Amazona - Nuria Bueno

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Cuando quieren acabar con tu razón para vivir, solo queda una opción:

luchar
"Voy a matar a tu hijo".
Adriana cree haber oído mal cuando escucha estas palabras en boca de su
exmarido. El ruido ambiental, las conversaciones a su alrededor y la actitud
cariñosa de Marcos con el niño le hacen pensar que ha sido producto de su
imaginación. Sin embargo, un pequeño malestar se queda aleteando en su
cabeza. En cuatro días, su hijo se irá de vacaciones con él y, aunque para los
demás Marcos es un exmarido modélico, ella sabe de lo que es capaz.
Tras su separación, Adriana ha aceptado un empleo como limpiadora de
escenas de crímenes violentos. En su primer día le ha tocado una tarea
terrible: limpiar la casa de un hombre al que un desconocido torturó y mató.
Allí conoce al inspector Alberto Beranga, que investiga el asesinato de otro
hombre a dos manzanas de allí con la misma arma homicida.
Durante los calurosos días de ese verano infernal, Adriana trata de proteger a
su hijo mientras el inspector, que intuye que un único asesino está detrás de
la cadena de muertes violentas, sospecha de ella.
Nuria Bueno González, 2024
AdN Editorial (Grupo Anaya S. A.), 2024
1

—Voy a matar a tu hijo.


En aquel momento, el parque estaba lleno de conversaciones, gritos,
risas, llantos infantiles, regañinas de padres, chirridos de columpios, el
sonido de una pistola de juguete, una canción de C. Tangana en un móvil y,
por detrás, el rumor constante del tráfico de una tarde normal en la ciudad,
aunque fuera de pleno verano.
Adriana, que estaba guardando la botellita de agua de Edu en la mochila,
se dio la vuelta para mirar a Marcos, sin conciencia plena de lo que había
creído entender.
—¿Qué has dicho?
Esa pregunta coincidió exactamente en el tiempo con el acelerón, potente
y ensordecedor, de una moto de alta cilindrada a pocos metros de ellos y
con una llamada al móvil de su exmarido, quien la despachó en un par de
frases sin quitar los ojos de Edu, que había subido al tobogán.
Mientras se guardaba el teléfono, Marcos levantó su clara mirada hacia
ella.
—Perdona, ¿qué me preguntabas…?
—Te he preguntado que qué has dicho.
—¿Qué he dicho cuándo? ¿Ahora?
—No, antes… Cuando…
En ese momento, Edu llegó corriendo y trepó por la silla de ruedas de su
padre para sentarse en su regazo, susurrarle algo al oído y estallar los dos, a
continuación, en una carcajada interminable.
Mirándolos, a Adriana le pareció inconcebible. Había entendido mal.
Marcos, quien jamás tuvo el menor gesto violento, ni una sola palabra
insultante, había debido de hacer cualquier comentario corriente y a ella la
había engañado el oído. Esas cosas podían pasar; pasan, de hecho, con
mucha frecuencia. Es más probable haber creído oír una atrocidad
inconcebible que haberla oído realmente. Es más habitual que te digan «He
olvidado comprar algo en el supermercado» que «Voy a liarme a tiros en el
supermercado», aunque hayas entendido esto último porque no estabas
prestando mucha atención, porque había mucho ruido ambiental, porque
tenías la cabeza en otras cosas o porque has sufrido un terror tan intenso y
constante durante un periodo tan largo de tiempo que tu mente ha quedado,
como es lógico, afectada y a veces se despeña por el barranco de lo
improbable en vez de quedarse en el sendero de lo anodino, lo normal, lo
que le pasa a la mayoría de la gente.
—Déjalo, no es nada —le dijo Adriana a Marcos cuando Edu se bajó de
las rodillas de su padre para regresar a los columpios.
Y no era nada, no debió de ser nada, porque siguieron hablando con toda
normalidad de cosillas de aquí y allá, del niño, del calor, del trabajo de él,
de los planes para el verano, y él estaba como siempre y ella también. Y el
sol se filtraba por las hojas y de una fuentecilla salía un chorrito plateado
que se curvaba con gracia; unos niños pasaron comiéndose un helado de
cono. Y luego se hizo tarde y Edu y ella se despidieron de papá y se fueron
a casa, a la suya, donde vivían los dos ahora.
Esas seis palabras (voy-a-matar-a-tu-hijo) se diluyeron y el tiempo siguió
fluyendo a través de las rutinas habituales.
Sin embargo, un malestar muy pequeñito, diminuto, se quedó aleteando
en la trastienda del cerebro de Adriana. Tan pequeño que no interfirió en el
resto de las cosas que hizo aquella tarde y durante la noche, pero que
persistió en su aleteo e hizo que, a las 3:54, se despertara y se sentara en la
cama de golpe, con la respiración acelerada y empapada de sudor, sin poder
recomponer qué pesadilla en concreto, qué imagen, qué era lo que la había
asustado tanto.
No pudo y no fue hasta la mañana siguiente, a la hora del tentempié,
mientras dudaba si desenvolver su sándwich aplastado y comérselo, o no,
cuando reaparecieron las seis palabras y le congelaron toda la piel de golpe
aun sin estar segura de si en realidad las había oído.
«Voy a matar a tu hijo.»
2

—Te advierto que el primer día es difícil, Adriana —le dijo José Manuel
antes de salir hacia la casa.
Él llevaba, igual que ella, un mono enterizo impermeable de color
blanco, botas hasta la rodilla y unas gafas de protección encima de la
cabeza. El mono llevaba una capucha que habría que subirse en su
momento, antes de ajustarse las gafas sobre los ojos y la mascarilla sobre la
nariz y la boca. También tenían ambos unos guantes de goma que deberían
ponerse antes de entrar.
—Creo que estoy preparada —contestó Adriana.
José Manuel era un hombre con sentido común y no entendía por qué una
mujer con un buen currículum académico y experiencia en ámbitos que no
tenían nada que ver con esto había buscado y aceptado con tanta prisa un
empleo de limpiadora. Por más que la situación estuviera jodida, que
siempre lo estaba, ella era joven, tenía estudios y había sido gerente de una
tienda de lujo de una prestigiosa marca. No lo entendía. Y Adriana, que no
tenía intención de confesarle que aquel era el primer empleo que conseguía
(y que creía que podría soportar) en los últimos años, le había explicado que
había atravesado un largo bache de salud y que, una vez superado, se
encontró totalmente desconectada de su antiguo entorno laboral; que,
apremiada por la necesidad, tras algunos intentos, había decidido tirar por la
calle de en medio y coger lo primero que le saliera, y que lo necesitaba ya,
quería empezar cuanto antes. ¿Mañana mismo? Perfecto.
La idea de pasar la jornada laboral envuelta en un mono de plástico,
protegida con botas, guantes y gafas y concentrada en despejar superficies y
limpiarlas, lejos de espantarla, tenía algo que la hacía deseable: preservada
de todo contacto físico, sin más interacción que la justa con los otros
compañeros dedicados a lo mismo y sin trato con público.
—Créeme —insistió José Manuel, dirigiéndose hacia la puerta del local y
abriéndola para cederle el paso—: Nadie está preparado para el primer día
en este trabajo.
Adriana no contestó. Salió por la puerta que él mantenía abierta y se
subió a la furgoneta junto a otros dos compañeros, que le sonrieron
amistosos. Ella era la única chica, lo cual no era frecuente en el gremio de
la limpieza, pero es que este tipo de limpieza no era como las demás.
—Lo llaman «limpieza traumática» —le había explicado José Manuel—
y somos de las primeras empresas que se dedican a esto. Al principio
éramos apenas un par o tres. Algunas llegaban y trataban de pillar hueco en
el mercado, pero, no te creas, pocos valen para hacer esto. Al final, nos
hemos quedado los profesionales de verdad. Porque es que hay que
enfrentarse día a día con la realidad de la vida, que es una verdadera
mierda, y ver que hay gente que está llena de esa mierda y otra que sufre las
consecuencias. Y, hombre, si has decidido ser policía, o qué sé yo, médico
forense, bueno; pero si solo te quieres dedicar a limpiar, pues esto acaba
siendo…
Adriana no sabía cómo huele una persona que lleva muerta en su casa
varias semanas. No tenía ni idea de hasta dónde pueden saltar trocitos de
cerebro y fragmentos de hueso cuando uno se dispara con un arma de fuego
apoyando el cañón en la barbilla; tampoco de la cantidad de sangre que
puede salir de un cuerpo sumergido en la bañera con las muñecas abiertas;
ni imaginaba el desastre que puede provocar en un cuarto el forcejeo previo
a una muerte violenta. Desconocía todo eso, pero comprendía que los
familiares de la persona fallecida o los propietarios del piso donde hubiera
ocurrido el suceso quisieran seguir en su ignorancia. Faltaría más. Por
suerte, había personas, empresas, dispuestas a cargar con las imágenes de la
desesperación, del abandono y de la crueldad más inhumana.
—El de hoy es fuertecito, ¿eh? —los avisó José Manuel sin quitar los
ojos del tráfico entre el que conducía—. Un asesinato. La policía terminó
ayer con lo suyo, y la hermana del muerto, perdón, de la víctima, me mandó
el aviso rápidamente, porque los agentes le debían de haber advertido que la
cosa había quedado como para echar a correr. Así que… a ver qué nos
encontramos.
Resultó que su destino estaba en el barrio donde vivía Adriana, apenas a
cinco minutos andando de su casa. La furgoneta aparcó justo delante del
portal. Para estas cosas funcionaban como si fueran a poner un contenedor
de obra, pero con más agilidad aún. José Manuel pasaba la solicitud y al
momento le desalojaban la plaza de aparcamiento más cercana.
En el portal, los cuatro del equipo se enfundaron los guantes de goma y
procedieron a subir las mochilas con el material de limpieza y desinfección.
Ya en el rellano, delante de la puerta, se subieron las capuchas, se colocaron
las gafas sobre los ojos y se subieron la mascarilla. José Manuel cortó la
cinta del precinto policial, sacó las llaves que le habían hecho llegar y abrió
la puerta del piso. Dentro, el calor del exterior era aún más agobiante,
condensado, porque era la última planta y el sol le daba de pleno desde
primera hora de la mañana. Dos moscas gordas y negras zumbaron hacia
ellos y volaron alrededor de las cabezas. Adriana entró la última.
No se necesitaban explicaciones para entender que la agresión había
empezado allí, en el recibidor. En la puerta había un chorreón de sangre, y
también en la pared blanca, donde algunas gotas habían resbalado hacia
abajo en líneas verticales hasta remansar en el rodapié. Desde el recibidor
se accedía al pasillo. El suelo era de baldosa gris mate; los círculos de color
rojo ennegrecido de la sangre seca marcaban el camino hacia la primera
puerta a la derecha, la de la cocina. Adriana se acercó al umbral, y José
Manuel, que estaba delante de ella, se hizo un poco a un lado mientras
sacaba su móvil y comenzaba a tomar fotografías de la estancia.
Era como observar la escena de una película de la que hubieran retirado
al actor principal. No hacía falta: el decorado, elocuente, lo contaba todo.
La cocina estaba, literalmente, bañada en sangre. Los manoteos
desesperados de alguien que había intentado taponarse una herida que
pulsaba sangre con cada latido habían quedado marcados en los frentes de
los cajones, de los que había tirado con violencia, sacando algunos y
desparramando su contenido por el suelo. ¿Qué estaba buscando? ¿Un arma
para defenderse? ¿Un trapo con el que tapar la hemorragia? Cuando entró a
la cocina, el sangrado debía de ser ya masivo y a propulsión. Adriana
recorrió con la mirada las salpicaduras rojas en los azulejos, la encimera, la
tabla de cortar y la vieja cafetera y las marcas de los dedos que habían
toqueteado todo febrilmente, intentando agarrar algo o sostenerse de pie…
La huella del resbalón de una suela sobre la sangre revelaba que no lo había
conseguido: había caído sobre las baldosas y de allí ya no había sido capaz
de levantarse. Se adivinaba dónde había yacido el cuerpo. ¿Cuánta sangre
puede manar de una persona? La mitad del suelo de la cocina estaba
cubierta por completo de una capa coagulada y oscura, con algunas moscas
recorriéndola, saciadas. El olor era fuerte y dulzón.
Adriana se quedó mirando una factura de la luz rasgada en dos sobre la
encimera de falso mármol. De milagro, no había caído sobre ella ni una
minúscula gota de sangre. Se leían el nombre y el comienzo del primer
apellido de un hombre, la víctima, y ese detalle le causó más impresión que
el resto, que podría ser una puesta en escena de un atrecista algo exagerado.
Aquella factura rasgada de Iberdrola que la víctima habría abierto y roto, tal
vez enfadada por un cargo que estimaba excesivo, era como el zapato de
mujer en el primer plano de una foto de un accidente de aviación. Lo que te
hace darte cuenta de lo real. Que en ese zapato estaba el pie de una mujer
que lo había calzado al comienzo de la jornada sin saber que, poco tiempo
después, alguien lo iba a ver encima de un mar de restos humanos y le iba a
hacer una foto.
—¿Estás bien? —le preguntó uno de sus compañeros.
—Sí.
José Manuel mandó a los chicos a ocuparse por tramos, siempre de arriba
abajo, de la limpieza de la cocina. A Adriana, por ser el primer día, la
destinaron a otras habitaciones lejos del epicentro que era esa estancia. En
el resto de la casa no había más que hacer que lo exigido en una limpieza
normal. Parecía que el asesino no había tenido ninguna intención de visitar
el piso ni de llevarse nada. Las habitaciones estaban tal como las había
dejado la víctima y la familia había pedido que limpiaran y recogieran todo,
que lo dejaran lo más ordenado y aséptico posible.
Adriana se puso a tararear mentalmente Let It Go, de la película Frozen,
una canción que odiaba, pero que tenía la cualidad de pegársele al cerebro y
repetirse en bucle. Con ese fondo empezó a despejar las superficies
horizontales y a seleccionar objeto por objeto, tal como le habían explicado.
Al principio no pudo sustraerse de la tentación de reconstruir a la persona.
Era difícil no hacerlo al limpiar y guardar unas gafas, meter en bolsas unas
camisas y un par de vaqueros, recoger un albornoz marrón oscuro arrugado
encima de la cama y retirar las sábanas, enredadas después de una noche de
calor insoportable. Luego, subió el volumen de Let It Go en el cerebro y
trabajó en automático, deprisa. Dentro del mono impermeable sentía como
si se estuviera cociendo al vapor. Las gotas de sudor le caían a chorro por la
frente y la espalda. Al mover una de las mesillas de noche, se salió uno de
los cajones y cayó al suelo, desparramando su contenido, una variedad de
cosillas —folletos de publicidad, una funda vacía de condones, un
encendedor, paquetes vacíos de tabaco, botones…—, y, entre ellas, una foto
cortada de forma limpia por la mitad. Adriana habría preferido no ver la
cara sonriente del hombre moreno y barbado, con bronceado y gafas de sol,
que vestía camisa de estampado hawaiano y que posaba apoyado en la
inconfundible baranda de la playa de la Concha. Si la foto no estuviera
cortada en vertical, seguro que ese brazo derecho que no se veía estaría
rodeando a una novia, o novio, o a unos hijos. ¿Dónde estaban esas
personas (o persona) que una vez lo abrazaron? ¿Sabían ya lo que le había
ocurrido? Tal vez eran de un pasado lejano o algo que se le quedó
enquistado hasta el día que lo mataron.
Adriana recogió a puñados toda aquella menudencia y la metió sin
miramientos en el cajón que previamente había insertado en la mesilla.
Luego empezó a sacar bolsas de basura llenas de ropa a la entrada. Toda la
casa olía a productos desinfectantes. En el recibidor ya había demasiados
trastos, así que pidió permiso para abrir y dejar las ropas en el rellano. Este
solo servía al piso en el que estaban trabajando, así que José Manuel, desde
la cocina, le respondió que adelante. Adriana abrió la puerta y se encontró
con un hombre mirándola de frente. No gritó, pero las bolsas de ropa se le
cayeron al suelo. El desconocido hizo un desvaído gesto tranquilizador
mientras se buscaba en el bolsillo trasero del pantalón.
—Perdone, no quería asustarla —le dijo con un tono sin inflexiones que
transmitía que, en realidad, se la sudaba si la asustaba o no.
—No se puede estar aquí —replicó ella, echando una mirada hacia el
interior.
—Soy policía. —Se sacó del bolsillo la cartera y le pasó por delante de
los ojos su acreditación.
—Pero la policía ya terminó aquí ayer —replicó Adriana—. Estamos
trabajando.
El hombre tenía unos cuarenta, si llegaba. La cara pálida y cansada, los
ojos invisibles detrás de unas gafas con montura moderna, de ligero aire
galáctico, lo único recordable de su aspecto. En un concurso de
inexpresividad, no se sabía si ganaría su rostro vacío de emoción o su voz
monocorde.
—Sí, ya sé que mis compañeros terminaron ayer. He venido para una
comprobación de rutina.
—Hombre, hola, Beranga. —José Manuel se había acercado a la puerta
al oír la conversación—. Estamos en plena faena. Pasa a echar un vistazo.
Solo que ya poco te vas a encontrar… —Dirigió sus gafas de protección
hacia Adriana y agregó—: Al final con este trabajo acabas conociendo a
medio 112.
—No tardaré mucho —dijo Alberto—. Ya he leído todo y he visto las
fotos. Solo quería ojear un poco.
José Manuel lo precedió hasta la cocina. Adriana los siguió por el pasillo.
Alberto Beranga miró todo por encima. Ya apenas quedaba sangre. Se
asomó a la ventana. Mientras, el otro, en la puerta, tenía ganas de charla.
—Tremendo. El calor vuelve loca a la gente, ¿eh? —Miró otra vez a
Adriana para mostrar lo muy informado que estaba—. Hace unas semanas
se cepillaron a uno en este mismo barrio, en la calle, detrás de los
recreativos, ¿sabes dónde te digo? Le metieron una puñalada en el corazón
que lo dejó en el sitio.
Adriana asintió. Lo había oído y también lo había visto por la tele.
Durante días había sido el tema de conversación en todos esos encuentros
casuales de vecinos en tiendas, parques o aguardando el ascensor que
Adriana rehuía.
José Manuel hizo un gesto para abarcar la estancia donde se encontraban.
—Pues aquí, si has visto las fotos, ya sabes lo que nos hemos
encontrado…
—Sí, las he visto.
—Menos mal que el vecino de enfrente vio la sangre en el suelo y avisó,
porque, si llega a pasar unos días más aquí muerto, con este calor de
infierno…
Alberto volvió a asentir, sin intención de darle cuerda, pero José Manuel
siguió especulando:
—Y el asesino se la jugó, ¿eh? Porque con la ventana abierta lo podían
haber visto, ¿no crees?
Adriana, sofocada, se levantó con una mano las gafas de protección
mientras que con la otra tiraba de la mascarilla hacia abajo para descubrirse
el rostro. Le pareció que debía participar en la conversación y soltó lo
primero que le vino a la cabeza:
—Lo único que le importaba era matarlo.
Beranga la miró a la cara directamente, como si la viera por primera vez.
José Manuel hizo lo propio. Adriana se puso roja; a ella misma le sonó
rarísimo, morboso y traído a cuento de nada. ¿De dónde le había venido
aquello? Como si una especie de apuntador en su cabeza se lo hubiera
soplado. Murmuró una disculpa y retrocedió de espaldas hasta salir de la
cocina. Volvió al dormitorio del final del pasillo y se quedó allí, esperando a
que el policía se fuera. Desde allí los escuchó hablar un par de minutos.
Luego las voces se hicieron más claras cuando salieron hacia el recibidor.
José Manuel despidió con un par de chascarrillos al policía. Se cerró la
puerta. Adriana se asomó. José Manuel la vio, pero no le dijo nada; le echó
una sonrisa amigable y siguió a lo suyo. Aliviada, ella volvió a su trabajo.
Con el paso de las horas, lo más reseñable dejó de ser lo de la cocina y pasó
a ser el calor infernal que hacía en el piso y que el mono de trabajo
multiplicaba. Era de lo que se quejaba el equipo, lo que comentaban,
agobiados, a cada rato, al cruzarse en el pasillo o en el recibidor.
Al término de la jornada, cargando una mochila llena de productos
desinfectantes, Adriana salió del portal. A pesar del calor de la calle, sintió
un escalofrío y, sin saber por qué, echó un vistazo asustado por encima del
hombro, como si algo malo hubiera bajado de aquel piso maldito detrás de
ella. Al volver la cara hacia fuera vio al policía Alberto Beranga en la
puerta del bar que estaba justo en la acera de enfrente. Tenía el móvil en la
mano, pero había levantado la cara y la siguió con la vista, inexpresivo pero
persistente, hasta que ella se subió a la furgoneta.
Ya en el vehículo, José Manuel felicitó a sus trabajadores.
—Se nos ha dado bien —comentó, satisfecho—. Ha quedado perfecto. Y
tú, Adriana, para ser tu primer día no has estado nada mal.
Ella lo miró y él asintió mientras acomodaba los bultos en la parte
trasera.
—Lo normal es que los nuevos no puedan aguantar la primera vez; que
se mareen o que tengan que marcharse antes de la hora, pero tú has estado
superentera. Y, además, has limpiado muy bien.
Adriana se esforzó por buscar algo agradable que contestarle. Se había
quedado pasmada de asombro ante el comentario amable. Era algo que le
quedaba lejano: ¿cuándo fue la última vez que escuchó poner en valor algo
suyo? José Manuel le propuso ir con los demás a tomar una cerveza en el
bar de enfrente.
—No puedo, lo siento muchísimo, de verdad —se excusó—, pero tengo
que ir a recoger a mi hijo a la escuela de verano y antes tengo que ir a por el
perro, que no ha salido desde esta mañana.
Mentía. Aunque era verdad que tenía que ir a casa a por Queso y después
ir a buscar a Edu a la escuela de verano, aún quedaba tiempo de sobra para
la hora de salida del niño. Sin embargo, Adriana antes debía ir a otro sitio.
3

En el pequeño vestíbulo del centro cultural del barrio no había aire


acondicionado ni ventanas, solo una cristalera, que en su momento fue
escaparate y que, aunque estaba tapada casi por completo por carteles de
actividades y anuncios varios, no detenía la luz quemante del sol. Adriana
tenía la espalda empapada de sudor y la camiseta de algodón se le pegaba a
la piel, dándole la sensación de estar toda ella macerando en una materia
tibia y viscosa.
Mientras esperaba, miraba a la chica de recepción descolgar del panel de
corcho los carteles de los cursos que se habían impartido durante el mes de
julio: pintura sobre vidrio, defensa personal, danza del vientre y dibujo para
principiantes. Ella sacaba las chinchetas y le pasaba los papeles a una
compañera de mediana edad, con el pelo rubio frito a base de tintes. Las dos
hablaban a media voz, como dos insectos zumbones dentro de un tarro.
—Es que ya da miedo, ¿eh? Da miedo.
—Ya te digo. Ni en casa puedes estar tranquila, que te llaman a la puerta,
abres y te meten una cuchillada.
—Pobre hombre, con lo agradable que era… Si lo vi el lunes, en el
Eroski, y le pregunté por la mujer, que sigue, la pobre, en el hospital…
—Qué tragedia, qué horror. Y a saber quién ha sido, porque no te puedes
fiar…
Agobiada, Adriana miró hacia la calle a través del cristal. Tenía que salir
de allí. Se le ocurrió hacer como que había visto a alguien fuera y hasta
exclamó: «¡Hombre, qué sorpresa! Espera, que salgo». Abrió la puerta, se
tiró de cabeza al calor ardiente de la acera y caminó un par de pasos, pero el
pie se le enganchó con una baldosa y cayó hacia delante. Pudo sacar las dos
manos para no darse de cara contra el suelo, pero aun así se raspó un codo y
el brazo.
—¿Estás bien? ¿Te acompaño al ambulatorio? —le dijo una anciana que
había acudido junto con un par de personas más a ayudarla.
Adriana les aseguró que estaba bien. La verdad es que ni sentía el dolor
de los arañazos. Con demasiada frecuencia le pasaban accidentes
domésticos. «No piensas lo que haces», le decía él. Se golpeaba, se
pinchaba, se cortaba o se quemaba en la cocina y ni siquiera se daba cuenta,
como si las conexiones nerviosas hubieran suspendido su labor y el cuerpo
estuviera quedando deshabitado. Solo el cerebro seguía activo, funcionando
con una hiperactividad malsana.
En el cuarto donde se reunían había una ventana, no muy grande, que
estaba cerrada para que no se fuera el frescor del aire acondicionado. Un
aparato antiguo y con la carcasa de PVC amarilleada echaba sobre el grupo
de mujeres bocanadas de aire solo ligeramente refrigerado, con olor a
plástico y a goma vieja. Cada vez que arrancaba hacía un ruido que era
como un rezongo de protesta por obligarlo, otra vez, a ponerse en marcha.
Era la tercera vez que Adriana asistía a la reunión. Aún no había contado
nada. Solo el primer día explicó lo de su garganta como pudo, muerta de
vergüenza, asumiendo que todas la iban a tomar por loca… Pero es que era
verdad que, cuando juntaba algunas frases sobre el tema, notaba casi
físicamente abrirse una brecha en la garganta por la que se caían antes de
salir de la boca.
Ahí Laura estuvo bien, porque levantó la mano, detuvo su embarullada
explicación y dijo con una voz muy suave que ni Adriana ni ninguna tenían
la obligación de hablar, que allí estaban en un espacio seguro y respetuoso y
que, si había que contar, ya llegaría el momento…, si llegaba. Tanto sus
palabras como su actitud tranquilizaron a Adriana. Laura le agradaba. Era
grande, tierna, sonriente, acogedora y blanda toda ella. Querría hacerle
saber que le caía muy bien. Que estos ratos, aunque los pasara callada y a
veces pareciera ausente o desinteresada, eran muy valiosos para ella, un
hueco cómodo que la recogía y la estrechaba… Pero no le salía ir al final de
la reunión y simplemente soltárselo. También ahí la garganta rota
desempeñaba su papel y la dejaba sola.
En el grupo ahora eran cinco mujeres, sin contar a Laura.
Estaba Llanto, de unos sesenta y pico, que era todo lo contrario a Adriana
en cuanto a que hablaba todo lo que podía y más. Es verdad que tenía un
surtido de historias que contar impresionante, momentos truculentos que
ella desgranaba llorando a lágrima viva y que daban para película de miedo.
Imposible competir. Si después de Llanto hablase ella y pudiera contar lo
suyo, todavía parecería más inconsistente, más la nada.
También estaba Pastillas, de unos treinta y cinco años. La melenita color
miel planchada y perfecta, las manos blancas con las uñas arregladas
cruzadas mansamente en el regazo: toda ella impecable, lisa como la
superficie de un embalse donde el oleaje no se concibe, pero que oculta
mundos debajo. Pastillas contaba lo suyo despacio y con largas pausas que
necesitaba para armar las frases. A veces parecía que se iba a dormir antes
de terminar, pero era entonces cuando sacaba el mazo y soltaba el detalle
más crudo, la anécdota más espeluznante, la que las removía por dentro a
todas, antes de volver al silencio empastillado donde vivía refugiada.
A su lado se sentaba Miedo: edad imposible de determinar entre los
cuarenta y los sesenta. Cara demacrada, hombros huesudos, siempre
demasiado tapada para el calor que hacía. Andaba a pasitos pequeños para
disimular una leve cojera. Miedo no solía contar demasiado porque estaba
bastante ocupada mirando todo el rato la puerta y la ventana, puerta y
ventana, puerta y ventana. Sus ojos habían aprendido a otear
constantemente para anticipar el peligro. Se tocaba a cada momento, como
si tuviera un tic nervioso, la pulsera telemática que llevaba en la muñeca.
Todas entendían el motivo y conseguían escucharla sin mirar ese tic ni
seguir la dirección de los ojos: puerta y ventana, puerta y ventana.
Por último, estaba Pollo Desplumado, pequeñita, de unos veintialgo, que
se sentaba en su silla subiendo los pies al asiento y envolviéndose en un
abrazo que la hacía parecer un bicho bola. Vestía ropas enormes que la
hacían aún más pequeña y la desdibujaban. Llevaba el pelo muy corto, con
calvas aquí y allá (se lo debía de cortar ella misma sin ningún cuidado) que
le daban aire de pajarito a medio desplumar. Parecía jovencísima, frágil,
dócil. Tenía los ojos grandes y la piel casi transparente. Asentía cuando
hablaban las otras, se entristecía al oír algo feo y sonreía cuando las demás
lo hacían.
A veces, Adriana se decía que no tenía nada que ver con aquellas
mujeres, más allá del hecho de serlo. Que su historia era de otra naturaleza.
No podía contar nada parecido a lo de ellas porque jamás le había pasado
algo así. Si no tuviera la garganta rota y pudiera contarles las cosas que le
habían pasado, tal vez la mirarían primero con sorpresa y luego con enfado
por hacerles perder el tiempo, por querer ponerse a su altura, por inventarse,
por dramatizar… Ese pensamiento por lo general la desamparaba, pero
algunas veces también se convertía en alivio: podía sentir lástima por ellas.
Pobres mujeres. Por suerte, lo suyo no era tanto, no era así, era otra historia.
—Yo negaba algunas cosas que pasaban —estaba diciendo Pastillas con
un tono neutro, desapegado a base de benzodiacepinas— o algo que me
había dicho. Si solo había sido un gesto pequeño que no se había visto
demasiado o si me decía algo malo, pero en voz baja, yo hacía como que no
había pasado. No solo para los demás, también para mí. Me lo negaba y me
convencía de que era yo, que no lo había entendido bien o me lo había
imaginado.
—¿Y te servía? —preguntó Laura.
—Sí, en ese momento. Solo que luego resultaba que no me lo había
imaginado yo ni había oído mal y lo que había dicho en voz baja me lo
repetía gritando. Y lo que había amenazado con hacer al final… lo hacía.
Adriana sintió un ligero vértigo, como si la visión se le desplazara por un
microsegundo y luego volviera a su lugar. Hubo un silencio y el aparato del
aire acondicionado, tranquilo hasta ese momento, arrancó de golpe,
gruñendo con enfado, apremiando para que alguna añadiera un comentario.
Notó con más intensidad el olor a plástico y goma, y el aire que le cayó
sobre los brazos desnudos le pareció húmedo e insano, como si alguien le
hubiese echado el aliento encima.
—Adriana, ¿estás bien?
—Estás blanca.
—Es verdad. Te has puesto palidísima de golpe.
—Espera, que te traigo una botellita de agua.
Ella se levantó con precipitación, cogiendo su bolso del respaldo
mientras hablaba a toda velocidad:
—No-no-no, estoy bien, gracias de verdad es por el calor es insoportable
hoy y en el trabajo ha sido horrible. A lo mejor tengo la tensión baja pero de
todas formas me tengo que ir porque tengo que pasar por casa a por el perro
y luego a recoger a mi hijo a la escuela de verano que me dijeron que hoy
salían un cuarto de hora antes y se me había olvidado no os importa,
¿verdad? Perdonadme y nos vemos el próximo día.
Le pareció que aún seguía hablando cuando salió del cuarto y cruzó el
vestíbulo, y hasta la calle la siguió el eco de su voz, un poco demasiado
alta, un pelín más aguda de su tono normal, indicativos claros que reconocía
sin margen de error y que acompañaban su miedo.
Ya faltaba poco para la hora de recoger a Edu, y antes debía pasar por el
piso a por Queso, así que cruzó la calle por el paso de cebra corriendo, y los
tacones de las sandalias resonaron al mismo ritmo, desordenado y rápido,
que su aterrorizado corazón.
4

Adriana siempre había querido tener un perro, pero nunca le fue posible
porque su madre tenía alergia al pelo de los animales. Cuando salió de la
casa familiar, en los dos pisos de estudiantes en que vivió, las normas
prohibían tener mascotas. El primer novio con quien convivió tenía tres
gatos y un miedo nunca reconocido a los perros. Y al comienzo de su
matrimonio, con los frecuentes viajes, las noches de cenas, conciertos y
eventos de todo tipo, las escapadas improvisadas de fin de semana o los
vuelos relámpago a cualquier lugar romántico, tener un perro sencillamente
no era viable. Y menos del tipo que a Adriana le gustaba: grande,
imponente, activo. Un alaskan malamute, con sus bellos ojos claros, un
atlético golden retriever de lustroso pelaje dorado rojizo o un border collie
blanco y negro. Un animal hermoso, sano y enérgico con el cual salir a
correr, al que cepillar con brío y cuya inteligencia se pudiera trabajar. Así
que aquel bicho pequeño, viejo y feúcho que él le trajo era directamente una
burla. Más que eso: regalarle ese pobre mestizo maloliente fue una
encerrona moral. ¿Aceptaría Adriana quedarse con todo lo contrario a lo
que siempre había deseado o lo devolvería como si fuese un objeto feo que
una pija como ella no podía tolerar? El perro en cuestión era un producto
desafortunado de innumerables cruces entre chuchos de indescifrable
genética. Unos diez kilos, pelo desmedrado, oscuro y apagado, ni liso ni
ondulado, una oreja de punta y la otra caída, varios dientes de menos y la
pata trasera derecha encogida e inservible por a saber qué atropello, pelea o
malformación de nacimiento.
Cuando Marcos se lo puso sobre el regazo, después de la pantomima de
hacerle cerrar los ojos, contar hasta diez y soltar «¡Sorpresa!», la intención
de aquel «bonito detalle» fue tan obvia que, una vez más, la dejó inmóvil y
con la mente en blanco, indefensa, incapaz de construir una respuesta.
Entretanto, el perro se mantuvo muy quietecito en aquel inhóspito regazo
esperando a que, una vez más —habría habido otras muchas en su vida—,
cayera el dado y se decidiera su suerte. Adriana lo miró a la cara: tenía los
ojos del color castaño más corriente, no eran expresivos ni conmovedores.
No tenía ni una sola papeleta para convertirse en la ilusión de nadie y el
perrillo parecía saberlo y esperar a que se lo quitaran de encima una vez
más. Decidió en ese momento que no lo devolvería ni se desprendería de él;
ya era su perro y ella, su dueña. Lo bañó y lo secó, le recortó el pelo de
orejas, vientre y patas, le limpió los ojos y le cortó las uñas. Acabado el
aseo, no es que el aspecto general del animalejo hubiera mejorado mucho,
pero Adriana lo envolvió en una vieja mantita de bebé y lo tuvo en brazos
hasta que Edu volvió de la guardería. El niño, que tenía apenas tres años
recién cumplidos por entonces, echó a correr hacia su madre. El perro saltó
de los brazos de ella y correteó a tres patas, directo a por él, que lo recogió
al vuelo como si lo hubiera tenido desde que nació, lo abrazó y le dijo con
su alegre voz de pito infantil:
—¡Hola, Queso!
Y con ese nombre se quedó.
El susodicho ahora aguardaba sentado delante de la entrada, sin un
ladrido, presintiendo a Adriana en la puerta. Ella abrió y le sonrió. Él movió
el rabo con energía.
—Qué tal, bonito. Anda, ven, que te pongo la correa y nos vamos a por
Edu.
El corazón ya le había dejado de latir al ritmo de los tacones de las
sandalias e iba todo volviendo a la normalidad según se acercaba el
momento de reencontrarse con su hijo. Tal era el efecto calmante del niño
sobre sus nervios que había valorado seriamente no llevarlo a la escuela de
verano, pero, por una parte, le salió el trabajo de limpiadora y, por otra, era
bueno que Edu jugara con otros niños durante su tiempo de ocio. Además,
la escuela era fresquita, estaba climatizada y tenía un pequeño patio
arbolado en la parte trasera donde podían pasar media mañana jugando.
Adriana y Queso esperaron junto a la puerta acristalada de la escuela de
verano. Allí, la monitora iba despidiendo a los niños, uno por uno, hasta el
día siguiente y se los entregaba a sus familiares. Al ver a Adriana, la joven
le recordó que al día siguiente tenían la exposición de arte. Todos debían ir
para admirar las creaciones de los pequeños artistas, que habían estado hoy
dando los últimos toques al montaje para la inauguración. Adriana asintió:
por supuesto, no se lo iba a perder por nada del mundo.
—¡Mamá! ¡Queso!
Edu, seis años, treinta kilos y un metro veintisiete centímetros de altura,
corrió a abrazar a su madre y a su perro como si fuera una agradabilísima e
inesperada sorpresa encontrárselos allí.
—Mañana es la esponición, mamá. ¿Queso puede entrar a ver mis obras
de arte?
—No creo que dejen pasar a perros, pero yo voy a hacer muchos vídeos y
fotos con el móvil y luego los podemos poner en la tele para enseñárselos a
él —respondió Adriana.
A Edu le pareció muy bien la solución y pasó a explicar que estaba
pensando en dejarse el pelo largo para peinárselo con muchísimas coletitas,
como Aroa, y que se le había ocurrido cómo enseñar a Queso a flotar boca
arriba en la piscina. Después, mientras regresaban a casa, empezaron a
jugar al laberinto, como solían hacer desde que Edu vio por primera vez,
cuatro meses atrás, la película Dentro del laberinto.
Adriana la había descubierto cuando tenía un par de años más que él
ahora y se había quedado completamente maravillada; se convirtió en su
película favorita. Durante años la había visto incontables veces hasta
aprenderse los diálogos de memoria. En cuanto pudo, la compró en VHS y
luego en DVD, y todavía hoy seguía siendo uno de esos lugares seguros de
su infancia, a los que siempre quería volver. Había sido conmovedor
comprobar que a su hijo le causaba el mismo impacto que le provocó a ella:
se había apasionado con la historia de Sarah y su azaroso viaje a través del
laberinto para rescatar a su hermanito Toby, a quien había raptado el
malvado y fascinante Jareth, rey de los goblins. Tanto le había gustado al
niño que pedía verla todos los sábados, y así lo hacían, juntos madre e hijo
en el sofá, comiendo palomitas mientras vivían cada escena como si la
vieran por primera vez. La parte que más les gustaba declamar era el
parlamento de Sarah cuando, tras haber vivido muchas aventuras y después
de haber entendido que la vida no tenía por qué ser justa y que ella no sería
niña para siempre, se enfrentaba a Jareth (a quien interpretaba un ambiguo y
aristocrático David Bowie). Las palabras que decía sonaban heroicas en los
oídos de Edu y encerraban toda la magia, la valentía y el poder que de
pequeño uno puede levantar contra el mundo, con la completa seguridad de
salir victorioso. Solía empezar Adriana, lanzando, desafiante, la primera
frase:
—«Dame al niño.»
Y Edu continuaba con convicción, sin errar en una sola sílaba:
—«Por increíbles peligros e innumerables fatigas, me he abierto camino
hasta el castillo…»
Adriana tomaba el relevo:
—«… más allá de la ciudad de los goblins…»
—«… para recuperar al niño que me has robado» —seguía Edu, con
emoción creciente.
—«Porque mi voluntad es tan fuerte como la tuya…»
—«… y mi reino igual de grande» —declamaba el niño levantando la
voz, eufórico.
La última frase, el cénit de todo, de la película, del parlamento y del
momento madre e hijo, la decían los a la vez, entusiasmados, con un grito
que conjuraba en cinco palabras hasta los peores maleficios:
—«¡No tienes poder sobre mí!»
La fórmula mágica podía repetirse, ya en un tono más comedido, cuando
Adriana mandaba al niño a cepillarse los dientes antes de ir a la cama o
cuando lo apremiaba para que se acabase las (odiadas) lentejas, y también
cuando Edu pedía tomar Coca-Cola por las noches o no quería terminar la
ficha de la guardería.
Estaban los dos tan metidos dentro de la película que el crío incluso había
hecho el reparto de papeles: Adriana era Sarah, la heroína, y él era uno de
sus amigos, el temerario sir Didymus, un perrito Yorkshire cuyo honor de
caballero y valentía eran inversamente proporcionales a su pequeño tamaño.
Queso era Ambrosius, el peludo perro bobtail que servía de montura al
caballero y que, por contraste con él, era bastante cobardica. Regresar a
casa era recorrer el laberinto, encontrando las entradas secretas y
enfrentándose a enemigos de fantasía hasta que llegaban corriendo,
riéndose y sin aliento, al portal. Subieron las escaleras hasta el tercero sin
ascensor mientras iban recuperando su identidad habitual. Ya dentro,
pasaron con total naturalidad de resolver los misterios del laberinto a
preparar la cena, Adriana, y a chapotear en la bañera, Edu.
La casa era un horno. Aunque era la última hora de la tarde, todavía no se
podían abrir las ventanas. Como muchos otros pisos, aquel era invivible en
verano porque daba el sol desde por la mañana en gran parte de las
estancias. En invierno esto era una ventaja, pero se hacía insuficiente
cuando el frío arreciaba, porque, sin acristalamiento doble, poco aislada en
general y sin más calefacción que unos ineficientes radiadores eléctricos,
helarse era inevitable. El aire se colaba por debajo de las puertas e incluso
llegaba a mover un poco las cortinas. La humedad del baño era un problema
endémico desde que Adriana recordaba, desde los tiempos de su abuela.
Trataba de no pensar en qué harían cuando llegara noviembre, porque no
había dinero para mejorar el sistema de calefacción ni para acondicionar el
piso y no quería cogerlo de la cuenta de Edu. También procuraba no pensar
en que podrían estar viviendo los dos solos en el lujoso unifamiliar donde
habían residido hasta hacía siete meses; si no estaban allí, era por culpa de
ella, porque la sola idea de continuar viendo aquellas paredes —preciosas,
pintadas de un blanco sutilmente roto—, el jardín con su piscina infinity y
todo lo demás se le hacía insoportable. Frente a esa alternativa, el antiguo
piso de su abuela, que llevaba años vacío, olía a viejo y no estaba aislado,
era una vía practicable. Después de todo, era grande, con techos altos y
tenía muchas habitaciones y un aire señorial caduco con mucho encanto.
Reformado podría ser un piso de ensueño.
Adriana echó los huevos batidos en la sartén, donde empezaron a
cuajarse, y troceó melón recién sacado de la nevera. Mentalmente, calculó
lo que costaría la cena del niño. Iba bien, estimó; este mes estaba
controlando y no habría crisis. Menos mal, porque no le apetecía nada tener
que volver a pedirle dinero a su madre. Dispuso la cena en una bandeja de
Doraemon y la llevó al salón. Luego, ayudó a Edu a salir de la bañera y lo
secó solo un poco para que conservase todo lo posible el frescor del baño.
—Mamá, ¿qué día es hoy?
—Es lunes.
—Ya, pero ¿qué número?
—28.
—¿De julio?
—Sí.
—Entonces, ¿cuántos días quedan para el 1 de agosto?
Adriana dejó de desenredarle el cabello castaño mojado y se volvió para
guardar el peine.
—Saca tú la cuenta —murmuró rápidamente.
Edu se puso a contar con los dedos, pero ella lo interrumpió metiéndole
por la cabeza la camiseta sin mangas del pijama con movimientos un pelín
bruscos por lo nerviosos. Se dio cuenta y se secó las manos en la falda,
retrocediendo hacia la puerta.
—Ponte el pantaloncito tú solo, como un mayor, y ve al salón, que se
enfría la cena.
Adriana le puso la comida a Queso mientras oía las zapatillas de Edu
recorrer el pasillo y entrar al salón. Acto seguido le llegó el sonido de los
dibujos infantiles que su hijo puso en la tele nada más atravesar la puerta.
Ella fue al salón con su minibocadillo, se sentó a su lado en el sofá y
encogió las piernas para comer tranquilamente. Edu miraba los dibujos
mientras masticaba con calma. Mientras, Adriana contemplaba de reojo su
perfil, adorando cada parpadeo, el brillo de su pelo mojado, el hoyito de la
barbilla aún rolliza, todavía tan de bebé, la sonrisa que brotaba a cada
poco…, y sentía que no se podía querer más, ese debía ser el tope. Al
menos en eso la vida era generosa: le había dado ese hijo y esos pequeños
momentos de tranquilidad en los que todo estaba bien.
La luz de la tarde se había ido apagando y el salón estaba iluminado solo
por la televisión. Queso dormía tirado en el suelo delante del sofá, como
una alfombra de peluche. Edu comía melón y, con un gesto no pensado, sin
dejar de ver la tele, arrimaba de cuando en cuando el moflete redondo al
hombro de su madre, una caricia mimosa. Con pesar, Adriana se separó de
él y fue abriendo las ventanas de toda la casa. Entró una brisilla que no era
fresca, pero que removió el aire ardiente y estancado del interior. Antes de
irse a la cama, Edu correteó con el perro por el pasillo. El niño iba descalzo
y riendo, y el perro emitía ladriditos de alegría y nerviosismo mientras le
daba ventaja, porque, a pesar de sus tres patas funcionales, Queso era tan
rápido como una liebre. Luego, el pequeño se cepilló los dientes y su madre
lo acompañó a la cama, con las sábanas bien estiradas, lista para recibirlo.
Edu se subió y se acostó. Adriana se sentó junto al lecho y, con el cuarto
solo iluminado débilmente por la luz de una farola de la calle, jugaron a
inventarse un cuento entre los dos. Un juego típico de los suyos.
Comenzaba él: elegía el escenario y los personajes y planteaba el problema
que tenían que resolver, pero Adriana lo retomaba y se divertía retorciendo
el argumento para que no cayera nunca por los lugares comunes. A Edu
también le divertía tratar una vez y otra de reconducirlo y llegaba un
momento en que los dos estallaban en risas, pues con el forcejeo se había
llegado a un punto tan loco e irresoluble que solo la magia de «Y llegó un
gigante y se lo comió» o «Entonces encontró un caldero lleno de oro y fue
feliz para siempre» podía cerrar la delirante historia.
Adriana se inclinó sobre su hijo para darle muchos besos de buenas
noches en la mejilla.
—Quedan cuatro días, mamá —dijo Edu cuando su madre iba hacia la
puerta. Ella se detuvo en la penumbra—. Dentro de cuatro días será 1 de
agosto —continuó el niño desde la cama— y me tocarán vacaciones con
papi.
Adriana no dijo nada.
—Voy a estar quince días con él —añadió él con satisfacción—, ¿verdad,
mamá?
—Sí.
—Qué bien.
Edu se acostó, se tumbó sobre un costado, bostezó y sonrió, cerrando los
ojos.
—Pero a Queso y a ti os voy a echar mucho de menos.
5

Adriana entró al salón y se quedó plantada en medio, con los brazos caídos
a ambos lados del cuerpo, pesándole como si fueran de piedra. Cuando
advirtió que era posible que llevara así más de un minuto, dio unos pasos
hacia el sofá y, despacio, se sentó.
Junto al brazo del asiento había una mesita de tipo velador con una
anticuada lámpara de pantalla rematada con pasamanería. Al amparo de
ella, varios marcos de fotos. Eran algunas cosas que quedaban de cuando
vivía allí su abuela; habían estado siempre, así que ni las veía cuando
limpiaba por debajo y les quitaba el polvo. Ahora le sorprendió descubrir,
entre las otras, una foto suya: ella con once o doce años menos, en mitad de
sus veinte. Adriana cogió el marco y observó la imagen con asombro: qué
guapa. El pelo largo con ondas naturales, de un precioso tono miel con las
puntas blanqueadas por el sol, le caía sobre los hombros redondos y
tostados. (Qué morena se puso aquel verano.) El óvalo de la cara era
perfecto y las cejas enmarcaban sus ojos grandes y felices, realzados por
esos pómulos altos; pero, sobre todo, enamoraba su sonrisa luminosa y
segura. Una chica guapísima, sí. Y podía pensarlo sin riesgo de parecer
vanidosa, porque esa Adriana en nada se parecía a la mujer que ahora
intentaba no mirarse en los espejos. No necesitaba ver reflejado que, de
aquella chica luminosa, solo quedaban los restos, una cáscara, las ruinas. Ni
ella se creía que años atrás fuera aquel animal joven, sano y confiado; todo
lo opuesto a esta figura marchitada a la que no valía la pena mirar dos veces
porque no había nada que ver.
A los veinticuatro años, Adriana había terminado brillantemente sus
estudios de gestión de empresas. Hizo un posgrado y unas prácticas en una
de las tiendas más emblemáticas que una marca de lujo tenía en el barrio de
Salamanca, en Madrid, y de esas prácticas salió con un contrato estupendo
que fue mejorando cada año. Qué fácil y qué fluido era todo entonces. Qué
natural y qué lógico. No recordaba ni siquiera sentirse agradecida por lo que
la vida le iba dando, no había por qué agradecer: unas cosas eran
consecuencia natural de otras. Recordaba, eso sí, la confianza y la
tranquilidad de aquella época: el suelo que pisaba era liso, firme y estable, y
lo sería siempre. En aquella época ni se imaginaba cómo sería, años
después, caminar por debajo del agua, despacio y con torpeza, incapaz de
superar la fuerza de la corriente que la envolvía y la obligaba a luchar
esforzadamente solo para lograr moverse, pensar y respirar a cámara lenta.
Adriana dejó el marco con la foto y un repentino pinchazo en la frente le
hizo cerrar los ojos. Los apretó con fuerza y encajó los dientes, aguardando
a que cediera. A veces le ocurría. Ella creía que era algún tipo de secuela
del accidente, pero el médico le había dicho que era tensión nerviosa, estrés.
Duraba solo unos segundos, pero era tan intenso que, de durar más, no
habría podido soportarlo. Tenía que ser una consecuencia del accidente.
Durante un tiempo estuvo obsesionada con descubrirse males derivados de
aquella brutal colisión, porque en verdad era imposible que ella hubiera
salido ilesa. Ni lesiones internas ni fracturas, solo unas cuantas contusiones
y una luxación de muñeca. Es que no podía ser, teniendo en cuenta cómo
había quedado el vehículo.
Cómo había quedado Marcos.
El coche se había comprimido como un fuelle alrededor de ella,
dejándola intacta en una especie de burbuja libre de daño. No suele pasar
que el conductor se libre en estos casos, le dijeron: es como un milagro.
Pero Adriana no era creyente y, de serlo, aquello le parecería, más que un
milagro, una maldición. Todos sabían que era ella la que conducía. Buena
conductora, sí, pero no tan segura como Marcos. ¿Por qué no condujo él?
Llevaba algo más de alcohol en sangre de lo permitido por la ley, muy
poco, nada que hubiera afectado a su conducción. Adriana, en cambio, solo
había bebido agua durante la cena. Es de suponer que por eso condujo ella,
y por esa razón la imagen del árbol viniendo directamente hacia el
parabrisas fue cosa suya. En ese accidente hubo algo. Por supuesto, nadie
hizo comentarios sobre ese tema. Bastante tenía la pareja con la desgracia
que les había caído… Sobre todo Marcos.
Adriana se buscaba secuelas, pero estaba perfecta. Él, sin embargo, se
encontraba en un caro hospital especializado inmovilizado de cintura para
abajo. Viajaba en el asiento del copiloto, y todo aquello que la esquivó a
ella se encarnizó con él. Los traumatismos, las heridas superficiales y las
pequeñas fracturas fueron numerosos, pero superables. Lo grave fue la
lesión de columna. Los efectos del daño nervioso en el conducto raquídeo
dependen sobre todo del tipo y la extensión de esa lesión y, dentro de lo
malo, Marcos tuvo suerte, porque la suya estaba a la altura del sacro, en las
vértebras S1 y S2, al final de la espalda. Afectaba a la movilidad de caderas
y piernas y a las funciones sexual y urinaria. Sin embargo, dentro de que las
lesiones medulares no se curan, era la más favorable en cuanto a una
posible recuperación.
—No lloréis —fue lo primero que les dijo Marcos—. Voy a salir de esto,
ya lo veréis; voy a hacer todo lo que me digan, me voy a poner bien.
Si no fuese admirable por otras cosas, lo habría sido por la actitud con la
que encaró su situación. Aun cuando los médicos fueron muy francos, y
aunque él mismo pudo comprobar el alcance de la devastación en su propio
cuerpo, no se permitió nunca un solo momento de desánimo, angustia o
rabia. Con disciplina y optimismo, se sometió a tratamientos de
electroestimulación y a sesiones de fisioterapia con un equipo de
especialistas. Por su cuenta entrenaba a diario y se levantaba a las cinco de
la mañana para trabajar en el gimnasio adaptado que había hecho montar en
casa. No descuidaba su alimentación, saludable y compensada, ni su
equilibrio personal y dedicaba tiempo a la meditación. No había paciente
más motivado y constante que él.
Al principio, la opinión general fue que habría mejora. La lesión era
incompleta, o sea que la médula espinal no estaba totalmente dañada:
Marcos no llegó a perder la sensibilidad en ningún momento, lo cual era
alentador. Tampoco perdió del todo la movilidad de las piernas: cuando
estaba tumbado podía accionar algunos músculos adicionales. Todo eso
dibujaba un panorama prometedor, había un camino por recorrer… Sin
embargo, no hubo ningún avance. Ni el más mínimo. Solo podía
mantenerse erguido aferrado a las muletas y bien sujeto por los brazos de un
fisioterapeuta. Dejado a su suerte, se caía, las piernas se le doblaban,
incapaces de soportar el peso. A pesar de que tumbado podía moverlas un
poco, era ponerlo en pie y se convertían en algodón. Inexplicablemente,
tampoco con estabilizadores ortopédicos ajustados a las piernas podía
andar, porque nada más ponérselos era como si la débil conexión de su
sistema nervioso con los músculos desapareciera por completo y no podía
ordenarles que dieran siquiera un pasito: no obedecían. Los médicos no
tenían mucho que decir. Sin más, la rehabilitación de Marcos no
progresaba. A veces eso ocurría, le decían a Adriana.
«Supongo que a veces ocurre», repitió él, con un encogimiento de
hombros.
Pero siguió, día tras día, trabajando en el gimnasio, aunque pasaron los
meses y luego el primer año, y después el año y medio, y no hubo ni el
menor progreso en su estado. Era todo lo independiente que podía ser, se
manejaba en la silla de ruedas con una habilidad prodigiosa y tenía a su
alrededor servicio especializado para ponérselo todo aún más fácil. Su
carácter era el de siempre: optimista, tranquilo y voluntarioso. La vida de la
familia seguía casi como antes del accidente. Por eso muchos no
entendieron (o, mejor dicho, sí: creyeron entenderlo, pero lo desaprobaron)
por qué Adriana decidió divorciarse e irse de la casa familiar, renunciando a
todo menos al niño. No lo entendieron los padres de Marcos ni su propia
madre; tampoco los compañeros de trabajo de él ni su primo Jorge y su
novia Esther, pareja amiga a la que ambos solían frecuentar; ni la familia
del extranjero ni la red de amigos y conocidos que tenían diseminados por
el mundo. Existió una corriente de opinión minoritaria que decía con la
boca pequeña que, a ver, era normal; que Adriana era una mujer joven y
que, al verse atada a un marido con una merma tan limitante y con,
suponían, su intimidad acabada o al menos disminuida, era lógico,
murmuraban, que no hubiera aguantado la situación. Mejor dejarlo claro
desde un principio y asumir la realidad en vez de encadenarse a una vida de
insatisfacción.
«¡Claro, eso es lo fácil! Se supone que cuando quieres a una persona
estás para lo bueno y lo malo, ¿no? —replicaban entonces las voces
dominantes—. Con lo que él la ha cuidado… Pero, claro, Adriana se ha
acostumbrado a tenerlo todo. Marcos la ha malcriado.»
Hubo mucha gente que le envió su juicio moral en forma de vacío. Hasta
su propia madre, Jimena, que adoraba a su yerno, se llevó un disgusto que
le costaba esfuerzos visibles disimular. Había sido una de esas suegras-
novias que, caídas bajo el embrujo del yerno, desde el principio se alinean
con este y se enfrentan, si es preciso, a la propia hija.
«Yo no te voy a juzgar, Adriana —le decía con el tono de una jueza
sensata, imparcial pero apenada por el evidente error de su hija—. Siempre
te voy a apoyar, por más que los demás no entiendan tus decisiones. Yo no
necesito entender lo que tú quieras hacer con tu vida; con que lo tengas
claro tú, ya basta. Supongo que dentro de unos años se lo tendrás que
explicar a tu hijo, y espero que él sepa ser generoso y comprensivo.»
Adriana habría deseado atravesar esa tela de araña pasivo-agresiva y
explicarse con su madre, pero la labor de reconstruir el relato desde el
principio y ordenarlo de manera que centenares de detalles pequeños fueran
poco a poco, a modo de cuadro puntillista, componiendo la imagen
completa requería tantísimo esfuerzo que su cerebro acalambrado no sabía
ni cómo empezar. Eso sin contar con que sería necesario que Jimena tuviera
la paciencia de escucharla durante horas, de no interrumpirla, de no
reinterpretar, de no banalizar ni negar, de esperar a que ella, puntito a
puntito, consiguiera pintarle el cuadro entero. Y su madre no había sido
nunca una mujer paciente. Mucho menos lo sería ahora, que la habían
apartado de aquel yerno al que adoraba. El único intento que hizo Adriana
de defenderse ante ella (y fue con la única que lo intentó) salió fatal. La
brecha de su garganta se le abrió y cayeron por esa sima todas las palabras
que hubiera querido decir. No podía contarlo, no podía hablar, y ese silencio
les daba la razón a todos, se la daba a su madre, a sus suspiros de víctima
desde el otro lado de la casa y a sus lamentos con Edu en brazos:
«Pobrecito, mi niño, sin papá», «Mi chiquitín, que le han quitado su
habitación y sus cositas».
Lo menos malo que su madre pensaba de ella era que no estaba bien de la
cabeza. Bueno, no era la única: todos conocían su historial. Incluso Adriana
hubo un tiempo en el que lo creyó, y ahora, por momentos, todavía se lo
preguntaba. Aquel día, desde luego, querría seguir creyéndolo. Esa idea de
estar loca podría llegar a ser, de una retorcida manera, consoladora: después
de todo, los locos oyen cosas que nadie ha dicho, ¿verdad?
6

—Me parece increíble la fuerza expresiva que tiene. Yo creo que, si Miguel
Ángel, ya sabes, el escultor del Renacimiento…, si Miguel Ángel hubiera
tenido plastilina en vez de mármol, no habría conseguido igualar la
perfección de los pelos de Queso ni tampoco que el monstruo diera tanto
miedo como da el tuyo —opinó sinceramente Marcos.
—No es Queso, es Ambrosius, y el monstruo es un goblin —le explicó
Edu, montado en una de las rodillas de su padre, que estaba sentado en su
silla de ruedas.
Delante de ellos, en la mesa número 3, estaba el grupo «escultórico»
titulado Ambrosius y sir Didymus derrotando a un goblin, el gran éxito de la
exposición de arte de la escuela infantil.
—Edu, te lo digo en serio —le murmuró Marcos al oído—: O esto gana
el primer premio, o no hay justicia en el mundo.
El crío, feliz, le dio un abrazo fortísimo.
En el aula grande de la escuela de verano, una veintena de madres y
padres circulaban de mesa en mesa con grandes «Oh», «Ah» y «Qué
bonito». Los niños se esponjaban con el extra de atención y, después de
mostrar sus propias creaciones, agarraban la mano de la madre o el padre
para ver alguna de las otras mesas y cotillear el trabajo de sus compañeros.
Los tres habían sido puntualísimos. Se habían encontrado en la puerta
con gran alboroto por parte de Edu, que trepó por la silla de su padre y se le
colgó del cuello. Marcos y Adriana se dieron dos besos, con las
correspondientes sonrisas, hablaron del calor y él le hizo un comentario
agradable sobre su vestido. Luego entraron, el padre conduciendo lenta y
cuidadosamente su silla para ir junto al hijo, que iba cogido de su mano.
Dos de las monitoras infantiles se acercaron con sonrisas encantadoras
nada más verlos, sobre todo a Marcos. No podían disimular el
agradecimiento que sentían hacia él, porque su empresa había conseguido
una línea de crédito en condiciones ventajosísimas para el proyecto
solidario que estaban impulsando: la escuelita infantil de Kenia. La empresa
se ocupaba fundamentalmente de eso: encontrar financiación para proyectos
solidarios promovidos desde España, aquí y en otras partes del mundo. Para
Marcos era un cometido apasionante. Ponía todo su empeño en eliminar el
riesgo de los perniciosos intermediarios y las corruptelas locales. Ahí
demostraba lo más grande de su talento. No pasaba ni una. Supervisaba
hasta el mínimo detalle para allanar el camino y no dejaba ni un cabo
suelto: de allí, no iba a salir beneficiado nadie más que los niños, en este
caso de Kenia.
—No, no, ahora no hablemos de eso —les pidió cuando las jóvenes
empezaron a gorjear su agradecimiento mientras revoloteaban a su
alrededor—. Si, además, es que no ha sido nada. Todo el mérito es de
vuestro proyecto, eso es lo que ha convencido a todo el mundo.
Hasta a Adriana le encantaba su forma de salirse del foco en lo que
tocaba a su trabajo. Era él quien se peleaba con todo el mundo para
conseguir lo necesario, pero siempre, sistemáticamente, le pasaba el mérito
al de al lado.
Juntos, los tres recorrieron cada mesa.
—¿Eso es un culo? —le preguntó Marcos al oído a Edu.
—Nooo —contestó el niño también en voz baja, aguantándose la risa—.
Es un retrato de la abuela de Lucas. Es su cara.
—Dios mío, ¡cada vez que vaya a verla debe de ser como una peli de
miedo! Imagínate, nada más llegar, tener que besar un culo. Dos veces, una
en cada lado. Espero que, al menos, la pobre mujer no tenga hipo.
Edu se reía en voz baja. Ni Adriana podía evitar sonreír.
—¿Y esto otro qué es? —preguntó Marcos, frunciendo el ceño.
—Una pintura expresionista —contestó el niño, sonriente.
—Anda, pues entonces tú también eres expresionista. El otro día, cuando
vomitaste el arroz tres delicias en el sofá, quedó exactamente igual.
—¡Es verdad, es verdad! —alucinó Edu—. Mamá, es verdad. ¡Soy
expresionista!
Hicieron su recorrido cizañero por el resto de las mesas y el niño se
partió de risa en todas ellas. Adriana adoraba verlo tan contento. Marcos
siempre había sabido hacerlo reír, desde bebé.
—Está más alto, ¿no? —le preguntó a su exmujer.
—Es posible —contestó ella.
—Solo le falta coger un poco de color en la piel —añadió el padre.
—En la piscina del chalet me voy a poner supermoreno, ¿verdad, papá?
—¡Claro! Si te dejo, no sales del agua en todo el verano.
Marcos le sonrió con ternura y Adriana no pudo evitar el recuerdo, la
imagen llegada como una ráfaga, de esa mirada de ternura envolviéndola a
ella. Sintió el pinchazo de la nostalgia y el hueco de la carencia. La ternura
de su ex, cálida y acogedora, podía ser sólida como un parapeto frente al
mundo. Levantó la vista y también le sonrió a ella. Sus ojos verdes
resplandecían. Él sí estaba bronceado. La piel tostada entrevista por el
cuello desabrochado de la camisa clara le devolvió a Adriana otro recuerdo:
el de ese sitio privado, localizado entre su garganta y su oreja, que tenía el
tamaño perfecto para introducir ahí la cara y dejar que la tibieza y el olor a
piel masculina limpia, suave y ligeramente salada la inundaran de
intimidad… y de deseos de más intimidad. Marcos le rozó la mano.
—¿Y si nos vamos ya y buscamos una terraza para tomar un helado? —
propuso.
Edu dio saltos de alegría ante la propuesta. Salieron de la escuela infantil
y avanzaron los tres juntos por la acera. El calor esa tarde había dado una
leve tregua. Las hojas de los sufrientes arbolitos que adornaban la acera se
movían tímidamente sobre ellos. Encontraron una heladería, no muy lejos,
con parasoles a listas blancas y azules. Edu se pidió una tarrina con tres
bolas de helado. Demasiado, pensó Adriana, pero la verdad es que la tarde
estaba siendo tan fluida, fácil y agradable que no objetó nada. Prefirió
dejarse llevar un poco por ese resplandor dorado y plácido que lo envolvía
todo: los latidos lentos y aterciopelados dentro del pecho, no sentir el peso
del cuerpo en los huesos, tener unas ganas ligeras pero constantes de
sonreír…
—Tú seguro que quieres una horchata —adivinó Marcos, hablándole con
un deje cálido, como si de alguna manera conectara él también con aquellas
mismas sensaciones. Y amplió su sonrisa para añadir la vieja broma—: Con
doble de canela.
Adriana contestó con un asentimiento de cabeza porque notó de repente
que tenía ganas de llorar y que su voz no iba a sonar normal. Él se dio
cuenta, pero convenientemente se volvió a la camarera para pedir para los
tres y luego se centró en Edu. Hablaron de los planes para aquellos quince
días que iban a pasar juntos: no solo habría pisci, ¿eh? Marcos había
preparado un montón de cosas chulas y divertidas para los dos: había hecho
traer un quad infantil con el que podrían recorrer la finca conduciendo; irían
a probar el parque de tirolinas, que estaba adaptado para personas con
limitaciones de movimiento; y luego estaban las fiestas del pueblo, adonde
papá podría bajarlo en coche todos los días si él quería. Mientras los
escuchaba, Adriana sentía el deseo de cerrar los ojos y abandonarse a
aquella paz, a esa tranquilidad. Eran por un rato la familia que podrían
haber sido. Sentía deseo de dormir dejándose mecer por sus voces y sus
risas. El sabor de la horchata, dulcísima, nunca le había parecido tan rico. El
sol que se filtraba por las hojas del árbol bajo el que estaban sentados no
picaba, solo la tocaba aquí y allá con dedos acariciadores: las mejillas, un
hombro, los brazos, la rodilla al cruzar las piernas. Apoyó el mentón sobre
la mano y se relajó, dejándose mimar por aquella calma, después de tanto
tiempo.
Le dio pena que aquel rato en la terraza de la heladería terminase. Marcos
pagó y dirigió la silla hasta el borde de la acera. Su coche con conductor lo
esperaba. Hablaron de cosas prácticas: él mismo recogería a Edu el viernes
que viene. El niño quería empezar a preparar ya la maleta. Su padre le
advirtió que no la llenase de juguetes.
—Será mejor que te ayude mamá —sugirió—, no vayas a venir con dos
disfraces de Batman, un cargamento de juguetes y tus polos de hielo de
chocolate derretidos.
Todos se rieron.
—Anda, no sería la primera vez —añadió, riéndose también—. Venga,
dame un beso. Nos vemos este viernes.
Edu se le echó al cuello y se dieron miles de besos seguidos. Luego
Marcos se dirigió al coche, que ya tenía desplegada la plataforma para
acoger la silla de ruedas. Se situó encima y el conductor fue a su puesto
para accionar el mecanismo con el que, despacio y con seguridad, la
plataforma lo elevó y lo introdujo en el vehículo. Entonces, la cartera que
llevaba en la mano se le cayó al suelo y aterrizó en el asfalto. Adriana se
acercó con presteza, se agachó y se la devolvió. Marcos se lo agradeció con
una sonrisa y le dijo amablemente:
—Ah, y recuerda lo que te dije el otro día en el parque. Porque iba en
serio.
Y le cerró la puerta del coche en la cara.
7

—Lo único que le importaba era matarlo.


Alberto Beranga miró a la limpiadora sorprendido. Su frase, surgida de la
nada, lo cogió por los hombros y lo sacudió, sacándolo por un momento de
su embotamiento y su apatía, que, junto con el dolor de cabeza, el sueño y
el mareo fluctuante, eran algo constante en los últimos tiempos. La mujer lo
había dicho mirando un punto concreto en el suelo refregado de la cocina,
con la mirada perdida, como si supiera lo que ocurrió allí el día anterior.
Rápidamente, se dio cuenta y se puso colorada. Dio una excusa y se
escurrió de la estancia. A Alberto le pareció una actitud rara.
—¿Es nueva? —le preguntó a José Manuel.
—Ha empezado hoy mismo. Me pidió trabajo ayer, en este mismo portal.
Se enteró de que hoy empezábamos aquí y, como yo siempre necesito
gente, por desgracia…
—Se ha estrenado con uno bueno.
—Y no se le ha movido un pelo —añadió José Manuel, bajando la voz—.
No suelo encontrar gente que aguante bien los primeros días.
Alberto se despidió y salió del piso. En el rellano se paró y cogió aire,
juntando fuerzas e intentando organizar el embrollo de trabajo que tenía
encima. Acababa de entrar en este caso y debía relacionarlo con otro que
venía investigando, ocurrido en el mismo barrio semanas atrás.
Esa primera víctima se llamaba Iván Romo, veinticinco años, un
traficante de poca monta con una ristra larguísima de antecedentes por
delitos menores de todo tipo, a quien habían matado con un arma blanca: un
único golpe certero en el corazón. Había sido por la noche, en un callejón
detrás del salón de juegos recreativos donde él solía trapichear y pasar las
tardes.
Con su perfil, no sorprendía que hubiera muerto en un ajuste de cuentas o
en una pelea de borrachos. Sin embargo, encarrilar la investigación no
estaba siendo fácil: del arma ni rastro y ni un solo testigo. El callejón donde
mataron al chico no daba más que a la parte trasera de los recreativos y a la
entrada de suministros de un supermercado. No había ventanas allí. Nadie
había visto nada ni había oído gritos… Aunque Alberto sospechaba que el
pobre tipo ni siquiera tuvo tiempo de gritar: le habían hundido el arma en
pleno corazón, y eso lo había fulminado al instante. Un pinchazo profundo
que, cuando lo estudiaron, resultó un tanto peculiar.
Alberto había examinado con atención las fotos de la herida ovoidal y
punzocortante de casi tres centímetros con los bordes evertidos. El forense
le explicó que la trayectoria interna sugería un arma blanca con una hoja de
forma irregular que el asesino, una vez que la había clavado, había
removido a un lado y a otro para causar el mayor destrozo posible. La
fuerza con la que la habían clavado (¿un punzón?, ¿un picahielos?, ¿algún
tipo de berbiquí?) le había reventado el corazón y fue tanta como la que
aplicaron para arrancarle el arma después. No era una herida común.
En esto estaba Alberto cuando lo avisaron de que se había producido este
segundo asesinato en el mismo barrio. Habían matado a otro hombre, esta
vez en su propia casa. Esa misma mañana le habían puesto delante las fotos:
el cuerpo hecho un ovillo en el suelo de la cocina, sobre un mar de su
propia sangre. En las radiografías de su única herida se veía la misma clase
de incisión profunda e irregular, con los mismos desgarros, una trayectoria
interna en varias direcciones. Esta vez no debió de ser necesario emplear
tanta fuerza, porque el objetivo fue el cuello, que, compuesto de tejidos
blandos, no opone la misma resistencia que un músculo vivo y pulsante
como el corazón. El arma se había hundido sin trabas en la carne,
removiéndola. El destrozo había sido terrible: la garganta escarbada
salvajemente, una carnicería.
Como ambas muertes parecían obra del mismo asesino, este nuevo caso
se lo habían derivado también.
«Todo tuyo», le había dicho Guillén, el investigador al cargo de este
segundo asesinato, cuando supo la información forense.
Alberto estaba demasiado cansado para sentirse abrumado y recogió con
resignación la información que le reportó su colega: esta segunda víctima se
llamaba Carlos Vila, de cuarenta y tres años, funcionario de la
Administración de Hacienda. Estaba casado, aunque su mujer estaba en el
hospital desde hacía unos días. En principio, el perfil de las víctimas tenía
poco que ver.
Alberto fue al escenario de este nuevo crimen a echar un vistazo, aunque
ya poco habría para ver. El calor que desprendían las aceras se notaba a
través del calzado y le daba la sensación de que las suelas, fundiéndose, se
le pegaban al suelo, y cada paso que daba le costaba un mundo. Cada
pensamiento también. Antes de subir al piso, donde el equipo de limpieza
especial estaba trabajando, hizo algunas preguntas entre los vecinos del
edificio, sin sacar gran cosa, hasta que habló con el del primer piso, quien, a
la hora estimada del crimen, vio a alguien.
—Un tío flaco, con la capucha puesta. Nos cruzamos en el portal. Él
salía.
—¿Recuerda qué hora era?
—Entre las cuatro y las cinco. Creo.
El vecino, cuarenta años, barriga cervecera, camiseta sudada de Jurassic
Park y bermudas de baloncesto, parecía recién levantado de la cama.
—Yo volvía a casa de tomar unas cervezas con unos amigos. Llegué al
portal justo cuando él salía y me sostuvo la puerta. Yo le dije: «No, sal tú».
Salió, subí por la escalera y ya.
—¿Cómo era? —inquirió Alberto.
—Un tío flaco. De alto normal, como por aquí.
—¿Lo había visto antes?
—Vecino del bloque no es, eso seguro.
—¿Cómo iba vestido? —preguntó Alberto.
—Llevaba una sudadera de chándal y una mochila, creo —contestó,
encogiéndose de hombros.
—Y su cara, ¿podría describirla?
—Pues no, porque llevaba la capucha subida.
—La capucha subida con este calor un poco llamativa sí sería…
—Ni lo pensé, me llamó más la atención el arañazo.
—¿Qué arañazo?
—Cuando me sostuvo la puerta se le subió la manga. Así, ¿sabe? Y vi
que tenía un arañazo largo justo aquí… —Se señaló la cara interna del
antebrazo derecho—. Que podría ser cualquier cosa, claro, pero me dio mal
rollo que me sujetara la puerta, no me fuera a rozar, que lo mismo era un
yonqui y uno no sabe lo que te pueden contagiar. Por eso le dije que saliera
él antes…
Esta información podía ser algo. Alberto lo citó para prestar declaración
ese mismo día. Luego, subió hasta la escena del crimen, que estaba en el
último piso. En el rellano solo había una vivienda. Muy conveniente para
llamar y, una vez abierta la puerta, pegar un empujón o entrar con algún
engaño. No había rastros de fuerza ni en el quicio, ni en la hoja, ni en la
cerradura: al asesino le habían abierto desde dentro (la sangre en el
recibidor) y allí mismo había asestado la única y mortal puntada.
Habló con el responsable del equipo de la limpieza especial.
Últimamente se lo había encontrado en un par de «felices» ocasiones: un
suicidio y un anciano encontrado muerto en su casa.
Echó un vistazo a la cocina, muy adecentada ya. Miró por la ventana: era
pequeña y daba a un patio interior. Fue a través de ella por donde el vecino
de enfrente, desde la ventana de su baño, vio ese mar rojo oscuro que cubría
el suelo y, temiendo lo peor, llamó a la policía.
«Lo único que le importaba era matarlo.»
Desde luego, pensó Alberto, un asesino metódico jamás habría permitido
que quedara abierta una ventana con vistas a una muerte. La casa del vecino
estaba demasiado cerca: era un patio interior angosto. No parecía prudente
dejar a la víctima en un lugar bien visible mientras se desangraba, proceso
que no ocurre en unos pocos minutos. ¿Se quedó el asesino a comprobar la
muerte o se marchó antes? Si fue el tipo encapuchado que se cruzó con el
vecino y su arañazo fue producto de un forcejeo con su víctima, debería de
quedar algún indicio, partículas de piel en las uñas del muerto o en alguna
superficie filosa, tal vez hasta alguna microgota de sangre…, pero la policía
forense no había encontrado ningún rastro que no perteneciera a Carlos
Vila.
De nuevo en la calle, Alberto cruzó a la acera de enfrente y buscó refugio
en un bar. Se tomó una Fanta. Apoyado en la barra, pensó en el posible
nexo entre las dos víctimas mientras miraba el bloque de vecinos donde
había ocurrido el asesinato. Iván, el chico del pinchazo en el corazón, no
llevaba mucho tiempo moviéndose y trapicheando por esa zona, apenas
cuatro meses; el otro llevaba viviendo allí años. Si frecuentaba las mismas
cinco o seis calles, era posible que se conocieran. Tal vez una relación
clientelar con el camello del barrio. O, por algún motivo, habían enfadado
al mismo individuo, a la persona equivocada… Alberto se pasó la mano por
la frente. Le dolía pensar, le pulsaban las sienes. El camarero, con el bar
vacío y muchas ganas de charlar, se acercó por detrás de la barra.
—Calor, ¿verdad? Ahí le llega menos el aire acondicionado. Si se pone
en el centro, mejor.
—Gracias, estoy bien —mintió él—. Ayer fue un día movido en esta
calle, ¿no?
Habría querido irse a casa y dormir durante un mes seguido, pero
presentía la facilidad con que el camarero entraría a cualquier conversación,
no lo podía dejar pasar. El hombre se acercó pasando un trapo pardo y
viscoso sobre la barra y confirmó el presentimiento de Alberto con un
torrente de palabras.
—¿Lo dice por lo del pobre chico que han matado? Sí, sí, ayer toda esta
calle era de locos. Aunque estemos en la ciudad, lo que son los barrios
siguen funcionando como un pueblo, y más con algo así… Ayer se tiró todo
el mundo a la calle: la gente queriendo enterarse, policías por todas partes,
algún periodista de la tele y luego la ambulancia, que llegó a todo trapo…
—Pero el hombre estaba ya muerto, ¿no?
—Sí, sí, totalmente. Dicen que el piso parecía un matadero… —Bajó la
voz—. Pobre. Era bien majo.
—Ah, lo conocía.
—Sí, sí. Se llama… Bueno, se llamaba Carlos. Aquí venía a veces con la
mujer a tomar café. Vaya usted a saber por qué lo matarían, porque no
robaron nada de la casa…
—A lo mejor se relacionaba con gente que no debía… —insinuó Alberto
para sonsacarlo.
—Qué va, qué va. Era gente formal, normalísima. Él y su mujer. Que
encima ella, Pilar, tuvo un accidente y está ingresada, bastante fastidiada…
Las desgracias nunca vienen solas, hay que joderse. Imagínese qué palo
cuando le cuenten a la pobre lo que ha pasado. Una mujer muy maja,
también: ayudaba en la parroquia del barrio… En fin, que es una lástima
que les pasen desgracias a la gente buena y luego haya cada cabrón por ahí
suelto que no se coge ni un resfriado…
Alberto asintió con la cabeza y repitió varias veces «Hay que joderse»,
«Qué putada» mientras pagaba y retrocedía hacia la puerta. Salió a la calle.
El calor le lanzó una bocanada ardiente al rostro y lo retuvo bajo la sombra
del toldo del bar. Del portal de vecinos salieron los trabajadores de la
limpieza y, entre ellos, la mujer que dijo aquella frase extraña. Se quedó
mirándola. Rubia, delgada, con algo brumoso en el rostro y la figura, como
si estuviera empezando a borrarse. O tal vez era él, su mirada, que no
enfocaba. Ella se detuvo en el umbral e hizo algo raro: miró hacia atrás
como si hubiera oído un sonido inquietante o alguien la hubiera tocado.
Alberto la vio estremecerse. La mujer levantó los ojos y se encontró con los
suyos. Él la siguió con la mirada hasta que subió al vehículo. Cuando la
furgoneta de Limpiezas José Manuel se fue, decidió ir caminando hacia la
comisaría con la intención de observar todo el material de las cámaras de
seguridad cercanas que pudiera conseguir. Tal vez ya se hubiera recopilado
algo de información relevante sobre el círculo cercano de Carlos Vila. Le
vino a la mente la forma en que la mujer habló en la escena del crimen: «Lo
único que le importaba era matarlo». Como si hubiera estado presente
durante el asesinato.
Entonces le ocurrió.
La calle por la que andaba giró a su alrededor con una vuelta completa
que le hizo parar de andar. Se quedó inmóvil en mitad de la acera mientras
los viandantes iban y venían sorteándole, cada uno a sus asuntos. Un color
blanco absoluto, puro y terminal le fue invadiendo el cerebro despacio. Lo
de fuera, la vida, adquirió un tempo de cámara lenta y cayó en un silencio
total. Solo oía su respiración, tarda y pesada, retumbando en la cabeza. Una
sensación de calma irreal, que visualizó redonda como una bola de nieve,
rodó hacia él hasta sepultarlo en su interior. Despacio, miró a su alrededor y
vio un banco. Estaba a pleno sol, achicharrado, el último sitio donde
convenía pararse. Sin embargo, caminó hacia allí con las rodillas débiles y
se dejó caer sentado. Se veía a sí mismo desde fuera. Pensó, como si no
fuera con él, que ojalá viniera alguien pronto y lo levantara de allí, porque
iba a sufrir un golpe de calor mortal. Desde una distancia donde eso no le
importaba, sabía que no iba a moverse por sí mismo, no lo iba a hacer, no se
iba a poner en pie, aunque estuviera en riesgo de muerte por la alta
temperatura.
Ya está, se dijo. Hasta aquí hemos llegado.
Me he ido a la mierda.
8

Jimena desenroscó la tapa de la crema facial, la olió con deleite y se la


ofreció a Adriana.
—¿Quieres probarla? Es una maravilla. Lleva un componente que se
llama niacinamida, que ahora incluyen en su fórmula todas las cremas
antienvejecimiento —le explicó— porque tiene un montón de beneficios: es
despigmentante, antioxidante, disminuye las arrugas y…
—Mamá.
Jimena la miró a la cara, con el bote de crema aún tendido hacia ella.
—Hija, es que algo tienes que hacer. Solo tienes treinta y siete años y
pareces…
—Ya lo sé —volvió a cortar Adriana—. Y no me importa nada.
La madre no añadió una palabra; bajó los ojos y tapó el bote de crema
antes de devolverlo a su sitio en el precioso tocador blanco del dormitorio.
Un silencio delicado y tenso se instaló entre las dos. Ella no vio ahí hueco
ninguno para intentar decirle lo que quería. Jimena se giró en su banqueta y
miró por la ventana entreabierta, desde la que se veía a Edu jugando en el
jardín trasero.
—No debería jugar al sol —observó—. ¿Lleva filtro solar?
Adriana asintió.
—Está muy blanquito, tienes que cuidarle bien la piel, ya sabes lo
delicada que es —insistió su madre.
Ella estaba intentando controlar tales niveles de ansiedad, así que no
respondió nada, solo esperó a que Jimena parase y se abriese un pequeño
espacio para ella, pero no confiaba mucho en que eso ocurriera.
—¿Qué tal el nuevo trabajo? —Y sin solución de continuidad Jimena
añadió—: Tiene que ser horrible.
Adriana se encogió de hombros.
—No sé cómo puedes… —insistió su madre—. Es que no se me ocurren
muchos empleos más espantosos que ese.
—Pagan bien —se limitó a responder ella.
Jimena se la quedó mirando un segundo. Luego giró la cara hacia el
espejo y se retocó el flequillo, estudiadamente dispuesto para cubrir los
finos surcos de la frente, tersa y brillante.
—Bueno, la conformidad es una virtud, desde luego. ¿No te dan
vacaciones?
—No, porque acabo de empezar —respondió Adriana con tono débil.
—Ya. —Con impaciencia disimulada, su madre se puso en pie y se
sacudió una partícula invisible de su faldita de seda plisada—. ¿Has
llamado a Frida? —preguntó de pronto—. Me dijo que podíais hablar. Ella
ha vuelto a coordinar la división comercial de la firma.
—No creo que pueda hacer ahora ese trabajo —replicó Adriana
sombríamente.
—Ya. No, por eso te decía lo de la piel. Para trabajar de cara al público, y
más en una tienda de lujo, tendrías que estar…, no parecer…, tener un poco
de… presencia. Si te esforzaras un mínimo por cuidarte… Hombre, no va a
ser como cuando tenías veintitantos, pero aún puedes estar muy bien, que
eres joven. De todas formas, habla con Frida. A ella le caías fenomenal y te
puede ayudar a…
—Mamá: no quiero que el niño se vaya la semana que viene con Marcos
—soltó Adriana sin pensarlo más.
Su madre la miró, levantando las cejas con sorpresa.
—Pero si le toca su quincena. ¿Habéis discutido?
—Nunca discutimos.
—Pues deberías valorar esa suerte. Tú no sabes lo que era con tu padre,
no lo sabes… Era insufrible antes del divorcio, y después, aún más; todo le
venía mal, me ponía mil problemas, no paraba de buscarme las vueltas para
armarla. Por favor, no compliques las cosas —concluyó—. Venga, vamos
con el niño.
Sin esperar nada más, Jimena salió del dormitorio. Adriana se levantó y
fue tras ella. Mientras caminaba detrás de su madre por el pasillo, le vino a
la memoria el día de la barbacoa, cuando su madre se la encontró
vomitando en pleno ataque de pánico, y aquel relámpago de comprensión
en su mirada: ese instante en que la mujer intuyó o conectó datos y ella vio
que en su mente surgía la posibilidad de que estuviera pasando algo de
verdad, que su hija no fuera una desequilibrada, que ahí hubiera una
oscuridad real y amenazadora… Y también recordó que ese relámpago pasó
y su madre prefirió el confort de la negación. Jimena, que se había metido
en la cama cuando se le murió su segundo hijo, el prematuro, y había
dejado a Adriana con cuatro años preguntando qué había pasado, en
realidad nunca llegó a regresar del lugar a donde huyó del dolor, en el que
no había y jamás hubo espacio para su hija. Por eso, cuando se la encontró
vomitando y temblando tanto que no podía encajar la mandíbula, apartó ese
microsegundo de temor y tomó el camino fácil de fruncir el ceño y decirle:
«Pero, hija, ¿cómo has comido de esa manera? Sabía que te iba a sentar
mal. Anda, sube a cambiarte, ponte cualquier cosa. Que no te vean así».
Madre e hija salieron por la puerta acristalada al jardín trasero.
—Edu, ven a la sombra —dijo Jimena, y se apartó de su hija para ir con
el niño.
Adriana la miró mientras se inclinaba a ver el castillo que había
construido el niño con los bloques de colores. Una vez más, el impulso
natural de buscar ayuda donde debería haber un puerto seguro la dejaba al
garete en mitad del oleaje. Ella lo habría podido anticipar, pero una vez más
no había podido evitarlo. Una vez más, el vacío, la pena y el agotamiento.
—¿Os quedáis a comer? —le preguntó Jimena sin acercarse.
Pero ahora no podía dejar que esa pena y ese agotamiento la dejaran
inerme y pasiva.
—Que se quede el niño —contestó en un tono que le sorprendió a ella
misma por lo ligero y natural—. Yo tengo que ir a comprar y a hacer unos
recados; aquí va a estar más fresquito que conmigo.
Salió del chalet de su madre y al cruzar la puerta metálica del patio se
quedó parada, sin tener ya que contener ni disimular. ¿Qué podía hacer?
Echó a andar por la acera de la urbanización hacia la parada del autobús. A
la policía no podía ir a contar que su exmarido le había susurrado algo
terrible en el parque y que era posible que ese mismo día le acabara de
confirmar su amenaza… ¿O no lo había confirmado? A lo mejor, Marcos,
cuando le recordó lo que le dijo en el parque, se refería a cualquier otra
cosa. Lo cierto es que, mientras miraban a Edu columpiarse, hablaron de
muchos asuntos: la escuela de verano, la exposición infantil, una eventual
revisión de la vista del niño (a ver si se confirmaba o no el astigmatismo),
que había que cortarle el pelo, aunque él se empeñara en que lo quería
largo… ¿Y si Marcos se refería a alguna trivialidad de aquellas? ¿Y si la
amenaza era algo que ella había creído entender, pero que no había sido
dicho?
Llegó a la parada vacía del autobús. El sol daba de frente. Dos señoras,
posiblemente del servicio doméstico de algún chalet, esperaban situadas
detrás, en la esmirriada sombra de la marquesina. Adriana se colocó en un
resquicio de esa sombra, a cierta distancia.
Una no puede volver a abrir la puerta del coche de su exmarido y
preguntarle: «Perdona, cuando dices que ibas en serio, ¿te refieres a lo de
matar a nuestro hijo?». Porque, si daba un paso en falso, si se había
equivocado, si insinuaba, solo insinuar, algo así y no era cierto, sabía que a
Marcos no le temblaría el pulso: volverían a entrar los médicos en juego,
los exámenes psicológicos, la medicación y la desconfianza. Terminarían
retirándole a su hijo, «por si acaso». Su madre suspiraría y se secaría una
lágrima inexistente mientras contaba que ella ya la había encontrado rara
cuando fue a verla.
Por suerte, el autobús, que podía tardar hasta cuarenta minutos en pasar
por la parada, se acercó y abrió las puertas. Adriana subió detrás de las dos
señoras y buscó un asiento lejos de la salida del aire gélido de la
climatización. Estaba sudando, pero por dentro sentía frío. Miró a través del
cristal cómo el autobús se apartaba de la parada y giraba para atravesar la
salida de la urbanización. Recordó ese mismo giro visto a través de los
cristales tintados del reluciente BMW color marfil que la llevaba en la
mañana de su boda. El remolino que formaban las faldas y el velo de su
vestido de novia en la parte trasera del coche parecía una nube blanca que la
envolvía. Se tapó la cara con las manos, sin importarle que las dos señoras
que habían subido al autobús delante de ella la miraran con pena. Los
recuerdos de su boda, uno de los días más bonitos de su vida, eran
escasísimos: se le habían perdido casi por completo las imágenes de los
momentos más significativos y, sin embargo, recordaba los arbustos de la
salida de la urbanización, el intenso perfume de su madre mientras le
ajustaba el pendiente flojo, los gemelos dorados de su tío al darle el brazo
para llevarla al arco de flores bajo el que esperaba el novio… Detalles
inanes, tonterías.
—A ti debe de ser difícil dejarte huella —le dijo Marcos, pensativo, al
poco de conocerla—. Eres una pequeña heredera.
—¿Una heredera yo? —se rio Adriana.
—Yo me entiendo —contestó él, devolviéndole la sonrisa.
Qué bien sonreía. Hay sonrisas que son como un abrazo. Marcos sonreía
con los ojos, además de con la boca. Se le iluminaba toda la cara y era
como si ese milagro lo hubiera provocado la persona a quien sonreía, a ti,
tú. Que tú tenías el poder de hacer resplandecer esos ojos verdes, en cuyo
ángulo externo se formaban unas finas arruguitas que también sonreían. Y,
acompañando a los ojos, la boca de labios finos pero bien dibujados
desplegaba una curva no muy acentuada, pero perfecta en su trazo, que
conectaba con el verde, con el resplandor, con las finas arrugas, y que te lo
entregaba todo junto, como un regalo, para ti.
Habrían podido conocerse en la tienda; por el nivel de vida que él tenía,
no habría sido raro que entrara allí a adquirir un regalo costoso; ella le
habría aconsejado sobre los últimos modelos de bolsos que había lanzado la
marca, sobre algún exquisito pañuelo de seda con el logo sutilmente
enlazado con el estampado o tal vez sobre un reloj cuyo precio solo estaba
al alcance de unos pocos. Por lo general, cuando la compra se preveía
importante, era ella quien, con sutileza, se incorporaba al grupo de cliente y
dependienta y tomaba las riendas. Su posición en la tienda así lo exigía y
Adriana, educada, encantadora y suavemente persuasiva, no solía fallar. Sin
embargo, no fue en allí donde lo vio por primera vez.
Ella y su amiga Manuela se habían pasado a tomar una copa por aquel
enorme espacio de techos altos y paredes de ladrillo convertido en
sofisticada oficina porque las había invitado Roci, la novia de Manuela:
«No os lo perdáis, por favor, va a ser muy divertido, un montón de gente,
música en directo… Es una celebración y va a estar fenomenal». Antes de
que la banda empezara a tocar, proyectaron en una gran pantalla un resumen
del exitoso proyecto de canalización para abastecer de agua potable a varias
zonas del golfo de Guinea. La empresa en cuya oficina se encontraban era
un puente entre proyectos humanitarios y posibles fuentes de financiación;
eran conseguidores y auditaban y supervisaban todo el proceso. Un ejemplo
de cómo solidaridad, buenas prácticas y empresa se podían conjugar en la
misma frase.
—Cuánto alboroto por cuatro tuberías mal puestas —le susurró al oído el
típico listillo que tiene que poner la puntillita irónica a todo.
—Yo me buscaría palmeros en Twitter en vez de soltar aquí la gracieta
polémica —contestó Adriana sin dejar de mirar la pantalla.
—Funciono mejor en el cara a cara… —replicó él—. Arriesgándome a
que me la partan, claro.
Ella se volvió a mirarlo fríamente.
—Menos mal que, mientras unos se divierten criticando, hay gente
haciendo cosas de verdad —le soltó, con la esperanza de ahuyentarlo.
—Y luego estáis los que venís aquí a sujetar el gin-tonic, que os
estorbará un poco para aplaudir —repuso el hombre.
Ahí ya fue cuando Adriana se giró del todo hacia él y ambos se midieron
con la mirada. Y, mientras ella decidía si debía devolver la réplica, él
levantó una mano pidiendo paz y le explicó que era uno de los responsables
de aquellas cuatro tuberías mal puestas, que se llamaba Marcos Armenta y
que no se le había ocurrido una manera mejor de empezar a hablarle sin
esperar a que terminase el vídeo.
—Soy demasiado impaciente —añadió con sencillez, a modo de
justificación.
Le dedicó su fantástica sonrisa y Adriana percibió conscientemente lo
muy guapo que era y que tenía mucho encanto; un carisma que superaba
incluso su apostura física.
Marcos no fue, desde luego, tan impaciente como decía que era. Se tomó
su tiempo para ir avanzando en el acercamiento y en la conquista. Tanto que
ella se preguntaba al principio si de verdad estaba en plan de conquista o
qué era eso. Si daba un paso adelante, él no solía responder, así que era
Adriana quien se impacientaba esperando a que él hiciera algún avance y
quien se planteaba si, cada vez que ella hacía uno, había hecho lo correcto o
lo había fastidiado todo. Marcos, como un buen esgrimista, se adelantaba lo
justo para dibujar su finta y respondía rápida e imprevisiblemente a la
reacción de Adriana. Así que, el día que él apareció en la tienda después de
la hora de cierre para anunciarle que tenía que viajar a Brasil y que no sabía
cuánto tiempo lo retendría allí el trabajo, ella dedujo, desolada, que aquel
tonteo ni siquiera debía de haberlo sido en realidad, que él no tenía
verdadero interés y que ella se había ilusionado como si tuviera doce años.
Pensó que al cabo de unos minutos él se habría marchado y ella se quedaría
aguantándose las ganas de llorar. Sin embargo, pasados esos minutos
Marcos tenía la cara de Adriana entre las manos y la estaba besando con
una intensidad que ella no había visto venir. La besó y la apretó contra él y
la acarició como para compensar toda la espera. Luego la llevó a su casa.
—Este trato hay que cerrarlo como se debe —le dijo al oído, sujetándole
fuerte los brazos por encima de la cabeza mientras se la follaba bien,
despacio pero con contundencia, compensando ya del todo, ahora sí, la
espera y las dudas.
El autobús paró en su parada. Adriana se bajó. Pasar de la intensa
refrigeración del transporte a la canícula del asfalto fue como meterse en
una bañera de agua caliente. ¿Qué podía hacer? ¿Adónde ir?… ¿Por qué le
costaba tantísimo tomar decisiones? Era porque durante demasiado tiempo
Marcos había decidido por ella. Pero es que había que reconocérselo:
diseñando estrategia y marcando itinerarios era el mejor. Podías descansar
en él con la seguridad de que siempre haría lo más conveniente. Adriana,
que siempre había presumido de su independencia, descubrió con sorpresa
lo increíblemente agradable y reconfortante que podía ser dejarse llevar por
alguien que sabía siempre a dónde ir. Y no fue el único descubrimiento que
hizo al lado de Marcos. Ella, que a sus veintiocho años había tenido varias
relaciones y que se había enamorado y había creído querer y ser querida,
entró en un nuevo territorio donde el concepto de enamorarse y ser
correspondida estalló en pedazos y revocó todas las convicciones sobre su
pasado.
Simplemente, Marcos era otro nivel.
Antes, Adriana no creía que el entusiasmo y la euforia fueran estados que
se pudieran sostener durante días o semanas, pero sí, sí que lo eran. Y
después de esas semanas, cuando pensaba que la ola ya pasaba, venía otra
aún más alta, más rápida, más arrolladora, que la llevaba aún más lejos.
Esto era la auténtica «clase A» del amor y provocaba unas sensaciones tan
potentes que no había droga que se le pudiera comparar… ni que
enganchara más. Marcos había llegado y se había ajustado con increíble
perfección a su geografía íntima, como oro líquido entrando a un molde, y
ella, deslumbrada, le había dejado deslizarse hasta el rincón más recóndito,
hasta el más lejano e íntimo confín que nunca habría franqueado nadie,
porque Marcos era, sin discusión, lo mejor que le había pasado, y darse toda
entera, hacerse parte de él, la hacía mejor a ella también. Adriana
literalmente destellaba: nunca se había sentido tan plena como entonces.
Su madre, siempre muy crítica con sus novios, entró con toda facilidad
en el radio de alcance del brutal atractivo de Marcos.
«No dejes que se te escape —le aconsejó al poco de conocerlo—. Es
único.»
Claro. Como si ella pudiera controlar eso o cualquiera de los millones de
cosas que le estaban pasando por dentro.
«Empieza el juego», le decía él contra la piel del cuello, una mano
envolviendo un pecho, la otra separando con facilidad las rodillas de
Adriana, quien había renunciado ya a aplicar sus propias reglas a la partida.
No podía dejar que escapase, era único, pero él escaparía cuando
quisiera, porque ella, que debajo de él se movía ciega y sumisamente,
obedeciendo a cada contracción, presión o movimiento del cuerpo de él, en
realidad estaba ya fuera del tablero.
Si sirviese como justificación, Adriana alegaría que el poder de
abducción de Marcos era una realidad de sobra comprobada: sus socios
consideraban un privilegio trabajar con él, su padre poco menos que lo creía
un genio, sus amigos lo encontraban imprescindible, las mujeres caían a sus
pies una detrás de otra, como piezas de dominó… Si esa maravilla, ese
primero entre iguales, había elegido a Adriana, ¿cómo no iba a creer ella
que Marcos era un don que debía a toda costa mantener?
De pronto, allí, junto a la parada del autobús, tuvo una idea repentina y su
sangre aceleró la marcha y los latidos del corazón le retumbaron en el
pecho.
Se acordó de que sí que existía alguien que había conseguido entrar y
salir del campo magnético de Marcos. ¿Por qué no se había acordado antes?
Tal vez no quisiera ayudarla, pero había una (única) persona que creería
al instante, sin necesidad de insistir ni de explicar, que él le había dicho en
voz baja que iba a matar a su hijo.
9

El termómetro marcaba cuarenta y dos grados cuando Adriana pasó frente a


él, buscando en su móvil la información que necesitaba.
Instagram era el mejor espía para seguir la pista de alguien con quien no
había hablado desde hacía siete años. Manuela, sorprendentemente, nunca
había llegado a bloquearla en su cuenta profesional, como sí lo hizo en la
personal. Gracias a eso, Adriana sabía que era desde hacía tres años la
community manager de una diseñadora joven que había saltado el año
anterior a la fama cuando Rosalía, la cantante, lució una creación suya en
un show de la televisión estadounidense. Parte del mérito de esta acción de
marketing se debía al trabajo de Manuela, y Adriana se alegró mucho
cuando lo supo.
Durante su matrimonio había fantaseado a menudo con un reencuentro
futuro, y desde que se separó había pensado muchas veces en llamarla, pero
la vergüenza la paralizaba. Ahora, sin embargo, estaba desesperada y ante la
desesperación no hay vergüenza.
A menudo entraba a curiosear al Instagram de su antigua amiga. Siempre
que lo hacía se sentía removida por dentro y muy triste, pero no podía dejar
de visitar la página para saber de ella. Por el Facebook de conocidos
comunes, se enteró de que Manuela se había casado con Roci. Esa vez sí
que lloró un poco al leerlo. Su amiga estuvo en su boda, como había estado
en toda su vida desde que eran adolescentes, pero Adriana, años después, no
estuvo en el enlace de Manuela ni en nada: aquella amistad era otro trozo de
su historia que había perdido por el camino.
«Fotografiando las maravillas que descubriréis en otoño», decía el pie de
la foto que Manuela había subido a su Instagram hacía apenas una hora. En
la imagen se veían el taller de moda y a una modelo, vestida con una
fantasía de tul rosa, a la que estaban retocando el maquillaje. La foto la
había tomado Manuela con su móvil, y en el ángulo inferior derecho, en
primerísimo plano, aparecía la mitad de su rostro sonriente.
Una búsqueda en internet le sirvió a Adriana para encontrar la dirección
exacta del atelier. Iría allí y la esperaría en la puerta.
Que rompieran su amistad muy dolorosamente y que no hubieran vuelto
a hablar ni a verse en los últimos siete años eran escollos que no la iban a
desanimar, porque Manuela era la única persona en el mundo entero que
podría escuchar lo que le pasaba sin pensar que estaba loca. La única que la
creería a la primera. La única que odiaba a Marcos.
Adriana bajó rápidamente los escalones de la boca del metro. Hacía tanto
calor por los pasillos como en la calle. En el vagón no había demasiada
gente. Se notaba que ya terminaba julio; los que podían se iban escapando
de la ciudad. Ocupó un asiento en el que aún se percibía la tibieza de un
cuerpo ajeno, una sensación nada agradable. En el asiento de enfrente, una
mujer con sobrepeso se abanicaba. Adriana se encontró con su mirada sin
querer y ambas retiraron la vista. Pensó en la cantidad de dramas privados
que podrían estar viajando solo en aquel vagón de metro: cada persona tenía
su historia; probablemente la suya no era la peor de todas.
Manuela y ella se habían conocido cuando veraneaban con sus
respectivas familias en Salou. Las dos tenían quince años y unas
circunstancias parecidas: familia acomodada, poca atención maternal.
Congeniaron al instante. De hecho, Adriana fue para la otra su flechazo de
aquel verano y, aunque entre las dos hubo algunos besos y toqueteos, fue la
propia Manuela quien cortó esa deriva: la otra le caía bien, muy bien, y era
evidente que su inclinación natural no era hacia las chicas. Manuela, que ya
entonces destacaba por su madurez, prefirió una amiga para toda la vida
antes que un desenlace embarullado a finales de agosto. En septiembre ya
habían puesto los puntales de una amistad que se llevaron de regreso a su
ciudad. Ese curso, Adriana se cambió al instituto de Manuela y se
convirtieron en un clásico: la morena y la rubia, las siamesas.
Cumpleaños, aprobados, fiestas, enamoramientos, borracheras, rupturas,
viajes, amigos, proyectos… Todo lo vivían las dos juntas. Eran el mayor
refuerzo la una de la otra, eran más que familia. Apoyó a Manuela en su
gran desengaño amoroso con una novia traidora a la que ambas odiaron
durante años. Cursaron la misma carrera y se graduaron a la vez. Adriana
celebró la llegada de Roci a la vida de Manuela. Y esta, cuando conoció a
Marcos, le dijo a su amiga con toda sinceridad: «Enhorabuena: te ha tocado
la lotería».
Ella no sabía en qué momento empezó a cambiar de opinión. Todo
explotó con el asunto del trabajo, pero seguramente algo se había ido
cocinando dentro de su amiga mucho antes: tal vez solo fueron sensaciones
o una intuición de la cual la misma Manuela había desconfiado y que no
tenía entidad suficiente para ser verbalizada. Pero estaba ahí y, cuando
ocurrió lo del trabajo de Adriana, de pronto todo debió de cobrar sentido en
el cerebro de la otra, y ahí fue cuando vino el estallido.
Llegó sudando ante el portal del edificio donde estaba Manuela. Se
encontraba en un caro barrio del centro, lleno de gente modernita y bares
monos. El edificio estaba en una placita de tipo pueblo: uno de esos
pequeños milagros en el núcleo de la ciudad. Adriana estaba sedienta.
Habría querido sentarse en la coqueta terracita que había en la plaza y tomar
un refresco, pero debía controlar hasta el último céntimo, así que compró un
botellín de agua en una tienda y se sentó en un banco, enfrente del portal,
con la vista puesta en la puerta de madera.
En medio del miedo que sentía, pensar en Manuela le traía un poquito de
calma. Era tranquila, sensata y resolutiva. Una persona que sabía funcionar
en las crisis, que veía siempre el plano general y no se dejaba llevar por las
emociones. Si quisiera, podría ayudarla.
La puerta del portal se abrió muchas veces y cada vez a Adriana el
corazón le daba un brinco. Pasaron casi dos horas hasta que empezaron a
salir las modelos, inconfundibles en su delgadez y altura, con el pelo
recogido en lo alto descuidadamente, pero con el rostro todavía maquillado
para la sesión. También vio al fotógrafo y a sus ayudantes sacando su
equipo de trabajo. Y por fin, la última, sola, guardando la tablet en el bolso
mientras hablaba con el móvil sujeto entre el hombro y la oreja, salió
Manuela. Adriana se puso en pie sintiendo un hormigueo en todo el cuerpo.
Si no hubiera existido aquel corte brutal en su amistad, ahora correría a
darle un beso y un abrazo larguísimo. En vez de eso, se acercó a ella con
pasos lentos, secándose las manos húmedas de sudor en los costados de la
falda. Manuela despidió la llamada de trabajo, se quitó el móvil de la oreja
y lo metió en el bolso. Seguía igual: el pelo moreno y locamente rizado,
como una mandorla alrededor de su cara de piel blanca. Los ojos, oscuros e
inteligentes, y la nariz y la boca tal vez algo grandes desde el punto de vista
de las proporciones, pero perfectas para su rostro poco corriente y atractivo.
—Hola, Manuela —pronunció Adriana a media voz, como si no quisiera
despertar a alguien dormido.
La mujer levantó la vista. Pareció que por un instante no la reconocía;
hizo un movimiento involuntario de retroceso y se llevó la mano a la
garganta.
—Adriana.
Manuela pronunció su nombre con un matiz de sorpresa que tenía tanto
que ver con lo inesperado de la aparición como con lo que estaba viendo al
mirar a su antigua amiga: la cara, la figura, la ropa, la tensión que transmitía
en cada rasgo de su persona… Adriana se dio cuenta de que Manuela veía
su deterioro y trataba de explicarse la brecha entre la mujer preciosa que
recordaba y lo que tenía delante.
—¿Qué haces aquí?
—He venido a buscarte —contestó sin más.
Aquella parpadeó, intentando procesar.
—Pero… ¿En serio? Es… No tengo palabras. Esto sí que no me lo
esperaba.
Se quedaron mirándose. Adriana pensó que debería preguntarle qué tal
estaba, interesarse por su vida de alguna forma convencional, pero todo le
pareció ridículo. Probablemente, Manuela estaba en lo mismo, pero, como
de las dos ella era la menos dañada, tomó la iniciativa:
—¿Para qué me buscas?
—Tengo que contarte algo.
Otro silencio. La otra hizo una rápida valoración, soltó un breve suspiro y
señaló hacia la terracita del bar.
—Vamos a sentarnos ahí.
Se dirigió hacia una de las mesitas, con Adriana detrás. Se sentaron una
frente a la otra y se miraron. Se acercó un camarero. Manuela se pidió una
cerveza. Ella no quiso tomar nada, pero la otra insistió, así que pidió un
zumo. El camarero preguntó de qué lo quieres, de lo que haya, ¿de
melocotón?, vale, es que de naranja no nos queda, me da igual, también
tenemos de piña, pues ese mismo, y hay también uno de maracuyá que es…
—Por favor, trae el primero que encuentres —zanjó Manuela con voz
firme.
El camarero se fue. Su antigua amiga encaró a Adriana:
—No sé por qué me da que lo que tienes que contar no es nada bueno.
Ella negó con la cabeza.
—No, no es nada bueno.
Manuela la miró, seria, con idéntica expresión a la del día en que las
cosas cambiaron entre las dos, siete años antes.
Todo había empezado cuando a Adriana le ofrecieron un ascenso. Un
puesto ejecutivo en la firma que implicaba dejar la tienda y trabajar en un
despacho. Aunque las condiciones eran ventajosas, a ella le daba pena dejar
el trato directo con el cliente y no sabía si hacer una contrapropuesta
frenaría sus posibilidades dentro de la empresa.
Entonces, Marcos le aconsejó que dejara la firma.
Llevaban más de tres años juntos, pero Adriana aún no había agotado su
capacidad de sorpresa con él, que seguía teniendo el poder de atraparla en
un instante, saliendo por donde ella nunca esperaría.
—¿Estás diciendo que deje de trabajar en la empresa?
—Tienes una alternativa mucho mejor —contestó él.
Marcos nunca había hecho ni dicho nada en ese sentido, pero ella sabía
que a él no le gustaba su trabajo. Comparado con los proyectos
humanitarios que pasaban por sus manos, vender productos de alta gama le
parecía algo vacío, estúpido y superfluo. Si Adriana se miraba a través de
sus ojos, veía a una pija rubia y mona que adulaba a gente pudiente para
venderles artículos cuyo valor podría mejorar la vida de una aldea entera en
una zona desfavorecida.
Marcos, prudente y respetuoso, tenía un cuidado exquisito al hablar del
trabajo de Adriana y mostraba interés cuando ella le explicaba asuntos
profesionales que en realidad no le decían nada. Él ni lo insinuaba, pero ella
percibía algo parecido a la vergüenza, cierto embarazo social, cuando él la
presentaba a colegas a los que respetaba. Era preciosa, natural y elegante de
una forma fácil y cálida; los dos hacían una pareja increíble, él lo repetía
con orgullo, pero había un punto ciego en lo tocante a su desempeño
profesional que ella, que vivía en la contemplación adorante de su novio,
detectaba perfectamente.
—Me gustaría que trabajaras con nosotros —le dijo Marcos aquel día.
Adriana se lo quedó mirando, asombrada.
—Para mí sería un orgullo que vinieses a nuestra empresa —continuó él
—. Hay una parte del trabajo que es captar promotores, saber
entusiasmarlos con el proyecto y conseguir que se sientan parte de él. Yo
creo, de verdad, que ahí tú brillarías; serías un fichaje de primera para el
equipo. Y para ti seguro que sería gratificante colaborar en algo que mejora
la vida de las personas. ¿Por qué no te lo piensas? Podríamos hacerte una
propuesta que creo que te pondría muy contenta.
Adriana, desde luego, se puso contentísima. Cada valoración positiva que
recibía de Marcos era un tesoro y aquella inesperada proposición, tal como
él la había planteado, la entusiasmó.
—Pero ¿a ti te parece buena idea irte a trabajar a las órdenes de tu novio?
—le preguntó Manuela, con una arruga de preocupación en el ceño.
—Es una empresa en crecimiento y tiene ese rollo moderno y vuelto al
mundo que no tiene mi trabajo en la firma, que es, hay que reconocerlo,
más rancio imposible —contestó Adriana, radiante—. La gente que trabaja
con Marcos lo adora. Además, él ni siquiera sería mi jefe inmediato.
No añadía que la propuesta tenía algo de declaración de amor hacia quien
ella era de verdad, a lo bueno que él veía en su interior, y eso casi la hacía
llorar de felicidad, así que emprendió su nuevo trabajo poniendo todo su
corazón, entregada de pies a cabeza, deseando responder a esa emotiva
declaración sin palabras con otra del mismo valor. El equipo de compañeros
la recibió maravillosamente. Todo era aún mejor de lo que Marcos le había
dicho. Las dinámicas de trabajo la entusiasmaban. Se sentía estimulada por
todas las cosas nuevas que estaba aprendiendo. Tal como su novio le había
dicho, trabajar allí no solo era gratificante, también resultaba perfecto para
ella: un puesto hecho a su medida. En sus primeras reuniones con posibles
patrocinadores dio lo mejor de sí misma: estuvo brillante. Su jefe directo
fue el primero en apreciarlo y así se lo transmitió a Marcos. Adriana no
podía estar más feliz y él tampoco.
Pero, después del primer mes, las cosas cambiaron.
Adriana no notó nada al principio, solo un menor número de reuniones
con futuribles colaboradores que vino acompañado de excusas razonables.
Cierto descenso en el flujo de la comunicación con su jefe directo que no la
preocupó hasta la segunda semana, en la que sus compromisos con posibles
patrocinadores prácticamente desaparecieron. Se apresuró a preguntar si
había algún problema, pero las razonables excusas le sonaron un poco
menos razonables y las explicaciones no soportaban el análisis. Para no
tener que oír justificaciones cada vez más pobres y fingir que las creía, dejó
de preguntar. A la única reunión a la que fue convocada acudió junto con un
joven compañero en prácticas y fue este, y no ella, por increíble que
parezca, quien llevó la voz cantante en el encuentro. «Así se ha decidido»,
le dijeron. Y Adriana no insistió.
Esta situación coincidió con un viaje de Marcos a un lugar donde las
comunicaciones eran muy difíciles, y las llamadas, prácticamente
imposibles. Se confió a Manuela, quien la escuchó con seriedad, pero,
aunque casi se veían girar los engranajes de su pensamiento, no dijo mucho.
—Deberías poder hablar con Marcos —observó con tono suave—. No
entiendo cómo puede estar incomunicado hasta ese extremo.
Pero lo estaba y la situación se prolongó un par de semanas más. Cuando
regresó, Adriana se lo contó todo, visiblemente decaída.
—No quiero ningún trato de favor, Marcos —le dijo—. Lo único que
necesito es saber qué está pasando, solo eso.
Aunque él se sorprendió, fue comprensivo y cariñoso. La abrazó y la
tranquilizó: él reuniría la información, tampoco entendía qué podía estar
pasando. En cualquier caso, ella era estupenda, eso era incuestionable;
enseguida se arregla-
ría todo.
Quedaron ese mismo día por la noche y Marcos la llevó a cenar. Ahí notó
Adriana que algo pasaba. Él estaba raro: parecía un poco azorado. Era la
primera vez que lo veía así.
—Parece que varias de las empresas con las que trataste los primeros días
han decidido no comprometerse con nosotros —le explicó, sin mirarla a los
ojos.
Adriana se quedó bloqueada, no pudo articular palabra.
—Nos consta que estuviste muy bien y que dijiste todo lo que hay que
decir —continuó Marcos—. Pero hay una… cuestión de matiz, según han
analizado mis socios, algo que es…, cómo decirlo…, joder, qué
complicado… Algo que es incongruente con nuestros principios.
Adriana aguardó a que la camarera terminara de llenarles las copas y se
alejara mientras trataba de entender lo que él le estaba diciendo.
—¿Incongruente? Pero… ¿en qué? —preguntó.
Marcos empezó a hablar eligiendo con cuidado sus palabras, sin llegar a
mirarla directamente.
—Cómo explicarte… El… La materia de nuestro trabajo, en este punto
del proceso, no es algo tangible, es… Va más allá de garantizar a las
empresas beneficios o pérdidas asumibles. Intentamos establecer una
conexión con la sensibilidad de las firmas que nos reciben. Está claro que
muchas nos dan su apoyo por cuestiones de imagen, pero también hay
cierto… territorio común, un… reconocimiento mutuo de que compartimos
unos valores solidarios…
—Espera, espera. ¿Qué me estás diciendo, que yo no he transmitido esos
valores?
Marcos levantó la mirada y contestó directamente:
—Según estas empresas, no. Han recibido tu planteamiento como si les
propusieras una transacción comercial, y eso es todo lo contrario a lo que
necesitamos comunicar. —Hizo una pausa, pensativo—. Supongo que no te
es fácil, después de tanto tiempo en el mercado del lujo. La cuestión es…
que tu forma de trabajar se opone radicalmente a nuestra filosofía de
empresa. Perdóname, Adriana, por favor, la culpa ha sido del todo mía.
Sí…, pero no. El error de cálculo al elegirla era de Marcos, pero la falta
estaba en ella. El fallo era «moral», por así decirlo, y debía estar tan dentro
de su esencia que ella no era consciente, porque creía haber comunicado
honestidad, humanidad e ilusión; creía no haber impostado esos
sentimientos. De hecho, no dijo nada con lo que no se identificara, pero los
clientes habían percibido otra cosa. Se sentía mortificada por la vergüenza y
la sensación de fracaso. Aun así, no interpretó la conversación con su novio
como un despido fulminante hasta que llegó al día siguiente a la oficina y
encontró sus pertenencias en una caja.
—Queríamos hacer esto de la forma más rápida posible, para tu
comodidad —le explicó su jefe directo—. Por supuesto, estás dispensada de
venir a trabajar los quince días que estipula la ley.
Adriana, con la caja en brazos, tuvo que salir de la oficina diez minutos
después de haber entrado, pasando por delante de sus excompañeros, que
adoptaron un aire compungido, como si estuvieran en el velatorio de un
conocido lejano. En el ambiente flotaba su fracaso: la pobre comercial que
vendía gilipolleces, caprichos caros para gente ociosa, ¿qué pintaba en este
sitio donde los valores humanitarios eran lo más importante?
Manuela la escuchó contárselo todo, le pasó pañuelos para que se secara
las lágrimas y, como en la anterior ocasión, tampoco dijo gran cosa.
—¿Marcos no estaba allí? —preguntó solamente.
—No. Tenía que coger un vuelo.
—Ya.
No añadió nada más, pero en cuanto pudo localizarlo fue a encontrarse
con Marcos. Adriana no llegó a saber nunca qué pasó en ese encuentro, qué
se dijo, pero Manuela se presentó delante de ella con una expresión sombría
y decidida.
—Tienes que dejar a ese hombre.
—¿¿Qué?? —Para Adriana era impensable lo que acababa de oír.
Antes de procesar semejante disparate, Manuela dejó caer las siguientes
palabras:
—Ya ha conseguido dejarte sin trabajo y de paso llevarse buena parte de
tu autoestima por delante. No se lo permitas, porque no se va a quedar ahí.
Adriana, por supuesto, saltó a defenderlo: ¡ella no lo conocía, no podía
culparlo a él! ¿Cómo podía decir esas cosas? La conversación viró a
discusión y las dos amigas se dijeron cosas muy duras. Ella recibió lo que a
su parecer eran agravios contra Marcos como si fueran bofetones en su
propia cara, pero Manuela no podía, en conciencia, desdecirse de lo que
pensaba y no dio ni un paso atrás. Adriana terminó la conversación diciendo
que su amistad había acabado. La otra no se esperaba eso y se quedó
anonadada.
—Es mucho peor de lo que yo pensaba —murmuró.
Adriana fue firme en su ruptura. Manuela trató de encontrar algún punto
intermedio para salvar la amistad, la asedió a llamadas y a ruegos, pero ella
no cedió: respecto a Marcos no existía territorio neutral posible, y el día que
Manuela fue a buscarla a su casa, en un último y desesperado intento, le
soltó una frase ruda y cortante antes de cerrarle la puerta en la cara. Ahí
terminó todo.
Adriana, cuando amainó el arrebato, se sintió muy triste. Añoraba a su
amiga, pero las cosas que había dicho de su pareja eran monstruosas e
incompatibles con la posibilidad de mantener cualquier relación con ella.
Entonces se vio sin trabajo, sin mejor amiga, baja de moral y bastante
desorientada, pero Marcos nunca se había mostrado tan encantador, tan
apasionado, tan entregado a ella. La convenció para tomarse un par de
meses antes de decidir hacia dónde dirigir su carrera. Después, él la
apoyaría en lo que ella eligiera. Antes de que se cumpliera ese plazo, y a
pesar de que supuestamente ambos se cuidaban de que no ocurriera, se
quedó embarazada.
Siete años después, las dos amigas se volvían a encontrar y la aplastante
derrota de Adriana se sentaba con ellas en esa terraza de verano. En otro
momento, en una vida que ya no era la suya, habría vivido aquel momento
con una vergüenza mortificante, pero ahora estaba más allá de todo eso. La
derrota era el aire que respiraba a diario. Nada podía hundirla más, así que
comenzar a hablar no fue difícil.
—Lo siento, Manuela. Ya sé que es una mierda aparecer así, después de
estos años, lo sé, y no te voy a decir que he estado a punto de venir a
buscarte muchas veces, porque no es verdad; probablemente, si no
necesitara tu ayuda, seguiría mirando a escondidas tu Instagram y
echándote de menos, pero no habría venido, lo habría dejado estar, porque
ya la cagué en su día y creo que no tengo derecho a… a… molestarte más.
Tomó aliento. Manuela la miraba sin intención de hablar, así que
continuó:
—Tú eres la mujer más inteligente, decidida y sensible que he conocido
en mi vida y sé que si hay alguien…, si en este mundo hay alguien que
puede pasar por alto, aunque solo sea un momento, lo increíblemente
imbécil y miserable que fui contigo, esa eres tú.
La voz se le quebró; no quería llorar, pero era difícil sujetarse y la tensión
y el miedo que venía soportando los últimos dos días aflojaron dos gruesas
lágrimas que rodaron por las mejillas.
—Nunca te pediría nada si se tratara de algo que solo me afectase a mí, te
lo juro, de verdad que no, pero es que ahora hay alguien…, alguien
completamente inocente que está…, que puede que esté en riesgo. Y yo de
verdad es que no sé… Yo no sé a quién recurrir…
No pudo seguir, no quería romper a llorar. Manuela seguía mirándola con
una curiosidad reflexiva que parecía analizarla mientras que, a la vez, se
observaba a sí misma. Tardó unos segundos en hablar, lentamente,
pensativa.
—Y, claro, te has acordado de mí. Lo comprendo. Pero… ¿sabes cuántos
años han pasado? Un montón, Adriana…, y las dos nos hemos hecho
mayores.
«Nos hemos hecho mayores lejos una de otra», completó ella. Entonces
en los ojos de Manuela apareció, por fin, la pena… y también algo que se
parecía al desánimo.
—Me gustaría poder decirte que me lo cuentes todo, que yo te ayudaré…
—dijo.
Adriana sintió el hueco desesperanzador de los años que no habían vivido
juntas, las risas, las copas, los viajes, las confidencias, las lágrimas y tantas
cosas que no ocurrieron entre ellas durante el tiempo robado y que ya no
iban a ocurrir, ni aun en el hipotético, remotísimo caso de que se recuperara
la relación.
—Pero quiero serte sincera. Tengo una comida de trabajo dentro de
media hora, reuniones por la tarde y luego un cumpleaños. Y también tengo
mis problemas y mis historias, como comprenderás. Ahora mismo, la idea
de que me cuentes tus penas y verme involucrada emocionalmente contigo
por un vínculo que perdimos hace años… —negó con la cabeza— es algo
que no deseo que pase, la verdad.
Pérdidas irreparables. Una amistad es un sentimiento en progreso
constante que se alimenta de vivencias; no se puede reconstruir sobre
buenos recuerdos. Para reencontrar a Manuela, Adriana habría necesitado
un punto de apoyo justo en ese lugar donde antes hubo mucho, pero ya no
había nada. Su antigua amiga la miraba con auténtica compasión, pero de
lejos. Su franqueza típica seguía allí e hizo que se pusiera un poco colorada;
tal vez sentía algo de apuro, pero, como siempre desde joven, asumía sus
propias emociones y no se avergonzaba de ellas, por incómodas que fueran.
—Ahora no puedo abrirte hueco en mi vida —reconoció—.
Sencillamente, no sabría cómo hacerlo, no me sale, y no quiero fingir.
Hay daños que son irreversibles, cosas rotas que no admiten pegamento.
Manuela se levantó, dejó unas monedas sobre la mesa y recogió su bolso.
—Siento que no te haya ido bien en la vida, Adriana. Suerte.
10

Inútil.
Eres una inútil y no vas a ser capaz de proteger a tu hijo.
Le ardían las heridas de los pies: las tiras de las sandalias se le clavaban
en la carne congestionada por horas de caminata bajo el sol. ¡Pero, venga,
haz algo! Había cogido un autobús para ir a casa de su madre a por el niño,
pero se había desorientado, se había confundido de parada y había bajado
donde no correspondía. En vez de tomar el siguiente autobús, creyó que
podría llegar andando, pero se había vuelto a equivocar y ahora estaba
callejeado sin sentido por un pueblo de la zona norte. Estaba cansada y
empapada de sudor. Había visitado alguna vez aquel pueblo, zona muy pija
y rodeada de urbanizaciones caras, pero su mente embotada no era capaz de
recordar nada que la sirviera de guía y las tiras de las sandalias, que eran
una molestia intermitente unas horas antes, ahora eran un sufrimiento
continuo. Ganas tenía de arrancárselas, tirarlas a una papelera y seguir
andando descalza. ¿Qué podía hacer? ¿Dónde podía buscar ayuda? No
podía tirarlas, había que continuar sufriéndolas; ir descalza era de locas, la
gente normal no anda sin calzado. Pero ¿protegerlo de qué? ¿Era de verdad
Marcos capaz de hacer algo así? Se detuvo junto a una pequeña fuente
redonda, en mitad de un parquecito minúsculo. No salía nada del caño y el
agua estancada empezaba a verdear. ¿De qué era capaz su ex?
La primera vez que él la miró con esa expresión entre sorprendida y
desencantada que Adriana llegaría a temer tanto, no debían de llevar ni un
año de relación. Él le tiró las llaves del coche para que lo moviera mientras
entraba un minuto en una tienda. Ella simplemente avanzó hasta un hueco
libre, delante de un contenedor de obra. Cuando Marcos salió y se acercó al
vehículo, se quedó mirando la puerta del copiloto.
—Lo has arañado.
—No puede ser —contestó ella—. No lo he rozado con nada.
Adriana salió, rodeó el coche y vio un rayajo en el que no había reparado
antes.
—En serio, eso no he podido hacerlo yo —se reafirmó.
Sin decir nada, Marcos miró el contenedor de obra que estaba justo detrás
del coche y posó los ojos en un saliente metálico —maldito sea— que
estaba a una altura compatible con el arañazo. Adriana siguió la dirección
de su mirada. Negó con la cabeza.
—Que no, que no puede ser. Lo habría oído.
—¿Llevabas la música puesta? —preguntó él calmadamente.
Bajo sus ojos, la seguridad de ella vaciló.
—Sí, pero… De verdad que no he rozado nada… Lo habría notado, lo…
Marcos hizo un gesto para quitarle importancia y zanjó el tema:
—Mira, da lo mismo. Es poca cosa —dijo, abriendo la puerta del
conductor.
Adriana subió al coche y no se comentó más del asunto ese día, pero
quedó sobrevolando la convicción de que ella había arañado el coche y que,
peor aún, después le había mentido para negarlo, como si tuviera cinco
años. Esa tarde lo pilló un par de veces mirándola con una expresión mitad
decepción, mitad sorpresa y, sin darse cuenta, y aun estando segura de no
haber arañado el coche, empezó a actuar como si fuera culpable. Si alguna
vez en los días siguientes aludieron al arañazo, ambos se refirieron a ello
dando por sentado que Adriana lo había hecho. Pero, a fin de cuentas, era
una nadería, una anécdota sin importancia.
Tampoco fue para tanto que él no quisiera el reloj que ella le regaló por
su cumpleaños. Cada cual tiene sus gustos, ¿no? Mejor olvidar todas las
pequeñas maniobras que durante meses ideó Adriana para averiguar las
preferencias concretas de él en materia de esfera, agujas, cristal y tipo de
correa. No era tan importante el esfuerzo por conseguir que la marca
consintiera en grabar en el reverso la fecha en que comenzaron a salir. En
resumen: no valía la pena recordar todos los esfuerzos para conseguir un
reloj casi a la carta que con seguridad debería encantarle, más aún cuando
supiera la dedicación que ella había puesto en conseguirlo. Ese reloj que,
cuando Marcos abrió el estuche, le valió a Adriana una sonrisa y un beso,
pero que nunca salió de su caja. En el momento de dárselo, a ella le dio
vergüenza tener que animarlo a probárselo y solo se lo insinuó días después,
cuando no se lo vio en la muñeca ni tampoco por las habitaciones ni en la
bandeja donde él guardaba su colección de relojes.
—La correa me venía un poco grande —le explicó él con sencillez—. Lo
he mandado de vuelta para que me lo ajusten. Es un reloj precioso, cariño.
Y más allá de que Adriana supiera que era imposible que le estuviera
grande, porque había medido todos los relojes que él tenía y porque cuando
lo recibió había comprobado que era de la misma medida; más allá de eso,
la sentencia invisible y durísima le cayó encima cuando lo vio lucir en la
muñeca derecha —lo normal era llevarlo en la izquierda, pero era una
manía de Marcos— un reloj nuevo que en nada se parecía al que ella le
había regalado. Esa sentencia era un distinguido y contundente modelo en
oro rosa de dieciocho quilates que captaba y devolvía los reflejos de la luz y
que era imposible pasar por alto. Un modelo que —Adriana no pudo evitar
averiguarlo— costaba el doble del que ella le había regalado. Y esa
aplastante sentencia decía: «No me conoces en absoluto ni te acercas a los
estándares de calidad que yo elijo; no vuelvas a intentarlo». Y no volvió a
intentar sorprenderlo nunca más.
Apoyada contra el borde de la fuentecita, se pasó la mano por la frente
para secarse el sudor. No podía quedarse allí. Vio que al otro lado de la
plaza había un panel con señales informativas urbanas. Se acercó para
leerlo. Ninguna de esas informaciones le servía, pero una le fue muy
familiar: «Clínica de Día Ónix. A 200 metros». Enseguida encontró el
vínculo: era la clínica privada que pertenecía a Jorge, el primo de Marcos.
Él y Esther, su novia, eran la pareja a la que solían frecuentar ellos en los
últimos tiempos de su matrimonio. Una vez al mes cenaban juntos. La
noche del accidente regresaban de su casa. Por supuesto, formaban parte de
los que desaparecieron en cuanto Adriana dejó a Marcos. Tampoco
esperaba otra cosa: ellos eran de él y con ella nunca habían llegado a
establecer una relación real. En la época en que se veían, ya no tenía nada
dentro para sí misma, mucho menos para ofrecer a los demás.
Jorge era médico oftalmólogo. La clínica era suya y él ejercía allí, junto
con colegas de otras especialidades. Esther ocupaba un puesto en la
directiva. Ellos conocían bien a Marcos, formaban parte de su círculo desde
antes de que ella apareciera. Eran personas sociables, agradables,
convencionales. Si ellos eran normales, él también debía de serlo, ¿no? Si
seguían estando en su vida, con sus conversaciones triviales sobre vinos o
coches y sus chismorreos sobre amigos comunes, la amenaza de Marcos se
hacía inimaginable, se volvía absurda, no era posible que fuera real.
Sin saber cómo, Adriana se encontró plantada delante de la entrada de la
clínica. No había sido consciente de que estaba caminando los doscientos
metros de distancia hacia allí. Estaba claro que su mente la había empujado
en busca de alguien que espantara sus terrores. La puerta acristalada se
deslizó, silenciosa, y le franqueó el paso a un ambiente blanco y
agradablemente refrigerado. Una atractiva joven vestida también de blanco
la vio acercarse al mostrador de recepción y esperó al último momento para
desplegar una sonrisa profesional. Le preguntó si tenía cita con una cortesía
gélida que evidenciaba que Adriana no daba el perfil de los clientes
habituales de la clínica.
—Lo siento, pero el doctor Armenta no puede recibirla sin cita.
—¿Podría, entonces, ver a Esther?
—¿A qué Esther se refiere?
—Pues… No sé su apellido. Es la directora.
—Lo siento: está reunida —respondió, terminante.
—¿Le puede decir que estoy aquí? —insistió ella, agarrándose al borde
del mostrador con desamparo.
—No puede ser. Tiene usted que concertar una cita.
—Vale. ¿Puede darme una para hoy?
La recepcionista, ya sin sonreír, la miró con altivez y contestó:
—No es posible.
—Vamos a ver —dijo Adriana, exasperada, sintiendo que elevaba la voz
sin querer—: Usted trabaja en la recepción y una de sus funciones es
concertar citas. Yo le estoy pidiendo una para ver a la directora: ¿podría
mirar el ordenador y buscar un hueco, por favor?
La recepcionista miró al guardia de seguridad que acababa de entrar al
vestíbulo y le hizo una discreta señal. Él se acercó a ellas, pero una voz se
interpuso.
—¿Adriana? —Era Jorge, vestido con su bata blanca, que se acercaba
sorprendido a ella—. Cuánto tiempo. ¿Estás bien? —Era evidente que no.
Él frunció el ceño, mirándola con preocupación, y la tomó con suavidad por
el codo—. Ven conmigo.
Ella se dejó conducir por un pasillo. Jorge era físicamente una versión
diluida de Marcos: no se podía negar que eran primos, pero era como si los
acabados de lujo hubieran sido todos para su ex y Jorge fuera la versión
utilitaria. No tenía el mismo carisma, pero sí una mirada clara y
comprensiva que en el otro no se podía ni imaginar.
—Tienes aspecto cansado —observó mientras andaban—. Hoy hace
demasiado calor. Te vendrá bien descansar un momento —dijo, abriendo la
puerta de un despacho sin llamar.
Esther alzó la vista de su móvil, en el que estaba enfrascada. No se
levantó de la silla giratoria detrás de su mesa de despacho.
—¡Pero, Adriana…, qué sorpresa! —exclamó.
Por un momento, en su cara fue visible que esa sorpresa no era agradable,
pero rápidamente compuso una sonrisa funcional e hizo un gesto hacia la
silla que tenía enfrente.
—Siéntate, por favor… ¿Cómo es que has venido?
Jorge le retiró la silla. Con una seña, pidió a Esther que le acercara una
botella de agua sin abrir que tenía sobre la mesa. El cuello de vidrio chocó
con el borde del vaso mientras lo llenaba.
—Espero que no estés aquí por un problema de salud —dijo Esther con
una sonrisa medida, igual que su amabilidad: solo la justa.
Adriana bebió un sorbo de agua y negó con la cabeza.
—Solo es que pasaba por aquí y he pensado … —«… en preguntaros si
creéis que mi exmarido es un monstruo».
—… Entrar a hacernos una visita —completó la otra—. Qué encanto.
Bueno, ¿y cómo estás? ¿Qué es de tu vida?
La respuesta saltaba a la vista, así que Adriana excusó responder.
—Hacía tiempo que no nos veíamos —comentó—. Espero que todo siga
como siempre.
Si le había pasado algo raro a Marcos, ellos lo sabrían, pero ¿se lo dirían?
Esther no parecía precisamente abierta a confidencias.
—Sí, nosotros seguimos como siempre —contestó de forma cortante.
El reproche quedó suspendido en el aire. Había alguien cuya vida no
podía seguir «como siempre». Siete meses desde que el pobre marido
inválido fue desechado por inservible. ¿Cómo había podido Adriana ser tan
despiadada?
Al principio, si ella había dejado un libro sobre una mesa y luego ya no
estaba allí, Marcos sonreía: qué despistada era. Luego, dejó de hacerle
gracia para empezar a preocuparle. Con cariño, él la corregía cuando ella
afirmaba algo: eso no era exactamente así, o no había pasado como ella lo
contaba, o lo que decía revelaba un prejuicio o un error de base, o cualquier
cosa que más le habría valido esconder. Después de un tiempo, no parecía
que Adriana pudiera expresar nada que fuera atinado. Él se la quedaba
mirando, sorprendido, de una manera que la helaba y la hacía volver con
frenesí a las frases que había dicho para detectar dónde estaba esa vez el
error.
¿Qué podía ella reclamar? Después de todo, él no podía disimular su
inteligencia superior, su extensa cultura, el hecho de que siempre tuviera
una opinión informada, que conociera previamente la alternativa correcta
entre las que Adriana, indecisa, dudaba.
Las cosas desaparecían de su sitio porque ella era distraída. Olvidaba
compromisos que Marcos tenía que recordarle. Se inventaba cosas que él en
realidad no había dicho o que había dicho en sentido contrario. Él tenía
mucha paciencia. Jamás un grito ni un mal gesto. No había discusiones.
Decepcionado, él se replegaba sin más, en silencio, apartándose
emocionalmente de ella, que, como la adicta a él que era, sufría un brutal
síndrome de abstinencia que la hacía capaz de todo para que él volviera.
Cuanto más cara estaba la validación de Marcos, más la necesitaba Adriana,
a quien le parecía que sin la aprobación de su marido no podría dar un solo
paso. Pero todo seguía siendo explicable, la fantasía amorosa aún se
sostenía. Solo había que ir apartando algunos pensamientos incómodos,
algunas evidencias difíciles de ignorar, incluso a una mejor amiga
demasiado lúcida…
A partir de que él la despidió de su empresa, el halo de inferioridad que
rodeaba a Adriana se hizo más y más sólido y fue tácitamente aceptado por
ambos, del mismo modo que la superioridad de Marcos era una realidad tan
clara como la luz del día. Durante el embarazo, él se ocupó de cuidar de ella
y controlar que tomase los suplementos, hiciese sus ejercicios de
respiración, recibiese masajes, practicara yoga para embarazadas,
descansara las horas necesarias… Todo lo que hacía Adriana durante el día
venía medido y dictado por él, y lo cierto es que el proceso fue como la
seda gracias a su dedicación, pero esto tuvo una perversa extensión que no
terminó cuando ella dio a luz: si él era quien mejor podía garantizar su
bienestar, ella, igual que había hecho durante su embarazo, debía
obedecerlo en todo siempre. Era por su bien, claro, aunque eso no había que
aclararlo: era obvio que Marcos lo hacía por ella; ¿qué necesidad tenía él de
asumir semejante responsabilidad?
Después de su parto, la notó algo triste y emocional, por lo que la animó
a ir al médico, y este le recetó benzodiacepinas. Estas pastillas la hacían
sentirse aturdida y confusa, y, en la neblina de esa confusión y de una leve
tristeza posparto, solo tenía como fuente de certezas a Marcos. Él era
inteligente, seguro, siempre sabía qué había que hacer. Fue natural cederle
el control; Adriana lo había dejado llegar hasta el centro de ella misma, el
lugar más delicado. ¿Quién podría pensar que, una vez allí, él hiciera otra
cosa que no fuera quererla y cuidarla?
Y al principio las cosas todavía podían entenderse, pero después cada vez
hubo más detalles que no tenían explicación racional fuera de aquellas
paredes.
Como hacía durante el embarazo, pero cada vez más invasivamente,
Marcos decidía lo que Adriana podía comer y beber y lo que no al cabo del
día y cuándo. También podía prohibirle comer por completo. A veces, ella
no probaba bocado durante dos días enteros. Él evaluaba su peso,
controlaba las veces que iba al baño, sus horas de sueño… Sin hablarlo
entre ellos, habían desarrollado un código de gestos sutiles con los que
Marcos le comunicaba lo que podía o no hacer, incluso cuando estaban con
más gente; era necesario que Adriana los supiera descifrar sin equivocarse,
porque la consecuencia de un error era el alejamiento y el frío, que
producían dentro de ella un terror incontrolable, cerval, hasta construir un
reflejo condicionado: Marcos se disgustaba, ella entraba en pánico. Al poco
tiempo, ya lo único que sabía era que tenía que obedecer ciegamente, lo
antes posible, lo mejor posible, para que él no se disgustase.
Pero había más cosas.
Si Marcos dejaba un colgador en una puerta, significaba que Adriana no
podía entrar en esa habitación o salir al jardín o bajar al piso de abajo. Solo
cambiando la disposición de algún objeto cotidiano, Marcos le vedaba
zonas enteras de la casa. Zonas que él abría, cerraba o cambiaba a su
criterio. En teoría, existían «motivos razonables» para estas restricciones, y
era posible que él se los hubiera estado explicando con paciencia en algún
momento, seguro, pero Adriana, cansada por el posparto y atontada por las
pastillas, lo había olvidado y solo se le había quedado grabado en el
cerebro: obediencia ciega o terror.
También tenían un juego. O lo tenía Marcos, pero hacían como si fuera
de los dos. Había desarrollado un pequeño código privado, frases que
escondían un significado secreto. Por ejemplo, si él decía que ese vestido,
esa novela o esos pendientes tenían que «irse a dormir», ella debía
«mandarlos a dormir» y disponía de un tiempo limitado para destruirlos.
¿No era gracioso? Adriana no solo tenía que romperlos o tirarlos; además,
tenía que grabarlo con su móvil, porque Marcos quería verla destrozando
físicamente su precioso vestido o sus pendientes favoritos. ¿A que tenía
gracia? Si ella dudaba o mostraba la menor objeción, él lo consideraba una
ofensa directa, tan mezquina («¿Te merece tanto la pena discutir por un
simple objeto?») que Adriana terminaba sintiéndose estúpida, culpable y
merecedora del castigo. Mejor jugar, mejor afirmar con él que solo era un
juego divertido y los objetos eran solo eso: cosas, cosas sin importancia.
Nada de lo suyo era importante, a ver si lo entendía de una vez.
Por su formación académica, ella conocía bien el concepto económico de
costes hundidos: esos gastos que se han hecho para adquirir un bien y que
ya no se podrán recuperar en el futuro. Lo razonable es darlos por perdidos
y no tomar decisiones sobre el bien adquirido en función de lo que se
invirtió en él. El problema es que Adriana se negaba a considerar costes
hundidos las innumerables cosas valiosas, irrenunciables algunas, que había
invertido en su relación. Adquirirla le había salido demasiado caro; tenía
que haber alguna forma de que siguiera sirviendo. Económicamente, no
reconocer los costes hundidos y no desprenderse a tiempo del bien
adquirido puede llevar a la ruina. Ella tardó demasiado en reconocerlos en
su vida y, cuando lo hizo, el crac ya había ocurrido. Desde esa ruina,
Adriana escuchaba ahora la acusación velada de haber dejado tirado a su
exmarido inválido.
—Supongo que tú estarás mejor que antes —le dijo Esther con cierto
tonillo—. Nos han contado que no lo pasas nada mal últimamente.
—Esther. —La advertencia de Jorge no detuvo a su novia.
—Es lo que pasa ahora, ¿verdad? —continuó esta—. Que todo se acaba
sabiendo.
Adriana le clavó la mirada.
—¿Qué es lo que se sabe?
—Pues nada, eso: que entras, sales… Que tienes nuevas amistades…,
algún amigo…
Ella se quedó petrificada ante la disparatada insinuación y, después de un
segundo, reaccionó con una carcajada que le salió del alma. Esther se echó
hacia atrás, mirándola reírse. Adriana se oía espantada; sabía que estaba
histérica, quería parar sus carcajadas, pero no podía. Cuando consiguió
calmarse, la otra estaba roja de indignación y la voz le tembló al hablar.
—Mira, Adriana, qué fuerte me parece esto. Hay que ser mala persona
para venir a reírse…
—Esther, para —la retuvo Jorge.
—No, no quiero. —Cada vez más enfadada, se puso en pie, mirándola
con rencor—. Solo falta que vengas a descojonarte en nuestra cara. Con lo
que le has hecho a Marcos, cómo lo has dejado tirado…, ¡te debería dar
vergüenza! ¡Y después de cómo se portó él contigo, que otro te hubiera
mandado al…!
—¡Esther, vale ya!
—¡Déjame, Jorge! —Y se revolvió de nuevo contra Adriana—: Marcos
se tuvo que tragar tus crisis nerviosas, tus ingresos, todos los problemas que
le has traído… ¡Y eso sin contar lo del accidente, que ahí tendrías mucho
que decir tú, ¿verdad?! ¿O crees que no sabemos lo que decía el atestado de
la Guardia Civil, eh? ¿Que nadie se ha enterado?
Jorge le agarró el brazo con brusquedad para callarla, pero Adriana no
llegó a verlo. Ya se había levantado y había salido en estampida del
despacho, perseguida por las últimas palabras de Esther. Las que hubiera
querido gritarles ella le quemaban en la garganta: «¡¿Queréis saber lo que
pasó aquella noche?! ¡Se os iban a fundir los oídos! ¿Queréis saber la
verdad del accidente? ¿Realmente queréis saberla?».
Yo os la voy a contar.
11

Estaba muy guapa aquella noche. Marcos se lo había dicho antes de salir de
casa y también de camino hacia el chalet de Jorge y Esther. Podría ser
verdad; Adriana ya no tenía opinión. Lucía un vestido anudado en la nuca
que dejaba hombros y espalda al aire, en un color azul noche que la
favorecía. Es cierto que había bajado de peso, pero a Marcos no parecía
molestarle el hueso saliente de la clavícula ni esa talla menos de pecho. Esa
tarde Adriana había estado llorando escondida en la bodega, así que es
posible que los ojos le brillaran, realzados por sus pómulos altos, más
definidos ahora por la bajada de peso. Sí: podía ser que estuviera preciosa.
«Eres la mamá más guapa del mundo», le había dicho Edu cuando ella
fue a darle mil besos a su camita, antes de salir.
También se lo dijeron los ojos de Jorge en el recibidor, cuando entraron a
su casa. Y la mirada evaluadora de Esther, que, por más que se hiciese
tratamientos caros, nunca tendría aquella figura ligera y proporcionada ni
esa estructura facial que ninguna cirugía podía replicar. Envidiaba su físico,
su marido y su vida. Eran, desde fuera, una meta aspiracional para la
mayoría.
Se sentaron en una mesa adornada con flores y velas en la terraza. La
noche era templada y agradable. La charla fluía con facilidad, las risas se
sucedían, también algún brindis. Al principio de la cena, Adriana fue a
probar un primer sorbo de vino, pero Marcos le rozó levemente la muñeca y
ella pidió por favor agua sin gas. Él sí que bebió vino, tampoco mucho, un
par de copas, no le gustaba excederse. Esther terminó de contar esa
anécdota que les pasó en el crucero y todos se rieron. Ninguno parecía
percibir ese segundo de más que tardaba Adriana en secundar sus risas o sus
exclamaciones. No advertían que ella tenía que mirarlos para saber qué
expresión debía imitar, porque ya hacía tiempo que no tenía ni idea de lo
que pasaba ni de lo que se esperaba de ella.
Once años después de conocer a Marcos, la destrucción estaba
completaba.
Había habido unos ingresos cortos en clínicas de salud mental. Todo el
mundo era muy discreto acerca de aquel tema tan delicado, pero se sabía
que Adriana era inestable, que caía en paranoias y obsesiones, que a veces
no recordaba cosas que habían pasado o contaba sucesos que nunca habían
ocurrido. Por suerte, los cuidados y la paciencia de Marcos, junto con una
medicación adecuada, habían conseguido estabilizarla de momento.
Tiempo antes, cuando Adriana comenzó a desconfiar de sus ojos, de sus
oídos y de su propia conciencia, se le ocurrió una idea para comprobar si de
verdad estaba tan trastornada. Surgió porque no tenía otro recurso para
contrastar con la realidad lo que ella vivía: ya no había nadie a su alrededor
con quien consultarlo. Después de perder a Manuela, se había ido
distanciando del resto de sus amigos sin saber bien cómo y su círculo social
se había reducido a personas con las que no tenía ninguna confianza ni
intimidad. Por eso se le ocurrió esa idea. Ella lo llamaba «el diario de la
cordura». No era más que una pequeña agenda que llevaba en el bolsillo,
siempre pegada a ella. Allí apuntaba detalles que parecían insignificantes,
menudencias, datos irrelevantes: copiaba cada una de las frases que ella
misma había dicho en cada conversación, hasta la más trivial. Si se había
peinado, escribía dónde había dejado su cepillo; si comía algo a media
mañana, consignaba qué y cuánto; si salía de un cuarto, anotaba que había
dejado la luz apagada; apuntaba si había cerrado o no la puerta del garaje, si
se había cambiado de pijama, si había recargado el móvil, si había recogido
el correo… Estas listas de naderías podían ser esenciales cuando se le
negara algo que ella había hecho o dicho. Podían ser la única cosa cierta y
real, además de su hijo, a la que aferrarse cuando, una vez más, el suelo
desapareciera bajo sus pies.
La idea pareció que podía funcionar, pero no duró.
Una noche, Adriana entró desde el baño al dormitorio todavía frotándose
el pelo con la toalla y se encontró a Marcos sentado al pie de la cama, con
el diario de la cordura entre las manos. Levantó hacia ella una mirada entre
sorprendida y divertida.
—¿Y esto? —preguntó con el preámbulo de una risa en su voz—. ¿Qué
es? ¿Una novela experimental?
Debería haber llevado la agenda con ella al cuarto de baño, como había
hecho otras veces. Qué fallo. Parecía nueva.
—Es algo mío —contestó ella tan solo.
—Ya, ya sé que es tuyo. Yo preferiría que no lo fuera. —La sonrisa de su
marido se apagó—. Ven aquí.
Marcos nunca era agresivo con ella, jamás, nada, ni el menor gesto de
violencia. Adriana había llegado a rezar por una bofetada, un empujón, lo
que fuera en vez de esto. Se acercó a él, que le tomó la mano y, con
suavidad, la hizo arrodillarse. Los ojos de ambos quedaron a la misma
altura.
—Hay algo que no está bien aquí dentro, Adriana —le dijo, tocándole la
frente con delicadeza—. Edu aún no se da cuenta, pero llegará el momento
en que lo note. Es cuestión de tiempo.
Ella tuvo muchas ganas de llorar.
—Por suerte —prosiguió él—, las cosas que no funcionan dentro de esa
cabeza no se ven a simple vista, las podemos intentar esconder. Pero, de
pronto, incomprensiblemente… —añadió, sosteniendo el diario de la
cordura delante de su rostro— están aquí. Tú las has escrito aquí.
—No, no… —intentó explicar ella—. Solo era…
Marcos la detuvo con firmeza y le habló despacio, clavando los ojos en
los de ella, llenos de lágrimas.
—¿Tú te has leído? De verdad: ¿tú has leído esto? ¿Sabes lo que hay
aquí? Si un psiquiatra leyera tus anotaciones, no necesitaría evaluar más.
Me da miedo, Adriana, de verdad, me da mucho miedo lo que nos
obligarían a hacer si se supiera cómo estás… Pero, tranquila, nadie tiene
por qué descubrirlo. Al niño no te lo va a quitar nadie. Mira: lo voy a
guardar, solo yo sabré que existe, podrás estar tranquila, porque nadie cuida
de tus cosas como yo. No voy a dejar que lo vean. ¿Te parece bien?
Adriana asintió con la cabeza, obediente. No había mucho más que hacer.
Esa noche y la siguiente, Marcos consideró conveniente que ella hiciera una
«cura de insomnio», porque, según opinaba, privarse dos días de sueño le
sentaba muy bien cuando empezaba a descontrolarse; la cansaba y la dejaba
más tranquila. La noche de la cena en casa de Jorge y Esther venían de una
de las «malas rachas» de Adriana. Las últimas semanas, y siempre debido al
«estado» de ella, las cosas que pasaban dentro de su casa, que ya ninguna
lógica podía hacer comprensibles, habían tenido un crescendo abrupto hacia
lo demencial.
Haciendo equilibrios para mantener a Edu al margen de su tortura, había
sobrevivido penosamente a una red intrincada de prohibiciones que
variaban todo el tiempo sin ningún criterio, de limitaciones y restricciones
arbitrarias en lo más básico, de exigencias imposibles, de jugar a «mandar a
dormir» varias cosas importantes para ella: unas fotos personales, una
naciente amistad con la mamá de un compañero de su hijo, su teléfono
móvil y un libro que estaba leyendo. Como una cobaya de laboratorio,
Adriana recorría desquiciada el circuito cada vez más complejo que Marcos
le ponía delante, hasta que el cerebro prácticamente le explotaba. Solo
cuando se desmayó en la cocina, él aflojó. Eso le había concedido a ella un
par de días de calma, los previos a la cena. Marcos estaba contento; se lo
veía encantado con ella. Las cosas se aquietarían durante unas semanas, un
mes, poco más. Luego, el ciclo volvería a empezar.
Después de la cena, tomaron unas copas (Adriana un refresco), con una
suave música de fondo. La conversación continuó en la misma línea. Ella
contaba los segundos, tratando de empujarlos hacia delante, mientras
sonreía y asentía con la cabeza. Solo quería irse a casa y dormir. No
conseguía librarse del agotamiento. Por fin, se levantaron. Últimas risas,
despedidas. Salieron por la puerta cochera.
—Ha estado bien, ¿verdad? —le dijo Marcos mientras abandonaban la
urbanización.
Adriana asintió con la cabeza. Él condujo en silencio unos minutos, luego
le echó un rápido vistazo y frenó con suavidad.
—¿Qué pasa? —preguntó ella mientras el coche tomaba una pista de
tierra que servía como vía de servicio y luego se transformaba en camino.
—Espera.
Marcos condujo hasta un pinar y aparcó junto a los árboles. Salió del
coche, lo rodeó por delante y abrió la puerta del copiloto para que saliera
Adriana.
—Ven, por favor —dijo, tendiéndole la mano.
Ella puso la mano en la de su marido.
—Pero ¿qué pasa? —insistió.
—Hagamos que esta noche sea aún mejor —contestó él, con su sonrisa
irresistible.
Y pasó una mano firme alrededor de la cintura de Adriana, se la pegó al
cuerpo y buscó ese sitio en su cuello, detrás de la oreja, para besarla
mientras con la otra mano abría la puerta trasera del coche.
Esto era algo que a ella no dejaba de sorprenderle: el deseo que Marcos
sentía por ella era una constante que, lejos de atemperarse con el tiempo, se
mantenía en un apasionado y constante vibrato a través de los años.
Físicamente, Adriana lo arrebataba, lo volvía loco, era irresistible para él. Y
en nada enfriaba su deseo el estado de ella, fuera el que fuese. Sumisa o
activa, callada o llorando, dormida por las pastillas o rígida de miedo,
Marcos se sumergía como el que bucea y en las profundidades se
encontraba consigo mismo y se perdía allí, deslumbrado y absorto, sin
ganas de regresar. Adriana no compartía la pasión de su marido, pero jamás
se negaba. Dócil y despersonalizada, entregaba la carcasa que él deseaba
tanto. Tuya, toma, haz lo que quieras. Pero lo peor, lo peor de todo, era
cuando su propio cuerpo, incomprensiblemente, la traicionaba y se corría
(él sabía muy bien qué y cómo hacer), porque entonces ya no le quedaban
cuarteles de invierno donde replegarse: si su cuerpo desobedecía a su
cerebro y la vendía al enemigo, todo se volvía aún más confuso: ¿cuál era el
drama, después de todo? Él era su marido, ¿no? Que se la follaba, se la
follaba bien, se la follaba como nadie, y a ella le gustaba, se arqueaba
contra él con todo el cuerpo mientras su cerebro descarrilaba, perdiendo las
pocas certezas que aún conservaba sobre lo que estaba pasando en su vida.
Pero en su mente consciente, siempre, y aquella noche en particular, era un
no rotundo.
Marcos la empujó con firmeza hacia atrás, metiéndola en el coche y
recostándola sobre el amplio asiento trasero. Se tendió sobre ella, cuidando
de librarla de parte de su peso. La besó en la boca mientras le acariciaba el
cuerpo con ansia, como si quisiera abarcarlo todo con las manos, cogerlo
todo a la vez, subiendo y bajando, por encima y luego por debajo del
vestido. Pero Adriana no quería y aguantó con las piernas fuertemente
cerradas cuando él fue a ocupar su sitio entre ellas. De nada le sirvió apretar
fuerte las rodillas. La fuerza de Marcos era tres veces la suya y empujó con
el costado para abrirse paso hasta tomar su sitio; una vez conquistada la
posición entre los muslos de ella, con una mano experta le apartó las
braguitas a un lado y metió los dedos allí donde quería ir.
Seca, seca como madera vieja, todo su cuerpo diciendo que no quería.
Minutos después, debajo de Marcos, Adriana se dio cuenta de que estaba
luchando contra él en una pelea, una pelea pura, de puños apretados y sabor
a sangre en la boca, donde ella se resistía, batallaba y forcejaba debajo del
cuerpo invasor. Sin un grito, eso sí, sin un solo sonido, lo cual hacía esa
violencia aún más bestial. Pero su resistencia no cambió nada y él empujó
contra ella ávidamente, con golpes secos, rápidos, concisos, cada vez más
fuertes. Seca como la madera vieja; aquello era como usar un serrucho con
la parte más sensible de su cuerpo: dolía, escocía, ardía…, era insoportable.
Y las embestidas de las caderas de Marcos no tenían compasión de su carne
ni sus manos ávidas la tenían de su piel tan fina. La mente de Adriana ni
siquiera podía separarse de su cuerpo porque el daño físico era lacerante y
no terminaba.
Cuando por fin, siglos después, acabó, la cabeza le daba vueltas. Él le
recolocó con ternura la ropa interior, bajó cuidadosamente el vestido a lo
largo de las piernas, le besó un hombro y salió del coche. La ayudó a
levantarse y la sacó como a una muñeca pálida y blanda. La apoyó contra el
lateral del vehículo mientras él se secaba la frente con la mano. Resopló y la
miró, mordiéndose el labio inferior, como si ella fuera un plato delicioso del
que nunca tenía bastante.
—Qué pasada —murmuró—. Ha sido la hostia.
Adriana lo miró con fijeza. ¡¿En serio?! Esa frase fue una bofetada en
plena cara, el insulto final. ¿Se estaba riendo de ella? ¿Es que no la había
sentido luchar o le daba lo mismo?
No se puede tirar de una goma eternamente.
Marcos fue a subirse al coche, pero ella lo detuvo.
—Déjame las llaves. Yo conduzco, que tú has bebido —dijo con una voz
de lo más natural.
—¿Segura? Yo estoy bien, casi no he tomado nada.
—Bueno, por si acaso —repuso ella, tendiéndole la palma de la mano.
Marcos le dio las llaves y se subió al asiento del copiloto. Adriana sintió
el dolor punzante y desabrido al sentarse al volante, pero no movió un
músculo. Arrancó el coche, giró y recorrió de vuelta la pista de tierra hasta
tomar la carretera comarcal. Pensó con amor en su niño. Por suerte, Jimena
sería como abuela lo que no había podido o querido ser como madre. De
todas formas, era cuestión de tiempo que el niño se empezara a dar cuenta
de todo…, y eso no podía pasar. Marcos, sentado a su lado, miraba en el
móvil unos mensajes. Levantó la vista, le sonrió y le hizo una caricia en la
rodilla antes de volver a enfrascarse en el teléfono. Adriana apretó fuerte las
manos que sujetaban el volante.
No se puede tirar de una goma eternamente.
Pisó con fuerza el pedal del acelerador. Que se muriera. Matarlo. Morirse
ella valía la pena si lo mataba. Hundió el pie más sobre el pedal y el coche
dio un tirón cuando subió de ciento veinte.
Marcos levantó la vista cuando pasaban los ciento sesenta y la miró.
—¡¡Adriana!!
Entraron en la curva y el árbol vino a toda velocidad hacia el parabrisas.
12

—¿Cómo te sientes ahora, Alberto? —preguntó el doctor Tielmes, después


de un largo minuto de silencio.
Alberto se encogió de hombros. El psiquiatra que le habían asignado en
salud laboral no le desagradaba. Lo miraba por encima de sus gafas con una
sonrisa paciente y comprensiva. Se veía que quería empatizar, deseaba
entenderlo. «Ponte a la fila», pensó él.
—¿Podríamos empezar por una pregunta más fácil? —le preguntó al
doctor.
Tielmes soltó una risa cálida. Grueso, barba canosa, unos sesenta, aspecto
plácido y reflexivo.
—Tienes razón, perdóname. Es mejor ver antes el cuadro completo. —
Inspiró profundamente sin quitar los ojos del rostro de Alberto—. ¿Cuántos
años llevas de servicio?
—Dieciséis.
—¿Cuántos en Homicidios?
—Los últimos diez.
—Tu expediente es impecable, desde luego.
—Nunca he tenido problemas en mi trabajo.
—Hasta lo del otro día…
Alberto meditó un momento. Lo del otro día, en realidad, no era nada en
sí mismo: no era el principio y, desde luego, tampoco el final del problema.
Tielmes siguió el curso de su pensamiento.
—Pero esto ya venía de antes, ¿verdad? —tanteó.
Él asintió con la cabeza.
—¿Sabrías decir, aproximadamente, cuándo empezaste a notar que algo
no iba bien?
—Hará unos dos años.
Tielmes tenía una carpeta abierta delante. Bajó la vista y consultó un dato
en los papeles.
—Después de llevar la investigación sobre Juan Almansa. Un caso
durísimo, supongo.
Alberto no contestó. Aquel caso lo conocía todo el mundo, ese horror,
con sus tremendos detalles. No hacía falta añadir nada.
—Lo que leo aquí… —continuó Tielmes— es que después de
semejante… prueba de fuego, por así decirlo, estuviste en lo de Grazama;
fuiste tú quien bajó. Cualquiera de esos dos casos ya sería duro para el
policía más experto y a ti te cayeron los dos seguidos. A todas luces,
excesivo. Y después has seguido trabajando como si nada.
Alberto se encogió de hombros. No supo qué contestar.
—Lo raro es que no hayas explotado antes —concluyó Tielmes.
Tampoco encontró nada que decir a eso. Era como si hablasen de algo
que le había ocurrido a otra persona. El doctor recondujo el tema.
—¿Quieres contarme cómo empezó? ¿Qué es lo que comenzaste a notar?
Alberto asintió. Quería. Venía a dejarse ayudar. Se sentía demasiado débil
para hacer nada más que contar, poner toda la información encima de la
mesa del psiquiatra y que él intentara arreglar lo que pudiera.
—No sé cómo empezó, la verdad, no recuerdo la primera vez, debió de
ser gradual, no sé… Yo hacía mi vida: iba al trabajo, luego volvía a casa
con mi mujer, a veces quedábamos con amigos. Pero esa sensación, de
pronto, aparecía… La bola de nieve, lo llamo yo.
Tielmes asintió, animándolo a desarrollar eso último.
—Viene de pronto —explicó Alberto—. Es como quedarse vacío. Como
si dentro no hubiera nada. Pero nada. Cero. Todo en silencio, sin
pensamientos. Lo mismo que estar dentro de una bola de nieve: en blanco,
en completa calma… Me da miedo lo que pasa dentro, bueno, lo que no
pasa. Ahí da todo igual.
—¿Cuántas veces te ocurría?
—Al principio, poco. Pero enseguida empezó a ser a diario.
—¿Afectaba a tu trabajo?
—No, creo que no. Por fuera todo era normal.
—Hasta lo del otro día. ¿Me puedes contar qué te pasó?
—A ver, no sé si sabré contarlo… Sentí como si alguien cortase un cable
en mi cabeza, ¿sabes? Dentro. El último que quedaba de un circuito
anterior… Lo último que me retenía en…, con… Perdona, me estoy
explicando como el culo…
—No, no. Continúa, por favor.
—Algo se apagó de golpe. Yo ya no tenía nada que ver conmigo mismo.
Ni quién era, ni dónde estaba ni lo que hacía tenían el menor sentido, nada
tenía ningún sentido. No había razón para seguir… con nada.
—Una sensación perturbadora —apuntó Tielmes.
—Una sensación de mierda —replicó él.
—¿Recuerdas si sentiste algo en ese momento?
Alberto negó con la cabeza.
—No sentí nada. Pero eso ya me venía pasando antes…
Tielmes asintió despacio, pensativo.
—Acerca de tu mujer…
—Ya no es mi mujer —contestó él sin dar un segundo.
—¿Cuánto estuvisteis juntos?
—Ocho años.
—¿Rompió ella?
—Rompí yo.
—¿Teníais problemas previos?
Alberto negó con la cabeza. Intentó decir algo, pero no le salió. Tielmes
esperó. Él luchó por poner orden en todas las cosas que no podía expresar.
—Yo había estado intentando seguir con ella, hacer como si todo fuera
normal… Pero un día me desperté en la cama, a su lado… Un día sin más,
como todos. Y ese día ya no conseguí encontrar dentro de mí nada…, nada
que tuviera algo que ver con ella.
—¿Ella se dio cuenta?
—Ya se había dado cuenta antes.
—¿Toda esta situación te había afectado en tu… implicación en vuestra
vida íntima?
—Si preguntas si físicamente eran posibles las relaciones sexuales…, sí,
eran posibles, pero ya no pasaban desde hacía bastante.
Otra pausa se impuso. Tielmes, acodado en la mesa, la barbilla apoyada
con pose pensativa en las manos cruzadas, observaba a Alberto.
—¿La ruptura fue dolorosa? —preguntó con suavidad.
—Ella lo ha pasado muy mal, pero creo que habría sido peor si
hubiéramos seguido.
—¿Y tú? ¿Lo has pasado mal en algún momento de la ruptura?
Alberto se quedó pensativo.
—No sé. No de una forma… Al menos, que yo pueda… —Hizo un gesto
de impaciencia y decidió ser totalmente sincero—. No, no lo pasé mal.
Quería quedarme solo. No quería que ella me quisiera. Me es imposible
manejar cualquier cosa que tenga que ver con sentimientos, míos o de otros.
No puedo.
—¿Por qué bajaste tú al pozo en Grazama? —preguntó Tielmes,
cambiando abruptamente de tema.
—Llegué el primero. Era mi obligación, tenía que hacerlo.
—¿Piensas en ello a menudo?
—No. —Pausa—. A veces.
Alberto se removió en el asiento. Notaba tensas las cervicales. Tielmes
miró sus papeles, dio la vuelta a una página y leyó algo.
—Te dieron una mención de honor por resolver los crímenes de Juan
Almansa. Un procedimiento impecable, pero no debió de ser nada fácil. Ese
hombre supo disimular y engañar a todos. ¿Cuánto tardaste en descubrirlo?
—Algo más de cinco meses. Se complicó con la movida de la filtración
de las autopsias a la prensa y todo el lío que se formó…
—Desde lo de Alcàsser, yo no recuerdo un caso tan tremendo —comentó
Tielmes—. Espeluznante. Y supongo que tú, con toda la información…
—No trascendió ni la mitad. Y mejor así, créeme. Desayuné con las fotos
de las víctimas a diario durante cinco meses, sabiendo todo lo que les
habían hecho y… en fin.
—¿No pensaste en pedir un permiso? Están para situaciones así.
—Ya. No sé. Es que no me sentía mal. Aún no había empezado la bola de
nieve.
Tielmes cerró la carpeta despacio y la retiró a un lado. Se levantó las
gafas y las dejó sobre la frente para mirarlo a los ojos.
—¿Cuánto tiempo estuviste dentro del pozo de Grazama, Alberto?
—Tardaron cuarenta y dos horas en sacarnos.
—La niña tenía ¿cuántos…?
—Tres años.
Se hizo otro silencio. Alberto le aguantó la mirada. Si dentro empezaba a
agitarse algo, el rostro no lo dejó notar.
—Creí que la sacaría viva, ¿sabes? —dijo en un tono calmado y sereno
—. El agua me llegaba por la cintura, pero yo la sostenía por encima para
mantenerla seca. Aguanté bien las primeras horas. Era muy difícil llegar
hasta nosotros, con todos los desprendimientos de roca, pero yo estaba
convencido de que la sacaría viva.
—Era demasiado pequeña, Alberto. Y estaba muy malherida.
—Al final, cuando ya se moría… Al final, creía que yo era su papá. Yo
no sabía cómo mantenerla consciente. Le cantaba, le conté cuentos, le… —
Hizo un gesto de inutilidad—. Cuando murió, traté de sostener el cuerpo
abrazado todo lo que pude, pero llegó un momento en que el dolor en los
brazos era insoportable y la tuve que dejar en el agua. La tuve flotando a mi
lado hasta que nos sacaron. Parecía una muñeca.
Tielmes alargó la mano para coger un vaso de agua. Bebió un sorbo. Le
acercó un botellín de agua a Alberto. Este negó con la cabeza.
—El caso que tienes asignado son dos homicidios con la misma autoría,
¿no?
Él asintió con la cabeza.
El doctor Tielmes se bajó las gafas sobre la nariz y se apoyó en el
respaldo.
—Mira, Alberto. Te explico… A veces, nuestra mente intenta protegerse
de algo que no puede tolerar, algo que, si lo viviéramos plenamente, nos
haría demasiado daño. Es lo que se conoce como «disociación defensiva».
Puede manifestarse de muchas maneras; por ejemplo, amnesias durante las
que la persona hace o dice cosas sin ser consciente y luego es incapaz de
recordar… En tu caso, hay un bloqueo: tu mente te protege evitando toda
respuesta emocional hasta un punto extremo que debemos atajar, ¿me
entiendes?
Alberto asintió y se echó hacia delante en la silla mirando al psiquiatra.
—Entonces, ¿tú qué opinas? ¿Crees que puedo continuar con el caso?
—Sinceramente, no —contestó el doctor—. Es cierto que podríamos
pedir el traslado a otro departamento más tranquilo, pero mi recomendación
es que pidas la baja y te recuperes en condiciones. ¿Estás de acuerdo?
—Sí.
—Bien. Entonces —concluyó el doctor—, aquí termina tu investigación.
13

Tenía setenta años, pesaba cuarenta y un kilos y murió rodeada de


doscientos kilos de basura en su piso de cincuenta metros. La habían
encontrado envuelta en una manta y tumbada sobre el sofá, una de las pocas
superficies despejadas en toda la casa.
Adriana extrajo con sus manos enguantadas los cojines que formaban el
asiento del sofá, tratando de no mirar demasiado aquella mancha oscura y
alargada.
—Dentro de lo que cabe, no han tardado mucho en darse cuenta —
comentó José Manuel, después de cargar otra carretilla de objetos y ropa—.
Estos del Diógenes suelen estar muy solos; nadie se entera y se tiran meses
muertos. Meses… o más.
Adriana siguió desmontando el sofá, sudando dentro de su traje de
aislamiento y pensando en la cantidad de tragedias que ocurrían en la puerta
de al lado de las que nadie se enteraba. También pensó que, llegado el caso,
ella podría muy bien tumbarse en el sofá envuelta en una manta y dejarse ir,
y nadie se enteraría en mucho tiempo. Llegado el caso.
No había podido dormir casi nada aquella noche y, sin embargo, trabajó
en el piso con energía y eficiencia, sacando basura y desmontando muebles
sin parar un momento, entregada a la inercia del esfuerzo para no pensar.
Llegado un momento, se arrancó la mascarilla y se enrolló en la cintura el
mono de trabajo. Siguió amontonando enseres y limpiando con tal vigor
que la camiseta se le quedó empapada, pegada al cuerpo como una
membrana. Por suerte llevaba una blusa limpia de recambio y echó la
prenda usada a su enorme bolso de rafia.
—Hay que ver qué máquina eres, Adriana —le comentó José Manuel al
salir del local de la empresa, al finalizar la jornada.
Ella le agradeció sinceramente sus palabras mientras se colgaba el bolso
del hombro. Ya en la calle él la animó a que fuera con él y sus compañeros
a tomar un refresco. Habría querido aceptar, pero en modo ahorro de
energía una no tiene más palabras ni sonrisas que las justas… El sonido de
una llamada en su móvil la libró de buscar una excusa. Le hizo un gesto de
despedida a José Manuel y echó a andar por la acera, atendiendo el
teléfono.
—¿Diga?
—Adriana, hola. ¿Te pillo ocupada?
—No, acabo de salir del trabajo. Cuéntame.
—Bueno, en realidad, te llamo para que me cuentes tú —replicó Marcos,
su voz amable y cálida—. Creo que tienes algo que explicarme.
El corazón se le saltó un latido.
—¿Yo?
—Sí. ¿Algo no va bien?
—No, no sé a qué te… ¿Qué no va bien?
—Ayer estuviste en casa de tu madre.
Claro. Lo tenía que haber previsto: Jimena sentía debilidad por su
exyerno.
—El viernes me corresponde recoger al niño —continuó él—. A ver:
¿qué problema tenemos de repente?
Ella conocía esta sensación, la de ir varios pasos por detrás de él, tratando
de ganar su lugar en la conversación.
—Es que a mí… Creo que esta quincena estaría mejor conmigo —
improvisó—, porque… en la escuela de verano van a hacer unas actividades
nuevas, basadas en los sentidos y…
—Pero, Adriana, ¿qué me estás contando…? —La voz de Marcos seguía
siendo amable; él no se alteraba, nunca lo hacía si no era obligatorio—.
¿Qué te pasa?
—A mí no me pasa nada. Todo está bien. ¿Tú también estás bien con…
todo?
—¿Es eso lo que me quieres preguntar en realidad?
Se quedó clavada en la acera, con el móvil contra la oreja. Cuidado. El
paso en falso. ¿Lo estaba esperando Marcos? ¿Quería que lo dijera ella en
voz alta? Sabía cómo sonarían sus palabras y la pausa telefónica que haría
él. Las llamadas se podían grabar. ¿Podía ser esta su intención? Ni un paso
en falso, ni el menor descuido.
—¿Adriana? ¿Sigues ahí?
—Sí.
—Mira, tengo una videollamada de trabajo y no puedo estar ahora
descifrando qué es lo que te pasa. Por favor —dijo con tono sereno, sensato,
de «Quiero ayudarte, Adriana»—, no compliques la situación, que la
estamos llevando muy bien hasta ahora. Hazlo por tu hijo, te lo ruego.
Tengo que dejarte. Descansa, ¿vale?
La llamada terminó. Ella volvió a echar a andar con el móvil en la mano.
Era él, otra vez, quien tenía sentido común, quien estaba en el lado donde
todo se veía con claridad.
El atestado del accidente de tráfico que redactó la Guardia Civil también
era perfectamente claro, pero, debido a esa claridad, resultaba bastante
inquietante. El accidente no se debía a un fallo mecánico del vehículo ni a
un mal estado de la carretera. El tramo tenía una visibilidad adecuada, la
curva no era complicada en su trazado y estaba señalizada como era debido.
No había evidencia de que otro vehículo hubiera invadido el carril
contrario, ni trazas de frenado brusco… No había nada; el coche que
conducía Adriana había salido limpiamente y a toda velocidad de la
carretera y había chocado de frente contra un árbol alto y grueso, el único
que había en esa zona de la cuneta. Se podía presumir un exceso de
velocidad por el estado en que quedaron el vehículo y el árbol, pero, por
alta que fuera la velocidad, la amplitud de la curva y la anchura de la
carretera habrían permitido corregir algo la trayectoria y, si no mantenerse
dentro del firme de la calzada, al menos sí evitar el árbol. Todo apuntaba a
un choque intencional del conductor. Adriana, en este caso.
Pero Marcos, nada más recuperar la conciencia, con las pocas fuerzas que
pudo juntar, se apresuró a desmentir la acusación y habló de un
desvanecimiento de ella. Lo recordaba perfectamente: había tenido un
mareo y apretó el acelerador sin querer. Fue algo tan rápido que no se pudo
hacer nada para evitar el accidente. Adriana, que lo recordaba todo, se
limitó a decir que no se acordaba de nada, y el asunto quedó envuelto en
una neblina de sospecha, pero no fue a más desde el punto de vista legal.
No sabía por qué su marido había mentido por ella, pero, durante aquellas
semanas, con él hospitalizado y a distancia, no le mereció la pena indagar.
Estaba sola en casa con su hijo y por primera vez en los últimos años fue
como si pudiera sacar un poco la cabeza de debajo del agua y respirar un
aire limpio, libre de peligro y de tensión.
¿Esto podía ser la vida? Ni se acordaba.
Chapoteaba con Edu en la piscina infinity del jardín y no estaba cansada
al poco rato ni sentía ganas de llorar cada vez que su hijo le echaba los
bracitos al cuello y le daba un beso. Dormía con el niño en la cama y
conciliaba el sueño sin tomar las pastillas que había necesitado en los
últimos tiempos cuando quería dormir unas horas. Paseaban juntos a Queso
sin hora para regresar y a veces se sentaban a tomarse un refresco en una
terraza y se entretenían y se reían muchísimo. Jugaban a «dentro del
laberinto» y Edu (sir Didymus) intentaba montar sobre Queso (Ambrosius)
y, de pronto, todo valía la pena. Adriana se espantaba al pensar en que había
intentado quitarse la vida y abandonar a su hijo. Hasta dónde había llegado
le daba una visión clara de dónde no quería estar más. Aquellos días
plácidos, maravillosos, la llenaron de valor. Al reducir el consumo de
benzodiacepinas, que le entorpecían el pensamiento, el cerebro empezó a
funcionar de nuevo y en él se asentó la necesidad de separarse de Marcos.
Verlo en una silla de ruedas no debilitó su convicción. Él tenía medios y
personal para estar bien atendido y recuperarse, a ella no la necesitaba.
Podían llegar a un acuerdo razonable con la custodia de Edu. Adriana le
desearía sinceramente y de corazón la mejor suerte en la vida. No guardaría
ningún rencor ni lamentaría nada mientras tuviera la posibilidad de mirar
hacia delante.
Cuando Marcos volvió a casa, con un exigente programa de
rehabilitación por delante y lleno de optimismo y de fuerza para
recuperarse, ella decidió que, cuanto antes se lo comunicara, mejor sería.
Sin embargo, con él la sorpresa era algo que, sistemáticamente, ocurría.
Aunque pareciera distraído, siempre estaba en la mejor posición para lanzar
una estocada que desarbolase toda la defensa de su adversario. Y, como si
hubiera presentido las intenciones de Adriana, una de sus primeras tardes en
casa, después de la sesión en su nuevo gimnasio adaptado, le dijo:
—Lo vamos a superar, ya verás. Esto parece un bache, pero ¿sabes lo que
es para mí? Una prueba de lo mío contigo. Es como si hubiera renovado mis
votos matrimoniales.
En su boda, es verdad, los dos habían leído un texto que habían escrito
para asegurarle al otro su amor y su compromiso a través del tiempo. Un
detalle bonito que emocionó a sus invitados.
Adriana se lo quedó mirando sin entenderlo aún. Él se lo aclaró:
—Lo que te dije: que te querría y que te cuidaría siempre. Que te
defendería, pasase lo que pasase en nuestra vida… Y, mira, aunque
tengamos que luchar con tu problema y eso tenga un coste muy alto para
mí, que esta vez, desde luego, lo ha tenido, yo te defiendo. Nadie te va a
separar de tu hijo, nadie te va a acusar de nada ni te van a encerrar…,
porque yo siempre te defenderé.
Una vez más, era conducida con gentileza al interior de su celda.
Marcos levantó desde la silla su clara mirada de ojos verdes y añadió:
—¿O creías que no me acordaba de lo que pasó en el accidente? Porque
me acuerdo de todo, Adriana, absolutamente de todo.
14

Adriana se dio cuenta de que aún sostenía el móvil cuando ya hacía mucho
rato que había terminado la llamada con Marcos. Estaba delante del
supermercado donde solía hacer la compra y ni sabía cómo había llegado
allí. Su cuerpo debía de haberse desplazado mientras su cerebro permanecía
atornillado a la voz de su exmarido. Su exmarido fiable, tranquilo, sensato,
descansa, ¿vale?, que tenía que interrumpir un momento su trabajo para
llamar, a ver qué le pasa a esta ahora, a su inestable, inestable y rota,
siempre problemática, exmujer. Un padre normal que quiere recoger a su
hijo para disfrutar de las vacaciones que le corresponde pasar con él. Todo
tan sencillo, los contornos de la situación tan nítidos, que hasta ella misma
querría plegarse y que esa fuera toda la verdad, no saber nada más…
Su estómago irrumpió en el monólogo interno con un gruñido de
protesta. Adriana no había desayunado. Se había levantado después de un
sueño nocturno corto, ligero y discontinuo, y el olor del café le había
provocado náuseas. Lo había tirado por el fregadero. Ahora se sentía vacía
y estragada. Sin embargo, tenía que esforzarse por comer algo, necesitaba
energía. Una fruta dulce y fresca, por ejemplo. Se dirigió al supermercado y
las puertas se abrieron a su paso. La refrigeración le heló la piel húmeda de
sudor. Se notaba que era pleno verano en que no había muchos clientes,
pero sí los suficientes para que Adriana se diera cuenta de que los estaba
esquivando; su cuerpo por instinto percibía como amenaza la cercanía física
de cualquier otra persona. El pasillo de las conservas estaba casi desierto y
se internó por él. Solo una mujer, a la mitad de aquel, estaba junto a su carro
de la compra, analizando pensativamente los frascos de conservas en la
estantería. Al llegar a su altura reconoció su figura armoniosa, el perfil
pálido y regular del rostro y la lisa melena color miel cayendo, perfecta,
sobre los hombros. Se paró delante de ella sin querer. La mujer volvió la
cabeza y la envolvió en una brumosa mirada. Pastillas, su compañera en el
grupo de apoyo, tardó un largo segundo en volver de donde quiera que
estuviese y ubicar a Adriana. Una esforzada sonrisa apenas le llegó a las
comisuras antes de disolverse.
—Ah. Hola.
Ella le devolvió el saludo y también trató de sonreírle.
—Qué casualidad. ¿Vives cerca?
—Sí. Cerca. En… —Pastillas señaló con la mano a ningún lado—. ¿Y
tú?
—Sí. También cerca.
Se miraron, ambas sin arrestos, pero resueltas a parecer normales.
—¿Vas a ir hoy? —le preguntó con una voz suave, sin inflexiones, la
mujer.
Ese día había sesión del grupo de apoyo. Adriana no lo había olvidado.
—Sí, no quiero faltar.
—No hay que faltar, no.
—Viene bien ir.
—Ayuda mucho.
—Sí. Todas estamos mejor.
La conversación era un toma y daca lento y desfalleciente. Pastillas tenía
la mirada posada en la cara de Adriana y a la vez inmersa en sus propios
pensamientos, lo cual la hacía difícil de sostener: daba la impresión de que
su dueña no estuviera del todo presente y, por contagio, de que tampoco lo
estuviera ella. Se hizo un silencio. Buscando algo banal que añadir para
despedirse sin brusquedad, miró el carro de la compra donde la mujer había
depositado productos corrientes: pan, suavizante, servilletas de papel,
patatas… Pero las delicadas fresas debajo de la garrafa de cinco litros de
agua le dijeron que algo allí no iba bien. Lo reafirmaron una docena de
huevos aplastada bajo la caja de seis botellas de leche de litro. La vista de
Adriana se retiró con una especie de pudor y cayó en las piernas de la
mujer, de un terso color canela impoluto y satinado. Lleva medias,
descubrió con asombro. Medias en verano. En una de ellas una carrera muy
ancha le recorría un lado de la pantorrilla hasta el tobillo, mostrando a
través su carne pálida. Junto a los pies, Adriana reparó en unos trozos de
vidrio de una botellita de salsa rota. El tabasco había formado un coágulo
terroso sobre la baldosa blanca, pero el goterón que cayó al lado era de un
tono bermellón brillante.
—¿Estás sangrando?
Pastillas tenía el brazo colgando a un lado del cuerpo. Dobló el codo para
mirarse la palma de la mano y observó sin sorpresa el corte abierto en la
base de los dedos, del que había manado un grueso hilo rojo que goteaba
hasta el suelo.
—He apretado la botella demasiado, ja, ja, ja, qué bruta soy —comentó
con la voz muerta.
Rápidamente, Adriana metió la mano en su bolso, tanteó y sacó el primer
tejido con el que se toparon los dedos. Le envolvió la mano a Pastillas y le
secó la sangre.
—¿Te duele? Te acompaño a que te curen. O te curo yo.
—No, no hace falta.
La otra se dejó enjugar la sangre, pasiva. Adriana se dio cuenta —hasta
entonces no lo había notado— de que la mujer vestía un jersey de manga
larga con los puños ajustados, medias y falda de tweed: era como si se
hubiera vestido sin pensar lo que hacía, ajena al calor inaguantable, con
prendas bonitas, caras, equivocadas, que solo combinaban bien con su voz
inerte, su mirada perdida y esa mano inconsciente de su fuerza que había
estrujado en su puño un frasco de cristal. Todo esto Adriana lo reconoció, lo
recordaba perfectamente.
—¿Necesitas que te acompañe a casa?, ¿pedimos un botiquín?
—No, gracias, de verdad… —El habla lenta, monocorde—. Nos vemos
en… el grupo. No hay que faltar… Nos ayuda mucho.
Pastillas retiró la mano del envoltorio de tela, giró sobre los talones y se
alejó con un andar lento y flotante. Dejó abandonado su carro con la
compra dentro, que se quedaría solo en el pasillo, junto a la botella rota y
las gotas de sangre. Adriana no la avisó, sabía que no lo recogería. Lo sabía
porque recordaba bien cómo era el lugar de donde esa mujer no conseguía
volver.
No fue a comprar fruta, no comió. De pronto, actuar le parecía todavía si
cabe más urgente. No podía tolerar que Marcos se adueñase de la parte
lúcida del relato. Ella no era Pastillas; ahora ya no estaba confundida por la
medicación, que había ido abandonando del todo cuando lo dejó a él.
Aunque siguiera hundida en las secuelas de lo que había vivido durante los
últimos años, ya no era una zombi que difícilmente articulaba un
pensamiento. Y él había dicho lo que había dicho, así que tenía que haber
una manera de probar que no era cosa de su fantasía. Debía de haber una
forma de sacárselo, de ponerlo encima de la mesa. No había tiempo que
perder. Su mente ya no estaba en la bruma, ya no, no lo estaba. Ahora podía
y debía enfrentarse a Marcos y obligarlo a confirmar su amenaza. Tenía que
llamarlo. Iba a llamarlo ya mismo y a conseguir que dijese en voz alta que
pretendía matar al niño.
15

A pesar del calor agobiante que le hacía sudar el cuello y le pegaba la blusa
al cuerpo, tenía las manos heladas y empezó a temblar. Sentada en el banco
de una acera, Adriana activó en su móvil la función «Grabar llamada» y
marcó el número de Marcos, pero con los nervios pulsó al botón de llamada
de vídeo. Habría preferido no verlo, solo oír su voz, pero él ya estaba en su
pantalla, hablando con alguien que se encontraba fuera del campo visual.
—Perfecto entonces. Lo vamos a hacer así. Gracias, Toño.
Estaba en la oficina. Adriana reconoció la pared de su despacho. Marcos
se volvió hacia su tablet, la miró y ella se sintió como si lo tuviese
físicamente delante.
—Hola otra vez. ¿Qué pasa, Adriana?
—Tenemos que hablar de las vacaciones de Edu.
Él, al detectar algo distinto en su voz, hizo una pausa, un segundo
apenas; no necesitaba más para tomar posición en el tablero y armar su
estrategia.
—Pero ¿por qué esto ahora? —le preguntó, con una preocupación que
sonaba bastante real—. Las dos últimas veces que te he visto te he
encontrado muy bien, muy centrada, pero esto de que no quieras que Edu
pase la quincena conmigo… no lo entiendo, la verdad.
—Tú sabes por qué no quiero —replicó Adriana con valentía.
—No, no lo sé. ¿Por qué?
—Lo sabes y no quieres decirlo.
Marcos cerró los ojos, suspiró y la miró con seriedad.
—Has interrumpido tu tratamiento, ¿verdad?
Adriana no iba a entrar por el aro y reducir todo a una discusión sobre su
salud mental.
—Tú me dijiste algo el domingo, en el parque.
—¿El domingo? —repitió él.
—Y después de la exposición del niño me aseguraste que ibas en serio.
—Que iba en serio ¿qué? —Marcos parecía realmente desconcertado.
—Lo que me dijiste en el parque —insistió Adriana.
—¿Qué? ¿Qué te dije? No sé qué te dije, hablamos de muchas cosas…
—Hizo una pausa y los hombros le cayeron, como si las fuerzas lo hubieran
abandonado de golpe—. Joder. Ya estamos otra vez.
Por un momento, algo dentro de ella dudó. Él no parecía manipulador;
parecía sincero, cansado, sufriente. Verlo así le trajo el recuerdo de la
temporada entre el regreso de Marcos del hospital y el siguiente intento de
ella por soltarse del cepo.
En aquellos días, después de asegurarse de que Adriana estaba de nuevo
bien sujeta, él se volcó en su rehabilitación. Gracias a eso no tenía tanto
tiempo para controlarla al nivel obsesivo que solía; para ella fue una época
tranquila, si se puede considerar tranquilidad la ausencia de sufrimiento
extremo. Es cierto que había retomado las pastillas para conseguir dormir,
pero no se había vuelto a aletargar: una fortaleza desconocida había
asomado la cabeza y no la dejaba resignarse. Al contrario, la rebeldía iba
tomando cuerpo por encima del temor. Tenía que dejarlo. Que la denunciara
y que la juzgaran. En un momento dado, le podía compensar incluso ir a la
cárcel si a cambio conseguía su libertad. Una vez establecido esto, debía
armarse de valor para enfrentarse a Marcos y decírselo, pero los años de
indefensión aprendida la retenían cada vez que abría la boca para hablar.
Mañana se lo digo. Esta tarde. El lunes.
Era, sin embargo, urgente hacerlo, porque, aunque todo estaba más
calmado en casa, seguía pasando algo que debía dejar de pasar ya o se
llevaría por delante la poca autoestima que le quedaba a Adriana y, de paso,
su cordura. Marcos, debido a su lesión, no podía mantener relaciones
sexuales completas. Lo que para él era un drama, para ella era un oasis de
alivio desde donde podía empezar a reconstruirse, reconquistando partes de
sí misma que él le había ido usurpando. Sin embargo, no duró, porque el
marido necesitaba desesperadamente el contacto físico con ella, no podía
resistir tenerla al lado en la cama durmiendo como una hermanita menor.
—Ven. —Su voz cálida, un susurro en la oscuridad, tenía algo hipnótico,
como si le abriera las puertas de una vivencia irreal.
Marcos podía moverse con cierta autonomía a pesar de sus piernas
desconectadas del cuerpo. Podía girarse hacia ella en la cama, levantarse
apoyándose en sus brazos musculosos y sostenerse suspendido sobre el
cuerpo de Adriana, bajar y subir por la enorme cama.
—Ven —decía solamente en la penumbra.
Pero era él quien descendía sin dificultad por el cuerpo de ella y le
separaba las piernas despacio, tomándose todo el tiempo. Su mujer sentía su
respiración cálida en el vientre, sobre el hueso de la cadera y en la delicada
cara interna de los muslos. La oscuridad se hacía más densa mientras él
alargaba y alargaba el momento antes de hundir suavemente la boca en la
carne de Adriana, y entonces ella entraba en un territorio que se parecía a
un sueño. La imagen mental de su propio cuerpo, abierto para él, a su
disposición, y él volcado sobre ella, tenía el involuntario efecto de erizarle
toda la piel; la obligaba a dejar de pensar, a ofrecerse más, a acercarse más.
¿Lo sabía él? ¿Lo hacía a propósito? Marcos sabía cómo conseguir de ella
esa respiración jadeante que de pronto se alteraba aún más; esa palpitación
en todo el cuerpo que era la antesala de la repentina contracción de los
músculos y que precedía al estallido final que la dejaba caer después, herida
y sin fuerzas, sobre la cama. Lo sabía porque conocía su cuerpo pulgada a
pulgada, porque sabía sus tiempos casi mejor que ella y reconocía el
instante justo, la presión necesaria, el lugar exacto… Pero, aun así, Adriana
no quería rendirse. Trataba con todas sus fuerzas de dominar su cuerpo con
el cerebro. Clavaba los ojos en el techo y agarraba la sábana con los puños,
pegados a los costados. Les daba a sus terminaciones nerviosas la orden de
que no. No. NO. Pero Marcos, como si lo supiera, como si lo hiciera a
propósito, le dedicaba todo el tiempo necesario, comprometido con un
combate cuya victoria era que el cuerpo de ella desobedeciera a su cerebro.
Muchas veces, él ganaba. Otras tantas, en aquella oscuridad irreal, las
caderas de Adriana cobraban vida propia y sujetaba fuerte la cabeza de
Marcos contra su cuerpo. Algunas, peor aún, él paraba de golpe y le decía:
«Pídemelo».
Y ella susurraba «Por favor, por favor, por favor» mil veces, hasta que él,
con una sonrisa que se adivinaba en la penumbra, volvía a caer sobre ese
cuerpo rendido ante su persona. El resultado de estas derrotas para Adriana
era devastador. Se odiaba y odiaba su cuerpo y volvía a tener deseos de
abrir el bote de pastillas y tomárselas todas, pero eso no podía ser; tenía a su
niño y abandonarlo no era una opción. Por eso, una de las noches de
oscuridad, con la boca de Marcos tomando el control de su cuerpo, no
permitió que volviera a llevársela por delante y dijo en voz alta:
—Quiero divorciarme.
Esas dos palabras obraron el milagro de hacerlo parar. Se retiró de ella y
Adriana aprovechó para sentarse, recogiendo las piernas contra el pecho y
haciéndose un ovillo. Él se sentó y dejó caer los hombros como si todo el
cansancio del mundo lo agobiara de golpe.
—No lo puedo creer. Joder, no me lo puedo creer —murmuró—.
Después de todo lo que ha pasado…
—Hace mucho tiempo que nuestra pareja no funciona, Marcos.
Utilizó aquella frase convencional porque la norma básica, nunca
verbalizada entre ellos, era que lo que pasaba en su relación, aquella locura,
nunca se hablaba explícitamente; no iba a romperla justo ahora que lo único
que quería era escapar. Él se volvió para mirarla. Una sonrisa amarga
apareció y despareció de su boca.
—¿Que no funciona? —replicó—. Claro que no. Nunca hemos sido
como una pareja normal. Yo asumí desde el principio que, si quería estar
contigo, tenía que lidiar con tus problemas, y es lo que he hecho todos estos
años: cargar yo solo con todo.
—Eso no es así.
—No es así —repitió, clavándole la mirada—. ¿Estás segura? ¿Me vas a
explicar a mí cómo ha sido nuestra historia? No soy yo quien está en
tratamiento, eres tú y es por algo. —La seguridad de Marcos rampaba sobre
las ideas de Adriana y las palabras con las que habría querido expresarse—.
Lo que te pasa no lo he dicho yo: tienes un diagnóstico médico —remachó
—. ¿De verdad sigues sin entender lo que te han explicado los doctores?
Adriana, ya sé que no lo puedes creer, pero gran parte del tiempo estás
viviendo en una realidad distinta.
Ella negó con la cabeza, sin encontrar aliento para replicar. El suelo
volvía a moverse. ¿Lo que estaba diciendo Marcos era verdad? ¿Cómo
podía estar totalmente segura de que no lo era? ¿Era posible que su cerebro
lo inventase, que mucho de lo que ella vivía no estuviera pasando de
verdad, o al menos no de la manera en que ella lo vivía?
Él siguió hablando con calma, triste, cansado.
—No creo que tengas ni idea, ni siquiera que te aproximes, de cómo ha
sido tu vida en los últimos años. Todo lo que te pasa, las ausencias, las
alucinaciones, la disociación… Eso lo he vivido yo. Yo soy quien está ahí
cuando tú, de pronto, parpadeas y no tienes ni idea de lo que has hecho en
toda la tarde o dices que han pasado cosas que son imposibles o me
acusas… Y ahora me dices que nuestra pareja no funciona… ¿Piensas que
es fácil estar con alguien así? Una persona que vive dentro de una realidad
paralela necesita a alguien que la proteja. Yo podría haber salido corriendo,
pero me eché todo a la espalda porque te quiero y te he cuidado mucho
estos años, joder, me he dejado la vida, esto no es justo… —Se le quebró la
voz.
A Adriana le sonaba sincero, percibía dolor real en sus palabras, mucho
dolor. Hasta ella misma parecía perder consistencia delante de esa pena.
Marcos, entonces, con unas cuantas palabras la enfrentó a su miedo.
—Ahora quieres irte por tu cuenta. ¿Estás segura de que puedes quedarte
sola? ¿Estás totalmente segura, Adriana?
Casi un año después, sentada en aquel banco en la calle, recordaba
demasiado bien esa sensación: el desconocimiento repentino de quién era
en realidad, no saber si dentro llevaba a otra mujer que hablaba y actuaba
como ella y que la abandonaba sin dejar huella en su memoria. Se acordaba
de lo débil e indefensa que la había dejado. En aquel momento no tuvo
ninguna seguridad ni ningún sitio donde apoyar los pies, y Marcos,
aprovechando esa zona de duda, cerró suavemente, otra vez, la puerta de su
jaula.
En cualquier caso, no parecía que ahora él fuera a tener tanta paciencia
como entonces. Adriana lo vio menear la cabeza en la pantalla, harto,
disgustado.
—Lo siento, no tengo cuerpo para esto ya —concluyó deprisa—. Piensa
lo que quieras y haz lo que quieras. El viernes me llevo al niño, así que
hazte a la idea de que no vas a poder hacer nada para evitarlo. Tienes dos
días. —Colgó.
Se quedó mirando la pantalla de su móvil con el eco de esas últimas
palabras resonando en la cabeza. Desactivó la grabación de llamada, que no
le había servido de nada. Excepto ella, nadie tendría por qué interpretarlo
así, pero para Adriana ese plazo de dos días había sonado exactamente
como lo que ella creía que era: una amenaza.
16

—Tienes las de perder, Adriana —le dijo el abogado que había llevado su
divorcio.
Ella, sentada delante del sobado escritorio del único despacho que
constituía el bufete, apenas podía controlar los nervios. Se apretaba las
manos con fuerza para no hacer visible cómo le temblaban. Él, en mangas
de camisa, con rodales de sudor bajo los brazos, se explicó sin mucha
pasión, repitiendo palabras mil veces dichas.
—Si no le entregas el niño a tu exmarido, estás cometiendo un delito:
sustracción de menores. Marcos puede ir por lo penal y denunciarte
directamente o ponerte una demanda ejecutiva ante el juzgado de familia.
En cualquiera de los dos casos, el tema pintaría feo para ti.
—¿Cómo de feo?
—Puede suponerte entre dos y cuatro años de prisión —contestó el
abogado—. Además de inhabilitarte para ejercer la patria potestad durante
un tiempo que puede ir de los cuatro a los diez años.
—Qué locura. ¡Si es mi hijo!
—Y de tu exmarido también, acuérdate. No se lo puedes quitar.
—No se lo quito. Estoy intentando proteger al niño.
El abogado negó con la cabeza, tajante.
—No repitas más eso, Adriana —le aconsejó.
—¿Por qué?
—Porque no lo puedes probar.
—¡Pero ¿cómo lo voy a probar?! ¡¿Dejándole que se lleve a mi hijo y le
haga algo malo?!
—Te lo digo de verdad: no vayas por ahí. Te vas a buscar todavía más
problemas. No puedes lanzar ese tipo de acusaciones si no las puedes
sostener, y tú no puedes: todo lo que me has contado son sensaciones
tuyas…
—Sobre una persona a la que conozco desde hace trece años —replicó
ella.
El abogado suspiró, sin disimular el cansancio de tener que remachar
algo muchas veces repetido.
—Pero, a ver…, si no hay antecedentes de violencia, por mucho que lo
conozcas, es acusar a una persona solo con tu palabra. Nunca lo has
denunciado mientras estuvisteis casados, no hay la menor prueba de que
haya habido maltrato y mucho menos de que él sea potencialmente dañino
para el niño.
Adriana quiso replicar, pero no le vino nada a la cabeza. Ojalá conservara
el cerebro despierto y vivo de antaño. Ahora el miedo empañaba todo lo
que quería decir.
—No le toques las narices a tu ex, te lo recomiendo —añadió el letrado,
echando un vistazo furtivo a su reloj—. Otro con más mala leche ya te
habría buscado problemas. Tiene de donde tirar…
Ella levantó la vista rápidamente. Él hizo un gesto de disculpa y se
encogió de hombros.
—Tu historial de salud mental. Como empieces a actuar de forma que
pueda parecer, ya sabes…, «rara» —y escenificó las comillas con el típico
gesto de ambas manos—, te podría buscar las cosquillas por ahí. Y más con
los superabogados que tiene él.
Adriana ya no quiso seguir hablando. Esto era justo lo que le faltaba para
caer en pánico. Se levantó y se despidió.
Salió del despacho con la sensación de que le faltaba el aire. Dos días.
Dos días. Dos días.
La mujer policía que la atendió llevaba el pelo recogido en una coleta y
tenía la frente brillante de sudor. Entró al despacho delante de Adriana,
resoplando.
—Aquí da igual que haya aire acondicionado —se quejó mientras se
sentaba delante de su ordenador—. Siéntese, Adriana, por favor.
Ella se sentó en una silla tapizada de verde que había conocido tiempos
mejores. La oficial de policía clicó con el ratón para abrir el sitio
correspondiente y se secó el sudor de la cara con un pañuelo de papel que
extrajo de una caja sobre su mesa.
—Yo no sé, estos calores… Al final, en vez del verano, será la
menopausia.
La policía se rio de su propia frase. Adriana se preguntó si debería reírse
también.
—Bueno, cuénteme. Quería usted poner una denuncia…
—Sí, contra mi exmarido. Por amenazas.
—De acuerdo. Explíqueme todo lo que ha pasado y luego la redactamos.
Adriana se secó las manos en la falda.
—Ha amenazado con matar a mi hijo.
—¿Cuándo?
—Este domingo pasado.
—¿Esa amenaza la realizó su exmarido en persona, telefónicamente, a
través de…?
—En persona. Estábamos en el parque y me dijo que iba a matarlo.
—¿Estaban los dos? ¿Juntos?
—Sí.
—¿La abordó a usted allí?
—No. Habíamos quedado para llevar al niño a los columpios. Lo
hacemos a veces.
—Ay, qué calor, perdone… —Sacó otro pañuelo de papel y se secó la
frente—. Si quedaban, la relación entre ustedes no era mala hasta ese
momento, ¿no? —indagó.
—No. Él es muy correcto.
—¿Discutieron ese día en el parque?
—No. Todo estaba normal, bien. Lo que dijo lo soltó de repente.
—¿Así? ¿Sin más? —La policía mostró cierta sorpresa.
—Sí. Yo entonces le pregunté qué había dicho y él hizo como si no
supiera de qué le hablaba —se explicó Adriana—. Así que pensé que a lo
mejor lo había oído mal. Estábamos en un parque infantil y, bueno…,
siempre hay ruido.
La otra tardó un poco en sopesar sus últimas palabras y asintió.
—Ya. ¿Y existe la posibilidad de que hubiera usted entendido mal?
¿Existía? ¿Aunque fuera una posibilidad ínfima?
—Sé que lo ha dicho —afirmó Adriana, imponiéndose sobre sí misma
con voz segura.
La policía esperó por si añadía algo para sustentar su afirmación y, al ver
que no, redirigió el diálogo:
—¿Ha habido alguna denuncia por violencia en su matrimonio?
—No. Nunca he denunciado.
—¿Él ha ejercido violencia contra usted, verbal o física?
Adriana negó con la cabeza.
—Nunca me ha pegado, no, eso no.
—Ha habido entonces insultos, vejaciones…
—No, tampoco.
—Se trata, entonces, de amenazas.
—Bueno…, amenazas, esta ha sido la primera vez. Cuando estábamos
casados, él lo que hacía… era… Había… violencia psicológica contra mí.
—Ya. Pero usted no lo denunció nunca.
—No. Es que yo estaba deprimida y tenía mucho miedo. Entonces…,
pues… no podía —concluyó débilmente.
—¿Hay testigos de ese maltrato psicológico? ¿Se lo contó usted a
alguien?
—No. Nadie lo vio nunca y yo no tenía a ninguna persona con quien
hablarlo.
—Ya.
La policía sacó otro pañuelo y se secó el cuello. Lo arrugó y lo dejó a un
lado de la mesa, con los otros dos. Miró la pantalla del ordenador como
excusa para pensar durante un momento. Luego se volvió hacia Adriana.
—Bueno, vamos a dejar a un lado por el momento su matrimonio y
vamos a centrarnos en lo ocurrido en el parque. ¿Alguien oyó la amenaza,
aparte de usted?
Ella negó con la cabeza.
—¿Nadie cerca que pudiera haberlo oído? —insistió la policía.
—No. Es que… él habló a media voz y había mucho ruido en el parque.
Adriana empezó a sentir las gotas de sudor cayéndole por la espalda.
—Y dice que él no repitió la amenaza cuando usted le preguntó.
—No, yo le pregunté qué había dicho y él no sabía a qué me refería.
—¿No insistió usted?
Adriana negó con la cabeza, notando la boca seca. Percibió que resultaba
muy raro que no hubiera insistido hasta averiguar qué había dicho él. Debía
explicarse, aclararlo.
—Es que me dio miedo que, si le preguntaba algo así… Como he tenido
esos problemas de depresión y de… —Notó que había pisado un charco
innecesario e intentó salir de él—. Bueno, como en su día tuve algún
ingreso por salud mental, pues me daba miedo que él pensase que estaba
otra vez inventando…
—¿Otra vez? —intervino rápido la policía.
Adriana enrojeció.
—No, a ver, eso es lo que él… Él decía que a veces yo no estaba
conectada con la realidad —respondió ella.
—Lo decía él, pero también hubo algunos ingresos médicos, según me ha
contado —apuntó la policía con suavidad.
—Los doctores diagnosticaban partiendo de lo que él contaba porque yo
estaba muy mal y no conseguía…, no podía explicarme bien.
La mujer se la había quedado mirando. Parpadeó rápidamente y
reaccionó.
—Vale. Bien. Em…
Adriana casi oía sus dudas. Se esforzó por parecer centrada y sincera.
—Ya sé que debo de estar dando una impresión un poco rara, pero le
aseguro que lo conozco y, aunque nunca haya hecho nada, sé que esta vez
va en serio.
—Sí, sí. A ver… —La policía se inclinó hacia delante, esforzándose por
mostrarse empática y comprensiva—. La denuncia la vamos a poner,
Adriana, por eso no se preocupe. Yo voy a redactar lo que me ha dicho y la
vamos a cursar. Luego ya…, lo que pase se verá.
Se volvió hacia el ordenador y empezó a teclear. Ella notó que, para
aquella mujer, lo que le había contado no se sostenía. Tecleaba, vacilaba,
borraba, volvía a teclear…
Adriana se aclaró la garganta y preguntó:
—¿Cuánto tardará en llegarle a él la denuncia?
—Pues no le puedo decir. A veces la notificación llega al cabo de unos
días y a veces de semanas.
—¿Tanto?
La policía se encogió de hombros y volvió a mirar la pantalla.
Ella trató de imaginar la cara de Marcos cuando recibiera su denuncia.
Notó un escalofrío. Realmente, no había podido aportar una historia sólida,
no tenía ninguna prueba… Por su mente pasaron tres pensamientos
encadenados: no va a prosperar, solo voy a conseguir enfadarlo, no me sirve
para no darle al niño. Este último le provocó una sensación de náusea.
—Perdone —murmuró—. Creo que no voy a poner la denuncia.
La policía quitó la vista de la pantalla.
—¿Está segura?
Adriana asintió, poniéndose en pie. Le pidió disculpas por haberle hecho
perder el tiempo, se despidió sin saber muy bien qué estaba diciendo y salió
deprisa del despacho, con la náusea subiéndole a la garganta. Cruzó rápido
el pasillo y el vestíbulo hacia la salida de la comisaría. Si iba a vomitar, no
quería hacerlo allí. Al salir a la calle, la bofetada de calor terminó de
marearla. Corrió hasta una papelera, se agarró a ella y devolvió. No mucho,
porque los últimos días apenas había comido. El gusto ácido se le quedó en
la boca y en la nariz. Permaneció allí respirando hondo, sintiéndose
miserable y desamparada. No se podía estar más sola en el mundo.
—¿Se encuentra bien?
La voz le hizo levantar los ojos. Miró al hombre alto y pálido con gafas
de montura moderna y lo reconoció.
17

Alberto también había reconocido a Adriana nada más verla bajar deprisa la
escalera de acceso a la comisaría. La vio lanzarse como una flecha a la
papelera más cercana y vomitar dentro. Aguardó a que terminase, se acercó
y se quitó la mochila que llevaba a un hombro para sacar un botellín de
agua. Se lo dio.
—Gracias —le dijo ella con profundo alivio, porque, si en algún
momento había necesitado un gesto amable, era ese.
Trató de desenroscar el tapón, pero estaba muy duro, y ella, muy débil.
Sin palabras, Alberto le cogió la botellita de la mano, la abrió y se la volvió
a dar. Adriana, incapaz de hablar, se vio a sí misma haciendo esas pequeñas
reverencias que hacen los personajes orientales en las películas. Se llenó la
boca de agua para aclararse y se giró para escupirla lo más discretamente
posible. Luego, se bebió todo el botellín de un trago.
—No sé si eso le va a sentar bien, después de haber vomitado —comentó
él.
—Creo que estoy un poco deshidratada —contestó ella—. Hace tanto
calor…
Nada más decirlo, tuvo un pequeño mareo y osciló ligeramente sobre los
pies. Alberto la sujetó. Adriana se agarró a él como un borracho a una
farola. El hombre la condujo a un banco cercano y dijo:
—Voy a llamar para que la atiendan.
—No, no, por favor —rogó ella, dejándose caer sentada—. Ya se me
pasa.
Él se agachó delante de ella para mirarla a la cara.
—¿Cómo se llama?
—Adriana.
—Adriana, está usted mareada, tal vez esté sufriendo un golpe de calor, y
eso es muy peligroso. Vamos a la comisaría y le busco un sitio para que se
recupere.
Ella negó otra vez con la cabeza.
—No necesito nada, de verdad.
—Pero no la puedo dejar aquí así —insistió él.
—Pues quédese un momento conmigo, por favor. Yo lo conozco: es usted
el policía que vino al piso donde estábamos trabajando…
—Sí —contestó él—. Yo también la recuerdo.
Adriana lo miró, sorprendida.
—¿De verdad? Si casi no se me veía, con el mono y la capucha.
—Muchos años en la profesión. —Y esa frase tan rara que había dicho en
la escena del crimen.
—Ya, claro. Usted trabaja ahí. —Señaló con el mentón la comisaría.
Alberto siguió su mirada.
—Sí. Bueno, ahora no. Vengo a tramitar una baja.
—Ah, lo siento.
Él hizo un gesto para restarle importancia. Al bajar la vista, se fijó en los
pies de ella: llevaba unas sandalias de tipo pala. En los empeines desnudos
se veían unas encendidas líneas color púrpura sobre la piel blanca,
rozaduras producidas por las tiras de otro calzado.
—Debe de estar pasándolo mal —comentó, señalando las marcas.
Adriana, que no sabía a qué se refería, levantó inmediatamente unos ojos
enormes y sorprendidos, y en ellos centelleó una luz esperanzada. Alberto
se dio cuenta de que eran de color verde, bellísimos, tristísimos, y de que
ella lo había malinterpretado.
—Las rozaduras —aclaró torpemente él—. Deben de doler.
—Ah. —La luz de esperanza se le apagó en los ojos tristes—. Sí —
contestó, intentando sonar trivial—. Calzado malo y verano no es una buena
combinación.
Alberto asintió, sintiéndose estúpido. Esa mirada le había pedido socorro,
estaba casi seguro. Algo grave le ocurría. Estaría muy enfermo, pero
llevaba años trabajando con su intuición y podía detectar la tensión a su
alrededor, vibrando como un campo eléctrico.
—¿Le importa tirarla a la papelera? —le pidió Adriana, devolviéndole la
botella de agua vacía.
Alberto se fijó en su mano delgada y en su muñeca delicada, casi de niña.
Entonces vio el arañazo. Le cogió la botella de la mano mientras calculaba
que ese rasguño de unos seis centímetros, en la cara interna del antebrazo
derecho, podía tener unos dos o tres días. ¿No le había contado el vecino de
la segunda víctima que el chico encapuchado con el que se topó en el portal
tenía un arañazo en el antebrazo derecho? Un chico encapuchado, delgado,
de estatura media que, tal vez…, precisamente por encapuchado y delgado,
¿no podría ser en realidad una chica?
—¿Cómo se ha hecho eso? —preguntó.
Adriana se miró el brazo y se encogió de hombros.
—No sé. Me caí en la calle, pero, la verdad, no lo sé.
«Es una casualidad. Las casualidades existen.»
Ella bajó el brazo y se levantó.
—Ya me encuentro mejor. Gracias por su ayuda… —Hizo una pausa
interrogante.
—Alberto —respondió él.
—Gracias por su ayuda, Alberto.
Se apartó de él, que la siguió con la mirada. ¿Cuántas personas ahora
mismo tendrían un arañazo en el brazo derecho?, pensó mientras se dirigía a
la entrada de la comisaría. Pero ella había puesto mucho interés en empezar
a trabajar en el equipo de limpieza que iba a ir al escenario de ese crimen, y
eso de que el asesino vuelve al lugar del crimen no es solo un dicho, existe
la pulsión inconsciente en el criminal no descubierto de buscar ser
desenmascarado y castigado. «No, no. Esto es estúpido —se dijo—, dos
casualidades no forman una evidencia.»
—Eh, Alberto, ¿cómo vas? —Una compañera estaba fumando junto a la
puerta.
Él se paró a contestarle, aunque poca gana tenía de charla.
—Bien. He venido a reportar a Guillén, por lo de mi baja.
—Entro contigo. He salido a fumar, pero hace tanto calor que prefiero
aguantar las ganas. —La policía apagó el cigarro en el cenicero de pie.
Entraron juntos al vestíbulo—. Te he visto hablando con esa chica, la que
acababa de salir de aquí —comentó—. ¿La conoces? Ha venido a poner una
denuncia, pero se ha echado atrás.
—¿Qué quería denunciar?
—Que su exmarido la ha amenazado con matar a su hijo.
—Joder.
Ella asintió con pesar mientras recorrían el pasillo.
—Es lo que hablábamos el otro día… La pobre seguro que tiene un ex
que es un cabrón y que la putea usando al crío, pero es que me viene sin
nada, pero nada de nada. Y a ver qué puedo hacer yo; solo cursarle la
denuncia sabiendo que no va a ir a ninguna parte. Qué mierda, chico, de
verdad.
Se despidieron y Alberto llamó con los nudillos a la puerta de una sala.
Asomó la cabeza sin esperar invitación. Dentro, el detective Guillén, algo
mayor que él y con aspecto flácido y agotado, tenía delante, sobre la mesa,
varias fotos extendidas. Al coger Alberto la baja médica, le había vuelto su
propio caso como un bumerán y, de propina, el del joven camello que
mataron detrás de los recreativos. Probablemente cuando lo supo soltó por
la boca todo lo más grande, pero ahora lo recibió con resignada aceptación.
—¿Qué pasa, tío? —le dijo.
—Poco, la verdad —contestó Alberto, echando un vistazo a lo que había
sobre la mesa—. Ya veo que estás con esto. Siento dejarte el doble marrón.
Se sentó. Él otro hizo un gesto para restarle importancia.
—Nada, la salud es lo primero. Además, antes yo te pasé el mío, y ahora
tú me lo devuelves.
Las fotos que estaban eran las que se tomaron antes del levantamiento del
cadáver de Iván Romo, detrás del salón de juegos recreativos. Las primeras
mostraban la escena del crimen en plano general. Un callejón sin salida,
estrecho y lleno de meados, con cubos de basura contra la pared. Se veían
las bocas de las salidas de ventilación de los recreativos y del bar. Por la
noche eso debía de ser un pasillo estrecho y oscuro donde se meterían los
chavales a drogarse o alguna pareja a rematar lo suyo. Sin ventanas a la
vista y mucho menos cámaras de seguridad, era el sitio perfecto para que
pasara de todo impunemente. En esas fotos, tomadas al amanecer, el cuerpo
de la víctima parecía un montón de trapos con uno de color vino a la altura
del pecho.
—Parece una pelea por drogas —opinó Guillén—. Estos niñatos se
ciegan cuando empiezan a pasar. Ven los billetitos desfilar por sus manos y,
claro, se les va la cabeza. A ver a qué camello le fue a tocar los cojones
—A ninguno de los que controlan el barrio, por lo que pude saber —
contestó Alberto—. Pero, como el chico tenía antecedentes de lo más
variado, podría ser por cualquier otro motivo. Incluso podría ser un robo.
—En el piso de Carlos Vila no robaron ni había ninguna señal de fuerza
—comentó Guillén, abriendo una carpeta que tenía al lado.
Le mostró una fotografía. Él ya la había visto: el cuerpo en decúbito
lateral, con las manos aún cogidas del cuello. Estaba bañado en su propia
sangre, que cubría casi todo el suelo.
—Le clavaron el arma en el recibidor, y el tipo, con el boquete en la
garganta, huyó hacia la cocina —explicó Guillén—. Si el asesino entró
detrás, desde luego no tocó nada. Ni siquiera dejó una mísera huella en la
sangre del suelo…
Alberto volvió a las fotos del traficante. Cogió una tomada más de cerca.
El cuerpo de Iván Romo estaba tendido boca arriba, con los brazos
extendidos a ambos lados y el rostro en calma.
—Este tampoco tenía señales de lucha, no se peleó… Y para que un
golpe te reviente el corazón hay que darlo con mucha fuerza, desde muy
cerca.
—No se lo esperaba —dijo Guillén—. Un conocido.
—O alguien de quien, en principio, no había que temer.
—¿Una tía? —especuló su compañero, clavándole la mirada.
Alberto no se la sostuvo, porque se acordó del arañazo en el brazo de
Adriana. Guillén disponía de la declaración del vecino, donde explicaba con
detalle que se cruzó con un desconocido encapuchado más o menos a la
hora del crimen y en la que se describía el arañazo. Debería comentarle que
una de las limpiadoras que estuvo en el piso de la víctima, casualmente,
tenía un arañazo similar, pero se acordó de la mirada desamparada de los
ojos tristes y volvió a decirse que dos casualidades no hacen una evidencia,
que su cabeza no iba como debía y que si estaba de baja era para quitarse de
encima todo aquello. Incluida esa mujer.
18

A Adriana le había costado un mundo llegar allí desde la comisaría. Le


parecía que llevaba media vida recorriendo la ciudad con aquel calor
infernal. Caminar por las aceras era como avanzar entre el vapor de una olla
en ebullición. Una parte
de ella quería refugiarse en la oscuridad de su piso, meterse debajo del agua
de la ducha y hacer tiempo ahí hasta que Edu saliera de la escuela de
verano, pero otra parte sabía que, si se quedaba sola, había una alta
probabilidad de que empezara a gritar, a aullar, a darse cabezazos contra las
paredes, y a lo mejor no sería capaz de parar. El hilo que la unía aún a la
gente normal que actuaba de forma convencional estaba cerca de romperse
y, antes de que ocurriera, tenía que llegar a su pequeño muro de contención
en el centro cultural.
En el vestíbulo se encontró con Pastillas. Se saludaron, y ni en las
palabras ni en la actitud de la mujer hubo el menor reconocimiento de su
encuentro unas horas antes. No era fingido: no se acordaba. El corte que se
hizo en el supermercado no había sido curado, ni siquiera lo había lavado.
Tenía la palma de la mano sucia de sangre seca, como si simplemente
hubiera seguido haciendo su vida sin reparar en que el corte sangraba hasta
parar por sí solo mientras ella dejaba sus huellas en cada cosa que tocaba.
Pastillas parpadeó despacio y le dedicó su breve y descolorida sonrisa.
—¿Vives cerca? —le dijo.
Adriana afirmó con la cabeza a la pregunta repetida.
—Qué bien —musitó Pastillas sin inflexiones en la voz—. Yo también.
Cerca. En… —Repitió el gesto con la mano, señalando a ningún sitio.
Adriana deseó poder cogerla del brazo, mirarla a los ojos, despierta, por
favor, sacudirla un poco, a ver si la traía de vuelta.
Llegó Laura, sonriente, abanicándose con la mano, y entraron al cuarto.
La silla de Miedo estaba vacía. No había avisado de que no iba a poder ir,
lo cual era la única condición obligatoria para asistir al grupo de apoyo.
Laura la había llamado, pero le había saltado el buzón de voz. Como todas
tenían presente su mirada asustada y su gesto de tocarse todo el tiempo la
pulsera telemática, la falta de noticias pesaba sobre el aire de la habitación.
Llanto, en sintonía con el sombrío clima, estaba aportando otra de sus
funestas anécdotas mientras se secaba los ojos llorosos con el pañuelo. El
relato de cómo su ex no le permitió asistir al bautizo de su primera sobrina
tenía todo para retener la atención, pero la mente de Adriana era incapaz de
parar, frenética como un ratón en un laberinto. ¿Cuánto tiempo se puede
vivir dentro de un ataque de pánico? Tiene que haber un límite, un
momento en que el corazón, de tanto bombear a toda velocidad, se acaba
quemando como un motor sobreexigido, ¿no? Y lo mismo el cerebro:
insoportable aquel barullo de voces nerviosas hablando atropelladamente,
unas sobre otras, en el fondo de la cabeza: no se lo des, llévatelo, te vas a
buscar un problemón, le va a hacer daño, no hay salida, ponlo a salvo,
sustracción de un menor, te va a ingresar, tienes que esconderlo, te lo va a
quitar igual, llévatelo, no lo compliques todo, el primer tren que salga…
De pronto, algo le rozó la muñeca. Pollo Desplumado, sentada a su
izquierda, había alargado discretamente la mano y le estaba cogiendo la
suya. Era pequeñita, pero envolvía la suya con seguridad. Los nudillos, con
la piel tirante y algo enrojecida, le parecieron conmovedores. Adriana
observó de soslayo a su joven compañera. Pollo Desplumado seguía
mirando a Llanto, escuchándola, pero con presencia en esa mano que
sujetaba la suya. Ella, para quien en los últimos días todo contacto físico
había sido molesto, áspero o directamente doloroso, recibió ese gesto como
una caricia. Agradecida, le apretó la mano a su compañera. Esta le devolvió
el apretón. Un poco de calma circuló de una piel a otra. Aunque no pudiera
contar su terror, este refugio era un respiro, un sitio donde descansar un
momento y reunir fuerzas. Un hombro que ofrecía consuelo sin pedir nada a
cambio. Era el sitio donde pertenecía ahora mismo.
—Estás metida en una buena, ¿verdad? —La voz de Pollo Desplumado
era grave y oscura, ligeramente afónica, y de alguna manera no discordaba
con su aspecto frágil y aniñado.
Adriana y ella se habían quedado un momento en el vestíbulo del centro
cultural mientras las otras iban saliendo. Ella asintió con la cabeza. Desde
luego que estaba «en una buena». La frase le hizo gracia, pero ni siquiera
sonrió, porque si lo hacía podría ponerse a llorar inmediatamente. Pollo
Desplumado asintió con la cabeza, confirmándose a sí misma lo que ya
pensaba. Tenía la piel de las sienes tan fina que se veían azulear las venas a
través.
—Tú nunca hablas, no cuentas nada.
«No puedo», quiso contestarle Adriana, pero la joven no le dio tiempo.
—Las mujeres como nosotras somos las que mejor entendemos… y las
que sabemos cómo ayudarnos.
Era muy delgada. Ella bajó la vista al hueso de su clavícula, que marcaba
un dibujo delicado tras la piel. Debajo del lado derecho se veía el borde de
un pequeño apósito, fijado con esparadrapo blanco. Los hombros finos y
puntiagudos, las muñecas delgadas, la forma de su cabecita, casi
mondada…, parecía una adolescente no muy saludable, pero Adriana sintió
su amparo como no lo había percibido en nadie a quien había suplicado
ayuda durante aquellos días. La joven alargó la mano y volvió a cogerle la
suya. Ella vio el delicado tatuaje del brazo: una flor con un tallo finísimo y
largo con espinas que la representaba a ella misma de una manera precisa y
sutil.
—¿Quieres que hablemos? —le preguntó Pollo Desplumado sin levantar
la voz.
Esas palabras, la dulzura. Quién iba a haberle dicho que el consuelo
podía venir de una desconocida. La idea de un café y una charla
reconfortante era tentadora; cuánto bien le haría quedarse hablando delante
de esos ojos enormes y amigables que la miraban casi con ternura. Pero la
realidad eran cuatro palabras: «Te quedan dos días». Le soltó la mano a la
chica y dio un paso atrás.
—Me encantaría, pero no puedo —contestó—. Tengo que pasar por casa
a sacar al perro y luego a recoger a mi niño de la escuela infantil, y ya voy
un poco tarde, así que, si no te importa, podemos charlar otro día, ¿te
parece?
Pollo Desplumado pareció lamentarlo, a ella también le apetecía de
verdad, pero enseguida le sonrió y, a pesar de su delgadez, se formaron dos
hoyuelos en su cara blanca. Asintió con la cabeza y fue a la salida. Cogió la
puerta y abrió, pero antes de salir volvió a mirar a Adriana.
—Me llamo Raquel —dijo.
Ella la vio a través del cristal alejarse, cruzar el paso de cebra y andar por
la acera hasta que un grupo de niños pasó junto a ella y la absorbió.
—Perdona.
La voz suave, sin tono, la sacó de su ensimismamiento. Se volvió.
Pastillas quería salir y ella estaba delante de la puerta. El parpadeo lento, la
ropa de invierno, la carrera en la media y la mano herida volvieron a
dirigirse a ella con claridad. Esa mujer era un castillo de naipes, una
arquitectura endeble que se sostenía de milagro a la espera de la primera
ráfaga de aire que se la llevara por delante. Adriana no tenía fuerzas, pero
esa vocecita grave y ronca tenía razón: las mujeres como ellas son las que
entienden, las que pueden ayudarse entre sí. En vez de franquear el paso a
Pastillas hacia la puerta de salida, le tomó con suavidad la mano herida,
asiéndola por la muñeca, y volvió con ella al cuarto donde Laura estaba
aún, alineando las sillas contra la pared. Esta levantó la vista.
—¿Sí?
Adriana no podía hablar, pero sí podía llevar a Pastillas frente a aquella,
ponérsela delante, mostrarle la palma sucia de sangre para que alguien más
oyera el grito de auxilio del jersey cerrado y las medias de invierno rotas.
Laura la miró a ella y luego miró de arriba abajo a Pastillas. Una pequeña
arruga le apareció y despareció entre las cejas. Dejó lo que estaba haciendo,
tomó el brazo de la mujer y se hizo cargo de inmediato. Con delicadeza, la
condujo hasta una de las sillas mientras le hablaba con dulzura:
—Hace muchísimo calor, ¿verdad? Sería muy agradable quedarnos aquí
un ratito más, las dos, ¿te importa? Solo un ratito, y charlamos si quieres.
Vamos a sentarnos un poco, así, muy bien… A veces, una necesita un
respiro, ¿no te parece?
Pastillas asintió con la cabeza, dócil. Laura volvió la cara en busca de
Adriana para darle las gracias, pero ella ya no estaba allí.
19

Edu ya estaba dormido en su cama, tumbado sobre un costado, vistiendo


solo el pantaloncito corto de su pijama con estampado de plátanos. Su suave
cabello castaño estaba húmedo de sudor. La ventana estaba abierta, pero la
cortina blanca permanecía perfectamente inmóvil, como si el intenso calor
la hubiera convertido en piedra.
Al día siguiente, Adriana se lo tenía que entregar al padre. La maleta
hecha estaba junto a la puerta del dormitorio. Ropa para quince días, su
neceser, su muñeco favorito y los dos libros que le gustaba leer
últimamente. Solo había conseguido reunir todas aquellas cosas aferrándose
al pensamiento de que, en realidad, esa maleta no era para irse con su padre,
sino para marcharse con ella. Por eso ahora Adriana estaba a los pies de la
cama de Edu, sentada en una sillita, mirando a su hijo dormir y tratando de
decidir si daba el paso que lo cambiaría todo irrevocablemente. Aún a estas
alturas quería creer, qué locura, quería convencerse de que todo esto era una
estrategia de Marcos para que ella hiciera el movimiento en falso que él
necesitaba para arrebatarle la custodia de Edu, cargado de argumentos ante
el mundo. Convencerse de que él había buscado y conseguido aterrorizarla
para forzar que retuviera al niño porque el padre, ese hombre cariñoso,
comprensivo y ejemplar, que además sufría una discapacidad, iba a matar a
su hijo. Una paranoica. Un peligro para su propio hijo, señor juez. Edu
estaría mejor viviendo con su padre que con una desequilibrada. Esa
temible posibilidad era, dentro del horror, menos insoportable que pensar
por un momento que Marcos podría deliberadamente hacerle daño. ¿Podía
llegar a ser aquel hombre el asesino de su propio hijo? Algo dentro de ella
tenía respuestas viscerales y rotundas, pero había tanta información
contradictoria por encima, tantas capas de dolor, decepción, miedo y
confusión acumuladas, que la certeza se diluía, la respuesta no llegaba a
aflorar. Y, sin embargo…, ese retazo de la realidad entrevisto de refilón
estaba ahí: Marcos no quería a su hijo en absoluto, no era nada para él.
Adriana lo vio con sus propios ojos justo un año antes, el día de la barbacoa
en el jardín. El día en que ya no hubo vuelta atrás.
Por esa época, él estaba tan animado a pesar del nulo progreso en su
rehabilitación que ¿por qué no iban a organizar ese verano también la
barbacoa en el jardín? Era una costumbre que reunía a familia y algunos
amigos alrededor de la piscina. Había mesas de comida que se rellenaban
constantemente y camareros que circulaban ofreciendo bebidas. También un
hinchable gigante para los niños y un grupo que tocaba música en directo.
Adriana no tenía que ocuparse de nada. Solo debía deambular entre la
gente, muy guapa y sonriente, entrando y saliendo de conversaciones: dos o
tres frases, una risa y a otra, antes de que se entablara un diálogo real en el
que ella, incapaz de concentrarse, dejaría de hacer pie y evidenciaría que
había algo que no iba bien del todo en su cabeza. En su cabeza o en el
mundo; Adriana ya no sabía. Había llegado a tal punto de confusión que
simplemente trataba de que, si todo era tal como su marido decía, no se le
notara desde fuera.
«Estás viviendo en una realidad distinta», le había dicho él, y todo y
todos parecían darle la razón.
Era posible. Podía pasar de verdad que Marcos la mantuviera junto a él
porque no se podía abandonar a una persona que cree que su maravilloso
marido la manipula, la tortura psicológicamente, la viola y la priva de todo
aquello que ella valora. Podía pasar. Podía.
«¿Ves como cuando estás tranquila todo va bien?», le decía él aquellos
días.
Porque Adriana no había vuelto a decir que quería divorciarse. Desde que
Marcos, aquella noche, habló de su disociación de la realidad, ella se había
quedado en un estado de estupefacción. Según el diccionario, la
estupefacción es el asombro o sorpresa extrema que impide a la persona
reaccionar y, acorde con esa definición, Adriana estaba inmóvil dentro de
una burbuja de asombro que no llegaba a reventar.
El día de la barbacoa era pleno verano y hacía sol. El calor era agradable,
pero no exagerado: permitía lucir el modelito sin sudar y también darse un
baño en la piscina. El grupo de música encadenaba sin pausa éxitos
recientes en versión jazzística, convirtiéndolos en un engrudo monótono y
amodorrante. La mayoría de los invitados estaban terminando de comer, el
vino había corrido y las risas y las voces ya habían subido a un volumen
que a Adriana se le hacía difícil de soportar. Oyó a Jimena con sus
carcajadas agudas dentro del grupo de adoradoras de Marcos, que, sentadas
alrededor de su silla de ruedas, cacareaban con ganas a cada frase ingeniosa
de él. Atormentada por tanta estridencia, se retiró discretamente. Necesitaba
tomarse un momento de respiro y dejar de sonreír durante unos minutos,
por Dios. Decidió buscar refugio detrás del castillo hinchable, pero allí
había otra fugada que se volvió al oírla a su espalda.
—Ah, hola, Adriana. ¿También has venido a fumar? —le preguntó
Carlota, la mujer de un amigo de la infancia de Marcos.
La fugitiva, algo mayor que ella, era delgada, nerviosa y sarcástica.
Nunca habían intimado; ninguna de las dos tenía el tiempo ni la intención,
pero Adriana notaba, porque eso se nota, que Carlota era de lo poco que
realmente le habría gustado del amplísimo círculo de su marido. Ese día
fumaba con ansia, su carmín rojo marcado en el filtro del cigarro. Lo que
iba a decirle esa tarde a Adriana se le iba a quedar grabado en la mente, y
un año después le resonaría por dentro sin parar. Ella negó con la cabeza y
contestó:
—No, yo no fumo. Venía a… —«¿refugiarme?», pensó— ver dónde
estaban los niños.
—Al lado de la piscina —dijo Carlota—. Edu está jugando con Erika.
—Qué guapa está Erika —comentó Adriana, buscando alguna trivialidad
para añadir antes de irse cuanto antes—. Crecen tan rápido…
—Ojalá crecieran más deprisa —dijo la otra, mirando la brasa de su
cigarro.
—¿Perdón?
—Son un cepo. Un puto cepo.
Adriana se quedó mirándola con asombro. Carlota siguió hablando sin
dejar de mirar la brasa.
—Si una lo supiera antes, se lo pensaría. Porque al principio, cuando todo
es estupendo, parece una buena idea, ¿verdad? Parece hasta necesario. Pero
cuando se te abren los ojos y ves que ese gilipollas que tienes enfrente,
igual que otros que estuvieron antes, merecería quedarse atrás y ser
olvidado, entonces te das cuenta del cepo que son. Que por ellos, porque los
quieres más que a tu vida, al gilipollas no va a haber forma de despegártelo:
no vas a poder quitártelo de encima hasta que ellos no crezcan y vayan por
su cuenta. Hasta entonces se queda ahí, atravesado en tu vida como un
colchón en mitad del pasillo… —Carlota tiró el cigarrillo, lo pisó y, antes
de irse, le repitió a Adriana una vez más—: Acuérdate de lo que te digo: un
cepo.
Y se fue, echándose hacia atrás con gesto impaciente la estola de seda del
vestido. Ella se quedó pensando en lo que había dicho la otra. No podía
estar más de acuerdo. Edu era la cadena que la unía a Marcos, pero también
lo único en su vida sobre lo que todo eran certezas, lo único real. Rodeó el
hinchable, donde chillaba media docena de niños, y se dirigió hacia la
piscina. A distancia, localizó a su hijo. Estaba jugando con la cría de
Carlota y con un par de niños de su edad. Adriana se paró para disfrutar de
verlo reírse y correr.
De pronto, Erika exclamó:
—¡Vamos a la pisci!
Gritando, todos echaron a correr hacia el agua. Un parasol gigantesco de
forma cuadrada arrojaba su sombra cerca del borde de la piscina. Adriana
vio a Edu parar en seco justo al término de esa sombra, sin entrar a la zona
soleada.
—¿Qué pasa, Edu? ¡Venga, ven! —lo animó Erika, que había parado al
ver que él no la seguía.
Pero el pequeño negó con la cabeza.
—Venga, sí, vamos a bañarnos —insistió la niña.
—No puedo —contestó él.
—¿Por qué? ¿Estás malo?
—No, es que no puedo por una cosa que no te puedo decir.
Adriana se llevó la mano a la garganta, mirando fijamente a su hijo,
detenido ante la línea recta que trazaba la sombra, sin osar rozar la zona
soleada sobre las baldosas. Esos pies pequeñitos, número 28, en sus
chanclas de Bob Esponja, las puntas justo al filo del sol, como si fuese un
pequeño vampiro al que la luz podría destruir. Un límite raro. ¿Un juego
privado? Entonces, por fin, la estupefacción de Adriana, esa burbuja de
pasmo que la encerraba, explotó de golpe al oír las siguientes palabras de su
hijo:
—Es por una cosa que me ha mandado mi papá, que es secreta, ¿sabes?
Esa verdad horrenda que en lo más íntimo siempre había sabido se abrió
pasó en su mente con una contundencia inobjetable y le erizó de golpe la
piel de todo el cuerpo: «No lo quiere. No quiere a su hijo en absoluto».
Retrocedió tropezando y se enredó en la falda de su vestido largo
mientras se volvía hacia la casa y subía los escalones. Cuando llegó al
fresco interior, el ataque de pánico que sufría era tan fuerte que lo único que
pudo hacer fue correr al baño más próximo y meterse allí. Vomitó todo lo
que tenía en el estómago y después se tranquilizó.
Por fin. Estaba por fin fuera de la burbuja: de pronto, todo estaba claro,
todo, tanto lo que había como lo que debía hacer. De los demás poco podía
esperar; no tenía a nadie que la pudiera ayudar, nadie la iba a creer. Estaba
completamente sola, pero, por suerte, su hijo la tenía a ella. Aprovechó que
todos estaban disfrutando en la fiesta para recoger lo esencial, meterlo en
una maleta y llamar a un taxi. Salió al jardín y consiguió sonreír a unos y a
otros mientras iba a por su hijo y se lo llevaba con discreción. Con él
cogido de la mano, se subió al vehículo y no miró atrás.
Al principio temió que Marcos perdiera su temple habitual y reaccionara
con furia al ver que lo había dejado. Pensó que le montaría escenas, incluso
se preparó para que sacara a la palestra el asunto del accidente de coche,
pero, sorprendentemente, no hizo nada de eso. No movió ni un dedo.
Encajó lo ocurrido con una calma absoluta. Hubo varias conversaciones
telefónicas en las que Adriana temió que la presionara, que retorciera la
realidad para desestabilizarla y obligarla a volver, pero él se mostró
tranquilo, triste, pero resignado.
—Estoy cansado —dijo tan solo—. Lo he intentado, pero ya no puedo
luchar más contra esto, así que, si quieres irte, adelante.
Para los demás, ella lo dejó cuando se hizo evidente que Marcos no iba a
levantarse de su silla de ruedas. Lo había abandonado después de todos los
años en que él se había entregado a cuidarla, y, a pesar de eso, este le
facilitaba un divorcio exprés con condiciones muy ventajosas: él mismo
estableció una pensión de alimentos generosísima y cedió la casa como
domicilio para su hijo y la madre. Qué buena persona era. Mientras que
ella… Una pena: una chica que se veía que no estaba bien, siempre con
depresiones, una persona problemática… Que Adriana no quisiera nada
para sí pasó más desapercibido. Abrió una cuenta a nombre de Edu de
donde solo tomaba lo mínimo e indispensable para cubrir necesidades del
niño cuando no llegaba a hacerlo ella. Sobre la casa familiar, ni muerta
volvería a poner un pie allí. En el piso de la abuela, viejo, mal aislado y
enorme para sus necesidades, Adriana hizo un nido tranquilo donde cuidar
en calma a su hijo e intentar sanar. Había sido una ingenua al pensar que
Marcos se lo iba a permitir.
Edu murmuró algo en sueños y sonrió. A ella le dolió el corazón. No
podía dejarlo ir con su padre. Se había escapado para ponerlos a salvo a los
dos, ¿qué clase de madre sería si devolvía a su hijo al peligro mientras ella
se quedaba a cubierto? Comparado con lo valioso que era el niño, su propia
vida le parecía nada, la sacrificaría si eso lo protegiera a él. Pero, si se lo
llevaba y los encontraban, probablemente ella iría a la cárcel. En todo caso,
perdería la custodia y Edu estaría de igual manera en poder de su padre. Era
enloquecedor. La parte más racional de su cerebro le decía que no huyera,
pero otra voz mucho más poderosa, surgida del instinto de la loba recién
parida que enseña los colmillos a quien amenaza a su cría, la obligaba a
sujetarse a su niño contra el cuerpo, a no soltarlo por nada, a llevárselo al
último confín de la tierra si con ello alejaba la posibilidad de que le hicieran
daño. Edu ya no era de los dos: un padre que daña a la madre acabará por
dañar al hijo, y ella le había jurado al pequeño cuando nació que siempre lo
guardaría del peligro. «¿Vas a incumplir tu promesa? Si eres de verdad su
madre, levántate de la silla, prepara las maletas y desaparece con él.»
20

—¡No os preocupéis por mí, mileidi! —exclamó Edu poniendo esa voz de
pito que tan bien le salía—. Un caballero andante nunca tiene miedo, y vos
tampoco, porque se queda Ambrosius y él os cuidará, ¿verdad, Ambrosius?
El valiente sir Didymus-Edu le acarició la cabeza a Ambrosius-Queso
mientras Sarah-mamá los contemplaba con una sonrisa muy rara, una
sonrisa que temblaba.
—¿Vas a llorar? —le preguntó su hijo con su voz normal, mirándola con
los ojos muy abiertos.
—No, no, sir Didymus —contestó ella, esforzándose por mantenerse en
el personaje de Sarah—. Es solo que estoy un pelín, solo un pelín,
preocupada. El laberinto está lleno de peligros, de trampas y puertas falsas,
y como vais solo…
—Pero recordad que soy un caballero andante —respondió Edu,
volviendo a imitar a su personaje favorito.
—Tenéis razón, sir Didymus. Sois un verdadero caballero…
—¿Tenéis para mucho? —interrumpió la voz risueña de Marcos, a sus
espaldas.
Su silla era tan silenciosa que ni Adriana ni Edu lo habían sentido
acercarse por detrás.
—No, papá, ya está.
—¿Quieres que nos llevemos esos bollos supergrandes que te encantaron
la última vez? —le propuso el padre.
A Edu se le iluminó la carita.
—¿¿En serio podemos??
—Claro. Por eso hemos quedado aquí, enfrente de nuestra pastelería
preferida —contestó Marcos, sonriendo—. Pedro, por favor, acompaña al
niño y compra lo que él elija.
El chófer terminó de acomodar el equipaje en el maletero del coche, lo
cerró, se acercó a Edu, hizo la broma de quitarle la nariz y lo acompañó a la
pastelería que estaba al otro lado de la calle. Adriana los miró cruzar por el
paso de cebra.
—¿Estás bien? No tienes buena cara. —La voz de Marcos la sobresaltó.
No tenía buena cara porque no había dormido nada, pero no se lo iba a
decir a él.
—Estoy bien —contestó ella.
No lo estaba. La noche anterior había atravesado el infierno. A lo largo
de las horas había pasado por todos los estados de ánimo, había hecho y
deshecho su maleta varias veces, había sacado billetes de avión, los había
devuelto, había comprado dos juegos distintos de billetes de tren, había
reservado y cancelado inmediatamente la reserva de un económico bed &
breakfast en una aldea francesa escondida al pie de los Alpes, había estado
a punto de alquilar un coche para ir hasta Oporto e incluso consultó los
barcos que zarpaban desde allí.
El amanecer la pilló sentada en el suelo del pasillo con la cabeza entre las
manos. Si se llevaba a Edu, Marcos no tendría la menor compasión. Creer
que no los encontraría era pueril. Tanto él como su familia tenían
muchísimo dinero y todo tipo de recursos; Adriana no estaba en
condiciones de competir. Y, cuando los encontrasen, ahí sí que se acabaría
todo. Podía imaginárselo perfectamente diciendo que hasta aquí habíamos
llegado, que había tenido demasiada paciencia, que ella no le hacía ningún
bien a Edu.
Por la mañana, cuando el niño se despertó y saltó de la cama, feliz de irse
a pasar con su padre quince días fantásticos en el chalet de la sierra,
Adriana perdió las pocas fuerzas que le quedaban. La idea de arrastrarlo a
una vida furtiva y probablemente precaria le puso un lastre de plomo en los
tobillos que solo le permitió moverse lo justo para dar el desayuno a Edu,
ayudarlo a vestirse, peinarse y salir del piso tirando de su maletita.
—Pues no te veo normal, Adriana —insistió Marcos, estudiándola—. No
me quiero meter, porque esto ya no es cosa mía, pero el tipo de medicación
que has estado tomando no se puede dejar de golpe. Te puede poner peor.
—No estoy peor.
—Ya, claro, pero de repente no querías darme al niño…
Ella miró a su exmarido. En el rostro le había aparecido esa típica
arruguita en el ceño («Cuánto me preocupas, Adriana»), pero, además…,
sus ojos, bien entrenados, detectaron una ligerísima contracción en uno de
los ángulos de la boca, como si él estuviera conteniéndose para no sonreír,
como si estuviera gastando una broma privada que solo él disfrutaba. Nadie
lo percibiría excepto ella, porque por pura supervivencia había tenido que
aprender a distinguir y descifrar hasta el más sutil matiz en aquel rostro. Si
no lo conociera tanto, si no hubiera estudiado al milímetro cada expresión y
cada gesto de esa cara, tal vez dudaría.
—… a pesar de que hoy empezaba mi quincena de vacaciones con él —
continuó Marcos, sin quitarle la vista de la cara—. Y con las ganas que
tengo de llevármelo.
Adriana notaba la burla latente, era como si lo oyera reírse por detrás de
su cara seria.
—Tengo muchos planes para él —añadió él—. Lo mismo, después de
estas vacaciones, no vuelve.
Entonces sonrió. Esa sonrisa que ella conocía bien: sádica y provocadora.
Estaba disfrutando como cada vez que la sometía a alguno de sus juegos,
como cuando la veía sufrir.
Adriana siempre había leído la expresión verlo todo rojo pensando que
era una metáfora. No lo era.
Sintió como la sangre se le agolpaba en las sienes; un velo rojizo le
empañó la mirada, y se lanzó sobre Marcos como una fiera, le echó las
manos al cuello y le clavó las uñas. Creyó oír que alguien aullaba como un
animal; probablemente era ella. Tal vez él intentó sujetarle las muñecas, no
sabría decirlo, estaba ciega, todo lo veía rojo. Le pegó con los puños, lo
agarró del pelo, le arañó la cara tratando de hacerle el mayor daño posible,
destrozarlo con sus manos. Para ella, el tiempo se detuvo, pero en la
realidad el ataque no debió de durar ni un minuto. Una mujer agrediendo en
plena calle a un discapacitado en silla de ruedas no es algo que pase
desapercibido. Al instante, la gente que andaba cerca se apresuró a arrancar
a aquella desquiciada aullante del pobre hombre inmovilizado. Un policía
de proximidad acudió. Se la llevaron aparte. Adriana temblaba y jadeaba
mientras el agente le decía que tenía que llevarla a la comisaría y llamaba
para solicitar una ambulancia para atender a Marcos. Él solo pedía que
fueran a avisar para que su hijo no viniera.
—No quiero que me vea así —dijo, con sangre en el labio, arañazos por
toda la cara y un ojo que se hinchaba por segundos—. Y menos a su madre.
No, Adriana no era un espectáculo agradable: desmelenada, con la ropa
retorcida, jadeando y con los ojos aún enloquecidos por la rabia.
Afortunadamente, el chófer de Marcos mantuvo a Edu lejos de la escena.
Más tarde, le contaría al niño alguna historia que justificase las marcas en la
cara.
A ella la condujeron detenida a la comisaría. Le permitieron hacer una
llamada telefónica y lo único que se le ocurrió fue llamar a su madre para
pedirle que fuera a recoger a Queso y lo cuidara hasta que ella saliera libre.
Jimena empezó a poner el grito en el cielo, pero Adriana le dijo que no la
dejaban hablar más y colgó. Cuando la conducían al calabozo, a la espera
del juicio rápido, se cruzó con Alberto, que había venido a cumplimentar un
último trámite relacionado con su baja laboral. Él no pudo evitar pararse
delante, sorprendido.
—Adriana, ¿qué ha pasado? No, no digas nada —se corrigió rápidamente
—. No hables hasta que no esté tu abogado presente.
Tampoco ella tenía interés en contárselo. No deseaba hablar. Solo quería
que la dejasen en la celda, le daba igual con quién tuviera que compartirla,
y echarse a dormir. Solo dormir y dormir. Después del estallido de rabia, el
derrumbe físico. La derrota mental.
Alberto, por su parte, se informó del incidente: una agresión en plena
calle. Por lo visto, el exmarido no quería denunciarla, pero el procedimiento
de oficio iba adelante y el juicio tendría lugar al día siguiente.
—No es lo que le haya hecho, que no ha sido muy grave —le comentó a
Alberto el compañero que había detenido a Adriana—. Es pegar a una
persona con discapacidad, joder, que la tía se le fue encima y el pobre
hombre ahí, quieto en la silla, y ella, si la vieras…, parecía una loca, estaba
como ida, tío, como en trance. Si no la hubieran separado, no sé yo lo que le
hace.
Alberto quería volver a su piso, con las persianas bajadas y el pack de
doce cervezas en la nevera, pero en lugar de eso bajó a los calabozos, habló
un momento con un par de compañeros y entró a ver a Adriana. Ella no
compartía celda con nadie. Se había acostado sobre el banco corrido de
cemento que funcionaba como incómoda litera y se había vuelto hacia la
pared. Tenía la cara apoyada sobre su brazo doblado y con el otro se
protegía la cabeza, como si estuviera en medio de un tiroteo. Alberto se fijó
en los omóplatos desnudos que el top de tirantes dejaba al aire: demasiado
huesudos, incluso para alguien con su complexión delgada. Tocó con su
móvil en uno de los barrotes para llamar su atención.
—Adriana.
Ella no debía de estar dormida, porque al momento se giró a mirarlo y se
incorporó. Su rostro, objetivamente bello, tenía un halo trágico que lo
alejaba de cualquier apreciación en una escala de belleza o fealdad.
—No me está permitido bajar, pero quería saber si necesitas algo —le
dijo—. Te puedo traer una chaqueta; aquí hace frío por la noche.
Adriana, sentada en el banco, negó con la cabeza.
—O puedo avisar a alguien. Ya me han dicho que han contactado con tu
abogado, pero a lo mejor quieres que hable con algún familiar, algún amigo
o…
Ella volvió a negar con la cabeza despacio.
—¿Cuándo voy a tener mi juicio? —preguntó.
—Seguramente mañana.
Adriana se pasó las manos por la melena desordenada.
—Tú mantente tranquila y dile al juez solo lo que te aconseje tu abogado
—le recomendó.
Ella levantó la cara hacia él. Se puso en pie y cruzó la celda. Se paró
contra los barrotes, frente a Alberto, tan cerca que este sintió la emanación
tibia de su cuerpo. Las ojeras tenían un leve tono púrpura encendido.
Parecía febril.
—Quería matarlo, ¿sabes?
Alberto, alarmado, miró alrededor por si alguien lo había oído, pero no
tenían nadie cerca.
—No quería solo pegarle; quería matarlo —remarcó—. Ojalá pudiera
matarlo.
—Adriana, cállate —susurró él, agobiado—. Que nadie te oiga decir algo
así, y ni se te ocurra ir en este plan al juicio.
—Con la rabia se ve todo de color rojo —continuó ella.
—Para, por favor.
—Hace que actúes como si fueses otra persona —continuó ella—. Que
no puedas parar, que ningún destrozo te parezca bastante…
Alberto metió la mano a través de los barrotes y agarró la de ella para
acallarla.
—En serio, no digas más. Ya está el tema bastante complicado con los
agravantes que hay… Tienes que dormir. Mañana estarás más serena.
Adriana miró la mano que sujetaba la suya y luego lo miró a la cara,
sorprendida. Su extremidad crispada se ablandó en la de él.
—Hace tanto tiempo ya que se me había olvidado cómo era —murmuró.
—¿Qué?
—Que alguien fuera amable conmigo.
Alberto salió de allí con una sensación que le recordó a esas pesadillas en
que ves a alguien sobre el borde de un precipicio a punto de caer y quieres
correr a sujetarlo, pero las piernas se quedan sin fuerza y no responden y
sabes que no llegarás a tiempo de salvarlo, que no lograrás siquiera
agarrarlo de la ropa antes de que caiga al abismo… Al menos ese
desasosiego era algo dentro de la nada blanca, pero, si esto indicaba una
mejoría, qué desagradable era. Solo deseaba estar dormido. No quería
pensar más. Adriana sabía que al asesino lo único que le importaba era
matar. Lo sabía con una convicción que asustaba.
Alberto volvió deprisa, como perseguido, a su casa. Buscó en el baño la
caja de las pastillas, se metió tres en la boca y las tragó con cerveza. Se tiró
en la cama boca abajo y ya no amaneció hasta la tarde del día siguiente.
Es verdad que no quería saber nada más, pero esa tarde hizo un par de
llamadas y se enteró de que el juez había visto a Adriana en un juicio rápido
esa misma mañana, e incluso consiguió una copia del acta judicial, que leyó
con interés: el exmarido de ella se había mostrado firme en su decisión de
no denunciarla e incluso trató de hablar en su descargo, pero el juez no se
había ablandado. Le había impuesto seis meses de cárcel (que no cumpliría
por no tener antecedentes) y una multa, y había dictado una orden de
alejamiento para que no pudiera acercarse a su exmarido en el plazo de un
mes.
Es verdad que no quería saber nada más, pero los pensamientos iban por
su cuenta: Adriana había dicho que quería matar a su marido y, ¿por
casualidad?, estaba en la escena de un crimen y tenía un arañazo
sospechoso en el brazo. ¿Quién no abriría la puerta a una mujer tan frágil?
¿Quién podría temerla si se le acercaba mucho en un callejón oscuro?
Es verdad que no quería saber más, pero estuvo repasando lo que se sabía
de ambas víctimas sin admitir que estaba buscando un nexo improbable con
Adriana. Eso era lo último que iba a hacer, lo último de verdad, antes de
parar máquinas del todo y dejarse llevar. Se repitió que no iba a mover ni un
dedo más mientras averiguaba en qué hospital estaba la mujer de Carlos
Vila. Prácticamente, ella y su marido eran vecinos de Adriana. ¿Había algún
vínculo entre esta y la víctima, más allá de haber limpiado los restos de su
asesinato?
Con su móvil de trabajo extrajo del expediente de ella la foto de su ficha
policial y, aunque no quería descubrir nada, aunque solo quería descartarlo
y olvidarse, llamó a un taxi y cruzó la ciudad, saturada por un sol que lo
apisonaba contra el suelo.
—Debería haber llamado antes de venir hasta aquí, inspector —le dijo la
enfermera jefe de la planta de neurología—. La paciente no va a poder
colaborar. Apenas está consciente, es poco reactiva y no habla.
—¿Qué le ocurrió?
—Se cayó cuando regaba sus macetas. Un tercer piso. Fracturas varias y
traumatismo craneoencefálico. Siento que haya venido en balde.
Alberto se sentó en la sala de espera de las visitas para reunir fuerzas y
volver a casa. Se había dicho que eso era lo último que hacía, y lo había
intentado, ¿no? Ahora se iba a casa, pero en lugar de ir hacia los ascensores
tomó el pasillo de las habitaciones y, al pasar por delante del número que
había venido a visitar, sus pies se detuvieron frente a la puerta abierta.
Habían sentado a la paciente. Era aconsejable hacerlo un par de horas
cada tarde. Como su cuerpo flácido no se mantenía erguido y resbalaba, le
habían pasado una sábana doblada como un fajín alrededor del tronco y se
la habían anudado por detrás del respaldo. Una monja joven, con rostro
redondo y ojos inocentes, estaba sentada junto a Pilar mirando el móvil. Se
volvió y sonrió al ver a Alberto en la puerta.
—¿Viene a ver a Pilar?
Él asintió con la cabeza. La monjita aún sonrió más y aquel entró.
—Qué bien, porque nunca tiene visitas.
La cabeza de la paciente, en parte afeitada por la reciente cirugía,
descansaba echada hacia atrás en el reposacabezas, pero tenía los ojos
abiertos y los movió ligeramente cuando Alberto se acercó. Tal vez ella
esperaba que entrase otra persona, una que ya no vendría más.
—Buenas tardes, Pilar —dijo él a media voz.
La mujer tenía una pierna escayolada y un brazo descansando sobre el
regazo con una vía conectada a una bolsita de suero. Alberto miró una gota
hincharse, temblar y caer para dar paso a la siguiente.
—¿Es usted una amiga? —preguntó a la monja.
La religiosa puso una mano leve en el hombro de la paciente.
—Pilar colabora con nosotras en la parroquia del barrio.
—¿Cree que puede entenderme?
—Yo no sé. A veces parece que algo comprende, otras está como
dormidita, aunque tenga los ojos abiertos.
Alberto sacó su móvil, con la foto de Adriana en la pantalla, y se inclinó
hacia Pilar. Habló a media voz, lentamente, pronunciando con cuidado las
palabras:
—Pilar, no sé si puede fijar la vista en esta imagen…
La mujer movió la cabeza un poco.
—¿Conoce usted de algo a esta mujer? ¿O cree que su marido podría
conocerla?
Con esfuerzo, movió los ojos. Alberto alzó el móvil para ponerlo en la
línea de su mirada. Por un momento, pareció que se fijaba en la imagen. Él
aguardó, expectante. A ella le temblaron los párpados un segundo. Luego,
los cerró lentamente. El hombre contuvo un suspiro de frustración.
—Yo he visto a esa mujer. —La religiosa había alargado el cuello y
miraba la imagen en la pantalla. Alberto se la mostró mejor—. Estuvo hace
unos días preguntando por trabajo en la parroquia. Habló conmigo.
—¿Cree que Pilar y ella pudieron coincidir allí?
La joven religiosa se encogió de hombros.
—Puede ser. Yo no las vi juntas, pero a la hora que vino seguro que aún
estaba Pilar, porque su marido no la recogía hasta las dos.
Alberto notó que se le ponía la nuca rígida.
—¿El día que fue esta mujer a preguntar por trabajo también la recogió
su marido?
—Sí, sí, todos los días él pasaba a buscar a Pilar, a pesar de que ella vivía
muy cerquita. Un matrimonio muy unido, y ahora… —bajó la voz— fíjese
lo que le ha pasado al pobre hombre.
Alberto se incorporó, pensativo. Cabía entonces la posibilidad de que
Adriana hubiera conocido a Carlos Vila aquel día. La idea lo incomodó.
De golpe, el brazo de Pilar que estaba conectado al suero resbaló del
regazo y se arrancó la vía. La religiosa llamó al timbre de enfermería, y él
se apresuró a levantar el miembro caído de la mujer para contener el
sangrado. Mientras lo mantenía elevado le llamaron la atención, sobre la
blancura opaca de la piel de ella, unas marcas en la parte alta del brazo:
varias líneas de un rosa pálido que reconoció como cortes cicatrizados hacía
tiempo, una marca rectangular ligeramente satinada que parecía una
quemadura. Con cuidado, tomó el otro brazo de la mujer y miró bajo la
manga: no había nada, pero en la palma tenía un corte transversal, también
antiguo, que iba de lado a lado de la mano. También vio una ligera
desviación en dos dedos de la extremidad derecha, que lo hicieron pensar en
fracturas mal curadas.
—Hola. ¿Qué tenemos por aquí? —La enfermera, muy joven y con una
gran sonrisa, se acercó a Pilar.
—Se le ha salido la vía —le informó la monja.
—Eso lo arreglamos en un momentito.
—¿Han visto ustedes las cicatrices que tiene? —preguntó Alberto.
La chica se inclinó sobre la mano de la mujer para desinfectarla antes de
recolocar la vía.
—Sí, tiene varias por todo el cuerpo, pero son todas antiguas. Es raro —
añadió la joven—, porque en su historial no hay ninguna hospitalización.
¡Ni siquiera una sola visita a urgencias!
Él miró a la religiosa. Ella negó con la cabeza.
—Nunca me había fijado. Pilar siempre viste muy tapada.
Alberto coincidió en que era raro y le dio su número de móvil a la joven
monja, por si la paciente llegaba a recobrar algo más de conciencia y ella
pudiera llamarlo. Aquella le aseguró que así lo haría. Él se despidió y dejó
el hospital.
Ahí tenía una relación entre la víctima y Adriana. Justo lo que deseaba no
encontrar. Por otro lado, era una curiosa coincidencia que Pilar hubiera
sufrido un ataque con arma blanca tiempo antes de que a su marido le
abriesen la garganta. ¿La atacaron a ella primero, pero no consiguieron
matarla? ¿Había sido un aviso para él? ¿La pareja estaba metida en algo
peligroso? Y esos dedos. Se dijo que no tenía forzosamente que ser por una
paliza: se los había podido romper de cualquier manera, y esos cortes en el
brazo podían tener cualquier origen, incluso ser autoinfligidos. Pero el corte
en la palma… Alberto había visto las suficientes heridas de defensa como
para no dudar al reconocerlas. A los dos los habían atacado; a él lo habían
matado.
Se detuvo y se secó el sudor de la frente. Le vino el olor de la alcantarilla
que tenía junto a los pies y tuvo ganas de vomitar. La inercia que lo invitaba
a abandonar volvió más fuerte que nunca. Lo mejor era contarle todo a
Guillén y que fuera él quien se arreglara. Le subió una náusea a la garganta.
Se quitó las gafas y presionó con los dedos entre los ojos. Al abrirlos, vio
borrosa una luz verde de taxi que se acercaba y se lanzó delante de él para
abordarlo. Dio la dirección de su casa y, mientras miraba los edificios pasar
al otro lado del cristal, pensó en Adriana y en la forma de su espalda
desvalida, en sus ojos tristes. No llamó a su compañero, no le contó nada.
21

Si no fuera por Queso, que apoyaba la cabeza al borde de la cama y le


tocaba la mano con su hocico húmedo, Adriana no se habría puesto de pie
desde que volvió a casa.
Cada cuatro o cinco horas, ella se levantaba como podía, lo enganchaba a
su correa y deambulaba por las calles desiertas y calcinadas por el sol, con
la mirada brumosa y el paso ligeramente inestable. Caminando con sus tres
patitas, Queso la conducía de una sombra a otra, le hacía cruzar la calle
cuando no oía ningún coche acercarse y la guiaba de vuelta al portal. En el
piso, hacía guardia junto a Adriana y la seguía en sus mínimas incursiones
al baño y la cocina sin quitarle los ojos marrones de encima, sabedor como
solo los perros pueden de que su dueña estaba triste, que las cosas no iban
bien, que no había muchos motivos para sacudir su rabo desmochado con la
viveza acostumbrada. Ella ponía al perrito a su lado mientras lloraba, y
Queso apoyaba la cabeza en la rodilla de ella. Por suerte, pensaba, era
domingo. Si conseguía dejar de llorar a una hora prudencial, a lo mejor al
día siguiente en el trabajo no le preguntarían por sus ojos hinchados.
—Hola, Adriana. ¡Anda…! ¿Y esos ojos?
Se lo encontró por la noche delante de su portal, cuando sacaba a Queso.
Jorge, el primo de Marcos, había intentado sonar alegre al saludar, pero en
cuanto le vio los ojos congestionados su sonrisa se apagó.
«¿Qué hará este aquí?», se preguntó ella, sintiéndose desfallecer ante la
eventual conversación acerca de ¿qué? Jorge era amable, pero Adriana, a
esas alturas, ya no quería la amabilidad de nadie.
—Perdona por presentarme así —se excusó él—. Te he llamado esta
tarde varias veces, pero tenías el móvil apagado.
—No sé ni dónde está.
—A lo mejor he venido en mal momento… —tanteó él.
Adriana lo miró con sus ojos hinchados y no contestó.
—No quiero molestar —añadió Jorge—. Solo quería disculparme por lo
del miércoles. Esther también está disgustada.
«Pero quien viene eres tú», pensó ella. No era un mal tipo. Su novia era
una pobre imbécil, pero él no tenía más culpa que la de saberlo y tolerarlo.
—¿Ibas a algún sitio? —preguntó él.
—Íbamos a dar un paseo.
—¿Puedo acompañarte?
Adriana asintió y echaron a andar por la acera. Era la hora en que la poca
gente que resistía agosto en la ciudad se echaba a la calle a dar una vuelta o
a sentarse en una terraza de verano buscando un respiro. Se oían risas en las
mesas de un bar cercano. Se cruzaron con algún otro paseador de perro.
—Quería pedirte perdón por la salida de tono de Esther. Ya sabes cuánto
quiere a Marcos, bueno, cuánto lo queremos. Desde vuestro divorcio hemos
estado apoyándolo más y es difícil mantenerse imparcial…
«Para qué quiero yo vuestra imparcialidad», pensó Adriana, sin mirarlo.
—Pero, a pesar de eso, no me parecieron adecuadas las formas de Esther
contigo. Se ve que tampoco lo estás pasando bien. Creo que la gente ha sido
poco…, poco generosa, en general, al opinar sobre ti. Desde fuera, la
situación…, bueno, parece clara, pero creo que si has terminado tu
matrimonio debes de tener tus razones.
«Y tú quieres conocerlas», pensó ella.
—No soy un cotilla, no quiero saber nada —continuó él, como si hubiera
oído su pensamiento—. Solo quiero que sepas que yo…, pues…, no pienso
mal de ti.
Queso se paró a oler una farola. Adriana miró a Jorge. El pelo le
empezaba a clarear por la parte delantera y a ella le dio cierta ternura: el
primo majo. No se le puede pedir demasiado, y él no te va a ofrecer gran
cosa, pero al menos no viene a joderte, que ya es bastante.
—Así que —concluyó Jorge—, si puedo ayudarte en algo…
—¿Quieres ayudarme? ¿De verdad?
—Bueno, pues… sí, claro, si está en mi mano…
—El viernes pegué a Marcos —le soltó Adriana a bocajarro.
Jorge parpadeó, asimilando sus palabras.
—¿Perdón…? ¿Tú le pegaste?
Ella asintió y lo miró con aire desafiante: ¿de verdad deseaba ayudarla?
—No quería que se llevase a mi hijo.
—Pero ¿por qué? ¿No le correspondía a él tenerlo?
—Sí le correspondía, pero yo no se lo quería dar porque no creo que esté
seguro con él —soltó ella de un tirón.
Jorge no remontaba su asombro.
—Pero, Adriana, ¿cómo dices eso? ¡Si Marcos está loco por su hijo! ¿Por
qué no va a estar seguro con él?
Fue a contestar, pero no le salió la voz. Otra vez su garganta estaba rota,
no podía empezar a contar lo que nunca había contado: se abría la sima y
por ella caían una detrás de otra todas las palabras, seguidas por la
posibilidad de articular con sentido lo que le había ocurrido en aquellos
últimos trece años.
—No está seguro con él —repitió sin más, desolada.
—Pero ¿por qué dices algo así? ¿Ha pasado algo con el niño?
La tentación de repetirle la frase, «Voy a matar a tu hijo», era fuerte, pero
el miedo lo era aún más, la paralizaba: si después de la agresión de Adriana,
Jorge iba contando que acusaba a Marcos de amenazar al niño… Ahora ella
tenía antecedentes. La posibilidad de perder la custodia ya no era solo un
temor, sino un elemento que había aparecido en el horizonte y que ya
formaba parte del paisaje. No se atrevía. Bajó la mirada.
—Déjalo. —Y siguió andando con Queso al lado.
Jorge tardó un momento en reaccionar. Fue detrás de ella hasta ponerse a
su altura.
—Pero ¿cómo voy a dejarlo, después de lo que me has dicho? ¿Qué ha
pasado?
—Nada, no debería haber hablado.
—¿Me voy a quedar sin saber qué ha pasado? Dices que le has pegado.
¿Por qué? ¿Y por qué has dicho lo del niño?
Adriana miró al frente y sonrió con amargura.
—Es que estoy loca.
—Nadie ha dicho eso.
—Pero todos lo pensáis.
—Yo pienso que estás pasándolo mal por algo, que estás en un momento
complicado. Pero eso que has dicho… No sé por qué. Marcos es un buen
padre.
Al oír esas palabras, ella se giró hacia él vivamente y le escrutó la cara,
con pánico en los ojos.
—¿Es verdad, Jorge? ¿Es un buen padre? ¿No debo preocuparme? —Lo
agarró del brazo, clavándole los dedos, taladrándolo con una mirada
frenética—. ¿No le va a pasar nada a Edu? Tú conoces muy bien a Marcos.
¿No le va a pasar nada al niño?
Jorge no había visto venir esta premura ni este miedo. Quiso
tranquilizarla, pero lo que Adriana le pedía era un corte limpio entre la
oscuridad y la luz, y él no atinó a darlo. ¿Por qué no contestó al instante?
Una ráfaga había pasado por su recuerdo, tan rápida que no llegó a
apresarla, pero le entorpeció el pensamiento y solo pudo negar con la
cabeza.
«Soy un hombrecillo», se dijo. Él había ido a disculparse ante Adriana
con la difusa intención de limpiar su propia imagen ante ella, porque le
gustaba, la verdad es que le gustaba muchísimo, y si podía hacer algo por
ella, algo que no supusiera un gran trastorno, estaba dispuesto a ayudarla…,
pero no esperaba encontrarse con algo tan real, tan áspero y descarnado
como el miedo de Adriana, los ojos de Adriana, la mano de Adriana
clavándole los dedos en el brazo y haciéndole daño.
—¿No va a pasar nada, Jorge? —insistió ella—. Dime que no, por favor.
El recuerdo. Pero no, no era ni un recuerdo, era… Jorge volvió a negar
con la cabeza y trató de sonar sensato y tranquilizador.
—Tienes que calmarte, estás muy nerviosa. No sé qué ha pasado para que
estés así, pero…, de verdad…, creo que no hay motivo.
Aunque a lo peor solo consiguió sonar tibio y convencional, porque
Adriana le soltó el brazo, dejó caer los hombros y volvió a bajar la mirada.
—Estoy muy cansada —murmuró.
—Sí, normal. Necesitas reposo. Te acompaño de vuelta al portal. Tal vez
deberías ir al médico. Probablemente te vendría bien algún complejo
vitamínico. ¿Hace cuánto que no te haces una analítica? Seguro que estás
baja en algún valor… —Hasta él mismo notaba que estaba hablando
demasiado deprisa, llenando el vacío con atropello mientras volvían sobre
sus pasos.
Jorge la dejó en su portal. Adriana abrió la puerta e hizo pasar a su perro.
Se volvió hacia él y consiguió sonreírle valerosamente mientras se
despedía. Él también se forzó a sonreír. Mantuvo la sonrisa hasta que la
pesada puerta de madera del portal se cerró; luego, acto seguido, la borró.
Un sabor amargo le había subido desde el estómago.
Se volvió y, mientras caminaba hacia el aparcamiento donde tenía su
coche, armó con las piezas que faltaban, que fueron viniendo una detrás de
otra, lo que ya no era solo la ráfaga de un recuerdo, lo que nunca había
contado a nadie. Lo que tal vez pasó un verano, hace treinta años, pero que
en realidad no sabía si había ocurrido.
Aquel verano de 1992, como sucedía cada año, todos los primos se
habían juntado para pasar parte de sus vacaciones en el chalet de la sierra de
sus tíos, los padres de Marcos.
La casa, que actualmente disfrutaba el susodicho (allí estaba pasando las
vacaciones con Edu), era en realidad una enorme villa a setenta kilómetros
de Madrid, edificada en 1940 por su abuelo, uno de los ingenieros que
construyeron la nacional I. Fue concebida como casa de recreo familiar.
Estaba en la subida al puerto de Somosierra, un lugar maravilloso. Parecía
suspendida en el aire, sobre los bosques y la laguna, y tenía vistas al pueblo
amurallado, con su puente viejo y su castillo medieval. Era enorme, con el
diseño típico de los chalets de la sierra madrileña: mampostería de piedra,
tejado a dos aguas e incluso un torreón que permitía disfrutar de las
impresionantes vistas.
Jorge pasó allí los mejores veranos de su niñez. Era divertidísimo jugar
con la tropa de primos por las innumerables habitaciones, por el escalonado
jardín cerrado con muros de piedra y en la piscina, construida en los
ochenta, cuando empezaron a crecer los niños de la familia. Eran una
decena de primos, todos en un mismo rango de edad. En 1992, el más
pequeño, que era él, tenía diez años, y el mayor, quince. Eran a todos los
efectos una pandilla y durante mucho tiempo pasaron los veranos dentro de
la villa sin necesitar a nadie más. Jorge recordaba que ese verano él habría
querido que todo siguiera así, pero los más mayores necesitaban expandir
su mundo y habían comenzado las incursiones en el pueblo: aquellas
bajadas en bici por la carretera, como un ejército de conquista.
Y, si ellos eran un ejército, su general era Marcos, que entonces estaba a
punto de cumplir catorce años y ya empezaba a satisfacer las altas
expectativas que había sobre él.
Ningún otro primo era tan inteligente, brillante y divertido. Ya entonces
tenía un encanto con el que se metía en el bolsillo a pequeños y mayores.
Era la estrella indiscutible en las comidas de la larguísima mesa de verano,
a la que se sentaban primos y tíos. Donde estuviera, se llevaba la atención
de una manera natural. Las primas Piluca, Marichu y Romina estuvieron
coladas por él durante años, pero el joven príncipe sabía agradar sin
conceder nada y sorteaba el capricho de las chicas sin herir demasiado su
orgullo. Incluso los primos más mayores esperaban a ver qué opinaba
Marcos antes de afirmar que algo «molaba» o no. A todo esto, había que
sumar que era un excelente estudiante, para orgullo de sus padres, que se
hinchaban de satisfacción solo con mirarlo. Era como si el destino hubiera
querido multiplicar sus cualidades para compensarlos por Clarita, su hija
mayor, que era «un ángel del Cielo», como repetía la abuela.
Cuando Jorge era pequeñito no entendía eso del ángel. Tardó algunos
años en comprender que Clarita, que tenía dos años más que su hermano
Marcos, era distinta: su cerebro se había quedado prendido en algún punto
de su primera infancia y sus capacidades eran limitadas. Pero era obediente
y risueña, se asombraba por cualquier cosa y decía frases tan simples que
parecían hasta poéticas. Clarita idolatraba a su hermano, iba siempre detrás
de él como un perrillo. Tal vez en otra pandilla aquella criatura detenida en
la niñez habría sobrado, pero en esta era mucho más que admitida, porque
su hermano pequeño era su protector, y donde todos iban, él la llevaba.
La tía Ágata era la madre de Clarita y Marcos, pero todos sabían, aunque
ella se esforzaba en disimularlo, que, de los dos, el chico era el favorito.
Quería a su hijo menor con pasión ciega, tenía debilidad por él, que
aceptaba esa preferencia y la daba por sentada. Desde que su niño se soltó
del pecho, Ágata era un satélite que no podía orbitar muy lejos de él. Sin
embargo, aquel verano lo tenía más difícil, porque los primos no querían
quedarse en la casa, todo su empeño era bajar al pueblo.
Ese año el grupo estaba galvanizado por la noticia bomba del verano:
Marcos «estaba por» Maricarmen «la del pueblo», que no lo era en realidad,
porque vivía en Carabanchel durante todo el año, pero veraneaba allí y se
habían conocido en las fiestas.
Jorge se acordaba de cómo se engancharon todos con aquella historia: era
apasionante, porque Maricarmen «la del pueblo» tenía un noviete en su
mismo grupo de amigos, y eso le complicaba las cosas a Marcos, pero hacía
la aventura más interesante. El héroe perfecto no pensaba desistir: iba a
enrollarse con ella sí o sí. Y el grupo se subía al torreón a escuchar a su
primo, que se sentaba sobre la baranda de piedra, sin importarle el peligro
de la mortal caída que había a sus espaldas, y les contaba los últimos
avances: lo que le había dicho a Maricarmen, lo que habían hecho sus
amigas, cómo lo había mirado el noviete, la estrategia que tenía para la
próxima vez que viera a la chica… Jorge recordaba estar sentado junto a
Clarita (los dos al fondo, bien lejos de la baranda, porque la altura les daba
vértigo) escuchando a su primo sin parpadear, bebiéndose sus palabras,
como si Marcos les estuviera relatando una película de aventuras sobre la
azarosa conquista de un nuevo continente.
Pero un giro imprevisto amenazó la diversión del verano y se atravesó en
los planes del héroe. Su padre, el tío Luis Ángel, anunció que había
decidido que su familia, los cuatro, se iban a ir a Sevilla a pasar unos días,
porque se le había antojado ver la Exposición Universal, que se celebraba
aquel año.
«Y no hay más que hablar», ordenó, cortando en seco las protestas del
hijo.
Jorge aún se acordaba del monumental enfado de su primo. La tía Ágata
intentó ablandarlo: solo iban a ser unos días, papá había reservado en un
hotel precioso frente a la Cartuja, se lo iban a pasar muy bien… Marcos no
se avenía a razones. Mandó a su madre a convencer a su padre para cancelar
el viaje, pero no hubo forma.
«Ya he dicho que no hay más que hablar: nos vamos», zanjó el tío Luis
Ángel.
Pero no se fueron. La tragedia se cruzó por medio, y para Jorge el chalet
de la Sierra dejó de ser aquel lugar maravilloso, escenario perfecto de sus
veranos, para convertirse en un sitio triste al que ya nunca le apetecía ir.
Clarita se cayó al vacío desde la terraza del torreón y se mató.
Jorge recordaba el revuelo familiar que se organizó. La tía Ágata había
perdido el conocimiento y la casa se había llenado de gente. Necesitaron un
helicóptero para recuperar el cuerpo de la niña. Toda la villa se convirtió en
un oleaje revuelto de gritos, llantos, llamadas de teléfono, coches llegando,
nervios y trámites.
Y, entre aquel caos, Jorge preguntándose cómo había sido posible que
Clarita se cayera, cómo iba a haber subido a jugar sola en el torreón; cómo,
si le daba miedo y solo subía porque Marcos había fijado allí el lugar de las
confidencias. Con el vértigo que ella sufría, nunca, jamás, se habría atrevido
a abrir el portillo metálico que había en la baranda y que daba paso a lo que
se proyectó como un pequeño mirador que surgiría de la terraza grande,
pero que nunca se llegó a terminar, y era solo un pequeño saliente sobre el
vacío, sin ningún elemento de protección alrededor.
Las dudas de Jorge, que solo tenía diez años, podían haberse quedado
suspendidas sin respuesta hasta que el tiempo se las llevara sin más, pero…
estaba aquel detalle que había querido olvidar…
Ahora, treinta años después, mientras accionaba la llave y abría a
distancia su coche, hizo un último esfuerzo por dejar a un lado aquel
recuerdo. ¿Cómo podía tomarlo en serio? Aquel verano, él solo era un niño
pequeño, una criatura en estado de shock: quería mucho a su prima Clarita,
había llorado sin parar, no estaba en condiciones de interpretar una frase
dicha en voz queda que nadie más que él oyó… Pero es que era difícil no
interpretar aquellas palabras, murmuradas en medio de abrazos y lloros a
gritos, lamentaciones y llamados patéticos a la pobre Clarita. Las palabras
que Marcos dijo a media voz, con una ironía inconfundible, adulta,
consciente: «Ahora sí que es un ángel del cielo…».
Y, aunque Jorge quiso olvidar, no pudo, nunca pudo. Tampoco le puso
jamás palabras a su sospecha. Nadie de la familia visitó la Expo 92. Su
primo se quedó aquel verano en la villa con su madre, enferma de dolor, y a
final de agosto se enrolló con Maricarmen «la del pueblo».
22

Alberto sabía que estaba en peligro. Esa madrugada, casi al filo del
amanecer, había estado a punto de levantarse de la cama y caminar los
cinco pasos que lo separaban de la ventana abierta, pero algo que tuvo más
que ver con el peso de plomo de su cuerpo sobre las sábanas que con el
instinto de conservación lo sujetó de milagro. ¿Qué había en ese momento
en su cabeza? Nada. Ni siquiera el deseo de terminar. Una nada pavorosa.
Un silencioso color blanco donde se fundía todo. ¿Cómo podía luchar
contra algo que no veía, ni anticipaba ni entendía? Al día siguiente tenía la
primera cita de su terapia con el doctor Tielmes, pero no estaba seguro de si
llegaría. Así estaban las cosas. No recordaba un verano tan infernal como
ese. Las horas se estiraban hasta la desesperación y él estaba encerrado en
el piso a oscuras, con el aire acondicionado constantemente encendido y
más de cuarenta grados en el exterior. Daba vueltas por la cocina y las
habitaciones sin ir a ningún sitio ni hacer nada, temiendo el momento en
que acabara por tumbarse en la cama, porque sabía que después no
encontraría un motivo para levantarse. Alimentarse ya se había revelado
como una motivación insuficiente. Ir al baño todavía servía, aunque solo
fuera para evitar las molestias físicas. No soportaba la televisión encendida:
no entendía nada de lo que veía y los colores moviéndose en la pantalla lo
molestaban. Leer era imposible: se quedaba mirando las líneas como si en
ellas hubiera dibujos en vez de palabras. La música lo taladraba,
garantizándole dolor de cabeza instantáneo. A la desesperada, pensó en
hablar con alguien, y delante del móvil dudó, pero en realidad no podía
llamar a nadie: la familia y los amigos ni sospechaban contra qué corriente
braceaba, y él no sabía cómo pedirles ayuda sin remover respuestas
emocionales que actualmente no podía afrontar. Además, ¿cómo podía
explicarle a su madre, a sus primos o a su hermana lo que le estaba pasando
si no lo sabía ni él? De hecho, lo mejor era no llamar a nadie ni atender
ninguna llamada, apagar el móvil del todo y cortar un cable más. Al coger
el teléfono para apagarlo, tocó sin querer el icono de WhatsApp y se abrió
un mensaje recibido. Era de Guillén: «Ya sé que no tendría que molestarte,
pero, joder, otro muerto».
Esas palabras le arrancaron una chispa de interés, y Alberto la atrapó al
vuelo, porque no se podía permitir desperdiciarla. Estaba en grave peligro y
tenía que sujetarse a lo que fuera. Mandó al chat un signo de interrogación.
Guillén no tardó ni un minuto en contestar con un mensaje de audio: «Otra
víctima, joder. Otro tío, en el mismo barrio, también en su casa, con la
puerta sin forzar. Hostia puta, me crecen los enanos. La misma arma de
Iván Romo y de Carlos Vila. Ha sido una carnicería, pero esta vez, mira,
tuvieron el detalle de drogarlo antes…».
Guillén hizo una descripción rápida y precisa del crimen. La víctima:
Josué de Blas, sin antecedentes, jefe de mantenimiento en una empresa de
telefonía, liberado sindical. Lo habían encontrado en su sillón orejero, como
si estuviera echando una siesta delante de la tele. Estaba bañado en su
propia sangre. Tenía ambos ojos brutalmente horadados de esa forma
reconocible, obra de la misma arma que las anteriores muertes. La habían
clavado primero en un globo ocular y luego en el otro, y la punta había
descrito un trazado helicoidal que, al salir, arrasó con todo hacia fuera. Al
lado, tenía una copa de coñac vacía. Al analizarla, encontraron restos de un
potente analgésico que se halló también en la víctima al efectuarle la
autopsia. Se pudo precisar que el hombre se encontraba con vida, aunque
probablemente inconsciente, cuando lo hirieron. Murió desangrado, igual
que Carlos Vila.
Alberto trató de organizar ideas entre la bruma de las pastillas que le
envolvía la mente. Tres crímenes con tres víctimas, varones, que no tenían
nada que ver, salvo que vivían o se movían por la misma zona. Era evidente
que el asesino quería decir algo, pero no se sabía a quién. Por otro lado, a
pesar de lo truculento de las muertes, parecía que el asesino iba aligerando
la mano, como si lo fuese ganando la compasión o su rabia se fuera
disipando. Si en el primer asesinato el golpe fue tan brutal que había
reventado el corazón, en el segundo no necesitó tanta fuerza para romper la
tráquea, y en el tercero había preferido eliminar de antemano toda
posibilidad de resistencia: matar a una víctima dopada que no puede
defenderse es muy fácil. Los tres asesinatos en un mismo barrio, en un radio
de unas cuantas calles… En una de ellas vivía también Adriana. Cabía la
posibilidad de que ella conociera, por lo menos, a una de las víctimas,
Carlos Vila. Ese arañazo en el brazo no se le iba de la cabeza. Le volvió la
sensación de pesadilla en la que no iba a llegar al borde del precipicio antes
de que fuera demasiado tarde. Sin pensar, obedeciendo a un impulso, se
lanzó a la calle. Cogió un taxi, le dio la dirección que había conseguido con
un par de llamadas y se plantó delante del portal de Adriana. Cuando se vio
allí, se dio cuenta de que de verdad debía de estar volviéndose loco. ¿Qué
iba a hacer? ¿Llamar al portero automático y decirle… qué? ¿Advertirla?
¿Interrogarla? Su pensamiento se cortó en seco cuando la puerta del edificio
se abrió y salió ella. Plantado al otro lado de la calle, ni acertó a moverse.
La mujer lo vio. Se detuvo un momento, como si el calor de la calle la
abrumase. Se descolgó del hombro el bolso de rafia y buscó algo. Un
mechón rubio se le salió de la coleta, anudada con pereza en la nuca, y
quedó suspendido por delante de la cara. Sacó unas gafas de sol y, con un
gesto fluido, echó la onda de pelo claro hacia atrás y levantó la cara.
Alberto notó que tenía los ojos congestionados, ojos de haber estado
llorando mucho rato. Ese detalle fue una especie de llamada. Sin pensar,
cruzó la calle para abordarla, pero ella se puso las gafas de sol y arrancó a
andar deprisa.
Él no se imaginó correteando detrás para cogerla del brazo y hablarle de
¿qué? Sin embargo, la opción de darse la vuelta y marcharse a su piso
estaba descartada. Aceptó sin más que había perdido la cabeza y por eso
hacía cosas que no tenían explicación, por ejemplo, caminar detrás de ella, a
una prudente distancia. Le vino a la mente la imagen del tío que sigue a
mujeres y al que él mismo había detenido en alguna ocasión. Ahora, pensó
irónicamente, estaba al otro lado. Adriana andaba con paso ligero, pero
parecía pesar sobre sus hombros desnudos una carga que los vencía un pelín
hacia delante. Alberto reconoció su propia postura corporal y se enderezó
sin quitarle los ojos de la espalda. Ella giró en una esquina y anduvo por el
delgado filo de sombra que proyectaban los edificios. Él la siguió durante
unos minutos. La vio dirigirse a un local pequeño con cristalera en su
frente. Adriana abrió la puerta y entró. Junto a la entrada había un discreto
letrero que decía: Centro Sociocultural Alamillo. La cristalera estaba
prácticamente cubierta por carteles colocados en el interior. Alberto se
acercó. Hacían referencia a los Veranos de la Villa, a actividades y avisos
barriales de variada índole y talleres que empezarían en septiembre, además
de una excursión para jubilados al monasterio del Escorial…
—No hay cursos. —Una mujer de mediana edad, con cabello rubio
reteñido, había salido a la puerta al verlo mirar a través de la cristalera.
—¿Perdón?
—Digo que ahora en verano no hay cursos —explicó ella—. En agosto el
centro cultural está cerrado.
—Acabo de ver entrar a una persona.
—Ya, pero es que viene al grupo de apoyo, que sí que sigue funcionando
durante todo el verano.
—¿Qué grupo de apoyo?
—De apoyo psicológico.
—Ah. No sabía que hubiera uno aquí.
—Pues sí, pero este no le serviría a usted. Se lo digo por si está
interesado —le aclaró—. Es apoyo psicológico solo para mujeres.
—Ah, vale.
—Pero en septiembre tendremos otras actividades también relacionadas
con la violencia de género donde pueden participar hombres, si quieren.
—Gracias —contestó Alberto, archivando la información que le acababa
de llegar gratis.
—Perdone. ¿Me permite…?
Se volvió y cedió el paso a una mujer de unos cuarenta años, de rostro
pálido y demacrado, que vestía una blusa de manga larga a pesar del calor.
Se fijó en su ligera cojera porque al principio le había parecido que se
tambaleaba un poco, pero no, era su forma de caminar.
—Llego un poco tarde —le dijo la señora a la mujer rubia antes de que la
puerta se cerrara.

Era verdad que Miedo venía con retraso a la sesión de hoy, pero ahora
Laura sabía por qué, no como el último día, y las demás también y lo
comprendían perfectamente. Su llegada tardía les había dado tiempo para
comentar lo que se sabía del terrible suceso.
—Sí, sí. Se lo encontró ella misma cuando volvió a su casa —contó
Llanto—. Pero ya debía de llevar varias horas tieso.
—Fallecido —matizó Laura con suavidad.
—Eso: fiambre. Le habían clavado un cuchillo o algo en la cara —
continuó Llanto—. Y lo habían drogado.
—Qué fuerte —dijo bajito Raquel, anteriormente Pollo Desplumado.
Adriana miraba a unas y a otras, impresionada por los detalles escabrosos
de la noticia, pero sin ánimo para comentar nada.
La puerta se abrió y entró Miedo. Pronunció un hola casi imperceptible
mientras cerraba la puerta detrás de ella y, con pasitos pequeños,
renqueando un poco por su cojera, se dirigió a su silla. Nadie habló
mientras tomaba asiento. Laura se aclaró suavemente la garganta y rompió
el hielo:
—Te damos el pésame, Emi. Estábamos preocupadas por ti.
Miedo asintió con la cabeza, sin mirar a ninguna.
—Supongo que son momentos duros. Gestionar las emociones puede
resultar complicado en estos primeros días —continuó Laura—. Sobre todo,
por los sentimientos contrapuestos. Es posible que, a pesar de sus malos
tratos, junto con los recuerdos amargos, te asalte algún pensamiento
positivo sobre Josué o sobre los buenos tiempos de…
Miedo se levantó de su silla. Laura se calló. La mujer desabrochó el
botón que cerraba el puño de su blusa y, sin prisa, dobló la manga,
descubriéndose el brazo hasta el codo. Les mostró la cara interna del
antebrazo: estaba sembrada de pequeñas marcas oscuras.
—Quemaduras de cigarrillo —explicó ella. Negó con la cabeza y añadió,
mirando a la otra—: Perdóname, Laura, pero de sentimientos contrapuestos
nada.
Hubo un instante de silencio. Luego, Raquel se levantó, fue hacia ella y
la abrazó. Después, Llanto y Pastillas la abrazaron también. Laura dudó un
momento si mantener su papel de terapeuta y moderadora, pero inspiró aire
profundamente y también se levantó y fue a abrazarse con las demás. Solo
Adriana se había quedado en su sitio, observándolas.
Pastillas, que aquel día parecía bastante más conecta-
da con la vida, levantó la cabeza del nido de mujeres y la buscó con la
mirada. Le hizo un gesto con la cabeza invitándola a acercarse y sus labios
moldearon la palabra ven: eso y su sonrisa, en la que había un inequívoco
agradecimiento, la movieron a levantarse de la silla, dar los pasos justos y
unir su abrazo al de ellas. Enseguida varios cuerpos la envolvieron y la
anudaron apretadamente al resto. Una mano, una pequeña ya conocida,
buscó la suya y la agarró fuerte. Raquel. Como en la vez anterior, Adriana
le devolvió el apretón y, como en la vez anterior, sintió que esa mano y ese
lugar eran un hombro confortador, el sitio donde ahora pertenecía, un
refugio en el que reunir fuerzas para lo que se le acercaba.
23

Adriana esperó a que la videollamada comenzase. Su ordenador portátil


había sido una oportunidad de segunda mano que había resultado no ser tal,
porque tardaba media vida en abrir cualquier programa, poniendo a prueba
una calma que en esos momentos ella no tenía. Por fin, en la pantalla
apareció la cara de Edu, que se entusiasmó al verla y empezó a saludarla
con las dos manos:
—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Me ves, mamá?
—Sí, sí, cariño, te veo muy bien. Qué guapo estás. ¡Qué ganas tenía de
hablar contigo!
—Pero si hemos estado juntos el viernes. ¿Dónde está Queso?
—Aquí mismo. Míralo.
Adriana cogió con cuidado al perro, que estaba tumbado junto a sus pies,
y lo mostró en brazos a la pantalla del ordenador. Edu empezó a botar de un
lado a otro, saludando.
—¡Queso! ¡Hola, Queso! ¡Eh, aquí! Mamá, Queso no me ve.
—Ellos no ven demasiado en las pantallas, pero te oye y seguro que sabe
que estás por aquí. ¿Cómo estás, mi amor? ¿Qué estás haciendo? Esperaba
que me llamases ayer.
—Es que estuve conduciendo el quad —contestó Edu—. ¿Sabes que
tengo un quad para niños y papá me deja conducir por todo el jardín? ¡Voy
a lo loco! He atropellado un rosal.
Adriana, que solo de verlo y oír la musiquita de su voz ya estaba
emocionada, sonrió, con los ojos húmedos, y se sumó a su entusiasmo.
—¡Qué bien! ¡Tiene que ser alucinante! Pero ten cuidado, ¿eh? Y dales
una oportunidad a las plantitas, pobrecito el rosal…
—No, si el rosal lo ha arreglado la abuela.
—¿¿Está ahí la abuela Jimena??
—Sí, sí. Papá la ha invitado y vino ayer. ¿Quieres verla? ¡Abuelaaa! —Y,
sin más, abandonó el encuadre, dejando en la pantalla la pared del comedor.
Adriana no contaba con que estuviese su madre allí, pero tuvo que
reconocer que le daba cierto alivio saber que Jimena vigilaba al niño, la
única persona a quien quería tanto como a sí misma. Edu y la abuela
aparecieron en pantalla. El niño metió la cara por delante.
—¿La ves?
—Pues la verdad es que, con tu cara en medio, no mucho.
—Edu: papá quería preguntarte una cosa —dijo Jimena a su nieto—. Está
en su despacho. Anda, ve a buscarlo.
—¡Vale! ¡Ahora vengo, mamá! —gritó el niño, ya fuera de la pantalla.
La señora, terminando de sentarse, miró de soslayo para asegurarse de
que ya había salido el niño, se inclinó hacia la cámara y bajó la voz.
—Esperaba que me llamases para contarme qué te había pasado.
—Yo también esperaba que me llamaras tú.
—Mira, si te digo la verdad, no me atrevía. Marcos me contó lo que pasó
y cómo te pusiste, y no quería alterarte más. Pero es que esto que ha
pasado… Es que no sé ni cómo llamarlo… —Sus palabras se convirtieron
en un susurro escandalizado—. ¿Cómo pudiste pegarle? Pegar al padre de
tu hijo, en la silla de ruedas… ¡Y delante de todo el mundo!
Adriana se pasó la mano por la frente, intentando no suspirar.
—Mamá, ¿cuántos días te vas a quedar ahí? —preguntó.
—Pues no lo sé, la verdad. Marcos me ha invitado, pero tampoco quiero
acaparar todas las vacaciones que tiene con su hijo.
Ella dejó pasar ese ligero énfasis en su.
—Seguro que a él no le molestas, al contrario —argumentó—. Y la
verdad es que, para estar aquí asándote de calor, en la Sierra estás mucho
mejor.
—Tampoco te puedo dejar a ti allí, sola, en tu estado.
—¿Qué? ¿En mi estado de qué?
Jimena se esforzaba visiblemente por hablarle con suavidad; se adivinaba
que había recibido unas directrices claras.
—A ver, hija: lo que has hecho es una señal. Una mala señal, ¿no te
parece? Ayer estuve hablando con Marcos, que, la verdad, después de lo
ocurrido, el pobre, qué paciencia. Y pensamos que, al dejar toda tu
medicación de golpe, puedes estar entrando en un brote de…
—Mamá, me he divorciado. ¿A ti te parece normal estar hablando con él
de mi medicación o de lo que sea que piense sobre mi vida? —Intentaba no
dejar ver la tensión que sentía.
—Es el padre de tu hijo —sentenció Jimena—. Eso no lo puedes
cambiar…
«Un cepo», recordó Adriana oportunamente.
—Y lo has atacado en plena calle —continuó su madre—. Algo tendrá
que decir; bastante amable y respetuoso está siendo, teniendo en cuenta
las…
—Mamá, por favor, para. —No, no podía contener la tensión que Jimena
le provocaba—. Ni siquiera me has preguntado por qué le pegué. Supondrás
que algún motivo tendría yo, ¿no?
—¿Un motivo para pegarle? No hay nunca motivos para pegar a nadie.
—La voz había perdido su forzada suavidad—. Salvo que el que pegue no
se encuentre bien, y veo que tú no te encuentras bien. Marcos opina…
—¡Que me la suda lo que opine!
—¡No hables así! —saltó Jimena de inmediato—. No hay más que oírte
para saber que hay que llevarte al médico, te tienen que volver a ver…
—No pienso ir a ningún médico. No pinto nada allí.
—¡Claro! —explotó, dejando definitivamente de lado la sutileza—.
Pintas más metida en el piso espantoso de tu abuela, yendo a ese trabajo
siniestro a quitar porquerías y horrores. ¡Si es que no me extraña que al
final pierdas la cabeza! Tú, que eras una niña ideal, mira, fíjate cómo estás
ahora, que pareces una…
Iba a cortar la videollamada, pero se oyó una puerta abrirse en la cocina.
Jimena miró fuera de cámara durante un segundo, asintió y se volvió hacia
su hija en la pantalla.
—Adriana —dijo con un tono que, mágicamente, era otra vez suave—,
Marcos pregunta si te sientes de humor para que habléis un momento. Yo
creo que es necesario.
Ella tuvo la tentación de levantarse de un salto y escapar.
—Os dejo solos —dijo Jimena, abandonando su asiento—. Voy a ver qué
hace el niño.
Su madre salió del encuadre. Él entró dirigiendo su silla y la giró para
ponerse frente a la cámara. Se quedó un momento esperando a que su
exsuegra saliera. Luego miró a Adriana durante unos interminables
segundos; su ojo morado e hinchado, el corte en el labio y los arañazos
visibles en rostro y cuello cobraron un pesado protagonismo.
—¿No me vas a decir nada? —preguntó al fin.
—De qué.
—No sé. Al menos, una disculpa. —Ante el silencio, él se encogió de
hombros—. Pero vale, si no te parece que lo que ha ocurrido la merezca,
tampoco voy a insistir.
Adriana aguantó, hermética. No iba a darle nada.
—¿Puedo hablar con el niño? —preguntó fríamente.
—Sí, dentro de un momento. Antes, tenemos que ponernos de acuerdo.
—¿Sobre qué?
—Bueno, sobre lo que ha pasado… Y sobre lo que va a pasar.
Todos sus sentidos se pusieron en alerta de golpe.
—Convengamos en que la situación ha tomado un cariz un poco feo —
prosiguió Marcos, serio—. Ninguno de los dos queremos que se ponga
peor…, aunque algunas cosas, al final, sean inevitables.
El pensamiento de Adriana iba atropelladamente de una idea a otra. ¿Se
atrevería a amenazar de forma explícita? Nunca lo había hecho, no había
sido necesario… hasta ahora. Tendría que grabar la videollamada. Nunca
había grabado ninguna. ¿Cómo se hacía? ¿Cómo? Marcos se inclinó hacia
delante, clavando los ojos en los de ella, y pronunció con cuidado cada
palabra, para que ella se las grabara en la mente:
—Ahora yo tengo a Edu, y lo mejor para los tres…, para él…, es que tú y
yo nos llevemos bien. —Adriana se notaba las manos sudorosas, se las secó
en la falda—. Quiero que pienses cada día, a cada momento, que el niño
está conmigo y que yo soy el responsable de él, así que te va a venir mal
ponerte en plan desafiante. Escúchame: vamos a jugar a un juego, yo te voy
a contar las reglas…
Esas últimas palabras hicieron que le subiera un escalofrío por la espalda
a Adriana. Las había oído bastantes veces en los últimos años de su
matrimonio. Sabía qué variantes del infierno podían prologar.
—¿Qué quieres? —preguntó sin aliento.
—El juego consistirá en cumplir un reto y hay que hacerlo
perfectamente, sin fallar en el menor detalle. Ya sabes cómo me gusta que
se hagan las cosas, ¿verdad? —Adriana notó los latidos del corazón en la
garganta. Marcos continuó hablando—: Porque tú quieres a tu hijo y quieres
que esté bien. A veces los padres no tenemos todo el control sobre eso, pero
es nuestra obligación, tu obligación en este caso, luchar por ello. Que Edu
esté bien es lo único que te tiene que importar…, así que por eso vas a jugar
a mi juego.
Una puerta se abrió de golpe en el comedor, fuera del encuadre.
—¡Mamá! —La voz alegre de su hijo interrumpió el tenso momento. Edu
entró disparado en el encuadre, subiéndose a la rodilla de su padre—. Todos
están hablando contigo menos yo, mamá —protestó—. ¿De qué estabais
hablando?
—Le estaba proponiendo a mamá un juego para que juguemos los tres —
le contestó Marcos, retirándole un mechón de la frente.
—¡Guay! —exclamó el crío, encantado—. ¿Y qué hay que hacer?
—Yo pondré retos: tú cumplirás los tuyos aquí y mamá los suyos allí.
—¡Cómo mola! ¿Cuándo empezamos? ¿Ahora?
—No, hoy ya no. Es muy tarde, no hemos cenado y tu madre debe de
estar cansada —respondió Marcos, considerado y sensato—. Así que
despídete de ella, que vamos a cortar.
Edu entonces aprovechó el minuto antes de terminar la llamada para
contarle a su madre un montón de cosas a toda velocidad, pero, mientras el
niño parloteaba, Adriana no podía quitar la vista de la mano de Marcos,
apoyada afectuosamente en la nuca de su hijo. Una mano posesiva, que
podría con facilidad abarcar por entero el cuello infantil.
—¿Mañana hablamos, mamá? Millones de miles de besos. ¡Te quiero!
Dale besos a Queso y dile que también lo quiero.
Adriana no sabía si había conseguido decir algo normal como despedida
o se había limitado a mover la mano blandamente a modo de adiós. Al
menos había conseguido congelar la expresión, estirando los músculos de la
cara, en una sonrisa rígida.
No había nada, ni una palabra, en ninguna de las frases que Marcos había
dicho, que pudiera ser interpretada por un espectador ajeno como una
amenaza al niño. Él, un exmarido agredido por su problemática exmujer, se
había limitado a recomendarle que, por el hijo en común, ellos dos debían
llevarse bien; que ahora le tocaba a él la custodia y que sería él quien
tomaría las decisiones. Una conversación seria, pero perfectamente normal,
¿verdad?
Delante de los ojos del mundo entero, con el beneplácito de Jimena
incluido, su niño estaba a merced de una persona que iba a quitarle la vida
si ella no obedecía, y no había nadie que se diera cuenta, nadie a quien
recurrir para salvarlo, porque todo era normal y no estaba pasando nada.
Se levantó de la silla y caminó por la cocina seguida por los ojos serios
de Queso. Marcos quería jugar. Otra versión, la peor, de esos
enloquecedores circuitos donde le encantaba poner a Adriana como si fuera
una cobaya de laboratorio para hacerla obedecer, someterse, para llevarla al
límite y empujarla un poco más allá. Ahora había conseguido todavía más
poder sobre ella, el control absoluto. Por su hijo haría todo, pero no sabía
durante cuánto tiempo eso detendría el propósito de Marcos.
24

—La medicación no hace milagros, pero puede ser un salvavidas en


momentos críticos. No hay que tenerle miedo, Alberto —le dijo el doctor
Tielmes, al finalizar la sesión de terapia—. Ahora mismo la necesitas;
tenemos que cortar ya esas ideaciones suicidas. Te voy a hacer un
seguimiento estos días y, si vemos que sigues igual, valoraremos un ingreso
corto, hasta que te estabilices. ¿Te parece bien?
Él asintió con la cabeza. Normalmente la palabra ingreso lo habría
espantado, pero ahora diría que sí. Sí a cualquier cosa que le diera
esperanzas de que esta pesadilla en la que no se reconocía podía aflojar un
poco.
—Tu único trabajo ahora mismo es cuidarte —le dijo Tielmes,
levantándose de su silla y dando por concluida la sesión—. Debes centrarte
solo en eso. Por favor, deja todo lo demás.
Alberto asintió con la cabeza, recogió las recetas y se despidió del doctor.
Nada más salir, las dobló y se las guardó discretamente. Por un problema
logístico en su consulta personal, el médico lo había tenido que recibir en
una dependencia de la comisaría que les habían cedido. Intentó salir como
había entrado, sin llamar mucho la atención, pero junto a la puerta de salida
vio a Guillén, que estaba hablando con una mujer. Alberto iba a pasar por
su lado, saludarlo rápido y salir, pero entonces la susodicha se volvió y
emprendió un caminar de pasitos cortos con una cojera no muy acusada que
a él le fue familiar. Se adelantó para verle la cara y la reconoció, sin lugar a
duda: era la mujer que entró en el centro cultural, al grupo de apoyo para
mujeres maltratadas al que también asistía Adriana. La observó salir a la
calle mientras encajaba la coincidencia. Guillén lo vio parado junto a la
entrada y se acercó a él.
—Qué. No hay quien te saque de aquí, ¿eh?
—Ya ves, los trámites de la baja. Esa mujer con la que estabas, ¿está
relacionada con el caso?
—Es la exmujer de Josué de Blas, la última víctima. —Alberto no
parpadeó mientras Guillén seguía hablando—: La hemos vuelto a llamar
para repasar otra vez su testimonio, pero no hay dónde rascar. Ya no
convivían y hemos con­firmado que ella estaba trabajando cuando se
produjo la muerte.
—¿No había tenido ningún problema con su ex en los últimos tiempos?
—preguntó, tratando de sonar casual.
—Él tenía orden de alejamiento, y ella dice que llevaba tiempo sin verlo,
aunque vivían en la misma zona. —Guillén resopló—. Esto está frenado: no
sabemos con qué criterio el asesino elige a sus víctimas y no podemos
anticiparnos… Pero no te quiero quemar la cabeza, tío, que tú ya estás fuera
de esto. Y perdona por el WhatsApp, fue un desahogo…
Alberto le dio unas palmadas en la espalda y se despidieron. Mientras se
dirigía a la farmacia, su conciencia le dijo que debería haberle contado a
Guillén que había visto a esa mujer acudir a un grupo de apoyo psicológico
para víctimas de violencia machista, y habría debido contarle también que
Adriana iba a ese mismo grupo y, por tanto, debía de conocerla, lo cual
podría vincularla con el caso. Habría debido contarle que esta había
agredido a su exmarido, al que era evidente que también consideraba un
maltratador. Habría debido contarle que él mismo la había conocido
limpiando (¿tal vez sus propias huellas o algo que se le olvidó la víspera?)
en la escena de uno de los crímenes. Y el arañazo. Adriana tenía un arañazo
similar al de un posible sospechoso… Alberto dejó de andar de golpe. Al
recordar la herida, le vino la imagen de los cortes en brazos y manos de la
viuda de Carlos Vila, que él mismo vio en el hospital: ¿y si eran lesiones
por malos tratos recibidos de su pareja? Malos tratos que no había
denunciado. ¿Y si la viuda de Carlos Vila también iba al mismo grupo que
Adriana y que la exmujer de Josué de Blas? Serían tres víctimas de
maltrato, lo cual la enredaría aún más. Tal vez la rabia que la llevó a atacar
a su exmarido la había conducido a asesinar a otros en una especie de
venganza contra él… Pero no, eran especulaciones, y eso era cosa de
Guillén. Él, ya lo había dicho Tielmes, lo único que tenía que hacer era
cuidarse. Fue a la farmacia y compró las pastillas que le había recetado el
doctor. Pero, aunque estuviera fuera del caso, y lo que tenía era una
sospecha vaga, ¿no sería lo correcto contárselo todo a Guillén y que él se
ocupara de comprobar si Pilar, la viuda de Carlos Vila, también había
acudido al mismo grupo de apoyo psicológico que Adriana? Se subió a un
autobús, agarrando con fuerza la bolsa de la farmacia. No se bajó en la
parada que le convenía para ir hacia su casa, sino que siguió cuatro más y
luego caminó diez minutos hasta llegar delante de la fachada acristalada del
centro cultural. Llamó con los nudillos y, cuando salió la mujer de cabello
rubio teñido, hizo algo que sabía que no debía, porque estaba fuera del caso
y su única obligación ahora era cuidarse. Le enseñó su credencial de
policía.
—Pues no, ninguna Pilar Gil ha estado nunca apuntada en este grupo —
respondió ella, sacando de un cajón la lista de las asistentes y
ofreciéndosela.
Alberto repasó los nombres con la mirada. Sacó el móvil para hacer una
foto al listado, pidiendo permiso con la mirada a la mujer. Ella asintió y él
preguntó después de tomarla:
—¿Cabe la posibilidad de que se hubiera apuntado con otro nombre?
La otra negó con firmeza.
—No, no. Somos muy estrictas con la comprobación de los datos. Es una
de las condiciones.
—¿Qué condiciones?
La mujer vaciló un momento, volvió a mirar la credencial de Alberto y se
decidió:
—Nuestro centro se financiaba antes solo con las cuotas de los que se
apuntaban a las actividades. Este local nos lo alquilaba una señora mayor,
majísima, por una renta muy baja, como simbólica, ¿sabe? Pero hace poco
la mujer lo vendió para pagarse la residencia, y los nuevos dueños nos
metieron una subida que…, vamos, imposible pagarla con las cuotas.
Entonces estuvimos buscando como locas subvenciones o ayudas y nos
contactó una empresa que justo se dedica a conseguir financiación para
obras solidarias.
—Qué suerte.
—¡Ya le digo! Fue como un milagro. La empresa corre con el gasto
íntegro del alquiler, y lo único que quiere, como es lógico, es que los
mantengamos informados de todas las actividades y de todos los
participantes que pasan por aquí. No podemos permitir que alguien se
apunte con nombre falso ni cosas así, poco claras, porque ellos se
retirarían… Son personas altruistas, comprometidas, gente de la que ya no
hay.
Desde luego, pensó Alberto mientras asentía, dándole la razón. No había
mucha gente, ni en particular empresas, interesada en respaldar un diminuto
y modesto centro cultural de barrio, que poca o ninguna notoriedad podía
aportar. Sintió curiosidad por saber más de esos ángeles solidarios y la
mujer le dio sin problemas el nombre de la compañía. Fuera ya del centro
cultural, Alberto no necesitó más que unos minutos de búsqueda en su
móvil para llegar a la matriz de la que dependía esa empresa. Se trataba de
una joven firma que funcionaba como puente entre obras solidarias y
posibles fuentes de financiación. Hizo dos llamadas y se enteró de los
componentes de la directiva. A él, por deformación profesional, nunca se le
olvidaba una cara, y un nombre tampoco, y este en concreto lo había leído
hacía horas en un acta judicial.
El CEO de la empresa que subvencionaba en la sombra el centro cultural
era Marcos Armenta Liebert, el exmarido de Adriana.
25

—Óyeme muy bien, porque esta es tu primera misión y no puedes empezar


con mal pie. Tiene que salirte perfecta, para que podamos seguir jugando
los tres.
La voz amable y tranquila de Marcos, el sol de la tarde que entraba en la
cocina de Adriana, y Edu comiéndose un bocadillo al otro lado de la
pantalla. Una escena familiar normal y tranquila.
Ella había conseguido aparentar calma y control de sí misma antes de
conectarse a la videollamada. Incluso había logrado sacar de no sabía dónde
una sonrisa para que la viera su hijo. Tenía su ordenador portátil sobre la
mesa de la cocina y, por debajo del tablero, tenía las manos cerradas con
tanta fuerza que se estaba clavando las uñas en la piel.
—Edu tiene que completar el circuito que hemos preparado en el jardín,
sin pasarse un solo segundo del tiempo marcado —continuó Marcos.
—¡Eso está chupado! —exclamó el niño, con la boca llena.
—Y mamá tiene que mandar a dormir su trabajo —añadió el padre
llanamente.
—¿Qué es «mandar a dormir su trabajo»? —preguntó el pequeño.
—Mamá lo sabe —contestó Marcos, con los ojos puestos en la cara de
Adriana.
—¿Es un código secreto? —se interesó Edu.
—Justo.
—¡Yo también quiero tener misiones secretas! ¿Por qué a mamá sí y a mí
no?
—Porque a mamá se lo tengo que poner más difícil —contestó Marcos
pacientemente.
—Yo también lo quiero difícil.
—A ver qué tal te sale esta primera misión; si la cumples, lo pensaremos,
¿vale?
—¡Vale! ¿Cuándo empieza mi tiempo?
El padre miró su reloj de pulsera.
—Dentro de cinco minutos activo el cronómetro.
Edu saltó de la silla y le tiró besos a la pantalla.
—¡Besos, mamá! ¡Te quiero! ¡Sir Didymus tiene que cumplir su misión!
Salió corriendo. Sus pasos y el portazo del comedor indicaron a Adriana
que ya no estaba. Miró, implorante, a su exmarido.
—Marcos, por favor.
—¿Por favor qué? Es un juego.
—Es mi trabajo.
—Tu madre tiene razón: es un trabajo siniestro y te hace más mal que
bien.
—Tengo que vivir de algo —replicó Adriana, desesperada.
—Aparte de la alimenticia, te paso cada mes una pensión compensatoria
para ti, mucho más que generosa.
—¡No voy a vivir más del dinero que tú me des! —se revolvió ella.
—Como prefieras —repuso él con perfecta calma—. Centrémonos en el
juego. Tú no eres una mujer competitiva, pero esta vez vas a tener que
echarle garra, porque te tiene que salir perfecto. —Sonrió al añadir—:
Supongo que no tendrás problemas para encontrar motivación.
Adriana movió la cabeza, mirándolo, pero no dijo nada. Marcos se acercó
a la pantalla, como si la tuviera físicamente a dos centímetros de la cara, y
su sonrisa se desvaneció.
—Manda a dormir tu trabajo y hazlo como lo tienes que hacer, ya sabes,
porque, si yo no lo veo, sería como si no hubieras cumplido el reto.
Adriana cerró de un manotazo su ordenador y se quedó allí sentada,
como si al quedarse inmóvil no existiera y al no existir tampoco tuviese que
hacer nada. Queso vino moviendo tímidamente el rabo. Ella lo cogió del
suelo y lo sostuvo entre sus brazos. El perrito se dejaba hacer. Su tibieza le
resultó reconfortante. Durante el resto de la tarde trató de no pensar e
incluso un par de veces se dijo: «No lo voy a hacer», pero consciente de
que, por supuesto, haría lo que fuera. Marcos sabía muy bien cómo activarla
y, por si acaso Adriana vacilaba, a la mañana siguiente nada más levantarse
allí tenía el vídeo que le había enviado a su móvil. No era gran cosa: solo
una imagen de Edu durmiendo. Un vídeo tierno para que la mamá se
consolara de la ausencia de su niño mirando cómo dormía plácidamente.
Una prueba más de que Marcos, a pesar de la agresión de Adriana, era un
exmarido considerado y amable.
Solo que ella sabía que no lo era y que todo mensaje suyo envolvía
siempre su dosis de veneno. Esa imagen de Edu dormido donde nadie
podría ver nada malo para Adriana distaba de ser tranquilizadora. De hecho,
la aterrorizó. Estaba tomada desde la puerta del cuarto del niño. Una
imagen que no se movía, que no ofrecía detalle ni la cara del niño, nada; un
plano quieto, sostenido por una mano firme, mostrando desde la puerta el
bulto que formaba el cuerpo del crío bajo las ropas de la cama. Adriana no
quitó los ojos del móvil durante los cuatro minutos que duraba el vídeo.
¿Quién graba cuatro minutos el plano fijo de alguien dormido? Cuatro
minutos pueden ser interminables, y ese tiempo anormalmente dilatado no
tenía más que una interpretación para ella.
Se vistió a toda prisa, con las manos temblándole, salió a la calle y fue
directa al local de la empresa de limpieza, pero, en vez de coger el material
de trabajo, le pidió un minuto a solas a José Manuel y, con discreción, puso
el móvil a grabar. Un rato más tarde, ya sin trabajo, se tuvo que sentar en un
bordillo. Le había enviado el vídeo a Marcos y había recibido un escueto
«OK».
Adriana solo había trabajado en Limpiezas José Manuel unos días. Era
un empleo raro, nada agradable y mucho menos glamuroso, pero era el
primero que había tenido en los últimos años y el único que se veía capaz
de hacer. La rutina de levantarse y cumplir su jornada le sentaba bien. Sus
compañeros eran amables con ella. José Manuel era un hombre agradable,
apreciaba su trabajo y se había disgustado cuando ella le dijo que no se veía
limpiando según qué tipo de cosas (qué idiotez), que ella no se había
formado para estar haciendo algo tan por debajo de su nivel (qué
imbecilidad), que era una ocupación degradante (no lo era en absoluto) y
que no iba a volver más.
«No me habías parecido ese tipo de persona —le había dicho José
Manuel, ofendido—. Qué lástima, chica.»
Fue duro soportar el desdén en esas palabras finales, pero mantuvo la
boca cerrada y la expresión indiferente mientras a aquel buen hombre se le
venía abajo la alta estima que le tenía y se le caía el buen concepto que
tenía de ella. A Marcos le gustaba que la situación se pusiera un poco
desagradable. Los argumentos que Adriana había empleado eran los que
sabía que él querría escuchar, porque no le valía con que ella renunciase,
quería destrozos, quería verla romper las cosas… Si no le provocaba dolor,
a él no le valía. Cuando aún estaban casados, ella había «mandado a
dormir» tantas cosas valiosas que llegó a un punto en que dejó de mostrar
interés o preferencia para no poner nada en peligro. Cualquier cosa que ella
apreciara le podía ser arrebatada, porque Marcos la quería sola en mitad de
un páramo donde él fuese lo único que tenía. Sentada en el bordillo,
Adriana se tapó la cara con las manos. «No me va a dejar trabajar nunca, no
me va a permitir que salga adelante», pensó con desesperación.
—¿Adriana?
Esta apartó las manos del rostro y levantó la mirada. Raquel estaba
delante, observándola con preocupación. No la había oído: se había
acercado como si fuese un duende, y eso mismo parecía. Dentro de su
camiseta enorme se veía diminuta. Sus ojos gigantes rodeados de un
delicado color violáceo hacían que su cara pequeña y blanca pareciera la de
un dibujo anime japonés.
—¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal? —le preguntó con su voz
ligeramente ronca.
—No, no, es que he perdido mi trabajo —contestó Adriana, dejando caer
los hombros.
—Vaya, qué putada.
Sin esperar invitación, Raquel se sentó junto a ella y su brazo le rozó de
pasada el hombro. Ella percibió que, a pesar del calor, tenía la piel fría. La
otra se frotó los finos brazos. En uno de ellos tenía un tatuaje de una rosa
roja de tallo largo, frágil como ella, pero con espinas.
—Si quieres, puedo preguntar donde yo trabajaba —le propuso Raquel,
iluminada por esa ocurrencia—. Es de limpieza, ¿eh? En unas oficinas, por
las noches. No sé si te interesará.
—Me interesa cualquier cosa. ¿Tú ya no trabajas allí?
Raquel sacudió la cabeza.
—Ya no.
—No me digas que te han despedido.
—No. Me he tenido que ir yo. —Adriana se la quedó mirando. Raquel se
apresuró a explicar—: No por ningún mal rollo, ¿eh? Que el curro no está
mal y los jefes tampoco. Si fuera una mierda, no te lo recomendaría.
—Entonces, ¿por qué te has ido? —La pregunta le salió sola, pero al
momento se retrajo—. Perdona, estoy haciéndote un interrogatorio.
—No, no te preocupes, no pasa nada. Es porque durante los últimos días
no me estoy encontrando muy bien y no creo que pueda currar más.
Adriana se aguantó de hacerle la siguiente pregunta, pero Raquel la
contestó igualmente:
—Es que estoy enferma.
Se aplastó con la mano el tejido de la camiseta a la altura del pectoral,
mostrándole que donde debería ceñirse al relieve del pecho derecho solo
había una planicie. Los ojos de Adriana fueron de ahí al rostro. Raquel se
encogió de hombros con expresión tranquila y sonrió un poco. A ella le
dieron ganas de pasarle el brazo alrededor y apretarla contra sí, pero no se
atrevió y se conformó con cogerle esa mano pequeña que ya conocía y
estrecharla.
—Me molesta no estar bien, porque tenía cosas pendientes que ahora no
puedo hacer —dijo Raquel con sencillez.
Su calma conmovió a Adriana.
—¿Tu familia está contigo?
—No tengo familia.
—Pero ¿estás sola, no tienes a nadie?
—Tengo lo que necesito, no te preocupes.
Ella se quedó sin saber qué añadir. Raquel le apretó la mano y dijo con
pesar:
—Se ve que lo estás pasando mal. Querría haber podido ayudarte.
Adriana no ocultó su sorpresa.
—¿Ayudarme…? Pero si tú estás mala…
—¿Te gusta la mitología? —le preguntó Raquel, cambiando
abruptamente de tema.
—¿Qué?
—La mitología de los griegos y de los romanos. A mí me gusta mucho.
¿Sabes que hubo un pueblo que era solo de mujeres? A ver, es un mito,
vale, no se sabe si existieron de verdad… La cosa es que ellas eran
guerreras, y, claro, como eran solo mujeres, los ejércitos de tíos debían de
pensar que eran un enemigo fácil, pero ellas entrenaban desde niñas y eran
la leche peleando. Fíjate en que, de pequeñas, les cortaban un pecho para
que nada les estorbase cuando tuvieran que usar la lanza y manejar el arco,
¿te imaginas? Una mujer con un pecho cortado significaba que era una
luchadora, una buena elementa, vamos. —Se volvió a llevar la mano a su
pecho ausente, con un brillo de orgullo en los ojos—. Yo ya no le tengo
miedo a nada.
«Qué suerte», le envidió Adriana, porque miedo era lo único que ella
tenía. La miró con afecto. De pronto, Raquel se encogió y un escalofrío
recorrió su cuerpo menudo.
—¿Estás bien? —le preguntó ella.
—Sí, pero quisiera echarme un rato.
—Ven. Te acompaño.
Adriana se puso en pie y la ayudó a levantarse. Apenas pesaba. Se dijo
que, desde que la conoció hasta hoy, había debido de perder bastante peso,
imposible saber cuánto, porque sus ropas anchas lo escondían.
—¿Dónde vives?
—Ahí mismo —contestó Raquel, señalando hacia el edificio de la acera
de enfrente, que era un Mercadona de dos plantas.
—¿En el Mercadona?
—No, no. Ven.
Adriana caminó detrás de ella. Delante de la fachada del supermercado,
pegada a la acera, había una vieja furgoneta blanca estacionada. Raquel dio
un golpecito con los nudillos en la chapa de la carrocería.
—Es aquí —le dijo.
—¿¿Esta es tu casa??
—Ven, ya verás.
La chica abrió la puerta deslizante e invitó a Adriana a asomarse. Era en
verdad un miniapartamento sobre ruedas: una versión pobre de sofá que
servía también de cama; debajo había una mesa plegable; contiguo, un
pequeño fregadero con su alacena encima para dejar los cubiertos; también
tenía un minibaño cerrado por una puerta plegable de PVC.
—Me quedé sin sitio donde vivir porque mi piso se incendió, ¿sabes?
Esta furgo prácticamente me la regalaron. Yo la arreglé y también hice todo
lo del interior. ¿A que es chula?
—Sí. Es… alucinante. Muy pequeñita, eso sí.
—Una se acostumbra.
Sí: era de suponer que, si a una se le quema la casa, acaba
acostumbrándose a vivir en lo que haya, una furgoneta o un cajero
automático, pero Adriana no concebía cómo podría Raquel volver, por
ejemplo, de una sesión de quimioterapia y acostarse en esa camita estrecha,
sobre ese colchón esmirriado, para intentar recuperarse. Visualizó una
imagen de la joven bamboleante, mareada y a punto de vomitar, tratando de
llegar en mitad de la noche a ese cuarto de baño mínimo, como de juguete,
donde ni siquiera disponía de agua corriente.
—¿Quieres vivir en mi casa? Gratis, claro —le propuso Adriana, de
sopetón.
Raquel la miró como si no comprendiera bien.
—Pero si yo vivo aquí.
—Ya, ya. Y está muy bien, pero…, ¿sabes?, mi piso tiene muchas
habitaciones, y creo que me convendría tener a alguien en casa, ahora que
he perdido el trabajo y estoy sola…
—Creí que tenías un hijo.
En el segundo que duró el silencio que siguió, a Adriana se le removió el
estómago.
—Sí, lo tengo. Ahora es que… está con su padre.
—Ya, pero volverá pronto, ¿no?
Al oír esa pregunta a ella le faltó el aire y el contenido escaso del
estómago le subió de golpe, con una arcada repentina. Solo tuvo tiempo de
darle la espalda a Raquel antes de vomitar sobre la acera, doblada, con una
mano apoyada en la furgoneta. Cuando terminó se quedó jadeando, sin
fuerzas para erguirse de nuevo. La otra se acercó, le pasó un pañuelo de
papel y la ayudó a incorporarse.
—Anda, ven.
Suavemente, la cogió por el codo y la condujo al interior del vehículo.
Con cuidado y sus manos leves, la hizo recostarse en su cama. Adriana se
había quedado débil y temblorosa. En el interior de la furgoneta hacía un
calor insoportable. Raquel se sentó en una esquinita, a sus pies. Ella tuvo
vergüenza de ser quien estaba recostada cuando la otra era quien estaba
enferma.
—Te juro que yo antes no era esto, de verdad —le dijo.
—Ninguna era esto antes, tía.
Adriana cerró los ojos y la respiración se fue normalizando.
—Es algo con tu ex y el niño, ¿verdad? —adivinó Raquel—. Es por
donde aprietan, los muy hijos de puta.
Ella no contestó.
—En algún momento tendrás que dejarlo salir. Que valga para algo lo
que has vivido. Al final, ahí es donde está nuestra fuerza, amiga.
Adriana llevaba años convencida de que por su garganta rota era
imposible que salieran palabras que describiesen lo vivido, pero en ese
momento se preguntó si no sería precisamente aquel grumo espeso y
asqueroso de palabras, retenerlo ahí, lo que se la había roto. Raquel subió
las piernas y las recogió para sentarse al estilo indio.
—Nadie nos va a entender mejor que nosotras mismas. Todas nuestras
historias, en el fondo, son lo mismo. Contarla no te hace más débil; tú no
has hecho nada malo que tengas que ocultar.
Dos lágrimas salieron de los ojos de Adriana y volvió a decir que sí con
la cabeza. Raquel estiró la mano y le dio un ligero apretón, animándola.
—¿Quieres que yo te cuente mi historia?
Ella, dispuesta, se incorporó hasta quedar sentada frente a la otra y
asintió con la cabeza varias veces. Raquel, como un pequeño duendecillo
que fuera a contarle un cuento, cogió aire y arrancó. Su voz, baja, rasgada,
como si estuviera un poco afónica, empezó bajito:
—A los diez años, un niño de mi colegio me hizo algo en el cuarto de
baño y yo no llegué a saber lo que pasó exactamente, ¿sabes? Porque…
26

—… yo a los diez era muy cría, pero mucho, por fuera y por dentro. Poco
espabilada. Aún jugaba con muñecas a veces, aunque delante de mis amigas
me hacía la mayor. También me gustaban las matemáticas, el inglés, dibujar
y la gimnasia rítmica. Mi madre, la pobre, me apuntaba a todas esas
actividades extraescolares para que pasara el menor tiempo posible en casa,
porque ella estaba mala y mi padre nos había dejado hacía años y ella no
podía ni con el pelo, como para cuidarme a mí. Por eso no le dije nada de lo
que había pasado en la cabina del cuarto de baño del colegio; bastante tenía
ella con su enfermedad. Además, es que, te lo digo, yo no sabía qué había
pasado exactamente, porque él me puso de cara a la pared antes de bajarme
las bragas y a mí todo me pareció superraro, pero ver, lo que es ver, vi poco.
Y como él era mayor, tenía catorce y yo solo diez, entonces pensé que,
bueno, que serían cosas que hacen los mayores cuando se lían entre ellos, y
en esa época todas mis amigas y yo nos moríamos por parecer mayores.
»Me acuerdo de que, después, volví a clase con «eso» por las piernas,
porque había sonado el timbre antes de que pudiera limpiarme con papel
higiénico, y yo no quería llegar tarde a Sociales, porque nos quitaban un
punto si nos retrasábamos después del recreo.
»A mí a los diez años ni siquiera me interesaban aún los chicos, pero en
mi grupo de amigas había algunas más adelantaditas, las que ya iban
cumpliendo once, que empezaban con la tontería de tener novio, y que si
este o ese me ha mirado, que si aquel está buenísimo…, todo eso. Se
empeñaban en que fuéramos a jugar al baloncesto a la cancha donde
entrenaban los de la ESO y se ponían a reírse a gritos, a chillar y a exagerar
mucho para que nos mirasen, ya sabes, esas bobadas…, y allí estaba él. Ni
recuerdo su cara. Solo me acuerdo de que era así, pijito, que tenía un
flequillo rubio largo y peinado de lado y que le iban muchas niñas detrás…
Yo era como ahora, una poquita cosa, joder, con diez años; es que no sé por
qué le dio conmigo, podía haber elegido a una más llamativa, menos
criaja… Pero, de pronto, las de mi clase empezaron a decir que el rubio me
miraba y él empezó a ir con sus amigos a la salida de mi clase de Inglés, y
un par de días me siguió hasta mi casa. A mí, si te digo la verdad, aquello
en el fondo me parecía algo agobiante, pero al mismo tiempo me daba fama
de guay en el cole, porque, ya te digo, el rubio era uno de los tíos buenos
oficiales entre las chicas de cuarto, quinto y sexto. Mis compañeras estaban
como locas, me prestaban tops con letras de purpurina superajustados que
yo ni llenaba y me hacían trencitas, me regalaban gargantillas con
corazoncitos y me traían brillo de labios y máscara de pestañas para que
aprendiera cómo se usaban. A mí toda esa atención me encantaba, la
verdad: era un juego que habría sido divertidísimo si se hubiera quedado
ahí.
»Pero, claro, luego venía la parte que era de verdad. El chaval empezó a
hablarme. Yo me quedaba callada o decía a todo que sí, porque, ya sabes: a
esa edad los niños de catorce eran otro nivel. Cuatro años de diferencia,
imagínate. Así que cuando me pidió salir le dije que sí, sin saber muy bien
qué era eso de salir. Por lo que parecía, consistía en ir cuando él dijera al
rincón detrás del gimnasio, donde los tubos de calefacción del cole, y
quedarme muy quieta mientras él besaba mis labios apretados, insistiendo e
insistiendo con fuerza hasta que conseguía que yo los separara. Entonces se
ponía a hacer todo aquello con la lengua dentro de mi boca, que recuerdo
que me daba un asco que me moría. Pero yo me animaba pensando que
tampoco duraba tanto y que era la más guay porque salía con un mayor. Por
suerte, mis extraescolares impedían que nos viéramos por las tardes, y yo
los fines de semana no salía de casa. Acuérdate: diez años. Luego, poco a
poco, los ratos detrás del gimnasio se fueron haciendo difíciles de una
manera que yo no entendía. Él decía que estaba perdiendo el tiempo
conmigo, y yo, callada, porque no tenía ni idea de qué quería ni qué podía
hacer yo. Así que un día vino diciendo de cortar y yo me puse a llorar como
una Magdalena, porque vi que se me acababa molar la que más, adiós a las
gargantillas con corazones y a tener a todas las niñas pendientes de mí. Le
pedí llorando que por favor no cortara, que yo haría lo que él me dijera, a lo
cual él dijo que bueno, vale, pero que tenía que obedecerlo en todo y no
protestar por nada ni contarlo a ningún adulto.
»Me acuerdo del frío de los azulejos amarillo pálido en mi moflete
aplastado contra ellos. Al chaval lo tenía pegado a la espalda,
espachurrándome contra la pared. No era nada agradable, pero yo le había
dicho que no protestaría, así que tampoco dije nada cuando me cogió el
brazo y me lo dobló hacia atrás, como hacen los policías cuando detienen a
un ladrón. Él me hizo agarrar con la mano esa parte de carne que estaba tan
caliente y que se movía un poco por sí sola, como si tuviera hipo. Yo sabía
lo que era, pero no tenía ni idea de qué debía hacer con ella, aunque él me
guiara arriba y abajo sujetándome por la muñeca y respirando cada vez más
fuerte. A mí me dolía el brazo forzado hacia atrás y él tampoco parecía muy
contento. Se impacientaba, resoplaba, decía palabrotas en voz baja y, de
pronto, me soltó la mano, me levantó la falda y me bajó las bragas. Me
separó con las manos los cachetes del culo y puso en medio esa parte que
ardía y que estaba ya un poco húmeda. Y ahí, con la fricción de un sube y
baja cada vez más acelerado, pareció que la cosa acababa bien para él. Yo
volví a clase sin haber visto nada, sin saber bien lo que había pasado y con
aquella cosa tibia y pegajosa por el culo y la parte de atrás de los muslos.
Tenía un poco de ganas de vomitar, pero el alivio de haber conseguido que
no cortara conmigo lo compensaba. Solo que no duró, porque, ya te lo
imaginarás, él no volvió a dirigirme la palabra; es que ni me miraba si nos
cruzábamos en el pasillo. Por suerte, ya era final de curso y el apagón de mi
estrellato en el cole no ocurrió en esas dos últimas semanas.
»Las vacaciones, como siempre, las pasé en casa, intentando ayudar a mi
madre, que estaba en su segundo ciclo de quimio aquel verano y no tenía
pelo ni cejas y le daba vergüenza salir a la calle. Yo hacía las cosas de casa
que sabía hacer y luego me aburría como una piedra, veía la tele y releía los
tres únicos libros que había en casa: uno de chistes, otro sobre cuidado de
plantas y uno de mitología griega para niños, que era el que más me
gustaba.
»Cuando empezaron las clases en septiembre, llegué con mis once años
recién estrenados, mis trencitas y mi brillo de labios, queriendo demostrar
que molaba tanto como el año pasado, pero las cosas habían cambiado. Mi
corrillo fiel de niñas se había disuelto y a mi alrededor había un círculo
vacío que me acompañaba siempre, como un campo de fuerza donde nadie
entraba. Ninguna de las de mi clase se quiso sentar a mi lado ese principio
de curso y la profesora tuvo que obligar a Inés Codina Moreno a que
ocupara la silla vacía junto a la mía, cosa que hizo resoplando y poniendo
los ojos en blanco, para luego ignorarme durante el resto del curso. Fíjate:
yo era tan inocente que al principio pensaba que era porque ya no salía con
el rubio, pero luego empezaron las notitas, las pintadas, los papeles
clavados en el corcho del pasillo, las palabras raspadas en la madera de las
puertas del baño. ¿¿Puta yo?? ¿De qué? ¡Si aún me reía con los dibujos de
Bob Esponja! Pero nada: lo de zorra y guarra me seguía por donde fuera, y
pronto comprendí que tenía que ver con lo que pasó en el baño el curso
anterior, aunque a esas alturas lo habían «tuneado» bastante, eso sí. Fue
entre los mayores donde había empezado a circular que el rubio se había
follado a una niña, a mí, en los baños, y el rumor se había extendido antes
incluso de que empezara el curso. Imagínate el plan. Y no te creas que una
sola voz se levantó para defenderme, para decir que yo era una niña
pequeña, ¡una niña!, y que ese pavo era un puto violador y un cerdo; no, la
cerda era yo. Y esto era en 2005, ¿eh? No hace noventa años. Pero es que
nadie. Nadie.
»Al principio, mi preocupación se centró en aclarar la mentira: que él no
me había follado de lo que se dice follar follar. ¡Si yo ni sabía bien qué era
eso!, ¡si tuve que aprender de golpe un montón de cosas de las que ni había
oído hablar antes! Pero no era fácil explicar lo que había pasado y, además,
aclararlo no mejoraba mucho mi reputación; si no había follado, daba igual:
lo que había hecho seguían siendo «guarrerías» y yo era «muy espabilada y
muy puta» para ser tan pequeña… Aunque eso de que no había follado no
se lo creía nadie.
»«El Rubio te la ha metido, pero, vamos, fijo, fijísimo», me soltó Román
en las escaleras del patio, el día de la lluvia.
»No sé si te puedes hacer una idea de lo que fue todo aquello para una
niña de once años sin apoyos de ningún tipo, que no había recibido ninguna
educación sexual. Para empezar, acepté la idea de que yo era tan culpable
de lo que había pasado en el baño como el chico: había ido allí sin que me
obligara y no me había resistido ni había protestado, así que aquella mierda
también era cosa mía y más me valía ocuparme de que ningún profesor se
enterara. Por eso, en lugar de denunciarlo, lo que hice fue ocultarlo al
mundo adulto. Me pasé el curso sola, desesperada por que alguien se
acercara a hablarme sin insultos ni bromas de mierda. Para las niñas de mi
clase, de once y doce años, el relato que corría de lo que yo había hecho era
demasiado fuerte; me decían que yo daba asco, me trataban como a una
apestada. En el resto del colegio me harté de oír y leer cosas sobre mí,
tantas que se hicieron algo normal y cotidiano. No dejaban de dolerme, pero
no me parecía que fueran mentira del todo. A esas alturas ya no me quedaba
autoestima, por eso, en vez de pegarle una hostia a Román cuando dijo que
me la habían metido, me encogí de hombros y me quedé allí delante de él
mientras empezaba a llovernos encima. Entonces me dijo que tenía quince
euros y que yo me los podía ganar. ¿Cómo? Él me lo explicó mientras me
llevaba al hueco de las escaleras, debajo del tejadillo de uralita donde
guardaban los cubos de la basura. Solo tenía que utilizar la mano de la
manera que él me iba a decir, total, mucho más fácil que lo que había hecho
con el Rubio, y me podía llevar quince euros a cambio de unos minutejos.
El tal Román era el primer alumno de todo el colegio que me hablaba sin
insultarme en seis o siete meses y…, en fin, lo que proponía parecía tan
sencillo… Aún tengo grabado el ruido de la lluvia cayendo sobre la uralita
mientras yo le daba con la mano arriba y abajo, arriba y abajo… Esas cosas
tontas que se te quedan en la cabeza, ¿verdad? Aquella no fue una paja muy
bien hecha, pero enseguida aprendí a hacerlas de maravilla, porque Román
fue hablando por ahí y muchos chicos podían gastarse quince euros en pasar
un buen rato. Raro era el día que no tenía dos o tres esperándome a la
salida. Eso fue así durante los dos cursos siguientes, porque, aunque las
chicas, según crecían, empezaban a enrollarse con los chicos, se ve que a
ellos les daba más morbo hacer cosas con la tía más guarra con diferencia
de todo el colegio, que además te cobraba, como una puta de verdad, la paja
a quince y la mamada a veinticinco. Y, mira, ser eso que todos decían me
sirvió para no estar sola, con todos esos chicos alrededor y con las chavalas
más malotas, que también empezaron a venirse conmigo porque yo era lo
peor y eso les molaba. Así que para qué resistirse: mejor darles la razón a
todos y meterme en el papel… Solo que… una también tiene que dormir
por las noches, ¿sabes?
Raquel calló de golpe, se puso la mano sobre la boca y arrancó a toser. El
esfuerzo de hablar tanto la estaba dejando sin aliento. Adriana esperó a que
se recobrará y aprovechó para recuperarse también ella. Había estado
escuchándola con una bola de angustia en el pecho, tan dentro de su relato
que incluso cuando en un momento dado le sonó el móvil lo apagó sin
mirar siquiera quién llamaba.
Cuando Raquel terminó de toser se quedó quieta, jadeante.
—Hay más, pero ya seguiré otro día, porque ahora…
Negó con la cabeza y pareció que se vencía un poco hacia delante.
Adriana se adelantó y la rodeó con el brazo para sostenerla. Raquel no
pesaba apenas, pero la enlazó también con su brazo hasta que no se supo
quién sostenía a quién. Ninguna habló en un largo rato. Luego, ella le dijo
que descansara un poco, que después la ayudaría a hacer la mudanza a su
casa.
27

—No, claro que no me molesta —dijo Marcos amablemente—. Aunque no


sea ya mi pareja, Adriana es la madre de mi hijo. No solo no le guardo
rencor por agredirme, sino que sigo intentando cuidarla, aunque ella se
volvería loca de rabia si lo supiese.
A pesar de estar en videollamada, Alberto percibió el potente carisma
que atravesaba la pantalla. El tío sabía sonreír, modulaba maravillosamente
su tono de voz y daba a su mirada la expresión perfecta para cada frase.
Comparó ese despliegue con el esfuerzo que a él le costaba traer una sonrisa
a su propia cara y pensó que parecían de dos especies distintas.
—Por eso no me cuesta nada contribuir de forma anónima a algo que a
Adriana le da tranquilidad. —Marcos sonrió de una forma un poco triste
antes de añadir—: Créame, inspector, que es mejor para todos que mi
exmujer esté tranquila.
—Desde luego, tiene mérito que apoye un centro a donde su exmujer va
porque cree que usted es un…
El aludido, sin perder la sonrisa, levantó la mano, arrancando un reflejo
al macizo reloj de oro rosa que lucía en la muñeca derecha. Todo en él,
desde el apresto de su camisa con dos botones desabrochados hasta la forma
en que el cabello le caía sobre un costado de la frente, e incluso el gesto
elegante con el que le rogó una pausa, describía un lujo asentado,
contundente e indiscutible. Se notaba también allí, en el despacho desde el
que Alberto estaba hablando con él. Un despacho de su empresa al que la
joven de recepción le había llevado un portátil para realizar la
videollamada.
Al principio, la recepcionista no se había mostrado muy amable con él
cuando supo lo que quería. Más bien al contrario. Había escuchado sin
interés la justificación inventada pero creíble con la que le pedía datos de
financiación del centro cultural Alamillo y había negado con la cabeza.
—Lo siento. No puedo confirmarle esa información.
—¿Podría hablar con alguna otra persona que pudiera…?
—Es agosto —lo interrumpió ella con frialdad—. Estoy prácticamente
sola en la oficina.
Era una chica bonita, el pelo oscuro con un pulido corte bob y una cara
de rasgos armoniosos, aunque seria y con mirada apagada. A Alberto su
expresión le recordó a algo o a alguien que no supo identificar en ese
momento.
—Siento no poder ayudarlo. Buenos días.
Sin más, la chica se giró hacia su ordenador, dando por terminada la
conversación. Él no se movió y ella se puso a teclear, ignorándolo.
—Entonces, tendré que pedirle que me comunique con el señor Marcos
Armenta.
La joven ni lo miró.
—Imposible. Está de vacaciones.
—Ya lo sé, pero necesito esta información y seguro que él me la podrá
dar.
Ella siguió tecleando y repitió con un tono abiertamente hostil:
—No lo puedo ayudar. Adiós.
Alberto suspiró. No se veía con fuerza ni le apetecía intimidar a una
chiquilla, pero llegado ahí no se iba a encoger de hombros y dar media
vuelta. Sacó su acreditación policial y se la puso delante de la cara. Su voz
sonó tan firme que hasta se sorprendió a sí mismo.
—Sí que me va a ayudar, porque la información que necesito es relevante
para una investigación y es probable que, si no es conmigo, su jefe termine
hablando con uno de mis superiores, a quien, por supuesto, yo habré puesto
al tanto de su disposición a cooperar.
Ahí la joven perdió de golpe su aplomo y lo miró desde su silla con los
ojos muy abiertos.
—Pero es que… yo no puedo llamar al señor Armenta a mitad de
agosto…
—Pues entonces facilíteme la información que le pido.
La chica se puso de pie, pálida, toqueteándose con nerviosismo un
mechón de su melenita corta. Negó con la cabeza y pareció a punto de
llorar. A Alberto le pareció exagerada su reacción. Se preguntó si realmente
lo que le estaba pidiendo era para tanto.
—Por favor, no quiero tener más problemas —le rogó ella con la voz
quebrada.
—Póngame con el señor Armenta y nadie tendrá ningún problema —le
dijo él tratando de sonar amable y tranquilizador.
Ella, dudando, cambió el peso de un pie a otro y se mordió el labio
inferior. Con tensión en sus movimientos, agarró su móvil e hizo la llamada.
Alberto se retiró hacia la zona de sillones —estilizados, minimalistas, muy
caros— y la escuchó hablar a media voz con el tono de un cachorrito que
lloriquea pidiendo amparo. Al cabo de unos minutos, con muchos
asentimientos por delante, la chica terminó y se giró hacia Alberto con una
sonrisa de alivio.
—El señor Armenta hablará con usted encantado. Sígame a un despacho,
por favor. ¿Desea que le traiga un café o agua?
Marcos había escuchado con suma atención y amabilidad la pregunta de
aquel hombre (un invento sobre la orden de alejamiento de Adriana que
había conectado con el centro cultural al que ella acudía) y desde el
principio se había mostrado abierto y había contestado con generosidad.
—Ya sé lo que mi exmujer piensa de mí, inspector. Está totalmente
convencida de que ha sido víctima de violencia machista.
Alberto no dijo nada. Marcos había dejado de sonreír y en su rostro
afloró una tristeza sobria y contenida que lo favorecía.
—He estado diez años en pareja con Adriana y no tengo pudor en
confesar que es la mujer a quien más he querido. Cuando la conocí, ella
había terminado con notas excelentes sus estudios y en poquísimo tiempo, a
pesar de ser tan joven, era gerente en una tienda de lujo de una firma de
moda muy potente. Una mujer inteligente. Más que eso: brillante. Tenía una
alegría y una luz… Todos los que la conocíamos queríamos ser parte de eso,
tomar un poco de ese brillo. Yo me sentí muy afortunado al iniciar un
proyecto de vida con ella, pero… —bajó los ojos—, pasado el primer año,
empecé a notar cosas en ella: pequeños detalles, manías, descuidos, fallos
que al principio no me parecieron graves. Yo estaba muy enamorado, podía
con todo. Incluso cuando comenzaron sus terrores y cuando empezó a
inventarse cosas y a ausentarse mentalmente…
—¿Ausentarse?
—Algunas veces parecía estar normal, pero después me daba cuenta de
que su mente se había ido, porque no recorda­ba nada: ni dónde había
estado, ni qué había dicho, ni las cosas que había hecho. Empezó a
inventarse historias que solo ocurrían en su cabeza. Créame: tiene una
imaginación poderosa, pero no para bien. Caía en obsesiones. Una de ellas
me concernía a mí y, la verdad, era muy doloroso, porque yo no he hecho
más que quererla y cuidarla, ocuparme de su bienestar, coordinar sus
tratamientos psiquiátricos… En resumen: he pasado años viviendo solo para
ella. Pero la situación llegó a un punto insostenible. Tenemos un hijo, y él
es lo primero. Había que protegerlo y cada vez era más difícil de esconder
lo que ella…, lo que estaba pasando. —Sus palabras se fueron apagando.
Alberto estaba anonadado por lo que acababa de escuchar. Si esto era así,
la sospecha sobre Adriana se espesaba, cogía cuerpo.
Marcos había bajado la vista, pero suspiró y volvió a mirar al policía,
rehaciéndose.
—Me da lo mismo que ella siga viviendo en su fantasía de mujer
maltratada, que vaya a ese grupo de mujeres o a donde sea. Siempre que
pueda, yo voy a estar detrás apoyándola y facilitándole todo aquello que le
pueda dar un poco de paz. —De nuevo una sonrisa y los ojos brillantes de
emoción—. No sale a cuenta enamorarse, inspector.
Alberto casi le devolvió la sonrisa. Pensó que era el tipo de persona con
el que cualquiera querría hablar con unas cervezas de lo complicado que es,
a veces, manejar las emociones. O de lo que él quisiera. Te cautivaba como
un hipnotizador.
—¿Puedo hacerle otra pregunta, señor Armenta?
—Llámeme Marcos, por favor. Después de lo que le he contado, estoy a
punto de invitarlo a cenar…
Su magnetismo era tan irresistible y estaba tan bien ejecutado que era un
espectáculo digno de contemplar, y Alberto, a pesar del disgusto por lo que
él le estaba contando, percibía lo difícil que era mantenerse centrado para
no dejarse arrastrar y asentir a todo. Se irguió en su silla para hacerle la
pregunta:
—¿Usted cree que Adriana, en una de esas ausencias mentales, podría
hacer algo peligroso?
Marcos no tuvo que pensarlo. Se apartó el pelo de la frente, brilló otro
reflejo del lujoso reloj de su muñeca y habló despacio, asintiendo con pesar.
—En sus ausencias, puede hacer cualquier cosa. —Asintió una vez más,
con la vista perdida en un recuerdo—. Cosas peligrosas, tanto para ella
como para otros —dijo a media voz.
Marcos tocó sin darse cuenta el mando que guiaba su silla de ruedas.
Alberto vio el gesto, pero solo podía pensar en la respuesta que acababa de
recibir. Se despidieron muy amablemente y terminaron la videollamada. La
joven de la recepción vino a cerrar la sesión y a indicarle que dejara la
botella de agua en un depósito de reciclaje adosado con ingenio al diseño de
la mesa. Lo miró con curiosidad.
—Lo diseñé yo —dijo ella—. Es que este era mi despacho… antes —
añadió, abriéndole la puerta para cederle el paso.
Alberto no ocultó su sorpresa y la recepcionista se explicó mientras
atravesaban el amplio vestíbulo.
—Me contrataron para dirigir el Departamento de I+D, pero…, bueno, a
veces nos sobrevaloramos a nosotros mismos… y las cosas no salen como
habíamos esperado.
Aunque sonrió valerosamente, él identificó, ahora sí, su expresión seria,
triste más bien, y esa mirada apagada que le era familiar. Demasiado. La
veía cada mañana en el espejo de su cuarto de baño: la expresión de alguien
vaciado, drenado hasta los huesos.
28

A Jorge le temblaban las manos cuando cogió su móvil y buscó el número


en la agenda. No le quedaba apenas batería y le desesperó que sus dedos
temblorosos no atinaran con el contacto que buscaba: se le iba, no podía…
«Eso te pasa por tener conciencia. Mala conciencia.» Desde su
conversación con Adriana y, sobre todo, a partir de los recuerdos que le
sobrevi­nieron inmediatamente después, un difuso remordimiento no lo
había dejado en paz. Era como tener un dedo apoyado contra la espalda. Al
principio casi no lo notas; luego, esa presión ligera y constante se hace
presente cada vez durante más tiempo, hasta que se convierte en una aguda
molestia que no se puede ignorar. Jorge no podía desoír sus pensamientos;
necesitaba librarse de ese dedo contra la espalda y volver a su tranquilidad
anterior. La imagen del hijo de Adriana y Marcos le venía a la mente sin
parar, y, por más que intentase espantarla («¡A ver, calma, por favor! Está
con su padre, que lo adora, es un tío estupendo, sería incapaz de hacer daño
a nadie y menos a…»), no había forma. La imagen del crío volvía y volvía.
Y también la mirada de pánico de la madre mientras le agarraba el brazo,
pidiendo una seguridad que él no supo darle. La idea que lo atormentaba se
le había metido tercamente en la cabeza, tomando un cuerpo que no había
tenido en treinta años. Joder, se la tenía que sacar de dentro. Esther notó que
estaba distinto, pero Jorge no le dio ninguna pista de lo que le pasaba.
Esa tarde le dijo que tenía partido de squash con el primer nombre, uno
inventado, que le vino a la cabeza y que se verían a la hora de cenar.
Condujo su coche hasta una urbanización residencial de lujo, ubicada en las
estribaciones de la Sierra Norte de Madrid. Dio su DNI en la garita de
seguridad y recibió el permiso para entrar.
El chalet era grande y de moderna construcción. Fueron a buscarlo a la
puerta dos personas de servicio. Una se llevó su coche y la otra lo
acompañó al porche trasero.
—La señora está tomando el sol —le dijo.
Jorge rodeó un ala de la casa y bajó unas escaleras blancas que conducían
a la gran piscina de un intenso color azul. Dudaba que sus dueños se
hubieran bañado una sola vez: le constaba que quien la hizo construir, unos
diez años atrás, apenas pasaba tiempo en esta casa, y su mujer, al menos
antes, le tenía aversión al olor del cloro.
Su tía Ágata estaba tumbada en bañador sobre una enorme y mullida
tumbona tapizada de blanco. Encima de esa blancura contrastaba con viveza
su cuerpo, de color marrón brillante, como cuero recién aceitado. A sus
sesenta y siete años, podía parecer todavía, si no pasabas mucho rato con
ella, una señora imponente y distinguida. Una gruesa cadena de oro
adornaba el escote de su bañador rojo, llevaba el pelo recogido en un moño
apretado y pulido encima de la cabeza y le cubrían el rostro, barnizado de
cremas, unas gafas de sol enormes. Su maquillaje, aplicado por manos
ajenas, se mantenía impecable desde la mañana porque era muy posible que
esa cara no hubiera movido un músculo en todo el día. Jorge se acercó a la
tumbona. Ágata no se inmutó. Imposible saber si había notado su presencia.
—¡Hola!
Su tía levantó lánguidamente la mano e hizo un gesto para apartar de sí a
quien fuera, como quien espanta una mosca. La bajó tan despacio como la
había alzado.
—Soy yo —insistió Jorge.
De repente, Ágata volvió a la vida. Se sentó, levantándose las gafas, y se
le iluminó el rostro.
—¡Cariño! ¡Has venido a verme! ¡Qué alegría, mi niño! ¡Ven a darle un
abrazo a mamá!
Él entendió el equívoco. Se quitó sus propias gafas de sol.
—No, no, tita Ágata. No soy Marcos. Soy Jorge, tu sobrino.
Como una vela que se apaga de un soplido, la mujer borró de golpe la
sonrisa y volvió a recostarse despacio en la tumbona, bajándose las gafas
sobre el rostro. Él se quedó plantado esperando a que ella dijera algo, pero
no hizo ni dijo nada más. Jorge miró alrededor y vio una banqueta. La
arrastró junto a la tumbona de su tía. Ella siguió tumbada, indolente, como
un animal adormecido por el sol.
—Tita Ágata, ¿cómo estás? ¿Te encuentras bien?
Esta hizo un leve asentimiento con la cabeza.
—¿Y el tito Luis Ángel?
La mujer no pareció haberle oído. Jorge se aclaró la garganta e hizo un
esfuerzo para arrancar una conversación que no sabía cómo conducir tal
como estaba su tía, así que sutilezas fuera, decidió.
—Tita, ¿sabes que últimamente me he estado acordando mucho de
cuando éramos pequeños? Los primos, digo. ¿Te acuerdas de cuántos nos
juntábamos en el chalet?
Ágata hizo un desvaído movimiento con la cabeza que podría ser un
asentimiento o tal vez no. El sol picaba. Jorge notó el sudor en la espalda.
—Eran geniales aquellas vacaciones. Tú estabas guapísima con aquellos
vestidos largos, la más guapa de todas las tías.
Nada se alteró en el rostro oculto bajo las gafas.
—Qué veranos tan buenos, ¿verdad? —insistió él—. En el chalet lo
pasamos de maravilla y, después, cuando nos dejasteis bajar al pueblo…
Ágata suspiró y habló lentamente, como en sueños:
—No quería que bajaseis, ya sabes que me daba miedo, pero me
convenciste, Marcos, como siempre…
—No soy Marcos, tita. Soy tu sobrino Jorge. Es verdad que el primo te
convencía de lo que quisiera, nos pasaba a todos, no se le podía negar
nada… Era irresistible.
—Mi niño —repitió ella—. ¿Por qué vienes a verme tan poquito,
Marcos?
—Tita, soy Jorge. Marcos, tu niño, es verdad… Era el mejor de todos los
primos, ¿verdad?
—El mejor —repitió Ágata.
—Tú lo conocías más que nadie… Solo con mirarlo sabías qué pensaba.
Ella movió de nuevo la cabeza, tal vez asintiendo, pero no dijo nada.
—Sabías muy bien cómo era él de verdad, su carácter, todo.
—Marcos, ¿cuántos días te vas a quedar? —preguntó ella por encima de
las palabras del otro.
—No, tita, que no soy… —Jorge desistió de terminar la frase.
Miró alrededor. No había nadie a la vista. Probablemente dejaban a su tía
bajo el sol durante gran parte del día, atiborrada de medicación y
embadurnada con sus carísimas cremas. Cuando ella era joven tenía la piel
muy blanca y la cuidaba mucho.
—¿El tío Luis Ángel está de viaje? —preguntó él.
—Tranquilo, llévate lo que necesites, no le diré nada a papá, cariño.
Jorge suspiró. No iba a sacar nada de aquel encuentro. Le daba pena su
tía: la veía muy sola, y su estado, desde la última vez que la vio, había
empeorado. Su marido llevaba una vida al margen, siempre viajando, y no
debía de pasar por esta casa más que por cortesía mínima uno o dos días al
mes. El personal de servicio y el equipo médico eran los que se ocupaban
de Ágata.
Jorge la miró con impotencia. La inmovilidad sin apenas conciencia de su
tía era un muro. Ni siquiera sabía que él estaba allí. Pensó en irse, pero, ya
que había hecho el viaje, nada perdía por intentarlo una vez más.
—Era un niño muy especial, Marquitos. Me acuerdo de cuando nos subía
a los primos a contarnos sus aventuras al torreón… —Esta mención
provocó otro ligero movimiento de cabeza en la tía—. Un niño muy bueno,
tita, ¿verdad? —continuó—. Era incapaz de hacer daño. Era tan cariñoso
con todos… Y cuánto quería a su hermana, cómo la cuidaba, ¿a que sí?
Si la referencia a la hija muerta tocó a Ágata, nada se notó por fuera.
Jorge esperó. Su tía respiró profundamente: estaba empezando a dormirse.
Era inútil insistir. Suspiró y se puso las gafas de sol.
—Bueno, me voy a tener que ir, tita.
—Vienes tan poquito a verme, Marcos, mi vida… —murmuró la mujer,
casi dormida.
—A ver si traigo un día a mis padres. Les gustará mucho visitarte. —Se
imaginó la cara de tristeza de su madre y el movimiento de cabeza, fatalista,
de su padre. Jorge buscó algo más que decir, pero no se le ocurrió nada. Se
levantó—. Tita, me voy.
Ágata no pareció haberlo oído. Con una última mirada de lástima, le dio
la espalda.
—¿Ves como me porto bien? —La voz de su tía lo hizo detenerse.
—¿Perdón? —Se volvió para mirarla: seguía tendida en la misma
postura, pero una sonrisa le temblaba en la boca y le ablandaba el mentón.
—No hablo —añadió en un susurro cascado, de anciana—. Nadie sabe.
—¿Saber qué?
—Hago lo que tú me dijiste esa noche.
Jorge, sintiendo el pulso amontonársele en la garganta, dio un paso hacia
la mujer, que, ahora sí, habló:
—«No me sigas todo el tiempo, mamá», «Déjame a mi aire, que algún
día vas a enterarte de lo que no quieres» —murmuró ella, repitiendo frases
de otro tiempo.
—Tita, espera… —Jorge intentó pararla, porque en realidad, en el fondo
de su corazón, no deseaba oír ni saber.
—Tú tenías razón, Marquitos: fue por seguirte… Pero es que el torreón
era muy peligroso y estaba todo tan oscuro… Yo no sabía por qué subíais
los dos en pijama a esas horas de la noche…
Jorge tropezó al darse la vuelta apresuradamente para irse de allí. Aún no
había llegado a la escalera de mármol cuando la oyó levantar la voz:
—¡Nunca lo he contado! ¿Sabes? Nunca he dicho nada…
Él se volvió a mirar a su tía. Ágata se había sentado y tenía los brazos
abiertos hacia él.
—… para que siempre me quisieras, Marquitos. ¡No te vayas! ¡Ven con
mamá, que yo no he dicho nada, que no se lo he contado a nadie, ven con
mamá, cariño!
Jorge giró sobre los talones y subió corriendo las escaleras. Atravesó el
césped recién cortado y pidió su coche. Por suerte, era automático; si no, lo
habría calado diez veces antes de lograr atravesar la puerta del recinto.
Fuera ya, tuvo que parar. Sentía mucha angustia. Se buscó con premura el
móvil en los bolsillos. Lo sacó y trató de localizar el nombre de Adriana en
sus contactos. ¡Cómo le temblaban las manos! No atinaba. Apenas quedaba
batería. Le costó presionar sobre el nombre de ella. Impaciente, oyó un
tono, dos, tres… Finalmente, saltó el buzón de voz. Jorge se humedeció los
labios y trató de que su voz no sonase alarmada, pero fue imposible; el
desasosiego que sentía se filtró entre sus palabras:
—¿Adriana? Soy… Hola, soy Jorge. Oye, mira, que… tengo que contarte
algo. Tenemos que hablar. Es sobre lo que me preguntaste: si yo creía que tu
hijo… Bueno, no, mejor me acerco a verte ahora mismo y hablamos en
persona.
Cortó la llamada sin despedirse. Se quedó pensando un instante. Luego,
encendió el coche y arrancó.
29

El mensaje de Jorge se transformó en un pequeño icono en la pantalla del


móvil de Adriana, pero ella no lo vio porque lo había dejado sobre la mesa
de la cocina mientras ayudaba a Raquel a trasladarse a su piso.
Cuando él llegó al portal del edificio, ella estaba en la furgoneta
recogiendo junto con la otra sus pocas ropas. Jorge estaba llamando al
portero automático sin parar mientras ellas separaban las cosas que la joven
necesitaba subir al piso. Y, mientras Raquel se ponía al volante de la
furgoneta y Adriana subía al asiento del copiloto, él aprovechó que salían
unas personas del portal para subir al rellano y llamar a la puerta del piso,
sin que nadie le respondiera. Mientras las dos mujeres circulaban durante
los pocos minutos que tomaba llegar al edificio, Jorge sacó el móvil y
volvió a llamar a Adriana; le saltó el buzón de voz y le grabó un mensaje
aún más nervioso y urgente que el anterior, pero la batería se agotó y el
móvil se apagó antes de terminar de hablar.
—Mierda —gruñó.
Justo cuando ellas encontraban un hueco a unos ocho metros del portal,
él bajaba las escaleras deprisa. Y, cuando salió del portal y echó a andar por
la acera en sentido contrario, dio la espalda a la vieja furgoneta blanca de la
que estaban bajando las dos mujeres, que no se fijaron en el hombre que se
alejaba en dirección opuesta. Por menos de medio minuto, Jorge no se había
cruzado en el portal con Adriana, quien subió a coger de su armario una
maleta donde Raquel pudiera meter sus cosas para subirlas al piso. Esta la
llenó y aquella la ayudó a subirla. Mientras la joven sacaba rápidamente sus
pertenencias de la habitación que iba a ocupar, Adriana bajó y se sentó en el
lateral abierto del vehículo, vigilando, no fuera a venir algún ladrón o, peor
aún, un agente de tráfico.
Durante el rato que había estado con Raquel se había pausado la máquina
del miedo, pero ahora su mente volvió a la rueda: ya había cumplido la
primera «misión» de Marcos y, a partir de ahí, lo sabía por experiencia, el
juego crecería en dificultad; esto era lo que mantendría a su exmarido
entretenido. La incógnita era hasta dónde podría soportar Adriana, en qué
momento se rompería y qué le pasaría a su hijo después. Estaba tan
ensimismada que no vio al hombre que se acercaba y se paraba delante de
ella.
—¿Hola? —saludó Alberto, moviendo la mano ante sus ojos.
Adriana volvió a la realidad con sobresalto y enfocó la mirada en él. Hizo
intención de levantarse, pero él la detuvo con un gesto.
—Vaya sorpresa —dijo ella—. Qué casualidad encontrarnos.
—No. La verdad es que me he acercado a propósito para saber cómo
estás —contestó él.
Adriana se encogió de hombros. En sus palabras sonó una nota de humor
resignado.
—Me has visto limpiando un asesinato, vomitando en la calle y metida
en un calabozo, así que, aunque sea por comparación…, supongo que me
coges en un buen momento.
Alberto sonrió y sus músculos, desacostumbrados, le tiraron del rostro,
haciéndose notar.
—¿Cómo has sabido dónde vivo? —dijo ella.
—He preguntado en tu trabajo, espero que no te moleste —mintió él,
porque, aunque sí que había hablado con José Manuel, ya de antes sabía su
dirección—. Bueno, tu antiguo trabajo, porque me han dicho que te has
despedido hoy.
Adriana desvió la mirada.
—Sí.
—No es muy común hoy en día renunciar a un empleo —comentó
Alberto.
—Bueno, ya estás viendo que no estoy muy centrada —respondió ella,
evasiva—. No tomo buenas decisiones.
—Ya. A veces, cuando estamos en apuros, hacemos cosas que nos
perjudican.
—Eso será.
Alberto resopló, pasándose la mano por la frente.
—Adriana, ya sé que apenas me conoces, pero de verdad quisiera
ayudarte.
Ella levantó una mirada interrogante.
—¿Cómo?
—El otro día, cuando pasó lo de tu ex…
—Cuando le pegué.
—Sí. Cuando… ¿Tú eras…, eras consciente de lo que hacías?
—No te entiendo.
—Que si lo hiciste estando despierta, que si recuerdas lo que pasó o
estabas con la mente ida.
—Sí, claro que lo recuerdo… No entiendo a qué viene esa pregunta.
Alberto se quitó las gafas, impaciente, como quien retira una cortina,
para mirarla a los ojos. No estaba como para andar con rodeos. Mejor
cuanto antes.
—Necesito comprobar dónde estabas el día 10 de julio, entre la una y las
tres de la madrugada. Dónde estabas el día 27 de julio, entre las cuatro y las
cinco de la tarde, y el pasado martes, entre las doce de la noche y la una de
la mañana.
—A esas horas, supongo que durmiendo. ¿Por qué?
—¿Tienes alguna manera de probarlo?
—¿De probar que estaba en mi casa dormida? —Adriana se calló,
frunció el ceño y empezó a entender—. Esto es por los asesinatos del
barrio… —Los ojos se le abrieron al máximo—. ¿Me…? ¿Es que me estás
investigando?
Alberto negó con la cabeza.
—No estoy de servicio. Sigo de baja. —Ella se levantó, atónita. Él señaló
el arañazo de su brazo—. Un testigo se cruzó con un sospechoso a la hora
del asesinato de Carlos Vila y vio que tenía un arañazo en el brazo. Como
ese.
—Ya me preguntaste. Me caí en la acera.
—¿Por qué tenías tanto interés en que te contratasen para ir a ese piso?
¿Por qué dijiste que al asesino le daba igual que lo pudieran ver por la
ventana, que lo único que le importaba era matarlo? ¿Cómo lo sabías?
«Lo sabía —pensó ella—. No sé de dónde me vino, pero lo sabía.» Y el
impulso que la llevó a abordar a José Manuel cuando, en la calle llena de
policías y bomberos, lo oyó decir por el móvil que al día siguiente
limpiarían el piso de la víctima también había venido de algún lugar
desconocido. No lo podía explicar, como tampoco tantas otras cosas de su
vida que hacía años que no eran normales. Se puso roja y a Alberto no le
pasó inadvertido.
—La víctima, Carlos Vila, estuvo en la parroquia del barrio justo el día
en que tú fuiste allí preguntando si sabían de algún empleo.
—Yo he buscado trabajo por todo el barrio. No sé con cuánta gente habré
coincidido.
—La exmujer de la última víctima asiste al mismo grupo de ayuda que tú
—continuó él.
Adriana notó que le ardía toda la cara.
—¿Y qué? Es casualidad.
—De tres asesinatos, tú estás relacionada con dos, no de una manera muy
directa, pero es raro. Y, si se descubre que también tienes relación con el
tercero, tanta casualidad va a ser difícil de manejar.
Ella abrió la boca para contestar, pero no supo ni por dónde empezar…
No tenía coartada para las horas de los crímenes: estaba dormida. No sabía
explicar por qué quiso ese trabajo que implicaba ir a aquel piso ni por qué
dijo esas palabras en la cocina ensangrentada: aparecieron en su mente sin
más. No podía probar que no conocía al exmarido de Miedo, aunque
asistiera con ella al grupo de ayuda (pero él vivía en su mismo barrio…, ¿y
si lo conocía?). No podía saber con seguridad cómo se hizo el arañazo en el
brazo. Ni siquiera podía afirmar que ella era una persona pacífica, cuando el
mismo Alberto oyó de su boca que habría querido matar a Marcos después
de pegarle en la calle.
—¿Crees que lo he hecho yo? —le preguntó, desamparada.
—No me pareces una asesina, no me lo pareces en absoluto… —Lo cual
era verdad, pero también era una manera de no contestarle—. Pero tengo
que saber lo que ha pasado —concluyó con un tono que buscaba animarla a
hablar.
Adriana, abrumada, solo pudo quedarse mirándolo. Esto sí que no lo
había visto venir. Ahora, ¿sospechosa de asesinato? ¿Es que su vida no
dejaría nunca de dislocarse? El estupor no le dejaba sentir irritación contra
Alberto. Notaba que su preocupación por ella era auténtica. Además, no
había más que verlo: él también estaba mal y hasta le dio algo parecido a la
ternura encontrarlo tan delgado, con una blancura poco sana y con la
expresión tensa y vuelta hacia dentro de quien lidia con su propio
sufrimiento. Él entendió que ella no iba a hablar y se sacó una tarjeta del
bolsillo trasero del vaquero.
—¿Te puedo dar mi número de móvil? Por si quieres… o decides… No
sé, lo que sea.
Adriana la cogió. Se miraron sin saber qué añadir, generando un silencio
raro e incómodo. Ambos notaron que se estaban ruborizando. Alberto fue el
primero que retiró la mirada; se aclaró la garganta, cortado como un
chiquillo, y buscó alguna trivialidad que decir, mirando alrededor.
—No sabía que tenías una furgoneta —comentó.
—No es mía.
—Es mía —intervino Raquel, reuniéndose con ellos.
Había aparecido en silencio como un duendecillo. Adriana hizo las
presentaciones.
—Esta es Raquel, una amiga.
—Encantado. Yo soy Alberto.
—Otro amigo —aclaró ella.
Él hizo amago de darle dos besos justo cuando la otra le tendía la mano.
Al ver ese gesto, el hombre se corrigió sobre la marcha y fue a
estrechársela, pero ella ya se había acercado a darle dos besos, y al final no
hicieron ni una cosa ni la otra y se limitaron a unas sonrisas turbadas.
—Va a vivir unos días en mi casa —explicó Adriana.
Hubo un instante de silencio. Raquel la miró y luego a Alberto.
—Perdonad, que estabais hablando y os he cortado —se disculpó ella.
—No, yo ya me voy —dijo él—. Ve con cuidado, Adriana. —Hizo un
gesto de adiós con la mano y se fue.
—¿Has ligado? —preguntó la amiga, mirándolo irse.
Ella no contestó y lo siguió con los ojos hasta que él desapareció entre la
gente de la calle. Raquel se apoyó en la furgoneta, como si las piernas no la
sostuvieran.
—Ya está todo. Vamos a aparcar la furgo. La verdad es que ahora sí que
estoy muy cansada.
Adriana tuvo que ayudarla a cerrar la puerta deslizante del vehículo.
Entre las habitaciones en desuso que había en el piso, Raquel había
elegido el cuarto más grande, que tenía la desventaja de que era interior y
bastante oscuro. Ella no le daba mucho valor a tener luz: «Para lo poco que
hago, no me hace falta». Adriana le hizo la cama y la ayudó a acostarse.
Luego fue a la cocina a ver qué había en la nevera para cocinar algo,
aunque su estómago nunca dejaba de estar cerrado y solo comía lo justo
para mantenerse de pie.
Al entrar, vio su móvil sobre la mesa, donde no recordaba haberlo dejado,
y se acercó en busca de mensajes o llamadas. Marcos podía reclamarla en
cualquier momento, tendría que haberse llevado el teléfono. Lo último que
debía hacer era no responderle.
Había varias llamadas perdidas y dos mensajes en el buzón de voz. El
corazón se le había acelerado al ver los avisos en la pantalla, pero recuperó
su ritmo normal cuando vio que solo era el primo de su exmarido. Sintió un
poco de impaciencia: era un tío majo, pero ya vio el otro día que no podía
esperar de él poco más que buenas palabras. Oiría los mensajes después. Se
volvió hacia la encimera, pero sintió un leve remordimiento y regresó a la
mesa. Cogió el móvil y llamó al buzón de voz. Al principio, no reconoció a
Jorge, no hablaba con su tono habitual. Se notaba que intentaba controlarse,
pero había apresuramiento y urgencia en las palabras. El primer mensaje,
donde decía que iba a ir a verla, le pareció muy raro, pero el segundo
directamente le heló la sangre:
«Adriana, estoy en tu puerta. No estás y no puedo esperarte. Necesito
quedarme tranquilo acerca del niño, ¿sabes? No sé cómo, pero hay que
ponerlo a salvo, porque el otro día, después de hablar contigo, me acordé de
algo que pasó hace muchos años y… No, tu hijo no está seguro y lo que voy
a hacer ahora mismo es…»
La llamada acababa así, a mitad de frase. Adriana tenía las mejillas
ardiendo y el corazón al galope. Jorge confirmaba su mayor terror: «Tu hijo
no está seguro». A toda prisa buscó una llamada perdida de él y presionó
para devolverla. El móvil al que llamaba estaba apagado o fuera de
cobertura. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a asegurarse de que Edu estuviera
bien? Volvió a llamarlo: nada. Mientras caía la luz de la tarde llamó una
docena de veces más, con el miedo creciéndole dentro. Al final, se le
ocurrió llamar a Esther. Tal vez el móvil de Jorge estaba descargado o
averiado. Es probable que él estuviera con su mujer o que ella supiera cómo
localizarlo. A pesar de su desagradable encontronazo, no vaciló. Esther
descolgó al primer tono.
—¡Sí! —contestó en voz muy alta.
—Esther, soy Adriana.
—¡Adriana! —repitió la otra—. ¿Por qué llamas?
—Querría hablar con Jorge, ¿está contigo? Lo he estado llamando,
pero…
—La policía está aquí. Han encontrado su coche.
—¿El coche?
—Estaba abandonado en una vía de servicio, con las puertas abiertas. —
La voz de Esther, firme hasta ese momento, se quebró—. No hay ni rastro
de él, no sabemos nada, no hay… Tengo que colgar, me están diciendo que
cuelgue.
La llamada terminó. Adriana se quedó mirando el móvil. Raquel apareció
en la puerta de la cocina, recién levantada de una larga siesta.
—Quería beber agua. ¿Dónde tienes los vasos? —Entonces se fijó en la
expresión de la anfitriona—. ¿Qué pasa?
—¿Me puedes hacer un favor? ¿Me prestas tu furgoneta?
—Sí, claro. Pero ¿qué pasa?
Adriana no tenía ni idea y no sabía si yendo al chalet de su exmarido se
iba a enterar, pero tenía la casi certeza de que Jorge había ido allí o que
había hablado con su primo y que algo malo había pasado después. Con
Marcos no podía uno meterse y salir como si nada. No se debía remover ese
avispero, y, si aquel había sido tan temerario para atreverse, era posible que
hubiera detonado alguna reacción, que el conflicto hubiera escalado y que
en ese mismo momento la onda expansiva se estuviera extendiendo. En el
epicentro estaba su hijo, así que, mientras arrancaba la furgoneta, estaba
decidida a hacer lo que fuera para llevárselo del chalet y ponerlo a salvo. Y
que se cayera el mundo después.
30

Adriana había visitado el chalet de la sierra en numerosas ocasiones durante


su matrimonio.
La casa era grande y evocaba un lujo pasado de moda que nunca le
pareció atractivo: esos pesados caserones serranos, con sus esquineros de
piedra labrada y sus tejados de pizarra negra a dos aguas, no lo bastante
antiguos para resultar novelescos, le transmitían una sensación de nostalgia
plomiza, de cosas vetustas y feas cubiertas de polvo. Lo mejor que tenía era
el paisaje donde se enclavaba: un precipicio impresionante, lleno de árboles
que cubrían la ladera que bajaba en picado hacia la laguna. La primera vez
que Marcos la llevó a pasar un fin de semana romántico allí, Adriana estaba
deslumbrada por su maravilloso novio y, aturullada por su felicidad, no veía
lo que tenía alrededor, pero en las visitas que siguieron la villa cada vez le
fue pareciendo más triste y apagada. Las habitaciones eran grandes y frías,
amuebladas con muebles castellanos de madera maciza y oscura que
ofrecían poca comodidad. El jardín era enorme y demasiado sombreado
incluso para el verano. Hasta el torreón con sus vistas le parecía un añadido
basto y feo. Marcos le tenía aprecio a aquella villa donde pasó los veranos
en su infancia y se sentía cómodo allí, mientras que Adriana se pasaba la
estancia contando los días para irse. Lo único bueno que le habían dejado
aquellas aburridas temporadas fue conocer el sitio exacto donde el grueso
muro que encerraba la finca tenía aquel hueco.
Lo había descubierto un verano cuando, harta y aburrida durante una
interminable hora de la siesta, bajó a explorar. El enorme jardín descendía
por la empinada ladera en terrazas escalonadas. La primera, la más cercana
a la casa, estaba deli­mitada por una barandilla de hierro forjado, con flores
y volutas, que se instaló por miedo a que los niños cayeran a la terraza
inferior, ya que la altura era considerable. En su momento todas estaban
cuidadas con esmero: el césped recortado, los árboles podados y los
arbustos a raya, pero el coste de la jardinería fue uno de los que se
suprimieron cuando la villa dejó de ser punto de encuentro familiar todos
los veranos y las terrazas inferiores, después de casi treinta años de
descuido, eran una selva de zarzas enmarañadas y de árboles con ramaje
descuidado. La vegetación incontrolada casi se había comido incluso la
escalinata de piedra que, en un lateral, permitía subir y bajar por los
distintos niveles del jardín, por lo que para usarla había que pasar a las
bravas. Adriana había cogido un palo, había abierto a golpes un sendero y
había descendido hacia la umbría hasta llegar a la terraza más profunda de
todas, donde estaba el límite de la propiedad: un muro de piedra verdeado
por el musgo. Ya que estaba allí, por puro aburrimiento continuó golpeando
los zarzales y matojos hasta abrir un claro. Así descubrió en la parte baja
del muro una pequeña cancela de forja oxidada, una especie de salida de
emergencia secreta, lo cual podía tener sentido, ya que la entrada estaba en
la parte alta de la finca.
La cancela se abría solo con empujarla y, echando el cuerpo a tierra, se
podía salir y entrar. Nadie se acordaba de que existía esa brecha en la
seguridad de la villa. Adriana la recordaba ahora, mientras conducía, y
recordaba también que nunca le habló a Marcos ni a nadie sobre su
hallazgo, por eso ahora confiaba en que su entrada en la propiedad no fuera
un problema. Menos confianza tenía en lo que haría después. Más allá de
llevarse a Edu, su cabeza no conseguía desarrollar un plan. Por el momento
bastante tenía con no salirse de la carretera. No había apenas tráfico.
Adriana mantenía los ojos clavados en la vía iluminada por las luces
delanteras de la furgoneta y hacía esfuerzos por controlarse y no rebasar la
velocidad máxima.
Tomó el desvío que conectaba con la pequeña carretera que serpenteaba
montaña arriba y que llevaba al chalet. Había un par de propiedades nada
más empezar la subida, pero luego la carreterita seguía ascendiendo y
conducía únicamente a la villa de Marcos.
Aparcó la furgoneta dos curvas antes de llegar a la entrada de la finca, en
un ensanchamiento de la cuneta. Recorrió a pie el resto del camino hasta
dar con el muro que circundaba la finca y, pegada a sus piedras, siguió su
trazado apoyando cada pie con cuidado: un resbalón podría hacerla rodar
por la ladera hasta impactar contra un árbol o una roca. Llegada a la parte
inferior de la finca, iluminó con la linterna de su móvil para buscar por el
muro la pequeña cancela. Le costó un poco dar con ella, pero, cuando ya
empezaba a desesperar, el haz de luz tocó la pequeña puertecita que se abría
en la pared de piedra. Empujó la reja oxidada y, gateando, entró en la
propiedad. Desde allí, levantó la vista. Por encima de la espesura apenas se
veía la cima del torreón. Quebró una rama baja y la usó para abrirse camino
por el entramado vegetal que le impedía la subida por la escalera. Le
pareció que tardaba horas en ascender de terraza en terraza, apartando
zarzas e ignorando los arañazos de las espinas en cara, brazos y piernas y
los enganchones en la ropa. Por fin llegó a la explanada frente a la casa y la
atravesó corriendo con el corazón batiendo a golpes veloces y duros en el
pecho. Todas las luces estaban ya apagadas, pero le había parecido que en
una de las ventanas del piso principal se había movido un poco una cortina.
Seguramente estaba entornada y la brisa fue lo que la agitó, pero Adriana se
imaginó a Marcos en su silla, mirándola desde allí a oscuras, y se le puso la
piel de gallina.
Llegó a la casa y avanzó por el lateral, pegándose contra el muro. Justo
cuando pasaba por debajo de una de las ventanas de la cocina, la luz se
encendió. Paró en seco. Mierda. Encajó la mandíbula con fuerza y se quedó
muy quieta. Oyó un cristal estrellándose contra el suelo y un grito apagado
de Jimena. De forma refleja, al oír a su madre, Adriana se asomó a mirar,
aupándose sobre las puntas de los pies.
Vestida con un largo batín de seda a juego con el camisón, estaba
agachada en el suelo ante los cristales de un vaso roto con el que se había
cortado en una mano al ir recoger los trozos. Sujetándose la herida, Jimena
se levantó y miró a su alrededor en busca de algo con lo que envolverla. La
cocina estaba diáfana e impoluta. La mujer se quedó quieta, sin saber qué
hacer, y a Adriana le pareció desamparada y perdida. Frágil. Le llegó el
recuerdo de su madre recogiéndola del suelo en un parque después de una
caída desde el tobogán. Su olor a jabón y a su perfume de toda la vida.
¡Cómo la apretaba contra sí, cómo buscaba la herida, temiéndose algún
efecto del golpe en la cabeza…!
Sin pensar en lo que hacía, llamó con los nudillos al cristal de la ventana
de la cocina. Jimena, sobresaltada, miró hacia allí y soltó un grito apagado
al ver a su hija. Corrió a la ventana y la abrió de un tirón.
—¡Pero Adriana! ¿Qué estás…?
Esta, rápidamente, le hizo un gesto de silencio.
—Por favor, mamá, ayúdame a entrar —le rogó en voz baja.
—Pero cómo… Pero… ¡La orden de alejamiento, Adriana!
—¡Por favor! —suplicó ella.
Jimena la sujetó y tiró de ella cuando trepó. La ayudó a cruzar la ventana
y a entrar. Estaba atónita.
—Pero ¿qué ha pasado? ¿Cómo has venido? Ay, pero mira cómo estás…
—susurró la mujer, observando la ropa con desgarrones y los arañazos de su
hija.
—Mamá, necesito que me ayudes. Por favor, es muy importante. —
Jimena abrió la boca para hablar, pero Adriana no le dio tiempo—. Edu está
en peligro, mamá.
—¡Qué dices! —replicó aquella en voz baja—. Pero ¿por qué?
—Marcos —contestó ella. De nuevo su madre intentó hablar, pero otra
vez ella no le dio opción—. Yo nunca te lo he dicho, mamá, pero tú lo
sabes, estoy segura de que algo tienes que saber.
Jimena calló. Adriana la sintió replegarse.
—No, no, yo no sé nada —dijo débilmente.
—Soy tu hija.
La mujer dio un paso atrás. Ella la miraba a los ojos y se daba cuenta de
que su madre lo intuyó el día de la barbacoa. Ahora estaba segura: en el
fondo, lo sabía. No podía dejarla que volviese a huir.
—No me dejes sola, mamá —le suplicó.
Su propia voz le sonó igual que la de la niña de cuatro años que llamaba
en vano a la habitación de su madre con sus puños, llorando porque mamá
no salía, no venía a cogerla en brazos, estaba dentro del cuarto metida en la
cama y no le abría la puerta. ¿Es posible que también Jimena se acordara de
esa vocecita? Algo pareció moverse dentro de ella.
—¿Qué quieres que haga? —susurró con un tono de voz distinto.
—Despierta al niño, pero dile que no haga ruido. ¿Dónde está Marcos?
—Debe de estar dormido —contestó su madre en voz baja—. Le dolía la
cabeza y dijo que se iba a tomar una pastilla y se iba a acostar.
—Ponle una chaqueta a Edu y bájamelo —susurró deprisa Adriana—. Yo
te espero aquí con la luz apagada.
—¿Y cómo lo sacamos de casa? La alarma de la entrada está conectada.
—Tú me ayudas a sacarlo por esta ventana. Le diremos que es un juego.
—Pero ¿has traído coche? ¿Cómo vamos a…?
—Tengo coche, no te preocupes. Corre, por favor, date prisa —le rogó.
Jimena asintió con la cabeza, contagiada por la urgencia, presintiendo tal
vez el peligro real.
—Tardaré lo menos posible. Nos vamos de aquí ahora mismo —dijo con
determinación.
De pronto, su madre parecía otra: consciente, decidida y animada por el
mismo impulso de proteger a sus crías que la movía a ella. Se agarró el
faldón del batín y se envolvió la mano cortada mientras salía rápidamente
de la cocina. Adriana apagó la luz del techo. Se acercó a la ventana y miró
la forma más segura de saltar. No sería problema. Después, su madre le
pasaría al niño y ella podría agarrarlo por las piernas y bajarlo al suelo antes
de ayudar a su madre. Tendría que sacarlos por donde había entrado. Por
suerte, Edu se enganchaba muy rápido a todo lo que sonase a juego y
aventura. ¡Qué ganas sentía de cogerlo de nuevo en brazos y olerlo y
apretarlo con fuerza! Oyó sus pasos al otro lado de la puerta. Menos mal,
qué rápidos habían sido. Al abrirse y encenderse la luz, Marcos estaba allí,
en su silla, con la mano aún en el interruptor. Joder. La había visto desde la
ventana.
—De verdad, Adriana, esto no hay quien lo entienda —dijo él con su
calma habitual—. Después del juicio del otro día, te la juegas añadiendo un
allanamiento…
Ella no contestó. Marcos iba a pillar a su madre cuando bajase con el
niño, vería el cuadro completo y los envolvería a ellos también en su
enfado.
—Solo quería ver al niño —mintió ella.
—Ya, claro. A las doce de la noche. Una visita de lo más normal… —
Repasó de un vistazo las rodillas despellejadas de su exmujer, los arañazos
en los brazos, la coleta deshecha y su ropa desordenada y llena de
desgarrones. Verdaderamente parecía una loca fugada—. ¿Qué me estás
pidiendo que haga, Adriana? —le preguntó Marcos.
Ella negó con la cabeza, asustada.
—Sí, sí. Algo me estás pidiendo —insistió él—. Quieres ponerme al
límite, ¿verdad? Quieres ver hasta dónde llego.
Volvió a negar con la cabeza.
—Luego, me echarás a mí la culpa de lo que pase, pero la culpable vas a
ser tú. Sabes lo que está en juego y aun así estiras y estiras… —Marcos
avanzó con su silla hacia ella, que dio unos pasos hacia atrás—. No hagas
como si fuera a pegarte, por favor —dijo él—. Cualquiera pensaría que soy
un peligro, yo, que estoy clavado en esta silla. ¿Qué crees que puedo hacer
estando así?
Adriana percibió una sutilísima nota de diversión en la voz e incluso
vislumbró cierta tensión a ambos lados de la boca, como si le costara no
sonreír. Sintió que las mejillas le ardían del odio que le tenía.
—Debería ser yo quien te tuviera miedo… —continuó él—, pero sé que
no vas a hacer nada, porque no puedes. Yo, en cambio, después de esto, sí
puedo hacer varias cosas…
—Marcos, no vas a llamar a la policía, ¿verdad? —preguntó Jimena, que
apareció por detrás.
—Si llamo, la meto en un buen lío —contestó él sin dejar de mirar a su
ex.
—Por eso lo digo. Sería mejor llamar al doctor Asenjo —su­gi­rió la
mujer.
Al ver entrar a su madre, Adriana había sentido alivio, pero solo le duró
un instante, nada, lo que tardó en entender qué pasaba. Aquella estaba
detrás de Marcos. Por supuesto, sin Edu. Una vez más, se le venía abajo el
espejismo de tener una madre de su lado y él lo estaba viendo. Se concentró
en no romper a llorar. De pronto, no tenía fuerzas. Los oía hablar como si
estuvieran muy lejos.
—Si le contamos esto al doctor, la querrá ingresar —dijo él.
—Pues no sé, Marcos, pero lo mismo está más segura ingresada.
—Para eso habría que decirle lo que ha hecho esta vez, incluido lo de
saltarse la orden de alejamiento, y eso es un delito que la podría mandar a
prisión.
—¡No, no, eso no! —se alarmó la mujer—. Ella no ha hecho daño a
nadie.
—No. Gracias a ti, Jimena —replicó Marcos—. El daño, desde luego, se
lo hace ella misma.
Adriana dejó de prestar atención a lo que decían. Sentía la pena como
una piedra en el pecho.
Su madre y él decidieron que una persona de la empresa de seguridad
viniera para escoltarla y asegurarse de que se marchaba de las
inmediaciones. Marcos sería tan generoso que dejaría pasar esta, pero solo
lo hacía por su hijo. Quería que, cuando el niño la llamara, Adriana
estuviera al otro lado, que todo pareciera normal para que Edu no notara
nada. Pero esta era la última vez (la última, ¿estaba claro?) que transigía
con sus locuras. Ella se dejó conducir por un agente de la empresa de
seguridad hasta donde tenía estacionada la furgoneta. Como un autómata,
arrancó y tomó la carretera de vuelta. El agente de seguridad la siguió en su
coche de la empresa hasta la misma puerta de su casa. Adriana subió la
escalera, entró en el piso, se fue al dormitorio y, sin quitarse la ropa, se tiró
en la cama y se quedó dormida al momento, lanzándose al sueño como
quien se lanza de cabeza al agua.
31

Adriana durmió un día entero. Cuando despertó, el sol ya se estaba


poniendo, aunque el calor seguía siendo sofocante y más aún en su cuarto,
tantas horas cerrado. Salió de la cama como una anciana, moviéndose
despacio, sujetándose en los muebles. Le dolía el cuerpo, lo sentía molido.
Se tambaleó por el pasillo hasta la cocina, donde le puso comida a Queso,
que la tocó con la nariz para darle las gracias. En la nevera, Raquel había
dejado un pósit informando de que se había sentido mal y que se iba a
urgencias. Adriana, torpe y amodorrada, buscó el número del hospital,
preguntándose cuándo había pasado, si fue durante su misión de rescate
fallida o si ocurrió a lo largo del día, mientras ella dormía, como muerta, en
su cuarto. Se sintió culpable, pero la voz de Raquel sonaba animada al otro
lado del teléfono cuando consiguió dar con ella: «No es nada, tranqui. A
veces me pasa que se me descom­pensa todo, pero ya está controlado. Hoy
me tengo que quedar ingresada, pero mañana me sueltan».
Adriana acordó con ella que iría a recogerla al día siguiente. Luego se
tambaleó hasta el baño. Sentada en la taza del váter, se le vinieron encima
los recuerdos de la noche anterior y dejó caer la cabeza entre las manos. Se
dio cuenta de que estaba aún vestida. Su ropa arrugada y llena de
enganchones le dio asco. Se la quitó y la tiró a la basura. Después, estuvo
diez minutos bajo la ducha intentando llorar sin conseguirlo. Salió, se metió
un vestido cualquiera por la cabeza y bajó a pasear a Queso. Aprovechando
la tregua al calor que concedía la noche, la gente había salido a la calle a
intentar respirar. Adriana caminó detrás de un grupo de adolescentes, se
cruzó con una pareja mayor, sorteó a unos treintañeros que discutían dónde
tomar la siguiente copa… Les miraba las caras y se preguntaba si eran
reales o si era ella quien no existía. Debía de ser ella la que estaba sola y
aislada en un mundo en el que caminaba envuelta en llamas delante de ojos
que la miraban como si nada. Si fuera detrás de ellos pidiéndoles ayuda,
suplicando que rescataran a su hijo, la evitarían, pasarían alrededor
apartándose mientras alguien decía que hay que ver cómo estaba el barrio
de locos y que estaría bien una cervecita bien fría en esa terraza donde
sacaban buenas tapas. Estaba sola, como si estuviera en mitad de la estepa
siberiana, sola y jodida. Entró a una tienda abierta veinticuatro horas y se
compró una botella de ginebra. La odiaba, no la tomaba nunca, pero fue lo
primero que agarró de la estantería donde estaban las bebidas. Podía ser un
plan tan desastroso como cualquier otro bebérsela entera y dormir un día
más, o dos… Sola y jodida; ya que estamos, reventemos. Al subir al piso
soltó la correa de Queso y, con la botella en la mano, fue directamente a la
cocina y se sentó delante de la mesa. Sobre esta se desparramaba el
contenido de sus bolsillos, que vació antes de su fracasado rescate: algunas
monedas, un paquete de chicles, una goma y una tarjeta con algo escrito.
Adriana la cogió y vio el número de Alberto. De pronto, llamarlo pareció la
única idea soportable. Desenroscó el tapón de la botella y olió la ginebra:
asquerosa. Marcó el número de móvil. La voz sonó ligeramente
amortiguada, como si estuviera tumbado.
—Hola. ¿Estabas dormido? Soy Adriana. Me parece que es muy tarde.
—No estaba dormido —contestó él—. ¿Ha pasado algo?
—He comprado una botella de ginebra y me he venido a casa a
bebérmela.
Adriana lo sintió incorporarse.
—¿Qué te pasa? —Ahora su voz sonó más viva.
—Ayer me salté la orden de alejamiento.
—¿Qué? Pero ¿por qué…? ¿Te han pillado? ¿Te han denunciado?
—No.
—¿Por qué has hecho eso?
Ella quería contarle el infierno que llevaba viviendo los últimos diez días,
pero no sabía si podría; desde luego por móvil no.
—¿Quieres venir? —le propuso.
Alberto dijo que sí, que al cabo de menos de un cuarto de hora estaría
allí. Adriana pensó que podría esperarlo bebiendo. El sabor de la ginebra
era seco y metálico, le desagradaba, y eso era correcto: nada debía de ser
fluido ni fácil en su vida, ni siquiera emborracharse. Lo natural era esta
incomodidad constante, la aspereza del minuto a minuto. Qué idiota fue
creer que, una vez lejos de Marcos, la vida recuperaría la facilidad de antes.
Cuando Alberto llegó, había conseguido beberse un cuarto de botella,
pero nada había mejorado todavía. Él tampoco parecía en su mejor
momento y era evidente que había salido de la cama o del sofá para venir.
Su camisa bien podía llevar puesta días, por lo arrugada, con un lado metido
por dentro del vaquero y el resto fuera; las mangas vueltas de cualquier
manera; la cara necesitada de un afeitado. Visto desde fuera, con sus gafas
de diseño futurista, podía parecer un moderno que hubiera buscado adrede
ese aspecto dejado que a algunos hombres les favorece. Sin embargo, a los
que lucen ese look porque se están ahogando no suele sentarles muy bien.
Alberto se sentó al otro lado de la mesa, mirando la botella de ginebra
sobre la mesa y calculando a qué velocidad había bebido Adriana en apenas
diez minutos.
—¿Quieres? —le ofreció ella.
—No puedo; voy de antidepresivos hasta el culo. Solo me faltaba
mezclar.
Ella se acordó de Pastillas, su compañera del grupo de apoyo, de su
mirada brumosa.
—Lo tuyo sigue regular, ¿no? —preguntó Adriana, agarrando la botella.
—Regular —asintió Alberto.
Ella levantó la botella y dio otro trago. Arrugó el gesto con repugnancia.
—Qué asco es esto, de verdad. No sé cómo a la gente…
—¿Te puedo preguntar una cosa? —la interrumpió él.
Adriana asintió.
—¿Para qué te saltaste la orden de alejamiento?
—Entré en la casa a llevarme a mi hijo para protegerlo de mi exmarido
—contestó llanamente.
Alberto se la quedó mirando. Luego se frotó los ojos con la mano,
suspiró y le confesó:
—Estuve hablando con él.
Ella dejó la botella en la mesa y se puso a la defensiva.
—Te habrá parecido encantador.
Alberto asintió. Adriana sonrió con amargura.
—Nadie creería que un tío tan estupendo le va a hacer daño a su hijo,
¿verdad? —añadió—. Pero de mí es fácil creer que estoy loca, tan loca que
hasta puedo ser una asesina. —Soltó una risa corta y desabrida, un poco
borracha—. A él le encantaría que al final resultase que la tarada de su
mujer estaba aún peor de lo que parecía; una psicópata que, en cuanto él
dejó de cuidar de ella, empezó a cargarse gente…
Tomó la botella y dio otro trago. Alberto miró cómo la ginebra bajaba.
Contuvo el deseo de quitársela de las manos y le preguntó:
—¿Sabes por qué estoy de baja? —Adriana negó con la cabeza—. El
mismo día que nos conocimos tú y yo en la escena del crimen de Carlos
Vila, ese mismo día, me senté en un banco al sol a cuarenta y ocho grados
de temperatura y me quedé allí para morirme. Lo hice yo, pero no era yo.
Me veía desde fuera sentado hasta que dejé de verme y dejó de importar
todo y me desperté en un box de urgencias. Luego no me acordaba de nada.
Ya me había pasado antes, pero nunca tan bestia como esta última vez.
Adriana lo escuchaba atentamente.
—El psicólogo me ha explicado que eso se llama «disociación
defensiva» —prosiguió él—. Ocurre después de ver demasiadas cosas y de
tener que tragar mucha mierda, y puede aparecer como episodios de
amnesia, en los que actuamos sin ser conscientes de lo que hacemos…
—Eso te ha contado Marcos de mí, ¿verdad?
—Solo quiero que sepas que el estado de amnesia es un eximente legal
de cualquier delito.
Adriana negó con la cabeza con vehemencia.
—¡No! No, no, otra vez no.
Intentó ponerse en pie, pero le faltó coordinación y volvió a caer sentada.
Le temblaban las manos cuando las puso encima de la mesa. Le había
pasado como un relámpago la conocida sensación del suelo despareciendo
bajo los pies, pero la rechazó con una rabia que tapaba los primeros brotes
del viejo miedo.
—¡No es verdad, yo no me disocio ni tengo amnesia! ¡Es lo que él os
hace creer, así nadie me escucha a mí si digo que va a matar a mi hijo…!
Alberto extendió una mano calmada hacia ella.
—Escúchame: yo no puedo saber si tu exmarido va a hacer daño al niño
o si tú lo crees porque sufres un trastorno y te disocias para vengarte con
otros de él…, pero es que, si te acusan de los asesinatos, no vas a poder
ayudar a tu hijo de ninguna manera.
Adriana, sin fuerzas, dejó caer los hombros.
—Ayudarlo… Llevo diez días corriendo de un lado a otro, pidiendo
auxilio, intentando todo, y no hay nadie, nada, no hay ayuda. Dime. Yo, mi
caso, él sin antecedentes, yo sin pruebas… ¿Qué recursos hay para mí?
Ninguno. Así que, mira, ojalá fuera verdad que todo está en mi cabeza,
porque entonces mi hijo estaría a salvo.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y se las limpió con el puño; no quería
llorar delante de Alberto. Él buscó un paquete de pañuelos en su bolsillo y
se lo alargó sobre la mesa. Mirándola secarse los ojos y la nariz, pensó en
que su exmarido era un tipo impecable: seguro de sí, sensato, sensible.
Alguien a quien seguirías a ciegas porque era la personificación del buen
relato, el que deseas creer, pero la realidad no es así; la realidad muchas
veces no cuadra, es absurda, torpe y fea, grita, suda, tiene mil lagunas y es
incómoda de oír.
Adriana cogió la botella y la levantó, pero suspendió el movimiento en el
aire y le clavó una mirada directa y desafiante.
—Pruébamelo. ¿No eres policía? Demuestra que yo he matado a esos
hombres. Así sabré de una vez que estoy loca… y tú te podrás apuntar un
tanto con tus jefes.
—Eso me importa una mierda —replicó él con tranquilidad—. Lo único
que quiero es ayudarte.
Lo dijo con sencillez, pero sus palabras le llegaron al alma a Adriana.
«Creo que he bebido muchísimo», pensó, levantándose y rodeando la mesa.
Alberto también se levantó de forma automática.
—Pues ayúdame —le dijo ella, sin comprender bien lo que estaba
haciendo.
Lo agarró por la pechera de la camisa y lo besó. En cuanto se tocaron, ya
no hubo que entender nada. Tomó el control un deseo crudo que les hizo
buscarse la piel a través de la ropa rápidamente desabrochada y subida a
tirones, y besarse con ansia de condenados a muerte. No había tiempo,
había que calmar cuanto antes esa repentina necesidad que dolía como el
hambre, porque era insoportable, intolerable. Como en una coreografía de
danza experimental, sin armonía ni un patrón claro, dieron tumbos ciegos
por la cocina pegados con fuego el uno al otro, tropezando contra los
muebles, barriendo lo que había sobre las superficies para que ella se
sentara y lo rodeara con las piernas. La piel y la carne dolían de tan
sensibles, pero no había beso, ni caricia ni embestida, por furibunda que
fuera, que sirviera para acercarlos a donde querían ir. No había tampoco
armonía en el encaje de los cuerpos enfebrecidos: no coordinaban los
movimientos, no encontraban el ritmo necesario y chocaban uno contra
otro, estorbándose, sin que la lucha los llevara a ningún sitio.
Después de un rato de forcejeo exasperante y a pesar de que la necesidad
seguía ahí como un vacío doloroso, ambos vieron que iba a ser imposible
correrse. Adriana le puso una mano en el pecho para que se detuviera. Se
quedaron quietos, jadeando, con las ropas retorcidas, empapados del sudor
de ambos… Alberto recogió sus gafas, que ni recordaba haberse quitado, y
se las encajó en la cabeza. Se resistía a despegar su cuerpo del de ella, pero
la situación, los dos contra la pared resollando como bestias agotadas,
perdía sentido por momentos, así que se separó con cuidado. Adriana apoyó
la espalda contra la pared de azulejos, con el pecho que subía y bajaba
aceleradamente. La situación no era muy cómoda, pero a ninguno se le
ocurrió forma de reconducirla para volver a estar sentados como dos
conocidos entre los que no había pasado nada, así que murmuraron excusas
(perdona, no, discúlpame tú, no sé qué me ha pasado, ni a mí, no pienses
que…, no, no para nada, ha sido por, ya, ya) mientras retrocedían hasta el
recibidor. Allí, intentaron de nuevo decirse algo sincero, pero por pudor
regresaron a las frases triviales y se generó otro revoltillo de excusas,
agradecimientos y adioses. Por lo menos antes de despedirse se abrió un
repentino huequecito de silencio y lo que podría haber pasado si ambos no
estuvieran metidos en tantos problemas se tradujo en una intensa mirada y
en el impulso sincrónico de sus cuerpos, el uno hacia el otro, que ambos
reprimieron al instante.
Cuando salió del piso, Alberto tuvo que sujetarse al pasamanos de la
escalera. Se sentía como si le hubiese pasado por encima una apisonadora,
pero por primera vez en meses, tal vez un año, tenía el cerebro claro, estaba
despierto y con un objetivo definido: ayudar a Adriana. Para eso debía
averiguar si era verdad lo que decía, si su hijo estaba en peligro, porque
entonces no había tiempo que perder. Sin embargo, si eso era una fantasía,
como había dicho su exmarido, y además ella había cometido los
asesinatos, el asunto cobraba una dimensión en la que él mismo, sus
convicciones, jugaría un papel vital, porque ya sabía hasta dónde estaba
dispuesto a jugársela para protegerla. Mientras se dirigía a su casa deprisa,
su recuerdo volvió a Marcos y a su perfecto relato. ¿Un exmarido
financiando el sitio donde su mujer acude a sanarse precisamente de él?
Cuánta bondad. ¿No parecía, más bien, la forma de seguir vigilándola de un
obseso del control, tan implacable que podía hacer llorar de miedo a una
empleada ante la mera idea de tener que llamarlo? Y todas esas
explicaciones, tan ordenadas, tan redondas… «Demasiado bien peinadita
tienes tu historia, tío», murmuró en alto. Se dio cuenta de que Marcos no le
había gustado y, aunque al final tuviera razón y Adriana estuviera loca,
seguiría sin gustarle.
Ahora debía enfocarse en los asesinatos, empezar otra vez desde el
principio. Su casa cerrada y oscura era una sauna. Encendió el aire
acondicionado y su portátil.
Tres asesinatos contra varones, cometidos en la misma área, la «zona de
confort» del asesino, adonde se desplazaba para matar. Normalmente, no
suele estar donde él vive, su «zona de seguridad», pero podría pasar que la
rabia estuviera por encima de la prudencia. ¿Había rabia en esas muertes?
¿Eran fruto de un arrebato? Una herida en el corazón, otra en el cuello y
una tercera en los ojos. Esto no era un arrebato. Ahí había una frase, pero
¿dirigida a quién?
Como no tenía aún bloqueadas sus claves, pudo entrar a su propia
investigación sobre el primero de los asesinatos, el de Iván Romo, el
camello que mataron detrás de los recreativos. Sus antecedentes contaban
una historia de delincuencia menor que arrancó antes de la adolescencia y
que, de milagro, se había mantenido al filo de caer en algo grave: la minoría
de edad primero y una suerte increíble después habían evitado que diera en
la cárcel, pero, por lo demás, su currículum tenía un poco de todo. Los ojos
de Alberto se deslizaron deprisa, analizando y descartando, hasta que llegó
a un dato. Uno en el que nadie había reparado, un detalle menor.
Un año antes de su muerte había ido a juicio por una exnovia que lo
acusaba de violación y lesiones. El caso había sido sobreseído por falta de
pruebas y él había salido limpio de aquello. Exnovia, violación y lesiones.
32

Raquel se puso muy contenta al ver a Adriana en el vestíbulo del hospital.


Un celador la sacó en silla de ruedas y se ofreció a acercarla hasta su
vehículo, pero la joven quiso ir caminando hasta la furgoneta cogida del
brazo de la amiga. No parecía que estuviera peor, su aspecto era el mismo
que dos días atrás. Incluso sonreía y se le hacían hoyuelos en las delicadas
mejillas.
—No ha pasado nada. Es lo normal en esto mío. —Lo dijo como si eso
suyo fuera una muela picada o un dolor de oídos—. ¿Tú qué tal?
A Adriana le dio reparo contarle, estando la joven recién salida del
hospital, su intento fallido de llevarse a Edu y el encuentro con Alberto.
Con Raquel le salía de forma natural la necesidad de protegerla —a ella,
que no podía protegerse a sí misma ni a su hijo—, como si la conociera
desde hace mucho tiempo, como si fuera algo suyo, pero es que, a su vez,
desde el día que le agarró la mano, Raquel también parecía querer ser algo
suyo…
—Todas las cosas que tengo son para ti —le dijo de sopetón en mitad del
aparcamiento.
—¿Por qué me dices eso?
—No es que valgan nada, pero te las quiero dar. A lo mejor algo te puede
servir.
Adriana dejó de andar y se puso delante de ella.
—Cuéntame la verdad: ¿te han dicho algo nuevo los médicos?
Raquel se encogió de hombros y negó con la cabeza.
—No hay novedades.
Parecía un duende travieso, con ese aire de ocultar secretos. La luz
radiante del sol desnudaba su fragilidad y no tenía piedad con sus hondas
ojeras, su cuello flaco y su blancura de tiza. Los colores de su figura se
aguaban, como si se estuviera fundiendo despacio con el aire. Adriana
sintió un nudo en la garganta. La volvió a tomar del brazo y continuaron
andando hacia la furgoneta.
—Cuando lleguemos a casa, nos hacemos un té y hablamos con calma —
le dijo.
Sin embargo, una vez delante del portal, ambas vieron que no iban a
poder tomar tranquilamente ese té.
—¿Qué haces aquí tú? —preguntó Adriana, sorprendida y disgustada.
Jimena, que estaba llamando al portero automático, se giró. Miró primero
a Raquel con curiosidad y luego a su hija, que observó la maleta con ruedas
que tenía su madre al lado y se puso pálida al verla («¿Qué hace aquí? ¡¿Por
qué ha dejado a Edu solo con él?!»), pero la mujer leyó mal la mirada.
—Tranquila, que no vengo a quedarme —aclaró—. He vuelto sin pasar
siquiera por casa porque estoy muy preocupada, no te puedo dejar sola.
—No estoy sola —replicó Adriana, sujetando a Raquel con el brazo.
Jimena volvió a mirar a la extraña joven sin entender qué pintaba allí,
pero no preguntó; le pidió a su hija que la dejara subir, al menos un
momento, para hablar. Después de su último encuentro, lo que le salía a ella
era parar un taxi y meterla dentro de un empujón, pero se contuvo y
subieron.
—¿No has pensado en que, a lo mejor, nada de lo que crees que está
pasando es real? —le preguntó suavemente Jimena, una vez que estuvieron
las dos en la cocina.
—No.
Mil veces, mil veces lo había pensado, y en los últimos días ese miedo
amenazaba con volver cada vez que alguien le lanzaba la posibilidad, pero
en ningún caso lo reconocería delante de esta mujer que no iba a estar
nunca de su lado. Su madre, sentada a la mesa, intentaba sonar empática y
persuasiva, pero a Adriana le recordaba al practicante que engatusa al niño
al que va a pinchar una inyección.
—Esto ya te ha ocurrido más veces, hija: coges lo que pasa, te montas tu
fantasía y, si no se te para a tiempo, cada vez te pones peor.
Ella le dio la espalda y se puso a guardar todo lo que encontró sobre la
encimera de la cocina en los cajones, para no quedarse plantada delante,
escuchándola.
—Sé que para ti todo es real —continuó Jimena—. Vale, venga:
pongamos que tienes razón y que lo que piensas pasa de verdad… Si es así,
no te importará ir a contárselo al doctor Asenjo, ¿no? Solo ir a hablar. Y si
el doctor no ve nada anormal, nos quedamos tranquilos todos, ¿vale? —Ella
siguió abriendo y cerrando cajones—. ¿Qué te va a pasar por ir a la clínica?
—insistió su madre—. El doctor no te va a engañar, a él le puedes hacer
caso. Anda, Adriana, vamos las dos juntas.
—No voy a… —Se calló antes de decir: «No voy a ir contigo a ninguna
parte», y luego continuó con dureza—: No quiero ir a la clínica, y deberías
decirle a Marcos que cambie un poquito el guion.
—Marcos no me ha dicho lo que tengo que decirte. Soy tu madre.
Adriana cerró un cajón de golpe y se volvió hacia ella. Le costaba
mirarla. Quería que se fuera, no quería hablarle, no quería oírla, pero
todavía tendría que esforzarse, discutir y explicar antes de que la dejara en
paz.
—Marcos dijo lo mismo cuando me dejó ingresada en la clínica: que solo
iba a ser una conversación con el médico… Era mentira; ni siquiera hubo
conversación, me ingresaron sin más.
—Porque ya estabas diagnosticada, cariño —replicó Jimena.
Ella se giró y volvió a abrir un cajón cualquiera. Removió su contenido
como si buscara algo entre los paños de cocina. Queso, que hasta el
momento había estado en su cestito, sentado y erguido, en alerta, salió, trotó
con sus tres patitas, se colocó delante de su ama y gruñó bajito, avisando a
la mujer extraña. Adriana tenía ganas de gritar. No iba a ceder, no iba a
darle sitio al miedo. Ya no era esa zombi a la que podían llevar y traer,
como cuando tomaba toda aquella medicación que cada mañana Marcos le
ofrecía en el pastillero. Todos esos antidepresivos y los ansiolíticos que ella,
sumisa, iba cogiendo y tragando, ayudada del vaso de agua que él era tan
amable de traerle. Entonces todo se volvía brumoso, no había nada cierto, y
hasta hablar de forma coherente costaba demasiado esfuerzo. No conseguía
controlar el sentido de las palabras que decía; solía asentir a cualquier cosa
que afirmasen otros si lo hacían de manera enérgica; llegaba a dudar de la
veracidad de lo que ella misma decía si se lo cuestionaban; se contradecía;
olvidaba hacia dónde iban las frases que empezaba… Hasta ella misma
comprendía que los médicos le dieran la razón a Marcos.
El silencio hostil de Adriana hizo suspirar a su madre.
—Esto no te perjudica solo a ti, ¿no te das cuenta? Piensa en tu hijo.
—Solo pienso en él.
—Para que Edu esté bien, tú también tienes que estar bien.
—Para que esté bien, tengo que sacarlo de esa casa.
Jimena hizo una ligera pausa, dudando si decirlo, y al final lo soltó:
—Adriana, acéptalo: Edu está mejor con su padre.
Ella se volvió otra vez hacia su madre y le miró la cara. Estrellarse una
vez y otra contra ese muro nunca dejaba de doler.
—Vete, mamá, por favor.
—Pero ¿cómo voy a irme dejándote así, sin saber cuál va a ser tu
siguiente locura? ¿Es que quieres que te metan en la cárcel?
—Vete —repitió Adriana sin fuerzas.
—No, no pienso irme —dijo Jimena, cruzándose de brazos y
afirmándose sólidamente en la silla (adiós al tono de voz dulce y
comprensivo)—. Se acabaron las contemplaciones contigo. De aquí no me
voy a ir hasta que no entres en razón.
Ella sintió desesperación. ¿Qué quería, que la arrastrase hasta la puerta y
la empujara fuera?, ¿una pelea? Así podría llamar a la policía y sumar una
prueba más a la lista de su locura. ¿O quería volverla loca ella misma a base
de mantener el tironeo verbal de forma indefinida? Adriana estaba exhausta,
pero Jimena parecía fresca, despierta, con reservas para vencerla por
agotamiento…
Raquel apareció en la puerta de repente y se apoyó en el quicio,
cruzándose de brazos. Miró a la señora directamente y soportó sin
inmutarse la mirada gélida que ella le lanzó para intimidarla.
—Perdone, pero estoy hablando con mi hija.
—No. La conversación ya ha terminado.
Jimena se revolvió, sorprendida e indignada, como si la otra le hubiera
dado un bofetón. Levantó la voz, airada.
—¡¿Perdone…?! Ni siquiera sé quién es usted, señorita.
—Soy familia de Adriana.
—¿¿Familia?? —escupió, desdeñosa—. ¡Yo a usted no la conozco de
nada!
—Ni a su hija tampoco.
Jimena se puso colorada hasta la raíz del pelo. Ella había seguido la
conversación como si fuera un peloteo de tenis, y cuando su madre la miró
no vio en la cara nada que desmintiera esa última frase. Tampoco encontró
argumentos de peso para, dándose golpes de pecho, reclamar el vínculo con
su hija. Este reconocimiento abierto de Adriana del vacío afectivo entre las
dos se llevó por delante su aplomo. Se levantó, violenta.
—Entonces, ¿no vas a venir conmigo?
—No —respondió ella.
Bajo la mirada fija y desafiante de Raquel, Jimena respiró hondo, las
miró, meneó la cabeza.
—Pues a ver cómo acaba esto, porque lo que…
—Puede sola con su maleta, ¿verdad? —cortó la amiga, hablando alto
por encima de sus palabras.
Adriana no movió un músculo. Su madre se dio por vencida. Salió de la
cocina taconeando fuerte. La oyeron desde la cocina agarrar la maleta salir
del piso y cerrar con un portazo. Se quedaron en silencio. La cocina parecía
más espaciosa una vez que se había ido ella. Queso, ya tranquilo, volvió
despacio a su cestita, a seguir dormitando. Ella le dio las gracias a Raquel
con la mirada.
—Qué alivio. Te juro que he llegado a pensar que acabaríamos
pegándonos.
La imagen de ella y su madre agarradas del cuello, desmelenadas, dando
bandazos por la casa, le pareció tan grotesca que notó subirle una burbuja
de risa por la garganta. A la amiga debió de pasarle igual, porque se tapó la
boca, sujetando una carcajada que se le escapó al final, fresca y rotunda.
Adriana rompió a reír también con ganas. Su risa le expandió el pecho, le
llenó la garganta y contagió a la otra, que fue incapaz de parar sus
carcajadas. Ella tampoco: se tuvo que agarrar a la mesa, porque la risa le
aflojaba las rodillas. Queso, sin entender demasiado, las miraba moviendo
el rabo con viveza. Raquel, sujetándose los costados, llegó como pudo hasta
la silla y se dejó caer, llorando de risa. Las dos se dejaron llevar por el
ataque, que se redoblaba cada vez que se preguntaban la una a la otra por
qué se estaban riendo. Adriana consiguió llegar a la otra silla y sentarse, y
así estuvieron hasta que se agotaron, mirándose, con algún rebrote de risilla
floja.
Extendió las manos sobre la mesa y cogió las de Raquel.
—Gracias. Tú tenías razón.
—¿En qué? —preguntó la otra, aún con la risa floja.
—En que solo las mujeres como nosotras sabemos cómo ayudarnos.
Aquella, despacio, dejó de sonreír.
—Es la verdad. ¿Quieres que te cuente cómo lo aprendí?
Ella asintió con la cabeza.
—Lo aprendí cuando fui a buscar ayuda al sitio equivocado, porque yo a
los catorce años no quería seguir viviendo, Adriana, no podía más, estaba…
33

—Estaba tan rota, tan sola y con tanto odio hacia mí misma que una noche
cogí unas cuchillas de afeitar y me acosté dentro de la bañera llena de agua.
»No sé cómo salí de allí, no me acuerdo de si me llevaron al hospital o si
me arrepentí del intento y fui yo sola; no sé nada de lo que pasó. Sé que mi
madre seguía enferma, cada vez peor, y yo no tenía amigos ni a nadie que se
preocupara por mí. Solo se me acercaban los que podían aprovecharse,
quitarme algo, y se largaban después con tanto desprecio que les faltaba
escupir por encima del hombro. Aún no había cumplido quince años y
prácticamente vivía sin comer. Eso sí: bebía y me drogaba con todo lo que
podía. A veces me quedaba el día entero en la cama. Siempre estaba
cansada. Entonces se me ocurrió, o alguien me aconsejó, ir a ver a un cura,
el padre Elías, que trabajaba con los jóvenes del barrio y los ayudaba, y
decían que era muy majo. Hice como que quería confesarme y le conté lo
que me había pasado hacía tres años y que nadie me había ayudado. El
padre Elías fue comprensivo y amable, pero los únicos consejos que me dio
fueron que acudiera al centro de juventud, donde había cursillos y hacían
muchas actividades para sacar a chicos de las calles.
»Allí fue donde conocí a Miguel. Tenía dieciocho. Gracias al padre Elías,
había conseguido dejar los porros y las tragaperras; estaba tan enganchado
que había empezado a robar algún que otro monedero a señoras distraídas.
Ahora ya no robaba, ni fumaba ni jugaba. Era lo que llaman «un chico
sano». En una de las excursiones del centro intenté liarme con él y fue de
los pocos que me dijeron que no, pero, en vez de largarse, se quedó
conmigo hablando toda la noche, metidos los dos en un saco de dormir,
comiendo pipas y riéndonos muchísimo. Miguel pensaba que era muy
graciosa, ¡yo, que la única gracia que podía tener no te digo dónde me la
veían los otros! Con eso y poco más, me volví loca por él, pobrecilla.
Primero nos hicimos amigos; yo le contaba toda mi vida y él me
aconsejaba. Y, como me gustaba tanto, dejé de irme con otros chicos, a ver
si así él quería tener algo conmigo, y Miguel dijo que, bueno, podíamos
intentarlo.
»Empezamos a salir y, de verdad, te juro que esa época fue una pasada,
porque por fin tenía a alguien que estaba conmigo y se preocupaba por mí.
Qué maravilla, qué suerte. Estaba que explotaba de alegría. Para aferrarme
a él, para que me rescatara, dejé de beber y de drogarme, porque a Miguel
no le gustaban las «chicas con vicios», y, sin que él me lo dijera, cambié las
pintas que llevaba y empecé a vestir más formalita, cosa que le encantó. ¿A
mí qué me importaba que quisiera saber todo el tiempo dónde estaba y con
quién? Era mi novio y se preocupaba. ¿Qué más daba que me cogiera el
móvil y viera todo lo que tenía en él? Eso no me molestaba, nada me
molestaba. Es que incluso que fuera celoso me parecía bien, porque yo
nunca le había importado a nadie, yo era de todos, por mí ninguno se
enfadaba, y ahora sí, ahora tenía novio; que se jodieran, un novio que no
quería que hablara con ningún chico. Pues muy bien. Que no soportaba que
ninguno me mirase. Cojonudo. Que hasta se pegaba con quien creyera que
me había mirado el culo. Pues mira, perfecto, porque yo también merecía
que me defendieran.
»Cuando murió mi madre tuve que ir a vivir con mi tía y me tocó
cambiar de instituto. Allí no llegué a hacer ninguna amistad, ni siquiera lo
intenté. En el nuevo insti ya no era la puta del barrio, era solo una chica
más: normalita, con su novio y tal. Pasar desapercibida era algo novedoso,
un lujo que quería disfrutar a solas. Miguel encontró un trabajo de
ferrallista, que era la formación que había hecho gracias al centro de
juventud, y se compró un coche de segunda mano con el que venía todos los
días a recogerme a la salida de clase.
»Ya tenía yo cuidado de no salir nunca del instituto charlando con algún
compañero, ni siquiera con otras chicas, porque, la primera vez que Miguel
me cogió por el brazo y me metió al coche, las marcas moradas de los
dedos me duraron semanas. Es verdad que él a veces se ponía un poco
nervioso y se le iba la pinza, pero, bueno, nada grave: un empujón y un
tirón de pelo no son para montar un drama. Y si cuando se enfadaba me
echaba en cara cosas de antes o me decía algún insulto era porque yo hacía
que se pusiera así, pero bastaban unas palabras cariñosas y unos besos para
que yo lo perdonara y nos dijéramos todo lo más bonito del mundo: nadie te
puede querer tanto como yo, nadie te puede cuidar tanto… Todas esas
mierdas.
»Cuando me fui a vivir con él yo tenía diecisiete años y Miguel ya me
había cruzado la cara de un bofetón, me había escupido, me había echado a
medio vestir del coche y en su cumpleaños me había dado una patada
porque yo estaba bailando «demasiado». O sea, que sí, que ya tenía avisos
para saber por qué camino iba a ir el asunto, pero es que en casa de mi tía
me trataban muy mal y perder a Miguel significaba regresar a donde a nadie
le importaba si yo reventaba. Además, me convencí de que viviendo juntos
él estaría más tranquilo al ver que yo no hacía nunca nada malo.
»Lo que sigue ya te lo puedes imaginar. Supongo que a ti no tengo que
explicarte lo que es el miedo y lo jodido que es no saber cuándo y por qué
va a empezar la siguiente movida. Mira, me acuerdo del día que le dije que
estaba embarazada. Creí que se iba a alegrar, pero se puso a gritarme como
un loco muchas veces «Pero ¿cómo me haces esto?» y a pegarme con el
puño y luego con un barrote del respaldo de una silla metálica hasta que ya
no hubo que preocuparse por buscar una clínica concertada para interrumpir
el embarazo.
»Si me preguntas si lo denuncié, no, no lo hice nunca. ¿Para qué? No
paraba de ver noticias en los informativos de tíos que se saltaban todos los
controles y acababan matando a la mujer a pesar de denuncias y de pulseras
telemáticas. ¡Joder! Pero ¿¿qué coño de ayuda es la pulserita?? ¿Es que no
se dan cuenta de que llega un momento en que a ellos se la suda la pulserita,
el alejamiento y hasta la cárcel? No me fugaba de casa porque no tenía a
dónde ir ni con quién y tenía miedo: sabía que él me iba a perseguir, me iba
a meter en la casa otra vez e iba a ser peor. Así funciona: si te defiendes, es
peor; si lo cuentas, es peor; si tratas de escapar, es peor. Porque solo tienes
un intento y, si fallas, lo que te pase será siempre peor. Así te enseñan que
estás indefensa y que quedarte quieta y calladita es lo que más te conviene.
»Yo casi nunca salía del piso. Sobrevivía allí intentado hacer poco ruido,
golpeada y resignada, tachando los días como si mi vida fuera una condena
a prisión y mi objetivo fuese que terminara cuanto antes. Y, como era
normal que yo siempre tuviera hematomas, chichones y heridas, el bulto del
pecho al principio me pasó desapercibido y tardé más de la cuenta en ir al
médico.
»Ya sé que esto te va a parecer muy fuerte, pero te lo voy a decir: mi
cáncer fue un milagro.
»La ecografía no dejó ninguna duda: el pecho derecho estaba muy
afectado. Era insalvable. Había que empezar cuanto antes el tratamiento
para contener la expansión antes de operarlo. Abracé la quimio con sus
efectos secundarios como el precio de mi rescate, porque fue lo que se llevó
mi miedo a Miguel. Entre él y yo se había colado un tercero que era mucho
más aterrador, que causaba más devastación y que podía matar sin un solo
golpe: ¿qué era Miguel al lado de eso? Nada. Así que, la siguiente vez que,
sentados a la mesa, levantó la mano para darme una torta, agarré el cuchillo
de la carne y lo miré a los ojos con una calma absoluta. «Vamos, pégame»,
lo reté.
»En ese preciso momento se dio cuenta de que, si me levantaba la mano,
yo lo mataba. Eso lo dejó helado. No me volvió a pegar más, y así yo pude
completar la transformación. Mi cuerpo se consumía mientras por dentro
me curaba de todo lo que había sufrido en mi vida: los abandonos, los
insultos y las agresiones cicatrizaban a medida que la enfermedad se iba
apoderando de lo de fuera. A Miguel el cáncer lo asustaba mucho, y yo, que
lo llevaba dentro, le parecía una sucursal viviente. Me repelía. Me evitaba
tanto como podía: ya no se me acercaba en la cama ni me gritaba para que
saliera del baño o me fuera del sofá. Como una larva pálida y calva, poco a
poco yo reconquistaba el espacio perdido, y cuanto más me expandía yo,
más se replegaba él. Mi aspecto de esqueleto lo hacía huir y a mí me daba el
control. Era alucinante: ¡ahora era él quien tenía miedo de mí!
»Porque esa es la clave, Adriana: quien tiene miedo pierde el control.
Ellos te prueban al principio y, si ven que pueden asustarte, hunden las
garras a fondo y ya estás jodida.
»A los pocos días, fui al hospital para que me hicieran una mastectomía
completa del pecho derecho. Tuve varias complicaciones. Entré y salí de
allí durante meses, y lo que quedaba de la antigua Raquel terminó por
desaparecer del todo. A Miguel ya no lo vi más. Mientras yo estaba
ingresada, el piso en el que vivíamos se incendió.
»El fuego se lo terminó de llevar todo. Esas llamas fueron el final y el
principio de otra vida. Como debía ser. Sin nada de pasado y bastante poco
futuro, yo era libre, soy libre.
34

La cara de Edu despeinado, con la nariz un poco quemada y un rastro de


chocolate en la barbilla, llenó la pantalla. Adriana cogió el portátil con las
dos manos como si fueran los hombros redondeados de su hijo y se lo
acercó, muerta de ganas de besar ese rostro.
—¡Hola, cariño! ¿Qué tal estás?
—Muy bien. ¿Dónde está Queso?
—Por aquí. Deseando verte, y yo también.
Edu sonrió, luego se rascó un codo y una arruga de preocupación le
apareció entre las cejas.
—Oye, mamá, ¿por qué te has salido del juego? —Adriana, cogida de
improviso, no entendió—. Has hecho una cosa que no se podía hacer, lo ha
dicho papá —le explicó el niño—. Y ahora estás descalificada.
—¿Ya no hay juego?
—Sí que hay. Solo que ahora juego yo solo por ti y por mí. Hoy he hecho
el circuito mal y ya no puedo bañarme en la pisci ni tampoco entrar al
comedor, porque papá me lo ha prohibido.
Ella sintió el aire raspándole la garganta seca.
—No sé si me parece bien que sigas jugando a ese juego, cariño.
—¡Tranquila, mileidi! —Edu adoptó la voz aguda de su personaje—. Sir
Didymus nunca se rinde. Juro por mi honor de caballero que el próximo
reto lo voy a ganar.
Adriana negó con la cabeza.
—No, no. Prefiero que le digas a papá que ya no quieres jugar más.
La tensión en la voz de su madre no se le escapó a Edu, que dejó de ser
sir Didymus.
—Es que papá quiere jugar. Como la abuela se ha ido y estamos los dos
solos, quiere que juguemos todo el rato.
—Bueno, pero solos no estáis, porque están Pedro y Manuela, ¿no?
—No. Papá les ha dado vacaciones.
A Adriana se le cerró definitivamente la garganta. Tuvo que carraspear
para volver a hablar:
—¿Cómo que vacaciones? Pero ¿quién va a cocinar? ¿Quién se ocupa de
la casa?
—Papá cocina —contestó Edu, encogiéndose de hombros—. Eso lo
puede hacer en su silla.
—¿Y cuándo vuelven Pedro y Manuela? —insistió ella.
—Ni idea —contestó el niño sin interés—. Estamos de «vacaciones de
chicos».
—¿Eso te ha dicho papá? —Él asintió con la cabeza—. ¿Puedes pedirle
que venga, por favor?
Edu arrugó el ceño.
—Pero yo quiero seguir hablando.
—Después. Es que le tengo que decir una cosa a papá.
Obediente, el chico dejó la silla y fue a buscar a su padre. Adriana salió
del tiro de cámara y se tapó la cara con ambas manos, desesperada. No
había motivo razonable por el que Marcos hubiera prescindido de su chófer
y su cocinera, estando además en el chalet de la sierra, que era mucho más
incómodo que la casa de Madrid. No había explicación, excepto que
estuviera vaciando de posibles testigos el escenario.
Su exmarido entró en cuadro y Adriana volvió a su sitio.
—¿Por qué has dado días libres a Manuela y Pedro?
Marcos tenía buen aspecto: estaba más bronceado y los hematomas de la
cara empezaban a difuminarse. Meneó la cabeza con severidad.
—No. Así no, Adriana. Primero, saluda como una persona educada. No
perdamos las formas.
—Hola —dijo ella deprisa—. ¿Por qué has mandado fuera al servicio? —
repitió.
—No tengo intención de darte explicaciones —contes­tó él.
—¿Quién va a hacer todas las cosas de la casa? —insistió ella.
—Eso no es lo importante. —A ella se le escapó un gemido de
desesperación. Marcos lo ignoró—. La situación no está como para hablar
de economía doméstica, Adriana —dijo él secamente—. Después de tu
última aventura, entenderás que esté muy enfadado. Tu comportamiento
está siendo cada vez peor y me empujas a mí a ir más lejos de lo que
querría.
—Los has sacado de ahí a todos porque yo entré en el chalet.
—Te repito que no voy a darte explicaciones. Tú sabrás lo que haces y
tendrás que asumir las consecuencias que provocas.
Adriana se olvidó de toda estrategia y se oyó a sí misma suplicar:
—Marcos, por favor, no le hagas nada, por favor, él no tiene la culpa, es
tu hijo, es…
—¡Cállate! —Su orden sonó como un disparo, de pronto estaba muy
enfadado—. No quiero saber a lo que te estás refiriendo, no puedo con uno
solo más de tus delirios. Nos estás destrozando a todos. Necesitas ayuda —
continuó él—, pero de la de verdad. Yo ya no voy a sostener más tu fantasía
de víctima ni voy a pagar para que te sigan la corriente.
¿A qué se refería? El miedo la paralizaba, no podía seguirlo.
—No te molestes en volver al grupo ese donde vas a que te den
palmaditas en la espalda —prosiguió Marcos con frialdad—. No creo que
vuelvan a admitirte cuando vean tu historial médico. Y tu fantasía no va a
ser muy creíble cuando sepan que tienes una orden de alejamiento por
haberme pegado tú a mí.
Adriana no pudo ni replicar, avasallada y atónita. ¿Cómo sabía lo del
grupo? Estaba claro que en estos meses nunca había dejado de espiarla;
había seguido escudriñando su vida y controlando todos sus movimientos
para, cuando así lo decidiera, arrancarle todo de un zarpazo.
—Llegadas a este punto las cosas —continuó él, ya calmado—, lo que
más te conviene es quedarte quieta y, sobre todo, callada. Eres muy
convincente con tus delirios, puedes meter en líos a otros…
Luz roja. Adriana notó que Marcos quería decirle más de lo que sus
palabras decían.
—… y hay gente, bienintencionada y no muy lista, que puede creer que
eres una dama en apuros y pensar que es buena idea ir de caballero
andante…
Jorge, se refería a Jorge…
—Pero un caballero andante puede acabar metido, sin merecerlo, en un
problema del que no haya vuelta atrás —concluyó Marcos.
Estaba muerto. No tenía ni idea de cómo lo había hecho; probablemente
lo había mandado asesinar; desde luego, tenía dinero y contactos para
hacerlo.
—Supongo que no querrás cargar con más culpas sobre tu conciencia,
¿verdad?
Adriana dijo que no con la cabeza. Él pareció satis­fecho.
—Creo que me estás entendiendo. Así que ya lo sabes: tú, tranquila y
calladita. Si no has sabido jugar a nuestro juego, solo te queda mirar.
35

Alberto se sorprendió de lo joven que era Beatriz. Solo tenía diecinueve


años.
—¿Por qué tiene que hablar mi hija otra vez de ese desgraciado? Ya le
vinieron a preguntar cuando se lo cargaron y no queremos saber nada más.
La madre y el padre de Beatriz no llegarían a los sesenta años, pero uno
no se los podía imaginar de jóvenes. Él, macizo y de cabello escaso, y ella,
menuda como un ratoncito, llevaban en su rostro agotado el testimonio de
años de preocupación, llanto e insomnio. Los dos se habían juntado hombro
con hombro, formando un muro delante de Alberto. Detrás de ellos, Beatriz
y su hermana pequeña se levantaron del sofá y se fueron hacia los
dormitorios. Las dos chicas tenían el pelo rojo y la piel lechosa llovida de
diminutas pecas tostadas. Beatriz, además, como vio Alberto cuando lo
miró antes de salir del salón, tenía unos ojos muy claros, como de albina,
que hacían su expresión indescifrable. La madre y el padre se apretaron más
la una contra él otro, cerrando el paso.
—Ahora que está saliendo adelante, no queremos que nada la altere.
—Lleva un mes que no parece la misma de lo bien que está y no vamos a
dejar que retroceda.
—Hasta hace un mes hemos estado viviendo un calvario.
—Y no solo por el juicio y la sentencia. También lo que ya llevábamos
pasado, tantos años, desde que empezó a salir con ese…, esa basura
humana.
—Usted no sabe cómo le ha desgraciado la vida a mi niña.
Alberto miró por encima de ellos y vio en la puerta entornada de uno de
los dormitorios medio rostro blanco y pecoso, pero podía ser cualquiera de
las dos hermanas.
—No querría por nada alterar a su hija —dijo en voz lo bastante alta para
que Beatriz lo oyera—. Lo que quiero preguntarle no tiene que ver
directamente con Iván Romo.
—No queremos oír ese nombre aquí. Ha traído mucha desgracia a esta
casa.
—Bea solo tenía quince años cuando empezó a salir con él, y mira que le
dijimos que no nos gustaba, que era una mala pieza…
—Pero ella era una niña y él la ilusionó. La enredó y la dejó sin amigas,
la apartó de nosotros…
—No nos enteramos de que le pegaba hasta hace dos años.
Alberto no se sorprendió; un juicio por violación y lesiones en raras
ocasiones venía de un noviazgo como una balsa de aceite, y el historial de
Iván Romo tampoco dibujaba a un novio dulce y calmado, pero sin
denuncias de por medio no podía afirmarse nada de forma concluyente.
Esto venía a confirmar su suposición.
—Bea le tenía mucho miedo, no se atrevía ni a respirar. No quería
denunciarlo.
—Hasta la vez que nos vino… como vino.
—Ahí dije: a tomar por culo todo, y la llevamos a la fuerza a denunciar.
—Lo que pasa es que habían pasado dos días y ella ya se había duchado,
¿sabe? Nosotros no sabíamos que no tenía que ducharse, qué sabíamos de
pruebas nosotros…
—Y al juicio él llegó diciendo que, como eran novios, que había sido
queriendo.
Alberto había leído todo. También el relato de Beatriz: que su entonces
novio la había llevado a su casa a la fuerza y la había obligado a mantener
relaciones sexuales, no solo con él, sino con dos amigos más que estaban
allí esperándolos. Ella se había negado, por lo que el acusado y los otros
dos la habían abofeteado, escupido, agarrado por el pelo y maltratado en
otras muchas formas antes de la violación múltiple. ¿Cuál fue la (mala)
suerte? Que apenas quedaron marcas en el cuerpo de la joven. Por eso el
acusado pudo defenderse alegando que habían existido relaciones, pero que
habían sido consentidas; que no había nadie aparte de él en el domicilio, y
que lo único que pasó fue que, después del sexo, la pareja había discutido
fuertemente porque, según ella, él la relegaba por irse con sus amigos. Que
ella se había ido amenazando: «Os vais a enterar».
En el juicio se puso de manifiesto que era insuficiente la carga de la
prueba aportada por la denunciante: que apenas había evidencia de
violencia física; que no se podía establecer con seguridad que estuviera
ocasionada por los hechos declarados; que sí había evidencia de relaciones
sexuales, pero que las lesiones encontradas podían deberse a una rudeza
consensuada en la relación; que no se apreciaron restos que apuntasen a los
amigos del acusado; que la tardanza en poner la denuncia era incongruente
con la gravedad de los hechos.
Por otra parte, los testimonios que apoyaban a la joven eran escasos y
endebles, porque, después de varios años de relación, la víctima (presunta,
cada vez más presunta) no tenía amigas que pudieran explicar cómo era su
noviazgo, no tenía a nadie; de cara al exterior nadie podía decir que hubiera
algo malo en esa pareja. Iván Romo salió, como se suele decir, limpio de
polvo y paja.
—Y usted no sabe cómo dejó todo eso a mi hija.
—No habló más, se quedó muda. Dijeron que tenía depresión mayor.
—Ni sabe las veces que tuvimos que salir corriendo con ella al hospital
porque se había intentado quitar de en medio…
El padre se mordió los labios y volvió la cara para no mostrar sus ojos
húmedos; la madre se cubrió el rostro con las manos. Alberto lamentó
haberlos dejado llegar hasta ahí pudiendo haberlo parado antes.
—Perdónenme. Les aseguro que no quiero molestar a su hija con este
tema. No quiero hablar de ese tipo, sino de otra persona.
La madre se descubrió la cara.
—¿Qué persona?
—Otra mujer —contestó él rápido, y añadió una pequeña mentira de
apoyo—: Posiblemente otra víctima de ese hombre. —El padre y la madre
se miraron y Alberto aprovechó—. ¿No querría su hija ayudar a alguien que
ha pasado por lo mismo que ella?
Ella lo miró a él, preguntándole, y este suspiró. La madre fue al cuarto de
las niñas.
—Anda, Bea, hija, sal.
La chica salió despacio, con esa mirada que de puro transparente no
permitía ver a través puesta en Alberto y al mismo tiempo evitando sus
ojos.
—Hola, Beatriz. No te voy a molestar mucho. Solo quiero que me digas
si conoces o has visto a esta persona.
Sacó su móvil con la imagen de Adriana en la pantalla y se la mostró.
Beatriz dio un paso hacia delante y la observó.
—No. No la he visto nunca.
Pero él no se la creyó, no del todo.
Durante el último año le había costado recordar por qué hubo una época
en que le gustaba su trabajo. En concreto, la parte en la que hay que aplicar
la lupa mental para observar muy de cerca, hasta lo más pequeñito, lo que
escapa a la mirada corriente. Y se le había olvidado porque, durante el
último año, todo había quedado sepultado en la nada blanca. Bastante había
tenido con mantenerse en pie desde que, un día, dejó de concentrarse en lo
pequeño, abrió la mirada y empezó a ver demasiado. Ese día tomó
conciencia de golpe de la negrura de abismo que era la maldad humana y
desde ese momento ya no pudo dejar de verlo. Lo veía en todas partes, cada
día, y no parecía que hubiera techo: siempre había algo peor, algo que
reventaba el límite de su capacidad de asombro y de espanto. Él no entendía
la naturaleza de ese mal sin propósito, no entendía nada, no entendía cómo
un hombre puede violar a su hija de tres años y después tirarla a un pozo;
no sabía tampoco cómo se puede luchar contra lo que no se comprende y,
en esa deriva, había olvidado la parte de su trabajo que le gustaba, la que
consistía en mirar tan de cerca como él observó a Beatriz cuando le mostró
la imagen en su móvil.
Ahora lo recordó. Porque, a simple vista, la chica, impasible, solo dijo sin
más que no había visto nunca a Adriana…, pero, en los segundos antes de
que mirase la imagen, él, como si tuviera una cámara superlenta que
descompusiera el momento en una sucesión de imágenes que el ojo es
incapaz de ver, había captado la levísima elevación de las cejas, los ojos
abriéndose más por un microsegundo y el casi imperceptible encogimiento
del cuerpo, como un animal que percibe una amenaza y se pone en alerta. Y,
cuando Beatriz miró la pantalla del teléfono, solo él percibió el ligerísimo
aflojamiento de los hombros que modificó toda su postura y la distensión de
la boca, antes contraída, que habría soltado un suspiro de alivio si hubiera
estado a solas.
—No. No la he visto nunca.
Si la chica no mentía, algo escondía. ¿Qué había temido ver en la pantalla
y por qué le había aliviado no encontrarlo? Alberto habría metido la directa,
pero no podía forzar la situación. Ni siquiera estaba en activo, hacer ruido
no convenía.
La madre estiró el cuello para mirar la imagen del móvil, pero Beatriz
intervino:
—Mamá, que no la conocemos.
—No la conocemos, no —dijo la madre, negando con la cabeza.
Su hija inició la retirada sin cruzar la mirada con la de Alberto; no lo
había mirado a los ojos ni una vez.
—Me duele la cabeza, tengo que echarme un rato. Adiós.
—Si no le importa, agente… —terció el padre—. Es que necesita mucho
descanso.
Él asintió; lo entendía perfectamente. Se dejó acompañar hasta la entrada
y allí preguntó por compañeras de clase, o alguien a quien Beatriz viera de
forma más o menos regular, que le pudiera ser de ayuda con la foto.
—No hay —dijo su padre, entristecido—. Cuando iba con ese mierda la
quitó de estudiar. Tampoco le dejaba quedar con nadie. Después del juicio
ya ni salía de casa. Solo estaba con nosotros. Ya le hemos contado que ha
tenido depresión mayor.
—¿Quién la diagnosticó?
—Pues una psicóloga.
—¿Beatriz veía a una psicóloga?
—Ya le digo que no hablaba; ha estado meses sin decir ni mu. Meterla en
una consulta con un médico era tontería. Ella solo podía escuchar, así que
iba con más gente que había intentado…, bueno, ya sabe, lo mismo que
ella.
—¿Se refiere a terapia de grupo?
—Eso. Terapia de grupo. La psicóloga dijo que le podría ir bien, pero fue
pocas veces.
A su pesar, Alberto tuvo que admitir la posibilidad de que Adriana,
desesperada por una vivencia real o como parte de una fantasía de su mente,
hubiera buscado otro refugio, uno más medicalizado, antes de acudir al
grupo del centro cultural de su barrio. Y que en esa terapia grupal hubiera
conocido a Beatriz.
—Necesito los datos de la psicóloga, por favor.
36

«Solo te queda mirar», le había dicho Marcos.


—¡Mira, mamá!
El vídeo le había llegado desde el móvil de su exmarido y, nada más
verlo, después de gritar o tal vez todavía gritando, Adriana había llamado a
su número, pero él ya había apagado el teléfono.
Este era el tipo de tortura que le daba a él más satisfacción, la forma más
depurada de dañarla: ella no podía acercarse a Edu, ni físicamente ni a
través de ningún medio. Marcos la mantenía a distancia, callada y quieta,
pero con los ojos muy abiertos, como en la famosa imagen de aquella
película, La naranja mecánica: las pinzas abriéndole los ojos, tienes que
mirar, no debes perderte ni un segundo.
—¡Mírame, mamá!
Era el propio Edu quien había colocado el móvil en un lugar desde donde
grabaría todo. ¿Cómo podía saber el niño cuál era el mejor sitio para dar ese
plano general? Él, que normalmente cortaba cabezas en las fotos, sacaba de
plano justo lo que quería grabar o dejaba el teléfono mirando al cielo…
Alguien, un padre colaborador, se lo habría dicho, pero por supuesto eso no
se veía y no se podía demostrar. Marcos no iba a dejar una sola evidencia
que lo relacionase con la posible desgracia. Todo sería, si se daba el peor de
los casos, una iniciativa del niño, que le había quitado el teléfono al padre
para grabar su proeza y mandársela a su madre. Ya se sabe cómo son los
críos: todo lo cogen, siempre están enredando.
La barandilla de forja estaba pintada de blanco y delimitaba la explanada
que había por delante de la casa. Edu abrió los brazos y su figura se recortó
contra el azul del cielo como la de un pequeño funambulista que buscara el
aplauso de un público invisible. Sus pequeñas zapatillas de lona con tigres
estampados estaban alineadas una detrás de la otra y él se mantenía en un
equilibrio casi perfecto.
—Mira, mamá.
¿Y cómo no mirar? La barandilla sobre la que se había subido estaba solo
a un metro del suelo por el lado que daba a la casa, pero al otro había una
caída de tres metros hasta la terraza inferior, que estaba empedrada justo al
pie del muro. La caída podía no ser mortal, pero un cuerpo tan pequeño y
frágil, aún sin acabar, era muy fácil que no la sobreviviera o que, al menos,
quedara terriblemente dañado.
—¡Allá voy, mamá!
La anchura del pasamanos de la barandilla sería de unos cinco
centímetros: menos que el ancho de las zapatillas con estampado de tigres.
A pesar del calor, un frío gélido le subió por las piernas a Adriana y le
congeló el vientre, el pecho y la garganta cuando vio que su niño
comenzaba a avanzar, primero un pie y luego el otro.
En ese momento de locura, entre los pensamientos que pasaron
disparados por su mente, recordó con dolor la promesa que hizo a su hijo
cuando lo cogió en brazos por primera vez. Le había dicho algo seis años
atrás en medio de la oscuridad, y ahora esos pequeños pies, uno después del
otro, iban derechos a un grave peligro mientras ella estaba allí, con el móvil
entre las manos, mirando. No había cumplido. Lo juró cuando Edu nació y
no había podido mantenerlo.
Cuando Adriana llegó a su último mes de embarazo, ya había cedido a
Marcos amplias y valiosas parcelas de sí misma, algunas irrenunciables,
pero, claro, es que era siempre por su bien, porque lo necesitaba y era lo
mejor para ella, en palabras de él. Si estaba tan convencido y si los demás
asentían, parecía lo más sensato ceder el control. Por su parte, el entonces
marido había demostrado ser el cuidador perfecto de una gestante:
concienzudo, con un absoluto control de todos los parámetros que debían
darse en un embarazo saludable y una atención exquisita a cada detalle,
hasta el más insignificante. «Qué envidia», suspiraba Jimena. Ojalá ella
hubiera contado con un marido tan implicado y generoso. Adriana, que solo
comía, bebía, dormía y caminaba en porciones milimétricamente calculadas
por su marido, se limitaba a sonreír, serena, como una madona pintada en
un cuadro.
¿Estaba enamorada de Marcos todavía? No sabía. Desde luego, lo
consideraba infalible. En los meses previos al embarazo, él había ido
creciendo mientras ella se empequeñecía, pero había sido un proceso tan
gradual que a esas alturas le resultaba natural poner el criterio de él siempre
por encima de cualquier otro, incluido el suyo propio.
A mitad del embarazo, Marcos empezó a darle vueltas al plan de parto.
Quería que el nacimiento fuera una experiencia hermosa y trascendental en
la vida de ambos, algo inolvidable. Otra cosa que no fuera estar de acuerdo
en eso no sería natural ni comprensible, ¿verdad que no? Adriana no quería
ser una mala persona ni un bicho raro, así que intentó entusiasmarse tanto
como su marido y lo acompañó en un recorrido por hospitales y clínicas
privadas, analizando sus protocolos y probando cuán flexibles podían ser
ante las muchas exigencias de Marcos, pero él, en su obsesión por
conseguir las condiciones ideales para el parto, no quedaba nunca
conforme. En aquellos días, una colega de trabajo suya había tenido a su
hija en una piscina dentro de su salón y le había relatado con lágrimas de
emoción lo bonito, respetuoso y humano que fue todo. Él, entusiasmado, lo
tuvo clarísimo: esa era la opción correcta. Cumplirían los requisitos
exigidos para garantizar la seguridad de Adriana y del bebé, y así podrían
controlar cada detalle del gran momento. ¿No era una idea preciosa, la
solución que ambos soñaban? A todos los que se lo contaban así se lo
parecía, y ella asentía y decía que sí, desde luego, precioso todo, un sueño.
Pero en un diminuto espacio escondido de su mente comprendía que el
parto en casa era la sublimación de la necesidad de su marido de estar al
mando, incluso en un proceso tan íntimo del cuerpo de su mujer como el
alumbramiento. En un falso consenso maquillado con arranques de
entusiasmo, lágrimas de emoción y apasionadas muestras de ternura, fue
Marcos y solo Marcos quien decidió cada aspecto del evento: en qué
habitación sería, quién estaría presente, qué música sonaría, qué
iluminación pondrían, de qué tejidos serían sus ropas, qué alimentos
tomaría Adriana antes y después del parto, con qué frecuencia querrían
escuchar el latido del bebé, qué harían con la placenta y el cordón… Incluso
fue él quien eligió a la matrona que asistiría el parto y a una doula para
acompañarla antes y durante el proceso.
La matrona, una mujer rubia y bajita muy profesional y bonachona,
estaba de acuerdo en todas las decisiones tomadas, pero ella sospechaba que
también habría accedido a oficiar una misa negra con tal de cobrar la
fabulosa tarifa que había acordado con Marcos. La doula, una joven
angulosa que sonreía sin parar y que tenía las manos heladas cuando tocaba
a Adriana, quien se retraía ante su contacto, no paraba ni un segundo de
hablar. Se refería a la organización de «la celebración de la fiesta del
nacimiento» como si se estuvieran preparando para los Sanfermines.
Ante tanta emotividad y entusiasmo, Adriana se sentía avergonzada por
desear en secreto un sencillo y convencional parto hospitalario, con su
epidural, por si no podía con el dolor, y una comadrona experimentada que
supiera guiarla en los pujos y detectar al momento si surgía un problema
para traer de inmediato la asistencia necesaria. Empezó a tener pesadillas en
las que algo salía mal en casa y su hijo no sobrevivía, pero cuando se lo
contó a Marcos él se echó a reír y la abrazó: era normal el miedo, mamá
primeriza, era una niña mimada a la que habían consentido mucho. Debería
sentir todo lo contrario: confianza. Él iba a estar acostado a su lado e iba a
ser quien le sacara al niño. ¿Qué mayor seguridad podía tener?
Seguridad, la misma que antes: poca. Pero sí una nueva pesadilla que
sumar a las anteriores: él «sacándole» al niño. (¿Por qué tuvo que usar
precisamente ese verbo?) En su sueño lo veía arrodillado entre sus piernas,
estirando con las dos manos de su carne, que se alargaba como si fuera de
goma, pero no llegaba a desprenderse, y él, ensangrentado hasta los codos,
tiraba y tiraba sin importarle que ella le dijera que le dolía, que parase, que
se estaba desangrando, que eso que le estaba arrancando no era un bebé,
sino su carne… Adriana no volvió a hablarle de sus miedos, pero, sin
haberlo planeado, la noche en que comenzó a notar, débiles aún, las
primeras contracciones, se calló y las disimuló. No salía de cuentas hasta
dentro de una semana y Marcos tenía una reunión importante a la mañana
siguiente. Si conseguía que él no notase nada hasta que se fuera al trabajo…
Al principio de la noche, eso pareció fácil, pero no había contado con que el
dolor crecería en proporción geométrica y se convertiría gradualmente en
un infierno. Acostada al lado de él, soportó el suplicio durante horas sin
moverse, sin un quejido, jadeando bajito y sudando a mares. Cuando
Marcos despertó, Adriana se tapó hasta la cabeza y logró parecer dormida
hasta que se quedó sola.
El día estaba gris y había empezado a llover mucho. Ella, como una
inválida, deteniéndose cada vez que una nueva contracción la atravesaba, se
vistió y llamó a un taxi. En el hospital vieron que la dilatación estaba
avanzada, pero no tanto como para que el alumbramiento fuera inminente.
Una vez allí, se tranquilizó. Las horas fueron pasando y la dilatación iba a
su ritmo natural. Ella pensaba en la mentira que le diría a Marcos: que todo
sobrevino de golpe, que se asustó, que se olvidó de llamar a la doula…
Providencialmente, la lluvia se convirtió en una tromba de agua que
inundó garajes y estaciones de metro y convirtió la M30 en un canal
navegable. Desde el coche, enfurecido e impaciente, él la llamó al móvil
para asegurarle que haría lo que fuera, pero que llegaría al nacimiento. Al
oírlo, Adriana sintió espanto. No sabía por qué, pero su instinto sí lo sabía y
tomó el control. ¡Deprisa, tenía que ser cuanto antes! Se esforzó y luchó,
pujando con todas sus fuerzas, y cuando caía la noche, por fin, le pusieron
encima a Edu. Ella lo sujetó, mojado y resbaladizo, contra su cuerpo.
Entonces se produjo el apagón.
Afectó a toda la zona norte de la ciudad. En el hospital, el grupo
electrógeno de emergencia se activó de forma automática y permitió que en
UCI y quirófanos la actividad siguiera como si nada, pero en el resto de las
plantas, incluida la de maternidad, duró un par de minutos. Esa oscuridad
fue completa en la habitación donde Adriana acababa de dar a luz. De
pronto, se vio abrazada a su bebé y rodeada de negrura. Estaban los dos
solos, abandonados en la oscuridad absoluta. Llamó a las enfermeras a
gritos, pero nadie vino. La angustia le oprimió el corazón. El mundo al que
había traído a su bebé no era amable ni acogedor, no, era un pozo negro del
que no se veía el final y ella estaba suspendida en el borde, apretando
aquella carne tierna y aún suya contra el pecho. En esa oscuridad, lo único
que le dio luz fue jurarle a su hijo a media voz, temblando, que lo iba a
proteger siempre, que lo iba a mantener a salvo poniendo su propia vida por
delante.
Sin embargo, ahora estaba mirando esa figura pequeña y ligera poner un
pie delante del otro con cuidado, sobrevolando el vacío. Le había fallado a
su niño y solo podía sujetar el móvil con dedos helados. No era capaz de
avanzar el vídeo y saltar al final porque no podía despegar los ojos de Edu
ni de un pasito detrás de otro, una leve oscilación de la cadera, uy, casi, otro
pasito y luego otro, los brazos extendidos basculando ligeramente, no, por
favor, cuidado, otro paso, una vacilación, una mirada dirigida hacia algo (o
alguien) fuera del encuadre… y la grabación se corta.
De golpe.
«El número al que llama está apagado o fuera de cobertura.»
Adriana se levantó y corrió a su mesilla, donde el ordenador estaba
enchufado, cargando. Lo agarró y tiró de él arrancando el cargador del
enchufe. Abrió la tapa con violencia. A pesar del calor sofocante del cuarto
le castañeaban los dientes. Nunca el tiempo que tardaba en abrirse Skype se
le había hecho tan eterno. Tenía los nudillos blancos de apretar los puños. A
su videollamada tampoco contestó nadie. Volvió a llamar al móvil, y nada.
Mandó mensajes, audios… Nada llegaba. Él lo sabía. Marcos sabía que la
podía matar con esto, que ella necesitaba saber ya que Edu estaba a salvo,
vivo, bien, que su cuerpo no había caído atravesando las zarzas y se había
estrellado contra el suelo de piedra, tres metros abajo. Sintió un mareo tan
fuerte que le aflojó las manos y el móvil resbaló de ellas. Percibió el aura
del desmayo llegando y la conciencia empezó a abandonarla…
El móvil sonó, estridente.
Toda la sangre le volvió al cerebro en un segundo. Se incorporó de golpe,
resucitada. El teléfono sonaba en el suelo y Adriana se lanzó a por él.
Era otro vídeo. Edu, a salvo, agarrado a la barandilla y con una sonrisa
enorme, saludó con la otra mano mirando a cámara, con el pelo revuelto y
la cara sudada, aún arrebatado por la emoción.
—¿Me has visto, mamá? ¡Lo he hecho alucinante! Una vez me ha pasado
que casi me caigo, pero he podido. ¿A que soy valiente como sir Didymus,
mamá, a que sí?
37

Yo quiero mucho a papá y si papá lo dice le hago caso porque papá porque
si se enfada no es como papá y no me gusta. Me tenía que haber traído a
Queso y así duermo con él metido en la cama como cuando estoy en casa
con mamá. Queso cuida de mí porque no es cobardica como Ambrosius y
porque yo porque me parece pero es un secreto me parece que yo no soy tan
valiente como sir Didymus. Mamá cree que soy más valiente que sir
Didymus. Tengo que demostrárselo a papá que lo hago para que vea que le
hago caso y para que no se enfade porque yo quiero bañarme en la piscina.
El comedor me da igual porque yo como en la cocina. El que toca ahora es
un reto muy difícil pero si papá me lo dice yo le hago caso. Sir Didymus es
pequeñito pero también es supervaliente. No sé si sir Didymus tiene vértigo
yo me parece que un poquito. También me da miedo la «persona alta» pero
papá dice que lo he soñado porque no hay ninguna persona ni alta ni baja y
que la hora de la siesta es para dormir la siesta no para andar por ahí. A la
hora de la siesta me intento quedar en la cama y cierro los ojos y hago
fuerza para dormirme porque yo porque tengo que demostrárselo a papá.
Que yo lo quiero muchísimo y es el mejor. Cuando duermo la siesta tengo
sueños pero no son sueños chulos son sueños aburridos. He soñado que
venía el tío Jorge. He soñado que estaba en la siesta con la abuela y la
abuela me ronca en la oreja y me despierta y entonces me levanto y miro
por la ventana y papá y el tío Jorge están hablando abajo en la calle. Es muy
simpático el tío Jorge. Cuando vivíamos en la otra casa venía mucho a la
otra casa y me traía regalos. El Lego Creator de dinosaurios y el slime. Yo
pensaba que esta vez me iba a traer un regalo pero luego papá me dijo que
no ha venido el tío Jorge y que yo lo he soñado igual que a la persona alta
que no hay ninguna ni alta ni baja. No se lo digo más veces pero yo he visto
a la persona alta y no estaba soñando porque la vi desde la ventana del
comedor. Me da igual no poder entrar al comedor porque yo como en la
cocina, lo que no me da igual es la piscina. Si hago bien el reto me deja
volver a la piscina. Sé bucear. Ojalá yo fuera de verdad sir Didymus. Sir
Didymus haría el reto superrápido. A Ambrosius le daría miedo. Me parece
pero esto es supersecreto, ¿vale? Yo me parece que soy más como
Ambrosius que como sir Didymus. No sé por qué se fue la abuela, parece
que es que mamá se había puesto un poco mala pero yo la he visto en el
ordenador y estaba normal. Tengo ganas de ver a mamá. Mamá cuando se
enfada sí se parece a mamá aunque no se enfada mucho solo regaña un
poco. Papá no regaña pero sí se enfada así que no le digo que la persona alta
sí que existe de verdad. Que yo la vi y me parece que vive en la parte de
abajo del jardín. Yo allí ya no bajo pero fijo que vive ahí porque alguien ha
cortado las hierbas monstruo que tienen pinchos y se ha formado una
montaña gigante que lo tapa todo y si la persona alta no ha sido quién ha
sido, ¿eh? Porque Manuela y Pedro ya se han ido y estamos solos de
vacaciones de chicos. Yo a papá lo quiero mucho pero el verano pasado me
lo pasé mejor que este. Es que yo no quiero hacer el reto que toca ahora
pero no quiero estar encerrado en mi habitación porque me aburro mucho y
tampoco creo que tampoco he hecho nada malo para estar encerrado. La
persona alta aparece cuando cree que estoy dormido. Este verano me parece
que también papá me da un poquito de miedo. Me tenía que haber traído a
Queso.
38

La psicóloga se puso las gafas para ver de cerca y miró con atención la
imagen de Adriana que Alberto le había puesto delante. Escrutó la pantalla
del móvil con las cejas fruncidas.
La persiana veneciana arrojaba unas líneas paralelas de luz entre el
escritorio y la silla que ocupaba él. En algún lugar sonaba el tictac de un
reloj. Estaba conteniendo el aliento, pero no se dio cuenta hasta que la
doctora le devolvió el móvil, negando con la cabeza.
—Esta persona no ha asistido nunca al grupo de terapia. No es paciente
mía.
El alivio hizo a Alberto sonreír, pero inmediatamente se puso serio: no
era muy profesional sonreír de alivio cuando estás interrogando a alguien.
—¿Sabe usted si Beatriz se relacionaba con alguien más aparte de las
personas de esta terapia de grupo? —preguntó.
—Lo dudo mucho. Debido a su cuadro depresivo y de estrés
postraumático, apenas podía establecer contacto con el exterior. No hablaba
y no mostraba interés por comunicarse en ninguna forma.
—Y, sin embargo, hoy la he visto muy bien.
—Sí. Su recuperación podría considerarse milagrosa.
—¿Tanto como milagrosa?
La psicóloga se quitó las gafas y las dejó a un lado.
—Cuatro intentos de suicidio en menos de un año. Poca o ninguna
respuesta al tratamiento farmacológico e imposibilidad de abordar una
terapia individual. Le confieso que no creía que pudiéramos hacer mucho
por ella; era cuestión de tiempo que consiguiera su objetivo. —Meneó la
cabeza con asombro—. Y, de la noche a la mañana, un día empieza a hablar
de nuevo, dice que quiere retomar sus estudios y vuelve tranquilamente a su
vida.
—Sí, es raro —concedió Alberto.
—El cambio fue tan radical… Entró en el hospital con las muñecas
abiertas, casi sin esperanza, y salió a los diez días, tranquila y llena de
proyectos.
—Algo le pasó allí.
—Es evidente que sí.
—¿Usted pudo hablar con ella? ¿No le dijo nada?
—Vino a que le diera el alta, sí, pero no le saqué mucha información.
Solo me dijo… —entornó los ojos, recordando— que ahora sabía que…,
¿cómo dijo…? Sí: que ahora sabía que los malos no iban a ganar.
Alberto se irguió en la silla.
—¿Eso se lo dijo alguien en el hospital?
La doctora se encogió de hombros.
—No le puedo decir, lo siento. Ella no me dio más información.
Mientras él tomaba la dirección del hospital, pensó en que, sabiendo
quién era el «malo» en la historia de Beatriz y cómo había terminado, o ella
tenía el don de ver el futuro o alguien le había asegurado cómo iba a
terminar. Alguien cuyo nombre quería y no quería conocer.
39

¿Cuánto tiempo llevaba sentada en el suelo de su habita­ción? ¿Cuánto había


pasado desde que recibió el vídeo de Edu sano y salvo? ¿Por qué seguía
teniendo la imagen de su hijo caminando sobre el vacío tan presente como
si la siguiera viendo, tanto que tenía que mover las manos delante de la cara
para ahuyentarla y a los pocos segundos volvía y volvía? ¿Era esto volverse
loca de miedo? Bravo. Él lo había conseguido. Y, como daba igual lo que
intentara, porque Edu estaría en peligro, tal vez si no hacía absolutamente
nada, si se quedaba muy quieta, sin pensar y casi sin respirar, tal vez así, a
un paso de no existir en ningún lugar, tal vez entonces el mundo se quedaría
también en pausa. Pero no le bastaría, él no quería eso. La tenía donde
deseaba y la iba a hacer retor­-
cerse de terror cada minuto antes de que Edu tuviera un accidente. Seguro
que delante de sus ojos. Tienes que mirar, tienes que verlo todo, y… ¿sabes
lo peor? Lo peor es que ya nunca dejarás de verlo. La imagen se repetirá en
bucle, en una sádica cámara lenta, y moverás las manos para espantarla,
pero a los pocos segundos volverá y harás gestos aún más descontrolados
para que se vaya, gritarás para ahuyentarla, seguramente correrás para
escapar de ella, lucharás si tratan de sujetarte y los morderás cuando
intenten pincharte un calmante. A esas alturas, es probable que hayas
dejado de comer y que lleves días sin peinarte ni cambiarte la ropa. Una
bruja desgreñada que no puede articular palabras con sentido, un auténtico
despojo.
Esa idea le hizo pensar que, de hecho, ya no sabía si había comido ni qué
ropa llevaba. Se puso a cuatro patas y gateó por el suelo hasta el mueble
tocador, sobre el que tenía apoyado un espejo. Quería verse. Tenía que
mirarse la cara y a lo mejor, si seguía siendo la de siempre, la arañaría y la
abofetearía de pura rabia, de impotencia. El suelo del cuarto (se dio cuenta
mientras se movía por él como un animal) estaba sembrado de sus cosas. En
los últimos días no había encontrado el sitio de nada: bolsos, calzado, ropas,
papeles, un peine, un envase de zumo, su pijama de verano hecho una
bola… Llegada al tocador, no consiguió ponerse en pie. Los músculos de
las piernas no funcionaban. Se agarró al mueble, lo intentó de nuevo, pero
las rodillas no respondieron y cayó sobre ellas. Suspiró con desesperación y
paseó los ojos por el suelo a su alrededor. Tirado bajo el tocador estaba su
bolso. Debajo de él había un trapo manchado. Ese trapo era una camiseta
suya, le pareció. Sí: una camiseta rosa con las palabras Palm Beach
estampadas en la parte delantera. ¿Por qué tenía esas manchas? Alargó la
mano y agarró la prenda. La sacó de debajo del bolso y la levantó ante de
los ojos.
Estaba manchada de sangre. Ese restregón era sangre. Sintió náuseas.
¿De quién era? ¿A quién pertenecía? No a ella, no podía ser, era demasiada,
estaba por toda la prenda. Pero ¿cuándo se había puesto ella esa camiseta?
Notó las gotas de sudor picando al brotar de la frente. Tenía la garganta
seca.
Una idea horrible tomó forma de repente. Soltó la camiseta, que cayó
delante de ella laciamente, y se tapó la boca con ambas manos.
De repente, todo era cierto, todo: esos momentos en los que no estaba en
ninguna parte eran verdad. Y dónde iba mientras se ausentaba de sí misma
no podía estar más claro. Apareció todo de golpe en su cabeza: se visualizó
a sí misma en la cocina del piso mirando al hombre con barba
convulsionando en el suelo. Oyó el gorgoteo de su garganta abierta, a través
de la que intentaba en vano que pasara el aire mientras trataba de contener
la sangre que pulsaba y pulsaba desde ella. Sintió el calor, el olor, las
moscas. Vio la ventana al patio interior abierta. La factura rota en dos sobre
la encimera de la cocina estaba milagrosamente limpia de sangre. El resto
estaba salpicado, pintarrajeado de rojo… ¿Fue allí donde se hizo el arañazo
que Alberto le había visto en el brazo?
Tenían razón. Marcos no la había mentido en eso. El policía le explicó la
disociación a la que ella se había negado siempre. Aturdida, confusa,
dormida si quieres, pero no ausente, ni amnésica, ni loca hasta ese punto.
Había luchado para que fuera que no y era que sí. Se puso de pie. El horror
mayúsculo había devuelto el nervio a las piernas. Miró la camiseta
manchada como si fuera un bicho horrible, con los ojos abiertísimos,
dándose cuenta del alcance de lo que estaba tratando de asumir. El suelo
disolviéndose, por fin, definitivamente, bajo los pies.
Desde el pasillo oyó algo pesado y grande caerse y dio un respingo del
susto.
—¿Raquel? —llamó alzando la voz.
No hubo respuesta. Oyó un ruido de arrastre. Caminando hacia atrás, sin
quitar los ojos de la camiseta arrugada en el suelo, fue hacia la entrada del
dormitorio. Al abrir la puerta se la encontró en el suelo del pasillo. La joven
levantó los ojos hacia ella. Tenía las sienes perladas de sudor.
—Perdona. Iba a buscarte y me he caído.
Raquel intentó sonreír, pero no pudo. Adriana se apresuró a agacharse su
lado y la levantó; no tenía fuerza suficiente y se dejó ayudar.
—Quería pedirte que te echaras un rato en la cama conmigo. Es que no
quiero estar sola.
Ella tragó saliva con dificultad. No le daba tiempo a procesar tanto y tan
seguido, pero Raquel se había caído al suelo y quería que se echaran en la
cama, lo cual en ese momento de asunción de su espantosa verdad tenía
algo de grotesco e imposible, pero al mismo tiempo… ¿qué más daba ya?
—Pero te has caído —pronunció con una voz tan calmada y normal que
ella misma se asombró—. Tenemos que ir al médico.
—No, no. Aún no.
¿Qué más daba ya? Adriana afirmó el brazo alrededor de Raquel y
caminaron despacio por el pasillo. Los pasos de la otra eran cortos,
inestables, se apoyaba en la pared. En la habitación, la descalzó, la ayudó a
acostarse en la cama y se tendió a su lado. Le acarició la cabeza. La chica
tenía la piel cubierta de una película helada de sudor. Ella la tapó con las
sábanas hasta el cuello. La piel de Raquel, fría, olía a medicina. Sobre la
mesilla había un vial roto que debía de ser una ampolla de morfina. A pesar
de eso el dolor no cedía. Adriana la notaba contraerse despacio debajo de
las sábanas y quejarse muy bajito.
—Tenemos que llevarte al hospital —le dijo a media voz.
Raquel, con los ojos cerrados, negó con la cabeza.
—Espera. Tiene que hacer efecto la morfina.
Aguardaron en la habitación en penumbra. Al cabo de un rato, el opiáceo
pareció aflojar un poco las garras del dolor. La joven se volvió con trabajo
hacia Adriana y le buscó la mano.
—Siento no haber podido ayudarte —susurró con sus labios secos.
Ella movió la cabeza despacio.
—No puedes ayudarme, Raquel. Nadie puede. Ni te imaginas…
Su mano, tan delgada como la de una niña pequeña, estrechó la de
Adriana y la hizo callar. La chica cerró los ojos y se quedó adormecida.
Ella, con la vista clavada en el techo, formó con sus labios las frases: «Soy
una asesina. Estoy loca». Esa aberración inconcebible que ponía todo su
mundo del revés, que lo cambiaba todo, no lograba imponerse a la
presencia a su lado de Raquel y la gravedad de su estado. Giró la cabeza
sobre la almohada y miró el rostro de la joven. En el óvalo de su cara blanca
destacaba el trazo oscuro de sus cejas fruncidas, como si lidiara contra el
dolor físico también dentro del sueño. Adriana se incorporó sobre un codo y
se inclinó sobre ella para observarla con atención. En un lado de la boca
tenía algo. Con la yema del dedo pulgar se lo limpió delicadamente. Al
mirárselo, más que ver, intuyó el color rojo oscuro bajo la escasa luz. En la
comisura se le formaba ya otra gota de sangre.
Las palabras hemorragia interna pusieron en movimiento a Adriana. En
urgencias, ni siquiera pasaron a Raquel por triaje. Procedieron enseguida a
estabilizarla.
—No debería haber pedido su propia alta. Su estado ya es muy delicado.
El médico, mayor y agotado, con el pelo canoso en desorden, hizo una
pausa elocuente para que ella entendiera lo que estaba queriendo decir. A
pesar de la saturación del hospital, el caos de las urgencias y la falta de
camas, habían logrado encontrar habitación para Raquel, quien de momento
se quedaría ingresada.
—¿No se puede hacer nada? —preguntó Adriana, buscando con la mano,
inconsciente, un apoyo en la pared.
El médico se encogió levemente de hombros.
—Al haberse negado a recibir el tratamiento de quimioterapia, lo único
que podemos hacer es intentar contener el dolor.
—No sabía que no había querido recibir quimioterapia.
—No todos los pacientes quieren —respondió él—. Con un pronóstico
como el de Raquel, algunas personas prefieren menos tiempo, pero de
mayor calidad. Aunque eso conlleve que el declive, cuando sobreviene, sea
fulminante.
Adriana no se atrevió a preguntar cuánto tiempo podría quedarle. En
realidad, no lo quería saber. Tomó aire antes de entrar al cuarto. No había
previsto sentir ese dolor. Le pasaban demasiadas cosas y demasiado graves.
No le cabía el afecto súbito por aquella chica y, sin embargo, ahí estaba.
Asomó la cabeza despacito por la puerta. Raquel, ya estabilizada, al verla
levantó dos dedos finos haciendo el signo de victoria. En la cama de al lado
yacía una mujer muy mayor que esperaba, rezando con los ojos cerrados, a
que vinieran a buscarla para subirla al quirófano.
—Mira qué suerte —le susurró la joven cuando ella llegó a su lado—. La
van a operar y luego se quedará en recuperación, así que la habitación toda
para mí.
Adriana le devolvió la sonrisa, tomándole la mano libre. En la otra tenía
una vía conectada a una bolsa suspendida en alto. Otra bolsa se unía por un
fino tubito a la vía que tenía sobre la clavícula. Raquel levantó sus ojos
enormes hacia ella.
—¿Te quedas conmigo, aunque sea solo un ratito? Vamos a hablar,
tenemos que hablar.
Adriana dijo que sí con la cabeza. Desde luego, no iba a dejarla sola.
Arrimó una silla a su cabecera y se sentó.
—Raquel, tengo una cosa que contarte. Me parece que he hecho algo
terrible.
40

En el mismo momento en que Adriana se sentaba junto a Raquel en una


habitación de la planta tres del hospital, Alberto estaba bajando a la planta
cero del mismo centro; cruzó el vestíbulo y salió al calor sofocante de la
calle con una sospecha que podía ser cierta. Era, de hecho, muy probable
que lo fuera, pero debía tranquilizarse y comprobarla.
La (indeseable) posibilidad que lo había llevado allí era que Adriana
hubiera coincidido con Beatriz mientras esta estuvo hospitalizada. No como
paciente, porque el hospital que le correspondía era otro, pero tal vez como
visitante de algún enfermo, incluso como limpiadora. Quizás, de alguna
manera, había conseguido atravesar la burbuja de la chica muda, le había
contado su historia. A lo mejor, la joven traumatizada había compartido la
suya con Adriana y esta se había cargado de rabia y había decidido
encargarse de que no ganasen los malos.
La responsable del servicio de limpieza del centro le aseguró, al ver la
foto de esa mujer, que no estaba en la plantilla de trabajadores, no la había
visto jamás. A continuación, habló con la jefa de planta donde estuvo
ingresada Beatriz. Parecía imposible saber si Adriana había visitado a la
paciente, pero resultó muy fácil averiguarlo. Despejó la incógnita de forma
tajante una auxiliar de enfermería que recordaba a Beatriz: una paciente tan
joven, pobrecilla, a punto de desangrarse por un intento de suicidio.
—Esa chica no recibía ninguna visita —afirmó—. Estaba en una
habitación individual y solo la podían ver sus padres y los médicos.
Sola. En una habitación individual. Sus padres y los médicos.
Una de las doctoras responsables de la planta tres también la recordaba.
—El cambio que dio fue tan repentino… Yo la vi un viernes y estaba casi
recuperada de la pérdida de sangre, pero seguía ausente, sin comunicarse en
absoluto… Y de pronto el lunes me la encuentro hablando con sus padres y
con las enfermeras como si nada.
Alberto reflexionó, dando vueltas por la zona de ascensores de la planta
tres. No dejaba de pensar en que Beatriz ocultaba algo; ella sabía (de alguna
manera) que los malos no iban a ganar, y esto le devolvió el interés por la
vida, pero ¿cómo lo supo?, ¿quién se lo dijo? Levantó la vista y miró el
trasiego de personal en el pasillo de las habitaciones. Deprisa, regresó al
control de enfermería de la planta. La doctora que acababa de hablar con él
estaba aún allí. Ayudado por ella, ubicó en el calendario el fin de semana en
que se produjo el cambio radical de Beatriz e intentó localizar a alguien de
enfermería que hubiera trabajado esos días. Mala suerte: ninguno de ellos se
encontraba de servicio en ese momento. ¿Le podían facilitar alguno de los
números? Mientras se los buscaban, un doctor se acordó de un enfermero
«de los nuevos» que había trabajado en aquella fecha en la planta tres: había
rotado a la de Neurología, y ese mismo día se había pasado por allí a
saludar.
Alberto subió a dicha planta. Allí no fue difícil encontrarlo.
—Sí, sí, yo trabajé ese fin de semana —le contestó el joven enfermero—.
Me acuerdo porque tuvimos avería en uno de los cuartos de baño de la
planta y fue un caos. Se salía el agua y tuvimos que andar moviendo todo.
—¿Pacientes incluidos?
—Sí, sí. Horrible.
Alberto bajó a pie las escaleras desde Neurología y volvió al control de
enfermería de la planta tres.
—Siento molestar otra vez, pero necesito saber qué pacientes fueron
trasladados de cuarto por la avería que hubo en esta planta el mes pasado.
Una enfermera mayor suspiró mientras entraba en el ordenador. Accedió
al registro y le dio el número de las habitaciones afectadas. Ahí lo tenía.
Una de ellas fue la de Beatriz. La paciente fue trasladada a otro cuarto.
—¿Había alguien más ingresado en la habitación donde colocaron a esta
paciente? —preguntó Alberto.
La enfermera mayor asintió: cómo no iba a haber si se tuvo que acoplar
como se pudo a las ocupantes de, ni más ni menos, que cinco habitaciones.
—Necesito saber qué pacientes estaban en la habitación a la que llevaron
a Beatriz.
—Solo había una.
Y entonces le dijeron el nombre.
41

—¿Tú? ¿Dices que a todos esos hombres los has matado tú? —preguntó
Raquel en voz baja, mirándola con ojos atónitos.
Adriana asintió con la cabeza. Estaban las dos solas en la habitación; se
habían llevado a la compañera de cuarto hacía rato. La luz estaba apagada y
solo una fina franja blanca entraba desde el pasillo por la puerta entornada.
Los analgésicos suministrados por vía intravenosa habían controlado el
dolor de Raquel y su rostro se veía relajado, aunque los ojos le brillaban por
esas décimas de fiebre que no había forma de bajar.
—Tú no has matado a nadie.
Adriana se la quedó mirando, sorprendida. La otra hizo un esfuerzo por
erguirse y situar los ojos a la altura de los de su amiga.
—Cuando me dijeron el diagnóstico y el tiempo que me quedaba, me di
cuenta de que era libre —empezó a decir a media voz, débil pero decidida
— y de que tenía que aprovechar cada uno de los días. Así que fui a mi
casa. Miguel estaba dormido. Se había bebido una botella de vino entera
mientras comía y estaba roncando en la habitación. En la mesilla estaba el
cenicero lleno: le gustaba fumar en la cama… Fue fácil: solo tuve que
ponerle la almohada encima de la cara y empujar hacia abajo. Yo aún estaba
fuerte y él demasiado borracho para reaccionar a tiempo. Luego, tiré un
cigarro encendido a la cama y esperé a que prendiera. Tuve que hacerlo,
Adriana. No podía dejar que quedara suelto y pillara a otra pobrecilla como
yo. ¿O te crees que con la siguiente iba a ser bueno? —Meneó la cabeza
negando y concluyó—: Ya que me voy, de paso saco la basura.
Raquel sonrió, se arrellanó más sobre las almohadas y paladeó la
expresión de ella mientras le explicaba con calma que, después de matar a
Miguel, volvió en autobús al hospital. Allí ni siquiera se habían dado cuenta
de que estuvo fuera durante ese rato, ya que solía pasar los días
deambulando por las plantas y bajando a la cafetería, por lo mucho que se
aburría cuando estaba ingresada.
Hasta que trajeron a su habitación otra cama con una chica que no
hablaba.
—Era tan blanca como un fantasma. Traía los dos brazos vendados: se
había abierto con cuchillas de afeitar una cruz en cada uno y casi se muere.
No decía una sola palabra, pero a mí me gustaba hablarle. Le conté toda mi
historia y, cuando llegué a lo del fuego…, también se lo conté.
Sorpresivamente, eso le devolvió la vida a aquella criatura de‐­
sesperanzada a la que habían pegado, maltratado y anulado desde que era
adolescente; a la que habían vejado y violado entre varios; a la que habían
obligado a contar una vez y otra su violación para, al final, descartarla,
tanto su historia como a ella misma. Beatriz estaba tan derrotada que solo
quería morirse, hasta que su joven compañera de cuarto le contó cómo
había empujado la almohada hacia abajo con toda su rabia, abajo, más
fuerte, con su dolor y su vida perdida, más abajo, más fuerte aún.
Raquel le prometió a Beatriz que ella se iba a ocupar de su ex, que no
podía ser que ella se quedara destruida y él saliera de eso como si nada, que
no iban a ganar los malos. No le quedaba mucho tiempo, pero aún tenía
algo de energía. Decidió que no iría decayendo a base de ciclos sucesivos
de quimioterapia solo para malvivir unos meses más; prefería ser ella y ser
fuerte y estar rabiosa, aunque solo durara semanas.
La cocina era la única estancia de su piso calcinado que solo se había
quemado parcialmente. Dentro de los cajones seguían los utensilios de
cocina. Raquel buscó un cuchillo, pero le llamó la atención un sacacorchos
grande, antiguo, con el mango de madera y la espiral de acero ennegrecido.
Lo cogió, encerrando con la mano la madera. La punta emergió entre los
dedos índice y corazón, larga, rotunda y brutal.
—Él había salido al callejón trasero de los recreativos a mear y, cuando
se volvió, me acerqué y le pregunté si me daba fuego.
¿Qué iba a temer él de una chavalita delgada como un suspiro? Sí, claro,
maja, ven para acá. En vez de un cigarro, ella levantó su arma como si fuera
el estoque de un torero y se lanzó al descabello con todo el cuerpo. Se la
hincó en el pecho hasta la empuñadura, los nudillos se toparon contra el
cuerpo. Iván Romo la miró con los ojos muy abiertos, haciéndole una
pregunta con la mirada que Raquel contestó después de retorcer el arma
dentro de la herida y tirar para sacarla y antes de que él se desplomara.
—«Recuerdos de Bea», le dije, porque le había prometido a Beatriz que
se los daría. A cambio, ella me juró guardar el secreto, no delatarme nunca.
Como no tenía dónde vivir, tuvo que arreglárselas en la furgoneta de
Miguel. No estaba mal, le gustaba; le daba libertad para moverse. Fue
cambiando de zona por la ciudad, aparcando junto a cualquier acera,
durmiendo dentro y viviendo por la calle. Así la encontró Pilar.
Esta contaba treinta y dos años, pero parecía mucho mayor. Tenía una
palidez tristona y gris. Iba con su marido a todas partes: él no le permitía
trabajar, siempre la estaba controlando. Su único respiro, lo único que él le
consentía, era ir a la parroquia del barrio a ayudar a las monjas a organizar
las donaciones de ropa y atender a personas que iban a buscar trabajo o
comida. Carlos la esperaba a la salida para llevarla a casa en coche, aunque
no se tardaba ni cinco minutos en llegar a su piso, y Pilar, que sabía lo que
le convenía, entraba al coche mansa y obediente.
Raquel estaba sentada en un banco de la calle cuando aquella mujer se
acercó a ofrecerle ayuda. Aceptó la comida, pero no quiso que le buscara
plaza en un albergue. Como indigente, la chica le debió parecer a Pilar
bastante atípica: no tenía problemas de alcohol ni de drogas, no parecía
disconforme con su vida y habitar en la furgoneta le parecía muy bien.
Como su marido no la dejaba hablar con nadie, y ya que con las monjas no
se atrevía a confiarse, Pilar empezó a llevar a diario comida a esa chica tan
especial para poder charlar con ella. Había algo en Raquel que la hacía
sentirse segura y confiada.
—Yo ya me veía venir lo que le pasaba antes de que me enseñara las
cicatrices…
Las marcas permanentes que le habían dejado en el cuerpo años de
palizas: los cortes en brazos y piernas, los dedos rotos por un pisotón
brutal…; lesiones que habían tenido que curarse solas, porque Carlos no le
permitía jamás ir al médico. Raquel la escuchó repetir lo que él le decía a
diario: los insultos («Puta, puta, más que puta, cerda, no vales nada, guarra,
eres una mierda») y las amenazas («Te voy a matar, a ti yo no te dejo viva,
te prometo que te mato») con los que tenía que convivir.
—Le dije que iba a hacer que se tragase esas palabras una a una, pero
Pilar no me dejó. Es que tenía tanto miedo… No es justo que alguien tenga
que vivir con tanto miedo.
La mujer se había enterado de que en el centro cultural del barrio había
un grupo de apoyo para mujeres víctimas de violencia machista. Su plan era
apuntarse; ir con Raquel, como si fuera esta la que quería asistir y ella solo
la estuviera acompañando, pero ya en la puerta no se atrevió a entrar. Su
marido la había amenazado con tirarla por la ventana a la mínima que
hiciera. La otra entró y se apuntó, pero Pilar se quedó fuera, sintiéndose
miserable y odiando su vida. Cuando la joven salió, le dio una llave de su
portal y otra de su piso. «Haz lo que tengas que hacer», le dijo.
—No sé si los nervios la delataron o si él se olió algo… Pero resulta,
fíjate qué «casualidad», que a Pilar le dio por salir a regar los tiestos justo
esa noche y, qué mala suerte…, se cayó por la ventana.
Raquel esperó unos días antes de visitar a Carlos Vila.
Este acudió al recibidor al oír que abrían la puerta del piso, extrañado,
porque nadie más que él y Pilar tenían llaves. Al verla, frunció el ceño y
abrió la boca para preguntar, pero no le dio tiempo a decir nada: ella le
abrió la garganta con un solo golpe. Para entonces la enfermedad iba
avanzando y sus fuerzas disminuyendo, pero el cuello no opone gran
resistencia y girar el sacacorchos sobre sí mismo antes de sacarlo de la
herida fue sencillo.
—Le dije: «De parte de Pilar: cómete tus insultos» mientras se
desangraba en su cocina.
Su declive físico era mayor cada día que pasaba, así que Raquel no
perdía el tiempo: ya había conocido a Emi (a quien Adriana llamaba Miedo)
en el grupo de apoyo para mujeres maltratadas. Su historia era otra versión
más de lo mismo: después de todos esos años malviviendo bajo la bota de
su marido, ahora que había reunido el coraje de irse de la casa y divorciarse,
él seguía hostigándola. La perseguía todos los días por las calles del barrio.
Siempre caminaba unos pasos por detrás de ella, con sus ojos odiosos
clavados en la nuca. Se la sudaba la orden de alejamiento: «Solo te estoy
mirando, ¿qué hay de malo?», se cachondeaba, el muy cabrón. Miedo,
como un animal acechado, vivía en alerta, mirando frenética a su alrededor,
con una mano sobre su pulsera de televigilancia. En cualquier momento, en
plena calle, él daría los pasos que los separaban y la asesinaría, se lo había
dicho. Y, hasta entonces, la miraba. La miraba sin parar.
—Cuando se lo propuse, a la pobrecilla se le saltaron las lágrimas de
emoción. Por fin veía una luz. Ya no soportaba más vivir así.
Para conseguir entrar al piso, Raquel se puso una minifalda cortísima y le
dijo a Josué que estaba alojada con sus amigos en el Airbnb del bajo B, que
se había vuelto de la disco porque estaba un poco bebida y no había cogido
las llaves: tal vez él le dejaría intentar pasar desde su ventana o a lo mejor
sería tan amable de permitir que esperase allí hasta que hubiera alguien en
el otro piso, ella sabría agradecérselo… Un cebo que, tal como Miedo le
había asegurado, no fallaría. «Es un salido asqueroso», le había dicho. A
Josué se le hizo la boca agua al ver a esa chiquilla aniñada, un poco
escurrida, sí, pero bastante bien dispuesta, con sus risitas, el tonteo y las
frases de doble sentido. Fíjate por dónde, iba a ser su noche de suerte.
Raquel tenía que medir cuidadosamente sus esfuerzos, así que, cuando él
entró en la cocina a ponerle la bebida que ella le había pedido, rompió una
de sus ampollas de analgésico en la copa que él se había dejado en el salón.
Después, hubo un rato más de charla boba, brindis, risas e incluso algo de
toqueteo que ella soportó, asqueada, consciente de que no tendría fuerza
para defenderse si la situación llegaba al punto de tener que quitárselo de
encima. Por suerte, justo cuando Josué se estaba bajando la cremallera del
pantalón, se le empezó a ir la cabeza, se mareaba. Tuvo que sentarse en el
sofá, se le cerraban los ojos…
—Él aún oía. Le dije, de parte de su exmujer, que no iba a poder mirarla
nunca más. Ni a ella ni a nadie —remató Raquel. Se quedó callada. Cerró
un momento los ojos, los abrió y volvió la vista hacia Adriana—. El
siguiente iba a ser tu ex. Pensé que me quedaría un poco más de tiempo,
pero esto ha ido más rápido de lo que creía. Por eso no he podido ayudarte.
Lo siento.
Ella no dijo nada. Estaba procesando todo lo que acababa de oír: no era
fácil asimilar que aquella cosita tan pequeña y frágil era la asesina en serie
del barrio. Apenas unas horas antes había llegado a creer, movida por el
terror y la impotencia, que ella había sido la asesina. Ella, loca, amnésica,
como decía Marcos. Ahora, después de oír a Raquel, recordó con nitidez
que fue esa camiseta rosa con las palabras Palm Beach la que se quitó
después de trabajar y echó al bolso el día que se encontró en el
supermercado con Pastillas. Que con esa prenda le había envuelto la mano
sangrante a la mujer. Ese pequeño detalle hizo que fueran encajando otros
menores. Ella se había caído al suelo en la acera uno de los días que había
asistido al grupo de apoyo: de ahí provenía el arañazo que tenía en el brazo.
Pero, si Raquel no le hubiera confesado lo que había hecho, ¿no habría
seguido amontonando más detalles, sucumbiendo a la idea de la amnesia y
convenciéndose a sí misma de que estaba loca?
Su amiga se aflojó en la cama, agotada por haber hablado tanto. El pecho
subía y bajaba pesadamente bajo la sábana, luchando por tomar aire.
Adriana le acarició la frente, rogándole que descansara, pero la chica aún
necesitaba decirle algo más:
—Yo no te he podido ayudar, así que… tienes que ser tú. Ya no es
momento de tener miedo. Tienes que luchar contra él.
La aludida arrimó la cara a la de ella para verla mejor en la penumbra.
—¿Y cómo puedo luchar yo?
—Cada una lucha con lo que tiene —contestó Raquel con una voz que
iba perdiéndose—. Él no se lo espera de ti. No sabe que tú puedes pelear.
Como las amazonas, ¿te acuerdas?…, que nadie se esperaba…
Adriana le acarició la cabeza medio pelada y le pidió que no hablara más.
La otra cerró los ojos y se quedaron en silencio, pero aún dijo una cosa más,
muy bajito, sin abrir los ojos:
—¿Sabes? De pequeña quería que mi mamá durmiera conmigo, pero
ella… siempre estaba muy malita… No podía.
Adriana, emocionada, vio a la Raquel niña a quien nadie cuidó ni
protegió nunca. Con delicadeza, para no moverla, se subió a la cama por un
costado y se amoldó al poco espacio que quedaba, pegándose a su flaco
cuerpecito. Le pasó un brazo por encima para rodearla.
—Mira por dónde, hoy dormimos juntas —le susurró.
Raquel asintió sin abrir los ojos y formó con los labios, sin voz, la frase
«Qué bien». Adriana también los cerró y ambas se abrazaron.
Nadie entró a la habitación para decirles que no estaba permitido
acostarse en la cama ni fueron a comprobar el estado de la paciente. Parecía
que estaban solas en el hospital. En el cuarto, donde antes se habían
escuchado tantas palabras, ahora flotaba un ambiente de profunda paz.
Raquel apoyó la mejilla contra la de su amiga. En algún momento de la
noche, Adriana se dio cuenta de que la piel de la chica se había vuelto
suavísima, con una suavidad sobrenatural, de criatura de cuento, y que se
iba quedando fría; por fin desaparecía la fiebre.
No quiso moverse y se quedó muy quietecita, abrazada a ella sin abrir los
ojos hasta que empezó a amanecer.
42

Alberto enfiló el pasillo del hospital y lo recorrió con largas y rápidas


zancadas.
Cuando había salido del centro, horas antes, tenía ya casi la certeza de
que el nombre que le habían dado, esta Raquel, era la misma que Adriana le
había presentado delante de su portal. Había echado mano a su móvil para
confirmar lo que se le acababa de ocurrir y había encontrado entre sus fotos
recientes la que hizo cuando fue al centro cultural Alamillo: la lista de las
asistentes al grupo de apoyo para mujeres. El nombre que encontró en la
lista coincidía con el que le acababan de dar. Cuando Adriana los presentó y
se saludaron, Raquel extendió la mano y él vio que tenía un tatuaje: una
rosa con un tallo largo que trepaba por el antebrazo. La tinta era de un
morado apagado, pero un vecino que vuelve a las cinco de la tarde después
de estar de cervezas con unos amigos tal vez no esté en las mejores
condiciones para captar matices de color, tal vez pueda ver un arañazo
donde hay un tatuaje.
Qué estúpido. Desde que la vio por primera vez, Alberto había temido
tanto que Adriana fuera la asesina que no había dejado de mirar en su
dirección, mientras que a lo mejor la respuesta estaba justo al lado, en el
mismo grupo de apoyo. Ya en su casa, como desde su ordenador no podía
hacer un rastreo de antecedentes, pidió el favor a una compañera. Fue
mientras esperaba a que la amable policía le hiciera la búsqueda de
antecedentes de Raquel cuando lo llamaron al móvil desde un número
desconocido. Le costó unos segundos entender quién era, reconocer esa voz
de mujer un poco agitada.
—Usted me pidió que lo avisara si ella se despertaba, ¿no se acuerda? —
La joven monja sonaba emocionada al otro lado de la línea.
Al parecer, Pilar, la mujer de Carlos Vila, estaba recobrando la
conciencia. Como no tenía familia, había sido la monja quien le había
contado la desgracia que le había ocurrido a su marido.
—La pobrecita, es curioso, la verdad es que… —comentó la religiosa—
no ha parecido muy afectada, a lo mejor aún no lo asimila. Me ha sonreído.
¿No le parece raro, inspector? Y ha dicho… Me ha dicho algo, una cosa,
algo como… que no habían ganado los malos o algo así.
Alberto le dio las gracias y colgó. Si la asesina era Raquel, y él ya estaba
seguro de que lo era, Adriana no estaba loca ni amnésica, y lo que afirmaba
sobre su exmarido era seguramente verdad. ¿Un padre es capaz de matar a
su propio hijo? Él se sabía la respuesta.
En ese momento sonó la llamada de su comisaría. Raquel no tenía
antecedentes. La compañera que hizo la búsqueda por él no encontró
ninguno.
Pero…
Pero cruzando datos periféricos el nombre de la joven había aparecido
inopinadamente vinculado a la investigación de un siniestro, con una
persona muerta. Mientras la joven estaba en el hospital recuperándose de
una mastectomía, el piso donde vivía había sufrido un incendio y había
ardido por completo. Dentro habían encontrado el cuerpo sin vida de su
pareja. Raquel fue interrogada como parte de la investigación, pero parecía
claro que el fuego había sido por una colilla mal apagada del fallecido, que
estaba dormido cuando se produjo el incendio. La investigación se cerró sin
ningún cabo suelto: había sido un accidente.
Para Alberto ya estaba todo claro. Solo quería esperar a que se hiciera de
día para ir a buscar a Adriana y contárselo. No hizo falta. Apenas había
amanecido cuando sonó su móvil: era ella y estaba llorando; lloraba
mientras le contaba todo lo que Raquel le había confesado antes de morir.
Ella estaba sentada en medio de una hilera de sillas de plástico adosadas
a la pared. El sonido de los pasos de Alberto le hizo levantar la mirada y al
verlo se puso en pie. Tenía los ojos congestionados de llorar. Cuando él
llegó junto a ella se fundieron en un abrazo. Adriana apretó el rostro contra
su hombro y descargó el peso de su cuerpo en el del hombre. Este
comprobó con asombro qué fácil y qué reconfortante le resultaba sostenerla.
—Siento haber hecho tanto el gilipollas —le dijo contra su pelo,
abrazándola más—, por no haberte creído desde el principio.
—No tenías por qué creerme, yo no te he contado nada.
—¿Ahora me lo podrás contar?
Raquel no tenía familia, no había nadie a quien avisar. Adriana, como
amiga, había cumplimentado los trámites que pudo, que no fueron muchos.
Hasta en la muerte la joven estaba sola, aunque probablemente ella,
acostumbrada, se encogería de hombros y sonreiría con calma. No le habría
importado, y en verdad ya no era relevante. De nada servía ahora quedarse
en aquel pasillo del hospital.
—Sí. Te lo voy a contar todo. Vámonos.
Alberto había ido en su coche. Por primera vez en semanas había podido
conducir; la sensación de embotamiento se había aclarado. Cuando giró la
llave de contacto y el vehículo se puso en marcha, Adriana empezó a
contarle su historia y descubrió que su garganta ya no estaba rota. Por
primera vez en años no le falló.
Mientras circulaban entre otros coches, los dos con la vista al frente, ella
le relató cómo conoció a Marcos y cómo se enamoraron (no, no los dos; eso
creyó entonces, pero solo fue ella). Cuando llegaron al portal de su piso,
Alberto detuvo el coche y ninguno de los dos mostró la menor intención de
salir. Adriana ya no podía parar de hablar y él no despegó los ojos de su
cara mientras ella describía el sibilino e implacable método que usó Marcos
para ir aislándola y devaluándola ante sí misma. No se dejó nada: la toma
definitiva del poder durante su embarazo y su posparto, la dominación y la
luz de gas, las pastillas y los médicos. No le ahorró los juegos sádicos de su
exmarido en los que Adriana era poco más que una cobaya de laboratorio ni
las violaciones en las que solo le dejaba su cuerpo para que él lo usara. No
se calló lo del accidente de coche con el que quiso matarse y matar a
Marcos. Ni que, usando eso, él consiguió mantenerla sujeta hasta que ella
vio que su hijo empezaba a ser víctima de los juegos retorcidos del padre.
Le contó, por último, que aquella amenaza entreoída («Voy a matar a tu
hijo») había detonado la pesadilla de aquellos últimos días. Le habló de la
aterradora desaparición de Jorge y de Edu suspendido a una altura de tres
metros y aquel «Solo te queda mirar» que la enloquecía de miedo.
Después se quedaron callados, y callados subieron al piso. Queso vino a
recibirlos ladrando, loco de alegría. Tampoco hablaron mientras lo
paseaban. Andaban el uno al lado de la otra, los cuerpos alineados, el dorso
de la mano rozándose de vez en cuando. De nuevo en el piso, Alberto la
siguió con la mirada mientras ella iba y venía. La observó mientras le ponía
la comida y el agua a Queso.
Al fin, ella se volvió a mirarlo, expectante por saber qué iba a decir
después de lo que le había contado. Él se vio incapaz de decirle nada que se
acercase ni por lo más remoto a lo que sentía, así que hizo lo único que
podía, que fue cruzar el espacio que los separaba, cogerle la cara con las
manos y besarla en la boca. Un primer beso corto y suave que Adriana
interrumpió para quitarle las gafas, dejarlas a un lado y rodearle el cuello
con los brazos. Se besaron por un largo rato con intensidad creciente y el
deseo se levantó con tanta fuerza que se hizo totalmente necesario quitarse
las camisetas y dejarse caer fundidos encima del sofá.
En el rato que siguió, entre los haces de luz que filtraba la persiana
bajada, muchas cosas se repararon a la vez que se tocaban, se exploraban y
encontraban el ajuste de los cuerpos, que esta vez ocurrió de una forma
suave y precisa, perfecta. Moviéndose con una cadencia de oleaje, con su
carne pegada a la de él, Adriana recordó lo bueno, la maravilla que podía
ser estar así con otro y que no supusiera una lucha ni una rendición
vergonzosa que le robara partes de sí misma, sino una conquista feliz: la
subida a una cima junto con otra persona que, dulce y persistente, ascendía
a la vez. Por su lado, Alberto comprobó con asombro que, con ella sobre
su cuerpo, volvía todo lo que en los últimos tiempos pensó que se le había
acabado para siempre. Que él mismo regresaba desde el rincón de blanco
absoluto, de vacío de muerte, donde había acabado. Que no estaba todo
perdido: había vuelta atrás hacia la vida, hacia el sol en la cara, la risa en el
pecho y la curiosidad por conocer el resto del camino. La suerte nos pone
muchas veces una tabla de salvación cuando la necesitamos y ninguno de
los dos iba a ser tan tonto de dejarla pasar. Con el último temblor se besaron
en la boca interminablemente y, despacio, los latidos se fueron aquietando y
descansaron un rato uno encima del otro en un oasis de paz.
Pero esta no duró. El alivio y la euforia solo podían ser pasajeros. La
realidad era muy dura, apremiaba. Con un pinchazo de culpa por haberse
permitido esta tregua, Adriana se separó de él, buscó su ropa y se metió una
prenda por la cabeza.
—Tengo que llevarme al niño. No puedo dejarlo allí para que Marcos
siga poniéndolo en riesgo. Ayúdame.
—Es lo que voy a hacer, pero tenemos que pensar cómo. —Alberto se
estiró para coger sus vaqueros—. Has dicho que él quiere que mires —
continuó mientras se vestía—. Le divierte mantenerte a distancia para
hacerte sufrir. Eso al menos nos da algo de tiempo; no creo que termine tan
pronto con su diversión.
—Nunca puedes anticipar lo que hará.
—Tu exmarido es un psicópata y se puede anticipar lo que no hará, que
es dejarse llevar por las emociones. Ese tipo de persona busca el control, lo
que lo alimenta son el miedo y la sumisión. Ha encontrado un filón en
mantenerte a distancia para que solo puedas mirar, al menos de momento.
Adriana no contestó. Se había quedado prendida de la palabra psicópata;
Marcos era un psicópata. Lo sabía, pero nunca, ni en su pensamiento, había
usado ese término. Que Alberto lo hiciera daba a la situación un contorno
definido y le concedía la gravedad que ella sabía que tenía.
—Tú crees que puede matar al niño, ¿verdad?
Él la estudió, valorando si podía ser sincero; no quería llevarla al pánico.
—No quiere soltarte —contestó, midiendo sus palabras—. Desde que te
conoció ha querido tenerte girando en su órbita y ser él quien dosifique tu
sufrimiento. Vuestro hijo era el instrumento perfecto, pero lo expone
demasiado y él no quiere que lo descubran…
Se calló para no decir que, desgraciadamente, muchos criminales de este
perfil acababan matando a sus propios hijos porque es su manera definitiva
de mantenerse presentes para siempre en la vida de su expareja, la forma de
que ellas nunca los dejen atrás. Pero Adriana no necesitó que él lo dijera, ya
había llegado sola a esa conclusión. Se levantó, alterada, y caminó por la
habitación, retorciéndose las manos, tratando de pensar un plan.
—Tengo que ir al chalet, voy a entrar otra vez y voy a coger a Edu. Nos
tenemos que fugar. Tú me puedes ayudar, tú puedes…
Él se levantó y la detuvo sin brusquedad, sujetándola por los hombros.
—Espera. Eso ya lo has intentado y no es buena idea. Si consiguieras
llevártelo, te pondrían en busca y captura, y cuando te encontrasen ya no
habría nada que hacer. No: tenemos que buscar por dónde se puede pillar a
Marcos.
Adriana se desesperó.
—Pero ¿no ves que no hay por dónde? Soy yo la loca, la de la orden de
alejamiento. Él es perfecto, él todo lo hace bien, él… —Se calló de golpe.
Un pensamiento le vino a la mente y miró a Alberto—. Espera. —Salió
corriendo y cogió su bolso. Volvió junto a él con su móvil—. Escucha esto.
Adriana entró a su buzón de voz y puso el altavoz para que él oyera el
mensaje de Jorge: «Adriana, estoy en tu puerta. No estás y no puedo
esperarte. Necesito quedarme tranquilo acerca del niño, ¿sabes? No sé
cómo, pero hay que ponerlo a salvo, porque el otro día, después de hablar
contigo, me acordé de algo que pasó hace muchos años y… No, tu hijo no
está seguro y lo que voy a hacer ahora mismo es…».
El mensaje acababa ahí. Adriana miró a Alberto.
—No se lo he enseñado a la policía.
—Tampoco dice nada que comprometa a tu ex.
—No, pero se refiere a Marcos y estoy convencida de que Jorge fue a
verlo. A mí me dio a entender que lo mató.
—¿Que lo mató él mismo?
—Él no. En su situación no puede físicamente, pero estoy segura de que
hizo que alguien lo siguiera y lo… atacara. Han encontrado su coche
abandonado, con las puertas abiertas, en una vía de servicio.
Alberto se mordió el labio inferior, pensando. Adriana le buscó la mirada.
—¿No lo ves claro? ¿No crees que lo haya hecho matar?
—No lo sé. Un psicópata de este tipo controla hasta el menor detalle. Si
mata es porque espera conseguir algo muy concreto. ¿Qué le podría traer el
asesinato de su primo, más que complicaciones?
Ella reflexionó. Marcos frecuentaba a su primo porque no era una
relación que le exigiera nada, ni el menor esfuerzo de seducción: Jorge
desde siempre lo había admirado. Se notaba que el otro era todo lo que él
habría querido ser y compartía (copiaba) con entusiasmo sus opiniones
acerca de todo: política, deportes, coches, vinos… Eso era lo que su
exmarido, pudiendo elegir, escogía: que le devolvieran la exacta imagen,
magnífica, que él quería proyectar al mundo.
—No lo ha podido soportar —dedujo Adriana.
—¿Qué?
Ella levantó la mirada hacia él sin verlo, recordando las muchas veces
que Marcos rechazó modestamente que alabasen sus méritos.
—Jorge lo ha debido de pillar en algo y se lo ha dicho. Si hay una cosa
que no podría soportar es que alguien, su primo en este caso, lo bajara del
pedestal. ¿Cómo iba a seguir relacionándose con una persona que sabe
cómo es de verdad?
Alberto se quedó pensando. Era cierto que los psicópatas con ese perfil
son muy perfeccionistas y no suelen cometer fallos, pero no son infalibles,
y, si Marcos había cometido por una vez, por una sola vez, un error, ellos
tendrían una pequeña posibilidad.
—Voy a investigar la desaparición.
Se metió deprisa la camiseta por la cabeza. Adriana fue detrás de él.
—Y yo, mientras, ¿qué hago? No me puedo quedar aquí sin saber cómo
está mi hijo.
Alberto se volvió. La tenía detrás. Con ternura, le cogió la cara entre las
manos y miró sus ojos angustiados.
—Ya sé que estás sufriendo mucho, pero, por favor, dame un poco de
tiempo.
—No soporto ni pensar que lo vuelva a poner en peligro —susurró ella
con lágrimas en la voz.
Él tomó aire para contestarle, pero no supo qué, no tenía ninguna
seguridad que darle. La abrazó y puso la mejilla contra la de ella.
—Tienes que aguantar un poco más. Déjame intentar esto y, si no sale
nada… Te lo juro: haremos lo que sea necesario, ¿vale? Mientras, no se te
ocurra intentar ir allí a llevarte al niño. Esta vez no habría testigos si se le
cruzaran los cables. Dime que vas a aguantar.
Adriana asintió con la cabeza. Alberto le besó las manos y fue a la puerta
seguido por ella. Allí, la volvió a atraer contra su cuerpo en un abrazo
apasionado, la besó y salió.
Desde el exterior, de la atmósfera saturada por el calor asfixiante, llegó el
sonido de un trueno lejano.
43

—Alberto, yo no puedo darte el alta, compréndelo. Y mucho menos así, por


teléfono…
El cielo se había puesto de un color gris acero y la atmósfera estaba
pesada, cargada de una tensión en el aire que picaba en la piel y empujaba
el cuerpo contra el suelo. Alberto caminaba rápido con el móvil en la oreja.
El sudor le empapaba la espalda de la camisa. Le había transmitido a
Adriana una sensación de relativa tranquilidad que él mismo no sentía; la
realidad era que no se podía saber cuándo se aburriría Marcos de su juego
sádico y decidiría escalar al siguiente nivel. Un psicópata tiene una
estructura mental diferente, la lógica que se aplica con otros criminales no
sirve.
—Sería poco profesional firmar un alta sin comprobar que has mejorado
realmente —continuó el doctor Tielmes, amable pero firme—. Tienes, o
tenías hasta hace nada, un cuadro depresivo con ideaciones suicidas y…, no
es que yo desconfíe de las recuperaciones rápidas, pero esta es demasiado,
¿no te parece? Como mínimo, deberíamos vernos.
Era razonable, pero no había tiempo. Se despidió del doctor
prometiéndole concertar una cita de inmediato, sí, mañana mismo, sí, sí, a
primera hora… Igual que le habría prometido la luna con tal de terminar la
conversación. Ya había llegado delante de la fachada de la comisaría y, si no
tenía una manera legal de obtener la información que necesitaba, tendría
que obtenerla por otros medios. Llamó a Guillén para saber si estaba en la
oficina y si podía pasar a verlo.
Su compañero lo recibió en el vestíbulo con una sonrisa guasona.
—Desde luego, tu baja es la más alta que he visto en mi vida, tío: desde
que te la han dado, no sales de aquí.
Alberto respondió a su risotada con una sonrisa tensa. Guillén se puso
serio.
—¿Pasa algo?
Él echó un vistazo alrededor. No es que hubiera mucha gente, pero aun
así…
—¿Podemos hablar en algún sitio?
Entraron en un despacho. No se anduvo con rodeos.
—¿Cómo lo llevas con tu asesino en serie? —preguntó.
—Bueno… Estamos siguiendo varias líneas… —empezó Guillén, sin
convicción—. Creemos que podría haber un testigo, aunque aún hay que
verificar la…
—No tenéis nada —concluyó Alberto.
El otro resopló y se pasó la mano por la nuca.
—Joder, yo lo que quiero es irme de vacaciones. De arriba me tienen
frito. No encuentro un solo indicio que me lleve a ningún lado. No hay
testigos, no está el arma… ¿Qué coño quieren que haga, que me lo invente?
—Escúchame. Creo que puedo ayudarte.
—¿Cómo? —Guillén frunció las cejas, mosqueándose—. Beranga, no me
jodas. ¿No me estarás ocultando información de mala manera?
—Para nada. Pero el caso empezó siendo mío y, ya sabes, hay cosas que
se quedan en la cabeza y no paras de darles vueltas. Digamos que tengo una
intuición —mintió—, pero sin comprobarla no puedo contarte nada.
—¿Entonces?
—Estoy de baja, pero necesito información sobre otro caso: ese tío que
ha desaparecido sin dejar rastro y cuyo coche han encontrado en una vía de
servicio…
Guillén se rascó la coronilla.
—Ni sé quién está con eso. Además, ¿qué tiene que ver con mi caso?
—No lo sé, aún no lo sé. Necesito comprobar datos. Si mi intuición es
correcta, a lo mejor te puedo tirar algo jugoso que te desbloquee el caso.
¿No quieres irte de vacaciones?
Guillén rezongó que eso era muy irregular, que Alberto se iba a meter en
un lío, y también a él, pero enseguida le preguntó qué necesitaba.
—Una copia del expediente de esa desaparición y un ordenador en red.
Lamentaba tener que engañar a Guillén para sacar lo que necesitaba, pero
se prometió que, a cambio, le daría el caso de los asesinatos en serie
resuelto. No era un trato injusto.
Enseguida tuvo el expediente de la desaparición de Jorge en la pantalla
del ordenador. Paseó los ojos, leyendo deprisa. No estaba tan convencido
como Adriana de que Marcos hubiera mandado hacerle algún daño a su
primo, pero era lo único que tenía. Eso y la intuición que tuvo cuando habló
con él de que ocultaba algo oscuro detrás de su impecable fachada.
Jorge sonaba bastante nervioso cuando le dejó a Adriana aquel mensaje
en el buzón de voz. «Necesito quedarme tranquilo acerca del niño.»
¿Cómo? ¿Yendo a preguntar al padre si tenía pensado matar a su hijo? Si se
había atrevido, esa necesidad podía ser la causa de su desaparición.
Leyendo el expediente, era evidente que no era una desaparición voluntaria:
nada en la vida de aquel hombre joven y sano con su clínica de lujo, su
novia y un tren de vida envidiable hacía pensar que se hubiera fugado. Su
coche abandonado tenía las llaves puestas y ninguna huella en el volante ni
por el salpicadero, ninguna, ni las del propio Jorge, lo cual indicaba que
esas zonas habían sido limpiadas. En el resto del vehículo sí había huellas
de su dueño, las habituales por el uso. Alberto comprobó que había
imágenes del coche captadas el mismo día de su desaparición por las
cámaras de tráfico de la A1, saliendo de Madrid.
(Nadie había tomado en cuenta —¿por qué iba a hacerlo?— que por esa
carretera se podía ir hacia la segunda residencia de un primo del
desaparecido. Solo él sabía lo relevante que era ese dato.)
En una de las imágenes captadas se identificaba a Jorge al volante. No
había, por el contrario, ninguna imagen que mostrase el coche de regreso
hacia Madrid, ni por la A1 ni por el resto de las carreteras de entrada a la
ciudad. Alberto miró cuál era la cámara que grabó la última imagen del
vehículo con Jorge dentro. En el tramo entre esta cámara y la siguiente
había tres salidas hacia carreteras de categoría inferior: había salido de la
A1 por una de ellas. Ya habían rastreado todas las localidades a las que
podría haberse dirigido, pero no aparecía en las cámaras de los comercios
de la zona. Era imposible saber a qué lugar en concreto se dirigía.
Alberto se mordió el labio con la vista en la pantalla del ordenador, los
dedos tamborileando en la mesa.
—Es imposible saber a dónde iba, pero a lo mejor… —pensó en voz alta.
A lo mejor podía deducir su itinerario de regreso. Abrió un mapa de
carreteras de la zona norte. Si le habían hecho algo a Jorge en o cerca del
chalet de Marcos y se querían deshacer del coche, era razonable pensar que
habrían elegido un trayecto seguro para llevarlo al punto donde lo
abandonaron. Movió el ratón y fue configurando un itinerario que conectase
por carreteras secundarias el chalet con el punto donde el vehículo había
sido abandonado. Le llevó un rato, pero comprobó que era posible llegar sin
tomar la autopista: un recorrido un tanto enrevesado, con rodeos inútiles,
pero que conseguía, si ese fuera el objetivo, evitar las cámaras de la DGT.
Alberto iba de una idea a otra.
—Necesito saber qué establecimientos o edificios hay a pie de carretera a
lo largo de este trayecto y comprobar si tienen cámaras de seguridad.
Guillén sacudió la cabeza.
—Pero ¿qué dices? No puedo meter a una persona a hacer esa búsqueda
y llamar a cada bar de mala muerte a ver si tienen cámaras hacia la
carretera. Para montar semejante cristo deberías tener entre manos algo
bueno, pero muy bueno. Cojonudo, vamos.
—Lo tengo —mintió con firmeza.
—Entonces, el asunto lo estamos llevando mal, amigo. Estás obligado a
darme toda información que sea relevante para mi caso. Si no lo haces,
sintiéndolo mucho, voy a tener que dar parte y de paso contar… —hizo un
gesto que englobaba el despacho, el portátil y al propio Alberto— todo esto,
porque tú deberías estar en tu casa.
—Guillén, espera.
Tenía aún encima y en la ropa el olor de Adriana mezclado con el suyo.
No le daba miedo pensar que nunca volvería a su trabajo ni a su vida de
antes. Si miraba atrás, sentía terror; si miraba adelante, solo la veía a ella. Y
si no estaba, si él no podía ayudarla a salvarse, nada más había.
—Vamos a hacer un trato. Dame dos horas, solo dos horas más, y no
pongas a nadie a ayudarme si no quieres. Dentro de dos horas te juro que te
doy el nombre que estás buscando.
Cómo sonaría, qué vería Guillén en su expresión, que desfrunció el ceño.
Echó un vistazo a la puerta cerrada, se mordió el labio y suspiró
profundamente.
—Joder, Beranga…
—Gracias, de verdad, tío. Gracias.
—Hemos dicho dos horas. Dos. Y luego quiero lo mío, ¿estamos?
44

Desde lejos se acercó el bronco rumor de un trueno amenazante que le


provocó a Adriana un escalofrío.
A cada minuto había más penumbra en el piso. Allí todo se había
detenido el día anterior, congelando el momento en que salió a toda prisa
con Raquel hacia el hospital. Prendas de ropa de la joven reposaban aún
encima de alguna silla. Una chancla en medio del pasillo. Recogió una
camiseta y la dobló despacio. Junto con la pena de tener que ir borrando lo
que quedaba allí de la presencia de la joven, un pensamiento insidioso no la
dejaba en paz.
—Yo no debería estar aquí, esperando —dijo en alto.
El sonido inesperado de su voz en el silencio no la sorprendió tanto como
la respuesta inmediata que oyó en su cabeza con el tono de Raquel, igual
que si la tuviera sentada delante: «Tienes que luchar». Adriana asintió
mientras recogía unas cajas de medicamentos de la chica y las echaba en
una bolsa. «Ya no es momento… de tener miedo», le dijo la voz de su
amiga con las mismas palabras que había usado unas horas antes.
—No tengo miedo —contestó ella con asombro.
Porque era verdad. Sentía angustia, impotencia, rabia, nerviosismo e
impaciencia, pero esa constante opresión que le revolvía el estómago y le
helaba la columna ya no estaba ahí. En algún momento, durante el lapso
que empezó cuando se quedó sola con Raquel en la habitación del hospital
y que terminó con Alberto y ella en el sofá del salón, el miedo a Marcos se
había disipado, y su ausencia abría un espacio de resonancia donde la voz
de su amiga entraba a espolearla: «Él no se lo espera de ti».
Con la bolsa de medicamentos en la mano, dio vueltas por el salón sin ir
a ninguna parte. No: él no se esperaba de ella un movimiento de ataque en
frío, solo acciones impulsivas y torpes dictadas por el pánico, que acababan
embarrancando.
Adriana sabía que la posición de Alberto era la razonable, que buscar una
manera de atraparlo con la ley era la vía sensata, pero esa otra voz («Tienes
que luchar») sonaba más alto, muy por encima de la razón.
Cogió la imagen suya que su abuela tenía enmarcada entre otras fotos de
familia, sobre la mesita veladora, y contempló a aquella joven fuerte, de
hombros bronceados, que no temía nada. Esa mujer capacitada e inteligente.
Inteligente, sí, porque Marcos no habría elegido para su labor de demolición
a una que no supusiera un reto, inteligente, sí, y con ideas de valor que no
eran merecedoras del desprecio con que él las había tratado.
«Cada una lucha con lo que tiene.» Raquel tenía la rabia acumulada por
todos los atropellos y las violencias sufridas desde niña. Su rabia se resolvía
asesinando. ¿Cómo se resolvía la suya? Durante años se había sentido como
una casa en ruinas a la que han expoliado de todo lo que podía servir y
donde solo quedan cosas rotas e inservibles, pero eso había cambiado
durante las últimas horas.
No podía atacarlo físicamente, ella nunca podría ser una asesina, pero sí
podía usar el ingenio. «Él no se lo espera de ti.» Y cogerlo desprevenido era
un activo a su favor.
Desde el salón había llegado al cuarto de Raquel sin darse cuenta. Miró
las sábanas de la cama revueltas. Una única gota de sangre resaltaba,
redonda y roja, sobre la blancura del algodón. El aire aún estaba
impregnado del olor medicinal que exhalaba la piel de la joven enferma.
Raquel seguía ayudándola aunque ya no estuviera. Adriana se volvió hacia
el armario donde habían quedado las pertenencias de la chica. «Todas las
cosas que tengo son para ti —le había dicho en el aparcamiento del hospital
—. A lo mejor algo te puede servir.»
La puerta chirrió cuando la abrió. En unas pocas perchas estaban
colgadas todas las ropas de Raquel, prendas holgadas y sencillas dentro de
las que su cuerpecillo se perdía. Abajo, una mochila de senderismo, unas
deportivas, un libro viejísimo de mitología griega para niños, su carpeta con
los informes médicos y poco más. «A lo mejor algo te puede servir.»
Movida por una inspiración repentina, abrió los cajones y luego los sacó
para buscar a fondo. No había nada. Por terminar el registro, metió la mano
cuanto pudo por debajo de la cajonera. El corazón le dio un salto. Los dedos
habían rozado algo frío y resbaladizo. Intentó alcanzarlo, pero no llegaba.
Se puso en pie, agarró una percha y la deslizó por debajo de la cajonera. Ya
lo tenía: sacó sin esfuerzo una pequeña bolsa plana de plástico negro y
palpó varios objetos. Los latidos estaban desbocados. La abrió, nerviosa,
pero el instinto le dijo que no tocara nada. Corrió al baño y volvió con unos
guantes de nitrilo que usaba para limpiar. Se los puso y metió la mano en la
bolsa.
El sacacorchos era de un tamaño algo más grande de lo normal. La
madera rubia del mango tenía un lustre satinado por el uso de años y años.
La punta de acero mediría al menos doce o trece centímetros y se enroscaba
sobre sí misma hasta llegar a su extremo, agudísimo. Adriana entendió que
Raquel lo hubiera escogido: era rotundo y brutal, sugería violencias
terribles, sangre y carne lacerada.
Había más cosas dentro de la bolsa. Sacó el DNI de un tal Iván Romo,
bastante sobado, con las esquinas melladas. Después, extrajo la mitad de
una fotografía que reconoció al momento: había tenido en su mano la otra
mitad y sabía bien que el brazo sin cuerpo que rodeaba a la mujer apoyada
en la barandilla de la playa de la Concha era el de Carlos Vila. Por último,
también había un reloj de pulsera de hombre: un modelo de plástico,
grande, con una llamativa esfera fosforescente, que tenía el nombre de
Josué marcado en el reverso.
Adriana colocó los objetos —los trofeos (pruebas)— sobre el plástico
negro de la bolsa. «A lo mejor algo te puede servir.» Lo vio claro, tanto
como si Raquel se hubiera apoyado en su hombro y se lo hubiera dicho al
oído. Las mejillas se le enrojecieron. Tuvo el arranque de llamar a Alberto,
pero se contuvo: no se lo podía decir. Para hacer lo que iba a hacer, tenía
que verse cara a cara con Marcos, y aquel no quería que se acercase al
chalet; le había pedido de forma explícita que no lo hiciera. Salió del
dormitorio y anduvo arriba y abajo por el pasillo. Otro trueno bramó, esta
vez un poco más cerca, pero Adriana ni lo oyó. Su exmarido no permitiría
que se acercara a Edu. ¿Podría volver a colarse en la villa? Era una
imprudencia apoyar todo su plan en encontrar una ventana de la casa
abierta. No: debía ser Marcos quien la dejara entrar y tenía que haber una
forma de conseguirlo. Volvió a pensar en Jorge. Estaba segura de que, por
una sola vez, su perfeccionista exmarido había cometido un error. Su primo
había debido de dar sin querer en la tecla que lo había hecho saltar como un
resorte y llevarlo a ordenar un asesinato que no tenía previsto y que debía
de irritarlo tanto como la nota falsa de un pianista tan virtuoso, tan
conocedor de su instrumento, que no puede concebir el más mínimo error.
Un soniquete familiar se oyó de repente. La musiquilla venía de las
habitaciones. Adriana estaba tan concentrada que le costó un par de
segundos reconocer qué era. Corrió hacia su cuarto. Su ordenador abierto
estaba encima de la cama y lo que sonaba era el tono de una videollamada
entrante. Se subió a ella a toda prisa y descolgó la llamada.
La pantalla estaba a oscuras. O casi: una mínima luminosidad entraba por
el ángulo superior derecho del encuadre y un sonido de roce de tejidos sonó
amplificado por el micrófono del ordenador. El enfoque automático de la
cámara corrigió la iluminación y mostró una imagen poco nítida, de grano
grueso, donde una sombra gris se acercaba y ocupaba casi toda la pantalla.
—¿Mamá? —El susurro contra el micrófono lo saturó con un rumor de
cascada.
—¡Edu!
Los rasgos del niño cobraron algo de nitidez dentro de la sombra que era
su rostro e incluso Adriana vio su sonrisa y la mano agitándose en un
saludo.
—¡Hola, mamá! —exclamó su hijo en voz baja.
—¿Dónde estás?
—Debajo de la cama.
—¿Por qué estás debajo de la cama?
—Porque estoy escondido. Es que papá no me deja.
—¿No te deja tocar el ordenador?
—No. No me deja salir de mi habitación, pero yo me he escapado.
Adriana parpadeó deprisa, tratando de asimilar lo que oía.
—¿Cómo que no te deja salir? ¿Por qué?
Edu volvió la cara hacia atrás y la escasa luz le iluminó por un momento
el blanco de los ojos. Luego se puso un dedo en vertical contra los labios.
—Chist. Calla, mamá, que nos oye.
—Edu, dime qué pasa. —La voz de Adriana sonó más áspera de lo que
ella quería.
—Menos mal que el juego se acaba hoy —añadió el niño—. En cuanto lo
haga, me deja salir.
—¿En cuanto hagas qué?
—Pues el juego, mamá, que no te enteras. Solo que es muy difícil, esta
vez sí que está alto.
Las alarmas dentro de Adriana eran sirenas ululando y girando a toda
velocidad.
—Cariño, escúchame.
—Mamá, calla, que te va a oír. Mira, ¿sabes? Yo, caerme, pues vale, pero
que no me coja la persona alta y me lleve al agujero, porque…
—Edu, por favor. No sé qué te ha dicho papá que hagas hoy, pero no lo
obedezcas, ¿me oyes?
—Es que yo quiero acabar el juego ya, mamá, que tengo miedo y me
aburro, jolín, y además tengo hambre, así que esta tarde lo hago y… —Se
calló de golpe. Otra vez Adriana entrevió el blanco de los ojos de su hijo
cuando este miró de soslayo. La cara del niño se acercó aún más a la
cámara, hasta que toda la pantalla fue oscuridad, y su susurro sonó más
cerca del micrófono, bajito, urgente, asustado—. Que viene. Adiós, mamá,
te quie…
45

A principios de la década del 2010, Anuska fue un prostíbulo (topless, le


decían) maquillado con un cartel de bar de copas que no engañaba a nadie.
Alguna redada buscando a chicas sin papeles cayó por entonces, pero, por
suerte para el establecimiento, las pobres mujeres se portaron todas muy
bien, soltaron la lección que tenían aprendida (¿por qué no iban a estar allí
voluntariamente?, ¿es que las inmigrantes no tenían derecho a su ocio o
qué?) y al Anuska no le ocurrió nada grave. Lo malo fue que a algunos
clientes les dio por comprar sustancias y no encontraron mejor lugar que el
aparcamiento de dicho local. Dio igual que la gerencia los advirtiera de que
no quería esos rollos cerca de su negocio, que les iban a traer otra vez a la
policía al bar y era lo último que hacía falta. Hubo una pelea de navajas con
un camello y por poco acaba el Anuska pagando las consecuencias. Desde
entonces, la gerencia, siempre velando por la legalidad, había instalado un
circuito de cámaras para videovigilar el aparcamiento y, en cuanto se
detectaba actividad sospechosa, un segurata de dos metros de alto por lo
mismo de ancho salía a espantar.
Alberto había ido explorando los laterales de la ruta que había
compuesto. Una tarea lenta y frustrante. La carretera circulaba con campo a
ambos lados en un largo tramo. Cuando entraba en una localidad, era
engorroso contactar con cada comercio que identificaba y preguntar si
tenían cámaras. Por momentos le parecía absurdo lo que estaba haciendo,
en lo que estaba perdiendo un tiempo que podía ser vital.
Guillén asomó la cabeza por la puerta y no tuvo que preguntarle cómo le
iba. Con verle la cara mientras hablaba por teléfono con el dueño de un
taller mecánico le bastó para suspirar y claudicar. Después de todo, ellos
dos eran compañeros de trabajo desde hacía más de diez años. No muy
próximos, pero de los que no se putean, de los que, si se tienen que molestar
para facilitarse la vida, están ahí. «Un tío legal», dirían el uno del otro.
—Anda, déjame echarte una mano.
Fue Guillén quien localizó el Anuska, un pub dudoso pegadito a la
carretera, y contactó con ellos. Al recibir una llamada de la policía, el
Anuska dio todas las facilidades: por supuesto, ningún problema en
proporcionarles las grabaciones de aquella tarde. Sí, sí, encantadísimos de
enviarlas por el medio que les pidieran, el más rápido.
Podía no haber ocurrido nada más, pero hubo suerte: en las grabaciones
del Anuska se veía pasar el coche de Jorge en dirección hacia Madrid.
Alberto tenía tanta tensión que ni lo celebró. La calidad, sin embargo, era
muy pobre. Se adivinaba el bulto del conductor con las manos en el volante.
Llevaba la visera parasol bajada, ocultando prácticamente todo el rostro,
pero, aunque la hubiera llevado alzada, no había nitidez suficiente.
Decidieron pedir que la ampliasen y la limpiaran cuanto fuera posible.
Mientras esperaba, Alberto llamó a Adriana, pero ella no descolgó.
46

—Tienes buen aspecto —observó Marcos, y la sorpresa auténtica en su


mirada le dejó saber a Adriana que ese «buen aspecto» en realidad
significaba que la veía diferente.
Él se había acostumbrado a tener delante una cara pálida de rasgos
desvaídos que le huía la mirada. Esa careta de plástico sin nadie detrás, a
pesar de no ser muy atrayente, debía de gustarle, pensó ella, porque el
vaciado era obra suya… Esto de ahora debía de ser, cuando menos,
llamativo para él. Antes de iniciar la videollamada, Adriana se había
recogido el pelo en una coleta lisa y tirante en lo alto de la cabeza. A
Marcos le gustaba su pelo rubio suelto flotando en ondas alrededor de la
cara y los hombros y, como cuando ella lo dejó tenía demasiadas cosas
encima para pensar en su aspecto, había seguido llevándolo igual que antes.
Ahora, el recogido ajustado sobre la coronilla le estiraba ambos extremos
de la frente, le agrandaba la mirada, haciéndola viva y alerta, y modelaba un
rostro distinto, raro. Adriana habría deseado pintarse los labios, como si se
pusiera pinturas de guerra, pero decidió que no convenía un cambio tan
llamativo que lo pusiera en guardia.
Marcos siempre iba por delante de ella. La única manera de que no
cogiera mucha ventaja era dar una sacudida repentina, descolocarlo, aunque
solo fuera por unos minutos. A él no le gustaba lo inesperado: lo obligaba a
pensar deprisa, y ahora había en Adriana una calma pensativa que debía,
como poco, despertar su curiosidad.
—¿Qué te ha pasado en la mano? —le preguntó.
Adriana levantó la derecha, y se la miró. La llevaba vendada desde la
mitad de la palma y el vendaje envolvía cada dedo.
—Me he quemado en la cocina —contestó con sencillez.
—Ah, ya.
Esto sí era más típico de ella. A menudo se cortaba, se quemaba o se
golpeaba y tardaba en darse cuenta. Su mente estaba en otro sitio, él
siempre se lo decía, que debía poner más atención, ir con más cuidado.
—¿Está por ahí el niño? —preguntó ella.
—No, está en su cuarto. Debe de estar dormido.
—Mejor.
Esto también era nuevo. ¿Dónde estaba la madre asustada, con las
lágrimas a punto de desbordarse, que siempre quería ver a su niño y saber
que estaba bien? Él lo debió de notar, pero no comentó nada.
—Te he llamado para hablar de algo que es mejor que tratemos a solas —
añadió Adriana.
Marcos hizo un gesto con las manos: «Adelante».
—Creo que deberíamos dar ya por terminadas las vacaciones de Edu
contigo.
Él alzó las cejas.
—Ah, es curioso que me digas eso… —sonrió a su irresistible manera,
con esas arruguitas en los extremos de los ojos que en su momento tanto le
gustaban y que ahora aborrecía con toda su alma—, porque tenía previsto
acabarlas hoy mismo, viendo que has sido incapaz de cumplir ningún
acuerdo. —Ahí estaba la amenaza envuelta en una frase aparentemente
normal—. No podrás decir que no te lo advertí en su momento. Que no
estabas avisada desde el principio.
Ella dejó pasar sus palabras sin alterar un músculo. Era el momento.
Tenía que hacer el siguiente movimiento, el gesto clave, el que lo
precipitaría todo.
—Sé dónde está Jorge —pronunció con voz clara.
Durante un milisegundo, Marcos se paralizó como una cobra delante de
un enemigo.
—Está desaparecido —repuso él con cautela.
Adriana sostuvo su órdago. Sin quitarle la mirada de los ojos, se echó
hacia atrás y apoyó la espalda en el respaldo de su silla.
—Yo sé dónde está —repitió con tranquilidad.
Marcos aguantó, impasible, experto en moverse airosamente entre
cuchillos, y le tiró la pregunta que debería desarbolar su posición:
—¿Y por qué no se lo dices a la policía?
—¿Quieres que se lo diga? —preguntó Adriana.
Para Marcos, la rapidez de su reacción debió de ser incluso más llamativa
que la propia respuesta, pero no expresó sorpresa alguna. Ni un parpadeo, ni
una mínima contracción nerviosa, ni el más leve reflejo involuntario (como
una pared, como una máquina, como un… psicópata); incluso dejó escapar
un suspiro, meneó la cabeza y esbozó una sonrisa sobria, razonable, antes
de hablar:
—¿Por qué no hacemos una cosa? —propuso—. ¿Por qué no vienes a
casa a tomar algo y hablamos?
Ahí estaba. Notó un escalofrío en la nuca que supo disimular. Marcos
continuó, conciliador:
—Está claro que este verano no paran de surgir temas complicados y, la
verdad, hablarlos por Skype no es natural. Me parece mejor que quedemos
y tratemos las cosas a la cara, como dos personas adultas. Esta vez te abriré
la puerta, no tendrás que colarte por la ventana. —Soltó una risilla para
envolver la broma que no suavizó del todo su filo.
—Me parece bien —contestó ella—. ¿Cuándo?
—Sería mejor esta misma tarde, y así terminamos de una vez.
«El juego se acaba hoy», había dicho su hijo, pensó ella mientras asentía.
Sí, le dijo, esta tarde; cuanto antes mejor. Saldría ahora y lo que tardase en
llegar.
Se despidieron con educación y Adriana cerró la tapa del portátil. Un
trueno sonó por encima de su cabeza con ecos de catedral. Vio la llamada
perdida de Alberto en su móvil y se lanzó a cogerlo con ansia. Oír su voz
era lo más reconfortante que podía imaginar en ese momento. Como el
amparo de su pecho y el hueco cálido de su cuello, donde había descansado
un rato antes. Pero no, era un refugio que no se podía permitir. Él nunca
aprobaría lo que iba a hacer, intentaría impedírselo.
Adriana fue y vino por la casa, recogiendo todo lo que necesitaba. Se
puso unos pantalones anchos de estilo militar, con grandes bolsillos a mitad
de la pierna. Marcos odiaba ese tipo de prenda, y ella nunca pudo llevarlo
estando con él, pero ahora los había elegido porque le parecían de soldado.
La imagen de Raquel estaba presente cuando cogió las llaves de la
furgoneta de la chica.
Justo cuando salió de su portal, como obedeciendo a la señal de un
coreógrafo con sentido del drama, arrancó a llover. Gotas gigantes cayeron
en chaparrón, como una cortina, sobre las aceras y los capós de los coches,
que parecieron exhalar en un suspiro el vapor de tantos días de calor
ardiente.
El parabrisas quitaba láminas de agua en su ir y venir sobre la luna
delantera. Adriana miraba a través de ella el tráfico, concentrada en una
única certeza: el juego, para bien, para mal o para peor, se acababa hoy.
47

La imagen del coche, al ampliarla, se descompuso en un gran mosaico de


píxeles separados entre sí que parecían un collage a la inversa: no eran nada
en conjunto. Una vez agrandada, lo que hacía el programa para aumentar la
definición era generar nuevos píxeles que se insertaban en los espacios
entre los antiguos e iban resolviendo el enigma. El proceso no era
instantáneo, y Alberto, con los ojos en la pantalla del ordenador, volvió a
llamar por cuarta o quinta vez al móvil de Adriana. No tenía por qué
preocuparse; era probable que estuviera en la ducha, que tuviera encendido
el extractor de la cocina, que se hubiera dejado el teléfono en la otra punta
de la casa o, bueno, no, qué coño, para qué engañarse: sí que estaba
preocupado. Ella estaba en alerta por su hijo y lo normal era que tuviera a
mano su teléfono, que estuviera pendiente de él en todo momento. ¿Por qué
no cogía sus llamadas?
Los píxeles eran un muestrario de todas las declinaciones tonales, desde
el negro hasta el blanco más puro. La visera del coche estaba bajada y solo
mostraba la parte inferior de una cara masculina. No se podía identificar
contrastando con fotos de los criminales fichados que podrían ocuparse de
un encargo así. Alberto se sintió desesperanzado.
—Adriana, por favor, llámame cuando oigas este mensaje. Solo para
saber que estás bien, ¿vale? Que estoy preocupado.
El programa hizo otro barrido vertical, de izquierda a derecha.
—Esto ya va siendo otra cosa —comentó Guillén, inclinándose hacia la
imagen.
Alberto se dio la vuelta para mirar. Sí: la imagen había ganado en
definición, pero seguía siendo inútil. En ese momento sonó un tono de
WhatsApp en su teléfono. Mirándolo, retrocedió hacia la puerta del
despacho en busca de algo de privacidad. Acababa de entrar un mensaje de
voz y, sí, era de ella. Empezaba con un breve silencio con textura que
remitía a un lugar al aire libre. Una sugerencia de viento en las hojas y la
voz de Adriana, calmada en la superficie, pero atravesada de tensión.
«Alberto, perdóname. Sé que tú no me habrías dejado, pero tienes que
entenderlo: he tenido que venir a por mi hijo. Marcos me espera, así que
voy a entrar ya a la casa. Te voy a mandar la ubicación precisa de la puerta
secreta por la que se puede entrar en la finca. Escucha: si sales ahora hacia
aquí, dispongo de cincuenta minutos para hacer lo que tengo que hacer.
Cuento contigo. Intentaré aguantar. Perdóname. Adiós.»
Intentando procesar lo que acababa de escuchar, avanzó mecánicamente
hacia el ordenador con el móvil aún en la oreja y los ojos en la pantalla sin
verla. Adriana se había ido al chalet de Marcos. Mierda. No debería haberla
dejado sola. Fijó la vista en la imagen mejorada del conductor del coche y
los ojos se prendieron en un píxel, uno solo, blanco, luminoso, que no tenía
que estar ahí.
Ese reflejo en ese lugar preciso lo llevó a una conexión de ideas
inmediata y el espanto de lo que dedujo se levantó como un monstruo.
Guillén levantó la vista.
—Alberto, tío, ¿qué te pasa? Te has quedado blanco como un muerto.
—Joder.
—Pero ¿¿qué pasa??
El aludido dirigió la mirada hacia él sin verlo y dio un par de pasos hacia
atrás. Se giró y salió precipitadamente del despacho. No había ni un minuto
que perder.
48

Con un sonido mecánico, el ancho portón antiguo de forja se abrió


lentamente, accionado desde la casa.
Ya no llovía cuando Adriana entró en la finca, pero la tarde se había
quedado gris y la luz del final del día se iba apagando. Las gotas caían de
las hojas sobre la tierra mojada, acribillada por las marcas del fuerte
aguacero. Se acercó caminando hacia la puerta de entrada mirando la casa
según ascendía hacia ella: le pareció más que nunca una mole siniestra y
fea, con el perfil de su torreón absurdo y desproporcionado recortado sobre
el fondo opaco del cielo. Las luces de la planta baja estaban encendidas y
semejaban una sonrisa de calabaza de Halloween que la aguardaba con las
peores intenciones. En esa casa estaba su hijo, y eso iba contra el orden
natural, porque ese era un lugar pernicioso y maldito, y a un niño no se lo
puede abandonar en un sitio así. «Ya viene mamá, hijo, aguanta», murmuró
Adriana. El corazón le latía rápido, pero había una voz fría que antes no
estaba y que la mantenía serena y pegada al momento: «No pienses ahora
en el niño, no pienses en dónde ni cómo puede estar, piensa en que está
vivo, que lo vas a salvar, piensa solo en eso y concéntrate».
Antes de que los dedos tocaran el timbre de la doble puerta de madera,
Marcos la abrió desde dentro e hizo avanzar su silla hacia el umbral para
recibirla con una sonrisa amable.
—Buenas tardes.
Adriana le devolvió el saludo sin hacer ademán de darle dos besos, como
acostumbraban. Él no pareció extrañarlos. Se había puesto una camisa
blanca impoluta, de las que le hacían a medida, y un vaquero oscuro. Estaba
guapo objetivamente; había querido mostrarse atractivo para evidenciar,
como siempre, lo muy por encima que estaba de los demás, de ella, hasta en
los detalles más superficiales. Desde su asiento contempló a Adriana, que,
con su coleta alta, su camiseta sin mangas y el pantalón militar, tenía un
aspecto en las antípodas de lo que a él le gustaba. Si podía interpretarlo,
vería que lo último que ella había buscado era parecerle guapa.
—Qué aspecto más moderno —comentó.
Adriana le respondió con una sonrisa tan falsa como su comentario. Él
giró la silla, se echó a un lado para invitarla a entrar y la siguió dentro del
sombrío vestíbulo.
Ella avanzó, recordando el momento de su película, Dentro del laberinto,
cuando Sarah entra al castillo de Jareth, a donde ha conseguido llegar
después de pasar mil peligros, hacer amigos nuevos, ser desorientada,
envenenada y engañada…, pero, sobre todo, después de dejar a la antigua
Sarah atrás. Cuando entra en el castillo, ya está en condiciones de reclamar
al niño que él le había robado.
—¿Pasamos a la sala? Estaremos más cómodos para hablar, si te parece.
Entraron por el pasillo y Marcos abrió la primera puerta, haciéndose atrás
en su silla para ceder el paso a Adriana. La sala era un cuarto algo más
pequeño que el salón comedor y menos formal, lo cual no significaba que
fuera cómodo o acogedor. Tenía una chimenea que ya nunca se encendía,
carísimas alfombras gastadas por años de uso y unos incómodos sofás
antiguos, tapizados en áspera cretona floreada. Sobre una mesa baja, él
había colocado unos vasos y unas botellas. La bandeja de frutos secos le
pareció a Adriana tan absurda en su voluntad de aportar una pátina de
normalidad a aquella visita que tuvo ganas de soltar una carcajada. Él la
invitó a sentarse en un sillón y ella obedeció y se puso su bolso mochila en
el regazo como un escudo. Marcos se situó enfrente y pareció aguardar algo
que no llegó.
—No has preguntado por el niño —observó.
—¿Puedo verlo?
—Luego lo verás.
Se quedaron en silencio. Él la contemplaba con calma, esperando a que
ella comenzara a hablar. Era experto en mantener estas situaciones de
tensión que normalmente conseguían derrumbarla. Adriana pensó en Edu y
no hizo el menor gesto. Se visualizó sólida y pesada, como un saco de
boxeo que aguanta los golpes, duro y obstinado, volviendo a su eje una vez
y otra. Él movió los hombros, impaciente, y no tuvo más remedio que
hablar primero:
—Tendrás que explicarme eso que has dicho sobre Jorge.
—No hay nada que explicar. Sé dónde está.
—¿Y qué estás insinuando con eso, si se puede saber?
Adriana se encogió de hombros.
—Me lo has dicho como si tuviera que ver conmigo… —insistió él.
—Simplemente he dicho que sé dónde está.
—Tu intento es un movimiento desconcertante, lo reconozco, pero
también desesperado, ¿no te parece? Lo lógico, si sabes dónde está Jorge,
sería ir a la policía, ¿no?
Adriana negó con la cabeza y mantuvo su silencio.
—Parece que no vienes muy habladora —comentó él—. A lo mejor, poco
a poco, se te va soltando la lengua y lo de Jorge termina pasando a un
segundo plano.
—Yo creo que no —replicó ella.
—Y, sin embargo, hay cosas que te importan mucho más…
Adriana calló y se concentró en el saco de boxeo: da lo mismo la fuerza
con que lo golpees y cuánto se balancee, siempre vuelve al centro.
—Sé perfectamente dónde está Jorge —repitió.
Marcos levantó ambas palmas, suspirando.
—Bueno, ¿y dónde está?
—Tú también lo sabes.
Él se echó atrás, apoyándose en el respaldo de su silla.
—¡Ah! Aquí llegamos. ¿No tendrá esto algo que ver con un chantaje o
algo así…? —Meneó la cabeza, sonriendo burlonamente—. ¿Hasta dónde
vas a llevar tus fantasías esta vez? No deberías haber dejado la medicación;
vas a acabar incapacitada e internada, no sé si te das cuenta. Aunque,
después de esta tarde, será lo más lógico.
Una y otra vez quería asustarla usando a Edu, pero ella sabía que tenía
que persistir. Se preguntó qué hora sería ya. El tiempo allí parecía
petrificado.
—Esto es la confirmación de que tu problema mental se te ha ido de las
manos. ¿Quién podrá tomar en serio cualquier cosa que digas en el futuro?
—Ellos querrán saber dónde está Jorge.
—¿Ellos? ¿Quiénes son ellos? ¿Dónde están? —preguntó Marcos con
una risita cruel, mirando alrededor de la sala—. ¿No estarás teniendo
visiones?
Entonces, el timbre de la entrada al chalet sonó con estridencia. Se quedó
paralizado por un momento y miró a Adriana, que le devolvió una mirada
vacía de expresión. El timbre volvió a sonar. Había dos telefonillos, uno en
la cocina y otro en el vestíbulo, junto a la puerta. Cualquiera de los dos
obligaría a Marcos a abandonar la sala, cosa que lo fastidiaba, y se veía que
se estaba planteando no hacerlo. Adriana cruzó los dedos mentalmente. El
timbre sonó dos veces más.
—Discúlpame un instante —murmuró él, contrariado.
Hizo girar su silla y cruzó la sala. En el momento en que atravesó la
puerta, Adriana se puso en pie, veloz, y se deslizó silenciosa hacia la puerta
para atisbar desde allí a cuál de los dos telefonillos había ido él. Lo vio
cruzar el vestíbulo y acercarse a la puerta. Solo con que girase la cara
podría pillarla asomada. El despacho, un cuarto forrado de libros con un
anticuado escritorio, estaba justo enfrente, al otro lado del pasillo. Tendría
que cruzarlo pasando por el rabillo del ojo de Marcos. Este encendió la
pantalla del telefonillo.
—¿Quién es?
Adriana tomó aire y, en dos zancadas, cruzó el pasillo.
—Traigo la pizza —contestó en la pantallita un repartidor vestido con su
uniforme.
—¿Qué pizza? —preguntó ásperamente él.
Adriana abrió despacio la puerta del despacho.
—Tenemos un pedido para entregar aquí.
—Yo no he encargado nada —replicó Marcos.
Giró la silla, dándole la espalda al telefonillo en el preciso instante en que
ella desaparecía dentro del despacho. No la vio por centésimas de segundo,
pero la puerta había quedado entornada: se daría cuenta porque antes estaba
cerrada. El timbre volvió a sonar con insistencia y él volvió a girar en su
silla para encarar la pantallita.
Adriana, de puntillas, había sorteado a oscuras un par de sillones y ya
rodeaba el escritorio. Se clavó una esquina en la cadera mientras abría su
mochila de un tirón.
—¿Qué quiere? —ladró Marcos.
Ella sacó la bolsa negra y abrió el cajón inferior, casi a ras de suelo, que
tenía la llave puesta.
—Me la tiene que pagar. La pizza hay que pagarla.
Adriana deslizó la bolsa bajo unos documentos y cerró con llave.
—Váyase de inmediato o llamo a la policía —le advirtió al repartidor.
Ella cruzó rápidamente el despacho hacia la puerta.
—No puedo volver con su pizza. La comida no se puede devolver.
Marcos apagó la pantalla. El repartidor, enfadado, volvió a tocar el
timbre, pero él desactivó el sonido presionando un botón. Se volvió.
—¿Dónde vas, Adriana?
Ella se quedó quieta, como si estuvieran jugando al escondite inglés y él
la hubiera pillado. Marcos sonrió compasivamente.
—El truco de la pizza es básico, pero funciona —comentó con calma,
cruzando el vestíbulo hacia ella—, aunque no te ha dado mucho margen,
¿no? —Llegó delante de ella. No parecía enfadado—. ¿Ibas al despacho? —
le preguntó—. Supongo que algo querrías de dentro. Si quieres alguna cosa,
solo tienes que decírmelo y te la daré. Total, al final va a dar igual.
Él siempre iba por delante, Adriana lo sabía. No podía anticiparse a un
experto en anticipación, solo podía arañar a duras penas un poco de tiempo.
—¿Por qué va a dar igual? —le preguntó, intentando distraerle.
Pero Marcos no mordió el cebo.
—Falta, en general, bastante refinamiento en tu estrategia. Por ejemplo,
te habrás sentido muy inteligente usando lo de Jorge para que yo te dejara
venir al chalet. Y, sin embargo, tendrías que haber desconfiado de que
resultara tan fácil. Deberías haber adivinado que era yo quien te estaba
trayendo aquí y que era por algo…

Edu estaba sentado en la cama mirando el reloj que su padre había puesto
en la mesilla. Quedaban diez minutos. Qué rápido le latía el corazón.
Comprobó una vez más si llevaba bien atados los cordones de sus
deportivas, porque, aunque hacía poco que se las sabía atar, ya le había
pasado dejar demasiado cordón suelto al hacer el nudo y acabar
pisándoselo. Solo le faltaba que le ocurriera durante el reto, por si no era ya
bastante difícil.
Nueve minutos. Tenía miedo, pero sobre todo tenía hambre; su padre no
le había dado nada de comer desde la hora del desayuno y en su barriga
parecía haber una fiera que le mordía las tripas y rugía a cada rato. Estaba
un poco mareado, pero, si se concentraba, podía conseguirlo. Había podido
andar por la barandilla, ¿no? Pues eso era más o menos lo mismo, solo que
más alto. Sobre todo, no debía mirar al suelo. Uno no sabe las cosas que
pueden esperarle debajo con los brazos estirados hacia arriba y las manos
como garras aguardando para atraparlo, cosas con forma de persona alta
que quieren llevarlo al jardín y arrastrarlo al monte de zarzas, del que ya no
lo dejarán salir. Pero no, mejor no pensar en eso, porque entonces se la iba a
meter…
Ocho minutos. Vamos, tenía que ser valiente. Seguro que el reto le iba a
salir perfecto, y entonces su padre se pondría muy contento y dejaría de
estar enfadado con él de esa manera rara en la que no decía nada, pero cada
vez le prohibía más cosas, y él no se atrevía a preguntarle qué es lo que
estaba haciendo tan mal, cuál era el fallo que debía de estar repitiendo todos
los días y que tanto lo irritaba. Si hacía bien el reto, todo volvería a estar
bien entre los dos y hasta las vacaciones se podrían arreglar. Claro que sí.
Animado, bajó de la cama y anduvo hasta la ventana. Se puso de
puntillas, giró la manija de la ventana y la entornó, pero evitó mirar abajo.
En cambio, echó una mirada al reloj. Solo siete minutos.

Alberto recorría el muro de piedra casi tanteándolo palmo a palmo, pero no


encontraba la puertecita secreta. Apenas quedaba luz, y eso complicaba
mucho la búsqueda. No había esperado a Guillén, que lo había llevado en
coche y debía de seguir en la entrada de la finca llamando insistentemente
al timbre. Si seguían sin contestarle, le pediría a la patrulla más cercana que
subiera, pero él no estaba para esperar. Se internó entre los árboles
siguiendo el muro, guiado por la ubicación que Adriana le había mandado
al móvil. Al llegar al punto señalado, allí no había ninguna puerta. Las
hojas de los árboles iban desprendiendo gotas heladas que lo mojaban a
través de la camisa, pero él estaba empapado por un sudor hirviente.
Buscaba desesperadamente en las piedras musgosas, con el presentimiento
de que no iba a llegar a tiempo al borde del precipicio y no podría sujetar a
Adriana; se le escaparían por poco las puntas de sus dedos o el vuelo de su
ropa. Estaba sola en aquel caserón siniestro con un Marcos aún más
perverso, más retorcido y maniaco que el que ella conocía.

—Recuerda lo que dije: solo te queda mirar. Y sería imperdonable que yo


no te consiguiera un asiento en primera fila.
Adriana se fijó en que la silla de Marcos no estaba bloqueada. Necesitaba
unos segundos de ventaja para llegar a la es­calera. A él le tomaría un par de
minutos colocarse en la plataforma mecánica para subir. Edu debía de estar
en el piso de arriba. Si estaba vivo, si no estaba… Lanzó con fuerza una
patada contra la silla de ruedas y la hizo rodar hacia atrás, pero Marcos
plantó un pie en el suelo y frenó en seco el movimiento.
La sorpresa de Adriana se convirtió en espanto, porque él, que se suponía
que no tenía fuerza de cintura para abajo, se puso en pie, dio una zancada
hacia ella y la agarró por los brazos con fuerza.
—Sorpresa.
Se quedaron mirándose a los ojos muy de cerca.
—Estás loco, joder —murmuró Adriana en el colmo del asombro—. Eres
un puto maniaco.
Porque solo un maniaco podía ejercer una disciplina tan férrea sobre su
propio cuerpo. Solo un poder mental tan grande como malsano podría fingir
durante días, semanas y meses, y convencer a amigos, médicos y familiares
de que no podía caminar cuando sí que podía. Adriana entendía ahora
aquellas largas sesiones de Marcos encerrado a solas en el gimnasio antes
de que amaneciera, trabajando sin desfallecer a pesar de que no había en
apariencia ningún avance. Y le aterró la demencial energía que él debió de
aplicar para controlar y ocultar la respuesta fisiológica de su cuerpo cuando
follaba con ella durante su último año juntos.
—Nadie te va a creer si cuentas esto —le susurró Marco al oído—, y,
cuando dentro de un tiempo prudencial, yo me empiece a recuperar, ¿quién
se va a acordar de lo que dijo una enferma mental?
Adriana se sacudió para liberarse, pero él la tenía bien agarrada por los
brazos.
—Pensabas que podías anticiparte a mí, ¿verdad? —La miró con
desprecio—. No sé quién te has creído que eres.
Ella trató de darle un rodillazo, pero él la mantenía tan pegada que intuyó
su movimiento y lo bloqueó. Adriana visualizó un cronómetro corriendo
deprisa: los segundos que podrían salvarla podían a la vez ser fatales para
Edu, que tal vez estaba herido o quizás… Echó la cabeza atrás y dio un
cabezazo a Marcos en la cara. Este la soltó con un grito ahogado de dolor.
Mareada por el golpe, se tambaleó yendo hacia la escalera, pero él corrió
detrás, se lanzó sobre ella y la derribó. Los dos rodaron por el suelo. A
Marcos le sangraba la nariz. La sujetó por los hombros y la aplastó contra el
suelo con todo su peso, haciéndole daño. Adriana se revolvió y luchó con
todo su cuerpo, pero él estaba encima y pesaba el doble que ella.
—No es el momento aún, espera solo un poco más —le dijo.
Ella miró hacia la escalera y gritó el nombre de su hijo.

Las puertas eran de madera maciza y la habitación de Edu estaba en el


extremo opuesto de la casa, por eso el niño no oyó la voz de su madre. De
haberla oído seguro que habría ido en su busca, pero la alarma del reloj
sonó justo en ese momento: la hora había llegado y había que comenzar con
el reto.
Ordenadamente, como le gustaba a su padre que se hicieran las cosas,
apagó la alarma, llevó la silla junto a la ventana y la abrió. Se subió al
asiento, pasó primero una pierna al otro lado y basculó con el cuerpo hacia
fuera, buscando con el pie en el aire hasta encontrar la cornisa de piedra.
Agarrado al alféizar con las dos manos, pasó la otra pierna. Ya estaba fuera.
Ahora solo tenía que recorrer la cornisa hasta llegar a la ventana del cuarto
de su padre, que estaba justo al otro lado de la fachada. Notó los latidos
rápidos del corazón. Estaba más alto todavía de lo que parecía.

Alberto luchaba por abrirse paso deprisa entre la maraña que obstruía la
escalera de piedra. Había localizado la portilla de hierro oxidado; era más
pequeña de lo que creyó y le costó pasar por ella arrastrándose contra el
suelo. Ahora subía con el cuerpo convertido en una pala de demolición que
no siente dolor ni molestia, a la que nada detiene y que arrastra todo hacia
delante consigo. Arriba, arriba, rápido. La subida no acababa y la velocidad
con que trepaba por las escaleras demandaba un esfuerzo que estaba al
límite de lo que él podía dar. Llegó a la penúltima terraza. Alguien había
cortado una masa gigante de zarzales que se había desplomado sobre el
suelo y extendía algunas ramas gruesas llenas de espinas sobre los peldaños
de piedra. Se abrió camino, pisando y apartando, sin notar los desgarros en
el pantalón ni los arañazos en la piel.
Por fin arribó a la terraza superior. La casa se levantaba frente a él al otro
lado de la explanada. Las luces del piso de abajo estaban encendidas, lo que
sumía en sombras el resto de la fachada. El corazón batía a toda velocidad
contra las costillas, y los pulmones parecían arder. La respiración le
abrasaba la nariz y la garganta, pero aun así arrancó a correr hacia la puerta
de la casa…
Y entonces supo que no llegaría al borde del precipicio para salvar a
Adriana.

Marcos la tenía bien sujeta, con la rodilla clavada en la pelvis de ella e


inmovilizándole los brazos estirados contra el suelo por encima de la
cabeza. Una gota de sangre de la nariz le había manchado el pecho
inmaculado de la camisa. Adriana lo miró desde abajo. Él estaba
disfrutando de toda la situación: se nutría de cada esfuerzo que hacía ella
para liberarse, le encantaba la lucha. Ese no era el camino, no lo había sido
nunca. Marcos percibió el aflojamiento del cuerpo de la mujer, sonrió y le
acercó la boca al oído para susurrar:
—Así debes estar siempre: debajo de mí, quieta y muerta de miedo.
Adriana desplazó la cabeza hacia un lado para mirarlo con asombro.
«Pero ¿este qué se cree?», se oyó pensar.
Llegados al punto donde era probable que ella lo hubiera perdido todo, si
él, que ya no podía quitarle más, todavía creía que podía inspirarle terror…,
entonces no era, ni mucho menos, tan inteligente como creía. Sin el arma de
Edu apuntada contra ella, solo era un pobre tipo con la cara colorada, sangre
en la nariz y saliva seca en las comisuras de la boca. Adriana oyó en su
cabeza el conjuro de poder que entró en su vida cuando era niña (ahora lo
veía) con el propósito de escupírselo a la cara a Marcos en este momento.
Sonrió y murmuró quedamente las palabras.
—¿Qué has dicho? —le preguntó él.
Se notaba que había cosas que no le encajaban. La sonrisa de Adriana era
desconocida para él, y su cara era la de una extraña que lo miraba desde
muy lejos, como si se estuviera haciendo pequeño mientras ella se alejaba
más y más, tanto que pronto ya no lo vería.
—¿Qué has dicho? —repitió Marcos, y su voz se quebró en una nota
aguda.
Adriana repitió sus palabras murmuradas, pero él tampoco las entendió y,
por primera vez, se lo vio exasperado.
—¡Dime lo que has dicho!
Ella asintió con los ojos. Él acercó el oído a la boca y oyó las palabras
susurradas:
—No tienes poder sobre mí.
Marcos pareció retraerse y, por un momento, dejó de hacer presión sobre
el cuerpo de Adriana. Ella lo notó y basculó con fuerza la cadera, se libró de
la mano del rostro y se lo sacó de encima. Rodó sobre sí misma y se
impulsó con las manos para ponerse en pie. Él, que de repente parecía lento
y pesado, como si no llegara a entender lo que estaba pasando, apenas
consiguió sentarse en el suelo.
Entonces un fuerte impacto de algo pesado contra el suelo se oyó fuera
de la casa.

Justo cuando Alberto había echado a correr hacia la casa, distinguió entre la
sombra la figura pequeña (¡el niño, el hijo de Adriana!), que, con el cuerpo
agarrotado por el miedo, avanzaba aplastado contra el muro despacio, a
pasitos laterales sobre una cornisa demasiado estrecha, y por eso supo que
no podría salvar a Adriana. Por eso cambió la trayectoria de su carrera sin
pensarlo y corrió aún más fuerte, más, porque el pequeño había errado un
paso, más fuerte, porque lo vio bracear durante unos segundos en el vacío
para recuperar el equilibrio, y corrió más y más fuerte, porque esto no, esta
vez no, esta vez te saco, aguanta, pequeña, que yo te sujeto, que yo te cojo,
esta vez no te vas, esta vez…
Por un instante, las manos del niño revolotearon en la oscuridad antes de
que su pequeño cuerpo se despegase del muro y volase detrás de ellas.

El golpe sordo y seco dejó un eco fúnebre, una reverberación en el aire.


Marcos se puso en pie.
—Ya está —anunció con voz profunda, solemne, en la que latía una
innegable satisfacción.
Adriana se volvió hacia él despacio.
—¿Qué está? —preguntó.
—Lo que te dije que haría…, lo que tú te has buscado.
Entonces ella, más que andar, embistió contra él mientras sacaba algo de
uno de los grandes bolsillos del pantalón militar. A Marcos le pareció que
levantaba el puño para golpearlo, pero en esa mano había algo que tenía una
punta afilada. Llegó a sujetarle el brazo, pero Adriana parecía poseída por
una fuerza nunca vista, y él a duras penas pudo retenerlo. Estaba mermado,
más lento, como si el shock de comprobar que ella no lo temía más le
hubiera movido el suelo bajo los pies. Luchando, aferrados el uno al otro,
giraron por el vestíbulo hasta dar contra una pared. Adriana le agarró la
garganta con la mano izquierda, apuntando el arma hacia la cara con la otra.
Marcos no se planteó por qué ella le dejaba ambas manos libres,
permitiéndole agarrarle el brazo con una y quitarle el sacacorchos con la
otra. Como un relámpago, ella lo atrajo con todas sus fuerzas y se aplastó
con violencia contra él.
Marcos dio dos pasos atrás. La punta estaba enterrada por completo en el
cuerpo de Adriana. El mango de madera sobresalía entre el hombro y la
clavícula. Ella estaba apoyada contra la pared, mirándose el arma clavada,
como si le sorprendiera encontrársela en su cuerpo.
Marcos también parecía sorprendido. No se lo esperaba. Pero mucho
menos se esperaba lo que siguió cuando, despacio, ella levantó la cabeza y
él le vio la cara. Estaba sonriendo. Sonreía como si ocultara un secreto,
como si en vez de perder hubiera ganado, a pesar de que ambos sabían que
ya no quedaba nada por ganar. ¿Por qué sonreía?
En ese momento sonó el estampido de una cristalera estallando en
pedazos y al instante estaban rodeados de policías. Guillén apuntó a Marcos
con su pistola.
—¡Arrodíllese con las manos en alto, que yo las vea!
Sin quitarle la vista de encima, pidió que llamasen a una ambulancia para
la mujer herida. Volvió a gritarle la orden a Marcos, que permanecía
inmóvil mirando a Adriana. Él obedeció muy lentamente, sin separar los
ojos de la figura de su exmujer, de su cara, de su boca.
—¡Ponga las manos detrás del cuerpo! —le ordenó Guillén.
Hizo lo que le decía y, aunque es probable que su mente estuviera ya
componiendo un relato de defensa propia contra su exmujer enajenada, que
había vuelto a asaltar su casa, y al mismo tiempo iba cerrando una versión
plausible sobre cómo la adrenalina había obrado el milagro de reconectar su
sistema nervioso con las piernas, otra parte de su cerebro debía de seguir
tratando de descifrar aquella imposible sonrisa en la que el desprecio era
como una pedrada acertándole en plena cara.
Un agente de policía se acercó a Adriana para ayudarla, pero ella lo
rechazó con un gesto calmado de la mano.
—Tengo que ir con mi hijo.
El dolor de la herida de la clavícula era agudo y pulsante. Tenía un lado
del cuerpo manchado de sangre, pero nadie la retuvo cuando caminó hacia
la puerta y salió. Rodeó la casa como una sonámbula, caminando hacia el
lugar del que había venido el sonido de lo que había caído desde arriba.
—Ya viene mamá, cariño —dijo en voz alta.
Tenía que ir donde estaba su hijo, tenía que cogerlo y abrazarlo, aunque
él estuviera muy quieto en el suelo, con su cara blanca vuelta al cielo, a lo
mejor con los ojos abiertos, como si mirara las estrellas. Tenía que ir a
donde él estaba para cogerlo y acunarlo y apretárselo fuerte contra el cuerpo
mientras le pedía perdón por no haber cumplido la promesa que le hizo al
nacer.
Alberto estaba sentado en el suelo, dándole la espalda. Su postura era
bastante extraña: estaba ladeado hacia la izquierda, como un barco
escorado. Tenía el hombro caído y el brazo izquierdo flácido, con la mano
apoyada en el suelo y la palma hacia arriba.
Al sentir su presencia, él giró hacia ella un rostro palidísimo,
descompuesto por el dolor, y Adriana vio que con el otro brazo rodeaba a
Edu. Su hijo estaba ovillado contra él, lloriqueando muy bajito con
expresión aturdida y el pulgar metido en la boca. Ella notó sus propias
rodillas ceder y cayó al suelo sobre ellas. Alberto, sin mencionar lo que
Adriana llevaba clavado ni toda aquella sangre, se las arregló para sonreírle.
—Me parece que tu hijo me ha roto el hombro.
Epílogo

Adriana y Alberto presentaban una graciosa simetría, ambos con el brazo


izquierdo en cabestrillo, descalzos una junto al otro sobre la arena.
«Tenemos que ir a la playa —había dicho ella—. Me gustaría que fuera
en el mar.»
Como ninguno de los dos podía conducir, sacaron tres billetes para el
tren. A Edu le encantó, porque todavía no había viajado en un tren de alta
velocidad, y comentó que se parecía muchísimo a volar en avión, pero sin el
ruido, y sin subir para arriba, y sin correr tanto. Bueno, que no se parecía
mucho, en realidad.
El cielo estaba tan azul que dañaba. En la calita escondida no había
apenas gente y el niño iba y venía corriendo con su cubo para llenar de agua
el complicado circuito que había cavado en la arena. Alberto y Adriana lo
seguían con la vista. Ella sujetaba con el brazo sano el recipiente color gris
antracita con un sencillo filo dorado. No pegaba nada con Raquel, pero por
suerte solo era algo transitorio.
Entre todos los interrogantes, explicaciones, conjeturas y relatos de los
hechos, nadie había mencionado su nombre. Como debía ser: si Adriana,
que era su amiga, no se había permitido el menor juicio moral sobre ella,
nadie jamás iba a juzgarla, le prometió.
Tanto Alberto como sobre todo ella habían tenido que contestar muchas
preguntas. Sin embargo, las respuestas más clarificadoras las dio Edu.
Gracias al relato del niño, que había sido testigo de la conversación de su
padre con Jorge y del deambular de la «persona alta» por las terrazas
inferiores del jardín, encontraron el cuerpo del desaparecido. No fue
demasiado complicado. Dicha «persona alta» no temía que nadie explorara
su jardín; ¿por qué iba a temerlo si él era intachable? Bastaba con enterrar
ese pequeño error de cálculo en la parte más abandonada y echar encima de
la fosa los zarzales que cortó para que aún se disimulara más.
Jorge había muerto por ahogamiento. En la autopsia encontraron rastros
de ADN que correspondían a Marcos. Según los forenses, el asesino había
cogido a su víctima por la espalda y la había estrangulado con el antebrazo.
Era evidente que el primo no había temido darle la espalda a un hombre que
no podía levantarse de su silla… Solo que sí podía.
Alberto lo había deducido al ver ese píxel blanco, el reflejo dorado en la
foto ampliada. Cuando habló con Marcos por videoconferencia, se fijó en
que lucía un reloj dorado y reluciente en la mano derecha, y le llamó la
atención porque era más común llevarlo en la izquierda, sobre todo, al ser
tan aparatoso. Habría sido mucha casualidad que un sicario anónimo
también acostumbrara a llevar el reloj en la misma muñeca. La idea de que
Adriana estaba a solas con un psicópata peligroso que podía ponerse de pie
y atacarla casi volvió loco a Alberto mientras Guillén lo llevaba a toda
velocidad hacia el chalet.
A ella le impresionaba la sangre fría de Marcos para elaborar un engaño
tan exigente y con un recorrido tan largo, pero aún le estremecía mucho más
esa frialdad inhumana cuando lo imaginaba analizando concienzudamente
de qué manera iba a provocar la muerte de su hijo. Muerte que tenía que
cumplir dos requisitos: que no lo implicara a él («Un accidente…, era un
niño tan movido…, se subía por todas partes») y que Adriana estuviese en
primera fila para verlo.
«Dime que no es verdad», le había pedido Jimena, al borde del desmayo.
Terminó por desmayarse. Fue demasiado para ella enterarse de que su
perfecto exyerno era un asesino en serie. Habían encontrado en el chalet, en
su escritorio, pruebas que lo vincu­laban con las muertes de Iván Romo,
Carlos Vila y Josué de Blas. Y también había aparecido el arma homicida,
con la que, de paso, también había intentado matar a Adriana.
Sobre las motivaciones de Marcos para sus crímenes se especulaba con
diversos galimatías psicológicos relacionados con una demente obsesión
por su exmujer. Daba igual, él lo negaba todo…, aunque ya nadie estaba
dispuesto a creer nada de lo que él dijera.
—Ayúdame —le pidió Adriana a Alberto.
Él, con la mano sana, desenroscó la tapa de la urna que ella sujetaba con
el brazo derecho. Por suerte, la herida del sacacorchos que sufrió Adriana
no había afectado a ningún órgano importante, pero sí había ocasionado una
serie de desgarros que le dañaron los músculos del hombro izquierdo.
«Por centímetros no fue una herida mortal», le había dicho Alberto, aún
asustado.
Él quería saberlo, era lógico. Necesitaba que ella le dijera si, más allá de
conseguir que Marcos le quitara el sacacorchos y dejara en él sus huellas (y
no las de ella, porque para eso se había vendado la mano), su plan incluía
desde el principio que Marcos la hiriera.
Si estaba dispuesta a dejarse matar.
Adriana le daba evasivas y lo abrazaba, contestándole con la rotundidad
de su cuerpo apretado contra el suyo. No le diría con palabras que cuando
entró en el chalet ya había aceptado como probable que Edu estuviera
muerto o que muriera, y también su propia muerte. Esas eran las máximas
pérdidas posibles. Analizado el riesgo, lo aceptó: sí, sabía desde el principio
que iría hasta el final para que Marcos quedara definitivamente vinculado a
los asesinatos.
Una no puede anticiparse a un experto en anticipación, pero el solo hecho
de saberlo y planificar contando con ello ¿no es en realidad anticiparse?
Su exmarido tendría mucho tiempo para pensar sobre eso: por muchos
abogados que contratara, se iba a enfrentar a varias condenas, pero también,
y esto era lo peor para él, vería arruinada la imagen que tanto le gustaba
proyectar, esa desde la que había mirado con tanto desprecio el mundo.
—¡Funciona! —gritó Edu, entusiasmado—. ¡Mirad qué bien funciona!
Adriana y Alberto volvieron el rostro hacia él y se admiraron con grandes
exclamaciones de la maravilla de ingeniería hidráulica que había construido
en la arena. El agua rebosaba el depósito excavado y circulaba dócilmente
por los canales, que se enredaban entre sí e iban a desaguar al mar. Para Edu
las vacaciones habían mejorado mucho. Su madre estaba contenta y Alberto
era el superhéroe que lo había salvado. Por su padre casi nunca preguntaba.
Alberto se quedó con la tapa de la urna. Adriana volvió la vista al
horizonte y caminó hacia el agua. No estaba fría y le envolvió los tobillos
como una caricia templada. Avanzó despacio, paso a paso. Apenas había
olas y fue agradable sumergirse hasta las caderas. Su vestido de gasa se
desplegó alrededor de ella como la hoja de un nenúfar.
Si Raquel estuviera viva, Adriana la habría llevado allí. No sabía si le
gustaba la playa, no creía que hubiera ido mucho, pero se la imaginaba
perfectamente chapoteando feliz en el agua, jugando en la arena con Edu y
tostándose sin el top, indiferente y orgullosa ante las miradas que otros
pudieran dirigirle a la cicatriz. Por eso Adriana quiso llevarla allí, para
dejarla en el mar.
Inclinó la urna y las cenizas blanquecinas cayeron al agua. Flotaron a su
lado por un momento antes de que la siguiente ola las dispersara y las
llevara a todas partes. Se iban, pero Raquel permanecía.
Le había confiado a ella su historia, se la había legado como una guerrera
que traspasa su arma a las que la sobreviven. Adriana la había usado para
romper su cadena, pero había muchísimas historias como las de ellas dos,
demasiadas, y no se podía cerrar los ojos. La lucha de una sola no sirve si
las demás no se levantan. Ella tenía la experiencia del dolor y todos los
recursos de su voluntad. ¿Sería capaz de utilizarlos para ayudar a que otras
se liberasen?
La siguiente ola, lenta y tranquila, le trajo esa pregunta que en realidad le
pedía un compromiso. Adriana asintió con la cabeza y, en silencio, le
prometió que sí.

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