WARHAMMER 40K Furia Roja - James Swallow
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Furia roja
Warhammer 40000. Ángeles sangrientos 3
ePUB r1.4
epublector 09.05.13
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Título original: Red Fury
James Swallow, 2008
Traducción: Juan Pascual Martínez Fernández (2009)
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La fuerza del Capítulo de los Ángeles Sangrientos se ha visto muy mermada
tras los trágicos acontecimientos que llevaron a sus miembros al borde de la
guerra civil. Los Ángeles Sangrientos deben actuar, y hacerlo con rapidez,
antes de que sus enemigos se percaten de su debilidad y les ataquen. Con
los ánimos encendidos, y con su planeta natal repleto de mutantes, ¿podrán
los Ángeles Sangrientos y sus Capítulos sucesores dejar a un lado sus
rivalidades y reconstruir sus fuerzas antes de que sea demasiado tarde?
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El Emperador ha permanecido sentado e
inmóvil en el Trono Dorado de la Tierra
durante más de cien siglos. Es el señor de
la humanidad por deseo de los dioses, y
dueño de un millón de mundos por el
poder de sus inagotables e infatigables
ejércitos. Es un cuerpo podrido que se
estremece de un modo apenas perceptible
por él poder invisible de los artefactos de
la Era Siniestra de la Tecnología.
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alienígenas, los herejes, los mutantes… y
enemigos aún peores.
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UNO
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momento en la marca del penitente grabada con láser que Turcio mostraba en la ceja
derecha y en las cicatrices que dejaron los tachones que indicaban los años de
servicio cuando se los arrancaron. Otros guerreros habrían procurado llevar el casco
puesto para ocultar el rostro, y así esconder su vergüenza, pero no el hermano Turcio.
Lucía aquellas marcas con atrevimiento, casi como si fueran un símbolo de honor.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó Rafen.
El astartes hizo un gesto de asentimiento en dirección a su superior.
—Lo mismo que antes, hermano sargento. El edificio está vacío. He encontrado
señales de la presencia de nuestros hermanos, pero hace tiempo que se marcharon.
Calculo que hace por lo menos un día, quizá dos.
Rafen frunció los labios en un gesto de disgusto.
—La información que nos proporcionaron no sirve de nada.
Alzó la vista y miró a lo largo de la extensa avenida que se perdía a lo lejos, hacia
el norte. Estaba repleta de escombros procedentes de bloques derrumbados y de
vehículos averiados y abandonados en mitad de la locura de aquella rebelión. Como
la mayoría de las comunidades de Eritaen, aquella conurbación había sido construida
sobre una plantilla de calles de un kilómetro de largo que se entrecruzaban en el
paisaje del planeta. Los edificios que se alzaban en cada bloque eran muy altos y
estrechos, de unos cincuenta a setenta niveles de altura. Los únicos elementos en los
que se diferenciaban entre sí eran el color de la piedra utilizada y algún que otro
capricho decorativo arquitectónico. En su mayor parte mostraban la estructura
uniforme habitual en los edificios producto de la escasa imaginación de los
administradores coloniales del Munitorum. Rafen se imaginó que sería fácil perderse
en un lugar semejante si no se poseía el sentido de la orientación de un adeptus
astartes.
A pesar de ello, la ciudad le hacía sentirse incómodo. Hectáreas enteras de
ventanas destrozadas por las explosiones lo miraban fijamente, y cada una de ellas
era un pozo oscuro que ni siquiera los aparatos ópticos de su casco eran capaces de
penetrar. En cualquiera de ellas podía estar escondido un francotirador armado con un
cañón láser o un lanzacohetes. El hermano sargento hubiera preferido sobrevolar la
ciudad en una lanzadera para descubrir su objetivo y lanzarse directamente a por él.
Sin embargo, a Rafen le habían insistido en cuáles eran las reglas de enfrentamiento
en Eritaen, y no con poco énfasis. Aquella zona de combate no le pertenecía, por lo
que no podía en absoluto cuestionar cómo se libraba la batalla allí. Rafen se volvió y
vio que el resto de su escuadra se encontraba a la espera y medio a cubierto detrás de
un ómnibus volcado. Las armaduras de color carmesí relucían con un brillo apagado
bajo la luz de la tarde. Los Ángeles Sangrientos habían acudido allí como invitados.
En aquel conflicto no podían tomar decisiones a gran escala ni sugerir nada.
Conectó el comunicador a la frecuencia general e hizo un gesto cortante en el aire
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con el canto de la mano.
—Seguimos avanzando. No están aquí —comunicó.
Captó la irritación en la voz de Ajir, que se puso a hablar en cuanto salió de detrás
del vehículo quemado.
—¡Por el Trono! ¿Es que están jugando con nosotros?
Como siempre, el fanfarrón era el primero en ponerse al descubierto, como si
estuviera desafiando a la ciudad a que le disparase.
Rafen frunció todavía más el entrecejo. Ajir parecía suponer que era
indestructible, que su bólter y sus andares presumidos eran más que suficientes para
protegerlo del archienemigo.
—Eso no me sorprendería nada —comentó Turcio—. Nuestros antiguos primos
nunca han sido…
—Basta. —Rafen lo silenció con un movimiento negativo de la cabeza—.
Tenemos una misión y un mensaje. Es en eso en lo que debemos concentrarnos.
—Sí, mi señor —respondió Turcio con un gesto de asentimiento—. Por supuesto.
El hermano sargento se alejó y le indicó al marine de mayor envergadura de la
escuadra que se acercara con un gesto de la mano. El especialista en armas pesadas se
diferenciaba de sus hermanos por el casco de color azul y el enorme bólter pesado
alimentado por cinta que llevaba apoyado en un costado. El hermano Puluo asintió a
su vez y se acercó al sargento. Aquel astartes fornido no parecía creer que hablar
formara una parte importante de la comunicación con sus camaradas, y en la mayoría
de los casos demostraba tener razón. Puluo le daba una nueva dimensión a la palabra
«taciturno», pero a Rafen le había caído bien desde que lo asignaron a su unidad. Lo
que carecía de vocabulario lo compensaba con creces con su habilidad de combate.
—Vigila las ventanas —le dijo Rafen en voz baja—. Tengo un presentimiento…
Puluo asintió de nuevo, le quitó el seguro al bólter pesado y se dirigió a una
posición ventajosa para el disparo.
El joven Kayne, que estaba detrás de ellos, parecía dudar mientras consultaba el
auspex que sostenía en la mano.
—No se ven cambios en la lectura de datos, señor. En la pantalla hay más nubes
que en una tormenta de polvo de Secundus.
Kayne era el más alto de todos, muy delgado, pero pura fibra comparado con el
cuerpo musculoso de Puluo. También llevaba la cabeza al descubierto.
—Armas atómicas —dijo el hermano Corvus, que fue el último en salir. Apuntó
de un lado a otro con el bólter en un gesto cauteloso—. Es radiación residual
procedente de las explosiones aéreas. Lo nublará todo en un radio de medio
kilómetro.
—Sí —contestó Kayne, mostrándose de acuerdo al mismo tiempo que guardaba
el artefacto, aunque de un modo un tanto torpe.
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Rafen se percató de que Corvus también se había dado cuenta de ello; pero
ninguno de los dos dijo nada al respecto. El joven astartes todavía estaba
acostumbrándose a su nueva condición. Kayne había sido un explorador de la 10ª
Compañía hasta pocas semanas antes, y lo reciente de su ascenso al rango completo
de hermano de batalla todavía se notaba en sus movimientos. La servoarmadura Mark
VIII Imperator que llevaba puesta seguía siendo nueva para él, y en un guerrero de
primera línea eso se notaba.
Rafen apartó la mirada. Había escogido al joven para que se incorporara a la
escuadra por varias razones, pero la principal era su extraordinaria puntería. Sin
embargo, el sargento tuvo que admitir que hubiera preferido pasar más tiempo
entrenando y preparando a su unidad para que funcionara como un mecanismo de
relojería antes de embarcarse en esa acción. Los pequeños detalles como la falta de
soltura de Kayne ya se habrían eliminado, lo mismo que otros pormenores menos
obvios.
Miró de reojo a Turcio y a Corvus y pensó de nuevo en las marcas de penitente
que los dos llevaban.
Sin embargo, la voluntad del Emperador y la del capítulo no se movían al compás
de los deseos de un simple hermano sargento. El comandante Dante le había
entregado las órdenes y había partido de su planeta natal ese mismo día. Sus
insignificantes preocupaciones no suponían razón alguna frente a la palabra dada por
su señor, el patriarca de todos los Ángeles Sangrientos. Habían dispuesto de algo de
tiempo a bordo de la fragata que los había llevado hasta Eritaen, pero no fue
suficiente. Nunca era suficiente. Miró de nuevo a Turcio. De todos ellos, sólo él había
servido con Rafen anteriormente, antes del incidente en Cybele y la locura que se
produjo después…
Rafen negó con la cabeza. Esa forma de distraerse con aquellos pensamientos tan
sólo serviría para hacerle perder la concentración. Aunque la rebelión en Eritaen ya
había sido aplastada, al sargento no le convenía en absoluto tener la mente puesta en
otro lado.
En cada una de las conurbaciones había bolsas de resistencia, y sus miembros
quizá serían lo suficientemente estúpidos como para atacar a una escuadra del
Adeptus Astartes que se encontraba aislada y sin apoyo alguno. En cierto modo,
Rafen tenía la esperanza de que lo intentaran. Un poco de práctica de combate en la
fortaleza-monasterio y algo a bordo de la fragata estaba bien, pero no en modo alguno
podía sustituir a un verdadero enfrentamiento.
Pero estaba la misión. La misión y el mensaje eran lo primero.
Siguieron avanzando, entrando y saliendo de las sombras alargadas y angulosas
provocadas por los bloques de edificios. Los trozos de ventanas rotas, fragmentos de
color y de luz apagados por el polvo, estaban por todas partes. Era imposible caminar
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sin triturar aquellos restos bajo las botas de ceramita. En la base de algunos edificios
incluso se amontonaban formando capas relucientes que llegaban hasta las rodillas de
alguien de la estatura de los propios marines. Oyeron un par de veces a lo lejos el
estampido de los disparos de bólter, que les llegaba distorsionado tras rebotar por los
desfiladeros de cemento de la ciudad.
Rafen se detuvo en un cruce de calles y estudió con atención los diferentes
caminos que se abrían ante ellos. Una brisa fuerte soplaba de este a oeste y levantaba
los restos más ligeros por encima de sus cabezas: fragmentos de papel, trozos de tela
arrancada y objetos similares. A la altura del suelo removía el polvo espeso y lo
empujaba formando ondulaciones que se arremolinaban alrededor de los tobillos de
los marines. El sargento activó al máximo los filtros de la rejilla del respirador del
casco y miró hacia lo lejos en busca de alguna señal de movimiento. Vio una.
—Allí —dijo Rafen, señalando con un dedo—. ¿Lo ves?
Ajir asintió.
—Sí. Hay alguien dentro de ese vehículo. —El ángel sangriento frunció el ceño,
aunque tenía la cara tapada por el casco que llevaba puesto—. Creo que… creo que
nos está saludando con la mano.
Puluo, que estaba a su lado, soltó un gruñido, que era su equivalente a una
expresión de risa ante algo divertido. Kayne utilizó la mira telescópica que llevaba
acoplada al bólter.
—No tengo un buen ángulo desde aquí. Hermano sargento, ¿busco otra posición
de disparo?
—Podría ser una treta para hacernos salir al descubierto —respondió Rafen.
Ajir observó con atención el cruce de calles. Bajo la capa de polvo se adivinaba lo
que debía de haber sido un accidente tremendo. Vatios vehículos terrestres, un
transporte y dos tranvías estaban entremezclados formando una masa de metal y de
plástico. El marine espacial separó mentalmente los distintos componentes de aquella
amalgama creada por la colisión múltiple y los hizo retroceder hacía sus puntos de
origen.
—El espíritu de la máquina encargada del sistema de control de las calles murió
—comentó Corvus, que evidentemente estaba pensando lo mismo—. Los vehículos
chocaron a gran velocidad.
—Intentaban huir de la ciudad —apuntó Turcio—. ¿Estás de acuerdo?
Ajir no miró a su compañero.
—Supongo.
Le costaba hablar con Turcio o con Corvus y no fijarse en sus marcas de
penitente, o pensar en lo que implicaban. Ajir no pudo evitar especular, una vez más,
en qué estaba pensando el hermano sargento Rafen cuando pidió la inclusión de
aquellos dos guerreros en su escuadra. Habían demostrado su falta de perfección. ¿O
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no? La simple idea de que los Ángeles Sangrientos se dedicaban a dar una segunda
oportunidad a los que le habían fallado al Emperador le resultaba difícil de digerir.
—Formación en cuña. —Rafen dio la orden con rapidez y con firmeza—.
Cuidado con las líneas de visión. Todos preparados.
—¿Vamos a acercarnos? —le preguntó Kayne.
—Así es. Si es una trampa, la haremos saltar —le replicó el argento.
Al final, resultó que a lo único a lo que se enfrentaban era al viento. La figura que
saludaba se encontraba en el lado de un vehículo donde soplaba el viento. Era el
cadáver de un hombre, que ya llevaría unos tres o cuatro días muerto. Estaba caído en
una postura extraña que permitía al viento moverle el brazo adelante y atrás. Eran las
ráfagas la que creaban el movimiento, la falsa sensación de vida.
—Lleva puestos los restos de un uniforme —comentó Kayne mientras tanteaba el
cadáver con la punta del pie—. Yo diría que se trata de un departamento de seguridad
local.
—Hay más aquí —avisó Turcio. Movió uno de los vehículos con un empujón del
hombro—. ¿Serán civiles?
Rafen entrecerró los ojos dentro del casco.
—Es difícil de saber.
Se acercó un poco más. La disposición de los cadáveres le resultaba extraña. Los
cuerpos caían de una determinada manera cuando morían en combate o tras sufrir una
herida. No parecía que fuera el caso de aquéllos.
—No murieron aquí —dijo al cabo de unos momentos.
—Ni en el accidente, señor —añadió Turcio al mismo tiempo que señalaba a los
vehículos—. Los ejecutaron en otro sitio y luego los dejaron aquí.
—¿En mitad de una pila de escombros? —Ajir soltó un bufido—. ¿Para qué?
Kayne soltó un escupitajo.
—¿Quién puede adivinar los motivos de nada de lo que haga el archienemigo?
—Eso es cierto —admitió Corvus.
Rafen no prestó mucha atención a lo que decían. Se arrodilló al lado del cadáver
del agente de la ley y le sostuvo la cara en la palma de la mano. La carne del muerto
era muy blanca, casi translúcida, frente al rojo brillante del guantelete. Sus Ojos,
ciegos y enturbiados, le devolvieron la mirada. El cuerpo parecía extrañamente
ligero.
El sargento le apretó un poco la carne entre los dedos del guantelete. Turcio se
fijó en el escrutinio.
—¿Qué ocurre, hermano sargento?
Rafen dejó que el cadáver cayera al suelo.
—No hay sangre. Mirad alrededor. ¿Veis alguna? Ni un solo rastro.
Kayne olfateó el aire.
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—No… Es verdad. Ni siquiera me había dado cuenta.
Corvus sacó su auspex y recitó una rápida invocación antes de ponerlo en modo
biológico. Lo pasó por encima de otro de los cadáveres; el de una mujer.
—Los han desangrado. Les han sacado toda la sangre del cuerpo —informó.
Rafen le abrió el cuello de la camisa al agente de la ley y dejó al descubierto una
gran marca de perforación justo por encima de la clavícula.
—Mirad. Me imagino que encontraremos la misma herida en todos los cuerpos.
Kayne volvió a escupir e hizo la señal del aquila.
—Que el Emperador proteja sus almas. No bastaba con que los mataran. Alguien
tuvo que hacerles eso.
—El Emperador no siente piedad por estos idiotas —le replicó Corvus. Giró el
rostro de la mujer para que todos pudieran ver la serie de anillos y arcos que tenía
tatuados a lo largo de la mandíbula—. Companitas. El símbolo de la rebelión.
El movimiento disidente de Eritaen no era único de ese planeta. La Companitas
era una de las muchas facciones que se escondían en los resquicios de la cultura
monolítica del Imperio. Rafen tan sólo conocía algunos detalles sobre ellos, y
únicamente la información que tenía valor táctico. De cara a la gente en general, la
Companitas predicaba unidad, libertad y camaradería entre todos los seres humanos,
pero se decía que, a puerta cerrada, organizaban actos licenciosos que la mayoría de
las personas decentes consideraban no sólo vergonzosos, sino repugnantes en
extremo. Tras ellos se adivinaba la marca del Caos. Rafen no tenía ninguna duda al
respecto. Quizá no era visible entre la hueste de gente estúpida y engañada como
aquélla, pero estaba claro que existiría entre los rangos superiores.
—Quizá se lo hicieron ellos mismos —sugirió Turcio—. Se sabe que los
corruptos ya han hecho cosas parecidas.
Kayne se movió como si se sintiera incómodo.
—Puede que se deba a otra causa —dijo con voz sombría—. El
desangramiento… Quizá fue un botín. —El joven astartes señaló con un gesto del
mentón los restos de vehículos y los cadáveres—. A lo mejor se trata de una especie
de… advertencia. Un mensaje que han dejado aquí para los rebeldes.
—Entonces, ¿para qué sacarles toda la sangre? —se preguntó Ajir.
El guerrero más joven miró a su camarada con una expresión precavida, inseguro
sobre si debía seguir hablando.
—Ya sabes dónde estamos, en qué campo de batalla nos encontramos. Todos
hemos oído los rumores —dijo tras unos momentos.
Los miembros de la escuadra intercambiaron miradas cargadas de significado, y a
Rafen no le hizo falta poseer la capacidad sobrenatural de un psíquico para saber lo
que estaban pensando. Se irguió por completo y habló con voz firme para romper
aquella tensión repentina.
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—No importa quienquiera que sea el responsable de esta escena repulsiva. Han
muerto hace ya mucho tiempo y ya no son asunto nuestro. —Se apartó del vehículo
—. Nos estamos deteniendo demasiado en este lugar. Reagrupaos, tenemos que…
Se calló de repente, y los demás guerreros se pusieron en alerta al instante. Rafen
se quedó inmóvil mirando al otro lado de la calle. Algo pasaba.
—¿Señor? —le preguntó Turcio.
Puluo también lo había visto. La cinta de munición del bólter pesado crujió
cuando giró el arma hacia un edificio que se encontraba al sureste del cruce.
—Auspex —ordenó Rafen.
Corvus todavía tenía el aparato en la mano y lo observó con atención mientras
apretaba unas cuantas teclas y obtenía información del espíritu de la máquina.
—Las lecturas de movimiento no son definitivas. ¿Has visto algo?
Puluo señaló lentamente con el mentón hacia el edificio.
—Movimiento —se limitó a decir.
—¿Rebeldes? —quiso saber Ajir.
Rafen levantó el bólter.
—Probablemente.
Había visto con el rabillo del ojo un levísimo destello de color en una de las
ventanas. La luz clara del día se había reflejado en algo brillante y verdoso semejante
al caparazón de un insecto. Alguien con una armadura de combate. Apenas había
avistado el relieve de una forma y una silueta, pero la experiencia acumulada con
tanto esfuerzo le había enseñado a confiar en sus instintos, a permitir, que los sentidos
potenciados de su fisiología astartes le mostraran cómo era el mundo que lo rodeaba
sin pasar por el filtro de su razonamiento.
Levantó la palma de la mano y separó todos los dedos: la señal de batalla que
ordenaba que se desplegaran. Los seis marines espaciales se apartaron de la cobertura
que proporcionaban los restos de los vehículos y se aproximaron con rapidez al
edificio y se dispersaron en abanico para cubrir todos los ángulos de ataque posibles.
Llegaron hasta allí con grandes zancadas, como cazadores caninos al acecho. Las
botas provocaron unos leves crujidos al pisar el polvo y los trozos de cristal. Rafen se
percató de que el edificio era una torre de servicio, una estructura de múltiples niveles
que albergaba oficinas e instalaciones del Administratum. Las imágenes del águila
imperial estaban por todas partes, y en la entrada principal se alzaban un par de
enormes figuras con las túnicas propias del Adeptus Terra que flanqueaban el espacio
donde deberían encontrarse las puertas.
Algunos de los pisos superiores se habían derrumbado sobre los inferiores, por lo
que daba la impresión de que el edificio estaba encorvado. El sargento tomó buena
nota de aquello. Lo más probable era que la estructura fuera inestable, lo que
significaba que tendrían que emplear armas que no provocaran explosiones. El uso
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indebido de una granada perforante en aquel lugar podría hacer que el techo se les
desplomara encima.
Kayne le llamó la atención con la mano y le señaló un punto. La calle polvorienta
se bifurcaba por uno de sus lados y bajaba por una rampa hacia uno de los niveles
inferiores del edificio. Se dio cuenta de que se trataba de un aparcamiento
subterráneo. Rafen se paró a pensar un momento. Era una buena posición defensiva,
tan resistente como cualquier refugio o búnker del ejército, oculto a los ojos de todo
el mundo salvo de aquellos que se acercaran mucho. Era una buena elección para
cualquier rebelde que buscara un escondite.
Dudó un momento más. Una vez diera la orden de entrar, estaría yendo más allá
de lo que se le había indicado en las órdenes que le habían dado. La escuadra de
Rafen sólo debía localizar su objetivo, ni más, ni menos. Si les hacía dar la vuelta y
volvían a calle principal, no sería una decisión errónea, pero lo cierto era que el
asunto de aquellos cadáveres desangrados lo había preocupado. Sentía una necesidad
creciente de saber más acerca de lo que estaba ocurriendo en Eritaen.
Rafen frunció el entrecejo. Lo consideraría un ejercicio de entrenamiento.
Llevaban días recorriendo las calles de la ciudad. Un poco de acción sería bienvenida.
Le hizo un gesto de asentimiento a Kayne y le indicó con un gesto que entrara él
primero. Lo mejor era darle algo en lo que concentrarse. El joven guerrero sonrió
levemente y se detuvo un momento para colocarse el casco antes de proseguir.
La estructura del aparcamiento subterráneo ocupaba varios niveles bajo la torre
del edificio y sus límites se perdían en la oscuridad. El suelo estaba inclinado hacia
abajo, y cada nivel era una rampa suave que bajaba hacia el siguiente. El sistema de
energía de la ciudad estaba inutilizado desde hacía tiempo, por lo que la única luz
existente procedía del brillo amarillo verdoso y enfermizo de los biolúmenes
montados en las paredes de ferrocemento. Rafen notó la sensación tensa y familiar en
la parte posterior de los ojos cuando el implante ocuglobo se activó y estimuló las
células de sus nervios ópticos. Cuanto más se adentraban en la estructura, menos
claridad había, por lo que su visión tuvo que ajustarse a los bajos niveles de luz.
Echó un vistazo a los glifos sensores que había en una esquina del visor. Los
sensores atmosféricos integrados en la armadura indicaban un pequeño aumento de
monóxido en el aire, pero era tan leve que no tendría importancia para un astartes. El
polvo omnipresente en el exterior no había llegado hasta allí abajo. Tan sólo se veían
pequeñas acumulaciones aquí y allá procedentes de las rejillas de los conductos de
ventilación. El aire del lugar olía a hidrocarburos estancados y a baterías descargadas.
Turcio se dio un par de golpecitos en un lado del casco y llamó la atención de
toda la escuadra.
—Hay más cuerpos. —Eran en total unos cincuenta o sesenta, apilados en un
montón alargado apoyado contra una pared—. A éstos no los han desangrado.
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—Quizá los guardan para más tarde —comentó Kayne en voz baja.
Ajir se inclinó sobre los cuerpos.
—¿Qué es eso?
Señaló un artefacto extraño que rodeaba el torso del cuerpo más cercano. Desde
donde estaba Rafen parecía una especie de chaleco metálico con una hilera de tubos
de cristal colocados de arriba abajo. Cada uno de ellos estaba lleno de un líquido
aceitoso oscuro. El agudo oído del sargento captó un leve sonido, semejante al tictac
de un reloj. Todos los cuerpos llevaban acoplados el mismo artefacto, y todos
mostraban la señal de la Companitas en el rostro.
—No toquéis nada —ordenó Rafen—. Lo más probable es que los cuerpos tengan
alguna cIase de trampa explosiva.
—¿Los dejamos así aquí? —insistió Ajir.
—Sí —le replicó Rafen—. Turcio los quemará cuando subamos de regreso a la
superficie.
Siguieron avanzando. Tan sólo había unos cuantos vehículos, en su mayoría el
utilitario rectangular y compacto sacado de la misma plantilla de construcción
estándar utilizada en millares de planetas humanos. Rafen supuso que los habrían
abandonado con las prisas por dejar la ciudad cuando la lucha se había extendido por
doquier.
—Sigo sin detectar nada —informó Corvus mientras seguía mirando el auspex.
—Yo diría que hay algo —contestó Kayne, que se detuvo y se llevó el bólter al
hombro.
Delante de ellos, y sentado sobre el capó de una camioneta de transporte, había
una figura vestida parcialmente con lo que parecían ser los restos de una armadura de
la Guardia Imperial. Era un hombre, sucio y desharrapado, que estaba un poco
inclinado hacia delante. Los hombros se le movían levemente y no prestó atención
alguna a los marines que se le acercaban. A Rafen le dio la impresión de que estaba
llorando en silencio.
—No aparece en el auspex —les advirtió Corvus—. No capto lecturas orgánicas
en él.
Kayne ya estaba apuntándole, y el resto de la escuadra reaccionó como se
esperaba de ella y cubrió todos los puntos del aparcamiento en busca de nuevas
amenazas. Rafen dio un paso hacia el individuo.
—Identifícate —le ordenó. El sargento no estaba dispuesto a que nadie hiciera
caso omiso de ellos.
El hombre alzó la cabeza y quedó claro que no estaba llorando, sino riéndose. Lo
hacía sin emitir sonido alguno, balanceándose hacia delante y hacia atrás como si le
hubieran revelado lo mis gracioso de todo el universo.
—Ciudadano, te he hecho una pregunta —insistió Rafen, que se llevó la mano
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libre al pomo de la espada de energía—. ¡Habla!
De repente, el hombre se bajó deslizándose del vehículo y comenzó a caminar
hacia ellos con pasos tambaleantes.
—El polvo —jadeó entre aquellos ataques mudos de risa histérica—. El polvo es
por lo que es… Es lo único que queda de ellos.
—Retrocede —le ordenó Kayne sin rastro alguno de duda en la voz.
—Mirad —le dijo el hombre al mismo tiempo que les ofrecía algo que llevaba en
las manos—. Mirad.
Rafen vio que se trataba de un cilindro de cristal lleno de un fluido espeso,
idéntico a los que habían visto acoplados a los chalecos metálicos. Al acercarse más
el hombre, el sargento se dio cuenta de que el individuo también llevaba puesto uno
de aquellos chalecos.
—Venid al polvo —les dijo, y con un movimiento repentino se clavó el tubo en el
muslo.
El cilindro emitió un chasquido y el fluido del interior se descargó en el interior
de la pierna del hombre con un sonido gorgoteante. Este se estremeció como si
sufriera un ataque de convulsiones y se lanzó a por ellos aullando.
Kayne abrió fuego. El estampido seco del disparo resonó por todas partes. El
individuo sonriente salió despedido hacia atrás con el cuello rematado únicamente
por una neblina rojiza.
—Intentó atacarte —musitó Corvus con un tono de incredulidad en la voz—. ¿Es
que estaba loco?
—Eso parece —apuntó Puluo.
De repente, a su espalda, a lo largo de la suave cuesta que formaba el suelo,
resonó un coro de chasquidos, siseos y gorgoteos cuyo eco rebotó en las paredes del
lugar. La pila de cuerpos se estremeció y empezó a deshacerse. Fueron cayendo uno
tras otro al suelo, donde rodaron sobre sí mismos. Unos pocos comenzaron a ponerse
en pie lentamente, con las piernas rígidas. Se reían. Murmuraban. Las ampollas de
cristal vacías cayeron de las sujeciones de los chalecos y bajaron rodando hacia los
astartes.
—Pero si estaban muertos… —musitó Corvus.
—Sí, eso mismo. Lo estaban —contestó Turcio.
—Pues vamos a recordárselo —dijo Rafen al mismo tiempo que apuntaba el
bólter hacia los seres que los rodeaban y que estaban inyectándose una dosis de fluido
en sus cuerpos temblorosos.
Puluo abrió fuego con el bólter pesado. En los confines del aparcamiento, el
estampido del arma al disparar se convirtió en un rugido metálico. En la boca del
cañón apareció una cruz de fuego cuando los proyectiles del tamaño de puños
empezaron a acribillar a la horda que avanzaba. Algunos de ellos murieron de forma
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instantánea cuando los disparos les atravesaron el torso y los destrozaron por el
choque hidrostático. Otros perdieron extremidades o trozos de cuerpo y giraron sobre
sí mismos como si estuvieran participando en alguna clase de baile demencial.
Los que no murieron inmediatamente no mostraron miedo alguno ni la más
mínima preocupación por sus vidas. Simplemente siguieron riéndose y gritando
mientras las caras se les hinchaban debido al efecto del fluido oscuro procedente de
los inyectores.
Tenían armas muy básicas, pero eran muchos. En su mayoría empuñaban rifles
automáticos antiguos, además de garrotes de todas clases e incontables armas
blancas. Los proyectiles rebotaron en la placa pectoral de Rafen, descascarillando la
capa roja que cubría la ceramita pero sin lograr penetrar. El sargento puso el bólter en
modo semiautomático y disparaba un único proyectil contra la cabeza de todos
aquellos que se le acercaban.
A aquellos que les habían volado las piernas no pareció importarles, y Rafen vio
como sacaban más ampollas de los chalecos y se inyectaban nuevas dosis en el
estómago o en el cuello. El ángel sangriento conocía de sobras el funcionamiento de
las drogas de combate, aunque su capítulo solía desdeñar el uso de esas sustancias
químicas, ya que preferían confiar en el poder de la sangre del primarca que corría
por sus venas. Sin embargo, fuese lo que fuera lo que estaban inyectándose esos
rebeldes, iba más allá de las drogas de combate. El fluido era alguna clase de
mutágeno, porque se veía allí donde alteraba la densidad de la carne o cortaba en seco
las hemorragias.
El ferrocemento bajo los pies de los astartes no tardó en empaparse y quedar
pegajoso debido a la sangre derramada por sus enemigos. El olor le llegó a Rafen a
través del respirador del casco. Tenía un matiz peculiar. El familiar aroma cobrizo
estaba entremezclado con una dulzura casi azucarada, lo que le proporcionaba un
atractivo suculento. Se lamió los labios en un gesto inconsciente.
Los atacantes saltaron por encima de sus camaradas caídos con una
despreocupación absoluta. De repente, el tiroteo se convirtió en un combate cuerpo a
cuerpo. La escuadra de Rafen se enfrentó al desafío con su pasión habitual. Aquellos
enfrentamientos cara a cara eran la esencia de los Ángeles Sangrientos. El sargento
dejó que el bólter quedara colgando de su cincha y desenvainó la espada de energía
con un rápido movimiento que trazó un arco con el que decapitó a un companitas que
empuñaba una escopeta alimentada por cargador; El arma disparó una vez, y luego
otra, mientras el cuerpo decapitado continuaba durante unos momentos más con su
baile alocado. Rafen, irritado, le propinó otro tajo, esta vez en el abdomen. Notó una
débil resistencia cuando la hoja le partió la espina dorsal y tomó nota mentalmente de
hablar con los servidores de la armería para que la afilaran y ajustaran el campo de
energía de la espada cuando la escuadra se marchara de Eritaen.
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El enfrentamiento a su alrededor se había convertido en una serie de combates
individuales. Puluo mató a un hombre con un simple golpe del bólter que empuñaba.
Utilizó el arma como una maza para aplastarle el cráneo contra el suelo. Kayne
enterró la bayoneta de su arma en el pecho de un individuo balbuceante armado con
una espada. El lanzallamas de Turcio vomitó chorros cortos de fuego que convertían
a sus oponentes en antorchas aullantes.
—Acabemos con esto y marchémonos de una vez —dijo Corvus.
Ajir soltó una carcajada sin alegría.
—Con el debido respeto, creo que estos idiotas tienen pensada otra cosa. ¿No los
oyes?
Rafen se volvió cuando el sonido de más risas enloquecidas y el repiquetear de
botas contra el suelo le llegó a los oídos. De los niveles inferiores surgieron más
miembros de la Companitas, cientos de ellos. El resonar de su histeria reverberó
desde las profundidades. Un rato antes se había preguntado dónde se escondía el
enemigo. Al parecer, era precisamente allí.
—Nos hemos metido en un nido de ratas. ¿Cuántas habrá? —preguntó Turcio sin
que se le alterara la expresión del rostro.
—Me parece que no tenemos proyectiles suficientes como para acabar con todos
ellos —contestó Rafen—. Retroceded. Si nos acorralan aquí dentro, no volveremos a
ver la luz del día.
Entonces, sin aviso previo, sonó una voz en la frecuencia de comunicación
general. Fue un gruñido resonante y hosco.
—Ángeles Sangrientos. Salgan de ahí de inmediato. Se encuentran en una zona
de fuego.
—¿Quién habla? ¡Quiero su nombre y su rango! —exigió saber Rafen.
—No se lo advertiré de nuevo, primo —fue la seca respuesta, y la comunicación
se cortó.
Puluo se volvió para disparar contra las filas de los refuerzos rebeldes en cuanto
la primera oleada quedó eliminada. Kayne miró a Rafen.
—¿Cuáles son sus órdenes, señor?
El sargento torció el gesto.
—Nos vamos. ¡Destrabaos y retiraos!
La escuadra reaccionó al unísono. Puluo y Corvus abrieron fuego de cobertura
mientras los marines se retiraban por el mismo camino por el que habían bajado. El
rostro de Rafen mostraba a la claras la ira que sentía. Sabía muy bien quién había
hablado, y la arrogancia de aquellas palabras lo llenaba de irritación. Sin embargo, no
hacer caso del aviso hubiera sido una locura.
El débil resplandor de la luz del día los iluminó poco a poco cuando llegaron al
nivel superior del aparcamiento. Captó un sonido débil con su sentido del oído
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potenciado: el aullido de un lanzamiento múltiple de cohetes.
Su mente racional apenas tuvo tiempo de formar el pensamiento. Se le ocurrieron
multitud de preguntas, pero lo que hizo fue gritar.
—¡Bombardeo!
Salieron corriendo del edificio. Una oleada de cohetes se estrelló en algún punto
por encima de ellos contra el costado de la torre de servicio y provocó una onda de
choque que bajó sacudiendo toda la estructura hasta los niveles inferiores. El
ferrocemento se agrietó, se partió y cayó destrozado alrededor de ellos como un
torrente de piedra.
Turcio sintió más que vio la lluvia de rocas. El polvo lo cegó y se maldijo a sí
mismo por no haberse puesto el casco. Parpadeó y atisbó a otro marine que se
esforzaba por avanzar bajo aquel diluvio. Alargó una mano de forma instintiva para
tirar del brazo de su camarada y ayudarlo.
El brazo se apartó de forma brusca.
—¡Ocúpate de ti mismo, penitente! —le gruñó Ajir mientras se abría paso a
través de las asfixiantes nubes de polvo.
Turcio soltó un bufido, pero no le dijo nada y siguió corriendo. Captó la presencia
de otros a su alrededor, sus siluetas rojizas y borrosas entre las rocas que caían. Las
piedras más pequeñas repiqueteaban en la gorguera de la armadura y unas cuantas del
tamaño de puños le rebotaron contra el cráneo y le provocaron fuertes relampagueos
de dolor. Casi se cayó, pero una fuerza inesperada lo propulsó hacia delante. Puluo.
—Sigue —le espetó.
La luz azul del día se volvió gris cuando la nube de polvo los rodeó por completo.
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DOS
J
Rafen se libró a patadas de los escombros y salió de la maraña de vigas y de cascotes.
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Miró con rapidez a su alrededor para asegurarse de que todos sus guerreros estaban
indemnes. No esperó a que lo siguieran. Atravesó el cruce de calles en dirección al
tanque mientras sentía que la ira le aumentaba en el pecho a cada segundo que
pasaba. Rafen se quitó el casco con un movimiento iracundo de las manos.
—Primo. Bienvenido —dijo la misma voz que había resonado en el comunicador.
Dos astartes con armadura Mark VII avanzaron a su vez para encontrarse con él.
Uno llevaba la insignia de un astartes raso y el otro la de un sargento veterano.
Mientras los miraba, el guerrero de mayor rango imitó su gesto y se quitó el casco.
Rafen vio que tenía un rostro lleno de arrugas, con el cabello oscuro cortado a
cepillo y unos ojos fríos y sin vida En ese momento, lo que más hubiera querido en la
vida era abofetearlo por su imprudencia.
Sin embargo, estaba la misión. La misión y el mensaje. Rafen refrenó el impulso
de golpearlo e hizo caso omiso del ludo ritual.
—A menudo he oído decir que los hermanos del capítulo de los Desgarradores de
Carne eran impulsivos y salvajes —dijo con voz tensa—. Y la verdad es que tenía
mejor concepto de vosotros.
Rafen se alegró al ver el leve parpadeo de ira contenida en el rostro del otro
guerrero.
—Tenemos una reputación que mantener —le contestó el desgarrador de carne—.
El primarca, en toda su sabiduría, no consideró necesario bendecimos con los mismos
dones que a nuestra legión fundacional. —Señaló con un gesto del mentón el símbolo
de la gota de sangre alada que se veía en la armadura de Rafen—. Sin embargo,
hemos aprendido a aprovechar nuestras virtudes. —El astartes hizo una reverencia
apenas perceptible—. Soy el hermano sargento Noxx. Este es el hermano de batalla
Roan, mi segundo al mando.
—Rafen. —El malhumor le hizo responder con voz cortante—. Espero tu
disculpa, primo. —Recalcó la última palabra.
Noxx le devolvió una mirada inflexible.
—¿Por qué? ¿Por efectuar un ataque en una batalla que nos habían ordenado
ganar? Si tienes algún problema, ángel sangriento, te sugiero que se lo presentes a mi
comandante. Tenía órdenes de destruir ese objetivo. —Señaló el edificio—. Si no
hubiera sido por él, ni siquiera habría sabido que estabais dentro.
—Los satélites de observación orbitales detectaron a sus hombres cuando
entraron en el edificio —le informó Roan.
—¿Para qué habéis venido? —Inquirió Noxx—. ¿Es que se ha producido un
cambio de protocolo del que no me han informado? ¿Los Ángeles Sangrientos se van
a unir a nosotros en Eritaen para luchar contra los rebeldes? Según tenía entendido,
habíais acudido tan sólo como mensajeros.
Rafen apretó los dientes. No quiso caer en la provocación del desgarrador de
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carne.
—Se presentó un objetivo. Supuse que apreciaríais nuestra ayuda para
neutralizarlo.
Noxx asintió.
—Claro que sí, pero como puedes ver, lo teníamos todo controlado.
Señaló al Whirlwind, y Rafen se dio cuenta en ese momento de que había un
puñado de civiles agrupados en un montón tembloroso bajo la sombra del vehículo
blindado.
—Son colaboradores del enemigo —le explicó Roan, quien presintió la pregunta
de Rafen—. Uno de ellos proporcionaba agua a los companitas. Cuando se le
presionó de forma conveniente, reveló que conocía la existencia de este escondite.
—¿Uno? —Repitió Rafen—. Ahí tenéis una docena de personas. ¿De qué son
culpables los demás?
—Vivían en el mismo refugio. Protegían al traidor.
—¿Estáis seguros? —exigió saber.
Noxx se volvió y le hizo un gesto a uno de sus guerreros.
—¿Verdad podemos correr el riesgo?
Dos de los desgarradores de carne se volvieron hacia los civiles y abrieron fuego.
Todo el grupo quedó acribillado por las ráfagas de disparos de bólter.
Noxx se volvió de nuevo hacia Rafen y lo desafió con la mirada a que dijera algo.
—Primo, tendrás que disculparme si nuestros métodos son menos refinados que
aquellos a los que estáis acostumbrados. Estoy seguro de que carecen de la elegancia
y de la pureza de los utilizados por los Ángeles Sangrientos.
Rafen le sostuvo la mirada, decidido a no ceder ni un ápice.
—Noxx, deberías entrenar mejor a tus guerreros. Un ángel sangriento no habría
desperdiciado tanta munición para hacer eso mismo.
—Quizá —admitió Noxx—. La próxima vez le ordenaré a Roan que te haga una
demostración con la cuchilla despellejadora —le replicó mientras daba unos
golpecitos con la palma de la mano en el cuchillo de aspecto siniestro y filo serrado
que llevaba al cinto.
—Estoy seguro de que sería algo muy instructivo.
J
Rafen apenas llevaba un minuto en compañía de aquel individuo y la paciencia se le
estaba acabando con el sargento de los Desgarradores de Carne. Le irritaban
sobremanera tanto los días que habían pasado dando vueltas buscando en vano el
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puesto de mando avanzado de los Desgarradores de Carne como aquella muestra
descarada de prepotencia. Miró hacia sus guerreros y se dio cuenta de que se
acercaban con paso prudente. Caminaban en formación de combate a pesar de que se
encontraban en presencia de lo que deberían ser sus aliados.
Sin embargo, los Desgarradores de Carne no eran los aliados de nadie, ni de los
demás capítulos de Adeptus Astartes y ni siquiera de aquellos con los que compartían
un parentesco con el primarca que les había dado la vida y un propósito en ella: el
Gran Ángel Sanguinius.
—¡Movimiento!
El grito de Turcio interrumpió los pensamientos de Rafen. El sargento se volvió al
mismo tiempo que el ruido le llegaba a los oídos: el retumbar de los escombros al
moverse y el coro de unas voces aullantes que aumentaba a cada segundo que pasaba.
Las ruinas de la torre derrumbada se estremecieron y estallaron de repente en una
nube de polvo y de humo. Una forma humanoide enorme y sin cabeza surgió de entre
los escombros. El aullido se convirtió en un chillido, y el chillido en una risa
enloquecida que ya habían oído en el interior del edificio.
Rafen parpadeó para ver mejor a través del humo y por primera vez con claridad
aquella aberración. La forma era una amalgama formada por los companitas. Eran
cientos de cuerpos reunidos en ella y mantenidos en su lugar mediante alguna clase
de poder arcano, y todos aullaban y se reían en su locura.
—¡Fuego! —gritó Rafen, y toda su escuadra empezó a disparar.
Noxx siguió su ejemplo y los proyectiles de bólter acribillaron a la criatura.
Los cuerpos cayeron destrozados o salieron despedidos en espirales que soltaban
chorros de sangre. Sin embargo, la masa no se detuvo. Pasó bullendo por encima de
los escombros y un gigantesco puño de carne bajó como un martillo sobre uno de los
desgarradores y lo aplastó, convirtiéndolo en una masa entremezclada de carne y
ceramita. Cuando el puño se alzó de nuevo, los restos del marine espacial fueron
absorbidos por la monstruosa acumulación.
—¡Éste es el verdadero rostro de los companitas! —rugió Roan—. ¡Ésta es la
unidad que prometen, producto de la disformidad! ¡Seguidores del Caos!
Noxx ordenó a la dotación del Whirlwind que recargaran los tubos lanzacohetes,
pero la monstruosidad avanzaba con demasiada rapidez. Se les echaría encima antes
de que pudieran dispararle.
—¡Ángeles sangrientos! —gritó Rafen por el comunicador—. ¡Granadas!
¡Detonación por impacto!
El sargento agarró varias de las granadas perforantes cilíndricas que llevaba al
cinto y apretó los detonadores para armarlas de modo que estallaran al chocar contra
el objetivo. Vio que Turcio, Puluo y los demás hacían lo mismo.
—¡Listos! ¡Lanzad!
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Una lluvia de pequeñas bombas cruzó el aíre e impactó en el centro de la
amalgama de companitas, donde una serie de explosiones en cadena la sacudieron. El
cuerpo fusionado aulló con más fuerza todavía y se separó en varios trozos de menor
tamaño cuando los cadáveres empezaron a caer al suelo.
—¡Lanzallamas, adelante! —Aulló Noxx—. ¡Disparo en barrido! ¡Qué no quede
nada con vida!
Una escuadra de desgarradores de carne avanzó y disparó chorros de promethium
ardiendo contra los cuerpos que se retorcían en el suelo. El cruce de calles se
convirtió en una pira funeraria en cuestión de pocos segundos. Unas grandes
columnas de humo gris se alzaron entre las torres de los edificios.
Rafen miró fijamente al otro sargento. Noxx no le hizo caso.
—No nos hace falta la ayuda de otros astartes —dijo con un tono de voz altanero,
a pesar de lo que acababa de ocurrir—. Mi capítulo recibió la orden de traer el castigo
inmisericorde del Emperador a Eritaen. No es necesario compartir esa misión con
otras fuerzas.
Rafen comenzó a entenderlo todo. Noxx se comportaba así por culpa de un
malentendido. El resentimiento del sargento se debía sobre todo a la rivalidad de
siglos existente entre los Ángeles Sangrientos y sus parientes, y de la diferencia de
métodos entre los directos y brutales empleados por los Desgarradores de Carne y los
más estudiados que empleaban los camaradas de Rafen. Sin embargo, la rabia de los
Desgarradores también se debía a su miedo por extinguirse. Eran uno de los capítulos
de menor tamaño entre todos los Adeptus Astartes y sus reacciones iracundas ante
cualquier ofensa, real o imaginaria, estaban muy bien documentadas. Compensaban
con creces con su ferocidad su inferioridad numérica.
—No hemos venido para sustituiros en esta batalla —le aclaró Rafen—. Los
Ángeles Sangrientos no tienen interés alguno por participar en el castigo a Eritaen.
Rafen vio por primera vez desde que se habían conocido algo semejante a la duda
en la expresión del rostro de Noxx.
—Entonces, en nombre del Trono, ¿para qué habéis venido? —Noxx dejó por
completo de intentar mostrar una cortesía altanera y el resentimiento que lo
embargaba salió a la luz—. ¿Habéis venido a recordarles a vuestros parientes pobres
que sois mejores?
—No te debo contestación alguna. Llevo un mensaje para Seth, vuestro señor de
capítulo. Me llevarás a su presencia. —Rafen le hizo un gesto a Kayne y el joven se
acercó con un tubo metálico donde se veía el sello personal de lord Dante—. Y lo
harás ahora mismo por esta autorización que me han otorgado.
Noxx se quedó mirando el tubo. El peso de la palabra del señor de un capítulo era
una orden inviolable para cualquier astartes de base, y ni siquiera un marine espacial
de la arrogancia propia de los Desgarradores de Carne se atrevería a desobedecerla.
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Tras unos momentos, el sargento veterano asintió con un gesto lento y hosco. Se
dirigió hacia el Whirlwind sin ni siquiera mirar a los ángeles sangrientos.
—Seguidme, entonces. Y procurad mantener el ritmo.
Siguieron al Whirlwind a través del polvo durante una hora antes de llegar al
puesto de mando avanzado de los Desgarradores de Carne. El hermano Kayne, que
avanzaba en la punta de la formación, estudió con detenimiento la estructura
despanzurrada que habían adoptado como base temporal.
Era un edificio de paredes de piedra con contrafuertes de acero al que le faltaba la
techumbre de cristal, que sin duda había quedado destruida en los primeros días de la
rebelión de Eritaen. La columnata baja que ocupaba un extremo del edificio antiguo
estaba rematada por una torre de antena de forma sinuosa que se elevaba hacia el
cielo, aunque más bien estaba retorcida, como si un viento terrible la hubiera doblado
sobre sí misma. El conjunto del edificio se alzaba sobre una colina pequeña, lo que le
proporcionaba un excelente campo de visión sobre todas las vías de acceso que lo
rodeaban. Kayne echó un vistazo a una señal caída cuando entraron en el patio
interior y vio un nombre, una designación: SITUA ALEXANDUS REGINA-
ADEPTUS TELEPATHIGA. Claro. Eso explicaba la extraña forma de la antena. Era
un templo de comunicaciones, el nexo Planetario para enviar mensajes mediantes
señales de comunicador o transferencias astropáticas.
Captó un olor rancio y familiar: sangre seca. Vio manchas oscuras con forma de
salpicadura en las paredes del edificio y pernos metálicos clavados en los ladrillos
rotos. Alguien había crucificado a personas en aquel lugar hacía poco tiempo. Se
preguntó si las víctimas habrían sido el personal encargado del lugar, y luego también
se preguntó qué habría sido de los cuerpos.
El Whirlwind se apartó del grupo y avanzó un poco más hasta detenerse delante
de un puñado de servidores del capítulo que trabajaban bajo la atenta mirada de un
tecnomarine de los Desgarradores de Carne. En el cuadrante de aparcamiento tan sólo
se veían unos cuantos vehículos, y Kayne frunció el entrecejo al ver el estado en el
que se encontraban. Había un Rhino, un tanque Predator de la clase Baal y un par de
Land Speeders, y todos ellos tenían un aspecto mugriento, propio de un mal
mantenimiento, como si se conservaran de una sola pieza tan sólo gracias a las placas
de acero y a la benevolencia de los espíritus de sus máquinas. Sin embargo, Kayne se
lo pensó mejor tras recordar que el Whirlwind al que habían seguido mostraba el
mismo aspecto desastrado y falto de atención, pero que había funcionado a buena
velocidad y sin tener problema alguno. Quizá no se trataba de que los Desgarradores
no se ocupasen de sus vehículos, sino que no les preocupaba su aspecto exterior.
El joven pensó en ello mientras miraba a los demás desgarradores, que
interrumpieron sus respectivas tareas para observar la llegada del grupo de ángeles
sangrientos. Las miradas no eran ni amables ni indiferentes, sino precavidas y
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desconfiadas. Trató de adivinar lo que pensarían sobre el hermano sargento Rafen y
su escuadra. Al igual que ocurría con sus vehículos, los desgarradores de carne no
mostraban demasiada ornamentación en su equipo. El rojo de sus armaduras era tan
oscuro que casi parecía púrpura, a excepción del casco, la mochila de energía y las
hombreras, que eran de color negro mate que no reflejaba la luz. Kayne distinguió los
diferentes símbolos de rango, de compañía y similares, pero no vio detalles o atavíos
aparte de los necesarios en un campo de batalla. Por contraste, el equipo de combate
de los ángeles sangrientos mostraba detalles de filigrana dorada a lo largo de las alas
engastadas en los pectorales de las armaduras y las gotas de sangre eran rubíes
relucientes. Además, lucían numerosas cadenas votivas y otro tipo de símbolos. El
marine espacial se sintió demasiado refinado al compararse con los marines
sucesores. Algunos de los desgarradores, los veteranos, alzaron una ceja y apartaron
la mirada. Quizá pensaban que los ángeles sangrientos no eran más que unos
presumidos. Hasta Puluo, que era el menos atractivo de todos ellos, habría sido una
belleza al lado de aquellos individuos astrosos y de rostro huraño.
Era difícil creer que aquellos astartes descendiesen de la misma semilla genética
noble que había dado lugar a la creación de los Ángeles Sangrientos; sin embargo, los
Desgarradores de Carne poseían el mismo legado del primarca Sanguinius que corría
por las venas de Kayne y de sus hermanos de batalla. Después de la derrota de la
Herejía de Horus, diez mil años atrás, cuando el Emperador de la Humanidad había
sido conectado al Trono Dorado, la galaxia se tambaleó debido a la recién iniciada
guerra contra el Caos y las grandes legiones de Adeptus Astartes se dividieron en
capítulos sucesores de menor tamaño. Los Ángeles Sangrientos no habían sido una
excepción a aquella medida. Los Desgarradores de Carne fueron el producto, entre
otros, de esa Segunda Fundación, y se les envió a los límites del espacio humano para
castigar a los mundos que habían ofrecido su lealtad al architraidor Horus. Sin
embargo, se decía que se habían llevado consigo algo siniestro, un instinto feroz y
aterrador que antes había permanecido oculto en el espíritu del Gran Sanguinius. En
las estancias de la fortaleza-monasterio de Baal se hablaba de su comportamiento en
combate con palabras duras cargadas de reproche.
Kayne se preguntó cuánto habría de verdad en los rumores que se contaban sobre
sus primos, y cuánto era parte del mito y de los bulos. Sabía muy bien que otros
capítulos, como los estoicos Ultramarines, o los Manos de Hierro, contaban detalles
similares sobre los Ángeles Sangrientos, pero al fijarse en las miradas duras de los
marines espaciales que los contemplaban con descaro le resultó difícil ser generoso
en sus ideas respecto a ellos.
Todos los Hijos de Sanguinius, sin importar si su capítulo procedía de la primera
o de la última de las fundaciones, compartían el mismo defecto genético, la maldición
doble de la Rabia Negra y de la Sed Roja. El eco psíquico de la muerte de su
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primarca, la posibilidad funesta de perder el control de la voluntad propia por un
ataque rabioso de sed de sangre acechaba en el interior de todos. Era una maldición
contra la que los Ángeles Sangrientos luchaban todos los días de su existencia. Sin
embargo, también se decía que esa rabia y esa sed eran algo a lo que los
Desgarradores de Carne daban la bienvenida. A Kayne le repugnaba aquella idea.
Aprovechar esa furia salvaje en mitad de un combate era una cosa, pero ¿entregarse a
ella? Aquello era igual que si uno se convirtiera en poco más que un animal por
propia voluntad.
—Kayne —lo llamó Ajir, aunque en voz tan baja que nadie más que ellos pudo
oírlo—. Te aconsejo que no los mires in fijamente. Puede que se lo tomen como el
comienzo de un desafío de combate.
Kayne se irritó.
—Pues que se lo tomen así. Confío plenamente en mi capacidad de lucha.
Notó una cierta diversión en la voz de su camarada cuando este le contestó.
—Eso no lo dudo, pero recuerda que no estamos en una misión de combate. Ten
cuidado. No hace falta iniciar un enfrentamiento cuando no hay necesidad.
—Hermano, me inclino ante tu juicio superior —aceptó Kayne a regañadientes—,
pero es que prefiero considerarlo todo una misión de combate. Eso disminuye las
probabilidades de encontrarte con una sorpresa desagradable.
—Menos charla —los interrumpió Puluo justo cuando el grupo se detuvo delante
del edificio.
El sargento de los Desgarradores se dirigió a Rafen.
—Tus hombres se quedarán aquí.
Rafen asintió y se volvió hacia Turcio.
—Esperad aquí. Seguiré yo solo.
—Sí, señor.
Kayne no esperó a que se lo dijera y sacó el tubo sellado del macuto que llevaba
al cinto para entregárselo a su sargento. Cuando los dos ángeles sangrientos
estuvieron cerca, Kayne bajó la voz y la pregunta que había reprimido desde que
salieron de Baal le saltó por fin a los labios.
—¿Será suficiente, hermano sargento?
Rafen tomó el tubo de su mano y Kayne vio una expresión de profundo dolor en
el rostro del jefe de la escuadra.
—Espero por el bien de Baal que lo sea. —Cerró con fuerza los dedos alrededor
del tubo dorado—. Si no, puede que el capítulo esté perdido.
Noxx se siguió comportando como lo había hecho hasta ese momento. No esperó
para ver si el ángel sangriento lo estaba siguiendo. Simplemente se alejó caminando,
suponiendo que Rafen mantendría el paso.
Dentro del edificio no había paredes interiores, sino únicamente vigas colocadas a
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intervalos regulares que sostenían la deteriorada estructura del techo. Aquel espacio
amplio y resonante daba toda la impresión de ser un hangar para aeronaves, si no
fuera por los trozos de pared caída y los grupos de habitiendas dispersos por todo el
lugar. Los siervos del capítulo, los servidores y algún que otro marine espacial se
movían por allí, atentos al cumplimiento de sus tareas. Rafen alzó la mirada y vio
redes de camuflaje adaptativo que lo cubrían todo. La luz azul aguada del sol quedaba
más apagada todavía por las redes, lo que provocaba sombras por doquier. El polvo
omnipresente también se había colado allí y crujía bajo cada uno de los pasos que
daba sobre el mármol agrietado.
—Allí dentro —le indicó Noxx al mismo tiempo que señalaba hacia un recinto
prefabricado circular.
Rafen miró con suspicacia la puerta de tela aislante antes de abrirse paso a través
de ella. La tira de tela gruesa le tiró de la armadura mientras cruzaba. El interior de la
tienda estaba iluminado con un brillo amarillento suave. En una de las esquinas se
veía un estandarte de batalla enrollado y algo desgarrado, colocado en vertical al lado
de un altar portátil. Rafen hizo una leve reverencia hacia la pequeña figura de bronce
del Emperador que había en su interior y luego el signo del aquila sobre su pecho.
Noxx hizo lo mismo detrás de él.
Había otro astartes en la tienda, con el rostro iluminado desde abajo por los
colores que emitía la mesa de mapas hololíticos. Rafen atisbó el esquema táctico de la
ciudad, donde unas flechas que flotaban sobre él cambiaban de posición cada poco
tiempo. Eran los datos que llegaban de forma constante sobre la situación del
combate procedentes de los aparatos orbitales que había mencionado el segundo al
mando de Noxx.
El marine espacial, un capitán, según mostraban las insignias visibles en la
armadura, pronunció en voz subvocal una palabra de mando y los datos de combate
del mapa se borraron, con lo que sólo quedó a la vista la estructura de las calles y los
edificios.
—Ave Imperator —lo saludó el ángel sangriento—. Soy el hermano sargento
Rafen. Vengo con un mensaje para lord Seth.
—Sé quién eres, y por qué has venido. —El oficial de los Desgarradores dio la
vuelta a la mesa—. Soy el hermano capitán Gorn, ayudante del señor del capítulo. —
Señaló con un gesto del mentón el tubo—. Me entregarás el mensaje y se lo
presentaré a mi señor a su debido tiempo para que él tome la decisión pertinente.
Rafen se envaró.
—Con el debido respeto, hermano capitán, no pienso hacerlo. Además, no un
asunto que deba ser tratado… «A su debido tiempo». Es un mensaje directo de mi
señor del capítulo.
A Gorn no pareció importarle la respuesta de Rafen. Se colocó bajo la luz y el
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sargento pudo observarlo mejor. Al igual que Noxx, su rostro aquilino y de rasgos
angulosos indicaban el paso por un centenar de batallas.
—¿De qué se trata? —Le preguntó el capitán con voz despreocupada mientras se
dirigía hacia un pequeño armario situado en una esquina—. Me refiero al mensaje, a
su contenido. ¿Qué es lo que dice?
—No… No lo sé. —Rafen sostuvo en alto el cilindro—. Lo que hay escrito sólo
deben verlo nuestros señores, y sólo ellos, mi capitán. No nos está permitido, ni a mí
ni a usted, leer lo que pone.
—Claro —admitió Gorn al mismo tiempo que tomaba una botella sellada y una
copa—. Sin embargo, sospecho que ya conoces el asunto sobre el que trata el
mensaje, aunque no sepas lo que pone literalmente. Quizá podrías iluminarme al
respecto.
Abrió la botella y se sirvió media copa. Rafen frunció la nariz al captar el olor del
líquido. Cobrizo, con una intensidad dulzona y pegajosa. Tragó saliva y se obligó a sí
mismo a olvidarse de ese olor. Gorn siguió hablando.
—Me cuesta creer que Dante…
—¡Lord Dante! —lo corrigió Rafen con voz firme.
—Por supuesto. Perdón por el error. Me cuesta creer que lord Dante haya enviado
a un guerrero hasta aquí, desde Baal hasta este rincón perdido de la mano del
Emperador, y que no lo haya informado hasta el punto de dejarlo reducido a un chico
de los recados. —Tomó un sorbo de la copa y lo saboreó—. ¿Es eso lo que eres,
hermano sargento?
Una vez más, la voz de la conciencia de Rafen repitió sin cesar el mantra que lo
había ayudado a mantenerse firme a lo largo de las semanas anteriores.
«La misión. La misión es lo primero y lo más importante, Rafen. —Mephiston, el
Señor de la Muerte, le había grabado en el alma aquellas palabras con su mirada
inflexible y penetrante—. Jamás hubo un momento más peligroso que éste para
nuestra hermandad».
—Hablaré con lord Seth, el señor del capítulo de los Desgarradores de Carne, o
no hablaré con nadie —le respondió con un tono de voz inexorable—. Lléveme ante
la presencia de su señor o lo buscaré yo mismo.
Gorn dejó a un lado la copa.
—Qué predecible por tu parte, ángel sangriento. Qué predecible por parte de tu
señor eso de presentarse aquí sin ser invitado o sin mostrar respeto alguno, y luego
esperar que sus parientes hinquen la rodilla y le presten obediencia.
Rafen sintió que se enfurecía de nuevo.
—No hemos hecho nada semejante. Tan sólo pedimos el respeto que un capítulo
de astartes debe mostrarle a otro, y pongo por testigo al Emperador —y al decir esto
señaló con la barbilla al pequeño altar— que vuestros hombres han mostrado muy
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poco hasta el momento, hermano capitán.
En el rostro de Gorn apareció una sonrisa feroz.
—Ah, por fin un poco de rabia en la sangre. Entonces es posible que no sea
verdad lo de que tenéis metida una vara de adamantium por el trasero.
El capitán miró a Noxx con una expresión de burla en el rostro.
Rafen se dio cuenta tarde de que lo estaban provocando de un modo deliberado.
—¿Dónde está lord Seth? —les preguntó con los dientes.
—Estoy aquí —le respondió una voz precavida a la espalda de Gorn cuando un
nuevo astartes surgió de una rendija oculta en el otro extremo de la tienda.
Rafen captó el destello apagado de una placa de acero sin bruñir que cubría parte
del cráneo rapado y vio una cara cubierta de cicatrices provocadas por garras. Unos
ojos penetrantes hundidos en unas cuencas oculares profundas lo miraron sin
pestañear. El sargento atisbó con el rabillo del ojo que la actitud de Noxx y de Gorn
cambiaba de inmediato. Ambos inclinaron la cabeza y desapareció todo rastro de
humor irritante.
—Soy Seth —dijo el señor del capítulo al mismo tiempo que alargaba una mano
—. Tienes algo para mí.
Rafen asintió e inclinó a su vez la cabeza.
—Así es, mi señor.
Seth tomó el tubo, con un giro de muñeca, lo partió en dos. Sacó el pergamino
fótico enrollado que había dentro y tiró al suelo los trozos.
—Vamos a ver lo que mi primo Dante tiene que decirme.
J
Turcio se agachó y tomó entre el pulgar y el índice un puñado del polvo presente por
todos lados. Hizo rodar los gránulos adelante y atrás. La sustancia se deshizo todavía
más hasta convertirse en una pasta reseca. De los dedos emanó un olor rancio,
parecido al de los museos de antigüedades y a las tumbas selladas mucho tiempo
atrás.
—Esta arenilla está por todas partes. ¿De dónde viene? No hay desiertos en
centenares de kilómetros a la redonda.
Una sombra cayó sobre él y alzó la mirada.
—Son huesos —le explicó el desgarrador de carne—. Esto es lo único que queda
de ellos.
—¿Estos son… restos humanos?
El desgarrador asintió.
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—Los miembros de la Companitas llevaron a los habitantes que fueron lo
bastante estúpidos como para desafiarlos abiertamente a unas plantas procesadoras de
restos animales. Luego hicieron lo mismo con aquellos que se unieron a ellos en su
traición. Machacaron todos los huesos, los metieron en cabezas explosivas aéreas y
las hicieron estallar sobre las ciudades. De ahí viene todo este polvo.
El que se llamaba Roan se inclinó sobre él señaló la marca que Turcio llevaba
sobre la cara: un aquila imperial con las alas dobladas y apuntando hacia abajo.
—¿Por qué tienes eso en la cara? —le preguntó.
El desgarrador de carne se había acercado mucho a Turcio de forma deliberada,
para invadir su espacio personal.
Turcio, que estaba sentado en un contrafuerte de piedra derribado, no mostró el
más mínimo enfado ante aquella pregunta tan descortés.
—Es una señal de penitencia, primo —le aclaró.
—¿De penitencia? —repitió Roan—. ¿Qué fallo cometiste que requiriera
semejante expiación? ¿Te comportaste como un cobarde en el campo de batalla?
Apenas Roan dijo eso, tanto Corvus como Puluo se pusieron en pie, con los ojos
encendidos por el insulto. Kayne y Ajir se movieron con cautela para apoyarlos, pero
Turcio les indicó con un gesto de la mano que no se preocuparan. A pesar del insulto,
seguía sin mostrar cólera alguna, tan sólo cansancio.
—Cometí un error… de juicio. Creí en algo que luego se demostró una mentira.
—Entre mis hermanos, los errores de juicio terminan en muerte.
Turcio asintió.
—Entre los míos también. —Miró a Corvus, y el otro marine espacial asintió de
forma casi imperceptible—. Sin embargo, nos concedieron el perdón por la Gracia
del Emperador. Ahora vivo dedicado por completo a demostrar que soy merecedor
del mismo.
Algo en el comportamiento tranquilo de Turcio atemperó la actitud del
desgarrador. Aunque hasta unos momentos antes estaba dispuesto a seguir
provocando a los ángeles sangrientos, las respuestas sinceras de Turcio hicieron que
abandonara por completo su actitud.
—¿En qué… en qué creíste? —le preguntó Roan.
—¿Acaso importa?
La respuesta estaba cargada con el cansancio de toda una vida.
Tras unos momentos, en el rostro de Roan apareció una sonrisa de aceptación.
—A pesar de toda vuestra elegancia y vuestra altanería, los Ángeles Sangrientos
os equivocáis. ¿Quién iba a decirlo?
—Ninguna persona está libre de error, pero al intentar evitarlos seguimos el
camino que nos ha trazado el Emperador.
—Entonces, primo, en eso no somos tan diferentes.
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Roan hizo girar el guantelete de la mano derecha y dejó al descubierto el
antebrazo. En la piel apareció una marca de tamaño similar a la de Turcio.
El desgarrador lo miró fijamente e hizo un gesto de asentimiento antes de
marcharse.
—Deberías haberle dado una paliza a ese fanfarrón por lo que te ha dicho —
exclamó Ajir, enfurecido, con la piel roja de rabia.
—¿Y qué hubiera demostrado con eso, hermano? —Turcio se volvió para ponerse
cara a cara con el otro ángel sangriento—. ¿Qué los guerreros de nuestro capítulo
tienen menos autocontrol que un lobo espacial?
—Mejor eso que andar proclamando nuestros fallos delante de nuestros
sucesores. —Ajir miró a Corvus—. Al menos, tened el decoro de mantener oculta
vuestra vergüenza.
Corvus se quitó el casco. En la frente tenía la misma marca que Turcio.
—No me siento avergonzado —le replicó Corvus, cuyo rostro afilado y de rasgos
angulosos mostraba una expresión ceñuda—. Hemos demostrado nuestra fidelidad, y
en dos ocasiones distintas. Los ritos de penitencia han dejado bien clara nuestra
contrición.
—Quizá, pero yo todavía no me siento convencido —le respondió Ajir.
—Ajir —Puluo dijo su nombre de tal modo que todos se volvieron hacia él—. Lo
que tú creas no tiene importancia. El sargento los escogió en persona. Fin del asunto.
—Supongo que así es.
Sin embargo, el tono de voz de Ajir no concordaba con sus palabras.
J
Seth leyó los primeros párrafos del pergamino antes de dejar escapar un leve suspiro
entre dientes y apretarlo entre las manos.
—Por lo que veo, mi honorable hermano no ha perdido nada de su famosa
verbosidad.
El señor del capítulo de los Desgarradores de Carne se acercó a. Rafen, y éste no
fue capaz de apartar la mirada. El rostro de Seda era una crónica de una serie de
heridas tan terribles que parecía un milagro que fiera capaz de hablar todavía. Las
cicatrices en las que Rafen se había fijado antes le cruzaban la cara de derecha a
izquierda, y sin duda se las había producido la garra de alguna clase de criatura
primitiva. El ángel sangriento había visto pictografías del planeta natal de los
Desgarradores de Carne, un mundo salvaje llamado Cretacia y que estaba repleto de
vida sauna agresiva. Se decía que los Desgarradores se dedicaban a cazar las bestias
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que allí vivían, pero sin armas ni armadura, y que para ellos era una especie de
deporte. Seth mostraba a las claras el implante en forma de disco que le cubría al
menos una cuarta parte del cráneo, un artefacto arcano implantado sobre el mismo
hueso. Era evidente que se trataba de un individuo que no ocultaba nada, en el que no
había doblez alguna. La presencia del maestre del capítulo era tan avasalladora como
la de lord Dante, aunque la energía personal que emanaba de cada uno de ellos era
absolutamente distinta.
—Rafen, tú y yo deberíamos ir al grano. Dime qué es lo que quiere Dante de
forma clara y directa. No quiero tener que leerme un texto entero de lenguaje florido
y recargado para enterarme.
—Como ordenéis, lord Seth —contestó el sargento, e inspiró profundamente—.
El comandante de los Ángeles Sangrientos, el señor de capítulo Dante, heredero de la
Legión IX del Adeptus Astartes, os convoca a un cónclave de la mayor urgencia e
importancia.
—¿A una reunión? —Gorn frunció el entrecejo—. ¿Convoca a los Desgarradores
de Carne? ¿Para qué? —Una sombra de sospecha apareció en su mirada—. No somos
siervos a los que se les pueda ordenar…
Seth lo hizo callar con una sola mirada y Rafen siguió hablando.
—Para ser sincero, hermano capitán, no se trata de una simple reunión, sino de
una asamblea de los Hijos de Sanguinius. Un cónclave con todos, todos ellos.
El señor del capítulo de los Desgarradores de Carne alzó una ceja.
—¿Todos los sucesores?
—Todos los que sea posible, mi señor. Ahora mismo, varios hermanos de batalla
de mi capítulo se dirigen a todos los puntos cardinales del espacio con este mismo
mensaje para el señor de los Ángeles Carmesíes, de los Bebedores de Sangre…
Todos y cada uno de los capítulos emparentados con el Gran Ángel.
Rafen se calló un momento, con la garganta seca. El alcance de lo que Dante
intentaba era tan audaz que lo seguía sorprendiendo lo mismo que la primera vez que
lo había oído.
Seth volvió a mirar el pergamino.
—Un contingente representativo de guerreros con el poder necesario para tomar
decisiones políticas que serán seguidas al pie de la letra por los hermanos de su
capítulo —leyó en voz alta. Sonrió—. En otras palabras, el señor del capítulo o lo que
más se le acerque.
—Así es. Como ya sabéis, tenemos una nave en órbita profunda, la Tycho. Está
preparada para recibiros a bordo, a vos y a vuestro séquito, para el viaje de regreso a
Baal.
—Hermano sargento, ese viaje tendréis que hacerlo sin nosotros —le contestó
Seth al mismo tiempo que le devolvía el pergamino—. No tengo intención alguna de
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acudir a esta reunión. Dante debería saberlo de sobra. —Señaló la mesa táctica y los
mapas esparcidos por varias mesas cercanas—. Estoy en mitad de una guerra. Puede
que Eritaen esté en el culo del universo, pero sigue siendo un mundo imperial, ¡sujeto
a la Ley Imperial! —La voz del señor del capítulo se elevó hasta convertirse en un
gruñido—. No voy a abandonar una campaña simplemente porque mi hermano quiera
tener una… reunión familiar.
—El cónclave es mucho más que eso, mi señor —insistió Rafen—. Perdonadme,
pero me parece que no captáis la gravedad de la situación. No se ha convocado una
asamblea semejante en toda la vida de mi señor. La última vez fue en el trigésimo
séptimo milenio, cuando se firmó el Pacto de Kursa.
—Conozco la historia —le replicó Seth con un gesto despreciativo de la mano—.
Lo mismo que Dante conoce su propia doctrina de combate. Vete. Quizá pueda
prescindir de un grupo de guerreros como representación simbólica.
—Debéis ir vos, mi señor —siguió insistiendo el ángel sangriento—. Ésa fue la
orden que recibí de mi señor Dante, y no regresaré a Baal sin haberla cumplido.
—¿De verdad? —replicó Gorn a la vez que daba un paso hacia él con gesto
amenazante.
Seth le indicó con un gesto que se echara a un lado.
—Bueno, hermano Rafen, ¿vas a decirme qué es tan importante como para que tu
señor te envíe a estorbarme y que yo deje de inmediato todo lo que tengo entre
manos?
A Rafen se le resecó todavía más la garganta.
—El cónclave decidirá el futuro de los Ángeles Sangrientos. Lo que se decida allí
determinará si mi capítulo sobrevive para ver el amanecer del próximo milenio.
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TRES
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Turcio movió nervioso su mano artificial.
—El asunto sobre lord Seth y los Desgarradores de Carne… Sinceramente,
hermano sargento, estaba convencido de que toda esta misión no serviría para nada,
que hablaríamos con él y que volveríamos a casa con las manos vacías. Estaba seguro
de que Seth no acudiría al llamamiento del comandante Dante.
—No quería hacerlo. No te equivocaste.
—Pero a pesar de eso, está a bordo de la nave y de camino hacia Baal. ¿Cómo
logró convencerlo? —Turcio frunció el entrecejo—. Si puedo saberlo, ¿qué le dijo a
Seth que lo hizo cambiar de opinión?
—Hice lo que se me había ordenado —contestó Rafen al mismo tiempo que le
daba la espalda a la ventana—. Le dije toda la verdad, sin que faltara nada.
—¿Absolutamente todo?
Rafen asintió.
—Sí, hermano. Todos y cada uno de los detalles.
—¿Se… enfureció?
—No. Creo que, como mucho, Seth se sintió entristecido. —El sargento hizo un
movimiento negativo con la cabeza—. Ese hombre tiene un carácter tan agrio que me
resulta difícil captar sus emociones. —Tras unos momentos, el sargento alzó la vista
y miró a Turcio—. Dime, ¿qué es lo que sienten ahora mismo los hombres de mi
escuadra?
—Todos estamos preparados, mi señor —le contestó el marine espacial—. Como
siempre.
—¿De verdad? Cuando abandonábamos el puesto avanzado de los Desgarradores
me dio la impresión de que había cierta… tensión en el aire.
Turcio tardó unos momentos en responder.
—Yo no capté nada semejante, mi señor.
Rafen notó que allí había algo más, pero decidió dejarlo así.
—Muy bien. Puedes retirarte.
Turcio hizo una leve reverencia y salió del lugar. Rafen se quedó a solas de
nuevo. El sargento se volvió hacia la ventana y puso una mano sobre el cristal
blindado. Luego se dejó absorber por completo por la contemplación del vacío que se
extendía al otro lado.
No tardarían en encontrarse sobre el cielo de Baal, y luego caminarían por las
estancias sagradas de la fortaleza-monasterio.
El ánimo se le ensombreció al recordar los grandes muros de la cámara de
audiencias del monasterio que lo rodeaban cuando recibió la orden de lord Dante.
J
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—Hermano sargento Rafen, puedes entrar —le dijo el señor del capítulo haciéndole
un gesto desde el otro lado de las grandes puertas de cobre.
El sargento hizo una profunda reverenda antes de empezar a caminar. Los
dobleces de la túnica que llevaba puesta se arremolinaron en el suelo de piedra a sus
pies. Aparte de los guerreros de la guardia de honor, y de ésos sólo había dos, para
cumplir el protocolo y poco más, todos los ángeles sangrientos de la estancia iban sin
armadura y estaban vestidos tan sólo con las túnicas devocionales rojas y negras
propias del capítulo.
Había estado allí una vez con anterioridad, poco después de que la barcaza de
combate Europae entrara en órbita al regresar para efectuar reparaciones tras la
batalla que habían librado en el mundo capilla de Sabien. Ese día había sentido
emociones encontradas: rabia y tristeza, miedo y alegría. Fue un torrente de
sentimientos que todavía le resonaban en el corazón después de todos los meses que
habían pasado. Aquel lugar, aquella cámara, no era la más decorada o la más amplia
de todas las estancias del monasterio, pero en ella habían sucedido muchos
acontecimientos históricos a lo largo de la existencia del capítulo: la muerte del
predecesor de Dante, el señor del capítulo Kadeus; la destrucción del puente estelar;
el exilio de Leonatos. Todos aquellos dramas, y muchos más, habían acontecido en
ese lugar.
El extremo más lejano de la estancia estaba dominado por una tarima elevada
tallada a partir de piedra basáltica de color negro procedente de las minas de Baal IX.
Allí había dos grandes cálices dorados, de la altura de exterminadores y que imitaban
la forma del sagrado Grial Rojo, uno a cada lado, y en su hueco interior llameaban
unos fuegos silenciosos y rojos como la sangre. Apenas había otra iluminación en la
estancia aparte de unos globos luminosos flotantes. Los fuegos provocaban sombras
saltarinas en las paredes. Ya era de noche en el exterior, pero las dos lunas todavía no
habían salido, por lo que su débil resplandor no atravesaba las vidrieras de los muros.
De los mástiles clavados en las paredes colgaban estandartes de diversa
antigüedad. Muchos eran viejas banderas de batalla de campañas acabadas mucho
tiempo atrás, mientras que otros eran pendones devocionales en los que se habían
escrito textos del Credo Imperial o del Libro de los Señores. Rafen resistió la
tentación de alzar la mirada y observarlos con detenimiento. Lo habían convocado
por algún motivo y se esperaba que se comportara de un modo circunspecto. Que le
hubieran permitido entrar en aquella estancia era algo excepcional. No quería hacer
nada que pudiera arrojar la más mínima sombra de duda sobre su presencia allí, ni
faltar en absoluto al protocolo.
Delante de la tarima de obsidiana había un grupo de individuos que formaban un
semicírculo más o menos desigual. Por encima de ellos, sentado sobre su trono de
respaldo alto cortado por láser de un color similar, se encontraba el propio señor del
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capítulo. Estaba inclinado hacia delante, con la barbilla de porte noble apoyada en
una mano y su rostro hermoso y sin imperfecciones mostraba una expresión de
profunda concentración. La túnica de Dante estaba arremolinada a su alrededor, y
como único adorno llevaba un collar grueso de oro del que colgaba un medallón que
le caía sobre el pecho. El medallón, de platino y jade rojo, era una réplica del símbolo
de los Ángeles Sangrientos. Dante miró por un momento a Rafen y el sargento
inclinó la cabeza en un intento por comportarse correctamente. Detrás de aquellos
ojos oscuros había mil cien años de experiencia. Daba la impresión de que su
sabiduría calmada era algo casi palpable, como si irradiara del propio cuerpo de
Dante. Rafen sintió que se le secaba la boca. Allí estaba, una vez más, un simple
guerrero en presencia de algunos de los mayores guerreros entre los hijos de
Sanguinius. Dante era sin duda el mejor de todos ellos, pero muchos de los
individuos que se encontraban en la estancia eran leyendas por derecho propio.
Miró a su alrededor. Sobre la plataforma también estaban Mephiston y Corbulo,
uno a cada lado de Dante. Los dos eran completamente opuestos. Mephiston, el
hombre al que llamaban el Señor de la Muerte, bibliotecario jefe del capítulo y
psíquico de un poder casi invencible, era un individuo de estatura elevada y porte
imponente. Bajo aquella luz tenía un aspecto casi espectral, y su rostro anguloso
parecía concentrarse sobre sí mismo. Mephiston sintió el escrutinio de Rafen y le
hizo un leve gesto de asentimiento al mismo tiempo que centraba su mirada acerada
en el sargento durante una fracción de segundo. Rafen respondió al gesto a la vez que
notaba una sensación de incomodidad. Ya había combatido hombro con hombro junto
al Señor de la Muerte en Sabien, y lo mismo que entonces, no podía evitar sentir que
Mephiston veía en su interior sin problema alguno, como si estuviera hecho de cristal.
Rafen fue el primero en apartar los ojos, y miró al otro consejero de Dante,
Corbulo del Grial. La túnica del apotecario mostraba un contraste marcado entre el
blanco impoluto y el rojo sangre de los rebordes. Era el jefe de los sacerdotes
sanguinarios del capítulo, y su cara arrugada mostraba una expresión ceñuda bajo la
mata de cabello de color pajizo. Rafen jamás había hablado con él, pero lo conocía.
Todos y cada uno de los Ángeles Sangrientos conocían a Corbulo, el portador del
Grial Rojo. Sólo él tenía el honor de guardar la reliquia más sagrada y de llevarla al
combate cuando Dante lo ordenara. El Grial Rojo contenía una porción de la sangre
del propio primarca, o eso decían los mitos del capítulo, y para corresponder con la
responsabilidad del propio Corbulo, cada sacerdote sanguinario de rango inferior
llevaba una réplica de la copa, un símbolo para congregar a las tropas en el campo de
batalla.
Aquellos tres individuos representaban en carne y hueso los diferentes aspectos
de los Ángeles Sangrientos. Sabiduría y nobleza, ferocidad y fuerza, lealtad y
majestuosidad. Eran la base de la sangre que recorría las venas de Rafen, y se sintió
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una vez más orgulloso del enorme privilegio que le habían concedido al permitirle
estar en su presencia.
Se sentó a los pies de un estandarte rasgado donde se alababa la Liberación de las
Nueve Hermanas. Desde allí contempló al resto de los reunidos: el capellán Argastes;
el primer capitán Lothan; Caecus, el apotecarium majoris, y los demás. Era sin duda
una reunión de lo más selecta. Rafen cerró los piños, ocultos en las mangas de la
túnica. Sentía que no tenía derecho a estar en compañía de unos individuos tan
nobles, heroicos y sabios.
Argastes encabezó una corta plegaria común al Gran Ángel y al Emperador. Les
pidió a ambos claridad de mente y fortaleza para los días que se avecinaban. Luego,
Dante se puso en pie y todos los demás astartes hicieron una reverencia. Después, los
asistentes se situaron en posición de firmes cuando el señor del capítulo les indicó
que se irguieran.
Dante miró a Mephiston y el psíquico le hizo un gesto de asentimiento.
—Las protecciones psíquicas se encuentran activadas, mi señor. Lo que digamos
en esta sala no será captado por ningún agente de la disformidad.
—Así debe ser —replicó el señor del capítulo—, ya que lo que vamos a hablar
ahora puede ser la peor crisis que haya sufrido nuestra legión desde el asesinato de
nuestro primarca, que el Emperador proteja su alma.
Un murmullo lleno de preocupación recorrió la estancia. El rostro pálido y franco
de Lothan mostró una expresión de incertidumbre.
—El asunto de la… —miró fugazmente a Rafen— insurrección ya estaba
resuelto. ¿O no? Creí que el peligro había pasado.
—Tan sólo hemos cambiado un peligro por otro —lo informó Corbulo.
Dante asintió con un gesto solemne.
—Sí. No es de ese incidente de lo que debemos preocuparnos ahora, hermano,
sino de las consecuencias de que haya ocurrido. Al igual que ocurre con el paso del
viento de cuchillas, el daño que queda detrás puede matarnos a pesar de que el
torbellino ya haya pasado.
Rafen sintió que se le helaban las entrañas. Quiso hablar, ofrecer algún tipo de
explicación o de disculpa, pero no encontró las palabras adecuadas. Insurrección. La
palabra le dio vueltas por la cabeza, cargada y llena de aristas afiladas.
Era una condenación, una maldición irremediable, y Rafen se sintió avergonzado
de haber visto cómo se desarrollaba ante sus propios ojos. Desde la época de la
Herejía de Horus no se habían enfrentado el hermano contra el hermano, y a pesar de
ello, los Ángeles Sangrientos se habían visto en los últimos meses anteriores casi
abocados a una guerra civil dentro del propio capítulo. Todo comenzó en el mundo
cementerio de Cybele, donde la barcaza de combate Bellus, de los Ángeles
Sangrientos, llegó a tiempo de rescatar a Rafen y a su compañía del ataque de los
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marines traidores de la legión de los Portadores de la Palabra. La Bellus los había
salvado, y entre los miembros de su tripulación estaba el hermano pequeño de Rafen,
Arkio. Sin embargo, la reunión tenía un propósito más siniestro. El inquisidor Ramius
Stele, que en realidad era un impostor, había planeado todo aquello junto a un
demonio de la disformidad. Había concebido un plan tremendamente complejo para
dividir y destruir a los Ángeles Sangrientos, y el hermano de Rafen fue su
herramienta y su marioneta.
Le bastaba pensar en ello para estremecerse ante la horrible osadía del plan. Stele
mutó a Arkio para que se convirtiera en un reflejo del primarca Sanguinius y
convenció a los astartes que lo rodeaban para que creyeran que el muchacho era la
reencarnación del Gran Ángel. Sin embargo, todo aquello no era más que una jugada
para que el capítulo se dividiera en dos y emprendiera un camino sangriento hacia el
Caos y los Poderes Siniestros a los que Stele consideraba sus señores.
Rafen se dio cuenta de repente de que se estaba mirando las manos. Esas mismas
manos habían empuñado por un breve espacio de tiempo la poderosa arma
arcanotecnológica conocida como la Lanza de Telesto. Eran las manos que le habían
quitado la vida a su propio hermano caído para salvarle el alma.
«Hay tanta sangre ellas —pensó Rafen—. Pero ni una sola gota se puede ver a
simple vista». El sargento inspiró profundamente y de manera entrecortada al mismo
tiempo que se esforzaba por ahogar aquel recuerdo espantoso.
Arkio estaba muerto. Su cuerpo se había convertido en cenizas en la pira que
Rafen había erigido para su hermano de padre y madre. La Lanza de Telesto, que
Stele había deseado para sí mismo, se encontraba guardada y a salvo en lo más
profundo de la fortaleza-monasterio, muy por debajo de la distancia donde estaban
ellos en esos instantes. Muchos, muchos hermanos habían caído en la furia que se
había extendido a partir del cisma que Stele había provocado. Eran hombres justos,
guerreros excelentes. El propio mentor de Rafen, el sargento Koris, había caído de
forma demasiado prematura víctima de la Rabia Negra. Dejos y Lucion, Sachiel y
Alactus…
Alactus, un astartes que había combatido durante decenios junto a él que había
muerto a sus manos cuando se habían visto obligados a enfrentarse. Sus manos sin
sangre.
«Tantos muertos». La tremenda ironía de todo aquello era penosa: en diez mil
años de existencia, la mayor destrucción que habían sufrido los Ángeles Sangrientos
no se la había producido un enemigo, sino la batalla que habían librado entre ellos
mismos.
Las dudas, las recriminaciones y un arrepentimiento angustioso y tremendo
amenazaron con rebosarle en el pecho e inundarlo por completo, pero Rafen se obligó
a sí mismo a apartar aquellos sentimientos funestos y a concentrarse en el presente.
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Dante estaba hablando de nuevo.
—Lo que cada uno de vosotros sabe es que nuestro capítulo quedó herido por las
maquinaciones de Ramius Stele y sus poderes demoníacos. Sin embargo, lo que
todavía no hemos rebelado es la profundidad de esa herida.
—Mi señor, os lo ruego, hablad con claridad —le pidió Argastes.
El señor del capítulo frunció el entrecejo, y por un momento mostró su edad
venerable y extrema con un solo suspiro.
—Hermanos, estoy muy preocupado por el futuro del capítulo. Las pérdidas que
hemos sufrido por culpa de la perfidia de Stele y del falso ángel Arkio se han llevado
la vida de muchos de nuestros camaradas.
—¿De cuántos? —quiso saber Lothan.
—Demasiados —dijo Corbulo entre dientes—. Muertos o perdidos por la Rabia
Negra. Demasiados.
—Lo ocurrido ha reducido nuestro número más allá de nada a lo que nos
hayamos enfrentado con anterioridad. —Dante se bajó de la plataforma y se acercó a
Lothan—. ¿No lo sentiste, hermano capitán? ¿A la vuelta de tu campaña, el mismo
día de tu regreso? —Señaló con un gesto de la mano las paredes—. Los pasillos
vacíos. La zona de entrenamiento en silencio…
—Sí… sí que lo sentí —admitió Lothan—, pero no creí que…
—Para mantener la imagen de normalidad hemos enviado a nuestros hermanos de
combate veteranos a campos de batalla repartidos por toda la galaxia —le explicó
Mephiston—. Nadie del Imperio verá nada fuera de lo habitual. De momento
podremos mostrarles a todos que no ha ocurrido nada, pero esa fachada se
derrumbará con el tiempo.
—A menos que encontremos una solución, puede que los fundadores de la IX
Legión no logren recuperarse. Es posible que nos veamos obligados a recluimos. No
podremos llevar a cabo las tareas que el Emperador espera que cumplamos. —La
declaración del señor del capítulo fue siniestra—. Ya se han ordenado nuevos
reclutamientos en Baal Secundus y en Baal Primus, un poco antes de la época de los
tributos, pero no serán suficientes.
—Y la falta de hermanos de batalla no es la peor amenaza —añadió Mephiston—.
Tenemos enemigos, tanto dentro del Imperio como fuera. Si se enteraran de que… —
se calló un momento para buscar la palabra más adecuada—, hemos quedado
reducidos en número, podrían atreverse a atacarnos y aprovechar cualquier
vulnerabilidad.
—Estamos debilitados —continuó Dante—. Y tal como ha dicho el hermano
Mephiston, la farsa que he puesto en marcha no durará mucho.
El capellán Argastes asintió.
—Sí. Los agentes del Ordo Hereticus ya han iniciado instigaciones en Baal, y
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están pidiendo detalles sobre la muerte de ese cabrón de Stele.
—Si están haciendo esas preguntas de forma abierta, podemos estar seguros de
que están haciendo mucho más de forma clandestina —apuntó Caecus, que habló por
primera vez. Su cabeza rapada tenía un brillo apagado bajo aquella luz tenue.
—Debemos tomar más medidas, y pronto —declaró Corbulo—. Que Sanguinius
nos dé sabiduría.
Caecus se puso en pie y se pasó la lengua por los labios en un gesto nervioso.
—Si no le importa al alto sacerdote, creo que ya he hecho algo al respecto.
Dante se dio la vuelta para mirar fijamente al apotecario.
—Habla —le ordenó—. Ya hace algún tiempo que conoces la dimensión de este
problema, hermano.
Caecus asintió.
—Así es, mi señor. En mis tareas y en la investigación he encontrado una posible
esperanza, si me permitís exponerla.
Rafen observó con atención al apotecario. Caecus era uno de los muchos
sacerdotes sanguinarios de los Ángeles Sangrientos cuya misión se inclinaba menos
por las misiones de combate y más por otros asuntos. Desde la aparición de la
maldición genética en los Hijos de Sanguinius, siempre había habido sacerdotes cuya
única tarea había consistido en estudiar el complejo entramado de material genético
que convertía a los astartes en lo que eran. Eran individuos cuya guerra no era contra
los enemigos del Emperador, sino contra las condenaciones que suponían la Rabia
Negra y la Sed Roja. Caecus trabajaba en la Ciudadela Vitalis, un complejo médico
situado a cientos de kilómetros de allí, en la desolación helada de una de las regiones
polares de Baal. En ese lugar, aislados, se encontraba un personal de investigación
formado por astartes y siervos. El sacerdote llevaba ya más de doscientos años
buscando una cura.
—Tengo una solución para este problema, aunque es bastante radical. He de
admitir que probablemente a muchos de los presentes no les gustará, pero no podía en
conciencia pasarla por alto. Nos encontramos en una situación extrema, ¿no es cierto?
Pues eso requiere una solución extrema.
—Explícate —le pidió Corbulo con una evidente expresión de duda en el rostro.
—Existe un método, una tecnología que nos permitirá recuperarnos en menos de
un año solar de las pérdidas sufridas por el capítulo, si aplicamos los recursos
necesarios. —El apotecario asintió para sí mismo—. Hermanos, recordad por un
momento un suceso histórico, cuando algo semejante a lo que aflige a los Ángeles
Sangrientos amenazó a otra de las legiones Astartes. Hace diez mil años, la matanza
que Horus llevó a cabo en Issrvan V acabó con casi todos los guerreros de la XIX
Legión. Sólo unos pocos se salvaron.
—La Guardia del Cuervo —musitó Rafen—. Los Hijos de Corax.
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—Sí. Esos mismos. Después de esa felonía del architraidor, que el Emperador le
niegue su luz, el primarca Corax necesitó reconstruir con rapidez su legión. Creo que
podemos utilizar el mismo método que él.
—Caecus —le contestó el capellán con un tono de voz helado—, he oído lo que
se cuenta sobre la Guardia del Cuervo. Quiero advertirte sobre lo que estás a punto de
proponer en esta honorable reunión.
El apotecarium majoris no pareció sentirse preocupado por la advertencia de su
hermano de batalla.
—He pensado bien en ello, hermanos. Lo he pensado mucho.
—Yo quisiera oír más al respecto —apuntó Lothan—. Con el permiso de nuestro
señor, claro.
Dante asintió.
—Continúa, Caecus.
El apotecario hizo un gesto de asentimiento.
—Hermanos, los Hijos de Corax guardan muy bien sus secretos, pero gracias a
mis investigaciones he llegado a conocer una parte de su historia. Se dice que el señor
de la Torre del Cuervo acudió a libros de conocimientos antiguos, de la época de la
Era de los Conflictos, deseoso de obtener sabiduría de la mano del propio Emperador
sobre la creación de los marines espaciales.
Rafen escuchó con atención. Todos los astartes conocían el legado que
compartían desde que los primeros de ellos fueron creados por los herreros genéticos
para forjar el ejército que unificó Terra y la sacó de la Vieja Noche. Esos guerreros
fueron los precursores de los astartes de la Gran Cruzada y de todas las generaciones
que los siguieron.
—Corax encontró un modo de renovar sus fuerzas en esos libros —siguió
explicando Caecus—. No fue mediante el método de reclutamiento, entrenamiento y
ascenso que practicamos hoy en día, sino mediante el dominio de la duplicación
genética.
—Hablas del antiguo arte de la multiplicación replicante —explicó Corbulo—. La
ciencia que la humanidad llama clonación.
—Así es, sacerdote, lo admito.
Una oleada de consternación recorrió la estancia. A Rafen le dio un vuelco el
corazón. La ciencia de los magos biologis estaba más allá de sus conocimientos, pero
hasta él sabía que la creación de vida a partir de una masa sintética de material
genético era algo… algo, en cierto modo, inadecuado. Algunos decían que las
criaturas que eran engendradas de ese modo no se podían considerar humanas en
absoluto, que nacían sin alma.
—Creo que con ese método podríamos lograr llenar de nuevo nuestras filas, mi
señor —añadió Caecus, dirigiéndose directamente a Dante con una pasión creciente
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en cada una de sus palabras—. Ángeles Sangrientos engendrados directamente del
tejido propio de nuestra legión y llevados a la madurez en cuestión de meses en vez
de años. —Sonrió levemente—. Una expresión pura del Adeptus Astartes Sanguinia.
—¿Pura? —El capellán Argastes repitió la palabra con una severidad lúgubre—.
Hermano, cuéntanos el resto de lo que sucedió con el método de Corax. ¿Qué hay de
esos relatos siniestros que cuentan en susurros los Hijos de Horus?
—¿A qué os referís? —le preguntó Lothan.
—Sin duda, Corax utilizó con éxito la clonación para sacar a su legión de la
práctica aniquilación —le explicó Argastes—. Sin embargo, el camino hasta la
salvación no fue fácil. Los Lobos Espaciales cuentan relatos sobre… criaturas que
luchaban entre las filas de la Guardia del Cuervo. Seres que eran más bestiales que
humanos. Desechos. Aberraciones monstruosas engendradas por error en ese mismo
proceso que sugiere Caecus que empleemos.
—¿Mutantes?
Fue uno de los subordinados de Lothan quien murmuró la palabra con un asco
apenas contenido, con lo que se ganó una mirada iracunda de su comandante.
Caecus se ruborizó ligeramente.
—Es cierto, pero eso ocurrió hace diez mil años. El conocimiento del Imperio
sobre esa ciencia es mucho mayor hoy día. ¡Además, Argastes, estoy seguro de que
no hay otro capítulo bajo la mirada eterna del Emperador que conozca la naturaleza
de su propia sangre como el nuestro! Corax actuó con demasiada precipitación. No
estaba preparado. Nosotros sí lo estamos. ¡Podemos aprender de los errores de la
Guardia del Cuervo!
Miró de nuevo a Dante.
—Tu plan… —El señor del capítulo se quedó callado unos momentos mientras
pensaba—. Hermano, no exageraste cuando dijiste que era una solución extrema.
Llamarla atrevida era quedarse corto.
Rafen vio en el rostro del apotecario que sus esperanzas aumentaban.
—Entonces… ¿me dais vuestra bendición?
—No, no te la doy —le contestó Dante al mismo tiempo que hacía un gesto
negativo con la cabeza—. Yo también conozco lo que ha contado el hermano
Argastes. Si el poderoso Corax, todo un primarca, un hermano de nuestro propio
primarca, un hijo directo del Emperador, no fue capaz de practicar esa ciencia sin
equivocarse, entonces, Caecus, ¿qué te hace pensar que tú podrás tener éxito donde él
fracasó?
Las palabras tranquilas y medidas del señor del capítulo hicieron dudar al
apotecario.
—Tan sólo deseo intentarlo, por el bien del capítulo.
—No he dudado en ningún momento de tu dedicación a los Ángeles Sangrientos
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ni de tu gran trabajo, hermano. Tenlo por seguro. Sin embargo, este plan, el riesgo
que conlleva… No estoy seguro de poder permitir una empresa semejante.
Caecus miró a su alrededor en busca de apoyo, pero no encontró ninguno.
Mephiston cerró el asunto con una simple pregunta.
—Apotecario, no habrías sacado esta propuesta a la luz si no hubieras intentado
ya llevar a cabo lo mismo que Corax. ¿Qué has logrado?
Bajo la penetrante mirada del Señor de la Muerte, Caecus no podía ocultar nada a
los ángeles sangrientos allí reunidos.
—Hasta la fecha he tenido un éxito limitado.
Admitir aquello le hizo agachar la cabeza.
—Si no tenemos abierta esa posibilidad, ¿qué otras nos quedan? —Preguntó
Lothan—. Ya hemos hablado del incremento del reclutamiento, y supongo que
muchos de los miembros de la compañía de exploradores podrían ser ascendidos al
rango de hermanos de batalla.
—Así es, pero siguen sin ser suficientes —dijo Corbulo.
Dante asintió de nuevo.
—No, esa solución no nos sirve. Por ello, he tomado una decisión. El problema al
que nos enfrentamos no tiene solución dentro de los muros de nuestra fortaleza. —
Alzó la mirada al techo—. Es más, ni siquiera se encuentra en ninguno de los
planetas que orbitan alrededor de nuestro sol rojo. Debemos ir más lejos, hasta el otro
extremo de la galaxia si es necesario, para encontrar la solución en otro lugar.
Argastes frunció el entrecejo.
—¿Sugerís que efectuemos reclutamientos secundarios en otros planetas, mi
señor?
—No, amigo mío. —El señor del capítulo hizo un gesto negativo con la cabeza
—. Creo que sólo existe un modo de que logremos la cura para las heridas que hemos
sufrido por culpa de la insurrección de Arkio. Llamaremos a todos nuestros parientes
de sangre y buscaremos la respuesta entre todos los Hijos de Sanguinius.
—Un cónclave —murmuró Rafen—. Una asamblea con todos los capítulos
sucesores de los Ángeles Sangrientos.
—Sí. —Dante lo miró confirmándolo—. Llamaré a nuestros primos para que
vengan, y en esa unidad, encontrar una solución.
Caecus apretó los labios.
—La unidad no ha sido nunca una de las características principales de nuestros
sucesores, mi señor. No somos los UItramarines. Habrá incluso quien haga caso
omiso de esa convocatoria. Otros estarán demasiado lejos como para llegar a tiempo.
Lothan se frotó la barbilla con los dedos en un gesto pensativo.
—Reuniremos a todos los que podamos.
—Pues que así sea —dijo Mephiston al mismo tiempo que se ponía en pie—.
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Primer capitán, reúna a los capitanes y a los astrópatas en el muelle orbital. Lord
Dante tendrá un plan de despliegue para mañana por la mañana. —Hizo una
reverencia ante su señor del capítulo—. Mi señor, con vuestro permiso, elegiré a las
escuadras que actuarán como mensajeros de vuestra petición.
—Hazlo.
J
La reunión se disolvió y los asistentes se marcharon en grupos, muchos de ellos en
silencio y en actitud pensativa, cavilando sobre la importancia de lo que se había
revelado. Rafen, que estaba solo y era el de menor rango de todos los presentes, se
mantuvo apartado y dejó por respeto que sus superiores abandonaran en primer lugar
la estancia.
Se fijó en Caecus mientras éste cruzaba la sala sumido en sus pensamientos. Lo
disimulaba bastante bien, pero Rafen captó la rigidez de su paso, lo entrecerrados que
llevaba los ojos. Caecus estaba enfurecido en silencio por la reprobación del señor del
capítulo. Que Dante lo hubiera reprendido, aunque de un modo educado y no por un
simple capricho, no le había sentado nada bien. Rafen se imaginó cómo se habría
sentido él en su mismo lugar, pero lo cierto era que, al igual que Caecus, era un
marine espacial, un ángel sangriento, y Dante el comandante general del capítulo, y
su palabra sólo era superada por los edictos del propio Emperador. Si Dante lo decía,
había que cumplirlo. No había otra salida posible. Puede que Caecus se hubiera
sentido herido en su orgullo, pero lo comprendería. El veterano apotecario no habría
vivido tanto tiempo ni le habrían encomendado la responsabilidad que tenía si no
fuera capaz de aceptar algo como aquello.
—Rafen.
Era Mephiston quien lo había llamado, y eso le hizo prestar atención de
inmediato. El bibliotecario le hizo un gesto con su largo índice para que se acercara a
la plataforma de piedra negra. Rafen se acercó e hizo una leve reverencia al llegar.
Dante estaba hablando en voz baja con Corbulo a la espalda de Mephiston.
—Mi señor, disculpadme, pero he de haceros una pregunta —le dijo Rafen a
modo de saludo.
—«¿Por qué me han convocado a esta reunión?» —Mephiston sonrió—. No
necesito ejercer mis poderes para ver esa preocupación escrita en tu rostro, hermano
sargento. Estás aquí porque yo he creído que era necesario. Lo dejaremos de
momento ahí, ¿de acuerdo?
—Como ordenéis. —Rafen decidió no insistir en el asunto.
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—De hecho, ya he decidido que tú y tu escuadra táctica seréis uno de los grupos
de mensajeros que enviaremos a nuestros capítulos parientes.
—¿Puedo preguntar por qué?
Lord Dante, que seguía a la espalda de Mephiston, terminó la conversación y
Corbulo se alejó.
—Esa decisión la tomé yo —dijo al mismo tiempo que bajaba hasta donde se
encontraba Rafen.
El sargento hizo otra reverencia.
—Mi señor, estoy a vuestro servicio. Ordenadme lo que queráis.
—Existe un mundo llamado Eritaen, en las Marcas Tiberias. Ha abandonado la
luz del Emperador y sus habitantes están recibiendo el justo castigo por ese crimen.
Nuestros primos son la mano ejecutora de ese castigo. —Dante lo miró fijamente
durante un momento—. Dime, hermano Rafen, ¿qué sabes de los Desgarradores de
Carne?
El sargento superó de inmediato la reacción de consternación que le agarrotó el
corazón por un instante. Rafen tuvo la certeza de que el señor del capítulo había
captado la reacción, pero Dante no dijo nada. Escogió las palabras con cuidado.
—Son originarios de la Segunda Fundación. Es un capítulo pequeño, con tan sólo
cuatro compañías. Los Desgarradores tienen fama de ser feroces. Son… orgullosos y
agresivos, mi señor, una representación del lado más oscuro del Gran Ángel, como
nosotros lo somos de su nobleza y su contención.
Se sintió sorprendido cuando su señor le sonrió con un gesto irónico.
—Una respuesta muy diplomática, sargento. Mephiston acertó cuando sugirió que
fueras tú quien llevara a cabo esta parte de la misión.
Rafen asintió.
—Me esforzaré todo lo posible por ser digno de su confianza.
La sonrisa de Dante desapareció.
—Tendrás que hacerlo. El señor del capítulo Seth y sus hombres no recibirán con
agrado la intrusión de uno de los nuestros. La bienvenida será gélida en el mejor de
los casos.
»Mephiston sugirió que te encomendara a ti esta tarea porque la cumplirás, por tu
potencial, pero yo te la encomiendo por ser quién eres. Por ser quiénes erais.
Rafen notó un sabor amargo en la boca.
—El hermano de sangre de Arkio.
Dante asintió.
—Exacto. —El comandante volvió a mirarlo fijamente unos instantes—. De
todos mis primos, Seth será el más difícil de convencer. Los Desgarradores de Carne
son, más que ningún otro, los que siempre han seguido su propio camino. Les
repugna cualquier cosa que parezca un intento de control sobre ellos. Se negará a
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venir. No hay duda alguna de que se negará.
—Entonces, mi señor, ¿cómo voy a convencerlo para que venga conmigo?
Dante apartó la cara.
—Cuéntale la verdad, Rafen. Toda la maldita verdad.
El señor de los Ángeles Sangrientos se marchó y dejó al sargento y al psíquico a
solas.
Rafen vio que Mephiston lo estudiaba atentamente con una mirada fría y
calculadora.
—Los hombres de Seth intentarán provocarte. Intentarán que luches con ellos en
un desafío. Por mucho que se merezca una paliza, no te enfrentarás a ellos. ¿Lo has
entendido?
Rafen asintió.
—Como ordenéis.
—La misión. La misión es lo primero y lo más importante, Rafen —declaró el
psíquico—. Jamás ha existido un momento tan peligroso como éste para nuestra
hermandad. Hoy se te ha confiado una tarea vital. Sé que nos demostrarás que eres
capaz de cumplirla.
Mephiston dio media vuelta y se marchó. Rafen tardó un largo rato en levantar la
cabeza, y al hacerlo se dio cuenta de que era el único ocupante de la estancia.
Por encima de él, talladas en la pared, las figuras del Emperador y de Sanguinius
lo miraban, atentas a él y a su tarea todavía por cumplir.
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CUATRO
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mismo. El joven marine espacial se estaba acercando a la ventana de observación
donde se encontraba su comandante—. He oído decir que han venido desde el frente
de Lethe.
Rafen asintió, pero no dijo nada. Más allá de la nave de los Bebedores de Sangre
flotaba un crucero de combate cuya proa era un gigantesco cráneo de color blanco
hueso. Unas alas de color rojo rubí salían desde aquel punto para cubrir la parte
delantera de la nave. Vio las bocas de los tubos lanzatorpedos en los huecos de las
cuencas oculares vacías. El resto de la nave estaba pintada con sólo dos colores. Todo
el lado de estribor, de proa a popa, era rojo intenso, mientras que el costado de babor
era negro mate.
—Los Ángeles Sanguinarios —comentó, rompiendo el silencio para señalarle la
nave al joven—. Y allí están las naves de los Ángeles Bermellones.
—Me siento bendecido por estar presente en un día semejante. —Kayne se sentía
sobrepasado por aquel espectáculo—. ¿Cuántos de nuestros hermanos de batalla
pueden decir que han sido testigos de una reunión semejante, mi señor? —Sonrió un
poco—. Me encantaría estar en la misma sala cuando la élite de todos estos capítulos
se reúna. Me imagino que será un espectáculo… interesante.
Rafen entrecerró los ojos y miró con dureza al joven.
—Kayne, esto no es un juego. Este cónclave se ha convocado para debatir un
asunto de la máxima importancia. Recuérdalo bien.
El joven inclinó la cabeza, avergonzado.
—Por supuesto, hermano sargento. No pretendía faltar al respeto. —Guardó
silencio unos momentos antes de hablar de nuevo—: ¿Somos los últimos en llegar?
—El capitán me ha informado de que hay otras dos naves detrás de nosotros, la
Blanco del Ojo y la Rapier. Tengo entendido que una vez hayan atracado en sus
posiciones, el cónclave comenzará de inmediato.
La discusión que Rafen había mantenido con el capitán de la nave le había puesto
a prueba la paciencia. No con el capitán, sino con las órdenes que el oficial se había
visto obligado a transmitirle al ángel sangriento. Se había diseñado un complicado
entramado de corredores de vuelo para que las lanzaderas de la clase Thunderhawk y
Aquila de cada una de las naves no se cruzaran en sus viajes, y también se había
establecido una rotación de planes de aterrizaje para que cada contingente se posara
en Baal siguiendo el orden de antigüedad y de fundación.
A Rafen le hundía el ánimo que algunos de sus primos insistieran en aquellos
gestos y en aquellas muestras de rango. Dada la importancia del cónclave, ¿no
podrían dejar a un lado todo aquello y reunirse como iguales?
Rafen le había hecho esa pregunta a Corbulo antes de partir de Baal en busca de
Seth. El sacerdote sanguinario de mirada firme había permitido que se le escapara
una breve risa, algo extraño en su habitual comportamiento contenido.
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—Hermano —le había contestado Corbulo—, a pesar de toda la grandeza que nos
concedió el Emperador, también nos hizo rivales entre nosotros. Los símbolos, las
banderas y las condecoraciones forman el núcleo de lo que somos. Si hacemos caso
omiso de nuestra heráldica, nos negamos una parte de nuestra propia naturaleza.
Era cierto, pero la impaciencia de Rafen crecía a cada momento que pasaba.
—Es extraño —habló de nuevo Kayne—. Mi señor, miro ahí abajo, a la superficie
de Baal, y reconozco la forma de la tierra. —Señaló los accidentes geográficos
visibles a través de la fina capa de nubes—. Las montañas Cáliz. La Gran Falla del
Vacío. El mar Rubí… Conozco este lugar como conocería a un hermano. —El joven
señaló con un gesto del mentón el resto de las naves—. Pero, para ellos, ¿qué es
Baal? ¿Un lugar que sólo conocen por la doctrina y por los mitos?
El planeta siguió girando con lentitud bajo sus pies. La desolada esfera de color
rojo óxido poseía una belleza algo agreste. Las capas de polvo radiactivo de la
atmósfera relucían como un halo debido al brillo de la estrella roja gigante de Baal.
Era un mundo cruel e inmisericorde, pero contemplarlo conmovió a los dos
guerreros de un modo que ninguno de ellos hubiera sido capaz de explicar con
palabras.
Rafen miró a su subordinado.
—Quizá te preguntas si nuestros primos se sentirán tan impresionados por estar
aquí como tú o como yo, ¿no?
Se quedó sorprendido al ver que Kayne hacía un movimiento negativo con la
cabeza.
—No, mi señor. Me preguntaba si reverenciarán a Baal tanto como lo hago yo.
Rafen notó lo que pensaba el otro marine.
—Los Desgarradores de Carne no son más que uno de los capítulos sucesores,
Kayne. El carácter de los Hijos de Sanguinius varía mucho de un capítulo a otro.
Kayne le respondió con un lento gesto de asentimiento.
—Será toda una lección ver esas diferencias en carne y hueso.
Rafen respondió con el mismo gesto. Sintió la carga de lo que iba a ocurrir a lo
largo de los días siguientes.
—Sí, sí que lo será.
J
—No es lo que me esperaba —dijo Noxx. Estaba de pie delante de la ventana de la
estancia con el casco sostenido en el hueco del codo—. Esperaba encontrarme algo
más…
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—¿Impresionante? —le sugirió su superior. El capitán Gorn estaba ocupado
mirando con un monocular las naves que los rodeaban—. Cuando se compara con
Cretacia parece un paisaje bastante monótono. No hay extensiones selváticas ni
pantanos, ni enormes acumulaciones de nubes de tormenta.
—Supongo, mi señor. Quizá fui un ingenuo al imaginarme que el lugar de
nacimiento del Gran Ángel, que la luz lo encuentre, sería una esfera centelleante de
oro y rubíes.
El señor del capítulo, que estaba a su espalda, le contestó sin ni siquiera alzar la
vista de la tarea en la que estaba empeñado, el pulido de su armadura.
—Noxx, recuerda lo que se te ha enseñado. No te muestres ignorante. Sabes tan
bien como nosotros que Baal no fue su hogar natal. Sanguinius se crió en la segunda
luna, Baal Secundus.
—No se pueden ver las lunas desde esta posición orbital —comentó Gorn con el
ceño fruncido—. Estamos en el lado diurno, y el ángulo es demasiado bajo.
Noxx se quedó callado unos instantes mientras pensaba cómo hacer una pregunta.
—¿Creéis que… que quizá se nos permitiría bajar allí? ¿A Secundus, para ver la
Caída del Ángel? Poder ver el lugar donde vivió cuando era niño…
A pesar del esfuerzo evidente por ocultarlo, se notaba una gran reverencia en la
voz áspera del sargento veterano. Seth siguió con su tarea.
—Creo que no. Los Ángeles Sangrientos siempre se han mostrado muy
protectores respecto a su estatus de miembros de la Primera Fundación, hermano
sargento. Me imagino que no les apetecerá que las pesadas botas de un astartes de la
Segunda Fundación pisoteen su suelo sagrado.
—Lord Dante no se atrevería a negarse si se lo pidiéramos —comentó Gorn—.
No si lo hicierais vos, mi señor.
—Por lo que se ve, mi primo Dante se atreve a hacer muchas cosas. Que estemos
aquí es buena prueba de ello. —Sacudió el trapo que tenía en la mano con un gesto
irritado, lo que indicó que quería un cambio en el tema de conversación—. Las naves,
Gorn, dime lo que ves ahí fuera.
—Rafen de los Ángeles Sangrientos dijo la verdad, mi señor. Hay muchas naves
reunidas aquí, prácticamente de todas las fundaciones de nuestra legión, o eso parece.
Veo a los Ángeles Carmesíes. Y a los Devoradores de Carne.
Seth sonrió con gesto lento.
—Vaya, vaya. Los Devoradores de Carne siguen con vida. Tienen la suerte de la
disformidad de su parte.
—Supongo que ellos dicen lo mismo de nosotros, mi señor —apuntó Noxx.
El humor frío de Seth desapareció en un parpadeo.
—¿Lo supones? ¿Y qué más supones que nuestros parientes dicen de nosotros?
—Se puso en pie y el trapo cayó al suelo mientras su humor se hacía cada vez más
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sombrío—. ¿De nosotros, que tenemos una flota tan pequeña y tan enfrascada en los
combates que ni siquiera podemos venir a Baal a bordo de una de nuestras propias
naves?
Tanto Noxx como Gorn se quedaron callados. El carácter de Seth se había
mostrado irritable y cambiante a lo largo del trayecto desde Eritaen. Los estallidos de
mal humor habían sido cada vez más frecuentes a medida que se acercaban al destino
del viaje.
Ninguno de los dos dijo nada y permitieron que su comandante diera rienda suelta
a la frustración que poco a poco se había ido acumulando en su interior. Seth señaló
con un gesto brusco a las naves que había al otro lado de la placa de cristal blindado.
—Qué orgullo deben de sentir nuestros parientes de sus maravillosas naves. Qué
pena deben de sentir por nosotros. —Se acercó a grandes zancadas a Noxx—. Por
favor, hermano sargento, dime, ¿qué clase de suerte nefasta es la que tenemos
nosotros?
—No… No tengo la respuesta, mi señor.
Seth lo miró fijamente durante unos momentos antes de dar media vuelta.
—Bueno, pues yo te lo diré. Estamos malditos, hermanos. Estamos atrapados
entre las garras de nuestro propio salvajismo, devastados por la sed y la rabia, el
menos numeroso de los capítulos sucesores de Sanguinius. —Alzó una mano con el
pulgar doblado sobre la palma y los otros cuatro dedos extendidos—. Cuatro. Cuatro
compañías es todo lo que somos, y a pesar de eso, ¡provocamos un terror tan grande
en nuestros enemigos como no son capaces otros capítulos con el doble de nuestro
tamaño! Pero a pesar de eso, ¿se nos respeta? ¿Acaso no se atreven a juzgarnos todos
los astartes con los que nos encontramos?
—Así es —confirmó Noxx.
—Dante nos trae aquí para lamentarse de las heridas que su capítulo ha sufrido,
¡pero nuestros parientes jamás se han preocupado por las heridas que nosotros hemos
sufrido! ¡Por nuestro dolor!
El capitán Gorn tragó saliva y se movió con gesto incómodo.
—Pero entonces, mi señor… si me permitís la pregunta… ¿Por qué no os
reafirmasteis en vuestra primera respuesta al ángel sangriento, a Rafen? En nombre
de Amit, mi señor, ¿para qué hemos venido?
Al oír eso, Seth empezó a sonreír poco a poco de nuevo.
—Lo que Rafen me contó renovó mi fe, hermano capitán. Me recordó que el
Emperador es bueno y justo, que termina castigando por su exceso de orgullo a
aquellos que se lo merecen. Los Ángeles Sangrientos han sido muy, muy orgullosos,
Gorn, ¡y esa vanidad se les ha subido al cuello y los ha mordido en el hueso hasta la
médula! De repente, después de diez mil años, han fallado. La amenaza de la
desaparición pende sobre sus cabezas. Ahora Dante y los suyos comprenden cómo
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nos sentimos. ¿No lo ves? Acaban de aprender una lección que los Desgarradores de
Carne conocemos desde hace milenios. —Los ojos le brillaban—. Que cuando estás
colgando sobre el abismo… —cerró las manos como si fueran garras—, harás todo lo
que haga falta para no caer al vacío.
—Quieren que los ayudemos —apuntó Noxx.
—Sí, pero es más que eso. Necesitan nuestra ayuda como el aire para respirar.
Cuando un guerrero se encuentra con ese equilibrio de necesidades, puede… debe
aprovecharlo.
Noxx cruzó los brazos sobre la placa pectoral.
—Así que la cuestión ya no es «por qué», sino «cómo». ¿Cómo puede nuestro
capítulo sacar partido de los problemas de los Ángeles Sangrientos?
—Algunos podrían considerar esto como una sedición —advirtió Gorn.
Seth soltó un bufido.
—Somos astartes. Está en nuestra naturaleza buscar ventajas tácticas en todas las
situaciones, ya sea en la guerra o en cualquier otro asunto. Todo lo que hacernos lo
hacemos en nombre del Emperador. Jamás ha aceptado la debilidad, y nosotros
tampoco.
—¿Es que los Ángeles Sangrientos se han convertido en unos débiles, mi señor?
—¿De eso es de lo que hemos venido a enterarnos, hermano capitán?
J
La aeronave ligera de la clase Arvus bajó rápidamente por el aire. Las fuertes ráfagas
de viento azotaron el fuselaje cuadrangular mientras se dirigía en espiral hacia los
riscos árticos que se extendían por debajo. El páramo desolado que era la zona polar
de Baal se extendía hasta el horizonte. Las cadenas de crestas heladas cubiertas de
nieve y de hielo parecían olas inmóviles captadas por la pantalla de un pictógrafo. El
paisaje blanco estaba teñido por un levísimo tono rosado en aquellos puntos donde el
polvo rocoso de la superficie rica en hierro del planeta salpicaba los glaciares.
La aeronave atravesó una tormenta aullante y continuó descendiendo. Los
alerones estabilizadores no dejaron de vibrar con fuerza. Caecus echó un vistazo a
través de la rendija de observación que tenía al lado del asiento de aceleración. Ya
había hecho ese mismo tipo de viajes en más ocasiones de las que podía recordar,
tanto de un lado a otro de Baal, a todas partes de su mundo natal, como a mundos
lejanos, todo al servicio de su investigación. La dureza del último tramo del vuelo no
le preocupaba. Tan sólo servía para recordarle que no tardaría en estar de vuelta en su
sitio, donde debía estar, con su trabajo. Aquel viaje hasta Baal Primus había servido
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de muy poco, tal como había sospechado que ocurriría. El apotecarium majoris dejó
escapar un leve suspiro y tamborileó con los dedos y con gesto ausente sobre el
estuche que llevaba al lado. Las muestras de material genético que había obtenido de
los miembros de las tribus de la primera luna serían sin duda tan inútiles como todas
las demás. El problema eran las impurezas. Si tuviera la ocasión de encontrar una
muestra que no estuviera contaminada por la radiación, o por restos biológicos…
El suelo subía con rapidez hacia ellos. Caecus distinguió al otro lado de las
llanuras del sureste una hilera de puntos rojos que relucían en contraste con el campo
de hielo como si fueran gotas de sangre sobre un pergamino.
Hermanos de batalla. Los diminutos puntos de color brillante eran astartes que
estaban superando una prueba. Eran hombres a los que habían dejado allí sin armas ni
suministros, sólo con la orden de llegar hasta una montaña vulgar y corriente y
sobrevivir allí durante un periodo de varios días. Eran exploradores de la loa
Compañía. Algunos de ellos habían sido ascendidos al rango de hermanos de batalla
antes de tiempo debido a la tremenda falta de efectivos. Caecus se preguntó si
estarían preparados. No era infrecuente que se produjeran muertes durante esas
pruebas, debido a los accidentes sobre el accidentado hielo o los ataques de las
feroces manadas de osos cazadores que acechaban entre las nieves.
—No podemos permitirnos más pérdidas.
El apotecario tardó un momento en darse cuenta de que había hablado en voz alta,
pero estaba a solas en el compartimento de carga de la aeronave, así que no había
nadie que pudiera oírlo. Sacudió la cabeza al mismo tiempo que el Arvus comenzaba
a virar hacia el este.
—Mi señor —la voz monótona y de dicción perfecta del servidor conectado de
por vida a la aeronave surgió del altavoz de rejilla situado en el mamparo—. Estamos
a punto de aterrizar en la ciudadela. Prepárese para la toma de tierra.
La aeronave rodeó un risco elevado y Caecus vio la torre. Era una columna de
piedra roja cubierta de escarcha, un clavo oxidado metido en la montaña de hielo y
roca. Las líneas de la Ciudadela Vitalis, verticales y pulidas, alteradas tan sólo por la
barbacana que surgía del vértice. La estructura almenada sobresalía por un lado de la
torre, y su techo liso y circular proporcionaba una pista de aterrizaje para aeronaves
de servicio. La torre tenía una altura de cuarenta pisos y era la única señal visible del
complejo que se extendía bajo ella. Había muchas instalaciones satélite establecidas a
lo largo y ancho de Baal. Aparte del complejo médico de la ciudadela, habla
relicarios en Sangre, al sur, y los grandes talleres de los tecnomarines del capítulo en
Regio Quinquaginta-Unus. Todas aquellas instalaciones estaban muy separadas entre
sí para impedir que un ataque enemigo pudiera acabar con todas a la vez, además de
para minimizar el posible daño si se producía un accidente en su interior.
La sección circular del techo de la barbacana se abrió en abanico y el Arvus se
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posó sobre ella mientras las fuertes ráfagas la hacían balancearse. La aeronave se
detuvo con una sacudida sobre el acoplamiento de sujeción. Caecus ya se había
quitado los arneses de seguridad y se había levantado antes de que la compuerta
hubiera llegado a la mitad del recorrido de apertura. Se agachó para pasar por debajo
del panel metálico en ascenso. La escotilla de iris ya se estaba cerrando por encima
de ellos, pero unos cuantos copos de nieve gruesos los habían seguido y bajaban
flotando en el aire frío y sereno del interior de la ciudadela.
Fenn ya lo estaba esperando a los pies del acople de aterrizaje, con un servidor a
su lado. El siervo del capítulo hizo una reverencia.
—Majoris. Bienvenido de vuelta —lo saludó.
Caecus le entregó el estuche de muestras al servidor y el esclavo máquina
respondió con un repiqueteo en código binario antes de alejarse con pasos torpes
sobre las piernas artificiales de pistones para cruzar el suelo manchado por los gases
de los tubos de escape.
—Un viaje inútil —le dijo a su ayudante.
Fenn frunció el entrecejo. Era de esperar. Lo fruncía más de lo habitual. Era
extremadamente delgado y tenía un aspecto algo desaliñado. El siervo siempre
mostraba una apariencia preocupada en extremo. Continuamente se retorcía las
manos cuando se enfrentaba a un problema o a algo preocupante. Sin embargo, su
aspecto exterior ocultaba una mente muy aguda. Como la mayoría de los siervos del
capítulo, los Ángeles Sangrientos lo habían reclutado de una de las tribus de la
Sangre en Baal Secundus. Habían considerado que era demasiado débil para que
pudiera superar los tremendos rituales que transformaban a un individuo normal en
un marine espacial, pero como ayudante de Caecus, su inteligencia todavía servía al
capítulo.
—Debería haber ido yo en vuestro lugar —comentó Fenn—. La posibilidad de
recoger nuevos datos en Primus siempre ha sido ínfima, y eso en el mejor de los
casos.
Caecus asintió.
—Es cierto, pero necesitaba una excusa para salir del laboratorio durante cierto
tiempo. Para recordarme que sigue existiendo una galaxia fuera de estas paredes —
añadió con un gesto que abarcaba la ciudadela que los rodeaba.
Fenn entrecruzó los dedos.
—No hemos detectado mejoras en la última serie de pruebas —le informó,
respondiendo así a la pregunta de Caecus antes de que la hiciera.
La capacidad de Fenn para anticiparse a los pensamientos de su señor era otro de
los motivos por los que Caecus lo había mantenido tanto tiempo a su servicio, hasta
el punto de concederle tratamientos rejuvenecedores para que el siervo pudiera
compartir un poco la tremenda longevidad de los Ángeles Sangrientos.
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El apotecario asintió tras oír su comentario. Siguieron caminando hacia el pesado
andamio móvil que los bajaría hasta los niveles inferiores.
—¿Hemos recibido… alguna visita mientras estaba fuera del planeta?
—No ha venido nadie, mi señor.
—Como era de esperar.
A pesar de las tremendas dificultades y de la gran preocupación, a pesar de las
palabras altisonantes sobre la importancia de su trabajo en la ciudadela, sus trabajos
no eran reconocidos en su mayor parte, y las alabanzas iban hacia aquellos que
libraban batallas bajo el estandarte de los Ángeles Sangrientos. Jamás les concederían
condecoraciones ni habría retratos de los apotecarios que se afanaban en aquel lugar.
No se vería mérito alguno en el descubrimiento de una nueva vía de investigación
para una posible cura de la Rabia, o el avance que supondría la creación de una teoría
que quizá en el futuro apagaría la Sed.
Fenn siguió hablando.
—Con todas esas naves en órbita y las idas y venidas a la fortaleza, estoy seguro
de que la ciudadela podría salir volando sin que nadie se diera cuenta.
Caecus había visto la enorme flota desplegada sobre los cielos de Baal cuando
regresaba de la primera luna. El atraque de unas cuantas naves de combate había
obligado a sus pilotos a realizar un amplio desvío y acercarse a la zona polar por el
lado nocturno. Una parte de él se preguntó cuán interesante sería que él mismo
convocara una asamblea para reunir a los apotecarios y a los sacerdotes sanguinarios
de todos los capítulos sucesores para condensar todo el conocimiento que poseían.
¿Qué secretos podría aprender de sus primos si estos quisieran compartirlos con los
demás? Sin embargo, sabía que eso no era lo normal en los Adeptus Astartes. Dejó
que su mente divagara por unos momentos. Recordó lo que se decía sobre uno de los
capítulos sucesores de la Vigésimo Primera Fundación, los Lamentadores. Se
rumoreaba que habían encontrado un modo de expurgar los defectos genéticos que
todos compartían. Si eso fuese cierto…, Caecus habría dado todo lo imaginable por
reunirse con ellos y aprender de su sabiduría. Sin embargo, no se sabía nada de los
Lamentadores desde hacía décadas, desde que una fuerza tiránida había diezmado su
número, y todos los mensajeros que se habían enviado para encontrarlos habían
regresado con las manos vacías. Dudaba mucho de que estuvieran presentes en el
cónclave convocado por lord Dante.
«Una pena —pensó—. Pero no es lo más importante ahora mismo. Hay asuntos
más preocupantes que resolver».
Entraron en el andamio móvil de bronce y comenzaron el descenso hacia el
corazón del complejo. Un piso tras otro de la Ciudadela Vitalis pasaron
relampagueantes ante sus ojos, unos niveles interminables de instalaciones
experimentales, laboratorios genéticos y talleres de trabajo. La búsqueda de las claves
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de la naturaleza laberíntica de la semilla genética de los Ángeles Sangrientos era una
investigación en proceso, y aquél no era más que uno de los numerosos lugares
dedicados a esa investigación. La tarea de encontrar las causas y las curas de las
maldiciones de la Rabia Negra y la Sed Roja era incesante, pero había otras
investigaciones en curso en la ciudadela, unos experimentos ocultos en criptas a las
que sólo tenían acceso Caecus y su personal de trabajo. Hacia una de ellas se dirigían
en esos momentos, y habían tomado la decisión sin haber tenido que intercambiar una
sola palabra.
El apotecarium majoris notó, sin embargo, que Fenn se callaba algo. Miró
atentamente al siervo tras unos momentos.
—Fenn, ¿qué es lo que te preocupa?
Su ayudante entrecruzó los dedos.
—No… No tiene importancia, mi señor.
—Dímelo —insistió—. Debo estar al tanto de todo lo que ocurre bajo este techo.
Fenn soltó un bufido.
—Es la mujer, señor. Sus modales me irritan de forma continua. Creo que lo hace
para divertirse a mi costa.
Caecus frunció el entrecejo.
—Ya te he dicho en más de una ocasión que hagas las paces con ella. No te
equivoques, siervo, no era una petición.
—Lo he intentado, mi señor. —Fenn inclinó un poco la cabeza—. Pero es que me
veja en cuanto tiene la oportunidad. Se burla de mis habilidades. —Se calló un
momento—. No me gusta.
—¿Gustarte? Nadie te ha pedido que ella te guste. Se te ha ordenado que trabajes
con ella. Si no puedes hacerlo…
—¡No, no! —Fenn negó vigorosamente con la cabeza—. ¡Lord Caecus, conocéis
la profundidad de mi entrega al capítulo y a nuestras investigaciones! Pero el
ambiente enrarecido que ella provoca…
—Hablaré con ella —le aseguró Caecus con firmeza para zanjar el tema—. Nos
encontramos en el momento culminante de algo magnífico, Fenn. No permitiré que
asuntos tan triviales entorpezcan el asunto.
El siervo no dijo nada y siguió mirando el suelo de rejilla hexagonal mientras el
andamio seguía descendiendo. El abismo que se abría bajo el suelo se extendía por el
hueco de descenso hasta perderse en las profundidades del interior de la montaña.
Las grandes puertas de bronce se abrieron y un corto puente levadizo de hierro
cayó para ponerse en posición y permitirles salir del andamio. Fenn siguió a su señor,
como le habían imbuido años de disciplina, un paso por detrás y a la derecha del
apotecario. Lord Caecus caminó entre los servidores artillados montados a lo largo de
las paredes. Los morros caninos captaron su olor, una vez satisfechos, los guardianes
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lanzaron un aullido conjunto de asentimiento y los cañones repetidores bajaron hasta
apuntar al suelo de nuevo. Los pistones que mantenían cerradas las compuertas de
presión del laboratorio soltaron chorros abrasadores de vapor y se contrajeron para
que las placas de acero se elevaran y franquearan el paso. El movimiento le recordó a
Fenn la cortina del escenario de un teatro.
Ambos entraron en el túnel iluminado por luces azules donde los sensores de los
espíritus máquina vigilaban y dejaron que los rociaran con una fina neblina de
sustancias antisépticas antes de que las puertas interiores se abrieran para que
pudieran entrar en el laboratorio propiamente dicho.
El rojo y el blanco eran los colores dominantes en el lugar. La iluminación
implacable de los globos de brillo montados en la pared emitía una luz intensa e
inmisericorde sobre las mesas de trabajo donde se estaban produciendo
combinaciones químicas. Las centrifugadoras zumbaban y las columnas de
fraccionamiento burbujeaban a un ritmo lento, lo que proporcionaba a la estancia un
ambiente austero pero al mismo tiempo aminado. Los servidores médicos se movían
de un sitio para otro para cumplir las tareas repetitivas que les habían programado en
el cerebro mediante doradas tarjetas perforadas.
El color rojo estaba repartido aquí y allá: en las túnicas de los servidores, en las
manchas de sangre procedentes de las mesas de disección, en los tubos de ensayo que
se extendían en hileras a lo largo de las paredes.
Delante de una de esas hileras había una mujer de pie. Estaba utilizando un visor
lenticular de peltre y cristal para estudiar en profundidad una de aquellas muestras de
sangre. Alzó la vista y sus rasgos angulosos se vieron acentuados por la mata de
cabello negro que llevaba recogida en un moño alto sobre la cabeza. Unos tubos
mecadendritos le salían serpenteantes de una línea de conexiones de bronce que
llevaba implantadas en la sien y acababan conectados en la parte alta del cuello. Al
igual que Fenn, llevaba puesta una túnica de trabajo de tela blanqueada. Sin embargo,
a diferencia de lo que ocurría con él, acentuaba de un modo milagroso la forma
musculosa y firme de su cuerpo.
—Nyniq —la saludó Caecus, y ella contestó al saludo con una leve reverencia.
—Habéis regresado en el momento preciso, majoris.
La voz de Nyniq tenía una cualidad que algunos hombres normales habrían
encontrado encantadora, seductora incluso. Fenn no pensaba nada semejante. Ella
consideraba falsa y untuosa. Había mostrado objeciones desde el principio a la
inclusión de Nyniq, pero lord Caecus había desestimado sus preocupaciones. El
asunto de los motivos que tendría la mujer para trabajar con ellos era algo secundario
respecto a la tarea que tenían por delante. «El trabajo, el trabajo, siempre el trabajo.
Eso es lo más importante». Las palabras de su señor le sonaron huecas en los oídos.
Era innegable, por supuesto, que Nyniq había sumado un gran intelecto a la tarea,
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y Fenn tuvo que admitir a regañadientes que algunas de las soluciones que ella había
propuesto para resolver ciertos problemas habían supuesto un tremendo avance en la
investigación. Sin embargo, eso no hacía que lo disgustara menos. Aquella tarea era
asunto de los Ángeles Sangrientos y de sus parientes baalitas, y un miembro
itinerante de los magos biologis no podía aparecer de repente e interferir.
Llevaba allí meses. Daba la impresión de que nunca abandonaba el laboratorio.
Siempre estaba allí cuando Fenn regresaba de un periodo de descanso, y siempre se
quedaba allí cuando él salía para dormir o para comer. Además, estaba esa costumbre
suya de canturrear una melodía sin palabras siempre que estaba trabajando. A Fenn
aquello le parecía irritante.
Había algo que consolaba a Fenn: si resultaba que tenía otros planes aparte de la
pura investigación, como ella proclamaba, su vida acabaría en unos instantes. Caecus
se lo había dicho de una forma muy clara y directa: mientras trabajara dentro de las
paredes de la Ciudadela Vitalis, su vida pertenecía a los Ángeles Sangrientos. Si
faltaba de cualquier modo a esa confianza, sería su sangre la que acabaría derramada
en el suelo del lugar.
Fenn siguió a su señor mientras éste seguía a su vez los pasos de la mujer.
Cruzaron la puerta que se abría al otro extremo de la estancia y entraron en el
depósito de contenedores.
El color dominante allí era el verde océano de los mares que antaño habían
cubierto Baal antes de la llegada de la Vieja noche. EL resplandor de la luz reflejada
brillaba en las paredes. Las botas resonaron sobre la pasarela metálica de servicio que
corría entre las dos filas de cápsulas contenedoras de paredes empañadas. Nyniq los
condujo hasta uno de aquellos tanques, que habían colocado sobre una armazón para
que estuviera en posición vertical al lado de la pasarela. Acoplado a la superficie de
cristal había un cilindro metálico repleto de luces indicadoras. El aire estaba cargado
del olor a sustancias químicas.
—Serie ocho, ejemplar duodécimo —informó Nyniq—. Observen, por favor.
Fenn frunció el ceño de inmediato.
—El ejemplar todavía no está maduro.
—Es cierto —admitió Nyniq—. Pero está lo bastante avanzado como para
demostrar lo que quiero decir.
Pulsó una secuencia en el tablero y musitó un breve encantamiento.
En el interior del tanque, el fluido lechoso se aclaró y dejó o la vista un espécimen
masculino desnudo, de proporciones similares a un miembro joven de una tribu
baalita, aunque carecía de la tez pálida y la constitución delgada y fibrosa. La figura
del interior del tanque tenía la piel de una tonalidad rojiza oscura, con placas de
músculos densos debajo. No habría desentonado si llevara puesta la armadura de un
explorador.
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Caecus estudió con atención al joven, que flotaba dormido en el fluido. Una
delgada columna de burbujas le salía de entre los labios.
—El aspecto exterior es prometedor —dijo con precaución. Nyniq asintió.
—Pero como ya hemos aprendido de la última serie de especímenes, eso no
garantiza nada.
Pulsó otra secuencia y la figura del interior del tanque se retorció y sus
extremidades se pusieron rígidas.
Abrió los ojos de golpe y Fenn soltó un jadeo cuando miró directamente al siervo.
Los ojos no tenían pupila, ni iris ni blanco. No eran más que un orbe de color rojo
rubí oscuro, con una mirada intensa. La criatura crispó las manos como si fueran
garras y arañó el interior del cristal blindado, donde dejó una serie de marcas. Un
momento después, abrió la boca. En su interior había una fila tras otra de colmillos de
aspecto afilado.
La expresión del rostro de Caecus se mantuvo fría y serena mientras la figura
gorgoteaba enfurecida al mismo tiempo que golpeaba las paredes de su
confinamiento.
—Otro fracaso, por lo que veo.
—Así es —le confirmó Nyniq con voz sombría—. A pesar de todos nuestros
esfuerzos, mi señor, continúan produciéndose errores en la matriz genética. Con cada
etapa del proceso se agudiza. Los protocolos de clonación son defectuosos a un nivel
tan primario, son tan inherentes, que nada que hagamos puede corregirlos.
Caecus se dio la vuelta e hizo un gesto con la mano hacia el tanque.
—Eliminadlo.
—Como ordenéis.
La tecnosacerdotisa pulsó otro botón y en la parte superior del tanque apareció un
aparato rectangular montado en una estructura: un bólter modificado. Fenn captó un
momento de emoción casi humana en el rostro del espécimen antes de que el arma
disparara con un estampido apagado. El fluido lechoso quedó manchado por un
chorro rojizo.
Nyniq dio un paso atrás y la base del tanque se abrió para que el fluido, el cuerpo
y el resto de materia muerta cayeran por un conducto que se extendía bajo la pasarela.
Fenn siguió a su señor.
—Mi señor, no son fallos. Tan sólo son más datos. Aprenderemos de esta serie y
lo intentaremos de nuevo.
—¿Eso es inteligente? —le preguntó Nyniq.
Los dos se detuvieron y se dieron la vuelta para mirarla.
—Yo decidiré lo que es y lo que no es inteligente —le replicó Caecus con un tono
de advertencia en la voz.
Ella se llevó una mano al colgante de platino que llevaba al cuello. Tenía la forma
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de una cadena de ADN que se repitiera, y era una imitación del símbolo rojo en
espiral que aparecía en las hombreras de todos los apotecarios de los Ángeles
Sangrientos.
—Majoris, os ofrecí mis servicios después de nuestro primer encuentro porque
me sentí fascinada por la pureza de vuestra dedicación. Lo hice porque creí que lo
que estabais investigando aquí le servirá a los Adeptus Astartes y será para mayor
gloria del Emperador de la Humanidad. Sin embargo, he de hablaros con franqueza.
Hemos llegado al límite de nuestros conocimientos. No podemos hacerlo mejor. —
Inclinó la cabeza—. Os agradezco esta oportunidad de haber formado parte de
vuestro equipo de trabajo, pero debemos admitir el fracaso y seguir adelante.
Uno de los músculos de la mandíbula de Caecus empezó a temblar.
—¡No pienso hacer nada semejante! ¡Soy un ángel sangriento! ¡Nosotros no
abandonamos nuestro empeño al primer contratiempo! ¡Cumplimos nuestra misión
hasta el final, por amargo que éste sea!
—Pero es que éste no es el primer contratiempo con el que nos encontramos. Ni
el segundo, ni el décimo o el quincuagésimo. —Nyniq bajó la voz hasta hablar en un
tono de conspiración—. Además, mi señor, sé que ha habido cosas que no nos habéis
contado. Sé que el señor del capítulo no nos ha dado su permiso para que prosigamos
con estas investigaciones, pero que a pesar de ello vos habéis continuado con ellas.
—Lord Dante no nos ordenó que las interrumpiéramos —la interpeló Fenn—.
¡El… Él no utilizó esas palabras!
—Eso no es más que semántica —le replicó Nyniq—. Dudo mucho de que se
sintiera contento si se enterara de que a pesar de sus órdenes hemos continuado con
las investigaciones todos estos meses.
—Tiene razón —admitió Caecus al mismo tiempo que se acercaba a otro de los
tanques contenedores. Se miró en el reflejo que se veía en la superficie de cristal
blindado y su humor se ensombreció—. Tomé una decisión. Lord Dante es una
persona magnífica, pero cree en lo que puede tocar. La única fe que siente es para el
Emperador y la fuerza de sus hermanos. Estoy convencido… Estoy seguro de que
Dante verá con claridad el valor de nuestro trabajo si le muestro alguna prueba en vez
de sólo palabras.
—Las únicas pruebas que tenemos son clones sin acabar, mutantes bestiales y
aberraciones que parecen ser marines espaciales y que no son mejores que los
engendros de los Corrompidos. —Nyniq meneó la cabeza en un gesto negativo—.
Sabemos que Corax, de la Guardia del Cuervo, tardó decenios en desarrollar el
proceso, y que a pesar de ello, ¡sólo conseguía un éxito por cada cien fracasos!
—Quizá… quizá tengas razón.
A Fenn le comenzó a temblar el labio inferior cuando vio el cambio que se estaba
produciendo en su señor. La certeza en el semblante de Caecus desapareció. Dio la
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impresión de que le quitaban un gran peso de encima. El siervo fue consciente de un
modo repentino y terrible de que detrás de la máscara de decisión que su señor
siempre mostraba, esa expresión cansada era su verdadero rostro. Era el rostro de
alguien agotado por los largos años de esfuerzo incesante y sin fruto alguno hacia un
objetivo que quizá jamás conseguiría cumplir.
—Mi señor, no. ¡Tiene que haber otro modo! Alguna manera que todavía no
hemos probado, algún enfoque que no hayamos visto.
Alargó una mano y la posó en el guantelete de Caecus.
—¿Y quién lo conoce, viejo amigo? —El apotecario miró a su siervo y le sonrió
—. ¿Tú? Habla si sabes la solución. Me encantaría oírla.
Nyniq carraspeó para llamar la atención. Seguía jugueteando con el colgante.
—Hay… alguien. Es una persona con grandes conocimientos. Yo lo conozco, lord
Caecus. Era mi mentor en las instalaciones de los magos biologis durante mi
formación como iniciada. Me habló con gran interés de las investigaciones del Gran
Corax en más de una ocasión.
Fenn frunció con fuerza el entrecejo.
—¿Quieres que traigamos a otro desconocido? —Miró a su señor—. Mi señor,
¿no es suficiente con una?
—¡Todos somos siervos del Emperador! —Le replicó Nyniq—. ¡Y puede que esta
persona sea la última esperanza para los planes de reconstruir a los Ángeles
Sangrientos!
—Dime entonces cómo se llama —le dijo Caecus—. Dime su nombre.
—El lord tecnosacerdote Harán Serpens, majoris.
El apotecario asintió.
—Conozco sus investigaciones. Creó una cura para las Plagas Bruma de Farrakin.
—Ése mismo.
Tras unos momentos, el señor de Fenn asintió de nuevo.
—Llámalo. Hazlo con discreción y sigilo. No quiero tener que darle explicaciones
a lord Dante hasta que tenga algo que mostrarle.
El apotecario se dirigió luego hacia, la puerta. Fenn corrió para alcanzarlo.
—¡Mi señor! ¿Estáis seguro de que es lo correcto? ¿Podemos confiar en el
magos?
Caecus ni siquiera lo miró.
—Todos somos siervos del Emperador —repitió—. Además, a veces debemos
relacionarnos con aquellos que no queremos para conseguir una victoria mayor.
—¡No confío en ella! —insistió Fenn con un susurro.
—La confianza no es necesaria, sólo la obediencia —le replicó Caecus.
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CINCO
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guerreros en las cuatro, y todos miraban hombro con hombro hacia dentro. Sus
armaduras de combate eran una mezcla de variantes y de subclases, e incluso había
un dreadnought en mitad de una de las hileras. Todas ellas formaban el espectro del
rojo. Había tonalidades carmesíes que llegaban hasta el rubí, del escarlata al granate,
colores intensos como la sangre y vivos como el fuego. A diferencia de sus
camaradas de los Ángeles Sangrientos que se encontraban bajo aquellos estandartes
venerables, esos guerreros eran los parientes lejanos de Rafen, las hermandades de
los capítulos sucesores. Sus primos.
Entre ellos sonaba el murmullo contenido de conversaciones en voz baja.
Algunos hermanos de batalla estaban reafirmando amistades antiguas. Otros se
hacían gestos de respeto entre ellos. Algunos estaban silenciosos como estatuas. Sus
caracteres y sus comportamientos variaban tanto como los cobres de sus armaduras.
Rafen no giró demasiado la cabeza, pero sabía que inmediatamente a su derecha se
encontraba el contingente de los Ángeles Sanguinarios, que tenían un aspecto
magnífico con su equipo mitad rojo, mitad negro y sus cascos pulidos y relucientes. A
su izquierda estaban Gorn, Seth y los Desgarradores de Carne. Los siguientes en la
fila eran los Ángeles Bermellones, de armadura rojo oscuro. Luego estaban las
armaduras de rebordes dorados de los Bebedores de Sangre, y la fila continuaba…
Paseó la mirada sobre las figuras que estaban de pie ante él y se quedó maravillado
por la solemnidad del momento. Varios servocráneos zumbaban por encima de ellos
volando sobre impulsores y grababan cada segundo para la posteridad en cintas
pictográficas y en cilindros de datos, pero Rafen estaba allí, experimentando el
momento de primera mano y formando parte del mismo.
El legado de Sanguinius se encontraba a la vista en aquella estancia. Había
representantes de casi todos los capítulos descendientes de la misma línea de sangre
del Gran Ángel, y estaban reunidos bajo el mismo techo. Rafen paseó la mirada entre
ellos y llegó a ver astartes de capítulos que hasta ese día habían sido poco más que un
nombre en las páginas de los manuales de guerra. Allí estaba la Legión de la Sangre,
con sus rayas diagonales de color rojo y azul eléctrico; los Ángeles Carmesíes, con el
mismo color de la armadura de Rafen excepto el reborde de color negro azabache; los
Alas Rojas, con las placas blancas y rojas; los Espadas Sangrientas, relucientes con su
rojo brillante y d símbolo de una espada llorosa en las hombreras. Todos aquéllos, y
más, estaban unidos por un lazo de parentesco único.
Y a pesar de ello, al igual que ocurría en las familias de los seres humanos
normales, había mala sangre en la fraternidad de los Hijos de Sanguinius.
Rafen se dio cuenta de que el hermano capitán Gorn miraba con interés evidente
el grupo de los Ángeles Sanguinarios. La mayoría de los guerreros tenían la cabeza
descubierta, pero todos los Ángeles Sanguinarios, hasta el último de ellos, llevaban
puesto el casco bicolor. Era una manía de ese capítulo, que la mayoría conocía,
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aunque el motivo de la misma estaba envuelto en los rumores y en las suposiciones.
Los hermanos de los Ángeles Sanguinarios solían ir siempre con la cara tapada al
combate y a todos aquellos lugares en los que otros podían verlos. Sólo se quitaban
los cascos entre los suyos, donde se encontraban sus parientes, e incluso en esa
situación se tapaban el rostro con las capuchas anchas de sus túnicas. Rafen había
oído mientras era iniciado muchos relatos fantásticos y grotescos sobre los motivos
por los que los Ángeles Sanguinarios se ocultaban a los ojos de los demás, pero los
había considerado poco más que cháchara. Sin embargo, al encontrarse tan cerca de
ellos, no pudo evitar recordar esos relatos, y se preguntó por un momento qué
tendrían de verdad.
Lo cierto era que Gorn no parecía dispuesto a conformarse con mirarlos en
silencio.
—¿Rydae? —preguntó en voz baja sin dejar de mirar fijamente al oficial de los
Ángeles Sanguinarios—. ¿Eres tú el que está ahí debajo?
Rafen observó al otro astartes con el rabillo del ojo. El ángel sanguinario no le
hizo caso alguno a Gorn.
—Es difícil saberlo con seguridad —siguió diciendo Gorn—. Es difícil
diferenciaros a unos de otros. —Rafen notó que el ambiente comenzaba a cargarse de
tensión—. ¿Es que no me vas a saludar, primo? ¿No? —El desgarrador de carne se
rió en voz baja. El señor de su capítulo, que estaba a su lado, no prestó atención
alguna a la conversación, como si estuviera por debajo de lo que debía interesarle—.
Ah, ya entiendo. ¿Todavía estás enfadado conmigo después de nuestro encuentro en
el mundo de Zofor? ¿Por la derrota?
Por primera vez, el casco del capitán de los Ángeles Sanquinarios se giró un poco
para que los visores de color esmeralda encararan directamente a Gorn.
—No hubo derrota alguna. Tan sólo… interferencia por vuestra parte —fue la
respuesta, que estaba cargada de amenaza.
Gorn sonrió de oreja a oreja con un gesto falso.
—Me apena que pienses de ese modo.
El casco se giró de nuevo con una precisión mecánica.
—Poco me importa tu delicada sensibilidad —le contestó Rydae con un susurro
—. Y mucho menos esta conversación.
Rafen vio que Gorn cerraba el puño y supo que aquello ya había llegado
demasiado lejos. El sargento giró un poco la muñeca y la base del mástil del
estandarte dio un golpe seco en el suelo de mármol. El chasquido seco llamó la
atención de los dos astartes.
—Estimados hermanos capitanes —les dijo con firmeza—, quizá ése sea un
asunto que deba resolverse en otro momento.
Rydae no le contestó, pero Gorn le dirigió una mirada breve pero cargada de
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veneno.
—Por supuesto —le replicó en voz baja—. Uno de los privilegios de ser un ángel
sangriento es que siempre se tiene la razón.
Cualquiera que fiera la respuesta que le iba a dar, quedó olvidada cuando una voz
clara y poderosa resonó en todo el Gran Anexo.
—Parientes, reuníos —los llamó Mephiston.
La estancia se sumió de inmediato en el silencio más absoluto. Resonaron los
pasos de los individuos que se acercaban por los cuatro puntos cardinales. Del este y
del oeste llegaron el sacerdote sanguinario Corbulo y el psíquico Mephiston, cada
uno acompañado por un guerrero veterano que llevaba el casco dorado de un guardia
de honor en el hueco del codo. Por detrás de Rafen llegaron otros dos ángeles
sangrientos portando un estandarte. Éste mostraba al propio Sanguinius en una de sus
poses más típicas, mirando hacia el cielo con las alas extendidas al mismo tiempo que
presentaba su sudario y su grial. Por último, por el norte, seguido por el capitán de su
guardia de honor, llegó Dante.
Los rayos del sol rojo lo iluminaron y bañaron al señor del capítulo con un halo
de luz. Lord Dante llevaba puesta la armadura ceremonial artesanal, cuyas placas
doradas de ceramita habían sido pulidas hasta adquirir un brillo lustroso. Las alas
engastadas de perla, rubí y jade centelleaban y relucían. La placa facial del casco era
una réplica de la máscara mortuoria de Sanguinius. Al igual que los demás guerreros
presentes, iba desarmado, a excepción de un cuchillo de combate metido en la vaina
de la bota. Rafen se distrajo por un momento ante el espectáculo de aquel guerrero al
recordar un momento similar, meses antes, en uno de los sótanos del mundo forja de
Shenlong, cuando otro guerrero con armadura dorada se había alzado ante él.
Parpadeó y sacudió un poco la cabeza para sacar esa imagen de su interior. Rafen se
concentró de nuevo y descubrió que Mephiston lo estaba mirando con una expresión
del cierta curiosidad en el rostro. Había sido el bibliotecario jefe quien había insistido
en que se le concediera el privilegio de sostener uno de los estandartes sagrados del
capítulo. Se preguntó qué motivos tendría el Señor de la Muerte para hacerlo. Los
demás guerreros que sostenían estandartes tenían como mínimo el rango de capitán, y
era bien sabido que Mephiston no otorgaba favores sin un buen motivo. Sin embargo,
Rafen no era más que un simple sargento, y no estaba en su mano cuestionar las
decisiones de un hermano tan superior.
Los recién llegados se reunieron en el óvalo central del suelo de mosaico.
Corbulo hizo un gesto de asentimiento a modo de saludo a los estandartes y a la
guardia de honor, y luego se pusieron de rodillas. Rafen imitó el movimiento con una
precisión inmediata. Por último, Dante hizo una reverencia ante el estandarte del
capítulo y la representación de su primarca, y todos los astartes de la estancia hicieron
lo mismo.
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—Frater Sanguinius —los saludó el señor del capítulo. Su voz llegó a todos los
rincones de la estancia amplificada por el comunicador de su casco—. Hermanos de
sangre. En nombre del Emperador y del Gran Ángel, tengo el honor y el privilegio de
daros la bienvenida a Baal, la cuna de donde salieron nuestros linajes compartidos.
—Por la gloria de Sanguinius y el Imperio de la Humanidad —exclamó
Mephiston.
—Por la gloria de Sanguinius y el Imperio de la Humanidad —respondieron
todos los guerreros presentes, repitiendo la invocación, y la cúpula convirtió en eco
sus palabras.
Dante se puso en pie y los allí reunidos lo imitaron. Rafen se arriesgó a mirar un
momento de reojo a Rydae y a Gorn. Ambos tenían centrada toda la atención en el
señor del capítulo los Ángeles Sangrientos.
Dante alzó las manos y se quitó el casco para entregárselo a Corbulo. Su
expresión tranquila y paternal recorrió la estancia y miro de forma deliberada a los
ojos de todos los presentes.
—Primos y parientes. Sangre de mi sangre. Me enorgullece ver una asamblea tan
magnífica como ésta, y me siento abrumado por el agradecimiento por los rostros que
veo ante mí. Que hayáis venido atendiendo a mi petición, que hayáis respondido a
una llamada simplemente porque se hacía desde Baal, me llena de un enorme respeto.
No importa cómo se llame el mundo al que consideráis vuestro hogar, no importa la
distancia que lo separe de este sitio, éste es nuestro lugar de nacimiento espiritual. —
Señaló al aire con una de sus manos cubiertas por el guantelete dorado—. Y será en
este lugar donde discutamos un asunto de la máxima importancia para el legado de
Sanguinius. Hacerlo sin que estuvierais presentes habría sido incorrecto, y lo único
que lamento es que no hayamos podido reunir a todas las voces de nuestros primos en
esta asamblea.
Hizo un gesto con la barbilla hacia el puñado de estandartes que seguían
colgando, entre ellos uno de cuadrados blancos y negros con el símbolo de un
corazón sangrante.
Dante se llevó las manos al pecho e hizo el saludo del aquila sobre la gota de rubí
que tenía engastada en la placa pectoral.
—Ofrezcamos una oración al Emperador, que su mirada sea eterna e
imperturbable, y al espíritu de nuestro señor primarca. Pidámosles que nos protejan
en los días venideros, y que nos concedan su bendición y un poco de su sabiduría.
Rafen imitó el gesto, al igual que los demás, y sostuvo el estandarte con el hueco
del codo. Paseó los ojos por los reunidos. Al llegar a Mephiston, se quedó mirándolo.
Vio que el psíquico cerraba los ojos con fuerza y dilataba las aletas de la nariz, como
si oliera algo repugnante. Al momento siguiente, el Señor de la Muerte parpadeó y
todo pasó, pero en el rostro se le quedó una leve expresión de inquietud.
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Rafen captó un movimiento con el rabillo del ojo y vio que allí arriba, en la
galería de observadores, se encontraban las figuras vestidas con túnicas de muchos
astartes de rango superior. La óptica aumentadora de las lentes de su casco le permitió
distinguir al primer capitán Lothan, al gran capellán Lemartes y al ascético Argastes a
su lado. Cuando todos aquellos guerreros inclinaron la cabeza en muestra de respeto,
Rafen se vio asaltado por una pregunta repentina al notar la ausencia de uno que
debería estar ahí.
«¿Dónde está el apotecarium majoris? ¿Dónde está el hermano Caecus?».
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Las grandes puertas del laboratorium se separaron y, de repente, allí estaba el recién
llegado. Los chorros de vapor procedentes de los cierres de pistones se arremolinaron
alrededor de sus tobillos. Fenn se sobresaltó y se apresuró a dejar en una mesa el
soporte de probetas de muestra que llevaba en la mano para que no se le cayeran al
suelo. El individuo estudió el lugar con un interés sosegado, igual que alguien que
estuviera contemplando una obra de arte en una galería. Luego vio a Fenn y le sonrió.
Su rostro era arrugado y moreno, como el cuerpo añejo y desgastado. A su espalda se
movió una silueta cuadrangular, aunque no estaba claro qué era a pesar del resplandor
de los globos luminosos.
El siervo se volvió al oír el sonido de las pisadas de su señor y vio que Caecus se
acercaba, con Nyniq a su lado. La expresión de la mujer mostró algo que Fenn jamás
le había visto: felicidad.
—Mi tecnoseñor —murmuró ella—. Que el Omnissiah os proteja.
—Y a ti, mi pupila.
La voz del individuo era contenida y tranquila.
Nyniq hizo una leve reverencia y el recién llegado se agachó un poco para darle
un beso casto en la cabeza. Era mucho más alto que un individuo normal.
—Haran Serpens, supongo —dijo Caecus.
El desconocido hizo una leve inclinación a modo de Saludo.
—Así es, majoris. Os agradezco vuestra amable invitación.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí con tanta rapidez?
Fenn hizo la pregunta antes siquiera de que le diera tiempo a pensárselo, lo que le
valió una mirada de reojo de su señor. A Serpens no pareció importarle.
—Tenemos nuestros modos, alabado sea el Omnissiah. —Se dio un par de
golpecitos en el broche con el símbolo del Adeptus Mechanicum, el engranaje y la
calavera, que llevaba para abrocharse la capa que cubría sus anchos hombros—. La
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fortuna quiso que estuviera cerca cuando la llamada mecánica de Nyniq me llegó.
Descubrí que el contenido de su convocatoria codificada era de lo más interesante. —
Miró hacia la puerta—. Si me lo permitís, majoris, ¿puedo entrar?
Caecus le indicó con un gesto que lo hiciera.
—Entrad, mi tecnoseñor, pero quiero que tengáis claro que cuando lo hagáis,
tendréis que cumplir una serie de normas.
Serpens intercambió una mirada con la mujer.
—Sean las que sean las directivas que queráis imponerme, ángel sangriento, me
someto a ellas. Tan sólo me interesa la investigación. Nyniq me dijo que me
resultaríais fascinante, así que aquí estoy. —Se sonrieron con gesto familiar—.
Confío en ella por completo. —Luego inclinó la cabeza hacia un lado—. ¿Cómo
puedo servir al Emperador?
Caecus hizo caso omiso de la pregunta e hizo otra su vez.
—¿Dónde tenéis vuestra nave? Es importante que vuestra presencia aquí pase
inadvertida durante un tiempo. No sería bueno que una de las naves de los capítulos
sucesores se enfrentara a la vuestra.
—No hay de qué preocuparse —lo tranquilizó Serpens mientras estudiaba con
atención un tubo con sangre—. Mi transporte apenas se ha hecho notar. Nadie
excepto los presentes en este lugar sabe que he llegado a Baal.
El magos biologis recorrió lentamente el perímetro de la estancia y lo observó
todo con detenimiento. El objeto que había estado esperando a su espalda entró con
pasos lentos pero firmes. Se trataba de una caja de cierta altura fabricada en acero
negro y que se movía gracias a un racimo de patas semejantes a las de las arañas. En
uno de los costados del contenedor había una máscara de porcelana con unos sensores
en luz verde en los huecos de la boca y de los ojos. La criatura-máquina avanzaba con
cuidado, y no se apartó en ningún momento más de una cierta distancia de su
propietario.
—Debéis comprender que la naturaleza de esta investigación es un secreto de los
más absolutos —insistió Caecus—. Nyniq responde de vos como de un individuo de
grandes conocimientos y de gran discreción.
—Me precio de serlo. —El tecnoseñor asintió con gesto aprobador—. Veo que
estáis utilizando los protocolos de Ylesia como fuente operativa para vuestros
cultivos biológicos. Una elección excelente. Yo mismo he trabajado con una versión
modificada de ese medio. —Sonrió de nuevo—. Creo que empiezo a adivinar parte
de la investigación que estáis llevando a cabo.
Por mucho que lo intentó, Fenn fue incapaz de apartar la mirada del tecnoseñor.
Serpens llevaba bajo el grueso abrigo de invierno de piel de animal de color marrón
una especie de mono de trabajo que era una mezcla entre la armadura de combate de
un adeptus arbites y una chaqueta de fuerza. También llevaba puestos varios chalecos
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que se solapaban entre sí y lo único que tenían en común eran los numerosos bolsillos
de vacío que los cubrían. El magos tenía el cabello de color pajizo recogido en una
serie de trenzas que acababan uniéndose a la espalda para formar una larga cola
serpenteante. Sin embargo, lo que más le llamaba la atención era el tamaño del
individuo. Ya había visto otros magos biologis y a otros miembros del Adeptus
Mechanicum en muchas ocasiones, pero en ninguna de ellas se había encontrado con
un individuo de esa estatura.
—No soy lo que te esperabas, ¿verdad? —le preguntó Serpens.
—No, no lo sois —admitió el siervo—. Tenéis el tamaño de un astartes.
Hizo un gesto con el mentón hacia su señor y vio que era evidente que Caecus
estaba pensando lo mismo.
—Así es —admitió Serpens—. He intentado a lo largo de toda mi vida
modelarme para parecerme en todo lo posible a los hijos más perfeccionados del
Emperador: los marines espaciales. —Bajó la mirada hacia sus propias manos,
cubiertas con unos guantes de cuero negro—. Espero que el majoris me perdone este
acto de vanagloria humana, pero he modificado mi cuerpo de muchas maneras para
compartir una fracción de la grandeza que os concedieron a vosotros. —Serpens hizo
una reverencia—. Mi señor, debéis considerarlo la forma más pura de alabanza.
—Ya veo —contestó con una frialdad cautelosa.
Sin embargo, Fenn se imaginó muy bien lo que su señor estaba pensando: lo
mismo que él. «¿Qué quiere decir Serpens? ¿Se ha hecho trasplantar a su propio
cuerpo órganos artificiales como los de los marines espaciales?». Eso explicaría en
gran medida cómo era posible que un magos pudiera haber visto cambiada su forma
de humano normal hasta ese punto. Aquella idea hizo que Fenn se sintiera todavía
más incómodo, pero la expresión del rostro de su señor cambió. Caecus había
decidido no continuar esa conversación al menos de momento.
—¿Y eso? —El ángel sangriento señaló la caja metálica—. ¿Es vuestro servidor?
—En cierto modo —admitió Serpens—. Se trata tan sólo de un transporte
autónomo para las piezas más vitales de mi equipo, como aparatos quirúrgicos y
similares.
Movió los dedos formando un código con tanta rapidez que Fenn no fue capaz de
seguirlos, y la criatura mecánica se alejó hacia una esquina con las patas siseando y
traqueteando.
Serpens se detuvo y unió las manos en un gesto de sumisión.
—Mi estimado astartes, lord Caecus. Si me permitís ser tan atrevido, quisiera
decir una palabra: clonación. ¿No es así? —No esperó que le contestara—. Se trata de
mi especialidad, y los aparatos que veo a mi alrededor están centrados en esa
investigación. Os aseguro que necesitaréis mis conocimientos para solucionar el
espinoso problema que la biología aplicada os presenta en esta ocasión. —Le tocó
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con suavidad la cara a Nyniq—. Mi pupila, a pesar de todos sus conocimientos, no
me habría llamado si no fuera así. Y os lo digo aquí y ahora: si me lo permitís, me
sentiré honrado de ayudaros a resolverlo. —Bajó la voz hasta que fue poco más que
un susurro—. ¿Me lo permitiréis? Uno de mis sueños ha sido siempre trabajar codo
con codo con un maestre biólogo de los Adeptus Astartes.
—¿Y si esa investigación implica que tendréis que poner vuestra lealtad a los
magos biologis por detrás de las necesidades de mi capítulo? —Caecus lo miró
fijamente a los ojos—. ¿Qué haréis entonces?
Serpens apartó la mirada.
—Mi señor…, ¿puedo hablaros con sinceridad?
—Adelante.
—Los logros que ha conseguido Haran Serpens han sido cada vez menores. Mi
última gran victoria fue contra la Plaga Bruma… Y desde entonces no he logrado
nada. Estoy fuera de lugar, majoris. Sólo pierdo tiempo. Querría tener la oportunidad
de conseguir algo valioso. No se me ocurre un mejor servicio que colaborar con los
Hijos de Sanguinius. Mi lealtad… mi lealtad es para el Emperador y para Terra.
Fenn captó un cierto tono de desesperación en la voz del tecnoseñor.
—Nyniq ha demostrado ser una ayudante valiosa —respondió Caecus—. No
tengo duda alguna de que vos no seréis menos. Sin embargo; debo dejároslo claro,
Serpens. Una vez aceptéis uniros a nosotros en la ciudadela, no podréis comunicaros
con el exterior. Los secretos que os confiemos no podrán ser revelados bajo pena de
muerte. No toleraré que se hable sobre este asunto antes de que tengamos éxito.
Serpens asintió.
—Lord Caecus, ya me he arriesgado a caer en desgracia ante mis superiores al
venir aquí sin pedir permiso. No voy a volverme atrás ahora. —Le ofreció una mano
al marine espacial—. Sólo os digo esto: me pongo a vuestras órdenes. Estoy a
vuestras órdenes. Ponedme a vuestras órdenes y juntos conseguiremos superar todos
los obstáculos que existan. Le mostraremos al Emperador algo majestuoso.
Fenn se puso tenso al oír las palabras que acababa de pronunciar el tecnoseñor.
Las había oído por primera vez unos cuantos meses antes, en una reunión que se
había producido de un modo semejante a la que tenía lugar en aquel momento.
«Le mostraremos al Emperador algo majestuoso». Se quedó mirando a Nyniq.
Había sido ella quien había pronunciado esas palabras. El eco apagado de las mismas
resonó en la memoria del siervo. Fenn la observó mientras realizaba una reverencia e
imitaba la actitud servil de Serpens, y volvió a acordarse de la primera vez que la
había visto.
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Las bibliotecas de LXD-9768 eran tan inmensas que cubrían tres quintas partes de la
superficie del planeta. El suelo del apagado mundo rocoso de atmósfera cargada de
nitrógeno había quedado pulido por la acción de las tremendas tormentas y los
huracanes que provocaba el complejo movimiento de las tres lunas asteroides. Esos
satélites ya habían desaparecido, convertidos en fragmentos por las minas de los
Adeptus Mechanicum y utilizados para construir las filas interminables de bloques
que iban de un extremo a otro del horizonte. Una cámara tras otra, un anexo tras otro,
cada almacén albergaba millones de libros, de pergaminos, de pictografías y otros
tipos de almacenamiento de datos. Había islas, continentes enteros, que estaban
reservadas a ciertos tipos de comunicación, como discos codificados y varillas sólidas
de memoria.
Había planetas como LXD-9768 repartidos por toda la galaxia. Eran planetas
escogidos por su estabilidad, que se es encontraran lejos de estrellas cercanas al final
de su existencia, lejos de fronteras alienígenas o de otras fuentes potenciales de daño.
Muchos de ellos duplicaban los archivos de otros planetas, con múltiples copias
redundantes dispersas miles de veces a lo largo de años luz. Sin embargo, no todos
eran iguales. Después de la Vieja Noche y de la pérdida de las grande tecnologías de
la humanidad, los miles de años que habían transcurrido desde entonces habían sido
testigos de los enormes esfuerzos que se habían producido para recuperar lo que
antaño era conocido por todos. El Adeptus Terra, en su infinita sabiduría y en su
paciencia incalculable, había decretado que semejante caída en la ignorancia no debía
ocurrir de nuevo.
De ahí los mundos biblioteca, planetas que albergaban almacenes de archivos tan
grandes como ciudades, que repetían y protegían la información para que la
desaparición de uno de ellos no supusiese la destrucción de la base del conocimiento
de la humanidad. Cada dato recuperado del pasado, cada pieza de información
generada desde entonces, era guardada allí. Nada se perdería de nuevo.
Sin embargo, la realidad no se correspondía con esa visión. En el cuadragésimo
primer milenio, la información conservaba el mismo poder que en milenios
anteriores, y los que la poseían la guardaban como si fuera un tesoro de piedras
preciosas. Los mundos biblioteca, en vez de convertirse en el hogar de toda la
sabiduría, se habían transformado en grandes desfiladeros de datos inservibles
reunidos por una burocracia que lo almacenaba todo como si fuera de la máxima
importancia, sin importar lo trivial o lo inútil que resultara ser en realidad. Las
estanterías de LXD-9768 no contenían las palabras que había pronunciado el
Emperador en su ascenso al Trono Dorado, pero se podía encontrar una descripción
detallada de las costumbres migratorias de razas extinguidas de roedores que vivían
en los niveles inferiores de las ciudades colmena de mundos que ya no existían desde
hacía siglos.
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Los mundos biblioteca continuaron su existencia recolectando datos como un
cetáceo cribaría las aguas del océano en busca de krill, y a veces, por pura casualidad,
encontraban datos que realmente tenían valor.
A Fenn le costó seis días de búsqueda encontrar el anexo correcto tras discutir y
enfrentarse por nimiedades con los sabios y los escribientes que actuaban como
guardianes de los grandes océanos de datos que se encontraban encerrados en los
almacenes de las bibliotecas. Por fin había conseguido los permisos necesarios, todos
reunidos en un pliego de papel grueso y grasiento en el que habían estampado una
docena de sellos y confirmaciones de consentimientos. Los libros estaban muy cerca
ya, en un sótano inferior.
Lord Caecus había permanecido en la lanzadera Aquila mientras Fenn trabajaba.
Se había dedicado a meditar en el austero compartimento de carga. No había dormido
ni comido desde que habían partido de Baal, y había hablado poco con el siervo
durante el viaje a bordo de la nave de transporte y de la lanzadera que los había
llevado a la superficie de LXD-9768.
Decir que su señor estaba preocupado era quedarse corto. Se había mantenido
distante desde que había regresado a la ciudadela Vitalis después de su reunión con
lord Dante. Caecus había acudido a la asamblea con muchas esperanzas,
completamente convencido de que el señor del capítulo aceptaría su sugerencia sobre
el modo de reconstruir el capítulo. No había esperado, ni Fenn tampoco, que le dieran
una respuesta tan negativa. Quizá se habían mantenido demasiado cerca de la idea,
habían estado demasiado concentrados en la tarea como para pensar que quizá otros
la consideraran algo cuestionable.
Fenn esperó que Caecus ordenara el cierre del laboratorio y que se detuviera la
investigación. Cuando el apotecarium majoris no hizo nada en ese sentido, el siervo
no lo cuestionó. Comprendía lo que pensaba su señor. Podría rebatir la crítica de lord
Dante si conseguía obtener resultados convincentes. El deber de Fenn era ayudar a su
señor para que eso sucediera, y por eso estaban allí, para seguir una débil pista.
Habían rastreado la existencia de una serie de libros en aquel lugar. Se decía que los
habían copiado los monjes de lonai a partir de registros escritos por el hermano
Monedus, un apotecario mayor de la Guardia del Cuervo, y al parecer contenían
buena parte del conocimiento sobre los experimentos del primarca Corax en las
técnicas aceleradas de cosechado de zigotos. Los libros habían acabado en LXD-9768
tras ser rescatados de la destrucción de una estación de estudio en algún lugar del
Segmentum Ultima.
Caecus mostró las primeras señales de interés en algo desde hacía semanas. Sin
embargo, cuando llegaron al anexo, ese interés se convirtió de inmediato en una
profunda rabia. El escribiente de la puerta pareció sorprendido de verlos. «No son los
primeros visitantes que recibimos hoy», les había dicho el sacerdote escriba. Al
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parecer, las visitas eran muy escasas.
Nyniq ya estaba allí, dedicada a la lectura de los escritos de Monedus. Utilizaba
una herramienta repulsora de campos para pasar las páginas sin tocarlas.
Fenn pensó al principio que se trataba de un capricho cruel del destino, que
aquella magos había llegado el mismo día al mismo botín que su señor buscaba. Se
enteró de que no era así. Nyniq se enfrentó a varias amenazas veladas de lord Caecus
y poco a poco fue revelando que estaba allí porque se había enterado de la búsqueda
del apotecario sobre tratados acerca de la clonación. Les explicó que era una línea de
investigación que también estaba siguiendo ella. «Podríamos avanzar enormemente si
uniéramos nuestros esfuerzos», le había ofrecido Nymiq.
Por supuesto, Fenn empezó a odiarla nada más verla. Era tan arrogante como
hermosa, y retorcía las palabras para que se escurrieran por el borde de la furia de su
señor; provocaba el interés de Caecus con sus considerables conocimientos para
luego retirarse, igual que haría una mujer normal respecto a un hombre con la
promesa de ayuntamiento carnal. Además, era muy astuta. Nyniq hizo unas cuantas
sugerencias respecto a la posibilidad de hablar de aquella reunión directamente con
lord Dante para tratar directamente con los Ángeles Sangrientos, a sabiendas sin duda
alguna del deseo de Caecus de que todo se mantuviera en secreto. El apotecario
reconoció a Fenn más tarde que llegó a pensar en acabar con la vida de aquella mujer
problemática para zanjar el asunto de una vez por todas, pero ¿qué consecuencias
habría tenido semejante acto?
El siervo contempló cómo ella se ganaba poco a poco la confianza del ángel
sangriento provocando su curiosidad y atrayéndolo hacia donde ella quería. Fenn
supo que Nyniq se había ganado a su señor cuando le mostró una compleja trama de
fórmulas biológicas tan intrincadas que el astartes apenas logró entender a primera
vista.
Sin embargo, ella la comprendió sin dificultades. Los escritos de Monedus eran
para ella piezas perdidas de un rompecabezas, y estaba ansiosa por unirlos a los datos
de las investigaciones de Caecus.
Caecus quizá la habría rechazado de inmediato si la presión del tiempo y la
censura de lord Dante no lo hubieran apremiado. Quizá habría tomado lo que
necesitaba y la hubiera dejado destrozada en el suelo de la biblioteca, pero lo cierto
era que el apotecarium majoris ocultaba en su interior una desesperación angustiada.
Hizo caso omiso de las objeciones de Fenn y aceptó la oferta de ayuda a cambio de
recompensarla con ciertos logros de la investigación.
«Le mostraremos al Emperador algo majestuoso —le había dicho—.
Caminaremos tras sus pasos y crearemos semidioses, a partir de la arcilla primitiva de
los humanos normales».
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—¿Qué clase de trato hemos hecho?
Fenn dijo aquello en voz tan baja que las palabras apenas fueron audibles más allá
de sus labios. Miró su reflejo en las puertas acristaladas de las vitrinas del
laboratorium.
Fue un error. Simplemente pensar aquello, enfrentarse a la decisión de su amo y
señor en la intimidad de sus propios pensamientos, incluso eso le resultaba
insoportable. Había pasado toda una vida al servicio de los Ángeles Sangrientos y de
Sanguinius, y el reclutamiento de Nyniq había permitido el comienzo de un proceso
de corrupción. Y ahora había llegado aquel individuo, Haran Serpens. El ansia de su
amo por demostrar que tenía razón lo estaba llevando a tomar decisiones que eran
arriesgadas. A pesar de todo, Fenn no podía expresar en voz alta las dudas que lo
asaltaban. Ya había mostrado su desagrado por la mujer, y con eso no había
conseguido nada. La preocupación que sentía respecto a aquellos dos individuos era
justificada, lo sabía, y su deber era actuar en consecuencia.
Pero ¿cómo? Criticarlos sin ninguna base aparte de lo poco que le gustaban sería
una estupidez. No tenía pruebas de que Nyniq no hubiera hecho siempre lo que había
prometido: ayudar en la investigación e integrar en ella los trabajos de Monedus.
Necesitaría algo sólido; algo irrefutable, una prueba de que aquellos dos
investigadores estaban manipulando la investigación de Caecus para sus propios
fines.
Fenn observó con atención a Serpens mientras éste hablaba con su señor.
«Las sospechas sin pruebas no sirven de nada», se dijo a sí mismo. Tendría que
enterarse de más cosas sobre ese tecnoseñor. Descubriría lo que realmente querían
aquel individuo y su pupila, y entonces los dejaría en evidencia ante su señor.
—Fenn —dijo de repente Caecus—, ven aquí. Tráenos el informe del genetista
sobre las últimas pruebas.
El siervo inclinó la cabeza y así nadie vio cómo entrecerraba los ojos.
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SEIS
El grupo recorrió los pasillos de arcadas bajo los arcos sesgados del techo de piedra
roja. El brillo de las velas fotónicas derramaba una luz cálida de sabor añejo en los
pasillos. Había sombras en los corredores que salían de cada intersección.
Rafen echó un vistazo por encima del hombro.
—Esta es una de las primeras estructuras de la fortaleza-monasterio que se
construyeron —les explicó a los que lo seguían—. Estas paredes se alzaron bajo la
mirada del propio Gran Ángel.
—Impresionante —contestó el hermano capitán Gorn, aunque su tono de voz
sugería que pensaba todo lo contrario.
El joven Kayne, que caminaba al lado de Rafen, apretó los puños, ocultos bajo las
amplias mangas de la túnica que llevaba puesta. Las túnicas de color rojo óxido de
los dos ángeles sangrientos contrastaban enormemente con los ropajes de color
borgoña que vestían Gorn y su grupo de desgarradores de carne. Al igual que ocurría
con su equipo, los desgarradores de carne llevaban muy poco que pudiera
considerarse adornos. Gorn, el veterano sargento Noxx y el guardia de honor Roan
iban vestidos con el mismo hábito sencillo y con el símbolo de la sierra circular sobre
un hombro. El señor del capítulo había declinado la invitación de acompañarlos con
la excusa de que debía prepararse para el cónclave que se iba a celebrar.
Rafen miró con dureza al joven, pero Kayne no mostró haberlo visto. El sargento
empezaba a arrepentirse de haberse llevado con él al joven astartes. Kayne era un
buen marine espacial, de eso no había duda, pero le faltaba veteranía y tendía a
enfurecerse con rapidez. Rafen sabía que los desgarradores de carne captaban aquello
con tanta claridad como él La tarea que Mephiston les había encargado tanto a él
como a sus hombres, la de servir como asistentes de sus primos de Cretacia, no era la
apropiada para un guerrero, pero que de ella se hiciera cargo un simple siervo del
capítulo se habría considerado un insulto grave.
Gorn señaló a lo largo del pasillo.
—Entonces, ¿tenemos que recorrer todo esto? —Miró a su alrededor—. Cuando
el hermano Corbulo sugirió que se nos mostrase algunos de los tesoros del
monasterio, esperaba ver algo más que… simples piedras.
—Hay mucho que admirar, señor —saltó Kayne sin esperar a que Rafen le diera
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permiso para hablar—. Las riquezas de nuestro capítulo se hallan tanto en la piedra
como en d oro.
—Riquezas —repitió Noxx casi paladeando la palabra—. Cuán benditos son los
Ángeles Sangrientos por poseer semejantes dones.
En la voz del sargento se adivinaba una amargura forzada. Rafen frunció el
entrecejo porque no tenía muy claro adónde quería llevar Noxx la conversación.
De repente, Gorn señaló uno de los pasillos que salían del corredor donde se
encontraban. Las luces eran más tenues allí.
—¿Y ahí? ¿Qué hay ahí?
—Una de las galerías.
—¿Una galería de tiro? —quiso saber Roan—. ¿Para disparo de bólter? No oigo
ningún disparo.
—Es una galería de arte, hermano —lo corrigió Rafen.
Noxx soltó un bufido despectivo.
—¿Arte?
Siguió caminando y se adentró con rapidez en ese pasillo. Las velas aumentaron
el brillo al sentir su presencia.
Rafen pensó en llamarlo para continuar el paseo, pero los demás desgarradores de
carne ya lo habían seguido y se dedicaban a mirar las obras colgadas de las paredes y
colocadas en los nichos abiertos en ellas. Noxx volvió a hablar con un leve tono de
desdén.
—¿Qué es todo esto? —preguntó, señalando el conjunto de obras del lugar.
Había pinturas de diversas clases, esculturas de piedra y de madera tallada,
tapices y obras de orfebrería. Muchas eran objetos votivos donde se veía al
Emperador o a Sanguinius, mientras que otros eran obras abstractas realizadas por el
puro placer de hacerlas, o incluso trabajos representativos de los paisajes de una
docena de planetas.
—¿Son trofeos obtenidos de los planetas que vuestro capítulo sometió al
Emperador? —inquirió Noxx.
—Son la obra de nuestros hermanos de batalla —le contesto Kayne—. Cada una
de ellas ha sido creada por la mano un ángel sangriento.
Noxx soltó una breve risa.
—¿Es que… pintáis? —La idea pareció hacerle gracia—. ¿Dibujáis, y talláis
trozos de piedra?
—¿Eso no es tarea de los rememoradores? —apuntó Gorn.
—Es tarea de todos aquellos humanos con espíritu. El Gran Sanguinius otorgó a
los Ángeles Sangrientos muchos dones —replicó Rafen con voz tensa—. Entre ellos
se encuentra un sentido de la estética. Estas obras son una expresión de ese don.
Noxx se concentró en Kayne. El joven apretaba con fuerza los dientes.
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—¿Cuál de estos objetos es obra tuya? Enséñamelo, artista.
—Con el debido respeto, hermano sargento, os pediría que no os burlarais —le
contestó Kayne con voz contenida.
—Eso me pides, ¿no? —Noxx intercambió una sonrisa helada con Gorn—. Pero
me pregunto si podré complacerte después de ver todo esto. —El sargento señaló a su
alrededor—. ¿A esto se dedican los Ángeles Sangrientos cuando en realidad deberían
estar enfrentándose a los enemigos de la humanidad o de rodillas rezándole al Trono
Dorado? ¿Hacen bocetos y cosen? —Tomó en la mano un tapiz donde se veía una
imagen de Sanguinius bordada con un delicado hilo de oro—. Mis hermanos no
tienen tiempo para esto. ¡Están demasiado ocupados en combatir y en morir!
—Todo lo que se ve aquí es una señal de devoción hacia los ideales del Gran
Ángel. —Kayne le sostuvo la mirada al desgarrador de carne y en su respuesta se
empezó a notar la rabia que sentía—. ¿Cómo puede un astartes luchar por todo lo que
considera bueno y hermoso en el universo si no aprecia la belleza? No ver eso es no
ver la gloria que el Emperador nos concede.
—El chico me da sermones sobre cómo debo combatir —gruñó Noxx,
dirigiéndose a sus camaradas—. ¿Me atreveré yo a corregirle las puntadas que da en
su costura? —Sacudió el tapiz que tenía en la mano.
Rafen vio lo que estaba a punto de ocurrir y dio un paso hacia ellos. Noxx, estaba
provocando de nuevo a un ángel sangriento, pero esta vez buscaba el punto débil que
representaba la rabia apenas contenida de Kayne. Era evidente que el sargento había
decidido buscar otro objetivo para provocar una pelea.
—Hermano sargento… —empezó a decir dispuesto a quitar tensión al ambiente
al mismo tiempo que daba un paso adelante, pero Gorn se interpuso. El ángel
sangriento se detuvo y se calló.
—Espera un momento, Rafen. —El capitán de los Desgarradores de Carne
mantenía el mismo aspecto de desinterés que había mostrado hasta ese momento,
pero la expresión acerada de sus ojos convirtió sus palabras en una orden—. Deja que
hablen.
Rafen dudó un instante. Gorn no era su comandante, pero era un astartes de rango
superior. Desobedecerlo… La idea hizo que Rafen contuviera el aliento durante un
momento.
—La guerra no lo es todo en la vida —contestó Kayne con el rostro enrojecido
por el resentimiento—. Si no sois capaz de apreciar la majestuosidad de un amanecer,
o el poder un gran himno, lo siento mucho por vos.
Rafen sintió que se le hacía un nudo en el estómago. «Mal. Te has equivocado en
la respuesta». Y en el mismo momento que supo lo que iba a ocurrir, Noxx gruñó su
propia respuesta.
—¿De verdad? ¡Qué altanero, qué propio de un cachorro de ángel sangriento
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atreverse a reprender a sus superiores!
—Ya es suficiente —intervino Rafen, pero ninguno de los dos le hizo caso.
—Sargento, no provoques más al muchacho —le ordenó Gorn con voz tranquila
—. Puede que no te saque favorecido en una pintura.
Noxx apartó la mirada y negó con la cabeza.
—No es de extrañar que el capítulo se encuentre en este estado si vosotros sois
los mejores de todos. ¿Es que no sois más que pavos reales y costureros?
Rafen vio el destello de rabia en los ojos de Kayne y supo que no podría impedir
lo que ocurriría a continuación.
El joven desenvainó el cuchillo de combate con un movimiento tan veloz que fue
un borrón a la vista y puso el filo a un milímetro de la garganta de Noxx.
—No corto telas, pero estaría encantado de librarlo de esa arrogancia, ¡señor! —
le gruñó Kayne.
«¡Idiota impulsivo!». Rafen apretó con fuerza los dientes. El joven había hecho
exactamente lo que quería Noxx y había permitido que la rabia le hiciera desenvainar
el arma.
—¡Kayne! —exclamó el sargento. Poco le importaba ya la arden de Gorn—.
¿Cómo te atreves? ¡Envaina tu arma ahora mismo!
Un momento de duda fue lo único que necesitó. Kayne titubeó y Noxx echó la
cabeza hacia delante en un gesto deliberado para cortarse la mejilla con el filo del
cuchillo.
—El chico me ha cortado —dijo el desgarrador de carne.
—Una pena —contestó Gorn, dándole la espalda—. Eso traerá problemas. Se ha
derramado sangre.
Rafen supo que sería inútil alegar que Noxx se había cortado él mismo. Sería su
palabra contra la de un astartes de rango superior. Pasó junto a al capitán y se puso al
lado de su guerrero. Kayne tenía el rostro de un color ceniciento. Se había dado
cuenta demasiado tarde de que lo habían estado provocando, de que los demás
astartes lo habían tratado como a un estúpido.
—Quiero una compensación —dijo Noxx con un tono de voz ominoso—. En el
pozo de combate.
Rafen miró fijamente al sargento veterano.
—Lo has provocado para que lo hiciera. ¿Por qué?
—Para ver de qué estáis hechos —le contestó Noxx con un susurro.
El ángel sangriento dudó por un momento, pero luego abrió la mano hacia Kayne.
—Dame tu cuchillo y enséñame los dedos.
El joven hizo lo que le había ordenado sin dudarlo un momento, Rafen tomó los
dedos y se los dobló hacia atrás. Le partió los cuatro a la vez. Kayne soltó un grito de
dolor.
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Rafen lo hizo callar con una sola mirada.
—Ve al apotecario y que te los enderece. Se curarán. —Luego se dio la vuelta y
miró a Noxx, con el cuchillo de Kayne todavía en la mano—. El chico tiene los dedos
rotos. No puede enfrentarse a ti en el pozo. No sería justo.
—Podría romperle los dedos al hermano sargento si quisieras —le ofreció Gorn
con una mueca de diversión en los labios—. ¿Eso lo igualaría?
—No —contestó Rafen. Recordó las palabras de Mephiston, su orden de no
responder a las provocaciones de los Desgarradores de Carne. «Ya le pediré perdón
más tarde, pero debo resolver esto de inmediato». El sargento apretó los labios—.
Kayne forma parte de mi escuadra, así que se trata de mi responsabilidad. —Mientras
lo decía no dejó de mirar a Noxx—. Yo lo sustituiré.
J
Desde la balconada de observación, la circunferencia de piedra del pozo de combate
parecía un cuenco de ladrillos de color claro y sin adorno alguno excavado en el
suelo. Unas líneas negras dividían el espacio cóncavo, igual que los anillos de latitud
y de longitud hacían en un globo planetario. Un servidor recolocó la rejilla de acero
pulido sobre el desagüe de sangre en el centro y se sirvió con cuidado de sus largos y
esbeltos brazos para subir de nuevo hasta el borde.
Las balconadas inferiores se estaban llenando. Allí se reunían grupos de astartes
de todos los capítulos. Casi había llegado el momento de comenzar. Dante lo
contempló todo paseando la mirada entre sus primos y parientes y captando el
ambiente del lugar.
—Sabía que iba a pasar algo así. —A Dante no le hizo falta mirar por encima del
hombro a Corbulo. El apotecario estaba a su espalda, de pie, con los brazos cruzados
sobre el pecho y Ia mirada fija al frente. No le hacía falta darse la vuelta para saber
que el portador del grial tendría una expresión de preocupación ceñuda en la cara. Lo
podía ver en sus palabras. Corbulo soltó un bufido—. ¿Es que los Hijos de
Sanguinius son incapaces de sentarse a la misma mesa sin empezar una disputa sin
sentido?
—Un asunto de honor nunca es una disputa sin sentido —le indicó Dante—. Esas
cosas no se pueden pasar por alto.
Se dio la vuelta y vio que Corbulo lo estaba mirando pero con una expresión de
extrañeza.
—No parecéis preocupado. —El apotecario se quedó callado y Dante dejó que
sacara sus propias conclusiones—. Sabíais que esto iba a pasar. Un encontronazo,
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algo que llevaría a dos astartes a enfrentarse en el pozo…
—Así es —admitió el señor del capítulo—. Como muy bien has dicho, era algo
inevitable. —Dante se ajustó la manga de la túnica—. Todos somos Hijos de
Sanguinius, sí, pero somos una familia dividida. Es de esperar que se produzcan.
—Somos marines espaciales. Deberíamos estar por encima de rivalidades como
ésta —le replicó Corbulo.
—Deberíamos —repitió Dante con una sonrisa sin alegría—. Sin embargo, los
dos sabemos que lo real no es lo mismo que lo ideal. Incluso los primarcas, con toda
su majestuosidad, no eran capaces de superar las emociones de los humanos
normales. La Herejía es una prueba evidente de ello. Sólo podemos aspirar a intentar
superarlo…, pero sería una estupidez imaginarse que estamos libres de esas
emociones.
Corbulo frunció de nuevo el entrecejo y Dante vio en sus ojos el brillo de la
comprensión.
—Vos… vos permitisteis que esto ocurriera.
—Así es.
—Y es más, quizá hasta procurasteis que se produjera. —El apotecario negó con
la cabeza—. ¿Por qué, mi señor?
Dante alzó una mano para indicar silencio cuando un astartes de la guardia de
honor entró en el palco e hizo una profunda reverencia.
—¿Mi señor? Traigo un mensaje del jefe del pozo. El duelo puede comenzar
cuando deseéis.
Dante asintió.
—Gracias, hermano Garyth. Dile que puede empezar.
—Será un combate singular, un duelo de habilidades —dijo el servidor. El aparato
de comunicación habló con voz mecánica y sin emoción alguna—. Se trata de una
lucha de sometimiento. Mostrad valentía y honor. Están prohibidas las armas de filo y
las de fuego. En nombre del Emperador.
—En nombre del Emperador —repitieron a coro Rafen y Noxx.
Ambos iban vestidos con túnicas de combate, unas vestimentas de tela y de cuero
de buey de duna semejantes a las que los iniciados llevaban puestas los días de
entrenamiento. El servidor le ofreció a cada uno de ellos una espada de madera de
prácticas. Estaban talladas de manera que tuvieran el equilibrio y el peso de una
espada de combate ligera, pero aquellas armas de entrenamiento carecían de filo
alguno.
Noxx lo miró fijamente y se pasó un dedo por la cicatriz, casi curada, que tenía en
la mejilla.
—Es una pena. Hubiera preferido armas de verdad en vez de estos juguetes —le
dijo en voz baja.
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—Un guerrero lucha con lo que tiene a mano —le replica Rafen.
—Muy cierto —admitió Noxx entre dientes, y le hizo un saludo burlón con el
arma.
—Comiencen —les dijo el servidor, que se retiró rodando sobre unas ruedas de
bronce hasta un hueco abierto en la pared.
Rafen se acercó al borde del pozo de combate en forma de cuenco y miró hacia el
otro lado, a Noxx, y se colocó justamente frente a él. No perdió el tiempo en saludos
ni en movimientos vistosos. El sargento se asomó al borde y bajó deslizándose por la
pendiente de la pared del pozo apoyándose en los talones de las sandalias.
Noxx aulló un grito de guerra y se lanzó de cabeza a por el ángel sangriento
empuñando por delante de él la espada de madera. El grito fue lo bastante atronador
como para aturdir a un soldado normal, pero en Rafen no provocó más que un bufido
de desprecio. El sargento giró y desvió el arma del desgarrador de carne.
Noxx aterrizó con fuerza y rodó sobre sí mismo para esquivar el golpe de
respuesta de Rafen. Éste se deslizó hacia un lado sobre los bloques curvados de
piedra, por encima de las líneas negras. Notó la vibración de la maquinaria en la
planta de los píes. Los grandes engranajes y pistones se movían bajo el suelo del
pozo.
El desgarrador de carne giró sobre sí mismo y se lanzó de nuevo al ataque con
rapidez y agilidad. Noxx le propinó un golpe tras otro, pero Rafen los detuvo todos.
Sin embargo, los ataques eran tan veloces que apenas tenía tiempo de pensar en
contraatacar.
Noxx tuvo suerte y logró acertarle con el borde romo de la espada de
entrenamiento en el grueso músculo del bíceps. El ángel sangriento notó una fuerte
punzada de dolor y eso lo sobresaltó. Retrocedió y notó un ligero cosquilleo doloroso
en la punta de los dedos como eco del golpe. «Es extraño, pero el golpe no me ha
hecho sangre. De hecho, apenas me ha producido marca alguna…».
Noxx lo atacó de nuevo, pero esta vez Rafen respondió con lentitud. Le acertó
una segunda vez, en un punto situado sobre la clavícula, y una tercera, en un punto
del antebrazo. Cada uno de los impactos hizo que la carne se estremeciera como si
sufriera un repentino ataque de fiebre convulsiva. Rafen procuró sobreponerse y
respondió con un golpe que acertó le lleno a Noxx en la cara con la parte llana de la
hoja de la espada y le abrió de nuevo el corte en la mejilla.
Quiso continuar el ataque, pero la vibración del suelo se hizo más fuerte y, de
repente, los bloques de piedra donde se encontraba se estremecieron y se alzaron.
Otras partes del pozo de lucha pivotaron o cambiaron de altura, por lo que la
superficie estática se convirtió en un paisaje impredecible qué convirtió el combate
en un desafío todavía mayor.
El ángel sangriento captó con el rabillo del ojo a unos cuantos de los espectadores
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que estaban contemplando el duelo cuando el bloque se elevó por encima del borde
del pozo. Vio a Kayne, con el rostro sombrío, y al resto de la escuadra junto a un
grupo de Bebedores de Sangre que gritaban y aplaudían. Al momento siguiente, el
bloque se despegó de sus pies y Rafen se desplomó en una caída controlada. Noxx se
abalanzó sobre él con los colmillos visibles en la boca abierta y Rafen se apartó, pero
con demasiada lentitud, por lo que no pudo evitar otro golpe en el hombro.
Esta vez el impacto le provocó una mueca de dolor e hizo que todos los músculos
de un costado se pusieran tensos. Los centros nerviosos. Está atacando los nódulos de
nervios que se encuentran bajo la piel. Para cualquier observador que estuviera
contemplando enfervorizado aquel duelo, Noxx golpeaba de un modo desordenado,
casi al azar. Sin embargo, no era así, ni mucho menos. La aplicación correcta de
fuerza en los lugares adecuados, incluso con la protección de la capa protectora
implantada bajo la dermis de los marines espaciales, el caparazón negro, era
suficiente para adormecer los nervios, de hacer que se respondiera con mayor lentitud
a los golpes enemigos. Y si uno tenía el entrenamiento suficiente, a pesar de estar
armado tan sólo con una espada de madera sin filo, se podía provocar un colapso
general del cuerpo.
—Noxx combate muy bien para ser un bárbaro —comentó Corbulo.
—Ese es el modo de luchar de los guerreros de Seth —admitió Dante mientras
miraba al otro lado del pozo a los desgarradores de carne que se encontraban en otro
de los palcos—. Siempre han destacado por hacer de la furia una de sus armas. —Se
volvió hacia el apotecario—. Y amigo mío, ése es el motivo por el que permití que
esto ocurriera.
—Mi señor, no dudo de la lógica de vuestro razonamiento, pero confieso que soy
incapaz de verlo —le respondió Corbulo, cruzando los brazos sobre el pecho.
Dante abrió los brazos como para abarcar todo el lugar.
—Supe desde el mismo momento en que ordené este cónclave que la tensión y la
incertidumbre llenarían el monasterio con tanta facilidad como el humo de un
incendio. Corbulo, a pesar de todos los saludos educados y el comportamiento noble
entre nuestros sucesores, seguimos siendo guerreros. Forma parte de nuestra
naturaleza ser precavidos, que nos comportemos presa de rivalidades y que nos
desafiemos los unos a los otros. Había que disolver esa tensión. —Señaló con un
gesto de la barbilla a Rafen y a Noxx justo cuando el ángel sangriento propinaba un
golpe especialmente salvaje a su oponente—. Este me pareció el modo más directo de
hacerlo.
—Mephiston le ordenó a Rafen que no cayera en provocación alguna, pero vos lo
preparasteis todo para que sí lo hiciera.
Dante asintió.
—Lo considero una prueba para determinar el carácter de ese joven. Mephiston lo
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tiene en gran consideración, y quería ver por mí mismo la valía de su espíritu. El
modo en que un guerrero reacciona ante lo inesperado, ante lo extremo… puede ser
muy revelador. —Se apartó del borde del palco—. Por lo que se refiere a los
Desgarradores de Carne, ya los conozco muy bien. —Sonrió levemente—. Si la
sangre de nuestro primarca se pudiera ver a través de un prisma, los Ángeles
Sangrientos estaríamos en un extremo del espectro y los Desgarradores de Carne en
el otro. Son todo lo que nosotros no somos, y no le temen a nada porque no tienen
nada que perder.
Corbulo pensó en aquello durante unos momentos.
—Por eso destinasteis a Rafen a su lado.
—Exacto. Para conocer las verdaderas intenciones de Seth y de su grupo.
Observó con atención a los guerreros con los distintos equipos y túnicas de los
capítulos sucesores. Entre nuestros primos hay algunos que seguirían mi liderazgo
simplemente porque soy el señor de los Ángeles Sangrientos, porque somos los
primeros elegidos de Sanguinius, pero hay otros que se trazan su propio camino, que
se resistirán a hacer cualquier cosa que les pidamos. Los que más, los hijos de
Cretacia.
—Nos consideran unos decadentes sin fuerza de voluntad. Nunca lo han ocultado.
—Es importante hacerles ver que se equivocan —contestó Dante con un tono de
voz más duro—. Por eso Rafen se ha convertido en objeto de lección. Será un
recordatorio de lo que es verdaderamente un ángel sangriento.
«Está intentando matarme».
Darse cuenta de ello fue duro, como un diamante clavado en su mente.
El duelo debía ser una lucha de sometimiento. Las reglas eran inflexibles respecto
a ello. Aunque se podía derramar sangre, el combate no debía ir más allá de provocar
una herida incapacitante, y mucho menos llegar hasta a la muerte. Pero Rafen vio otra
intención en los ojos de Noxx, una intención mortífera, y se percató de que escogía el
lugar donde golpear con la misma precisión que haría un francotirador desde su
escondite en el tejado de un edificio. Sería muy fácil disculpar después lo que había
ocurrido. Aquellos «accidentes» durante los entrenamientos ocurrían a veces entre los
Adeptus Astartes. Y si Rafen moría en aquel combate, ¿qué dirían? ¿Qué los Ángeles
Sangrientos estaban tan afectados por sus propios errores que ni siquiera eran capaces
de sobrevivir a una lucha con armas sin filo en el pozo de combate?
El suelo de piedra chasqueó y se movió de nuevo para reorganizarse una vez más,
y ambos guerreros se movieron con él. Noxx atacó de nuevo y volvió a golpearlo. La
visión de Rafen quedó enturbiada por una lluvia de chispazos de dolor. Notó que
perdía fuerza en la mano que empuñaba la espada de entrenamiento, ya que los
nervios de los dedos se negaban a obedecer sus órdenes. Si recibía otro golpe como
ése, o quizá dos como mucho, respondería con tanta lentitud que el otro sargento
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podría rematarlo a placer. Tenía que acabar con aquello, y tenía que hacerlo con
rapidez.
Apenas sintió la empuñadura de la espada entre los dedos, así que la arrojó a un
lado con un bufido de desprecio y cerró los dedos formando garras con las manos.
Vio un destello en los ojos del desgarrador de carne. Noxx había previsto aquel
movimiento.
Si se hubiera estado enfrentando a otro ángel sangriento, Rafen habría esperado
que su contrincante se desprendiera también de su arma, como gesto de respeto para
que el combate fuera igualado. No le sorprendió que el desgarrador de carne no
hiciera nada parecido. Noxx lo atacó con la finta de una estocada frontal, que
transformó a mitad de camino en un mandoble descendente.
La espada de madera dura se abalanzó contra Rafen de forma horizontal y a la
altura de la garganta. El sargento veterano había puesto cada gramo de su fuerza en el
golpe. Rafen se movió con toda la rapidez que pudo, olvidando el dolor que los
golpes anteriores habían dejado en lo profundo de sus músculos, y se agachó para
esquivar el ataque pero acercándose a su oponente al hacerlo. Lanzó los brazos hacia
arriba y atrapó el borde del arma con las palmas abiertas de las manos. La madera se
estrelló contra la piel desnuda con un fuerte chasquido. Rafen sintió cómo la
reverberación de la fuerza del golpe le bajaba hasta los omóplatos.
El ángel sangriento cerró los dedos y retorció el arma. Noxx gruñó y torció la
boca en un gesto de esfuerzo mientras tiraba del arma en un intento de arrancarla de
manos del otro guerrero. Sin embargo, Rafen la había agarrado con firmeza, y no lo
logró. Aprovechó la fuerza de Noxx y tiró de la hoja de la espada hacia él. La capa de
laqueado oscuro que protegía el arma se agrietó y crujió.
Noxx comprendió de repente lo que pretendía hacer Rafen, pero había
sobredimensionado su ataque, y al hacerlo había permitido que lo utilizaran contra él.
En el rostro del ángel sangriento apareció una expresión de ferocidad animal y Rafen
notó la familiar oleada de rabia en su interior. Era el límite de la furia, la sombra de la
propia Rabia Negra.
Rafen soltó un rugido y giró el arma en dirección contraria. La dura madera de
nal se astilló. El arma se partió con un fuerte chasquido y la fuerza de torsión por la
súbita liberación de energía hizo que Noxx retrocediera un paso.
El ángel sangriento se abalanzó contra él con los trozos de madera todavía
agarrados en las manos y comenzó a lanzarle golpes contra los antebrazos cuando el
desgarrador de carne los alzó para protegerse la cara. Luego, con un gruñido, los
arrojó a un lado, lo atacó con las manos desnudas y le abrió unas largas heridas
sangrantes.
El puño de Rafen se estrelló de lleno contra la cara de Noxx y el ángel sangriento
notó la satisfactoria sensación provocada por el golpe. Cuando retiró el puño, vio que
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tenía los nudillos cubiertos de sangre, en parte de Noxx en parte suya, y las aletas de
la nariz se le estremecieron ante la cercanía del olor. Le dio la bienvenida al aroma
penetrante y acre.
Noxx trastabilló hacia atrás y sacudió la cabeza para quitarse de encima los
efectos del violento golpe, pero Rafen continuó su ataque y no se lo permitió.
Corbulo entrecerró los ojos cuando los espectadores aplaudieron el espectáculo.
—¿Hasta dónde dejaremos que llegue esto, mi señor? Puede que acaben el uno
con el otro.
Dante siguió contemplando atentamente el combate.
—No llegará a eso.
—¿Estáis seguro?
El señor del capítulo ni siquiera alzó la mirada.
—De lo único de lo que estoy seguro es de que cualquier intervención por mi
parte hará más daño que bien. Esto saldrá como tenga que salir.
—Estáis depositando vuestra confianza en alguien cuyo hermano resultó ser un
traidor —le replicó el apotecario.
—Estoy depositando mi confianza en un ángel sangriento —fue la respuesta
firme de Dante—. El hermano Rafen es eso ante todo.
—Pues yo tengo mis dudas —insistió Corbulo en voz baja.
—Pues claro que las tienes —le contestó su señor—. Por eso te tengo a mi
izquierda, para evitar que me confíe demasiado.
El apotecario inspiró lenta y profundamente.
—Entonces, puesto que ése es mi cometido, dejadme ser sincero, mi señor.
—No espero menos de ti.
Corbulo se quedó callado durante un largo instante.
—Respecto a esta reunión… Me temo que no servirá para lo que queréis. Mi
señor, miro a mi alrededor en nuestra fortaleza-monasterio y sólo veo todos esos
rostros desconocidos, y me percato de la ausencia de los guerreros muertos y la de los
guerreros enviados lejos para mantener la ficción que nos hemos inventado. Estoy
rodeado de desconocidos, mi señor. Me siento como si fuera un fantasma en mi
propio hogar.
Dante asintió con gesto lento.
—Es toda una experiencia tener en cuenta la propia mortalidad, ¿no es así, amigo
mío?
Corbulo abrió la boca para responder, pero en ese preciso, momento sus palabras
quedaron silenciadas por el repentino rugido de la multitud de astartes que se
encontraban por debajo de ellos.
Los engranajes colocados bajo el pozo de combate traquetearon y giraron, y las
losas de piedra se movieron de nuevo abriendo un espacio entre los dos combatientes.
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Rafen se encontró de repente cayendo mientras que Noxx fue elevado por encima de
él. El desgarrador de carne vio la oportunidad que se le ofrecía y se lanzó de un salto
contra el guerrero más joven. Recorrió la distancia que los separaba con un rugido
que dejó al descubierto los colmillos. Rafen no evitó el ataque y le propinó un golpe
con los dos puños unidos, lo que hizo volar hacia un lado al veterano y provocó que
la cabeza le rebotara en uno de los pistones sibilantes que soportaban el peso de los
bloques alzados.
Rafen tenía los dientes apretados con fuerza. De repente, lo único que quiso fue
probar el sabor de la sangre en la boca, un chorro caliente de vida arrancada de aquel
idiota arrogante y despectivo.
¿Cómo se atreven estos bárbaros a considerarse semejantes a los Ángeles
Sangrientos? —La furia le redoblaba en los oídos y la sangre le palpitaba con fuerza
en las venas—. ¿Cómo se atreven a mancillar este lugar con su presencia?
Recordó en ese instante cada una de las miradas despreciativas, de las palabras
arrogantes, cada uno de los gestos orgullosos que habían sufrido él y sus hombres en
Eritaen. Lo único que fue capaz de sentir fue una rabia siniestra y poderosa ante los
insultos de los hermanos de Noxx. Las palabras de advertencia de Mephiston se
perdieron entre la ira rugiente que iba tensándole los músculos. Lo único que quería
Rafen era golpear una y otra vez al sargento veterano, sacarle a golpes la arrogancia,
hacerle comprender cuál era su lugar frente a un verdadero hijo del Gran Ángel.
Noxx respondió a los ataques, pero la creciente rabia que se había apoderado de
Rafen hizo que cada golpe fuera algo distante y sin importancia. Rafen le propinó un
nuevo puñetazo y esta vez sintió cómo una costilla se partía bajo la piel morena y
correosa del torso de su oponente. Noxx empezó a toser y Rafen vio por un brevísimo
instante el brillo de una emoción en sus ojos de mirada muerta: la sorpresa.
Se movió de un modo inconsciente y efectuó un barrido con la pierna para
derribar al desgarrador de carne. Rafen alargó con rapidez una mano y agarró a su
oponente por el borde del chaleco de cuero para obligarlo a caer al suelo y estrellarlo
contra el suelo de piedra.
Noxx soltó un grito de dolor cuando cayó. Rafen hizo caso omiso de los
tremendos golpes que le propinó su oponente contra el torso y empujó hacia atrás la
cabeza del sargento veterano hasta que quedó colgando del borde de una de las losas
sobre un hueco abierto por la acción de los pistones. Por encima de ellos, uno de los
bloques suspendidos en el aire alcanzó su recorrido máximo y los pistones elevadores
vomitaron un chorro de vapor. Comenzó a descender sin que se produjera pausa
alguna sobre el pistón que le sostenía y se dirigió a llenar de nuevo el hueco que en
esos momentos ocupaba el cráneo de Noxx.
El desgarrador de carne vio la forma negra que bajaba hacia él y forcejeó para
librarse del tremendo agarrón del ángel sangriento. Si Rafen no lo soltaba, la piedra le
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arrancaría la cabeza y luego la aplastaría hasta convertirla en una pulpa
sanguinolenta.
Quizá Rafen lo sabía en algún punto de su conciencia, pero en esos momentos
sólo estaba concentrado en quitarle la vida a su oponente. Tenía los colmillos
completamente al descubierto y las fosas nasales llenas del olor a sangre fresca. Noxx
intentó hablar, pero tenía la garganta inundada por la sangre que le salía de los labios.
La piedra siguió bajando y se hizo más y más grande ante sus ojos.
—Rafen.
Su nombre era una orden, clara e inequívoca, pero el ángel sangriento pareció no
oírla y no soltó al desgarrador de carne. Noxx perdería la vida en cuestión de
segundos, ya que la guillotina de piedra acabaría con él.
—¡Rafen, suéltalo!
Las palabras de Mephiston atravesaron la neblina de rabia que lo dominaba y el
ángel sangriento obedeció la orden con un movimiento convulsivo.
Noxx rodó sobre sí mismo un momento antes de que la piedra se encajara en su
sitio con un chasquido resonante. Se quedó quieto, resollando. Rafen alzó la mirada
hacia el borde del pozo y allí vio al Señor de la Muerte, que a su vez lo miraba con
expresión adusta.
—Lucha para someter, no para matar —le dijo con un tono de reprimenda.
Mephiston miró después hacia arriba, a los palcos dispuestos a su alrededor—. Este
combate ha terminado. El asunto se ha zanjado y el honor ha quedado satisfecho. Que
no se hable más de ello.
El suelo de piedra retomó su configuración original entre los siseos de los
pistones y el pozo de combate retomó su forma habitual. Los marines espaciales de
los palcos comenzaron a retirarse lentamente en grupos.
Rafen se quedó de pie, sin decir nada. La rabia que sentía había disminuido, pero
seguía sin desaparecer. Se retiró como la marea al bajar, pero se mantuvo en los
límites de su pensamiento consciente, sin dejar de bullir.
El desgarrador de carne se puso en pie con dificultad y escupió un chorro espeso
de saliva sanguinolenta. Se pasó el dorso de una mano por la mejilla desgarrada y se
limpió un poco de sangre oscura.
—Es una pena —comentó tras unos momentos—. Me habría gustado llevar esto
todo lo lejos que se pudiera. ¿No te parece?
Rafen lo miró con una expresión torva en los ojos.
—Entonces, ahora mismo no serías más que un cadáver, primo.
Noxx se echó a reír, aunque con cierta dificultad.
—Mi muerte ocurrirá muy lejos de este lugar.
La arrogancia que mostraba era increíble. Noxx había estado a unos pocos
segundos de la muerte a manos de Rafen, pero en esos instantes se comportaba como
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si aquello no tuviera más importancia que un poco de mal tiempo. La furia se apoderó
de nuevo del ángel sangriento por un momento, y Rafen deseó en ese mismo
momento no haber obedecido la orden de Mephiston de soltarlo.
Noxx se dio la vuelta y comenzó a subir por la pared inclinada del pozo de
combate. Rafen se quedó mirándolo, con los puños apretados de nuevo. Lo llamó con
un grito, puesto que no quería que aquello acabara de ese modo.
—Te he vencido. Creo que eso significa que me debes algo.
El veterano se dio la vuelta y se lo quedó mirando.
—Tengo poco que darle a alguien tan rico como tú —le replicó.
—Entonces, contéstame a una pregunta —le dijo Rafen, acercándose a él—. ¿Por
qué? ¿Por qué nos has obligado a librar este duelo? No tenía sentido, ¡no había nada
que ganar!
Noxx dudó un momento y luego levantó la vista hacia donde lo estaban esperando
Gorn y los demás desgarradores de carne.
—Sólo hice lo que me ordenaron que hiciera.
—¿Qué Seth te ordenó hacerlo? —Rafen negó con la cabeza—. ¿Para qué?
El veterano lo señaló con un gesto del mentón.
—Tu capítulo ha caído en desgracia, muchacho. Eso implica la pregunta: ¿cuán
débiles se han vuelto los Ángeles sangrientos?
Antes de que Rafen pudiera pensar en una respuesta, Noxx se dio la vuelta de
nuevo y lo dejó allí, en mitad del pozo.
El ángel sangriento se quedó quieto y bajó la mirada hacia las manos, todavía
pegajosas por la sangre de Noxx, y se preguntó qué clase de respuesta podría haberle
dado a una pregunta como aquélla.
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SIETE
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Armis asintió sonriendo a medias de un modo engañoso.
—Sí. Me alegro de estar aquí. Me imagino que sea lo que sea lo que nos vaya a
decir Dante, debe de ser interesante.
El señor de los Ángeles Sangrientos miró a Mephiston. El psíquico tenía la
mirada perdida a lo lejos, concentrado en alguna dimensión que tan sólo era
perceptible a sus sentidos sobrenaturales. A pesar de ello, notó la atención de su señor
y asintió ligeramente.
—Las protecciones psíquicas están en su lugar. Se puede hablar con seguridad.
—Tenéis muchas preguntas en la cabeza. Os contestaré a todas lo mejor que
pueda —les dijo Dante a los allí reunidos.
—Sólo nos hace falta una respuesta, primo —le dijo Orloc, el comandante de los
Bebedores de Sangre—. Tu convocatoria me ha hecho venir a través de la
disformidad desde mis templos en San Guisuga, sin explicación alguna, sin motivo
aparente, tan sólo la petición de venir. Y he venido, sobre todo por el respeto que te
tengo, gran Dante. —Orloc se pasó la lengua por los labios. El bebedor de sangre
mostraba la misma sequedad al hablar que caracterizaba a todo su capítulo—. Pero no
he acudido para tomar parte en ceremonias pomposas o para que me enseñen este
gran edificio.
—Por supuesto. —La voz sintética procedía del codificador vocal del
dreadnought carmesí. Dentro de su enorme sarcófago blindado se encontraba el
cerebro y los restos corporales de un guerrero astartes, conservados y conectados para
siempre a la enorme máquina de combate que lo albergaba—. Los Espadas
Sangrientas tienen muchas batallas que librar todavía. Mis hermanos no verán con
buenos ojos esta distracción del cumplimiento de los deseos del Emperador si no es
por una buena causa.
—Estoy completamente de acuerdo con lo que dice lord Daggan —apuntó Orloc
—. La cuestión es, ¿para qué he venido? ¿Para qué hemos venido?
Dante exhaló lentamente.
—Primo, habéis venido para efectuar un rescate, para salvar la vida de centenares
de vuestros camaradas astartes cuyo futuro pende de un hilo. —El señor del capítulo
tuvo la sensación de que alguien le colocaba un enorme peso sobre los hombros, y
por un momento le pareció que realmente podía notar todos y cada uno de los días de
sus mil cien años de vida. Sin embargo, no dudó en seguir hablando—: Os he traído
aquí para salvar a los Ángeles Sangrientos de la desaparición y del olvido.
Armis fue el primero en romper el silencio que se produjo a continuación.
—Las estancias vacías. Los barracones en silencio. —Miro a su alrededor tras
decir en voz alta lo que otros señores de capítulo se habían callado hasta ese
momento—. Habéis intentado esconderlo, pero lo cierto es que hay muy pocos
ángeles sangrientos, Dante. Al principio pensé que quizá habías enviado a
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demasiados a alguna clase de campaña, pero no se trata de eso, ¿verdad?
—Tus guerreros han muerto —dijo Daggan.
—Algunos —contestó Dante antes de suspirar.
Sentikan, de los Ángeles Sanguinarios, mantuvo el rostro oculto bajo la sombra
de la capucha mientras hablaba por primera vez.
—El coste de la insurrección debe de haber sido elevado para que busques ayuda
de este modo.
Dante contuvo un gesto de sorpresa. Ni a Sentikan ni a los suyos se les había
hablado con anterioridad del incidente Arkio, pero era evidente que el señor de los
Ángeles Sanguinarios sabía muy bien de qué se trataba. Miró a Seth, pero llegó a la
conclusión de que no había sido él. Los Ángeles Sanguinarios y los Desgarradores de
Carne no se llevaban precisamente bien. Tendría que dejar para más adelante el
asunto de cómo Sentikan se había enterado de lo ocurrido. Sin embargo, en esos
momentos, lo más importante era explicar todo lo que había sucedido.
Orloc cruzó los brazos sobre el pecho.
—En nombre de la Sangre, ¿de qué estáis hablando? ¿De qué insurrección?
—Mi capítulo se ha enterado de ciertas cosas —le contó Sentikan en voz baja—.
No conozco por completo la magnitud de lo ocurrido, aunque sí lo básico. Se libró
una gran batalla en el mundo santuario de Sabien. —Miró al hermano capitán Rydae,
que estaba sentado a su lado—. Enviaron muchos ángeles sangrientos a combatir.
Muchos de ellos murieron allí.
—¿Quién era el enemigo? —quiso saber Armis.
—Los Portadores de la Palabra —le explicó Mephiston.
—El Caos —gruñó Orloc al mismo tiempo que fruncía los labios—. ¿Y cómo es
que los malditos hijos de Lorgar, que el Emperador condene, lograron heriros con
tanta gravedad?
Dante se envaró y notó cómo lo miraba Seth.
—No fueron los Portadores de la Palabra los que nos hirieron primo. Esto nos lo
hicimos nosotros mismos, en nombre de Sanguinius Renacido.
J
—Tengo noticias —anunció Serpens—. Buenas y malas.
Llevaba en la mano una placa pictográfica y la señaló con gesto indiferente.
Caecus lo miró por encima del módulo fraccionador. El brillo del artefacto
lanzaba destellos irregulares por todo el la laboratorio y provocaba unas sombras muy
curiosas en el rostro del tecnoseñor.
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—He tenido muy pocas que se puedan considerar buenas noticias últimamente —
le contestó el apotecario—. Estas primero.
Serpens sonrió complacido y le entregó la placa a Nynig. No pareció darse cuenta
de la presencia de Fenn, que se encontraba en una consola cercana, ni de que estaba
fingiendo con todas sus fuerzas que no estaba escuchando todo lo que decían.
—Estoy convencido de que puedo resolver los errores que se producen en la
matriz de duplicación. —Entrecruzó los dedos—. No será fácil, en absoluto, pero
conozco muy bien el modo de hacerlo. Mis propios experimentos han progresado a lo
largo de unas líneas de investigación semejantes a las vuestras, pero me he acercado
más al éxito. Puedo, lo mismo que ha hecho mi pupila, ayudaros a avanzar con mayor
rapidez por ese camino. Gracias a nuestro conocimiento en común, podemos evitar
cometer los mismos errores.
—¿Y cometer unos cuantos nuevos? —dijo Fenn desde el otro lado de la estancia.
Caecus lo miró con gesto cortante y el siervo se concentro de nuevo en su tarea.
Serpens habló como si no hubiera oído a Fenn.
—Las mutaciones son el resultado de un código genético corrompido en las
muestras básicas. Si esos errores se pudieran reducir, los resultados serían… —
Señaló con un gesto del mentón los tanques de zigotos—. Bueno, digamos que sería
un vino de mejor cosecha.
—Eso ya lo sé, pero el modo de encontrar esos errores es lo que se me escapa —
le contestó Caecus.
—Y a Nyniq también —admitió Serpens—. Pero no se me escapa a mí, amigo
mío. —Se dio unos golpecitos en los pliegues carnosos que tenía en la cara—. Tengo
un método que podemos emplear.
—Eso son las buenas noticias. ¿Y las malas?
El magos dejó escapar un suspiro.
—La gran ciencia requiere un gran sacrificio, hermano Caecus. He arriesgado
mucho al venir a Baal contra los deseos de mis señores y…
La réplica del ángel sangriento fue iracunda.
—¿Y crees que yo no he arriesgado nada? —Hizo un gesto negativo con la
cabeza al mismo tiempo que fruncía el entrecejo—. ¡Ya he cruzado las líneas de la
ética y del honor en busca de algo que ni siquiera estoy seguro de que se pueda
conseguir!
—¡Pero es que se puede conseguir! —Exclamó Nyniq—. ¡Podemos redescubrir el
arte de la duplicación y hacer realidad el sueño del gran Corax!
—No se equivoca —añadió Serpens—. Se puede hacer, pero para avanzar a partir
de este punto hará falta una mente de lo más singular. Os lo digo con la sinceridad de
un colega. Tendremos que estar dispuestos a tomar lo que algunos considerarían… —
al llegar aquí se calló un momento y miró a Fenn— medidas extremas.
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Caecus se quedó mirando el brillo y el movimiento del fluido lechoso de los
tanques de zigotos. Distinguió el movimiento rápido e irregular de un clon inmaduro
en su interior, el temblor de una mano contra el interior del cristal blindado. ¿Sería
otro fracaso, otro monstruo? ¿Cuántos errores cometería antes de admitir su derrota?
—Haremos lo que tengamos que hacer.
Serpens asintió con energía y le hizo un gesto a Nyniq para que se acercara. La
mujer tenía una pistola exanguinadora en la mano.
—Entonces, si no os importa, debo tomar un poco de vuestra propia sangre.
J
—Yo estaba allí —empezó a decir Mephiston—, y os contaré lo que ocurrió en
Sabien.
Su señor le hizo un gesto de asentimiento y el Señor de la Muerte se acercó al
centro de la estancia, desde donde comenzó a narrar la tragedia de Arkio y de la
Lanza de Telesto. Habló sin detenerse mientras los rayos del sol de Baal recorrían el
suelo de mármol.
Los guerreros allí reunidos reaccionaron en algunos momentos a algo que contaba
en ese preciso instante. Las emociones que mostraron fueron desde el gesto pensativo
y frío de lord Seth hasta la rabia apenas contenida de lord Armis, pero nadie lo
interrumpió.
Cuando finalmente contó la batalla de Sabien, la explosión psíquica de furia roja
que enfrentó a los Ángeles Sangrientos entre sí, ni uno solo de los astartes se movió.
Casi contenían la respiración para no perderse ni una sola de sus palabras. Todos ellos
estaban marcados en la propia sangre con la maldición genética del Gran Ángel, por
lo que sentían un tremendo respeto por el terrible poder de la Rabia Negra y la Sed
Roja. Cada uno de ellos conocía muy bien el poder siniestro de esas dos maldiciones
que todo ángel sangriento y astartes sucesor se veían obligados a compartir. Todos y
cada uno de ellos habían visto a camaradas caer en esa locura, en el frenesí
enloquecido ansioso de sangre que no era más que el eco de la muerte violenta de su
primarca, quien llevaba diez mil años muerto. A pesar de ello, el impacto psíquico de
su muerte a manos del architraidor Horus ardía en el corazón de todos, y la locura que
provocaba acechaba siempre bajo la capa de civilización que cubría a los Hijos de
Sanguinius. A nadie se le ocurrió interrumpir a Mephiston mientras acababa la
narración.
Cuando terminó, vio que Dante lo estaba mirando. El señor del capítulo le hizo un
gesto de asentimiento, pero de un camarada a otro. Sabía que recordar aquello era
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algo difícil para el psíquico. Aquellos momentos funestos en el planeta santuario,
cuando la Rabia Negra amenazó con consumirlo de nuevo. Ya había recorrido el
sendero escarlata hacia esa locura con anterioridad, y la experiencia lo había
convertido en el individuo que era, después de quedar atrapado bajo los escombros de
la Colmena Hades durante días y noches, mientras se enfrentaba a su fuero interno
bestial. Lo había recorrido y había sobrevivido, pero en Sabien… La oscuridad había
sido diferente allí, y una parte de él siempre se preguntaba si en esa ocasión habría
sucumbido por completo si no hubiera sido por la intervención de Rafen.
Dejó a un lado aquellos pensamientos. Aquello era el pasado. Lo que importaba
en estos momentos era cómo se enfrentaban a las consecuencias de lo ocurrido.
Daggan fue el primero en hablar para contestar. Su voz mecánica y monótona
siseó para mostrar su enfado.
—¿Cómo se permitió que ocurriera? ¿Un lacayo del ordo al mando de una nave
de combate astartes y de una cohorte de hermanos de batalla?
—Stele asumió el mando cuando la Bellus se encontraba más allá de nuestro
contacto astropático —le explicó Dante—. Creemos que planeó la muerte del astartes
al mando, el alto sacerdote sanguinario Hekares, y que después consolidó su
influencia sobre la tripulación.
Orloc tenía el rostro de color ceniciento.
—Que esos malnacidos corruptos se atrevieran a mancillar el recuerdo de
Sanguinius mediante la creación de una imitación cualquiera… Me llena de un asco
que no puedo expresar con palabras.
—Estoy de acuerdo, pero deberíamos sentirnos agradecidos —añadió Seth—. A
pesar de los errores de juicio que se produjeron, el asunto se resolvió por completo.
Los guerreros de lord Dante arreglaron el desastre que ellos mismos habían creado, y
los Ángeles Sangrientos han pagado por su exceso de confianza y su orgullo.
Mephiston entrecerró los ojos ante el insulto evidente que mostraban las palabras
del Desgarrador de Carne, pero se dio cuenta de que su comandante no reaccionaba
en absoluto ante ello.
—Es apropiado que nos hayas contado todo al respecto, Dante —añadió Armis—.
Aunque algunos lo consideren un asunto que sólo atañe a los Ángeles Sangrientos, yo
creo que es mucho más que eso. Sanguinius es el padre de todos nosotros, no sólo de
la Primera Fundación de Baal. Un ataque a la gloria del primarca es un ataque contra
sus hijos.
—Pero ése no es el motivo por el que nos ha convocado —apuntó Sentikan—.
Nuestro primo Dante no nos ha traído a Baal para poder contárnoslo, como haría el
ciudadano de una colmena con un predicador callejero.
El otro señor de capítulo asintió.
—Es cierto. —Dante abrió los brazos para abarcar a todos los señores de capítulo
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y a sus acompañantes, tanto los que habían hablado como los que no—. Los Ángeles
Sangrientos somos los primeros entre los astartes. Tenemos una posición de honor,
abrimos el camino que otros deben seguir. Vosotros formáis parte de eso. Tenemos un
linaje que se remonta a antes de la Herejía, antes de la Gran Cruzada, antes incluso
que el nacimiento de nuestro primarca, hasta el comienzo de la Era del Imperio. No
podemos permitir que ese gran legado desaparezca. Los Ángeles Sangrientos deben
sobrevivir. Deben seguir para estar presentes el día en que se produzca la victoria
definitiva de la humanidad, para que el Emperador pueda vernos cuando se alce de su
Trono Dorado.
—Pero ha sido vuestra insensatez la que os ha dejado vulnerables ante un ataque
—le replicó Daggan—. Si lo que dices es cierto, entonces los Ángeles Sangrientos se
encuentran al borde de la destrucción…
—Y un simple empujón bastaría para que quedaran extinguidos —añadió Seth.
En sus labios apareció la sombra de una sonrisa despiadada—. ¿Qué se siente, Dante?
¿Qué se sien cuando los herederos de la gran y noble IX Legión se encuentran tan
cerca de la aniquilación? —Soltó un bufido—. Seguro que sólo yo de todos los
presentes conoce esa sensación.
—Los Ángeles Sangrientos deben sobrevivir —repitió Dante—. Y ése es el
motivo de que hayáis venido. Tengo que haceros una petición muy atrevida en
nombre de nuestro primarca y de la línea de sangre de Baal.
La tensión en el rostro de Sentikan se notaba a pesar de estar cubierto por la
capucha.
—Habla —dijo.
Dante se irguió por completo y Mephiston vio cómo paseaba su mirada noble por
todos los guerreros presentes en la sala, mirándolos directamente a los ojos a todos y
cada uno de ellos.
—Para que los Ángeles Sangrientos tengan de nuevo fuerza y estabilidad, he
ordenado nuevos reclutamientos de iniciados y el ascenso de más hermanos de batalla
antes del momento previsto, pero necesitamos más. Por eso os pediré lo siguiente: los
Ángeles Sangrientos solicitan una contribución de hombres de cada capítulo sucesor,
de vuestros iniciados más recientes para completar nuestras filas. —Abrió las manos
con las palmas hacia arriba, en una imitación de los grabados que mostraban al Gran
Ángel en las paredes del anexo—. Lo hago en nombre de Sanguinius.
Las palabras del señor del capítulo se apagaron en el silencio posterior. Un
momento después, en la estancia estalló un coro de voces cuando todos los astartes
presentes hablaron al mismo tiempo.
J
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Nyniq acercó el vial con la sangre de Caecus al servidor cuadrado del tecnoseñor y lo
metió en los labios de la máscara de la placa frontal. La máquina absorbió con avidez
el contenido del tubo y lo vació con rapidez. Fenn torció el gesto, pero el ángel
sangriento hizo caso omiso.
Caecus miró a Serpens.
—Ya he utilizado mi propia sangre como diseño básico para pruebas anteriores.
La mejora que se consiguió fue mínima. No fue suficiente para superar el fracaso de
la replicación.
—No lo dudo, pero eso fue sin la ayuda del proceso de filtrado y potenciación
que he desarrollado —el magos se mostró orgulloso—. He formulado un
contramutágeno que bloquea la degradación de la paridad celular y la malformación
recursiva. Uniremos los dos.
Caecus aceptó lo que decía con un gesto de asentimiento. Sabía que algo así era
posible en teoría, pero hasta ese momento había estado lejos de su alcance. Si
Serpens decía la verdad… El ángel sangriento frunció el entrecejo. Lo que ocurriera
en los siguientes momentos sería una prueba definitiva. Miró a Fenn. No tardarían en
saber si su acuerdo para permitir al magos participar en la investigación había sido un
error o no.
El servidor cuadrangular gorgoteó y en los labios de la máquina sonó un tintineo
melódico. Nyniq colocó un vial delante y lo llenó. El fluido era espeso y de color
oscuro. Serpens lo tomó con cierta impaciencia y lo alzó en alto para examinar su
consistencia bajo la luz. El científico se pasó la lengua por los labios en lo que
pareció ser un gesto inconsciente. En su rostro había una expresión que Caecus no
había visto nunca antes que contrastaba con el gesto serio habitual en Serpens. Era
una expresión de necesidad.
—La sangre, la sangre es la clave de todo —dijo éste casi como si hablara
consigo mismo—. He oído decir que en los rituales de consagración que se practican
en vuestro capítulo cada baalita recibe una cantidad ínfima de la sangre del propio
Sanguinius, ¿no es así? —Sacudió un poco el vial y contempló cómo se movía el
líquido en su interior—. Esta sangre, vuestra sangre, lord Caecus, contiene una
mínima cantidad de la del primarca, y el primarca es un hijo genético del Emperador,
por lo que su sangre también contiene una mínima cantidad de la esencia del señor de
la humanidad. —Dejó escapar el aire entre los dientes—. Esto es el destilado de la
grandeza, amigo mío. La esencia de la perfección si lográramos encontrar la clave. —
Serpens parpadeó, como si de repente hubiera recordado dónde se encontraba. Su
comportamiento volvió ser amable y sonriente—. ¿Empezamos?
Caecus señaló los tanques de zigotos.
—Cuando queráis.
—¡Mi señor, no deberíamos seguir! —exclamó Fenn de forma entrecortada—.
J
—Sabía que los Ángeles Sangrientos eran engreídos, ¡pero jamás me pude imaginar
que su señor fuera capaz de mostrar una arrogancia tan enorme! —La voz de Seth era
la que sonaba con más fuerza y sobrepasó a todo el coro de negativas que sonaban en
la estancia—. ¡Dante, te has pasado de la raya! ¡Has proclamado un edicto como si
fueras el propio Emperador!
Mephiston comenzó a gruñir al oír las palabras del desgarrador de carne, pero su
comandante le puso una mano en el brazo en señal de advertencia.
—Jamás me atrevería a hacer algo así. Sólo os he dicho lo que es necesario hacer,
nada más.
—A mí no me ha sonado como si fuera una petición —rechinó Daggan—. Tu
declaración parecía más bien una orden, lord Dante. ¿Es eso, una orden?
Armis negó con la cabeza.
—¿Es necesario que lo parezca? Yo sólo veo un capítulo hermano en apuros y la
oportunidad que tenemos de ayudarlo.
Seth miró con desprecio a Armis.
—No me extraña nada que el señor de la Legión de la Sangre se ponga de parte
J
El ruido y los movimientos en el interior del tanque cesaron a los pocos momentos,
pero Fenn fue incapaz de apartar la mirada del cilindro. Distinguía la sombra difusa
de la silueta de un ser humano en el interior del líquido, pero no se atrevía a
J
El hermano capitán Gorn siguió a su señor por el exterior del Gran Anexo. Caminó
con rapidez para poder seguir el ritmo de las zancadas que daba sobre las losas de
color ocre del amplio rectángulo de entrenamiento. Hizo caso omiso de las miradas
de soslayo que les dirigieron los ángeles sangrientos que patrullaban los límites del
La placa de datos se encontraba exactamente donde se suponía que debía estar, oculta
debajo de una copia muy usada del Litergus Integritas, bajo el cuarto banco por la
derecha.
Fenn miró con cautela por encima del hombro y luego se inclinó para recogerla. A
esa hora del día no había nadie dentro de aquella capilla votiva. De hecho, aquel
pequeño templo secundario apenas acogía a uno o dos devotos al mismo tiempo. La
mayoría del personal de la ciudadela Vitalis prefería hacer el trayecto hacia el gran
templo que se alzaba en los niveles superiores de la torre para la ceremonia de
vísperas, donde por las ventanas entraba verdadera luz del sol. Aquella cámara
menor, situada bajo la superficie del paisaje polar helado, tan sólo disponía de
simuladores biolumínicos para imitare el ciclo diario de Baal. El lugar estaba
presidido por un ambiente mohoso y cerrado de forma permanente. Ese era
precisamente el motivo por el que el siervo lo había elegido como lugar de
intercambio.
El leve zumbido de un aparato antigravitatorio hizo que alzara la mirada al techo.
Allí, en la oscuridad, distinguió la silueta de un servocráneo que trazaba lentos
círculos en el aire. Un incensario colgaba de su parte baja y se balanceaba sostenido
por una cadena. Fenn hizo el signo del aquila y fingió rezar asintiendo con la cabeza
en dirección a las estatuas de basalto del altar. Sanguinius estaba arrodillado delante
del Emperador y su padre tenía una mano apoyada en el hombro del primarca.
«Perdonadme el engaño, mis señores —musitó Fenn—. Lo hago por el bien del
Imperio».
Una vez estuvo seguro de que el servocráneo se encontraba lo bastante lejos como
para que no pudiera vigilarlo, Fenn se llevó la placa al oído y pasó un dedo por la
runa de activación. Escuchó con atención la grabación entrecortada de la voz
codificada en el aparato. Era la voz de un contacto que había establecido entre el
personal de comunicación de la ciudadela. Cuando el siervo ya no tuvo dudas sobre
las sospechas que sentía respecto a Nyniq y a Serpens, Fenn se dirigió a aquel
individuo y lo sobornó con drogas de poca importancia que obtuvo de los almacenes
médicos para que incluyera una solicitud de información en el grupo de mensajes que
se enviaba a la capital del sector.
J
Rafen apretó la tira de cuero con fuerza alrededor del brazo y la aseguró. Levantó la
mirada y se vio la cara reflejada en los visores triangulares de su casco. La armadura
del ángel sangriento se encontraba en una montura de equipo, y en esos momentos
era una estatua hueca de color carmesí y con forma humana. Llevaba la túnica de
combate ceñida al pecho, y las tiras de cuero le apretaban en aquellos puntos donde
los moratones y las contusiones del último combate todavía no se habían curado del
todo.
Notó una presencia a su espalda, pero no se dio la vuelta.
—Admito que esperaba encontrarme de nuevo contigo en el pozo de combate,
pero no tan pronto —le dijo Noxx con sequedad—. O en estas circunstancias.
—Procuraré no ganar con tanta facilidad esta vez —le replicó Rafen—. No me
gustaría dejarte en ridículo dos veces seguidas delante de tus hermanos.
La actitud burlona de Noxx desapareció.
—Tuviste suerte.
J
—Impresionante —admitió Daggan—. Para algo que tiene menos de un día de vida,
apenas he visto nada semejante aparte de las criaturas tiranidas. —Los señores de
capítulo es estaban en los palcos que daban al pozo observando con atención el
combate—. Pero ¿puede hacer algo más que luchar por puro instinto?
Caecus se quedó inmóvil y rígido mientras Dante se apartaba del borde del palco para
mirarlo directamente a los ojos. Notó las piernas cargadas de plomo, clavadas en el
suelo. La alegría exultante que había sentido momentos antes se había transformado
en una amargura absoluta.
El ideal perfecto del hijo de la sangre había quedado deformado, destruido.
«Un fracaso. Otro fracaso».
Cuando Dante habló, fue igual que si le retorciera un cuchillo clavado en el
corazón.
—Apotecarium majoris, he permitido esta fantasía tuya más allá de lo que era
racional. Has quedado en evidencia, y has dejado en evidencia al capítulo con esta
monstruosidad —le dijo al mismo tiempo que señalaba al cadáver que yacía en el
suelo del pozo de combate.
—Yo sólo quería… —Inspiró profundamente. Le costaba hablar—. Estaba tan
seguro… —Caecus miró a su alrededor en busca de algún apoyo, pero sólo encontró
miradas duras en los demás señores de capítulo. Buscó afanosamente una
explicación, algo que le sirviera de justificación aunque fuera de un modo remoto—.
Quizá me he precipitado. La mujer, Nyniq, tenía razón. Deberíamos haber efectuado
una serie de pruebas antes de…
—Ya basta —lo cortó Dante. El señor de los Ángeles Sangrientos estaba furioso,
pero se trataba de una furia helada, teñida de cansancio y de decepción. Cuando habló
de nuevo, el apotecario se dio cuenta de la tremenda dimensión de su error—. Saldrás
de aquí y volverás a la Ciudadela Vitalis. Otro día decidiremos el modo de castigarte,
pero de momento ¡Harás lo que te ordeno! —El rostro de Dante se ensombreció—.
Caecus, no te equivoques otra vez, porque lo que te he dicho no está abierto a
interpretación alguna. Es una orden directa que te doy. Da por finalizado el proyecto
de clonación y acaba de inmediato con todas las tareas relacionadas con esa
investigación.
—Todavía existen bastantes clones preparados para salir de los tanques —
murmuró. Tuvo que confesarlo ante la mirada inflexible que le dirigía su comandante.
—Destrúyelos a todos. No debe quedar rastro alguno de esas abominaciones.
Caecus se dejó caer sobre una rodilla. Estaba desesperado por encontrar las
J
Caecus caminó como lo haría un hombre que se dirigiera al cadalso, perdido en su
propio interior y con la mente envuelta en un torbellino continuo. El hermano capitán
Rydae, que iba delante de él, caminaba con paso firme. El ángel sanguinario llevaba
una pistola bolter al cinto y un servidor de comunicaciones lo seguía de cerca. El
apotecario sabía que la mujer, Nyniq, caminaba a su lado. Al salir del pozo de
combate, una simple mirada de Caecus había sido suficiente para dejarla callada. No
había tenido que explicarle lo que había ocurrido allí dentro. La expresión de su
rostro ceniciento fue información más que suficiente.
El amplio corredor ascendía lentamente hacia los pisos superiores del monasterio,
hacia la cúpula blindada orientada hacia el sur, donde se encontraban las lanzaderas y
naves atmosféricas asignadas a la fortaleza. Caecus se imaginó que las paredes se
cerraban sobre él, con la presión de sus pensamientos revelada por su actitud
J
Rafen inclinó levemente la cabeza cuando Mephiston se acercó a él procedente del
pasillo que llevaba al Claustro del Silencio.
—Mi señor —lo saludó.
El psíquico de rostro enjuto lo miró con atención, y como antes, como siempre, la
penetrante mirada del bibliotecario lo estudió a fondo.
—¿Dónde están tus invitados, muchacho?
—Lord Seth y su delegación ya se encuentran en los aposentos asignados a los
Desgarradores de Carne en la torre norte —le explicó—. El hermano Puluo y el
hermano Corvus los atienden.
—Que los están vigilando sería una definición más adecuada. —Mephiston
frunció los labios y se quedó callado. Rafen no supo cómo expresarlo, pero desde
aquel momento en el Gran Anexo, el psíquico había dado la impresión de estar…
distraído—. Hermano sargento, quiero que seas sincero conmigo.
—Mi señor, dados vuestros poderes, dudo mucho que no pudiera serlo.
Aquello provocó una leve sonrisa, pero desapareció enseguida.
—Dime cuál es el estado de ánimo de los hombres. Tú te encuentras entre ellos
mientras que yo me veo obligado a quedarme con los otros señores de capítulo. ¿Qué
piensan los hombres de este cónclave?
Rafen se quedó callado un momento mientras pensaba en la respuesta.
—Todos los Ángeles Sangrientos son conscientes de la gravedad de la situación.
—Y yo más que ninguno, añadió para sí—. Estamos por completo a las órdenes de
nuestro señor y obedeceremos en todo lo que nos diga.
—¿Qué piensas de ese… clon?
El sargento contuvo una mueca de asco.
—No sé qué era esa criatura a la que me enfrenté en el pozo de combate, sólo sé
que no era un astartes.
J
Caecus lo sintió en el mismo momento en que la rampa de desembarco se abrió, en
cuanto el aire helado entró en el compartimento de la nave. Los motores resonaban
aullantes en el interior de la barbacana, pero no se oía ningún otro sonido. Ni voces,
ni pasos.
Ni Fenn lo esperaba, como siempre hacía, a los pies de la plataforma de aterrizaje.
Caecus se ciñó la túnica al cuerpo y salió al hangar. Llevaba en el interior del puño el
valioso tubo. El apotecario olisqueó el aire frío y su respiración se condensó
formando una nube de vapor. Se detuvo un momento balanceándose sobre los
talones. La mezcla de olores envió una serie de señales de aviso al cerebro. Caecus
detectó leves trazos de conservantes químicos, de fluido de fraccionamiento y de
ácido de batería. También había otro olor. Quizá se trataba de cordita. Cordita
quemada y sangre fresca. Era difícil separar los olores en aquel maremágnum.
Siguió caminando hasta entrar en los pasillos de la Ciudadela Vitalis, atento a
cada esquina sombría, al silencio que se producía cada vez que se detenía y contenía
la respiración. El complejo tenía su propio ritmo vital. El movimiento y el sonido de
las investigaciones que allí se llevaban a cabo le eran familiares, su extraña manera,
J
Lord Seth pasó furibundo al lado de Mephiston y éste se lo permitió, pero le impidió
J
No tenía otra arma más que a sí mismo. Era un científico, un combatiente en batallas
distintas a los feroces enfrentamientos con bólter y espada, pero Caecus había sido
antaño un hermano de batalla. Había luchado y había derramado sangre en nombre de
Sanguinius en mundos azotados por la guerra, desde el espacio orko hasta una docena
de planetas infernales dominados por el Caos en el Segmentum Ultima. Podía reunir
la voluntad necesaria para matar, pero lo cierto era que no había participado en un
combate desde hacía muchos decenios.
A pesar de ello, seguía siendo un adeptus astartes. Tenía imbuido en todo su
cuerpo ser un guerrero, por muy embotado que estuviera el filo de sus habilidades de
combate.
Aquellos sonidos lo hicieron seguir, arrastrado por la curiosidad. Caecus no había
visto todavía a ningún otro habitante de la ciudadela. Había encontrado restos
extraños en las escaleras y en los rellanos de algunos de los niveles, como placas de
datos que parecían haber sido arrojadas al suelo de un modo precipitado, un trozo
desgarrado de la túnica de un siervo del capítulo, y allí, en ese mismo nivel,
J
La Thunderhawk se dirigió con los motores a máxima potencia hacia los campos de
hielo, casi a velocidad hipersónica. La velocidad disminuyó al mismo tiempo que
J
Cuanto más se acercaba Caecus al laboratorio de clonación, peor era la situación. Al
principio encontró algunos restos humanos, alguna extremidad blanquecina por la
falta de sangre. Eran trozos de personas que los asesinos habían dejado tirados por
ahí, sobre los anchos peldaños de la escalera de piedra. Eran los desperdicios que
dejaba atrás una manada de depredadores.
Luego llegó a los niveles por los que pasó de largo sin atreverse a investigar. A
través de las puertas que conducían a sus profundidades se oían de vez en cuando
algunos sonidos de movimiento, y en una ocasión unos gemidos débiles y muy
peculiares. Al llegar al nivel cuarenta y siete se vio obligado a bloquear los nervios de
las fosas nasales debido al hedor a muerte que emanaba de allí. Se detuvo un
momento a escuchar y oyó un sonido como de chapoteo, a cierta distancia, en uno de
los pasillos radiales. Allí abajo no había luces, pero el suelo relucía bajo el brillo
procedente de las escaleras, como si estuviera cubierto de humedad.
No quedaban más que tres proyectiles en el cargador de la pistola bólter. Siguió
avanzando en espiral, descendiendo.
Las pesadas compuertas presurizadas estaban abiertas. Al otro lado, las luces
azules de la antecámara de purificación estaban encendidas, pero no cesaban de
parpadear. Las jaulas de los guardias de las paredes no eran más que huecos abiertos
en la roca tallada. Las bandas de metal que las cubrían estaban rotas y retorcidas. El
suelo aparecía cubierto de trozos de hierro y de bronce manchado. De los servidores
artillados no quedaba nada más. El suelo estaba pegajoso y tiraba de la suela de las
sandalias de Caecus mientras se alejaba lentamente de las escaleras y empuñaba la
pistola bólter con las dos manos. El rayo rojo del visor avanzaba delante de él
señalando las paredes.
Dudó un momento en el umbral y apretó con fuerza la culata del arma. Ya no
había vuelta atrás.
El interior del laboratorio era rojo. Todo estaba cubierto de sangre. En algunos
puntos incluso goteaba desde el techo y formaba pequeños charcos. Caecus sintió que
el olor le penetraba en la piel y notó el sabor metálico en la lengua con cada
inspiración. El espectáculo le revolvió el estómago de inmediato, pero una parte de
él, una fracción de su alma salvaje de ángel sangriento saboreó la siniestra fragancia
que impregnaba con fuerza el aire. El apotecario recordó la sensación que el Grial
J
Caecus había perdido la sensibilidad en el brazo derecho después de rechazar el
cuarto ataque, o quizá había sido después del quinto. La extremidad inútil le colgaba
del costado y la carne enrojecida y los huesos blancos sobresalían entre los
desgarrones empapados de la manga. De los dedos inutilizados caía un goteo
continuo de sangre y marcaba el suelo allá por donde pasaba. Estaba dibujando una
línea por el corazón de su locura subiendo por la escalera, cruzando por los pasillos.
Se preguntó qué sería lo que encontraría al final.
El dolor hacía difícil que pudiera pensar con claridad. Tenía el cuerpo cubierto de
heridas de garras. Tenía cortes tanto leves como profundos, y cada vez que daba un
paso le provocaban una descarga de dolor agónico. Notó el esfuerzo frenético del
implante Larraman en su intento de detener la pérdida de sangre, pero se trataba de
una batalla que el cuerpo del marine espacial acabaría perdiendo.
Caecus no comprendió al principio por qué el cabrón de Fabius no lo había
matado simplemente, lo mismo que había hecho con Fenn, con los otros apotecarios y
con su propia sirviente, Nyniq. Se fue dando cuenta poco a poco, mientras los
marines clonados mutantes lo atacaban y lo iban obligando a abandonar el laboratorio
para que recorriera de nuevo el camino que lo había llevado hasta allí a través de las
estancias hediondas de la ciudadela. El renegado se estaba divirtiendo. Lo estaba
observando de algún modo, quizá a través de los monitores que vigilaban los pasillos,
J
Los mutantes caminaban detrás de él formando una fila precavida. Sus cabezas se
movían de forma repentina y brusca, como si fueran aves rapaces que buscaran
presas. Algunos de ellos chasqueaban las mandíbulas a los más cercanos, invadidos
por una rabia sin contención alguna. Se habían hartado de alimentarse, y a pesar de
ello seguían hambrientos. El primogenitor se preguntó qué haría falta para satisfacer
aquel apetito insaciable. ¿Cuánta sangre sería necesaria? ¿Cuántas muertes? Una
parte de él lamentaba no poder quedarse allí y observarlos. Le interesaba, pero tenía
que admitir que sólo era interesante de un modo tangencial. Tenía asuntos mucho más
importantes que resolver, experimentos mucho más importes que realizar.
Los largos dedos de Fabius tamborilearon con cierto ritmo sobre la bolsita de piel
que llevaba colgada del cinto. La bolsita había sido confeccionada con la piel
arrancada de la cabeza de una niña pequeña que había capturado en un planeta
colmena que no recordaba. Dentro de la piel, con los huecos de los ojos y de la boca
cosidos se encontraba el vial que el idiota de Caecus llevaba consigo. El demonio de
la sangre de mayor tamaño, el que caminaba el primero de la fila, se lo había
entregado. Este era el más avanzado, el más desarrollado. Bilis había captado en sus
ojos el brillo de una inteligencia emergente. La criatura empuñaba un bólter robado y
llevaba encima paquetes de munición saqueados del almacén de armamento de la
ciudadela. El clon llevaba el arma de un modo que era a la vez extraño y familiar.
Se permitió una pequeña sonrisa. Aquellas réplicas eran criaturas excepcionales,
casi el equivalente a los hombres nuevos que el propio primogenitor había creado.
Era una pena que un material genético con tanto potencial se desperdiciara. Sin
embargo, el sacrificio era al servicio de una causa mayor. El valioso vial hacía que
todos los sacrificios merecieran la pena. Las formas genéticas contenidas en aquel
fluido inmortal harían que sus propias investigaciones tuvieran un avance de varias
décadas.
J
Los hombres de Noxx avanzaron de un modo veloz y ágil que no concordaba con el
comportamiento que habían mostrado en Eritaen. Corvus mantuvo el paso con ellos,
con el auspex en una mano y el bólter preparado para disparar en la otra.
J
—¡Fabius Bilis, te declaro traidor! —gritó Rafen, y abrió fuego de inmediato con el
bólter apoyado en la cadera. Los disparos acribillaron el púlpito de control y el
renegado se apartó de un salto para desaparecer entre la masa de cables que colgaban
de los conductos de energía que rodeaban la plantilla de teleportación como la corona
de un gigante.
Los clones del hijo de la sangre… No, los demonios de la sangre enloquecieron y
se lanzaron al ataque, pero esta vez los astartes estaban preparados para enfrentarse a
ellos. Los acorralaron con descargas precisas de disparos bólter y los hicieron
retroceder sobre la rejilla hexagonal del suelo de la cámara. Los rayos de energía
comenzaron a rodearlos.
—¡Atrás! —Gritó Puluo—. ¡Quedaos atrás!
Roan estaba en vanguardia del grupo y titubeó. Rafen abrió los ojos de par en par
por la sorpresa cuando vio a uno de los clones, de mayor tamaño que el resto, alzar un
bólter y responder a los disparos. El desgarrador de carne logró esquivar la ráfaga al
lanzarse sobre el suelo de rejilla al mismo tiempo que unas motas de luz esmeralda
comenzaron a formarse en el aire. Noxx tenía razón, las criaturas habían
evolucionado. Recordó al hijo de la sangre contra el que se habían enfrentado en el
J
Los temblores se producían ya cada pocos segundos, y Corvus captó en el límite de
su capacidad de audición el rugido retumbante de las aguas hirvientes que se abrían
paso en los niveles inferiores. Los astartes subieron de tres en tres y a toda prisa los
anchos peldaños de piedra. El mundo del ángel sangriento quedó reducido a la
J
Rafen hizo caso omiso a las dagas de dolor que le atravesaban el cuerpo y salió sin
ayuda de entre los restos de la plataforma en llamas del teletransportador. Abrió la
compuerta con un empujón del hombro y entró. Al otro lado había una pasarela de
acceso que pasaba por encima de un bosque de conductos de energía. La pasarela se
extendía bastantes metros y acababa en una pared lisa de rococemento.
Sus sentidos analizaron las sensaciones que transportaba el aire a su alrededor.
Había algo espeso en la atmósfera del lugar, un regusto enfermizo que le dejaba un
sabor grasiento en la boca a pesar de los filtros del casco. En la pared lisa había un
rastro pegajoso. Rafen apoyó la palma de la mano contra el muro de roca artificial en
busca de alguna puerta oculta, alguna clase de salida camuflada, pero no encontró
nada, ningún manera de escapar de un modo físico de aquella cámara cerrada.
Frunció el entrecejo al notar por primera vez el leve temblor de las paredes que lo
rodeaban. Fue cambiando en rápida sucesión todos los modos de visión posibles en la
servoarmadura de un astartes: electroquímica, ultravioleta e infrarrojo. Sólo cuando
pasó a visión térmica lo captó, y el ángel sangriento golpeó con la mano por puro
reflejo la silueta que apareció de repente en el aire. Comenzó a dispersarse
moviéndose lentamente como el humo.
Rafen contuvo la oleada de repugnancia que amenazó con salírsele por la boca.
La silueta fantasmal de vapor ya había empezado a disolverse, pero por un momento
la había visto íntegramente. Era una imagen, un bosquejo apenas dibujado en mitad
del aire.
Era un portal con forma de calavera aullante tan grande como un marine espacial,
y entre los dientes de su boca abierta había una estrella de ocho puntas.
El aire estaba cargado de humedad y sabía acre por el olor a sales metálicas y a
sulfuro. Los chorros de vapor eran empujados por delante de la inundación de agua
hirviente que llenaba los pasillos de la Ciudadela Vitalis. Ese mismo vapor abrasador
se convertía de nuevo en gotas de agua cuando entraba en contacto con las paredes
heladas de la torre, provocando una lluvia que caía sobre el ladrillo y el acero. El
rugido del diluvio ya era constante y los temblores sacudían las cubiertas.
Turcio, que se encontraba sobre la rampa de desembarco de la Thunderhawk,
echó un rápido vistazo al otro lado del compartimento de transporte de la nave. En el
extremo vio a Kayne discutiendo acaloradamente con el siervo piloto. Los motores de
la nave no dejaban de rugir y los alerones retemblaban, como si la Thunderhawk
estuviera desesperada por despegar y alejarse de la ciudadela que se iba a destruir a sí
misma.
—¿Cuánto tiempo más podemos esperar? —le preguntó.
Kayne se volvió hacia él y habló por el comunicador.
—El piloto dice que puede que ya nos hayamos demorado demasiado.
Turcio sonrió con ferocidad.
—Me gustaría oír una estimación más optimista.
Iba a añadir algo más cuando un movimiento en las puertas del hangar hizo que se
llevara el bólter al hombro para apuntar mejor. Se tranquilizó, aunque mínimamente,
cuando reconoció las figuras de unos marines espaciales que recorrían a la carrera la
cubierta.
—¿Hermano sargento?
Rafen estaba en la retaguardia del grupo apremiándolos para que corrieran más.
Echó una mirada por encima del hombro y soltó una maldición. Turcio distinguió las
primeras olas de agua amarillenta golpetear en el umbral de la puerta, y supo que se
les había acabado el tiempo.
—¡Qué todo el mundo suba! —Rugió el sargento—. ¡Olvídate de cerrar la rampa!
¡Que suban y que la nave despegue!
Turcio retrocedió hacia el interior mientras la masa de ángeles sangrientos y
desgarradores de carne entremezclados entraba en el compartimento de la
Thunderhawk Algunos estaban heridos, pero ninguno de ellos permitió que esa
J
Apenas la lanzadera que llevaba al señor de capítulo Sentikan y al cuerpo del
hermano Rydae de regreso al Invisible se convirtió en un simple punto luminoso, lord
Seth se volvió hacia el comandante de los Ángeles Sangrientos y repitió sus
exigencias.
—Dante, este cónclave tuyo se está convirtiendo con rapidez en un desastre
Deberías haber acudido primero a mí, a solas. Habríamos discutido el asunto,
hubiéramos encontrado una solución y la podríamos haber impuesto juntos.
—No pienso imponer nada —le contestó Dante con firmeza—. Le pediré a mis
parientes que me ayuden, y confío en que harán lo que desee el Emperador.
—¿Y si el Emperador no desea que te salgas con la tuya, entonces qué?
Mephiston contuvo el impulso de responder. Aquella conversación no era para
personas de su rango, sino sólo entre señores de capítulo.
De repente, llegó el dolor. El contacto de la oscuridad. Un cuchillo silencioso de
impacto psíquico arrastrado por la superficie de su alma. Se tambaleó y oyó que su
señor le decía algo.
El bibliotecario dejó escapar un siseo entre los dientes apretados. Anteriormente,
en el anexo, durante un breve momento le había parecido sentir algo, pero
desapareció con tanta rapidez que no logró captar nada. Esta vez era diferente. Notó
el breve olor de un rastro psíquico, sintió la impresión de una calavera rugiente que
abría las fauces para devorar a un individuo envuelto por un aura de muerte y que a
continuación las cerraba de golpe.
Mephiston se estaba esforzando por captar el significado de aquel momento
cuando un destello de color verde esmeralda estalló en el cielo por encima de ellos.
«¿Una teleportación?».
Sintió la aparición repentina de nuevas mentes, salvajes y movidas por la rabia.
—¡Nos atacan! —Gritó de repente—. ¡Están aquí!
J
El primer capitán Lothan murió cuando los mutantes los atacaron desde los conductos
de servicio que tenía a sus pies.
J
La Thunderhawk estaba envuelta en llamas mientras bajaba por el cielo. Los
propulsores, llevados más allá de los límites de seguridad, habían comenzado a
consumirse a sí mismos. Las llamaradas de fusión, ardientes como una estrella,
deformaban y doblaban los colectores de los motores, y una gran estela de humo
negro marcaba el paso de la nave por el cielo. Las chispas blancas provocadas por los
restos de metal que también dejaban atrás caían como disparos trazadores.
En el interior, una luz infernal lo iluminaba todo. Las señales estroboscópicas de
emergencia parpadeaban sin cesar, aunque Rafen se había apresurado a silenciar el
aullido de las sirenas de alarma del compartimento de tropas.
—¿Cuánto falta? —preguntó a gritos.
—Nos encontramos en ya en el tramo de descenso —le contestó Kayne.
Para convencer al piloto de que llevara a la Thunderhawk en una ruta suborbital
suicida, el sargento había enviado al joven a la cabina para que le proporcionara un
poco de ánimo con su bólter. El plan había funcionado y el vuelo de regreso había
durado un tiempo sensiblemente menor al vuelo orbital de ida. El único problema era
el coste. Aquella nave no volvería a volar. Como mucho, los tecnomarines podrían
utilizarla como fuente de piezas de repuesto.
J
—Lo buscarán… —Mephiston se detuvo en seco, con la espada psíquica en las
manos, y de repente notó que la armadura le apretaba.
—¿Mi señor?
El guardia de honor que caminaba a su lado lo miró con expresión interrogativa.
El psíquico se quedó dudando en el pasillo que se extendía más allá de la gran
sala. La débil luz que emitía la Thunderhawk envuelta en llamas le llamó la atención
a través de los ventanales. La fuerza del pensamiento animal y salvaje había sido tan
repentina, tan poderosa, que lo pilló desprevenido. Apareció y desapareció de forma
súbita, igual que un destello en una noche oscura como boca de lobo. Parpadeó y
volvió a concentrarse, y fue cuando vio a Corbulo que se dirigía a la carrera hacia él.
El sacerdote sanguinario llevaba una bolsa de cuero grande en una mano y la espada
sierra en la otra. Tanto las ropas de Corbulo como el filo del arma estaban manchados
de sangre. El hermano de batalla de Mephiston tenía el rostro marcado por los golpes,
pero no parecía ser consciente de ello. La expresión de su cara era una mezcla de
repugnancia y de horror a partes iguales.
—¡Bibliotecario! —Jadeó mientras movía la cabeza en un gesto de incredulidad
—. He visto… ¡Lo que acabo de ver me asquea! ¡Esas bestias han invadido la capilla!
—Sí.
Mephiston intentó aferrarse a la huidiza estructura mental del demonio de la
sangre, pero era igual que el mercurio, se deshacía y se alejaba. Vio unas cuantas
imágenes: la capilla, el Grial Rojo… Notó un eco de la sensación, el sabor profundo
de sangre muy, muy antigua, hierro embotado sobre carne desgarrada.
—Se bebió el contenido. Todo el contenido…
Corbulo asintió con expresión avergonzada.
—No pude impedírselo.
—No será suficiente —dijo el psíquico cuando finalmente la breve chispa de
contacto parpadeó y se apagó—. Quieren más. Por el Trono, hermano, lo quieren
todo.
La luz se alzó poco a poco sobre el silencioso grupo de guerreros cuando entraron en
la antecámara del osario. Los globos levitatorios con biolúmenes se elevaron desde
sus soportes para crear luces y sombras por toda la estancia. Un sendero de hierro la
cruzaba de un extremo a otro, y se iba estrechando a medida que avanzaba hasta
permitir el paso de sólo dos hermanos de batalla que caminaran hombro con hombro.
Todas las demás superficies relucían con el blanco apagado del hueso. Cientos de
calaveras los observaban sin verlos desde las paredes y el techo. Algunas de ellas
estaban sin adornar, mientras que a otras las rodeaban grabados con textos
devocionales o pictografías iluminadas. Los huesos de aquellos pocos elegidos
pertenecían a guerreros cuyas hazañas eran de tal magnitud que se les había permitido
ser enterrados cerca del cuerpo del primarca. Aquellos muertos no eran simplemente
héroes, ya que todos los astartes eran héroes. Eran individuos de un valor especial,
guerreros y santos de una visión y una pureza superior.
Dante estaba en la vanguardia del grupo. La luz se reflejaba en el dorado pulido
de su armadura. Bajó la mirada por un instante hacia una calavera en concreto, que
estaba por debajo de las otras. Sabía exactamente dónde se encontraba porque habían
sido sus propias manos quienes la habían colocado allí. Kadeus, el señor del capítulo
que había gobernado antes que Dante, un mentor y un amigo, muerto mucho tiempo
atrás pero que todavía lo observaba. Se preguntó qué consejo le daría el viejo
guerrero si todavía estuviese vivo. Todos los señores del capítulo anteriores se
encontraban en aquella estancia, desde los hermanos que habían tenido el honor de
caminar al lado del propio Sanguinius hasta los guerreros que habían dirigido su
legión durante los diez mil años de incesante guerra galáctica. Dante tenía la
esperanza de que algún día él también reposaría allí, pero por primera vez se preguntó
si ese destino le sería negado.
Si fallaban, Sentikan cumpliría las órdenes al pie de la letra. Miró a su alrededor.
Todo aquello… se convertiría en vapor y en cenizas.
Dante se irguió cuando se acercó a la gigantesca compuerta circular situada en el
otro extremo de la antecámara, dispuesto a quitarse esos pensamientos de la cabeza
mediante la acción. Hizo girar el guantelete dorado de la armadura y se lo quitó. En el
centro de la compuerta había un agujero del tamaño de un puño y el ángel sangriento
J
El hermano Corbulo los condujo por los pasillos, a lo largo de los amplios túneles y
los corredores, con la constante compañía de los gritos y los aullidos de los demonios
de la sangre. Las bestias los estaban siguiendo. Rafen no tenía ninguna duda al
respecto.
El alto sacerdote sanguinario los había reunido en el patio central cuando los
mutantes se retiraron para reagruparse y les había explicado por el camino lo que
había ocurrido en la fortaleza. Rafen escuchó asombrado mientras Corbulo le contaba
el enfrentamiento en la capilla del Grial Rojo, las órdenes que lord Dante le había
dado a Sentikan y la concentración de guerreros en el interior de los muros sagrados
del gran sepulcro.
Al oír aquello, Rafen sintió que las piernas se le envaraban y se detuvo
trastabillando.
—Yo… Nosotros no podemos entrar en ese lugar, sacerdote. —Miró a sus
propios hombres, a Noxx y a la escuadra de Desgarradores de Carne—. No somos
dignos de ello.
Corbulo lo miró con dureza.
—No seas bobo, muchacho. ¿Es que no has aprendido nada en estos últimos días?
Nos enfrentamos a una amenaza como nunca hayamos conocido, y si para vencerla
debemos forzar las normas y las doctrinas clásicas, pues lo haremos. —Le sonrió con
tristeza—. Una vez todo se acabe y la situación se arregle, le pediremos perdón al
Emperador. Nos lo concederá si no fallamos. De eso no tengo duda alguna. —
Corbulo se volvió hacia Turcio y le miró la marca de penitente—. El dogma no puede
oponerse a la realidad del combate, tan sólo puede formar un marco para la lucha.
—Es extraño oír decir eso a un sacerdote sanguinario —comentó Noxx.
Corbulo asintió con gesto cansado.
—Todos estamos aprendiendo muchas cosas nuevas hoy.
A pesar de lo que les costó olvidarse de la tremenda importancia que tenía el
J
Dante miró a lo largo del cañón de la pistola. Sintió que el peso del arma era el
correcto y apropiado en la mano. Le pareció que había pasado demasiado tiempo
desde que la había utilizado en un combate de verdad. Las exigencias del rango lo
habían mantenido alejado del campo de batalla.
Seth lo estaba observando, con una pistola de plasma preparada a su lado. Los
aullidos de los demonios de la sangre se oían con más fuerza. La horda mutante debía
de encontrarse a pocos momentos de aparecer.
—¿Estás preparado para esto, primo? —le preguntó el desgarrador de carne.
—Nada puede prepararte para esto —le respondió Dante—. Sólo puedes
enfrentarte al enemigo tal y como venga.
—Espero que estés a la altura.
En los ojos del ángel sangriento brilló la rabia.
—Sigues poniendo a prueba mi paciencia, Seth. Incluso en un momento como
éste, cuando está a punto de comenzar una batalla, buscas provocarme. ¿Qué es lo
que esperas lograr? Respóndeme a eso.
Seth inspiró profundamente.
—A pesar de todos tus años y de tu sabiduría, no me conoces ni a mí ni a mis
hermanos…
—¡Hay algo que sí sé! ¡Me desafías de un modo deliberado en cada ocasión que
se presenta, te opones a cada palabra que digo como si eso fuera tu único propósito en
la vida! —Dante estaba iracundo—. Seth, fomentas la discordia. ¡Te alimentas de
J
La rampa en espiral los llevaba con rapidez siguiendo la curva del interior del abismo
cónico en dirección a la plataforma circular situada en el corazón del gran sepulcro.
Como era lo apropiado, el capellán Argastes encabezaba la marcha mientras recitaba
párrafos del Libro de los Señores cada vez que pasaban por debajo de un arco. Las
velas fotónicas brillaban con una llama roja e intensa al captar las palabras del
capellán. Era su deber asegurarse de que cada protección psíquica y cada trampa
oculta fuera desactivada de forma correcta antes de pasar a la siguiente. Rafen iba
detrás de Mephiston, que a su vez iba detrás de Argastes con la mano posada en la
empuñadura de su espada psíquica. El rostro del Señor de la Muerte no expresaba
emoción alguna, pero sus ojos mostraban preocupación. El sargento se preguntó qué
energía etérea acecharía de forma invisible en un lugar como aquél, una tumba donde
un semidiós descansaba de forma solemne.
Rafen fue muy consciente del retumbar de la sangre palpitando en sus oídos.
J
El dreadnought era un obelisco de la guerra, un monumento viviente a la habilidad de
combate de los Espadas de Sangre y al honor de Sanguinius. Daggan era un titán del
campo de batalla. Primero había servido a su capítulo en carne y hueso, y luego
encerrado bajo acero y ceramita durante más de cuatrocientos años. Formaba parte de
una herencia de grandes héroes astartes que habían seguido luchando más allá de
unas heridas que habrían matado a otros guerreros de inferior valía. Al igual que el
noble Furioso, el primero y el más grande de todos los Hijos de Sanguinius que había
renacido en el interior de una armadura de acero, y sus descendientes Ignis, Dario y
Moriar, Daggan era un puño de carne envuelto en un guante de hierro. Su ataúd era su
arma, y sus heridas el acicate que lo hicieron volver a combatir.
Sin embargo, el jefe de la manada sólo vio carne, carne rodeada de metal.
Atacó a Daggan con sus manos rematadas por garras y se estrelló contra él con la
Era algo al mismo tiempo lo más hermoso y lo más terrorífico que Rafen jamás
hubiera visto. En silencio, porque todos y cada uno de ellos quedaron mudos ante
aquella visión, los ángeles sangrientos bajaron el último tramo de la rampa en espiral
y se apiñaron en el extremo más alejado de la plataforma de la tumba.
Argastes, como era su deber, se puso de rodillas, inclinó la cabeza y empezó a
rezar. Pronunció las palabras en voz tan baja que Rafen apenas lo oyó. Sin embargo,
ninguno de ellos necesitaba hacerlo Se sabían la plegaria tan bien como sus propios
nombres, y todos adoptaron la misma postura y movieron los labios para rezar sin
emitir sonido alguno al mismo tiempo que mantenían la mirada apartada.
Mephiston miró por encima del hombro y les indicó con un gesto de la mano que
se levantaran.
Rafen obedeció, aunque tuvo que sobreponerse a un temblor en las piernas
cuando el entrenamiento que tenía grabado en la mente le indicó que debía
mantenerse de rodillas ante tan glorioso objeto.
—Miradlo bien —les susurró el Señor de la Muerte, señalando el extremo más
alejado de la plataforma circular—. Nosotros no nos atemorizamos como peregrinos
primerizos. Mostradle a nuestro primarca vuestros rostros. Que os vea.
Cada uno de ellos se quitó el casco y dejó que la luz ambarina le bañara la cara.
Era igual que estar bajo el sol en un día perfecto y sin nubes. El color era magnético,
trascendente. Era aquello y un centenar de cosas más, y provocaba emociones
profundas y conmovedoras que Rafen no supo describir. Vio con el rabillo del ojo que
Puluo se secaba una lágrima de felicidad que le bajaba por la mejilla marcada por las
cicatrices.
A Rafen le pareció que había pasado una eternidad desde que había tenido en las
manos la Lanza de Telesto, la venerable arma que antaño había empuñado el propio
primarca. Cuando la tocó con los dedos, hubo un momento en el que el astartes creyó
que una parte del Gran Ángel se le había revelado. Quizá se había tratado de una
visión. Una forma de conexión que se despertó por un breve instante pero,
desapareció antes de que su poder pudiera abrasar la piel del guerrero. El fantasma de
aquella sensación volvió a Rafen, quien sintió miedo, como si quizá fuera posible que
su cercanía le quemara, como si fuera a acabar convertido en cenizas.
J
La muerte de Daggan desequilibró la situación en contra de los marines espaciales y
los obligó a reagruparse para cerrar la brecha abierta en la línea. En la puerta del
sacerdote, una coalición de guerreros de cinco capítulos diferentes luchaba en filas
apretadas, rojo sobre rojo, carmesí sobre carmesí. Los bólters y los rifles de plasma
respondían a los ataques de todos los enemigos.
El bólter de asalto de lord Orloc se quedó sin munición, por lo que utilizó el arma
como un garrote para machacar a un demonio de la sangre que empuñaba un par de
cuchillos. La mutación de aquel ejemplar estaba más avanzada que la de algunos
otros de los de su especie. Las extremidades superiores se le habían transformado en
algo que parecían más unos tentáculos que unos brazos humanos. Gruñó con una
boca con varias filas de dientes e intentó morderlo.
La hoja de una espada de energía le salió por el pecho y subió por la línea del
esternón partiendo los huesos y esparciendo entrañas por el suelo embaldosado. Los
fluidos salpicaron la cara de Orloc, quien la apartó antes de que la espada acabara su
tajo. El clon se desplomó en el suelo partido por la mitad y dejó a la vista a lord
Armis, que estaba detrás, sonriendo con gesto burlón.
—Estos malditos monstruos son testarudos —dijo el señor de la Legión de Sangre
—. ¡Parecen conocer todas nuestras tácticas de memoria!
—Te agradezco la ayuda —admitió Orloc mientras recargaba con rapidez el
bólter de asalto. El astartes se lamió la sangre de la criatura que le había caído en los
labios y cato su esencia—. Curioso… Tiene un extraño sabor a almizcle.
Armis alzó una ceja.
—Mientras estas aberraciones sangren, no me importa nada más de ellas.
Los demonios de la sangre se movían como las olas del océano. Se estrellaban
contra las líneas de defensores para luego retirarse, y luego regresaban para atacar de
J
Argastes lanzó un grito y señaló hacia arriba con la punta reluciente de su crozius.
—¡A las armas, ángeles sangrientos! ¡Han roto la línea!
Rafen miró hacia la boca del pozo, que se alzaba muy por encima de ellos, e hizo
un gesto de rabia al ver unas sombras oscuras que descendían a través del brillo de las
velas fotóficas.
Giraron y viraron en el aire para esquivar los disparos de las torretas láser que
hasta ese momento habían permanecido ocultas en las paredes del sepulcro.
Kayne soltó un grito de victoria cuando uno de los mutantes explotó al recibir
varios impactos de láser que le hicieron hervir las entrañas hasta que estalló formando
una onda expansiva. Sin embargo, sólo era un enemigo muerto, y todavía quedaban
muchos más.
—¡Tienen alas! —exclamó Ajir enfurecido—. ¡Esas malditas bestias pueden
J
El mutante alfa hizo caso omiso de los gritos de sus hermanos que morían bajo los
disparos y las espadas de los marines espaciales. La mente confusa del demonio de la
sangre apenas captó los sonidos de la muerte y de la destrucción. Lo único que
importaba era el color, el rojo, las lágrimas fluidas de rubí, el aroma dulce y perfecto
del cobre líquido, el denso perfume de la sangre, sabroso y suculento. La boca
deforme de la bestia se llenó de saliva y de entre los labios empezaron a salirle unos
hilos gruesos de baba.
La presa que había matado poco antes, la carne muerta y vieja del interior del
cascarón de la máquina, apenas tenía sabor en comparación. Quería más. Ansiaba
quedar saciado, a pesar de que un nivel de comprensión apenas humano sabía que eso
nunca podría ocurrir.
La necesidad increíble e imparable ahogaba cualquier otra consideración,
cualquier instinto de conservación. Los mutantes atravesaron las líneas de astartes y
mataron a los que pudieron al hacerlo. Avanzaron rugientes en una marea de carne
rojiza que sobrepasó el borde del gran pozo y pasaron en cascada a través de la
arcada que llevaba hasta el botín situado en el corazón reluciente del sepulcro.
El más viejo y evolucionado de los deformes marines clónicos se lanzó hacia
abajo corriendo sobre unas piernas gruesas como columnas. Saltó de una pared a otra
del ancho abismo.
Al hacerlo empujó a sus parientes menores hacia la trayectoria de los disparos
láser. Esquivó los disparos de bólter o no hizo caso de los impactos superficiales que
recibía. No podrían evitar que el mutante alfa devorara el festín. No prestó atención a
los muertos de su propia especie ni a los cadáveres sangrantes de los astartes y se
La amplia extensión del desierto de Óxido se veía con claridad desde las almenas de
la pared escudo de la fortaleza-monasterio.
El desierto se alejaba hasta el horizonte, hacia las montañas Cáliz. Las columnas
de humo negro procedente de las piras funerarias se alzaban hacia el cielo despejado
bajo la luz cálida del día. El humo se inclinaba hacia el este arrastrado por el viento.
Rafen distinguió las manchas rojas de transportes Rhino detenidos al lado de cada
columna de humo. El aire sabía ligeramente a carne quemada y a promethium
ardiendo.
—¿Cómo podemos estar seguros de que los matamos a todos? —preguntó Kayne,
que estaba mirando lo mismo por encima del hombro del sargento.
—Los siervos del capítulo revisarán los archivos de Caecus para estar seguros del
todo, pero sé que ya no habrá más —le respondió—. Su lugar de nacimiento en la
ciudadela quedó arrasado. Todos los que habían sido creados estaban en el sepulcro.
Todos murieron allí.
Kayne frunció el entrecejo y apartó la mirada.
—Pero… —empezó a decir, pero se calló.
—Habla, muchacho —le ordenó Rafen—. Si sirves en mi escuadra, tienes que
decirme lo que piensas cuando yo te diga que lo hagas.
—Mi sargento, aunque honro y reverencio a lord Dante tanto como cualquier otro
ángel sangriento, sigo… preocupado por lo que hizo.
Rafen asintió con gesto lento.
—¿La apertura del sepulcro? —Inspiró profundamente—. Al final, los mutantes
lo habrían encontrado por su propia cuenta. Él sólo hizo que eso ocurriera antes.
—Pero el Sarcófago Dorado… —A Kayne le tembló la voz al decirlo—. Ha sido
mancillado.
—El comandante los dejó entrar porque es un táctico excelente, porque sabía que
todos ellos se sentirían atraídos hacia ese lugar, que el ansia de sangre que los
atormentaba los haría concentrarse en eso y les haría olvidar todo lo demás.
Imagínate qué habría ocurrido si nos hubiéramos visto obligados a cazar uno por uno
a todos los mutantes, si hubieran podido esconderse en los rincones más recónditos
de la fortaleza. Habríamos perdido a muchos guerreros más, y mucho tiempo. —
J
Dante paseó la mirada por el Gran Anexo y se detuvo en todos y cada uno de los
guerreros allí presentes: en Armis y en Sentikan, en Orloc, en Seth y en todos los
demás. Frunció el entrecejo al pensar en Daggan, directo y sincero, fuerte y valeroso,
perdido tanto para su capítulo como para los demás astartes. Al igual que Rydae antes
que él, y que Gorn y que Corvus y que todos los marines espaciales muertos en aquel
penoso asunto, sus restos se encontraban a bordo de sus respectivas naves, y en la
capilla del Grial Rojo se habían colgado rollos votivos con sus nombres para honrar
su sacrificio. Era la primera vez que se habían celebrado los ritos de los héroes en la
capilla en nombre de guerreros que no eran Ángeles Sangrientos. Sin embargo, era lo
correcto. Habían muerto en nombre del mismo prímarca y eso era más que suficiente.
Dante estaba de pie en el centro de la estrella de piedra. Inclinó la cabeza.
—Parientes. Primos. —Alzó la mirada y sus ojos se cruzaron con los de Seth—.
No tengo palabras para expresar mi gratitud por la ayuda que le habéis prestado a
Baal en su hora de mayor necesidad. Hemos pagado con nuestra sangre más querida
para preservar la santidad del santuario del Gran Ángel. Tras lo ocurrido, debo
aceptar la responsabilidad de toda esta desgracia. —El señor de los Ángeles
Sangrientos dejó escapar un lento suspiro—. Yo soy el culpable. La responsabilidad
de toda esta atrocidad recae únicamente sobre mí, y la acepto sin excusa alguna.
Como ha dicho mi honorable primo lord Seth, del estado de mi capítulo sólo se me
J
Turcio tomó con cuidado las distintas piezas de la servoarmadura de la estantería de
la cámara de la armería. Dedicó unos pocos segundos a cada pieza para recitar la
Plegaria de las Armas.
Ajir lo observó, consciente de que el penitente estaba haciendo caso omiso de su
presencia. Al final, le habló.
—Entregó su vida en vano —le dijo—. ¿Es que no lo entiendes?
Turcio titubeó un momento y luego siguió con su tarea.
—¿Es eso lo que crees?
El marine espacial pasó un paño suave por el símbolo de la placa pectoral de la
armadura.
—¿Es que Corvus pensaba que con su muerte expiaría de algún modo su
penitencia? ¿Por eso lo hizo?
—Corvus hizo lo que creía que era correcto. Por eso estoy orgulloso de llamarlo
mi hermano de batalla.
Ajir tomó en sus manos el casco del guerrero muerto y negó con la cabeza.
—Murió para nada.
Turcio dejó la placa pectoral en una estantería y se volvió para mirar a Ajir con
una expresión airada. La marca del penitente que llevaba en la mejilla se veía
enrojecida por la rabia.
—Si de verdad crees eso, entonces es que no lo conocías, y por eso me das pena.