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Revista pedagogía …
Libro Pedagogía y Docencia Universit aria. Hacia una Didáct ica de la Educación Superior. Tomo 1
Alexander L Ort iz Ocaña
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Durante la primera mitad del siglo XX y hasta la década de los 60, la función
declarada y esperada de la evaluación fue la de comprobar los resultados del
aprendizaje, en correspondencia con un fundamento conductista de la enseñanza y
el aprendizaje y de las propias demandas sociales sobre la educación. Ya se
tratase –los resultados- en términos del rendimiento académico o del
cumplimiento de los objetivos propuestos. Autores de la talla de Tyler y Johnson
(citados por Stufflebeam, 1987), plantearon que la finalidad de la evaluación es
determinar si los objetivos han sido alcanzados. Aun en la actualidad se pueden
encontrar concepciones similares (C. Alvarez, 1999).
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Funciones sociales que tienen que ver con la certificación del saber, la
acreditación, la selección, la jerarquización, la promoción. Los títulos que otorgan
las instituciones educativas, a partir de resultados de la evaluación, se les atribuye
socialmente la cualidad de simbolizar la posesión del saber y la competencia, en
función de los valores dominantes en cada sociedad y momento. Una sociedad
meritocrática competitiva reclama que sus individuos se ordenen por su
aproximación a la “excelencia” A mayor cercanía, mayor mérito individual. A
mayor cantidad o nivel de los títulos que logra una persona, más vale socialmente.
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institucionales, sociales. Un título puede ser una “patente de corso” para personas
no necesariamente competentes, puesto que los títulos garantizan formalmente el
saber pero, como dice Bourdieu (1988, pag. 22), no pueden asegurar que sea
cierta tal garantía. En otros casos la persona es competente para las tareas que
desempeña, pero no posee el título acreditativo, y cae bajo sospecha. También
puede ocurrir con las instituciones.
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Las funciones nombradas no agotan todo su espectro. Ante tal amplitud algunos
autores han optado, sabiamente, por usar clasificaciones más genéricas. Así,
Rowntree (1986) las reduce a dos, según se use la evaluación para 1) enseñar al
estudiante y/o 2) informar sobre el estudiante. Cardinet (1988) propone tres
funciones: predictiva, formativa y certificativa.
FUNCIONES DESTACABLES
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de la evaluación
Formativa
No obstante las reiteradas críticas sobre la valoración de los resultados es ésta una
función legítima de la evaluación, aunque justamente reconocida como no
suficiente cuando solo se limita al producto. Es difícil cuestionar la necesidad de
conocer y apreciar los logros de la actividad realizada, cuando menos por un
asunto de satisfacción o insatisfacción con lo que se hace, consustancial al ser
humano y por la ineludible necesidad de “dar cuentas” ante la sociedad, ante los
propios alumnos, de la respuesta al encargo social que tienen las instituciones
universitarias. La evaluación de los resultados aporta, además, información para
acciones de ajuste y mejoras del proceso a más largo plazo, al contrastar lo
logrado con las necesidades que le dieron origen y las metas propuestas, por lo
que mantiene vínculo con la retroalimentación y regulación de la actividad.
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Esta es una de las funciones más interesantes pues resulta muy controvertida. Por
una parte porque se asume de modo natural, casi inconscientemente, en la práctica
cotidiana como una verdad incuestionable; lo que se pone de manifiesto en la
“facilidad” con que se suelen adoptar las decisiones que interesan a los
estudiantes o las clasificaciones perdurables que se hacen de los mismos (buenos,
malos), a partir de los resultados de la evaluación de su aprendizaje. Este hecho
contrasta con las opiniones que se obtienen, tanto de estudiantes como de
profesores, cuando se les invita a reflexionar sobre el valor predictivo de la
evaluación, en las que se evidencian incertidumbres, dudas y hasta negación de
esta función. Por otra parte porque existen demasiados resultados investigativos
que permiten cuestionar la confiabilidad o fiabilidad de la evaluación que se
realiza tradicionalmente.
Dicha función se justifica además, por las propias regularidades del proceso de
formación orientado al desarrollo de las potencialidades del estudiante. La
evaluación se debe orientar, no al ayer, sino al mañana. La constatación y
valoración de un estado como un momento en el que se hace un “balance” de lo
alcanzado, de los resultados de procesos anteriores -se trate al inicio, intermedios
o final de un ciclo de enseñanza- no tiene sentido pedagógico si no se orienta al
futuro del propio estudiante. Desde esta perspectiva, los diagnósticos de lo que
sabe o puede hacer el estudiante resultan importantes como base o punto de
partida para el desarrollo ulterior y para establecer las direcciones de ese
desarrollo, las mismas que pueden reorientar y compensar procesos insuficientes o
deficientes y requieren tomar en cuenta aquellos procesos que se encuentran en
estado de formación.
La evaluación debe indicar aquello que el estudiante no tiene pero puede tener por
la acción transformadora de la enseñanza, en especial, aquellas adquisiciones que
aun no puede hacer de modo autónomo con los medios psicológicos que posee,
pero sí con determinada ayuda y, por tanto, informar sobre las direcciones
potenciales del desarrollo del estudiante. Lo anteriormente dicho, en mi opinión,
constituye una nueva faceta de la función predictiva de la evaluación que surge al
concebir la enseñanza desde postulados del Enfoque Histórico Cultural.
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En los últimos diez años las investigaciones sobre evaluación del aprendizaje han
incrementado su interés en la repercusión de la evaluación sobre el aprendizaje de
los estudiantes. En encuestas realizadas en diferentes países, como Estados
Unidos (Banta et al., 1996), Inglaterra (Hounsell et al., 1996), Australia
(Nightingale et al., 1996) según Falchikov (1998), la evaluación y sus efectos se
constituye en foco de atención. Aumentan también los debates y el
reconocimiento del impacto de la evaluación del aprendizaje en las actitudes que
toman los estudiantes universitarios en relación con su trabajo, sus estrategias de
aprendizaje, su compromiso para aprender, su confianza y autoestima, todo lo
cual repercute en la calidad del aprendizaje.
Una manifestación del impacto de la evaluación sobre las actitudes que adoptan
los estudiantes ante el estudio, es la existencia de umbrales bajos de satisfacción
con los resultados esperados y obtenidos. Son casos en los que se estudia (una
asignatura, una carrera) para aprobar, para “pasar”, para cumplir ciertos requisitos
de promoción o titulación. Estos hechos aparecen vinculados con la no
comprensión del papel de la asignatura en el plan de estudio (como suele suceder
con ciertas materias básicas y generales); con la significación de los resultados
evaluativos tanto a nivel personal como social, entre otros factores. Lo más
importante, quizás, es la posibilidad de transformar o ayudar a variar estos hechos
mediante cambios en la orientación, organización y ejecución del proceso de
enseñanza aprendizaje, sin ignorar la presencia de factores de índole social que
trasciende a la propia institución universitaria.
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En general los datos que obtienen sugieren que los estudiantes hacen amplio uso
de una aproximación superficial. Estudian para pasar el examen, son finalistas,
sienten que se demanda en la evaluación una gran dosis de memorización más que
de reflexión, consideran que es importante ofrecer un criterio coherente con el del
profesor aunque no necesariamente lo compartan. Resulta interesante que muchos
estudiantes argumentan que esta no es la manera que desearían estudiar.
Uno de los datos más significativos de esta investigación es el hecho de que las
aproximaciones estratégicas y profundas decrecen en el transcurso de los estudios
universitarios (con ligeras diferencias entre estudiantes de diversas áreas o
carreras). Todos los estudiantes investigados muestran patrones similares de
aproximación al aprendizaje después de cinco meses de su entrada a la
universidad, lo que no sucedía a su ingreso. Y, aun más, los enfoques estratégicos
y profundos decrecen de primero a segundo y de segundo a tercero, según se
constata en el estudio longitudinal, fundamentalmente en el caso de los
estudiantes de ingeniería. Las autoras concluyen sobre la posibilidad de que la
enseñanza y los métodos de evaluación encontrados por los estudiantes estén
creando pasividad que no anima a adoptar otras formas más activas y racionales
de enfocar su aprendizaje.
Otro dato de interés es la asociación que encuentran entre niveles altos de estrés y
aproximaciones superficiales del aprendizaje, y resulta a la inversa para enfoques
estratégicos. En general diversos estudios (Fisher, 1994) muestran altos niveles de
ansiedad en los estudiantes de los primeros años universitarios y sugieren que las
presiones de la evaluación académicas, sentidas como requerimientos externos al
aprendizaje, tienen un peso significativo en los niveles de estrés.
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La evaluación siempre está referida a algo, aquello que constituye su objeto. El desarrollo
de la educación y de la evaluación educativa ha abierto el espectro de los objetos de
evaluación: los sistemas de enseñanza, las políticas, las instituciones educativas, sus
procesos, los agentes de los mismos, los propósitos, contenidos, medios, condiciones,
resultados, efectos, vínculo con otros sistemas, la propia evaluación. En materia de
evaluación educativa todos los aspectos relativos a la educación son potencialmente
evaluables; otra cosa es que merezcan serlo.
En cualquier caso la delimitación del objeto que se evalúa es un asunto central. De ella se
deriva, en gran medida, las decisiones sobre cómo se realiza la evaluación: los
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Una situación ilustrativa de lo dicho, la aporta el examen. Por lo general se aplica para
constatar o comprobar el conocimiento alcanzado por los estudiantes sobre determinado
contenido de enseñanza (de una asignatura, de un tema de la misma). Se asume que los
resultados de los estudiantes en la ejecución del mismo sean evidencia de sus
conocimientos. Pero pudiera estar midiendo otra cosa, como la capacidad de los alumnos
para reaccionar y emitir respuestas en situación de estrés; o el volumen de información
que cada uno es capaz de actualizar en un tiempo dado y fuera de un contexto natural, o
sea, mediante tareas artificiales no coincidentes con las situaciones y condiciones donde se
aplican esos conocimientos.
Al igual que los fines, la definición del objeto, tiene connotaciones ideológicas y
axiológicas. La decisión de qué se evalúa, supone la consideración de aquello que resulta
relevante, significativo, valioso del contenido de enseñanza y del proceso de aprendizaje
de los estudiantes; es decir, qué contenido deben haber aprendido, cuáles son los indicios
que mejor informan sobre el aprendizaje. Al comenzar un proceso de evaluación ya
existen pre-juicios sobre lo que resulta relevante o no.
El contenido de esos juicios puede diferir de un profesor a otro, tal como reconocen los
propios profesores (M. González, 1999), lo que explica en parte, el bajo nivel de
confiabilidad o fiabilidad que se constata, por ejemplo, en los exámenes, cuando el trabajo
de explicitación y argumentación de esos juicios ha sido insuficiente por parte del profesor
y en el colectivo de profesores. Varía, también, desde el punto de vista histórico y de los
enfoques pedagógicos.
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Por otra parte se da, lo que pudiese denominarse como falacia de los procedimientos y
medios de evaluación, que en su esencia significa subordinar a estos la concepción,
realización y valoración de la evaluación. Una de sus manifestaciones está dada por la
suposición de una cierta validez universal de determinadas técnicas e instrumentos que son
aplicadas a cualquier objeto o situación a evaluar. Ello trae como consecuencia una
simplificación del objeto, su uniformidad u homologación en virtud de lograr los
indicadores seleccionados, su conformación a dimensiones que no se desprenden
directamente de su naturaleza, sino de estándares implícitos en los instrumentos; en
definitiva, la aplicación de técnicas estandarizadas que supone realidades homogéneas o
para mostrar su desviación de la norma (San Martín y Beltrán, 1993, Gimeno, 1993).
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Las taxonomías resultan útiles, en tanto aportan distinciones que ayudan a precisiones
necesarias para aumentar la validez de la evaluación, o al menos, la coherencia en las
decisiones; y amplían el espectro de los atributos del objeto evaluado, en cuanto a niveles
de calidad y complejidad y en cuanto a ámbitos o esfera del individuo. Pero, representan
importantes riesgos ante el peligro de la simplificación que portan las clasificaciones, que
se potencia por la insuficiente fundamentación del aprendizaje. Una gran parte de las
taxonomías se erigen sobre la base de una concepción conductista del aprendizaje que
subraya la evaluación de productos; y ofrece una visión fragmentada del estudiante, pues
destruye, a priori, su unidad.
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Al respecto considero que mantiene vigencia lo planteado por Witzlack (1989, p. 214)
cuando dice que aún estamos lejos de “pasar del registro del progreso en el desarrollo
(progreso en el aprendizaje) al diagnóstico del proceso de desarrollo (proceso de
aprendizaje)”. No obstante, existe un caudal significativo de información que apunta a una
identificación progresiva de aquellos aspectos que deben ser objeto de la evaluación a los
efectos de ir valorando y regulando el proceso de enseñanza aprendizaje desde su
comienzo y durante su transcurso, a través de diversos momentos o etapas, como se verá
más adelante.
Cercanas a estas ideas se encuentran algunos de los más recientes desarrollos en el campo
de la evaluación como la evaluación de la organización del conocimiento, la resolución de
problemas, la evaluación de ejecuciones (los portafolios) y la evaluación dinámica;
orientadas a evaluar la base de conocimientos del sujeto de aprendizaje, su organización y
aplicación; a las cuales se hará referencia más adelante.
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Por otra parte, los estilos de aprendizaje, los ritmos, las diferentes visiones, intereses,
propósitos, conocimientos previos, proyectos de vida; que suelen quedar implícitos en los
resultados "finales" del aprendizaje, aparecen en un primer plano durante el proceso y
pueden condicionar los resultados. La evaluación debería penetrar hasta las diferencias
individuales de los sujetos de la actividad y proporcionar a los profesores y a los propios
estudiantes la información que permita, respetando esas diferencias, orientar el proceso
hacia el logro de los objetivos comunes, socialmente determinados.
Con frecuencia la atención a las diferencias individuales se restringe a dar más atención a
estudiantes de bajo rendimiento y a reconocer a los de mayor (estudiantes “talentos”), lo
que provoca un desbalance en la influencia educativa que se ejerce sobre cada estudiante.
Además, esta atención basada en divisiones gruesas (bajo, promedio, alto) encubre
diferencias individuales importantes, cuyo conocimiento es necesario para promover el
desarrollo de cada estudiante, y encierra el riesgo de la estereotipia. Las direcciones y
potencialidades del desarrollo de los estudiantes difiere entre los individuos que se ubican
en un grupo que se trata como homogéneo Son necesarias, por tanto, precauciones y
previsiones en la información que se valora a los efectos de determinar la influencia
educativa pertinente.
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aprendizaje que se produzca debe llevar a cada estudiante, en cuanto a las adquisiciones y
nivel, al que aspira la institución y la sociedad, considerando las diferencias individuales.
La cuarta línea planteada rechaza una visión fragmentada del aprendizaje y se orienta a un
enfoque globalizado y contextual. Precisamente, el valor del contexto tiene una de sus
expresiones en el enfoque holístico que procura el conocimiento del estudiante como ser
que está aprendiendo, en su integridad personal y ubicación espacio temporal. Aquí
proceso y contexto de aprendizaje son los objetos centrales de evaluación, para su mejora.
Esta no se puede lograr sin el conocimiento específico de lo que acontece.
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La enseñanza que promueve el desarrollo. Desde la teoría que aporta dicho Enfoque, la
enseñanza –y el aprendizaje que necesariamente sustenta- es una forma de desarrollo
humano. Desarrollo, que desde los planteamientos de Vigotski (1989) resulta un nuevo
concepto, en tanto su naturaleza es histórica, cultural, social, respecto a sus mecanismos y
contenido. La enseñanza es –en palabras de dicho autor- el aspecto internamente necesario
y universal en el proceso de desarrollo en el niño, no de las peculiaridades naturales sino
históricas del hombre (1989). Las relaciones entre enseñanza y desarrollo no son
mecánicas. No toda enseñanza “arrastra” el desarrollo. Para un sistema educativo la
enseñanza, y por consiguiente el aprendizaje, a que se aspira es aquella que promueve el
desarrollo de los estudiantes.
1.- Se pueden dar diversas adquisiciones en el estudiante pero no todas tienen similar
significado. Sin duda, aquellas que revelan cambios significativos, avances en su
desarrollo personal, profesional, acordes con ideales y objetivos de formación, tendrán
más importancia y deben constituirse en centro de atención, esto es, en objeto de
evaluación.
2.- Las diversas adquisiciones, que se traducen en indicadores del aprendizaje, guardan
determinadas relaciones entre sí, que deben expresar cambios cualitativos en el desarrollo
del estudiante, de modo integral. Las relaciones, por tanto, más importantes no son la
aditivas, aunque éstas estén presentes, sino las de cambios estructurales en las formaciones
psicológicas del sujeto. Determinar cuáles serían los indicadores de dichos cambios
cualitativos constituye un problema especial. Por lo pronto interesa dejar planteado el
problema y hacer algunas consideraciones que pueden ser pertinentes en el proceso de su
solución por aproximaciones sucesivas.
Dos aspectos tienen singular importancia al respecto. Uno: las adquisiciones que implican
reestructuraciones en el funcionamiento psíquico del individuo (en sus relaciones con los
objetos, con otros sujetos, consigo mismo) y constituyen un nivel cualitativamente
superior de sus funciones psíquicas. Otro: el acceso a la acción independiente, que se
comentará más adelante. Ambos están interrelacionados.
El progreso del estudiante no suele ser lineal, porque el desarrollo no lo es. Pero el proceso
es continuo, el estudiante adquiere nuevos conocimientos, hábitos, habilidades, modos de
comportamiento, de diverso contenido, amplitud, profundidad, generalidad. Estas
adquisiciones son las que, por lo general, se evalúan tradicionalmente, de modo
fragmentado. Sin embargo la inclusión de las mismas en un sistema mayor que permita y
se exprese en una nueva forma, cualitativamente superior, de entender y comprender la
realidad y de actuar sobre ella, es lo que resulta verdaderamente significativo para el
aprendizaje y por ende, para la evaluación. Las formas e indicadores de evaluación deben
asumir este reto.
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Por otra parte, dado que el proceso de adquisición de la experiencia histórico cultural, de
la formación de las funciones psíquicas superiores, sigue como ley, el curso desde la
acción compartida, interpersonal a la acción independiente, intrapersonal, el indicador de
independencia, esto es, del acceso a la acción independiente, se revela como uno de los
principales indicadores del aprendizaje en cualquier materia de estudio o área de
formación en la educación superior.
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La referida autora ha propuesto, hasta ahora, cuatro grupo de habilidades relacionadas con
la proyección y realización de metas personales y con la organización del tiempo; con la
comprensión y búsqueda de la información; con la comunicación y relación con los demás
y con el planteamiento y solución de problemas. Propone un conjunto de índices del
desarrollo de estas habilidades, que en mi opinión resultan pertinentes para evaluar el
aprendizaje, es decir, constituyen indicadores del desarrollo de los alumnos. Su propuesta,
por tanto, ofrece una proyección de interés para la determinación del objeto de evaluación
y sus indicadores, como problema especial de la evaluación del aprendizaje, lo que no
significa que sea una respuesta suficiente al mismo, pero sí un avance.
La ley general del desarrollo de las funciones psíquicas superiores establece, como se
dijo, la dirección de la formación: desde una acción compartida interpersonal, a una acción
intrapersonal. La fuente de dichas funciones es la actividad social, la acción del sujeto
sobre la realidad, “mediatizada por las relaciones con otras personas que orientan esta
acción hacia las cualidades del objeto y que imprimen en ella las maneras culturales de
accionar” (Corral, 1997).
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Significa, que una de las categorías que se revela como esencial es la de relación. De tal
modo, la búsqueda de indicadores de desarrollo que permitan valorar el aprendizaje que se
aspira, lleva a detenerse en el estudiante sin perder su interdependencia y relaciones con
los demás aspectos que intervienen en la “situación de aprendizaje”. Se trata de un
abordaje que enriquece y precisa más las tendencias holísticas y contextual de la
evaluación del aprendizaje anteriormente referidas, y que puede transitar por la vía del
análisis teórico de algunos de sus componentes esenciales: el estudiante, el objeto de
aprendizaje, el otro.
- El estudiante que aprende. ¿Qué trae y qué aporta el estudiante al aprendizaje, qué se
modifica en él, qué valorar durante ese proceso de transformación y como resultado del
mismo?.
El estudiante al ingresar a los estudios superiores tiene, como mínimo, una experiencia de
doce años de escolarización, que le debe haber aportado una formación cultural y
científica general, habilidades para el estudio, para la identificación y solución de
problemas y otras habilidades básicas para realizar estudios superiores. Además, ha
desarrollado un determinado estilo de aprendizaje, conocimiento de sus posibilidades
personales y de las condiciones más favorables para su trabajo, una mayor o menor
preferencia por áreas del saber y de actuación profesional.
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Todas estas formaciones son importantes para los estudios superiores, por lo que una
evaluación que indague únicamente sobre los conocimientos de las materias
correspondientes, es sumamente restringida. La posibilidad de provocar que el estudiante
se evalúe él mismo, reflexione sobre su estilo de aprendizaje, sus estrategias de estudio,
sus proyectos, constituye una potente proyección de la evaluación inicial; viable pero poco
utilizada.
Esta consideración confiere un nuevo matiz a la valoración del punto de partida del
estudiante o diagnóstico inicial, cuya necesidad resulta incuestionable, aun cuando es
frecuentemente devaluada por los profesores, como se colige de los resultados de
encuestas y talleres realizados con grupos de profesores (ver M. González, Informe de
investigación, 1999). El diagnóstico inicial permite valorar la existencia de concepciones,
disposiciones, intereses, de los estudiantes, que sustentan y favorecen y las que no
favorecen el nuevo aprendizaje, por lo que se constituyen en barreras, obstáculos para el
mismo. En este caso la evaluación inicial debe explorar también las posibilidades, vías y
direcciones de cambio.
La realización de los planes de estudio debería contemplar esta posibilidad, haciendo más
flexible la “carrera”, o sea, la trayectoria del estudiante por el plan de estudio y por cada
materia en específico; aumentando la posibilidad de toma de decisiones por parte del
propio estudiante respecto a los contenidos y tareas de su formación dentro de la carrera y
fortaleciendo el trabajo independiente y la labor investigativa desde los primeros años de
estudios universitarios.
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Las fases o etapas en las que se va sucediendo el aprendizaje, desde una dimensión
temporal y de las características de su contenido, constituyen a su vez objeto de evaluación
y aportan índices relevantes para orientar el aprendizaje. En esta dirección vale destacar
las aproximaciones que se realizan desde la Teoría de la Formación por Etapas de las
Acciones Mentales (Galperin, 1986; Talizina, 1988) en su aplicación a la enseñanza y que,
obviamente, trasciende el simple aporte de indicadores pertinentes, al ofrecer un marco
conceptual para la propia concepción de la evaluación y el lugar que esta ocupa en la
enseñanza, como componente sustancial de la misma.
Desde la perspectiva de dicha Teoría, consecuente con los postulados del Enfoque
Histórico Cultural, la formación de las funciones psíquicas superiores, pasa por diferentes
planos desde la actividad externa a la interna, en los que el estudiante construye y
reconstruye sus conocimientos, habilidades: en la lógica de la ejecución sensorio motriz,
en la lógica del lenguaje y finalmente, a un nivel mental, al nivel de las acciones mentales
interiorizadas y abreviadas.
Las líneas directrices que sigue este proceso de construcción de los conceptos y formación
de las habilidades: desde una acción compartida a una acción independiente; desde la
ejecución desplegada a una resumida en cada plano mencionado y en una dimensión
global; desde una acción no generalizada a los niveles de generalización esperados; desde
una ejecución en un plano externo a uno interno, mental. Así como los elementos que
permiten valorar el avance de una etapa a otra, sus características y las cualidades de las
acciones que se trabajan en cada etapa, constituyen base para establecer indicadores de
evaluación cuyos resultados permiten orientar y regular el aprendizaje.
Resulta oportuno destacar desde aquí la relación que se establece entre conocimiento y
habilidades. Desde esta perspectiva no resulta legítimo separar los conocimientos de las
habilidades, en tanto todo saber (conocimiento) "funciona", se expresa, a través de
determinadas acciones, que conforman habilidades. Todo saber implica un saber hacer,
con independencia de sus diferentes niveles de demanda cognitiva, por lo que la acción
ocupa un papel rector en la formación, la restauración y la aplicación del saber. De ahí que
el análisis de la acción en la que se expresa "el conocimiento" sea un aspecto crucial para
la evaluación, al inicio, durante y al final de un proceso de enseñanza aprendizaje. No es
por azar que las diversas taxonomías de objetivos establezcan niveles cognitivos a partir
de la distinción entre acciones.
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nivel teórico del conocimiento, como contenido de la orientación y ejecución del proceso
de aprendizaje.
En esta última dirección cabe mencionar los interesantes trabajos que buscan avances en la
evaluación del aprendizaje, dentro del concepto de zona de desarrollo próximo y del
denominado “enfoque personológico” (Ver Bernaza, 1997) y aquellos que desde la Teoría
de la formación por etapa de las acciones mentales, enfatizan el papel de la colaboración y
de la interacción en la situación de aprendizaje (Ver V. Liaudis, 1984). Así como el
referido trabajo sobre las habilidades conformadoras del desarrollo personal (Fariñas,
1999).
- Lo que se apropia, es decir, aquello que es aprendido, son “sistemas y signos semánticos
elaborados durante la historia social, fijados en la cultura y transmitidos por canales de
traslación” (Vigotsky, 1988) que se constituyen en instrumentos ideales de regulación
(psíquica): para la transformación de la realidad objetal y la transformación de sí mismo
(autorreguladora). De tal suerte, del aprendizaje resulta no sólo la capacidad de
comprender y transformar la realidad objetiva (social, natural), sino además, la del propio
sujeto, como instauración de su subjetividad.
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De una u otra manera este hecho ha sido reconocido y aceptado en la actividad evaluativa
y se puede formular como el criterio de adecuación de las acciones del sujeto y el
contenido de esas acciones a las características o cualidades esenciales del objeto y a las
formas culturalmente establecidas de proceder con el mismo. Se trata en lo esencial de la
evidencia del dominio, por el estudiante, del sistema conceptual, procedimental,
normativo, valorativo, establecido y aceptado por la comunidad científica, relativo a una
esfera determinada de la realidad a aprehender; que ha sido seleccionado y convertido en
contenido de enseñanza.
Las características o atributos del objeto que se aprende no son fijas, estáticas. Varían en
tanto avanza el conocimiento científico de esa realidad y que llevan de un nivel
fenomenológico a un nivel de esencia. De tal modo un elemento de variabilidad en el
aprendizaje la ofrece el propio objeto. Sus límites, en determinado grado, se establecen por
el propio nivel del conocimiento científico, que objetiva los resultados de la actividad
sociohistórica, tanto en la producción (trabajo), como en el conocimiento (investigación) u
otras formas de actividad.
Este hecho puede ser apreciado a través del nivel de precisión y estructuración conceptual,
del desarrollo de las teorías del campo científico correspondiente, y su reflejo en las
disciplinas y asignaturas de los planes de estudio universitarios. Otro límite y a su vez
factor de variabilidad, lo introduce la selección y estructuración de aquellos aspectos que
se consideran pertinentes para conformar el contenido de la enseñanza.
En los modos de accionar con la realidad, histórica y culturalmente establecidos, están las
significaciones de la propia relación. Aquello que muchos identifican como parte de lo
educativo, lo afectivo, lo actitudinal u otras denominaciones. Por qué esas acciones, para
qué, qué significación tienen para la comprensión y transformación de la realidad y de sí
mismo, cuáles son las formas apropiadas en que deben darse, desde el punto de vista de
los valores sociales (como la conservación del medio ambiente, el respeto por la integridad
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de la persona, los vínculos con problemas de interés social) y a los que deben responder.
En definitiva la significación social y personal.
Los aspectos antedichos aparecen con frecuencia en la formulación de los objetivos más
generales de la formación de los estudiantes, pero no tanto, o más bien poco, en el
contenido de la evaluación del aprendizaje, si se atiende al tipo de pregunta dominante en
exámenes, pruebas, de carácter reproductivo y apegadas a la intención de verificar el
conocimiento de conceptos y procedimientos; tal como se ha referido en páginas
anteriores.
Las pautas de relación del profesor con el objeto a enseñar también forman parte de lo que
el estudiante aprende (sin duda, no mecánicamente, sino reelaborado y reconstruidas por el
estudiante, tal como corresponde a la naturaleza del proceso de aprendizaje).
Sin embargo, como muestran diversos estudios (ver M. González, 1995) no es excepcional
observar una posición “neutra” del profesor frente a los conocimientos que están
enseñando o, al menos, no se evidencian acciones conducentes a mostrar la importancia de
ese contenido, su aplicabilidad, sus vínculos con problemas trascendentes de la profesión,
de la sociedad, aun cuando parezcan lejanos a lo que se estudia: en general, un insuficiente
esfuerzo por lograr una motivación de los estudiantes durante las clases.
La apropiación del objeto (de los sistemas y signos), no sólo pertrecha al individuo de
“instrumentos ideales” para la transformación de la realidad, sino además, para la
autorregulación y transformación de sí mismo (Vigotsky, 1988). Se constituyen en
instrumentos de regulación, marcando una de las principales pautas del desarrollo del
individuo que no debe escapar a la evaluación del aprendizaje. Posiblemente esta sea “la
faceta más formativa”, si cabe la expresión en sentido figurado, del aprendizaje.
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Dentro del objeto de apropiación se encuentra la propia actividad de evaluación. Esto es,
el conocimiento y dominio por el estudiante de la acción evaluativa, su estructura,
significado y sentido, de modo que se convierta en una “herramienta” que coadyuve a la
autorregulación de su aprendizaje durante sus estudios universitarios y de su futura
actividad profesional y de superación continua.
- “El otro” en el aprendizaje y la evaluación. Pueden existir muchos “otros”: los demás
estudiantes, los directivos de las instituciones educativas, otras personas de la institución o
de fuera de ella pero que de alguna manera y en cierta medida intervienen en el
aprendizaje y su evaluación, que comparten el mismo tiempo del estudiante o no. No
obstante, el centro del análisis se ubica, principalmente, en el profesor.
Aunque el profesor tiende a anularse como sujeto del proceso, deja su huella en el
estudiante en formación. Funciona en mayor o menor medida, como modelo tanto en los
aspectos instrumentales, de comportamiento, como en los afectivos valorativos.
En la actualidad se acepta y persigue, que el carácter de la relación entre los sujetos que
intervienen en el aprendizaje, sea de colaboración, de cooperación y se busque la
coherencia, la concertación de los propósitos y valores, basados en el diálogo, más que la
correspondencia o identidad, en el entendido que cada sujeto es activo en toda la extensión
del término: llega a la relación con sus propios puntos de vista, intereses, concepciones,
aspiraciones y modifica o construye sobre su base y bajo el influjo del intercambio, las
nuevas significaciones y significados. El estudiante es activo en su relación con el objeto
de conocimiento y, a su vez, en su relación con el otro
.
Por tanto, una importante característica de la evaluación del aprendizaje, al igual que para
otras variantes de evaluación donde se valoran personas (o con más precisión, atributos de
las mismas) es la interrelación que se establece entre los sujetos de la acción: el evaluador
y el evaluado. De hecho, el objeto sobre el que recae la evaluación es otra persona -
individual o en grupo- que se erige como sujeto de la acción y co-participa, en mayor o
menor medida en la evaluación. Aun más, para el caso de la evaluación del aprendizaje en
la enseñanza universitaria la pretensión debe ser que el evaluado esté en capacidad de
devenir su evaluador.
El profesor también aporta los problemas y tareas didácticas, es decir, toda la concepción,
organización, estructuración y conducción de la enseñanza para producir aprendizajes.
Solo que, lamentablemente, esta parte queda como algo inherente a la enseñanza,
patrimonio del profesor. El estudiante no participa activamente en las tareas didácticas, ni
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En otros términos: la idea es que lo que hace el profesor para enseñar, lo haga también el
estudiante: que comparta las tareas didácticas, incluida la evaluación del aprendizaje
(hasta la calificación), y que el estudiante las incorpore (las aprenda) como una de sus
principales adquisiciones formativas, que le permiten promover su propio desarrollo y el
de otras personas con las que necesariamente deberá trabajar.
Para la evaluación del aprendizaje estos hechos e ideas tiene una doble significación. Por
un lado actúan como referente para la decisión de qué se evalúa. La atención y valoración
de los propósitos, intereses, valores, formas de proceder, que se traen y que se generan en
las relaciones sujeto-objeto y sujeto-sujeto durante el aprendizaje, no pueden quedar fuera
de la evaluación, deviene contenido de la misma.
En este sentido la consideración del tipo de relación que se establece, sus características,
pertinencia, la necesidad que sienten los sujetos de la misma, sus efectos, forman, todos,
parte de la información necesaria para la evaluación del aprendizaje. De nuevo se abre una
brecha que extiende el aprendizaje a la relación y no lo deja encerrado en el estudiante. La
información valorativa de qué está sucediendo en cuanto a las relaciones que se dan en el
proceso de enseñanza aprendizaje, permiten comprender, o al menos hipotetizar sobre las
posibles causas de determinados resultados y facilita, además, la dirección de dicho
proceso, acorde con una de las funciones de la evaluación.
Por otro lado, el intercambio de roles entre evaluador y evaluado y la asimilación de las
acciones de enseñanza, que hasta ahora han sido patrimonio del profesor, actúa como vía
de formación del estudiante en sus estrategias metacognitivas y desarrollo personal en
general.
En la educación superior se reúnen (idealmente) las condiciones más favorables para estos
fines: por las características y posibilidades de los estudiantes acorde con su edad y el
nivel de desarrollo alcanzado; por los profesores cuya doble calificación (como
especialista de la profesión y de la formación) posibilita un despliegue de la enseñanza en
unidad con las exigencias de la profesión y, por los objetivos de la formación de nivel
superior.
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sus regularidades. Los mismos que argumentan la necesidad del carácter educativo o
formativo de la evaluación.
Para la pregunta ¿qué evaluar? aparecen las respuestas que se orientan a dar prioridad a
aquellos aspectos trascendentes de la formación de los estudiantes, es decir, los que
constituyen saltos cualitativos en su desarrollo y no tanto a aspectos puntuales y parciales
que ni sumados llegan a dar cuenta de ese desarrollo. Aquellos, a la vez, que permiten
valorar el proceso mismo de aprendizaje, más que los progresos en el aprendizaje, por lo
que son aspectos que trascienden al propio estudiante y llegan a las relaciones que se dan
entre los componentes de una situación del aprendizaje. Aquellos que informan de la
integralidad de ese desarrollo, en sus dimensiones afectivas, cognitivas, conativas.
Aquellos que constituyen “herramientas” básicas para su autoevaluación y
autorregulación, como es el dominio mismo de la actividad de enseñanza y de evaluación
por parte del estudiante.
Aquellos, en definitiva, que se concretan en los objetivos de la educación y orientan todo
el proceso de enseñanza aprendizaje hacia metas social y personalmente relevantes, y
aquellos que no se llegaron a prever, pero que emergen en el proceso y constituyen
resultados del aprendizaje.
No escapa a la autora el hecho de que la problemática sigue abierta. Estas “respuestas” son
aproximaciones, a modo de consideraciones teóricas generales. Las soluciones precisas
hay que buscarlas por las vías de las investigaciones ulteriores y de la práctica docente de
los profesores.
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