Asistente Del Villano 1st Edition Hannah Nicole Maehrer Full Chapter Free
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Nicole Maehrer
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Para mamá y papá,
por las horas que pasasteis contándome cuentos cuando era pequeña
y los años que pasasteis escuchando los míos,
que sepáis que los vuestros siempre serán mis preferidos.
EVIE
En defensa del jefe, tenía que decir que eso último solo había
pasado una vez desde que había empezado a trabajar ahí. Fue un
día que llegó puntual, como siempre, cruzó la oficina y enseguida vio
el cadáver de un hombre corpulento tendido sobre su mesa. Tenía
cortes por todo el cuerpo y le faltaban trozos de carne.
Lo habían torturado antes de matarlo, eso estaba claro, y al jefe
no se le había ocurrido otra cosa que dejarlo sobre el reluciente
escritorio de color blanco y perfectamente organizado que tenía
Evie, y que estaba pegado a la puerta de su muy grande y
desorganizado despacho. Nunca olvidaría la expresión de su cara
cuando la vio entrar, percatarse de la presencia del cadáver y luego
darse cuenta de que él estaba apoyado en el marco de la puerta de
su despacho. Estaba de pie, con los brazos cruzados y la mirada fija
en ella.
Ah, ya, pensó Evie. Me está poniendo a prueba.
El hecho de que él no estuviera dando por hecho que iba a fallar
esa prueba ayudó bastante.
Evie ya se había acostumbrado a que los aldeanos la miraran de
esa manera y lo había catalogado en su mente como una de las
cosas que la hacían querer recurrir a la violencia.
Así que, en lugar de eso, repasó mentalmente cuáles eran las
reacciones que mejor le podían venir en ese momento (es decir,
aquellas que le permitirían conservar su trabajo) y, al final, optó por
ser ella misma.
Bueno, ella misma con un cadáver mutilado en su mesa.
Miró a su jefe y se le encogió el pecho al ver la intensidad con la
que le devolvía la mirada. Era casi como si estuviera deseando que
no fracasara, lo cual no tenía ningún sentido. Tal vez solo tenía una
indigestión; eso de torturar a alguien de buena mañana no puede
ser bueno para la salud intestinal.
—Buenos días, señor. ¿Quiere que trabaje con este caballero al
lado? ¿O es esta su manera sutil de decirme que le gustaría trasladar
el cuerpo a un lugar más apropiado? —preguntó con una sonrisa
amable.
Él se limitó a levantar una ceja, se apartó del marco y caminó
hacia el escritorio (y el cadáver). Al inclinarse sobre la mesa, sus
muslos hicieron que el cuero negro de los pantalones que llevaba se
estirara y Evie tuvo que tragarse un suspiro. Que conste que fue
porque se echó el cuerpo sin vida sobre el hombro con la misma
facilidad que si fuera un saco de patatas, no porque tuviera unos
muslos muy bonitos. No rompió el contacto visual con ella mientras
se enderezaba y llevaba al hombre hacia la ventana más cercana
para acabar arrojándolo por ella.
Evie se tragó también un grito, decidida a demostrar su valía.
Además, este trabajo seguía siendo mucho mejor que el anterior.
Tomó una gran bocanada de aire y le sostuvo la mirada a El
Villano mientras conseguía hacer caso omiso a su nuevo interés por
la ropa de cuero o, más peligroso aún, por sus muslos.
—Un método de eliminación de residuos muy creativo, señor… ¿Le
apetece que le traiga una taza del brebaje de Edwin?
El ogro que trabajaba en la cocina preparaba a diario tandas de
ese líquido marrón hecho con semillas mágicas, además de dulces
recién horneados. Nunca antes había oído hablar de esa bebida,
pero aumentaba la productividad en el trabajo y parecía poner a
todo el mundo de mejor humor a pesar de los cadáveres.
El Villano había levantado las comisuras de los labios y sus
oscuros ojos danzaban de alegría. No estaba sonriendo del todo,
aunque se había quedado lo bastante cerca como para que a Evie el
corazón le latiera con fuerza en los oídos.
—Sí, Sage, ya sabes cómo lo tomo.
Desde entonces, no había vuelto a encontrarse otro cadáver en
su mesa al ir a trabajar, pero eso no significaba que los últimos
meses no hubieran sido difíciles. Normalmente, El Villano solía
ausentarse mucho. Daba por hecho que era porque debía estar
ocupado haciéndoles cosas de villano a los habitantes de los pueblos
cercanos, cosas en las que ella no quería pensar mucho. Habían
hecho una especie de pacto por el cuál él no llevaría a cabo sus
maldades dentro del pueblo de Evie. Bueno, al menos ella tomó su
gruñido como una confirmación. Pero, aun así, algo le decía que
incluso un cadáver en su mesa iba a ser algo más divertido que el
humor que él traía ese día.
Y es que los signos de decapitación excesiva solo podían significar
una cosa: uno de sus planes había fracasado por tercera vez en los
últimos dos meses.
Soltó otro suspiro mientras se acercaba a la interminable escalera
de caracol. Se quedó mirándola un momento, preguntándose por
qué había suficiente magia en las paredes de esa casa como para
que los objetos se movieran por sí solos y se mantuviera una
temperatura agradable, pero no la suficiente como para hacer que
las escaleras fueran menos… en fin, horribles. Negó con la cabeza.
Lo añadiría al buzón de sugerencias.
Nota mental: sugerir que se ponga un buzón de sugerencias.
Al comenzar a subir, como le tocaba hacer todos los días, evitó la
puerta que quedaba a su izquierda después del primer tramo. Era la
que conducía a los aposentos personales del jefe.
Solo los dioses sabían lo que ese hombre hacía en su espacio
personal en ese gran y extremadamente sombrío edificio de piedra.
No pienses en su vida personal, Evie.
Otra buena norma que añadir a la lista que llevaba a rajatabla
desde su primer día allí.
Deja de intentar hacer reír al jefe, Evie.
No le toques el pelo al jefe, Evie.
No encuentres atractiva la tortura, Evie.
No le digas a Edwin que el brebaje es demasiado fuerte, Evie.
Empezó a faltarle el aire cuando iba por el segundo piso. Rodeó la
barandilla iluminada con velas en dirección al siguiente piso. Las
pantorrillas le empezaban a arder bajo la gruesa falda azul que le
rozaba la parte superior de los tobillos. Un grito estridente, que
procedía de las cámaras de tortura de las mazmorras, hizo que se
detuviera en seco. Se quedó parpadeando un momento, sacudió la
cabeza y luego siguió subiendo las escaleras.
A pesar de sus otras conductas obviamente nefastas, el jefe tenía
unas extrañas y confusas pautas morales que seguía con bastante
diligencia; la primera de las cuales era no dañar nunca a inocentes,
para alivio de ella. Su maldad era más bien del tipo vengativo.
También le gustaba que sus pautas morales incluyeran tratar a las
mujeres con el mismo nivel de respeto y estima que a los hombres.
Lo cual, en perspectiva, no era mucho, pero al menos las normas en
la oficina eran más coherentes que la forma en que funcionaba el
mundo exterior.
Antes de trabajar para el señor del mal, Evie se ganaba la vida
ayudando al herrero del pueblo, Otto Warsen. Le organizaba las
herramientas y le pasaba cualquier instrumento que necesitara para
que pudiera emplearse duro en la forja, sin distracciones. Era un
trabajo decente que le permitía mantener a su padre enfermo y
llegar a casa a tiempo para prepararles la cena a él y a su hermana
pequeña.
O al menos fue un puesto bastante decente hasta que dejó de
serlo.
Evie se palpó el hombro. Debajo de la camisa de lino se ocultaba
una cicatriz hinchada y dentada. Si hubiera sido una cuchilla normal,
se habría curado bien, pero la magia que había incrustada en esa
daga blanca vivía ahora bajo su piel como una maldición. Una tan
maligna que cada vez que sentía un ápice de dolor en cualquier
parte de su cuerpo, la cicatriz brillaba. Era un fastidio, ya que los
objetos inanimados parecían interponerse en su camino a un ritmo
alarmante.
Si había algo con lo que tropezar, sin duda encontraba la forma
de llegar a ella.
Se rio entre dientes a pesar de la falta de aire mientras
emprendía el último tramo de escaleras. ¿Una guarida lo bastante
grande como para albergar un pueblo y tenían que trabajar en el
último piso? Ay, maldad, tienes nombre de villano. No obstante,
continuó su marcha hacia la persona que había alterado el curso de
su vida.
Parecía poco convincente referirse a su jefe como una «persona».
En muchos sentidos, era un ser extraordinario, sin embargo, el
hecho de que ella tuviera que encargarse de todos sus deseos y
necesidades lo había humanizado. El velo de misterio que lo cubría
cuando empezó a trabajar para él se había desvanecido y en su
mente se había formado una imagen mucho más clara.
Aun así, le quedaba mucho por aprender.
Como qué clase de penurias lo acechaban para que hubiera tres
cabezas decapitadas colgando del techo.
Llegó al último escalón y se pasó una mano por la frente
sudorosa, desesperada por haber perdido el tiempo poniéndose
presentable aquella mañana. No necesitaba un espejo para saber
que tenía las mejillas sonrojadas y que los cabellos sueltos de la
trenza se le habían pegado a la frente. Al avanzar por el pasillo,
sentía las gotas de sudor deslizándose por el interior de los muslos.
Se le pasó por la mente la tentadora idea de ponerse unos
pantalones anchos.
El jefe había dejado muy claro que no había reglas en la forma de
vestir de sus empleados, lo que significaba que, por primera vez en
la vida laboral de Evie, se le permitía llevar algo que no fueran
vestidos de colores monótonos. Pero temía que llevar algo tan
escandaloso como unos pantalones llamara demasiado la atención.
¿Las mujeres? ¿Tienen piernas? ¡Alertad al pregonero!
No, ya despertaba suficientes sospechas en su pequeño pueblo
por desaparecer a diario para acudir a su «misterioso» puesto de
trabajo. Lo mejor era pasar desapercibida para que nadie se dignara
a mirarla de cerca.
Si alguien preguntaba, decía que había conseguido un puesto de
criada en una gran finca de un pueblo vecino.
No era del todo mentira. Siempre estaba limpiando desastres que
El Villano iba dejando a su paso, aunque normalmente estos incluían
sangre de por medio.
Al llegar al final del pasillo, tiró del candelabro de oro que estaba
más cerca de la vidriera y retrocedió mientras la pared de ladrillo se
abría lentamente, revelando el salón de baile oculto que servía de
lugar de trabajo. Se apresuró a entrar en la gran sala, la pared se
cerró tras ella y respiró hondo. El fresco olor a pergamino y tinta que
impregnaba el aire le resultaba reconfortante y familiar, y siempre
conseguía sacarle una sonrisa.
—Buenos días, Evangelina.
A la mierda su día.
Rebecka Erring estaba sentada a la izquierda con su grupo de
profesionales administrativos y todos habían parado un momento de
trabajar para mirar a Evie. Rebecka le sostenía la mirada desde
detrás de unas gafas grandes y redondas. Evie respondió:
—Buenos días, Becky.
Con la palma de la mano se alisó la parte delantera del vestido de
cuello alto que llevaba y que le quedaba dos tallas grande.
—Eso está por ver —contestó, y acto seguido los otros seis pares
de ojos de la sala volvieron a centrarse en sus pergaminos, ya que
todo parecía indicar que ese día no se iba a derramar sangre.
Lo cierto es que Becky era bastante guapa. Solo tenía dos años
más que Evie, pero esos dos años, en su cabeza, debían de sumar
como diez en cuanto a superioridad se refiere.
Su piel morena estaba impecable y su forma de sonreír con los
labios apretados no le restaba nada a sus llamativos rasgos. Los
pómulos y la mandíbula tenían la misma anchura, lo que atraía la
mirada hacia todas esas partes que le sobresalían del rostro. Si su
personalidad hubiera conseguido reflejar una pizca de su belleza
física, Becky quizá hubiera sido la mejor persona que Evie había
conocido nunca.
Pero, por desgracia, era odiosa.
—¿Trabajando duro esta mañana? —preguntó Evie mientras
sonreía con dulzura y se colocaba un mechón suelto detrás de la
oreja.
La otra mujer le devolvió la sonrisa, pero fue un gesto tan
exagerado que se notaba a la legua que era forzado.
—He sido la primera en llegar esta mañana, así que he ido
adelantando trabajo. —En la jerga de Becky, eso se traducía en: He
llegado antes que tú, por lo tanto, soy mejor que tú. Si quieres te
enseño mi fantástico récord de asistencia.
Evie mantuvo los ojos fijos al frente para no ponerlos en blanco y
se abrió paso entre la multitud que se agolpaba en la sala a un ritmo
vertiginoso. El jefe exigía eficiencia a todos sus empleados y todos
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