La Sabiduría de Las Multitudes Joe Abercrombie Full Chapter Download PDF

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La sabiduría de las multitudes Joe

Abercrombie
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Caos. Furia. Destrucción.
El Gran Cambio ha llegado…

Algunos dicen que, para cambiar el mundo, primero hay que


quemarlo. Esta idea se va a poner a prueba en el crisol de la
revolución: los rompedores y los quemadores se hacen con el poder
y el humo de los disturbios ha sustituido al de las fábricas. Todo ha
de someterse a la sabiduría de las multitudes.
El ciudadano Brock ha decidido convertirse en un héroe de la nueva
era y la ciudadana Savine tiene que reconducir su talento de la
búsqueda del beneficio a la mera supervivencia. Orso va a descubrir
que, cuando el mundo está bocabajo, nadie está en peor posición
que un rey. Y en el sangriento Norte, Rikke y su frágil Protectorado
se están quedando sin aliados… mientras Calder el Negro llama a
sus fuerzas y trama venganza.
El sol de la Unión ha caído al barro y en la sombra, tras las
bambalinas, los hilos del despiadado plan del Tejedor se van
trenzando poco a poco…
LA SABIDURÍA DE
LAS MULTITUDES

JOE ABERCROMBIE
Título original: The Wisdom of Crowds
Joe Abercrombie, 2021
de la traducción: Manu Viciano, 2022
Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2022
Para Lou,
con abrazos
lúgubres y oscuros
Séptima parte

«Los grandes solo nos parecen grandes porque estamos


de rodillas. ¡Alcémonos!»
Elysée Loustallot
Como un rey

—¿Sabes qué, Tunny?


Los ojos algo enrojecidos del cabo Tunny se deslizaron hacia Orso.
—¿Majestad?
—Debo confesar que estoy bastante satisfecho de mí mismo.
El Estandarte Firme ondeaba al viento, su caballo blanco rampante
y su sol dorado destellando, con el nombre de Stoffenbeck ya cosido
entre las famosas victorias que había presenciado. ¿Cuántos grandes
reyes habían cabalgado triunfales bajo aquel resplandeciente pedazo
de tela? Orso, a pesar de haberse visto superado en número,
ridiculizado y considerado un caso perdido por la mayoría, acababa
de unirse a sus filas. ¡El hombre a quien los panfletos apodaran una
vez el Príncipe de las Prostitutas había emergido, cual espléndida
mariposa de una pútrida crisálida, como el nuevo Casamir! La vida
daba muchas vueltas, desde luego. Sobre todo la vida de los reyes.
—Y bien que deberíais sentiros satisfecho, majestad —respondió
adulador el mariscal Rucksted, y había pocos hombres que supieran
más de satisfacción con uno mismo que él—. ¡Superasteis en
inteligencia a vuestros enemigos fuera del campo de batalla, los
superasteis en fuerza dentro de él y tomasteis prisionero al peor
traidor de todos!
El mariscal lanzó una breve mirada satisfecha hacia atrás. Leo dan
Brock, el héroe que unos días antes había parecido demasiado
grandioso para que el mundo pudiera contenerlo, estaba retenido en
un lamentable carromato con barrotes en las ventanas, que
traqueteaba en la comitiva de Orso. Pero claro, había menos de él
que retener. Su maltrecha pierna había terminado enterrada en el
campo de batalla junto con su maltrecha reputación.
—Habéis ganado, majestad —trinó Bremer dan Gorst, y entonces
cerró la boca de golpe y miró ceñudo hacia las torres y chimeneas
de la cercana Adua.
—Sí que he ganado, sí. —Una sonrisa espontánea estaba
apoderándose de la cara de Orso, que casi no recordaba la última
vez que había ocurrido algo así—. El Joven León, apaleado por el
Joven Cordero. —Parecía que hasta la ropa le sentaba mejor que
antes de la batalla. Orso se frotó la mandíbula, que llevaba unos días
sin poder afeitarse con tanto ajetreo—. ¿Debería dejarme barba?
Hildi se echó hacia atrás el enorme gorro que llevaba para evaluar
dudosa el vello facial de Orso.
—¿Tienes una barba que dejarte, para empezar?
—Es cierto que no lo he conseguido nunca en el pasado. Pero eso
podría decirse de muchísimas cosas, Hildi. ¡El futuro parece un lugar
muy distinto!
Quizá por primera vez en su vida, Orso estaba ansioso por
descubrir lo que iba a depararle el futuro, e incluso por forcejear con
el muy cabrón hasta amoldarlo a sus deseos. Así que había dejado
atrás al mariscal Forest poniendo orden a gritos en la vapuleada
División del Príncipe Heredero y se había adelantado en dirección a
Adua con un séquito de otros cien jinetes. Tenía que llegar a la
capital y poner en buen rumbo la nave del estado. Con los rebeldes
aplastados, por fin podría embarcarse en su gran gira por toda la
Unión y saludar a sus súbditos como un monarca vencedor. De ese
modo averiguaría en qué podía ayudarlos, cómo podía mejorar las
cosas. Se preguntó con placer qué nombre rugiría la enfervorecida
multitud. ¿Orso el Firme? ¿Orso el Decidido? ¿Orso el Intrépido, el
Muro de Piedra de Stoffenbeck?
Se echó hacia atrás en la silla de montar, se dejó mecer y dio una
profunda bocanada del fresco aire otoñal. Soplaba un leve viento del
norte que se llevaba al mar los olores de Adua, así que pudo hacerlo
sin tener que toser después.
—Por fin comprendo a qué se refiere la gente cuando dice que se
siente como un rey.
—Ah, yo no me preocuparía —dijo Tunny—. Seguro que volverás a
notarte impotente y confundido en menos que canta un gallo.
—Sin duda.
Orso no pudo evitar otra mirada furtiva hacia la retaguardia de la
caravana. El malherido lord gobernador de Angland no era su único
cautivo de renombre. Tras la celda con ruedas del Joven León
traqueteaba un muy vigilado carruaje que transportaba a su muy
embarazada esposa. ¿Esa mano pálida aferrada al marco del
ventanuco sería la de Savine? Solo pensar su nombre deformó el
rostro de Orso en una mueca. Cuando la única mujer a la que había
amado en la vida se casó con otro hombre y luego traicionó a Orso,
el muy inocente había creído que nunca podría sentirse más
desgraciado. Pero entonces había descubierto que Savine era su
hermanastra.
El olor de los caóticos suburbios fuera de las murallas de Adua
hizo poco para contrarrestar la súbita náusea. Orso se había
imaginado que encontraría plebeyos sonrientes, banderitas de la
Unión en manos de niños pecosos, lluvias de perfumados pétalos
dejadas caer por bellezas desde los balcones de las casas. Siempre
había mirado por encima del hombro esas bobadas patrióticas
cuando iban dirigidas a otros vencedores, pero lo cierto era que le
había apetecido verlas dirigidas a él. En vez de eso, había siluetas
andrajosas mirándolo malcaradas desde las sombras. Una ramera
que mordisqueaba un muslo de pollo soltó una carcajada desde una
ventana torcida. Un desagradable mendigo soltó un potente
escupitajo en el camino mientras Orso pasaba al trote.
—Siempre habrá descontentos, majestad —murmuró Yoru Sulfur
—. Preguntad a mi maestro, si no. Nadie le agradece nunca las
molestias que se toma.
—Mmm. —En realidad, que Orso recordara, a Bayaz siempre lo
trataban con el más servil de los respetos—. ¿Y cómo lo soluciona
él?
—No haciéndoles caso. —Sulfur contempló inexpresivo a los
habitantes del suburbio—. Como si fuesen hormigas.
—Muy bien. No dejemos que nos amarguen el día.
Pero ya era un poco tarde para eso. El viento parecía haber
refrescado bastante y Orso ya empezaba a notar un familiar
hormigueo de preocupación en la nuca.

El carromato se ensombreció todavía más. El repiqueteo de sus


ruedas empezó a resonar. Al otro lado de la ventana con barrotes,
Leo vio pasar piedra labrada y supuso que debían de estar cruzando
alguna de las puertas de la ciudad de Adua. Había soñado con entrar
en la capital encabezando un desfile triunfante. Pero en vez de eso,
llegaba preso en un carromato que apestaba a paja rancia, heridas y
vergüenza.
El suelo se sacudió, envió una agónica punzada por el muñón de
su pierna, le arrancó lágrimas de los ojos irritados. Menudo gilipollas
de mierda había sido. La de ventajas que había desperdiciado. La de
oportunidades que había dejado escapar. La de trampas en las que
había caído.
Debería haber mandado a tomar por culo al cobarde traidor de
Isher en el instante en que su parloteo empezó a derivar hacia la
rebelión. O mejor aún, debería haber ido derecho al padre de Savine
y haberle contado la historia entera al Viejo Palos. Así aún sería el
héroe más célebre de la Unión. ¡El campeón que derrotó al Gran
Lobo! Y no el zopenco que perdió contra el Joven Cordero.
Debería haberse tragado su orgullo con el rey Jappo. Tendría que
haberse puesto halagador, seductor, diplomático: ofrecerle Westport
con una risita, intercambiar ese pedazo inútil del territorio de la
Unión por todo el resto y desembarcar en Midderland reforzado con
tropas estirias.
Debería haber llevado consigo a su madre. La idea de que
terminara mendigando en los muelles le daba ganas de arrancarse
todo el pelo de la cabeza. Su madre habría puesto orden en aquel
desastre de la playa, habría echado una mirada tranquila a los
mapas y habría enviado las tropas hacia el sur, para que llegaran a
Stoffenbeck antes que el enemigo y obligarlo a combatir en
desventaja.
Debería haber enviado su respuesta a la invitación a cenar de
Orso en la punta de una lanza, atacar con todos sus hombres antes
del anochecer, barrer a ese cabrón embustero del terreno elevado y
luego masacrar sus refuerzos a medida que llegaran.
Incluso mientras el ala izquierda de Leo fallaba y el ala derecha se
desmoronaba, podría haber renunciado a esa última carga de
caballería. Así al menos aún tendría a Antaup y a Jin. Así al menos
aún tendría su pierna y su brazo. A lo mejor Savine podría haber
convencido al rey de llegar a algún acuerdo. Era su examante, al fin
y al cabo. Y por lo que Leo había visto durante su propia ceremonia
de ejecución, con toda probabilidad también su amante actual. Ni
siquiera podía reprochárselo. Savine le había salvado la vida, ¿no?
Valiera lo que valiese su vida en esos momentos.
Era un prisionero. Un traidor. Un tullido.
El carromato había perdido velocidad y avanzaba tambaleándose
centímetro a centímetro. Leo oyó voces por delante, entonando
cánticos, desgañitándose. ¿Serían los leales súbditos del rey Orso,
que habían salido a aclamar su victoria? La verdad era que no
sonaba ni parecido a una celebración.
El círculo de entrenamiento siempre había sido la pista de baile de
Leo. Pero en esos momentos fue un auténtico calvario solo estirar la
pierna que aún le quedaba, para poder agarrar un barrote de la
ventana con la mano buena y levantarse. Cuando por fin sintió el
aire frío en la cara y pudo echar un vistazo a la calle oscurecida por
el humo de las fundiciones, el carromato ya se había detenido.
Reparó en varios detalles extraños. Tiendas con las persianas
destrozadas, puertas rotas colgando de sus goznes, basura
esparcida por toda la calle. Le pareció que un montón de harapos
que había en un portal podía ser un vagabundo dormido. Al
momento, con un desasosiego que le hizo olvidar su propio dolor por
un instante, empezó a pensar que podría ser un cadáver.
—Por los muertos —susurró.
Había un almacén quemado hasta los cimientos, con vigas
calcinadas que parecían las costillas de un animal muerto y roído.
Había una consigna garabateada en su ennegrecida fachada, con
letras de tres pasos de alto: «El momento es ahora».
Leo apretó la cara contra los barrotes, intentando ver calle arriba.
Más allá de los oficiales, los sirvientes y los Caballeros de la Escolta
en sus nerviosas monturas, apelotonada contra una muralla
coronada con picas, había una multitud sobre la que se balanceaban
pancartas como si fuesen los estandartes de un regimiento. Decían:
«Salarios justos» y «¡Abajo el Consejo Cerrado!» y «¡Alzaos!». La
muchedumbre empezó a acercarse a la columna del rey entre
murmullos de taciturna rabia, abucheos y gritos burlones. ¿Serían…
Rompedores?
—Por los muertos —susurró Leo de nuevo.
También vio gente en un callejón lateral. Hombres con ropa de
trabajo y puños apretados. Corriendo, persiguiendo a alguien.
Cayeron sobre su presa y la emprendieron a puñetazos y patadas.
Llegó un grito desde delante. Rucksted, tal vez.
—¡Abrid paso, en nombre de Su Majestad!
—¡Abre tú el puto paso! —rugió un hombre de poblada barba y
cuello inexistente.
Empezaba a llegar gente también desde las callejuelas, dando la
preocupante impresión de que rodeaban la caravana.
—¡Es el Joven León! —ladró alguien, y Leo oyó unos vítores
desangelados.
Le dolía horrores la pierna buena, que hasta unos días antes había
sido su pierna mala, pero se aferró a los barrotes mientras la gente
se congregaba en torno a su carromato y levantaba las manos hacia
él.
—¡El Joven León!

Savine miraba por la ventanilla de su carruaje, absolutamente


indefensa, agarrando con una mano su barriga enorme e hinchada y
la de Zuri con la otra, mientras el populacho se amontonaba
alrededor del carromato en el que estaba encerrado Leo como
cerdos en torno a un comedero. No sabía muy bien si pretendían
rescatarlo o asesinarlo. Lo más seguro era que ellos tampoco
tuvieran ni idea.
Se dio cuenta de que ya no recordaba lo que era no estar
asustada.
Con toda probabilidad aquello habría empezado como una huelga.
Savine conocía todas las fábricas de Adua y estaban delante de la
planta papelera de Foss dan Harber, una empresa en la que ella
había rechazado invertir dos veces. Los beneficios eran tentadores,
pero Harber tenía una reputación deleznable. Era la clase de
propietario cruel y explotador que dificultaba a todos los demás la
tarea de explotar a sus empleados como era debido. Seguro que al
principio aquello había sido una huelga y luego se había convertido,
como podían hacer las huelgas a la que te descuidaras, en algo
muchísimo más feo.
—¡Atrás! —exclamó un oficial joven, descargando su fusta contra
la muchedumbre.
Un guardia montado apartó a un hombre agarrándolo por el
hombro y golpeó a otro en la cabeza con el escudo. La sangre
brillante salpicó mientras el hombre caía.
—Uf —dijo Savine, con los ojos como platos.
Alguien dio al oficial con un palo e hizo que se tambaleara en la
silla de montar.
—¡Alto! —gritó una voz, que Savine pensó que podría ser la de
Orso—. ¡Parad!
Pero no sirvió de nada. De pronto, el rey de la Unión estaba tan
desvalido como ella. Había gente amontonándose por todos lados,
un mar de rostros furiosos, pancartas sacudidas y puños apretados.
El clamor le recordó a Valbeck, al levantamiento, pero el horrible
presente ya era lo bastante malo sin tener que recurrir también al
horrible pasado.
Llegaron más soldados a caballo. Se interrumpió un grito cuando
aplastaron a alguien.
—¡Hijos de puta!
El tenue siseo de una espada desenfundándose.
—¡Proteged al rey! —llegó el aullido de Gorst.
Un soldado atacó con el pomo de su espada y luego con la hoja
plana, quitando el gorro a un hombre y derrumbándolo en los
adoquines. Otro Caballero de la Escolta no se contuvo tanto. Un
destello de acero, un chillido agudo. En esa ocasión Savine vio la
espada caer y abrir un corte enorme en el hombro de un hombre.
Algo se estrelló contra el lado del carruaje y Savine se sobresaltó.
—Que Dios nos asista —murmuró Zuri.
Savine la miró.
—¿Alguna vez lo hace?
—No pierdo la esperanza. —Zuri pasó un brazo protector en torno
a los hombros de Savine—. Apartaos de la ventana, no sea que…
—¿Para ir dónde? —susurró Savine, encogiéndose contra Zuri.
Al otro lado del cristal se había desatado el caos más absoluto. Un
soldado a caballo y una mujer con la cara roja forcejeaban dando
tirones a un extremo de una pancarta que rezaba «Igualdad para
todos», cuyo otro lado estaba enredado en un amasijo de brazos y
caras. Un Caballero de la Escolta cayó derribado de su montura y se
perdió en la multitud como un marinero en el mar tormentoso.
Estaban por todas partes, irrumpiendo entre los caballos,
empujando, aferrando, gritando.
Un golpetazo hizo añicos la ventana y Savine se echó hacia atrás
mientras llovía cristal roto al interior.
—¡Muerte a los traidores! —chilló alguien. ¿Refiriéndose a ella? ¿A
Leo?
Entró un brazo hasta el codo y una mano sucia buscó dentro del
carruaje. Savine le dio un golpe poco atinado con el lado del puño,
indecisa entre si sería peor que la muchedumbre se la llevara a
rastras del carruaje o que la Inquisición la llevara a rastras al
Pabellón de Interrogatorios.
Zuri estaba empezando a levantarse cuando hubo movimiento
fuera. Algo roció la mejilla de Savine. Manchas rojas en el vestido. El
brazo se retiró del carruaje. De pronto estalló fuego al otro lado de
la ventana y Savine se encorvó, rodeando la barriga con los dos
brazos mientras el dolor le atenazaba las entrañas.
—Que Dios nos asista —vocalizó.
¿Iba a dar a luz allí mismo, en el lecho lleno de cristal de un
carruaje en plena revuelta?
—¡Cabronazos!
Un hombre con delantal había arrebatado las riendas a aquella
chica rubia que Orso tenía como sirviente, la que solía llevar los
mensajes entre él y Savine hacía mil años. El hombre intentaba
agarrarle la pierna mientras ella se defendía a patadas, escupiendo y
rugiendo. Savine vio que Orso daba la vuelta a su caballo y
empezaba a soltar puñetazos al hombre en la cabeza medio calva. El
hombre dio zarpazos a Orso, intentando derribarlo de la silla.
—¡Serás…!
Le estalló el cráneo, salpicándolo todo de rojo. Savine se quedó
mirándolo boquiabierta. Habría jurado que el tal Sulfur le había dado
una bofetada con la mano abierta y le había arrancado media
cabeza.
Gorst pasó al galope, espoleando a su montura, con los dientes
desnudos mientras descargaba tajos y hacía caer cuerpos a un lado
y al otro.
—¡Al rey! —chilló—. ¡Al rey!
—¡Hacia el Agriont! —bramó alguien—. ¡No os detengáis por
nada!
El carruaje se sacudió y empezó a avanzar de nuevo. Savine se
habría caído del asiento si no lo hubiera impedido Zuri extendiendo
un brazo. Se aferró desesperada al marco de la ventana, se mordió
el labio al sentir otra punzada de dolor en la barriga hinchada.
Vio que la gente se dispersaba. Oyó gritos de terror. La esquina
del carruaje embistió contra un cuerpo, que rebotó contra la
portezuela y cayó bajo los cascos al galope de un mensajero real.
Unos mechones de cabello rubio se quedaron enganchados en la
ventana rota.
Las ruedas saltaron al arrollar una pancarta pisoteada, rodaron
sobre panfletos que el viento intentaba despegar de la calle mojada.
El carromato de Leo traqueteaba por delante haciendo saltar chispas
de los adoquines, rodeado por todas partes de caballos
enloquecidos, crines al viento y arreos medio sueltos. Algo impactó
contra el otro lado del carruaje antes de que dejaran atrás la fábrica
de Harber y a sus trabajadores amotinados.
Entró un viento frío por la ventana rota, el corazón de Savine le
aporreaba en el pecho, tenía una mano congelada en el marco pero
le ardía la cara como si le hubieran dado un bofetón. ¿Cómo era
posible que Zuri estuviera tan calmada a su lado? Tenía el semblante
imperturbable, el brazo firme en torno a Savine. El bebé se revolvió
mientras el carruaje daba saltos y sacudidas. Estaba vivo, al menos.
Estaba vivo.
Vio fuera de la ventana al lord chambelán Hoff agarrando con
fuerza sus riendas, con la cadena del cargo hecha un tenso lío en
torno al cuello rojo. Vio al anciano y canoso portaestandarte del rey
aferrando el asta de la bandera, el sol de la Unión ondeando en lo
alto, una mancha aceitosa en la tela dorada.
Las calles se sucedían raudas, tan conocidas y tan desconocidas a
la vez. Aquella ciudad había sido suya. No había en ella otra persona
tan admirada. Tan envidiada. Tan odiada, cosa que ella siempre se
había tomado como el único cumplido sincero que existía. Los
edificios pasaban como centellas a ambos lados. Edificios que Savine
conocía. Edificios que incluso eran suyos. O lo habían sido.
A esas alturas, seguro que ya lo había perdido todo.
Cerró los párpados con fuerza. No recordaba lo que era no estar
asustada.
Recordó aceptar el anillo de Leo, viendo cómo se extendía por
debajo de ellos el Agriont y toda su pequeña gente. El futuro les
había pertenecido. ¿Cómo podían haberse destruido a sí mismos de
una forma tan absoluta? La temeridad de Leo o la ambición de
Savine no habrían bastado en solitario. Pero al igual que dos
productos químicos que por separado solo son un poco venenosos,
combinados habían generado un explosivo inestable que había
enviado al infierno sus vidas y las de miles de personas más.
El corte en la cabeza afeitada le picaba sin tregua bajo el vendaje.
Quizá habría sido más piadoso que el pedazo de metal que la había
herido hubiera volado un poco más bajo y le hubiera abierto el
cráneo en vez de solo el cuero cabelludo.
—¡Despacio! —Era la voz aflautada de Gorst—. ¡Despacio!
Estaban cruzando uno de los puentes que entraban en el Agriont,
cuya enorme muralla se alzaba ante ellos. En otro tiempo, esa pared
había hecho sentir a Savine tan a salvo como el abrazo de sus
padres. En ese momento, le pareció el muro de una cárcel. En ese
momento era el muro de una cárcel. Aún no tenía el cuello fuera del
nudo corredizo, ni el de Leo tampoco.
Después de que lo bajaran del cadalso, Savine le había cambiado
las vendas de la pierna. Le había parecido que era algo que una
esposa debía hacer por su esposo herido. Sobre todo teniendo en
cuenta que esas heridas eran en gran parte responsabilidad de ella.
Había creído que podría ser fuerte. Era famosa por su indiferente
crueldad, a fin de cuentas. Pero mientras retiraba el vendaje en un
obsceno acto de desnudar a su marido, había visto cómo la tela
pasaba de tener manchas de color marrón a estar teñida de rosa y
luego de negro. El muñón había quedado expuesto. Las torpes
puntadas que darían pesadillas a una modista. Ese tono entre
púrpura y rojizo de las irregulares costuras sangrantes. La terrorífica,
estrafalaria, irreal ausencia de la extremidad. La peste a licor barato
y carnicería. Savine se había tapado la boca. Ninguno de los dos
había pronunciado palabra, pero Savine había mirado la cara de Leo
y había visto su propio horror reflejado antes de que entraran los
guardias para llevársela, acto que había agradecido. El recuerdo le
daba náuseas. Náuseas de remordimiento. Náuseas de repugnancia.
Náuseas de remordimiento por su repugnancia.
Se dio cuenta de que estaba temblando y Zuri le apretó la mano.
—Todo saldrá bien —dijo.
Savine miró los ojos oscuros de la mujer y susurró:
—¿Cómo?
El carruaje se detuvo de sopetón. Cuando un oficial abrió la
puerta, cayó cristal tintineando de la ventana rota. Savine tardó un
momento en obligar a sus dedos a aflojarse. Tuvo que separarlos
uno por uno del marco, como si fuese lo último que hubiera aferrado
un cadáver al morir. Se tambaleó aturdida, pensando que iba a
mearse encima en cualquier momento. ¿Se habría meado encima
ya?
La plaza de los Mariscales. Savine había empujado la silla de
ruedas de su padre por aquella extensión de losas una vez al mes,
riéndose de las desgracias ajenas. Había asistido al Consejo Abierto
en la Rotonda de los Lores, tamizando la cháchara en busca de
oportunidades. Había hablado de negocios con sus socios, decidido a
quién aupar, a quién machacar, a quién sobornar, a quién inculpar.
Conocía todas las construcciones que se alzaban sobre los tejados
sucios de hollín: el esbelto dedo que era la Torre de las Cadenas, la
imponente silueta de la Casa del Creador. Pero esos edificios
pertenecían a un mundo distinto. A una vida diferente. Alrededor de
Savine los hombres miraban con ojos desorbitados, incrédulos.
Tenían rasguños en la cara, los elegantes uniformes hechos harapos,
las espadas desenfundadas manchadas de rojo.
—Vuestra mano —dijo Zuri.
Estaba ensangrentada. Savine le dio la vuelta con el cerebro
embotado y vio una esquirla de cristal clavada en la palma, donde
había aferrado el marco de la ventana. Apenas la sentía siquiera.
Alzó los ojos y cruzó la mirada con Orso. Estaba pálido y agitado,
su diadema torcida, la boca entreabierta como si quisiera hablar, la
de Savine entreabierta como para responder. Pero durante un rato
ninguno de los dos dijo nada.
—Buscad alojamiento a lady Savine y su marido —terminó
graznando Orso—. En el Pabellón de Interrogatorios.
Savine tragó saliva mientras lo miraba alejarse.
Ya no recordaba lo que era no estar aterrorizada.

Orso cruzó a zancadas la plaza de los Mariscales en dirección hacia


el palacio, con los puños apretados. Por algún motivo, ver a aquella
mujer aún lo dejaba sin aliento. Pero había problemas más
acuciantes que las ruinas humeantes de su vida sentimental.
Que su desfile triunfal de regreso hubiera degenerado de chasco a
baño de sangre, por ejemplo.
—Me odian —musitó.
Estaba acostumbrado a que lo desdeñaran, por supuesto. A los
panfletos insultantes, los rumores calumniosos, las risitas burlonas
en el Consejo Abierto. Pero que a un rey lo aborrecieran con
educación a sus espaldas era el funcionamiento normal de la
sociedad. Que a un rey lo zarandeara una multitud en la calle estaba
a un paso muy corto de una sublevación con todas las de la ley. La
segunda en solo un mes. Adua, el centro del mundo, el cénit de la
civilización, el dechado de progreso y prosperidad, había quedado
sumida en un caos anárquico.
Había sido una decepción bastante sorprendente. Como echarse
un delicioso dulce a la boca y, al masticar, descubrir que en realidad
era un pedazo de mierda. Pero así era la experiencia de ser un
monarca. Un sorprendente bocado de mierda tras otro.
Lord Hoff resollaba, esforzándose para no quedarse atrás.
—Siempre hay… protestas…
—¡Me odian, joder! ¿No has oído cómo aclamaban al Joven León?
¿Cuándo se ha convertido ese cabrón engreído en un hombre del
pueblo?
Antes de la victoria de Orso, todo el mundo lo había considerado a
él un cobarde lamentable y a Brock un grandioso héroe. Sin duda, lo
justo sería que después hubieran intercambiado los papeles. Y en
cambio, habían pasado a ver en Orso a un tirano despreciable
mientras ovacionaban al Joven León, en quien veían a un derrotado
digno de su simpatía. Si a Brock le hubiera dado por hacerse una
paja en la calle, habría recibido la atronadora aprobación del público.
—¡Putos traidores! —rugió Rucksted, frotando un puño
enguantado contra su palma enguantada—. ¡Deberíamos ahorcarlos
del primero al último, joder!
—No se puede ahorcar a todo el mundo —dijo Orso.
—Con vuestro permiso, regresaré a la ciudad e iré empezando a lo
grande.
—Me temo que nuestro error han sido demasiados ahorcamientos,
no demasiado pocos.
—¡Majestad! —Un mensajero real de aterradora altura estaba
esperando en la vía Regia bajo la estatua de Harod el Grande, con el
yelmo alado bajo un brazo—. Vuestro Consejo Cerrado solicita
vuestra presencia urgente en la Cámara Blanca. —El mensajero echó
a andar junto a Orso, para lo que tuvo que acortar el paso de
manera considerable—. ¿Me permitís daros la enhorabuena por
vuestra célebre victoria en Stoffenbeck?
—Da la impresión de que fue hace mucho tiempo —respondió
Orso sin dejar de andar. Tenía miedo de que, si paraba de moverse,
se derrumbaría como una torre de ladrillos levantada por un niño—.
Ya me ha dado la enhorabuena una turba de alborotadores ahí atrás,
en la vía Regia.
Alzó la mirada ceñudo hacia la enorme estatua de Casamir el
Firme, preguntándose si alguna vez se habría visto obligado a huir
de sus propios súbditos por las calles de su propia capital. Los libros
de historia no mencionaban nada parecido.
—Las cosas han estado… agitadas en vuestra ausencia, majestad
—dijo el mensajero real, y a Orso no le hizo ninguna gracia su forma
de decir «agitadas». Daba la impresión de ser un eufemismo de algo
mucho peor—. Hubo ciertos disturbios al poco de marcharos. Por el
incremento del precio del pan. Entre la rebelión y el mal tiempo, no
llegaba bastante harina a la ciudad. Un grupo de mujeres entró por
la fuerza en varias panaderías. Apalearon a los propietarios. A uno lo
acusaron de especulador y… lo asesinaron.
—Eso es preocupante —dijo Sulfur, quedándose cortísimo.
Orso se fijó en que Sulfur estaba limpiándose a conciencia la
sangre del dorso de la mano con un pañuelo. De la leve sonrisa que
había logrado mantener durante la ejecución de doscientas personas
a las afueras de Valbeck no quedaba ni el menor rastro.
—Al día siguiente hubo huelga en la Fundición de la Calle de la
Colina. Al siguiente se declararon tres más. Algunos guardias se
negaron a patrullar. Otros se enfrentaron a los alborotadores. —El
mensajero real se obligó a decir, incómodo—. Varias muertes.
El padre de Orso era el último en la procesión de monarcas
inmortalizados, contemplando el parque desierto con una expresión
de mando decidido que jamás había mostrado en vida. Enfrente de
él, a una escala algo menos monumental, se alzaban el famoso
héroe de guerra que era el lord mariscal West, el renombrado
torturador que era el archilector Glokta y el Primero de los Magos en
persona, que miraba furibundo hacia abajo con el labio torcido como
si en efecto para él todos los demás fuesen hormigas protestonas.
Orso se había preguntado a menudo qué sirvientes terminarían
delante de su propia estatua en los años venideros. Esa era la
primera vez que se preguntaba si llegarían a erigir su estatua.
—¡Ahora se restablecerá el orden! —Hoff estaba esforzándose por
levantar los ánimos generales—. ¡Ya lo veréis!
—Eso espero, excelencia —respondió el mensajero real—. Los
grupos de Rompedores se han apoderado de varias fábricas.
Marchan sin esconderse por las Tres Granjas, exigiendo… bueno, la
dimisión del Consejo Cerrado de Su Majestad. —A Orso no le hizo
ninguna gracia su forma de decir «dimisión». Daba la impresión de
ser un eufemismo de algo mucho más definitivo—. La gente está
agitada, majestad. La gente quiere sangre.
—¿Mi sangre? —murmuró Orso, intentando en vano aflojarse el
cuello de la casaca.
—Bueno… —El mensajero real hizo un saludo marcial bastante
flojo para despedirse—. Sangre, en todo caso. No creo que les
importe mucho la de quién.
Fue un triste y reducido Consejo Cerrado el que se levantó con
avejentado esfuerzo cuando Orso irrumpió en la Cámara Blanca. El
lord mariscal Forest se había quedado atrás en Stoffenbeck con los
destrozados restos del ejército. El archilector Pike estaba
aterrorizando a los siempre inquietos habitantes de Valbeck para
someterlos de nuevo. Aún no habían nombrado sustituto para el juez
supremo Bruckel después de que le partieran la cabeza en dos
durante un atentado previo contra la vida de Orso. La silla de Bayaz
en el otro extremo de la mesa estaba, como lo había estado durante
la mayoría de los últimos siglos, vacía. Y del supervisor general solo
cabía suponer que hubiera salido otra vez, por su vejiga.
La voz del lord canciller Gorodets sonó más bien chillona.
—Permitidme daros la enhorabuena, majestad, por vuestra célebre
victoria en Stoffenbeck, que…
—Olvidadla. —Orso se dejó caer en su incómodo asiento—. Yo ya
lo he hecho.
—¡Nos han atacado! —Rucksted llegó a su asiento con las
espuelas tintineando—. ¡A la comitiva real!
—¡Alborotadores en las putas calles de Adua! —resolló Hoff
mientras se hundía en su silla y empezaba a limpiarse el sudor de la
frente con la manga de la túnica.
—Por no hablar de la sangre —musitó Orso, pasándose los dedos
por la mejilla y encontrándolos un poco manchados de rojo. La
actividad de Gorst lo había salpicado por todas partes—. ¿Tenemos
noticias del archilector Pike?
—¿No os habéis enterado? —Gorodets había evolucionado de su
habitual costumbre de ahuecarse y peinarse la barba a mesársela
haciendo garras con los dedos—. ¡Valbeck ha caído ante un
levantamiento!
El «glug» de Orso tragando saliva resonó audible en las
inmaculadas paredes blancas.
—¿Levantamiento?
—¿Otra vez? —gañó Hoff.
—No hemos recibido mensaje alguno de su eminencia —dijo
Gorodets—. Tememos que lo hayan capturado los Rompedores.
—¿Capturado? —murmuró Orso. Empezaba a notar la sala incluso
más agobiante y atestada que de costumbre.
—¡Llegan noticias de revueltas por toda Midderland! —espetó el
cónsul general, gorjeando al borde del pánico—. Hemos perdido el
contacto con las autoridades de Keln. Llegan nuevas preocupantes
desde Holsthorm. Robos. Linchamientos. Purgas.
—¿Purgas? —susurró Orso. Parecía estar condenado a repetir
palabras sueltas sin cesar en tono de horrorizada inquietud.
—¡Se rumorea que hay bandas de Rompedores asolando el
campo!
—Unas bandas enormes —dijo el lord almirante Krepskin—. ¡Que
se dirigen hacia la capital! Los muy cabrones han empezado a
llamarse a sí mismos el «Ejército Popular».
—Una puta plaga de traiciones —susurró Hoff, con los ojos fijos en
la silla vacía al extremo de la mesa—. ¿Podemos hacer llegar un
mensaje a lord Bayaz?
Orso negó con la cabeza, estupefacto.
—No lo bastante pronto para que sirva de algo.
Supuso que el Primero de los Magos preferiría guardar una
discreta distancia de todos modos, mientras planeaba cómo sacar
beneficio una vez concluyera todo.
—Hemos hecho lo imposible para evitar que las noticias se
hicieran públicas.
—Para que no cundiera el pánico, majestad, ya sabéis, pero…
—¡Podrían llegar a nuestras puertas en cuestión de días!
Hubo un largo silencio. La sensación de triunfo que había tenido
Orso mientras se acercaba a la ciudad era un sueño apenas
recordado.
Si existía un polo opuesto a sentirse como un rey, Orso acababa
de descubrirlo.
Cambio

—Tienes que reconocer que es impresionante —dijo Pike.


—Tengo que reconocerlo —respondió Vick. Y no era nada fácil
impresionarla.
El Ejército Popular podía carecer de disciplina, equipamiento y
provisiones, pero su tamaño era indiscutible. Se extendía, atestando
el camino del fondo del valle y subiendo por las húmedas pendientes
a ambos lados, hasta perderse en la lluviosa distancia.
Estaría compuesto de unos diez mil efectivos cuando habían salido
de Valbeck. Un par de regimientos de exsoldados habían formado la
brillante punta de lanza, que resplandecía con los regalos recién
forjados en las fundiciones de Savine dan Brock. Pero el orden
tardaba poco en dejar paso a una harapienta confusión.
Trabajadores de factorías y fundiciones, tintoreras y lavanderas,
zapateros y mayordomos, que danzaban más que marchaban al
ritmo de antiguas salomas y tambores hechos a partir de cazuelas.
Era como un disturbio más o menos bonachón.
Vick había medio esperado, medio deseado, que sus efectivos
fueran menguando a medida que avanzaban trabajosamente por el
terreno enfangado en un tiempo que no dejaba de empeorar, pero
en vez de eso eran cada vez más. Habían llegado jornaleros,
pequeños terratenientes y granjeros empuñando guadañas y horcas,
que habían provocado cierta preocupación, y cargados con harina y
jamones, que habían provocado cierta celebración. Habían llegado
bandas de mendigos y de huérfanos. Habían llegado soldados,
desertando de vete a saber qué batallones perdidos. Habían llegado
traficantes, putas y demagogos repartiendo cáscaras, polvos y teoría
política en tiendas levantadas junto a caminos convertidos a
pisotones en ciénagas.
El entusiasmo del ejército también era indiscutible. De noche las
hogueras se extendían hasta donde alcanzaba la vista, la gente
sacaba mantas perladas de rocío para arrebujarse contra la gelidez
otoñal y daba rienda suelta a sus sueños y deseos más anhelados,
hablaba con ojos encendidos del cambio. Del Gran Cambio, que por
fin había llegado.
Vick no tenía ni idea de lo larga que era ya aquella empapada
columna. Ni idea de cuántos Rompedores y Quemadores la
componían. Kilómetros y kilómetros de hombres, mujeres y niños
casi vadeando por el fango en dirección a Adua. En dirección a un
futuro mejor. Vick albergaba sus dudas, por supuesto. Pero ¡cuánta
esperanza! Era como una inundación de la muy condenada. Por muy
insensible que una fuese, era imposible evitar sentirse conmovida. O
quizá lo que pasaba era que Vick no era tan insensible como siempre
se había considerado.
Vick había aprendido en los campos de prisioneros que había que
estar con los ganadores. Desde entonces había sido su regla de oro.
Pero en los campos, y en todos los años transcurridos desde que los
abandonara, Vick nunca había dudado de quiénes eran los
ganadores. Los hombres que estaban al mando. La Inquisición, el
Consejo Cerrado, el archilector. Y allí, contemplando aquella rebelde
masa de humanidad empecinada en cambiar el mundo, ya no estaba
tan segura de quiénes iban a ser los ganadores. Ni siquiera estaba
segura de cuáles eran los bandos. Si Leo dan Brock hubiera
derrotado a Orso, quizá habrían coronado a un nuevo rey, quizá
habrían aparecido nuevos rostros en el Consejo Cerrado, nuevos
culos en las enormes sillas, pero las cosas habrían seguido más o
menos igual. Si aquella gente derrotaba a Orso, ¿quién sabía lo que
vendría a continuación? Todas las viejas certezas estaban
desmoronándose, hasta el punto de que Vick se cuestionaba si
alguna vez habían sido verdaderas certezas o solo necias
suposiciones.
En Starikland, durante la rebelión, Vick había experimentado un
terremoto. El suelo había temblado, los libros habían caído de sus
estantes, una chimenea se había desplomado a la calle. Durante un
tiempo breve pero suficiente, había sentido el terror de saber que
todo aquello con cuya solidez contaba podía acabar destruido en un
momento.
Tenía la misma sensación en esos momentos, solo que sabía que
el terremoto no había hecho más que empezar. ¿Cuánto tiempo
estaría temblando el mundo? ¿Qué seguiría en pie cuando dejara de
hacerlo?
—No puedo evitar fijarme en que sigues con nosotros, hermana
Victarine. —Pike chasqueó la lengua y llevó a su montura cuesta
abajo, hacia la cabecera de la desaliñada columna.
Vick tuvo un fuerte instinto de no seguirlo. Pero lo hizo.
—Sigo con vosotros.
—¿Te has convertido a nuestra causa, entonces?
Había una parte esperanzada de ella que quería creer que aquello
podía ser el sueño de un mundo mejor que había tenido Sibalt hecho
realidad, y anhelaba verlo suceder. Había una parte nerviosa de ella
que olía llegar la sangre y quería largarse esa misma noche y huir
hacia las Tierras Lejanas. Había una parte calculadora que pensaba
que la única manera de controlar un caballo desbocado era desde la
silla, y que el riesgo de sostener las riendas podía ser inferior al
riesgo de soltarlas.
Miró de soslayo a Pike. Lo cierto era que Vick aún intentaba
averiguar cuál era en realidad la causa por la que luchaban. Lo cierto
era que, a su juicio, cada uno de aquellos puntitos del Ejército
Popular tenía una causa distinta. Pero no era el momento de decir la
verdad. ¿Cuándo lo era?
—Sería una estupidez decir que esto no me convence en absoluto.
—Y si dijeras que estás convencida del todo, sería una estupidez
creerte.
—Dado que ninguno de nosotros es estúpido… dejémoslo en que
quizá.
—Ah, estúpidos somos todos. Pero me encanta un buen «quizá».
—Pike no daba muestras de estar encantado, ni de ninguna otra
cosa—. Los extremos absolutos nunca son de fiar.
Vick dudaba mucho que los dos líderes del Gran Cambio que
cabalgaban hacia ellos por la ladera cubierta de hierba coincidieran
con esa afirmación.
—¡Hermano Pike! —llamó Risinau, moviendo alegre una mano
rolliza—. ¡Hermana Victarine!
Risinau tenía preocupada a Vick. El antaño superior de Valbeck
estaba considerado un gran pensador, pero en opinión de Vick era la
idea de genio que tendría un idiota, sus ideas eran un laberinto sin
nada en el centro, ponderosas sobre la sociedad justa a la que se
debía llegar pero livianas como el aire sobre la ruta que tomar para
alcanzarla. Los bolsillos de su chaqueta rebosaban de papeles.
Teorías garabateadas, manifiestos, proclamas. Discursos que soltaba
con voz quejumbrosa a la ansiosa muchedumbre cada vez que el
Ejército Popular hacía un alto en el camino. A Vick no le gustaba
nada la forma en que la multitud respondía a sus floridas
apelaciones a la razón con armas agitadas en el aire y aullidos de
aprobadora furia. Nunca había visto a nadie hacer más daño que a
quienes actuaban movidos por nobles principios.
Pero la Jueza era con mucha diferencia quien más preocupaba a
Vick. Llevaba un viejo y herrumbroso peto de coraza contra el que
traqueteaban unas cadenas robadas, sobre un vestido de noche con
incrustaciones de cristal roto, pero montaba a horcajadas y no a
sentadillas, por lo que tenía el embrollo de andrajosas enaguas
amontonado en torno a los muslos y los embarrados pies descalzos
metidos en maltrechos estribos de caballería. Su cara parecía un
saco de puñales, la delgada mandíbula apretada con furia, los ojos
negros entornados de ira, su cresta de pelo en general llameante
apagada a un soso marrón por la lluvia y cayendo pegada a un lado
del cráneo. A ella los principios solo le interesaban como excusa para
sembrar el caos. Cuando sus Quemadores se apoderaron del
juzgado de Valbeck, el jurado no había declarado inocente a nadie y
la única condena que había dictado era la muerte.
Si Risinau tenía la mirada siempre vuelta hacia arriba, impasible a
los escombros entre los que avanzaba, la Jueza miraba furiosa hacia
abajo, tratando de pisotear todo lo que encontrara. ¿Y Pike? La
máscara quemada que tenía por cara el exarchilector no daba
ninguna pista sobre él. No había manera de saber qué pretendía el
hermano Pike.
Vick señaló con el mentón hacia la mugrienta Adua, cuya mortaja
de humo se aproximaba poco a poco sin remedio.
—¿Qué ocurrirá cuando lleguemos?
—El cambio —dijo Risinau, inflado como un gallo—. El Gran
Cambio.
—¿De qué a qué?
—No gozo de la bendición del ojo largo, hermana Victarine. —La
idea hizo que Risinau soltara una risita—. Viendo solo la crisálida, es
difícil saber qué clase de mariposa eclosionará al alba. Pero tendrá
lugar el cambio. —Meneó un grueso dedo hacia ella—. ¡Eso te lo
garantizo! ¡Una nueva Unión, cimentada en ideales elevados!
—El mundo no necesita cambiar —gruñó la Jueza, con los ojos
negros fijos en la capital—. Necesita arder.
Vick no habría confiado en ninguno de ellos para que pastorease
cerdos, así que no digamos para pastorear los sueños de millones de
personas hacia un nuevo futuro. Mantuvo el rostro inexpresivo,
claro, pero Pike debió de intuir sus sentimientos.
—Pareces albergar dudas.
—Nunca he visto que el mundo cambie deprisa —dijo Vick—. Eso
si es que lo he visto cambiar en absoluto.
—Empiezo a creer que a Sibalt le gustabas tanto porque eras lo
opuesto a él. —Risinau le puso una mano dicharachera en el hombro
—. ¡Qué cínica eres, hermana!
Vick se zafó de él.
—Creo que me lo he ganado.
—Tras una infancia robada en los campos de prisioneros —dijo
Pike—, y tras toda una carrera de hacer amigos a los que traicionar
para el archilector Glokta, ¿cómo iba a ser de otro modo? Sin
embargo, se puede ser demasiado cínica. Ya lo verás.
Vick debía reconocer que había esperado que el Gran Cambio se
viniera abajo hacía mucho tiempo. Que la Jueza y Risinau pasaran
de reñir a hacerse pedazos mutuamente, que la frágil coalición de
Rompedores y Quemadores, de moderados y extremistas, se
triturara en facciones, que la determinación del Ejército Popular se
disolviera bajo la lluvia. O bien, ya puestos, que la caballería del lord
mariscal Rucksted apareciera en la cima de todas las colinas que
tenía a la vista e hiciera pedazos a la desharrapada muchedumbre.
Pero Risinau y la Jueza seguían tolerándose mutuamente y la
Guardia Real no hizo acto de presencia. Ni siquiera cuando la lluvia
amainó y la columna entró en el mal trazado, mal desaguado y
maloliente laberinto de casuchas construidas fuera de los muros de
la capital, con el agua cayendo de los canalones rotos a las
embarradas calles. Quizá las fuerzas de Orso hubieran quedado
diezmadas combatiendo a Leo dan Brock. Quizá tuviesen otros
levantamientos de los que ocuparse. Quizá aquellos tiempos
extraños hubieran tirado de su lealtad en tantas direcciones distintas
que ya no supieran contra quién debían luchar. Vick pensó que
comprendía cómo debían de sentirse mientras asomaba el sol y
entreveía su primer atisbo de los portones de Adua.
Por un momento se preguntó si Sebo estaría en la ciudad. Se
preocupó por si corría peligro. Pero entonces se dio cuenta de lo
absurdo que era preocuparse por una persona en medio de todo
aquello. ¿Qué podía hacer por él, de todas formas? ¿Qué podía
hacer nadie por nadie?
Risinau observó nervioso las empapadas almenas.
—Tal vez sería buena idea aproximarnos con cautela. Montar el
cañón y…
La Jueza dio un bufido despectivo, clavó los talones descalzos en
los flancos de su montura y cabalgó hacia delante.
—No se puede criticar su valentía —comentó Pike.
—Solo su cordura.
Vick esperaba que la recibiera una andanada de flechas, pero no
llegó. La Jueza siguió al trote hacia la muralla, con el mentón alzado
desdeñoso, en un silencio espeluznante.
—¡Eh, los de dentro! —gritó, tirando de las riendas al llegar al
portón—. ¡Soldados de la Unión! ¡Hombres de Adua! —Se alzó en los
estribos y señaló en dirección a la horda que llegaba por el fangoso
camino hacia la capital—. ¡Este es el Ejército Popular, que llega para
liberar al pueblo! ¡De vosotros solo nos interesa saber una cosa! —
Levantó hacia el cielo un dedo como una garra—. ¿Estáis con el
pueblo… o contra el pueblo?
Su caballo reculó y la Jueza dio un tirón a las riendas para
obligarlo a regresar dando la vuelta, con el dedo aún extendido,
mientras el fragor de miles y miles de pisadas se hacía cada vez más
estruendoso.
Vick se encogió al oír un repiqueteo tras las puertas, y entonces se
vio una rendija de luz entre las dos hojas y, con el chirriar de unos
goznes mal engrasados, se abrieron poco a poco.
Un soldado se asomó por el parapeto, con una sonrisa
enloquecida en la cara y saludando con el sombrero en la mano.
—¡Estamos con el pueblo! —bramó—. ¡Con el Gran Cambio!
La Jueza echó la cabeza hacia atrás, apartó su caballo del camino
y, con un impaciente movimiento del brazo, indicó al Ejército Popular
que avanzara.
—¡A la mierda el rey! —chilló el solitario soldado, provocando
risotadas en los Rompedores que llegaban, y acto seguido se jugó la
vida trepando por el palo para arrancar el estandarte que ondeaba
sobre la garita.
La insignia del gran rey, que había coronado durante siglos las
murallas de Adua. El sol dorado de la Unión, entregado a Harod el
Grande como su distintivo por el mismísimo Bayaz. La bandera ante
la que la gente se había arrodillado, a la que había rezado, a la que
había jurado lealtad… cayó aleteando hasta yacer en el encharcado
camino que llevaba al portón.
—El mundo puede cambiar, hermana Victarine. —Pike enarcó una
ceja sin pelo mirando a Vick—. Ahora lo verás.
Chasqueó la lengua y siguió cabalgando hacia las puertas abiertas.
Y así fue como, con un simbolismo que rayaba en lo hiperbólico, el
Ejército Popular marchó al interior de Adua, pisoteando la bandera
del pasado en el barro.
La gente pequeña

—¡Han venido! —Jakib estaba tan atragantado por la emoción que la


voz le salió áspera y con gallos—. ¡Los Rompedores han venido,
joder!
Después de tantos días y semanas y meses esperando, se quedó
mirando de un lado a otro por su pequeña sala de estar, abriendo y
cerrando las manos, sin saber muy bien qué hacer primero.
Petree no parecía nada emocionada. Parecía nerviosa. Resentida,
incluso. Los chicos ya le habían advertido que iba a casarse con una
mujer amargada, pero por aquel entonces Jakib no se había dado
cuenta. Siempre había sido un optimista. «Eres un optimista», le
decían. Y a cada día que pasaba, Petree parecía más amargada.
Pero no era momento de estar preocupándose por su matrimonio.
—¡Han venido, joder!
Al agarrar el abrigo tiró unos panfletos de encima de la mesa.
Tampoco era que los hubiera leído. Tampoco era que supiera leer, en
realidad. Pero tenerlos le había parecido un buen paso hacia la
libertad. ¿Y quién quería panfletos, ahora que los Rompedores
estaban allí en persona?
Fue a descolgar la espada de su abuelo, enganchada sobre la
chimenea. Maldijo entre dientes que Petree le hubiera hecho colgarla
demasiado alta. Tuvo que ponerse de puntillas para bajar el dichoso
trasto, y estuvo a punto de caérsele en la cabeza.
Se sintió mal al ver la cara de su esposa. Quizá no estuviera tan
amargada como temerosa. Eso era lo que querían los muy hijos de
puta, los de la Inquisición y el Consejo Cerrado. Que todo el mundo
tuviera miedo. La agarró por el hombro. Trató de transmitirle parte
de su optimismo zarandeándola.
—Ahora bajará el precio del pan —dijo—, ya lo verás. ¡Habrá pan
para todos!
—¿Tú crees?
—¡Lo sé!
Petree puso las yemas de los dedos en la vaina.
—No te lleves la espada. Si la tienes, a lo mejor intentas usarla. Y
no sabes.
—Claro que sé —replicó él, aunque ambos eran muy conscientes
de que no, la verdad era que no, y se la arrancó a su mujer de entre
los dedos, la giró hacia donde no debía y media hoja oxidada resbaló
de la vaina antes de que Jakib la atrapara y la devolviera a su sitio—.
¡Hay que ir armado en el día del Gran Cambio! Si muchos de
nosotros llevamos espadas, no tendremos que usarlas.
Y antes de que ella pudiera ponerle más objeciones, salió
corriendo y cerró de un portazo.
Fuera la calle brillaba, todo estaba lustroso y reluciente y parecía
como nuevo después de la lluvia. Gente por todas partes, en algo a
medio camino entre una revuelta y una procesión festiva. Gente
corriendo, gente gritando. Conocía algunas caras, pero la mayoría
eran desconocidos. Una mujer lo agarró por el cuello y le dio un
beso en la mejilla. Había una ramera de pie sobre una verja, con una
mano apoyada en la fachada de un edificio y la otra levantándose el
vestido para que la multitud echara un buen vistazo.
—¡Todo el día a mitad de precio! —chilló.
Jakib había estado dispuesto a luchar. Dispuesto a cargar contra
las filas de lanceros monárquicos, con la libertad y la igualdad por
armadura. A Petree no le había gustado la idea y, la verdad, a él
también le habían entrado dudas a medida que se acercaba el
momento. Pero no vio más que unos pocos soldados, y tenían la
cara sonriente y las casacas abiertas, y vitoreaban y saltaban y
festejaban como todos los demás.
Había alguien cantando. Alguien llorando. Alguien bailando entre
los charcos, salpicando a todo el mundo. Alguien tirado en un portal.
Borracho, tal vez, pero entonces Jakib le vio sangre en la cara.
¿Debería echarle una mano? Pero se lo llevó la gente que corría. No
habría sabido explicar por qué. No habría sabido explicar nada.
Salieron a la amplia vía del Mástil, que cruzaba entre las factorías
de las Tres Granjas hacia el centro de la ciudad. Allí vio hombres
armados, con la armadura bien pulida, completamente nueva y
destellante. Se quedó muy quieto en una esquina, con el corazón en
un puño y la espada medio escondida tras la espalda, pensando que
serían de la Guardia Real. Entonces les vio la barba en las caras, y
los andares chulescos, y los estandartes que llevaban, con las
cadenas rotas cosidas a toda prisa, y supo que eran del Ejército
Popular y que marchaban hacia la libertad.
Los obreros estaban saliendo en tropel de las fábricas para unirse
al gentío y Jakib se abrió paso entre ellos, riendo y gritando hasta
desgañitarse. Rodeó un cañón. Un puto cañón, nada menos,
montado sobre ruedas y empujado por tintoreras que tenían los
antebrazos manchados de extraños colores. La gente cantaba, se
abrazaba, sollozaba, y Jakib ya no era zapatero sino revolucionario,
un orgulloso hermano de los Rompedores, apoyando con todo su
empeño la gran gesta de su era.
Vio a una mujer al frente de la muchedumbre, sobre un caballo
blanco, con un peto de soldado. ¡La Jueza! Tenía que ser la Jueza.
Más hermosa e iracunda y recta a través del borrón de lágrimas de
lo que Jakib se había atrevido a soñar. Un espíritu, eso era, una idea
encarnada. Una diosa llevando al pueblo a su destino.
—¡Hermanos! ¡Hermanas! ¡Al Agriont! —Y señaló el camino hacia
la libertad—. ¡Tengo ganas de ver a Su Augusta puta Majestad!
Hubo otra estridente oleada de risas y deleite, y mirando por un
callejón a Jakib le pareció ver a unos hombres pateando a alguien
que estaba en el suelo, una y otra vez, y desenfundó la espada
herrumbrosa de su abuelo, la alzó bien alta y se unió a los cánticos.

—Están aquí —susurró Grey.


El capitán Leeb desenvainó la espada. Le parecía que eso era lo
que debía hacer.
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All this I once detailed to Macaulay, who, as I have said, was much
interested by the argument, and took an eager part in discussing it.
But one circumstance (I said) perplexed me, and seemed to interfere
with the probabilities of the case. How came Junius, whose
excessive fear of detection betrays itself throughout so much of his
correspondence, and led him to employ all manner of shifts and
devices for the sake of concealment, to give the public, as if in mere
bravado, such a key to his identity as this little piece of
autobiography affords?
The answer is plain, replied Macaulay on the instant, with one of
those electric flashes of rapid perception which seemed in him to
pass direct from the brain to the eye. The letter of Bifrons is one of
Junius’s earliest productions—its date, half-a-year before the
formidable signature of Junius was adopted at all. The first letter so
signed is dated in November, 1768. In April, the writer had neither
earned his fame, nor incurred his personal danger. A mere unknown
scatterer of abuse, he could have little or no fear of directing inquiry
towards himself.
But (he added) I much prefer your first supposition to your second.
It is not only the most picturesque, but it is really the most probable.
And unless the contrary can be shown, I shall believe in the actual
presence of the writer at the burning of the books. Remember, this
fact explains what otherwise seems inexplicable, Lady Francis’s
imperfect story, that her husband “was at the court of France when
Madame de Pompadour drove out the Jesuits.” Depend on it, you
have caught Junius in the fact. Francis was there.
William Hogarth:
PAINTER, ENGRAVER, AND PHILOSOPHER.
Essays on the Man, the Work, and the Time.

II.—Mr. Gamble’s Apprentice.


How often have I envied those who—were not my envy dead and
buried—would now be sixty years old! I mean the persons who were
born at the commencement of the present century, and who saw its
glories evolved each year with a more astonishing grandeur and
brilliance, till they culminated in that universal “transformation scene”
of ’15. For the appreciation of things began to dawn on me only in an
era of internecine frays and feuds:—theological controversies,
reform agitations, corporation squabbles, boroughmongering
debates, and the like: a time of sad seditions and unwholesome
social misunderstandings; Captain Rock shooting tithe-proctors in
Ireland yonder; Captain Swing burning hayricks here; Captains
Ignorance and Starvation wandering up and down, smashing
machinery, demolishing toll-bars, screeching out “Bread or blood!” at
the carriage-windows of the nobility and gentry going to the drawing-
room, and otherwise proceeding the wretchedest of ways for the
redress of their grievances. Surely, I thought, when I began to think
at all, I was born in the worst of times. Could that stern nobleman,
whom the mob hated, and hooted, and pelted—could the detested
“Nosey,” who was beset by a furious crowd in the Minories, and
would have been torn off his horse, perchance slain, but for the
timely aid of Chelsea Pensioners and City Marshalmen,—and who
was compelled to screen his palace windows with iron shutters from
onslaughts of Radical macadamites—could he be that grand Duke
Arthur, Conqueror and Captain, who had lived through so much
glory, and had been so much adored an idol? Oh, to have been born
in 1800! At six, I might just have remembered the mingled exultation
and passionate grief of Trafalgar; have seen the lying in state at
Greenwich, the great procession, and the trophied car that bore the
mighty admiral’s remains to his last home beneath the dome of
Paul’s. I might have heard of the crowning of the great usurper of
Gaul: of his putting away his Creole wife, and taking an emperor’s
daughter; of his congress at Erfurt,—and Talma, his tragedian,
playing to a pit full of kings, of his triumphal march to Moscow, and
dismal melting away—he and his hosts—therefrom; of his last defeat
and spectral appearance among us—a wan, fat, captive man, in a
battered cocked hat, on the poop of an English war-ship in Plymouth
Sound—just before his transportation to the rock appointed to him to
eat his heart upon. I envied the nurse who told upon her fingers the
names of the famous victories of the British army under Wellington
in Spain; Vimieira, Talavera, Vittoria, Salamanca, Ciudad Rodrigo,
Badajos, Fuentes d’Onore,—mille e tre; in fine—at last, Waterloo.
Why had I not lived in that grand time, when the very history itself
was acting? Strong men there were who lived before Agamemnon;
but for the accident of a few years, I might have seen, at least,
Agamemnon in the flesh. ’Tis true, I knew then only about the
rejoicings and fireworks, the bell-ringings, and thanksgiving sermons,
the Extraordinary Gazettes, and peerages and ribbons bestowed in
reward for those deeds of valour. I do not remember that I was told
anything about Walcheren, or about New Orleans; about the trade
driven by the cutters of gravestones, or the furnishers of funeral
urns, broken columns, and extinguished torches; about the sore
taxes, and the swollen national debt. So I envied; and much
disdained the piping times of peace descended to me; and wondered
if the same soldiers I saw or heard about, with scarcely anything
more to do than lounge on Brighton Cliff, hunt up surreptitious
whisky-stills, expectorate over bridges, and now and then be
lapidated at a contested election, could be the descendants of the
heroes who had swarmed into the bloody breach at Badajos, and
died, shoulder to shoulder, on the plateau of Mont St. Jean.
MR. GAMBLE’S APPRENTICE.

Came 1848, with its revolutions, barricades, states of siege,


movements of vast armies, great battles and victories, with their
multiplied hecatombs of slain even; but they did not belong to us;
victors and vanquished were aliens; and I went on envying the
people who had heard the Tower guns fire, and joybells ring, who
had seen the fireworks, and read the Extraordinary Gazettes during
the first fifteen years of the century! Was I never to live in the history
of England? Then, as you all remember, came the great millennium
or peace year ’51. Did not sages deliberate as to whether it would
not be better to exclude warlike weapons from the congress of
industry in Hyde Park? By the side of Joseph Paxton with his crystal
verge there seemed to stand a more angelic figure, waving wide her
myrtle wand, and striking universal peace through sea and land. It
was to be, we fondly imagined, as the immortal blind man of
Cripplegate sang:—

“No war or battle’s sound


Was heard the world around:
The idle spear and shield were high uphung,
The hookèd chariot stood
Unstain’d with hostile blood,
The trumpet spake not to the armèd throng;
And kings sate still with awful eye,
As if they sorely knew their Sovereign Lord was by.”

O blind man! it was but for an instant. The trodden grass had
scarcely begun to grow again where nave and transept had been,
when the wicked world was all in a blaze; and then the very minstrels
of peace began to sharpen swords and heat shot red-hot about the
Holy Places; and then the Guards went to Gallipoli, and farther on to
Bulgaria, and farther on to Old Fort; and the news of the Alma,
Inkermann, Balaklava, the Redan, the Tchernaya, the Mamelon, the
Malakhoff came to us, hot and hot, and we were all living in the
history of England. And lo! it was very much like the history of any
other day in the year—or in the years that had gone before. The
movements of the allied forces were discussed at breakfast, over the
sipping of coffee, the munching of muffins, and the chipping of eggs.
Newspaper-writers, parliament-men, club-orators took official
bungling or military mismanagement as their cue for the smart leader
of the morrow, the stinging query to Mr. Secretary at the evening
sitting, or the bow-window exordium in the afternoon; and then
everything went on pretty much as usual. We had plenty of time and
interest to spare for the petty police case, the silly scandal, the
sniggering joke of the day. The cut of the coat and the roasting of the
mutton, the non-adhesiveness of the postage-stamp, or the
misdemeanors of the servant-maid, were matters of as relative
importance to us as the great and gloomy news of battle and
pestilence from beyond sea. At least I lived in actual history, and my
envy was cured for ever.
I have often thought that next to Asclepiades, the comic cynic,[1]
Buonaparte Smith was the greatest philosopher that ever existed. B.
Smith was by some thought to have been the original of Jeremy
Diddler. He was an inveterate borrower of small sums. On a certain
Wednesday in 1821, un sien-ami accosted him. Says the friend:
“Smith, have you heard that Buonaparte is dead?” To which retorts
the philosopher: “Buonaparte be ——!” but I disdain to quote his
irreverent expletive—“Buonaparte be somethinged. Can you lend me
ninepence?” What was the history of Europe or its eventualities to
Buonaparte Smith? The immediate possession of three-fourths of a
shilling was of far more importance to him than the death of that
tremendous exile in his eyrie in the Atlantic Ocean, thousands of
miles away. Thus, too, I daresay it was with a certain small
philosopher, who lived through a very exciting epoch of the history of
England: I mean Little Boy Hogarth. It was his fortune to see the
first famous fifteen years of the eighteenth century, when there were
victories as immense as Salamanca or Waterloo; when there was a
magnificent parallel to Arthur Wellesley, Duke of Wellington, existent,
in the person of John Churchill, Duke of Marlborough. I once knew a
man who had lived in Paris, and throughout the Reign of Terror, in a
second floor of the Rue St. Honoré. “What did you do?” I asked,
almost breathlessly, thinking to hear of tumbrils, Carmagnoles,
gibbet-lanterns, conventions, poissarde-revolts, and the like. “Eh!
parbleu,” he answered, “je m’occupais d’ornithologie.” This
philosopher had been quietly birdstuffing while royalty’s head was
rolling in the gutter, and Carrier was drowning his hundreds at
Nantes. To this young Hogarth of mine, what may Marlborough and
his great victories, Anne and her “silver age” of poets, statesmen,
and essayists, have been? Would the War of the Succession assist
young William in learning his accidence? Would their High
Mightinesses of the States-General of the United Provinces supply
him with that fourpence he required for purchases of marbles or
sweetmeats? What had Marshal Tallard to do with his negotiations
with the old woman who kept the apple-stall at the corner of Ship
Court? What was the Marquis de Guiscard’s murderous penknife
compared with that horn-handled, three-bladed one, which the
Hebrew youth in Duke’s Place offered him at the price of
twentypence, and which he could not purchase, faute de quoi? At
most, the rejoicings consequent on the battles of Blenheim or
Ramillies, or Oudenarde or Malplaquet, might have saved William
from a whipping promised him for the morrow; yet, even under those
circumstances, it is painful to reflect that staying out too late to see
the fireworks, or singeing his clothes at some blazing fagot, might
have brought upon him on that very morrow a castigation more
unmerciful than the one from which he had been prospectively
spared.
Every biographer of Hogarth that I have consulted—and I take this
opportunity to return my warmest thanks to the courteous book
distributor at the British Museum who, so soon as he sees me enter
the Reading Room, proceeds, knowing my errand, to overwhelm me
with folios, and heap up barricades of eighteenth century lore round
me—every one of the biographers, Nichols, Steevens, Ireland,
Trusler, Phillips, Cunningham, the author of the article “Thornhill,” in
the Biographia Britannica—the rest are mainly copyists from one
another, often handing down blunders and perpetuating errors—
every Hogarthian Dryasdust makes a clean leap from the hero’s birth
and little schoolboy noviciate to the period of his apprenticeship to
Ellis Gamble the silversmith. Refined Mr. Walpole, otherwise very
appreciative of Hogarth, flirting over the papers he got from Vertue’s
widow, indites some delicate manuscript for the typographers of his
private press at Strawberry Hill, and tells us that the artist, whom he
condescends to introduce into his Anecdotes of Painting, was bound
apprentice to a “mean engraver of arms upon plate.” I see nothing
mean in the calling which Benvenuto Cellini (they say), and Marc
Antonio Raimondi (it is certain), perhaps Albert Durer, too, followed
for a time. I have heard of great artists who did not disdain to paint
dinner plates, soup tureens, and apothecary’s jars. Not quite
unknown to the world is one Rafaelle Sanzio d’Urbino, who designed
tapestry for the Flemish weavers, or a certain Flaxman, who was of
great service to Mr. Wedgwood, when he began to think that platters
and pipkins might be brought to serve some very noble uses. Horace
Walpole, cleverest and most refined of dilettanti—who could, and did
say the coarsest of things in the most elegant of language—you
were not fit to be an Englishman. Fribble, your place was in France.
Putative son of Orford, there seems sad ground for the scandal that
some of Lord Fanny’s blood flowed in your veins; and that Carr, Lord
Hervey, was your real papa. You might have made a collection of the
great King Louis’s shoes, the heels and soles of which were painted
by Vandermeulen with pictures of Rhenish and Palatinate victories.
Mignon of arts and letters, you should have had a petite maison at
Monçeaux or at the Roule. Surrounded by your abbés au petit collet,
teacups of pâte tendre, fans of chicken-skin painted by Leleux or
Lantara, jewelled snuff-boxes, handsome chocolate girls, gems and
intaglios, the brothers to those in the Museo Borbonico at Naples,
che non si mostrano alle donne, you might have been happy. You
were good enough to admire Hogarth, but you didn’t quite
understand him. He was too vigorous, downright, virile for you; and
upon my word, Horace Walpole, I don’t think you understood
anything belonging to England—nor her customs, nor her character,
nor her constitution, nor her laws. I don’t think that you would have
been anywhere more in your element than in France, to make
epigrams and orange-flower water, and to have your head cut off in
that unsparing harvest of ’93, with many more noble heads of corn
as clever and as worthless for any purpose of human beneficence as
yours, Horace.
For you see, this poor Old Bailey schoolmaster’s son—this scion
of a line of north-country peasants and swineherds, had in him pre-
eminently that which scholiast Warton called the “ἩΘΟΣ,” the strong
sledgehammer force of Morality, not given to Walpole—not given to
you, fribbles of the present as of the past—to understand. He was
scarcely aware of the possession of this quality himself, Hogarth;
and when Warton talked pompously of the Ethos in his works, the
painter went about with a blank, bewildered face, asking his friends
what the doctor meant, and half-inclined to be angry lest the learned
scholiast should be quizzing him. It is in the probabilities, however,
that William had some little Latin. The dominie in Ship Court did
manage to drum some of his grammar disputations into him, and to
the end of his life William Hogarth preserved a seemly reverence for
classical learning. Often has his etching-needle scratched out some
old Roman motto or wise saw upon the gleaming copper. A man
need not flout and sneer at the classics because he knows them not.
He need not declare Parnassus to be a molehill, because he has lost
his alpenstock and cannot pay guides to assist him in that
tremendous ascent. There is no necessity to gird at Pyrrha, and
declare her to be a worthless jade, because she has never braided
her golden hair for you. Of Greek I imagine W. H. to have been
destitute; unless, with that ingenious special pleading, which has
been made use of to prove that Shakspeare was a lawyer,
apothecary, Scotchman, conjuror, poacher, scrivener, courtier—what
you please—we assume that Hogarth was a Hellenist because he
once sent, as a dinner invite to a friend, a card on which he had
sketched a knife, fork, and pasty, and these words, “Come and Eta
Beta Pi.” No wonder the ἩΘΟΣ puzzled him. He was not deeply
learned in anything save human nature, and of this knowledge even
he may have been half unconscious, thinking himself to be more
historical painter than philosopher. He never was a connoisseur. He
was shamefully disrespectful to the darkened daubs which the
picture-quacks palmed on the curious of the period as genuine works
of the old masters. He painted “Time smoking a picture,” and did not
think much of the collection of Sir Luke Schaub. His knowledge of
books was defective; although another scholiast (not Warton)
proved, in a most learned pamphlet, that he had illustrated, sans le
savoir, above five hundred passages in Horace, Virgil, Juvenal, and
Ovid. He had read Swift. He had illustrated and evidently understood
Hudibras. He was afraid of Pope, and only made a timid, bird-like,
solitary dash at him in one of his earliest charges; and, curiously,
Alexander the Great of Twickenham seemed to be afraid of Hogarth,
and shook not the slightest drop of his gall vial over him. What a
quarrel it might have been between the acrimonious little scorpion of
“Twitnam,” and the sturdy bluebottle of Leicester Fields! Imagine
Pope versus Hogarth, pencil against pen; not when the painter was
old and feeble, half but not quite doting indeed, as when he warred
with Wilkes and Churchill, but in the strength and pride of his
swingeing satire. Perhaps William and Alexander respected one
another; but I think there must have been some tacit “hit me and I’ll
hit you” kind of rivalry between them, as between two cocks of two
different schools who meet now and then on the public promenades
—meet with a significant half-smile and a clenching of the fist under
the cuff of the jacket.
To the end of his life Hogarth could not spell; at least, his was not
the orthography expected from educated persons in a polite age. In
almost the last plate he engraved, the famous portrait of Churchill as
a Bear, the “lies,” with which the knots of Bruin’s club are inscribed,
are all “lyes.” This may be passed over, considering how very lax
and vague were our orthographical canons not more than a century
ago, and how many ministers, divines, poets—nay, princes, and
crowned heads, and nabobs—permitted themselves greater liberties
than “lye” for “lie” in the Georgian era. At this I have elsewhere
hinted, and I think the biographers of Hogarth are somewhat harsh in
accusing him of crass ignorance, when he only wrote as My Lord
Keeper, or as Lady Betty, or as his grace the Archbishop was wont to
write. Hogarth, too, was an author. He published a book—to say
nothing of the manuscript notes of his life he left. The whole
structure, soul, and strength of the Analysis of Beauty are
undoubtedly his; although he very probably profited by the
assistance—grammatical as well as critical—of some of the clerical
dignitaries who loved the good man. That he did so has been
positively asserted; but it is forestalling matters to trot out an old
man’s hobby, when our beardless lad is not bound ’prentice yet. I
cannot, however, defend him from the charges of writing “militia,”
“milicia,” “Prussia,” “Prusia”—why didn’t he hazard “Prooshia” at
once?[2]—“knuckles,” “nuckles”—oh, fie!—“Chalcedonians,”
“Calcidonians;” “pity,” “pitty;” and “volumes,” “volumns.” It is
somewhat strange that Hogarth himself tells us that his first graphic
exercise was to “draw the alphabet with great correctness.” I am
afraid that he never succeeded in writing it very correctly. He hated
the French too sincerely to care to learn their language; and it is not
surprising that in the first shop card he engraved for his master there
should be in the French translation of Mr. Gamble’s style and titles a
trifling pleonasm: “bijouxs,” instead of “bijoux.”
No date of the apprenticeship of Hogarth is anywhere given. We
must fix it by internal evidence. He was out of his time in the South
Sea Bubble year, 1720. On the 29th of April[3] in the same year, he
started in business for himself. The neatness and dexterity of the
shop card he executed for his master forbid us to assume that he
was aught but the most industrious of apprentices. The freedom of
handling, the bold sweep of line, the honest incisive play of the
graver manifested in this performance could have been attained by
no Thomas Idle; and we must, therefore, in justice grant him his full
seven years of ’prentice servitude. Say then that William Hogarth
was bound apprentice to Mr. Ellis Gamble,[4] at the Golden Angel, in
Cranbourn Street, Leicester Fields, in the winter of the year of our
Lord, Seventeen hundred and twelve. He began to engrave arms
and cyphers on tankards, salvers, and spoons, at just about the time
that it occurred to a sapient legislature to cause certain heraldic
hieroglyphics surmounted by the Queen’s crown, and encircled by
the words “One halfpenny,” to be engraven on a metal die, the which
being the first newspaper stamp ever known to our grateful British
nation, was forthwith impressed on every single half-sheet of printed
matter issued as a newspaper or a periodical. “Have you seen the
new red stamp?” writes his reverence Doctor Swift. Grub Street is
forthwith laid desolate. Down go Observators, Examiners, Medleys,
Flying Posts, and other diurnals, and the undertakers of the
Spectator are compelled to raise the price of their entertaining
miscellany.
One of the last head Assay Masters at Goldsmith Hall told one of
Hogarth’s biographers, when a very—very old man, that he himself
had been ’prentice in Cranbourn Street, and that he remembered
very well William serving his time to Mr. Gamble. The register of the
boy’s indenture should also surely be among the archives of that
sumptuous structure behind the Post Office, where the worthy
goldsmiths have such a sideboard of massy plate, and give such
jovial banquets to ministers and city magnates. And, doubt it not,
Ellis Gamble was a freeman, albeit, ultimately, a dweller at the West-
end, and dined with his Company when the goldsmiths entertained
the ministers and magnates of those days. Yes, gentles; ministers,
magnates, kings, czars, and princes were their guests, and King
Charles the Second did not disdain to get tipsy with Sir Robert Viner,
Lord Mayor and Alderman, at Guildhall. The monarch’s boon
companion got so fond of him as to lend him, dit-on, enormous sums
of money. More than that, he set up a brazen statue of the royal
toper in the Stocks flower-market at the meeting of Lombard Street
and the Poultry. Although it must be confessed that the effigy had
originally been cast for John Sobieski trampling on the Turk. The
Polish hero had a Carlovingian periwig given to him, and the
prostrate and miscreant Moslem was “improved” into Oliver
Cromwell. [Mem.:—A pair of correctional stocks having given their
name to the flower-market; on the other hand, may not the market
have given its name to the pretty, pale, red flowers, very dear to
Cockneys, and called “stocks?”]
How was William’s premium paid when he was bound ’prentice?
Be it remembered that silver-plate engraving, albeit Mr. Walpole of
Strawberry Hill calls it “mean,” was a great and cunning art and
mystery. These engravers claimed to descend in right line from the
old ciseleurs and workers in niello of the middle ages. Benvenuto, as
I have hinted, graved as well as modelled. Marc Antonio flourished
many a cardinal’s hat and tassels on a bicchiére before he began to
cut from Rafaelle and Giulio Romano’s pictures. The engraver of
arms on plate was the same artist who executed delightful
arabesques and damascenings on suits of armour of silver and Milan
steel. They had cabalistic secrets, these workers of the precious,
these producers of the beautiful. With the smiths, “back-hammering”
and “boss-beating” were secrets;—parcel-gilding an especial
mystery; the bluish-black composition for niello a recipe only to be
imparted to adepts. With the engravers, the “cross-hatch” and the
“double cypher,” as I cursorily mentioned at the end of the last
chapter, were secrets. A certain kind of cross-hatching went out with
Albert Durer, and had since been as undiscoverable as the art of
making the real ruby tint in glass. No beggar’s brat, no parish
protégé, could be apprenticed to this delicate, artistic, and
responsible calling. For in graving deep, tiny spirals of gold and silver
curl away from the trenchant tool, and there is precious ullage in
chasing and burnishing—spirals and ullage worth money in the
market. Ask the Jews in Duke’s Place, who sweat the guineas in
horsehair bags, and clip the Jacobuses, and rasp the new-milled
money with tiny files, if there be not profit to be had from the
minutest surplusage of gold and silver.
Goldsmiths and silversmiths were proud folk. They pointed to
George Heriot, King James’s friend, and the great things he did.
They pointed to the peerage. Did not a Duke of Beaufort, in 1683,
marry a daughter of Sir Josiah Child, goldsmith and banker? Was not
Earl Tylney, his son, half-brother to Dame Elizabeth Howland,
mother of a Duchess of Bedford, one of whose daughters married
the Duke of Bridgewater, another, the Earl of Essex? Was not Sir
William Ward, goldsmith, father to Humble Ward, created Baron
Ward by Charles I.? and from him springs there not the present Lord
Dudley and Ward?[5] O you grand people who came over with the
Conqueror, where would you be now without your snug city
marriages, your comfortable alliances with Cornhill and Chepe?
Leigh of Stoneleigh comes from a lord mayor of Queen Bess’s time.
Fulke Greville, Lord Brooke, married an alderman’s daughter two
years ere Hogarth was apprenticed. The ancestor to the Lords
Clifton was agent to the London Adventurers in Oliver’s time, and
acquired his estate in their service. George the Second’s Earl of
Rockingham married the daughter of Sir Henry Furnese, the money-
lender and stock-jobber. The great Duke of Argyll and Greenwich
married a lord mayor’s niece. The Earl of Denbigh’s ancestor
married the daughter of Basil Firebrace, the wine merchant.
Brewers, money-scriveners, Turkey merchants, Burgomasters of
Utrecht’s daughters,—all these married blithely into the haute pairie.
If I am wrong in my genealogies, ’tis Daniel Defoe who is to blame,
not I; for that immortal drudge of literature is my informant. Of course
such marriages never take place now. Alliances between the sacs et
parchemins are never heard of. Mayfair never meets the Mansion
House, nor Botolph Lane Belgravia, save at a Ninth of November
banquet. I question if I am not inopportune, and impertinent even, in
hinting at the dukes and belted earls who married the rich citizens’
daughters, were it not that by and by ’prentice Hogarth will paint
some scenes from a great life drama full of Warton’s ἩΘΟΣ, called
Marriage à la Mode. Ah! those two perspectives seen through the
open windows! In the first, the courtyard of the proud noble’s
mansion; in the last, busy, mercantile London Bridge: court and city,
city and court, and which the saddest picture!
Dominie Hogarth had but a hard time of it, and must have been
pinched in a gruesome manner to make both ends meet. That
dictionary of his, painfully compiled, and at last with infinite care and
labour completed, brought no grist to the mill in Ship Court. The
manuscript was placed in the hands of a bookseller, who did what
booksellers often do when one places manuscripts in their hands. He
let it drop. “The booksellers,” writes Hogarth himself, “used my father
with great cruelty.” In his loving simplicity he tells us that many of the
most eminent and learned persons in England, Ireland, and
Scotland, wrote encomiastic notices of the erudition and diligence
displayed in the work, but all to no purpose. I suppose the
bookseller’s final answer was similar to that Hogarth has scribbled in
the Manager Rich’s reply to Tom Rakewell, in the prison scene:
—“Sir, I have read your play, and it will not doo.” A dreadful,
heartrending trade was average authorship, even in the “silver age”
of Anna Augusta. A lottery, if you will: the prizeholders secretaries of
state, ambassadors, hangers-on to dukes and duchesses,
gentlemen ushers to baby princesses, commissioners of hackney
coaches or plantations; but innumerable possessors of blanks. Walla
Billa! they were in evil case. For them the garret in Grub or
Monmouth Street, or in Moorfields; for them the Welshwoman
dunning for the milkscore; for them the dirty bread flung disdainfully
by bookselling wretches like Curll. For them the shrewish landlady,
the broker’s man, the catchpole, the dedication addressed to my
lord, and which seldom got beyond his lacquey;—hold! let me mind
my Hogarth and his silver-plate engraving. Only a little may I touch
on literary woes when I come to the picture of the Distressed Poet.
For the rest, the calamities of authors have been food for the
commentaries of the wisest and most eloquent of their more modern
brethren, and my bald philosophizings thereupon can well be spared.
But this premium, this indenture money, this ’prentice fee for
young William: unde derivatur? In the beginning, as you should
know, this same ’prentice fee was but a sort of “sweetener,” peace-
offering, or pot de vin to the tradesman’s wife. The ’prentice’s mother
slipped a few pieces into madam’s hand when the boy put his finger
on the blue seal. The money was given that mistresses should be
kind to the little lads; that they should see that the trenchers they
scraped were not quite bare, nor the blackjacks they licked quite
empty; that they should give an eye to the due combing and soaping
of those young heads, and now and then extend a matronly ægis,
lest Tommy or Billy should have somewhat more cuffing and
cudgelling than was quite good for them. By degree this gift money
grew to be demanded as a right; and by-and-by comes thrifty Master
Tradesman, and pops the broad pieces into his till, calling them
premium. Poor little shopkeepers in this “silver age” will take a
’prentice from the parish for five pounds, or from an acquaintance
that is broken, for nothing perhaps, and will teach him the great arts
and mysteries of sweeping out the shop, sleeping under the counter,
fetching his master from the tavern or the mughouse when a
customer comes in, or waiting at table; but a rich silversmith or
mercer will have as much as a thousand pounds with an apprentice.
There is value received on either side. The master is, and generally
feels, bound to teach his apprentice everything he knows, else, as
worthy Master Defoe puts it, it is “somewhat like Laban’s usage to
Jacob, viz. keeping back the beloved Rachel, whom he served
seven years for, and putting him off with a blear-eyed Leah in her
stead;” and again, it is “sending him into the world like a man out of a
ship set ashore among savages, who, instead of feeding him, are
indeed more ready to eat him up and devour him.” You have little
idea of the state, pomp, and circumstance of a rich tradesman, when
the eighteenth century was young. Now-a-days, when he becomes
affluent, he sells his stock and good-will, emigrates from the shop-
world, takes a palace in Tyburnia or a villa at Florence, and denies
that he has ever been in trade at all. Retired tailors become country
squires, living at “Places” and “Priories.” Enriched ironmongers and
their families saunter about Pau, and Hombourg, and Nice, passing
for British Brahmins, from whose foreheads the yellow streak has
never been absent since the earth first stood on the elephant, and
the elephant on the tortoise, and the tortoise on nothing that I am
aware of, save the primeval mud from which you and I, and the
Great Mogul, and the legless beggar trundling himself along in a
gocart, and all humanity, sprang. But then, Anna D. G., it was
different. The tradesman was nothing away from his shop. In it he
was a hundred times more ostentatious. He may have had his
country box at Hampstead, Highgate, Edmonton, Edgeware; but his
home was in the city. Behind the hovel stuffed with rich merchandise,
sheltered by a huge timber bulk, and heralded to passers by an
enormous sheet of iron and painters’ work—his Sign—he built often
a stately mansion, with painted ceilings, with carved wainscoting or
rich tapestry and gilt leather-work, with cupboards full of rich plate,
with wide staircases, and furniture of velvet and brocade. To the
entrance of the noisome cul-de-sac, leading to the carved and
panelled door (with its tall flight of steps) of the rich tradesman’s
mansion, came his coach—yes, madam, his coach, with the
Flanders mares, to take his wife and daughters for an airing. In that
same mansion, behind the hovel of merchandise, uncompromising
Daniel Defoe accuses the tradesman of keeping servants in blue
liveries richly laced, like unto the nobility’s. In that same mansion the
tradesman holds his Christmas and Shrovetide feasts, the
anniversaries of his birthday and his wedding-day, all with much
merrymaking and junketing, and an enormous amount of eating and
drinking. In that same mansion, in the fulness of time and trade, he
dies; and in that same mansion, upon my word, he lies in state,—
yes, in state: on a lit de parade, under a plumed tester, with
flambeaux and sconces, with blacks and weepers, with the walls
hung with sable cloth, et cætera, et cætera, et cætera.[6] ’Tis not only
“Vulture Hopkins” whom a “thousand lights attend” to the tomb, but
very many wealthy tradesmen are so buried, and with such pomp
and ceremony. Not till the mid-reign of George the Third did this
custom expire.
[I should properly in a footnote, but prefer in brackets, to qualify
the expression “hovel,” as applied to London tradesmen’s shops at
this time, 1712-20. The majority, indeed, merit no better appellation:
the windows oft-times are not glazed, albeit the sign may be an
elaborate and even artistic performance, framed in curious scroll-
work, and costing not unfrequently a hundred pounds. The
exceptions to the structural poverty of the shops themselves are to
be found in the toymen’s—mostly in Fleet Street,—and the
pastrycooks’—mainly in Leadenhall. There is a mania for toys; and
the toyshop people realize fortunes. Horace Walpole bought his toy-
villa at Strawberry Hill—which he afterwards improved into a Gothic
doll’s-house—of a retired Marchand de Joujoux. The toy-merchants
dealt in other wares besides playthings. They dealt in cogged dice.
They dealt in assignations and billet-doux. They dealt in masks and
dominos. Counsellor Silvertongue may have called at the toyshop
coming from the Temple, and have there learnt what hour the
countess would be at Heidegger’s masquerade. Woe to the wicked
city! Thank Heaven we can go and purchase Noah’s arks and
flexible acrobats for our children now, without rubbing shoulders with
Counsellor Silvertongue or Lord Fanny Sporus, on their bad errands.
Frequented as they were by rank and fashion, the toyshops threw
themselves into outward decoration. Many of these shops were kept
by Frenchmen and Frenchwomen, and it has ever been the custom
of that fantastic nation to gild the outside of pills, be the inside ever
so nauseous. Next in splendour to the toyshops were the
pastrycooks. Such a bill as can be seen of the charges for fresh
furnishing one of these establishments about Twelfth Night time!
“Sash windows, all of looking-glass plates; the walls of the shop lined
up with galley-tiles in panels, finely painted in forest-work and
figures; two large branches of candlesticks; three great glass
lanterns; twenty-five sconces against the wall; fine large silver
salvers to serve sweetmeats; large high stands of rings for jellies;
painting the ceiling, and gilding the lanterns, the sashes, and the
carved work!” Think of this, Master Brook! What be your Cafés des
Mille Colonnes, your Véfours, your Vérys, your Maisons-dorées,
after this magnificence? And at what sum, think you, does the stern
censor, crying out against it meanwhile as wicked luxury and
extravagance, estimate this Arabian Nights’ pastrycookery? At three
hundred pounds sterling! Grant that the sum represents six hundred
of our money. The Lorenzos the Magnificent, of Cornhill and Regent
Street, would think little of as many thousands for the building and
ornamentation of their palaces of trade. Not for selling tarts or toys
though. The tide has taken a turn; yet some comfortable
reminiscences of the old celebrity of the city toy and tart shops linger
between Temple Bar and Leadenhall. Farley, you yet delight the
young. Holt, Birch, Button, Purssell, at your sober warehouses the
most urbane and beautiful young ladies—how pale the pasty
exhalations make them!—yet dispense the most delightful of
indigestions.]
So he must have scraped this apprenticeship money together,
Dominie Hogarth: laid it by, by cheeseparing from his meagre school
fees, borrowed it from some rich scholar who pitied his learning and
his poverty, or perhaps become acquainted with Ellis Gamble, who
may have frequented the club held at the “Eagle and Child,” in the
little Old Bailey. “A wonderful turn for limning has my son,” I think I
hear Dominie Hogarth cry, holding up some precocious cartoon of
William’s. “I doubt not, sir, that were he to study the humanities of the
Italian bustos, and the just rules of Jesuit’s perspective, and the
anatomies of the learned Albinus, that he would paint as well as
Signor Verrio, who hath lately done that noble piece in the new hall
Sir Christopher hath built for the blue-coat children in Newgate
Street.” “Plague on the Jesuits,” answers honest (and supposititious)
Mr. Ellis Gamble. “Plague on all foreigners and papists, goodman
Hogarth. If you will have your lad draw bustos and paint ceilings,
forsooth, you must get one of the great court lords to be his patron,
and send him to Italy, where he shall learn not only the cunningness
of limning, but to dance, and to dice, and to break all the
commandments, and to play on the viol-di-gamby. But if you want to
make an honest man and a fair tradesman of him, Master Hogarth,
and one who will be a loyal subject to the Queen, and hate the
French, you shall e’en bind him ’prentice to me; and I will be
answerable for all his concernments, and send him to church and
catechize, and all at small charges to you.” Might not such a
conversation have taken place? I think so. Is it not very probable that
the lad Hogarth being then some fourteen years old, was forthwith
combed his straightest, and brushed his neatest, and his bundle or
his box of needments being made up by the hands of his loving
mother and sisters, despatched westward, and with all due solemnity
of parchment and blue seal, bound ’prentice to Mr. Ellis Gamble? I
am sure, by the way in which he talks of the poor old Dominie and
the dictionary, that he was a loving son. I know he was a tender
brother. Good Ellis Gamble—the lad being industrious, quick, and
dexterous of hand—must have allowed him to earn some
journeyman’s wages during his ’prentice-time; for that probation
being out, he set not only himself, but his two sisters, Mary and Ann,
up in business. They were in some small hosiery line, and William
engraved a shop-card for them, which did not, I am afraid, prosper
with these unsubstantial spinsters any more than did the celebrated
lollipop emporium established in The House with the Seven Gables.
One sister survived him, and to her, by his will, he left an annuity of
eighty pounds.
Already have I spoken of the Leicester Square gold and silver
smith’s style and titles. It is meet that you should peruse them in full:

So to Cranbourn Street, Leicester Fields, is William Hogarth bound
for seven long years. Very curious is it to mark how old trades and
old types of inhabitants linger about localities. They were obliged to
pull old Cranbourn Street and Cranbourn Alley quite down before
they could get rid of the silversmiths, and even now I see them
sprouting forth again round about the familiar haunt; the latest

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