gimnasio adaptado que había hecho montar en
casa. No descuidaba su alimentación, saludable y compensada, ni su
equilibrio personal y dedicaba tiempo a la meditación. No había paciente
más motivado y constante que él.
Al principio, la opinión general fue que habría mejora. La lesión era
incompleta, o sea que la médula espinal no estaba totalmente dañada:
Marcos no llegó a perder la sensibilidad en ningún momento, lo cual era
alentador. Tampoco perdió del todo la movilidad de las piernas: cuando
estaba tumbado podía accionar algunos músculos adicionales. Todo eso
dibujaba un panorama prometedor, había un camino por recorrer… Sin
embargo, no hubo ningún avance. Ni el más mínimo. Solo podía
mantenerse erguido aferrado a las muletas y bien sujeto por los brazos de un
fisioterapeuta. Dejado a su suerte, se caía, las piernas se le doblaban,
incapaces de soportar el peso. A pesar de que tumbado podía moverlas un
poco, era ponerlo en pie y se convertían en algodón. Inexplicablemente,
tampoco con estabilizadores ortopédicos ajustados a las piernas podía
andar, porque nada más ponérselos era como si la débil conexión de su
sistema nervioso con los músculos desapareciera por completo y no podía
ordenarles que dieran siquiera un pasito: no obedecían. Los médicos no
tenían mucho que decir. Sin más, la rehabilitación de Marcos no
progresaba. A veces eso ocurría, le decían a Adriana.
«Supongo que a veces ocurre», repitió él, con un encogimiento de
hombros.
Pero siguió, día tras día, trabajando en el gimnasio, aunque pasaron los
meses y luego el primer año, y después el año y medio, y no hubo ni el
menor progreso en su estado. Era todo lo independiente que podía ser, se
manejaba en la silla de ruedas con una habilidad prodigiosa y tenía a su
alrededor servicio especializado para ponérselo todo aún más fácil. Su
carácter era el de siempre: optimista, tranquilo y voluntarioso. La vida de la
familia seguía casi como antes del accidente. Por eso muchos no
entendieron (o, mejor dicho, sí: creyeron entenderlo, pero lo desaprobaron)
por qué Adriana decidió divorciarse e irse de la casa familiar, renunciando a
todo menos al niño. No lo entendieron los padres de Marcos ni su propia
madre; tampoco los compañeros de trabajo de él ni su primo Jorge y su
novia Esther, pareja amiga a la que ambos solían frecuentar; ni la familia
del extranjero ni la red de amigos y conocidos que tenían diseminados por
el mundo. Existió una corriente de opinión minoritaria que decía con la
boca pequeña que, a ver, era normal; que Adriana era una mujer joven y
que, al verse atada a un marido con una merma tan limitante y con,
suponían, su intimidad acabada o al menos disminuida, era lógico,
murmuraban, que no hubiera aguantado la situación. Mejor dejarlo claro
desde un principio y asumir la realidad en vez de encadenarse a una vida de
insatisfacción.
«¡Claro, eso es lo fácil! Se supone que cuando quieres a una persona
estás para lo bueno y lo malo, ¿no? —replicaban entonces las voces
dominantes—. Con lo que él la ha cuidado… Pero, claro, Adriana se ha
acostumbrado a tenerlo todo. Marcos la ha malcriado.»
Hubo mucha gente que le envió su juicio moral en forma de vacío. Hasta
su propia madre, Jimena, que adoraba a su yerno, se llevó un disgusto que
le costaba esfuerzos visibles disimular. Había sido una de esas suegras-
novias que, caídas bajo el embrujo del yerno, desde el principio se alinean
con este y se enfrentan, si es preciso, a la propia hija.
«Yo no te voy a juzgar, Adriana —le decía con el tono de una jueza
sensata, imparcial pero apenada por el evidente error de su hija—. Siempre
te voy a apoyar, por más que los demás no entiendan tus decisiones. Yo no
necesito entender lo que tú quieras hacer con tu vida; con que lo tengas
claro tú, ya basta. Supongo que dentro de unos años se lo tendrás que
explicar a tu hijo, y espero que él sepa ser generoso y comprensivo.»
Adriana habría deseado atravesar esa tela de araña pasivo-agresiva y
explicarse con su madre, pero la labor de reconstruir el relato desde el
principio y ordenarlo de manera que centenares de detalles pequeños fueran
poco a poco, a modo de cuadro puntillista, componiendo la imagen
completa requería tantísimo esfuerzo que su cerebro acalambrado no sabía
ni cómo empezar. Eso sin contar con que sería necesario que Jimena tuviera
la paciencia de escucharla durante horas, de no interrumpirla, de no
reinterpretar, de no banalizar ni negar, de esperar a que ella, puntito a
puntito, consiguiera pintarle el cuadro entero. Y su madre no había sido
nunca una mujer paciente. Mucho menos lo sería ahora, que la habían
apartado de aquel yerno al que adoraba. El único intento que hizo Adriana
de defenderse ante ella (y fue con la única que lo intentó) salió fatal. La
brecha de su garganta se le abrió y cayeron por esa sima todas las palabras
que hubiera querido decir. No podía contarlo, no podía hablar, y ese silencio
les daba la razón a todos, se la daba a su madre, a sus suspiros de víctima
desde el otro lado de la casa y a sus lamentos con Edu en brazos:
«Pobrecito, mi niño, sin papá», «Mi chiquitín, que le han quitado su
habitación y sus cositas».
Lo menos malo que su madre pensaba de ella era que no estaba bien de la
cabeza. Bueno, no era la única: todos conocían su historial. Incluso Adriana
hubo un tiempo en el que lo creyó, y ahora, por momentos, todavía se lo
preguntaba. Aquel día, desde luego, querría seguir creyéndolo. Esa idea de
estar loca podría llegar a ser, de una retorcida manera, consoladora: después
de todo, los locos oyen cosas que nadie ha dicho, ¿verdad?
6
—Me parece increíble la fuerza expresiva que tiene. Yo creo que, si Miguel
Ángel, ya sabes, el escultor del Renacimiento…, si Miguel Ángel hubiera
tenido plastilina en vez de mármol, no habría conseguido igualar la
perfección de los pelos de Queso ni tampoco que el monstruo diera tanto
miedo como da el tuyo —opinó sinceramente Marcos.
—No es Queso, es Ambrosius, y el monstruo es un goblin —le explicó
Edu, montado en una de las rodillas de su padre, que estaba sentado en su
silla de ruedas.
Delante de ellos, en la mesa número 3, estaba el grupo «escultórico»
titulado Ambrosius y sir Didymus derrotando a un goblin, el gran éxito de la
exposición de arte de la escuela infantil.
—Edu, te lo digo en serio —le murmuró Marcos al oído—: O esto gana
el primer premio, o no hay justicia en el mundo.
El crío, feliz, le dio un abrazo fortísimo.
En el aula grande de la escuela de verano, una veintena de madres y
padres circulaban de mesa en mesa con grandes «Oh», «Ah» y «Qué
bonito». Los niños se esponjaban con el extra de atención y, después de
mostrar sus propias creaciones, agarraban la mano de la madre o el padre
para ver alguna de las otras mesas y cotillear el trabajo de sus compañeros.
Los tres habían sido puntualísimos. Se habían encontrado en la puerta
con gran alboroto por parte de Edu, que trepó por la silla de su padre y se le
colgó del cuello. Marcos y Adriana se dieron dos besos, con las
correspondientes sonrisas, hablaron del calor y él le hizo un comentario
agradable sobre su vestido. Luego entraron, el padre conduciendo lenta y
cuidadosamente su silla para ir junto al hijo, que iba cogido de su mano.
Dos de las monitoras infantiles se acercaron con sonrisas encantadoras
nada más verlos, sobre todo a Marcos. No podían disimular el
agradecimiento que sentían hacia él, porque su empresa había conseguido
una línea de crédito en condiciones ventajosísimas para el proyecto
solidario que estaban impulsando: la escuelita infantil de Kenia. La empresa
se ocupaba fundamentalmente de eso: encontrar financiación para proyectos
solidarios promovidos desde España, aquí y en otras partes del mundo. Para
Marcos era un cometido apasionante. Ponía todo su empeño en eliminar el
riesgo de los perniciosos intermediarios y las corruptelas locales. Ahí
demostraba lo más grande de su talento. No pasaba ni una. Supervisaba
hasta el mínimo detalle para allanar el camino y no dejaba ni un cabo
suelto: de allí, no iba a salir beneficiado nadie más que los niños, en este
caso de Kenia.
—No, no, ahora no hablemos de eso —les pidió cuando las jóvenes
empezaron a gorjear su agradecimiento mientras revoloteaban a su
alrededor—. Si, además, es que no ha sido nada. Todo el mérito es de
vuestro proyecto, eso es lo que ha convencido a todo el mundo.
Hasta a Adriana le encantaba su forma de salirse del foco en lo que
tocaba a su trabajo. Era él quien se peleaba con todo el mundo para
conseguir lo necesario, pero siempre, sistemáticamente, le pasaba el mérito
al de al lado.
Juntos, los tres recorrieron cada mesa.
—¿Eso es un culo? —le preguntó Marcos al oído a Edu.
—Nooo —contestó el niño también en voz baja, aguantándose la risa—.
Es un retrato de la abuela de Lucas. Es su cara.
—Dios mío, ¡cada vez que vaya a verla debe de ser como una peli de
miedo! Imagínate, nada más llegar, tener que besar un culo. Dos veces, una
en cada lado. Espero que, al menos, la pobre mujer no tenga hipo.
Edu se reía en voz baja. Ni Adriana podía evitar sonreír.
—¿Y esto otro qué es? —preguntó Marcos, frunciendo el ceño.
—Una pintura expresionista —contestó el niño, sonriente.
—Anda, pues entonces tú también eres expresionista. El otro día, cuando
vomitaste el arroz tres delicias en el sofá, quedó exactamente igual.
—¡Es verdad, es verdad! —alucinó Edu—. Mamá, es verdad. ¡Soy
expresionista!
Hicieron su recorrido cizañero por el resto de las mesas y el niño se
partió de risa en todas ellas. Adriana adoraba verlo tan contento. Marcos
siempre había sabido hacerlo reír, desde bebé.
—Está más alto, ¿no? —le preguntó a su exmujer.
—Es posible —contestó ella.
—Solo le falta coger un poco de color en la piel —añadió el padre.
—En la piscina del chalet me voy a poner supermoreno, ¿verdad, papá?
—¡Claro! Si te dejo, no sales del agua en todo el verano.
Marcos le sonrió con ternura y Adriana no pudo evitar el recuerdo, la
imagen llegada como una ráfaga, de esa mirada de ternura envolviéndola a
ella. Sintió el pinchazo de la nostalgia y el hueco de la carencia. La ternura
de su ex, cálida y acogedora, podía ser sólida como un parapeto frente al
mundo. Levantó la vista y también le sonrió a ella. Sus ojos verdes
resplandecían. Él sí estaba bronceado. La piel tostada entrevista por el
cuello desabrochado de la camisa clara le devolvió a Adriana otro recuerdo:
el de ese sitio privado, localizado entre su garganta y su oreja, que tenía el
tamaño perfecto para introducir ahí la cara y dejar que la tibieza y el olor a
piel masculina limpia, suave y ligeramente salada la inundaran de
intimidad… y de deseos de más intimidad. Marcos le rozó la mano.
—¿Y si nos vamos ya y buscamos una terraza para tomar un helado? —
propuso.
Edu dio saltos de alegría ante la propuesta. Salieron de la escuela infantil
y avanzaron los tres juntos por la acera. El calor esa tarde había dado una
leve tregua. Las hojas de los sufrientes arbolitos que adornaban la acera se
movían tímidamente sobre ellos. Encontraron una heladería, no muy lejos,
con parasoles a listas blancas y azules. Edu se pidió una tarrina con tres
bolas de helado. Demasiado, pensó Adriana, pero la verdad es que la tarde
estaba siendo tan fluida, fácil y agradable que no objetó nada. Prefirió
dejarse llevar un poco por ese resplandor dorado y plácido que lo envolvía
todo: los latidos lentos y aterciopelados dentro del pecho, no sentir el peso
del cuerpo en los huesos, tener unas ganas ligeras pero constantes de
sonreír…
—Tú seguro que quieres una horchata —adivinó Marcos, hablándole con
un deje cálido, como si de alguna manera conectara él también con aquellas
mismas sensaciones. Y amplió su sonrisa para añadir la vieja broma—: Con
doble de canela.
Adriana contestó con un asentimiento de cabeza porque notó de repente
que tenía ganas de llorar y que su voz no iba a sonar normal. Él se dio
cuenta, pero convenientemente se volvió a la camarera para pedir para los
tres y luego se centró en Edu. Hablaron de los planes para aquellos quince
días que iban a pasar juntos: no solo habría pisci, ¿eh? Marcos había
preparado un montón de cosas chulas y divertidas para los dos: había hecho
traer un quad infantil con el que podrían recorrer la finca conduciendo; irían
a probar el parque de tirolinas, que estaba adaptado para personas con
limitaciones de movimiento; y luego estaban las fiestas del pueblo, adonde
papá podría bajarlo en coche todos los días si él quería. Mientras los
escuchaba, Adriana sentía el deseo de cerrar los ojos y abandonarse a
aquella paz, a esa tranquilidad. Eran por un rato la familia que podrían
haber sido. Sentía deseo de dormir dejándose mecer por sus voces y sus
risas. El sabor de la horchata, dulcísima, nunca le había parecido tan rico. El
sol que se filtraba por las hojas del árbol bajo el que estaban sentados no
picaba, solo la tocaba aquí y allá con dedos acariciadores: las mejillas, un
hombro, los brazos, la rodilla al cruzar las piernas. Apoyó el mentón sobre
la mano y se relajó, dejándose mimar por aquella calma, después de tanto
tiempo.
Le dio pena que aquel rato en la terraza de la heladería terminase. Marcos
pagó y dirigió la silla hasta el borde de la acera. Su coche con conductor lo
esperaba. Hablaron de cosas prácticas: él mismo recogería a Edu el viernes
que viene. El niño quería empezar a preparar ya la maleta. Su padre le
advirtió que no la llenase de juguetes.
—Será mejor que te ayude mamá —sugirió—, no vayas a venir con dos
disfraces de Batman, un cargamento de juguetes y tus polos de hielo de
chocolate derretidos.
Todos se rieron.
—Anda, no sería la primera vez —añadió, riéndose también—. Venga,
dame un beso. Nos vemos este viernes.
Edu se le echó al cuello y se dieron miles de besos seguidos. Luego
Marcos se dirigió al coche, que ya tenía desplegada la plataforma para
acoger la silla de ruedas. Se situó encima y el conductor fue a su puesto
para accionar el mecanismo con el que, despacio y con seguridad, la
plataforma lo elevó y lo introdujo en el vehículo. Entonces, la cartera que
llevaba en la mano se le cayó al suelo y aterrizó en el asfalto. Adriana se
acercó con presteza, se agachó y se la devolvió. Marcos se lo agradeció con
una sonrisa y le dijo amablemente:
—Ah, y recuerda lo que te dije el otro día en el parque. Porque iba en
serio.
Y le cerró la puerta del coche en la cara.
7
Inútil.
Eres una inútil y no vas a ser capaz de proteger a tu hijo.
Le ardían las heridas de los pies: las tiras de las sandalias se le clavaban
en la carne congestionada por horas de caminata bajo el sol. ¡Pero, venga,
haz algo! Había cogido un autobús para ir a casa de su madre a por el niño,
pero se había desorientado, se había confundido de parada y había bajado
donde no correspondía. En vez de tomar el siguiente autobús, creyó que
podría llegar andando, pero se había vuelto a equivocar y ahora estaba
callejeado sin sentido por un pueblo de la zona norte. Estaba cansada y
empapada de sudor. Había visitado alguna vez aquel pueblo, zona muy pija
y rodeada de urbanizaciones caras, pero su mente embotada no era capaz de
recordar nada que la sirviera de guía y las tiras de las sandalias, que eran
una molestia intermitente unas horas antes, ahora eran un sufrimiento
continuo. Ganas tenía de arrancárselas, tirarlas a una papelera y seguir
andando descalza. ¿Qué podía hacer? ¿Dónde podía buscar ayuda? No
podía tirarlas, había que continuar sufriéndolas; ir descalza era de locas, la
gente normal no anda sin calzado. Pero ¿protegerlo de qué? ¿Era de verdad
Marcos capaz de hacer algo así? Se detuvo junto a una pequeña fuente
redonda, en mitad de un parquecito minúsculo. No salía nada del caño y el
agua estancada empezaba a verdear. ¿De qué era capaz su ex?
La primera vez que él la miró con esa expresión entre sorprendida y
desencantada que Adriana llegaría a temer tanto, no debían de llevar ni un
año de relación. Él le tiró las llaves del coche para que lo moviera mientras
entraba un minuto en una tienda. Ella simplemente avanzó hasta un hueco
libre, delante de un contenedor de obra. Cuando Marcos salió y se acercó al
vehículo, se quedó mirando la puerta del copiloto.
—Lo has arañado.
—No puede ser —contestó ella—. No lo he rozado con nada.
Adriana salió, rodeó el coche y vio un rayajo en el que no había reparado
antes.
—En serio, eso no he podido hacerlo yo —se reafirmó.
Sin decir nada, Marcos miró el contenedor de obra que estaba justo detrás
del coche y posó los ojos en un saliente metálico —maldito sea— que
estaba a una altura compatible con el arañazo. Adriana siguió la dirección
de su mirada. Negó con la cabeza.
—Que no, que no puede ser. Lo habría oído.
—¿Llevabas la música puesta? —preguntó él calmadamente.
Bajo sus ojos, la seguridad de ella vaciló.
—Sí, pero… De verdad que no he rozado nada… Lo habría notado, lo…
Marcos hizo un gesto para quitarle importancia y zanjó el tema:
—Mira, da lo mismo. Es poca cosa —dijo, abriendo la puerta del
conductor.
Adriana subió al coche y no se comentó más del asunto ese día, pero
quedó sobrevolando la convicción de que ella había arañado el coche y que,
peor aún, después le había mentido para negarlo, como si tuviera cinco
años. Esa tarde lo pilló un par de veces mirándola con una expresión mitad
decepción, mitad sorpresa y, sin darse cuenta, y aun estando segura de no
haber arañado el coche, empezó a actuar como si fuera culpable. Si alguna
vez en los días siguientes aludieron al arañazo, ambos se refirieron a ello
dando por sentado que Adriana lo había hecho. Pero, a fin de cuentas, era
una nadería, una anécdota sin importancia.
Tampoco fue para tanto que él no quisiera el reloj que ella le regaló por
su cumpleaños. Cada cual tiene sus gustos, ¿no? Mejor olvidar todas las
pequeñas maniobras que durante meses ideó Adriana para averiguar las
preferencias concretas de él en materia de esfera, agujas, cristal y tipo de
correa. No era tan importante el esfuerzo por conseguir que la marca
consintiera en grabar en el reverso la fecha en que comenzaron a salir. En
resumen: no valía la pena recordar todos los esfuerzos para conseguir un
reloj casi a la carta que con seguridad debería encantarle, más aún cuando
supiera la dedicación que ella había puesto en conseguirlo. Ese reloj que,
cuando Marcos abrió el estuche, le valió a Adriana una sonrisa y un beso,
pero que nunca salió de su caja. En el momento de dárselo, a ella le dio
vergüenza tener que animarlo a probárselo y solo se lo insinuó días después,
cuando no se lo vio en la muñeca ni tampoco por las habitaciones ni en la
bandeja donde él guardaba su colección de relojes.
—La correa me venía un poco grande —le explicó él con sencillez—. Lo
he mandado de vuelta para que me lo ajusten. Es un reloj precioso, cariño.
Y más allá de que Adriana supiera que era imposible que le estuviera
grande, porque había medido todos los relojes que él tenía y porque cuando
lo recibió había comprobado que era de la misma medida; más allá de eso,
la sentencia invisible y durísima le cayó encima cuando lo vio lucir en la
muñeca derecha —lo normal era llevarlo en la izquierda, pero era una
manía de Marcos— un reloj nuevo que en nada se parecía al que ella le
había regalado. Esa sentencia era un distinguido y contundente modelo en
oro rosa de dieciocho quilates que captaba y devolvía los reflejos de la luz y
que era imposible pasar por alto. Un modelo que —Adriana no pudo evitar
averiguarlo— costaba el doble del que ella le había regalado. Y esa
aplastante sentencia decía: «No me conoces en absoluto ni te acercas a los
estándares de calidad que yo elijo; no vuelvas a intentarlo». Y no volvió a
intentar sorprenderlo nunca más.
Apoyada contra el borde de la fuentecita, se pasó la mano por la frente
para secarse el sudor. No podía quedarse allí. Vio que al otro lado de la
plaza había un panel con señales informativas urbanas. Se acercó para
leerlo. Ninguna de esas informaciones le servía, pero una le fue muy
familiar: «Clínica de Día Ónix. A 200 metros». Enseguida encontró el
vínculo: era la clínica privada que pertenecía a Jorge, el primo de Marcos.
Él y Esther, su novia, eran la pareja a la que solían frecuentar ellos en los
últimos tiempos de su matrimonio. Una vez al mes cenaban juntos. La
noche del accidente regresaban de su casa. Por supuesto, formaban parte de
los que desaparecieron en cuanto Adriana dejó a Marcos. Tampoco
esperaba otra cosa: ellos eran de él y con ella nunca habían llegado a
establecer una relación real. En la época en que se veían, ya no tenía nada
dentro para sí misma, mucho menos para ofrecer a los demás.
Jorge era médico oftalmólogo. La clínica era suya y él ejercía allí, junto
con colegas de otras especialidades. Esther ocupaba un puesto en la
directiva. Ellos conocían bien a Marcos, formaban parte de su círculo desde
antes de que ella apareciera. Eran personas sociables, agradables,
convencionales. Si ellos eran normales, él también debía de serlo, ¿no? Si
seguían estando en su vida, con sus conversaciones triviales sobre vinos o
coches y sus chismorreos sobre amigos comunes, la amenaza de Marcos se
hacía inimaginable, se volvía absurda, no era posible que fuera real.
Sin saber cómo, Adriana se encontró plantada delante de la entrada de la
clínica. No había sido consciente de que estaba caminando los doscientos
metros de distancia hacia allí. Estaba claro que su mente la había empujado
en busca de alguien que espantara sus terrores. La puerta acristalada se
deslizó, silenciosa, y le franqueó el paso a un ambiente blanco y
agradablemente refrigerado. Una atractiva joven vestida también de blanco
la vio acercarse al mostrador de recepción y esperó al último momento para
desplegar una sonrisa profesional. Le preguntó si tenía cita con una cortesía
gélida que evidenciaba que Adriana no daba el perfil de los clientes
habituales de la clínica.
—Lo siento, pero el doctor Armenta no puede recibirla sin cita.
—¿Podría, entonces, ver a Esther?
—¿A qué Esther se refiere?
—Pues… No sé su apellido. Es la directora.
—Lo siento: está reunida —respondió, terminante.
—¿Le puede decir que estoy aquí? —insistió ella, agarrándose al borde
del mostrador con desamparo.
—No puede ser. Tiene usted que concertar una cita.
—Vale. ¿Puede darme una para hoy?
La recepcionista, ya sin sonreír, la miró con altivez y contestó:
—No es posible.
—Vamos a ver —dijo Adriana, exasperada, sintiendo que elevaba la voz
sin querer—: Usted trabaja en la recepción y una de sus funciones es
concertar citas. Yo le estoy pidiendo una para ver a la directora: ¿podría
mirar el ordenador y buscar un hueco, por favor?
La recepcionista miró al guardia de seguridad que acababa de entrar al
vestíbulo y le hizo una discreta señal. Él se acercó a ellas, pero una voz se
interpuso.
—¿Adriana? —Era Jorge, vestido con su bata blanca, que se acercaba
sorprendido a ella—. Cuánto tiempo. ¿Estás bien? —Era evidente que no.
Él frunció el ceño, mirándola con preocupación, y la tomó con suavidad por
el codo—. Ven conmigo.
Ella se dejó conducir por un pasillo. Jorge era físicamente una versión
diluida de Marcos: no se podía negar que eran primos, pero era como si los
acabados de lujo hubieran sido todos para su ex y Jorge fuera la versión
utilitaria. No tenía el mismo carisma, pero sí una mirada clara y
comprensiva que en el otro no se podía ni imaginar.
—Tienes aspecto cansado —observó mientras andaban—. Hoy hace
demasiado calor. Te vendrá bien descansar un momento —dijo, abriendo la
puerta de un despacho sin llamar.
Esther alzó la vista de su móvil, en el que estaba enfrascada. No se
levantó de la silla giratoria detrás de su mesa de despacho.
—¡Pero, Adriana…, qué sorpresa! —exclamó.
Por un momento, en su cara fue visible que esa sorpresa no era agradable,
pero rápidamente compuso una sonrisa funcional e hizo un gesto hacia la
silla que tenía enfrente.
—Siéntate, por favor… ¿Cómo es que has venido?
Jorge le retiró la silla. Con una seña, pidió a Esther que le acercara una
botella de agua sin abrir que tenía sobre la mesa. El cuello de vidrio chocó
con el borde del vaso mientras lo llenaba.
—Espero que no estés aquí por un problema de salud —dijo Esther con
una sonrisa medida, igual que su amabilidad: solo la justa.
Adriana bebió un sorbo de agua y negó con la cabeza.
—Solo es que pasaba por aquí y he pensado … —«… en preguntaros si
creéis que mi exmarido es un monstruo».
—… Entrar a hacernos una visita —completó la otra—. Qué encanto.
Bueno, ¿y cómo estás? ¿Qué es de tu vida?
La respuesta saltaba a la vista, así que Adriana excusó responder.
—Hacía tiempo que no nos veíamos —comentó—. Espero que todo siga
como siempre.
Si le había pasado algo raro a Marcos, ellos lo sabrían, pero ¿se lo dirían?
Esther no parecía precisamente abierta a confidencias.
—Sí, nosotros seguimos como siempre —contestó de forma cortante.
El reproche quedó suspendido en el aire. Había alguien cuya vida no
podía seguir «como siempre». Siete meses desde que el pobre marido
inválido fue desechado por inservible. ¿Cómo había podido Adriana ser tan
despiadada?
Al principio, si ella había dejado un libro sobre una mesa y luego ya no
estaba allí, Marcos sonreía: qué despistada era. Luego, dejó de hacerle
gracia para empezar a preocuparle. Con cariño, él la corregía cuando ella
afirmaba algo: eso no era exactamente así, o no había pasado como ella lo
contaba, o lo que decía revelaba un prejuicio o un error de base, o cualquier
cosa que más le habría valido esconder. Después de un tiempo, no parecía
que Adriana pudiera expresar nada que fuera atinado. Él se la quedaba
mirando, sorprendido, de una manera que la helaba y la hacía volver con
frenesí a las frases que había dicho para detectar dónde estaba esa vez el
error.
¿Qué podía ella reclamar? Después de todo, él no podía disimular su
inteligencia superior, su extensa cultura, el hecho de que siempre tuviera
una opinión informada, que conociera previamente la alternativa correcta
entre las que Adriana, indecisa, dudaba.
Las cosas desaparecían de su sitio porque ella era distraída. Olvidaba
compromisos que Marcos tenía que recordarle. Se inventaba cosas que él en
realidad no había dicho o que había dicho en sentido contrario. Él tenía
mucha paciencia. Jamás un grito ni un mal gesto. No había discusiones.
Decepcionado, él se replegaba sin más, en silencio, apartándose
emocionalmente de ella, que, como la adicta a él que era, sufría un brutal
síndrome de abstinencia que la hacía capaz de todo para que él volviera.
Cuanto más cara estaba la validación de Marcos, más la necesitaba Adriana,
a quien le parecía que sin la aprobación de su marido no podría dar un solo
paso. Pero todo seguía siendo explicable, la fantasía amorosa aún se
sostenía. Solo había que ir apartando algunos pensamientos incómodos,
algunas evidencias difíciles de ignorar, incluso a una mejor amiga
demasiado lúcida…
A partir de que él la despidió de su empresa, el halo de inferioridad que
rodeaba a Adriana se hizo más y más sólido y fue tácitamente aceptado por
ambos, del mismo modo que la superioridad de Marcos era una realidad tan
clara como la luz del día. Durante el embarazo, él se ocupó de cuidar de ella
y controlar que tomase los suplementos, hiciese sus ejercicios de
respiración, recibiese masajes, practicara yoga para embarazadas,
descansara las horas necesarias… Todo lo que hacía Adriana durante el día
venía medido y dictado por él, y lo cierto es que el proceso fue como la
seda gracias a su dedicación, pero esto tuvo una perversa extensión que no
terminó cuando ella dio a luz: si él era quien mejor podía garantizar su
bienestar, ella, igual que había hecho durante su embarazo, debía
obedecerlo en todo siempre. Era por su bien, claro, aunque eso no había que
aclararlo: era obvio que Marcos lo hacía por ella; ¿qué necesidad tenía él de
asumir semejante responsabilidad?
Después de su parto, la notó algo triste y emocional, por lo que la animó
a ir al médico, y este le recetó benzodiacepinas. Estas pastillas la hacían
sentirse aturdida y confusa, y, en la neblina de esa confusión y de una leve
tristeza posparto, solo tenía como fuente de certezas a Marcos. Él era
inteligente, seguro, siempre sabía qué había que hacer. Fue natural cederle
el control; Adriana lo había dejado llegar hasta el centro de ella misma, el
lugar más delicado. ¿Quién podría pensar que, una vez allí, él hiciera otra
cosa que no fuera quererla y cuidarla?
Y al principio las cosas todavía podían entenderse, pero después cada vez
hubo más detalles que no tenían explicación racional fuera de aquellas
paredes.
Como hacía durante el embarazo, pero cada vez más invasivamente,
Marcos decidía lo que Adriana podía comer y beber y lo que no al cabo del
día y cuándo. También podía prohibirle comer por completo. A veces, ella
no probaba bocado durante dos días enteros. Él evaluaba su peso,
controlaba las veces que iba al baño, sus horas de sueño… Sin hablarlo
entre ellos, habían desarrollado un código de gestos sutiles con los que
Marcos le comunicaba lo que podía o no hacer, incluso cuando estaban con
más gente; era necesario que Adriana los supiera descifrar sin equivocarse,
porque la consecuencia de un error era el alejamiento y el frío, que
producían dentro de ella un terror incontrolable, cerval, hasta construir un
reflejo condicionado: Marcos se disgustaba, ella entraba en pánico. Al poco
tiempo, ya lo único que sabía era que tenía que obedecer ciegamente, lo
antes posible, lo mejor posible, para que él no se disgustase.
Pero había más cosas.
Si Marcos dejaba un colgador en una puerta, significaba que Adriana no
podía entrar en esa habitación o salir al jardín o bajar al piso de abajo. Solo
cambiando la disposición de algún objeto cotidiano, Marcos le vedaba
zonas enteras de la casa. Zonas que él abría, cerraba o cambiaba a su
criterio. En teoría, existían «motivos razonables» para estas restricciones, y
era posible que él se los hubiera estado explicando con paciencia en algún
momento, seguro, pero Adriana, cansada por el posparto y atontada por las
pastillas, lo había olvidado y solo se le había quedado grabado en el
cerebro: obediencia ciega o terror.
También tenían un juego. O lo tenía Marcos, pero hacían como si fuera
de los dos. Había desarrollado un pequeño código privado, frases que
escondían un significado secreto. Por ejemplo, si él decía que ese vestido,
esa novela o esos pendientes tenían que «irse a dormir», ella debía
«mandarlos a dormir» y disponía de un tiempo limitado para destruirlos.
¿No era gracioso? Adriana no solo tenía que romperlos o tirarlos; además,
tenía que grabarlo con su móvil, porque Marcos quería verla destrozando
físicamente su precioso vestido o sus pendientes favoritos. ¿A que tenía
gracia? Si ella dudaba o mostraba la menor objeción, él lo consideraba una
ofensa directa, tan mezquina («¿Te merece tanto la pena discutir por un
simple objeto?») que Adriana terminaba sintiéndose estúpida, culpable y
merecedora del castigo. Mejor jugar, mejor afirmar con él que solo era un
juego divertido y los objetos eran solo eso: cosas, cosas sin importancia.
Nada de lo suyo era importante, a ver si lo entendía de una vez.
Por su formación académica, ella conocía bien el concepto económico de
costes hundidos: esos gastos que se han hecho para adquirir un bien y que
ya no se podrán recuperar en el futuro. Lo razonable es darlos por perdidos
y no tomar decisiones sobre el bien adquirido en función de lo que se
invirtió en él. El problema es que Adriana se negaba a considerar costes
hundidos las innumerables cosas valiosas, irrenunciables algunas, que había
invertido en su relación. Adquirirla le había salido demasiado caro; tenía
que haber alguna forma de que siguiera sirviendo. Económicamente, no
reconocer los costes hundidos y no desprenderse a tiempo del bien
adquirido puede llevar a la ruina. Ella tardó demasiado en reconocerlos en
su vida y, cuando lo hizo, el crac ya había ocurrido. Desde esa ruina,
Adriana escuchaba ahora la acusación velada de haber dejado tirado a su
exmarido inválido.
—Supongo que tú estarás mejor que antes —le dijo Esther con cierto
tonillo—. Nos han contado que no lo pasas nada mal últimamente.
—Esther. —La advertencia de Jorge no detuvo a su novia.
—Es lo que pasa ahora, ¿verdad? —continuó esta—. Que todo se acaba
sabiendo.
Adriana le clavó la mirada.
—¿Qué es lo que se sabe?
—Pues nada, eso: que entras, sales… Que tienes nuevas amistades…,
algún amigo…
Ella se quedó petrificada ante la disparatada insinuación y, después de un
segundo, reaccionó con una carcajada que le salió del alma. Esther se echó
hacia atrás, mirándola reírse. Adriana se oía espantada; sabía que estaba
histérica, quería parar sus carcajadas, pero no podía. Cuando consiguió
calmarse, la otra estaba roja de indignación y la voz le tembló al hablar.
—Mira, Adriana, qué fuerte me parece esto. Hay que ser mala persona
para venir a reírse…
—Esther, para —la retuvo Jorge.
—No, no quiero. —Cada vez más enfadada, se puso en pie, mirándola
con rencor—. Solo falta que vengas a descojonarte en nuestra cara. Con lo
que le has hecho a Marcos, cómo lo has dejado tirado…, ¡te debería dar
vergüenza! ¡Y después de cómo se portó él contigo, que otro te hubiera
mandado al…!
—¡Esther, vale ya!
—¡Déjame, Jorge! —Y se revolvió de nuevo contra Adriana—: Marcos
se tuvo que tragar tus crisis nerviosas, tus ingresos, todos los problemas que
le has traído… ¡Y eso sin contar lo del accidente, que ahí tendrías mucho
que decir tú, ¿verdad?! ¿O crees que no sabemos lo que decía el atestado de
la Guardia Civil, eh? ¿Que nadie se ha enterado?
Jorge le agarró el brazo con brusquedad para callarla, pero Adriana no
llegó a verlo. Ya se había levantado y había salido en estampida del
despacho, perseguida por las últimas palabras de Esther. Las que hubiera
querido gritarles ella le quemaban en la garganta: «¡¿Queréis saber lo que
pasó aquella noche?! ¡Se os iban a fundir los oídos! ¿Queréis saber la
verdad del accidente? ¿Realmente queréis saberla?».
Yo os la voy a contar.
11
Estaba muy guapa aquella noche. Marcos se lo había dicho antes de salir de
casa y también de camino hacia el chalet de Jorge y Esther. Podría ser
verdad; Adriana ya no tenía opinión. Lucía un vestido anudado en la nuca
que dejaba hombros y espalda al aire, en un color azul noche que la
favorecía. Es cierto que había bajado de peso, pero a Marcos no parecía
molestarle el hueso saliente de la clavícula ni esa talla menos de pecho. Esa
tarde Adriana había estado llorando escondida en la bodega, así que es
posible que los ojos le brillaran, realzados por sus pómulos altos, más
definidos ahora por la bajada de peso. Sí: podía ser que estuviera preciosa.
«Eres la mamá más guapa del mundo», le había dicho Edu cuando ella
fue a darle mil besos a su camita, antes de salir.
También se lo dijeron los ojos de Jorge en el recibidor, cuando entraron a
su casa. Y la mirada evaluadora de Esther, que, por más que se hiciese
tratamientos caros, nunca tendría aquella figura ligera y proporcionada ni
esa estructura facial que ninguna cirugía podía replicar. Envidiaba su físico,
su marido y su vida. Eran, desde fuera, una meta aspiracional para la
mayoría.
Se sentaron en una mesa adornada con flores y velas en la terraza. La
noche era templada y agradable. La charla fluía con facilidad, las risas se
sucedían, también algún brindis. Al principio de la cena, Adriana fue a
probar un primer sorbo de vino, pero Marcos le rozó levemente la muñeca y
ella pidió por favor agua sin gas. Él sí que bebió vino, tampoco mucho, un
par de copas, no le gustaba excederse. Esther terminó de contar esa
anécdota que les pasó en el crucero y todos se rieron. Ninguno parecía
percibir ese segundo de más que tardaba Adriana en secundar sus risas o sus
exclamaciones. No advertían que ella tenía que mirarlos para saber qué
expresión debía imitar, porque ya hacía tiempo que no tenía ni idea de lo
que pasaba ni de lo que se esperaba de ella.
Once años después de conocer a Marcos, la destrucción estaba
completaba.
Había habido unos ingresos cortos en clínicas de salud mental. Todo el
mundo era muy discreto acerca de aquel tema tan delicado, pero se sabía
que Adriana era inestable, que caía en paranoias y obsesiones, que a veces
no recordaba cosas que habían pasado o contaba sucesos que nunca habían
ocurrido. Por suerte, los cuidados y la paciencia de Marcos, junto con una
medicación adecuada, habían conseguido estabilizarla de momento.
Tiempo antes, cuando Adriana comenzó a desconfiar de sus ojos, de sus
oídos y de su propia conciencia, se le ocurrió una idea para comprobar si de
verdad estaba tan trastornada. Surgió porque no tenía otro recurso para
contrastar con la realidad lo que ella vivía: ya no había nadie a su alrededor
con quien consultarlo. Después de perder a Manuela, se había ido
distanciando del resto de sus amigos sin saber bien cómo y su círculo social
se había reducido a personas con las que no tenía ninguna confianza ni
intimidad. Por eso se le ocurrió esa idea. Ella lo llamaba «el diario de la
cordura». No era más que una pequeña agenda que llevaba en el bolsillo,
siempre pegada a ella. Allí apuntaba detalles que parecían insignificantes,
menudencias, datos irrelevantes: copiaba cada una de las frases que ella
misma había dicho en cada conversación, hasta la más trivial. Si se había
peinado, escribía dónde había dejado su cepillo; si comía algo a media
mañana, consignaba qué y cuánto; si salía de un cuarto, anotaba que había
dejado la luz apagada; apuntaba si había cerrado o no la puerta del garaje, si
se había cambiado de pijama, si había recargado el móvil, si había recogido
el correo… Estas listas de naderías podían ser esenciales cuando se le
negara algo que ella había hecho o dicho. Podían ser la única cosa cierta y
real, además de su hijo, a la que aferrarse cuando, una vez más, el suelo
desapareciera bajo sus pies.
La idea pareció que podía funcionar, pero no duró.
Una noche, Adriana entró desde el baño al dormitorio todavía frotándose
el pelo con la toalla y se encontró a Marcos sentado al pie de la cama, con
el diario de la cordura entre las manos. Levantó hacia ella una mirada entre
sorprendida y divertida.
—¿Y esto? —preguntó con el preámbulo de una risa en su voz—. ¿Qué
es? ¿Una novela experimental?
Debería haber llevado la agenda con ella al cuarto de baño, como había
hecho otras veces. Qué fallo. Parecía nueva.
—Es algo mío —contestó ella tan solo.
—Ya, ya sé que es tuyo. Yo preferiría que no lo fuera. —La sonrisa de su
marido se apagó—. Ven aquí.
Marcos nunca era agresivo con ella, jamás, nada, ni el menor gesto de
violencia. Adriana había llegado a rezar por una bofetada, un empujón, lo
que fuera en vez de esto. Se acercó a él, que le tomó la mano y, con
suavidad, la hizo arrodillarse. Los ojos de ambos quedaron a la misma
altura.
—Hay algo que no está bien aquí dentro, Adriana —le dijo, tocándole la
frente con delicadeza—. Edu aún no se da cuenta, pero llegará el momento
en que lo note. Es cuestión de tiempo.
Ella tuvo muchas ganas de llorar.
—Por suerte —prosiguió él—, las cosas que no funcionan dentro de esa
cabeza no se ven a simple vista, las podemos intentar esconder. Pero, de
pronto, incomprensiblemente… —añadió, sosteniendo el diario de la
cordura delante de su rostro— están aquí. Tú las has escrito aquí.
—No, no… —intentó explicar ella—. Solo era…
Marcos la detuvo con firmeza y le habló despacio, clavando los ojos en
los de ella, llenos de lágrimas.
—¿Tú te has leído? De verdad: ¿tú has leído esto? ¿Sabes lo que hay
aquí? Si un psiquiatra leyera tus anotaciones, no necesitaría evaluar más.
Me da miedo, Adriana, de verdad, me da mucho miedo lo que nos
obligarían a hacer si se supiera cómo estás… Pero, tranquila, nadie tiene
por qué descubrirlo. Al niño no te lo va a quitar nadie. Mira: lo voy a
guardar, solo yo sabré que existe, podrás estar tranquila, porque nadie cuida
de tus cosas como yo. No voy a dejar que lo vean. ¿Te parece bien?
Adriana asintió con la cabeza, obediente. No había mucho más que hacer.
Esa noche y la siguiente, Marcos consideró conveniente que ella hiciera una
«cura de insomnio», porque, según opinaba, privarse dos días de sueño le
sentaba muy bien cuando empezaba a descontrolarse; la cansaba y la dejaba
más tranquila. La noche de la cena en casa de Jorge y Esther venían de una
de las «malas rachas» de Adriana. Las últimas semanas, y siempre debido al
«estado» de ella, las cosas que pasaban dentro de su casa, que ya ninguna
lógica podía hacer comprensibles, habían tenido un crescendo abrupto hacia
lo demencial.
Haciendo equilibrios para mantener a Edu al margen de su tortura, había
sobrevivido penosamente a una red intrincada de prohibiciones que
variaban todo el tiempo sin ningún criterio, de limitaciones y restricciones
arbitrarias en lo más básico, de exigencias imposibles, de jugar a «mandar a
dormir» varias cosas importantes para ella: unas fotos personales, una
naciente amistad con la mamá de un compañero de su hijo, su teléfono
móvil y un libro que estaba leyendo. Como una cobaya de laboratorio,
Adriana recorría desquiciada el circuito cada vez más complejo que Marcos
le ponía delante, hasta que el cerebro prácticamente le explotaba. Solo
cuando se desmayó en la cocina, él aflojó. Eso le había concedido a ella un
par de días de calma, los previos a la cena. Marcos estaba contento; se lo
veía encantado con ella. Las cosas se aquietarían durante unas semanas, un
mes, poco más. Luego, el ciclo volvería a empezar.
Después de la cena, tomaron unas copas (Adriana un refresco), con una
suave música de fondo. La conversación continuó en la misma línea. Ella
contaba los segundos, tratando de empujarlos hacia delante, mientras
sonreía y asentía con la cabeza. Solo quería irse a casa y dormir. No
conseguía librarse del agotamiento. Por fin, se levantaron. Últimas risas,
despedidas. Salieron por la puerta cochera.
—Ha estado bien, ¿verdad? —le dijo Marcos mientras abandonaban la
urbanización.
Adriana asintió con la cabeza. Él condujo en silencio unos minutos, luego
le echó un rápido vistazo y frenó con suavidad.
—¿Qué pasa? —preguntó ella mientras el coche tomaba una pista de
tierra que servía como vía de servicio y luego se transformaba en camino.
—Espera.
Marcos condujo hasta un pinar y aparcó junto a los árboles. Salió del
coche, lo rodeó por delante y abrió la puerta del copiloto para que saliera
Adriana.
—Ven, por favor —dijo, tendiéndole la mano.
Ella puso la mano en la de su marido.
—Pero ¿qué pasa? —insistió.
—Hagamos que esta noche sea aún mejor —contestó él, con su sonrisa
irresistible.
Y pasó una mano firme alrededor de la cintura de Adriana, se la pegó al
cuerpo y buscó ese sitio en su cuello, detrás de la oreja, para besarla
mientras con la otra mano abría la puerta trasera del coche.
Esto era algo que a ella no dejaba de sorprenderle: el deseo que Marcos
sentía por ella era una constante que, lejos de atemperarse con el tiempo, se
mantenía en un apasionado y constante vibrato a través de los años.
Físicamente, Adriana lo arrebataba, lo volvía loco, era irresistible para él. Y
en nada enfriaba su deseo el estado de ella, fuera el que fuese. Sumisa o
activa, callada o llorando, dormida por las pastillas o rígida de miedo,
Marcos se sumergía como el que bucea y en las profundidades se
encontraba consigo mismo y se perdía allí, deslumbrado y absorto, sin
ganas de regresar. Adriana no compartía la pasión de su marido, pero jamás
se negaba. Dócil y despersonalizada, entregaba la carcasa que él deseaba
tanto. Tuya, toma, haz lo que quieras. Pero lo peor, lo peor de todo, era
cuando su propio cuerpo, incomprensiblemente, la traicionaba y se corría
(él sabía muy bien qué y cómo hacer), porque entonces ya no le quedaban
cuarteles de invierno donde replegarse: si su cuerpo desobedecía a su
cerebro y la vendía al enemigo, todo se volvía aún más confuso: ¿cuál era el
drama, después de todo? Él era su marido, ¿no? Que se la follaba, se la
follaba bien, se la follaba como nadie, y a ella le gustaba, se arqueaba
contra él con todo el cuerpo mientras su cerebro descarrilaba, perdiendo las
pocas certezas que aún conservaba sobre lo que estaba pasando en su vida.
Pero en su mente consciente, siempre, y aquella noche en particular, era un
no rotundo.
Marcos la empujó con firmeza hacia atrás, metiéndola en el coche y
recostándola sobre el amplio asiento trasero. Se tendió sobre ella, cuidando
de librarla de parte de su peso. La besó en la boca mientras le acariciaba el
cuerpo con ansia, como si quisiera abarcarlo todo con las manos, cogerlo
todo a la vez, subiendo y bajando, por encima y luego por debajo del
vestido. Pero Adriana no quería y aguantó con las piernas fuertemente
cerradas cuando él fue a ocupar su sitio entre ellas. De nada le sirvió apretar
fuerte las rodillas. La fuerza de Marcos era tres veces la suya y empujó con
el costado para abrirse paso hasta tomar su sitio; una vez conquistada la
posición entre los muslos de ella, con una mano experta le apartó las
braguitas a un lado y metió los dedos allí donde quería ir.
Seca, seca como madera vieja, todo su cuerpo diciendo que no quería.
Minutos después, debajo de Marcos, Adriana se dio cuenta de que estaba
luchando contra él en una pelea, una pelea pura, de puños apretados y sabor
a sangre en la boca, donde ella se resistía, batallaba y forcejaba debajo del
cuerpo invasor. Sin un grito, eso sí, sin un solo sonido, lo cual hacía esa
violencia aún más bestial. Pero su resistencia no cambió nada y él empujó
contra ella ávidamente, con golpes secos, rápidos, concisos, cada vez más
fuertes. Seca como la madera vieja; aquello era como usar un serrucho con
la parte más sensible de su cuerpo: dolía, escocía, ardía…, era insoportable.
Y las embestidas de las caderas de Marcos no tenían compasión de su carne
ni sus manos ávidas la tenían de su piel tan fina. La mente de Adriana ni
siquiera podía separarse de su cuerpo porque el daño físico era lacerante y
no terminaba.
Cuando por fin, siglos después, acabó, la cabeza le daba vueltas. Él le
recolocó con ternura la ropa interior, bajó cuidadosamente el vestido a lo
largo de las piernas, le besó un hombro y salió del coche. La ayudó a
levantarse y la sacó como a una muñeca pálida y blanda. La apoyó contra el
lateral del vehículo mientras él se secaba la frente con la mano. Resopló y la
miró, mordiéndose el labio inferior, como si ella fuera un plato delicioso del
que nunca tenía bastante.
—Qué pasada —murmuró—. Ha sido la hostia.
Adriana lo miró con fijeza. ¡¿En serio?! Esa frase fue una bofetada en
plena cara, el insulto final. ¿Se estaba riendo de ella? ¿Es que no la había
sentido luchar o le daba lo mismo?
No se puede tirar de una goma eternamente.
Marcos fue a subirse al coche, pero ella lo detuvo.
—Déjame las llaves. Yo conduzco, que tú has bebido —dijo con una voz
de lo más natural.
—¿Segura? Yo estoy bien, casi no he tomado nada.
—Bueno, por si acaso —repuso ella, tendiéndole la palma de la mano.
Marcos le dio las llaves y se subió al asiento del copiloto. Adriana sintió
el dolor punzante y desabrido al sentarse al volante, pero no movió un
músculo. Arrancó el coche, giró y recorrió de vuelta la pista de tierra hasta
tomar la carretera comarcal. Pensó con amor en su niño. Por suerte, Jimena
sería como abuela lo que no había podido o querido ser como madre. De
todas formas, era cuestión de tiempo que el niño se empezara a dar cuenta
de todo…, y eso no podía pasar. Marcos, sentado a su lado, miraba en el
móvil unos mensajes. Levantó la vista, le sonrió y le hizo una caricia en la
rodilla antes de volver a enfrascarse en el teléfono. Adriana apretó fuerte las
manos que sujetaban el volante.
No se puede tirar de una goma eternamente.
Pisó con fuerza el pedal del acelerador. Que se muriera. Matarlo. Morirse
ella valía la pena si lo mataba. Hundió el pie más sobre el pedal y el coche
dio un tirón cuando subió de ciento veinte.
Marcos levantó la vista cuando pasaban los ciento sesenta y la miró.
—¡¡Adriana!!
Entraron en la curva y el árbol vino a toda velocidad hacia el parabrisas.
12
Adriana se dio cuenta de que aún sostenía el móvil cuando ya hacía mucho
rato que había terminado la llamada con Marcos. Estaba delante del
supermercado donde solía hacer la compra y ni sabía cómo había llegado
allí. Su cuerpo debía de haberse desplazado mientras su cerebro permanecía
atornillado a la voz de su exmarido. Su exmarido fiable, tranquilo, sensato,
descansa, ¿vale?, que tenía que interrumpir un momento su trabajo para
llamar, a ver qué le pasa a esta ahora, a su inestable, inestable y rota,
siempre problemática, exmujer. Un padre normal que quiere recoger a su
hijo para disfrutar de las vacaciones que le corresponde pasar con él. Todo
tan sencillo, los contornos de la situación tan nítidos, que hasta ella misma
querría plegarse y que esa fuera toda la verdad, no saber nada más…
Su estómago irrumpió en el monólogo interno con un gruñido de
protesta. Adriana no había desayunado. Se había levantado después de un
sueño nocturno corto, ligero y discontinuo, y el olor del café le había
provocado náuseas. Lo había tirado por el fregadero. Ahora se sentía vacía
y estragada. Sin embargo, tenía que esforzarse por comer algo, necesitaba
energía. Una fruta dulce y fresca, por ejemplo. Se dirigió al supermercado y
las puertas se abrieron a su paso. La refrigeración le heló la piel húmeda de
sudor. Se notaba que era pleno verano en que no había muchos clientes,
pero sí los suficientes para que Adriana se diera cuenta de que los estaba
esquivando; su cuerpo por instinto percibía como amenaza la cercanía física
de cualquier otra persona. El pasillo de las conservas estaba casi desierto y
se internó por él. Solo una mujer, a la mitad de aquel, estaba junto a su carro
de la compra, analizando pensativamente los frascos de conservas en la
estantería. Al llegar a su altura reconoció su figura armoniosa, el perfil
pálido y regular del rostro y la lisa melena color miel cayendo, perfecta,
sobre los hombros. Se paró delante de ella sin querer. La mujer volvió la
cabeza y la envolvió en una brumosa mirada. Pastillas, su compañera en el
grupo de apoyo, tardó un largo segundo en volver de donde quiera que
estuviese y ubicar a Adriana. Una esforzada sonrisa apenas le llegó a las
comisuras antes de disolverse.
—Ah. Hola.
Ella le devolvió el saludo y también trató de sonreírle.
—Qué casualidad. ¿Vives cerca?
—Sí. Cerca. En… —Pastillas señaló con la mano a ningún lado—. ¿Y
tú?
—Sí. También cerca.
Se miraron, ambas sin arrestos, pero resueltas a parecer normales.
—¿Vas a ir hoy? —le preguntó con una voz suave, sin inflexiones, la
mujer.
Ese día había sesión del grupo de apoyo. Adriana no lo había olvidado.
—Sí, no quiero faltar.
—No hay que faltar, no.
—Viene bien ir.
—Ayuda mucho.
—Sí. Todas estamos mejor.
La conversación era un toma y daca lento y desfalleciente. Pastillas tenía
la mirada posada en la cara de Adriana y a la vez inmersa en sus propios
pensamientos, lo cual la hacía difícil de sostener: daba la impresión de que
su dueña no estuviera del todo presente y, por contagio, de que tampoco lo
estuviera ella. Se hizo un silencio. Buscando algo banal que añadir para
despedirse sin brusquedad, miró el carro de la compra donde la mujer había
depositado productos corrientes: pan, suavizante, servilletas de papel,
patatas… Pero las delicadas fresas debajo de la garrafa de cinco litros de
agua le dijeron que algo allí no iba bien. Lo reafirmaron una docena de
huevos aplastada bajo la caja de seis botellas de leche de litro. La vista de
Adriana se retiró con una especie de pudor y cayó en las piernas de la
mujer, de un terso color canela impoluto y satinado. Lleva medias,
descubrió con asombro. Medias en verano. En una de ellas una carrera muy
ancha le recorría un lado de la pantorrilla hasta el tobillo, mostrando a
través su carne pálida. Junto a los pies, Adriana reparó en unos trozos de
vidrio de una botellita de salsa rota. El tabasco había formado un coágulo
terroso sobre la baldosa blanca, pero el goterón que cayó al lado era de un
tono bermellón brillante.
—¿Estás sangrando?
Pastillas tenía el brazo colgando a un lado del cuerpo. Dobló el codo para
mirarse la palma de la mano y observó sin sorpresa el corte abierto en la
base de los dedos, del que había manado un grueso hilo rojo que goteaba
hasta el suelo.
—He apretado la botella demasiado, ja, ja, ja, qué bruta soy —comentó
con la voz muerta.
Rápidamente, Adriana metió la mano en su bolso, tanteó y sacó el primer
tejido con el que se toparon los dedos. Le envolvió la mano a Pastillas y le
secó la sangre.
—¿Te duele? Te acompaño a que te curen. O te curo yo.
—No, no hace falta.
La otra se dejó enjugar la sangre, pasiva. Adriana se dio cuenta —hasta
entonces no lo había notado— de que la mujer vestía un jersey de manga
larga con los puños ajustados, medias y falda de tweed: era como si se
hubiera vestido sin pensar lo que hacía, ajena al calor inaguantable, con
prendas bonitas, caras, equivocadas, que solo combinaban bien con su voz
inerte, su mirada perdida y esa mano inconsciente de su fuerza que había
estrujado en su puño un frasco de cristal. Todo esto Adriana lo reconoció, lo
recordaba perfectamente.
—¿Necesitas que te acompañe a casa?, ¿pedimos un botiquín?
—No, gracias, de verdad… —El habla lenta, monocorde—. Nos vemos
en… el grupo. No hay que faltar… Nos ayuda mucho.
Pastillas retiró la mano del envoltorio de tela, giró sobre los talones y se
alejó con un andar lento y flotante. Dejó abandonado su carro con la
compra dentro, que se quedaría solo en el pasillo, junto a la botella rota y
las gotas de sangre. Adriana no la avisó, sabía que no lo recogería. Lo sabía
porque recordaba bien cómo era el lugar de donde esa mujer no conseguía
volver.
No fue a comprar fruta, no comió. De pronto, actuar le parecía todavía si
cabe más urgente. No podía tolerar que Marcos se adueñase de la parte
lúcida del relato. Ella no era Pastillas; ahora ya no estaba confundida por la
medicación, que había ido abandonando del todo cuando lo dejó a él.
Aunque siguiera hundida en las secuelas de lo que había vivido durante los
últimos años, ya no era una zombi que difícilmente articulaba un
pensamiento. Y él había dicho lo que había dicho, así que tenía que haber
una manera de probar que no era cosa de su fantasía. Debía de haber una
forma de sacárselo, de ponerlo encima de la mesa. No había tiempo que
perder. Su mente ya no estaba en la bruma, ya no, no lo estaba. Ahora podía
y debía enfrentarse a Marcos y obligarlo a confirmar su amenaza. Tenía que
llamarlo. Iba a llamarlo ya mismo y a conseguir que dijese en voz alta que
pretendía matar al niño.
15
A pesar del calor agobiante que le hacía sudar el cuello y le pegaba la blusa
al cuerpo, tenía las manos heladas y empezó a temblar. Sentada en el banco
de una acera, Adriana activó en su móvil la función «Grabar llamada» y
marcó el número de Marcos, pero con los nervios pulsó al botón de llamada
de vídeo. Habría preferido no verlo, solo oír su voz, pero él ya estaba en su
pantalla, hablando con alguien que se encontraba fuera del campo visual.
—Perfecto entonces. Lo vamos a hacer así. Gracias, Toño.
Estaba en la oficina. Adriana reconoció la pared de su despacho. Marcos
se volvió hacia su tablet, la miró y ella se sintió como si lo tuviese
físicamente delante.
—Hola otra vez. ¿Qué pasa, Adriana?
—Tenemos que hablar de las vacaciones de Edu.
Él, al detectar algo distinto en su voz, hizo una pausa, un segundo
apenas; no necesitaba más para tomar posición en el tablero y armar su
estrategia.
—Pero ¿por qué esto ahora? —le preguntó, con una preocupación que
sonaba bastante real—. Las dos últimas veces que te he visto te he
encontrado muy bien, muy centrada, pero esto de que no quieras que Edu
pase la quincena conmigo… no lo entiendo, la verdad.
—Tú sabes por qué no quiero —replicó Adriana con valentía.
—No, no lo sé. ¿Por qué?
—Lo sabes y no quieres decirlo.
Marcos cerró los ojos, suspiró y la miró con seriedad.
—Has interrumpido tu tratamiento, ¿verdad?
Adriana no iba a entrar por el aro y reducir todo a una discusión sobre su
salud mental.
—Tú me dijiste algo el domingo, en el parque.
—¿El domingo? —repitió él.
—Y después de la exposición del niño me aseguraste que ibas en serio.
—Que iba en serio ¿qué? —Marcos parecía realmente desconcertado.
—Lo que me dijiste en el parque —insistió Adriana.
—¿Qué? ¿Qué te dije? No sé qué te dije, hablamos de muchas cosas…
—Hizo una pausa y los hombros le cayeron, como si las fuerzas lo hubieran
abandonado de golpe—. Joder. Ya estamos otra vez.
Por un momento, algo dentro de ella dudó. Él no parecía manipulador;
parecía sincero, cansado, sufriente. Verlo así le trajo el recuerdo de la
temporada entre el regreso de Marcos del hospital y el siguiente intento de
ella por soltarse del cepo.
En aquellos días, después de asegurarse de que Adriana estaba de nuevo
bien sujeta, él se volcó en su rehabilitación. Gracias a eso no tenía tanto
tiempo para controlarla al nivel obsesivo que solía; para ella fue una época
tranquila, si se puede considerar tranquilidad la ausencia de sufrimiento
extremo. Es cierto que había retomado las pastillas para conseguir dormir,
pero no se había vuelto a aletargar: una fortaleza desconocida había
asomado la cabeza y no la dejaba resignarse. Al contrario, la rebeldía iba
tomando cuerpo por encima del temor. Tenía que dejarlo. Que la denunciara
y que la juzgaran. En un momento dado, le podía compensar incluso ir a la
cárcel si a cambio conseguía su libertad. Una vez establecido esto, debía
armarse de valor para enfrentarse a Marcos y decírselo, pero los años de
indefensión aprendida la retenían cada vez que abría la boca para hablar.
Mañana se lo digo. Esta tarde. El lunes.
Era, sin embargo, urgente hacerlo, porque, aunque todo estaba más
calmado en casa, seguía pasando algo que debía dejar de pasar ya o se
llevaría por delante la poca autoestima que le quedaba a Adriana y, de paso,
su cordura. Marcos, debido a su lesión, no podía mantener relaciones
sexuales completas. Lo que para él era un drama, para ella era un oasis de
alivio desde donde podía empezar a reconstruirse, reconquistando partes de
sí misma que él le había ido usurpando. Sin embargo, no duró, porque el
marido necesitaba desesperadamente el contacto físico con ella, no podía
resistir tenerla al lado en la cama durmiendo como una hermanita menor.
—Ven. —Su voz cálida, un susurro en la oscuridad, tenía algo hipnótico,
como si le abriera las puertas de una vivencia irreal.
Marcos podía moverse con cierta autonomía a pesar de sus piernas
desconectadas del cuerpo. Podía girarse hacia ella en la cama, levantarse
apoyándose en sus brazos musculosos y sostenerse suspendido sobre el
cuerpo de Adriana, bajar y subir por la enorme cama.
—Ven —decía solamente en la penumbra.
Pero era él quien descendía sin dificultad por el cuerpo de ella y le
separaba las piernas despacio, tomándose todo el tiempo. Su mujer sentía su
respiración cálida en el vientre, sobre el hueso de la cadera y en la delicada
cara interna de los muslos. La oscuridad se hacía más densa mientras él
alargaba y alargaba el momento antes de hundir suavemente la boca en la
carne de Adriana, y entonces ella entraba en un territorio que se parecía a
un sueño. La imagen mental de su propio cuerpo, abierto para él, a su
disposición, y él volcado sobre ella, tenía el involuntario efecto de erizarle
toda la piel; la obligaba a dejar de pensar, a ofrecerse más, a acercarse más.
¿Lo sabía él? ¿Lo hacía a propósito? Marcos sabía cómo conseguir de ella
esa respiración jadeante que de pronto se alteraba aún más; esa palpitación
en todo el cuerpo que era la antesala de la repentina contracción de los
músculos y que precedía al estallido final que la dejaba caer después, herida
y sin fuerzas, sobre la cama. Lo sabía porque conocía su cuerpo pulgada a
pulgada, porque sabía sus tiempos casi mejor que ella y reconocía el
instante justo, la presión necesaria, el lugar exacto… Pero, aun así, Adriana
no quería rendirse. Trataba con todas sus fuerzas de dominar su cuerpo con
el cerebro. Clavaba los ojos en el techo y agarraba la sábana con los puños,
pegados a los costados. Les daba a sus terminaciones nerviosas la orden de
que no. No. NO. Pero Marcos, como si lo supiera, como si lo hiciera a
propósito, le dedicaba todo el tiempo necesario, comprometido con un
combate cuya victoria era que el cuerpo de ella desobedeciera a su cerebro.
Muchas veces, él ganaba. Otras tantas, en aquella oscuridad irreal, las
caderas de Adriana cobraban vida propia y sujetaba fuerte la cabeza de
Marcos contra su cuerpo. Algunas, peor aún, él paraba de golpe y le decía:
«Pídemelo».
Y ella susurraba «Por favor, por favor, por favor» mil veces, hasta que él,
con una sonrisa que se adivinaba en la penumbra, volvía a caer sobre ese
cuerpo rendido ante su persona. El resultado de estas derrotas para Adriana
era devastador. Se odiaba y odiaba su cuerpo y volvía a tener deseos de
abrir el bote de pastillas y tomárselas todas, pero eso no podía ser; tenía a su
niño y abandonarlo no era una opción. Por eso, una de las noches de
oscuridad, con la boca de Marcos tomando el control de su cuerpo, no
permitió que volviera a llevársela por delante y dijo en voz alta:
—Quiero divorciarme.
Esas dos palabras obraron el milagro de hacerlo parar. Se retiró de ella y
Adriana aprovechó para sentarse, recogiendo las piernas contra el pecho y
haciéndose un ovillo. Él se sentó y dejó caer los hombros como si todo el
cansancio del mundo lo agobiara de golpe.
—No lo puedo creer. Joder, no me lo puedo creer —murmuró—.
Después de todo lo que ha pasado…
—Hace mucho tiempo que nuestra pareja no funciona, Marcos.
Utilizó aquella frase convencional porque la norma básica, nunca
verbalizada entre ellos, era que lo que pasaba en su relación, aquella locura,
nunca se hablaba explícitamente; no iba a romperla justo ahora que lo único
que quería era escapar. Él se volvió para mirarla. Una sonrisa amarga
apareció y despareció de su boca.
—¿Que no funciona? —replicó—. Claro que no. Nunca hemos sido
como una pareja normal. Yo asumí desde el principio que, si quería estar
contigo, tenía que lidiar con tus problemas, y es lo que he hecho todos estos
años: cargar yo solo con todo.
—Eso no es así.
—No es así —repitió, clavándole la mirada—. ¿Estás segura? ¿Me vas a
explicar a mí cómo ha sido nuestra historia? No soy yo quien está en
tratamiento, eres tú y es por algo. —La seguridad de Marcos rampaba sobre
las ideas de Adriana y las palabras con las que habría querido expresarse—.
Lo que te pasa no lo he dicho yo: tienes un diagnóstico médico —remachó
—. ¿De verdad sigues sin entender lo que te han explicado los doctores?
Adriana, ya sé que no lo puedes creer, pero gran parte del tiempo estás
viviendo en una realidad distinta.
Ella negó con la cabeza, sin encontrar aliento para replicar. El suelo
volvía a moverse. ¿Lo que estaba diciendo Marcos era verdad? ¿Cómo
podía estar totalmente segura de que no lo era? ¿Era posible que su cerebro
lo inventase, que mucho de lo que ella vivía no estuviera pasando de
verdad, o al menos no de la manera en que ella lo vivía?
Él siguió hablando con calma, triste, cansado.
—No creo que tengas ni idea, ni siquiera que te aproximes, de cómo ha
sido tu vida en los últimos años. Todo lo que te pasa, las ausencias, las
alucinaciones, la disociación… Eso lo he vivido yo. Yo soy quien está ahí
cuando tú, de pronto, parpadeas y no tienes ni idea de lo que has hecho en
toda la tarde o dices que han pasado cosas que son imposibles o me
acusas… Y ahora me dices que nuestra pareja no funciona… ¿Piensas que
es fácil estar con alguien así? Una persona que vive dentro de una realidad
paralela necesita a alguien que la proteja. Yo podría haber salido corriendo,
pero me eché todo a la espalda porque te quiero y te he cuidado mucho
estos años, joder, me he dejado la vida, esto no es justo… —Se le quebró la
voz.
A Adriana le sonaba sincero, percibía dolor real en sus palabras, mucho
dolor. Hasta ella misma parecía perder consistencia delante de esa pena.
Marcos, entonces, con unas cuantas palabras la enfrentó a su miedo.
—Ahora quieres irte por tu cuenta. ¿Estás segura de que puedes quedarte
sola? ¿Estás totalmente segura, Adriana?
Casi un año después, sentada en aquel banco en la calle, recordaba
demasiado bien esa sensación: el desconocimiento repentino de quién era
en realidad, no saber si dentro llevaba a otra mujer que hablaba y actuaba
como ella y que la abandonaba sin dejar huella en su memoria. Se acordaba
de lo débil e indefensa que la había dejado. En aquel momento no tuvo
ninguna seguridad ni ningún sitio donde apoyar los pies, y Marcos,
aprovechando esa zona de duda, cerró suavemente, otra vez, la puerta de su
jaula.
En cualquier caso, no parecía que ahora él fuera a tener tanta paciencia
como entonces. Adriana lo vio menear la cabeza en la pantalla, harto,
disgustado.
—Lo siento, no tengo cuerpo para esto ya —concluyó deprisa—. Piensa
lo que quieras y haz lo que quieras. El viernes me llevo al niño, así que
hazte a la idea de que no vas a poder hacer nada para evitarlo. Tienes dos
días. —Colgó.
Se quedó mirando la pantalla de su móvil con el eco de esas últimas
palabras resonando en la cabeza. Desactivó la grabación de llamada, que no
le había servido de nada. Excepto ella, nadie tendría por qué interpretarlo
así, pero para Adriana ese plazo de dos días había sonado exactamente
como lo que ella creía que era: una amenaza.
16
—Tienes las de perder, Adriana —le dijo el abogado que había llevado su
divorcio.
Ella, sentada delante del sobado escritorio del único despacho que
constituía el bufete, apenas podía controlar los nervios. Se apretaba las
manos con fuerza para no hacer visible cómo le temblaban. Él, en mangas
de camisa, con rodales de sudor bajo los brazos, se explicó sin mucha
pasión, repitiendo palabras mil veces dichas.
—Si no le entregas el niño a tu exmarido, estás cometiendo un delito:
sustracción de menores. Marcos puede ir por lo penal y denunciarte
directamente o ponerte una demanda ejecutiva ante el juzgado de familia.
En cualquiera de los dos casos, el tema pintaría feo para ti.
—¿Cómo de feo?
—Puede suponerte entre dos y cuatro años de prisión —contestó el
abogado—. Además de inhabilitarte para ejercer la patria potestad durante
un tiempo que puede ir de los cuatro a los diez años.
—Qué locura. ¡Si es mi hijo!
—Y de tu exmarido también, acuérdate. No se lo puedes quitar.
—No se lo quito. Estoy intentando proteger al niño.
El abogado negó con la cabeza, tajante.
—No repitas más eso, Adriana —le aconsejó.
—¿Por qué?
—Porque no lo puedes probar.
—¡Pero ¿cómo lo voy a probar?! ¡¿Dejándole que se lleve a mi hijo y le
haga algo malo?!
—Te lo digo de verdad: no vayas por ahí. Te vas a buscar todavía más
problemas. No puedes lanzar ese tipo de acusaciones si no las puedes
sostener, y tú no puedes: todo lo que me has contado son sensaciones
tuyas…
—Sobre una persona a la que conozco desde hace trece años —replicó
ella.
El abogado suspiró, sin disimular el cansancio de tener que remachar
algo muchas veces repetido.
—Pero, a ver…, si no hay antecedentes de violencia, por mucho que lo
conozcas, es acusar a una persona solo con tu palabra. Nunca lo has
denunciado mientras estuvisteis casados, no hay la menor prueba de que
haya habido maltrato y mucho menos de que él sea potencialmente dañino
para el niño.
Adriana quiso replicar, pero no le vino nada a la cabeza. Ojalá conservara
el cerebro despierto y vivo de antaño. Ahora el miedo empañaba todo lo
que quería decir.
—No le toques las narices a tu ex, te lo recomiendo —añadió el letrado,
echando un vistazo furtivo a su reloj—. Otro con más mala leche ya te
habría buscado problemas. Tiene de donde tirar…
Ella levantó la vista rápidamente. Él hizo un gesto de disculpa y se
encogió de hombros.
—Tu historial de salud mental. Como empieces a actuar de forma que
pueda parecer, ya sabes…, «rara» —y escenificó las comillas con el típico
gesto de ambas manos—, te podría buscar las cosquillas por ahí. Y más con
los superabogados que tiene él.
Adriana ya no quiso seguir hablando. Esto era justo lo que le faltaba para
caer en pánico. Se levantó y se despidió.
Salió del despacho con la sensación de que le faltaba el aire. Dos días.
Dos días. Dos días.
La mujer policía que la atendió llevaba el pelo recogido en una coleta y
tenía la frente brillante de sudor. Entró al despacho delante de Adriana,
resoplando.
—Aquí da igual que haya aire acondicionado —se quejó mientras se
sentaba delante de su ordenador—. Siéntese, Adriana, por favor.
Ella se sentó en una silla tapizada de verde que había conocido tiempos
mejores. La oficial de policía clicó con el ratón para abrir el sitio
correspondiente y se secó el sudor de la cara con un pañuelo de papel que
extrajo de una caja sobre su mesa.
—Yo no sé, estos calores… Al final, en vez del verano, será la
menopausia.
La policía se rio de su propia frase. Adriana se preguntó si debería reírse
también.
—Bueno, cuénteme. Quería usted poner una denuncia…
—Sí, contra mi exmarido. Por amenazas.
—De acuerdo. Explíqueme todo lo que ha pasado y luego la redactamos.
Adriana se secó las manos en la falda.
—Ha amenazado con matar a mi hijo.
—¿Cuándo?
—Este domingo pasado.
—¿Esa amenaza la realizó su exmarido en persona, telefónicamente, a
través de…?
—En persona. Estábamos en el parque y me dijo que iba a matarlo.
—¿Estaban los dos? ¿Juntos?
—Sí.
—¿La abordó a usted allí?
—No. Habíamos quedado para llevar al niño a los columpios. Lo
hacemos a veces.
—Ay, qué calor, perdone… —Sacó otro pañuelo de papel y se secó la
frente—. Si quedaban, la relación entre ustedes no era mala hasta ese
momento, ¿no? —indagó.
—No. Él es muy correcto.
—¿Discutieron ese día en el parque?
—No. Todo estaba normal, bien. Lo que dijo lo soltó de repente.
—¿Así? ¿Sin más? —La policía mostró cierta sorpresa.
—Sí. Yo entonces le pregunté qué había dicho y él hizo como si no
supiera de qué le hablaba —se explicó Adriana—. Así que pensé que a lo
mejor lo había oído mal. Estábamos en un parque infantil y, bueno…,
siempre hay ruido.
La otra tardó un poco en sopesar sus últimas palabras y asintió.
—Ya. ¿Y existe la posibilidad de que hubiera usted entendido mal?
¿Existía? ¿Aunque fuera una posibilidad ínfima?
—Sé que lo ha dicho —afirmó Adriana, imponiéndose sobre sí misma
con voz segura.
La policía esperó por si añadía algo para sustentar su afirmación y, al ver
que no, redirigió el diálogo:
—¿Ha habido alguna denuncia por violencia en su matrimonio?
—No. Nunca he denunciado.
—¿Él ha ejercido violencia contra usted, verbal o física?
Adriana negó con la cabeza.
—Nunca me ha pegado, no, eso no.
—Ha habido entonces insultos, vejaciones…
—No, tampoco.
—Se trata, entonces, de amenazas.
—Bueno…, amenazas, esta ha sido la primera vez. Cuando estábamos
casados, él lo que hacía… era… Había… violencia psicológica contra mí.
—Ya. Pero usted no lo denunció nunca.
—No. Es que yo estaba deprimida y tenía mucho miedo. Entonces…,
pues… no podía —concluyó débilmente.
—¿Hay testigos de ese maltrato psicológico? ¿Se lo contó usted a
alguien?
—No. Nadie lo vio nunca y yo no tenía a ninguna persona con quien
hablarlo.
—Ya.
La policía sacó otro pañuelo y se secó el cuello. Lo arrugó y lo dejó a un
lado de la mesa, con los otros dos. Miró la pantalla del ordenador como
excusa para pensar durante un momento. Luego se volvió hacia Adriana.
—Bueno, vamos a dejar a un lado por el momento su matrimonio y
vamos a centrarnos en lo ocurrido en el parque. ¿Alguien oyó la amenaza,
aparte de usted?
Ella negó con la cabeza.
—¿Nadie cerca que pudiera haberlo oído? —insistió la policía.
—No. Es que… él habló a media voz y había mucho ruido en el parque.
Adriana empezó a sentir las gotas de sudor cayéndole por la espalda.
—Y dice que él no repitió la amenaza cuando usted le preguntó.
—No, yo le pregunté qué había dicho y él no sabía a qué me refería.
—¿No insistió usted?
Adriana negó con la cabeza, notando la boca seca. Percibió que resultaba
muy raro que no hubiera insistido hasta averiguar qué había dicho él. Debía
explicarse, aclararlo.
—Es que me dio miedo que, si le preguntaba algo así… Como he tenido
esos problemas de depresión y de… —Notó que había pisado un charco
innecesario e intentó salir de él—. Bueno, como en su día tuve algún
ingreso por salud mental, pues me daba miedo que él pensase que estaba
otra vez inventando…
—¿Otra vez? —intervino rápido la policía.
Adriana enrojeció.
—No, a ver, eso es lo que él… Él decía que a veces yo no estaba
conectada con la realidad —respondió ella.
—Lo decía él, pero también hubo algunos ingresos médicos, según me ha
contado —apuntó la policía con suavidad.
—Los doctores diagnosticaban partiendo de lo que él contaba porque yo
estaba muy mal y no conseguía…, no podía explicarme bien.
La mujer se la había quedado mirando. Parpadeó rápidamente y
reaccionó.
—Vale. Bien. Em…
Adriana casi oía sus dudas. Se esforzó por parecer centrada y sincera.
—Ya sé que debo de estar dando una impresión un poco rara, pero le
aseguro que lo conozco y, aunque nunca haya hecho nada, sé que esta vez
va en serio.
—Sí, sí. A ver… —La policía se inclinó hacia delante, esforzándose por
mostrarse empática y comprensiva—. La denuncia la vamos a poner,
Adriana, por eso no se preocupe. Yo voy a redactar lo que me ha dicho y la
vamos a cursar. Luego ya…, lo que pase se verá.
Se volvió hacia el ordenador y empezó a teclear. Ella notó que, para
aquella mujer, lo que le había contado no se sostenía. Tecleaba, vacilaba,
borraba, volvía a teclear…
Adriana se aclaró la garganta y preguntó:
—¿Cuánto tardará en llegarle a él la denuncia?
—Pues no le puedo decir. A veces la notificación llega al cabo de unos
días y a veces de semanas.
—¿Tanto?
La policía se encogió de hombros y volvió a mirar la pantalla.
Ella trató de imaginar la cara de Marcos cuando recibiera su denuncia.
Notó un escalofrío. Realmente, no había podido aportar una historia sólida,
no tenía ninguna prueba… Por su mente pasaron tres pensamientos
encadenados: no va a prosperar, solo voy a conseguir enfadarlo, no me sirve
para no darle al niño. Este último le provocó una sensación de náusea.
—Perdone —murmuró—. Creo que no voy a poner la denuncia.
La policía quitó la vista de la pantalla.
—¿Está segura?
Adriana asintió, poniéndose en pie. Le pidió disculpas por haberle hecho
perder el tiempo, se despidió sin saber muy bien qué estaba diciendo y salió
deprisa del despacho, con la náusea subiéndole a la garganta. Cruzó rápido
el pasillo y el vestíbulo hacia la salida de la comisaría. Si iba a vomitar, no
quería hacerlo allí. Al salir a la calle, la bofetada de calor terminó de
marearla. Corrió hasta una papelera, se agarró a ella y devolvió. No mucho,
porque los últimos días apenas había comido. El gusto ácido se le quedó en
la boca y en la nariz. Permaneció allí respirando hondo, sintiéndose
miserable y desamparada. No se podía estar más sola en el mundo.
—¿Se encuentra bien?
La voz le hizo levantar los ojos. Miró al hombre alto y pálido con gafas
de montura moderna y lo reconoció.
17
Alberto también había reconocido a Adriana nada más verla bajar deprisa la
escalera de acceso a la comisaría. La vio lanzarse como una flecha a la
papelera más cercana y vomitar dentro. Aguardó a que terminase, se acercó
y se quitó la mochila que llevaba a un hombro para sacar un botellín de
agua. Se lo dio.
—Gracias —le dijo ella con profundo alivio, porque, si en algún
momento había necesitado un gesto amable, era ese.
Trató de desenroscar el tapón, pero estaba muy duro, y ella, muy débil.
Sin palabras, Alberto le cogió la botellita de la mano, la abrió y se la volvió
a dar. Adriana, incapaz de hablar, se vio a sí misma haciendo esas pequeñas
reverencias que hacen los personajes orientales en las películas. Se llenó la
boca de agua para aclararse y se giró para escupirla lo más discretamente
posible. Luego, se bebió todo el botellín de un trago.
—No sé si eso le va a sentar bien, después de haber vomitado —comentó
él.
—Creo que estoy un poco deshidratada —contestó ella—. Hace tanto
calor…
Nada más decirlo, tuvo un pequeño mareo y osciló ligeramente sobre los
pies. Alberto la sujetó. Adriana se agarró a él como un borracho a una
farola. El hombre la condujo a un banco cercano y dijo:
—Voy a llamar para que la atiendan.
—No, no, por favor —rogó ella, dejándose caer sentada—. Ya se me
pasa.
Él se agachó delante de ella para mirarla a la cara.
—¿Cómo se llama?
—Adriana.
—Adriana, está usted mareada, tal vez esté sufriendo un golpe de calor, y
eso es muy peligroso. Vamos a la comisaría y le busco un sitio para que se
recupere.
Ella negó otra vez con la cabeza.
—No necesito nada, de verdad.
—Pero no la puedo dejar aquí así —insistió él.
—Pues quédese un momento conmigo, por favor. Yo lo conozco: es usted
el policía que vino al piso donde estábamos trabajando…
—Sí —contestó él—. Yo también la recuerdo.
Adriana lo miró, sorprendida.
—¿De verdad? Si casi no se me veía, con el mono y la capucha.
—Muchos años en la profesión. —Y esa frase tan rara que había dicho en
la escena del crimen.
—Ya, claro. Usted trabaja ahí. —Señaló con el mentón la comisaría.
Alberto siguió su mirada.
—Sí. Bueno, ahora no. Vengo a tramitar una baja.
—Ah, lo siento.
Él hizo un gesto para restarle importancia. Al bajar la vista, se fijó en los
pies de ella: llevaba unas sandalias de tipo pala. En los empeines desnudos
se veían unas encendidas líneas color púrpura sobre la piel blanca,
rozaduras producidas por las tiras de otro calzado.
—Debe de estar pasándolo mal —comentó, señalando las marcas.
Adriana, que no sabía a qué se refería, levantó inmediatamente unos ojos
enormes y sorprendidos, y en ellos centelleó una luz esperanzada. Alberto
se dio cuenta de que eran de color verde, bellísimos, tristísimos, y de que
ella lo había malinterpretado.
—Las rozaduras —aclaró torpemente él—. Deben de doler.
—Ah. —La luz de esperanza se le apagó en los ojos tristes—. Sí —
contestó, intentando sonar trivial—. Calzado malo y verano no es una buena
combinación.
Alberto asintió, sintiéndose estúpido. Esa mirada le había pedido socorro,
estaba casi seguro. Algo grave le ocurría. Estaría muy enfermo, pero
llevaba años trabajando con su intuición y podía detectar la tensión a su
alrededor, vibrando como un campo eléctrico.
—¿Le importa tirarla a la papelera? —le pidió Adriana, devolviéndole la
botella de agua vacía.
Alberto se fijó en su mano delgada y en su muñeca delicada, casi de niña.
Entonces vio el arañazo. Le cogió la botella de la mano mientras calculaba
que ese rasguño de unos seis centímetros, en la cara interna del antebrazo
derecho, podía tener unos dos o tres días. ¿No le había contado el vecino de
la segunda víctima que el chico encapuchado con el que se topó en el portal
tenía un arañazo en el antebrazo derecho? Un chico encapuchado, delgado,
de estatura media que, tal vez…, precisamente por encapuchado y delgado,
¿no podría ser en realidad una chica?
—¿Cómo se ha hecho eso? —preguntó.
Adriana se miró el brazo y se encogió de hombros.
—No sé. Me caí en la calle, pero, la verdad, no lo sé.
«Es una casualidad. Las casualidades existen.»
Ella bajó el brazo y se levantó.
—Ya me encuentro mejor. Gracias por su ayuda… —Hizo una pausa
interrogante.
—Alberto —respondió él.
—Gracias por su ayuda, Alberto.
Se apartó de él, que la siguió con la mirada. ¿Cuántas personas ahora
mismo tendrían un arañazo en el brazo derecho?, pensó mientras se dirigía a
la entrada de la comisaría. Pero ella había puesto mucho interés en empezar
a trabajar en el equipo de limpieza que iba a ir al escenario de ese crimen, y
eso de que el asesino vuelve al lugar del crimen no es solo un dicho, existe
la pulsión inconsciente en el criminal no descubierto de buscar ser
desenmascarado y castigado. «No, no. Esto es estúpido —se dijo—, dos
casualidades no forman una evidencia.»
—Eh, Alberto, ¿cómo vas? —Una compañera estaba fumando junto a la
puerta.
Él se paró a contestarle, aunque poca gana tenía de charla.
—Bien. He venido a reportar a Guillén, por lo de mi baja.
—Entro contigo. He salido a fumar, pero hace tanto calor que prefiero
aguantar las ganas. —La policía apagó el cigarro en el cenicero de pie.
Entraron juntos al vestíbulo—. Te he visto hablando con esa chica, la que
acababa de salir de aquí —comentó—. ¿La conoces? Ha venido a poner una
denuncia, pero se ha echado atrás.
—¿Qué quería denunciar?
—Que su exmarido la ha amenazado con matar a su hijo.
—Joder.
Ella asintió con pesar mientras recorrían el pasillo.
—Es lo que hablábamos el otro día… La pobre seguro que tiene un ex
que es un cabrón y que la putea usando al crío, pero es que me viene sin
nada, pero nada de nada. Y a ver qué puedo hacer yo; solo cursarle la
denuncia sabiendo que no va a ir a ninguna parte. Qué mierda, chico, de
verdad.
Se despidieron y Alberto llamó con los nudillos a la puerta de una sala.
Asomó la cabeza sin esperar invitación. Dentro, el detective Guillén, algo
mayor que él y con aspecto flácido y agotado, tenía delante, sobre la mesa,
varias fotos extendidas. Al coger Alberto la baja médica, le había vuelto su
propio caso como un bumerán y, de propina, el del joven camello que
mataron detrás de los recreativos. Probablemente cuando lo supo soltó por
la boca todo lo más grande, pero ahora lo recibió con resignada aceptación.
—¿Qué pasa, tío? —le dijo.
—Poco, la verdad —contestó Alberto, echando un vistazo a lo que había
sobre la mesa—. Ya veo que estás con esto. Siento dejarte el doble marrón.
Se sentó. Él otro hizo un gesto para restarle importancia.
—Nada, la salud es lo primero. Además, antes yo te pasé el mío, y ahora
tú me lo devuelves.
Las fotos que estaban eran las que se tomaron antes del levantamiento del
cadáver de Iván Romo, detrás del salón de juegos recreativos. Las primeras
mostraban la escena del crimen en plano general. Un callejón sin salida,
estrecho y lleno de meados, con cubos de basura contra la pared. Se veían
las bocas de las salidas de ventilación de los recreativos y del bar. Por la
noche eso debía de ser un pasillo estrecho y oscuro donde se meterían los
chavales a drogarse o alguna pareja a rematar lo suyo. Sin ventanas a la
vista y mucho menos cámaras de seguridad, era el sitio perfecto para que
pasara de todo impunemente. En esas fotos, tomadas al amanecer, el cuerpo
de la víctima parecía un montón de trapos con uno de color vino a la altura
del pecho.
—Parece una pelea por drogas —opinó Guillén—. Estos niñatos se
ciegan cuando empiezan a pasar. Ven los billetitos desfilar por sus manos y,
claro, se les va la cabeza. A ver a qué camello le fue a tocar los cojones
—A ninguno de los que controlan el barrio, por lo que pude saber —
contestó Alberto—. Pero, como el chico tenía antecedentes de lo más
variado, podría ser por cualquier otro motivo. Incluso podría ser un robo.
—En el piso de Carlos Vila no robaron ni había ninguna señal de fuerza
—comentó Guillén, abriendo una carpeta que tenía al lado.
Le mostró una fotografía. Él ya la había visto: el cuerpo en decúbito
lateral, con las manos aún cogidas del cuello. Estaba bañado en su propia
sangre, que cubría casi todo el suelo.
—Le clavaron el arma en el recibidor, y el tipo, con el boquete en la
garganta, huyó hacia la cocina —explicó Guillén—. Si el asesino entró
detrás, desde luego no tocó nada. Ni siquiera dejó una mísera huella en la
sangre del suelo…
Alberto volvió a las fotos del traficante. Cogió una tomada más de cerca.
El cuerpo de Iván Romo estaba tendido boca arriba, con los brazos
extendidos a ambos lados y el rostro en calma.
—Este tampoco tenía señales de lucha, no se peleó… Y para que un
golpe te reviente el corazón hay que darlo con mucha fuerza, desde muy
cerca.
—No se lo esperaba —dijo Guillén—. Un conocido.
—O alguien de quien, en principio, no había que temer.
—¿Una tía? —especuló su compañero, clavándole la mirada.
Alberto no se la sostuvo, porque se acordó del arañazo en el brazo de
Adriana. Guillén disponía de la declaración del vecino, donde explicaba con
detalle que se cruzó con un desconocido encapuchado más o menos a la
hora del crimen y en la que se describía el arañazo. Debería comentarle que
una de las limpiadoras que estuvo en el piso de la víctima, casualmente,
tenía un arañazo similar, pero se acordó de la mirada desamparada de los
ojos tristes y volvió a decirse que dos casualidades no hacen una evidencia,
que su cabeza no iba como debía y que si estaba de baja era para quitarse de
encima todo aquello. Incluida esa mujer.
18
—¡No os preocupéis por mí, mileidi! —exclamó Edu poniendo esa voz de
pito que tan bien le salía—. Un caballero andante nunca tiene miedo, y vos
tampoco, porque se queda Ambrosius y él os cuidará, ¿verdad, Ambrosius?
El valiente sir Didymus-Edu le acarició la cabeza a Ambrosius-Queso
mientras Sarah-mamá los contemplaba con una sonrisa muy rara, una
sonrisa que temblaba.
—¿Vas a llorar? —le preguntó su hijo con su voz normal, mirándola con
los ojos muy abiertos.
—No, no, sir Didymus —contestó ella, esforzándose por mantenerse en
el personaje de Sarah—. Es solo que estoy un pelín, solo un pelín,
preocupada. El laberinto está lleno de peligros, de trampas y puertas falsas,
y como vais solo…
—Pero recordad que soy un caballero andante —respondió Edu,
volviendo a imitar a su personaje favorito.
—Tenéis razón, sir Didymus. Sois un verdadero caballero…
—¿Tenéis para mucho? —interrumpió la voz risueña de Marcos, a sus
espaldas.
Su silla era tan silenciosa que ni Adriana ni Edu lo habían sentido
acercarse por detrás.
—No, papá, ya está.
—¿Quieres que nos llevemos esos bollos supergrandes que te encantaron
la última vez? —le propuso el padre.
A Edu se le iluminó la carita.
—¿¿En serio podemos??
—Claro. Por eso hemos quedado aquí, enfrente de nuestra pastelería
preferida —contestó Marcos, sonriendo—. Pedro, por favor, acompaña al
niño y compra lo que él elija.
El chófer terminó de acomodar el equipaje en el maletero del coche, lo
cerró, se acercó a Edu, hizo la broma de quitarle la nariz y lo acompañó a la
pastelería que estaba al otro lado de la calle. Adriana los miró cruzar por el
paso de cebra.
—¿Estás bien? No tienes buena cara. —La voz de Marcos la sobresaltó.
No tenía buena cara porque no había dormido nada, pero no se lo iba a
decir a él.
—Estoy bien —contestó ella.
No lo estaba. La noche anterior había atravesado el infierno. A lo largo
de las horas había pasado por todos los estados de ánimo, había hecho y
deshecho su maleta varias veces, había sacado billetes de avión, los había
devuelto, había comprado dos juegos distintos de billetes de tren, había
reservado y cancelado inmediatamente la reserva de un económico bed &
breakfast en una aldea francesa escondida al pie de los Alpes, había estado
a punto de alquilar un coche para ir hasta Oporto e incluso consultó los
barcos que zarpaban desde allí.
El amanecer la pilló sentada en el suelo del pasillo con la cabeza entre las
manos. Si se llevaba a Edu, Marcos no tendría la menor compasión. Creer
que no los encontraría era pueril. Tanto él como su familia tenían
muchísimo dinero y todo tipo de recursos; Adriana no estaba en
condiciones de competir. Y, cuando los encontrasen, ahí sí que se acabaría
todo. Podía imaginárselo perfectamente diciendo que hasta aquí habíamos
llegado, que había tenido demasiada paciencia, que ella no le hacía ningún
bien a Edu.
Por la mañana, cuando el niño se despertó y saltó de la cama, feliz de irse
a pasar con su padre quince días fantásticos en el chalet de la sierra,
Adriana perdió las pocas fuerzas que le quedaban. La idea de arrastrarlo a
una vida furtiva y probablemente precaria le puso un lastre de plomo en los
tobillos que solo le permitió moverse lo justo para dar el desayuno a Edu,
ayudarlo a vestirse, peinarse y salir del piso tirando de su maletita.
—Pues no te veo normal, Adriana —insistió Marcos, estudiándola—. No
me quiero meter, porque esto ya no es cosa mía, pero el tipo de medicación
que has estado tomando no se puede dejar de golpe. Te puede poner peor.
—No estoy peor.
—Ya, claro, pero de repente no querías darme al niño…
Ella miró a su exmarido. En el rostro le había aparecido esa típica
arruguita en el ceño («Cuánto me preocupas, Adriana»), pero, además…,
sus ojos, bien entrenados, detectaron una ligerísima contracción en uno de
los ángulos de la boca, como si él estuviera conteniéndose para no sonreír,
como si estuviera gastando una broma privada que solo él disfrutaba. Nadie
lo percibiría excepto ella, porque por pura supervivencia había tenido que
aprender a distinguir y descifrar hasta el más sutil matiz en aquel rostro. Si
no lo conociera tanto, si no hubiera estudiado al milímetro cada expresión y
cada gesto de esa cara, tal vez dudaría.
—… a pesar de que hoy empezaba mi quincena de vacaciones con él —
continuó Marcos, sin quitarle la vista de la cara—. Y con las ganas que
tengo de llevármelo.
Adriana notaba la burla latente, era como si lo oyera reírse por detrás de
su cara seria.
—Tengo muchos planes para él —añadió él—. Lo mismo, después de
estas vacaciones, no vuelve.
Entonces sonrió. Esa sonrisa que ella conocía bien: sádica y provocadora.
Estaba disfrutando como cada vez que la sometía a alguno de sus juegos,
como cuando la veía sufrir.
Adriana siempre había leído la expresión verlo todo rojo pensando que
era una metáfora. No lo era.
Sintió como la sangre se le agolpaba en las sienes; un velo rojizo le
empañó la mirada, y se lanzó sobre Marcos como una fiera, le echó las
manos al cuello y le clavó las uñas. Creyó oír que alguien aullaba como un
animal; probablemente era ella. Tal vez él intentó sujetarle las muñecas, no
sabría decirlo, estaba ciega, todo lo veía rojo. Le pegó con los puños, lo
agarró del pelo, le arañó la cara tratando de hacerle el mayor daño posible,
destrozarlo con sus manos. Para ella, el tiempo se detuvo, pero en la
realidad el ataque no debió de durar ni un minuto. Una mujer agrediendo en
plena calle a un discapacitado en silla de ruedas no es algo que pase
desapercibido. Al instante, la gente que andaba cerca se apresuró a arrancar
a aquella desquiciada aullante del pobre hombre inmovilizado. Un policía
de proximidad acudió. Se la llevaron aparte. Adriana temblaba y jadeaba
mientras el agente le decía que tenía que llevarla a la comisaría y llamaba
para solicitar una ambulancia para atender a Marcos. Él solo pedía que
fueran a avisar para que su hijo no viniera.
—No quiero que me vea así —dijo, con sangre en el labio, arañazos por
toda la cara y un ojo que se hinchaba por segundos—. Y menos a su madre.
No, Adriana no era un espectáculo agradable: desmelenada, con la ropa
retorcida, jadeando y con los ojos aún enloquecidos por la rabia.
Afortunadamente, el chófer de Marcos mantuvo a Edu lejos de la escena.
Más tarde, le contaría al niño alguna historia que justificase las marcas en la
cara.
A ella la condujeron detenida a la comisaría. Le permitieron hacer una
llamada telefónica y lo único que se le ocurrió fue llamar a su madre para
pedirle que fuera a recoger a Queso y lo cuidara hasta que ella saliera libre.
Jimena empezó a poner el grito en el cielo, pero Adriana le dijo que no la
dejaban hablar más y colgó. Cuando la conducían al calabozo, a la espera
del juicio rápido, se cruzó con Alberto, que había venido a cumplimentar un
último trámite relacionado con su baja laboral. Él no pudo evitar pararse
delante, sorprendido.
—Adriana, ¿qué ha pasado? No, no digas nada —se corrigió rápidamente
—. No hables hasta que no esté tu abogado presente.
Tampoco ella tenía interés en contárselo. No deseaba hablar. Solo quería
que la dejasen en la celda, le daba igual con quién tuviera que compartirla,
y echarse a dormir. Solo dormir y dormir. Después del estallido de rabia, el
derrumbe físico. La derrota mental.
Alberto, por su parte, se informó del incidente: una agresión en plena
calle. Por lo visto, el exmarido no quería denunciarla, pero el procedimiento
de oficio iba adelante y el juicio tendría lugar al día siguiente.
—No es lo que le haya hecho, que no ha sido muy grave —le comentó a
Alberto el compañero que había detenido a Adriana—. Es pegar a una
persona con discapacidad, joder, que la tía se le fue encima y el pobre
hombre ahí, quieto en la silla, y ella, si la vieras…, parecía una loca, estaba
como ida, tío, como en trance. Si no la hubieran separado, no sé yo lo que le
hace.
Alberto quería volver a su piso, con las persianas bajadas y el pack de
doce cervezas en la nevera, pero en lugar de eso bajó a los calabozos, habló
un momento con un par de compañeros y entró a ver a Adriana. Ella no
compartía celda con nadie. Se había acostado sobre el banco corrido de
cemento que funcionaba como incómoda litera y se había vuelto hacia la
pared. Tenía la cara apoyada sobre su brazo doblado y con el otro se
protegía la cabeza, como si estuviera en medio de un tiroteo. Alberto se fijó
en los omóplatos desnudos que el top de tirantes dejaba al aire: demasiado
huesudos, incluso para alguien con su complexión delgada. Tocó con su
móvil en uno de los barrotes para llamar su atención.
—Adriana.
Ella no debía de estar dormida, porque al momento se giró a mirarlo y se
incorporó. Su rostro, objetivamente bello, tenía un halo trágico que lo
alejaba de cualquier apreciación en una escala de belleza o fealdad.
—No me está permitido bajar, pero quería saber si necesitas algo —le
dijo—. Te puedo traer una chaqueta; aquí hace frío por la noche.
Adriana, sentada en el banco, negó con la cabeza.
—O puedo avisar a alguien. Ya me han dicho que han contactado con tu
abogado, pero a lo mejor quieres que hable con algún familiar, algún amigo
o…
Ella volvió a negar con la cabeza despacio.
—¿Cuándo voy a tener mi juicio? —preguntó.
—Seguramente mañana.
Adriana se pasó las manos por la melena desordenada.
—Tú mantente tranquila y dile al juez solo lo que te aconseje tu abogado
—le recomendó.
Ella levantó la cara hacia él. Se puso en pie y cruzó la celda. Se paró
contra los barrotes, frente a Alberto, tan cerca que este sintió la emanación
tibia de su cuerpo. Las ojeras tenían un leve tono púrpura encendido.
Parecía febril.
—Quería matarlo, ¿sabes?
Alberto, alarmado, miró alrededor por si alguien lo había oído, pero no
tenían nadie cerca.
—No quería solo pegarle; quería matarlo —remarcó—. Ojalá pudiera
matarlo.
—Adriana, cállate —susurró él, agobiado—. Que nadie te oiga decir algo
así, y ni se te ocurra ir en este plan al juicio.
—Con la rabia se ve todo de color rojo —continuó ella.
—Para, por favor.
—Hace que actúes como si fueses otra persona —continuó ella—. Que
no puedas parar, que ningún destrozo te parezca bastante…
Alberto metió la mano a través de los barrotes y agarró la de ella para
acallarla.
—En serio, no digas más. Ya está el tema bastante complicado con los
agravantes que hay… Tienes que dormir. Mañana estarás más serena.
Adriana miró la mano que sujetaba la suya y luego lo miró a la cara,
sorprendida. Su extremidad crispada se ablandó en la de él.
—Hace tanto tiempo ya que se me había olvidado cómo era —murmuró.
—¿Qué?
—Que alguien fuera amable conmigo.
Alberto salió de allí con una sensación que le recordó a esas pesadillas en
que ves a alguien sobre el borde de un precipicio a punto de caer y quieres
correr a sujetarlo, pero las piernas se quedan sin fuerza y no responden y
sabes que no llegarás a tiempo de salvarlo, que no lograrás siquiera
agarrarlo de la ropa antes de que caiga al abismo… Al menos ese
desasosiego era algo dentro de la nada blanca, pero, si esto indicaba una
mejoría, qué desagradable era. Solo deseaba estar dormido. No quería
pensar más. Adriana sabía que al asesino lo único que le importaba era
matar. Lo sabía con una convicción que asustaba.
Alberto volvió deprisa, como perseguido, a su casa. Buscó en el baño la
caja de las pastillas, se metió tres en la boca y las tragó con cerveza. Se tiró
en la cama boca abajo y ya no amaneció hasta la tarde del día siguiente.
Es verdad que no quería saber nada más, pero esa tarde hizo un par de
llamadas y se enteró de que el juez había visto a Adriana en un juicio rápido
esa misma mañana, e incluso consiguió una copia del acta judicial, que leyó
con interés: el exmarido de ella se había mostrado firme en su decisión de
no denunciarla e incluso trató de hablar en su descargo, pero el juez no se
había ablandado. Le había impuesto seis meses de cárcel (que no cumpliría
por no tener antecedentes) y una multa, y había dictado una orden de
alejamiento para que no pudiera acercarse a su exmarido en el plazo de un
mes.
Es verdad que no quería saber nada más, pero los pensamientos iban por
su cuenta: Adriana había dicho que quería matar a su marido y, ¿por
casualidad?, estaba en la escena de un crimen y tenía un arañazo
sospechoso en el brazo. ¿Quién no abriría la puerta a una mujer tan frágil?
¿Quién podría temerla si se le acercaba mucho en un callejón oscuro?
Es verdad que no quería saber más, pero estuvo repasando lo que se sabía
de ambas víctimas sin admitir que estaba buscando un nexo improbable con
Adriana. Eso era lo último que iba a hacer, lo último de verdad, antes de
parar máquinas del todo y dejarse llevar. Se repitió que no iba a mover ni un
dedo más mientras averiguaba en qué hospital estaba la mujer de Carlos
Vila. Prácticamente, ella y su marido eran vecinos de Adriana. ¿Había algún
vínculo entre esta y la víctima, más allá de haber limpiado los restos de su
asesinato?
Con su móvil de trabajo extrajo del expediente de ella la foto de su ficha
policial y, aunque no quería descubrir nada, aunque solo quería descartarlo
y olvidarse, llamó a un taxi y cruzó la ciudad, saturada por un sol que lo
apisonaba contra el suelo.
—Debería haber llamado antes de venir hasta aquí, inspector —le dijo la
enfermera jefe de la planta de neurología—. La paciente no va a poder
colaborar. Apenas está consciente, es poco reactiva y no habla.
—¿Qué le ocurrió?
—Se cayó cuando regaba sus macetas. Un tercer piso. Fracturas varias y
traumatismo craneoencefálico. Siento que haya venido en balde.
Alberto se sentó en la sala de espera de las visitas para reunir fuerzas y
volver a casa. Se había dicho que eso era lo último que hacía, y lo había
intentado, ¿no? Ahora se iba a casa, pero en lugar de ir hacia los ascensores
tomó el pasillo de las habitaciones y, al pasar por delante del número que
había venido a visitar, sus pies se detuvieron frente a la puerta abierta.
Habían sentado a la paciente. Era aconsejable hacerlo un par de horas
cada tarde. Como su cuerpo flácido no se mantenía erguido y resbalaba, le
habían pasado una sábana doblada como un fajín alrededor del tronco y se
la habían anudado por detrás del respaldo. Una monja joven, con rostro
redondo y ojos inocentes, estaba sentada junto a Pilar mirando el móvil. Se
volvió y sonrió al ver a Alberto en la puerta.
—¿Viene a ver a Pilar?
Él asintió con la cabeza. La monjita aún sonrió más y aquel entró.
—Qué bien, porque nunca tiene visitas.
La cabeza de la paciente, en parte afeitada por la reciente cirugía,
descansaba echada hacia atrás en el reposacabezas, pero tenía los ojos
abiertos y los movió ligeramente cuando Alberto se acercó. Tal vez ella
esperaba que entrase otra persona, una que ya no vendría más.
—Buenas tardes, Pilar —dijo él a media voz.
La mujer tenía una pierna escayolada y un brazo descansando sobre el
regazo con una vía conectada a una bolsita de suero. Alberto miró una gota
hincharse, temblar y caer para dar paso a la siguiente.
—¿Es usted una amiga? —preguntó a la monja.
La religiosa puso una mano leve en el hombro de la paciente.
—Pilar colabora con nosotras en la parroquia del barrio.
—¿Cree que puede entenderme?
—Yo no sé. A veces parece que algo comprende, otras está como
dormidita, aunque tenga los ojos abiertos.
Alberto sacó su móvil, con la foto de Adriana en la pantalla, y se inclinó
hacia Pilar. Habló a media voz, lentamente, pronunciando con cuidado las
palabras:
—Pilar, no sé si puede fijar la vista en esta imagen…
La mujer movió la cabeza un poco.
—¿Conoce usted de algo a esta mujer? ¿O cree que su marido podría
conocerla?
Con esfuerzo, movió los ojos. Alberto alzó el móvil para ponerlo en la
línea de su mirada. Por un momento, pareció que se fijaba en la imagen. Él
aguardó, expectante. A ella le temblaron los párpados un segundo. Luego,
los cerró lentamente. El hombre contuvo un suspiro de frustración.
—Yo he visto a esa mujer. —La religiosa había alargado el cuello y
miraba la imagen en la pantalla. Alberto se la mostró mejor—. Estuvo hace
unos días preguntando por trabajo en la parroquia. Habló conmigo.
—¿Cree que Pilar y ella pudieron coincidir allí?
La joven religiosa se encogió de hombros.
—Puede ser. Yo no las vi juntas, pero a la hora que vino seguro que aún
estaba Pilar, porque su marido no la recogía hasta las dos.
Alberto notó que se le ponía la nuca rígida.
—¿El día que fue esta mujer a preguntar por trabajo también la recogió
su marido?
—Sí, sí, todos los días él pasaba a buscar a Pilar, a pesar de que ella vivía
muy cerquita. Un matrimonio muy unido, y ahora… —bajó la voz— fíjese
lo que le ha pasado al pobre hombre.
Alberto se incorporó, pensativo. Cabía entonces la posibilidad de que
Adriana hubiera conocido a Carlos Vila aquel día. La idea lo incomodó.
De golpe, el brazo de Pilar que estaba conectado al suero resbaló del
regazo y se arrancó la vía. La religiosa llamó al timbre de enfermería, y él
se apresuró a levantar el miembro caído de la mujer para contener el
sangrado. Mientras lo mantenía elevado le llamaron la atención, sobre la
blancura opaca de la piel de ella, unas marcas en la parte alta del brazo:
varias líneas de un rosa pálido que reconoció como cortes cicatrizados hacía
tiempo, una marca rectangular ligeramente satinada que parecía una
quemadura. Con cuidado, tomó el otro brazo de la mujer y miró bajo la
manga: no había nada, pero en la palma tenía un corte transversal, también
antiguo, que iba de lado a lado de la mano. También vio una ligera
desviación en dos dedos de la extremidad derecha, que lo hicieron pensar en
fracturas mal curadas.
—Hola. ¿Qué tenemos por aquí? —La enfermera, muy joven y con una
gran sonrisa, se acercó a Pilar.
—Se le ha salido la vía —le informó la monja.
—Eso lo arreglamos en un momentito.
—¿Han visto ustedes las cicatrices que tiene? —preguntó Alberto.
La chica se inclinó sobre la mano de la mujer para desinfectarla antes de
recolocar la vía.
—Sí, tiene varias por todo el cuerpo, pero son todas antiguas. Es raro —
añadió la joven—, porque en su historial no hay ninguna hospitalización.
¡Ni siquiera una sola visita a urgencias!
Él miró a la religiosa. Ella negó con la cabeza.
—Nunca me había fijado. Pilar siempre viste muy tapada.
Alberto coincidió en que era raro y le dio su número de móvil a la joven
monja, por si la paciente llegaba a recobrar algo más de conciencia y ella
pudiera llamarlo. Aquella le aseguró que así lo haría. Él se despidió y dejó
el hospital.
Ahí tenía una relación entre la víctima y Adriana. Justo lo que deseaba no
encontrar. Por otro lado, era una curiosa coincidencia que Pilar hubiera
sufrido un ataque con arma blanca tiempo antes de que a su marido le
abriesen la garganta. ¿La atacaron a ella primero, pero no consiguieron
matarla? ¿Había sido un aviso para él? ¿La pareja estaba metida en algo
peligroso? Y esos dedos. Se dijo que no tenía forzosamente que ser por una
paliza: se los había podido romper de cualquier manera, y esos cortes en el
brazo podían tener cualquier origen, incluso ser autoinfligidos. Pero el corte
en la palma… Alberto había visto las suficientes heridas de defensa como
para no dudar al reconocerlas. A los dos los habían atacado; a él lo habían
matado.
Se detuvo y se secó el sudor de la frente. Le vino el olor de la alcantarilla
que tenía junto a los pies y tuvo ganas de vomitar. La inercia que lo invitaba
a abandonar volvió más fuerte que nunca. Lo mejor era contarle todo a
Guillén y que fuera él quien se arreglara. Le subió una náusea a la garganta.
Se quitó las gafas y presionó con los dedos entre los ojos. Al abrirlos, vio
borrosa una luz verde de taxi que se acercaba y se lanzó delante de él para
abordarlo. Dio la dirección de su casa y, mientras miraba los edificios pasar
al otro lado del cristal, pensó en Adriana y en la forma de su espalda
desvalida, en sus ojos tristes. No llamó a su compañero, no le contó nada.
21
Alberto sabía que estaba en peligro. Esa madrugada, casi al filo del
amanecer, había estado a punto de levantarse de la cama y caminar los
cinco pasos que lo separaban de la ventana abierta, pero algo que tuvo más
que ver con el peso de plomo de su cuerpo sobre las sábanas que con el
instinto de conservación lo sujetó de milagro. ¿Qué había en ese momento
en su cabeza? Nada. Ni siquiera el deseo de terminar. Una nada pavorosa.
Un silencioso color blanco donde se fundía todo. ¿Cómo podía luchar
contra algo que no veía, ni anticipaba ni entendía? Al día siguiente tenía la
primera cita de su terapia con el doctor Tielmes, pero no estaba seguro de si
llegaría. Así estaban las cosas. No recordaba un verano tan infernal como
ese. Las horas se estiraban hasta la desesperación y él estaba encerrado en
el piso a oscuras, con el aire acondicionado constantemente encendido y
más de cuarenta grados en el exterior. Daba vueltas por la cocina y las
habitaciones sin ir a ningún sitio ni hacer nada, temiendo el momento en
que acabara por tumbarse en la cama, porque sabía que después no
encontraría un motivo para levantarse. Alimentarse ya se había revelado
como una motivación insuficiente. Ir al baño todavía servía, aunque solo
fuera para evitar las molestias físicas. No soportaba la televisión encendida:
no entendía nada de lo que veía y los colores moviéndose en la pantalla lo
molestaban. Leer era imposible: se quedaba mirando las líneas como si en
ellas hubiera dibujos en vez de palabras. La música lo taladraba,
garantizándole dolor de cabeza instantáneo. A la desesperada, pensó en
hablar con alguien, y delante del móvil dudó, pero en realidad no podía
llamar a nadie: la familia y los amigos ni sospechaban contra qué corriente
braceaba, y él no sabía cómo pedirles ayuda sin remover respuestas
emocionales que actualmente no podía afrontar. Además, ¿cómo podía
explicarle a su madre, a sus primos o a su hermana lo que le estaba pasando
si no lo sabía ni él? De hecho, lo mejor era no llamar a nadie ni atender
ninguna llamada, apagar el móvil del todo y cortar un cable más. Al coger
el teléfono para apagarlo, tocó sin querer el icono de WhatsApp y se abrió
un mensaje recibido. Era de Guillén: «Ya sé que no tendría que molestarte,
pero, joder, otro muerto».
Esas palabras le arrancaron una chispa de interés, y Alberto la atrapó al
vuelo, porque no se podía permitir desperdiciarla. Estaba en grave peligro y
tenía que sujetarse a lo que fuera. Mandó al chat un signo de interrogación.
Guillén no tardó ni un minuto en contestar con un mensaje de audio: «Otra
víctima, joder. Otro tío, en el mismo barrio, también en su casa, con la
puerta sin forzar. Hostia puta, me crecen los enanos. La misma arma de
Iván Romo y de Carlos Vila. Ha sido una carnicería, pero esta vez, mira,
tuvieron el detalle de drogarlo antes…».
Guillén hizo una descripción rápida y precisa del crimen. La víctima:
Josué de Blas, sin antecedentes, jefe de mantenimiento en una empresa de
telefonía, liberado sindical. Lo habían encontrado en su sillón orejero, como
si estuviera echando una siesta delante de la tele. Estaba bañado en su
propia sangre. Tenía ambos ojos brutalmente horadados de esa forma
reconocible, obra de la misma arma que las anteriores muertes. La habían
clavado primero en un globo ocular y luego en el otro, y la punta había
descrito un trazado helicoidal que, al salir, arrasó con todo hacia fuera. Al
lado, tenía una copa de coñac vacía. Al analizarla, encontraron restos de un
potente analgésico que se halló también en la víctima al efectuarle la
autopsia. Se pudo precisar que el hombre se encontraba con vida, aunque
probablemente inconsciente, cuando lo hirieron. Murió desangrado, igual
que Carlos Vila.
Alberto trató de organizar ideas entre la bruma de las pastillas que le
envolvía la mente. Tres crímenes con tres víctimas, varones, que no tenían
nada que ver, salvo que vivían o se movían por la misma zona. Era evidente
que el asesino quería decir algo, pero no se sabía a quién. Por otro lado, a
pesar de lo truculento de las muertes, parecía que el asesino iba aligerando
la mano, como si lo fuese ganando la compasión o su rabia se fuera
disipando. Si en el primer asesinato el golpe fue tan brutal que había
reventado el corazón, en el segundo no necesitó tanta fuerza para romper la
tráquea, y en el tercero había preferido eliminar de antemano toda
posibilidad de resistencia: matar a una víctima dopada que no puede
defenderse es muy fácil. Los tres asesinatos en un mismo barrio, en un radio
de unas cuantas calles… En una de ellas vivía también Adriana. Cabía la
posibilidad de que ella conociera, por lo menos, a una de las víctimas,
Carlos Vila. Ese arañazo en el brazo no se le iba de la cabeza. Le volvió la
sensación de pesadilla en la que no iba a llegar al borde del precipicio antes
de que fuera demasiado tarde. Sin pensar, obedeciendo a un impulso, se
lanzó a la calle. Cogió un taxi, le dio la dirección que había conseguido con
un par de llamadas y se plantó delante del portal de Adriana. Cuando se vio
allí, se dio cuenta de que de verdad debía de estar volviéndose loco. ¿Qué
iba a hacer? ¿Llamar al portero automático y decirle… qué? ¿Advertirla?
¿Interrogarla? Su pensamiento se cortó en seco cuando la puerta del edificio
se abrió y salió ella. Plantado al otro lado de la calle, ni acertó a moverse.
La mujer lo vio. Se detuvo un momento, como si el calor de la calle la
abrumase. Se descolgó del hombro el bolso de rafia y buscó algo. Un
mechón rubio se le salió de la coleta, anudada con pereza en la nuca, y
quedó suspendido por delante de la cara. Sacó unas gafas de sol y, con un
gesto fluido, echó la onda de pelo claro hacia atrás y levantó la cara.
Alberto notó que tenía los ojos congestionados, ojos de haber estado
llorando mucho rato. Ese detalle fue una especie de llamada. Sin pensar,
cruzó la calle para abordarla, pero ella se puso las gafas de sol y arrancó a
andar deprisa.
Él no se imaginó correteando detrás para cogerla del brazo y hablarle de
¿qué? Sin embargo, la opción de darse la vuelta y marcharse a su piso
estaba descartada. Aceptó sin más que había perdido la cabeza y por eso
hacía cosas que no tenían explicación, por ejemplo, caminar detrás de ella, a
una prudente distancia. Le vino a la mente la imagen del tío que sigue a
mujeres y al que él mismo había detenido en alguna ocasión. Ahora, pensó
irónicamente, estaba al otro lado. Adriana andaba con paso ligero, pero
parecía pesar sobre sus hombros desnudos una carga que los vencía un pelín
hacia delante. Alberto reconoció su propia postura corporal y se enderezó
sin quitarle los ojos de la espalda. Ella giró en una esquina y anduvo por el
delgado filo de sombra que proyectaban los edificios. Él la siguió durante
unos minutos. La vio dirigirse a un local pequeño con cristalera en su
frente. Adriana abrió la puerta y entró. Junto a la entrada había un discreto
letrero que decía: Centro Sociocultural Alamillo. La cristalera estaba
prácticamente cubierta por carteles colocados en el interior. Alberto se
acercó. Hacían referencia a los Veranos de la Villa, a actividades y avisos
barriales de variada índole y talleres que empezarían en septiembre, además
de una excursión para jubilados al monasterio del Escorial…
—No hay cursos. —Una mujer de mediana edad, con cabello rubio
reteñido, había salido a la puerta al verlo mirar a través de la cristalera.
—¿Perdón?
—Digo que ahora en verano no hay cursos —explicó ella—. En agosto el
centro cultural está cerrado.
—Acabo de ver entrar a una persona.
—Ya, pero es que viene al grupo de apoyo, que sí que sigue funcionando
durante todo el verano.
—¿Qué grupo de apoyo?
—De apoyo psicológico.
—Ah. No sabía que hubiera uno aquí.
—Pues sí, pero este no le serviría a usted. Se lo digo por si está
interesado —le aclaró—. Es apoyo psicológico solo para mujeres.
—Ah, vale.
—Pero en septiembre tendremos otras actividades también relacionadas
con la violencia de género donde pueden participar hombres, si quieren.
—Gracias —contestó Alberto, archivando la información que le acababa
de llegar gratis.
—Perdone. ¿Me permite…?
Se volvió y cedió el paso a una mujer de unos cuarenta años, de rostro
pálido y demacrado, que vestía una blusa de manga larga a pesar del calor.
Se fijó en su ligera cojera porque al principio le había parecido que se
tambaleaba un poco, pero no, era su forma de caminar.
—Llego un poco tarde —le dijo la señora a la mujer rubia antes de que la
puerta se cerrara.
Era verdad que Miedo venía con retraso a la sesión de hoy, pero ahora
Laura sabía por qué, no como el último día, y las demás también y lo
comprendían perfectamente. Su llegada tardía les había dado tiempo para
comentar lo que se sabía del terrible suceso.
—Sí, sí. Se lo encontró ella misma cuando volvió a su casa —contó
Llanto—. Pero ya debía de llevar varias horas tieso.
—Fallecido —matizó Laura con suavidad.
—Eso: fiambre. Le habían clavado un cuchillo o algo en la cara —
continuó Llanto—. Y lo habían drogado.
—Qué fuerte —dijo bajito Raquel, anteriormente Pollo Desplumado.
Adriana miraba a unas y a otras, impresionada por los detalles escabrosos
de la noticia, pero sin ánimo para comentar nada.
La puerta se abrió y entró Miedo. Pronunció un hola casi imperceptible
mientras cerraba la puerta detrás de ella y, con pasitos pequeños,
renqueando un poco por su cojera, se dirigió a su silla. Nadie habló
mientras tomaba asiento. Laura se aclaró suavemente la garganta y rompió
el hielo:
—Te damos el pésame, Emi. Estábamos preocupadas por ti.
Miedo asintió con la cabeza, sin mirar a ninguna.
—Supongo que son momentos duros. Gestionar las emociones puede
resultar complicado en estos primeros días —continuó Laura—. Sobre todo,
por los sentimientos contrapuestos. Es posible que, a pesar de sus malos
tratos, junto con los recuerdos amargos, te asalte algún pensamiento
positivo sobre Josué o sobre los buenos tiempos de…
Miedo se levantó de su silla. Laura se calló. La mujer desabrochó el
botón que cerraba el puño de su blusa y, sin prisa, dobló la manga,
descubriéndose el brazo hasta el codo. Les mostró la cara interna del
antebrazo: estaba sembrada de pequeñas marcas oscuras.
—Quemaduras de cigarrillo —explicó ella. Negó con la cabeza y añadió,
mirando a la otra—: Perdóname, Laura, pero de sentimientos contrapuestos
nada.
Hubo un instante de silencio. Luego, Raquel se levantó, fue hacia ella y
la abrazó. Después, Llanto y Pastillas la abrazaron también. Laura dudó un
momento si mantener su papel de terapeuta y moderadora, pero inspiró aire
profundamente y también se levantó y fue a abrazarse con las demás. Solo
Adriana se había quedado en su sitio, observándolas.
Pastillas, que aquel día parecía bastante más conecta-
da con la vida, levantó la cabeza del nido de mujeres y la buscó con la
mirada. Le hizo un gesto con la cabeza invitándola a acercarse y sus labios
moldearon la palabra ven: eso y su sonrisa, en la que había un inequívoco
agradecimiento, la movieron a levantarse de la silla, dar los pasos justos y
unir su abrazo al de ellas. Enseguida varios cuerpos la envolvieron y la
anudaron apretadamente al resto. Una mano, una pequeña ya conocida,
buscó la suya y la agarró fuerte. Raquel. Como en la vez anterior, Adriana
le devolvió el apretón y, como en la vez anterior, sintió que esa mano y ese
lugar eran un hombro confortador, el sitio donde ahora pertenecía, un
refugio en el que reunir fuerzas para lo que se le acercaba.
23
—… yo a los diez era muy cría, pero mucho, por fuera y por dentro. Poco
espabilada. Aún jugaba con muñecas a veces, aunque delante de mis amigas
me hacía la mayor. También me gustaban las matemáticas, el inglés, dibujar
y la gimnasia rítmica. Mi madre, la pobre, me apuntaba a todas esas
actividades extraescolares para que pasara el menor tiempo posible en casa,
porque ella estaba mala y mi padre nos había dejado hacía años y ella no
podía ni con el pelo, como para cuidarme a mí. Por eso no le dije nada de lo
que había pasado en la cabina del cuarto de baño del colegio; bastante tenía
ella con su enfermedad. Además, es que, te lo digo, yo no sabía qué había
pasado exactamente, porque él me puso de cara a la pared antes de bajarme
las bragas y a mí todo me pareció superraro, pero ver, lo que es ver, vi poco.
Y como él era mayor, tenía catorce y yo solo diez, entonces pensé que,
bueno, que serían cosas que hacen los mayores cuando se lían entre ellos, y
en esa época todas mis amigas y yo nos moríamos por parecer mayores.
»Me acuerdo de que, después, volví a clase con «eso» por las piernas,
porque había sonado el timbre antes de que pudiera limpiarme con papel
higiénico, y yo no quería llegar tarde a Sociales, porque nos quitaban un
punto si nos retrasábamos después del recreo.
»A mí a los diez años ni siquiera me interesaban aún los chicos, pero en
mi grupo de amigas había algunas más adelantaditas, las que ya iban
cumpliendo once, que empezaban con la tontería de tener novio, y que si
este o ese me ha mirado, que si aquel está buenísimo…, todo eso. Se
empeñaban en que fuéramos a jugar al baloncesto a la cancha donde
entrenaban los de la ESO y se ponían a reírse a gritos, a chillar y a exagerar
mucho para que nos mirasen, ya sabes, esas bobadas…, y allí estaba él. Ni
recuerdo su cara. Solo me acuerdo de que era así, pijito, que tenía un
flequillo rubio largo y peinado de lado y que le iban muchas niñas detrás…
Yo era como ahora, una poquita cosa, joder, con diez años; es que no sé por
qué le dio conmigo, podía haber elegido a una más llamativa, menos
criaja… Pero, de pronto, las de mi clase empezaron a decir que el rubio me
miraba y él empezó a ir con sus amigos a la salida de mi clase de Inglés, y
un par de días me siguió hasta mi casa. A mí, si te digo la verdad, aquello
en el fondo me parecía algo agobiante, pero al mismo tiempo me daba fama
de guay en el cole, porque, ya te digo, el rubio era uno de los tíos buenos
oficiales entre las chicas de cuarto, quinto y sexto. Mis compañeras estaban
como locas, me prestaban tops con letras de purpurina superajustados que
yo ni llenaba y me hacían trencitas, me regalaban gargantillas con
corazoncitos y me traían brillo de labios y máscara de pestañas para que
aprendiera cómo se usaban. A mí toda esa atención me encantaba, la
verdad: era un juego que habría sido divertidísimo si se hubiera quedado
ahí.
»Pero, claro, luego venía la parte que era de verdad. El chaval empezó a
hablarme. Yo me quedaba callada o decía a todo que sí, porque, ya sabes: a
esa edad los niños de catorce eran otro nivel. Cuatro años de diferencia,
imagínate. Así que cuando me pidió salir le dije que sí, sin saber muy bien
qué era eso de salir. Por lo que parecía, consistía en ir cuando él dijera al
rincón detrás del gimnasio, donde los tubos de calefacción del cole, y
quedarme muy quieta mientras él besaba mis labios apretados, insistiendo e
insistiendo con fuerza hasta que conseguía que yo los separara. Entonces se
ponía a hacer todo aquello con la lengua dentro de mi boca, que recuerdo
que me daba un asco que me moría. Pero yo me animaba pensando que
tampoco duraba tanto y que era la más guay porque salía con un mayor. Por
suerte, mis extraescolares impedían que nos viéramos por las tardes, y yo
los fines de semana no salía de casa. Acuérdate: diez años. Luego, poco a
poco, los ratos detrás del gimnasio se fueron haciendo difíciles de una
manera que yo no entendía. Él decía que estaba perdiendo el tiempo
conmigo, y yo, callada, porque no tenía ni idea de qué quería ni qué podía
hacer yo. Así que un día vino diciendo de cortar y yo me puse a llorar como
una Magdalena, porque vi que se me acababa molar la que más, adiós a las
gargantillas con corazones y a tener a todas las niñas pendientes de mí. Le
pedí llorando que por favor no cortara, que yo haría lo que él me dijera, a lo
cual él dijo que bueno, vale, pero que tenía que obedecerlo en todo y no
protestar por nada ni contarlo a ningún adulto.
»Me acuerdo del frío de los azulejos amarillo pálido en mi moflete
aplastado contra ellos. Al chaval lo tenía pegado a la espalda,
espachurrándome contra la pared. No era nada agradable, pero yo le había
dicho que no protestaría, así que tampoco dije nada cuando me cogió el
brazo y me lo dobló hacia atrás, como hacen los policías cuando detienen a
un ladrón. Él me hizo agarrar con la mano esa parte de carne que estaba tan
caliente y que se movía un poco por sí sola, como si tuviera hipo. Yo sabía
lo que era, pero no tenía ni idea de qué debía hacer con ella, aunque él me
guiara arriba y abajo sujetándome por la muñeca y respirando cada vez más
fuerte. A mí me dolía el brazo forzado hacia atrás y él tampoco parecía muy
contento. Se impacientaba, resoplaba, decía palabrotas en voz baja y, de
pronto, me soltó la mano, me levantó la falda y me bajó las bragas. Me
separó con las manos los cachetes del culo y puso en medio esa parte que
ardía y que estaba ya un poco húmeda. Y ahí, con la fricción de un sube y
baja cada vez más acelerado, pareció que la cosa acababa bien para él. Yo
volví a clase sin haber visto nada, sin saber bien lo que había pasado y con
aquella cosa tibia y pegajosa por el culo y la parte de atrás de los muslos.
Tenía un poco de ganas de vomitar, pero el alivio de haber conseguido que
no cortara conmigo lo compensaba. Solo que no duró, porque, ya te lo
imaginarás, él no volvió a dirigirme la palabra; es que ni me miraba si nos
cruzábamos en el pasillo. Por suerte, ya era final de curso y el apagón de mi
estrellato en el cole no ocurrió en esas dos últimas semanas.
»Las vacaciones, como siempre, las pasé en casa, intentando ayudar a mi
madre, que estaba en su segundo ciclo de quimio aquel verano y no tenía
pelo ni cejas y le daba vergüenza salir a la calle. Yo hacía las cosas de casa
que sabía hacer y luego me aburría como una piedra, veía la tele y releía los
tres únicos libros que había en casa: uno de chistes, otro sobre cuidado de
plantas y uno de mitología griega para niños, que era el que más me
gustaba.
»Cuando empezaron las clases en septiembre, llegué con mis once años
recién estrenados, mis trencitas y mi brillo de labios, queriendo demostrar
que molaba tanto como el año pasado, pero las cosas habían cambiado. Mi
corrillo fiel de niñas se había disuelto y a mi alrededor había un círculo
vacío que me acompañaba siempre, como un campo de fuerza donde nadie
entraba. Ninguna de las de mi clase se quiso sentar a mi lado ese principio
de curso y la profesora tuvo que obligar a Inés Codina Moreno a que
ocupara la silla vacía junto a la mía, cosa que hizo resoplando y poniendo
los ojos en blanco, para luego ignorarme durante el resto del curso. Fíjate:
yo era tan inocente que al principio pensaba que era porque ya no salía con
el rubio, pero luego empezaron las notitas, las pintadas, los papeles
clavados en el corcho del pasillo, las palabras raspadas en la madera de las
puertas del baño. ¿¿Puta yo?? ¿De qué? ¡Si aún me reía con los dibujos de
Bob Esponja! Pero nada: lo de zorra y guarra me seguía por donde fuera, y
pronto comprendí que tenía que ver con lo que pasó en el baño el curso
anterior, aunque a esas alturas lo habían «tuneado» bastante, eso sí. Fue
entre los mayores donde había empezado a circular que el rubio se había
follado a una niña, a mí, en los baños, y el rumor se había extendido antes
incluso de que empezara el curso. Imagínate el plan. Y no te creas que una
sola voz se levantó para defenderme, para decir que yo era una niña
pequeña, ¡una niña!, y que ese pavo era un puto violador y un cerdo; no, la
cerda era yo. Y esto era en 2005, ¿eh? No hace noventa años. Pero es que
nadie. Nadie.
»Al principio, mi preocupación se centró en aclarar la mentira: que él no
me había follado de lo que se dice follar follar. ¡Si yo ni sabía bien qué era
eso!, ¡si tuve que aprender de golpe un montón de cosas de las que ni había
oído hablar antes! Pero no era fácil explicar lo que había pasado y, además,
aclararlo no mejoraba mucho mi reputación; si no había follado, daba igual:
lo que había hecho seguían siendo «guarrerías» y yo era «muy espabilada y
muy puta» para ser tan pequeña… Aunque eso de que no había follado no
se lo creía nadie.
»«El Rubio te la ha metido, pero, vamos, fijo, fijísimo», me soltó Román
en las escaleras del patio, el día de la lluvia.
»No sé si te puedes hacer una idea de lo que fue todo aquello para una
niña de once años sin apoyos de ningún tipo, que no había recibido ninguna
educación sexual. Para empezar, acepté la idea de que yo era tan culpable
de lo que había pasado en el baño como el chico: había ido allí sin que me
obligara y no me había resistido ni había protestado, así que aquella mierda
también era cosa mía y más me valía ocuparme de que ningún profesor se
enterara. Por eso, en lugar de denunciarlo, lo que hice fue ocultarlo al
mundo adulto. Me pasé el curso sola, desesperada por que alguien se
acercara a hablarme sin insultos ni bromas de mierda. Para las niñas de mi
clase, de once y doce años, el relato que corría de lo que yo había hecho era
demasiado fuerte; me decían que yo daba asco, me trataban como a una
apestada. En el resto del colegio me harté de oír y leer cosas sobre mí,
tantas que se hicieron algo normal y cotidiano. No dejaban de dolerme, pero
no me parecía que fueran mentira del todo. A esas alturas ya no me quedaba
autoestima, por eso, en vez de pegarle una hostia a Román cuando dijo que
me la habían metido, me encogí de hombros y me quedé allí delante de él
mientras empezaba a llovernos encima. Entonces me dijo que tenía quince
euros y que yo me los podía ganar. ¿Cómo? Él me lo explicó mientras me
llevaba al hueco de las escaleras, debajo del tejadillo de uralita donde
guardaban los cubos de la basura. Solo tenía que utilizar la mano de la
manera que él me iba a decir, total, mucho más fácil que lo que había hecho
con el Rubio, y me podía llevar quince euros a cambio de unos minutejos.
El tal Román era el primer alumno de todo el colegio que me hablaba sin
insultarme en seis o siete meses y…, en fin, lo que proponía parecía tan
sencillo… Aún tengo grabado el ruido de la lluvia cayendo sobre la uralita
mientras yo le daba con la mano arriba y abajo, arriba y abajo… Esas cosas
tontas que se te quedan en la cabeza, ¿verdad? Aquella no fue una paja muy
bien hecha, pero enseguida aprendí a hacerlas de maravilla, porque Román
fue hablando por ahí y muchos chicos podían gastarse quince euros en pasar
un buen rato. Raro era el día que no tenía dos o tres esperándome a la
salida. Eso fue así durante los dos cursos siguientes, porque, aunque las
chicas, según crecían, empezaban a enrollarse con los chicos, se ve que a
ellos les daba más morbo hacer cosas con la tía más guarra con diferencia
de todo el colegio, que además te cobraba, como una puta de verdad, la paja
a quince y la mamada a veinticinco. Y, mira, ser eso que todos decían me
sirvió para no estar sola, con todos esos chicos alrededor y con las chavalas
más malotas, que también empezaron a venirse conmigo porque yo era lo
peor y eso les molaba. Así que para qué resistirse: mejor darles la razón a
todos y meterme en el papel… Solo que… una también tiene que dormir
por las noches, ¿sabes?
Raquel calló de golpe, se puso la mano sobre la boca y arrancó a toser. El
esfuerzo de hablar tanto la estaba dejando sin aliento. Adriana esperó a que
se recobrará y aprovechó para recuperarse también ella. Había estado
escuchándola con una bola de angustia en el pecho, tan dentro de su relato
que incluso cuando en un momento dado le sonó el móvil lo apagó sin
mirar siquiera quién llamaba.
Cuando Raquel terminó de toser se quedó quieta, jadeante.
—Hay más, pero ya seguiré otro día, porque ahora…
Negó con la cabeza y pareció que se vencía un poco hacia delante.
Adriana se adelantó y la rodeó con el brazo para sostenerla. Raquel no
pesaba apenas, pero la enlazó también con su brazo hasta que no se supo
quién sostenía a quién. Ninguna habló en un largo rato. Luego, ella le dijo
que descansara un poco, que después la ayudaría a hacer la mudanza a su
casa.
27
—Estaba tan rota, tan sola y con tanto odio hacia mí misma que una noche
cogí unas cuchillas de afeitar y me acosté dentro de la bañera llena de agua.
»No sé cómo salí de allí, no me acuerdo de si me llevaron al hospital o si
me arrepentí del intento y fui yo sola; no sé nada de lo que pasó. Sé que mi
madre seguía enferma, cada vez peor, y yo no tenía amigos ni a nadie que se
preocupara por mí. Solo se me acercaban los que podían aprovecharse,
quitarme algo, y se largaban después con tanto desprecio que les faltaba
escupir por encima del hombro. Aún no había cumplido quince años y
prácticamente vivía sin comer. Eso sí: bebía y me drogaba con todo lo que
podía. A veces me quedaba el día entero en la cama. Siempre estaba
cansada. Entonces se me ocurrió, o alguien me aconsejó, ir a ver a un cura,
el padre Elías, que trabajaba con los jóvenes del barrio y los ayudaba, y
decían que era muy majo. Hice como que quería confesarme y le conté lo
que me había pasado hacía tres años y que nadie me había ayudado. El
padre Elías fue comprensivo y amable, pero los únicos consejos que me dio
fueron que acudiera al centro de juventud, donde había cursillos y hacían
muchas actividades para sacar a chicos de las calles.
»Allí fue donde conocí a Miguel. Tenía dieciocho. Gracias al padre Elías,
había conseguido dejar los porros y las tragaperras; estaba tan enganchado
que había empezado a robar algún que otro monedero a señoras distraídas.
Ahora ya no robaba, ni fumaba ni jugaba. Era lo que llaman «un chico
sano». En una de las excursiones del centro intenté liarme con él y fue de
los pocos que me dijeron que no, pero, en vez de largarse, se quedó
conmigo hablando toda la noche, metidos los dos en un saco de dormir,
comiendo pipas y riéndonos muchísimo. Miguel pensaba que era muy
graciosa, ¡yo, que la única gracia que podía tener no te digo dónde me la
veían los otros! Con eso y poco más, me volví loca por él, pobrecilla.
Primero nos hicimos amigos; yo le contaba toda mi vida y él me
aconsejaba. Y, como me gustaba tanto, dejé de irme con otros chicos, a ver
si así él quería tener algo conmigo, y Miguel dijo que, bueno, podíamos
intentarlo.
»Empezamos a salir y, de verdad, te juro que esa época fue una pasada,
porque por fin tenía a alguien que estaba conmigo y se preocupaba por mí.
Qué maravilla, qué suerte. Estaba que explotaba de alegría. Para aferrarme
a él, para que me rescatara, dejé de beber y de drogarme, porque a Miguel
no le gustaban las «chicas con vicios», y, sin que él me lo dijera, cambié las
pintas que llevaba y empecé a vestir más formalita, cosa que le encantó. ¿A
mí qué me importaba que quisiera saber todo el tiempo dónde estaba y con
quién? Era mi novio y se preocupaba. ¿Qué más daba que me cogiera el
móvil y viera todo lo que tenía en él? Eso no me molestaba, nada me
molestaba. Es que incluso que fuera celoso me parecía bien, porque yo
nunca le había importado a nadie, yo era de todos, por mí ninguno se
enfadaba, y ahora sí, ahora tenía novio; que se jodieran, un novio que no
quería que hablara con ningún chico. Pues muy bien. Que no soportaba que
ninguno me mirase. Cojonudo. Que hasta se pegaba con quien creyera que
me había mirado el culo. Pues mira, perfecto, porque yo también merecía
que me defendieran.
»Cuando murió mi madre tuve que ir a vivir con mi tía y me tocó
cambiar de instituto. Allí no llegué a hacer ninguna amistad, ni siquiera lo
intenté. En el nuevo insti ya no era la puta del barrio, era solo una chica
más: normalita, con su novio y tal. Pasar desapercibida era algo novedoso,
un lujo que quería disfrutar a solas. Miguel encontró un trabajo de
ferrallista, que era la formación que había hecho gracias al centro de
juventud, y se compró un coche de segunda mano con el que venía todos los
días a recogerme a la salida de clase.
»Ya tenía yo cuidado de no salir nunca del instituto charlando con algún
compañero, ni siquiera con otras chicas, porque, la primera vez que Miguel
me cogió por el brazo y me metió al coche, las marcas moradas de los
dedos me duraron semanas. Es verdad que él a veces se ponía un poco
nervioso y se le iba la pinza, pero, bueno, nada grave: un empujón y un
tirón de pelo no son para montar un drama. Y si cuando se enfadaba me
echaba en cara cosas de antes o me decía algún insulto era porque yo hacía
que se pusiera así, pero bastaban unas palabras cariñosas y unos besos para
que yo lo perdonara y nos dijéramos todo lo más bonito del mundo: nadie te
puede querer tanto como yo, nadie te puede cuidar tanto… Todas esas
mierdas.
»Cuando me fui a vivir con él yo tenía diecisiete años y Miguel ya me
había cruzado la cara de un bofetón, me había escupido, me había echado a
medio vestir del coche y en su cumpleaños me había dado una patada
porque yo estaba bailando «demasiado». O sea, que sí, que ya tenía avisos
para saber por qué camino iba a ir el asunto, pero es que en casa de mi tía
me trataban muy mal y perder a Miguel significaba regresar a donde a nadie
le importaba si yo reventaba. Además, me convencí de que viviendo juntos
él estaría más tranquilo al ver que yo no hacía nunca nada malo.
»Lo que sigue ya te lo puedes imaginar. Supongo que a ti no tengo que
explicarte lo que es el miedo y lo jodido que es no saber cuándo y por qué
va a empezar la siguiente movida. Mira, me acuerdo del día que le dije que
estaba embarazada. Creí que se iba a alegrar, pero se puso a gritarme como
un loco muchas veces «Pero ¿cómo me haces esto?» y a pegarme con el
puño y luego con un barrote del respaldo de una silla metálica hasta que ya
no hubo que preocuparse por buscar una clínica concertada para interrumpir
el embarazo.
»Si me preguntas si lo denuncié, no, no lo hice nunca. ¿Para qué? No
paraba de ver noticias en los informativos de tíos que se saltaban todos los
controles y acababan matando a la mujer a pesar de denuncias y de pulseras
telemáticas. ¡Joder! Pero ¿¿qué coño de ayuda es la pulserita?? ¿Es que no
se dan cuenta de que llega un momento en que a ellos se la suda la pulserita,
el alejamiento y hasta la cárcel? No me fugaba de casa porque no tenía a
dónde ir ni con quién y tenía miedo: sabía que él me iba a perseguir, me iba
a meter en la casa otra vez e iba a ser peor. Así funciona: si te defiendes, es
peor; si lo cuentas, es peor; si tratas de escapar, es peor. Porque solo tienes
un intento y, si fallas, lo que te pase será siempre peor. Así te enseñan que
estás indefensa y que quedarte quieta y calladita es lo que más te conviene.
»Yo casi nunca salía del piso. Sobrevivía allí intentado hacer poco ruido,
golpeada y resignada, tachando los días como si mi vida fuera una condena
a prisión y mi objetivo fuese que terminara cuanto antes. Y, como era
normal que yo siempre tuviera hematomas, chichones y heridas, el bulto del
pecho al principio me pasó desapercibido y tardé más de la cuenta en ir al
médico.
»Ya sé que esto te va a parecer muy fuerte, pero te lo voy a decir: mi
cáncer fue un milagro.
»La ecografía no dejó ninguna duda: el pecho derecho estaba muy
afectado. Era insalvable. Había que empezar cuanto antes el tratamiento
para contener la expansión antes de operarlo. Abracé la quimio con sus
efectos secundarios como el precio de mi rescate, porque fue lo que se llevó
mi miedo a Miguel. Entre él y yo se había colado un tercero que era mucho
más aterrador, que causaba más devastación y que podía matar sin un solo
golpe: ¿qué era Miguel al lado de eso? Nada. Así que, la siguiente vez que,
sentados a la mesa, levantó la mano para darme una torta, agarré el cuchillo
de la carne y lo miré a los ojos con una calma absoluta. «Vamos, pégame»,
lo reté.
»En ese preciso momento se dio cuenta de que, si me levantaba la mano,
yo lo mataba. Eso lo dejó helado. No me volvió a pegar más, y así yo pude
completar la transformación. Mi cuerpo se consumía mientras por dentro
me curaba de todo lo que había sufrido en mi vida: los abandonos, los
insultos y las agresiones cicatrizaban a medida que la enfermedad se iba
apoderando de lo de fuera. A Miguel el cáncer lo asustaba mucho, y yo, que
lo llevaba dentro, le parecía una sucursal viviente. Me repelía. Me evitaba
tanto como podía: ya no se me acercaba en la cama ni me gritaba para que
saliera del baño o me fuera del sofá. Como una larva pálida y calva, poco a
poco yo reconquistaba el espacio perdido, y cuanto más me expandía yo,
más se replegaba él. Mi aspecto de esqueleto lo hacía huir y a mí me daba el
control. Era alucinante: ¡ahora era él quien tenía miedo de mí!
»Porque esa es la clave, Adriana: quien tiene miedo pierde el control.
Ellos te prueban al principio y, si ven que pueden asustarte, hunden las
garras a fondo y ya estás jodida.
»A los pocos días, fui al hospital para que me hicieran una mastectomía
completa del pecho derecho. Tuve varias complicaciones. Entré y salí de
allí durante meses, y lo que quedaba de la antigua Raquel terminó por
desaparecer del todo. A Miguel ya no lo vi más. Mientras yo estaba
ingresada, el piso en el que vivíamos se incendió.
»El fuego se lo terminó de llevar todo. Esas llamas fueron el final y el
principio de otra vida. Como debía ser. Sin nada de pasado y bastante poco
futuro, yo era libre, soy libre.
34
Yo quiero mucho a papá y si papá lo dice le hago caso porque papá porque
si se enfada no es como papá y no me gusta. Me tenía que haber traído a
Queso y así duermo con él metido en la cama como cuando estoy en casa
con mamá. Queso cuida de mí porque no es cobardica como Ambrosius y
porque yo porque me parece pero es un secreto me parece que yo no soy tan
valiente como sir Didymus. Mamá cree que soy más valiente que sir
Didymus. Tengo que demostrárselo a papá que lo hago para que vea que le
hago caso y para que no se enfade porque yo quiero bañarme en la piscina.
El comedor me da igual porque yo como en la cocina. El que toca ahora es
un reto muy difícil pero si papá me lo dice yo le hago caso. Sir Didymus es
pequeñito pero también es supervaliente. No sé si sir Didymus tiene vértigo
yo me parece que un poquito. También me da miedo la «persona alta» pero
papá dice que lo he soñado porque no hay ninguna persona ni alta ni baja y
que la hora de la siesta es para dormir la siesta no para andar por ahí. A la
hora de la siesta me intento quedar en la cama y cierro los ojos y hago
fuerza para dormirme porque yo porque tengo que demostrárselo a papá.
Que yo lo quiero muchísimo y es el mejor. Cuando duermo la siesta tengo
sueños pero no son sueños chulos son sueños aburridos. He soñado que
venía el tío Jorge. He soñado que estaba en la siesta con la abuela y la
abuela me ronca en la oreja y me despierta y entonces me levanto y miro
por la ventana y papá y el tío Jorge están hablando abajo en la calle. Es muy
simpático el tío Jorge. Cuando vivíamos en la otra casa venía mucho a la
otra casa y me traía regalos. El Lego Creator de dinosaurios y el slime. Yo
pensaba que esta vez me iba a traer un regalo pero luego papá me dijo que
no ha venido el tío Jorge y que yo lo he soñado igual que a la persona alta
que no hay ninguna ni alta ni baja. No se lo digo más veces pero yo he visto
a la persona alta y no estaba soñando porque la vi desde la ventana del
comedor. Me da igual no poder entrar al comedor porque yo como en la
cocina, lo que no me da igual es la piscina. Si hago bien el reto me deja
volver a la piscina. Sé bucear. Ojalá yo fuera de verdad sir Didymus. Sir
Didymus haría el reto superrápido. A Ambrosius le daría miedo. Me parece
pero esto es supersecreto, ¿vale? Yo me parece que soy más como
Ambrosius que como sir Didymus. No sé por qué se fue la abuela, parece
que es que mamá se había puesto un poco mala pero yo la he visto en el
ordenador y estaba normal. Tengo ganas de ver a mamá. Mamá cuando se
enfada sí se parece a mamá aunque no se enfada mucho solo regaña un
poco. Papá no regaña pero sí se enfada así que no le digo que la persona alta
sí que existe de verdad. Que yo la vi y me parece que vive en la parte de
abajo del jardín. Yo allí ya no bajo pero fijo que vive ahí porque alguien ha
cortado las hierbas monstruo que tienen pinchos y se ha formado una
montaña gigante que lo tapa todo y si la persona alta no ha sido quién ha
sido, ¿eh? Porque Manuela y Pedro ya se han ido y estamos solos de
vacaciones de chicos. Yo a papá lo quiero mucho pero el verano pasado me
lo pasé mejor que este. Es que yo no quiero hacer el reto que toca ahora
pero no quiero estar encerrado en mi habitación porque me aburro mucho y
tampoco creo que tampoco he hecho nada malo para estar encerrado. La
persona alta aparece cuando cree que estoy dormido. Este verano me parece
que también papá me da un poquito de miedo. Me tenía que haber traído a
Queso.
38
La psicóloga se puso las gafas para ver de cerca y miró con atención la
imagen de Adriana que Alberto le había puesto delante. Escrutó la pantalla
del móvil con las cejas fruncidas.
La persiana veneciana arrojaba unas líneas paralelas de luz entre el
escritorio y la silla que ocupaba él. En algún lugar sonaba el tictac de un
reloj. Estaba conteniendo el aliento, pero no se dio cuenta hasta que la
doctora le devolvió el móvil, negando con la cabeza.
—Esta persona no ha asistido nunca al grupo de terapia. No es paciente
mía.
El alivio hizo a Alberto sonreír, pero inmediatamente se puso serio: no
era muy profesional sonreír de alivio cuando estás interrogando a alguien.
—¿Sabe usted si Beatriz se relacionaba con alguien más aparte de las
personas de esta terapia de grupo? —preguntó.
—Lo dudo mucho. Debido a su cuadro depresivo y de estrés
postraumático, apenas podía establecer contacto con el exterior. No hablaba
y no mostraba interés por comunicarse en ninguna forma.
—Y, sin embargo, hoy la he visto muy bien.
—Sí. Su recuperación podría considerarse milagrosa.
—¿Tanto como milagrosa?
La psicóloga se quitó las gafas y las dejó a un lado.
—Cuatro intentos de suicidio en menos de un año. Poca o ninguna
respuesta al tratamiento farmacológico e imposibilidad de abordar una
terapia individual. Le confieso que no creía que pudiéramos hacer mucho
por ella; era cuestión de tiempo que consiguiera su objetivo. —Meneó la
cabeza con asombro—. Y, de la noche a la mañana, un día empieza a hablar
de nuevo, dice que quiere retomar sus estudios y vuelve tranquilamente a su
vida.
—Sí, es raro —concedió Alberto.
—El cambio fue tan radical… Entró en el hospital con las muñecas
abiertas, casi sin esperanza, y salió a los diez días, tranquila y llena de
proyectos.
—Algo le pasó allí.
—Es evidente que sí.
—¿Usted pudo hablar con ella? ¿No le dijo nada?
—Vino a que le diera el alta, sí, pero no le saqué mucha información.
Solo me dijo… —entornó los ojos, recordando— que ahora sabía que…,
¿cómo dijo…? Sí: que ahora sabía que los malos no iban a ganar.
Alberto se irguió en la silla.
—¿Eso se lo dijo alguien en el hospital?
La doctora se encogió de hombros.
—No le puedo decir, lo siento. Ella no me dio más información.
Mientras él tomaba la dirección del hospital, pensó en que, sabiendo
quién era el «malo» en la historia de Beatriz y cómo había terminado, o ella
tenía el don de ver el futuro o alguien le había asegurado cómo iba a
terminar. Alguien cuyo nombre quería y no quería conocer.
39
—¿Tú? ¿Dices que a todos esos hombres los has matado tú? —preguntó
Raquel en voz baja, mirándola con ojos atónitos.
Adriana asintió con la cabeza. Estaban las dos solas en la habitación; se
habían llevado a la compañera de cuarto hacía rato. La luz estaba apagada y
solo una fina franja blanca entraba desde el pasillo por la puerta entornada.
Los analgésicos suministrados por vía intravenosa habían controlado el
dolor de Raquel y su rostro se veía relajado, aunque los ojos le brillaban por
esas décimas de fiebre que no había forma de bajar.
—Tú no has matado a nadie.
Adriana se la quedó mirando, sorprendida. La otra hizo un esfuerzo por
erguirse y situar los ojos a la altura de los de su amiga.
—Cuando me dijeron el diagnóstico y el tiempo que me quedaba, me di
cuenta de que era libre —empezó a decir a media voz, débil pero decidida
— y de que tenía que aprovechar cada uno de los días. Así que fui a mi
casa. Miguel estaba dormido. Se había bebido una botella de vino entera
mientras comía y estaba roncando en la habitación. En la mesilla estaba el
cenicero lleno: le gustaba fumar en la cama… Fue fácil: solo tuve que
ponerle la almohada encima de la cara y empujar hacia abajo. Yo aún estaba
fuerte y él demasiado borracho para reaccionar a tiempo. Luego, tiré un
cigarro encendido a la cama y esperé a que prendiera. Tuve que hacerlo,
Adriana. No podía dejar que quedara suelto y pillara a otra pobrecilla como
yo. ¿O te crees que con la siguiente iba a ser bueno? —Meneó la cabeza
negando y concluyó—: Ya que me voy, de paso saco la basura.
Raquel sonrió, se arrellanó más sobre las almohadas y paladeó la
expresión de ella mientras le explicaba con calma que, después de matar a
Miguel, volvió en autobús al hospital. Allí ni siquiera se habían dado cuenta
de que estuvo fuera durante ese rato, ya que solía pasar los días
deambulando por las plantas y bajando a la cafetería, por lo mucho que se
aburría cuando estaba ingresada.
Hasta que trajeron a su habitación otra cama con una chica que no
hablaba.
—Era tan blanca como un fantasma. Traía los dos brazos vendados: se
había abierto con cuchillas de afeitar una cruz en cada uno y casi se muere.
No decía una sola palabra, pero a mí me gustaba hablarle. Le conté toda mi
historia y, cuando llegué a lo del fuego…, también se lo conté.
Sorpresivamente, eso le devolvió la vida a aquella criatura de‐
sesperanzada a la que habían pegado, maltratado y anulado desde que era
adolescente; a la que habían vejado y violado entre varios; a la que habían
obligado a contar una vez y otra su violación para, al final, descartarla,
tanto su historia como a ella misma. Beatriz estaba tan derrotada que solo
quería morirse, hasta que su joven compañera de cuarto le contó cómo
había empujado la almohada hacia abajo con toda su rabia, abajo, más
fuerte, con su dolor y su vida perdida, más abajo, más fuerte aún.
Raquel le prometió a Beatriz que ella se iba a ocupar de su ex, que no
podía ser que ella se quedara destruida y él saliera de eso como si nada, que
no iban a ganar los malos. No le quedaba mucho tiempo, pero aún tenía
algo de energía. Decidió que no iría decayendo a base de ciclos sucesivos
de quimioterapia solo para malvivir unos meses más; prefería ser ella y ser
fuerte y estar rabiosa, aunque solo durara semanas.
La cocina era la única estancia de su piso calcinado que solo se había
quemado parcialmente. Dentro de los cajones seguían los utensilios de
cocina. Raquel buscó un cuchillo, pero le llamó la atención un sacacorchos
grande, antiguo, con el mango de madera y la espiral de acero ennegrecido.
Lo cogió, encerrando con la mano la madera. La punta emergió entre los
dedos índice y corazón, larga, rotunda y brutal.
—Él había salido al callejón trasero de los recreativos a mear y, cuando
se volvió, me acerqué y le pregunté si me daba fuego.
¿Qué iba a temer él de una chavalita delgada como un suspiro? Sí, claro,
maja, ven para acá. En vez de un cigarro, ella levantó su arma como si fuera
el estoque de un torero y se lanzó al descabello con todo el cuerpo. Se la
hincó en el pecho hasta la empuñadura, los nudillos se toparon contra el
cuerpo. Iván Romo la miró con los ojos muy abiertos, haciéndole una
pregunta con la mirada que Raquel contestó después de retorcer el arma
dentro de la herida y tirar para sacarla y antes de que él se desplomara.
—«Recuerdos de Bea», le dije, porque le había prometido a Beatriz que
se los daría. A cambio, ella me juró guardar el secreto, no delatarme nunca.
Como no tenía dónde vivir, tuvo que arreglárselas en la furgoneta de
Miguel. No estaba mal, le gustaba; le daba libertad para moverse. Fue
cambiando de zona por la ciudad, aparcando junto a cualquier acera,
durmiendo dentro y viviendo por la calle. Así la encontró Pilar.
Esta contaba treinta y dos años, pero parecía mucho mayor. Tenía una
palidez tristona y gris. Iba con su marido a todas partes: él no le permitía
trabajar, siempre la estaba controlando. Su único respiro, lo único que él le
consentía, era ir a la parroquia del barrio a ayudar a las monjas a organizar
las donaciones de ropa y atender a personas que iban a buscar trabajo o
comida. Carlos la esperaba a la salida para llevarla a casa en coche, aunque
no se tardaba ni cinco minutos en llegar a su piso, y Pilar, que sabía lo que
le convenía, entraba al coche mansa y obediente.
Raquel estaba sentada en un banco de la calle cuando aquella mujer se
acercó a ofrecerle ayuda. Aceptó la comida, pero no quiso que le buscara
plaza en un albergue. Como indigente, la chica le debió parecer a Pilar
bastante atípica: no tenía problemas de alcohol ni de drogas, no parecía
disconforme con su vida y habitar en la furgoneta le parecía muy bien.
Como su marido no la dejaba hablar con nadie, y ya que con las monjas no
se atrevía a confiarse, Pilar empezó a llevar a diario comida a esa chica tan
especial para poder charlar con ella. Había algo en Raquel que la hacía
sentirse segura y confiada.
—Yo ya me veía venir lo que le pasaba antes de que me enseñara las
cicatrices…
Las marcas permanentes que le habían dejado en el cuerpo años de
palizas: los cortes en brazos y piernas, los dedos rotos por un pisotón
brutal…; lesiones que habían tenido que curarse solas, porque Carlos no le
permitía jamás ir al médico. Raquel la escuchó repetir lo que él le decía a
diario: los insultos («Puta, puta, más que puta, cerda, no vales nada, guarra,
eres una mierda») y las amenazas («Te voy a matar, a ti yo no te dejo viva,
te prometo que te mato») con los que tenía que convivir.
—Le dije que iba a hacer que se tragase esas palabras una a una, pero
Pilar no me dejó. Es que tenía tanto miedo… No es justo que alguien tenga
que vivir con tanto miedo.
La mujer se había enterado de que en el centro cultural del barrio había
un grupo de apoyo para mujeres víctimas de violencia machista. Su plan era
apuntarse; ir con Raquel, como si fuera esta la que quería asistir y ella solo
la estuviera acompañando, pero ya en la puerta no se atrevió a entrar. Su
marido la había amenazado con tirarla por la ventana a la mínima que
hiciera. La otra entró y se apuntó, pero Pilar se quedó fuera, sintiéndose
miserable y odiando su vida. Cuando la joven salió, le dio una llave de su
portal y otra de su piso. «Haz lo que tengas que hacer», le dijo.
—No sé si los nervios la delataron o si él se olió algo… Pero resulta,
fíjate qué «casualidad», que a Pilar le dio por salir a regar los tiestos justo
esa noche y, qué mala suerte…, se cayó por la ventana.
Raquel esperó unos días antes de visitar a Carlos Vila.
Este acudió al recibidor al oír que abrían la puerta del piso, extrañado,
porque nadie más que él y Pilar tenían llaves. Al verla, frunció el ceño y
abrió la boca para preguntar, pero no le dio tiempo a decir nada: ella le
abrió la garganta con un solo golpe. Para entonces la enfermedad iba
avanzando y sus fuerzas disminuyendo, pero el cuello no opone gran
resistencia y girar el sacacorchos sobre sí mismo antes de sacarlo de la
herida fue sencillo.
—Le dije: «De parte de Pilar: cómete tus insultos» mientras se
desangraba en su cocina.
Su declive físico era mayor cada día que pasaba, así que Raquel no
perdía el tiempo: ya había conocido a Emi (a quien Adriana llamaba Miedo)
en el grupo de apoyo para mujeres maltratadas. Su historia era otra versión
más de lo mismo: después de todos esos años malviviendo bajo la bota de
su marido, ahora que había reunido el coraje de irse de la casa y divorciarse,
él seguía hostigándola. La perseguía todos los días por las calles del barrio.
Siempre caminaba unos pasos por detrás de ella, con sus ojos odiosos
clavados en la nuca. Se la sudaba la orden de alejamiento: «Solo te estoy
mirando, ¿qué hay de malo?», se cachondeaba, el muy cabrón. Miedo,
como un animal acechado, vivía en alerta, mirando frenética a su alrededor,
con una mano sobre su pulsera de televigilancia. En cualquier momento, en
plena calle, él daría los pasos que los separaban y la asesinaría, se lo había
dicho. Y, hasta entonces, la miraba. La miraba sin parar.
—Cuando se lo propuse, a la pobrecilla se le saltaron las lágrimas de
emoción. Por fin veía una luz. Ya no soportaba más vivir así.
Para conseguir entrar al piso, Raquel se puso una minifalda cortísima y le
dijo a Josué que estaba alojada con sus amigos en el Airbnb del bajo B, que
se había vuelto de la disco porque estaba un poco bebida y no había cogido
las llaves: tal vez él le dejaría intentar pasar desde su ventana o a lo mejor
sería tan amable de permitir que esperase allí hasta que hubiera alguien en
el otro piso, ella sabría agradecérselo… Un cebo que, tal como Miedo le
había asegurado, no fallaría. «Es un salido asqueroso», le había dicho. A
Josué se le hizo la boca agua al ver a esa chiquilla aniñada, un poco
escurrida, sí, pero bastante bien dispuesta, con sus risitas, el tonteo y las
frases de doble sentido. Fíjate por dónde, iba a ser su noche de suerte.
Raquel tenía que medir cuidadosamente sus esfuerzos, así que, cuando él
entró en la cocina a ponerle la bebida que ella le había pedido, rompió una
de sus ampollas de analgésico en la copa que él se había dejado en el salón.
Después, hubo un rato más de charla boba, brindis, risas e incluso algo de
toqueteo que ella soportó, asqueada, consciente de que no tendría fuerza
para defenderse si la situación llegaba al punto de tener que quitárselo de
encima. Por suerte, justo cuando Josué se estaba bajando la cremallera del
pantalón, se le empezó a ir la cabeza, se mareaba. Tuvo que sentarse en el
sofá, se le cerraban los ojos…
—Él aún oía. Le dije, de parte de su exmujer, que no iba a poder mirarla
nunca más. Ni a ella ni a nadie —remató Raquel. Se quedó callada. Cerró
un momento los ojos, los abrió y volvió la vista hacia Adriana—. El
siguiente iba a ser tu ex. Pensé que me quedaría un poco más de tiempo,
pero esto ha ido más rápido de lo que creía. Por eso no he podido ayudarte.
Lo siento.
Ella no dijo nada. Estaba procesando todo lo que acababa de oír: no era
fácil asimilar que aquella cosita tan pequeña y frágil era la asesina en serie
del barrio. Apenas unas horas antes había llegado a creer, movida por el
terror y la impotencia, que ella había sido la asesina. Ella, loca, amnésica,
como decía Marcos. Ahora, después de oír a Raquel, recordó con nitidez
que fue esa camiseta rosa con las palabras Palm Beach la que se quitó
después de trabajar y echó al bolso el día que se encontró en el
supermercado con Pastillas. Que con esa prenda le había envuelto la mano
sangrante a la mujer. Ese pequeño detalle hizo que fueran encajando otros
menores. Ella se había caído al suelo en la acera uno de los días que había
asistido al grupo de apoyo: de ahí provenía el arañazo que tenía en el brazo.
Pero, si Raquel no le hubiera confesado lo que había hecho, ¿no habría
seguido amontonando más detalles, sucumbiendo a la idea de la amnesia y
convenciéndose a sí misma de que estaba loca?
Su amiga se aflojó en la cama, agotada por haber hablado tanto. El pecho
subía y bajaba pesadamente bajo la sábana, luchando por tomar aire.
Adriana le acarició la frente, rogándole que descansara, pero la chica aún
necesitaba decirle algo más:
—Yo no te he podido ayudar, así que… tienes que ser tú. Ya no es
momento de tener miedo. Tienes que luchar contra él.
La aludida arrimó la cara a la de ella para verla mejor en la penumbra.
—¿Y cómo puedo luchar yo?
—Cada una lucha con lo que tiene —contestó Raquel con una voz que
iba perdiéndose—. Él no se lo espera de ti. No sabe que tú puedes pelear.
Como las amazonas, ¿te acuerdas?…, que nadie se esperaba…
Adriana le acarició la cabeza medio pelada y le pidió que no hablara más.
La otra cerró los ojos y se quedaron en silencio, pero aún dijo una cosa más,
muy bajito, sin abrir los ojos:
—¿Sabes? De pequeña quería que mi mamá durmiera conmigo, pero
ella… siempre estaba muy malita… No podía.
Adriana, emocionada, vio a la Raquel niña a quien nadie cuidó ni
protegió nunca. Con delicadeza, para no moverla, se subió a la cama por un
costado y se amoldó al poco espacio que quedaba, pegándose a su flaco
cuerpecito. Le pasó un brazo por encima para rodearla.
—Mira por dónde, hoy dormimos juntas —le susurró.
Raquel asintió sin abrir los ojos y formó con los labios, sin voz, la frase
«Qué bien». Adriana también los cerró y ambas se abrazaron.
Nadie entró a la habitación para decirles que no estaba permitido
acostarse en la cama ni fueron a comprobar el estado de la paciente. Parecía
que estaban solas en el hospital. En el cuarto, donde antes se habían
escuchado tantas palabras, ahora flotaba un ambiente de profunda paz.
Raquel apoyó la mejilla contra la de su amiga. En algún momento de la
noche, Adriana se dio cuenta de que la piel de la chica se había vuelto
suavísima, con una suavidad sobrenatural, de criatura de cuento, y que se
iba quedando fría; por fin desaparecía la fiebre.
No quiso moverse y se quedó muy quietecita, abrazada a ella sin abrir los
ojos hasta que empezó a amanecer.
42
Edu estaba sentado en la cama mirando el reloj que su padre había puesto
en la mesilla. Quedaban diez minutos. Qué rápido le latía el corazón.
Comprobó una vez más si llevaba bien atados los cordones de sus
deportivas, porque, aunque hacía poco que se las sabía atar, ya le había
pasado dejar demasiado cordón suelto al hacer el nudo y acabar
pisándoselo. Solo le faltaba que le ocurriera durante el reto, por si no era ya
bastante difícil.
Nueve minutos. Tenía miedo, pero sobre todo tenía hambre; su padre no
le había dado nada de comer desde la hora del desayuno y en su barriga
parecía haber una fiera que le mordía las tripas y rugía a cada rato. Estaba
un poco mareado, pero, si se concentraba, podía conseguirlo. Había podido
andar por la barandilla, ¿no? Pues eso era más o menos lo mismo, solo que
más alto. Sobre todo, no debía mirar al suelo. Uno no sabe las cosas que
pueden esperarle debajo con los brazos estirados hacia arriba y las manos
como garras aguardando para atraparlo, cosas con forma de persona alta
que quieren llevarlo al jardín y arrastrarlo al monte de zarzas, del que ya no
lo dejarán salir. Pero no, mejor no pensar en eso, porque entonces se la iba a
meter…
Ocho minutos. Vamos, tenía que ser valiente. Seguro que el reto le iba a
salir perfecto, y entonces su padre se pondría muy contento y dejaría de
estar enfadado con él de esa manera rara en la que no decía nada, pero cada
vez le prohibía más cosas, y él no se atrevía a preguntarle qué es lo que
estaba haciendo tan mal, cuál era el fallo que debía de estar repitiendo todos
los días y que tanto lo irritaba. Si hacía bien el reto, todo volvería a estar
bien entre los dos y hasta las vacaciones se podrían arreglar. Claro que sí.
Animado, bajó de la cama y anduvo hasta la ventana. Se puso de
puntillas, giró la manija de la ventana y la entornó, pero evitó mirar abajo.
En cambio, echó una mirada al reloj. Solo siete minutos.
Alberto luchaba por abrirse paso deprisa entre la maraña que obstruía la
escalera de piedra. Había localizado la portilla de hierro oxidado; era más
pequeña de lo que creyó y le costó pasar por ella arrastrándose contra el
suelo. Ahora subía con el cuerpo convertido en una pala de demolición que
no siente dolor ni molestia, a la que nada detiene y que arrastra todo hacia
delante consigo. Arriba, arriba, rápido. La subida no acababa y la velocidad
con que trepaba por las escaleras demandaba un esfuerzo que estaba al
límite de lo que él podía dar. Llegó a la penúltima terraza. Alguien había
cortado una masa gigante de zarzales que se había desplomado sobre el
suelo y extendía algunas ramas gruesas llenas de espinas sobre los peldaños
de piedra. Se abrió camino, pisando y apartando, sin notar los desgarros en
el pantalón ni los arañazos en la piel.
Por fin arribó a la terraza superior. La casa se levantaba frente a él al otro
lado de la explanada. Las luces del piso de abajo estaban encendidas, lo que
sumía en sombras el resto de la fachada. El corazón batía a toda velocidad
contra las costillas, y los pulmones parecían arder. La respiración le
abrasaba la nariz y la garganta, pero aun así arrancó a correr hacia la puerta
de la casa…
Y entonces supo que no llegaría al borde del precipicio para salvar a
Adriana.
Justo cuando Alberto había echado a correr hacia la casa, distinguió entre la
sombra la figura pequeña (¡el niño, el hijo de Adriana!), que, con el cuerpo
agarrotado por el miedo, avanzaba aplastado contra el muro despacio, a
pasitos laterales sobre una cornisa demasiado estrecha, y por eso supo que
no podría salvar a Adriana. Por eso cambió la trayectoria de su carrera sin
pensarlo y corrió aún más fuerte, más, porque el pequeño había errado un
paso, más fuerte, porque lo vio bracear durante unos segundos en el vacío
para recuperar el equilibrio, y corrió más y más fuerte, porque esto no, esta
vez no, esta vez te saco, aguanta, pequeña, que yo te sujeto, que yo te cojo,
esta vez no te vas, esta vez…
Por un instante, las manos del niño revolotearon en la oscuridad antes de
que su pequeño cuerpo se despegase del muro y volase detrás de ellas.