WARHAMMER 40K Furia Roja - James Swallow

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James Swallow

Furia roja
Warhammer 40000. Ángeles sangrientos 3

ePUB r1.4
epublector 09.05.13

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Título original: Red Fury
James Swallow, 2008
Traducción: Juan Pascual Martínez Fernández (2009)

Editor digital: epublector


ePub base r1.0

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La fuerza del Capítulo de los Ángeles Sangrientos se ha visto muy mermada
tras los trágicos acontecimientos que llevaron a sus miembros al borde de la
guerra civil. Los Ángeles Sangrientos deben actuar, y hacerlo con rapidez,
antes de que sus enemigos se percaten de su debilidad y les ataquen. Con
los ánimos encendidos, y con su planeta natal repleto de mutantes, ¿podrán
los Ángeles Sangrientos y sus Capítulos sucesores dejar a un lado sus
rivalidades y reconstruir sus fuerzas antes de que sea demasiado tarde?

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El Emperador ha permanecido sentado e
inmóvil en el Trono Dorado de la Tierra
durante más de cien siglos. Es el señor de
la humanidad por deseo de los dioses, y
dueño de un millón de mundos por el
poder de sus inagotables e infatigables
ejércitos. Es un cuerpo podrido que se
estremece de un modo apenas perceptible
por él poder invisible de los artefactos de
la Era Siniestra de la Tecnología.

Es el Señor Carroñero del Imperio, por el


que se sacrifican mil almas al día para
que nunca acabe de morir realmente.

En su estado de muerte imperecedera, el


Emperador continúa su vigilancia eterna.
Sus poderosas flotas de combate cruzan
el miasma infestado de demonios del
espacio disforme, la única ruta entre las
lejanas estrellas. Su camino está
señalado por el Astronomicón, la
manifestación psíquica de la voluntad del
Emperador. Sus enormes ejércitos
combaten en innumerables planetas. Sus
mejores guerreros son los Adeptus
Astartes, los marines espaciales,
supersoldados modificados
genéticamente.

Sus camaradas de armas son incontables:


las numerosas legiones le la Guardia
Imperial y las fuerzas de defensa
planetaria de cada mundo, la Inquisición
y los tecnosacerdotes del Adeptus
Mechanicus por mencionar tan sólo unos
pocos. A pesar de su ingente masa de
combate, apenas son suficientes para
repeler la continua amenaza de los

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alienígenas, los herejes, los mutantes… y
enemigos aún peores.

Ser un hombre en una época semejante es


ser simplemente uno más entre billones
de personas. Es vivir en la época más
cruel y sangrienta imaginable. Éste es un
relato de esos tiempos. Olvida el poder de
la tecnología y de la ciencia, pues mucho
conocimiento se ha perdido y no podrá
ser aprendido de nuevo.

Olvida las promesas de progreso y


comprensión, ya que el despiadado
universo del futuro sólo hay guerra. No
hay paz entre las estrellas, tan sólo una
eternidad de matanzas y carnicerías, y
las carcajadas de los dioses sedientos de
sangre.

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UNO

Algunas criaturas no se mueren de golpe.


Las personas. Los demonios. Los planetas. A veces, la lucha las deja desangradas,
pero no perecen, y siguen adelante como si continuaran con vida, sin dejar de
moverse, sin darse cuenta de que ya están acabadas. En cierto modo, tales entidades
son cadáveres, pálidos y cenicientos, rodeados por el denso hedor de la podredumbre.
Eritaen era uno de esos casos. Era un planeta cubierto por completo de urbes,
pero situado a demasiada distancia del eje de las rutas de comercio principales del
Imperio como para que se lo considerara un mundo colmena. Antaño había
prosperado por sus propios y limitados medios pero la rebelión había acabado con
todo aquello.
La gente había sido débil. Era el lamento que más se repetía a lo largo y ancho de
la galaxia. La gente había sido débil y había permitido que la impureza habitara en el
seno de su sociedad, y aquélla era su recompensa: morir poco a poco entre las ruinas
de las ciudades que los habían visto nacer. Moribundos, pero ya muertos en realidad.
Rafen se detuvo unos momentos bajo el arco de un atrio profusamente decorado
que en realidad era la entrada a un kinema público. Los cristales rotos se extendían
alrededor del puesto del vendedor de entradas y de las vigas ennegrecidas por el
fuego. Los carteles rotos donde se anunciaban pictogramas y noticias ya desfasadas
despedían destellos en la penumbra. Al igual que todo lo demás que había visto en la
ciudad, aquellos restos estaban cubiertos por una fina capa de polvillo de color pardo.
Aquella ceniza fina estaba por todas partes y revoloteaba por el aire hasta formar
grandes nubes translúcidas en el cielo que hacían que la luz azul diurna tuviera una
tonalidad sucia y anodina. El polvillo le dejaba un regusto desagradable en el fondo
de la garganta, parecido al de la harina de hueso.
Una llama parpadeante se movió en el interior, al otro lado de las puertas abiertas
que daban acceso a aquel palacio de las imágenes en movimiento. Al cabo de unos
instantes, Turcio salió de la oscuridad sosteniendo el lanzallamas en posición de
disparo de un modo natural en el puño artificial que le habían implantado. La llama
piloto situada en el extremo del cañón del arma siseaba de un modo casi furtivo. El
marine espacial no llevaba puesto el casco, y el rostro, que más parecía un puño en
tensión, mostraba una expresión dura y severa. La mirada de Rafen se posó por un

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momento en la marca del penitente grabada con láser que Turcio mostraba en la ceja
derecha y en las cicatrices que dejaron los tachones que indicaban los años de
servicio cuando se los arrancaron. Otros guerreros habrían procurado llevar el casco
puesto para ocultar el rostro, y así esconder su vergüenza, pero no el hermano Turcio.
Lucía aquellas marcas con atrevimiento, casi como si fueran un símbolo de honor.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó Rafen.
El astartes hizo un gesto de asentimiento en dirección a su superior.
—Lo mismo que antes, hermano sargento. El edificio está vacío. He encontrado
señales de la presencia de nuestros hermanos, pero hace tiempo que se marcharon.
Calculo que hace por lo menos un día, quizá dos.
Rafen frunció los labios en un gesto de disgusto.
—La información que nos proporcionaron no sirve de nada.
Alzó la vista y miró a lo largo de la extensa avenida que se perdía a lo lejos, hacia
el norte. Estaba repleta de escombros procedentes de bloques derrumbados y de
vehículos averiados y abandonados en mitad de la locura de aquella rebelión. Como
la mayoría de las comunidades de Eritaen, aquella conurbación había sido construida
sobre una plantilla de calles de un kilómetro de largo que se entrecruzaban en el
paisaje del planeta. Los edificios que se alzaban en cada bloque eran muy altos y
estrechos, de unos cincuenta a setenta niveles de altura. Los únicos elementos en los
que se diferenciaban entre sí eran el color de la piedra utilizada y algún que otro
capricho decorativo arquitectónico. En su mayor parte mostraban la estructura
uniforme habitual en los edificios producto de la escasa imaginación de los
administradores coloniales del Munitorum. Rafen se imaginó que sería fácil perderse
en un lugar semejante si no se poseía el sentido de la orientación de un adeptus
astartes.
A pesar de ello, la ciudad le hacía sentirse incómodo. Hectáreas enteras de
ventanas destrozadas por las explosiones lo miraban fijamente, y cada una de ellas
era un pozo oscuro que ni siquiera los aparatos ópticos de su casco eran capaces de
penetrar. En cualquiera de ellas podía estar escondido un francotirador armado con un
cañón láser o un lanzacohetes. El hermano sargento hubiera preferido sobrevolar la
ciudad en una lanzadera para descubrir su objetivo y lanzarse directamente a por él.
Sin embargo, a Rafen le habían insistido en cuáles eran las reglas de enfrentamiento
en Eritaen, y no con poco énfasis. Aquella zona de combate no le pertenecía, por lo
que no podía en absoluto cuestionar cómo se libraba la batalla allí. Rafen se volvió y
vio que el resto de su escuadra se encontraba a la espera y medio a cubierto detrás de
un ómnibus volcado. Las armaduras de color carmesí relucían con un brillo apagado
bajo la luz de la tarde. Los Ángeles Sangrientos habían acudido allí como invitados.
En aquel conflicto no podían tomar decisiones a gran escala ni sugerir nada.
Conectó el comunicador a la frecuencia general e hizo un gesto cortante en el aire

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con el canto de la mano.
—Seguimos avanzando. No están aquí —comunicó.
Captó la irritación en la voz de Ajir, que se puso a hablar en cuanto salió de detrás
del vehículo quemado.
—¡Por el Trono! ¿Es que están jugando con nosotros?
Como siempre, el fanfarrón era el primero en ponerse al descubierto, como si
estuviera desafiando a la ciudad a que le disparase.
Rafen frunció todavía más el entrecejo. Ajir parecía suponer que era
indestructible, que su bólter y sus andares presumidos eran más que suficientes para
protegerlo del archienemigo.
—Eso no me sorprendería nada —comentó Turcio—. Nuestros antiguos primos
nunca han sido…
—Basta. —Rafen lo silenció con un movimiento negativo de la cabeza—.
Tenemos una misión y un mensaje. Es en eso en lo que debemos concentrarnos.
—Sí, mi señor —respondió Turcio con un gesto de asentimiento—. Por supuesto.
El hermano sargento se alejó y le indicó al marine de mayor envergadura de la
escuadra que se acercara con un gesto de la mano. El especialista en armas pesadas se
diferenciaba de sus hermanos por el casco de color azul y el enorme bólter pesado
alimentado por cinta que llevaba apoyado en un costado. El hermano Puluo asintió a
su vez y se acercó al sargento. Aquel astartes fornido no parecía creer que hablar
formara una parte importante de la comunicación con sus camaradas, y en la mayoría
de los casos demostraba tener razón. Puluo le daba una nueva dimensión a la palabra
«taciturno», pero a Rafen le había caído bien desde que lo asignaron a su unidad. Lo
que carecía de vocabulario lo compensaba con creces con su habilidad de combate.
—Vigila las ventanas —le dijo Rafen en voz baja—. Tengo un presentimiento…
Puluo asintió de nuevo, le quitó el seguro al bólter pesado y se dirigió a una
posición ventajosa para el disparo.
El joven Kayne, que estaba detrás de ellos, parecía dudar mientras consultaba el
auspex que sostenía en la mano.
—No se ven cambios en la lectura de datos, señor. En la pantalla hay más nubes
que en una tormenta de polvo de Secundus.
Kayne era el más alto de todos, muy delgado, pero pura fibra comparado con el
cuerpo musculoso de Puluo. También llevaba la cabeza al descubierto.
—Armas atómicas —dijo el hermano Corvus, que fue el último en salir. Apuntó
de un lado a otro con el bólter en un gesto cauteloso—. Es radiación residual
procedente de las explosiones aéreas. Lo nublará todo en un radio de medio
kilómetro.
—Sí —contestó Kayne, mostrándose de acuerdo al mismo tiempo que guardaba
el artefacto, aunque de un modo un tanto torpe.

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Rafen se percató de que Corvus también se había dado cuenta de ello; pero
ninguno de los dos dijo nada al respecto. El joven astartes todavía estaba
acostumbrándose a su nueva condición. Kayne había sido un explorador de la 10ª
Compañía hasta pocas semanas antes, y lo reciente de su ascenso al rango completo
de hermano de batalla todavía se notaba en sus movimientos. La servoarmadura Mark
VIII Imperator que llevaba puesta seguía siendo nueva para él, y en un guerrero de
primera línea eso se notaba.
Rafen apartó la mirada. Había escogido al joven para que se incorporara a la
escuadra por varias razones, pero la principal era su extraordinaria puntería. Sin
embargo, el sargento tuvo que admitir que hubiera preferido pasar más tiempo
entrenando y preparando a su unidad para que funcionara como un mecanismo de
relojería antes de embarcarse en esa acción. Los pequeños detalles como la falta de
soltura de Kayne ya se habrían eliminado, lo mismo que otros pormenores menos
obvios.
Miró de reojo a Turcio y a Corvus y pensó de nuevo en las marcas de penitente
que los dos llevaban.
Sin embargo, la voluntad del Emperador y la del capítulo no se movían al compás
de los deseos de un simple hermano sargento. El comandante Dante le había
entregado las órdenes y había partido de su planeta natal ese mismo día. Sus
insignificantes preocupaciones no suponían razón alguna frente a la palabra dada por
su señor, el patriarca de todos los Ángeles Sangrientos. Habían dispuesto de algo de
tiempo a bordo de la fragata que los había llevado hasta Eritaen, pero no fue
suficiente. Nunca era suficiente. Miró de nuevo a Turcio. De todos ellos, sólo él había
servido con Rafen anteriormente, antes del incidente en Cybele y la locura que se
produjo después…
Rafen negó con la cabeza. Esa forma de distraerse con aquellos pensamientos tan
sólo serviría para hacerle perder la concentración. Aunque la rebelión en Eritaen ya
había sido aplastada, al sargento no le convenía en absoluto tener la mente puesta en
otro lado.
En cada una de las conurbaciones había bolsas de resistencia, y sus miembros
quizá serían lo suficientemente estúpidos como para atacar a una escuadra del
Adeptus Astartes que se encontraba aislada y sin apoyo alguno. En cierto modo,
Rafen tenía la esperanza de que lo intentaran. Un poco de práctica de combate en la
fortaleza-monasterio y algo a bordo de la fragata estaba bien, pero no en modo alguno
podía sustituir a un verdadero enfrentamiento.
Pero estaba la misión. La misión y el mensaje eran lo primero.
Siguieron avanzando, entrando y saliendo de las sombras alargadas y angulosas
provocadas por los bloques de edificios. Los trozos de ventanas rotas, fragmentos de
color y de luz apagados por el polvo, estaban por todas partes. Era imposible caminar

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sin triturar aquellos restos bajo las botas de ceramita. En la base de algunos edificios
incluso se amontonaban formando capas relucientes que llegaban hasta las rodillas de
alguien de la estatura de los propios marines. Oyeron un par de veces a lo lejos el
estampido de los disparos de bólter, que les llegaba distorsionado tras rebotar por los
desfiladeros de cemento de la ciudad.
Rafen se detuvo en un cruce de calles y estudió con atención los diferentes
caminos que se abrían ante ellos. Una brisa fuerte soplaba de este a oeste y levantaba
los restos más ligeros por encima de sus cabezas: fragmentos de papel, trozos de tela
arrancada y objetos similares. A la altura del suelo removía el polvo espeso y lo
empujaba formando ondulaciones que se arremolinaban alrededor de los tobillos de
los marines. El sargento activó al máximo los filtros de la rejilla del respirador del
casco y miró hacia lo lejos en busca de alguna señal de movimiento. Vio una.
—Allí —dijo Rafen, señalando con un dedo—. ¿Lo ves?
Ajir asintió.
—Sí. Hay alguien dentro de ese vehículo. —El ángel sangriento frunció el ceño,
aunque tenía la cara tapada por el casco que llevaba puesto—. Creo que… creo que
nos está saludando con la mano.
Puluo, que estaba a su lado, soltó un gruñido, que era su equivalente a una
expresión de risa ante algo divertido. Kayne utilizó la mira telescópica que llevaba
acoplada al bólter.
—No tengo un buen ángulo desde aquí. Hermano sargento, ¿busco otra posición
de disparo?
—Podría ser una treta para hacernos salir al descubierto —respondió Rafen.
Ajir observó con atención el cruce de calles. Bajo la capa de polvo se adivinaba lo
que debía de haber sido un accidente tremendo. Vatios vehículos terrestres, un
transporte y dos tranvías estaban entremezclados formando una masa de metal y de
plástico. El marine espacial separó mentalmente los distintos componentes de aquella
amalgama creada por la colisión múltiple y los hizo retroceder hacía sus puntos de
origen.
—El espíritu de la máquina encargada del sistema de control de las calles murió
—comentó Corvus, que evidentemente estaba pensando lo mismo—. Los vehículos
chocaron a gran velocidad.
—Intentaban huir de la ciudad —apuntó Turcio—. ¿Estás de acuerdo?
Ajir no miró a su compañero.
—Supongo.
Le costaba hablar con Turcio o con Corvus y no fijarse en sus marcas de
penitente, o pensar en lo que implicaban. Ajir no pudo evitar especular, una vez más,
en qué estaba pensando el hermano sargento Rafen cuando pidió la inclusión de
aquellos dos guerreros en su escuadra. Habían demostrado su falta de perfección. ¿O

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no? La simple idea de que los Ángeles Sangrientos se dedicaban a dar una segunda
oportunidad a los que le habían fallado al Emperador le resultaba difícil de digerir.
—Formación en cuña. —Rafen dio la orden con rapidez y con firmeza—.
Cuidado con las líneas de visión. Todos preparados.
—¿Vamos a acercarnos? —le preguntó Kayne.
—Así es. Si es una trampa, la haremos saltar —le replicó el argento.
Al final, resultó que a lo único a lo que se enfrentaban era al viento. La figura que
saludaba se encontraba en el lado de un vehículo donde soplaba el viento. Era el
cadáver de un hombre, que ya llevaría unos tres o cuatro días muerto. Estaba caído en
una postura extraña que permitía al viento moverle el brazo adelante y atrás. Eran las
ráfagas la que creaban el movimiento, la falsa sensación de vida.
—Lleva puestos los restos de un uniforme —comentó Kayne mientras tanteaba el
cadáver con la punta del pie—. Yo diría que se trata de un departamento de seguridad
local.
—Hay más aquí —avisó Turcio. Movió uno de los vehículos con un empujón del
hombro—. ¿Serán civiles?
Rafen entrecerró los ojos dentro del casco.
—Es difícil de saber.
Se acercó un poco más. La disposición de los cadáveres le resultaba extraña. Los
cuerpos caían de una determinada manera cuando morían en combate o tras sufrir una
herida. No parecía que fuera el caso de aquéllos.
—No murieron aquí —dijo al cabo de unos momentos.
—Ni en el accidente, señor —añadió Turcio al mismo tiempo que señalaba a los
vehículos—. Los ejecutaron en otro sitio y luego los dejaron aquí.
—¿En mitad de una pila de escombros? —Ajir soltó un bufido—. ¿Para qué?
Kayne soltó un escupitajo.
—¿Quién puede adivinar los motivos de nada de lo que haga el archienemigo?
—Eso es cierto —admitió Corvus.
Rafen no prestó mucha atención a lo que decían. Se arrodilló al lado del cadáver
del agente de la ley y le sostuvo la cara en la palma de la mano. La carne del muerto
era muy blanca, casi translúcida, frente al rojo brillante del guantelete. Sus Ojos,
ciegos y enturbiados, le devolvieron la mirada. El cuerpo parecía extrañamente
ligero.
El sargento le apretó un poco la carne entre los dedos del guantelete. Turcio se
fijó en el escrutinio.
—¿Qué ocurre, hermano sargento?
Rafen dejó que el cadáver cayera al suelo.
—No hay sangre. Mirad alrededor. ¿Veis alguna? Ni un solo rastro.
Kayne olfateó el aire.

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—No… Es verdad. Ni siquiera me había dado cuenta.
Corvus sacó su auspex y recitó una rápida invocación antes de ponerlo en modo
biológico. Lo pasó por encima de otro de los cadáveres; el de una mujer.
—Los han desangrado. Les han sacado toda la sangre del cuerpo —informó.
Rafen le abrió el cuello de la camisa al agente de la ley y dejó al descubierto una
gran marca de perforación justo por encima de la clavícula.
—Mirad. Me imagino que encontraremos la misma herida en todos los cuerpos.
Kayne volvió a escupir e hizo la señal del aquila.
—Que el Emperador proteja sus almas. No bastaba con que los mataran. Alguien
tuvo que hacerles eso.
—El Emperador no siente piedad por estos idiotas —le replicó Corvus. Giró el
rostro de la mujer para que todos pudieran ver la serie de anillos y arcos que tenía
tatuados a lo largo de la mandíbula—. Companitas. El símbolo de la rebelión.
El movimiento disidente de Eritaen no era único de ese planeta. La Companitas
era una de las muchas facciones que se escondían en los resquicios de la cultura
monolítica del Imperio. Rafen tan sólo conocía algunos detalles sobre ellos, y
únicamente la información que tenía valor táctico. De cara a la gente en general, la
Companitas predicaba unidad, libertad y camaradería entre todos los seres humanos,
pero se decía que, a puerta cerrada, organizaban actos licenciosos que la mayoría de
las personas decentes consideraban no sólo vergonzosos, sino repugnantes en
extremo. Tras ellos se adivinaba la marca del Caos. Rafen no tenía ninguna duda al
respecto. Quizá no era visible entre la hueste de gente estúpida y engañada como
aquélla, pero estaba claro que existiría entre los rangos superiores.
—Quizá se lo hicieron ellos mismos —sugirió Turcio—. Se sabe que los
corruptos ya han hecho cosas parecidas.
Kayne se movió como si se sintiera incómodo.
—Puede que se deba a otra causa —dijo con voz sombría—. El
desangramiento… Quizá fue un botín. —El joven astartes señaló con un gesto del
mentón los restos de vehículos y los cadáveres—. A lo mejor se trata de una especie
de… advertencia. Un mensaje que han dejado aquí para los rebeldes.
—Entonces, ¿para qué sacarles toda la sangre? —se preguntó Ajir.
El guerrero más joven miró a su camarada con una expresión precavida, inseguro
sobre si debía seguir hablando.
—Ya sabes dónde estamos, en qué campo de batalla nos encontramos. Todos
hemos oído los rumores —dijo tras unos momentos.
Los miembros de la escuadra intercambiaron miradas cargadas de significado, y a
Rafen no le hizo falta poseer la capacidad sobrenatural de un psíquico para saber lo
que estaban pensando. Se irguió por completo y habló con voz firme para romper
aquella tensión repentina.

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—No importa quienquiera que sea el responsable de esta escena repulsiva. Han
muerto hace ya mucho tiempo y ya no son asunto nuestro. —Se apartó del vehículo
—. Nos estamos deteniendo demasiado en este lugar. Reagrupaos, tenemos que…
Se calló de repente, y los demás guerreros se pusieron en alerta al instante. Rafen
se quedó inmóvil mirando al otro lado de la calle. Algo pasaba.
—¿Señor? —le preguntó Turcio.
Puluo también lo había visto. La cinta de munición del bólter pesado crujió
cuando giró el arma hacia un edificio que se encontraba al sureste del cruce.
—Auspex —ordenó Rafen.
Corvus todavía tenía el aparato en la mano y lo observó con atención mientras
apretaba unas cuantas teclas y obtenía información del espíritu de la máquina.
—Las lecturas de movimiento no son definitivas. ¿Has visto algo?
Puluo señaló lentamente con el mentón hacia el edificio.
—Movimiento —se limitó a decir.
—¿Rebeldes? —quiso saber Ajir.
Rafen levantó el bólter.
—Probablemente.
Había visto con el rabillo del ojo un levísimo destello de color en una de las
ventanas. La luz clara del día se había reflejado en algo brillante y verdoso semejante
al caparazón de un insecto. Alguien con una armadura de combate. Apenas había
avistado el relieve de una forma y una silueta, pero la experiencia acumulada con
tanto esfuerzo le había enseñado a confiar en sus instintos, a permitir, que los sentidos
potenciados de su fisiología astartes le mostraran cómo era el mundo que lo rodeaba
sin pasar por el filtro de su razonamiento.
Levantó la palma de la mano y separó todos los dedos: la señal de batalla que
ordenaba que se desplegaran. Los seis marines espaciales se apartaron de la cobertura
que proporcionaban los restos de los vehículos y se aproximaron con rapidez al
edificio y se dispersaron en abanico para cubrir todos los ángulos de ataque posibles.
Llegaron hasta allí con grandes zancadas, como cazadores caninos al acecho. Las
botas provocaron unos leves crujidos al pisar el polvo y los trozos de cristal. Rafen se
percató de que el edificio era una torre de servicio, una estructura de múltiples niveles
que albergaba oficinas e instalaciones del Administratum. Las imágenes del águila
imperial estaban por todas partes, y en la entrada principal se alzaban un par de
enormes figuras con las túnicas propias del Adeptus Terra que flanqueaban el espacio
donde deberían encontrarse las puertas.
Algunos de los pisos superiores se habían derrumbado sobre los inferiores, por lo
que daba la impresión de que el edificio estaba encorvado. El sargento tomó buena
nota de aquello. Lo más probable era que la estructura fuera inestable, lo que
significaba que tendrían que emplear armas que no provocaran explosiones. El uso

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indebido de una granada perforante en aquel lugar podría hacer que el techo se les
desplomara encima.
Kayne le llamó la atención con la mano y le señaló un punto. La calle polvorienta
se bifurcaba por uno de sus lados y bajaba por una rampa hacia uno de los niveles
inferiores del edificio. Se dio cuenta de que se trataba de un aparcamiento
subterráneo. Rafen se paró a pensar un momento. Era una buena posición defensiva,
tan resistente como cualquier refugio o búnker del ejército, oculto a los ojos de todo
el mundo salvo de aquellos que se acercaran mucho. Era una buena elección para
cualquier rebelde que buscara un escondite.
Dudó un momento más. Una vez diera la orden de entrar, estaría yendo más allá
de lo que se le había indicado en las órdenes que le habían dado. La escuadra de
Rafen sólo debía localizar su objetivo, ni más, ni menos. Si les hacía dar la vuelta y
volvían a calle principal, no sería una decisión errónea, pero lo cierto era que el
asunto de aquellos cadáveres desangrados lo había preocupado. Sentía una necesidad
creciente de saber más acerca de lo que estaba ocurriendo en Eritaen.
Rafen frunció el entrecejo. Lo consideraría un ejercicio de entrenamiento.
Llevaban días recorriendo las calles de la ciudad. Un poco de acción sería bienvenida.
Le hizo un gesto de asentimiento a Kayne y le indicó con un gesto que entrara él
primero. Lo mejor era darle algo en lo que concentrarse. El joven guerrero sonrió
levemente y se detuvo un momento para colocarse el casco antes de proseguir.
La estructura del aparcamiento subterráneo ocupaba varios niveles bajo la torre
del edificio y sus límites se perdían en la oscuridad. El suelo estaba inclinado hacia
abajo, y cada nivel era una rampa suave que bajaba hacia el siguiente. El sistema de
energía de la ciudad estaba inutilizado desde hacía tiempo, por lo que la única luz
existente procedía del brillo amarillo verdoso y enfermizo de los biolúmenes
montados en las paredes de ferrocemento. Rafen notó la sensación tensa y familiar en
la parte posterior de los ojos cuando el implante ocuglobo se activó y estimuló las
células de sus nervios ópticos. Cuanto más se adentraban en la estructura, menos
claridad había, por lo que su visión tuvo que ajustarse a los bajos niveles de luz.
Echó un vistazo a los glifos sensores que había en una esquina del visor. Los
sensores atmosféricos integrados en la armadura indicaban un pequeño aumento de
monóxido en el aire, pero era tan leve que no tendría importancia para un astartes. El
polvo omnipresente en el exterior no había llegado hasta allí abajo. Tan sólo se veían
pequeñas acumulaciones aquí y allá procedentes de las rejillas de los conductos de
ventilación. El aire del lugar olía a hidrocarburos estancados y a baterías descargadas.
Turcio se dio un par de golpecitos en un lado del casco y llamó la atención de
toda la escuadra.
—Hay más cuerpos. —Eran en total unos cincuenta o sesenta, apilados en un
montón alargado apoyado contra una pared—. A éstos no los han desangrado.

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—Quizá los guardan para más tarde —comentó Kayne en voz baja.
Ajir se inclinó sobre los cuerpos.
—¿Qué es eso?
Señaló un artefacto extraño que rodeaba el torso del cuerpo más cercano. Desde
donde estaba Rafen parecía una especie de chaleco metálico con una hilera de tubos
de cristal colocados de arriba abajo. Cada uno de ellos estaba lleno de un líquido
aceitoso oscuro. El agudo oído del sargento captó un leve sonido, semejante al tictac
de un reloj. Todos los cuerpos llevaban acoplados el mismo artefacto, y todos
mostraban la señal de la Companitas en el rostro.
—No toquéis nada —ordenó Rafen—. Lo más probable es que los cuerpos tengan
alguna cIase de trampa explosiva.
—¿Los dejamos así aquí? —insistió Ajir.
—Sí —le replicó Rafen—. Turcio los quemará cuando subamos de regreso a la
superficie.
Siguieron avanzando. Tan sólo había unos cuantos vehículos, en su mayoría el
utilitario rectangular y compacto sacado de la misma plantilla de construcción
estándar utilizada en millares de planetas humanos. Rafen supuso que los habrían
abandonado con las prisas por dejar la ciudad cuando la lucha se había extendido por
doquier.
—Sigo sin detectar nada —informó Corvus mientras seguía mirando el auspex.
—Yo diría que hay algo —contestó Kayne, que se detuvo y se llevó el bólter al
hombro.
Delante de ellos, y sentado sobre el capó de una camioneta de transporte, había
una figura vestida parcialmente con lo que parecían ser los restos de una armadura de
la Guardia Imperial. Era un hombre, sucio y desharrapado, que estaba un poco
inclinado hacia delante. Los hombros se le movían levemente y no prestó atención
alguna a los marines que se le acercaban. A Rafen le dio la impresión de que estaba
llorando en silencio.
—No aparece en el auspex —les advirtió Corvus—. No capto lecturas orgánicas
en él.
Kayne ya estaba apuntándole, y el resto de la escuadra reaccionó como se
esperaba de ella y cubrió todos los puntos del aparcamiento en busca de nuevas
amenazas. Rafen dio un paso hacia el individuo.
—Identifícate —le ordenó. El sargento no estaba dispuesto a que nadie hiciera
caso omiso de ellos.
El hombre alzó la cabeza y quedó claro que no estaba llorando, sino riéndose. Lo
hacía sin emitir sonido alguno, balanceándose hacia delante y hacia atrás como si le
hubieran revelado lo mis gracioso de todo el universo.
—Ciudadano, te he hecho una pregunta —insistió Rafen, que se llevó la mano

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libre al pomo de la espada de energía—. ¡Habla!
De repente, el hombre se bajó deslizándose del vehículo y comenzó a caminar
hacia ellos con pasos tambaleantes.
—El polvo —jadeó entre aquellos ataques mudos de risa histérica—. El polvo es
por lo que es… Es lo único que queda de ellos.
—Retrocede —le ordenó Kayne sin rastro alguno de duda en la voz.
—Mirad —le dijo el hombre al mismo tiempo que les ofrecía algo que llevaba en
las manos—. Mirad.
Rafen vio que se trataba de un cilindro de cristal lleno de un fluido espeso,
idéntico a los que habían visto acoplados a los chalecos metálicos. Al acercarse más
el hombre, el sargento se dio cuenta de que el individuo también llevaba puesto uno
de aquellos chalecos.
—Venid al polvo —les dijo, y con un movimiento repentino se clavó el tubo en el
muslo.
El cilindro emitió un chasquido y el fluido del interior se descargó en el interior
de la pierna del hombre con un sonido gorgoteante. Este se estremeció como si
sufriera un ataque de convulsiones y se lanzó a por ellos aullando.
Kayne abrió fuego. El estampido seco del disparo resonó por todas partes. El
individuo sonriente salió despedido hacia atrás con el cuello rematado únicamente
por una neblina rojiza.
—Intentó atacarte —musitó Corvus con un tono de incredulidad en la voz—. ¿Es
que estaba loco?
—Eso parece —apuntó Puluo.
De repente, a su espalda, a lo largo de la suave cuesta que formaba el suelo,
resonó un coro de chasquidos, siseos y gorgoteos cuyo eco rebotó en las paredes del
lugar. La pila de cuerpos se estremeció y empezó a deshacerse. Fueron cayendo uno
tras otro al suelo, donde rodaron sobre sí mismos. Unos pocos comenzaron a ponerse
en pie lentamente, con las piernas rígidas. Se reían. Murmuraban. Las ampollas de
cristal vacías cayeron de las sujeciones de los chalecos y bajaron rodando hacia los
astartes.
—Pero si estaban muertos… —musitó Corvus.
—Sí, eso mismo. Lo estaban —contestó Turcio.
—Pues vamos a recordárselo —dijo Rafen al mismo tiempo que apuntaba el
bólter hacia los seres que los rodeaban y que estaban inyectándose una dosis de fluido
en sus cuerpos temblorosos.
Puluo abrió fuego con el bólter pesado. En los confines del aparcamiento, el
estampido del arma al disparar se convirtió en un rugido metálico. En la boca del
cañón apareció una cruz de fuego cuando los proyectiles del tamaño de puños
empezaron a acribillar a la horda que avanzaba. Algunos de ellos murieron de forma

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instantánea cuando los disparos les atravesaron el torso y los destrozaron por el
choque hidrostático. Otros perdieron extremidades o trozos de cuerpo y giraron sobre
sí mismos como si estuvieran participando en alguna clase de baile demencial.
Los que no murieron inmediatamente no mostraron miedo alguno ni la más
mínima preocupación por sus vidas. Simplemente siguieron riéndose y gritando
mientras las caras se les hinchaban debido al efecto del fluido oscuro procedente de
los inyectores.
Tenían armas muy básicas, pero eran muchos. En su mayoría empuñaban rifles
automáticos antiguos, además de garrotes de todas clases e incontables armas
blancas. Los proyectiles rebotaron en la placa pectoral de Rafen, descascarillando la
capa roja que cubría la ceramita pero sin lograr penetrar. El sargento puso el bólter en
modo semiautomático y disparaba un único proyectil contra la cabeza de todos
aquellos que se le acercaban.
A aquellos que les habían volado las piernas no pareció importarles, y Rafen vio
como sacaban más ampollas de los chalecos y se inyectaban nuevas dosis en el
estómago o en el cuello. El ángel sangriento conocía de sobras el funcionamiento de
las drogas de combate, aunque su capítulo solía desdeñar el uso de esas sustancias
químicas, ya que preferían confiar en el poder de la sangre del primarca que corría
por sus venas. Sin embargo, fuese lo que fuera lo que estaban inyectándose esos
rebeldes, iba más allá de las drogas de combate. El fluido era alguna clase de
mutágeno, porque se veía allí donde alteraba la densidad de la carne o cortaba en seco
las hemorragias.
El ferrocemento bajo los pies de los astartes no tardó en empaparse y quedar
pegajoso debido a la sangre derramada por sus enemigos. El olor le llegó a Rafen a
través del respirador del casco. Tenía un matiz peculiar. El familiar aroma cobrizo
estaba entremezclado con una dulzura casi azucarada, lo que le proporcionaba un
atractivo suculento. Se lamió los labios en un gesto inconsciente.
Los atacantes saltaron por encima de sus camaradas caídos con una
despreocupación absoluta. De repente, el tiroteo se convirtió en un combate cuerpo a
cuerpo. La escuadra de Rafen se enfrentó al desafío con su pasión habitual. Aquellos
enfrentamientos cara a cara eran la esencia de los Ángeles Sangrientos. El sargento
dejó que el bólter quedara colgando de su cincha y desenvainó la espada de energía
con un rápido movimiento que trazó un arco con el que decapitó a un companitas que
empuñaba una escopeta alimentada por cargador; El arma disparó una vez, y luego
otra, mientras el cuerpo decapitado continuaba durante unos momentos más con su
baile alocado. Rafen, irritado, le propinó otro tajo, esta vez en el abdomen. Notó una
débil resistencia cuando la hoja le partió la espina dorsal y tomó nota mentalmente de
hablar con los servidores de la armería para que la afilaran y ajustaran el campo de
energía de la espada cuando la escuadra se marchara de Eritaen.

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El enfrentamiento a su alrededor se había convertido en una serie de combates
individuales. Puluo mató a un hombre con un simple golpe del bólter que empuñaba.
Utilizó el arma como una maza para aplastarle el cráneo contra el suelo. Kayne
enterró la bayoneta de su arma en el pecho de un individuo balbuceante armado con
una espada. El lanzallamas de Turcio vomitó chorros cortos de fuego que convertían
a sus oponentes en antorchas aullantes.
—Acabemos con esto y marchémonos de una vez —dijo Corvus.
Ajir soltó una carcajada sin alegría.
—Con el debido respeto, creo que estos idiotas tienen pensada otra cosa. ¿No los
oyes?
Rafen se volvió cuando el sonido de más risas enloquecidas y el repiquetear de
botas contra el suelo le llegó a los oídos. De los niveles inferiores surgieron más
miembros de la Companitas, cientos de ellos. El resonar de su histeria reverberó
desde las profundidades. Un rato antes se había preguntado dónde se escondía el
enemigo. Al parecer, era precisamente allí.
—Nos hemos metido en un nido de ratas. ¿Cuántas habrá? —preguntó Turcio sin
que se le alterara la expresión del rostro.
—Me parece que no tenemos proyectiles suficientes como para acabar con todos
ellos —contestó Rafen—. Retroceded. Si nos acorralan aquí dentro, no volveremos a
ver la luz del día.
Entonces, sin aviso previo, sonó una voz en la frecuencia de comunicación
general. Fue un gruñido resonante y hosco.
—Ángeles Sangrientos. Salgan de ahí de inmediato. Se encuentran en una zona
de fuego.
—¿Quién habla? ¡Quiero su nombre y su rango! —exigió saber Rafen.
—No se lo advertiré de nuevo, primo —fue la seca respuesta, y la comunicación
se cortó.
Puluo se volvió para disparar contra las filas de los refuerzos rebeldes en cuanto
la primera oleada quedó eliminada. Kayne miró a Rafen.
—¿Cuáles son sus órdenes, señor?
El sargento torció el gesto.
—Nos vamos. ¡Destrabaos y retiraos!
La escuadra reaccionó al unísono. Puluo y Corvus abrieron fuego de cobertura
mientras los marines se retiraban por el mismo camino por el que habían bajado. El
rostro de Rafen mostraba a la claras la ira que sentía. Sabía muy bien quién había
hablado, y la arrogancia de aquellas palabras lo llenaba de irritación. Sin embargo, no
hacer caso del aviso hubiera sido una locura.
El débil resplandor de la luz del día los iluminó poco a poco cuando llegaron al
nivel superior del aparcamiento. Captó un sonido débil con su sentido del oído

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potenciado: el aullido de un lanzamiento múltiple de cohetes.
Su mente racional apenas tuvo tiempo de formar el pensamiento. Se le ocurrieron
multitud de preguntas, pero lo que hizo fue gritar.
—¡Bombardeo!
Salieron corriendo del edificio. Una oleada de cohetes se estrelló en algún punto
por encima de ellos contra el costado de la torre de servicio y provocó una onda de
choque que bajó sacudiendo toda la estructura hasta los niveles inferiores. El
ferrocemento se agrietó, se partió y cayó destrozado alrededor de ellos como un
torrente de piedra.
Turcio sintió más que vio la lluvia de rocas. El polvo lo cegó y se maldijo a sí
mismo por no haberse puesto el casco. Parpadeó y atisbó a otro marine que se
esforzaba por avanzar bajo aquel diluvio. Alargó una mano de forma instintiva para
tirar del brazo de su camarada y ayudarlo.
El brazo se apartó de forma brusca.
—¡Ocúpate de ti mismo, penitente! —le gruñó Ajir mientras se abría paso a
través de las asfixiantes nubes de polvo.
Turcio soltó un bufido, pero no le dijo nada y siguió corriendo. Captó la presencia
de otros a su alrededor, sus siluetas rojizas y borrosas entre las rocas que caían. Las
piedras más pequeñas repiqueteaban en la gorguera de la armadura y unas cuantas del
tamaño de puños le rebotaron contra el cráneo y le provocaron fuertes relampagueos
de dolor. Casi se cayó, pero una fuerza inesperada lo propulsó hacia delante. Puluo.
—Sigue —le espetó.
La luz azul del día se volvió gris cuando la nube de polvo los rodeó por completo.

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DOS

La caída definitiva y total de la torre truncada provocó una onda expansiva a su


alrededor que levantó el polvo omnipresente y los trozos más pequeños de los
cristales rotos. Las oleadas ondulantes de polvo de color hueso se extendieron en un
anillo hasta que las partículas acabaron posándose lentamente de nuevo sobre los
restos que sembraban el cruce de calles. El polvo también cayó sobre los guerreros
alineados alrededor de la silueta rectangular del tanque lanzacohetes del tipo
Whirlwind. Su equipo de combate, normalmente de un color rojo oscuro con un
reborde negro, estaba sucio tras semanas de combate bajo aquel polvo asfixiante. Los
colores se mostraban apagados y desvaídos, como si los hubiera decolorado el sol.
Tan sólo el símbolo de las hombreras se mantenía reluciente y claramente visible: una
hoja serrada circular con una gota de sangre de un color rojo intenso en el centro.
El comandante de la unidad miró hacia los tubos lanzacohetes del Whirlwind y
vio que todavía salían volutas de humo de las bocas.
—No les dio mucho tiempo —comentó uno de sus guerreros.
—Les di tiempo de sobra —contestó el jefe de la escuadra—. Quizá esta
experiencia les enseñe a no meterse donde no los llaman.
—Si alguno de ellos muriese… el tendría repercusiones.
—Sobrevivirán, si es que se merecen que los llamen astartes. —El jefe de la
escuadra señaló con el dedo. Algunos escombros comenzaron a moverse y
aparecieron unas cuantas figuras entre los cascotes. Movían la cabeza para sacudirse
los efectos del impacto—. ¿Lo ves? No han sufrido daño alguno.
Había un cierto tono cruel en su voz.
—Sólo en su orgullo —añadió el otro.
Su comandante sonrió un poco.
—Podrán soportar una o dos heridas ahí.

J
Rafen se libró a patadas de los escombros y salió de la maraña de vigas y de cascotes.

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Miró con rapidez a su alrededor para asegurarse de que todos sus guerreros estaban
indemnes. No esperó a que lo siguieran. Atravesó el cruce de calles en dirección al
tanque mientras sentía que la ira le aumentaba en el pecho a cada segundo que
pasaba. Rafen se quitó el casco con un movimiento iracundo de las manos.
—Primo. Bienvenido —dijo la misma voz que había resonado en el comunicador.
Dos astartes con armadura Mark VII avanzaron a su vez para encontrarse con él.
Uno llevaba la insignia de un astartes raso y el otro la de un sargento veterano.
Mientras los miraba, el guerrero de mayor rango imitó su gesto y se quitó el casco.
Rafen vio que tenía un rostro lleno de arrugas, con el cabello oscuro cortado a
cepillo y unos ojos fríos y sin vida En ese momento, lo que más hubiera querido en la
vida era abofetearlo por su imprudencia.
Sin embargo, estaba la misión. La misión y el mensaje. Rafen refrenó el impulso
de golpearlo e hizo caso omiso del ludo ritual.
—A menudo he oído decir que los hermanos del capítulo de los Desgarradores de
Carne eran impulsivos y salvajes —dijo con voz tensa—. Y la verdad es que tenía
mejor concepto de vosotros.
Rafen se alegró al ver el leve parpadeo de ira contenida en el rostro del otro
guerrero.
—Tenemos una reputación que mantener —le contestó el desgarrador de carne—.
El primarca, en toda su sabiduría, no consideró necesario bendecimos con los mismos
dones que a nuestra legión fundacional. —Señaló con un gesto del mentón el símbolo
de la gota de sangre alada que se veía en la armadura de Rafen—. Sin embargo,
hemos aprendido a aprovechar nuestras virtudes. —El astartes hizo una reverencia
apenas perceptible—. Soy el hermano sargento Noxx. Este es el hermano de batalla
Roan, mi segundo al mando.
—Rafen. —El malhumor le hizo responder con voz cortante—. Espero tu
disculpa, primo. —Recalcó la última palabra.
Noxx le devolvió una mirada inflexible.
—¿Por qué? ¿Por efectuar un ataque en una batalla que nos habían ordenado
ganar? Si tienes algún problema, ángel sangriento, te sugiero que se lo presentes a mi
comandante. Tenía órdenes de destruir ese objetivo. —Señaló el edificio—. Si no
hubiera sido por él, ni siquiera habría sabido que estabais dentro.
—Los satélites de observación orbitales detectaron a sus hombres cuando
entraron en el edificio —le informó Roan.
—¿Para qué habéis venido? —Inquirió Noxx—. ¿Es que se ha producido un
cambio de protocolo del que no me han informado? ¿Los Ángeles Sangrientos se van
a unir a nosotros en Eritaen para luchar contra los rebeldes? Según tenía entendido,
habíais acudido tan sólo como mensajeros.
Rafen apretó los dientes. No quiso caer en la provocación del desgarrador de

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carne.
—Se presentó un objetivo. Supuse que apreciaríais nuestra ayuda para
neutralizarlo.
Noxx asintió.
—Claro que sí, pero como puedes ver, lo teníamos todo controlado.
Señaló al Whirlwind, y Rafen se dio cuenta en ese momento de que había un
puñado de civiles agrupados en un montón tembloroso bajo la sombra del vehículo
blindado.
—Son colaboradores del enemigo —le explicó Roan, quien presintió la pregunta
de Rafen—. Uno de ellos proporcionaba agua a los companitas. Cuando se le
presionó de forma conveniente, reveló que conocía la existencia de este escondite.
—¿Uno? —Repitió Rafen—. Ahí tenéis una docena de personas. ¿De qué son
culpables los demás?
—Vivían en el mismo refugio. Protegían al traidor.
—¿Estáis seguros? —exigió saber.
Noxx se volvió y le hizo un gesto a uno de sus guerreros.
—¿Verdad podemos correr el riesgo?
Dos de los desgarradores de carne se volvieron hacia los civiles y abrieron fuego.
Todo el grupo quedó acribillado por las ráfagas de disparos de bólter.
Noxx se volvió de nuevo hacia Rafen y lo desafió con la mirada a que dijera algo.
—Primo, tendrás que disculparme si nuestros métodos son menos refinados que
aquellos a los que estáis acostumbrados. Estoy seguro de que carecen de la elegancia
y de la pureza de los utilizados por los Ángeles Sangrientos.
Rafen le sostuvo la mirada, decidido a no ceder ni un ápice.
—Noxx, deberías entrenar mejor a tus guerreros. Un ángel sangriento no habría
desperdiciado tanta munición para hacer eso mismo.
—Quizá —admitió Noxx—. La próxima vez le ordenaré a Roan que te haga una
demostración con la cuchilla despellejadora —le replicó mientras daba unos
golpecitos con la palma de la mano en el cuchillo de aspecto siniestro y filo serrado
que llevaba al cinto.
—Estoy seguro de que sería algo muy instructivo.

J
Rafen apenas llevaba un minuto en compañía de aquel individuo y la paciencia se le
estaba acabando con el sargento de los Desgarradores de Carne. Le irritaban
sobremanera tanto los días que habían pasado dando vueltas buscando en vano el

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puesto de mando avanzado de los Desgarradores de Carne como aquella muestra
descarada de prepotencia. Miró hacia sus guerreros y se dio cuenta de que se
acercaban con paso prudente. Caminaban en formación de combate a pesar de que se
encontraban en presencia de lo que deberían ser sus aliados.
Sin embargo, los Desgarradores de Carne no eran los aliados de nadie, ni de los
demás capítulos de Adeptus Astartes y ni siquiera de aquellos con los que compartían
un parentesco con el primarca que les había dado la vida y un propósito en ella: el
Gran Ángel Sanguinius.
—¡Movimiento!
El grito de Turcio interrumpió los pensamientos de Rafen. El sargento se volvió al
mismo tiempo que el ruido le llegaba a los oídos: el retumbar de los escombros al
moverse y el coro de unas voces aullantes que aumentaba a cada segundo que pasaba.
Las ruinas de la torre derrumbada se estremecieron y estallaron de repente en una
nube de polvo y de humo. Una forma humanoide enorme y sin cabeza surgió de entre
los escombros. El aullido se convirtió en un chillido, y el chillido en una risa
enloquecida que ya habían oído en el interior del edificio.
Rafen parpadeó para ver mejor a través del humo y por primera vez con claridad
aquella aberración. La forma era una amalgama formada por los companitas. Eran
cientos de cuerpos reunidos en ella y mantenidos en su lugar mediante alguna clase
de poder arcano, y todos aullaban y se reían en su locura.
—¡Fuego! —gritó Rafen, y toda su escuadra empezó a disparar.
Noxx siguió su ejemplo y los proyectiles de bólter acribillaron a la criatura.
Los cuerpos cayeron destrozados o salieron despedidos en espirales que soltaban
chorros de sangre. Sin embargo, la masa no se detuvo. Pasó bullendo por encima de
los escombros y un gigantesco puño de carne bajó como un martillo sobre uno de los
desgarradores y lo aplastó, convirtiéndolo en una masa entremezclada de carne y
ceramita. Cuando el puño se alzó de nuevo, los restos del marine espacial fueron
absorbidos por la monstruosa acumulación.
—¡Éste es el verdadero rostro de los companitas! —rugió Roan—. ¡Ésta es la
unidad que prometen, producto de la disformidad! ¡Seguidores del Caos!
Noxx ordenó a la dotación del Whirlwind que recargaran los tubos lanzacohetes,
pero la monstruosidad avanzaba con demasiada rapidez. Se les echaría encima antes
de que pudieran dispararle.
—¡Ángeles sangrientos! —gritó Rafen por el comunicador—. ¡Granadas!
¡Detonación por impacto!
El sargento agarró varias de las granadas perforantes cilíndricas que llevaba al
cinto y apretó los detonadores para armarlas de modo que estallaran al chocar contra
el objetivo. Vio que Turcio, Puluo y los demás hacían lo mismo.
—¡Listos! ¡Lanzad!

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Una lluvia de pequeñas bombas cruzó el aíre e impactó en el centro de la
amalgama de companitas, donde una serie de explosiones en cadena la sacudieron. El
cuerpo fusionado aulló con más fuerza todavía y se separó en varios trozos de menor
tamaño cuando los cadáveres empezaron a caer al suelo.
—¡Lanzallamas, adelante! —Aulló Noxx—. ¡Disparo en barrido! ¡Qué no quede
nada con vida!
Una escuadra de desgarradores de carne avanzó y disparó chorros de promethium
ardiendo contra los cuerpos que se retorcían en el suelo. El cruce de calles se
convirtió en una pira funeraria en cuestión de pocos segundos. Unas grandes
columnas de humo gris se alzaron entre las torres de los edificios.
Rafen miró fijamente al otro sargento. Noxx no le hizo caso.
—No nos hace falta la ayuda de otros astartes —dijo con un tono de voz altanero,
a pesar de lo que acababa de ocurrir—. Mi capítulo recibió la orden de traer el castigo
inmisericorde del Emperador a Eritaen. No es necesario compartir esa misión con
otras fuerzas.
Rafen comenzó a entenderlo todo. Noxx se comportaba así por culpa de un
malentendido. El resentimiento del sargento se debía sobre todo a la rivalidad de
siglos existente entre los Ángeles Sangrientos y sus parientes, y de la diferencia de
métodos entre los directos y brutales empleados por los Desgarradores de Carne y los
más estudiados que empleaban los camaradas de Rafen. Sin embargo, la rabia de los
Desgarradores también se debía a su miedo por extinguirse. Eran uno de los capítulos
de menor tamaño entre todos los Adeptus Astartes y sus reacciones iracundas ante
cualquier ofensa, real o imaginaria, estaban muy bien documentadas. Compensaban
con creces con su ferocidad su inferioridad numérica.
—No hemos venido para sustituiros en esta batalla —le aclaró Rafen—. Los
Ángeles Sangrientos no tienen interés alguno por participar en el castigo a Eritaen.
Rafen vio por primera vez desde que se habían conocido algo semejante a la duda
en la expresión del rostro de Noxx.
—Entonces, en nombre del Trono, ¿para qué habéis venido? —Noxx dejó por
completo de intentar mostrar una cortesía altanera y el resentimiento que lo
embargaba salió a la luz—. ¿Habéis venido a recordarles a vuestros parientes pobres
que sois mejores?
—No te debo contestación alguna. Llevo un mensaje para Seth, vuestro señor de
capítulo. Me llevarás a su presencia. —Rafen le hizo un gesto a Kayne y el joven se
acercó con un tubo metálico donde se veía el sello personal de lord Dante—. Y lo
harás ahora mismo por esta autorización que me han otorgado.
Noxx se quedó mirando el tubo. El peso de la palabra del señor de un capítulo era
una orden inviolable para cualquier astartes de base, y ni siquiera un marine espacial
de la arrogancia propia de los Desgarradores de Carne se atrevería a desobedecerla.

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Tras unos momentos, el sargento veterano asintió con un gesto lento y hosco. Se
dirigió hacia el Whirlwind sin ni siquiera mirar a los ángeles sangrientos.
—Seguidme, entonces. Y procurad mantener el ritmo.
Siguieron al Whirlwind a través del polvo durante una hora antes de llegar al
puesto de mando avanzado de los Desgarradores de Carne. El hermano Kayne, que
avanzaba en la punta de la formación, estudió con detenimiento la estructura
despanzurrada que habían adoptado como base temporal.
Era un edificio de paredes de piedra con contrafuertes de acero al que le faltaba la
techumbre de cristal, que sin duda había quedado destruida en los primeros días de la
rebelión de Eritaen. La columnata baja que ocupaba un extremo del edificio antiguo
estaba rematada por una torre de antena de forma sinuosa que se elevaba hacia el
cielo, aunque más bien estaba retorcida, como si un viento terrible la hubiera doblado
sobre sí misma. El conjunto del edificio se alzaba sobre una colina pequeña, lo que le
proporcionaba un excelente campo de visión sobre todas las vías de acceso que lo
rodeaban. Kayne echó un vistazo a una señal caída cuando entraron en el patio
interior y vio un nombre, una designación: SITUA ALEXANDUS REGINA-
ADEPTUS TELEPATHIGA. Claro. Eso explicaba la extraña forma de la antena. Era
un templo de comunicaciones, el nexo Planetario para enviar mensajes mediantes
señales de comunicador o transferencias astropáticas.
Captó un olor rancio y familiar: sangre seca. Vio manchas oscuras con forma de
salpicadura en las paredes del edificio y pernos metálicos clavados en los ladrillos
rotos. Alguien había crucificado a personas en aquel lugar hacía poco tiempo. Se
preguntó si las víctimas habrían sido el personal encargado del lugar, y luego también
se preguntó qué habría sido de los cuerpos.
El Whirlwind se apartó del grupo y avanzó un poco más hasta detenerse delante
de un puñado de servidores del capítulo que trabajaban bajo la atenta mirada de un
tecnomarine de los Desgarradores de Carne. En el cuadrante de aparcamiento tan sólo
se veían unos cuantos vehículos, y Kayne frunció el entrecejo al ver el estado en el
que se encontraban. Había un Rhino, un tanque Predator de la clase Baal y un par de
Land Speeders, y todos ellos tenían un aspecto mugriento, propio de un mal
mantenimiento, como si se conservaran de una sola pieza tan sólo gracias a las placas
de acero y a la benevolencia de los espíritus de sus máquinas. Sin embargo, Kayne se
lo pensó mejor tras recordar que el Whirlwind al que habían seguido mostraba el
mismo aspecto desastrado y falto de atención, pero que había funcionado a buena
velocidad y sin tener problema alguno. Quizá no se trataba de que los Desgarradores
no se ocupasen de sus vehículos, sino que no les preocupaba su aspecto exterior.
El joven pensó en ello mientras miraba a los demás desgarradores, que
interrumpieron sus respectivas tareas para observar la llegada del grupo de ángeles
sangrientos. Las miradas no eran ni amables ni indiferentes, sino precavidas y

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desconfiadas. Trató de adivinar lo que pensarían sobre el hermano sargento Rafen y
su escuadra. Al igual que ocurría con sus vehículos, los desgarradores de carne no
mostraban demasiada ornamentación en su equipo. El rojo de sus armaduras era tan
oscuro que casi parecía púrpura, a excepción del casco, la mochila de energía y las
hombreras, que eran de color negro mate que no reflejaba la luz. Kayne distinguió los
diferentes símbolos de rango, de compañía y similares, pero no vio detalles o atavíos
aparte de los necesarios en un campo de batalla. Por contraste, el equipo de combate
de los ángeles sangrientos mostraba detalles de filigrana dorada a lo largo de las alas
engastadas en los pectorales de las armaduras y las gotas de sangre eran rubíes
relucientes. Además, lucían numerosas cadenas votivas y otro tipo de símbolos. El
marine espacial se sintió demasiado refinado al compararse con los marines
sucesores. Algunos de los desgarradores, los veteranos, alzaron una ceja y apartaron
la mirada. Quizá pensaban que los ángeles sangrientos no eran más que unos
presumidos. Hasta Puluo, que era el menos atractivo de todos ellos, habría sido una
belleza al lado de aquellos individuos astrosos y de rostro huraño.
Era difícil creer que aquellos astartes descendiesen de la misma semilla genética
noble que había dado lugar a la creación de los Ángeles Sangrientos; sin embargo, los
Desgarradores de Carne poseían el mismo legado del primarca Sanguinius que corría
por las venas de Kayne y de sus hermanos de batalla. Después de la derrota de la
Herejía de Horus, diez mil años atrás, cuando el Emperador de la Humanidad había
sido conectado al Trono Dorado, la galaxia se tambaleó debido a la recién iniciada
guerra contra el Caos y las grandes legiones de Adeptus Astartes se dividieron en
capítulos sucesores de menor tamaño. Los Ángeles Sangrientos no habían sido una
excepción a aquella medida. Los Desgarradores de Carne fueron el producto, entre
otros, de esa Segunda Fundación, y se les envió a los límites del espacio humano para
castigar a los mundos que habían ofrecido su lealtad al architraidor Horus. Sin
embargo, se decía que se habían llevado consigo algo siniestro, un instinto feroz y
aterrador que antes había permanecido oculto en el espíritu del Gran Sanguinius. En
las estancias de la fortaleza-monasterio de Baal se hablaba de su comportamiento en
combate con palabras duras cargadas de reproche.
Kayne se preguntó cuánto habría de verdad en los rumores que se contaban sobre
sus primos, y cuánto era parte del mito y de los bulos. Sabía muy bien que otros
capítulos, como los estoicos Ultramarines, o los Manos de Hierro, contaban detalles
similares sobre los Ángeles Sangrientos, pero al fijarse en las miradas duras de los
marines espaciales que los contemplaban con descaro le resultó difícil ser generoso
en sus ideas respecto a ellos.
Todos los Hijos de Sanguinius, sin importar si su capítulo procedía de la primera
o de la última de las fundaciones, compartían el mismo defecto genético, la maldición
doble de la Rabia Negra y de la Sed Roja. El eco psíquico de la muerte de su

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primarca, la posibilidad funesta de perder el control de la voluntad propia por un
ataque rabioso de sed de sangre acechaba en el interior de todos. Era una maldición
contra la que los Ángeles Sangrientos luchaban todos los días de su existencia. Sin
embargo, también se decía que esa rabia y esa sed eran algo a lo que los
Desgarradores de Carne daban la bienvenida. A Kayne le repugnaba aquella idea.
Aprovechar esa furia salvaje en mitad de un combate era una cosa, pero ¿entregarse a
ella? Aquello era igual que si uno se convirtiera en poco más que un animal por
propia voluntad.
—Kayne —lo llamó Ajir, aunque en voz tan baja que nadie más que ellos pudo
oírlo—. Te aconsejo que no los mires in fijamente. Puede que se lo tomen como el
comienzo de un desafío de combate.
Kayne se irritó.
—Pues que se lo tomen así. Confío plenamente en mi capacidad de lucha.
Notó una cierta diversión en la voz de su camarada cuando este le contestó.
—Eso no lo dudo, pero recuerda que no estamos en una misión de combate. Ten
cuidado. No hace falta iniciar un enfrentamiento cuando no hay necesidad.
—Hermano, me inclino ante tu juicio superior —aceptó Kayne a regañadientes—,
pero es que prefiero considerarlo todo una misión de combate. Eso disminuye las
probabilidades de encontrarte con una sorpresa desagradable.
—Menos charla —los interrumpió Puluo justo cuando el grupo se detuvo delante
del edificio.
El sargento de los Desgarradores se dirigió a Rafen.
—Tus hombres se quedarán aquí.
Rafen asintió y se volvió hacia Turcio.
—Esperad aquí. Seguiré yo solo.
—Sí, señor.
Kayne no esperó a que se lo dijera y sacó el tubo sellado del macuto que llevaba
al cinto para entregárselo a su sargento. Cuando los dos ángeles sangrientos
estuvieron cerca, Kayne bajó la voz y la pregunta que había reprimido desde que
salieron de Baal le saltó por fin a los labios.
—¿Será suficiente, hermano sargento?
Rafen tomó el tubo de su mano y Kayne vio una expresión de profundo dolor en
el rostro del jefe de la escuadra.
—Espero por el bien de Baal que lo sea. —Cerró con fuerza los dedos alrededor
del tubo dorado—. Si no, puede que el capítulo esté perdido.
Noxx se siguió comportando como lo había hecho hasta ese momento. No esperó
para ver si el ángel sangriento lo estaba siguiendo. Simplemente se alejó caminando,
suponiendo que Rafen mantendría el paso.
Dentro del edificio no había paredes interiores, sino únicamente vigas colocadas a

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intervalos regulares que sostenían la deteriorada estructura del techo. Aquel espacio
amplio y resonante daba toda la impresión de ser un hangar para aeronaves, si no
fuera por los trozos de pared caída y los grupos de habitiendas dispersos por todo el
lugar. Los siervos del capítulo, los servidores y algún que otro marine espacial se
movían por allí, atentos al cumplimiento de sus tareas. Rafen alzó la mirada y vio
redes de camuflaje adaptativo que lo cubrían todo. La luz azul aguada del sol quedaba
más apagada todavía por las redes, lo que provocaba sombras por doquier. El polvo
omnipresente también se había colado allí y crujía bajo cada uno de los pasos que
daba sobre el mármol agrietado.
—Allí dentro —le indicó Noxx al mismo tiempo que señalaba hacia un recinto
prefabricado circular.
Rafen miró con suspicacia la puerta de tela aislante antes de abrirse paso a través
de ella. La tira de tela gruesa le tiró de la armadura mientras cruzaba. El interior de la
tienda estaba iluminado con un brillo amarillento suave. En una de las esquinas se
veía un estandarte de batalla enrollado y algo desgarrado, colocado en vertical al lado
de un altar portátil. Rafen hizo una leve reverencia hacia la pequeña figura de bronce
del Emperador que había en su interior y luego el signo del aquila sobre su pecho.
Noxx hizo lo mismo detrás de él.
Había otro astartes en la tienda, con el rostro iluminado desde abajo por los
colores que emitía la mesa de mapas hololíticos. Rafen atisbó el esquema táctico de la
ciudad, donde unas flechas que flotaban sobre él cambiaban de posición cada poco
tiempo. Eran los datos que llegaban de forma constante sobre la situación del
combate procedentes de los aparatos orbitales que había mencionado el segundo al
mando de Noxx.
El marine espacial, un capitán, según mostraban las insignias visibles en la
armadura, pronunció en voz subvocal una palabra de mando y los datos de combate
del mapa se borraron, con lo que sólo quedó a la vista la estructura de las calles y los
edificios.
—Ave Imperator —lo saludó el ángel sangriento—. Soy el hermano sargento
Rafen. Vengo con un mensaje para lord Seth.
—Sé quién eres, y por qué has venido. —El oficial de los Desgarradores dio la
vuelta a la mesa—. Soy el hermano capitán Gorn, ayudante del señor del capítulo. —
Señaló con un gesto del mentón el tubo—. Me entregarás el mensaje y se lo
presentaré a mi señor a su debido tiempo para que él tome la decisión pertinente.
Rafen se envaró.
—Con el debido respeto, hermano capitán, no pienso hacerlo. Además, no un
asunto que deba ser tratado… «A su debido tiempo». Es un mensaje directo de mi
señor del capítulo.
A Gorn no pareció importarle la respuesta de Rafen. Se colocó bajo la luz y el

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sargento pudo observarlo mejor. Al igual que Noxx, su rostro aquilino y de rasgos
angulosos indicaban el paso por un centenar de batallas.
—¿De qué se trata? —Le preguntó el capitán con voz despreocupada mientras se
dirigía hacia un pequeño armario situado en una esquina—. Me refiero al mensaje, a
su contenido. ¿Qué es lo que dice?
—No… No lo sé. —Rafen sostuvo en alto el cilindro—. Lo que hay escrito sólo
deben verlo nuestros señores, y sólo ellos, mi capitán. No nos está permitido, ni a mí
ni a usted, leer lo que pone.
—Claro —admitió Gorn al mismo tiempo que tomaba una botella sellada y una
copa—. Sin embargo, sospecho que ya conoces el asunto sobre el que trata el
mensaje, aunque no sepas lo que pone literalmente. Quizá podrías iluminarme al
respecto.
Abrió la botella y se sirvió media copa. Rafen frunció la nariz al captar el olor del
líquido. Cobrizo, con una intensidad dulzona y pegajosa. Tragó saliva y se obligó a sí
mismo a olvidarse de ese olor. Gorn siguió hablando.
—Me cuesta creer que Dante…
—¡Lord Dante! —lo corrigió Rafen con voz firme.
—Por supuesto. Perdón por el error. Me cuesta creer que lord Dante haya enviado
a un guerrero hasta aquí, desde Baal hasta este rincón perdido de la mano del
Emperador, y que no lo haya informado hasta el punto de dejarlo reducido a un chico
de los recados. —Tomó un sorbo de la copa y lo saboreó—. ¿Es eso lo que eres,
hermano sargento?
Una vez más, la voz de la conciencia de Rafen repitió sin cesar el mantra que lo
había ayudado a mantenerse firme a lo largo de las semanas anteriores.
«La misión. La misión es lo primero y lo más importante, Rafen. —Mephiston, el
Señor de la Muerte, le había grabado en el alma aquellas palabras con su mirada
inflexible y penetrante—. Jamás hubo un momento más peligroso que éste para
nuestra hermandad».
—Hablaré con lord Seth, el señor del capítulo de los Desgarradores de Carne, o
no hablaré con nadie —le respondió con un tono de voz inexorable—. Lléveme ante
la presencia de su señor o lo buscaré yo mismo.
Gorn dejó a un lado la copa.
—Qué predecible por tu parte, ángel sangriento. Qué predecible por parte de tu
señor eso de presentarse aquí sin ser invitado o sin mostrar respeto alguno, y luego
esperar que sus parientes hinquen la rodilla y le presten obediencia.
Rafen sintió que se enfurecía de nuevo.
—No hemos hecho nada semejante. Tan sólo pedimos el respeto que un capítulo
de astartes debe mostrarle a otro, y pongo por testigo al Emperador —y al decir esto
señaló con la barbilla al pequeño altar— que vuestros hombres han mostrado muy

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poco hasta el momento, hermano capitán.
En el rostro de Gorn apareció una sonrisa feroz.
—Ah, por fin un poco de rabia en la sangre. Entonces es posible que no sea
verdad lo de que tenéis metida una vara de adamantium por el trasero.
El capitán miró a Noxx con una expresión de burla en el rostro.
Rafen se dio cuenta tarde de que lo estaban provocando de un modo deliberado.
—¿Dónde está lord Seth? —les preguntó con los dientes.
—Estoy aquí —le respondió una voz precavida a la espalda de Gorn cuando un
nuevo astartes surgió de una rendija oculta en el otro extremo de la tienda.
Rafen captó el destello apagado de una placa de acero sin bruñir que cubría parte
del cráneo rapado y vio una cara cubierta de cicatrices provocadas por garras. Unos
ojos penetrantes hundidos en unas cuencas oculares profundas lo miraron sin
pestañear. El sargento atisbó con el rabillo del ojo que la actitud de Noxx y de Gorn
cambiaba de inmediato. Ambos inclinaron la cabeza y desapareció todo rastro de
humor irritante.
—Soy Seth —dijo el señor del capítulo al mismo tiempo que alargaba una mano
—. Tienes algo para mí.
Rafen asintió e inclinó a su vez la cabeza.
—Así es, mi señor.
Seth tomó el tubo, con un giro de muñeca, lo partió en dos. Sacó el pergamino
fótico enrollado que había dentro y tiró al suelo los trozos.
—Vamos a ver lo que mi primo Dante tiene que decirme.

J
Turcio se agachó y tomó entre el pulgar y el índice un puñado del polvo presente por
todos lados. Hizo rodar los gránulos adelante y atrás. La sustancia se deshizo todavía
más hasta convertirse en una pasta reseca. De los dedos emanó un olor rancio,
parecido al de los museos de antigüedades y a las tumbas selladas mucho tiempo
atrás.
—Esta arenilla está por todas partes. ¿De dónde viene? No hay desiertos en
centenares de kilómetros a la redonda.
Una sombra cayó sobre él y alzó la mirada.
—Son huesos —le explicó el desgarrador de carne—. Esto es lo único que queda
de ellos.
—¿Estos son… restos humanos?
El desgarrador asintió.

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—Los miembros de la Companitas llevaron a los habitantes que fueron lo
bastante estúpidos como para desafiarlos abiertamente a unas plantas procesadoras de
restos animales. Luego hicieron lo mismo con aquellos que se unieron a ellos en su
traición. Machacaron todos los huesos, los metieron en cabezas explosivas aéreas y
las hicieron estallar sobre las ciudades. De ahí viene todo este polvo.
El que se llamaba Roan se inclinó sobre él señaló la marca que Turcio llevaba
sobre la cara: un aquila imperial con las alas dobladas y apuntando hacia abajo.
—¿Por qué tienes eso en la cara? —le preguntó.
El desgarrador de carne se había acercado mucho a Turcio de forma deliberada,
para invadir su espacio personal.
Turcio, que estaba sentado en un contrafuerte de piedra derribado, no mostró el
más mínimo enfado ante aquella pregunta tan descortés.
—Es una señal de penitencia, primo —le aclaró.
—¿De penitencia? —repitió Roan—. ¿Qué fallo cometiste que requiriera
semejante expiación? ¿Te comportaste como un cobarde en el campo de batalla?
Apenas Roan dijo eso, tanto Corvus como Puluo se pusieron en pie, con los ojos
encendidos por el insulto. Kayne y Ajir se movieron con cautela para apoyarlos, pero
Turcio les indicó con un gesto de la mano que no se preocuparan. A pesar del insulto,
seguía sin mostrar cólera alguna, tan sólo cansancio.
—Cometí un error… de juicio. Creí en algo que luego se demostró una mentira.
—Entre mis hermanos, los errores de juicio terminan en muerte.
Turcio asintió.
—Entre los míos también. —Miró a Corvus, y el otro marine espacial asintió de
forma casi imperceptible—. Sin embargo, nos concedieron el perdón por la Gracia
del Emperador. Ahora vivo dedicado por completo a demostrar que soy merecedor
del mismo.
Algo en el comportamiento tranquilo de Turcio atemperó la actitud del
desgarrador. Aunque hasta unos momentos antes estaba dispuesto a seguir
provocando a los ángeles sangrientos, las respuestas sinceras de Turcio hicieron que
abandonara por completo su actitud.
—¿En qué… en qué creíste? —le preguntó Roan.
—¿Acaso importa?
La respuesta estaba cargada con el cansancio de toda una vida.
Tras unos momentos, en el rostro de Roan apareció una sonrisa de aceptación.
—A pesar de toda vuestra elegancia y vuestra altanería, los Ángeles Sangrientos
os equivocáis. ¿Quién iba a decirlo?
—Ninguna persona está libre de error, pero al intentar evitarlos seguimos el
camino que nos ha trazado el Emperador.
—Entonces, primo, en eso no somos tan diferentes.

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Roan hizo girar el guantelete de la mano derecha y dejó al descubierto el
antebrazo. En la piel apareció una marca de tamaño similar a la de Turcio.
El desgarrador lo miró fijamente e hizo un gesto de asentimiento antes de
marcharse.
—Deberías haberle dado una paliza a ese fanfarrón por lo que te ha dicho —
exclamó Ajir, enfurecido, con la piel roja de rabia.
—¿Y qué hubiera demostrado con eso, hermano? —Turcio se volvió para ponerse
cara a cara con el otro ángel sangriento—. ¿Qué los guerreros de nuestro capítulo
tienen menos autocontrol que un lobo espacial?
—Mejor eso que andar proclamando nuestros fallos delante de nuestros
sucesores. —Ajir miró a Corvus—. Al menos, tened el decoro de mantener oculta
vuestra vergüenza.
Corvus se quitó el casco. En la frente tenía la misma marca que Turcio.
—No me siento avergonzado —le replicó Corvus, cuyo rostro afilado y de rasgos
angulosos mostraba una expresión ceñuda—. Hemos demostrado nuestra fidelidad, y
en dos ocasiones distintas. Los ritos de penitencia han dejado bien clara nuestra
contrición.
—Quizá, pero yo todavía no me siento convencido —le respondió Ajir.
—Ajir —Puluo dijo su nombre de tal modo que todos se volvieron hacia él—. Lo
que tú creas no tiene importancia. El sargento los escogió en persona. Fin del asunto.
—Supongo que así es.
Sin embargo, el tono de voz de Ajir no concordaba con sus palabras.

J
Seth leyó los primeros párrafos del pergamino antes de dejar escapar un leve suspiro
entre dientes y apretarlo entre las manos.
—Por lo que veo, mi honorable hermano no ha perdido nada de su famosa
verbosidad.
El señor del capítulo de los Desgarradores de Carne se acercó a. Rafen, y éste no
fue capaz de apartar la mirada. El rostro de Seda era una crónica de una serie de
heridas tan terribles que parecía un milagro que fiera capaz de hablar todavía. Las
cicatrices en las que Rafen se había fijado antes le cruzaban la cara de derecha a
izquierda, y sin duda se las había producido la garra de alguna clase de criatura
primitiva. El ángel sangriento había visto pictografías del planeta natal de los
Desgarradores de Carne, un mundo salvaje llamado Cretacia y que estaba repleto de
vida sauna agresiva. Se decía que los Desgarradores se dedicaban a cazar las bestias

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que allí vivían, pero sin armas ni armadura, y que para ellos era una especie de
deporte. Seth mostraba a las claras el implante en forma de disco que le cubría al
menos una cuarta parte del cráneo, un artefacto arcano implantado sobre el mismo
hueso. Era evidente que se trataba de un individuo que no ocultaba nada, en el que no
había doblez alguna. La presencia del maestre del capítulo era tan avasalladora como
la de lord Dante, aunque la energía personal que emanaba de cada uno de ellos era
absolutamente distinta.
—Rafen, tú y yo deberíamos ir al grano. Dime qué es lo que quiere Dante de
forma clara y directa. No quiero tener que leerme un texto entero de lenguaje florido
y recargado para enterarme.
—Como ordenéis, lord Seth —contestó el sargento, e inspiró profundamente—.
El comandante de los Ángeles Sangrientos, el señor de capítulo Dante, heredero de la
Legión IX del Adeptus Astartes, os convoca a un cónclave de la mayor urgencia e
importancia.
—¿A una reunión? —Gorn frunció el entrecejo—. ¿Convoca a los Desgarradores
de Carne? ¿Para qué? —Una sombra de sospecha apareció en su mirada—. No somos
siervos a los que se les pueda ordenar…
Seth lo hizo callar con una sola mirada y Rafen siguió hablando.
—Para ser sincero, hermano capitán, no se trata de una simple reunión, sino de
una asamblea de los Hijos de Sanguinius. Un cónclave con todos, todos ellos.
El señor del capítulo de los Desgarradores de Carne alzó una ceja.
—¿Todos los sucesores?
—Todos los que sea posible, mi señor. Ahora mismo, varios hermanos de batalla
de mi capítulo se dirigen a todos los puntos cardinales del espacio con este mismo
mensaje para el señor de los Ángeles Carmesíes, de los Bebedores de Sangre…
Todos y cada uno de los capítulos emparentados con el Gran Ángel.
Rafen se calló un momento, con la garganta seca. El alcance de lo que Dante
intentaba era tan audaz que lo seguía sorprendiendo lo mismo que la primera vez que
lo había oído.
Seth volvió a mirar el pergamino.
—Un contingente representativo de guerreros con el poder necesario para tomar
decisiones políticas que serán seguidas al pie de la letra por los hermanos de su
capítulo —leyó en voz alta. Sonrió—. En otras palabras, el señor del capítulo o lo que
más se le acerque.
—Así es. Como ya sabéis, tenemos una nave en órbita profunda, la Tycho. Está
preparada para recibiros a bordo, a vos y a vuestro séquito, para el viaje de regreso a
Baal.
—Hermano sargento, ese viaje tendréis que hacerlo sin nosotros —le contestó
Seth al mismo tiempo que le devolvía el pergamino—. No tengo intención alguna de

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acudir a esta reunión. Dante debería saberlo de sobra. —Señaló la mesa táctica y los
mapas esparcidos por varias mesas cercanas—. Estoy en mitad de una guerra. Puede
que Eritaen esté en el culo del universo, pero sigue siendo un mundo imperial, ¡sujeto
a la Ley Imperial! —La voz del señor del capítulo se elevó hasta convertirse en un
gruñido—. No voy a abandonar una campaña simplemente porque mi hermano quiera
tener una… reunión familiar.
—El cónclave es mucho más que eso, mi señor —insistió Rafen—. Perdonadme,
pero me parece que no captáis la gravedad de la situación. No se ha convocado una
asamblea semejante en toda la vida de mi señor. La última vez fue en el trigésimo
séptimo milenio, cuando se firmó el Pacto de Kursa.
—Conozco la historia —le replicó Seth con un gesto despreciativo de la mano—.
Lo mismo que Dante conoce su propia doctrina de combate. Vete. Quizá pueda
prescindir de un grupo de guerreros como representación simbólica.
—Debéis ir vos, mi señor —siguió insistiendo el ángel sangriento—. Ésa fue la
orden que recibí de mi señor Dante, y no regresaré a Baal sin haberla cumplido.
—¿De verdad? —replicó Gorn a la vez que daba un paso hacia él con gesto
amenazante.
Seth le indicó con un gesto que se echara a un lado.
—Bueno, hermano Rafen, ¿vas a decirme qué es tan importante como para que tu
señor te envíe a estorbarme y que yo deje de inmediato todo lo que tengo entre
manos?
A Rafen se le resecó todavía más la garganta.
—El cónclave decidirá el futuro de los Ángeles Sangrientos. Lo que se decida allí
determinará si mi capítulo sobrevive para ver el amanecer del próximo milenio.

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TRES

Rafen contempló a través del observatorium de la fragata Tycho cómo Eritaen se


alejaba y se movía hacia babor cuando la nave salió de la órbita. Por encima de ellos
y a estribor vio la silueta en forma de daga negra del crucero de ataque Brutus, que a
su vez los veía marchar. El disco plateado con borde de dientes de sierra que tenía en
un costado relució bajo la luz azul de la estrella local. Varios estandartes láser
ondearon brevemente en un gesto de despedida, contrastaba de manera evidente con
el desinterés que la tripulación del Brutus había mostrado cuando la Tycho había
llegado pocos días antes.
Rafen oyó a su espalda cómo Turcio entraba en la estancia, pero no se volvió para
saludar a su camarada. El marine espacial carraspeó.
—Vengo a informar, hermano sargento.
—Adelante.
—Lord Seth y su séquito están instalados en la cubierta de alojamiento. Su
oficial, Gorn, ha efectuado una serie de peticiones que…
—Que se cumplan todas —lo interrumpió el sargento—. Son nuestros invitados
de honor y los trataremos como tales.
—Sí, mi señor, como ordenéis. —Turcio se quedó callado un momento—.
También traigo noticias del puente de mando. El capitán me ha informado de que los
navegantes ya están conectados en sus puestos y que se están preparando para iniciar
d viaje hacia Baal. He de admitir que buena parte de lo que me ha dicho me resulta
bastante incomprensible, pero lo básico es que las corrientes del éter en este punto tan
alejado en el plano galáctico están menos transitadas que aquellas que se dirigen
hacia los planetas del núcleo. Una vez entremos en la disformidad, el viaje hasta
nuestro planeta natal será rápido.
Rafen asintió.
—Bien. Cuanto antes cumplamos las órdenes, más tranquilo me sentiré.
El sargento inspiró profundamente. El enfrentamiento con Seth lo había puesto
más nervioso de lo que estaba dispuesto a admitir.
—Todos estamos de acuerdo en eso —apuntó Turcio, quien una vez más se quedó
callado unos momentos. Rafen se dio cuenta de que tenía una pregunta en la cabeza.
—¿Quieres preguntarme algo?

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Turcio movió nervioso su mano artificial.
—El asunto sobre lord Seth y los Desgarradores de Carne… Sinceramente,
hermano sargento, estaba convencido de que toda esta misión no serviría para nada,
que hablaríamos con él y que volveríamos a casa con las manos vacías. Estaba seguro
de que Seth no acudiría al llamamiento del comandante Dante.
—No quería hacerlo. No te equivocaste.
—Pero a pesar de eso, está a bordo de la nave y de camino hacia Baal. ¿Cómo
logró convencerlo? —Turcio frunció el entrecejo—. Si puedo saberlo, ¿qué le dijo a
Seth que lo hizo cambiar de opinión?
—Hice lo que se me había ordenado —contestó Rafen al mismo tiempo que le
daba la espalda a la ventana—. Le dije toda la verdad, sin que faltara nada.
—¿Absolutamente todo?
Rafen asintió.
—Sí, hermano. Todos y cada uno de los detalles.
—¿Se… enfureció?
—No. Creo que, como mucho, Seth se sintió entristecido. —El sargento hizo un
movimiento negativo con la cabeza—. Ese hombre tiene un carácter tan agrio que me
resulta difícil captar sus emociones. —Tras unos momentos, el sargento alzó la vista
y miró a Turcio—. Dime, ¿qué es lo que sienten ahora mismo los hombres de mi
escuadra?
—Todos estamos preparados, mi señor —le contestó el marine espacial—. Como
siempre.
—¿De verdad? Cuando abandonábamos el puesto avanzado de los Desgarradores
me dio la impresión de que había cierta… tensión en el aire.
Turcio tardó unos momentos en responder.
—Yo no capté nada semejante, mi señor.
Rafen notó que allí había algo más, pero decidió dejarlo así.
—Muy bien. Puedes retirarte.
Turcio hizo una leve reverencia y salió del lugar. Rafen se quedó a solas de
nuevo. El sargento se volvió hacia la ventana y puso una mano sobre el cristal
blindado. Luego se dejó absorber por completo por la contemplación del vacío que se
extendía al otro lado.
No tardarían en encontrarse sobre el cielo de Baal, y luego caminarían por las
estancias sagradas de la fortaleza-monasterio.
El ánimo se le ensombreció al recordar los grandes muros de la cámara de
audiencias del monasterio que lo rodeaban cuando recibió la orden de lord Dante.

J
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—Hermano sargento Rafen, puedes entrar —le dijo el señor del capítulo haciéndole
un gesto desde el otro lado de las grandes puertas de cobre.
El sargento hizo una profunda reverenda antes de empezar a caminar. Los
dobleces de la túnica que llevaba puesta se arremolinaron en el suelo de piedra a sus
pies. Aparte de los guerreros de la guardia de honor, y de ésos sólo había dos, para
cumplir el protocolo y poco más, todos los ángeles sangrientos de la estancia iban sin
armadura y estaban vestidos tan sólo con las túnicas devocionales rojas y negras
propias del capítulo.
Había estado allí una vez con anterioridad, poco después de que la barcaza de
combate Europae entrara en órbita al regresar para efectuar reparaciones tras la
batalla que habían librado en el mundo capilla de Sabien. Ese día había sentido
emociones encontradas: rabia y tristeza, miedo y alegría. Fue un torrente de
sentimientos que todavía le resonaban en el corazón después de todos los meses que
habían pasado. Aquel lugar, aquella cámara, no era la más decorada o la más amplia
de todas las estancias del monasterio, pero en ella habían sucedido muchos
acontecimientos históricos a lo largo de la existencia del capítulo: la muerte del
predecesor de Dante, el señor del capítulo Kadeus; la destrucción del puente estelar;
el exilio de Leonatos. Todos aquellos dramas, y muchos más, habían acontecido en
ese lugar.
El extremo más lejano de la estancia estaba dominado por una tarima elevada
tallada a partir de piedra basáltica de color negro procedente de las minas de Baal IX.
Allí había dos grandes cálices dorados, de la altura de exterminadores y que imitaban
la forma del sagrado Grial Rojo, uno a cada lado, y en su hueco interior llameaban
unos fuegos silenciosos y rojos como la sangre. Apenas había otra iluminación en la
estancia aparte de unos globos luminosos flotantes. Los fuegos provocaban sombras
saltarinas en las paredes. Ya era de noche en el exterior, pero las dos lunas todavía no
habían salido, por lo que su débil resplandor no atravesaba las vidrieras de los muros.
De los mástiles clavados en las paredes colgaban estandartes de diversa
antigüedad. Muchos eran viejas banderas de batalla de campañas acabadas mucho
tiempo atrás, mientras que otros eran pendones devocionales en los que se habían
escrito textos del Credo Imperial o del Libro de los Señores. Rafen resistió la
tentación de alzar la mirada y observarlos con detenimiento. Lo habían convocado
por algún motivo y se esperaba que se comportara de un modo circunspecto. Que le
hubieran permitido entrar en aquella estancia era algo excepcional. No quería hacer
nada que pudiera arrojar la más mínima sombra de duda sobre su presencia allí, ni
faltar en absoluto al protocolo.
Delante de la tarima de obsidiana había un grupo de individuos que formaban un
semicírculo más o menos desigual. Por encima de ellos, sentado sobre su trono de
respaldo alto cortado por láser de un color similar, se encontraba el propio señor del

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capítulo. Estaba inclinado hacia delante, con la barbilla de porte noble apoyada en
una mano y su rostro hermoso y sin imperfecciones mostraba una expresión de
profunda concentración. La túnica de Dante estaba arremolinada a su alrededor, y
como único adorno llevaba un collar grueso de oro del que colgaba un medallón que
le caía sobre el pecho. El medallón, de platino y jade rojo, era una réplica del símbolo
de los Ángeles Sangrientos. Dante miró por un momento a Rafen y el sargento
inclinó la cabeza en un intento por comportarse correctamente. Detrás de aquellos
ojos oscuros había mil cien años de experiencia. Daba la impresión de que su
sabiduría calmada era algo casi palpable, como si irradiara del propio cuerpo de
Dante. Rafen sintió que se le secaba la boca. Allí estaba, una vez más, un simple
guerrero en presencia de algunos de los mayores guerreros entre los hijos de
Sanguinius. Dante era sin duda el mejor de todos ellos, pero muchos de los
individuos que se encontraban en la estancia eran leyendas por derecho propio.
Miró a su alrededor. Sobre la plataforma también estaban Mephiston y Corbulo,
uno a cada lado de Dante. Los dos eran completamente opuestos. Mephiston, el
hombre al que llamaban el Señor de la Muerte, bibliotecario jefe del capítulo y
psíquico de un poder casi invencible, era un individuo de estatura elevada y porte
imponente. Bajo aquella luz tenía un aspecto casi espectral, y su rostro anguloso
parecía concentrarse sobre sí mismo. Mephiston sintió el escrutinio de Rafen y le
hizo un leve gesto de asentimiento al mismo tiempo que centraba su mirada acerada
en el sargento durante una fracción de segundo. Rafen respondió al gesto a la vez que
notaba una sensación de incomodidad. Ya había combatido hombro con hombro junto
al Señor de la Muerte en Sabien, y lo mismo que entonces, no podía evitar sentir que
Mephiston veía en su interior sin problema alguno, como si estuviera hecho de cristal.
Rafen fue el primero en apartar los ojos, y miró al otro consejero de Dante,
Corbulo del Grial. La túnica del apotecario mostraba un contraste marcado entre el
blanco impoluto y el rojo sangre de los rebordes. Era el jefe de los sacerdotes
sanguinarios del capítulo, y su cara arrugada mostraba una expresión ceñuda bajo la
mata de cabello de color pajizo. Rafen jamás había hablado con él, pero lo conocía.
Todos y cada uno de los Ángeles Sangrientos conocían a Corbulo, el portador del
Grial Rojo. Sólo él tenía el honor de guardar la reliquia más sagrada y de llevarla al
combate cuando Dante lo ordenara. El Grial Rojo contenía una porción de la sangre
del propio primarca, o eso decían los mitos del capítulo, y para corresponder con la
responsabilidad del propio Corbulo, cada sacerdote sanguinario de rango inferior
llevaba una réplica de la copa, un símbolo para congregar a las tropas en el campo de
batalla.
Aquellos tres individuos representaban en carne y hueso los diferentes aspectos
de los Ángeles Sangrientos. Sabiduría y nobleza, ferocidad y fuerza, lealtad y
majestuosidad. Eran la base de la sangre que recorría las venas de Rafen, y se sintió

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una vez más orgulloso del enorme privilegio que le habían concedido al permitirle
estar en su presencia.
Se sentó a los pies de un estandarte rasgado donde se alababa la Liberación de las
Nueve Hermanas. Desde allí contempló al resto de los reunidos: el capellán Argastes;
el primer capitán Lothan; Caecus, el apotecarium majoris, y los demás. Era sin duda
una reunión de lo más selecta. Rafen cerró los piños, ocultos en las mangas de la
túnica. Sentía que no tenía derecho a estar en compañía de unos individuos tan
nobles, heroicos y sabios.
Argastes encabezó una corta plegaria común al Gran Ángel y al Emperador. Les
pidió a ambos claridad de mente y fortaleza para los días que se avecinaban. Luego,
Dante se puso en pie y todos los demás astartes hicieron una reverencia. Después, los
asistentes se situaron en posición de firmes cuando el señor del capítulo les indicó
que se irguieran.
Dante miró a Mephiston y el psíquico le hizo un gesto de asentimiento.
—Las protecciones psíquicas se encuentran activadas, mi señor. Lo que digamos
en esta sala no será captado por ningún agente de la disformidad.
—Así debe ser —replicó el señor del capítulo—, ya que lo que vamos a hablar
ahora puede ser la peor crisis que haya sufrido nuestra legión desde el asesinato de
nuestro primarca, que el Emperador proteja su alma.
Un murmullo lleno de preocupación recorrió la estancia. El rostro pálido y franco
de Lothan mostró una expresión de incertidumbre.
—El asunto de la… —miró fugazmente a Rafen— insurrección ya estaba
resuelto. ¿O no? Creí que el peligro había pasado.
—Tan sólo hemos cambiado un peligro por otro —lo informó Corbulo.
Dante asintió con un gesto solemne.
—Sí. No es de ese incidente de lo que debemos preocuparnos ahora, hermano,
sino de las consecuencias de que haya ocurrido. Al igual que ocurre con el paso del
viento de cuchillas, el daño que queda detrás puede matarnos a pesar de que el
torbellino ya haya pasado.
Rafen sintió que se le helaban las entrañas. Quiso hablar, ofrecer algún tipo de
explicación o de disculpa, pero no encontró las palabras adecuadas. Insurrección. La
palabra le dio vueltas por la cabeza, cargada y llena de aristas afiladas.
Era una condenación, una maldición irremediable, y Rafen se sintió avergonzado
de haber visto cómo se desarrollaba ante sus propios ojos. Desde la época de la
Herejía de Horus no se habían enfrentado el hermano contra el hermano, y a pesar de
ello, los Ángeles Sangrientos se habían visto en los últimos meses anteriores casi
abocados a una guerra civil dentro del propio capítulo. Todo comenzó en el mundo
cementerio de Cybele, donde la barcaza de combate Bellus, de los Ángeles
Sangrientos, llegó a tiempo de rescatar a Rafen y a su compañía del ataque de los

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marines traidores de la legión de los Portadores de la Palabra. La Bellus los había
salvado, y entre los miembros de su tripulación estaba el hermano pequeño de Rafen,
Arkio. Sin embargo, la reunión tenía un propósito más siniestro. El inquisidor Ramius
Stele, que en realidad era un impostor, había planeado todo aquello junto a un
demonio de la disformidad. Había concebido un plan tremendamente complejo para
dividir y destruir a los Ángeles Sangrientos, y el hermano de Rafen fue su
herramienta y su marioneta.
Le bastaba pensar en ello para estremecerse ante la horrible osadía del plan. Stele
mutó a Arkio para que se convirtiera en un reflejo del primarca Sanguinius y
convenció a los astartes que lo rodeaban para que creyeran que el muchacho era la
reencarnación del Gran Ángel. Sin embargo, todo aquello no era más que una jugada
para que el capítulo se dividiera en dos y emprendiera un camino sangriento hacia el
Caos y los Poderes Siniestros a los que Stele consideraba sus señores.
Rafen se dio cuenta de repente de que se estaba mirando las manos. Esas mismas
manos habían empuñado por un breve espacio de tiempo la poderosa arma
arcanotecnológica conocida como la Lanza de Telesto. Eran las manos que le habían
quitado la vida a su propio hermano caído para salvarle el alma.
«Hay tanta sangre ellas —pensó Rafen—. Pero ni una sola gota se puede ver a
simple vista». El sargento inspiró profundamente y de manera entrecortada al mismo
tiempo que se esforzaba por ahogar aquel recuerdo espantoso.
Arkio estaba muerto. Su cuerpo se había convertido en cenizas en la pira que
Rafen había erigido para su hermano de padre y madre. La Lanza de Telesto, que
Stele había deseado para sí mismo, se encontraba guardada y a salvo en lo más
profundo de la fortaleza-monasterio, muy por debajo de la distancia donde estaban
ellos en esos instantes. Muchos, muchos hermanos habían caído en la furia que se
había extendido a partir del cisma que Stele había provocado. Eran hombres justos,
guerreros excelentes. El propio mentor de Rafen, el sargento Koris, había caído de
forma demasiado prematura víctima de la Rabia Negra. Dejos y Lucion, Sachiel y
Alactus…
Alactus, un astartes que había combatido durante decenios junto a él que había
muerto a sus manos cuando se habían visto obligados a enfrentarse. Sus manos sin
sangre.
«Tantos muertos». La tremenda ironía de todo aquello era penosa: en diez mil
años de existencia, la mayor destrucción que habían sufrido los Ángeles Sangrientos
no se la había producido un enemigo, sino la batalla que habían librado entre ellos
mismos.
Las dudas, las recriminaciones y un arrepentimiento angustioso y tremendo
amenazaron con rebosarle en el pecho e inundarlo por completo, pero Rafen se obligó
a sí mismo a apartar aquellos sentimientos funestos y a concentrarse en el presente.

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Dante estaba hablando de nuevo.
—Lo que cada uno de vosotros sabe es que nuestro capítulo quedó herido por las
maquinaciones de Ramius Stele y sus poderes demoníacos. Sin embargo, lo que
todavía no hemos rebelado es la profundidad de esa herida.
—Mi señor, os lo ruego, hablad con claridad —le pidió Argastes.
El señor del capítulo frunció el entrecejo, y por un momento mostró su edad
venerable y extrema con un solo suspiro.
—Hermanos, estoy muy preocupado por el futuro del capítulo. Las pérdidas que
hemos sufrido por culpa de la perfidia de Stele y del falso ángel Arkio se han llevado
la vida de muchos de nuestros camaradas.
—¿De cuántos? —quiso saber Lothan.
—Demasiados —dijo Corbulo entre dientes—. Muertos o perdidos por la Rabia
Negra. Demasiados.
—Lo ocurrido ha reducido nuestro número más allá de nada a lo que nos
hayamos enfrentado con anterioridad. —Dante se bajó de la plataforma y se acercó a
Lothan—. ¿No lo sentiste, hermano capitán? ¿A la vuelta de tu campaña, el mismo
día de tu regreso? —Señaló con un gesto de la mano las paredes—. Los pasillos
vacíos. La zona de entrenamiento en silencio…
—Sí… sí que lo sentí —admitió Lothan—, pero no creí que…
—Para mantener la imagen de normalidad hemos enviado a nuestros hermanos de
combate veteranos a campos de batalla repartidos por toda la galaxia —le explicó
Mephiston—. Nadie del Imperio verá nada fuera de lo habitual. De momento
podremos mostrarles a todos que no ha ocurrido nada, pero esa fachada se
derrumbará con el tiempo.
—A menos que encontremos una solución, puede que los fundadores de la IX
Legión no logren recuperarse. Es posible que nos veamos obligados a recluimos. No
podremos llevar a cabo las tareas que el Emperador espera que cumplamos. —La
declaración del señor del capítulo fue siniestra—. Ya se han ordenado nuevos
reclutamientos en Baal Secundus y en Baal Primus, un poco antes de la época de los
tributos, pero no serán suficientes.
—Y la falta de hermanos de batalla no es la peor amenaza —añadió Mephiston—.
Tenemos enemigos, tanto dentro del Imperio como fuera. Si se enteraran de que… —
se calló un momento para buscar la palabra más adecuada—, hemos quedado
reducidos en número, podrían atreverse a atacarnos y aprovechar cualquier
vulnerabilidad.
—Estamos debilitados —continuó Dante—. Y tal como ha dicho el hermano
Mephiston, la farsa que he puesto en marcha no durará mucho.
El capellán Argastes asintió.
—Sí. Los agentes del Ordo Hereticus ya han iniciado instigaciones en Baal, y

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están pidiendo detalles sobre la muerte de ese cabrón de Stele.
—Si están haciendo esas preguntas de forma abierta, podemos estar seguros de
que están haciendo mucho más de forma clandestina —apuntó Caecus, que habló por
primera vez. Su cabeza rapada tenía un brillo apagado bajo aquella luz tenue.
—Debemos tomar más medidas, y pronto —declaró Corbulo—. Que Sanguinius
nos dé sabiduría.
Caecus se puso en pie y se pasó la lengua por los labios en un gesto nervioso.
—Si no le importa al alto sacerdote, creo que ya he hecho algo al respecto.
Dante se dio la vuelta para mirar fijamente al apotecario.
—Habla —le ordenó—. Ya hace algún tiempo que conoces la dimensión de este
problema, hermano.
Caecus asintió.
—Así es, mi señor. En mis tareas y en la investigación he encontrado una posible
esperanza, si me permitís exponerla.
Rafen observó con atención al apotecario. Caecus era uno de los muchos
sacerdotes sanguinarios de los Ángeles Sangrientos cuya misión se inclinaba menos
por las misiones de combate y más por otros asuntos. Desde la aparición de la
maldición genética en los Hijos de Sanguinius, siempre había habido sacerdotes cuya
única tarea había consistido en estudiar el complejo entramado de material genético
que convertía a los astartes en lo que eran. Eran individuos cuya guerra no era contra
los enemigos del Emperador, sino contra las condenaciones que suponían la Rabia
Negra y la Sed Roja. Caecus trabajaba en la Ciudadela Vitalis, un complejo médico
situado a cientos de kilómetros de allí, en la desolación helada de una de las regiones
polares de Baal. En ese lugar, aislados, se encontraba un personal de investigación
formado por astartes y siervos. El sacerdote llevaba ya más de doscientos años
buscando una cura.
—Tengo una solución para este problema, aunque es bastante radical. He de
admitir que probablemente a muchos de los presentes no les gustará, pero no podía en
conciencia pasarla por alto. Nos encontramos en una situación extrema, ¿no es cierto?
Pues eso requiere una solución extrema.
—Explícate —le pidió Corbulo con una evidente expresión de duda en el rostro.
—Existe un método, una tecnología que nos permitirá recuperarnos en menos de
un año solar de las pérdidas sufridas por el capítulo, si aplicamos los recursos
necesarios. —El apotecario asintió para sí mismo—. Hermanos, recordad por un
momento un suceso histórico, cuando algo semejante a lo que aflige a los Ángeles
Sangrientos amenazó a otra de las legiones Astartes. Hace diez mil años, la matanza
que Horus llevó a cabo en Issrvan V acabó con casi todos los guerreros de la XIX
Legión. Sólo unos pocos se salvaron.
—La Guardia del Cuervo —musitó Rafen—. Los Hijos de Corax.

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—Sí. Esos mismos. Después de esa felonía del architraidor, que el Emperador le
niegue su luz, el primarca Corax necesitó reconstruir con rapidez su legión. Creo que
podemos utilizar el mismo método que él.
—Caecus —le contestó el capellán con un tono de voz helado—, he oído lo que
se cuenta sobre la Guardia del Cuervo. Quiero advertirte sobre lo que estás a punto de
proponer en esta honorable reunión.
El apotecarium majoris no pareció sentirse preocupado por la advertencia de su
hermano de batalla.
—He pensado bien en ello, hermanos. Lo he pensado mucho.
—Yo quisiera oír más al respecto —apuntó Lothan—. Con el permiso de nuestro
señor, claro.
Dante asintió.
—Continúa, Caecus.
El apotecario hizo un gesto de asentimiento.
—Hermanos, los Hijos de Corax guardan muy bien sus secretos, pero gracias a
mis investigaciones he llegado a conocer una parte de su historia. Se dice que el señor
de la Torre del Cuervo acudió a libros de conocimientos antiguos, de la época de la
Era de los Conflictos, deseoso de obtener sabiduría de la mano del propio Emperador
sobre la creación de los marines espaciales.
Rafen escuchó con atención. Todos los astartes conocían el legado que
compartían desde que los primeros de ellos fueron creados por los herreros genéticos
para forjar el ejército que unificó Terra y la sacó de la Vieja Noche. Esos guerreros
fueron los precursores de los astartes de la Gran Cruzada y de todas las generaciones
que los siguieron.
—Corax encontró un modo de renovar sus fuerzas en esos libros —siguió
explicando Caecus—. No fue mediante el método de reclutamiento, entrenamiento y
ascenso que practicamos hoy en día, sino mediante el dominio de la duplicación
genética.
—Hablas del antiguo arte de la multiplicación replicante —explicó Corbulo—. La
ciencia que la humanidad llama clonación.
—Así es, sacerdote, lo admito.
Una oleada de consternación recorrió la estancia. A Rafen le dio un vuelco el
corazón. La ciencia de los magos biologis estaba más allá de sus conocimientos, pero
hasta él sabía que la creación de vida a partir de una masa sintética de material
genético era algo… algo, en cierto modo, inadecuado. Algunos decían que las
criaturas que eran engendradas de ese modo no se podían considerar humanas en
absoluto, que nacían sin alma.
—Creo que con ese método podríamos lograr llenar de nuevo nuestras filas, mi
señor —añadió Caecus, dirigiéndose directamente a Dante con una pasión creciente

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en cada una de sus palabras—. Ángeles Sangrientos engendrados directamente del
tejido propio de nuestra legión y llevados a la madurez en cuestión de meses en vez
de años. —Sonrió levemente—. Una expresión pura del Adeptus Astartes Sanguinia.
—¿Pura? —El capellán Argastes repitió la palabra con una severidad lúgubre—.
Hermano, cuéntanos el resto de lo que sucedió con el método de Corax. ¿Qué hay de
esos relatos siniestros que cuentan en susurros los Hijos de Horus?
—¿A qué os referís? —le preguntó Lothan.
—Sin duda, Corax utilizó con éxito la clonación para sacar a su legión de la
práctica aniquilación —le explicó Argastes—. Sin embargo, el camino hasta la
salvación no fue fácil. Los Lobos Espaciales cuentan relatos sobre… criaturas que
luchaban entre las filas de la Guardia del Cuervo. Seres que eran más bestiales que
humanos. Desechos. Aberraciones monstruosas engendradas por error en ese mismo
proceso que sugiere Caecus que empleemos.
—¿Mutantes?
Fue uno de los subordinados de Lothan quien murmuró la palabra con un asco
apenas contenido, con lo que se ganó una mirada iracunda de su comandante.
Caecus se ruborizó ligeramente.
—Es cierto, pero eso ocurrió hace diez mil años. El conocimiento del Imperio
sobre esa ciencia es mucho mayor hoy día. ¡Además, Argastes, estoy seguro de que
no hay otro capítulo bajo la mirada eterna del Emperador que conozca la naturaleza
de su propia sangre como el nuestro! Corax actuó con demasiada precipitación. No
estaba preparado. Nosotros sí lo estamos. ¡Podemos aprender de los errores de la
Guardia del Cuervo!
Miró de nuevo a Dante.
—Tu plan… —El señor del capítulo se quedó callado unos momentos mientras
pensaba—. Hermano, no exageraste cuando dijiste que era una solución extrema.
Llamarla atrevida era quedarse corto.
Rafen vio en el rostro del apotecario que sus esperanzas aumentaban.
—Entonces… ¿me dais vuestra bendición?
—No, no te la doy —le contestó Dante al mismo tiempo que hacía un gesto
negativo con la cabeza—. Yo también conozco lo que ha contado el hermano
Argastes. Si el poderoso Corax, todo un primarca, un hermano de nuestro propio
primarca, un hijo directo del Emperador, no fue capaz de practicar esa ciencia sin
equivocarse, entonces, Caecus, ¿qué te hace pensar que tú podrás tener éxito donde él
fracasó?
Las palabras tranquilas y medidas del señor del capítulo hicieron dudar al
apotecario.
—Tan sólo deseo intentarlo, por el bien del capítulo.
—No he dudado en ningún momento de tu dedicación a los Ángeles Sangrientos

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ni de tu gran trabajo, hermano. Tenlo por seguro. Sin embargo, este plan, el riesgo
que conlleva… No estoy seguro de poder permitir una empresa semejante.
Caecus miró a su alrededor en busca de apoyo, pero no encontró ninguno.
Mephiston cerró el asunto con una simple pregunta.
—Apotecario, no habrías sacado esta propuesta a la luz si no hubieras intentado
ya llevar a cabo lo mismo que Corax. ¿Qué has logrado?
Bajo la penetrante mirada del Señor de la Muerte, Caecus no podía ocultar nada a
los ángeles sangrientos allí reunidos.
—Hasta la fecha he tenido un éxito limitado.
Admitir aquello le hizo agachar la cabeza.
—Si no tenemos abierta esa posibilidad, ¿qué otras nos quedan? —Preguntó
Lothan—. Ya hemos hablado del incremento del reclutamiento, y supongo que
muchos de los miembros de la compañía de exploradores podrían ser ascendidos al
rango de hermanos de batalla.
—Así es, pero siguen sin ser suficientes —dijo Corbulo.
Dante asintió de nuevo.
—No, esa solución no nos sirve. Por ello, he tomado una decisión. El problema al
que nos enfrentamos no tiene solución dentro de los muros de nuestra fortaleza. —
Alzó la mirada al techo—. Es más, ni siquiera se encuentra en ninguno de los
planetas que orbitan alrededor de nuestro sol rojo. Debemos ir más lejos, hasta el otro
extremo de la galaxia si es necesario, para encontrar la solución en otro lugar.
Argastes frunció el entrecejo.
—¿Sugerís que efectuemos reclutamientos secundarios en otros planetas, mi
señor?
—No, amigo mío. —El señor del capítulo hizo un gesto negativo con la cabeza
—. Creo que sólo existe un modo de que logremos la cura para las heridas que hemos
sufrido por culpa de la insurrección de Arkio. Llamaremos a todos nuestros parientes
de sangre y buscaremos la respuesta entre todos los Hijos de Sanguinius.
—Un cónclave —murmuró Rafen—. Una asamblea con todos los capítulos
sucesores de los Ángeles Sangrientos.
—Sí. —Dante lo miró confirmándolo—. Llamaré a nuestros primos para que
vengan, y en esa unidad, encontrar una solución.
Caecus apretó los labios.
—La unidad no ha sido nunca una de las características principales de nuestros
sucesores, mi señor. No somos los UItramarines. Habrá incluso quien haga caso
omiso de esa convocatoria. Otros estarán demasiado lejos como para llegar a tiempo.
Lothan se frotó la barbilla con los dedos en un gesto pensativo.
—Reuniremos a todos los que podamos.
—Pues que así sea —dijo Mephiston al mismo tiempo que se ponía en pie—.

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Primer capitán, reúna a los capitanes y a los astrópatas en el muelle orbital. Lord
Dante tendrá un plan de despliegue para mañana por la mañana. —Hizo una
reverencia ante su señor del capítulo—. Mi señor, con vuestro permiso, elegiré a las
escuadras que actuarán como mensajeros de vuestra petición.
—Hazlo.

J
La reunión se disolvió y los asistentes se marcharon en grupos, muchos de ellos en
silencio y en actitud pensativa, cavilando sobre la importancia de lo que se había
revelado. Rafen, que estaba solo y era el de menor rango de todos los presentes, se
mantuvo apartado y dejó por respeto que sus superiores abandonaran en primer lugar
la estancia.
Se fijó en Caecus mientras éste cruzaba la sala sumido en sus pensamientos. Lo
disimulaba bastante bien, pero Rafen captó la rigidez de su paso, lo entrecerrados que
llevaba los ojos. Caecus estaba enfurecido en silencio por la reprobación del señor del
capítulo. Que Dante lo hubiera reprendido, aunque de un modo educado y no por un
simple capricho, no le había sentado nada bien. Rafen se imaginó cómo se habría
sentido él en su mismo lugar, pero lo cierto era que, al igual que Caecus, era un
marine espacial, un ángel sangriento, y Dante el comandante general del capítulo, y
su palabra sólo era superada por los edictos del propio Emperador. Si Dante lo decía,
había que cumplirlo. No había otra salida posible. Puede que Caecus se hubiera
sentido herido en su orgullo, pero lo comprendería. El veterano apotecario no habría
vivido tanto tiempo ni le habrían encomendado la responsabilidad que tenía si no
fuera capaz de aceptar algo como aquello.
—Rafen.
Era Mephiston quien lo había llamado, y eso le hizo prestar atención de
inmediato. El bibliotecario le hizo un gesto con su largo índice para que se acercara a
la plataforma de piedra negra. Rafen se acercó e hizo una leve reverencia al llegar.
Dante estaba hablando en voz baja con Corbulo a la espalda de Mephiston.
—Mi señor, disculpadme, pero he de haceros una pregunta —le dijo Rafen a
modo de saludo.
—«¿Por qué me han convocado a esta reunión?» —Mephiston sonrió—. No
necesito ejercer mis poderes para ver esa preocupación escrita en tu rostro, hermano
sargento. Estás aquí porque yo he creído que era necesario. Lo dejaremos de
momento ahí, ¿de acuerdo?
—Como ordenéis. —Rafen decidió no insistir en el asunto.

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—De hecho, ya he decidido que tú y tu escuadra táctica seréis uno de los grupos
de mensajeros que enviaremos a nuestros capítulos parientes.
—¿Puedo preguntar por qué?
Lord Dante, que seguía a la espalda de Mephiston, terminó la conversación y
Corbulo se alejó.
—Esa decisión la tomé yo —dijo al mismo tiempo que bajaba hasta donde se
encontraba Rafen.
El sargento hizo otra reverencia.
—Mi señor, estoy a vuestro servicio. Ordenadme lo que queráis.
—Existe un mundo llamado Eritaen, en las Marcas Tiberias. Ha abandonado la
luz del Emperador y sus habitantes están recibiendo el justo castigo por ese crimen.
Nuestros primos son la mano ejecutora de ese castigo. —Dante lo miró fijamente
durante un momento—. Dime, hermano Rafen, ¿qué sabes de los Desgarradores de
Carne?
El sargento superó de inmediato la reacción de consternación que le agarrotó el
corazón por un instante. Rafen tuvo la certeza de que el señor del capítulo había
captado la reacción, pero Dante no dijo nada. Escogió las palabras con cuidado.
—Son originarios de la Segunda Fundación. Es un capítulo pequeño, con tan sólo
cuatro compañías. Los Desgarradores tienen fama de ser feroces. Son… orgullosos y
agresivos, mi señor, una representación del lado más oscuro del Gran Ángel, como
nosotros lo somos de su nobleza y su contención.
Se sintió sorprendido cuando su señor le sonrió con un gesto irónico.
—Una respuesta muy diplomática, sargento. Mephiston acertó cuando sugirió que
fueras tú quien llevara a cabo esta parte de la misión.
Rafen asintió.
—Me esforzaré todo lo posible por ser digno de su confianza.
La sonrisa de Dante desapareció.
—Tendrás que hacerlo. El señor del capítulo Seth y sus hombres no recibirán con
agrado la intrusión de uno de los nuestros. La bienvenida será gélida en el mejor de
los casos.
»Mephiston sugirió que te encomendara a ti esta tarea porque la cumplirás, por tu
potencial, pero yo te la encomiendo por ser quién eres. Por ser quiénes erais.
Rafen notó un sabor amargo en la boca.
—El hermano de sangre de Arkio.
Dante asintió.
—Exacto. —El comandante volvió a mirarlo fijamente unos instantes—. De
todos mis primos, Seth será el más difícil de convencer. Los Desgarradores de Carne
son, más que ningún otro, los que siempre han seguido su propio camino. Les
repugna cualquier cosa que parezca un intento de control sobre ellos. Se negará a

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venir. No hay duda alguna de que se negará.
—Entonces, mi señor, ¿cómo voy a convencerlo para que venga conmigo?
Dante apartó la cara.
—Cuéntale la verdad, Rafen. Toda la maldita verdad.
El señor de los Ángeles Sangrientos se marchó y dejó al sargento y al psíquico a
solas.
Rafen vio que Mephiston lo estudiaba atentamente con una mirada fría y
calculadora.
—Los hombres de Seth intentarán provocarte. Intentarán que luches con ellos en
un desafío. Por mucho que se merezca una paliza, no te enfrentarás a ellos. ¿Lo has
entendido?
Rafen asintió.
—Como ordenéis.
—La misión. La misión es lo primero y lo más importante, Rafen —declaró el
psíquico—. Jamás ha existido un momento tan peligroso como éste para nuestra
hermandad. Hoy se te ha confiado una tarea vital. Sé que nos demostrarás que eres
capaz de cumplirla.
Mephiston dio media vuelta y se marchó. Rafen tardó un largo rato en levantar la
cabeza, y al hacerlo se dio cuenta de que era el único ocupante de la estancia.
Por encima de él, talladas en la pared, las figuras del Emperador y de Sanguinius
lo miraban, atentas a él y a su tarea todavía por cumplir.

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CUATRO

Los cielos de Baal eran de color carmesí.


Decenas de naves de combate, de tamaños que iban desde las simples corbetas
hasta enormes cruceros, reposaban en filas en un anclaje elevado sobre el ecuador del
planeta desértico. Cada nave disponía de su propia porción de espacio a su alrededor
para satisfacer el protocolo, todas se encontraban en el mismo plano orbital, para que
no pareciera que ninguna estaba por encima o por debajo de las demás. Tan sólo un
grupo de naves se hallaba a mayor altitud, cerca de los diques secos situados en las
posiciones cislunares. Eran las naves de combate de los Ángeles Sangrientos. Era lo
correcto y adecuado. Baal era el mundo natal del capítulo y ellos eran sus señores.
Todos los demás astartes convocados eran invitados de honor, a los que había que
respetar, por supuesto, pero invitados al fin y al cabo.
Rafen se imaginó que algunos de sus primos se sentirían ofendidos por aquel
tratamiento, pero comprendió sus sentimientos. Los papeles habían sido cambiados
un poco antes en Eritaen, y los Desgarradores de Carne eran los invitados en esos
momentos, por lo que deberían tratarlos con cuidado.
«Tampoco es que vayan a hacerlo. No es su estilo».
Rafen pensó de nuevo en Seth y se preguntó si el señor del capítulo estaría viendo
aquella misma disposición de naves desde sus estancias en la Tycho, tres cubiertas
más abajo. Era un individuo curioso. Seth no cumplía las expectativas de Rafen
respecto a cómo eran los Desgarradores de Carne. No tenía en absoluto la misma
arrogancia sanguinaria que Gorn y Noxx mostraban. El señor del capítulo siempre
tenía un gesto adusto, perdido en sus pensamientos, como si estuviera librando una
batalla en un sitio lejano al que sólo consiguiera llegar su vista. Seth era todo lo
opuesto al carismático Dante.
La Tycho avanzó con cuidado hasta llegar a una zona predeterminada del espacio
y usó las lanzas de fuego de los retrorreactores para detenerse y luego quedar anclada
en una posición geoestacionaria. Por su lado de estribor flotaba una fragata de color
rojo con rebordes amarillos, y de su zona ventral sobresalía una enorme vela solar.
Sobre una de las placas de blindaje se veía la silueta de un gran cáliz negro sobre el
que colgaba una gota oscura.
—Los Bebedores de Sangre —dijo Kayne, aunque parecía que hablara consigo

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mismo. El joven marine espacial se estaba acercando a la ventana de observación
donde se encontraba su comandante—. He oído decir que han venido desde el frente
de Lethe.
Rafen asintió, pero no dijo nada. Más allá de la nave de los Bebedores de Sangre
flotaba un crucero de combate cuya proa era un gigantesco cráneo de color blanco
hueso. Unas alas de color rojo rubí salían desde aquel punto para cubrir la parte
delantera de la nave. Vio las bocas de los tubos lanzatorpedos en los huecos de las
cuencas oculares vacías. El resto de la nave estaba pintada con sólo dos colores. Todo
el lado de estribor, de proa a popa, era rojo intenso, mientras que el costado de babor
era negro mate.
—Los Ángeles Sanguinarios —comentó, rompiendo el silencio para señalarle la
nave al joven—. Y allí están las naves de los Ángeles Bermellones.
—Me siento bendecido por estar presente en un día semejante. —Kayne se sentía
sobrepasado por aquel espectáculo—. ¿Cuántos de nuestros hermanos de batalla
pueden decir que han sido testigos de una reunión semejante, mi señor? —Sonrió un
poco—. Me encantaría estar en la misma sala cuando la élite de todos estos capítulos
se reúna. Me imagino que será un espectáculo… interesante.
Rafen entrecerró los ojos y miró con dureza al joven.
—Kayne, esto no es un juego. Este cónclave se ha convocado para debatir un
asunto de la máxima importancia. Recuérdalo bien.
El joven inclinó la cabeza, avergonzado.
—Por supuesto, hermano sargento. No pretendía faltar al respeto. —Guardó
silencio unos momentos antes de hablar de nuevo—: ¿Somos los últimos en llegar?
—El capitán me ha informado de que hay otras dos naves detrás de nosotros, la
Blanco del Ojo y la Rapier. Tengo entendido que una vez hayan atracado en sus
posiciones, el cónclave comenzará de inmediato.
La discusión que Rafen había mantenido con el capitán de la nave le había puesto
a prueba la paciencia. No con el capitán, sino con las órdenes que el oficial se había
visto obligado a transmitirle al ángel sangriento. Se había diseñado un complicado
entramado de corredores de vuelo para que las lanzaderas de la clase Thunderhawk y
Aquila de cada una de las naves no se cruzaran en sus viajes, y también se había
establecido una rotación de planes de aterrizaje para que cada contingente se posara
en Baal siguiendo el orden de antigüedad y de fundación.
A Rafen le hundía el ánimo que algunos de sus primos insistieran en aquellos
gestos y en aquellas muestras de rango. Dada la importancia del cónclave, ¿no
podrían dejar a un lado todo aquello y reunirse como iguales?
Rafen le había hecho esa pregunta a Corbulo antes de partir de Baal en busca de
Seth. El sacerdote sanguinario de mirada firme había permitido que se le escapara
una breve risa, algo extraño en su habitual comportamiento contenido.

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—Hermano —le había contestado Corbulo—, a pesar de toda la grandeza que nos
concedió el Emperador, también nos hizo rivales entre nosotros. Los símbolos, las
banderas y las condecoraciones forman el núcleo de lo que somos. Si hacemos caso
omiso de nuestra heráldica, nos negamos una parte de nuestra propia naturaleza.
Era cierto, pero la impaciencia de Rafen crecía a cada momento que pasaba.
—Es extraño —habló de nuevo Kayne—. Mi señor, miro ahí abajo, a la superficie
de Baal, y reconozco la forma de la tierra. —Señaló los accidentes geográficos
visibles a través de la fina capa de nubes—. Las montañas Cáliz. La Gran Falla del
Vacío. El mar Rubí… Conozco este lugar como conocería a un hermano. —El joven
señaló con un gesto del mentón el resto de las naves—. Pero, para ellos, ¿qué es
Baal? ¿Un lugar que sólo conocen por la doctrina y por los mitos?
El planeta siguió girando con lentitud bajo sus pies. La desolada esfera de color
rojo óxido poseía una belleza algo agreste. Las capas de polvo radiactivo de la
atmósfera relucían como un halo debido al brillo de la estrella roja gigante de Baal.
Era un mundo cruel e inmisericorde, pero contemplarlo conmovió a los dos
guerreros de un modo que ninguno de ellos hubiera sido capaz de explicar con
palabras.
Rafen miró a su subordinado.
—Quizá te preguntas si nuestros primos se sentirán tan impresionados por estar
aquí como tú o como yo, ¿no?
Se quedó sorprendido al ver que Kayne hacía un movimiento negativo con la
cabeza.
—No, mi señor. Me preguntaba si reverenciarán a Baal tanto como lo hago yo.
Rafen notó lo que pensaba el otro marine.
—Los Desgarradores de Carne no son más que uno de los capítulos sucesores,
Kayne. El carácter de los Hijos de Sanguinius varía mucho de un capítulo a otro.
Kayne le respondió con un lento gesto de asentimiento.
—Será toda una lección ver esas diferencias en carne y hueso.
Rafen respondió con el mismo gesto. Sintió la carga de lo que iba a ocurrir a lo
largo de los días siguientes.
—Sí, sí que lo será.

J
—No es lo que me esperaba —dijo Noxx. Estaba de pie delante de la ventana de la
estancia con el casco sostenido en el hueco del codo—. Esperaba encontrarme algo
más…

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—¿Impresionante? —le sugirió su superior. El capitán Gorn estaba ocupado
mirando con un monocular las naves que los rodeaban—. Cuando se compara con
Cretacia parece un paisaje bastante monótono. No hay extensiones selváticas ni
pantanos, ni enormes acumulaciones de nubes de tormenta.
—Supongo, mi señor. Quizá fui un ingenuo al imaginarme que el lugar de
nacimiento del Gran Ángel, que la luz lo encuentre, sería una esfera centelleante de
oro y rubíes.
El señor del capítulo, que estaba a su espalda, le contestó sin ni siquiera alzar la
vista de la tarea en la que estaba empeñado, el pulido de su armadura.
—Noxx, recuerda lo que se te ha enseñado. No te muestres ignorante. Sabes tan
bien como nosotros que Baal no fue su hogar natal. Sanguinius se crió en la segunda
luna, Baal Secundus.
—No se pueden ver las lunas desde esta posición orbital —comentó Gorn con el
ceño fruncido—. Estamos en el lado diurno, y el ángulo es demasiado bajo.
Noxx se quedó callado unos instantes mientras pensaba cómo hacer una pregunta.
—¿Creéis que… que quizá se nos permitiría bajar allí? ¿A Secundus, para ver la
Caída del Ángel? Poder ver el lugar donde vivió cuando era niño…
A pesar del esfuerzo evidente por ocultarlo, se notaba una gran reverencia en la
voz áspera del sargento veterano. Seth siguió con su tarea.
—Creo que no. Los Ángeles Sangrientos siempre se han mostrado muy
protectores respecto a su estatus de miembros de la Primera Fundación, hermano
sargento. Me imagino que no les apetecerá que las pesadas botas de un astartes de la
Segunda Fundación pisoteen su suelo sagrado.
—Lord Dante no se atrevería a negarse si se lo pidiéramos —comentó Gorn—.
No si lo hicierais vos, mi señor.
—Por lo que se ve, mi primo Dante se atreve a hacer muchas cosas. Que estemos
aquí es buena prueba de ello. —Sacudió el trapo que tenía en la mano con un gesto
irritado, lo que indicó que quería un cambio en el tema de conversación—. Las naves,
Gorn, dime lo que ves ahí fuera.
—Rafen de los Ángeles Sangrientos dijo la verdad, mi señor. Hay muchas naves
reunidas aquí, prácticamente de todas las fundaciones de nuestra legión, o eso parece.
Veo a los Ángeles Carmesíes. Y a los Devoradores de Carne.
Seth sonrió con gesto lento.
—Vaya, vaya. Los Devoradores de Carne siguen con vida. Tienen la suerte de la
disformidad de su parte.
—Supongo que ellos dicen lo mismo de nosotros, mi señor —apuntó Noxx.
El humor frío de Seth desapareció en un parpadeo.
—¿Lo supones? ¿Y qué más supones que nuestros parientes dicen de nosotros?
—Se puso en pie y el trapo cayó al suelo mientras su humor se hacía cada vez más

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sombrío—. ¿De nosotros, que tenemos una flota tan pequeña y tan enfrascada en los
combates que ni siquiera podemos venir a Baal a bordo de una de nuestras propias
naves?
Tanto Noxx como Gorn se quedaron callados. El carácter de Seth se había
mostrado irritable y cambiante a lo largo del trayecto desde Eritaen. Los estallidos de
mal humor habían sido cada vez más frecuentes a medida que se acercaban al destino
del viaje.
Ninguno de los dos dijo nada y permitieron que su comandante diera rienda suelta
a la frustración que poco a poco se había ido acumulando en su interior. Seth señaló
con un gesto brusco a las naves que había al otro lado de la placa de cristal blindado.
—Qué orgullo deben de sentir nuestros parientes de sus maravillosas naves. Qué
pena deben de sentir por nosotros. —Se acercó a grandes zancadas a Noxx—. Por
favor, hermano sargento, dime, ¿qué clase de suerte nefasta es la que tenemos
nosotros?
—No… No tengo la respuesta, mi señor.
Seth lo miró fijamente durante unos momentos antes de dar media vuelta.
—Bueno, pues yo te lo diré. Estamos malditos, hermanos. Estamos atrapados
entre las garras de nuestro propio salvajismo, devastados por la sed y la rabia, el
menos numeroso de los capítulos sucesores de Sanguinius. —Alzó una mano con el
pulgar doblado sobre la palma y los otros cuatro dedos extendidos—. Cuatro. Cuatro
compañías es todo lo que somos, y a pesar de eso, ¡provocamos un terror tan grande
en nuestros enemigos como no son capaces otros capítulos con el doble de nuestro
tamaño! Pero a pesar de eso, ¿se nos respeta? ¿Acaso no se atreven a juzgarnos todos
los astartes con los que nos encontramos?
—Así es —confirmó Noxx.
—Dante nos trae aquí para lamentarse de las heridas que su capítulo ha sufrido,
¡pero nuestros parientes jamás se han preocupado por las heridas que nosotros hemos
sufrido! ¡Por nuestro dolor!
El capitán Gorn tragó saliva y se movió con gesto incómodo.
—Pero entonces, mi señor… si me permitís la pregunta… ¿Por qué no os
reafirmasteis en vuestra primera respuesta al ángel sangriento, a Rafen? En nombre
de Amit, mi señor, ¿para qué hemos venido?
Al oír eso, Seth empezó a sonreír poco a poco de nuevo.
—Lo que Rafen me contó renovó mi fe, hermano capitán. Me recordó que el
Emperador es bueno y justo, que termina castigando por su exceso de orgullo a
aquellos que se lo merecen. Los Ángeles Sangrientos han sido muy, muy orgullosos,
Gorn, ¡y esa vanidad se les ha subido al cuello y los ha mordido en el hueso hasta la
médula! De repente, después de diez mil años, han fallado. La amenaza de la
desaparición pende sobre sus cabezas. Ahora Dante y los suyos comprenden cómo

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nos sentimos. ¿No lo ves? Acaban de aprender una lección que los Desgarradores de
Carne conocemos desde hace milenios. —Los ojos le brillaban—. Que cuando estás
colgando sobre el abismo… —cerró las manos como si fueran garras—, harás todo lo
que haga falta para no caer al vacío.
—Quieren que los ayudemos —apuntó Noxx.
—Sí, pero es más que eso. Necesitan nuestra ayuda como el aire para respirar.
Cuando un guerrero se encuentra con ese equilibrio de necesidades, puede… debe
aprovecharlo.
Noxx cruzó los brazos sobre la placa pectoral.
—Así que la cuestión ya no es «por qué», sino «cómo». ¿Cómo puede nuestro
capítulo sacar partido de los problemas de los Ángeles Sangrientos?
—Algunos podrían considerar esto como una sedición —advirtió Gorn.
Seth soltó un bufido.
—Somos astartes. Está en nuestra naturaleza buscar ventajas tácticas en todas las
situaciones, ya sea en la guerra o en cualquier otro asunto. Todo lo que hacernos lo
hacemos en nombre del Emperador. Jamás ha aceptado la debilidad, y nosotros
tampoco.
—¿Es que los Ángeles Sangrientos se han convertido en unos débiles, mi señor?
—¿De eso es de lo que hemos venido a enterarnos, hermano capitán?

J
La aeronave ligera de la clase Arvus bajó rápidamente por el aire. Las fuertes ráfagas
de viento azotaron el fuselaje cuadrangular mientras se dirigía en espiral hacia los
riscos árticos que se extendían por debajo. El páramo desolado que era la zona polar
de Baal se extendía hasta el horizonte. Las cadenas de crestas heladas cubiertas de
nieve y de hielo parecían olas inmóviles captadas por la pantalla de un pictógrafo. El
paisaje blanco estaba teñido por un levísimo tono rosado en aquellos puntos donde el
polvo rocoso de la superficie rica en hierro del planeta salpicaba los glaciares.
La aeronave atravesó una tormenta aullante y continuó descendiendo. Los
alerones estabilizadores no dejaron de vibrar con fuerza. Caecus echó un vistazo a
través de la rendija de observación que tenía al lado del asiento de aceleración. Ya
había hecho ese mismo tipo de viajes en más ocasiones de las que podía recordar,
tanto de un lado a otro de Baal, a todas partes de su mundo natal, como a mundos
lejanos, todo al servicio de su investigación. La dureza del último tramo del vuelo no
le preocupaba. Tan sólo servía para recordarle que no tardaría en estar de vuelta en su
sitio, donde debía estar, con su trabajo. Aquel viaje hasta Baal Primus había servido

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de muy poco, tal como había sospechado que ocurriría. El apotecarium majoris dejó
escapar un leve suspiro y tamborileó con los dedos y con gesto ausente sobre el
estuche que llevaba al lado. Las muestras de material genético que había obtenido de
los miembros de las tribus de la primera luna serían sin duda tan inútiles como todas
las demás. El problema eran las impurezas. Si tuviera la ocasión de encontrar una
muestra que no estuviera contaminada por la radiación, o por restos biológicos…
El suelo subía con rapidez hacia ellos. Caecus distinguió al otro lado de las
llanuras del sureste una hilera de puntos rojos que relucían en contraste con el campo
de hielo como si fueran gotas de sangre sobre un pergamino.
Hermanos de batalla. Los diminutos puntos de color brillante eran astartes que
estaban superando una prueba. Eran hombres a los que habían dejado allí sin armas ni
suministros, sólo con la orden de llegar hasta una montaña vulgar y corriente y
sobrevivir allí durante un periodo de varios días. Eran exploradores de la loa
Compañía. Algunos de ellos habían sido ascendidos al rango de hermanos de batalla
antes de tiempo debido a la tremenda falta de efectivos. Caecus se preguntó si
estarían preparados. No era infrecuente que se produjeran muertes durante esas
pruebas, debido a los accidentes sobre el accidentado hielo o los ataques de las
feroces manadas de osos cazadores que acechaban entre las nieves.
—No podemos permitirnos más pérdidas.
El apotecario tardó un momento en darse cuenta de que había hablado en voz alta,
pero estaba a solas en el compartimento de carga de la aeronave, así que no había
nadie que pudiera oírlo. Sacudió la cabeza al mismo tiempo que el Arvus comenzaba
a virar hacia el este.
—Mi señor —la voz monótona y de dicción perfecta del servidor conectado de
por vida a la aeronave surgió del altavoz de rejilla situado en el mamparo—. Estamos
a punto de aterrizar en la ciudadela. Prepárese para la toma de tierra.
La aeronave rodeó un risco elevado y Caecus vio la torre. Era una columna de
piedra roja cubierta de escarcha, un clavo oxidado metido en la montaña de hielo y
roca. Las líneas de la Ciudadela Vitalis, verticales y pulidas, alteradas tan sólo por la
barbacana que surgía del vértice. La estructura almenada sobresalía por un lado de la
torre, y su techo liso y circular proporcionaba una pista de aterrizaje para aeronaves
de servicio. La torre tenía una altura de cuarenta pisos y era la única señal visible del
complejo que se extendía bajo ella. Había muchas instalaciones satélite establecidas a
lo largo y ancho de Baal. Aparte del complejo médico de la ciudadela, habla
relicarios en Sangre, al sur, y los grandes talleres de los tecnomarines del capítulo en
Regio Quinquaginta-Unus. Todas aquellas instalaciones estaban muy separadas entre
sí para impedir que un ataque enemigo pudiera acabar con todas a la vez, además de
para minimizar el posible daño si se producía un accidente en su interior.
La sección circular del techo de la barbacana se abrió en abanico y el Arvus se

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posó sobre ella mientras las fuertes ráfagas la hacían balancearse. La aeronave se
detuvo con una sacudida sobre el acoplamiento de sujeción. Caecus ya se había
quitado los arneses de seguridad y se había levantado antes de que la compuerta
hubiera llegado a la mitad del recorrido de apertura. Se agachó para pasar por debajo
del panel metálico en ascenso. La escotilla de iris ya se estaba cerrando por encima
de ellos, pero unos cuantos copos de nieve gruesos los habían seguido y bajaban
flotando en el aire frío y sereno del interior de la ciudadela.
Fenn ya lo estaba esperando a los pies del acople de aterrizaje, con un servidor a
su lado. El siervo del capítulo hizo una reverencia.
—Majoris. Bienvenido de vuelta —lo saludó.
Caecus le entregó el estuche de muestras al servidor y el esclavo máquina
respondió con un repiqueteo en código binario antes de alejarse con pasos torpes
sobre las piernas artificiales de pistones para cruzar el suelo manchado por los gases
de los tubos de escape.
—Un viaje inútil —le dijo a su ayudante.
Fenn frunció el entrecejo. Era de esperar. Lo fruncía más de lo habitual. Era
extremadamente delgado y tenía un aspecto algo desaliñado. El siervo siempre
mostraba una apariencia preocupada en extremo. Continuamente se retorcía las
manos cuando se enfrentaba a un problema o a algo preocupante. Sin embargo, su
aspecto exterior ocultaba una mente muy aguda. Como la mayoría de los siervos del
capítulo, los Ángeles Sangrientos lo habían reclutado de una de las tribus de la
Sangre en Baal Secundus. Habían considerado que era demasiado débil para que
pudiera superar los tremendos rituales que transformaban a un individuo normal en
un marine espacial, pero como ayudante de Caecus, su inteligencia todavía servía al
capítulo.
—Debería haber ido yo en vuestro lugar —comentó Fenn—. La posibilidad de
recoger nuevos datos en Primus siempre ha sido ínfima, y eso en el mejor de los
casos.
Caecus asintió.
—Es cierto, pero necesitaba una excusa para salir del laboratorio durante cierto
tiempo. Para recordarme que sigue existiendo una galaxia fuera de estas paredes —
añadió con un gesto que abarcaba la ciudadela que los rodeaba.
Fenn entrecruzó los dedos.
—No hemos detectado mejoras en la última serie de pruebas —le informó,
respondiendo así a la pregunta de Caecus antes de que la hiciera.
La capacidad de Fenn para anticiparse a los pensamientos de su señor era otro de
los motivos por los que Caecus lo había mantenido tanto tiempo a su servicio, hasta
el punto de concederle tratamientos rejuvenecedores para que el siervo pudiera
compartir un poco la tremenda longevidad de los Ángeles Sangrientos.

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El apotecario asintió tras oír su comentario. Siguieron caminando hacia el pesado
andamio móvil que los bajaría hasta los niveles inferiores.
—¿Hemos recibido… alguna visita mientras estaba fuera del planeta?
—No ha venido nadie, mi señor.
—Como era de esperar.
A pesar de las tremendas dificultades y de la gran preocupación, a pesar de las
palabras altisonantes sobre la importancia de su trabajo en la ciudadela, sus trabajos
no eran reconocidos en su mayor parte, y las alabanzas iban hacia aquellos que
libraban batallas bajo el estandarte de los Ángeles Sangrientos. Jamás les concederían
condecoraciones ni habría retratos de los apotecarios que se afanaban en aquel lugar.
No se vería mérito alguno en el descubrimiento de una nueva vía de investigación
para una posible cura de la Rabia, o el avance que supondría la creación de una teoría
que quizá en el futuro apagaría la Sed.
Fenn siguió hablando.
—Con todas esas naves en órbita y las idas y venidas a la fortaleza, estoy seguro
de que la ciudadela podría salir volando sin que nadie se diera cuenta.
Caecus había visto la enorme flota desplegada sobre los cielos de Baal cuando
regresaba de la primera luna. El atraque de unas cuantas naves de combate había
obligado a sus pilotos a realizar un amplio desvío y acercarse a la zona polar por el
lado nocturno. Una parte de él se preguntó cuán interesante sería que él mismo
convocara una asamblea para reunir a los apotecarios y a los sacerdotes sanguinarios
de todos los capítulos sucesores para condensar todo el conocimiento que poseían.
¿Qué secretos podría aprender de sus primos si estos quisieran compartirlos con los
demás? Sin embargo, sabía que eso no era lo normal en los Adeptus Astartes. Dejó
que su mente divagara por unos momentos. Recordó lo que se decía sobre uno de los
capítulos sucesores de la Vigésimo Primera Fundación, los Lamentadores. Se
rumoreaba que habían encontrado un modo de expurgar los defectos genéticos que
todos compartían. Si eso fuese cierto…, Caecus habría dado todo lo imaginable por
reunirse con ellos y aprender de su sabiduría. Sin embargo, no se sabía nada de los
Lamentadores desde hacía décadas, desde que una fuerza tiránida había diezmado su
número, y todos los mensajeros que se habían enviado para encontrarlos habían
regresado con las manos vacías. Dudaba mucho de que estuvieran presentes en el
cónclave convocado por lord Dante.
«Una pena —pensó—. Pero no es lo más importante ahora mismo. Hay asuntos
más preocupantes que resolver».
Entraron en el andamio móvil de bronce y comenzaron el descenso hacia el
corazón del complejo. Un piso tras otro de la Ciudadela Vitalis pasaron
relampagueantes ante sus ojos, unos niveles interminables de instalaciones
experimentales, laboratorios genéticos y talleres de trabajo. La búsqueda de las claves

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de la naturaleza laberíntica de la semilla genética de los Ángeles Sangrientos era una
investigación en proceso, y aquél no era más que uno de los numerosos lugares
dedicados a esa investigación. La tarea de encontrar las causas y las curas de las
maldiciones de la Rabia Negra y la Sed Roja era incesante, pero había otras
investigaciones en curso en la ciudadela, unos experimentos ocultos en criptas a las
que sólo tenían acceso Caecus y su personal de trabajo. Hacia una de ellas se dirigían
en esos momentos, y habían tomado la decisión sin haber tenido que intercambiar una
sola palabra.
El apotecarium majoris notó, sin embargo, que Fenn se callaba algo. Miró
atentamente al siervo tras unos momentos.
—Fenn, ¿qué es lo que te preocupa?
Su ayudante entrecruzó los dedos.
—No… No tiene importancia, mi señor.
—Dímelo —insistió—. Debo estar al tanto de todo lo que ocurre bajo este techo.
Fenn soltó un bufido.
—Es la mujer, señor. Sus modales me irritan de forma continua. Creo que lo hace
para divertirse a mi costa.
Caecus frunció el entrecejo.
—Ya te he dicho en más de una ocasión que hagas las paces con ella. No te
equivoques, siervo, no era una petición.
—Lo he intentado, mi señor. —Fenn inclinó un poco la cabeza—. Pero es que me
veja en cuanto tiene la oportunidad. Se burla de mis habilidades. —Se calló un
momento—. No me gusta.
—¿Gustarte? Nadie te ha pedido que ella te guste. Se te ha ordenado que trabajes
con ella. Si no puedes hacerlo…
—¡No, no! —Fenn negó vigorosamente con la cabeza—. ¡Lord Caecus, conocéis
la profundidad de mi entrega al capítulo y a nuestras investigaciones! Pero el
ambiente enrarecido que ella provoca…
—Hablaré con ella —le aseguró Caecus con firmeza para zanjar el tema—. Nos
encontramos en el momento culminante de algo magnífico, Fenn. No permitiré que
asuntos tan triviales entorpezcan el asunto.
El siervo no dijo nada y siguió mirando el suelo de rejilla hexagonal mientras el
andamio seguía descendiendo. El abismo que se abría bajo el suelo se extendía por el
hueco de descenso hasta perderse en las profundidades del interior de la montaña.
Las grandes puertas de bronce se abrieron y un corto puente levadizo de hierro
cayó para ponerse en posición y permitirles salir del andamio. Fenn siguió a su señor,
como le habían imbuido años de disciplina, un paso por detrás y a la derecha del
apotecario. Lord Caecus caminó entre los servidores artillados montados a lo largo de
las paredes. Los morros caninos captaron su olor, una vez satisfechos, los guardianes

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lanzaron un aullido conjunto de asentimiento y los cañones repetidores bajaron hasta
apuntar al suelo de nuevo. Los pistones que mantenían cerradas las compuertas de
presión del laboratorio soltaron chorros abrasadores de vapor y se contrajeron para
que las placas de acero se elevaran y franquearan el paso. El movimiento le recordó a
Fenn la cortina del escenario de un teatro.
Ambos entraron en el túnel iluminado por luces azules donde los sensores de los
espíritus máquina vigilaban y dejaron que los rociaran con una fina neblina de
sustancias antisépticas antes de que las puertas interiores se abrieran para que
pudieran entrar en el laboratorio propiamente dicho.
El rojo y el blanco eran los colores dominantes en el lugar. La iluminación
implacable de los globos de brillo montados en la pared emitía una luz intensa e
inmisericorde sobre las mesas de trabajo donde se estaban produciendo
combinaciones químicas. Las centrifugadoras zumbaban y las columnas de
fraccionamiento burbujeaban a un ritmo lento, lo que proporcionaba a la estancia un
ambiente austero pero al mismo tiempo aminado. Los servidores médicos se movían
de un sitio para otro para cumplir las tareas repetitivas que les habían programado en
el cerebro mediante doradas tarjetas perforadas.
El color rojo estaba repartido aquí y allá: en las túnicas de los servidores, en las
manchas de sangre procedentes de las mesas de disección, en los tubos de ensayo que
se extendían en hileras a lo largo de las paredes.
Delante de una de esas hileras había una mujer de pie. Estaba utilizando un visor
lenticular de peltre y cristal para estudiar en profundidad una de aquellas muestras de
sangre. Alzó la vista y sus rasgos angulosos se vieron acentuados por la mata de
cabello negro que llevaba recogida en un moño alto sobre la cabeza. Unos tubos
mecadendritos le salían serpenteantes de una línea de conexiones de bronce que
llevaba implantadas en la sien y acababan conectados en la parte alta del cuello. Al
igual que Fenn, llevaba puesta una túnica de trabajo de tela blanqueada. Sin embargo,
a diferencia de lo que ocurría con él, acentuaba de un modo milagroso la forma
musculosa y firme de su cuerpo.
—Nyniq —la saludó Caecus, y ella contestó al saludo con una leve reverencia.
—Habéis regresado en el momento preciso, majoris.
La voz de Nyniq tenía una cualidad que algunos hombres normales habrían
encontrado encantadora, seductora incluso. Fenn no pensaba nada semejante. Ella
consideraba falsa y untuosa. Había mostrado objeciones desde el principio a la
inclusión de Nyniq, pero lord Caecus había desestimado sus preocupaciones. El
asunto de los motivos que tendría la mujer para trabajar con ellos era algo secundario
respecto a la tarea que tenían por delante. «El trabajo, el trabajo, siempre el trabajo.
Eso es lo más importante». Las palabras de su señor le sonaron huecas en los oídos.
Era innegable, por supuesto, que Nyniq había sumado un gran intelecto a la tarea,

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y Fenn tuvo que admitir a regañadientes que algunas de las soluciones que ella había
propuesto para resolver ciertos problemas habían supuesto un tremendo avance en la
investigación. Sin embargo, eso no hacía que lo disgustara menos. Aquella tarea era
asunto de los Ángeles Sangrientos y de sus parientes baalitas, y un miembro
itinerante de los magos biologis no podía aparecer de repente e interferir.
Llevaba allí meses. Daba la impresión de que nunca abandonaba el laboratorio.
Siempre estaba allí cuando Fenn regresaba de un periodo de descanso, y siempre se
quedaba allí cuando él salía para dormir o para comer. Además, estaba esa costumbre
suya de canturrear una melodía sin palabras siempre que estaba trabajando. A Fenn
aquello le parecía irritante.
Había algo que consolaba a Fenn: si resultaba que tenía otros planes aparte de la
pura investigación, como ella proclamaba, su vida acabaría en unos instantes. Caecus
se lo había dicho de una forma muy clara y directa: mientras trabajara dentro de las
paredes de la Ciudadela Vitalis, su vida pertenecía a los Ángeles Sangrientos. Si
faltaba de cualquier modo a esa confianza, sería su sangre la que acabaría derramada
en el suelo del lugar.
Fenn siguió a su señor mientras éste seguía a su vez los pasos de la mujer.
Cruzaron la puerta que se abría al otro extremo de la estancia y entraron en el
depósito de contenedores.
El color dominante allí era el verde océano de los mares que antaño habían
cubierto Baal antes de la llegada de la Vieja noche. EL resplandor de la luz reflejada
brillaba en las paredes. Las botas resonaron sobre la pasarela metálica de servicio que
corría entre las dos filas de cápsulas contenedoras de paredes empañadas. Nyniq los
condujo hasta uno de aquellos tanques, que habían colocado sobre una armazón para
que estuviera en posición vertical al lado de la pasarela. Acoplado a la superficie de
cristal había un cilindro metálico repleto de luces indicadoras. El aire estaba cargado
del olor a sustancias químicas.
—Serie ocho, ejemplar duodécimo —informó Nyniq—. Observen, por favor.
Fenn frunció el ceño de inmediato.
—El ejemplar todavía no está maduro.
—Es cierto —admitió Nyniq—. Pero está lo bastante avanzado como para
demostrar lo que quiero decir.
Pulsó una secuencia en el tablero y musitó un breve encantamiento.
En el interior del tanque, el fluido lechoso se aclaró y dejó o la vista un espécimen
masculino desnudo, de proporciones similares a un miembro joven de una tribu
baalita, aunque carecía de la tez pálida y la constitución delgada y fibrosa. La figura
del interior del tanque tenía la piel de una tonalidad rojiza oscura, con placas de
músculos densos debajo. No habría desentonado si llevara puesta la armadura de un
explorador.

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Caecus estudió con atención al joven, que flotaba dormido en el fluido. Una
delgada columna de burbujas le salía de entre los labios.
—El aspecto exterior es prometedor —dijo con precaución. Nyniq asintió.
—Pero como ya hemos aprendido de la última serie de especímenes, eso no
garantiza nada.
Pulsó otra secuencia y la figura del interior del tanque se retorció y sus
extremidades se pusieron rígidas.
Abrió los ojos de golpe y Fenn soltó un jadeo cuando miró directamente al siervo.
Los ojos no tenían pupila, ni iris ni blanco. No eran más que un orbe de color rojo
rubí oscuro, con una mirada intensa. La criatura crispó las manos como si fueran
garras y arañó el interior del cristal blindado, donde dejó una serie de marcas. Un
momento después, abrió la boca. En su interior había una fila tras otra de colmillos de
aspecto afilado.
La expresión del rostro de Caecus se mantuvo fría y serena mientras la figura
gorgoteaba enfurecida al mismo tiempo que golpeaba las paredes de su
confinamiento.
—Otro fracaso, por lo que veo.
—Así es —le confirmó Nyniq con voz sombría—. A pesar de todos nuestros
esfuerzos, mi señor, continúan produciéndose errores en la matriz genética. Con cada
etapa del proceso se agudiza. Los protocolos de clonación son defectuosos a un nivel
tan primario, son tan inherentes, que nada que hagamos puede corregirlos.
Caecus se dio la vuelta e hizo un gesto con la mano hacia el tanque.
—Eliminadlo.
—Como ordenéis.
La tecnosacerdotisa pulsó otro botón y en la parte superior del tanque apareció un
aparato rectangular montado en una estructura: un bólter modificado. Fenn captó un
momento de emoción casi humana en el rostro del espécimen antes de que el arma
disparara con un estampido apagado. El fluido lechoso quedó manchado por un
chorro rojizo.
Nyniq dio un paso atrás y la base del tanque se abrió para que el fluido, el cuerpo
y el resto de materia muerta cayeran por un conducto que se extendía bajo la pasarela.
Fenn siguió a su señor.
—Mi señor, no son fallos. Tan sólo son más datos. Aprenderemos de esta serie y
lo intentaremos de nuevo.
—¿Eso es inteligente? —le preguntó Nyniq.
Los dos se detuvieron y se dieron la vuelta para mirarla.
—Yo decidiré lo que es y lo que no es inteligente —le replicó Caecus con un tono
de advertencia en la voz.
Ella se llevó una mano al colgante de platino que llevaba al cuello. Tenía la forma

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de una cadena de ADN que se repitiera, y era una imitación del símbolo rojo en
espiral que aparecía en las hombreras de todos los apotecarios de los Ángeles
Sangrientos.
—Majoris, os ofrecí mis servicios después de nuestro primer encuentro porque
me sentí fascinada por la pureza de vuestra dedicación. Lo hice porque creí que lo
que estabais investigando aquí le servirá a los Adeptus Astartes y será para mayor
gloria del Emperador de la Humanidad. Sin embargo, he de hablaros con franqueza.
Hemos llegado al límite de nuestros conocimientos. No podemos hacerlo mejor. —
Inclinó la cabeza—. Os agradezco esta oportunidad de haber formado parte de
vuestro equipo de trabajo, pero debemos admitir el fracaso y seguir adelante.
Uno de los músculos de la mandíbula de Caecus empezó a temblar.
—¡No pienso hacer nada semejante! ¡Soy un ángel sangriento! ¡Nosotros no
abandonamos nuestro empeño al primer contratiempo! ¡Cumplimos nuestra misión
hasta el final, por amargo que éste sea!
—Pero es que éste no es el primer contratiempo con el que nos encontramos. Ni
el segundo, ni el décimo o el quincuagésimo. —Nyniq bajó la voz hasta hablar en un
tono de conspiración—. Además, mi señor, sé que ha habido cosas que no nos habéis
contado. Sé que el señor del capítulo no nos ha dado su permiso para que prosigamos
con estas investigaciones, pero que a pesar de ello vos habéis continuado con ellas.
—Lord Dante no nos ordenó que las interrumpiéramos —la interpeló Fenn—.
¡El… Él no utilizó esas palabras!
—Eso no es más que semántica —le replicó Nyniq—. Dudo mucho de que se
sintiera contento si se enterara de que a pesar de sus órdenes hemos continuado con
las investigaciones todos estos meses.
—Tiene razón —admitió Caecus al mismo tiempo que se acercaba a otro de los
tanques contenedores. Se miró en el reflejo que se veía en la superficie de cristal
blindado y su humor se ensombreció—. Tomé una decisión. Lord Dante es una
persona magnífica, pero cree en lo que puede tocar. La única fe que siente es para el
Emperador y la fuerza de sus hermanos. Estoy convencido… Estoy seguro de que
Dante verá con claridad el valor de nuestro trabajo si le muestro alguna prueba en vez
de sólo palabras.
—Las únicas pruebas que tenemos son clones sin acabar, mutantes bestiales y
aberraciones que parecen ser marines espaciales y que no son mejores que los
engendros de los Corrompidos. —Nyniq meneó la cabeza en un gesto negativo—.
Sabemos que Corax, de la Guardia del Cuervo, tardó decenios en desarrollar el
proceso, y que a pesar de ello, ¡sólo conseguía un éxito por cada cien fracasos!
—Quizá… quizá tengas razón.
A Fenn le comenzó a temblar el labio inferior cuando vio el cambio que se estaba
produciendo en su señor. La certeza en el semblante de Caecus desapareció. Dio la

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impresión de que le quitaban un gran peso de encima. El siervo fue consciente de un
modo repentino y terrible de que detrás de la máscara de decisión que su señor
siempre mostraba, esa expresión cansada era su verdadero rostro. Era el rostro de
alguien agotado por los largos años de esfuerzo incesante y sin fruto alguno hacia un
objetivo que quizá jamás conseguiría cumplir.
—Mi señor, no. ¡Tiene que haber otro modo! Alguna manera que todavía no
hemos probado, algún enfoque que no hayamos visto.
Alargó una mano y la posó en el guantelete de Caecus.
—¿Y quién lo conoce, viejo amigo? —El apotecario miró a su siervo y le sonrió
—. ¿Tú? Habla si sabes la solución. Me encantaría oírla.
Nyniq carraspeó para llamar la atención. Seguía jugueteando con el colgante.
—Hay… alguien. Es una persona con grandes conocimientos. Yo lo conozco, lord
Caecus. Era mi mentor en las instalaciones de los magos biologis durante mi
formación como iniciada. Me habló con gran interés de las investigaciones del Gran
Corax en más de una ocasión.
Fenn frunció con fuerza el entrecejo.
—¿Quieres que traigamos a otro desconocido? —Miró a su señor—. Mi señor,
¿no es suficiente con una?
—¡Todos somos siervos del Emperador! —Le replicó Nyniq—. ¡Y puede que esta
persona sea la última esperanza para los planes de reconstruir a los Ángeles
Sangrientos!
—Dime entonces cómo se llama —le dijo Caecus—. Dime su nombre.
—El lord tecnosacerdote Harán Serpens, majoris.
El apotecario asintió.
—Conozco sus investigaciones. Creó una cura para las Plagas Bruma de Farrakin.
—Ése mismo.
Tras unos momentos, el señor de Fenn asintió de nuevo.
—Llámalo. Hazlo con discreción y sigilo. No quiero tener que darle explicaciones
a lord Dante hasta que tenga algo que mostrarle.
El apotecario se dirigió luego hacia, la puerta. Fenn corrió para alcanzarlo.
—¡Mi señor! ¿Estáis seguro de que es lo correcto? ¿Podemos confiar en el
magos?
Caecus ni siquiera lo miró.
—Todos somos siervos del Emperador —repitió—. Además, a veces debemos
relacionarnos con aquellos que no queremos para conseguir una victoria mayor.
—¡No confío en ella! —insistió Fenn con un susurro.
—La confianza no es necesaria, sólo la obediencia —le replicó Caecus.

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CINCO

Engastado en el suelo de mármol gris del Gran Anexo. Directamente debajo de la


cúpula solar, había una estrella de cuatro puntas creada a partir de una piedra de color
rojo óxido sacada de las minas situadas a los pies de las montañas Cálice. Estaba
salpicada de diminutos fragmentos de granate, y cuando el sol estaba en su cenit, la
luz roja que atravesaba la cúspide de la cúpula la hacía relucir. En el centro de la
propia estrella se hallaba un óvalo de mosaico con la forma del símbolo de los
Ángeles Sangrientos. Las alas señalaban respectivamente al este y al oeste, la punta
superior de la gota que había entre ellas señalaba hacia el norte, mientras que la gota
en sí caía hacia el sur.
El edificio llevaba en pie desde hacía milenios. Incluso para un adeptus astartes,
un guerrero capaz de vivir más de mil cien años, como los de lord Dante, tal periodo
de tiempo era algo inabarcable en la mente. ¿Cuántos ángeles sangrientos de cuántas
generaciones habrían caminado entre aquellas piedras? ¿Cuántos hombres? ¿Cuántas
vidas, ya acabadas, habrían marchado al combate para defender los mismos ideales
que tenía el hermano Rafen? Pensar en ello era pensar en la historia, pero con
mayúsculas, sólida como esas piedras.
Rafen estaba en la punta sur del símbolo y empuñaba con firmeza en la mano
derecha el mástil del estandarte de Signus. En los otros tres puntos cardinales había
otros tantos hermanos de batalla equipados como él, con servoarmadura de combate y
adornos de gala, y también enarbolaban estandartes con las mayores victorias de la
historia del capítulo. La enorme estancia circular era uno de los mayores espacios
abiertos interiores de la fortaleza-monasterio, con la excepción de algunos de los
recintos de entrenamiento. Las dimensiones del anexo parecían todavía mayores
debido a que no se veían vigas de apoyo ni contrafuertes que sostuvieran el inmenso
techo curvado que se extendía sobre ellos. La estancia podría haber acomodado a un
titán de gran tamaño, y la máquina de guerra habría dispuesto de espacio para
moverse. Unos estandartes largos y delgados, cada uno con el símbolo de uno de los
capítulos sucesores, colgaban colocados a intervalos y equidistantes entre sí del borde
interior de la cúpula.
Los rodeaban anillos de astartes colocados de pie formando cuatro
semicircunferencias alrededor de la estrella-brújula. Había el mismo número de

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guerreros en las cuatro, y todos miraban hombro con hombro hacia dentro. Sus
armaduras de combate eran una mezcla de variantes y de subclases, e incluso había
un dreadnought en mitad de una de las hileras. Todas ellas formaban el espectro del
rojo. Había tonalidades carmesíes que llegaban hasta el rubí, del escarlata al granate,
colores intensos como la sangre y vivos como el fuego. A diferencia de sus
camaradas de los Ángeles Sangrientos que se encontraban bajo aquellos estandartes
venerables, esos guerreros eran los parientes lejanos de Rafen, las hermandades de
los capítulos sucesores. Sus primos.
Entre ellos sonaba el murmullo contenido de conversaciones en voz baja.
Algunos hermanos de batalla estaban reafirmando amistades antiguas. Otros se
hacían gestos de respeto entre ellos. Algunos estaban silenciosos como estatuas. Sus
caracteres y sus comportamientos variaban tanto como los cobres de sus armaduras.
Rafen no giró demasiado la cabeza, pero sabía que inmediatamente a su derecha se
encontraba el contingente de los Ángeles Sanguinarios, que tenían un aspecto
magnífico con su equipo mitad rojo, mitad negro y sus cascos pulidos y relucientes. A
su izquierda estaban Gorn, Seth y los Desgarradores de Carne. Los siguientes en la
fila eran los Ángeles Bermellones, de armadura rojo oscuro. Luego estaban las
armaduras de rebordes dorados de los Bebedores de Sangre, y la fila continuaba…
Paseó la mirada sobre las figuras que estaban de pie ante él y se quedó maravillado
por la solemnidad del momento. Varios servocráneos zumbaban por encima de ellos
volando sobre impulsores y grababan cada segundo para la posteridad en cintas
pictográficas y en cilindros de datos, pero Rafen estaba allí, experimentando el
momento de primera mano y formando parte del mismo.
El legado de Sanguinius se encontraba a la vista en aquella estancia. Había
representantes de casi todos los capítulos descendientes de la misma línea de sangre
del Gran Ángel, y estaban reunidos bajo el mismo techo. Rafen paseó la mirada entre
ellos y llegó a ver astartes de capítulos que hasta ese día habían sido poco más que un
nombre en las páginas de los manuales de guerra. Allí estaba la Legión de la Sangre,
con sus rayas diagonales de color rojo y azul eléctrico; los Ángeles Carmesíes, con el
mismo color de la armadura de Rafen excepto el reborde de color negro azabache; los
Alas Rojas, con las placas blancas y rojas; los Espadas Sangrientas, relucientes con su
rojo brillante y d símbolo de una espada llorosa en las hombreras. Todos aquéllos, y
más, estaban unidos por un lazo de parentesco único.
Y a pesar de ello, al igual que ocurría en las familias de los seres humanos
normales, había mala sangre en la fraternidad de los Hijos de Sanguinius.
Rafen se dio cuenta de que el hermano capitán Gorn miraba con interés evidente
el grupo de los Ángeles Sanguinarios. La mayoría de los guerreros tenían la cabeza
descubierta, pero todos los Ángeles Sanguinarios, hasta el último de ellos, llevaban
puesto el casco bicolor. Era una manía de ese capítulo, que la mayoría conocía,

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aunque el motivo de la misma estaba envuelto en los rumores y en las suposiciones.
Los hermanos de los Ángeles Sanguinarios solían ir siempre con la cara tapada al
combate y a todos aquellos lugares en los que otros podían verlos. Sólo se quitaban
los cascos entre los suyos, donde se encontraban sus parientes, e incluso en esa
situación se tapaban el rostro con las capuchas anchas de sus túnicas. Rafen había
oído mientras era iniciado muchos relatos fantásticos y grotescos sobre los motivos
por los que los Ángeles Sanguinarios se ocultaban a los ojos de los demás, pero los
había considerado poco más que cháchara. Sin embargo, al encontrarse tan cerca de
ellos, no pudo evitar recordar esos relatos, y se preguntó por un momento qué
tendrían de verdad.
Lo cierto era que Gorn no parecía dispuesto a conformarse con mirarlos en
silencio.
—¿Rydae? —preguntó en voz baja sin dejar de mirar fijamente al oficial de los
Ángeles Sanguinarios—. ¿Eres tú el que está ahí debajo?
Rafen observó al otro astartes con el rabillo del ojo. El ángel sanguinario no le
hizo caso alguno a Gorn.
—Es difícil saberlo con seguridad —siguió diciendo Gorn—. Es difícil
diferenciaros a unos de otros. —Rafen notó que el ambiente comenzaba a cargarse de
tensión—. ¿Es que no me vas a saludar, primo? ¿No? —El desgarrador de carne se
rió en voz baja. El señor de su capítulo, que estaba a su lado, no prestó atención
alguna a la conversación, como si estuviera por debajo de lo que debía interesarle—.
Ah, ya entiendo. ¿Todavía estás enfadado conmigo después de nuestro encuentro en
el mundo de Zofor? ¿Por la derrota?
Por primera vez, el casco del capitán de los Ángeles Sanquinarios se giró un poco
para que los visores de color esmeralda encararan directamente a Gorn.
—No hubo derrota alguna. Tan sólo… interferencia por vuestra parte —fue la
respuesta, que estaba cargada de amenaza.
Gorn sonrió de oreja a oreja con un gesto falso.
—Me apena que pienses de ese modo.
El casco se giró de nuevo con una precisión mecánica.
—Poco me importa tu delicada sensibilidad —le contestó Rydae con un susurro
—. Y mucho menos esta conversación.
Rafen vio que Gorn cerraba el puño y supo que aquello ya había llegado
demasiado lejos. El sargento giró un poco la muñeca y la base del mástil del
estandarte dio un golpe seco en el suelo de mármol. El chasquido seco llamó la
atención de los dos astartes.
—Estimados hermanos capitanes —les dijo con firmeza—, quizá ése sea un
asunto que deba resolverse en otro momento.
Rydae no le contestó, pero Gorn le dirigió una mirada breve pero cargada de

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veneno.
—Por supuesto —le replicó en voz baja—. Uno de los privilegios de ser un ángel
sangriento es que siempre se tiene la razón.
Cualquiera que fiera la respuesta que le iba a dar, quedó olvidada cuando una voz
clara y poderosa resonó en todo el Gran Anexo.
—Parientes, reuníos —los llamó Mephiston.
La estancia se sumió de inmediato en el silencio más absoluto. Resonaron los
pasos de los individuos que se acercaban por los cuatro puntos cardinales. Del este y
del oeste llegaron el sacerdote sanguinario Corbulo y el psíquico Mephiston, cada
uno acompañado por un guerrero veterano que llevaba el casco dorado de un guardia
de honor en el hueco del codo. Por detrás de Rafen llegaron otros dos ángeles
sangrientos portando un estandarte. Éste mostraba al propio Sanguinius en una de sus
poses más típicas, mirando hacia el cielo con las alas extendidas al mismo tiempo que
presentaba su sudario y su grial. Por último, por el norte, seguido por el capitán de su
guardia de honor, llegó Dante.
Los rayos del sol rojo lo iluminaron y bañaron al señor del capítulo con un halo
de luz. Lord Dante llevaba puesta la armadura ceremonial artesanal, cuyas placas
doradas de ceramita habían sido pulidas hasta adquirir un brillo lustroso. Las alas
engastadas de perla, rubí y jade centelleaban y relucían. La placa facial del casco era
una réplica de la máscara mortuoria de Sanguinius. Al igual que los demás guerreros
presentes, iba desarmado, a excepción de un cuchillo de combate metido en la vaina
de la bota. Rafen se distrajo por un momento ante el espectáculo de aquel guerrero al
recordar un momento similar, meses antes, en uno de los sótanos del mundo forja de
Shenlong, cuando otro guerrero con armadura dorada se había alzado ante él.
Parpadeó y sacudió un poco la cabeza para sacar esa imagen de su interior. Rafen se
concentró de nuevo y descubrió que Mephiston lo estaba mirando con una expresión
del cierta curiosidad en el rostro. Había sido el bibliotecario jefe quien había insistido
en que se le concediera el privilegio de sostener uno de los estandartes sagrados del
capítulo. Se preguntó qué motivos tendría el Señor de la Muerte para hacerlo. Los
demás guerreros que sostenían estandartes tenían como mínimo el rango de capitán, y
era bien sabido que Mephiston no otorgaba favores sin un buen motivo. Sin embargo,
Rafen no era más que un simple sargento, y no estaba en su mano cuestionar las
decisiones de un hermano tan superior.
Los recién llegados se reunieron en el óvalo central del suelo de mosaico.
Corbulo hizo un gesto de asentimiento a modo de saludo a los estandartes y a la
guardia de honor, y luego se pusieron de rodillas. Rafen imitó el movimiento con una
precisión inmediata. Por último, Dante hizo una reverencia ante el estandarte del
capítulo y la representación de su primarca, y todos los astartes de la estancia hicieron
lo mismo.

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—Frater Sanguinius —los saludó el señor del capítulo. Su voz llegó a todos los
rincones de la estancia amplificada por el comunicador de su casco—. Hermanos de
sangre. En nombre del Emperador y del Gran Ángel, tengo el honor y el privilegio de
daros la bienvenida a Baal, la cuna de donde salieron nuestros linajes compartidos.
—Por la gloria de Sanguinius y el Imperio de la Humanidad —exclamó
Mephiston.
—Por la gloria de Sanguinius y el Imperio de la Humanidad —respondieron
todos los guerreros presentes, repitiendo la invocación, y la cúpula convirtió en eco
sus palabras.
Dante se puso en pie y los allí reunidos lo imitaron. Rafen se arriesgó a mirar un
momento de reojo a Rydae y a Gorn. Ambos tenían centrada toda la atención en el
señor del capítulo los Ángeles Sangrientos.
Dante alzó las manos y se quitó el casco para entregárselo a Corbulo. Su
expresión tranquila y paternal recorrió la estancia y miro de forma deliberada a los
ojos de todos los presentes.
—Primos y parientes. Sangre de mi sangre. Me enorgullece ver una asamblea tan
magnífica como ésta, y me siento abrumado por el agradecimiento por los rostros que
veo ante mí. Que hayáis venido atendiendo a mi petición, que hayáis respondido a
una llamada simplemente porque se hacía desde Baal, me llena de un enorme respeto.
No importa cómo se llame el mundo al que consideráis vuestro hogar, no importa la
distancia que lo separe de este sitio, éste es nuestro lugar de nacimiento espiritual. —
Señaló al aire con una de sus manos cubiertas por el guantelete dorado—. Y será en
este lugar donde discutamos un asunto de la máxima importancia para el legado de
Sanguinius. Hacerlo sin que estuvierais presentes habría sido incorrecto, y lo único
que lamento es que no hayamos podido reunir a todas las voces de nuestros primos en
esta asamblea.
Hizo un gesto con la barbilla hacia el puñado de estandartes que seguían
colgando, entre ellos uno de cuadrados blancos y negros con el símbolo de un
corazón sangrante.
Dante se llevó las manos al pecho e hizo el saludo del aquila sobre la gota de rubí
que tenía engastada en la placa pectoral.
—Ofrezcamos una oración al Emperador, que su mirada sea eterna e
imperturbable, y al espíritu de nuestro señor primarca. Pidámosles que nos protejan
en los días venideros, y que nos concedan su bendición y un poco de su sabiduría.
Rafen imitó el gesto, al igual que los demás, y sostuvo el estandarte con el hueco
del codo. Paseó los ojos por los reunidos. Al llegar a Mephiston, se quedó mirándolo.
Vio que el psíquico cerraba los ojos con fuerza y dilataba las aletas de la nariz, como
si oliera algo repugnante. Al momento siguiente, el Señor de la Muerte parpadeó y
todo pasó, pero en el rostro se le quedó una leve expresión de inquietud.

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Rafen captó un movimiento con el rabillo del ojo y vio que allí arriba, en la
galería de observadores, se encontraban las figuras vestidas con túnicas de muchos
astartes de rango superior. La óptica aumentadora de las lentes de su casco le permitió
distinguir al primer capitán Lothan, al gran capellán Lemartes y al ascético Argastes a
su lado. Cuando todos aquellos guerreros inclinaron la cabeza en muestra de respeto,
Rafen se vio asaltado por una pregunta repentina al notar la ausencia de uno que
debería estar ahí.
«¿Dónde está el apotecarium majoris? ¿Dónde está el hermano Caecus?».

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Las grandes puertas del laboratorium se separaron y, de repente, allí estaba el recién
llegado. Los chorros de vapor procedentes de los cierres de pistones se arremolinaron
alrededor de sus tobillos. Fenn se sobresaltó y se apresuró a dejar en una mesa el
soporte de probetas de muestra que llevaba en la mano para que no se le cayeran al
suelo. El individuo estudió el lugar con un interés sosegado, igual que alguien que
estuviera contemplando una obra de arte en una galería. Luego vio a Fenn y le sonrió.
Su rostro era arrugado y moreno, como el cuerpo añejo y desgastado. A su espalda se
movió una silueta cuadrangular, aunque no estaba claro qué era a pesar del resplandor
de los globos luminosos.
El siervo se volvió al oír el sonido de las pisadas de su señor y vio que Caecus se
acercaba, con Nyniq a su lado. La expresión de la mujer mostró algo que Fenn jamás
le había visto: felicidad.
—Mi tecnoseñor —murmuró ella—. Que el Omnissiah os proteja.
—Y a ti, mi pupila.
La voz del individuo era contenida y tranquila.
Nyniq hizo una leve reverencia y el recién llegado se agachó un poco para darle
un beso casto en la cabeza. Era mucho más alto que un individuo normal.
—Haran Serpens, supongo —dijo Caecus.
El desconocido hizo una leve inclinación a modo de Saludo.
—Así es, majoris. Os agradezco vuestra amable invitación.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí con tanta rapidez?
Fenn hizo la pregunta antes siquiera de que le diera tiempo a pensárselo, lo que le
valió una mirada de reojo de su señor. A Serpens no pareció importarle.
—Tenemos nuestros modos, alabado sea el Omnissiah. —Se dio un par de
golpecitos en el broche con el símbolo del Adeptus Mechanicum, el engranaje y la
calavera, que llevaba para abrocharse la capa que cubría sus anchos hombros—. La

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fortuna quiso que estuviera cerca cuando la llamada mecánica de Nyniq me llegó.
Descubrí que el contenido de su convocatoria codificada era de lo más interesante. —
Miró hacia la puerta—. Si me lo permitís, majoris, ¿puedo entrar?
Caecus le indicó con un gesto que lo hiciera.
—Entrad, mi tecnoseñor, pero quiero que tengáis claro que cuando lo hagáis,
tendréis que cumplir una serie de normas.
Serpens intercambió una mirada con la mujer.
—Sean las que sean las directivas que queráis imponerme, ángel sangriento, me
someto a ellas. Tan sólo me interesa la investigación. Nyniq me dijo que me
resultaríais fascinante, así que aquí estoy. —Se sonrieron con gesto familiar—.
Confío en ella por completo. —Luego inclinó la cabeza hacia un lado—. ¿Cómo
puedo servir al Emperador?
Caecus hizo caso omiso de la pregunta e hizo otra su vez.
—¿Dónde tenéis vuestra nave? Es importante que vuestra presencia aquí pase
inadvertida durante un tiempo. No sería bueno que una de las naves de los capítulos
sucesores se enfrentara a la vuestra.
—No hay de qué preocuparse —lo tranquilizó Serpens mientras estudiaba con
atención un tubo con sangre—. Mi transporte apenas se ha hecho notar. Nadie
excepto los presentes en este lugar sabe que he llegado a Baal.
El magos biologis recorrió lentamente el perímetro de la estancia y lo observó
todo con detenimiento. El objeto que había estado esperando a su espalda entró con
pasos lentos pero firmes. Se trataba de una caja de cierta altura fabricada en acero
negro y que se movía gracias a un racimo de patas semejantes a las de las arañas. En
uno de los costados del contenedor había una máscara de porcelana con unos sensores
en luz verde en los huecos de la boca y de los ojos. La criatura-máquina avanzaba con
cuidado, y no se apartó en ningún momento más de una cierta distancia de su
propietario.
—Debéis comprender que la naturaleza de esta investigación es un secreto de los
más absolutos —insistió Caecus—. Nyniq responde de vos como de un individuo de
grandes conocimientos y de gran discreción.
—Me precio de serlo. —El tecnoseñor asintió con gesto aprobador—. Veo que
estáis utilizando los protocolos de Ylesia como fuente operativa para vuestros
cultivos biológicos. Una elección excelente. Yo mismo he trabajado con una versión
modificada de ese medio. —Sonrió de nuevo—. Creo que empiezo a adivinar parte
de la investigación que estáis llevando a cabo.
Por mucho que lo intentó, Fenn fue incapaz de apartar la mirada del tecnoseñor.
Serpens llevaba bajo el grueso abrigo de invierno de piel de animal de color marrón
una especie de mono de trabajo que era una mezcla entre la armadura de combate de
un adeptus arbites y una chaqueta de fuerza. También llevaba puestos varios chalecos

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que se solapaban entre sí y lo único que tenían en común eran los numerosos bolsillos
de vacío que los cubrían. El magos tenía el cabello de color pajizo recogido en una
serie de trenzas que acababan uniéndose a la espalda para formar una larga cola
serpenteante. Sin embargo, lo que más le llamaba la atención era el tamaño del
individuo. Ya había visto otros magos biologis y a otros miembros del Adeptus
Mechanicum en muchas ocasiones, pero en ninguna de ellas se había encontrado con
un individuo de esa estatura.
—No soy lo que te esperabas, ¿verdad? —le preguntó Serpens.
—No, no lo sois —admitió el siervo—. Tenéis el tamaño de un astartes.
Hizo un gesto con el mentón hacia su señor y vio que era evidente que Caecus
estaba pensando lo mismo.
—Así es —admitió Serpens—. He intentado a lo largo de toda mi vida
modelarme para parecerme en todo lo posible a los hijos más perfeccionados del
Emperador: los marines espaciales. —Bajó la mirada hacia sus propias manos,
cubiertas con unos guantes de cuero negro—. Espero que el majoris me perdone este
acto de vanagloria humana, pero he modificado mi cuerpo de muchas maneras para
compartir una fracción de la grandeza que os concedieron a vosotros. —Serpens hizo
una reverencia—. Mi señor, debéis considerarlo la forma más pura de alabanza.
—Ya veo —contestó con una frialdad cautelosa.
Sin embargo, Fenn se imaginó muy bien lo que su señor estaba pensando: lo
mismo que él. «¿Qué quiere decir Serpens? ¿Se ha hecho trasplantar a su propio
cuerpo órganos artificiales como los de los marines espaciales?». Eso explicaría en
gran medida cómo era posible que un magos pudiera haber visto cambiada su forma
de humano normal hasta ese punto. Aquella idea hizo que Fenn se sintiera todavía
más incómodo, pero la expresión del rostro de su señor cambió. Caecus había
decidido no continuar esa conversación al menos de momento.
—¿Y eso? —El ángel sangriento señaló la caja metálica—. ¿Es vuestro servidor?
—En cierto modo —admitió Serpens—. Se trata tan sólo de un transporte
autónomo para las piezas más vitales de mi equipo, como aparatos quirúrgicos y
similares.
Movió los dedos formando un código con tanta rapidez que Fenn no fue capaz de
seguirlos, y la criatura mecánica se alejó hacia una esquina con las patas siseando y
traqueteando.
Serpens se detuvo y unió las manos en un gesto de sumisión.
—Mi estimado astartes, lord Caecus. Si me permitís ser tan atrevido, quisiera
decir una palabra: clonación. ¿No es así? —No esperó que le contestara—. Se trata de
mi especialidad, y los aparatos que veo a mi alrededor están centrados en esa
investigación. Os aseguro que necesitaréis mis conocimientos para solucionar el
espinoso problema que la biología aplicada os presenta en esta ocasión. —Le tocó

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con suavidad la cara a Nyniq—. Mi pupila, a pesar de todos sus conocimientos, no
me habría llamado si no fuera así. Y os lo digo aquí y ahora: si me lo permitís, me
sentiré honrado de ayudaros a resolverlo. —Bajó la voz hasta que fue poco más que
un susurro—. ¿Me lo permitiréis? Uno de mis sueños ha sido siempre trabajar codo
con codo con un maestre biólogo de los Adeptus Astartes.
—¿Y si esa investigación implica que tendréis que poner vuestra lealtad a los
magos biologis por detrás de las necesidades de mi capítulo? —Caecus lo miró
fijamente a los ojos—. ¿Qué haréis entonces?
Serpens apartó la mirada.
—Mi señor…, ¿puedo hablaros con sinceridad?
—Adelante.
—Los logros que ha conseguido Haran Serpens han sido cada vez menores. Mi
última gran victoria fue contra la Plaga Bruma… Y desde entonces no he logrado
nada. Estoy fuera de lugar, majoris. Sólo pierdo tiempo. Querría tener la oportunidad
de conseguir algo valioso. No se me ocurre un mejor servicio que colaborar con los
Hijos de Sanguinius. Mi lealtad… mi lealtad es para el Emperador y para Terra.
Fenn captó un cierto tono de desesperación en la voz del tecnoseñor.
—Nyniq ha demostrado ser una ayudante valiosa —respondió Caecus—. No
tengo duda alguna de que vos no seréis menos. Sin embargo; debo dejároslo claro,
Serpens. Una vez aceptéis uniros a nosotros en la ciudadela, no podréis comunicaros
con el exterior. Los secretos que os confiemos no podrán ser revelados bajo pena de
muerte. No toleraré que se hable sobre este asunto antes de que tengamos éxito.
Serpens asintió.
—Lord Caecus, ya me he arriesgado a caer en desgracia ante mis superiores al
venir aquí sin pedir permiso. No voy a volverme atrás ahora. —Le ofreció una mano
al marine espacial—. Sólo os digo esto: me pongo a vuestras órdenes. Estoy a
vuestras órdenes. Ponedme a vuestras órdenes y juntos conseguiremos superar todos
los obstáculos que existan. Le mostraremos al Emperador algo majestuoso.
Fenn se puso tenso al oír las palabras que acababa de pronunciar el tecnoseñor.
Las había oído por primera vez unos cuantos meses antes, en una reunión que se
había producido de un modo semejante a la que tenía lugar en aquel momento.
«Le mostraremos al Emperador algo majestuoso». Se quedó mirando a Nyniq.
Había sido ella quien había pronunciado esas palabras. El eco apagado de las mismas
resonó en la memoria del siervo. Fenn la observó mientras realizaba una reverencia e
imitaba la actitud servil de Serpens, y volvió a acordarse de la primera vez que la
había visto.

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Las bibliotecas de LXD-9768 eran tan inmensas que cubrían tres quintas partes de la
superficie del planeta. El suelo del apagado mundo rocoso de atmósfera cargada de
nitrógeno había quedado pulido por la acción de las tremendas tormentas y los
huracanes que provocaba el complejo movimiento de las tres lunas asteroides. Esos
satélites ya habían desaparecido, convertidos en fragmentos por las minas de los
Adeptus Mechanicum y utilizados para construir las filas interminables de bloques
que iban de un extremo a otro del horizonte. Una cámara tras otra, un anexo tras otro,
cada almacén albergaba millones de libros, de pergaminos, de pictografías y otros
tipos de almacenamiento de datos. Había islas, continentes enteros, que estaban
reservadas a ciertos tipos de comunicación, como discos codificados y varillas sólidas
de memoria.
Había planetas como LXD-9768 repartidos por toda la galaxia. Eran planetas
escogidos por su estabilidad, que se es encontraran lejos de estrellas cercanas al final
de su existencia, lejos de fronteras alienígenas o de otras fuentes potenciales de daño.
Muchos de ellos duplicaban los archivos de otros planetas, con múltiples copias
redundantes dispersas miles de veces a lo largo de años luz. Sin embargo, no todos
eran iguales. Después de la Vieja Noche y de la pérdida de las grande tecnologías de
la humanidad, los miles de años que habían transcurrido desde entonces habían sido
testigos de los enormes esfuerzos que se habían producido para recuperar lo que
antaño era conocido por todos. El Adeptus Terra, en su infinita sabiduría y en su
paciencia incalculable, había decretado que semejante caída en la ignorancia no debía
ocurrir de nuevo.
De ahí los mundos biblioteca, planetas que albergaban almacenes de archivos tan
grandes como ciudades, que repetían y protegían la información para que la
desaparición de uno de ellos no supusiese la destrucción de la base del conocimiento
de la humanidad. Cada dato recuperado del pasado, cada pieza de información
generada desde entonces, era guardada allí. Nada se perdería de nuevo.
Sin embargo, la realidad no se correspondía con esa visión. En el cuadragésimo
primer milenio, la información conservaba el mismo poder que en milenios
anteriores, y los que la poseían la guardaban como si fuera un tesoro de piedras
preciosas. Los mundos biblioteca, en vez de convertirse en el hogar de toda la
sabiduría, se habían transformado en grandes desfiladeros de datos inservibles
reunidos por una burocracia que lo almacenaba todo como si fuera de la máxima
importancia, sin importar lo trivial o lo inútil que resultara ser en realidad. Las
estanterías de LXD-9768 no contenían las palabras que había pronunciado el
Emperador en su ascenso al Trono Dorado, pero se podía encontrar una descripción
detallada de las costumbres migratorias de razas extinguidas de roedores que vivían
en los niveles inferiores de las ciudades colmena de mundos que ya no existían desde
hacía siglos.

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Los mundos biblioteca continuaron su existencia recolectando datos como un
cetáceo cribaría las aguas del océano en busca de krill, y a veces, por pura casualidad,
encontraban datos que realmente tenían valor.
A Fenn le costó seis días de búsqueda encontrar el anexo correcto tras discutir y
enfrentarse por nimiedades con los sabios y los escribientes que actuaban como
guardianes de los grandes océanos de datos que se encontraban encerrados en los
almacenes de las bibliotecas. Por fin había conseguido los permisos necesarios, todos
reunidos en un pliego de papel grueso y grasiento en el que habían estampado una
docena de sellos y confirmaciones de consentimientos. Los libros estaban muy cerca
ya, en un sótano inferior.
Lord Caecus había permanecido en la lanzadera Aquila mientras Fenn trabajaba.
Se había dedicado a meditar en el austero compartimento de carga. No había dormido
ni comido desde que habían partido de Baal, y había hablado poco con el siervo
durante el viaje a bordo de la nave de transporte y de la lanzadera que los había
llevado a la superficie de LXD-9768.
Decir que su señor estaba preocupado era quedarse corto. Se había mantenido
distante desde que había regresado a la ciudadela Vitalis después de su reunión con
lord Dante. Caecus había acudido a la asamblea con muchas esperanzas,
completamente convencido de que el señor del capítulo aceptaría su sugerencia sobre
el modo de reconstruir el capítulo. No había esperado, ni Fenn tampoco, que le dieran
una respuesta tan negativa. Quizá se habían mantenido demasiado cerca de la idea,
habían estado demasiado concentrados en la tarea como para pensar que quizá otros
la consideraran algo cuestionable.
Fenn esperó que Caecus ordenara el cierre del laboratorio y que se detuviera la
investigación. Cuando el apotecarium majoris no hizo nada en ese sentido, el siervo
no lo cuestionó. Comprendía lo que pensaba su señor. Podría rebatir la crítica de lord
Dante si conseguía obtener resultados convincentes. El deber de Fenn era ayudar a su
señor para que eso sucediera, y por eso estaban allí, para seguir una débil pista.
Habían rastreado la existencia de una serie de libros en aquel lugar. Se decía que los
habían copiado los monjes de lonai a partir de registros escritos por el hermano
Monedus, un apotecario mayor de la Guardia del Cuervo, y al parecer contenían
buena parte del conocimiento sobre los experimentos del primarca Corax en las
técnicas aceleradas de cosechado de zigotos. Los libros habían acabado en LXD-9768
tras ser rescatados de la destrucción de una estación de estudio en algún lugar del
Segmentum Ultima.
Caecus mostró las primeras señales de interés en algo desde hacía semanas. Sin
embargo, cuando llegaron al anexo, ese interés se convirtió de inmediato en una
profunda rabia. El escribiente de la puerta pareció sorprendido de verlos. «No son los
primeros visitantes que recibimos hoy», les había dicho el sacerdote escriba. Al

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parecer, las visitas eran muy escasas.
Nyniq ya estaba allí, dedicada a la lectura de los escritos de Monedus. Utilizaba
una herramienta repulsora de campos para pasar las páginas sin tocarlas.
Fenn pensó al principio que se trataba de un capricho cruel del destino, que
aquella magos había llegado el mismo día al mismo botín que su señor buscaba. Se
enteró de que no era así. Nyniq se enfrentó a varias amenazas veladas de lord Caecus
y poco a poco fue revelando que estaba allí porque se había enterado de la búsqueda
del apotecario sobre tratados acerca de la clonación. Les explicó que era una línea de
investigación que también estaba siguiendo ella. «Podríamos avanzar enormemente si
uniéramos nuestros esfuerzos», le había ofrecido Nymiq.
Por supuesto, Fenn empezó a odiarla nada más verla. Era tan arrogante como
hermosa, y retorcía las palabras para que se escurrieran por el borde de la furia de su
señor; provocaba el interés de Caecus con sus considerables conocimientos para
luego retirarse, igual que haría una mujer normal respecto a un hombre con la
promesa de ayuntamiento carnal. Además, era muy astuta. Nyniq hizo unas cuantas
sugerencias respecto a la posibilidad de hablar de aquella reunión directamente con
lord Dante para tratar directamente con los Ángeles Sangrientos, a sabiendas sin duda
alguna del deseo de Caecus de que todo se mantuviera en secreto. El apotecario
reconoció a Fenn más tarde que llegó a pensar en acabar con la vida de aquella mujer
problemática para zanjar el asunto de una vez por todas, pero ¿qué consecuencias
habría tenido semejante acto?
El siervo contempló cómo ella se ganaba poco a poco la confianza del ángel
sangriento provocando su curiosidad y atrayéndolo hacia donde ella quería. Fenn
supo que Nyniq se había ganado a su señor cuando le mostró una compleja trama de
fórmulas biológicas tan intrincadas que el astartes apenas logró entender a primera
vista.
Sin embargo, ella la comprendió sin dificultades. Los escritos de Monedus eran
para ella piezas perdidas de un rompecabezas, y estaba ansiosa por unirlos a los datos
de las investigaciones de Caecus.
Caecus quizá la habría rechazado de inmediato si la presión del tiempo y la
censura de lord Dante no lo hubieran apremiado. Quizá habría tomado lo que
necesitaba y la hubiera dejado destrozada en el suelo de la biblioteca, pero lo cierto
era que el apotecarium majoris ocultaba en su interior una desesperación angustiada.
Hizo caso omiso de las objeciones de Fenn y aceptó la oferta de ayuda a cambio de
recompensarla con ciertos logros de la investigación.
«Le mostraremos al Emperador algo majestuoso —le había dicho—.
Caminaremos tras sus pasos y crearemos semidioses, a partir de la arcilla primitiva de
los humanos normales».

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—¿Qué clase de trato hemos hecho?
Fenn dijo aquello en voz tan baja que las palabras apenas fueron audibles más allá
de sus labios. Miró su reflejo en las puertas acristaladas de las vitrinas del
laboratorium.
Fue un error. Simplemente pensar aquello, enfrentarse a la decisión de su amo y
señor en la intimidad de sus propios pensamientos, incluso eso le resultaba
insoportable. Había pasado toda una vida al servicio de los Ángeles Sangrientos y de
Sanguinius, y el reclutamiento de Nyniq había permitido el comienzo de un proceso
de corrupción. Y ahora había llegado aquel individuo, Haran Serpens. El ansia de su
amo por demostrar que tenía razón lo estaba llevando a tomar decisiones que eran
arriesgadas. A pesar de todo, Fenn no podía expresar en voz alta las dudas que lo
asaltaban. Ya había mostrado su desagrado por la mujer, y con eso no había
conseguido nada. La preocupación que sentía respecto a aquellos dos individuos era
justificada, lo sabía, y su deber era actuar en consecuencia.
Pero ¿cómo? Criticarlos sin ninguna base aparte de lo poco que le gustaban sería
una estupidez. No tenía pruebas de que Nyniq no hubiera hecho siempre lo que había
prometido: ayudar en la investigación e integrar en ella los trabajos de Monedus.
Necesitaría algo sólido; algo irrefutable, una prueba de que aquellos dos
investigadores estaban manipulando la investigación de Caecus para sus propios
fines.
Fenn observó con atención a Serpens mientras éste hablaba con su señor.
«Las sospechas sin pruebas no sirven de nada», se dijo a sí mismo. Tendría que
enterarse de más cosas sobre ese tecnoseñor. Descubriría lo que realmente querían
aquel individuo y su pupila, y entonces los dejaría en evidencia ante su señor.
—Fenn —dijo de repente Caecus—, ven aquí. Tráenos el informe del genetista
sobre las últimas pruebas.
El siervo inclinó la cabeza y así nadie vio cómo entrecerraba los ojos.

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SEIS

El grupo recorrió los pasillos de arcadas bajo los arcos sesgados del techo de piedra
roja. El brillo de las velas fotónicas derramaba una luz cálida de sabor añejo en los
pasillos. Había sombras en los corredores que salían de cada intersección.
Rafen echó un vistazo por encima del hombro.
—Esta es una de las primeras estructuras de la fortaleza-monasterio que se
construyeron —les explicó a los que lo seguían—. Estas paredes se alzaron bajo la
mirada del propio Gran Ángel.
—Impresionante —contestó el hermano capitán Gorn, aunque su tono de voz
sugería que pensaba todo lo contrario.
El joven Kayne, que caminaba al lado de Rafen, apretó los puños, ocultos bajo las
amplias mangas de la túnica que llevaba puesta. Las túnicas de color rojo óxido de
los dos ángeles sangrientos contrastaban enormemente con los ropajes de color
borgoña que vestían Gorn y su grupo de desgarradores de carne. Al igual que ocurría
con su equipo, los desgarradores de carne llevaban muy poco que pudiera
considerarse adornos. Gorn, el veterano sargento Noxx y el guardia de honor Roan
iban vestidos con el mismo hábito sencillo y con el símbolo de la sierra circular sobre
un hombro. El señor del capítulo había declinado la invitación de acompañarlos con
la excusa de que debía prepararse para el cónclave que se iba a celebrar.
Rafen miró con dureza al joven, pero Kayne no mostró haberlo visto. El sargento
empezaba a arrepentirse de haberse llevado con él al joven astartes. Kayne era un
buen marine espacial, de eso no había duda, pero le faltaba veteranía y tendía a
enfurecerse con rapidez. Rafen sabía que los desgarradores de carne captaban aquello
con tanta claridad como él La tarea que Mephiston les había encargado tanto a él
como a sus hombres, la de servir como asistentes de sus primos de Cretacia, no era la
apropiada para un guerrero, pero que de ella se hiciera cargo un simple siervo del
capítulo se habría considerado un insulto grave.
Gorn señaló a lo largo del pasillo.
—Entonces, ¿tenemos que recorrer todo esto? —Miró a su alrededor—. Cuando
el hermano Corbulo sugirió que se nos mostrase algunos de los tesoros del
monasterio, esperaba ver algo más que… simples piedras.
—Hay mucho que admirar, señor —saltó Kayne sin esperar a que Rafen le diera

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permiso para hablar—. Las riquezas de nuestro capítulo se hallan tanto en la piedra
como en d oro.
—Riquezas —repitió Noxx casi paladeando la palabra—. Cuán benditos son los
Ángeles Sangrientos por poseer semejantes dones.
En la voz del sargento se adivinaba una amargura forzada. Rafen frunció el
entrecejo porque no tenía muy claro adónde quería llevar Noxx la conversación.
De repente, Gorn señaló uno de los pasillos que salían del corredor donde se
encontraban. Las luces eran más tenues allí.
—¿Y ahí? ¿Qué hay ahí?
—Una de las galerías.
—¿Una galería de tiro? —quiso saber Roan—. ¿Para disparo de bólter? No oigo
ningún disparo.
—Es una galería de arte, hermano —lo corrigió Rafen.
Noxx soltó un bufido despectivo.
—¿Arte?
Siguió caminando y se adentró con rapidez en ese pasillo. Las velas aumentaron
el brillo al sentir su presencia.
Rafen pensó en llamarlo para continuar el paseo, pero los demás desgarradores de
carne ya lo habían seguido y se dedicaban a mirar las obras colgadas de las paredes y
colocadas en los nichos abiertos en ellas. Noxx volvió a hablar con un leve tono de
desdén.
—¿Qué es todo esto? —preguntó, señalando el conjunto de obras del lugar.
Había pinturas de diversas clases, esculturas de piedra y de madera tallada,
tapices y obras de orfebrería. Muchas eran objetos votivos donde se veía al
Emperador o a Sanguinius, mientras que otros eran obras abstractas realizadas por el
puro placer de hacerlas, o incluso trabajos representativos de los paisajes de una
docena de planetas.
—¿Son trofeos obtenidos de los planetas que vuestro capítulo sometió al
Emperador? —inquirió Noxx.
—Son la obra de nuestros hermanos de batalla —le contesto Kayne—. Cada una
de ellas ha sido creada por la mano un ángel sangriento.
Noxx soltó una breve risa.
—¿Es que… pintáis? —La idea pareció hacerle gracia—. ¿Dibujáis, y talláis
trozos de piedra?
—¿Eso no es tarea de los rememoradores? —apuntó Gorn.
—Es tarea de todos aquellos humanos con espíritu. El Gran Sanguinius otorgó a
los Ángeles Sangrientos muchos dones —replicó Rafen con voz tensa—. Entre ellos
se encuentra un sentido de la estética. Estas obras son una expresión de ese don.
Noxx se concentró en Kayne. El joven apretaba con fuerza los dientes.

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—¿Cuál de estos objetos es obra tuya? Enséñamelo, artista.
—Con el debido respeto, hermano sargento, os pediría que no os burlarais —le
contestó Kayne con voz contenida.
—Eso me pides, ¿no? —Noxx intercambió una sonrisa helada con Gorn—. Pero
me pregunto si podré complacerte después de ver todo esto. —El sargento señaló a su
alrededor—. ¿A esto se dedican los Ángeles Sangrientos cuando en realidad deberían
estar enfrentándose a los enemigos de la humanidad o de rodillas rezándole al Trono
Dorado? ¿Hacen bocetos y cosen? —Tomó en la mano un tapiz donde se veía una
imagen de Sanguinius bordada con un delicado hilo de oro—. Mis hermanos no
tienen tiempo para esto. ¡Están demasiado ocupados en combatir y en morir!
—Todo lo que se ve aquí es una señal de devoción hacia los ideales del Gran
Ángel. —Kayne le sostuvo la mirada al desgarrador de carne y en su respuesta se
empezó a notar la rabia que sentía—. ¿Cómo puede un astartes luchar por todo lo que
considera bueno y hermoso en el universo si no aprecia la belleza? No ver eso es no
ver la gloria que el Emperador nos concede.
—El chico me da sermones sobre cómo debo combatir —gruñó Noxx,
dirigiéndose a sus camaradas—. ¿Me atreveré yo a corregirle las puntadas que da en
su costura? —Sacudió el tapiz que tenía en la mano.
Rafen vio lo que estaba a punto de ocurrir y dio un paso hacia ellos. Noxx, estaba
provocando de nuevo a un ángel sangriento, pero esta vez buscaba el punto débil que
representaba la rabia apenas contenida de Kayne. Era evidente que el sargento había
decidido buscar otro objetivo para provocar una pelea.
—Hermano sargento… —empezó a decir dispuesto a quitar tensión al ambiente
al mismo tiempo que daba un paso adelante, pero Gorn se interpuso. El ángel
sangriento se detuvo y se calló.
—Espera un momento, Rafen. —El capitán de los Desgarradores de Carne
mantenía el mismo aspecto de desinterés que había mostrado hasta ese momento,
pero la expresión acerada de sus ojos convirtió sus palabras en una orden—. Deja que
hablen.
Rafen dudó un instante. Gorn no era su comandante, pero era un astartes de rango
superior. Desobedecerlo… La idea hizo que Rafen contuviera el aliento durante un
momento.
—La guerra no lo es todo en la vida —contestó Kayne con el rostro enrojecido
por el resentimiento—. Si no sois capaz de apreciar la majestuosidad de un amanecer,
o el poder un gran himno, lo siento mucho por vos.
Rafen sintió que se le hacía un nudo en el estómago. «Mal. Te has equivocado en
la respuesta». Y en el mismo momento que supo lo que iba a ocurrir, Noxx gruñó su
propia respuesta.
—¿De verdad? ¡Qué altanero, qué propio de un cachorro de ángel sangriento

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atreverse a reprender a sus superiores!
—Ya es suficiente —intervino Rafen, pero ninguno de los dos le hizo caso.
—Sargento, no provoques más al muchacho —le ordenó Gorn con voz tranquila
—. Puede que no te saque favorecido en una pintura.
Noxx apartó la mirada y negó con la cabeza.
—No es de extrañar que el capítulo se encuentre en este estado si vosotros sois
los mejores de todos. ¿Es que no sois más que pavos reales y costureros?
Rafen vio el destello de rabia en los ojos de Kayne y supo que no podría impedir
lo que ocurriría a continuación.
El joven desenvainó el cuchillo de combate con un movimiento tan veloz que fue
un borrón a la vista y puso el filo a un milímetro de la garganta de Noxx.
—No corto telas, pero estaría encantado de librarlo de esa arrogancia, ¡señor! —
le gruñó Kayne.
«¡Idiota impulsivo!». Rafen apretó con fuerza los dientes. El joven había hecho
exactamente lo que quería Noxx y había permitido que la rabia le hiciera desenvainar
el arma.
—¡Kayne! —exclamó el sargento. Poco le importaba ya la arden de Gorn—.
¿Cómo te atreves? ¡Envaina tu arma ahora mismo!
Un momento de duda fue lo único que necesitó. Kayne titubeó y Noxx echó la
cabeza hacia delante en un gesto deliberado para cortarse la mejilla con el filo del
cuchillo.
—El chico me ha cortado —dijo el desgarrador de carne.
—Una pena —contestó Gorn, dándole la espalda—. Eso traerá problemas. Se ha
derramado sangre.
Rafen supo que sería inútil alegar que Noxx se había cortado él mismo. Sería su
palabra contra la de un astartes de rango superior. Pasó junto a al capitán y se puso al
lado de su guerrero. Kayne tenía el rostro de un color ceniciento. Se había dado
cuenta demasiado tarde de que lo habían estado provocando, de que los demás
astartes lo habían tratado como a un estúpido.
—Quiero una compensación —dijo Noxx con un tono de voz ominoso—. En el
pozo de combate.
Rafen miró fijamente al sargento veterano.
—Lo has provocado para que lo hiciera. ¿Por qué?
—Para ver de qué estáis hechos —le contestó Noxx con un susurro.
El ángel sangriento dudó por un momento, pero luego abrió la mano hacia Kayne.
—Dame tu cuchillo y enséñame los dedos.
El joven hizo lo que le había ordenado sin dudarlo un momento, Rafen tomó los
dedos y se los dobló hacia atrás. Le partió los cuatro a la vez. Kayne soltó un grito de
dolor.

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Rafen lo hizo callar con una sola mirada.
—Ve al apotecario y que te los enderece. Se curarán. —Luego se dio la vuelta y
miró a Noxx, con el cuchillo de Kayne todavía en la mano—. El chico tiene los dedos
rotos. No puede enfrentarse a ti en el pozo. No sería justo.
—Podría romperle los dedos al hermano sargento si quisieras —le ofreció Gorn
con una mueca de diversión en los labios—. ¿Eso lo igualaría?
—No —contestó Rafen. Recordó las palabras de Mephiston, su orden de no
responder a las provocaciones de los Desgarradores de Carne. «Ya le pediré perdón
más tarde, pero debo resolver esto de inmediato». El sargento apretó los labios—.
Kayne forma parte de mi escuadra, así que se trata de mi responsabilidad. —Mientras
lo decía no dejó de mirar a Noxx—. Yo lo sustituiré.

J
Desde la balconada de observación, la circunferencia de piedra del pozo de combate
parecía un cuenco de ladrillos de color claro y sin adorno alguno excavado en el
suelo. Unas líneas negras dividían el espacio cóncavo, igual que los anillos de latitud
y de longitud hacían en un globo planetario. Un servidor recolocó la rejilla de acero
pulido sobre el desagüe de sangre en el centro y se sirvió con cuidado de sus largos y
esbeltos brazos para subir de nuevo hasta el borde.
Las balconadas inferiores se estaban llenando. Allí se reunían grupos de astartes
de todos los capítulos. Casi había llegado el momento de comenzar. Dante lo
contempló todo paseando la mirada entre sus primos y parientes y captando el
ambiente del lugar.
—Sabía que iba a pasar algo así. —A Dante no le hizo falta mirar por encima del
hombro a Corbulo. El apotecario estaba a su espalda, de pie, con los brazos cruzados
sobre el pecho y Ia mirada fija al frente. No le hacía falta darse la vuelta para saber
que el portador del grial tendría una expresión de preocupación ceñuda en la cara. Lo
podía ver en sus palabras. Corbulo soltó un bufido—. ¿Es que los Hijos de
Sanguinius son incapaces de sentarse a la misma mesa sin empezar una disputa sin
sentido?
—Un asunto de honor nunca es una disputa sin sentido —le indicó Dante—. Esas
cosas no se pueden pasar por alto.
Se dio la vuelta y vio que Corbulo lo estaba mirando pero con una expresión de
extrañeza.
—No parecéis preocupado. —El apotecario se quedó callado y Dante dejó que
sacara sus propias conclusiones—. Sabíais que esto iba a pasar. Un encontronazo,

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algo que llevaría a dos astartes a enfrentarse en el pozo…
—Así es —admitió el señor del capítulo—. Como muy bien has dicho, era algo
inevitable. —Dante se ajustó la manga de la túnica—. Todos somos Hijos de
Sanguinius, sí, pero somos una familia dividida. Es de esperar que se produzcan.
—Somos marines espaciales. Deberíamos estar por encima de rivalidades como
ésta —le replicó Corbulo.
—Deberíamos —repitió Dante con una sonrisa sin alegría—. Sin embargo, los
dos sabemos que lo real no es lo mismo que lo ideal. Incluso los primarcas, con toda
su majestuosidad, no eran capaces de superar las emociones de los humanos
normales. La Herejía es una prueba evidente de ello. Sólo podemos aspirar a intentar
superarlo…, pero sería una estupidez imaginarse que estamos libres de esas
emociones.
Corbulo frunció de nuevo el entrecejo y Dante vio en sus ojos el brillo de la
comprensión.
—Vos… vos permitisteis que esto ocurriera.
—Así es.
—Y es más, quizá hasta procurasteis que se produjera. —El apotecario negó con
la cabeza—. ¿Por qué, mi señor?
Dante alzó una mano para indicar silencio cuando un astartes de la guardia de
honor entró en el palco e hizo una profunda reverencia.
—¿Mi señor? Traigo un mensaje del jefe del pozo. El duelo puede comenzar
cuando deseéis.
Dante asintió.
—Gracias, hermano Garyth. Dile que puede empezar.
—Será un combate singular, un duelo de habilidades —dijo el servidor. El aparato
de comunicación habló con voz mecánica y sin emoción alguna—. Se trata de una
lucha de sometimiento. Mostrad valentía y honor. Están prohibidas las armas de filo y
las de fuego. En nombre del Emperador.
—En nombre del Emperador —repitieron a coro Rafen y Noxx.
Ambos iban vestidos con túnicas de combate, unas vestimentas de tela y de cuero
de buey de duna semejantes a las que los iniciados llevaban puestas los días de
entrenamiento. El servidor le ofreció a cada uno de ellos una espada de madera de
prácticas. Estaban talladas de manera que tuvieran el equilibrio y el peso de una
espada de combate ligera, pero aquellas armas de entrenamiento carecían de filo
alguno.
Noxx lo miró fijamente y se pasó un dedo por la cicatriz, casi curada, que tenía en
la mejilla.
—Es una pena. Hubiera preferido armas de verdad en vez de estos juguetes —le
dijo en voz baja.

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—Un guerrero lucha con lo que tiene a mano —le replica Rafen.
—Muy cierto —admitió Noxx entre dientes, y le hizo un saludo burlón con el
arma.
—Comiencen —les dijo el servidor, que se retiró rodando sobre unas ruedas de
bronce hasta un hueco abierto en la pared.
Rafen se acercó al borde del pozo de combate en forma de cuenco y miró hacia el
otro lado, a Noxx, y se colocó justamente frente a él. No perdió el tiempo en saludos
ni en movimientos vistosos. El sargento se asomó al borde y bajó deslizándose por la
pendiente de la pared del pozo apoyándose en los talones de las sandalias.
Noxx aulló un grito de guerra y se lanzó de cabeza a por el ángel sangriento
empuñando por delante de él la espada de madera. El grito fue lo bastante atronador
como para aturdir a un soldado normal, pero en Rafen no provocó más que un bufido
de desprecio. El sargento giró y desvió el arma del desgarrador de carne.
Noxx aterrizó con fuerza y rodó sobre sí mismo para esquivar el golpe de
respuesta de Rafen. Éste se deslizó hacia un lado sobre los bloques curvados de
piedra, por encima de las líneas negras. Notó la vibración de la maquinaria en la
planta de los píes. Los grandes engranajes y pistones se movían bajo el suelo del
pozo.
El desgarrador de carne giró sobre sí mismo y se lanzó de nuevo al ataque con
rapidez y agilidad. Noxx le propinó un golpe tras otro, pero Rafen los detuvo todos.
Sin embargo, los ataques eran tan veloces que apenas tenía tiempo de pensar en
contraatacar.
Noxx tuvo suerte y logró acertarle con el borde romo de la espada de
entrenamiento en el grueso músculo del bíceps. El ángel sangriento notó una fuerte
punzada de dolor y eso lo sobresaltó. Retrocedió y notó un ligero cosquilleo doloroso
en la punta de los dedos como eco del golpe. «Es extraño, pero el golpe no me ha
hecho sangre. De hecho, apenas me ha producido marca alguna…».
Noxx lo atacó de nuevo, pero esta vez Rafen respondió con lentitud. Le acertó
una segunda vez, en un punto situado sobre la clavícula, y una tercera, en un punto
del antebrazo. Cada uno de los impactos hizo que la carne se estremeciera como si
sufriera un repentino ataque de fiebre convulsiva. Rafen procuró sobreponerse y
respondió con un golpe que acertó le lleno a Noxx en la cara con la parte llana de la
hoja de la espada y le abrió de nuevo el corte en la mejilla.
Quiso continuar el ataque, pero la vibración del suelo se hizo más fuerte y, de
repente, los bloques de piedra donde se encontraba se estremecieron y se alzaron.
Otras partes del pozo de lucha pivotaron o cambiaron de altura, por lo que la
superficie estática se convirtió en un paisaje impredecible qué convirtió el combate
en un desafío todavía mayor.
El ángel sangriento captó con el rabillo del ojo a unos cuantos de los espectadores

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que estaban contemplando el duelo cuando el bloque se elevó por encima del borde
del pozo. Vio a Kayne, con el rostro sombrío, y al resto de la escuadra junto a un
grupo de Bebedores de Sangre que gritaban y aplaudían. Al momento siguiente, el
bloque se despegó de sus pies y Rafen se desplomó en una caída controlada. Noxx se
abalanzó sobre él con los colmillos visibles en la boca abierta y Rafen se apartó, pero
con demasiada lentitud, por lo que no pudo evitar otro golpe en el hombro.
Esta vez el impacto le provocó una mueca de dolor e hizo que todos los músculos
de un costado se pusieran tensos. Los centros nerviosos. Está atacando los nódulos de
nervios que se encuentran bajo la piel. Para cualquier observador que estuviera
contemplando enfervorizado aquel duelo, Noxx golpeaba de un modo desordenado,
casi al azar. Sin embargo, no era así, ni mucho menos. La aplicación correcta de
fuerza en los lugares adecuados, incluso con la protección de la capa protectora
implantada bajo la dermis de los marines espaciales, el caparazón negro, era
suficiente para adormecer los nervios, de hacer que se respondiera con mayor lentitud
a los golpes enemigos. Y si uno tenía el entrenamiento suficiente, a pesar de estar
armado tan sólo con una espada de madera sin filo, se podía provocar un colapso
general del cuerpo.
—Noxx combate muy bien para ser un bárbaro —comentó Corbulo.
—Ese es el modo de luchar de los guerreros de Seth —admitió Dante mientras
miraba al otro lado del pozo a los desgarradores de carne que se encontraban en otro
de los palcos—. Siempre han destacado por hacer de la furia una de sus armas. —Se
volvió hacia el apotecario—. Y amigo mío, ése es el motivo por el que permití que
esto ocurriera.
—Mi señor, no dudo de la lógica de vuestro razonamiento, pero confieso que soy
incapaz de verlo —le respondió Corbulo, cruzando los brazos sobre el pecho.
Dante abrió los brazos como para abarcar todo el lugar.
—Supe desde el mismo momento en que ordené este cónclave que la tensión y la
incertidumbre llenarían el monasterio con tanta facilidad como el humo de un
incendio. Corbulo, a pesar de todos los saludos educados y el comportamiento noble
entre nuestros sucesores, seguimos siendo guerreros. Forma parte de nuestra
naturaleza ser precavidos, que nos comportemos presa de rivalidades y que nos
desafiemos los unos a los otros. Había que disolver esa tensión. —Señaló con un
gesto de la barbilla a Rafen y a Noxx justo cuando el ángel sangriento propinaba un
golpe especialmente salvaje a su oponente—. Este me pareció el modo más directo de
hacerlo.
—Mephiston le ordenó a Rafen que no cayera en provocación alguna, pero vos lo
preparasteis todo para que sí lo hiciera.
Dante asintió.
—Lo considero una prueba para determinar el carácter de ese joven. Mephiston lo

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tiene en gran consideración, y quería ver por mí mismo la valía de su espíritu. El
modo en que un guerrero reacciona ante lo inesperado, ante lo extremo… puede ser
muy revelador. —Se apartó del borde del palco—. Por lo que se refiere a los
Desgarradores de Carne, ya los conozco muy bien. —Sonrió levemente—. Si la
sangre de nuestro primarca se pudiera ver a través de un prisma, los Ángeles
Sangrientos estaríamos en un extremo del espectro y los Desgarradores de Carne en
el otro. Son todo lo que nosotros no somos, y no le temen a nada porque no tienen
nada que perder.
Corbulo pensó en aquello durante unos momentos.
—Por eso destinasteis a Rafen a su lado.
—Exacto. Para conocer las verdaderas intenciones de Seth y de su grupo.
Observó con atención a los guerreros con los distintos equipos y túnicas de los
capítulos sucesores. Entre nuestros primos hay algunos que seguirían mi liderazgo
simplemente porque soy el señor de los Ángeles Sangrientos, porque somos los
primeros elegidos de Sanguinius, pero hay otros que se trazan su propio camino, que
se resistirán a hacer cualquier cosa que les pidamos. Los que más, los hijos de
Cretacia.
—Nos consideran unos decadentes sin fuerza de voluntad. Nunca lo han ocultado.
—Es importante hacerles ver que se equivocan —contestó Dante con un tono de
voz más duro—. Por eso Rafen se ha convertido en objeto de lección. Será un
recordatorio de lo que es verdaderamente un ángel sangriento.
«Está intentando matarme».
Darse cuenta de ello fue duro, como un diamante clavado en su mente.
El duelo debía ser una lucha de sometimiento. Las reglas eran inflexibles respecto
a ello. Aunque se podía derramar sangre, el combate no debía ir más allá de provocar
una herida incapacitante, y mucho menos llegar hasta a la muerte. Pero Rafen vio otra
intención en los ojos de Noxx, una intención mortífera, y se percató de que escogía el
lugar donde golpear con la misma precisión que haría un francotirador desde su
escondite en el tejado de un edificio. Sería muy fácil disculpar después lo que había
ocurrido. Aquellos «accidentes» durante los entrenamientos ocurrían a veces entre los
Adeptus Astartes. Y si Rafen moría en aquel combate, ¿qué dirían? ¿Qué los Ángeles
Sangrientos estaban tan afectados por sus propios errores que ni siquiera eran capaces
de sobrevivir a una lucha con armas sin filo en el pozo de combate?
El suelo de piedra chasqueó y se movió de nuevo para reorganizarse una vez más,
y ambos guerreros se movieron con él. Noxx atacó de nuevo y volvió a golpearlo. La
visión de Rafen quedó enturbiada por una lluvia de chispazos de dolor. Notó que
perdía fuerza en la mano que empuñaba la espada de entrenamiento, ya que los
nervios de los dedos se negaban a obedecer sus órdenes. Si recibía otro golpe como
ése, o quizá dos como mucho, respondería con tanta lentitud que el otro sargento

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podría rematarlo a placer. Tenía que acabar con aquello, y tenía que hacerlo con
rapidez.
Apenas sintió la empuñadura de la espada entre los dedos, así que la arrojó a un
lado con un bufido de desprecio y cerró los dedos formando garras con las manos.
Vio un destello en los ojos del desgarrador de carne. Noxx había previsto aquel
movimiento.
Si se hubiera estado enfrentando a otro ángel sangriento, Rafen habría esperado
que su contrincante se desprendiera también de su arma, como gesto de respeto para
que el combate fuera igualado. No le sorprendió que el desgarrador de carne no
hiciera nada parecido. Noxx lo atacó con la finta de una estocada frontal, que
transformó a mitad de camino en un mandoble descendente.
La espada de madera dura se abalanzó contra Rafen de forma horizontal y a la
altura de la garganta. El sargento veterano había puesto cada gramo de su fuerza en el
golpe. Rafen se movió con toda la rapidez que pudo, olvidando el dolor que los
golpes anteriores habían dejado en lo profundo de sus músculos, y se agachó para
esquivar el ataque pero acercándose a su oponente al hacerlo. Lanzó los brazos hacia
arriba y atrapó el borde del arma con las palmas abiertas de las manos. La madera se
estrelló contra la piel desnuda con un fuerte chasquido. Rafen sintió cómo la
reverberación de la fuerza del golpe le bajaba hasta los omóplatos.
El ángel sangriento cerró los dedos y retorció el arma. Noxx gruñó y torció la
boca en un gesto de esfuerzo mientras tiraba del arma en un intento de arrancarla de
manos del otro guerrero. Sin embargo, Rafen la había agarrado con firmeza, y no lo
logró. Aprovechó la fuerza de Noxx y tiró de la hoja de la espada hacia él. La capa de
laqueado oscuro que protegía el arma se agrietó y crujió.
Noxx comprendió de repente lo que pretendía hacer Rafen, pero había
sobredimensionado su ataque, y al hacerlo había permitido que lo utilizaran contra él.
En el rostro del ángel sangriento apareció una expresión de ferocidad animal y Rafen
notó la familiar oleada de rabia en su interior. Era el límite de la furia, la sombra de la
propia Rabia Negra.
Rafen soltó un rugido y giró el arma en dirección contraria. La dura madera de
nal se astilló. El arma se partió con un fuerte chasquido y la fuerza de torsión por la
súbita liberación de energía hizo que Noxx retrocediera un paso.
El ángel sangriento se abalanzó contra él con los trozos de madera todavía
agarrados en las manos y comenzó a lanzarle golpes contra los antebrazos cuando el
desgarrador de carne los alzó para protegerse la cara. Luego, con un gruñido, los
arrojó a un lado, lo atacó con las manos desnudas y le abrió unas largas heridas
sangrantes.
El puño de Rafen se estrelló de lleno contra la cara de Noxx y el ángel sangriento
notó la satisfactoria sensación provocada por el golpe. Cuando retiró el puño, vio que

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tenía los nudillos cubiertos de sangre, en parte de Noxx en parte suya, y las aletas de
la nariz se le estremecieron ante la cercanía del olor. Le dio la bienvenida al aroma
penetrante y acre.
Noxx trastabilló hacia atrás y sacudió la cabeza para quitarse de encima los
efectos del violento golpe, pero Rafen continuó su ataque y no se lo permitió.
Corbulo entrecerró los ojos cuando los espectadores aplaudieron el espectáculo.
—¿Hasta dónde dejaremos que llegue esto, mi señor? Puede que acaben el uno
con el otro.
Dante siguió contemplando atentamente el combate.
—No llegará a eso.
—¿Estáis seguro?
El señor del capítulo ni siquiera alzó la mirada.
—De lo único de lo que estoy seguro es de que cualquier intervención por mi
parte hará más daño que bien. Esto saldrá como tenga que salir.
—Estáis depositando vuestra confianza en alguien cuyo hermano resultó ser un
traidor —le replicó el apotecario.
—Estoy depositando mi confianza en un ángel sangriento —fue la respuesta
firme de Dante—. El hermano Rafen es eso ante todo.
—Pues yo tengo mis dudas —insistió Corbulo en voz baja.
—Pues claro que las tienes —le contestó su señor—. Por eso te tengo a mi
izquierda, para evitar que me confíe demasiado.
El apotecario inspiró lenta y profundamente.
—Entonces, puesto que ése es mi cometido, dejadme ser sincero, mi señor.
—No espero menos de ti.
Corbulo se quedó callado durante un largo instante.
—Respecto a esta reunión… Me temo que no servirá para lo que queréis. Mi
señor, miro a mi alrededor en nuestra fortaleza-monasterio y sólo veo todos esos
rostros desconocidos, y me percato de la ausencia de los guerreros muertos y la de los
guerreros enviados lejos para mantener la ficción que nos hemos inventado. Estoy
rodeado de desconocidos, mi señor. Me siento como si fuera un fantasma en mi
propio hogar.
Dante asintió con gesto lento.
—Es toda una experiencia tener en cuenta la propia mortalidad, ¿no es así, amigo
mío?
Corbulo abrió la boca para responder, pero en ese preciso, momento sus palabras
quedaron silenciadas por el repentino rugido de la multitud de astartes que se
encontraban por debajo de ellos.
Los engranajes colocados bajo el pozo de combate traquetearon y giraron, y las
losas de piedra se movieron de nuevo abriendo un espacio entre los dos combatientes.

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Rafen se encontró de repente cayendo mientras que Noxx fue elevado por encima de
él. El desgarrador de carne vio la oportunidad que se le ofrecía y se lanzó de un salto
contra el guerrero más joven. Recorrió la distancia que los separaba con un rugido
que dejó al descubierto los colmillos. Rafen no evitó el ataque y le propinó un golpe
con los dos puños unidos, lo que hizo volar hacia un lado al veterano y provocó que
la cabeza le rebotara en uno de los pistones sibilantes que soportaban el peso de los
bloques alzados.
Rafen tenía los dientes apretados con fuerza. De repente, lo único que quiso fue
probar el sabor de la sangre en la boca, un chorro caliente de vida arrancada de aquel
idiota arrogante y despectivo.
¿Cómo se atreven estos bárbaros a considerarse semejantes a los Ángeles
Sangrientos? —La furia le redoblaba en los oídos y la sangre le palpitaba con fuerza
en las venas—. ¿Cómo se atreven a mancillar este lugar con su presencia?
Recordó en ese instante cada una de las miradas despreciativas, de las palabras
arrogantes, cada uno de los gestos orgullosos que habían sufrido él y sus hombres en
Eritaen. Lo único que fue capaz de sentir fue una rabia siniestra y poderosa ante los
insultos de los hermanos de Noxx. Las palabras de advertencia de Mephiston se
perdieron entre la ira rugiente que iba tensándole los músculos. Lo único que quería
Rafen era golpear una y otra vez al sargento veterano, sacarle a golpes la arrogancia,
hacerle comprender cuál era su lugar frente a un verdadero hijo del Gran Ángel.
Noxx respondió a los ataques, pero la creciente rabia que se había apoderado de
Rafen hizo que cada golpe fuera algo distante y sin importancia. Rafen le propinó un
nuevo puñetazo y esta vez sintió cómo una costilla se partía bajo la piel morena y
correosa del torso de su oponente. Noxx empezó a toser y Rafen vio por un brevísimo
instante el brillo de una emoción en sus ojos de mirada muerta: la sorpresa.
Se movió de un modo inconsciente y efectuó un barrido con la pierna para
derribar al desgarrador de carne. Rafen alargó con rapidez una mano y agarró a su
oponente por el borde del chaleco de cuero para obligarlo a caer al suelo y estrellarlo
contra el suelo de piedra.
Noxx soltó un grito de dolor cuando cayó. Rafen hizo caso omiso de los
tremendos golpes que le propinó su oponente contra el torso y empujó hacia atrás la
cabeza del sargento veterano hasta que quedó colgando del borde de una de las losas
sobre un hueco abierto por la acción de los pistones. Por encima de ellos, uno de los
bloques suspendidos en el aire alcanzó su recorrido máximo y los pistones elevadores
vomitaron un chorro de vapor. Comenzó a descender sin que se produjera pausa
alguna sobre el pistón que le sostenía y se dirigió a llenar de nuevo el hueco que en
esos momentos ocupaba el cráneo de Noxx.
El desgarrador de carne vio la forma negra que bajaba hacia él y forcejeó para
librarse del tremendo agarrón del ángel sangriento. Si Rafen no lo soltaba, la piedra le

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arrancaría la cabeza y luego la aplastaría hasta convertirla en una pulpa
sanguinolenta.
Quizá Rafen lo sabía en algún punto de su conciencia, pero en esos momentos
sólo estaba concentrado en quitarle la vida a su oponente. Tenía los colmillos
completamente al descubierto y las fosas nasales llenas del olor a sangre fresca. Noxx
intentó hablar, pero tenía la garganta inundada por la sangre que le salía de los labios.
La piedra siguió bajando y se hizo más y más grande ante sus ojos.
—Rafen.
Su nombre era una orden, clara e inequívoca, pero el ángel sangriento pareció no
oírla y no soltó al desgarrador de carne. Noxx perdería la vida en cuestión de
segundos, ya que la guillotina de piedra acabaría con él.
—¡Rafen, suéltalo!
Las palabras de Mephiston atravesaron la neblina de rabia que lo dominaba y el
ángel sangriento obedeció la orden con un movimiento convulsivo.
Noxx rodó sobre sí mismo un momento antes de que la piedra se encajara en su
sitio con un chasquido resonante. Se quedó quieto, resollando. Rafen alzó la mirada
hacia el borde del pozo y allí vio al Señor de la Muerte, que a su vez lo miraba con
expresión adusta.
—Lucha para someter, no para matar —le dijo con un tono de reprimenda.
Mephiston miró después hacia arriba, a los palcos dispuestos a su alrededor—. Este
combate ha terminado. El asunto se ha zanjado y el honor ha quedado satisfecho. Que
no se hable más de ello.
El suelo de piedra retomó su configuración original entre los siseos de los
pistones y el pozo de combate retomó su forma habitual. Los marines espaciales de
los palcos comenzaron a retirarse lentamente en grupos.
Rafen se quedó de pie, sin decir nada. La rabia que sentía había disminuido, pero
seguía sin desaparecer. Se retiró como la marea al bajar, pero se mantuvo en los
límites de su pensamiento consciente, sin dejar de bullir.
El desgarrador de carne se puso en pie con dificultad y escupió un chorro espeso
de saliva sanguinolenta. Se pasó el dorso de una mano por la mejilla desgarrada y se
limpió un poco de sangre oscura.
—Es una pena —comentó tras unos momentos—. Me habría gustado llevar esto
todo lo lejos que se pudiera. ¿No te parece?
Rafen lo miró con una expresión torva en los ojos.
—Entonces, ahora mismo no serías más que un cadáver, primo.
Noxx se echó a reír, aunque con cierta dificultad.
—Mi muerte ocurrirá muy lejos de este lugar.
La arrogancia que mostraba era increíble. Noxx había estado a unos pocos
segundos de la muerte a manos de Rafen, pero en esos instantes se comportaba como

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si aquello no tuviera más importancia que un poco de mal tiempo. La furia se apoderó
de nuevo del ángel sangriento por un momento, y Rafen deseó en ese mismo
momento no haber obedecido la orden de Mephiston de soltarlo.
Noxx se dio la vuelta y comenzó a subir por la pared inclinada del pozo de
combate. Rafen se quedó mirándolo, con los puños apretados de nuevo. Lo llamó con
un grito, puesto que no quería que aquello acabara de ese modo.
—Te he vencido. Creo que eso significa que me debes algo.
El veterano se dio la vuelta y se lo quedó mirando.
—Tengo poco que darle a alguien tan rico como tú —le replicó.
—Entonces, contéstame a una pregunta —le dijo Rafen, acercándose a él—. ¿Por
qué? ¿Por qué nos has obligado a librar este duelo? No tenía sentido, ¡no había nada
que ganar!
Noxx dudó un momento y luego levantó la vista hacia donde lo estaban esperando
Gorn y los demás desgarradores de carne.
—Sólo hice lo que me ordenaron que hiciera.
—¿Qué Seth te ordenó hacerlo? —Rafen negó con la cabeza—. ¿Para qué?
El veterano lo señaló con un gesto del mentón.
—Tu capítulo ha caído en desgracia, muchacho. Eso implica la pregunta: ¿cuán
débiles se han vuelto los Ángeles sangrientos?
Antes de que Rafen pudiera pensar en una respuesta, Noxx se dio la vuelta de
nuevo y lo dejó allí, en mitad del pozo.
El ángel sangriento se quedó quieto y bajó la mirada hacia las manos, todavía
pegajosas por la sangre de Noxx, y se preguntó qué clase de respuesta podría haberle
dado a una pregunta como aquélla.

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SIETE

La pompa y la ceremonia de la última reunión en el Gran Anexo ya habían


desaparecido, y tan sólo quedaban los astartes de mayor rango de los diferentes
capítulos sucesores. Sólo dos de cada grupo de los Hijos de Sanguinius habían
entrado, y las puertas habían quedado cerradas a cal y canto a sus espaldas. La
estancia no mostraba adorno alguno. Ya no había pendones o estandartes, tan sólo un
anillo de bancos de madera colocados en el espacio abierto. La ausencia de la masa
de marines espaciales hacía que la estancia tuviera un aspecto todavía más amplio.
Los rojos rayos del sol daban en una de las paredes y comenzaban el viaje inexorable
que los haría atravesar el suelo de mármol gris.
Aparte del solitario dreadnought que destacaba entre ellos como una gigantesca y
silenciosa estatua de rubí, ninguno de los guerreros allí reunidos llevaba puesta la
armadura de combate, únicamente túnicas con capucha o ropajes de servicio. La
austeridad de su indumentaria reflejaba el ánimo general. Una vez acabadas las
plegarias y las devociones debidas a su señor primarca, cumplidos los ritos de
tradición, había llegado el momento de enfrentarse al asunto que había provocado la
celebración de aquel cónclave.
Los cerrojos magnéticos de las puertas resonaron con un chasquido ominoso al
encajar en sus respectivos cierres. El sonido de los pasos se apagó cuando los últimos
de los astartes allí reunidos llegaron hasta la circunferencia de guerreros.
Dante saludó con un gesto de asentimiento al último en llegar, Armis, primer
señor de la Legión de Sangre, quien respondió con el mismo gesto. El señor del
capítulo se pasó una mano de dedos largos por la melena de cabellos de color gris
plata que le llegaban hasta los hombros. La pregunta que vio en los ojos del recién
llegado era la misma que se mostraba en todos los rostros que lo rodeaban.
Bueno, en casi todos.
Dante miró a Seth, que estaba inclinado hacia delante en uno de los bancos, y vio
que éste lo estaba mirando a su vez con aquellos ojos de expresión apagada. El señor
de los Desgarradores de Carne pareció tomarse aquella mirada como una irritación y
se puso en pie inspirando profundamente.
—Por fin estamos todos reunidos. O al menos, todos los que han podido ser
encontrados.

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Armis asintió sonriendo a medias de un modo engañoso.
—Sí. Me alegro de estar aquí. Me imagino que sea lo que sea lo que nos vaya a
decir Dante, debe de ser interesante.
El señor de los Ángeles Sangrientos miró a Mephiston. El psíquico tenía la
mirada perdida a lo lejos, concentrado en alguna dimensión que tan sólo era
perceptible a sus sentidos sobrenaturales. A pesar de ello, notó la atención de su señor
y asintió ligeramente.
—Las protecciones psíquicas están en su lugar. Se puede hablar con seguridad.
—Tenéis muchas preguntas en la cabeza. Os contestaré a todas lo mejor que
pueda —les dijo Dante a los allí reunidos.
—Sólo nos hace falta una respuesta, primo —le dijo Orloc, el comandante de los
Bebedores de Sangre—. Tu convocatoria me ha hecho venir a través de la
disformidad desde mis templos en San Guisuga, sin explicación alguna, sin motivo
aparente, tan sólo la petición de venir. Y he venido, sobre todo por el respeto que te
tengo, gran Dante. —Orloc se pasó la lengua por los labios. El bebedor de sangre
mostraba la misma sequedad al hablar que caracterizaba a todo su capítulo—. Pero no
he acudido para tomar parte en ceremonias pomposas o para que me enseñen este
gran edificio.
—Por supuesto. —La voz sintética procedía del codificador vocal del
dreadnought carmesí. Dentro de su enorme sarcófago blindado se encontraba el
cerebro y los restos corporales de un guerrero astartes, conservados y conectados para
siempre a la enorme máquina de combate que lo albergaba—. Los Espadas
Sangrientas tienen muchas batallas que librar todavía. Mis hermanos no verán con
buenos ojos esta distracción del cumplimiento de los deseos del Emperador si no es
por una buena causa.
—Estoy completamente de acuerdo con lo que dice lord Daggan —apuntó Orloc
—. La cuestión es, ¿para qué he venido? ¿Para qué hemos venido?
Dante exhaló lentamente.
—Primo, habéis venido para efectuar un rescate, para salvar la vida de centenares
de vuestros camaradas astartes cuyo futuro pende de un hilo. —El señor del capítulo
tuvo la sensación de que alguien le colocaba un enorme peso sobre los hombros, y
por un momento le pareció que realmente podía notar todos y cada uno de los días de
sus mil cien años de vida. Sin embargo, no dudó en seguir hablando—: Os he traído
aquí para salvar a los Ángeles Sangrientos de la desaparición y del olvido.
Armis fue el primero en romper el silencio que se produjo a continuación.
—Las estancias vacías. Los barracones en silencio. —Miro a su alrededor tras
decir en voz alta lo que otros señores de capítulo se habían callado hasta ese
momento—. Habéis intentado esconderlo, pero lo cierto es que hay muy pocos
ángeles sangrientos, Dante. Al principio pensé que quizá habías enviado a

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demasiados a alguna clase de campaña, pero no se trata de eso, ¿verdad?
—Tus guerreros han muerto —dijo Daggan.
—Algunos —contestó Dante antes de suspirar.
Sentikan, de los Ángeles Sanguinarios, mantuvo el rostro oculto bajo la sombra
de la capucha mientras hablaba por primera vez.
—El coste de la insurrección debe de haber sido elevado para que busques ayuda
de este modo.
Dante contuvo un gesto de sorpresa. Ni a Sentikan ni a los suyos se les había
hablado con anterioridad del incidente Arkio, pero era evidente que el señor de los
Ángeles Sanguinarios sabía muy bien de qué se trataba. Miró a Seth, pero llegó a la
conclusión de que no había sido él. Los Ángeles Sanguinarios y los Desgarradores de
Carne no se llevaban precisamente bien. Tendría que dejar para más adelante el
asunto de cómo Sentikan se había enterado de lo ocurrido. Sin embargo, en esos
momentos, lo más importante era explicar todo lo que había sucedido.
Orloc cruzó los brazos sobre el pecho.
—En nombre de la Sangre, ¿de qué estáis hablando? ¿De qué insurrección?
—Mi capítulo se ha enterado de ciertas cosas —le contó Sentikan en voz baja—.
No conozco por completo la magnitud de lo ocurrido, aunque sí lo básico. Se libró
una gran batalla en el mundo santuario de Sabien. —Miró al hermano capitán Rydae,
que estaba sentado a su lado—. Enviaron muchos ángeles sangrientos a combatir.
Muchos de ellos murieron allí.
—¿Quién era el enemigo? —quiso saber Armis.
—Los Portadores de la Palabra —le explicó Mephiston.
—El Caos —gruñó Orloc al mismo tiempo que fruncía los labios—. ¿Y cómo es
que los malditos hijos de Lorgar, que el Emperador condene, lograron heriros con
tanta gravedad?
Dante se envaró y notó cómo lo miraba Seth.
—No fueron los Portadores de la Palabra los que nos hirieron primo. Esto nos lo
hicimos nosotros mismos, en nombre de Sanguinius Renacido.

J
—Tengo noticias —anunció Serpens—. Buenas y malas.
Llevaba en la mano una placa pictográfica y la señaló con gesto indiferente.
Caecus lo miró por encima del módulo fraccionador. El brillo del artefacto
lanzaba destellos irregulares por todo el la laboratorio y provocaba unas sombras muy
curiosas en el rostro del tecnoseñor.

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—He tenido muy pocas que se puedan considerar buenas noticias últimamente —
le contestó el apotecario—. Estas primero.
Serpens sonrió complacido y le entregó la placa a Nynig. No pareció darse cuenta
de la presencia de Fenn, que se encontraba en una consola cercana, ni de que estaba
fingiendo con todas sus fuerzas que no estaba escuchando todo lo que decían.
—Estoy convencido de que puedo resolver los errores que se producen en la
matriz de duplicación. —Entrecruzó los dedos—. No será fácil, en absoluto, pero
conozco muy bien el modo de hacerlo. Mis propios experimentos han progresado a lo
largo de unas líneas de investigación semejantes a las vuestras, pero me he acercado
más al éxito. Puedo, lo mismo que ha hecho mi pupila, ayudaros a avanzar con mayor
rapidez por ese camino. Gracias a nuestro conocimiento en común, podemos evitar
cometer los mismos errores.
—¿Y cometer unos cuantos nuevos? —dijo Fenn desde el otro lado de la estancia.
Caecus lo miró con gesto cortante y el siervo se concentro de nuevo en su tarea.
Serpens habló como si no hubiera oído a Fenn.
—Las mutaciones son el resultado de un código genético corrompido en las
muestras básicas. Si esos errores se pudieran reducir, los resultados serían… —
Señaló con un gesto del mentón los tanques de zigotos—. Bueno, digamos que sería
un vino de mejor cosecha.
—Eso ya lo sé, pero el modo de encontrar esos errores es lo que se me escapa —
le contestó Caecus.
—Y a Nyniq también —admitió Serpens—. Pero no se me escapa a mí, amigo
mío. —Se dio unos golpecitos en los pliegues carnosos que tenía en la cara—. Tengo
un método que podemos emplear.
—Eso son las buenas noticias. ¿Y las malas?
El magos dejó escapar un suspiro.
—La gran ciencia requiere un gran sacrificio, hermano Caecus. He arriesgado
mucho al venir a Baal contra los deseos de mis señores y…
La réplica del ángel sangriento fue iracunda.
—¿Y crees que yo no he arriesgado nada? —Hizo un gesto negativo con la
cabeza al mismo tiempo que fruncía el entrecejo—. ¡Ya he cruzado las líneas de la
ética y del honor en busca de algo que ni siquiera estoy seguro de que se pueda
conseguir!
—¡Pero es que se puede conseguir! —Exclamó Nyniq—. ¡Podemos redescubrir el
arte de la duplicación y hacer realidad el sueño del gran Corax!
—No se equivoca —añadió Serpens—. Se puede hacer, pero para avanzar a partir
de este punto hará falta una mente de lo más singular. Os lo digo con la sinceridad de
un colega. Tendremos que estar dispuestos a tomar lo que algunos considerarían… —
al llegar aquí se calló un momento y miró a Fenn— medidas extremas.

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Caecus se quedó mirando el brillo y el movimiento del fluido lechoso de los
tanques de zigotos. Distinguió el movimiento rápido e irregular de un clon inmaduro
en su interior, el temblor de una mano contra el interior del cristal blindado. ¿Sería
otro fracaso, otro monstruo? ¿Cuántos errores cometería antes de admitir su derrota?
—Haremos lo que tengamos que hacer.
Serpens asintió con energía y le hizo un gesto a Nyniq para que se acercara. La
mujer tenía una pistola exanguinadora en la mano.
—Entonces, si no os importa, debo tomar un poco de vuestra propia sangre.

J
—Yo estaba allí —empezó a decir Mephiston—, y os contaré lo que ocurrió en
Sabien.
Su señor le hizo un gesto de asentimiento y el Señor de la Muerte se acercó al
centro de la estancia, desde donde comenzó a narrar la tragedia de Arkio y de la
Lanza de Telesto. Habló sin detenerse mientras los rayos del sol de Baal recorrían el
suelo de mármol.
Los guerreros allí reunidos reaccionaron en algunos momentos a algo que contaba
en ese preciso instante. Las emociones que mostraron fueron desde el gesto pensativo
y frío de lord Seth hasta la rabia apenas contenida de lord Armis, pero nadie lo
interrumpió.
Cuando finalmente contó la batalla de Sabien, la explosión psíquica de furia roja
que enfrentó a los Ángeles Sangrientos entre sí, ni uno solo de los astartes se movió.
Casi contenían la respiración para no perderse ni una sola de sus palabras. Todos ellos
estaban marcados en la propia sangre con la maldición genética del Gran Ángel, por
lo que sentían un tremendo respeto por el terrible poder de la Rabia Negra y la Sed
Roja. Cada uno de ellos conocía muy bien el poder siniestro de esas dos maldiciones
que todo ángel sangriento y astartes sucesor se veían obligados a compartir. Todos y
cada uno de ellos habían visto a camaradas caer en esa locura, en el frenesí
enloquecido ansioso de sangre que no era más que el eco de la muerte violenta de su
primarca, quien llevaba diez mil años muerto. A pesar de ello, el impacto psíquico de
su muerte a manos del architraidor Horus ardía en el corazón de todos, y la locura que
provocaba acechaba siempre bajo la capa de civilización que cubría a los Hijos de
Sanguinius. A nadie se le ocurrió interrumpir a Mephiston mientras acababa la
narración.
Cuando terminó, vio que Dante lo estaba mirando. El señor del capítulo le hizo un
gesto de asentimiento, pero de un camarada a otro. Sabía que recordar aquello era

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algo difícil para el psíquico. Aquellos momentos funestos en el planeta santuario,
cuando la Rabia Negra amenazó con consumirlo de nuevo. Ya había recorrido el
sendero escarlata hacia esa locura con anterioridad, y la experiencia lo había
convertido en el individuo que era, después de quedar atrapado bajo los escombros de
la Colmena Hades durante días y noches, mientras se enfrentaba a su fuero interno
bestial. Lo había recorrido y había sobrevivido, pero en Sabien… La oscuridad había
sido diferente allí, y una parte de él siempre se preguntaba si en esa ocasión habría
sucumbido por completo si no hubiera sido por la intervención de Rafen.
Dejó a un lado aquellos pensamientos. Aquello era el pasado. Lo que importaba
en estos momentos era cómo se enfrentaban a las consecuencias de lo ocurrido.
Daggan fue el primero en hablar para contestar. Su voz mecánica y monótona
siseó para mostrar su enfado.
—¿Cómo se permitió que ocurriera? ¿Un lacayo del ordo al mando de una nave
de combate astartes y de una cohorte de hermanos de batalla?
—Stele asumió el mando cuando la Bellus se encontraba más allá de nuestro
contacto astropático —le explicó Dante—. Creemos que planeó la muerte del astartes
al mando, el alto sacerdote sanguinario Hekares, y que después consolidó su
influencia sobre la tripulación.
Orloc tenía el rostro de color ceniciento.
—Que esos malnacidos corruptos se atrevieran a mancillar el recuerdo de
Sanguinius mediante la creación de una imitación cualquiera… Me llena de un asco
que no puedo expresar con palabras.
—Estoy de acuerdo, pero deberíamos sentirnos agradecidos —añadió Seth—. A
pesar de los errores de juicio que se produjeron, el asunto se resolvió por completo.
Los guerreros de lord Dante arreglaron el desastre que ellos mismos habían creado, y
los Ángeles Sangrientos han pagado por su exceso de confianza y su orgullo.
Mephiston entrecerró los ojos ante el insulto evidente que mostraban las palabras
del Desgarrador de Carne, pero se dio cuenta de que su comandante no reaccionaba
en absoluto ante ello.
—Es apropiado que nos hayas contado todo al respecto, Dante —añadió Armis—.
Aunque algunos lo consideren un asunto que sólo atañe a los Ángeles Sangrientos, yo
creo que es mucho más que eso. Sanguinius es el padre de todos nosotros, no sólo de
la Primera Fundación de Baal. Un ataque a la gloria del primarca es un ataque contra
sus hijos.
—Pero ése no es el motivo por el que nos ha convocado —apuntó Sentikan—.
Nuestro primo Dante no nos ha traído a Baal para poder contárnoslo, como haría el
ciudadano de una colmena con un predicador callejero.
El otro señor de capítulo asintió.
—Es cierto. —Dante abrió los brazos para abarcar a todos los señores de capítulo

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y a sus acompañantes, tanto los que habían hablado como los que no—. Los Ángeles
Sangrientos somos los primeros entre los astartes. Tenemos una posición de honor,
abrimos el camino que otros deben seguir. Vosotros formáis parte de eso. Tenemos un
linaje que se remonta a antes de la Herejía, antes de la Gran Cruzada, antes incluso
que el nacimiento de nuestro primarca, hasta el comienzo de la Era del Imperio. No
podemos permitir que ese gran legado desaparezca. Los Ángeles Sangrientos deben
sobrevivir. Deben seguir para estar presentes el día en que se produzca la victoria
definitiva de la humanidad, para que el Emperador pueda vernos cuando se alce de su
Trono Dorado.
—Pero ha sido vuestra insensatez la que os ha dejado vulnerables ante un ataque
—le replicó Daggan—. Si lo que dices es cierto, entonces los Ángeles Sangrientos se
encuentran al borde de la destrucción…
—Y un simple empujón bastaría para que quedaran extinguidos —añadió Seth.
En sus labios apareció la sombra de una sonrisa despiadada—. ¿Qué se siente, Dante?
¿Qué se sien cuando los herederos de la gran y noble IX Legión se encuentran tan
cerca de la aniquilación? —Soltó un bufido—. Seguro que sólo yo de todos los
presentes conoce esa sensación.
—Los Ángeles Sangrientos deben sobrevivir —repitió Dante—. Y ése es el
motivo de que hayáis venido. Tengo que haceros una petición muy atrevida en
nombre de nuestro primarca y de la línea de sangre de Baal.
La tensión en el rostro de Sentikan se notaba a pesar de estar cubierto por la
capucha.
—Habla —dijo.
Dante se irguió por completo y Mephiston vio cómo paseaba su mirada noble por
todos los guerreros presentes en la sala, mirándolos directamente a los ojos a todos y
cada uno de ellos.
—Para que los Ángeles Sangrientos tengan de nuevo fuerza y estabilidad, he
ordenado nuevos reclutamientos de iniciados y el ascenso de más hermanos de batalla
antes del momento previsto, pero necesitamos más. Por eso os pediré lo siguiente: los
Ángeles Sangrientos solicitan una contribución de hombres de cada capítulo sucesor,
de vuestros iniciados más recientes para completar nuestras filas. —Abrió las manos
con las palmas hacia arriba, en una imitación de los grabados que mostraban al Gran
Ángel en las paredes del anexo—. Lo hago en nombre de Sanguinius.
Las palabras del señor del capítulo se apagaron en el silencio posterior. Un
momento después, en la estancia estalló un coro de voces cuando todos los astartes
presentes hablaron al mismo tiempo.

J
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Nyniq acercó el vial con la sangre de Caecus al servidor cuadrado del tecnoseñor y lo
metió en los labios de la máscara de la placa frontal. La máquina absorbió con avidez
el contenido del tubo y lo vació con rapidez. Fenn torció el gesto, pero el ángel
sangriento hizo caso omiso.
Caecus miró a Serpens.
—Ya he utilizado mi propia sangre como diseño básico para pruebas anteriores.
La mejora que se consiguió fue mínima. No fue suficiente para superar el fracaso de
la replicación.
—No lo dudo, pero eso fue sin la ayuda del proceso de filtrado y potenciación
que he desarrollado —el magos se mostró orgulloso—. He formulado un
contramutágeno que bloquea la degradación de la paridad celular y la malformación
recursiva. Uniremos los dos.
Caecus aceptó lo que decía con un gesto de asentimiento. Sabía que algo así era
posible en teoría, pero hasta ese momento había estado lejos de su alcance. Si
Serpens decía la verdad… El ángel sangriento frunció el entrecejo. Lo que ocurriera
en los siguientes momentos sería una prueba definitiva. Miró a Fenn. No tardarían en
saber si su acuerdo para permitir al magos participar en la investigación había sido un
error o no.
El servidor cuadrangular gorgoteó y en los labios de la máquina sonó un tintineo
melódico. Nyniq colocó un vial delante y lo llenó. El fluido era espeso y de color
oscuro. Serpens lo tomó con cierta impaciencia y lo alzó en alto para examinar su
consistencia bajo la luz. El científico se pasó la lengua por los labios en lo que
pareció ser un gesto inconsciente. En su rostro había una expresión que Caecus no
había visto nunca antes que contrastaba con el gesto serio habitual en Serpens. Era
una expresión de necesidad.
—La sangre, la sangre es la clave de todo —dijo éste casi como si hablara
consigo mismo—. He oído decir que en los rituales de consagración que se practican
en vuestro capítulo cada baalita recibe una cantidad ínfima de la sangre del propio
Sanguinius, ¿no es así? —Sacudió un poco el vial y contempló cómo se movía el
líquido en su interior—. Esta sangre, vuestra sangre, lord Caecus, contiene una
mínima cantidad de la del primarca, y el primarca es un hijo genético del Emperador,
por lo que su sangre también contiene una mínima cantidad de la esencia del señor de
la humanidad. —Dejó escapar el aire entre los dientes—. Esto es el destilado de la
grandeza, amigo mío. La esencia de la perfección si lográramos encontrar la clave. —
Serpens parpadeó, como si de repente hubiera recordado dónde se encontraba. Su
comportamiento volvió ser amable y sonriente—. ¿Empezamos?
Caecus señaló los tanques de zigotos.
—Cuando queráis.
—¡Mi señor, no deberíamos seguir! —exclamó Fenn de forma entrecortada—.

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¡No sabemos qué ocurrirá!
—Precisamente —intervino Nyniq—. La ciencia es la búsqueda del
conocimiento, siervo. Si permitimos que la ignorancia nos ciegue, ¡nos estaremos
dirigiendo de forma voluntaria de regreso a la Era de los Conflictos y a la oscuridad
de la Vieja Noche!
El siervo se quedó con los labios temblorosos y Caecus lo miró con gesto serio.
—Tiene razón, Fenn. Debemos hacerlo. —Soltó un suspiro y sintió que la
convicción se apoderaba de su ánimo—. No podemos desviarnos de este rumbo.
Puedo estar a punto de convertirme en el salvador de los Ángeles Sangrientos. No
puedo negarme a intentarlo. —Se volvió hacia el magos y asintió—. Proceded.
—Que el Emperador contemple nuestra misión y le conceda el éxito —dijo
Serpens. El tecnoseñor insertó el vial en el complejo conjunto de artefactos que salía
de uno de los cilindros de cristal—. Es el momento de la verdad.
El fluido se descargó en los túbulos que serpenteaban hacia el líquido lechoso
procesador. El clon que albergaba en su interior estalló en una tormenta de
movimiento y empezó a patalear y a dar puñetazos al cristal. Caecus oyó que del
tanque salía un chillido burbujeante.
Un grito.

J
—Sabía que los Ángeles Sangrientos eran engreídos, ¡pero jamás me pude imaginar
que su señor fuera capaz de mostrar una arrogancia tan enorme! —La voz de Seth era
la que sonaba con más fuerza y sobrepasó a todo el coro de negativas que sonaban en
la estancia—. ¡Dante, te has pasado de la raya! ¡Has proclamado un edicto como si
fueras el propio Emperador!
Mephiston comenzó a gruñir al oír las palabras del desgarrador de carne, pero su
comandante le puso una mano en el brazo en señal de advertencia.
—Jamás me atrevería a hacer algo así. Sólo os he dicho lo que es necesario hacer,
nada más.
—A mí no me ha sonado como si fuera una petición —rechinó Daggan—. Tu
declaración parecía más bien una orden, lord Dante. ¿Es eso, una orden?
Armis negó con la cabeza.
—¿Es necesario que lo parezca? Yo sólo veo un capítulo hermano en apuros y la
oportunidad que tenemos de ayudarlo.
Seth miró con desprecio a Armis.
—No me extraña nada que el señor de la Legión de la Sangre se ponga de parte

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de un capítulo de la Primera Fundación.
—¿Qué quieres decir con eso? —Exigió saber Armis—. ¿Estás poniendo en duda
mí lealtad, desgarrador?
Orloc alzó las dos manos.
—¡Basta! Se trata de un asunto serio y no voy a permitir que se convierta en una
discusión sobre rivalidades estúpidas. —El señor de los Bebedores de Sangre negó
con la cabeza—. Aquí no se trata de tomar partido. Todos somos parientes bajo la
armadura… Una familia, en todo lo que se pueda aplicar ese término a los Adeptus
Astartes.
—Entonces, ¿estás de acuerdo en hacerlo? —le pregunto el dreadnought de los
Espadas Sangrientas.
—No he dicho eso —contestó Orloc—. Sólo digo que no es el momento para las
divisiones. Lo que necesitamos ahora mismo es pensar con una mente racional y
tener las ideas claras.
Seth dio unos cuantos pasos hacia delante y su segundo al mando, el hermano
capitán Gorn, avanzó con él.
—Tendrás que disculparme, primo, pero me cuesta ser racional al yerme ante
este… decreto. —Miró a Dante—. ¿Quieres mis hombres? Los Ángeles Sangrientos
quieren destripar a mi capítulo para curar sus propias heridas, y entonces serán los
Desgarradores de Carne los que quedarán reducidos, con nuestras mejores promesas
arrebatadas… —Dejó al descubierto los dientes en una mueca feroz—. ¡Cómo si mi
capítulo no fuera ya lo bastante reducido!
—La contribución será proporcional —explicó Dante—. El número que se le pida
a cada capítulo sucesor reflejará el tamaño y la situación de ese capítulo.
Seth apartó la mirada.
—Qué magnánimo. Has pensado en todo.
—¿Y qué ocurrirá con los hombres que recibas? —Le preguntó Sentikan—. ¿Qué
pasará con los reclutas?
—Los entrenaremos como Ángeles Sangrientos —le explicó el señor del capítulo
—. Disfrutarán de los implantes y de los rituales que corresponden a ese estatus.
—Perderán las identidades que ya poseían —chirrió Daggan.
Dante negó con la cabeza.
—Como ya ha dicho lord Orloc, todos somos parientes bajo la armadura.
La estancia quedó en silencio durante un largo instante. Sentikan fue el primero
en hablar, con voz baja y carrasposa.
—Entonces, debemos votar.
Seth se dio la vuelta y dijo una sola palabra.
—No.
—¿Te niegas a ayudar a nuestro capítulo progenitor? —le preguntó Armis.

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—¡Más que eso! —Gritó Seth—. ¡Cuestiono el derecho de los Ángeles
Sangrientos a pedirnos nada!
—Somos la Primera Fundación —replicó Dante, y su voz se endureció por
primera vez. Por fin el desafío oculto bajo los modales de Seth había salido a la luz.
—¡Sé que lo sois! —Le replicó el señor de los Desgarradores de Carne—. ¡No me
dejáis olvidar que lo sois, aunque lo quisiera! —Miró a los demás señores de capítulo
y al resto de representantes—. ¿Es que vamos a aceptar esto sin ni siquiera preguntar
por qué? —Seth señaló a Dante con un dedo—. El permitió que esto ocurriera. Ha
sido bajo su mando cuando los Ángeles Sangrientos han sido arrastrados hasta el
borde del abismo, ¡una caída que los hubiera llevado hasta las mismas puertas del
Caos! Si no hubiera sido por la gracia del Emperador, ¡es posible que hubiéramos
convocado este cónclave para discutir el exterminio de su capítulo, no su salvación!
Las palabras de Dante sonaron como piedras al chocar entre sí.
—Conozco muy bien mi grado de responsabilidad en esto, Seth. Admito mi
vergüenza y no intento esquivar mi culpa. Pero he de decir que he conducido a los
Ángeles Sangrientos a la gloria en nombre de Terra desde hace siglos. He luchado
contra los ejércitos negros de los Poderes Siniestros antes de que tú hubieras nacido,
primo.
La fina de Seth se calmó y él se tranquilizó.
—Es cierto. No discuto tu rango superior ni tu hoja de victorias. Lo que cuestiono
es tu futuro, Dante. Eres sin duda el más longevo de todos los astartes. Y quizá
deberías considerar tu responsabilidad teniendo eso en cuenta. Quizá deberías
considerar la posibilidad de ceder tu puesto a la vista de lo que has permitido que
ocurriera.
Las palabras del desgarrador de carne provocaron un jadeo en los astartes
presentes. Para Mephiston, aquel insulto ya fue demasiado.
—¿Te atreves a…? —empezó a decir al mismo tiempo que un paso hacia él.
El dreadnought Daggan se movió con rapidez para imponerse en el camino del
bibliotecario.
—Se atreve —lo interrumpió el venerable guerrero—. Debe hacerlo. En unas
circunstancias tan graves no podemos evitar las preguntas más duras.
Dante contuvo la ira que sentía.
—Eso es muy cierto también. —Inspiró profundamente—. Seth, ¿desafías mi
juicio como líder?
—¿Es que necesito hacerlo? —replicó el interpelado voz untuosa—. Lo que ha
ocurrido lo dice con más claridad que cualquier discurso.
Armis negó con la cabeza.
—Vas demasiado lejos, desgarrador.
—Así es como soy —contestó Seth. Se calló un momento y miró a los guerreros

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que lo rodeaban—. Tengo una petición propia que hacer para contrarrestar la de lord
Dante. Si su capacidad de mando está en tela de juicio, y a los ojos de cualquier
persona cuerda debería estarlo, ¡entonces quizá deberían ser los propios Ángeles
Sangrientos los que tendrían que responder por esto! —Sonrió con frialdad—. Pido
que se haga justamente lo contrario de lo que pide nuestro honorable primo.
Propongo que en vez de entregarle nuestros hombres a Dante, ¡qué él nos entregue
los suyos!
—¡No podemos disolver un capítulo de la Primera Fundación! —exclamó Orloc
horrorizado.
—Todos conocemos la historia de los astartes. Ya ha ocurrido con anterioridad —
insistió Seth—. Podemos repartir los hombres entre los capítulos sucesores por igual.
Como ya ha dicho lord Orloc, todos somos parientes bajo la armadura…
Dante miró a su alrededor y vio las distintas emociones que mostraban los rostros
de los presentes, evidentes las de Sethy Armis, ocultas por la capucha las de Sentikan
y tras la máscara inmóvil de la placa faciales de Daggan. Vio todo tipo de emociones,
de un extremo a otro, en otra docena de caras, en los Ángeles Carmesíes, en los
Devoradores de Carne y en todos los demás reunidos allí. Sintió que perdía el control
de la situación.
Las palabras de Seth estaban fragmentando a los parientes, y si insistía, podía
acabar obligándolos a dividirse entre aquellos que estaban a favor y en contra.
—Debemos parar un momento —dijo en voz baja, casi para sí mismo.
—Sí —asintió Mephiston, que estaba a su lado—. Si los obligamos a tomar una
decisión ahora, implicará un enfrentamiento.
Dante asintió con gesto solemne.
—Yo debo confiar en su lealtad y en su honor. Seth sólo necesita contar con sus
dudas. —Habló de nuevo, pero esta vez con más fuerza para que todos lo oyeran—.
Tenemos mucho en lo que pensar. Propongo un receso para que todos reflexionemos
sobre lo que se ha dicho aquí.
—Mi respuesta no cambiará —le advirtió Seth.
Dante asintió de nuevo y le contestó con voz tranquila.
—Primo, estás en tu derecho de hacerlo.

J
El ruido y los movimientos en el interior del tanque cesaron a los pocos momentos,
pero Fenn fue incapaz de apartar la mirada del cilindro. Distinguía la sombra difusa
de la silueta de un ser humano en el interior del líquido, pero no se atrevía a

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imaginarse cuál sería su verdadero aspecto bajo la luz fría y dura del laboratorio.
Toda la panoplia de mutaciones que había visto en las distintas series de pruebas del
proceso de replicación, desde criaturas sin piel hasta seres gimoteantes con bocas
múltiples, con extremidades convertidas en tentáculos, y cosas muchos peores, todos
aquellos horrores que lo acosaban en sus sueños. A pesar de ello, no era capaz de
apartar la mirada. Tenía que saber lo que Serpens había creado.
Nyniq estaba leyendo los resultados que ofrecía un auspex médico.
—La amalgama ha arraigado, mi señor. Hay estabilidad.
—¿Estás segura? —le preguntó Caecus con voz preocupada.
Serpens le puso una mano en el hombro al señor de Fenn.
—Sólo hay un modo de estar seguro. —Se volvió hacia el siervo—. Ábrelo.
Fenn miró a su amo.
—¿Mi señor?
—Haz lo que dice. Vacíalo y veamos al hijo de la sangre.
—Hijo de la sangre —repitió Serpens con un gesto de asentimiento admirativo—.
Un nombre apropiado.
El siervo de] capítulo pulsó varios controles con manos temblorosas y el Ruido
lechoso giró en espiral cuando el tanque se abrió. La mitad superior se deslizó hacia
arriba y la inferior desapareció en el suelo. Una masa de carne cayó hacia delante y se
desplomó sobre el suelo de rejilla. Era un hombre, con la piel de un color rojizo
suave, como si se hubiera bronceado tras pasar cien días bajo el sol.
Fenn retrocedió con las manos por delante de él en un gesto inconsciente de
protección. El clon se puso en pie con cuerpo tembloroso. Húmedo y desnudo, la
figura parecía tallada a partir de placas de madera de nal. Las masas de músculos se
movían bajo la piel. El cráneo estaba cubierto por una fina capa de cabello rubio, los
rasgos perfectos de su rostro eran el ideal del semblante noble de un ángel sangriento.
Fenn captó algunos detalles de la cara de su amo en los rasgos del duplicado, sin duda
producto de la amalgama.
Tan sólo los ojos tenían un aspecto extraño. Tenían una mirada vacía, como la de
las muñecas, y no había inteligencia tras ellos.
—Contemplad el futuro de los Ángeles Sangrientos —exclamó Nyniq con
reverencia.
Fenn dio un cauteloso paso adelante y el clon lo miró con mansedumbre, como un
animal dócil.
—¿Puede… puede entendernos?
—En muchos aspectos tiene la mente de un recién nacido —le explicó Serpens,
sonriendo como un padre orgulloso—. La mayor parte de lo que es está encerrado en
su mente a través de las cadenas de memoria genética. Con los estímulos adecuados,
reaprenderá lo que ya sabe. —Apartó la mirada—. Si se me concede un mes de

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adoctrinamiento y de hipnocordia, tendremos un marine espacial preparado para el
servicio en combate.
Caecus se acercó un poco más, con una expresión de asombro en el rostro.
—Un éxito después de tanto tiempo. Apenas me atrevo a creerme que sea verdad.
—Se volvió con un movimiento rápido—. ¡Debo mostrárselo de inmediato a lord
Dante! ¡En cuanto pose los ojos en esta creación se dará cuenta de que yo no estaba
equivocado! ¡Reconocerá lo acertado que era mi plan!
—Con el debido respeto, lord Caecus, esto no es más que un arquetipo —le dijo
Nyniq—. Quizá deberíamos efectuar algunas pruebas antes de que…
—No —la cortó el apotecarium majoris—. Entiendo lo que quieres hacer, pero
debes saber que ahora el tiempo es esencial. En estos mismos momentos Dante se
encuentra reunido en un cónclave con los demás señores de capítulo… ¡Debo
mostrarle esto antes de que tome una decisión que más tarde pudiera lamentar!
Fenn parpadeó. La cabeza le daba vueltas, y no fue capaz de encontrar palabras
que expresaran ese remolino de pensamientos. El siervo contempló cómo Serpens
asentía con gesto pensativo.
—Nyniq, lord Caecus tiene razón. Este éxito no debe mantenerse oculto. Ve con
él a la fortaleza-monasterio y llévate al hijo de la sangre. Muéstrale al señor de los
Ángeles Sangrientos el fruto de la gran investigación de su camarada.
La mujer hizo una profunda reverencia y Fenn por fin encontró las palabras para
expresar lo que pensaba.
—Mi señor, yo os acompañaré…
Caecus lo interrumpió con un gesto negativo de la cabeza.
—No, Fenn. Quiero que te quedes en la ciudadela. Comienza la serie de pruebas
que Nyniq ha sugerido, y prepara más ejemplares para que reciban el compuesto de la
amalgama.
El apotecario se alejó sin esperar respuesta, sumido en sus propios pensamientos.
Fenn sintió que se le helaba la sangre cuando se dio la vuelta se percató de que
Serpens lo estaba mirando fijamente.
—Será una excelente oportunidad para trabajar juntos —dijo el magos.

J
El hermano capitán Gorn siguió a su señor por el exterior del Gran Anexo. Caminó
con rapidez para poder seguir el ritmo de las zancadas que daba sobre las losas de
color ocre del amplio rectángulo de entrenamiento. Hizo caso omiso de las miradas
de soslayo que les dirigieron los ángeles sangrientos que patrullaban los límites del

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espacio abierto.
Seth bajó el ritmo del paso al acercarse a la enorme estatua de Sanguinius que se
alzaba en el centro del rectángulo. Su presencia dividía el espacio en cuatro zonas
más pequeñas. El Gran Ángel estaba representado con las alas plegadas y la cabeza
inclinada hacia abajo, hacia aquellos que caminaran bajo él. En las manos sostenía
una espada enorme con la punta apoyada en el suelo.
—Nos vigila, Gorn —le dijo el señor del capítulo—. ¿Lo ves?
El capitán levantó la mirada y vio que era cierto. Los ojos de la estatua parecían
seguirlo mientras se movía.
—Nos vigila, y no debemos parecer débiles a sus ojos. —Seth negó con la cabeza
—. Lo que Sanguinius quiere es fuerza, hermano capitán. No nos habría concedido la
maldición genética si no la quisiera. Lo hizo para ponernos a prueba, para asegurarse
así que sus hijos siempre fueran fuertes tras su muerte.
—Así es, mi señor —afirmó Gorn—. Haremos absolutamente todo lo que nos
pidáis.
Seth se detuvo en seco bajo la sombra de la estatua.
—¿De verdad? ¿Aquí, bajo su mirada, me lo juras?
—Os lo juro —le prometió Gorn sin asomo alguno de duda—. En nombre del
Gran Ángel, tenéis mi lealtad absoluta, como siempre la habéis tenido. Mis hombres
y yo haremos lo que sea necesario para llevar este asunto hasta el final, incluso si
para ello se requieren medidas… —Se calló un momento, incapaz de encontrar las
palabras adecuadas.
—¿Medidas de naturaleza extrema? —le sugirió Seth.
—Sí. He oído la valía de vuestras palabras ahí dentro, mi señor, lo mismo que han
hecho muchos otros. Quizá haya llegado el final de la supremacía de los Ángeles
Sangrientos. —Sintió un estremecimiento de emoción al pronunciar en voz alta
aquellas palabras tan sediciosas—. Quizá lo mejor sería que fuese un capítulo más
fuerte, más vital, el que se convirtiera en el señor de Baal.
—¿Un capítulo como el nuestro? —pregunto Seth sin demasiado énfasis, y alzó la
mirada de nuevo hacia la estatua. Por detrás de ella, el sol había teñido el cielo
encapotado de un carmesí oscuro, el color de la armadura de los Desgarradores de
Carne—. Espera, Gorn —le dijo tras unos momentos—. Prepárate, pero de momento,
espera.

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OCHO

La placa de datos se encontraba exactamente donde se suponía que debía estar, oculta
debajo de una copia muy usada del Litergus Integritas, bajo el cuarto banco por la
derecha.
Fenn miró con cautela por encima del hombro y luego se inclinó para recogerla. A
esa hora del día no había nadie dentro de aquella capilla votiva. De hecho, aquel
pequeño templo secundario apenas acogía a uno o dos devotos al mismo tiempo. La
mayoría del personal de la ciudadela Vitalis prefería hacer el trayecto hacia el gran
templo que se alzaba en los niveles superiores de la torre para la ceremonia de
vísperas, donde por las ventanas entraba verdadera luz del sol. Aquella cámara
menor, situada bajo la superficie del paisaje polar helado, tan sólo disponía de
simuladores biolumínicos para imitare el ciclo diario de Baal. El lugar estaba
presidido por un ambiente mohoso y cerrado de forma permanente. Ese era
precisamente el motivo por el que el siervo lo había elegido como lugar de
intercambio.
El leve zumbido de un aparato antigravitatorio hizo que alzara la mirada al techo.
Allí, en la oscuridad, distinguió la silueta de un servocráneo que trazaba lentos
círculos en el aire. Un incensario colgaba de su parte baja y se balanceaba sostenido
por una cadena. Fenn hizo el signo del aquila y fingió rezar asintiendo con la cabeza
en dirección a las estatuas de basalto del altar. Sanguinius estaba arrodillado delante
del Emperador y su padre tenía una mano apoyada en el hombro del primarca.
«Perdonadme el engaño, mis señores —musitó Fenn—. Lo hago por el bien del
Imperio».
Una vez estuvo seguro de que el servocráneo se encontraba lo bastante lejos como
para que no pudiera vigilarlo, Fenn se llevó la placa al oído y pasó un dedo por la
runa de activación. Escuchó con atención la grabación entrecortada de la voz
codificada en el aparato. Era la voz de un contacto que había establecido entre el
personal de comunicación de la ciudadela. Cuando el siervo ya no tuvo dudas sobre
las sospechas que sentía respecto a Nyniq y a Serpens, Fenn se dirigió a aquel
individuo y lo sobornó con drogas de poca importancia que obtuvo de los almacenes
médicos para que incluyera una solicitud de información en el grupo de mensajes que
se enviaba a la capital del sector.

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No había esperado que le respondieran con tanta rapidez. El mensaje había sido
un disparo a ciegas, un intento vano de sentir que estaba haciendo algo en vez de
quedarse cruzado de brazos mientras el magos biologis se apropiaba de la
investigación de su señor.
Pero allí estaba la prueba. Hizo retroceder la grabación con manos temblorosas y
la escuchó de nuevo para estar seguro de que no había oído mal.
«El mensaje del astrópata es inconexo, como siempre lo son —decía la grabación
—, pero lo básico está muy claro. No entiendo para qué necesita esta información,
pero la anoto para el archivo. —Fenn sintió que el sudor le empezaba a picar en los
brazos mientras esperaba para oír las palabras por segunda vez—. El tecnoseñor
Haran Serpens aparece en los registros del Adeptus Terra como desaparecido,
probablemente muerto. Se informó de la pérdida de su nave en lo más profundo del
Segmentum Pacificus, más allá del sistema Thoth».
Fenn detuvo la grabación y se meció hacia delante y hacia atrás en el banco. Por
el Emperador… Thoth se encontraba al otro lado del plano galáctico respecto a Baal,
a cientos de años luz de distancia.
—No es quien dice ser. —Las palabras salieron a borbotones de la boca del
siervo. Alzó la mirada hacía la estatua—. ¡En nombre de Terra, no puede ser quien
dice ser!
Se puso en pie con un movimiento apresurado y lleno de dudas se dirigió hacia el
pasillo central. ¿Qué podía hacer? Si regresaba al laboratorio, el impostor estaría allí,
esperándolo. Fenn aferró con fuerza la placa de datos. ¿Cómo podría ponerse delante
del magos, o quienquiera que fuera, en aquel estado? Nunca había sido muy bueno
ocultando sus emociones, y el farsante se daría cuenta de que Fenn sabía lo ocurría
con tanta claridad como el sol al amanecer. Se obligó a sí mismo a recuperar la
calma. «¡Piensa, idiota!». ¡Tenía decírselo a lord Caecus!
—Sí —dijo en voz alta.
Había transportes en el hangar de vuelo de la torre, cerca de su extremo superior.
Naves de transporte ligero y lanzaderas que cruzaban el cielo de Baal en salidas
regulares. Lo única que tenía que hacer era encontrar uno que se dirigiera a la
fortaleza-monasterio y…
—¿Fenn? —El impacto casi físico de la voz provocó que se le retorciera el
estómago—. No seas tímido, siervo. Sé que estás ahí.
Fenn se apretó más contra el banco sin atreverse a respirar. Distinguió la silueta
de una figura que cruzaba la entrada envuelta en sombras, un hombre fornido de la
envergadura de un astartes.
—Creo que tú y yo deberíamos tener una charla —le dijo el impostor con voz
tranquila—. Creo que empezamos con mal pie. Después de todo, compartimos una
pasión por lo mismo. —La voz se volvió sedosa—. La sorprendente infinidad de la

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maquinaria humana, ¿no es cierto? La búsqueda de la perfección de la carne.
Fenn vio como la figura se dirigía lentamente hacia el altar. Los biolúmenes
estaban muy bajos, por lo que era posible que ni siquiera llegara a ver al acobardado
siervo. Se agachó todavía más mientras su mente racional luchaba con la necesidad
animal de salir corriendo.
Tenía que esperar un poco más. «Hasta que llegue al altar. Entonces no podrá
alcanzarme antes de que salga por la puerta de la capilla».
—¿No hablas? Es una pena. —Se oyó un suspiro—. Eres una muestra bastante
mala, Fenn. Sin duda eres un individuo inteligente, pero también una muestra
bastante mala. No me extraña que los Ángeles Sangrientos te rechazaran por ser
demasiado débil para aceptar el poder de un adeptus astartes. Te falta algo.
El sonido de los pasos se detuvo.
El silencio repentino fue demasiado insoportable. Fenn salió disparado de su
escondite con una frenética explosión de movimiento y cruzó la capilla en penumbra
con toda la rapidez que pudo. Se dirigió a la carrera hacia la puerta, un poco alarmado
por el hecho de que el falso tecnoseñor ni siquiera intentara seguirlo.
Fenn se dio cuenta de repente de que algo iba mal. La idea todavía se le estaba
formando en la mente cuando chocó contra una silueta alta en forma de losa que
estaba oculta entre las sombras. Cayó hacia atrás de espaldas y quedó hecho un
guiñapo en el suelo. El servidor rectangular surgió amenazante de la oscuridad
caminando sobre sus garras de hierro y se dirigió hacia él.
—Respecto a ese amigo tuyo de comunicaciones… —La voz suave y cálida de
Haran Serpens desapareció y fue sustituida por otra calculadora y que sonaba
increíblemente antigua—. Qué accidente tan terrible. Una ráfaga inesperada de
viento. Se cayó desde lo más alto de la ciudadela.
Fenn estaba temblando. El miedo le quitaba el aliento en unas oleadas asfixiantes.
—¿Quién? —Casi tuvo que obligar a las palabras a salir—. ¿Por qué?
—Jamás lo sabrás, hombrecillo.
A su lado, los costados de la caja empezaron a abrirse como un rompecabezas
complejo. Fenn distinguió algo en movimiento en su interior, donde una serie de
varillas y pinzas se movieron y giraron.
—Es mejor así —le explicó el impostor. Todo rastro de su voz falsa había
desaparecido—. Te echarías a llorar cuando supieras cuánto he alterado vuestra gran
investigación mejor que no vivas para verlo.
El siervo alzó una mano en un gesto mudo de súplica. Del interior de la caja salió
una enorme maraña arácnida de patas de bronce y de tubos gorgoteantes que saltaron
hacia él. Las garras metálicas rasgaron el aire.

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J
Rafen le hizo un gesto de asentimiento a Ajir cuando éste se acercó a las puertas del
Gran Anexo.
—Informa —le ordenó.
El ángel sangriento inclinó la cabeza.
—Hay poco que sea importante, señor. El cónclave ha vuelto a reunirse tras un
breve periodo de descanso. —Acercó un poco la cabeza y bajó la voz—. Creo que
Mephiston anunció el descanso por un buen motivo. Al otro lado de las puertas oímos
muchas voces airadas.
—Eso era de esperar.
Rafen paseó la mirada por la amplia antesala. Al igual que en el interior del Gran
Anexo, todos y cada uno de los capítulos sucesores estaban representados por uno o
dos guerreros de línea que actuaban como escoltas o como guardias de honor de los
oficiales superiores que habían acudido. Sus ojos se encontraron con los del sargento
Noxx, que lo miraba desde el otro lado de la estancia con una expresión
amenazadora.
—El desgarrador de carne lleva todo el día haciendo eso —comentó Ajir con una
mueca—. Si pudiera despedazarme con esa mirada, a estas alturas estaría muerto en
el suelo en un charco de mi propia sangre.
—No permitas que te provoque.
Ajir sonrió sin humor.
—Claro que no. No soy Kayne. Yo controlo mejor mis impulsos.
Rafen pasó por alto el comentario.
—Mantente alerta.
—Como siempre —le respondió Ajir, y a continuación su rostro se ensombreció
—. Aunque debo confesar que me apena tener que mantenerme en alerta de combate
en las estancias de nuestra propia fortaleza.
—Somos astartes. Siempre estamos en alerta de combate —le replicó Rafen.
Una conmoción repentina llamó la atención de los ángeles sangrientos y se dieron
la vuelta al mismo tiempo para ver llegar al hermano Caecus, y a una mujer y a un
marine espacial con la cabeza cubierta por una capucha inmediatamente detrás de él.
—Haceos a un lado. Debo entrar en el Gran Anexo —anunció el apotecario.
Un ángel bermellón le interrumpió el paso.
—Las puertas están selladas. Los señores de nuestros capítulos así lo han
ordenado.
—¡Esto es más importante que esa orden! —le gritó Caecus. Rafen se acercó y le
indicó con un gesto al otro marine que los dejara a solas.

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—Majoris, ¿qué ocurre?
Se dio cuenta de inmediato de que Caecus parecía estar muy agitado. Tenía el
rostro encendido y el ceño fruncido.
—Abre las puertas —le contestó el apotecario—. Hazlo ahora mismo, hermano
sargento.
Ajir se puso al lado de Rafen.
—¿Quién es? —Preguntó el astartes, señalando a la mujer—. ¿Una servidora de
los magos biologis en un lugar como éste? ¿Quién le ha dado permiso para hacerlo?
—He sido yo —replicó Caecus—. Nyniq está aquí porque yo lo he permitido. ¡Y
ahora, abrid las puertas! En nombre de la Sangre, ¿es que tendré que hacerlo yo
mismo?
El apotecario alargó una mano hacia el mecanismo de control que haría deslizarse
la gigantesca barra de cierre, pero Rafen lo agarró por la muñeca…
No…
El marine espacial que iba vestido con la túnica rompió su silencio y emitió un
gruñido bajo. Luego, con una velocidad sobrenatural, sacó la mano de la manga e
imitó el gesto del sargento, al que agarró por la muñeca antes de que tuviera tiempo
de apartar a Caecus.
Rafen miró de inmediato a la figura encapuchada y vio un rostro oscuro con una
expresión feroz en él.
—No —dijo Caecus, y detrás de la palabra se distinguir la fuerza de una orden—.
¡Suéltalo!
—¿Hermano?
Rafen observó con atención al otro marine. No lo conocía, y tampoco era capaz
de situar sus rasgos extrañamente miliares.
—Hermano.
La figura encapuchada repitió la palabra con torpeza, como si no estuviera
familiarizado con el proceso de hablar. La mano que agarraba la muñeca de Rafen se
apartó.
—Por última vez —ordeno Caecus, alzando la voz—, ¡abre las puertas! Aceptaré
por completo cualquier clase de responsabilidad que se derive de eso.
Noxx se había acercado a ellos.
—Será mejor que hagas lo que dice —le indicó el desgarrador de carne.
Rafen se volvió hacia Ajir y le hizo un gesto de asentimiento.
—Ábrelas.
Rafen no estaba muy seguro de cuál era el protocolo para una interrupción de
aquel tipo, así que siguió al grupo de Caecus al interior. Se dio cuenta demasiado
tarde de que Noxx lo había seguido a su vez. Frunció el entrecejo pero siguió
caminando. El ambiente en el interior del anexo estaba cargado de tensión. No le

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cupo ninguna duda de que habían interrumpido alguna clase de discusión encendida.
—¿A qué viene esta interrupción? —La voz amplificada del dreadnought Daggan
resonó dura y chirriante—. ¡Es una sesión cerrada!
Caecus habló antes de que Rafen tuviera tiempo de ofrecer una explicación.
—Disculpadme, señores míos, pero lo que tengo que comunicaros no puede
esperar. Debo hablar ya, en este preciso momento.
Mephiston lanzó una mirada furibunda a Rafen y se puso delante de Caecus antes
de que llegara hasta el círculo de líderes.
—Majoris, sea lo que sea lo que tenga que comunicarnos, deberá esperar hasta
que finalice este cónclave.
—¡Es que lo que tengo que decir puede cambiar el final de este cónclave! —
Replicó Caecus—. ¡Tengo la respuesta al gran dilema!
—Caecus —le dijo Dante con un tono de advertencia en la voz.
—Espera, primo —lo interrumpió Sentikan—. Es vuestro apotecarium majoris,
¿no es así? ¿Por qué no se le deja hablar? ¿Qué daño puede hacer otra voz en este
cónclave?
Dante se irritó por las palabras del ángel sanguinario.
—Mi hermano Caecus en una persona muy sabia, pero me temo que su ambición
es mayor que sus conocimientos.
—¡No es así! —Replicó Caecus—. ¡Ya no! He logrado dominar el arte de la
clonación… ¡He conseguido un éxito!
—¿Qué dice? —Seth inclinó la cabeza hacia un lado—. ¿La clonación? ¡Es
imposible! —Dejó al descubierto los colmillos con un gruñido—. Si algo así fuera
posible, los Desgarradores Carne ya lo habríamos utilizado para incrementar el
número de guerreros de nuestro capítulo, ¡y hace siglos!
—¿Habéis intentado la clonación para recuperaros de vuestras pérdidas? preguntó
Orloc.
—No. —El señor de los Ángeles Sangrientos se quedó muy quieto y su rostro
adquirió una expresión pétrea—. Caecus, se te ordenó que no continuaras con las
investigaciones. ¿Me has desobedecido?
La jactancia, del apotecario se derrumbó ante las palabras heladas del señor del
capítulo.
—Yo… Vos sólo dijisteis que no tenía vuestra bendición, mi señor. No me
ordenasteis que las dejara.
—¿Te atreves a jugar con la semántica como si fueras uno de los lacayos del
Ministorum? —Rugió Mephiston—. ¡Sabías muy bien lo que tu señor quería decir!
Dante negó con la cabeza.
—Me siento decepcionado, hermano. Esperaba mucho más de ti.
—Sólo deberías sentirte decepcionado si hubiera fallado —le indicó Seth, que de

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repente mostraba una nueva mirada intensa—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Cuál es el éxito
ese del que nos hablas?
—Ved, señores —se atrevió a decir Nyniq al mismo tiempo que echaba hacia
atrás la capucha del individuo vestido con una túnica que se había mantenido en
silencio—. Ved al mero de ellos. Ved al primero de ellos, Ved al primer hijo de la
sangre.
El guerrero se quedó de pie, inmóvil.
Un silencio extraño se extendió por toda la estancia durante unos momentos
mientras todos los señores de capítulo lo miraban con atención. Cada uno de ellos
meditó sobre la tremenda importancia qué tenía la presencia de aquel ser. Sus
reacciones variaron desde los bufidos de desprecio hasta las miradas frías y
calculadoras.
—¿Esto es un duplicado genético? —Preguntó Armi quien mostraba a las claras
que no estaba nada convencido—. No parece ser más que un… astartes común, nada
más.
—¡Es el primer Sapiens Sanguina! —Exclamó Caecus—. Es un marine espacial,
un ángel sangriento creado a partir de una muestra de zigoto naciente, ¡formado a
partir de mi voluntad!
Seth se volvió hacia Dante.
—Primo, ¿por qué no nos has hablado de esto?
—No vi valor alguno en la investigación. El propio Caecus admitió que no tenía
avance alguno que mostrar.
—Eso era antes —replicó el apotecarium majoris—. He logrado… —Se
interrumpió y miró de reojo a Nyniq—. Un avance vital.
—Todos los clones que has creado hasta la fecha demostraron ser inestables —le
gruñó Mephiston—. Todos tus intentos por repetir las investigaciones de Corax no
han servido para nada. Y a pesar de ello, ¿entras en este lugar sin ser invitado para
vanagloriarte de haber conseguido un solo éxito y para llamarlo logro?
—¡Tan sólo pido lo que ya he pedido antes: que se me permita cumplir mi parte
en el intento de evitar que mi capítulo acabe extinguido!
El torso de Daggan giró para mostrar su placa facial a los demás señores de
capítulo.
—Si se puede hacer de verdad… Si este hijo de la sangre no es un simple golpe
de suerte, entonces significará mucho para todos nuestros capítulos, no sólo para los
Ángeles Sangrientos.
—La capacidad de recuperarse de las pérdidas en pocos meses en vez de en años
—musitó Orloc—. Sería una ventaja táctica de la que merecería la pena disponer.
Dante entrecerró los ojos.
—Primos, se trata de un asunto en el que yo recomendaría mucha prudencia.

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—Eso no es una sorpresa —le contestó Seth—. Sin embargo, lord Dante, no es el
momento de mostrarse convencional. Si Caecus es tan habilidoso como parece, este
hijo de la sangre resolverá todos nuestros problemas sin necesidad de una
contribución.
—Y a los Desgarradores de Carne también les interesa mucho —añadió Armis.
—Por supuesto —aceptó Seth—. No es un secreto. —Se acercó al marine donado
y estudió con detenimiento su rostro—. La verificación de esta criatura sólo se puede
realizar en un sitio.
—En combate —apuntó Daggan.
—Así es. —Seth chasqueó los dedos—. ¿Hermano sargento Rafen? —Miró al
ángel sangriento—. Puesto que habéis demostrado vuestra valía en combate quiero
pediros que pongáis a prueba a este hijo de la sangre en el pozo.
Dante le hizo un leve gesto de asentimiento a Rafen y éste aceptó con una
pequeña reverencia.
—Muy bien, lord Seth.
—El hermano sargento Noxx se unirá a él —dijo Dante.
Seth se volvió para mirar fijamente al señor de los Ángeles Sangrientos.
—¿Dos contra uno? No es muy justo.
La respuesta de Dante fue helada.
—Ningún enfrentamiento entre nosotros lo es.

J
Rafen apretó la tira de cuero con fuerza alrededor del brazo y la aseguró. Levantó la
mirada y se vio la cara reflejada en los visores triangulares de su casco. La armadura
del ángel sangriento se encontraba en una montura de equipo, y en esos momentos
era una estatua hueca de color carmesí y con forma humana. Llevaba la túnica de
combate ceñida al pecho, y las tiras de cuero le apretaban en aquellos puntos donde
los moratones y las contusiones del último combate todavía no se habían curado del
todo.
Notó una presencia a su espalda, pero no se dio la vuelta.
—Admito que esperaba encontrarme de nuevo contigo en el pozo de combate,
pero no tan pronto —le dijo Noxx con sequedad—. O en estas circunstancias.
—Procuraré no ganar con tanta facilidad esta vez —le replicó Rafen—. No me
gustaría dejarte en ridículo dos veces seguidas delante de tus hermanos.
La actitud burlona de Noxx desapareció.
—Tuviste suerte.

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—Estoy seguro de que te lo crees.
El sargento veterano lo agarró por un brazo y lo hizo girarse sobre sí mismo para
que quedaran cara a cara.
—Te subestimé, fanfarrón, eso es todo, pero no volverá a pasar.
Rafen se soltó el brazo de un tirón y se dirigió hasta la estantería de armas. De los
correajes de cuero colgaban espadas: curvas que casi parecían hoces y espadas cortas
rematadas por ganchos. Tomó una espada y pasó un pulgar por el filo.
—Nada de armas de entrenamiento esta vez —comentó en voz baja.
Noxx empuñó sus armas.
—Por supuesto que no. No hay ni que decirlo: será un combate a muerte.
—¿Por qué? —quiso saber Rafen.
—Es un clon —le contestó Noxx con un bufido antes empezar a alejarse—.
Cuando esté muerto, tu hermano Caecus simplemente puede crear otro.
Habían cambiado la configuración del pozo de combate respecto al
enfrentamiento anterior. El mecanismo que movía los bloques de piedra se había
anulado, por lo que los combatientes podrían enfrentarse en un terreno liso y sólo las
paredes inclinadas actuarían como barreras. Rafen llegó al borde del cuenco de piedra
y vio que el hijo de la sangre ya estaba esperándolo en el centro del pozo. Mientras lo
miraba, un servidor se acercó al clon y junto a él una espada de gancho idéntica la
que empuñaba Rafen. El duplicado se quedó mirando durante un largo momento el
arma, sin dar muestra alguna de reconocer qué era. Rafen frunció los labios. ¿Sabría
dónde estaba, o de qué iba aquello? La idea de una réplica, del crecimiento de un
puñado de células en el interior de un tubo probeta gigante hasta que se convertía en
un hombre adulto, le resultaba inquietante. Se trataba de un concepto radical, y
Caecus no había mentido cuando había dicho que con aquel proceso arcano se podría
lograr que el capítulo se recuperase de las pérdidas, pero Rafen no podía evitar
preguntarse qué clase de hombres crearía. ¿Qué es un guerrero si no tiene un pasado
del que sacar fuerzas, sin un alma que entregar al servicio del Emperador? ¿Poco más
que una máquina orgánica?
De repente, con un súbito destello de comprensión, el hijo de la sangre levantó la
espada del suelo con la punta del pie, la lanzó por el aire y la atrapó por la
empuñadura. Realizó una serie de prácticas con una facilidad fluida, como si hubiera
estado luchando con la espada desde hacía décadas. A pesar de ello, en aquellos
extraños ojos de expresión vacía no se vio nada, ni el valor frío de un guerrero
endurecido por la muerte y el combate ni la vacuidad insensata de un demente. Era
una nada diferente, el vacío producido por la ausencia de algo en su interior.
El servidor de armas salió del pozo y se detuvo con un traqueteo.
—Se trata de un combate de prueba. Se luchará hasta el derramamiento de sangre.
Mostrad valentía y honor. —El eslavo mecanizado bajó la cabeza—. En nombre de

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Sanguinius y del Emperador.
—En nombre de Sanguinius y del Emperador —repitieron Rafen y Noxx.
Apenas pronunció aquellas palabras, el desgarrador de carne saltó al interior del
pozo de combate. Rafen aferró con fuerza la espada gancho e hizo lo mismo.
En el rostro del hijo de la sangre no se vio muestra alguna de duda. El marine
clon sabía muy bien lo que ocurría en el pozo. Giró sobre el pie que tenía apoyado
atrás y se enfrentó a Noxx alzando la espada en una posición de guardia. El mandoble
hacia abajo del desgarrador de carne, potenciado por la fuerza del salto al interior del
pozo, impactó con fuerza acompañado del estruendo del choque del acero contra el
acero. El clon retrocedió girando sobre sí mismo y provocó una lluvia de chispas a lo
largo del filo de la hoja de su oponente cuando retiró su espada con un movimiento
de látigo.
Rafen se acercó, pero se mantuvo fuera del alcance del combate cuerpo a cuerpo
y se dedicó a observar con atención al hijo de la sangre. Buscó señales de duda, de
incapacidad.
Era algo curioso. El marine clon se comportaba en unos momentos como si no
tuviera conocimiento del arte de la lucha y al instante siguiente combatía como un
veterano experimentado. Se dio cuenta de que el clon estaba moviendo los labios, que
hablaba para sí mismo en un tono de voz bajo y susurrante.
Noxx atacó de nuevo lanzando un tremendo grito de batalla. El clon aulló un grito
de respuesta que imitó el tono y el volumen del otro astartes con una claridad
increíble. Noxx lanzó una estocada que era una finta evidente, pero el hijo de la
sangre cayó en la trampa y sobreextendió el brazo. El desgarrador de carne invirtió la
dirección del golpe y logró impactarle. Le desgarró el tejido de la túnica y le hizo un
leve corte en el pecho. Sin perder impulso, Noxx hizo el mismo movimiento a la
inversa, pero el hijo de la sangre lo detuvo esta vez y lo apartó con un golpe de
refilón con el puño.
Las sandalias de Noxx chirriaron al resbalar sobre el suelo.
—Aprende con rapidez —le dijo a Rafen.
El hijo de la sangre se dio la vuelta de repente y se lanzó a por el sargento de los
Ángeles Sangrientos con la espada en alto. Era una imitación del ataque de Noxx,
pero con el doble de rapidez y de ferocidad. Rafen se agachó para esquivar la finta.
Era un movimiento fácil de contrarrestar una vez se sabía cómo era.
O eso creyó. En lo más alto del ataque, el clon invirtió el golpe e intentó
propinarle un mandoble de arriba abajo en una centella plateada dirigida al cuello de
Rafen. Al ángel sangriento apenas le dio tiempo de girar su espada gancho para
desviar un tajo que sin duda habría sido letal.
«¡Idiota!», se reprendió. No debía subestimar a aquella criatura. Noxx no se había
equivocado. Era inteligente y aprendía, se adaptaba.

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Rafen giró de nuevo la espada y los ganchos de las dos armas se trabaron. Los
extremos curvados se unieron con un chasquido metálico y el marine espacial y el
clon empezaron a tirar para hacerse con el control. Noxx vio una oportunidad y se
lanzó al ataque de nuevo. El hijo de la sangre pivotó, sacrificó el tener inmovilizada
la espada de Rafen y le propinó una patada giratoria al desgarrador de carne que
cargaba contra él. Pilló a Noxx sin equilibrio, y cuando le estampó el pie en mitad del
pecho, el sargento cayó derribado aI suelo.
El clon extendió el giro hacia Rafen dispuesto a propinarle un tajo con la espada
gancho. El ángel sangriento respondió al golpe con otro de igual fuerza y lo detuvo al
mismo tiempo que le daba un puñetazo en pleno esternón. Rafen notó que algo se
partía en el punto donde había impactado con el puño, pero el hijo de la sangre se
limitó a soltar un gruñido.
Empujó hacia delante y las hojas de las espadas chirriaron al deslizarse la una
sobre la otra. Su rostro quedó por un momento a un palmo de la cara del clon y miró
fijamente aquellos ojos de expresión muerta.
—Hermano —repitió el duplicado. La palabra sonó extraña e impropia en sus
labios.
Las hojas se movieron de nuevo y Rafen recibió un golpe en la barbilla con el
pomo del arma de su oponente, pero logro que no le afectara demasiado. El ángel
sangriento respondió doblando la cintura para propinar un cabezazo a la nariz del
clon. Esta vez logró arrancarle un grito de dolor.
El hijo de la sangre rugió enfurecido y le dio un puñetazo antes de volverse para
enfrentarse al ataque de Noxx. La espada del desgarrador de carne lo cortó de nuevo,
esta vez a la altura del abdomen, que no mostraba marca ni cicatriz alguna. El clon
respondió blandiendo la espada en un arco veloz y amplio que logró alcanzar a sus
dos contrincantes.
Rafen se apartó maldiciendo entre dientes. Noxx se volvió para mirarlo y el ángel
sangriento vio que de la herida que había sufrido en la frente le salía un leve reguero
de sangre.
—Lucha muy bien uno contra uno. Veamos cómo lo hace contra dos a la vez.

J
—Impresionante —admitió Daggan—. Para algo que tiene menos de un día de vida,
apenas he visto nada semejante aparte de las criaturas tiranidas. —Los señores de
capítulo es estaban en los palcos que daban al pozo observando con atención el
combate—. Pero ¿puede hacer algo más que luchar por puro instinto?

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—Mi señor, es mucho más que un simple insecto alienígena movido por impulsos
primarios —le respondió Caecus—. El hijo de la sangre es la expresión pura del ideal
genético de los astartes. Más de cien ángeles sangrientos, tanto vivos como muertos,
tienen su ADN expresado en su fisonomía. Estoy convencido de que, con los
estímulos correctos, será capaz de asimilar la memoria muscular y genética de todos
y cada uno de ellos.
—¿Y qué hay de los órganos implantados que todos compartimos? —Quiso saber
Armis—. Sin ellos, esta criatura es poco más que un servidor de combate de diseño
mejorado.
—El proceso de duplicación reproduce muchos de los implantes a partir del
primer brote del zigoto modificado —le explicó el apotecario—. Riñones oolíticos,
ocuglobo, pulmón múltiple, biscopea, corazón secundario… Todos esos órganos
crecen de forma natural en el cuerpo del hijo de la sangre. —Hizo un gesto de
asentimiento para sí mismo—. En ese sentido, el clon es superior a un astartes de
origen humano, ya que no necesita pasar por el largo proceso de adaptación que un
humano normal debe sufrir. —Caecus se atrevió a mirar de reojo a su señor. Dante no
respondió a su mirada, ya que estaba completamente concentrado en el combate que
se estaba librando en el pozo.
—Hay una pregunta que no ha hecho nadie aún —apuntó Sentikan. Los ojos le
brillaron bajo la capucha—. Si esta criatura de laboratorio es, como dices, un
destilado de todo el potencial de los Hijos de Sanguinius, entonces, ¿qué hay de la
Rabia y de la Sed? —El guerrero encapuchado se volvió hacia el apotecario de los
Ángeles Sangrientos—. ¿Has conseguido eliminar eso del código genético, majoris?
¿O tu creación también se verá afectada por esa maldición, lo mismo que todos
nosotros?
Caecus tragó saliva, sin saber qué responder.
El ángel sangriento y el desgarrador de carne atacaron al mismo tiempo al clon
por la izquierda y por la derecha, con las espadas a la altura del pecho en una
estocada rápida y letal.
El hijo de la sangre no titubeó. Algo en sus ojos, quizá una intuición de cazador,
le hizo ver que Noxx se movía con un poco más de lentitud que Rafen,
probablemente como resultado del combate anterior. El clon utilizó de nuevo la finta,
pero esta vez se apartó y el arma de Rafen tan sólo cortó el aire mientras su
contrincante paraba el mandoble de Noxx. Las puntas curvadas de las armas se
trabaron de nuevo, pero el desgarrador de carne no se lo esperaba. El hijo de la sangre
ejecutó un movimiento de desarmado perfecto y le arrancó el arma al marine espacial
antes de que el veterano sargento pudiera impedirlo. La fuerza del movimiento hizo
que la espada del desgarrador de carne describiera un arco sobre la punta recurvada
del arma del clon hacia su otra mano con la que la agarró por la empuñadura. Luego

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soltó un gruñido y las hizo girar en un arco letal.
La reticencia al combate que Rafen había mostrado hacia el hijo de la sangre se
desvaneció por completo al ver aquella demostración de maestría con la espada. Sin
duda, el clon era el guerrero que Caecus había proclamado que sería. Mientras se
acercaba de nuevo a él se preguntó hasta dónde podría llegar un ángel sangriento
como aquél si se lo entrenaba y se lo formaba de un modo adecuado.
Obligó a Noxx a retroceder hasta la pared, pero al instante siguiente ya estaba
atacando a Rafen con los relámpagos plateados que parecían las dos espadas. La
ferocidad del ataque fue asombrosa, y notó que la rabia ensombrecía el rostro del hijo
de la sangre mientras se abalanzaba contra él. Las espadas chocaron con un tremendo
impacto en forma de tijera contra su propia espada y la partieron con un chasquido
metálico y seco. La fuerza de torsión del golpe recorrió el brazo de Rafen y lo hizo
retroceder hasta el punto de que casi perdió el equilibrio.
El clon se lanzó rugiendo a por Noxx con la misma velocidad que había atacado a
Rafen. Las espadas cayeron sobre los hombros del desgarrador de carne en un golpe
en forma de «V» y el hijo de la sangre intentó unirlas para cortarle la cabeza de un
solo tajo. Noxx alzó las manos, ensangrentadas y en carne viva, para detener aquel
golpe mortífero. Gritó de dolor, y su aullido compitió en volumen con los rugidos y
gruñidos del clon.
Rafen reaccionó sin pensárselo y lanzó la espada rota como si fuera un cuchillo
arrojadizo. La lanzó con puntería, ya que la punta bifurcada se hundió profundamente
en la espalda del hijo de la sangre un par de centímetros por debajo del omoplato.
La reacción fue instantánea. El clon bramó y se giró en redondo. Noxx salió
despedido hacia un lado. Su oponente soltó las dos espadas e intentó
desesperadamente alcanzar la empuñadura de la espada rota para sacársela.
El hijo de la sangre y el ángel sangriento se miraron fijamente a los ojos. Los dos
quedaron conectados por una creciente rabia de combate. Rafen notó como ese
sentimiento crecía. Lo midió a cada segundo que pasaba y lo contuvo tal y como le
habían enseñado a lo largo de toda su vida. Sin embargo, el don no poseía esa
preparación. Observó como la sombra de la furia aparecía en sus ojos muertos y vio
el comienzo de la Sed Roja.
El clon emitió un chillido cuando logró alcanzar el pomo de la espada rota y se la
arrancó del cuerpo, provocando una cascada de sangre mientras Noxx intentaba
ponerse en pie. El hijo de la sangre abrió la boca y se pasó el arma rota de Rafen por
la lengua para lamer su propia esencia de la hoja. Los colmillos blancos quedaron
manchados de rojo.
El clon se volvió e imitó el último ataque de Rafen: lanzó la espada rota contra
Noxx. El desgarrador de carne se desplomó de nuevo con el arma clavada en el
muslo.

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A Rafen se le escapó un jadeo de asombro cuando vio que el torso del hijo de la
sangre se ondulaba debido a los movimientos de los músculos bajo la piel rojiza, que
se tensaban de un modo inhumano. El clon se abalanzó de nuevo contra Noxx cuando
éste intentó ponerse otra vez en pie.
Noxx aulló cuando el clon abrió la boca y le clavó los dientes el hombro. Un
nuevo chorro de sangre saltó y manchó en abundancia el suelo de piedra. Todos
oyeron el repugnante sonido de succión emitido por el clon cuando comenzó a beber
la sangre.
El ángel sangriento echó a correr, y mientras corría se agacho para empuñar una
de las espadas caídas. Dio un salto en el aire y bajó con fuerza con la punta curvada
del arma por delante. La clavó en la espalda del clon, en la misma herida sangrante
que había abierto momentos antes.
El hijo de la sangre se echó hacia atrás arqueando la espalda y aulló presa de un
dolor agónico. Dejó a Noxx tirado en el suelo del pozo, desangrándose, y alzó las
manos engarfiadas mientras la sangre le gorgoteaba en la garganta llena del fluido
vital de Noxx. Rafen salió despedido hacia atrás por el golpe de revés que le propinó.
Se detuvo tras deslizarse un trecho sobre el suelo, con la cabeza resonando por el
impacto. El golpe había tenido el doble de fuerza que cualquiera de los ataques
anteriores. Daba la impresión de que el hijo de la sangre sacara fuerzas adicionales de
la Rabia Negra, y que su cuerpo apenas fuera capaz de contener la energía que
albergaba.
Se dio cuenta a duras penas de que alguien le gritaba algo desde uno de los palcos
del borde del pozo, pero no podía apartar la mirada del hijo de la sangre, que ya
corría hacia él con grandes zancadas. La piel bronceada del clon se hinchó y se tensó
con cada paso que daba. Los dedos se curvaron hasta transformarse en garras, a las
que les salieron nuevos nudillos y uñas más largas. El clon abrió la boca… y la abrió,
y la abrió. La mandíbula se distendió y vio que le habían salido nuevas filas de
colmillos a lo largo de las encías. Estaba mutando ante sus ojos, empujado por la
fuerza de la maldición genética que llevaba insertada en su propia carne.
Aulló una palabra. Tuvo que esforzarse para que ese sonido atravesase la garganta
llena de líquido espeso.
—¡Sangre!
—¡Rafen!
El grito le llegó procedente de uno de los palcos. Alzó la mirada y vio a Ajir, que
le estaba haciendo gestos con frenesí. El marine espacial lanzó hacia él algo con
forma de ladrillo que bajó girando sobre sí mismo hacia el suelo del pozo. Rafen se
puso en pie y saltó para empuñar el bólter en plena caída. Cuando posó los pies en el
suelo, ya tenía el dedo en el gatillo.
Sin dudarlo ni un instante, el ángel sangriento vació el cargador curvado del arma

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en el cuerpo del hijo de la sangre y lo despedazó, convertido en una fuente carmesí.
El cuerpo acribillado se desplomó sobre el suelo, donde se retorció moribundo.
Notó los latidos del corazón resonándole en los oídos.
—Que Terra nos proteja —murmuró al mismo tiempo que soltaba el arma para
hacer el signo del aquila con las manos ensangrentadas.

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NUEVE

Caecus se quedó inmóvil y rígido mientras Dante se apartaba del borde del palco para
mirarlo directamente a los ojos. Notó las piernas cargadas de plomo, clavadas en el
suelo. La alegría exultante que había sentido momentos antes se había transformado
en una amargura absoluta.
El ideal perfecto del hijo de la sangre había quedado deformado, destruido.
«Un fracaso. Otro fracaso».
Cuando Dante habló, fue igual que si le retorciera un cuchillo clavado en el
corazón.
—Apotecarium majoris, he permitido esta fantasía tuya más allá de lo que era
racional. Has quedado en evidencia, y has dejado en evidencia al capítulo con esta
monstruosidad —le dijo al mismo tiempo que señalaba al cadáver que yacía en el
suelo del pozo de combate.
—Yo sólo quería… —Inspiró profundamente. Le costaba hablar—. Estaba tan
seguro… —Caecus miró a su alrededor en busca de algún apoyo, pero sólo encontró
miradas duras en los demás señores de capítulo. Buscó afanosamente una
explicación, algo que le sirviera de justificación aunque fuera de un modo remoto—.
Quizá me he precipitado. La mujer, Nyniq, tenía razón. Deberíamos haber efectuado
una serie de pruebas antes de…
—Ya basta —lo cortó Dante. El señor de los Ángeles Sangrientos estaba furioso,
pero se trataba de una furia helada, teñida de cansancio y de decepción. Cuando habló
de nuevo, el apotecario se dio cuenta de la tremenda dimensión de su error—. Saldrás
de aquí y volverás a la Ciudadela Vitalis. Otro día decidiremos el modo de castigarte,
pero de momento ¡Harás lo que te ordeno! —El rostro de Dante se ensombreció—.
Caecus, no te equivoques otra vez, porque lo que te he dicho no está abierto a
interpretación alguna. Es una orden directa que te doy. Da por finalizado el proyecto
de clonación y acaba de inmediato con todas las tareas relacionadas con esa
investigación.
—Todavía existen bastantes clones preparados para salir de los tanques —
murmuró. Tuvo que confesarlo ante la mirada inflexible que le dirigía su comandante.
—Destrúyelos a todos. No debe quedar rastro alguno de esas abominaciones.
Caecus se dejó caer sobre una rodilla. Estaba desesperado por encontrar las

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palabras adecuadas con las que mostrar su contrición, para hacerle ver a Dante la
pureza de los motivos que lo habían empujado a hacerlo.
—Mi señor Dante…
—Que no quede rastro alguno —le repitió el señor del capítulo con un tono de
voz tajante.
Caecus inclinó la cabeza y encontró la energía necesaria para hacer un gesto de
asentimiento, pero poco más. Su mente se vio envuelta en un torbellino cuando se fijó
en la masa ensangrentada en la que se había convertido el clon. Apenas parecía
humano, sino más bien un montón de carne y huesos rotos, los restos de una
aberración odiosa y deformada. Dante tenía razón. Había quedado en evidencia con
su exceso de orgullo y su monomanía, y lo que era peor, había mancillado el suelo
sagrado de la fortaleza-monasterio al atreverse a llevar hasta allí a aquella criatura
imperfecta. Era culpable de todo aquello, y lo empeoraba el hecho de que los señores
de los capítulos sucesores habían sido testigos de todo lo ocurrido. No solo había
quedado como un estúpido, sino que había hecho quedar igual a sus superiores.
Sentikan habló de nuevo.
—Lord Dante, ahora entiendo por qué no quisiste hablarnos de esta línea de
investigación. Ninguno de nosotros quiere seguir los pasos de la Guardia del Cuervo
o de los Lobos Espaciales e incluir bestias en nuestras filas.
—Quizá sería necesario investigar un poco más —apuntó Daggan.
—Quizá —admitió Sentikan—. Pero no será aquí. Ni hoy. —El señor de los
Ángeles Sanguinarios volvió su rostro encapuchado hacia Dante—. Deduzco por lo
que has ordenado que este asunto debe zanjarse de inmediato.
—Habría que enviar a alguien para que verificase el fin de los experimentos —
comentó Orloc.
Sentikan señaló con un gesto de la cabeza a su escolta.
—Ofrezco la ayuda del capitán Rydae para esa tarea.
—Aceptada —contestó Dante—. Primos, tenemos mucho en lo que pensar. Os
pido que regreséis a vuestros aposentos y penséis en lo que habéis visto y oído hoy.
Mañana nos reuniremos de nuevo en el Gran Anexo y llegaremos a la conclusión
final de este cónclave.
—De un modo u otro —dijo Daggan antes de volverse para mirar al apotecario.
Caecus mantuvo la mirada fija en el suelo de mármol, sin atreverse a pronunciar
una sola palabra más.

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Dante se sirvió un poco de vino nocturno en una copa de cristal. Normalmente, el
aroma sutil de la excelente cosecha le permitía un momento de descanso al concentrar
sus penetrantes sentidos astartes en las características y detalles más profundos de la
bebida, más allá de lo que podía un humano normal. Sin embargo, en esos momentos,
el licor le parecía espeso y empalagoso. Su mal humor le impedía apreciar la bebida.
La rabia la impregnaba como si fiera aceite.
Oyó que alguien llamaba a la puerta.
—Adelante —ordenó con voz tensa.
Mephiston entró en la estancia. Incluso sin la armadura con relieve de músculos y
la capucha psíquica de circuitos cristalinos alrededor del cuello, el Señor de la Muerte
seguía teniendo una presencia imponente. Había acudido sin que ni siquiera hiciera
falta llamarlo. Mephiston conocía tan bien el carácter de su señor que no hacía falta
que se lo dijeran.
—Hemos tenido días mejores, mi señor.
—Está claro.
La rabia de Dante se desbordó por un momento y la copa que sostenía crujió
cuando se resquebrajó bajo la fuerza de su mano. La dejó en la mesa con un golpe
seco y torció el gesto.
—Dime, hermano, ¿queda alguna manera de complicar este cónclave más de lo
que ya lo hemos hecho? —Mephiston decidió prudentemente no contestarle y Dante
siguió hablando—. ¡Maldito sea Caecus por su imprudencia!
—Será castigado por su desobediencia.
—Ya es demasiado tarde —gruñó Dante—. Debería haberlo previsto. El majoris
siempre ha sido muy testarudo, ¡y yo he sido un estúpido por permitírselo! —Negó
con la cabeza—. Su demostración imprudente de esa criatura no ha hecho sino
debilitarnos más todavía a los ojos de nuestros sucesores.
—Lo ocurrido no se sabrá más allá de estos muros —lo tranquilizó Mephiston—.
El hermano Rydae sabe lo que se espera de él. La mujer, la magos, será silenciada.
—No me preocupa la magos biologis —Dante frunció el entrecejo—, me
preocupa la actitud que muestran nuestros primos.
—Lord Seth —apunto Mephiston con desprecio apenas contenido.
—Y otros —le indicó Dante, quien dejó escapar un suspiro—. Quizá no debería
juzgar a Caecus con demasiada dureza. Yo también he cometido una estupidez al
pensar que nuestros parientes accederían a realizar la contribución.
—Lo que pedís no es algo irrazonable.
Dante soltó una risa sin alegría.
—Estoy seguro de que Seth te discutiría esa afirmación, hermano. —Su rostro
adquirió una expresión solemne de nuevo—. He pasado mucho tiempo pensando,
procurando ocultar nuestro estado al resto de la galaxia, pero jamás se me ocurrió que

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sería la sangre de nuestra sangre la que intentaría sacar ventaja de nuestra debilidad.
Mephiston se quedó callado un momento antes de contestar.
—Los Desgarradores de Carne siempre han sido unos insubordinados. Es su
modo de ser. Ha sido así desde su primer maestre de capítulo, Amir. Llegarán hasta el
mismo límite y más allá si creen que pueden hacerlo, pero mi señor, ¿de verdad creéis
que os desafiarán cuando llegue el momento de tomar una decisión?
Dante no pudo responder a la pregunta porque alguien más llamó a la puerta. Dio
permiso para entrar y el hermano sargento Rafen apareció en el umbral.
—Mi señor —le dijo a modo de saludo, acompañado de una reverencia—. Lord
Seth desea hablar con vos. A solas.
Dante miró a Mephiston y asintió.
—Quizá tendré la respuesta a esa pregunta antes de lo que esperaba.
Mephiston ni siquiera miró a Seth cuando se cruzaron. El bibliotecario jefe pasó a
su lado y cerró las puertas de la estancia. El desgarrador de carne se quedó quieto un
momento contemplando la cámara.
Dante estaba al lado de la ventana de rejillas. El atardecer de BaaI estaba cargado
de tonos anaranjados y sombríos.
—¿Cómo está tu sargento, Noxx? —le preguntó directamente.
—Haría falta algo más que eso para matar a uno de los míos.
Dante aceptó la respuesta sin comentario alguno.
—¿Quieres algo, primo? —le ofreció, señalando al mismo tiempo la jarra alta
llena de vino oscuro.
—Tan sólo unos momentos de tu tiempo, Dante. Y la oportunidad de que
hablemos de igual a igual.
—Siempre la has tenido, Seth.
—Eso no es cierto, y lo sabes. —Cruzó la estancia y observó atentamente la
alfombra que tenía a los pies. Era una representación muy elaborada del Segmentum
Ultima, tejido con un millón de hilos coloreados—. Primera Fundación. Lo míos no
se pueden comparar con eso.
—Esto tiene su significado, sí, pero eso no te hace de menos. —Dante lo miró a
su vez con atención—. Aunque pienso que nunca lo has creído, a pesar de todas las
veces que te lo he dicho.
Seth hizo un gesto con la mano como si el comentario no tuviera importancia,
pero por dentro estaba furibundo.
—El asunto de ser menos es bastante delicado para nosotros dos, ¿verdad? Sólo
que yo he vivido más tiempo con esa carencia, esa disminución. He llegado a
entenderla, come uno puede llegar a entender a un enemigo implacable.
Dante soltó aire lentamente.
—Estoy cansado de este circunloquio. Crees que no te respeto. Te equivocas.

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Un nervio se estremeció en el rostro del desgarrador de carne, bajo la placa
plateada.
—Lo que yo respeto es la voluntad de Terra. Todo lo que los Desgarradores de
Carne son en nombre del espíritu de Sanguinius y del Emperador, para su mayor
gloria. ¿Pueden decir lo mismo los Ángeles Sangrientos?
—Por supuesto —le replicó Dante—. ¡Te habría derribado a golpes si tuvieras
menos rango por atreverte a sugerir lo contrario!
—Y sin embargo, lo que ha ocurrido se puede ver desde cierta perspectiva como
una sugerencia de lo contrario. ¿Qué hay de la glorificación de un Sanguinius falso
por parte de tus hombres? ¿De un cisma que casi ha destruido a tu capítulo? y ahora,
esta penosa exhibición por parte de tu apotecario superior. ¿Cómo puede ser nada de
eso algo llevado a cabo para cumplir la voluntad de Terra?
—Ya lo he explicado todo —respondió Dante, cruzando los brazos sobre el
pecho. Su tono de voz era cada vez más gélido—. He explicado mis motivos. —
Entrecerró los ojos—. Haz tú lo mismo, primo. ¿Por qué has venido? ¿Qué quieres de
mí?
—He venido porque nos has llamado, señor de los Ángeles Sangrientos.
—Después de haberte negado en principio. Te lo repito: ¿qué es lo que quieres?
Seth sonrió levemente.
—He venido porque veo una oportunidad de servir al Trono Dorado arrancando la
podredumbre que amenaza con devorar el corazón de los Ángeles Sangrientos.
Quiero ofrecerte una solución honrosa, Dante. —Negó con la cabeza—. Mírate bien,
primo. Mira hasta dónde ha llevado el orgullo a tu capítulo. Sois los grandes y
poderosos Ángeles Sangrientos, de la Primera Fundación, temidos por muchos,
reverenciados por muchos más… Pero os habéis confiado en esa reputación. Ese
asunto del joven Arkio y los Poderes Siniestros… ¡No debiste haber permitido que
llegara tan lejos! Pero estabas demasiado concentrado en tu propia gloria o en algún
asunto parecido como para verlo hasta que fue demasiado tarde. —Vio un destello
momentáneo de algo parecido a la duda en los ojos de Dante e intentó aprovecharlo
—. Te conozco. Sé que ya te has hecho todas esas preguntas —afirmó Seth—. Somos
Adeptus Astartes, y nuestro mayor temor no es la muerte, sino fallar.
Dante le lanzó una mirada furibunda.
—Hoy ya has puesto en duda mi liderazgo una vez —le contestó—. Hazlo otra
vez y deberás atenerte a las consecuencias.
Seth se envaró.
—Sólo expreso en voz alta lo que es obvio para todos. Y te lo digo de maestre a
maestre, de un hijo del Gran Ángel a otro… Haz lo más honroso, Dante. Acepta la
responsabilidad de todo lo ocurrido y abandona la regencia de Baal. Permite que otro
capítulo sustituya al tuyo.

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Dante se vio sin alegría alguna.
—Te atreves a hablarme de orgullo, ¿y me pides eso?
—Hay muchos que sienten lo mismo que yo —le replicó Seth—. Y habrá muchos
más que acaben pensando lo mismo mañana en el cónclave.
Dante se dio la vuelta y se puso otra vez a mirar por la ventana. Seth notó que la
furia renacía en el ángel sangriento.
—A pesar de todo lo que puedas pensar sobre mí, la edad no me ha vuelto senil ni
me ha convertido en un anciano inútil, ¡y me enfrentaré en combate a cualquier
guerrero que lo diga, junto a diez de sus hermanos! Vete ahora mismo, desgarrador de
carne, y pasaré por alto este intento descarado de quitarme el control. Lo consideraré
como una simple imprudencia por tu parte.
—¿Crees que lo hago por mí? —Gruñó Seth—. ¡Esto no es algo personal, Dante!
¡Sólo quiero lo mejor para el Imperio!
—Sí, te creo. Sólo por eso no haré que tanto tú como los tuyos os subáis a bordo
de una nave ahora mismo para que os devuelva a Cretacia. —El señor de los Ángeles
Oscuros se volvió de nuevo hacia él. Sus ojos eran puñales—. Pero si te quedas en
mis aposentos un momento más, me temo que llevarás a mi paciencia más allá de su
límite.
Seth titubeó un momento y luego hizo una profunda reverencia.
—Entonces, hablaremos mañana.
Dante asintió levemente.
—No lo dudo.

J
Caecus caminó como lo haría un hombre que se dirigiera al cadalso, perdido en su
propio interior y con la mente envuelta en un torbellino continuo. El hermano capitán
Rydae, que iba delante de él, caminaba con paso firme. El ángel sanguinario llevaba
una pistola bolter al cinto y un servidor de comunicaciones lo seguía de cerca. El
apotecario sabía que la mujer, Nyniq, caminaba a su lado. Al salir del pozo de
combate, una simple mirada de Caecus había sido suficiente para dejarla callada. No
había tenido que explicarle lo que había ocurrido allí dentro. La expresión de su
rostro ceniciento fue información más que suficiente.
El amplio corredor ascendía lentamente hacia los pisos superiores del monasterio,
hacia la cúpula blindada orientada hacia el sur, donde se encontraban las lanzaderas y
naves atmosféricas asignadas a la fortaleza. Caecus se imaginó que las paredes se
cerraban sobre él, con la presión de sus pensamientos revelada por su actitud

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meditabunda y el abrir y cerrar de sus largos dedos de cirujano para apretar los puños.
Todo se le escapaba de las manos. Tuvo que admitir que a pesar de todos los
esfuerzos que había volcado en la búsqueda de un remedio para la maldición
genética, nada de lo que había hecho para erradicar la Rabia Negra y la Sed Roja lo
había llenado con una sensación de logro como la búsqueda de la clonación.
Las investigaciones de los sacerdotes sanguinarios duraban desde hacía milenios
y habían conseguido muy poco. Para una mente inquisitiva como la de Caecus, estar
inmerso en una investigación como aquella le carcomía la voluntad, ya que sabía muy
bien que no viviría lo bastante como para ver el descubrimiento de una cura del
defecto aunque viviera tanto como el propio Dante.
Pero la clonación… La búsqueda del arte de la duplicación había sido diferente,
algo que le había encendido la imaginación. Los descubrimientos que había realizado
habían aumentado y cambiado día a día y lo habían imbuido de energía con todo su
potencial tentador. ¡Había estado tan cerca! Caecus lo podía notar como agua fresca
en los labios. Si pudiera seguir el proceso hasta su conclusión lógica, el futuro de los
Ángeles Sangrientos estaría asegurado. Podrían recuperarse de las tremendas
pérdidas sufridas en Sabien y en todas las batallas que se produjeran más adelante. La
clonación era algo que podría lograr si dispusiera de tiempo, de las instalaciones
necesarias y la confianza de sus hermanos.
Por un breve momento, una oleada de resentimiento se apoderó de su interior, y la
sintió directamente contra Dante, pero desapareció con la misma rapidez con la que
había aparecido, anulada por la certeza desoladora de su fracaso. Se había precipitado
y lo había pagado con su reputación, con su misión, con su futuro…
El gran peso de su fallo lo doblegaba. Se preguntó qué diría Fenn cuando se
enterase de lo que había ordenado lord Dante. Caecus estaba completamente seguro
de que su fiel siervo quedaría consternado.
—Espera aquí —le dijo Rydae.
Los dejó a los dos en el borde del hangar. El hermano capitán cruzó con rapidez el
lugar hacia el sitio donde se encontraban posadas en fila una serie de naves. Cada una
de ellas mostraba los esquemas de color rojizo de los diferentes capítulos sucesores.
Un piloto servidor le hizo una reverencia y comenzó a hablar con el primer capitán
para discutir el plan de vuelo que los llevaría hasta la Ciudadela Vitalis. Cerca de
ellos había una aeronave ligera de la clase Arvus con los motores encendidos pero al
ralentí. Los gases que salían de los conductos de escape hacían rielar el aire.
Caecus continuó reprendiéndose. «¡No puedo regresar con un fracaso!». ¿Es que
todo había sido para nada? Cada hora de trabajo, cada viaje a lugares lejanos en busca
de retazos de información sobre el proceso de clonación, ¿para nada?
—Desperdiciado —musitó—. Todo desperdiciado.
—No es cierto —le replicó Nyniq al mismo tiempo que ponía una de sus

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delicadas manos sobre su antebrazo—. Lord Caecus, habéis obtenido logros
increíbles. ¡Habéis llegado tan lejos en tan poco tiempo! ¡Deberíais estar orgulloso de
lo que, habéis conseguido!
Se volvió hacia ella.
—¿Cómo puedo enorgullecerme de la creación de semejantes abominaciones?
¡Lo único que he creado han sido monstruos, criaturas horribles abandonadas por la
luz del Emperador!
—El Emperador… Emperador… —Varios nervios del rostro de Nyniq se
estremecieron de un modo extraño y empezó a abrir la boca como si estuviera
jadeando. Parecía estar sufriendo alguna clase de ataque—. Por… favor… —Su voz
enronqueció y se hizo más profunda.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Caecus, frunciendo el entrecejo.
Apartó la mano que Nyniq le había apoyado en el brazo y notó el fuerte palpitar
bajo la piel pálida y fina de la muñeca. El apotecario notó un extraño olor grasiento y
ácido que se entremezcló con el hedor a combustible quemado del hangar.
A Nyniq se le pusieron los ojos en blanco y un poco de espuma blanquecina
comenzó a asomarle por la comisura de los labios. Movió su rostro tembloroso hasta
mirarlo cara a cara. Los ojos en blanco se estremecieron y giraron de nuevo, pero esta
vez tenían unas nuevas pupilas de color negro plateado ribeteadas con unas líneas
doradas.
Los labios se le abrieron en la parodia de una sonrisa, una imitación bastante
inquietante de un gesto que Caecus había visto en el rostro de su señor, Serpens.
—Amigo… mío —gorgoteó con un susurro bajo—. Escuchad… me.
—¿Serpens?
Caecus no habría sido capaz de explicar en ese momento como sabía que el
espíritu que movía a la mujer en ese momento ya no era el suyo propio, sólo sabía
que estaba seguro de que era así. Quizá fuera algo en el modo en que había cambiado
la piel y la carne sobre los huesos de la cara, como si fuera una delgada máscara de
piel tensada sobre los rasgos de su señor.
—Perdonadme si encontráis alarmante este modo de comunicarme con vos, pero
es la única manera de la que dispongo ahora mismo. —Las palabras las formaban las
torturadas cuerdas vocales de Nyniq, pero el modo, el ritmo y el vocabulario, todo era
propio de Harán Serpens—. He sido yo quien ha alterado a la chica. Puede servirnos
de esta manera durante un periodo corto de tiempo, aunque le resulta perjudicial.
Caecus asintió fascinado de un modo morboso. De los ojos de Nyniq salían
lágrimas de sangre de un color rosado. La parte analítica de su proceso mental de
pensamiento se preguntó cómo era posible aquello. Quizá se trataba de un aparato
comunicador que le habían implantado en el cerebro. ¿O sería una forma de
condicionamiento psíquico?

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—Sé lo que ha ocurrido —siguió diciendo el ronco eco de voz—. Lo siento de
veras, lord Caecus. Me he dado cuenta de que vuestra sangre, a pesar de ser muy
poderosa, no era lo suficientemente potente como para estabilizar la estructura
genética del hijo de la sangre. El compuesto de la amalgama se degrada antes de que
pueda unirse del todo a la matriz celular del clon.
Nyniq movió la cabeza de un modo exagerado, semejante a una marioneta.
—Entonces nunca seremos capaces de superar los errores de duplicación —le
respondió Caecus con tristeza—. Mi sangre es pura, y es… —Se calló de repente al
ocurrírsele algo tan sorprendente que lo dejó sin respiración.
—¿Y? —le inquirió la voz de la marioneta.
—Si pudiéramos crear una solución de la amalgama que estuviera basada en una
muestra de sangre completamente libre de deriva genética…, sería lo bastante
poderosa como para resistir la impresión de cualquier factor mutagénico… —Sintió
que el corazón le palpitaba con un ritmo estruendoso.
La contestación fue irregular y sibilante.
—No existe nada semejante.
«¿Me atreveré a decirlo?».
Caecus bajó la mirada hacia las manos y vio que le estaban temblando.
—Sí que existe —replicó—. Aquí, en esta misma fortaleza La sangre más pura,
libre de toda contaminación, protegida y sin alterar. Es la sangre conservada del
propio Sanguinius, sacada de su cuerpo y guardada por Corbulo y los altos sacerdotes
sanguinarios…
—No os permitirán sacarla.
El apotecario sintió que se le helaba la piel.
—Tan sólo necesitaría una cantidad diminuta… Una gota tan sólo… —Negó con
la cabeza con ferocidad—. ¡Imposible! ¡No puedo hacerlo! ¡Sería un crimen! ¡Una
profanación!
Caecus miró a Rydae. El oficial de los Ángeles Sanguinarios todavía estaba
hablando con el piloto.
—Un crimen, un crimen mucho mayor quizá, sería permitir que los Ángeles
Sangrientos desaparecieran. —La voz retorcida de Nyniq salía como sollozos
silenciosos—. ¿Es que tenemos elección? ¡Es tu última oportunidad, Caecus! Debes
hacerlo, debes hacerlo, debes hacerlo, debes hacerlo… —La mujer se apartó
tambaleándose y luego echó a correr de repente—. ¡Debes hacerlo! —chilló una vez
más mientras se alejaba a la carrera en dirección a la aeronave preparada para
despegar.
Vio horrorizado cómo Nyniq se golpeaba con los puños como si estuviera
intentando resistirse al impulso repentino que se había apoderado de su cuerpo. La
muchacha se colocó en el chorro que surgía de las toberas de la aeronave y su piel se

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ennegreció. Un momento después, se convirtió en una antorcha aullante que corría
enloquecida por la plataforma de despegue.
La atención de Rydae, del piloto y de todos los servidores del hangar se centró de
inmediato en la figura envuelta en llamas.
Al ver aquella oportunidad, Caecus se adentró en las sombras y se dirigió hacia
los pasillos de la fortaleza-monasterio. Sabía perfectamente hacia dónde se dirigía,
aunque se esforzaba por convencerse de que estaba tan en manos del destino como la
muchacha lo había estado.

J
Rafen inclinó levemente la cabeza cuando Mephiston se acercó a él procedente del
pasillo que llevaba al Claustro del Silencio.
—Mi señor —lo saludó.
El psíquico de rostro enjuto lo miró con atención, y como antes, como siempre, la
penetrante mirada del bibliotecario lo estudió a fondo.
—¿Dónde están tus invitados, muchacho?
—Lord Seth y su delegación ya se encuentran en los aposentos asignados a los
Desgarradores de Carne en la torre norte —le explicó—. El hermano Puluo y el
hermano Corvus los atienden.
—Que los están vigilando sería una definición más adecuada. —Mephiston
frunció los labios y se quedó callado. Rafen no supo cómo expresarlo, pero desde
aquel momento en el Gran Anexo, el psíquico había dado la impresión de estar…
distraído—. Hermano sargento, quiero que seas sincero conmigo.
—Mi señor, dados vuestros poderes, dudo mucho que no pudiera serlo.
Aquello provocó una leve sonrisa, pero desapareció enseguida.
—Dime cuál es el estado de ánimo de los hombres. Tú te encuentras entre ellos
mientras que yo me veo obligado a quedarme con los otros señores de capítulo. ¿Qué
piensan los hombres de este cónclave?
Rafen se quedó callado un momento mientras pensaba en la respuesta.
—Todos los Ángeles Sangrientos son conscientes de la gravedad de la situación.
—Y yo más que ninguno, añadió para sí—. Estamos por completo a las órdenes de
nuestro señor y obedeceremos en todo lo que nos diga.
—¿Qué piensas de ese… clon?
El sargento contuvo una mueca de asco.
—No sé qué era esa criatura a la que me enfrenté en el pozo de combate, sólo sé
que no era un astartes.

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—¿Fue difícil matarlo? —quiso saber Mephiston.
—Me he enfrentado a criaturas peores. —Dudó por un momento al recordar algo
—. Me… me habló, mi señor.
El Señor de la Muerte lo escuchó con mayor atención.
—¿De verdad? ¿Qué te dijo?
Rafen hizo un gesto negativo con la cabeza para olvidar aquel momento.
—Nada interesante. No tiene importancia.
Mephiston lo miró fijamente.
—No lo habrías mencionado si no lo consideraras importante. Dime, ¿qué
palabras son las que pronunció esa bestia?
—Me llamó hermano. Por un momento me dio la impresión de que… de que me
conocía.
—Eso no es posible. Su mente era una tabula rasa, Rafen. No era más que una
criatura vacía a la espera de órdenes, no como tú o yo.
El marine espacial dudó de nuevo.
—Ojalá pudiera estar seguro de eso, mi señor. —El estado de ánimo de Rafen se
ensombreció. Las sombras que acechaban en el límite de sus pensamientos
amenazaron con absorberlo de nuevo—. Después de lo que he visto hoy, después del
combate y del comportamiento de nuestros primos, me angustia un presentimiento
funesto. —Las palabras salieron en tromba. Había guardado para sí aquellas ideas
sombrías desde que llegó de Eritaen, pero en esos momentos sintió la necesidad de
expresarlas en voz alta, de, en cierto modo, consolarse ante Mephiston—. Esperaba
que después de la muerte de Arkio y de la devolución de la Lanza de Telesto todas las
heridas del capítulo se cerraran.
—Y las tuyas también —añadió Mephiston al ver la expresión que brillaba en los
ojos de Rafen.
El sargento asintió.
—Ese traidor de Stele trató de hundirnos, y casi lo consigue. Ahora, la unidad de
nuestra línea de sangre se encuentra amenazada tanto desde dentro como desde fuera,
y nos acercamos de nuevo al abismo. Estamos al borde de un enfrentamiento, de la
disensión abierta. ¿Qué será lo próximo, mi señor? ¿Una guerra civil?
Mephiston hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Hermano sargento, te juro por el Grial que eso no llegará a ocurrir. Lord Dante
lo impedirá.
—Pero si ése es el destino que el Emperador nos tiene reservados…
El Señor de la Muerte apartó la vista y miró a través de una de las ventanas.
—Sólo él conoce la respuesta a esa pregunta, muchacho, y será Él quien nos deje
bien claro lo que desea con el giro de los planetas.

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J
Entre las torres de piedra rojiza que se alzaban hacia el cielo desde las murallas
almenadas de la fortaleza-monasterio destacaba un solitario minarete cilíndrico. No
era tan alto como las demás torres, pero los niveles superiores no eran menos
impresionantes. Tenía engastados mosaicos de oro blanco y rubíes, y toda la
decoración estaba protegida de las tormentas abrasivas de Baal mediante una capa de
diamante sintético de una molécula de espesor. Al amanecer, los detalles decorativos
reflejaban la luz del sol, pero en la oscuridad lo único que se distinguía eran leves
destellos, pequeños brillos producidos por la luz de las lámparas de las otras torres
que la rodeaban como un grupo de guardaespaldas.
El minarete carecía del extremo acabado en punta de las torres vecinas. En vez de
eso, estaba rematado por una esfera construida a partir de bloques hexagonales
levemente curvados. Alrededor del ecuador de ese orbe se veía una hilera de vidrieras
que miraba en todas las direcciones. Detrás de ellas se distinguía el resplandor suave
de las velas fotónicas.
El interior de la capilla del Grial Rojo estaba en silencio. Los hermanos que
habían acudido a la plegaria nocturna se encontraban en esos momentos en las
estancias inferiores. Tan sólo quedaban los guardias, los dos servidores armados y
esclavizados al lugar situados en los nichos de los extremos norte y sur de la estancia:
Cada uno de ellos estaba agachado sobre una rodilla, con el cuerpo inclinado hacia el
centro del espacio abierto. Estaban fabricados a partir de metal y de ceramita, con la
forma aproximada de un hombre y de manera que se pareciera a un ángel. Las alas de
acero que llevaban siempre plegadas a la espalda las formaban plumas de bordes
afilados. Las cabezas eran los rostros de piedra ahuecada de las estatuas antiguas que
en su interior albergaban los cerebros y los delicados mecanismos programados para
que vigilaran sin cesar el entorno de la capilla. Donde un ser humano normal hubiera
tenido brazos, aquellos esclavos cibernéticos tenían bólters alimentados por tambores
de munición, con cañones muy decorados y bocachas apagallamas con forma de
mano. Estaban en posición de descanso, con las palmas de las manos unidas, como si
estuvieran rezando.
El nivel medio de la capilla carecía de paredes, y allí sólo había un bosque de
columnas de granito salpicado de mica dispuestas en forma de flecha para sostener
los niveles superiores de la construcción de forma esférica. Los dos guardianes tenían
la cabeza inclinada hacia un pedestal bajo, la otra única característica de la estancia.
El podio en forma de disco, que había sido cortado a partir de una enorme losa de
rubí artificial del tamaño de un transporte de tropas Rhino, relucía bajo el brillo suave
de los grupos de velas. Una columna de suave luz blanca azulada bajaba desde un

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emisor de campo de vacío que estaba oculto en el techo. En mitad de aquel campo de
energía, flotando en el aire sin apoyo aparente, estaba el Grial Rojo.
En un hueco de la pared occidental, el lugar por donde se entraba, parte del suelo
embaldosado se deslizó sobre sí mismo para permitir la aparición de una serie de
peldaños. El hermano Caecus apareció por allí y captó de inmediato el olor a sangre
que había en el aire. Se detuvo y lo saboreó.
La textura, el aura invisible de aquella sangre, era densa y embriagadora. Olía
profundamente a cobre, y sobrecargó los agudos sentidos del astartes hasta el punto
de casi marearlo. Sus ojos se vieron atraídos de inmediato por el cáliz reluciente, la
copa que guardaba la sangre del primarca. El contenido seguía conservando toda su
potencia gracias a la continua exsanguinación e intercambio. Tras la muerte de su
señor, los altos sacerdotes sanguinarios de los Ángeles Sangrientos emprendieron la
tarea sagrada de asegurarse de que su sangre nunca desapareciera como él.
Mantuvieron a salvo su sangre en sus propios cuerpos. Durante diez mil años se
habían inyectado de forma ritual la sangre de Sanguinius y la habían devuelto en un
ciclo interminable, potenciándola sin permitir que se debilitase jamás.
El Grial Rojo era el mismo cáliz que había recogido las primeras gotas de la
sangre derramada del primarca, y se decía que todavía conservaba algunos de los
elementos intactos de esas primeras gotas mediante alguna clase de tecnología arcana
cuyo secreto se había perdido con el tiempo. No era falsa la idea de que una parte de
Sanguinius permanecería en esa copa sagrada durante toda la eternidad.
Las manos le temblaban a Caecus mientras cruzaba la capilla. Los guardianes se
alzaron con rapidez sobre las piernas mecánicas y se dieron la vuelta para encararse
con él. Luego abrieron las palmas de las manos en lo que parecía ser un gesto de
bienvenida, pero los huecos negros que había en ellas delataban sus verdaderas
intenciones. Colocados a lo largo del borde de la estancia de losas vítreas, cualquiera
que cruzara esa línea sin la autorización necesaria ponía en peligro su vida. Los
esclavos mecanizados lo matarían al instante si no estaba autorizado.
Pero él era Caecus, hermano del sacerdocio, el gran apotecarium majoris, y en la
profundidad de sus cerebros orgánicos condicionados, los guardianes lo reconocieron
como uno de aquellos a los que no les estaba prohibida la entrada… aunque apenas
visitara aquel lugar. Los dos ángeles compartieron algo semejante a una confusión
mecánica y dudaron. Intercambiaron datos para procesar aquella información, ya que
no sabían cómo actuar. Según las leyes del capítulo, en aquel lugar Caecus sólo tenía
por encima en rango a Corbulo. Sin embargo, no había pasado por allí desde hacía
décadas, ni había participado en ninguno de los rituales de transferencia de sangre.
Además, no había previsto ninguno de esos rituales en ese momento. Los servidores
se comunicaron entre sí mediante el código máquina, incapaces de decidir qué hacer.
Caecus llegó hasta el podio de rubí y sacó el tubo de muestras de un bolsillo que

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llevaba en uno de los dobladillos de la manga de la túnica. Dio un último paso para
subir al podio y se vio frente al Grial Rojo. Se quedó mirando al líquido carmesí de
su interior, que retemblaba un poco. Al estar tan cerca del venerable artefacto, el
efecto amortiguador del campo de vacío apenas era perceptible. El poder que
irradiaba el cáliz rodeó a Caecus e hizo que se le tensaran los músculos. Cuando
Corbulo llevaba al Grial Rojo al combate y los guerreros presentes en el campo de de
batalla lo veían, la simple presencia de la copa hacía que los ángeles rojos redoblaran
sus esfuerzos. La tremenda fuerza de la historia que albergaba afectaba a la fibra del
legado del primarca en todos los ángeles sangrientos que lo veían. Los reforzaba, les
recordaba quiénes y qué eran.
Caecus se vio enardecido por esa misma sensación en ese momento, mientras
manejaba con cautela el tubo y metía una diminuta cantidad del contenido de la copa
en su interior. Las manos le temblaban tanto que temió dejar caer la cápsula de cristal,
pero al mismo tiempo se sentía poseído por una poderosa voluntad de acabar con
aquello. La seguridad que había sentido al principio de sus investigaciones regresó de
repente y anuló su pesimismo. «Estoy haciendo lo correcto —se dijo a sí mismo con
una mueca que dejó los colmillos al descubierto—. Dante lo comprenderá. Se lo
demostraré. Se lo demostraré a todos».
Dio un paso atrás y bajó dejando que lo bañara el resplandor del Grial Rojo.
Caecus mantuvo agarrado el vial con las manos, con las dudas y miedos borrados por
completo. Tenía la sensación de que sería capaz de vencer a un millar de enemigos,
de ganar en cualquier combate…
—¡Majoris!
La voz resonó tajante y dura. Caecus parpadeó bajo la débil luz y vio a un
individuo equipado con una servoarmadura medio carmesí medio negra: Rydae.
El ángel sanguinario dio un paso y salió del hueco de entrada, lo que atrajo la
atención de los guardianes.
—Lo he seguido —le explicó—. Su intento de marcharse sin que lo viera no ha
tenido éxito. —Negó con la cabeza—. Su comportamiento es inaceptable. Lord Dante
se enterará de esto.
Caecus se acercó al otro marine espacial impelido por una rabia repentina.
—¿Te atreves a juzgarme, cachorro? ¡No sabes nada de mis esfuerzos o de la
vocación que el primarca puso en mí!
—No importa lo que diga. Le habían dado una orden… —Rydae se calló al darse
cuenta por primera vez del tubo que tenía en la mano—. ¿Qué es eso? —El asombro
se apoderó de su voz—. En nombre de Sanguinius, ¿qué ha cogido? —El Ángel
sanguinario se acercó a Caecus y lo agarró del brazo—. No puede…
La furia que ardía en su interior encontró por fin una vía de escape y Caecus le
propinó un puñetazo a Rydae en el casco. EI astartes, pillado por sorpresa, se

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tambaleó hacia el estrado de rubí.
—¡No tienes derecho a juzgarme! —Aulló Caecus—. ¡Ninguno de vosotros tiene
derecho!
Lo golpeó una y otra vez y se despellejó los nudillos contra la armadura del otro
guerrero. Los impactos resonaron contra la ceramita, y cada uno de ellos le hizo
sentirse más fuerte, mejor, cada uno más satisfactorio que el anterior.
—¡Majoris, no me obligue a hacerle daño! —El ángel sangriento soportó los
golpes sin responder—. ¡Pare ahora mismo!
—¿Qué pare? ¿Qué pare? —La voz de Caecus se hizo un poco más aguda. Sacó
fuerza de la presencia del Grial y soltó una risotada—. ¿Es que no lo entiendes? ¡Ya
he llegado demasiado lejos como para dejarlo! ¡Nada debe detenerme!
Rydae lo atacó con un movimiento burdo, con un golpe de barrido que habría
derribado al suelo al apotecario, pero Caecus giró sobre sí mismo y le dio un
tremendo empujón que desequilibró al ángel sanguinario. El capitán se tambaleó
hacia atrás y cruzó la línea de losas vitrificadas, lo que hizo que los guardianes se
centrasen en él. Antes de que ni siquiera pudiera gritar, los servidores mecanizados
cumplieron la tarea que tenían programada. Abrieron las manos al mismo tiempo y
acribillaron a Rydae con los disparos de bólter.
Caecus se apartó a trompicones de los disparos, mareado por el fuerte olor a
sangre nueva y caliente destacando entre el olor a sangre antigua de la estancia.

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DIEZ

El repicar de la campana de advertencia hizo que Rafen se dirigiera al valetudinarium


del piso del atrio. Estaba cerca, de regreso a su alojamiento en los barracones para
tomar la última comida del día, cuando oyó el sonido. No era un entrenamiento de
combate, ni una práctica por sorpresa. Nadie se hubiera atrevido a realizar algo
semejante mientras se estaba llevando a cabo un cónclave en la fortaleza.
Entró en la estancia y se encontró al hermano Corbulo. Tenía la túnica de servicio
salpicada con un rojo distinto a las bandas carmesíes de los hombros. El olor fresco a
sangre de astartes provocó una respuesta memorística sensorial que le hizo recordar
batallas y hermanos muertos. Rafen dejó a un lado aquellos pensamientos y se acercó
a Corbulo.
—¿Estáis herido, mi señor?
Corbulo volvió su rostro de expresión ceñuda hacia él.
—Hoy no, Rafen.
Señaló con un gesto de la barbilla una celda médica acristalada. Vio que en su
interior había unos cuantos apotecarios y siervos que retiraban con cuidado placas
rojas y negras de armadura de un torso que yacía ensangrentado sobre una estructura
de apoyo.
Rafen reconoció la armadura y los honores de combate fijados a ella. Los recordó
de la primera asamblea del cónclave.
—¿Rydae?
El astartes había sido herido de muerte. Los agujeros de los numerosos impactos a
quemarropa de disparos de bólter cubrían todas las superficies de la armadura.
Corbulo asintió con gesto grave.
Las preguntas del cómo y el porqué se le quedaron atascadas en la garganta
durante unos largos segundos antes de que el resonar de unas botas anunciara la
llegada de más astartes atraídos por el repicar de la campana. A la cabeza del grupo
marchaba lord Sentikan, que entró en silencio en la estancia y se detuvo en seco.
Rafen no le veía la cara, pero oyó como aspiraba a través de los dientes en el interior
de la capucha.
—Que alguien me explique esto —quiso saber el ángel sanguinario. El frío
control que mostró al hablar le dio que pensar a Rafen.

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Corbulo soltó un suspiro.
—Una alarma en la capilla del Grial Rojo hizo que me acercara a investigar, mi
señor. Cuando llegué, encontré al hermano capitán Rydae en el suelo. Al parecer,
había cruzado la línea de censura y se había colocado justo delante de las armas de
los servidores artillados que protegen la reliquia sagrada.
—Jamás habría hecho algo así —le replicó Sentikan con frialdad—. ¡Respetamos
las prohibiciones de los Ángeles Sangrientos! No habría entrado sin permiso en la
capilla.
—Hacer algo así sin encontrarse acompañado por un sacerdote autorizado
equivale a una sentencia de muerte —explicó Rafen—. Seguro que lo sabía.
Sentikan miró a uno de sus escoltas cuando éste se le acercó.
—Mi señor, lord Dante y su bibliotecario están aquí. Otros ya están en camino. —
Señaló con un gesto al techo y a los repetidores de comunicación instalados en las
paredes—. La campana, mi señor. Han oído la alarma.
Corbulo, ya tarde, musitó una orden por un comunicador instalado en la muñeca y
el repique cesó. Sentikan pasó a su lado sin miramientos para observar el interior de
la celda médica.
—¿Qué están haciendo? —preguntó, y por primera vez Rafen percibió una rabia
evidente en la voz del señor de los Ángeles Sanguinarios.
—Sentikan —le dijo Dante mientras entraba con el ceño fruncido—. Quiero…
El ángel sanguinario se volvió en redondo y miró fijamente a su camarada.
—¡Ordena a tus apotecarios que cesen en su tarea de inmediato, primo, o les
arrancaré las extremidades una por una!
Dante no lo dudó ni por un instante y le hizo una señal a Corbulo.
—Haz lo que dice.
—Sí, mi señor.
El ángel sangriento se apresuró a atravesar la compuerta de iris y entró en la
celda.
—Quizá todavía esté vivo. Es posible que se encuentre en un trance curativo —
comentó Rafen—. Podrían salvarle la vida.
—No —dijo Mephiston, haciendo un gesto negativo con la cabeza—. El hermano
Rydae ha muerto. Su espíritu ha abandonado el cuerpo para reunirse con el Gran
Ángel.
Sentikan dio un paso de advertencia hacia el psíquico.
—¡Si sospecho que estás utilizando tu visión psíquica para hurgar en el cuerpo de
mi hermano, te sacaré los ojos, bibliotecario!
Aquella amenaza hizo que Mephiston se quedara pensativo un momento.
—Sólo he querido ver el reflejo de sus últimos pensamientos y así quizá
enterarme de lo que le ha ocurrido.

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—Nadie toca los cuerpos de nuestros muertos, a menos que se quieran reunir con
ellos —gruñó Sentikan.
Rafen volvió a mirar el cuerpo. Las caras cubiertas por capuchas, los cascos que
nunca se quitan… Se preguntó de nuevo por un momento por qué los Ángeles
Sanguinarios no querían que el resto de la galaxia los viera.
Sentikan habló de nuevo.
—Me retiraré a mi crucero de combate Invisible con el cuerpo de Rydae. Cuando
regrese mañana, tendrás una explicación para mi pérdida, Dante.
El señor de los Ángeles Sangrientos asintió.
—Por supuesto, primo. Deberías saber que estoy tan consternado por ese
incidente como tú lo estás.
El ángel sanguinario lo miró fijamente un momento más.
—Pero ahora me pedirás que no hable de esto, ¿verdad? Por miedo a que se
amplíen las fisuras de desacuerdo entre nosotros.
—Ya es demasiado tarde para eso.
Dante no llegó a responder. Otra voz lo hizo con desprecio en su lugar cuando
más astartes entraron en el lugar. Los desgarradores de carne habían llegado, y
cualquier posibilidad de mantener oculto aquel incidente desapareció con su llegada.

J
Caecus lo sintió en el mismo momento en que la rampa de desembarco se abrió, en
cuanto el aire helado entró en el compartimento de la nave. Los motores resonaban
aullantes en el interior de la barbacana, pero no se oía ningún otro sonido. Ni voces,
ni pasos.
Ni Fenn lo esperaba, como siempre hacía, a los pies de la plataforma de aterrizaje.
Caecus se ciñó la túnica al cuerpo y salió al hangar. Llevaba en el interior del puño el
valioso tubo. El apotecario olisqueó el aire frío y su respiración se condensó
formando una nube de vapor. Se detuvo un momento balanceándose sobre los
talones. La mezcla de olores envió una serie de señales de aviso al cerebro. Caecus
detectó leves trazos de conservantes químicos, de fluido de fraccionamiento y de
ácido de batería. También había otro olor. Quizá se trataba de cordita. Cordita
quemada y sangre fresca. Era difícil separar los olores en aquel maremágnum.
Siguió caminando hasta entrar en los pasillos de la Ciudadela Vitalis, atento a
cada esquina sombría, al silencio que se producía cada vez que se detenía y contenía
la respiración. El complejo tenía su propio ritmo vital. El movimiento y el sonido de
las investigaciones que allí se llevaban a cabo le eran familiares, su extraña manera,

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reconfortantes. No había nada de eso. El silencio inquietante y ominoso era invasivo.
Caecus escuchó atentamente el sonido de su propia respiración para asegurarse de
que no se había quedado sordo.
En el atril del atrio principal probó a llamar por la máquina de comunicación.
Primero lo intentó con Fenn, luego con el laboratorio, luego con la cámara de control
general de los niveles superiores. Esperó allí un cuarto de hora, pero no acudió nadie.
Se le ocurrieron un centenar distinto de situaciones que podrían haber acabado en
aquello. ¿Habría activado Dante alguna clase de mecanismo de seguridad después de
lo nido en el pozo de combate y habría acabado con todos los ocupantes del
laboratorio en un ataque de furia? ¿Se habría producido un escape de algún tipo en
una de las secciones del laboratorio, algo que había provocado un cierre completo e
inmediato?
La aeronave todavía se encontraba posada en la plataforma. Tenía la oportunidad
de subirse a bordo si quería. Podría marcharse y regresar a la fortaleza-monasterio.
Podía admitir lo que había ocurrido. Aceptar la responsabilidad de todo. Caecus miró
el vial que tenía en la mano. «Pero eso sería aceptar el fracaso». Pensó en la mujer, en
Nyniq. Ella le había dicho esas mismas palabras y él había reaccionado con rabia.
«¿Dónde está todo ese celo ahora?». Sintió las dos emociones sobre su voluntad, una
que lo llevaba hacia un camino melancólico y oscuro y otra que llevaba hacia la
emoción y una certidumbre furiosa. Sabía sin ninguna clase de duda que volver
significaría la muerte. No le había mentido a Rydae cuando le dijo que ya había ido
más allá del punto de retorno. Caecus sostuvo en alto la probeta y la luz de los
biolúmenes relució a través del fluido que contenía. Allí, allí estaba su celo, su pasión
convertida en algo tangible.
Miró hacia atrás por encima del hombro. Dante pronto enviaría guerreros para
buscarlo, si no lo había hecho ya. Su única esperanza de redención se encontraba a
sus pies, en el corazón del laboratorio de clonación.
Los ascensores de bronce del atrio no hicieron caso de sus llamadas. Caecus bajó
con cuidado la escalera doble que descendía en espiral a lo largo de toda la torre en
una imitación de la hélice genética humana.
Apenas había descendido una docena de pisos cuando oyó un sonido que le llegó
desde abajo: el tableteo de un bólter que disparaba en fuego automático, que se cortó
en seco tras oírse un grito penetrante.

J
Lord Seth pasó furibundo al lado de Mephiston y éste se lo permitió, pero le impidió

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el paso al hermano capitán Gorn. El señor de los Desgarradores de Carne se acercó a
la celda médica y echó un largo vistazo.
Rafen vio a Puluo en la entrada y se puso a su lado.
—Se suponía que debías mantenerlo en sus aposentos.
El marine espacial agachó la cabeza.
—Mi sargento, es un señor de capítulo. Aparte de apuntarlo con un bólter, ¿cómo
podía impedir que ejerciese su voluntad?
El sargento asintió con gesto cansado. Puluo no tenía la culpa, pero la aparición
de Seth en aquel momento y lugar no haría más que empeorar la situación.
—¿Nos habrías ocultado esto? —Le preguntó Seth a Dante—. ¿Un marine
espacial asesinado en esta misma fortaleza?
—Nadie ha hablado de asesinato —le replicó Mephiston—. Puede que haya sido
un trágico accidente y nada más.
Seth hizo caso omiso de su comentario y se centró en el señor del capítulo.
—¿Lo habrías ocultado, lo mismo que ocultaste lo del clon? —Negó con cabeza
—. Cada vez me siento más decepcionado contigo, ángel sangriento.
—No he ocultado nada —le replicó Dante—. Sólo intento mantener la calma ante
este incidente tan terrible para que podamos enterarnos por completo de todo lo que
ha ocurrido. —Miró fijamente a Seth—. Otros intentarían aprovecharlo para sus
propios fines.
—¿Me estás acusando de algo? —Exclamó el desgarrador de carne—. ¡No veo
por qué tienes que ir repartiendo la culpa de esto! Dante, esta atrocidad ha tenido
lugar en tu propio mundo. ¡Tú tienes toda la responsabilidad!
—No me dices nada que no sepa ya. Resolveremos esto, no tengo ninguna duda
al respecto. —El ángel sangriento entrecerró los ojos—. Pero te lo advierto:
cualquiera que intente aprovechar esta desgracia para mejorar su posición, ¡lo hará
mancillando el honor de todos los astartes presentes!
Sentikan no dijo nada y se limitó a observar cómo ambos se enfrentaban. Rafen
notó una presencia a la espalda y se dio la vuelta. Era Mephiston, quien le habló en
voz baja.
—La magos, Nyniq, se suicidó en el hangar de vuelo. Los siervos me han
informado de que tanto Rydae como Caecus desaparecieron en la confusión.
El sargento frunció el entrecejo.
—Entonces, ¿Caecus no ha partido hacia la ciudadela?
Mephiston asintió con la cabeza.
—Una nave despegó de la terminal terciaria situada en la muralla oriental. La
autorización para el despegue procedía del sello de Caecus.
¿Mató a Rydae y se marchó? —Aquella conclusión se le ocurrió de repente,
tremenda y condenatoria—. ¡Pero hacer algo así sería una locura!

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El psíquico asintió y Rafen se preguntó si estaba detectando sus pensamientos
superficiales.
—Hermano sargento, es imperativo que el apotecarium majoris cumpla las
órdenes de lord Dante al pie de la letra, y también es imperativo que averigüemos si
ha tenido algo que ver con esto… Toma tu escuadra y dirígete a la Ciudadela Vitalis.
Ocúpate de todo.
—Espera —lo cortó Seth, acercándose a ellos tras oír la última parte de la
conversación—. ¡No creas que vas a poder tapar esto, Mephiston! ¡Si tiene que
realizarse una investigación, todos debemos conocer los resultados! Debe ser
transparente.
—Se trata de nuestro mundo, como muy bien indicasteis, mi señor —le replicó
Mephiston—. Como tal, es responsabilidad de los Ángeles Sangrientos protegerlo.
—Eso no será suficiente —insistió Seth, y miró a Sentikan—. ¿No estás de
acuerdo?
El ángel sanguinario no habló y se limitó a asentir una sola vez.
—Mis hombres se encargarán de esto —insistió a su vez Dante.
—Por supuesto, pero lo harán al lado de los míos —bufó Seth. Sonrió con
frialdad y señaló con un gesto al capitán Gorn—. Considéralo una oferta para
compartir la carga.

J
No tenía otra arma más que a sí mismo. Era un científico, un combatiente en batallas
distintas a los feroces enfrentamientos con bólter y espada, pero Caecus había sido
antaño un hermano de batalla. Había luchado y había derramado sangre en nombre de
Sanguinius en mundos azotados por la guerra, desde el espacio orko hasta una docena
de planetas infernales dominados por el Caos en el Segmentum Ultima. Podía reunir
la voluntad necesaria para matar, pero lo cierto era que no había participado en un
combate desde hacía muchos decenios.
A pesar de ello, seguía siendo un adeptus astartes. Tenía imbuido en todo su
cuerpo ser un guerrero, por muy embotado que estuviera el filo de sus habilidades de
combate.
Aquellos sonidos lo hicieron seguir, arrastrado por la curiosidad. Caecus no había
visto todavía a ningún otro habitante de la ciudadela. Había encontrado restos
extraños en las escaleras y en los rellanos de algunos de los niveles, como placas de
datos que parecían haber sido arrojadas al suelo de un modo precipitado, un trozo
desgarrado de la túnica de un siervo del capítulo, y allí, en ese mismo nivel,

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casquillos de proyectiles bólter. El electrum deslustrado relucía con un brillo
apagado.
Se agachó y recogió al azar uno de ellos del suelo. Lo olisqueó. El hedor a cordita
todavía era fuerte. Lo habían disparado hacía poco. Lo hizo rodar entre los dedos. Era
un casquillo pequeño, del calibre de una pistola. No era el tipo de munición que
llevaría un servidor artillado en su cargador de proyectiles. Caecus miró a su
alrededor en busca de agujeros o de señales de proyectiles rebotados a lo largo de las
paredes de piedra, pero no encontró nada.
Se movió con cautela por el lugar y asomó la cabeza por la primera puerta abierta
que encontró. Se trataba de una sala de investigación de nivel inferior, dedicada a la
clasificación y al fraccionamiento de las muestras de sangre. Era una de las muchas
de la ciudadela donde se efectuaba ese tipo de tareas. No era más que un engranaje
pequeño en la maquinaria de la investigación del capítulo sobre el defecto genético.
Vio cubos de cristal blindado destrozados, con los fragmentos pequeños como
guijarros a los pies de centrifugadoras rotas. Los tarros de almacenamiento y los
tubos de enfriamiento estaban abiertos y vacíos. Algunos conservaban manchas
rojizas en su interior, pero a la mayoría los habían vaciado por completo.
La sangre. Toda la sangre había desaparecido.
Caecus vio un momento después una forma tirada delante de la consola reventada
de un cogitador. Era la primera señal de vida, de muerte, que había encontrado desde
su regreso. Cruzó con cuidado la estancia de suelo de losas para no pisar los
fragmentos de cristal roto. Al llegar al lado del cuerpo se puso en cuclillas. Vio que el
cadáver iba vestido con la túnica de un servidor del capítulo de rango medio.
Lo aprendido a lo largo de los años volvió a él de un modo automático. Estudió
con detenimiento el cuerpo para comprobar que no tuviera instalada una trampa,
como un artefacto explosivo activado por un detonador de contacto o un cable
colocado debajo del cuerpo. Le echó un buen vistazo al individuo mientras buscaba
una posible trampa. No tenía piel en la cara porque se la habían arrancado por
completo, y los músculos que había debajo estaban descoloridos, parecidos a la carne
cocida durante demasiado tiempo. Captó más detalles. En los brazos y en el torso se
veían marcas que sólo podían ser de garras, y las roturas de la túnica sólo las podían
haber producido zarpazos.
Pero había muy poca sangre. De hecho, apenas había sangre, únicamente en las
marcas que había dejado el cuerpo al ser arrastrado desde la puerta hasta allí, en el
centro de la estancia.
Caecus se quedó inmóvil. El centro de la estancia. ¿Qué sentido tenía matar a
alguien, destrozarlo, y luego arrastrarlo hasta colocarlo allí, a plena vista?
Una trampa.
De las profundas sombras que se extendían detrás de las columnas de

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fraccionamiento surgió un fino rayo rojo: un visor láser que acabó centrado entre los
ojos de Caecus.
—La justicia es nuestro escudo —recitó una voz—. La fe nuestra armadura…
Oyó el chasquido de un percutor al ser echado hacia atrás.
—¿Y qué más? Di lo que sigue.
El apotecario tuvo mucho cuidado de no moverse en absoluto.
—«El odio. El odio es nuestra arma» —dijo, completando así el axioma Alchonis.
El rayo del visor láser se apagó de inmediato.
—Por Terra. Creía que eras uno de ellos.
De la oscuridad salió un hombre con una pistola bólter en la mano. Caecus lo
reconoció. Era uno de los apotecarium minoris.
—¿Hermano Leonon?
El ángel sangriento titubeó.
—¿Majoris? Majoris, ¿sois vos? Perdonadme, no os reconocí… —Se calló un
momento para señalarse el vendaje aplicado a toda prisa que llevaba sobre el rostro
—. La vista me quedó afectada por los cristales… —Ahora señaló al suelo—. No he
logrado quitarme todos los fragmentos que se me clavaron en los ojos.
—Leonon, ¿qué ha ocurrido aquí? —Caecus se irguió y adoptó la postura propia
de su rango superior que habitualmente mostraba en las estancias de la ciudadela—.
¿A qué venía lo del axioma?
—No parecen poseer la inteligencia suficiente como para decir más que unas
pocas palabras —le susurró—. De lejos pueden parecerse a nosotros. Tenía que estar
seguro. —Leonon negó con la cabeza—. He visto a hombres matarse entre sí porque
no estaban seguros.
En la mente de Caecus comenzó a formarse una idea horrible. Notó que el
estómago se le cerraba por la sensación de repugnancia, de autodesprecio y, quizá de
miedo.
—¿Dónde están todos los demás?
—Todos muertos, o aislados y escondidos a la espera de que llegue ayuda, como
estaba yo. —Leonon parpadeó con fuerza el ojo menos dañado—. ¿Cuántos hombres
habéis traído con vos? ¿Cómo habéis logrado esquivarlos?
Caecus hizo caso omiso de las preguntas y señaló con un gesto del mentón al
cadáver.
—¿Quién ha hecho esto?
La siguiente palabra que pronunció el ángel sangriento hizo que a Caecus se le
formara un nudo en la garganta.
—Mutantes. —Leonon asintió con la cabeza—. Sólo he visto a uno, pero debe de
haber más. Si no, ¿cómo podría haber silenciado a toda la ciudadela con tanta
rapidez?

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Caecus recordó aquel horrible momento en el pozo de combate, cuando el cuerpo
perfecto del hijo de la sangre comenzó a transformarse. Recordó las filas de dientes,
las extremidades deformadas y las demás malformaciones de los clones fallidos que
había tenido que matar en el transcurso de sus investigaciones. Aquello era mucho
peor que un monstruo abatido delante del propio señor del capítulo. Si los ejemplares
de las cámaras de embriones habían sufrido alguna clase de metamorfosis espontánea
en masa, cabía la posibilidad de que hubiera decenas de criaturas mutantes sueltas por
todo el complejo.
Pensó en Fenn y en Serpens. ¿Habrían muerto ya, desgarrados por los clones
enloquecidos, carentes de control alguno sobre sus instintos más básicos? Se esforzó
por mantener la calma y no ponerse a gritar, iracundo, delante del otro marine
espacial.
—Debo seguir adelante —le dijo a Leonon—. Debo ir a los niveles de seguridad.
El origen de todo este… asunto se encuentra allí.
El otro apotecario frunció el entrecejo.
—Majoris, lo que hay allí abajo es un matadero. Esas criaturas se están
alimentando. Las he oído.
—¡Es una orden! —le gritó Caecus, enfurecido—. ¡Vendrás conmigo!
El apotecarium majoris captó con el rabillo del ojo una sombra que se movió
ligeramente bajo el brillo de los biolúmenes de la estancia.
Leonon también la vio, y comenzó a darse la vuelta al mismo tiempo que alzaba
la pistola bólter. La sombra emergió de la oscuridad y cruzó la estancia con un único
salto poderoso. Se movió con tanta rapidez que Caecus apenas logró distinguir
algunos detalles de la criatura: un abanico de garras, una boca semejante a una
lamprea, unos ojos de color rubí. Le arrancó el arma a Leonon y Caecus vio como el
rayo rojo del visor láser daba vueltas sobre sí mismo mientras la pistola se perdía en
la oscuridad del pasillo. El atacante no le prestó atención y cruzó la estancia
arrastrando a Leonon consigo. Mientras lo arrastraba, lo iba haciendo girar para
desgarrarle la carne. La criatura atacaba como los tiburones de arena, distendiendo las
mandíbulas y sacudiendo con fuerza a la víctima para arrancarle la carne del cuerpo.
Caecus trastabilló en dirección a la pistola, y sintió repugnancia al oír el gorgoteo
ahogado del marine espacial cuando la criatura mutante le aplastó la garganta y lo
hizo asfixiarse con su propia sangre. Se dejó caer de rodillas y encontró el arma en el
suelo de piedra. La mano y parte del antebrazo de Leonon seguían empuñando la
pistola. La extremidad acababa en una serie de jirones de carne sanguinolenta. Separó
los dedos de la culata, tras empuñar la pistola bólter, apuntó a través del hueco de la
puerta abierta. El mutante levantó el morro del cuerpo todavía tembloroso del
minoris, con el rostro carmesí y cubierto de restos de vísceras.
Caecus disparó y el primer proyectil rebotó en el suelo de baldosas, pero los

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siguientes impactaron de lleno contra el torso y el abdomen. La criatura lanzó un
aullido que sonó casi humano.
La pistola emitió un chasquido sordo y dejó de disparar. El ángel sangriento soltó
una maldición y tiró del cerrojo para dejar al descubierto la recámara. El arma se
había encasquillado: un casquillo se había quedado atascado de forma transversal en
la ranura de eyección.
El demonio embadurnado de sangre no lo atacó. Se lo quedó mirando e inclinó la
cabeza hacia un lado. Luego, con una arcada repugnante, empezó a vomitar agitando
con fuerza los hombros. Tras unos momentos, expulsó un gran chorro de vómito
aceitoso sobre las baldosas y jadeó con fuerza.
Caecus oyó el tintineo del casquillo cuando lo liberó y cayó al suelo. El arma
soltó un chasquido y quedó preparada para disparar. El mutante no esperó a que eso
se produjera. Atravesó el pecho del hermano Leonon con una mano rematada por
unos dedos grotescos que más parecían garras y le sujetó por las costillas. Saltó
impulsado por unos músculos gruesos hacia el techo, donde abrió un conducto de
ventilación. Logró meterse en aquel espacio reducido encogiéndose sobre sí mismo y
arrastró el cuerpo de Leonon al interior. Caecus oyó cómo se partían los huesos del
marine espacial a medida que lo metía a tirones con tal fuerza que le llegó a arrancar
la túnica.
El eco del repiqueteo contra el metal fue haciéndose cada vez más débil.
Mientras la criatura se alejaba de la estancia a lo largo del conducto, hasta que
todo quedó en silencio de nuevo. Caecus vio que en el charco de vómito brillaban
unos objetos y se acercó al lugar para echar un vistazo. Entre la bilis espesa salpicada
de sangre había dos discos deformados de metal que se asemejaban a las caperuzas de
los crecimientos fúngicos. El apotecario tocó uno suavemente con la punta del dedo.
Todavía humeaba un poco y seguía tibio tras el paso por el cuerpo caliente del
mutante. Caecus recordó algo de su servicio como apotecario en el campo de batalla.
Había visto lo mismo en muchas ocasiones cuando había acudido a extraer
proyectiles de los cuerpos de los hermanos de batalla heridos. Eran las puntas
deformadas de las balas que habían quedado achatadas por el impacto contra la carne.
Se puso en pie de nuevo, comprobó una vez más la pistola y reanudó el camino
hacia los niveles inferiores.

J
La Thunderhawk se dirigió con los motores a máxima potencia hacia los campos de
hielo, casi a velocidad hipersónica. La velocidad disminuyó al mismo tiempo que

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aparecía un brillo rojo carmesí en las alas cuando la aeronave de transporte entró en
el trayecto final de su vuelo suborbital desde la fortaleza-monasterio. La zona polar
se veía de un color gris fantasmal a través de las rendijas de observación bajo la luz
reflejada por Baal Prime. La primera luna estaba en lo alto del cielo y su hermana
mayor todavía se encontraba cerca del horizonte, oculta por los espesos bancos de
nubes de polvo.
Rafen apartó la mirada. Se sentía cómodo por fin, de nuevo con el equipo de
combate puesto. Después de todo lo que había ocurrido tras su regreso de Eritaen,
una parte de él había ansiado el regreso a la fresca familiaridad de la armadura de
combate alrededor del cuerpo. Una vez envuelto por ella, sintió que recuperaba la
confianza. Todo aquel politiqueo y charla en el cónclave era contrario a su ser. Él
deseaba volver a las sencillas ecuaciones del combate. Su armadura era una vieja
amiga, una camarada. Protegido por ella, podría volver a convertirse en la espada roja
del Emperador, listo para cumplir su voluntad.
El microcomunicador que llevaba en la oreja pitó e inclinó la cabeza hacia
delante.
—Adelante.
—Aquí Corvus, señor —le dijo el marine, que se encontraba en la cabina de
vuelo de la Thunderhawk—. La señal de llamada del cogitador no recibe respuesta.
Parece ser que el comunicador de la ciudadela no contesta. Algo ocurre.
Rafen pensó en ello unos momentos. Cuando estuvieran más cerca, podrían captar
las señales de los comunicadores de mano de corto alcance. Sin embargo, la
Ciudadela Vitalis estaba construida prácticamente en el interior de una montaña, lo
que significaba que no se oiría a nadie que intentara ponerse en contacto con el
exterior desde los niveles inferiores.
—Pon la llamada en un ciclo automático, hermano. Luego regresa al
compartimento de tropa y prepárate para el desembarco.
—¿Informamos a la fortaleza?
—Todavía no. No hasta que tengamos algo concreto de lo que informar. Lord
Dante ya está bastante ocupado.
—Sí, hermano sargento.
La voz de Corvus se apagó y Rafen se dio cuenta de que había alguien de pie en
mitad del pasillo del compartimento de tropa. Se volvió en el asiento.
—Rafen —lo saludó el capitán Gorn—. Quiero hablar contigo un momento antes
de que lleguemos al objetivo. —El capitán sostenía el casco en el hueco del codo y
sonrió sin alegría al ángel sangriento—. Despliega a tus hombres en una formación
doble de gota después de que nos posemos. Yo avanzaré con el hermano sargento
Noxx.
Rafen alzó una mano para interrumpir al desgarrador de carne.

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—Le pido disculpas, señor, pero me parece que se ha producido algún error de
comunicación. Esta misión se encuentra bajo mi mando. Lord Dante en persona lo
ordenó.
Gorn frunció el entrecejo.
—¿Es que el rango de capitán no significa nada para ti?
—Su rango no tiene nada que ver con esta situación, señor —enfatizó el rango
simplemente honorífico—. Estamos en Baal, y en su superficie no se realiza misión
alguna que no esté dirigida por un ángel sangriento. —Miró a su alrededor con gesto
suficiente—. Por lo que parece, yo soy el astartes de mayor rango de ese capítulo a
bordo de la nave.
A Gorn le tembló la comisura del labio en un gesto de irritación, pero lo suprimió
con otra sonrisa falsa.
—Como desees. Después de todo, somos vuestros invitados. Sin embargo, espero
que aceptes mis consejos tácticos si la situación lo requiere.
—Es posible —aceptó Rafen—. Pero esto no es Eritaen. No es una zona de
combate. —La Thunderhawk se estremeció al atravesar una corriente térmica y el
suelo se inclinó hacia un lado. Gorn estaba a punto de responderle algo, pero Rafen
aprovechó la ocasión para impedírselo—. Hermano capitán, hemos entrado en la fase
de aterrizaje. Debería volver a su asiento. El aire sobre el polo es bastante inestable.
Como si quisiera recalcarlo, el transporte descendió de forma abrupta sacudido
por una turbulencia.
Gorn se alejó hasta llegar donde se encontraban el sargento Noxx y su escuadra,
ya sentados y con los cinturones abrochados. Se inclinó sobre sus hombres para
intercambiar unas cuantas palabras airadas con ellos.
El microcomunicador del casco sonó de nuevo, pero esta vez se encendió una
runa en el visor para indicar que se trataba de un canal restringido.
—No parece muy contento —le comentó Turcio—. No me sorprendería nada que
los hombres de Gorn se separaran de nosotros en cuanto pongamos las botas en esa
roca.
—Hermano, respeta el rango aunque no respetes al guerrero —le contestó—. Por
lo que se refiere a la felicidad del capitán, a mí no me parece un asunto importante.
Turcio estaba dos filas por detrás de él y también llevaba la armadura completa,
por lo que nadie más podía oír la conversación.
—¿Por qué nuestro señor aceptó que nos acompañaran? No tienen nada que ver
con nuestra ciudadela.
Rafen frunció el entrecejo detrás de la placa facial del casco.
—Lord Dante tiene sus propios problemas de los que preocuparse. Nosotros no
somos más que sus instrumentos.
—Ave Imperator, entonces —contestó Turcio.

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—Así es —asintió el sargento, y se concentró de nuevo en sus pensamientos
mientras la Thunderhawk se acercaba a su objetivo.

J
Cuanto más se acercaba Caecus al laboratorio de clonación, peor era la situación. Al
principio encontró algunos restos humanos, alguna extremidad blanquecina por la
falta de sangre. Eran trozos de personas que los asesinos habían dejado tirados por
ahí, sobre los anchos peldaños de la escalera de piedra. Eran los desperdicios que
dejaba atrás una manada de depredadores.
Luego llegó a los niveles por los que pasó de largo sin atreverse a investigar. A
través de las puertas que conducían a sus profundidades se oían de vez en cuando
algunos sonidos de movimiento, y en una ocasión unos gemidos débiles y muy
peculiares. Al llegar al nivel cuarenta y siete se vio obligado a bloquear los nervios de
las fosas nasales debido al hedor a muerte que emanaba de allí. Se detuvo un
momento a escuchar y oyó un sonido como de chapoteo, a cierta distancia, en uno de
los pasillos radiales. Allí abajo no había luces, pero el suelo relucía bajo el brillo
procedente de las escaleras, como si estuviera cubierto de humedad.
No quedaban más que tres proyectiles en el cargador de la pistola bólter. Siguió
avanzando en espiral, descendiendo.
Las pesadas compuertas presurizadas estaban abiertas. Al otro lado, las luces
azules de la antecámara de purificación estaban encendidas, pero no cesaban de
parpadear. Las jaulas de los guardias de las paredes no eran más que huecos abiertos
en la roca tallada. Las bandas de metal que las cubrían estaban rotas y retorcidas. El
suelo aparecía cubierto de trozos de hierro y de bronce manchado. De los servidores
artillados no quedaba nada más. El suelo estaba pegajoso y tiraba de la suela de las
sandalias de Caecus mientras se alejaba lentamente de las escaleras y empuñaba la
pistola bólter con las dos manos. El rayo rojo del visor avanzaba delante de él
señalando las paredes.
Dudó un momento en el umbral y apretó con fuerza la culata del arma. Ya no
había vuelta atrás.
El interior del laboratorio era rojo. Todo estaba cubierto de sangre. En algunos
puntos incluso goteaba desde el techo y formaba pequeños charcos. Caecus sintió que
el olor le penetraba en la piel y notó el sabor metálico en la lengua con cada
inspiración. El espectáculo le revolvió el estómago de inmediato, pero una parte de
él, una fracción de su alma salvaje de ángel sangriento saboreó la siniestra fragancia
que impregnaba con fuerza el aire. El apotecario recordó la sensación que el Grial

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Rojo le había provocado durante unos momentos. Aquella sensación era la misma,
pero menos controlada, más salvaje.
Parpadeó y se obligó a sí mismo a apartar esos pensamientos de su mente para
captar toda la gravedad de la destrucción. Todo estaba destrozado. Cada artefacto,
cada cilindro de almacenamiento, cada servidor y cogitador, todo había quedado
reducido a trozos, como si hasta la estancia hubiera llegado un huracán que se
hubiese quedado allí hasta haber agotado todas sus fuerzas. Vio al otro extremo del
laboratorio que la puerta que llevaba a la cámara de clonación colgaba del gozne
inferior, y que el superior lo había arrancado una fuerza increíble. Se acercó y entró
en la estancia. Estaba en penumbra, llena de sombras negras. Caecus obligó al
ocuglobo a ajustar el espectro de visión. Le escocieron un poco los ojos y distinguió
una silueta, la de un individuo de su tamaño y de su altura.
El tecnoseñor se encontraba delante de una consola y estaba examinando un trozo
de carne arrancada con solemne indiferencia. Lo tiró a un lado y se volvió hacia
Caecus cuando éste comenzó a acercarse. Lo hizo sin preocupación, como lo haría un
anfitrión con un visitante que ha llegado al recibidor. Inclinó la cabeza.
—Ah, majoris. Me alegro de que hayas venido. Confieso que temía que te echaras
atrás antes de llegar a este punto —en sus labios deformes apareció una sonrisa—.
También me alegro de haberme equivocado.
Su postura parecía diferente. Daba la impresión de que estaba más encorvado,
como si llevara un gran peso a la espalda.
Caecus vio las cápsulas de gestación de los clones. Todas habían sido rotas desde
el interior y estaban vacías.
—Has sido tú quien lo ha hecho —dijo con voz ronca. Las palabras que habían
estado pugnando por salir lo hicieron con una bocanada seca.
—Simplemente ayudé a que el proceso avanzara por el camino que ya había
tomado. —La sonrisa se hizo un poco más amplia—. Siento decirte que, a pesar de
todos tus esfuerzos la investigación estaba abocada al fracaso, lo mismo que le
ocurrió a Corax. —Soltó una breve risa—. Aunque lo cierto es que Corax siempre fue
un estúpido.
—¡Serpens! —Caecus pronunció su nombre con un gruñido acusatorio. El otro
individuo se encogió de hombros para dejar caer el abrigo que llevaba sobre los
hombros, que quedó como un montón informe en el suelo—. ¡Confié en ti! ¿Para qué
has hecho todo esto? —Parpadeó—. Mi personal… Leonon… ¿Fenn?
—Me sorprendería mucho que quedara alguien con vida. Los demonios de la
sangre son unos asesinos brutales y eficientes, ¿no te parece? —Algo se movió a su
espalda y soltó un chasquido mientras se desdoblaba.
—¿Los demonios de la sangre?
El otro individuo le respondió con una sonrisa comprensiva.

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—Me gusta más ese nombre.
Caecus se estremeció y su autocontrol se quebró bajo aquella presión. Bajó la
mirada a la pistola, que seguía en su mano, como si se hubiera olvidado que estaba
allí. El apotecario lo apuntó con ella.
—¡Voy a matarte por lo que has hecho!
—¿No quieres saber el motivo? —El hombre se llevó sus largos dedos huesudos
hasta la cara y jugueteó con la piel tirando un poco de ella y dándose unos pellizcos
en los pómulos a lo largo de la línea de la mandíbula—. Caecus, eres un científico.
Causa y efecto, razonamiento y proceso, ésos son los pilares básicos de tu ser. ¿De
verdad vas a matarme sin saber por qué ha pasado todo esto?
Se oyó el sonido de un desgarro y algunas partes de la cara del magos se
desprendieron formando tiras grasientas que cayeron al suelo, donde empezó a
licuarse.
Caecus vio otra piel debajo, tensa sobre un cráneo antiguo y de líneas duras.
—¡Habla de una vez, Serpens! —le gritó—. ¡Confiesa, si es que debes hacerlo!
El individuo soltó otra risa. El tono cambió y adquirió un carácter seco y
profundo.
—He sido Haran Serpens durante un tiempo, pero no es adecuado y me aprieta a
la altura de los pantalones. Estoy cansado de él. —El desgarramiento continuó y la
piel se desprendió por sí sola. Una melena de cabello blanco le cayó sobre los
hombros. Dio un paso adelante para que las luces parpadeantes de la cámara lo
iluminaran mejor—. ¿Me reconoces, hermano Caecus? Piénsalo bien. Creo que sabes
mi nombre. —Unas extremidades delgadas de bronce sisearon y se extendieron a su
espalda, y el apotecarium majoris se sobresaltó al darse cuenta de que lo que él había
considerado un juego de sombras era en realidad un artefacto de aspecto arácnido
colocado sobre los hombros del impostor—. Te conozco a ti y a los de tu linaje.
Recorrí la misma tierra que tu primarca. Una vez lo miré cara a cara. —Se echó a reír
abiertamente—. Qué destilado tan pobre de su grandeza sois hoy en día. Seguro que
se sentiría avergonzado.
—¡No te atrevas a hablar de Sanguinius, farsante! —Exclamó Caecus—. Ni
siquiera pronuncies su nombre. —El calor que le abrasaba las venas se convirtió en
hielo cuando lo reconoció—. ¡Tú! —Sintió que se le retorcían las entrañas—. ¡No
puede ser!
—Tu primarca siempre fue muy arrogante, ángel sangriento. Tú no eres diferente
a pesar de los diez mil años que han pasado desde que el gran Horus lo derribara
como el estúpido que era. —El impostor abrió los brazos de par en par y un abanico
de extremidades de bronce surgió del artefacto monstruoso que llevaba a la espalda
—. ¿Sigues sin reconocerme?
El apotecario disparó, enfurecido, pero los proyectiles chirriaron cuando las patas

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arácnidas giraron para desviar los disparos. Una nube oscura y fría llenó la cámara.
—Entonces, permíteme que me presente. —El impostor hizo una profunda
reverencia, lo que dejó completamente a la vista la maquinaria chasqueante que
llevaba encima—. Soy el primogenitor del Caos Absoluto, el Amo del Dolor, el
Señor de los Hombres Nuevos. —Su voz estaba cargada de burla y de odio—. Soy
Fabius Bilis, y tú tienes algo que quiero.

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ONCE

Los astartes desembarcaron desde el compartimento de tropa de la Thunderhawk


cuando la aeronave todavía no había acabado de posar el tren de aterrizaje en la
plataforma. Los Ángeles sangrientos y los desgarradores de carne se apartaron a la
carrera del aparato y formaron un perímetro de seguridad. Los hombres que llevaban
las lámparas de búsqueda sobre las hombreras pasearon los rayos de color blanco
sodio brillante por el interior de la barbacana y crearon sombras de bordes duros
cuando iluminaron los contenedores de reabastecimiento, las cajas de carga y las
aeronaves allí posadas.
Puluo, que estaba al lado de Rafen, inclinó la cabeza hacia un lado y miró hacia
su sargento con un gesto lleno de significado al mismo tiempo que olisqueaba el aire.
Rafen captó incluso desde el interior del casco el mismo olor en el aire, a sangre
derramada, que lo impregnaba todo.
—He encontrado algo —dijo Roan, el segundo del sargento Noxx.
Estaba en el lado de estribor de la Thunderhawk, así que Rafen pasó por debajo
del ala de la aeronave, sin hacer caso de los chasquidos que emitía el fuselaje al
enfriarse, y se colocó al lado del desgarrador de carne.
Noxx ya estaba allí.
—¿De qué se trata?
Roan apuntó con la lámpara del hombro sobre la proa de un transporte Arvus que
estaba allí posado. La cabina de mando inclinada de la aeronave estaba abierta de par
en par, con la estructura metálica doblada hacia atrás allí donde había sido
desgarrada. En el suelo se veían trozos de cristal blindado de color verde. Las luces
de aterrizaje eran puntos amarillos de luz suave que parpadeaban cada pocos
segundos. También era visible el brillo de los instrumentos del interior de la cabina.
Rafen fue el primero en acercarse apuntando con el bólter hacia el agujero
irregular donde había estado el parabrisas de la nave. En el interior se veía una masa
de mecadendritos arrancados que yacían sobre la consola de mando como serpientes
muertas. Las paredes de la cabina estaban manchadas con residuos aceitosos y fluidos
de procesadores. Donde otra nave hubiera tenido un asiento de piloto no había más
que un podio bajo de metal rematado por unos tubos de los que salía el olor a ozono y
a restos humanos.

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—Debería haber un servidor piloto aquí dentro —comentó Roan.
—Sí, debería haberlo —confirmó Noxx.
Rafen estudió con detenimiento la estructura de metal desgarrada y pasó un
guantelete por encima. Descubrió una serie de curiosas marcas grabadas que parecían
no guardar orden alguno, hasta que se dio cuenta de que encajaban con los dedos
extendidos de una mano.
—Alguien sacó al piloto y lo mató.
—Quizá fue Caecus —sugirió el capitán Gorn mientras se acercaba a ellos—. A
lo mejor quería asegurarse de que nadie se marchara después de que él aterrizara.
Puluo señaló la fila de otras aeronaves allí posadas.
—No es la única nave del hangar.
—Me imagino que entonces tampoco encontraremos a sus pilotos en el interior.
Rafen tan sólo los estaba escuchando a medias, ya que se esforzaba por penetrar
en la oscuridad de los rincones del hangar. Tenía el sistema óptico del casco en modo
nocturno para buscar fuentes de calor, aunque no encontró ninguna aparte de los
tubos de evacuación de gases del techo y de las paredes. Cambió a visión normal y se
dio cuenta con el rabillo del ojo de que el sargento había estado haciendo lo mismo.
—¿Por qué iba a hacer el majoris algo así? ¿Tendría acaso la fuerza suficiente? —
le preguntó Puluo.
Gorn se encogió de hombros.
—Mató a un ángel sanguinario. Huyó como un cobarde. Es uno de los tuyos.
Dime, en tu opinión, ¿son ésos los actos un hermano que conserva la racionalidad?
Al otro lado del hangar, en mitad de una zona iluminada por los biolúmenes, se
abrió una escotilla y entró una figura encapuchada, vestida con la túnica de un
apotecario. El recién llegado se acercó hacia ellos con paso firme, sin que parecieran
importarle todas las armas que lo apuntaron de inmediato.
El capitán de los desgarradores de carne no esperó a que Rafen hablara. Se dirigió
con paso presuroso hacia él tras atravesar la línea de guerreros que rodeaba a la
Thunderhawk.
—¡Tú! ¡Detente y date a conocer! —le gritó.
El capitán empuñó el alfanje que llevaba al cinto y lo desenvainó un poco para
mostrar que estaba dispuesto a utilizarlo.
La figura caminó con mayor lentitud hasta que se detuvo. Luego le hizo una
profunda reverencia.
—Habla. Es una orden —le exigió Gorn.
—¡Hermano capitán! —le advirtió Rafen.
El desgarrador de carne lo miró furibundo por encima de las placas de ceramita
negra que formaban sus hombreras.
—Sargento…

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El ataque se produjo en cuanto apartó los ojos de la figura encapuchada. Fue un
borrón de movimiento, casi demasiado rápido como para que un astartes lo captara
por completo. La túnica se abrió de repente y de ella salió una mano rematada por
garras. La carne era de un color rojo púrpura intenso. Con la palma lisa y los dedos
formando una hoja, se extendió más de lo que era normal y acarició la piel de Gorn
en el punto donde la garganta del desgarrador estaba al descubierto.
Un chorro de fluido carmesí saltó por el aire, humeante debido al frío. El capitán
se llevó de inmediato una mano a la garganta para tapar la herida al mismo tiempo
que soltaba un grito estrangulado, pero tan sólo por un momento. En el golpe de
vuelta, las garras se hundieron y se retorcieron en el tajo que acababan de hacer,
agrandándolo todavía más.
Gorn se tambaleó hacia la figura encapuchada y le saltó encima. Los dos cayeron
al suelo forcejeando.
Todos los guerreros se quedaron dudando, ya que ninguno de ellos quería ser el
primero en disparar por temor a darle al capitán Gorn. Noxx fue el primero en
reaccionar y corrió hacia allí mientras desenvainaba su cuchillo de combate con un
sonido sibilante.
Se oyó un ruido chasqueante y chirriante al mismo tiempo y la criatura separó la
cabeza de Gorn de los hombros para arrojarla al suelo de metal, donde cayó rodando.
La sangre salió a chorros antes de que el asesino encapuchado metiera la cara en el
muñón del cuello del capitán.
El bólter pesado de Puluo comenzó a rugir. El fogonazo cruciforme que apareció
en el cañón del arma iluminó al marine espacial. El asesino de Gorn salió despedido
hacia atrás. Los gruesos proyectiles arrancaron por igual tela y carne rojiza. Se
deslizó por el suelo y, aunque pareciera increíble, intento ponerse de pie otra vez. La
piel, las garras y las partes óseas se flexionaron bajo la túnica desgarrada.
—¡Movimiento! —Gritó Ajir para hacerse oír por encima del rugido del arma de
apoyo—. ¡Arriba!
Rafen levantó la mirada hacia los rincones que momentos antes ya había
registrado con la vista. Varias piezas del techo se desprendieron y cayeron hacia ellos.
«Pero si no había nada allí arriba… No se veían fuentes de calor…».
Dejó de pensar en ello y aulló una orden.
—¡Fuego a discreción!
A su alrededor destellaron las descargas relampagueantes de los disparos cuando
una docena de bólters abrieron fuego al mismo tiempo. Oyó a Corvus y a Kayne
gritar las maldiciones del Emperador contra sus enemigos, que se sumaron a la
cacofonía del combate.
Ajir disparó una ráfaga de tres proyectiles contra algo veloz y aullante. No estaba
seguro de haberle acertado, ya que la criatura no pareció disminuir de velocidad su

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ataque. El mutante se estrelló contra él con un impacto que le sacudió los huesos y los
lanzó a ambos contra una de las patas de aterrizaje de la Thunderhawk. Se apretó
contra Ajir para que no pudiera apuntarlo con el bólter y se dedicó a arañarle con las
zarpas la armadura, como si quisiera meterse con él allí dentro. Unos ojos rojos y
enloquecidos lo miraron desde una cabeza deforme y rugosa, y el hedor de un aliento
que olía como un matadero lo envolvió provocándole arcadas. Le dio puñetazos y
cabezazos, pero era como golpear a un trozo de carne correosa. Ninguno de los
golpes que propinó a aquella monstruosidad aullante que no dejaba de babear pareció
afectarla. Ajir intentó apartarse cuando el cuello de la criatura se alargó de un modo
grotesco y abrió las mandíbulas de par en par, lo que dejó al descubierto las filas de
colmillos curvados. Se lanzó a por la yugular, pero Ajir logró retorcerse y la boca de
lamprea solo consiguió arrancarle un poco de piel y de carne de la mejilla.
El mutante lo mantuvo inmovilizado y se dedicó a lamer la sangre que salía de la
herida. El marine espacial pegó una patada y notó cómo un hueso se partía bajo el
talón de la bota de la armadura. La criatura escupió y se apretó más todavía contra él,
y sus extremidades sinuosas se extendieron hasta adquirir una forma que más
parecían tentáculos que brazos.
El rugido chirriante de una espada sierra sonó cerca y Ajir distinguió con el
rabillo del ojo otra forma con armadura. A los oídos le llegó el sonido inconfundible
de los dientes de sierra al cortar carne, y el mutante aulló y lo soltó de repente.
El rescatador de Ajir apretó el arma contra la espina dorsal del atacante y dejó que
d peso del golpe hiciera el resto. Los dientes de matriz de adamantium convirtieron la
carne rojiza en picadillo y atravesaron el abdomen de la criatura, lo que dejó su
interior al aire. La abominación cayó emitiendo un aullido gorgoteante. Las dos
mitades del torso quedaron anidas tan sólo por unos cuantos tendones y unas cuantas
piezas de hueso blanco. El cuerpo se estremeció y se desangró a grandes chorros,
pero siguió aferrándose a la vida.
Ajir soltó una maldición y manoteó en busca del casco, que llevaba enganchado
al cinto. Se maldijo por ser tan estúpido como para no llevarlo puesto. Su camarada
se le acercó y le ofreció una mano para ayudarlo a recuperar el equilibrio.
—Eso cicatrizará bien —le dijo Turcio.
Ajir hizo caso omiso de la mano y se irguió, rabioso consigo mismo.
—¿Ni siquiera das las gracias? —le dijo el otro ángel sangriento—. ¿O es caer
demasiado bajo agradecerle algo a un penitente?
Ajir no le contestó y dio un paso hacia el mutante mientras éste intentaba alejarse
a rastras. Le colocó el cañón del arma contra la cabeza y apretó el gatillo.
Los atacantes se movían con una rapidez que parecía imposible para unas
criaturas de aquella masa y densidad. Corrían con la tremenda fuerza que les
proporcionaban los músculos sobredimensionados y saltaban de un lado a otro sobre

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las pasarelas y por encima de los fuselajes de las aeronaves.
Rafen oyó un aullido penetrante y giró sobre sí mismo mientras Noxx se acercaba
recargando con movimientos furibundos su arma. El grito de muerte procedía de un
desgarrador de carne al que tres mutantes le habían caído encima. En esos momentos
le estaban arrancando las extremidades del cuerpo. Un instante después, corrieron
hacia las sombras llevándose consigo sus trofeos macabros mientras los perseguían
las ráfagas de bólter.
—¡Malditas criaturas! —bufó el sargento veterano—. ¡Parece que en vez de
proyectiles les cayeran encima gotas de agua!
Rafen disparó hacia una silueta borrosa que vio en la oscuridad y oyó el
repiqueteo sordo de los impactos. Las criaturas se estaban retirando, y todo volvió a
quedar en calma tras unos segundos. Tan sólo se oyeron los gemidos de los heridos y
el rodar de los casquillos a sus pies. El ángel sangriento cruzó el hangar con Noxx a
un paso por detrás y se acercó a la masa de carne esparcida por el suelo. Las criaturas
habían dejado muy poco del capitán Gorn tras su ataque salvaje.
El sargento se quedó dudando un momento mientras miraba un trozo de armadura
rota con marcas de garras. El símbolo de la rueda dentada de los Desgarradores de
Carne le devolvió la mirada.
—Éste no es modo de morir para un astartes —dijo en voz baja.
—El Emperador sabe su nombre —le respondió Noxx—. Siempre creí que el
exceso de confianza del capitán sería su perdición.
Los dos sargentos intercambiaron una mirada en un raro momento de
comprensión mutua.
—La bestia del pozo. El clon —dijo Rafen—. Son lo mismo.
Noxx negó con la cabeza.
—No son lo mismo. Son más fuertes.
—Sí. —Se quedó callado un momento, pensando—. No eran visibles en el
espectro termal. Son más grandes pero más rápidos ¿Cómo es posible?
—Aquel contra el que luchamos sólo se transformó al final. Quizá éstos… —
Señaló con un gesto las manchas húmedas del suelo—. Quizá han evolucionado.
—Es la sangre —dijo Rafen entre dientes al recordar el ansía desesperada que vio
en los ojos de la criatura. Se dio cuenta de que Noxx se llevaba una mano al hombro,
donde la criatura lo había mordido—. Cuanta más ingieren, más fuertes se hacen. —
Negó con la cabeza—. La que mató a Gorn. Nada podría soportar la descarga de una
ráfaga de bólter pesado.
—Como en las viejas leyendas. —Noxx bajó la voz hasta hablar con un susurro
—. Los desangradores, los depredadores de hombres. El vampiro.
Aquella palabra antigua hizo que Rafen lo mirara con dureza.
—Estas criaturas son monstruosidades. Mutaciones retorcidas que han sido

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creadas en algún tubo de ensayo. —Alzó la mirada al ver que los demás se acercaban,
ángeles y desgarradores hombro con hombro—. Nuestra misión sigue siendo la
misma: acabar con todas.
—¿Qué hay del hermano Caecus? —le preguntó Kayne mientras se masajeaba
con gesto inconsciente la mano vendada—. ¿Y del resto de hermanos que hay en este
lugar?
—El majoris está fuera de nuestro alcance ahora mismo. —En el rostro de Rafen
apareció una expresión ceñuda—. Las supervivientes no son más que una suposición.
Todos hemos visto de lo que son capaces estas criaturas. —Miró a su alrededor—.
¿Cuántos éramos, y a cuántos hemos matado?
—Apenas les causamos bajas —apuntó Turcio.
Puluo asintió.
—No podemos permitir que salgan de la ciudadela.
Ajir estaba enfurecido.
—Cierto. ¡Esas criaturas son una ofensa para nuestra herencia!
—Estas instalaciones son tan profundas como amplias —dijo Roan, volviéndose
hacia Noxx—. Tardaremos días en limpiar cada nivel.
—Y no tenemos ni idea de cuántas bestias nos esperan allí abajo, o la rapidez con
la que están mutando. Ahora mismo luchan con garras y dientes, pero ¿cuánto tiempo
pasará antes de que empuñen bólters y lanzallamas? —Noxx miró fijamente a Rafen
—. Creo que hace falta una solución más inmediata.
—Por fin estamos de acuerdo en algo. —Rafen asintió y le hizo un gesto a
Corvus para que se le acercara—. Hermano, tú estudiaste los planos de este lugar
mientras volábamos hacia aquí. ¿Dónde se encuentra la cámara terminatus del
complejo?
—¿Quiere destruir todas las instalaciones? Mi sargento, ¿no sería un error?
—La Ciudadela Vitalis se construyó sobre un conducto geotermal —explicó
Corvus—. Se trata de un acuífero mineral calentado por el magma situado a
kilómetros por debajo la de superficie. —Señaló los tubos que había en las paredes—.
Canalizado gracias a la labor del Mechanicum, proporciona calor y energía a toda la
instalación. La cámara terminatus contiene un sistema de control que apagará el
regulador de los conductos.
—Cualquier cosa que los mechanicum puedan crear, la pueden destruir los
astartes, y ya nos encontramos más allá de la posibilidad de efectuar un ataque de
precisión quirúrgica. —Rafen alzó la vista—. Acabaremos con este lugar y así
acabaremos con las monstruosidades que alberga.
Ninguno de los presentes cuestionó la lógica severa de aquella afirmación.
Corvus sacó su auspex y lo sostuvo en alto. En la pantalla apareció un mapa
básico que mostraba un diagrama con la distribución de las estancias del complejo.

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—La cámara terminatus se encuentra debajo de nosotros, mi sargento. Diez
niveles por debajo.
Rafen asintió.
—Kayne, Turcio, quedaos aquí y proteged la Thunderhawk. Si os veis superados,
subid a bordo, despegad y manteneos a la espera de mi señal para volver.
Los dos ángeles sangrientos saludaron. Noxx señaló con un gesto del mentón a un
par de sus hombres.
—Vosotros, ayudadlos.
Se produjo un breve momento de actividad frenética cuando los marines
espaciales se prepararon de nuevo y recargaron las armas antes de comprobar la
integridad de las armaduras. Rafen dejó escapar un largo soplo de aire a través de los
labios.
—Al pozo de nuevo —comentó Noxx—. Pero esta vez es diferente.
—Sí —contestó el ángel sangriento, mostrándose de acuerdo—. Aquí no habrá
indulto posible.

J
Caecus había perdido la sensibilidad en el brazo derecho después de rechazar el
cuarto ataque, o quizá había sido después del quinto. La extremidad inútil le colgaba
del costado y la carne enrojecida y los huesos blancos sobresalían entre los
desgarrones empapados de la manga. De los dedos inutilizados caía un goteo
continuo de sangre y marcaba el suelo allá por donde pasaba. Estaba dibujando una
línea por el corazón de su locura subiendo por la escalera, cruzando por los pasillos.
Se preguntó qué sería lo que encontraría al final.
El dolor hacía difícil que pudiera pensar con claridad. Tenía el cuerpo cubierto de
heridas de garras. Tenía cortes tanto leves como profundos, y cada vez que daba un
paso le provocaban una descarga de dolor agónico. Notó el esfuerzo frenético del
implante Larraman en su intento de detener la pérdida de sangre, pero se trataba de
una batalla que el cuerpo del marine espacial acabaría perdiendo.
Caecus no comprendió al principio por qué el cabrón de Fabius no lo había
matado simplemente, lo mismo que había hecho con Fenn, con los otros apotecarios y
con su propia sirviente, Nyniq. Se fue dando cuenta poco a poco, mientras los
marines clonados mutantes lo atacaban y lo iban obligando a abandonar el laboratorio
para que recorriera de nuevo el camino que lo había llevado hasta allí a través de las
estancias hediondas de la ciudadela. El renegado se estaba divirtiendo. Lo estaba
observando de algún modo, quizá a través de los monitores que vigilaban los pasillos,

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quizá a través de los ojos de los propios mutantes. Las criaturas no le atacaban todas a
la vez. Si lo hubieran hecho, habría muerto en cuestión de segundos. No. Habían
preferido acabar con él lentamente, por desgaste. Los demonios de la sangre
aparecían a intervalos surgiendo de la oscuridad o saltando sobre él para golpearlo o
desgarrarlo antes de desaparecer de nuevo entre las sombras. No disponía de arma
alguna, así que se vio obligado a defenderse con las manos, pero ellos eran muy
veloces, y él cada vez era más lento mientras se desangraba en su esfuerzo por poner
un pie delante del otro.
Se moría centímetro a centímetro, y no había hecho nada para merecer una
muerte.
—¡No! —El grito se le escapó con una vehemencia repentina. Caecus escupió un
chorro de saliva sanguinolenta a través de los labios destrozados—. No estoy
acabado, no mientras tenga… mientras tenga… —Con la mano sana rebuscó en el
bolsillo de la túnica empapada el vial que había llevado hasta allí desde la capilla del
Grial Rojo. El miedo le subió a la garganta cuando metió la mano hasta el fondo y
salió a través de un agujero abierto en la tela desgarrada—. ¡Vacío! —Se sintió igual
que la palabra que acababa de pronunciar—. No…
El tubo de cristal había desaparecido. Dio vueltas por el lugar a trompicones
mientras buscaba por el suelo. El dolor de los innumerables cortes provocó que se
tambaleara sobre los pies. La sangre. La sangre mezclada de un centenar de siglos de
sacerdotes y del propio primarca, el fluido vital de su capítulo… perdido. Caecus
soltó un gemido para expresar una agonía más intensa que cualquier otra.
—¿Qué es lo que he hecho?
Creyó oír una risa burlona a lo lejos, débil pero desdeñosa.
Entonces no la había perdido. Se la habían llevado. Fabius se la había cogido.
Caecus se llevó la mano sana a la cara y sintió las lágrimas calientes que le corrían
por las mejillas arañadas. Se tambaleó una última vez y se desmayó.
Se despertó con un sobresalto y una sensación helada en la garganta. Caecus
parpadeó y vio que estaba rodeado por unas siluetas enormes cubiertas de ceramita
roja y negra. Oyó el siseo de un inyector narthecium. El frío lo recorrió y recobró
algo de claridad en los pensamientos. El dolor le parecía algo lejano y trivial en esos
momentos.
—Es él —dijo una voz cerca de su oído—. Es el majoris.
Uno de los gigantes se agachó. Caecus distinguió una cara borrosa. Del guerrero
de cabello oscuro emanaba una furia semejante al calor de un horno.
—¿Está vivo?
—Apenas —respondió la primera voz sin dudar—. Si lo llevamos de vuelta a la
Thunderhawk quizá podría sobrevivir. El servidor médico de a bordo podría inducirle
un estado de estasis.

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—Caecus —le habló la voz iracunda—. Soy el hermano sargento Rafen.
—Mi sargento, he dicho que…
Rafen miró en una dirección hacia la que Caecus no podía girar la cabeza.
—He oído lo que has dicho, Corvus. Apártate.
El apotecario intentó hablar. La primera vez tan sólo logró emitir un quejido.
—Es mucho peor de lo que creéis —consiguió decir por fin—. Están sueltos. Los
demonios de la sangre… El Caos está detrás de ellos. —Se atragantó al hablar y tosió
un poco de sangre negra. Tenía algún órgano roto. Lo notaba en cada jadeo agotador
que daba—. Fabius Bilis. Está aquí.
El ángel sangriento lo agarró de la túnica y tiró de él.
—¿Aquí? —vociferó—. ¿En nuestro planeta natal? —Algunos de los demás
marines espaciales escupieron sin pensar al oír el nombre del renegado. El rostro de
Rafen se ensombreció mientras se esforzaba por controlar la ira—. ¡Todo esto es
culpa tuya, idiota inconsciente! Tú eres quien lo ha provocado.
—Le di lo que quería… —Logró decir—. Me he condenado por mi orgullo. Me
he condenado…
Rafen lo soltó y el apotecario cayó hacia atrás y quedó apoyado en la pared.
—Como quieras —fue la respuesta. El cañón negro de un bólter apareció ante sus
ojos y le llenó todo el campo de visión—. Caecus, en nombre del capítulo, te juzgo y
encuentro que has fallado. No encontrarás perdón bajo la luz del Emperador.
—Que así sea. —Logró inspirar una última vez y una calma extraña se apoderó
de todo su ser cuando aceptó la verdad de todos sus fallos—. No me merezco menos.
El disparo resonó por todo el pasillo y los hermanos de batalla apartaron la vista
de aquel acto de justicia. Rafen se puso en pie y vio que Puluo lo estaba mirando. El
marine espacial se dio un par de palmadas en el pecho, a la altura donde llevaban
implantadas las glándulas progenoides. Esos pequeños nódulos albergaban el
complejo ADN necesario para cada generación de ángeles sangrientos. La
recuperación de aquellas glándulas de los cuerpos de los caídos aseguraba una nueva
vida a la sombra de la muerte.
—No —dijo Rafen—. No habrá recogida para él. El crimen de Caecus lo ha
mancillado más allá de cualquier posible exculpación. No deben quedar restos de él.
—El sargento le hizo un gesto a Roan y señaló la pistola lanzallamas que el
desgarrador de carne llevaba en la mano—. Tú, quémalo.
El chorro de promethium en llamas rodeó el cadáver. Ninguno de ellos dijo nada
mientras el cuerpo del majoris se convertía en cenizas.
Noxx tenía entrecerrados sus ojos de mirada muerta. Finalmente, fue él quien
rompió el silencio.
—Si hay un agente del Caos entre estas paredes, ¿cómo es posible que nuestros
psíquicos no lo detectaran?

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—¿Importa eso ahora? —Le preguntó Ajir—. Todos los astartes saben quién es el
traidor Fabius Bilis. Tiene diez mil años de edad. Para sobrevivir tanto tiempo debe
de tener una serie de trucos de los que no sabemos nada.
Rafen asintió lentamente para mostrar que estaba de acuerdo. El renegado había
sido un marine espacial antaño, el hermano Fabius de la legión de los Hijos del
Emperador, que se entregó a los dioses del Caos durante la insurrección de Horus
contra Terra en el trigésimo primer milenio. Se rebeló junto a su primarca Fulgrim y
al resto de la III Legión, y eligió el sendero del traidor. Había muchas leyendas sobre
el individuo que se rebautizó a sí mismo como Fabius Bilis, autoproclamado
«primogenitor» de las hordas del Caos, y todas eran repugnantes y odiosas. Ya no
pertenecía a la banda de traidores corruptos, y se sabía que actuaba como un agente
libre entre el archienemigo tras convertirse en un mercenario que ofrecía su ciencia
maligna a cualquiera que se la pagara. Los caminos de Fabius Bilis y de los Ángeles
Sangrientos se habían cruzado en muchas ocasiones, pero jamás se había atrevido a
adentrarse tan cerca del corazón del capítulo.
—No ha cambiado nada —les dijo Rafen a los demás—. En todo caso, ahora
tenemos mayor motivo para arrasar este lugar después de que la mano corrupta de
Bilis lo haya tocado.
—Hay que extirparlo como un cáncer —añadió Corvus—. Él debe de ser la causa
de los mutantes. —El marine espacial de atrevió a, mirar los restos humeantes—.
Utilizó a Caecus para atacar al capítulo.
Noxx soltó un bufido.
—¿Y creéis que ese traidor se va a quedar aquí tan tranquilo y nos va a permitir
ahogarlo con agua hirviendo? ¿No se habrá marchado ya?
Kayne hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No han salido naves de la ciudadela desde hace días, a excepción de la
aeronave que utilizó el majoris. No hay otro modo de salir de este complejo.
Corvus sostuvo en alto el auspex.
—Me temo que eso no es cierto, hermano.
Le mostró el diagrama a Rafen y el sargento abrió los ojos de par en par.
—¿Un teleportarium?
—En este mismo nivel, mi sargento. Se utiliza para el transporte de material
genético delicado —le informó el marine espacial. Frunció el ceño—. Hay decenas
de naves en órbita…
—¡Si ese cabro traidor logra llegar a cualquiera de ellas, escapará con toda
seguridad! —exclamó Roan al mismo tiempo que negaba con la cabeza.
—Tenemos que separarnos —dijo Noxx, que estaba pensando lo mismo que su
colega de rango de los Ángeles Sangrientos.
—Es cierto —admitió Rafen—. Corvus, te unirás al sargento Noxx y su escuadra.

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Guíalos hasta la cámara terminatus y realiza los ritos de destrucción. El resto de
nosotros localizaremos el teleportarium y lo inutilizaremos.
Noxx señaló a Roan.
—Llévatelo contigo. No quiero que Mephiston ande diciendo que dejo a mis
primos con un hombre menos.
—Por Sanguinius.
Noxx asintió.
—Sí, en nombre del primarca.

J
Los mutantes caminaban detrás de él formando una fila precavida. Sus cabezas se
movían de forma repentina y brusca, como si fueran aves rapaces que buscaran
presas. Algunos de ellos chasqueaban las mandíbulas a los más cercanos, invadidos
por una rabia sin contención alguna. Se habían hartado de alimentarse, y a pesar de
ello seguían hambrientos. El primogenitor se preguntó qué haría falta para satisfacer
aquel apetito insaciable. ¿Cuánta sangre sería necesaria? ¿Cuántas muertes? Una
parte de él lamentaba no poder quedarse allí y observarlos. Le interesaba, pero tenía
que admitir que sólo era interesante de un modo tangencial. Tenía asuntos mucho más
importantes que resolver, experimentos mucho más importes que realizar.
Los largos dedos de Fabius tamborilearon con cierto ritmo sobre la bolsita de piel
que llevaba colgada del cinto. La bolsita había sido confeccionada con la piel
arrancada de la cabeza de una niña pequeña que había capturado en un planeta
colmena que no recordaba. Dentro de la piel, con los huecos de los ojos y de la boca
cosidos se encontraba el vial que el idiota de Caecus llevaba consigo. El demonio de
la sangre de mayor tamaño, el que caminaba el primero de la fila, se lo había
entregado. Este era el más avanzado, el más desarrollado. Bilis había captado en sus
ojos el brillo de una inteligencia emergente. La criatura empuñaba un bólter robado y
llevaba encima paquetes de munición saqueados del almacén de armamento de la
ciudadela. El clon llevaba el arma de un modo que era a la vez extraño y familiar.
Se permitió una pequeña sonrisa. Aquellas réplicas eran criaturas excepcionales,
casi el equivalente a los hombres nuevos que el propio primogenitor había creado.
Era una pena que un material genético con tanto potencial se desperdiciara. Sin
embargo, el sacrificio era al servicio de una causa mayor. El valioso vial hacía que
todos los sacrificios merecieran la pena. Las formas genéticas contenidas en aquel
fluido inmortal harían que sus propias investigaciones tuvieran un avance de varias
décadas.

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El renegado dejó las puertas del teleportarium abiertas de par en par y se dirigió
hacia la consola de mando. Se detuvo tan sólo para partirle el cuello al servidor que
estaba esperando allí. Luego, como si se le hubiera ocurrido de repente, lanzó el
cadáver hacia los clones y los dejó que se entretuvieran un rato. Se afanó con rapidez
en el panel cubierto de runas. Las manos y las extremidades de bronce que le salían
de la espalda eran prácticamente un borrón a la vista. Mientras lo hacía, se dio cuenta
de que el demonio de la sangre de mayor tamaño, el animal alfa de la manada,
olfateaba el aire y le lanzaba miradas precavidas. Los mutantes habían mostrado por
Fabius un respeto casi instintivo, como si supieran a un nivel celular que, en cierto
modo, él era su creador. Sin embargo, empezaban a ponerse nerviosos.
Siguió adelante. Había asuntos más cruciales y el tiempo se le echaba encima.
Sintió el lento aumento de presión en la parte posterior del cráneo. La puerta no
tardaría en abrirse y entonces abandonaría aquel lugar. Los últimos rasgos de la
imitación de Haran Serpens desaparecerían y podría volver a ser él mismo por
completo. Ansiaba sentir de nuevo en las manos el contacto de sus instrumentos de
confianza, el báculo y el inyector. Eran su orbe y su cetro, los complementos que lo
coronaban como el señor genético del Ojo del Terror.
Pero antes de regresar tenía que asegurarse de que no pudieran perseguirlo. Había
puesto en marcha la primera etapa, ya sentía el enfriamiento progresivo del aire. La
segunda etapa… casi había terminado.
Fabius se saltó los rituales de activación y las aburridas letanías de
agradecimiento al Dios Máquina que la mente automatizada del teleportador exigía.
En vez de eso, alzó un brazo rematado por una aguja e inyectó un veneno euforizante
en el receptáculo cerebral del mecanismo y dejó que se asfixiara de placer. Una vez
liberado, no tuvo problema en imponer unas nuevas coordenadas de objetivo y en
iniciar el proceso de conversión de materia para que comenzara a acumular energía
para el tránsito.
Las cadenas de energía palpitante estaban casi a su máxima potencia cuando los
aullidos de los demonios de la sangre se volvieron agudos y penetrantes. A través de
las puertas llegó una escuadra de marines espaciales y el renegado se rió en su cara.
—¿Qué es lo que os ha retrasado? —se burló.

J
Los hombres de Noxx avanzaron de un modo veloz y ágil que no concordaba con el
comportamiento que habían mostrado en Eritaen. Corvus mantuvo el paso con ellos,
con el auspex en una mano y el bólter preparado para disparar en la otra.

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El sargento de los Desgarradores de Carne desmontó una mina activada por rayo
láser que alguien había montado de firma apresurada en la entrada de la cámara
terminatus y abrió la gruesa compuerta.
—¿La compuerta no debería haber estado cerrada con sus propios pasadores? —
preguntó uno de los desgarradores de carne.
Corvus no llegó a prestar atención a las palabras del marine, ya que estaba
concentrado en la tarea que tenía por delante. Había obtenido los códigos de
desactivación para el aparato regulador geotermal, y avanzó al lado de Noxx
preparado para leérselos al espíritu de la máquina de la ciudadela.
Lo que vio lo hizo detenerse en seco. Las luces de todas las consolas de control
brillaban con fuerza y con el mismo color, el rojo. Corvus apenas había tenido tiempo
de darse cuenta de lo que implicaba cuando notó un temblor en la suela de las botas.
Noxx soltó una maldición.
—Esto es malo.
Corvas hizo un movimiento negativo con la cabeza y notó que se le secaba la
boca.
—No, sargento. Es peor.

J
—¡Fabius Bilis, te declaro traidor! —gritó Rafen, y abrió fuego de inmediato con el
bólter apoyado en la cadera. Los disparos acribillaron el púlpito de control y el
renegado se apartó de un salto para desaparecer entre la masa de cables que colgaban
de los conductos de energía que rodeaban la plantilla de teleportación como la corona
de un gigante.
Los clones del hijo de la sangre… No, los demonios de la sangre enloquecieron y
se lanzaron al ataque, pero esta vez los astartes estaban preparados para enfrentarse a
ellos. Los acorralaron con descargas precisas de disparos bólter y los hicieron
retroceder sobre la rejilla hexagonal del suelo de la cámara. Los rayos de energía
comenzaron a rodearlos.
—¡Atrás! —Gritó Puluo—. ¡Quedaos atrás!
Roan estaba en vanguardia del grupo y titubeó. Rafen abrió los ojos de par en par
por la sorpresa cuando vio a uno de los clones, de mayor tamaño que el resto, alzar un
bólter y responder a los disparos. El desgarrador de carne logró esquivar la ráfaga al
lanzarse sobre el suelo de rejilla al mismo tiempo que unas motas de luz esmeralda
comenzaron a formarse en el aire. Noxx tenía razón, las criaturas habían
evolucionado. Recordó al hijo de la sangre contra el que se habían enfrentado en el

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pozo de combate, el modo en que había absorbido sus estilos de combate y cómo los
había aprendido en cuestión de segundos. Aquellas criaturas estaban haciendo lo
mismo, y con mayor rapidez en cada enfrentamiento.
—¿Dónde está esa rata traidora? —quiso saber Ajir.
Rafen captó un movimiento al otro lado del teleportarium. Había esperado que el
renegado se mantuviera entre los clones, pero era justamente lo contrario. Bilis se
dirigía hacia otra puerta sacudiendo en el aire las garras de su mecanismo espinal.
Corría agachado para evitar que lo acertaran algunos de los proyectiles que le
disparaban.
Los clones aullaron y golpearon con las extremidades el suelo de rejilla. Uno de
ellos, delgado y de aspecto nervudo, alargó un brazo y agarró a Roan del tobillo.
Rafen salió de su cobertura, dispuesto a lanzarse de cabeza para salvarlo, pero Puluo
enarboló el bólter pesado y lo derribó de un golpe que le hizo quedarse sentado.
—¡Señor, no!
El sargento de los Ángeles Sangrientos se dio cuenta demasiado tarde de qué era
lo que estaba a punto de ocurrir. Soltó un jadeo cuando una luz verdosa relampagueó
por toda la cámara acompañada de un zumbido bajo y chasqueante que le hizo vibrar
hasta la médula de los huesos. Luego sonó un estruendo provocado por el
desplazamiento del aire y, de repente, la plataforma de teletransportación estaba
vacía. Tan sólo quedaban unas volutas de ozono en el punto donde momentos antes
había una hueste de clones aullantes y un desgarrador de carne.
Rafen soltó un gruñido y salió corriendo por encima de la plataforma todavía
siseante. Estaba a mitad de camino cuando el renegado lanzó un puñado de huevos
metálicos hacia los mecanismos del montaje de energía del teletransportador.
—¡Considéralas un regalo! —gritó Fabius un momento antes de cerrar la
compuerta de la entrada situada en el otro extremo de la estancia.
Las granadas perforantes estallaron al contacto y una onda de energía recorrió el
lugar. Rafen sintió que el suelo se separaba de él cuando salió despedido por los aires.
El ángel sangriento se estampó contra una columna reguladora cristalina que quedó
destrozada en un millar de fragmentos a su alrededor.

J
Los temblores se producían ya cada pocos segundos, y Corvus captó en el límite de
su capacidad de audición el rugido retumbante de las aguas hirvientes que se abrían
paso en los niveles inferiores. Los astartes subieron de tres en tres y a toda prisa los
anchos peldaños de piedra. El mundo del ángel sangriento quedó reducido a la

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espalda de Noxx. La mochila de fusión del sargento se bamboleaba sin cesar mientras
corrían hacia los niveles superiores.
—¡Hermano sargento Rafen, el proceso de destrucción ya ha comenzado! —gritó
por el comunicador sin dejar de jadear—. ¡Bilis llegó antes que nosotros! ¡Deben
retirarse de inmediato hacia la Thunderhawk!
Por el canal abierto sólo le llegó el sonido de la estática.

J
Rafen hizo caso omiso a las dagas de dolor que le atravesaban el cuerpo y salió sin
ayuda de entre los restos de la plataforma en llamas del teletransportador. Abrió la
compuerta con un empujón del hombro y entró. Al otro lado había una pasarela de
acceso que pasaba por encima de un bosque de conductos de energía. La pasarela se
extendía bastantes metros y acababa en una pared lisa de rococemento.
Sus sentidos analizaron las sensaciones que transportaba el aire a su alrededor.
Había algo espeso en la atmósfera del lugar, un regusto enfermizo que le dejaba un
sabor grasiento en la boca a pesar de los filtros del casco. En la pared lisa había un
rastro pegajoso. Rafen apoyó la palma de la mano contra el muro de roca artificial en
busca de alguna puerta oculta, alguna clase de salida camuflada, pero no encontró
nada, ningún manera de escapar de un modo físico de aquella cámara cerrada.
Frunció el entrecejo al notar por primera vez el leve temblor de las paredes que lo
rodeaban. Fue cambiando en rápida sucesión todos los modos de visión posibles en la
servoarmadura de un astartes: electroquímica, ultravioleta e infrarrojo. Sólo cuando
pasó a visión térmica lo captó, y el ángel sangriento golpeó con la mano por puro
reflejo la silueta que apareció de repente en el aire. Comenzó a dispersarse
moviéndose lentamente como el humo.
Rafen contuvo la oleada de repugnancia que amenazó con salírsele por la boca.
La silueta fantasmal de vapor ya había empezado a disolverse, pero por un momento
la había visto íntegramente. Era una imagen, un bosquejo apenas dibujado en mitad
del aire.
Era un portal con forma de calavera aullante tan grande como un marine espacial,
y entre los dientes de su boca abierta había una estrella de ocho puntas.

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Mephiston se detuvo de repente delante de la ventana alta y se le escapó un siseo
entre dientes al mismo tiempo que ponía cara de dolor.
—¿Hermano? ¿Qué ocurre? —le preguntó Dante. El psíquico sacudió la cabeza.
—Algo… Ya lo sentí antes, aunque no estaba seguro. Pero esta vez… El contacto
de la oscuridad…
Tragó saliva y notó un sabor metálico en la garganta.
Entonces, un destello verde brilló en el cielo por encima del patio central de la
fortaleza-monasterio.

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DOCE

El aire estaba cargado de humedad y sabía acre por el olor a sales metálicas y a
sulfuro. Los chorros de vapor eran empujados por delante de la inundación de agua
hirviente que llenaba los pasillos de la Ciudadela Vitalis. Ese mismo vapor abrasador
se convertía de nuevo en gotas de agua cuando entraba en contacto con las paredes
heladas de la torre, provocando una lluvia que caía sobre el ladrillo y el acero. El
rugido del diluvio ya era constante y los temblores sacudían las cubiertas.
Turcio, que se encontraba sobre la rampa de desembarco de la Thunderhawk,
echó un rápido vistazo al otro lado del compartimento de transporte de la nave. En el
extremo vio a Kayne discutiendo acaloradamente con el siervo piloto. Los motores de
la nave no dejaban de rugir y los alerones retemblaban, como si la Thunderhawk
estuviera desesperada por despegar y alejarse de la ciudadela que se iba a destruir a sí
misma.
—¿Cuánto tiempo más podemos esperar? —le preguntó.
Kayne se volvió hacia él y habló por el comunicador.
—El piloto dice que puede que ya nos hayamos demorado demasiado.
Turcio sonrió con ferocidad.
—Me gustaría oír una estimación más optimista.
Iba a añadir algo más cuando un movimiento en las puertas del hangar hizo que se
llevara el bólter al hombro para apuntar mejor. Se tranquilizó, aunque mínimamente,
cuando reconoció las figuras de unos marines espaciales que recorrían a la carrera la
cubierta.
—¿Hermano sargento?
Rafen estaba en la retaguardia del grupo apremiándolos para que corrieran más.
Echó una mirada por encima del hombro y soltó una maldición. Turcio distinguió las
primeras olas de agua amarillenta golpetear en el umbral de la puerta, y supo que se
les había acabado el tiempo.
—¡Qué todo el mundo suba! —Rugió el sargento—. ¡Olvídate de cerrar la rampa!
¡Que suban y que la nave despegue!
Turcio retrocedió hacia el interior mientras la masa de ángeles sangrientos y
desgarradores de carne entremezclados entraba en el compartimento de la
Thunderhawk Algunos estaban heridos, pero ninguno de ellos permitió que esa

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trivialidad los hiciera correr a menor velocidad. El sargento de los Desgarradores de
Carne, Noxx, le propinó un fuerte empujón al hermano Corvus, que estaba delante de
él, y luego se volvió en el borde de la rampa para ofrecerle una mano a Rafen. El
ángel sangriento la aceptó y apenas puso las botas en la rampa, los motores de la
Thunderhawk rugieron al acelerar. El suelo del hangar se alejó con rapidez cuando la
nave se elevó en vertical a través de la barbacana y del aire polar. Una oleada
hirviente cargada de restos los persiguió y cubrió por unos momentos las alas de la
nave que despegaba.
Turcio contempló todo lo que ocurría desde la compuerta abierta. Después de que
el siervo piloto lograra alejar la nave, la inundación explotó en uno de los lados de la
ciudadela y la torre roja se convirtió por un breve instante en una fuente. Momentos
después, el géiser espumeante reventó la estructura del edificio. La Ciudadela Vitalis
cayó aplastada bajo una marea de agua sucia empujada por el magma y se desplomó a
lo largo de la ladera cubierta de hielo. El frío y el calor se enfrentaron en una reacción
aullante que levantó una pared de vapor y de nieve a través del aire.
La onda expansiva sacudió a la Thunderhawk y la lanzó contra las columnas de
los riscos helados. El siervo piloto tuvo que corregir el rumbo con una serie de
maniobras frenéticas para mantenerlos volando. Los astartes que no se habían puesto
los arneses de seguridad salieron despedidos por todo el compartimento como si
fueran juguetes de trapo. Turcio se agarró con todas sus fuerzas y vio que Rafen
ayudaba a Noxx a mantenerse en pie. Pensó que se trataba de un cambio bastante
importante respecto al comportamiento que habían mostrado en el pozo de combate,
pero se guardó para sí la observación.
La turbulencia cesó y el vuelo se hizo más estable mientras aceleraban para
alejarse. Noxx se dirigió al ángel sangriento.
—Nos falta uno. ¿Dónde está Roan?
La compuerta se cerró por fin y Rafen se quitó el casco. Luego se pasó una mano
por el cabello húmedo de sudor.
—Estaba en la plataforma del teleportarium cuando se activó. El traidor Fabius
utilizó el aparato para teletransportar a los mutantes antes de que él mismo huyera de
la torre. Roan quedó atrapado entre los demonios de la sangre. —Frunció el ceño—.
Siento su pérdida.
—¿Adónde los envió Bilis? —quiso saber Noxx.
—Tengo una corazonada —le contestó Rafen con expresión preocupada. Se
volvió hacia Turcio—. Hermano, dile al piloto que fuerce la nave el máximo, que la
destroce si hace alta. No tenemos tiempo que perder. Hay que regresar cuanto antes a
la fortaleza-monasterio.

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J
El flujo de teleportación le arrancó el aire de los pulmones en el violento momento de
la transición. El desgarrador de carne sintió que cada átomo de su ser se convertía en
algo fluido y fantasmal, y durante un milisegundo horrible no existió más que como
una masa de partículas sueltas en un océano de antimateria agitada. De repente, el
hermano Roan fue él mismo, con el equilibrio de la existencia devuelto con la misma
rapidez con la que había sido arrebatado. Ya conocía ese tipo de transición
desagradable. No era la primera vez que Roan participaba en asaltos
teletransportados, pero no era una sensación agradable. Había visto a hermanos con
transformaciones en el cuerpo por las perturbaciones sufridas en el flujo, o incluso
casos peores, con mutaciones de carne y ceramita fusionadas que eran resultado de
una reintegración incorrecta A esos hermanos había que matarlos como si fueran
animal enfermos sin cura alguna. Sin embargo, ése no había sido su caso, ya que
Fabius Bilis era un científico demasiado brillante como para cometer un error de esa
clase. No, el genetista traidor había llevado al astartes hasta una muerte muy distinta.
Roan fue consciente de sí mismo antes de darse cuenta de que estaba cayendo. El
cielo oscuro y la tierra negra daban vueltas a su alrededor e intercambiaban
posiciones mientras era arrastrado por la gravedad. El teleportarium de la ciudadela lo
había enviado a la fortaleza, al otro lado del hemisferio, pero no lo había dejado sobre
una de las murallas. Roan, junto a los rugientes y aullantes demonios de la sangre, se
había materializado medio kilómetro por encima del patio central de la fortaleza. El
suelo subía a toda velocidad hacia él. El marine espacial distinguió las torres del
bloque central y la cúpula del Gran Anexo creciendo de tamaño a cada segundo. La
muerte estaba abriendo los brazos de par en par para recibirlo.
Los mutantes que había a su alrededor se estremecían y gemían. Roan sonrió
durante unos momentos, convencido de que, después de todo, Bilis había cometido
un error al posicionar el lugar de materialización en el punto equivocado, Io que
había condenado a los demonios de la sangre a compartir su destino. Voy a morir,
pero también lo van a hacer ellos.
Pero hasta eso se lo arrebataron. La carne de la espalda de los mutantes se rasgó y
se extendió hasta formar unas grandes velas de piel repleta de venas que atraparon el
aire y los hicieron flotar como aves de rapiña.
Roan gritó una maldición en la antigua lengua tribal de su clan y condenó al
renegado Fabius a sufrir una muerte bajo los dientes de los terrasaurios que recorrían
las selvas de Cretacia. Se estrelló contra el suelo y abrió un pequeño cráter en las
losas con su muerte. Los clones, inseguros pero veloces con sus nuevas mutaciones,
descendieron hacia su cadáver y algunos se detuvieron a lamer el charco de carne

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sangre en el que se había convertido Roan.

J
Apenas la lanzadera que llevaba al señor de capítulo Sentikan y al cuerpo del
hermano Rydae de regreso al Invisible se convirtió en un simple punto luminoso, lord
Seth se volvió hacia el comandante de los Ángeles Sangrientos y repitió sus
exigencias.
—Dante, este cónclave tuyo se está convirtiendo con rapidez en un desastre
Deberías haber acudido primero a mí, a solas. Habríamos discutido el asunto,
hubiéramos encontrado una solución y la podríamos haber impuesto juntos.
—No pienso imponer nada —le contestó Dante con firmeza—. Le pediré a mis
parientes que me ayuden, y confío en que harán lo que desee el Emperador.
—¿Y si el Emperador no desea que te salgas con la tuya, entonces qué?
Mephiston contuvo el impulso de responder. Aquella conversación no era para
personas de su rango, sino sólo entre señores de capítulo.
De repente, llegó el dolor. El contacto de la oscuridad. Un cuchillo silencioso de
impacto psíquico arrastrado por la superficie de su alma. Se tambaleó y oyó que su
señor le decía algo.
El bibliotecario dejó escapar un siseo entre los dientes apretados. Anteriormente,
en el anexo, durante un breve momento le había parecido sentir algo, pero
desapareció con tanta rapidez que no logró captar nada. Esta vez era diferente. Notó
el breve olor de un rastro psíquico, sintió la impresión de una calavera rugiente que
abría las fauces para devorar a un individuo envuelto por un aura de muerte y que a
continuación las cerraba de golpe.
Mephiston se estaba esforzando por captar el significado de aquel momento
cuando un destello de color verde esmeralda estalló en el cielo por encima de ellos.
«¿Una teleportación?».
Sintió la aparición repentina de nuevas mentes, salvajes y movidas por la rabia.
—¡Nos atacan! —Gritó de repente—. ¡Están aquí!

J
El primer capitán Lothan murió cuando los mutantes los atacaron desde los conductos
de servicio que tenía a sus pies.

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Argastes alzó la mirada y vio a Mephiston y a Dante corriendo por el pasillo hacia
él, con Seth a su lado. Lothan le había puesto una pistola bólter en la mano y le había
indicado que lo siguiera para encontrar al señor del capítulo y protegerlo. Uno de los
hombres de Lothan, el guardia de honor Garyrh, le contó a Argastes que los videntes
de energía habían gritado cuando detectaron la formación de una burbuja de
teletransportación sobre el monasterio. Aquellos servidores sensoriales eran el
sistema de alarma avanzada de la fortaleza, pero ni siquiera su aterrorizada reacción
fue lo bastante rápida. Su hermano de batalla le dijo que habían entrado criaturas.
Eran semejantes a la que había luchado en el pozo de combate, pero había decenas y,
eran mucho más veloces. Los puestos de guardia y los barracones de los siervos
situados por todo el complejo gótico habían quedado en silencio o habían informado
de criaturas que se movían como los astartes pero que mostraban un ansia
enloquecida de sangre.
Sin embargo, aquello parecía imposible. Aquellas criaturas, como la que Rafen
había matado en el pozo, eran imitaciones sin mente. Eran poco más que autómatas
de carne. Letales, sin duda, pero sin un intelecto verdadero…
Entonces, ¿por qué no se los podía atrapar? ¿Dónde se estaban escondiendo?
Argastes se dio cuenta de que Lothan ya se había hecho esas mismas preguntas y
había llegado a las mismas conclusiones. Las bestias se movían en ataques por
sorpresa y se retiraban de inmediato. Seguían una táctica de combate sacada
directamente de las cintas de adoctrinamiento del capítulo y de las páginas del Codex
Astartes. Atacaban y huían llevándose las bajas enemigas, y si había que creer a
Garyth, luego se alimentaban de ellas. Momentos antes, el propio Argastes había
visto un servidor escribiente destripado y arrojado en uno de los nichos de las salas de
rezo occidentales. La palidez exangüe del cadáver no le pasó inadvertida, y murmuró
un versículo de protección de la Letanía Carmesí.
Lothan avanzaba por delante de él, y estaba a punto de indicarle por señas a lord
Dante que se acercara cuando ocurrió. Las rejillas de acero que cubrían los conductos
reventaron y unas bestias que eran demasiado grandes como para caber allí dentro
salieron del interior y se abalanzaron sobre él.
El primer capitán giró sobre sí mismo convertido en una fuente de sangre antes de
caer despedazado.
Mephiston sintió cómo la mente del hermano capitán moría al mismo tiempo que
su cuerpo. El impacto que supuso aquello fue una nota discordante entre un coro de
pensamientos. Los mutantes inundaron el pasillo y atacaron a los hombres de la
escuadra de Lothan con garras y dientes. El eco de los disparos resonó con fuerza en
el interior del reducido espacio. El Señor de la Muerte gruñó al mismo tiempo que se
lanzaba al combate cuerpo a cuerpo. Se reprendió a sí mismo por no tener su espada
psíquica a mano. Había dejado a Vitarus en sus aposentos mientras durara el cónclave

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a petición de lord Dante. A pesar de ello, el psíquico disponía de armas que aquellas
aberraciones no serían capaces de resistir. Mephiston liberó la energía psiónica que
acumulaba en su interior y probó el poder de los héroes que le recorría el cuerpo. Se
convirtió en un ser fluido, más rápido que la luz, que atacó a las bestias.
Recogió del suelo la espada sierra de Lothan y abatió a un mutante que tenía el
cuerpo cubierto de colmillos. Le propinó un tajo tras otro con ferocidad hasta dejarlo
hecho pedazos, y luego atacó a otro, una criatura membruda con brazos semejantes a
cuerdas que estaba estrangulando a un marine. Lo mató partiéndolo por la mitad y lo
apartó del hermano de batalla.
Mephiston captó momentos de los combates de los demás marines espaciales. Vio
a lord Dante con un bólter recuperado del suelo en cada mano y acribillando con
frialdad a los mutantes hasta convertirlos en masas enrojecidas; a Argastes, que
estaba golpeando con el extremo de su crocius arcanum a un monstruoso hombre
bestia sin ojos y garras en vez de manos; a Seth que estaba estrangulando a otro clon
al que tema agarrado por la garganta con el hueco del codo; a los demás, que
luchaban y morían.
Todo acabó con rapidez. Los mutantes causaron unas cuantas bajas y luego
huyeron en todas direcciones salpicándolo todo a su paso con la sangre que les salía
de las heridas y llevándose trozos de carne con ellos.
Cada uno se movió como si supiera adónde se dirigía, como si… ¡que el Trono
los maldijera!, como si conocieran la fortaleza. Como si la conocieran tan bien como
la conocían Argastes y sus hermanos, dónde podían encontrarse huecos y lugares de
retirada entre los kilómetros de piedras, de acero y de cristal.
«Más de cien ángeles sangrientos, tanto vivos como muertos, tienen su ADN
expresado en su fisonomía». Recordó lo que Caecus había dicho sobre el primer clon,
que en teoría sería capaz de asimilar los recuerdos musculares y la memoria genética
de cada uno de ellos. Argastes intercambió una mirada con Mephiston y supo que el
Señor de la Muerte estaba pensando lo mismo que él. El apotecarium majoris no
había mentido. Aquellas criaturas eran algo más que animales. Estaba ocurriendo lo
mismo que con los clones de la Guardia del Cuervo, pero en el interior de su propio
capítulo.
Se concentró un momento en recuperar el aliento. El ataque había sido tan
repentino y veloz, de un salvajismo tan extremo, que los había dejado aturdidos.
Dante estaba hablando por el comunicador que llevaba en la muñeca.
—Aquí el comandante. A todos los puestos y barricadas. Que suene la campana
del claustro y se selle la fortaleza —ordenó—. Todas las puertas cerradas y todas las
barreras bajadas. Nada puede salir de aquí sin mi autorización expresa.
Seth había matado a uno de los monstruos y dejó por un momento de limpiarse la
túnica de la sangre y las partículas de carne que la cubrían.

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—Deberíamos expulsar a estas criaturas, no encerrarlas.
—No estoy de acuerdo —le contestó Dante con un gruñido—. No podemos
permitir que estas monstruosidades se escapen y corran libres por ahí fuera. Las
acorralaremos y las exterminaremos. —Los ojos del señor de capítulo centellearon—.
Me encargaré de ello.
El desgarrador de carne se puso en cuclillas y estudió con detenimiento y una
fascinación evidente el cadáver de uno de los mutantes.
—Es curioso. Esa ansia de sangre y la precisión de la brutalidad. Estas criaturas
son unos monstruos, ¿verdad? Jamás hubiera creído que alguien como el hermano
Caecus fuera capaz de crear algo así.
—Yo tampoco —dijo Dante.
Argastes no pudo evitarlo y también se acercó a una de las bestias.
—Sólo en las huestes de la Compañía de la Muerte he presenciado semejante
ansia de sangre, e incluso en esos casos, únicamente para derramarla.
Mephiston asintió con gesto lento.
—Capellán, a éstos los impulsa la Rabia y la Sed hasta un grado absoluto —le
explicó—. Para ellos es igual que el aire que respiramos para nosotros. Estas
monstruosidades salidas de cubas de crecimiento somos nosotros, pero despojados de
toda humanidad, hasta que sólo ha quedado el animal. —El psíquico hablaba con la
sinceridad lóbrega de alguien que había visto en persona esa oscuridad—. No nos
queda otra elección. Debemos matar a todos y cada uno de ellos.
—Si la sangre es lo que buscan, entonces es posible que se vean obligados a
atacar de nuevo para conseguirla —apuntó Seth—. Quizá en el ala médica, o en un
sitio parecido.
En el rostro de Dante apareció una expresión de inquietud.
—¿Dónde está el hermano Corbulo?
Se oyó en ese momento un repicar bajo cuando la gran campana del claustro
comenzó a tañer con un sonido lastimero que recorrió las salas y los corredores de la
fortaleza-monasterio.
Por segunda vez en un mismo día, el alto sacerdote sanguinario acudió a una
llamada en la capilla del Grial Rojo. La autoridad de Corbulo sobre aquella reliquia
sagrada exigía que dedicase toda su atención a su salvaguarda. Así pues, cuando los
gritos de los servidores advirtieron sobre la inminencia de un ataque contra la
fortaleza, se dirigió directamente a la capilla. No perdió el tiempo pensando en
quiénes o qué eran los atacantes. Corbulo nunca se había permitido confiarse por el
hecho de que Baal jamás hubiera sido víctima de una invasión desde hacía miles de
años. Se centró únicamente en la defensa del Grial Rojo.
Corbulo subió los peldaños que llevaban a la capilla con la espada sierra en la
mano. Los sensores láser ocultos en los ojos de las máscaras mortuorias colocadas en

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las paredes lo iluminaron con sus rayos rojos y lo identificaron, por lo que abrieron el
suelo de baldosas para que pudiera entrar.
Emergió en la sala y comprobó la situación. Como siempre, el cáliz de cobre que
flotaba sobre el estrado de rubí atrajo su mirada. El leve miedo irracional que había
sentido sobre la posibilidad de llegar hasta allí y que no estuviera desapareció, pero
sólo por un momento. Corbulo pasó entre las columnas de piedra y se dirigió hacia el
altar, y fue entonces cuando se dio cuenta de que había algo raro en la oscuridad
procedente de la parte externa de las ventanas. No se debía a la noche baalita, ya que
era negra como la tinta, y además, se movía. Oyó el chirrido de unas garras y blandió
la espada sierra por delante de él al mismo tiempo que colocaba el pulgar sobre la
runa de activación.
Había unas siluetas en el exterior que se agarraban al mármol y a la piedra del
minarete y que se estaban agolpando contra las vidrieras. Unas grandes grietas
aparecieron de repente desde el techo hasta el suelo con una violencia repentina y las
vidrieras de colores estallaron con un ruido estruendoso. Corbulo activó la espada
cuando los mutantes, todos ellos réplica del hijo de la sangre en los últimos y
monstruosos momentos de su vida, se abrieron paso hasta el interior aullando y
olfateando el aire.
El sacerdote sanguinario sintió un nudo en el estómago. Supo de inmediato lo que
querían aquellas aberraciones, y lanzó un aullido al mismo tiempo que echaba a
correr hacia ellos.
Tan sólo eran un puñado. Uno de ellos, el de mayor tamaño, gruñó algo (¿una
orden, quizá?) y se dirigió al estrado de rubí. Los otros cargaron contra Corbulo con
los colmillos a la vista y las garras desplegadas. Se enfrentó a ellos con los dientes
chirriantes de la espada y se colocó en medio, pero era difícil alcanzarlos, y más
difícil todavía matarlos.
Vio que los guardianes se ponían en pie en sus nichos y que abrían las manos
hacia el clon de mayor tamaño. Tenía la envergadura de un marine espacial equipado
con una armadura de exterminador, quizá incluso más. Captó el reflejo de la luz de
las velas fotónicas en una hombrera de ceramita negra salpicada de manchas rojas
que habría tomado de algún cadáver y que cubría parte del cuerpo del monstruo.
Cruzó la línea de baldosas vitrificadas y los guardianes abrieron fuego. Los
proyectiles de bólter se hundieron en la carne densa pero sin causar ningún efecto
aparente. La criatura llegó hasta el nicho donde se encontraba el servidor armado y lo
arrancó del suelo. Las alas metálicas lo golpearon y el bólter siguió disparándole,
pero el mutante utilizó al servidor como una porra enorme para derribar a su gemelo.
Corbulo se zafó de sus atacantes y echó a correr hacia el estrado. La furia
proporcionó mayor velocidad a su carrera. El mutante de rostro maligno le enseñó los
dientes manchados de rojo y llegó al estrado antes que él. Los dedos rematados por

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garras se metieron en el resplandor del campo suspensor para agarrar la reliquia.
—¡No! ¡No, maldito seas! —gritó Corbulo.
El sacerdote lanzó un tajo con la espada al mismo tiempo que la mano de la
criatura aferraba el cáliz, pero el golpe únicamente atravesó el aire.
El mutante blandió el Grial Rojo contra Corbulo y lo golpeó en la cara con él. La
sangre caliente procedente del interior de la copa le salpicó en los ojos y en la nariz y
le quemó la piel. El sacerdote salió despedido hacia atrás, fuera del estrado de rubí, y
se estrelló con fuerza contra las baldosas pulidas, sobre las que se deslizó unos
metros.
Corbulo se pasó una mano por la cara manchada por el poderoso fluido, la sangre
de sus colegas sacerdotes, incluso suya en parte, la mezcla con la esencia todavía viva
de Sanguinius. La sangre le seguía quemando la piel y su poder hizo que la cabeza le
diese vueltas.
Pero la reacción del guerrero se convirtió en repugnancia cuando el mutante
vertió el contenido de la copa en sus fauces y se lo bebió hasta la última gota.
Corbulo notó que el estómago se le subía a la boca y tuvo arcadas al ver aquella
profanación bárbara.
La criatura aulló y luego se echó a reír, a reír como lo hubiera hecho una persona
normal. Con un espasmo repentino, su cuerpo engordó y aumentó de tamaño, los
músculos se tensaron y se expandieron. Su boca se abrió aún más para mostrar la
aparición de nuevos colmillos. La masa del mutante se incrementó más de la mitad
sólo por el trago que había tomado. Echó la cabeza hacia atrás y lanzó un rugido que
en realidad era una palabra muy, muy clara.
Movió la muñeca con un gesto salvaje y la bestia arrojó a un lado el Grial.
Corbulo dio un salto para intentar atraparen el aire la copa vacía. El ángel sangriento
consiguió agarrarla antes de que se estrellara contra el suelo. Las manos le temblaron
por la furia que sentía al haber sido testigo de un acto tan execrable en un lugar tan
sagrado como aquél.
Corbulo se dio la vuelta con la espada sierra todavía en la mano, preparado para
matar a todo mutante que pudiera en respuesta a aquel sacrilegio, pero ya se estaban
marchando. Huían a través de las vidrieras rotas para dejarse caer sobre los vientos
nocturnos.
Dante entró en la sala con Mephiston a su lado. El lugar estaba repleto de
guerreros malhumorados y descontentos. Seth llegó con ellos, y el Señor de la Muerte
se dio cuenta de que, por una vez, el señor de los Desgarradores de Carne no
caminaba con su altivez habitual. El tañido de la campana del claustro lo subrayaba
todo. A Mephiston le parecía que sólo habían pasado días desde que había estado en
aquella misma cámara oyendo a su señor desautorizar los experimentos de Caecus y
ordenando a sus guerreros que buscaran a los señores de los capítulos sucesores para

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que se celebrara aquel cónclave. El psíquico pensó que la situación no se había
desarrollado como lord Dante habría querido, eso estaba claro.
Armis, de la Legión de Sangre, fue el primero en hablar.
—¡Por fin! ¿Qué significa todo esto? Nos sacas de los aposentos de invitados y
nos haces venir hasta aquí bajo escolta armada… ¿Es que quieres obligarnos a
aceptar tu propuesta a punta de bólter, Dante?
—No seas tan melodramático, primo —le gruñó Seth antes de que Dante pudiera
contestarle.
—Hermanos —les dijo Dante con firmeza—, la fortaleza-monasterio se encuentra
bajo el ataque de unas aberraciones cuyo número se desconoce todavía. Os hemos
traído aquí para protegeros.
—El destello de teleportación —comentó Orloc—. Lo vi desde la torre de
residencia.
Daggan alzó sus puños metálicos.
—¿De qué clase es el enemigo? —quiso saber.
—Me avergüenza decirlo, pero fuimos nosotros quienes lo creamos. —A Dante le
costó decirlo—. El marine donado que el hermano Caecus nos trajo… Hay más como
él.
—Son mejores —añadió Seth—. Son más veloces y más mortíferos que el que
mataron entre Noxx y Rafen.
—¿Cómo ha podido ocurrir? —exigió saber Armis.
—Al parecer, Caecus fue más laborioso de lo que admitió —contestó Seth—. El
apotecario ha traicionado a sus hermanos y es bastante posible que haya apartado su
rostro del Emperador en el proceso…
—¡No hay pruebas de eso! —lo interpeló con rabia Mephiston, pero con menos
convicción de la que le hubiera gustado. Seth siguió hablando.
—Esas abominaciones acechan en cada estancia de este edificio, primos. Se están
alimentando. Se nutren la sangre de nuestras propias venas.
—Estamos en Baal. Es un asunto que atañe a los Ángeles Sangrientos. —La furia
helada de Dante ardía tras sus ojos de mirada dura como el pedernal, y era tan fuerte
que Mephiston casi la vio derramarse en el plano psíquico como una nube rojiza—.
Os llevaremos bajo escolta armada hasta el hangar para que abordéis vuestras
lanzaderas. Os pido que regreséis a vuestras naves en órbita y permitáis que mis
guerreros se ocupen de esta… plaga.
Daggan soltó un gruñido metálico.
—¿Quieres insultarnos? ¿Nos pides, a este grupo de héroes de Sanguinius, que
huyamos ante la presencia de unos mutantes?
—Esto es culpa mía —admitió Dante—. No quiero que vosotros soportéis mis
errores ni que derraméis sangre por ellos.

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—Estoy de acuerdo contigo —le contestó Orloc—. Pero nos quedaremos y lo
haremos de todas maneras. ¿De acuerdo? —Miró a su alrededor, a los demás señores
de capítulo, y todos le hicieron un gesto de asentimiento—. Baal es tuyo, ángel
sangriento, eso nadie lo pone en duda, pero también fue el hogar de nuestro primarca,
y eso lo convierte también en nuestra herencia. Como ha dicho el venerable lord
Daggan, mantenernos al margen de esto sería una ofensa hacia nosotros por tu parte.
—Nos quedamos —afirmó Armis.
Mephiston observó un indicio de sonrisa en los labios de su señor.
—Le hacéis un honor a mi capítulo. Lucharemos codo con codo, tal y como
hubiera querido nuestro primarca. —Dante se volvió hacia su lugarteniente—. Que
un destacamento de hermanos de batalla traiga armas para todos los guerreros
presentes, y munición para los cañones de lord Daggan.
—Como ordenéis —respondió el psíquico, haciendo una reverencia.
Dante pronunció las siguientes palabras como una amenaza despreocupada.
—Y que venga mi armero. Quiero mi armadura y mis armas. —La sombra de la
sonrisa desapareció por completo—. Esta locura ya ha durado demasiado. Haremos
que se acabe antes de que salga el sol.

J
La Thunderhawk estaba envuelta en llamas mientras bajaba por el cielo. Los
propulsores, llevados más allá de los límites de seguridad, habían comenzado a
consumirse a sí mismos. Las llamaradas de fusión, ardientes como una estrella,
deformaban y doblaban los colectores de los motores, y una gran estela de humo
negro marcaba el paso de la nave por el cielo. Las chispas blancas provocadas por los
restos de metal que también dejaban atrás caían como disparos trazadores.
En el interior, una luz infernal lo iluminaba todo. Las señales estroboscópicas de
emergencia parpadeaban sin cesar, aunque Rafen se había apresurado a silenciar el
aullido de las sirenas de alarma del compartimento de tropas.
—¿Cuánto falta? —preguntó a gritos.
—Nos encontramos en ya en el tramo de descenso —le contestó Kayne.
Para convencer al piloto de que llevara a la Thunderhawk en una ruta suborbital
suicida, el sargento había enviado al joven a la cabina para que le proporcionara un
poco de ánimo con su bólter. El plan había funcionado y el vuelo de regreso había
durado un tiempo sensiblemente menor al vuelo orbital de ida. El único problema era
el coste. Aquella nave no volvería a volar. Como mucho, los tecnomarines podrían
utilizarla como fuente de piezas de repuesto.

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«Y eso si logramos recorrer los últimos kilómetros sin deshacernos en mitad del
aire,» pensó Rafen con ánimo ominoso. Pero el Emperador los había llevado hasta
allí sin llamarlos a su lado, y no les retiraría su favor en un momento como ése, no
con el monte Seraph y la fortaleza-monasterio a la vista.
Noxx tenía la cabeza inclinada y estaba moviendo los labios. Dirigía la plegaria
de sus hermanos de batalla en mitad de aquel vuelo infernal. Rafen captó las palabras
que decía y se unió al rezo.
—Somos los elegidos del Emperador. Oíd su furia en el rugido de la pistola
bólter. Ved su ira todopoderosa en las cuchillas de la espada sierra. Sentid su fuerza
eterna en la protección de vuestra armadura.
Aquella sencilla oración hizo que se concentrara de nuevo. Cada palabra sonaba
cierta y verdadera. Rafen había sentido en la ciudadela un leve atisbo de duda un
momento antes de hacer justicia con Caecus. El pobre estúpido del apotecario había
tenido una intención pura, aunque sus métodos no lo hubieran sido. Movió la cabeza
en un gesto negativo. No podía haber perdón alguno. Caecus había abierto la puerta a
aquella corrupción con su arrogancia y había llevado la desgracia al capítulo.
Rafen miró a Noxx de nuevo y se preguntó si todos los capítulos sucesores los
considerarían así, superiores y pretenciosos, convencidos de que llevaban razón hasta
llegar al punto de la irresponsabilidad.
—¡Preparados para el aterrizaje! —avisó a gritos Kayne. Rafen inclinó la cabeza
de nuevo y susurró una última plegaria.
—Señor de Terra, Señor de Baal, concededme un aterrizaje seguro. Dejadme
llevar mi furia contra aquellos que deben conocerla.
Las palabras acababan de salir de sus labios cuando la Thunderhawk se
estremeció como si hubiera recibido el golpe de un martillo gigantesco al estrellarse
contra el gran patio central del monasterio.
La nave rebotó contra las losas y arrancó tres mástiles para las banderas antes de
tocar tierra de nuevo, esta vez con tanta fuerza que el tren de aterrizaje se rompió y
los patines de las puntas de las alas se partieron. La Thunderhawk se deslizó por el
suelo dejando atrás una gran humareda negra. Luego perdió un ala y después la otra.
El combustible salió a chorros cuando el fuselaje blindado se agujereó. La aeronave
fue perdiendo piezas hasta que finalmente se inclinó sobre su lado de babor y dibujó
un rastro negro en dirección a la gran estatua que se alzaba sobre un pedestal en el
centro del patio. Fue perdiendo velocidad hasta que se detuvo con una serie de
crujidos y una lluvia de chispas mientras se estremecía en sus espasmos de muerte.
La rampa de desembarco salió despedida por los pernos explosivos de seguridad
y los marines espaciales salieron en una tromba de armaduras Rafen y Kayne fueron
los últimos en salir y se arrodillaron sobre una pierna en el suelo.
—¿Y el piloto? —preguntó el sargento.

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—Ha muerto —contestó el joven—. La tensión del vuelo fue demasiado para su
corazón. Murió al mismo tiempo que la nave.
—Ha cumplido con su deber. Eso es lo único que importa.
Rafen alzó la mirada hacia la estatua del primarca Sanguinius que se alzaba por
encima de sus cabezas y asintió levemente para darle las gracias. En el frío y suave
viento del desierto se oía el tañido quejumbroso de una campana, y todos los
guerreros se pusieron tensos.
—La campana del claustro —dijo Corvus—. Hicimos bien en darnos prisa para
volver.
—Esas criaturas están aquí. Puedo olerlas —afirmó Ajir.
Rafen miró a su alrededor en busca de Noxx y lo vio un poco más allá de la nave,
en cuclillas al lado del cráter abierto por un impacto. Mientras lo miraba vio que el
desgarrador de carne escupía y que luego hacía el signo del aquila. Sus guerreros lo
imitaron.
—Roan —dijo Puluo sin expresión alguna en el rostro.
—Sí —confirmó Rafen.
Kayne, que estaba su lado, seguía mirando la estatua.
—Mi sargento, ¿ve usted eso? Hay algo allí arriba, pero no capto nada con la
visión nocturna…
Rafen giró en redondo y alzó el bólter justo a tiempo de ver un grupo de siluetas
musculosas que saltaban de los hombros del gran ángel de piedra. Luego abrieron
unos pliegues de piel que tenían bajo los brazos para ralentizar la caída.
Todo el mundo empezó a disparar alrededor de la Thunderhawk cuando un
puñado de demonios de la sangre los atacó. El de mayor tamaño de todos, todavía
enfervorizado por la sangre enriquecida que había bebido en la capilla, se mantuvo
apartado y dejó que sus hermanos menores se llevaran la primera tajada.
Dentro de la serie de impulsos animales y necesidades básicas que tenía en la
mente, el clon mutante estaba desgarrado por una especie de locura. Las voces
interiores que no paraban de parlotear, los fragmentos de su propio yo y los de
personalidades antiguas y muertas se enfrentaban entre sí. Lo único que las acallaba
era un banquete de sangre robada.
La criatura, como todas las demás de su tipo, era un reflejo deformado de un
ángel sangriento, pero carecía de todas las cualidades que podían considerarse
humanas. Si poseía un alma, un espíritu, eso también estaría demasiado deformado o
mutado. Con cientos de años de pruebas y estudios, de experimentos cuidadosos y de
práctica, el clon quizá se habría convertido en algo semejante a un humano. En vez de
eso, las mutaciones que lo afectaban como una maldición habían sido aceleradas por
las intrigas de Fabius Bilis, y con cada gota de sangre que ingerían la sed que
dominaba a los demonios de la sangre se hacía más fuerte. El clon dominante del

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grupo se posó en un trozo de Thunderhawk y olisqueó el aire. Captó el olor cobrizo
en el viento. No era la sangre corriente que se estaba derramando a sus pies en ese
mismo instante, arrancada de las venas de los marines espaciales, sino algo diferente,
parecido al fluido que había tomado del Grial, pero mucho, mucho más potente.
Lo buscaría, lo devoraría, y quizá, al tomarlo, silenciaría para siempre aquella
locura.

J
—Lo buscarán… —Mephiston se detuvo en seco, con la espada psíquica en las
manos, y de repente notó que la armadura le apretaba.
—¿Mi señor?
El guardia de honor que caminaba a su lado lo miró con expresión interrogativa.
El psíquico se quedó dudando en el pasillo que se extendía más allá de la gran
sala. La débil luz que emitía la Thunderhawk envuelta en llamas le llamó la atención
a través de los ventanales. La fuerza del pensamiento animal y salvaje había sido tan
repentina, tan poderosa, que lo pilló desprevenido. Apareció y desapareció de forma
súbita, igual que un destello en una noche oscura como boca de lobo. Parpadeó y
volvió a concentrarse, y fue cuando vio a Corbulo que se dirigía a la carrera hacia él.
El sacerdote sanguinario llevaba una bolsa de cuero grande en una mano y la espada
sierra en la otra. Tanto las ropas de Corbulo como el filo del arma estaban manchados
de sangre. El hermano de batalla de Mephiston tenía el rostro marcado por los golpes,
pero no parecía ser consciente de ello. La expresión de su cara era una mezcla de
repugnancia y de horror a partes iguales.
—¡Bibliotecario! —Jadeó mientras movía la cabeza en un gesto de incredulidad
—. He visto… ¡Lo que acabo de ver me asquea! ¡Esas bestias han invadido la capilla!
—Sí.
Mephiston intentó aferrarse a la huidiza estructura mental del demonio de la
sangre, pero era igual que el mercurio, se deshacía y se alejaba. Vio unas cuantas
imágenes: la capilla, el Grial Rojo… Notó un eco de la sensación, el sabor profundo
de sangre muy, muy antigua, hierro embotado sobre carne desgarrada.
—Se bebió el contenido. Todo el contenido…
Corbulo asintió con expresión avergonzada.
—No pude impedírselo.
—No será suficiente —dijo el psíquico cuando finalmente la breve chispa de
contacto parpadeó y se apagó—. Quieren más. Por el Trono, hermano, lo quieren
todo.

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—¡No podrán desangramos a todos! —rugió el sacerdote.
El rostro de Mephiston se volvió pétreo cuando lo comprendió. Dio media vuelta
y echó a correr de regreso a la cámara con la capa roja ondulando a su espalda.
Lord Dante se volvió cuando oyó su nombre. Entrecerró los ojos. Había visto al
Señor de la Muerte en muchos aspectos distintos, desde erudito hasta guerrero, pero
jamás con la expresión que mostraba en esos momentos. En el rostro llevaba grabada
una repugnancia era pura, sin mezcla alguna.
—Hermano, ¿qué ocurre?
Dejó por un momento de ponerse la armadura y el avambrazo dorado se quedó
colgando de su cierre.
—¡Una infamia! —gritó el psíquico—. ¡Una atrocidad y una profanación, mi
señor! ¡Debemos detenerlos!
—Es su visión psíquica —comentó Orloc con expresión ominosa—. ¿Qué has
visto?
Mephiston se detuvo. Todos lo miraron, y tuvo que hacer un esfuerzo visible por
controlarse.
—Esas criaturas… Esos demonios de la sangre… ¡Han entrado en la capilla del
Grial Rojo y se han bebido la sangre del cáliz!
Todos los presentes en la estancia se quedaron anonadados. Dante oyó a Daggan
soltar una maldición con voz chasqueante.
—La sangre… —musitó Seth al mismo tiempo que palidecía—. Por el Trono…
¡Han ido a por la sangre del Grial!
—Y quieren más —añadió Corbulo con voz ronca—. Se están alimentando con
ella y son más fuertes con cada ingesta. Yo mismo lo he visto.
El psíquico asintió.
—El Grial Rojo no será suficiente. Ahora ya lo han probado.
Seth miró a Mephiston directamente a los ojos y luego hizo lo mismo con Dante.
—Si es así…, sólo hay un lugar hacia el que se sentirán atraídos.
—El Sarcófago. —La voz de Dante no fue más que un susurro en el silencio
repentino que se apoderó de la estancia—. La carne del propio primarca. Si consiguen
llegar a ella, serán imparables.
Pensar en que algo así pudiera ocurrir era horroroso, una ofensa de tales
dimensiones que ninguno de los astartes pronunció una sola palabra. Fue el señor de
los Ángeles Sangrientos quien tuvo que romper el silencio. Se volvió hacia Corbulo.
—Hermano, ponte en contacto con lord Sentikan a bordo del crucero de combate
Invisible. Explícale el alcance de toda esta… atrocidad. Pídele lo siguiente. —Dante
dejó escapar un suspiro antes de seguir hablando—: Dile a Sentikan que tiene la
autoridad para actuar como comandante de todas las naves de combate que se
encuentran en la órbita de Baal. —Ninguno de los otros señores de capítulo mostró

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señal alguna de estar en desacuerdo. Todos ellos eran conscientes de la gravedad del
momento y de lo que Dante iba a decir a continuación—. Dile que apunte con todas
las lanzas de energía hacia este punto del planeta. Si no logramos detener a estas
criaturas, el monte Seraph debe ser destruido. No permitiremos que estas
abominaciones sobrevivan.

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TRECE

La luz se alzó poco a poco sobre el silencioso grupo de guerreros cuando entraron en
la antecámara del osario. Los globos levitatorios con biolúmenes se elevaron desde
sus soportes para crear luces y sombras por toda la estancia. Un sendero de hierro la
cruzaba de un extremo a otro, y se iba estrechando a medida que avanzaba hasta
permitir el paso de sólo dos hermanos de batalla que caminaran hombro con hombro.
Todas las demás superficies relucían con el blanco apagado del hueso. Cientos de
calaveras los observaban sin verlos desde las paredes y el techo. Algunas de ellas
estaban sin adornar, mientras que a otras las rodeaban grabados con textos
devocionales o pictografías iluminadas. Los huesos de aquellos pocos elegidos
pertenecían a guerreros cuyas hazañas eran de tal magnitud que se les había permitido
ser enterrados cerca del cuerpo del primarca. Aquellos muertos no eran simplemente
héroes, ya que todos los astartes eran héroes. Eran individuos de un valor especial,
guerreros y santos de una visión y una pureza superior.
Dante estaba en la vanguardia del grupo. La luz se reflejaba en el dorado pulido
de su armadura. Bajó la mirada por un instante hacia una calavera en concreto, que
estaba por debajo de las otras. Sabía exactamente dónde se encontraba porque habían
sido sus propias manos quienes la habían colocado allí. Kadeus, el señor del capítulo
que había gobernado antes que Dante, un mentor y un amigo, muerto mucho tiempo
atrás pero que todavía lo observaba. Se preguntó qué consejo le daría el viejo
guerrero si todavía estuviese vivo. Todos los señores del capítulo anteriores se
encontraban en aquella estancia, desde los hermanos que habían tenido el honor de
caminar al lado del propio Sanguinius hasta los guerreros que habían dirigido su
legión durante los diez mil años de incesante guerra galáctica. Dante tenía la
esperanza de que algún día él también reposaría allí, pero por primera vez se preguntó
si ese destino le sería negado.
Si fallaban, Sentikan cumpliría las órdenes al pie de la letra. Miró a su alrededor.
Todo aquello… se convertiría en vapor y en cenizas.
Dante se irguió cuando se acercó a la gigantesca compuerta circular situada en el
otro extremo de la antecámara, dispuesto a quitarse esos pensamientos de la cabeza
mediante la acción. Hizo girar el guantelete dorado de la armadura y se lo quitó. En el
centro de la compuerta había un agujero del tamaño de un puño y el ángel sangriento

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metió la mano allí. Unas pinzas metálicas surgieron del mecanismo interno de la
puerta con un chasquido agudo y le inmovilizaron el antebrazo.
—Soy Dante —dijo en voz alta—. En nombre de Sanguinius, reconóceme.
Un puñado de agujas gruesas le rodeó la piel al descubierto y se le clavaron
profundamente penetrando hasta las venas, e incluso, hasta el tuétano de los huesos.
Una tecnología arcana de verificación genética lo puso a prueba durante unos largos
instantes para luego soltar el brazo del señor del capítulo. Se limpió una gota de
sangre y se puso el guantelete de nuevo.
—Abrid la puerta —ordenó, y lo obedecieron.
Mephiston siguió a su señor hasta el sepulcro con una reticencia de la que no se
creía capaz. El psíquico notó una presión lejana de sus sentidos telepáticos en el
límite de sus pensamientos, como una tormenta distante. Mientras la compuerta de la
antecámara rodaba abriéndose para desaparecer en la pared, otras dos hacían lo
mismo en puntos equidistantes de la capilla circular. Eran la puerta del sacerdote y la
puerta del penitente. Las paredes se alzaban hasta llegar a un techo curvado cubierto
de frescos muy elaborados que mostraban un paisaje espacial y el arco del brazo
galáctico. Terra, Ophelia, Sabien, Signus y otra docena de planetas importantes de la
historia del capítulo estaban resaltados con grupos de gemas y metales preciosos.
Todo estaba dispuesto de manera que se asemejara al cielo de Baal en una noche
despejada. Sin embargo, no había habido una sola noche despejada en Baal desde la
guerra del Fuego, cuando la superficie del planeta fue arrasada con armas nucleares.
Además, la superficie estaba muy arriba, a múltiples capas de tierra e incontables
niveles de la fortaleza-monasterio.
En el centro del espacio había colocadas a intervalos regulares una serie de
paredes más altas que un dreadnought y que se alzaban sin soporte alguno. El centro
de la cámara era un pozo abierto, un cono invertido. Mephiston vio desde donde se
encontraba la rampa que bajaba siguiendo en espiral las paredes hasta llegar al fondo
del propio pozo, al lugar del glorioso y sagrado descanso.
Los demás astartes se colocaron a su alrededor y compartieron su silencio
reverente por respeto al lugar. Bajaron la mirada hacia la gran mancha oscura de
aquella amplia abertura. Sabían lo que había en el fondo, conservado para siempre sin
necesidad de que nadie lo hubiera tocado. Todos bajaron la cabeza al mismo tiempo
sin necesidad de dar una orden o hacer gesto alguno, se arrodillaron sobre una pierna
y luego hicieron el signo del aquila sobre el pecho.
Cuando se pusieron en pie de nuevo, Mephiston vio que Dante lo estaba mirando.
—Habla, amigo mío —le pidió el señor del capítulo. Le habló en voz baja por
respeto al lugar donde se encontraban—. Di lo que estés pensando.
Mephiston bajó la vista hacia la espada psíquica que llevaba al cinto. Tenía la
mano apoyada en la empuñadura.

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—Mi señor, estamos en un lugar de veneración, pero lo estamos deshonrando al
traer espadas y pistolas a su interior. ¿Que dice eso de nosotros?
Dante le puso una mano en el hombro a su camarada.
—Hermano, el campo de batalla es nuestra iglesia tanto como cualquier catedral
construida con piedras. Nuestra fe no sirve de nada si no estamos dispuestos a matar
y a morir por ella. —El señor del capítulo hizo un gesto con la barbilla en dirección al
pozo—. Él lo sabe, y nos perdonará por entrar.

J
El hermano Corbulo los condujo por los pasillos, a lo largo de los amplios túneles y
los corredores, con la constante compañía de los gritos y los aullidos de los demonios
de la sangre. Las bestias los estaban siguiendo. Rafen no tenía ninguna duda al
respecto.
El alto sacerdote sanguinario los había reunido en el patio central cuando los
mutantes se retiraron para reagruparse y les había explicado por el camino lo que
había ocurrido en la fortaleza. Rafen escuchó asombrado mientras Corbulo le contaba
el enfrentamiento en la capilla del Grial Rojo, las órdenes que lord Dante le había
dado a Sentikan y la concentración de guerreros en el interior de los muros sagrados
del gran sepulcro.
Al oír aquello, Rafen sintió que las piernas se le envaraban y se detuvo
trastabillando.
—Yo… Nosotros no podemos entrar en ese lugar, sacerdote. —Miró a sus
propios hombres, a Noxx y a la escuadra de Desgarradores de Carne—. No somos
dignos de ello.
Corbulo lo miró con dureza.
—No seas bobo, muchacho. ¿Es que no has aprendido nada en estos últimos días?
Nos enfrentamos a una amenaza como nunca hayamos conocido, y si para vencerla
debemos forzar las normas y las doctrinas clásicas, pues lo haremos. —Le sonrió con
tristeza—. Una vez todo se acabe y la situación se arregle, le pediremos perdón al
Emperador. Nos lo concederá si no fallamos. De eso no tengo duda alguna. —
Corbulo se volvió hacia Turcio y le miró la marca de penitente—. El dogma no puede
oponerse a la realidad del combate, tan sólo puede formar un marco para la lucha.
—Es extraño oír decir eso a un sacerdote sanguinario —comentó Noxx.
Corbulo asintió con gesto cansado.
—Todos estamos aprendiendo muchas cosas nuevas hoy.
A pesar de lo que les costó olvidarse de la tremenda importancia que tenía el

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lugar, Rafen y los demás astartes lo hicieron y siguieron a Corbulo por la antecámara
hasta llegar finalmente al propio sepulcro. Se detuvieron un momento para ponerse de
rodillas y mostrar respeto antes de continuar avanzando de nuevo. El sargento vio
astartes de todos los capítulos sucesores del cónclave. Todos ellos empuñaban los
bólters y las espadas con cuidado, como si temieran hacer demasiado ruido y
perturbar el ambiente de devoción que los rodeaba. Noxx reunió a los supervivientes
de su escuadra y se apresuró a colocarse al lado del señor de su capítulo. A Rafen le
pareció ver por un momento un gesto de empatía en el rostro de lord Seth ante el
regreso de sus guerreros y la ausencia del hermano capitán Gorn. Los guerreros de los
demás capítulos estaban dispersos por el lugar formando pequeños grupos que
hablaban en voz baja de lo que iba a suceder.
Una figura con una armadura de placas doradas apareció y se dirigió hacia ellos.
Rafen inclinó la cabeza ante el señor de su capítulo. Incluso bajo la escasa luz del
sepulcro, Dante ofrecía una imagen esplendorosa con la reluciente armadura
personalizada. Por respeto al lugar donde se encontraban, el comandante no se había
puesto el casco de combate, cuya placa facial era una réplica de la máscara mortuoria
del primarca, ya que llevarlo en aquel sitio no le había parecido apropiado. Tenía una
mano apoyada en la culata de su pistola inferno y miró con atención a los marines
espaciales.
—¿Tuviste éxito en tu misión, hermano sargento?
Argastes y Mephiston los siguieron y esperaron la respuesta de Rafen. Este miró a
su señor directamente a los ojos.
—La Ciudadela Vitalis ya no existe, mi señor. Al quedar destruida, se ha borrado
todo rastro del laboratorio de donación.
—Un coste muy elevado. ¿Qué hay del hermano Caecus?
—Muerto por mi propia mano.
Dante entrecerró los ojos.
—¿Por qué? —preguntó.
Rafen frunció el entrecejo mientras pensaba la respuesta.
—Por el Caos, mi señor. La mano de los Poderes Siniestros había corrompido sus
investigaciones, aunque él no se dio cuenta de ello hasta el final. Aceptó mi juicio sin
oposición alguna.
Mephiston, que estaba a un lado del señor del capítulo, apretó los labios.
—¡Lo sabía! Aquel momento en el anexo, y luego en el pasillo… Sentí algo
impío, demasiado veloz para poder verlo bajo la luz de la razón. —Dejó los dientes al
descubierto con una mueca de rabia—. Estos clones, estos demonios de la sangre
están mancillados por el contacto de la disformidad.
—Así es —le confirmó Rafen—. El trabajo de Caecus se vio corrompido por un
agente del archienemigo: el renegado Fabius Bilis. Me siento avergonzado de no

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haber podido matarlo antes de que se escapara.
—¿Fabius se ha atrevido a pisar nuestro suelo? —Rafen sintió por un instante que
Dante se encontraba al borde de una furia absoluta, la misma rabia que él mismo
había sentido al enfrentarse al retorcido primogenitor. Un momento después, su rostro
adquirió una expresión helada—. Envió a los demonios de la sangre aquí para
sembrar la anarquía y el desorden por toda la fortaleza, para dividirnos cuando mas
necesitamos estar unidos.
—Se abrió una puerta al Ojo del Terror, un túnel de disformidad que atravesó
nuestras protecciones y defensas psíquicas —masculló Mephiston—. Sí, ahora lo veo
claro. Ha huido de Baal y ha dejado este caos tras él.
Dante asintió y volvió a mirar a Rafen con expresión acerada.
—Me informarás con detalle de todo lo ocurrido a su debido tiempo, hermano
sargento, pero de momento tenemos asuntos más urgentes de los que ocuparnos.
—¿Qué queréis que hagamos, mi señor? —le preguntó con formalidad.
—Luchar —le contestó Dante con un gruñido—. Luchar hasta que el Emperador
reclame tu alma. Los mutantes vienen hacia aquí atraídos por la sangre más poderosa,
como las polillas por la luz de una llama. Lo sabemos. Nos mantendremos firmes en
este lugar y los mataremos a medida que aparezcan.
—Mi señor, si existiera una forma de acabar con esas aberraciones con rapidez…
—se aventuró a decir Argastes—. Quizá deberíamos emplear una de las armas
arcanotecnológicas de la armería…
—¿La Lanza de Telesto? —preguntó Rafen sin poder evitarlo, y luego miró a
Mephiston.
El psíquico hizo con la cabeza un gesto negativo.
—Hermano, la lanza no acabaría con esos monstruos. Su fuego destructor está
codificado genéticamente por algún medio científico procedente de la Era Siniestra
de la Tecnología. Cualquier ángel sangriento al que alcance saldrá indemne.
—Y los demonios de la sangre son equivalentes a nosotros a nivel genético —
añadió Argastes, comprendiendo el problema. Frunció el entrecejo—. Las llamas no
les harían nada.
Dante asintió de nuevo.
—Será por la fuerza de las armas y de la voluntad de los Hijos de Sanguinius
como se ganará esta batalla, no mediante otros medios. La fortaleza está sellada,
hermanos. No habrá más refuerzos, ni más hombres de los que se podrán alimentar
estas criaturas para reforzar sus poderes. Nosotros solos los derrotaremos. Debemos
hacerlo. —Miró a su alrededor, a la mezcla de armaduras carmesíes—. Esto es algo
que sólo nosotros podemos hacer para demostrar la verdad.
—¿Qué verdad? —Preguntó Corbulo con brusquedad, al mismo tiempo que una
expresión de desánimo se apoderaba de su rostro—. ¿Qué nos ha llevado hasta el

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borde de la extinción?
El señor del capítulo se volvió hacia él con la mirada centelleante.
—¡Que somos dignos de respeto, hermano! ¡Eso es lo que debemos confirmar! ¡A
nosotros, a nuestros capítulos sucesores, incluso a Sanguinius y al Emperador! —
Inspiró profundamente y alzó la barbilla—. En este sitio, en este momento, este
desastre, hermanos míos, es el precio que debemos pagar por nuestra arrogancia. —
Miró a Rafen y el sargento sintió un momento de conexión con su comandante—.
Mirad lo que nos ha ocurrido. Las maquinaciones del Caos, primero a través de ese
traidor de Stele y su manipulación de buenos hombres, hombres cuyo error fue ser
orgullosos hasta el punto de la ceguera. Las muertes en Sabien y la disminución de
nuestro número. Y ahora esto, estas imitaciones aberrantes de nuestra naturaleza más
primitiva a las que han dado vida y andan sueltas por nuestros lugares más sagrados.
¿Cuál es el motivo de todo esto, hermanos? ¿Qué pecado fue el que abrió la puerta a
que se produjeran estos ataques contra la misma alma de nuestro capítulo? —La ira
de Dante aumentaba por momentos y su rostro se ensombreció—. ¡El engreimiento!
¡Y no podemos culpar a nadie más que a nosotros mismos! —Negó con la cabeza—.
Mi primo Seth no se equivocaba. Hemos permitido que la arrogancia se apoderara de
nosotros. Nos hemos confiado en que el honor de ser la Primera Fundación, en que el
nombre de los Ángeles Sangrientos sería protección suficiente. —Dante bajó la voz
—. Nos asemejamos a nuestro primarca en muchos aspectos, pero hemos permitido
que una de sus mejores características se nos olvidara.
—La humildad —musitó Rafen.
—Exacto —confirmó su comandante—. Y quizá éste es el modo en que el
Emperador nos lo quiere recordar, al enfrentarnos contra unas bestias sacadas de la
misma esencia de nuestra locura.
Dante se dio la vuelta y se dirigió hacia el gran pozo al mismo tiempo que
desenfundaba la pistola inferno.
El señor de los Ángeles Sangrientos se irguió y alzó la pistola en el aire. Un leve
brillo relució alrededor del cañón del arma fabricada artesanalmente. Todos giraron la
cabeza para prestarle atención.
—¡Hijos de Sanguinius! Escuchadme. Nos enfrentaremos a ellos aquí, en la
cúspide del sepulcro, a la vista del Emperador de la Humanidad y del aura de nuestro
primarca. —Señaló el pozo abierto—. El Gran Ángel yace bajo nosotros, dormido en
la luz, preservado para siempre. Las bestias que vienen a profanar su recuerdo no se
parecen a nada a lo que nos hayamos enfrentado antes. No son demonios, no son
alienígenas. Son una deformación que comparte nuestra fuerza, nuestra voluntad, y
más que eso, un corazón siniestro y animal. Estad seguros de que será una batalla
dura. Algunos de nosotros veremos la luz del día de nuevo, pero sabed que si morís,
será al lado de Sanguinius y él extenderá las alas para llevaros hasta la mano derecha

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del Emperador.
Dante se quedó callado durante unos instantes, y en el silencio, el sonido del
enemigo llegó por los pasillos de piedra hasta los guerreros allí reunidos acercándose
a cada momento.
—Estos últimos días nos hemos dejado consumir por las palabras. La disensión y
las divisiones han provocado largas sombras sobre este cónclave, y para mi disgusto,
ni un solo momento de esta reunión ha ido como yo lo había planeado. —Sonrió con
cierta tribulación—. Pero como dicen nuestros formales camaradas Ultramarines,
ningún plan de batalla sobrevive al contacto con el enemigo. —Su sonrisa
desapareció—. Hermanos, se ha acabado la hora de las palabras. Ahora debemos
vencer con los hechos.
El chasqueante comunicador de Daggan chirrió.
—Por Sanguinius.
—Por el Emperador —añadió Orloc.
Armis asintió.
—Por el futuro.
Dante señaló las tres puertas.
—Los demonios de la sangre ya vienen. Los informes que tenemos sobre su
número varían, pero sospecho que son media compañía, quizá más. Al estar abiertas
todas las puertas del sepulcro, los obligaremos a dividirse para entrar. —Miró al
dreadnought—. ¿Lord Daggan? Os pido que os pongáis al mando de los hombres que
defiendan la puerta del penitente.
—Ofrezco a los guerreros de los Bebedores de Sangre para defender la puerta del
sacerdote —dijo Orloc.
Armis asintió de nuevo.
—Si lord Orloc lo acepta, mis hombres se unirán a los suyos.
—Por supuesto. Y ofrezco a los Ángeles Carmesíes un lugar a mi lado, si lo
aceptan.
Orloc recibió como respuesta un gesto silencioso de asentimiento por parte del
señor de dicho capítulo.
—Lord Seth, ¿acompañaréis a los Ángeles Sangrientos delante de la gran puerta?
—le preguntó Dante.
—Que nunca se diga que los guerreros de Cretacia se negaron a combatir —
respondió el desgarrador de carne.
Rafen contempló cómo los grupos de astartes se iban formando. A los Espadas de
Sangre se les unieron los Ángeles Bermellones y los Devoradores de Carne. Los Alas
Rojas, los Ángeles Carmesíes y los Legionarios de Sangre compartieron un momento
de plegaria de combate. Otros guerreros del resto de capítulos sucesores formaron
escuadras de combate, con los bólters y las espadas ya preparadas. Por cada guerrero

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sucesor había varios ángeles sangrientos junto a los que combatir, pero una vez más,
como le había ocurrido en el Gran Anexo el primer día del cónclave, Rafen se sintió
sorprendido no por las diferencias en armaduras y símbolos, sino por las similitudes
entre los guerreros.
—Hoy todos somos de la misma compañía —dijo en voz alta. Luego miró uno
por uno a sus hombres—. Hermanos, esta batalla nos pondrá a prueba, estad seguro
de ello. Vamos a enfrentarnos a fantasmas en una sala de llena de espejos
valiosísimos.
Puluo sopesó el bólter pesado.
—Listos —dijo simplemente.
Corvus sonrió un poco forzado.
—Claro que lo estamos. —Señaló con un gesto de la barbilla al más joven del
grupo, que todavía tenía la mano envuelta en vendas bioplásticas—. Mira a Kayne.
Va a disparar con su mano mala para dar una oportunidad a esos mutantes.
El joven soltó un bufido con un humor sombrío.
—Sólo necesito una mano para matar.
Turcio estaba mirando a los demás marines espaciales.
—¿Dónde está lord Sentikan?
Ajir señaló con el pulgar al techo.
—En órbita, detrás de los cañones de su nave espacial.
—Tiene una misión distinta que cumplir —añadió Rafen al mismo tiempo que
lanzaba una mirada de advertencia a Ajir—. Recemos para que nosotros cumplamos
la nuestra y él no tenga que llevar a cabo la suya. Vamos a colocarnos en posición y
resistiremos…
—No lo haréis —lo interrumpió Mephiston sin preámbulo alguno. Se colocó en
mitad del grupo con el hermano Argastes a su lado. La armadura negra del capellán
relucía en la penumbra, en un marcado contraste con la armadura de color sangre del
psíquico. Rafen captó unos chisporroteos azules alrededor de la amplia capucha
psíquica del Señor de la Muerte—. Nuestro señor Dante me ha encomendado una
tarea muy concreta y necesito guerreros valerosos para ayudarme.
—Estamos a vuestras órdenes —respondió Rafen de inmediato.
Mephiston les indicó que lo siguieran con un gesto del guantelete.
—Venid.
La unidad de Rafen se puso en formación en el acto para hacer lo que se le
ordenara, pero tan sólo habían dado unos cuantos pasos cuando su sargento se sintió
obligado a hablar.
—¿Mi señor?
Mephiston los estaba llevando hacia el pozo, hacia un arco de electrum y oro
forjado que señalaba el comienzo de la rampa en espiral que bajaba hasta el corazón

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del sepulcro.
—No podemos… —empezó a decir Rafen…
El psíquico se paró en seco y contempló los rostros de los marines. Rafen notó
que su mirada penetrante los sopesaba a todos y cada uno de ellos como si fueran
puñados de arena en sus manos.
—Nuestra orden es mantenernos como última defensa del Sarcófago Dorado,
hermano sargento. Si es necesario, pegaremos la espalda a él y lo defenderemos con
uñas y dientes. —Miró fijamente al ángel sangriento—. ¿Vas a negarte? ¿Crees que
tus hombres no son merecedores, o capaces, de cumplir esa orden?
Rafen oyó como la sangre le corría por las venas.
—Tendremos el privilegio de entregar nuestras vidas al servicio de esa orden.
Mephiston soltó un gruñido.
—Esperemos que no tengamos que llegar a eso.

J
Dante miró a lo largo del cañón de la pistola. Sintió que el peso del arma era el
correcto y apropiado en la mano. Le pareció que había pasado demasiado tiempo
desde que la había utilizado en un combate de verdad. Las exigencias del rango lo
habían mantenido alejado del campo de batalla.
Seth lo estaba observando, con una pistola de plasma preparada a su lado. Los
aullidos de los demonios de la sangre se oían con más fuerza. La horda mutante debía
de encontrarse a pocos momentos de aparecer.
—¿Estás preparado para esto, primo? —le preguntó el desgarrador de carne.
—Nada puede prepararte para esto —le respondió Dante—. Sólo puedes
enfrentarte al enemigo tal y como venga.
—Espero que estés a la altura.
En los ojos del ángel sangriento brilló la rabia.
—Sigues poniendo a prueba mi paciencia, Seth. Incluso en un momento como
éste, cuando está a punto de comenzar una batalla, buscas provocarme. ¿Qué es lo
que esperas lograr? Respóndeme a eso.
Seth inspiró profundamente.
—A pesar de todos tus años y de tu sabiduría, no me conoces ni a mí ni a mis
hermanos…
—¡Hay algo que sí sé! ¡Me desafías de un modo deliberado en cada ocasión que
se presenta, te opones a cada palabra que digo como si eso fuera tu único propósito en
la vida! —Dante estaba iracundo—. Seth, fomentas la discordia. ¡Te alimentas de

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ella!
El desgarrador de carne sonrió.
—Corrijo. Sí que nos entiendes después de todo. Has llegado al meollo de mi
alma. —Inclinó la cabeza hacia un lado—. Somos el desorden, es cierto, pero eso fue
lo que nos tocó ser. Los salvajes y anárquicos. —La voz de Seth sonaba áspera—. Si
cada capítulo sucesor representa una de las características del Gran Ángel, entonces
ésas son las de los Desgarradores de Carne, lo mismo que los Espadas de Sangre son
su destreza en combate, los Sanguinarios su secretismo ¡y los Devoradores de Carne
sus colmillos depredadores! —Soltó una breve risotada—. Sin embargo, los Ángeles
Sangrientos son la combinación de todas esas características, y por eso siempre te
envidiaré, primo. Te desafío porque debo hacerlo. ¿Cómo si no voy a estar seguro de
que te mantienes en el correcto camino del primarca?
Dante sonrió con ferocidad.
—¿Y así es cómo te justificas? Entonces, eres mi guardián, ¿no?
—Todos somos los guardianes de nuestros hermanos, Dante. El Emperador nos
creó para que lo fuéramos.
Uno de los ángeles bermellones lanzó un grito de aviso. Los mutantes ya estaban
en los pasillos lanzados en masa hacia el sepulcro como una marea frenética.
El señor de los Ángeles Sangrientos apuntó con cuidado.
—Cuando acabemos aquí, tú y yo vamos a hablar un poco más sobre eso.
—No lo pongo en duda —respondió Seth mientras las bobinas inductoras de su
arma brillaban con un resplandor blanco azulado cargado de energía.
Los demonios de la sangre se abalanzaron hacia el interior de la enorme cámara
circular como una tormenta de garras y de fuego. Las burdas secuencias de desarrollo
que les corrían por las venas hacían que los mutantes avanzaran hacia una cierta
astucia y un intelecto muy básico. Por cada dos que atacaban con las garras, los
dientes o los puños, había uno que empuñaba un arma saqueada y poseía la habilidad
innata para utilizarla.
El crecimiento de los clones incluía el desarrollo de la ornofagea en sus cuerpos.
Ese órgano era casi idéntico al que se implantaba a los marines espaciales y tenía
prácticamente la misma función. Los complejos racimos de nervios y de
bioprocesadores orgánicos analizaban los elementos viables de memoria genética de
cualquier materia ingerida. La sangre que consumían, tomada todavía tibia y cruda de
los cuerpos que vaciaban, despertaba recuerdos musculares fijados y respuestas
condicionadas. Cuanto más se alimentaban, más conocimientos adquiría cada uno de
ellos.
Sin embargo, eso también abría puertas a los trozos fraccionados de distintas
personalidades, atrapados por los caprichos de la evolución. Los fragmentos de
recuerdos de los centenares de donantes cuyos ADN formaba el código zigótico de

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Caecus emergían y entraban en conflicto de un modo estridente e imparable.
La sed de los demonios de la sangre los llevaba a beberla, pero eso sólo
intensificaba la locura que se agitaba en su interior.
La primera oleada de mutantes atravesó las tres puertas al mismo tiempo, y cada
torrente de carne rojiza se encontró de frente con los disparos de bólter y los rayos de
energía. Las monstruosidades olían el tremendo botín que se encontraba al otro lado
de la antecámara, y aquello los enloquecía más allá de cualquier instinto de
conservación.
La bestia a la que Corbulo se había enfrentado en el interior de la capilla era la de
mayor edad de todos ellos, si ese concepto se podía aplicar a una criatura desarrollada
en un útero sintético, y también era la que más había avanzado en el tortuoso proceso
de su evolución. La bestia alfa intentó decir algo, pero fracasó. La frustración se
sumó a la ira que ardía en su interior. La rabia asesina aumentó más todavía, y el
ansia de sangre y el odio sin objetivo alguno los impulsó hacia delante.
Daggan giró sobre sí mismo y uno de sus brazos cilíndricos se estrelló contra el
torso de uno de los demonios de la sangre. El pecho del mutante se distendió con el
impacto. El dreadnought registró el hecho de que su potencia hubiera dejado fuera de
combate a un astartes. Pensó que aquellas criaturas eran realmente resistentes, tan
grandes como un marine con armadura de exterminador pero tan veloces como un
explorador. El señor de los Espadas de Sangre disparó el cañón de asalto que llevaba
en el brazo derecho y destrozó al clon. La ráfaga a quemarropa lo despedazó.
Sus sensores captaron a uno de los devoradores de carne, equipado con la
armadura lenta y pesada de un guerrero de asalto veterano. El astartes soltó un grito
gutural cuando un grupo de demonios de la sangre lo arrancaron de su armadura. El
casco ya estaba hecho pedazos y los mutantes lo sacaron a trozos por el cuello del
torso de su armadura negra. Daggan le concedió la paz del Emperador con una ráfaga
sostenida y acribilló a sus atacantes al hacerlo. Soltó una maldición cuando vio que
sólo uno de ellos caía muerto y que los demás hacían caso omiso de los disparos de
refilón.
—¡Malditas bestias! ¡No mueren con facilidad!
El dreadnought cargó con grandes zancadas pesadas y con el puño sierra en alto
hasta alcanzar a la masa de mutantes que se agolpaban contra la puerta del penitente.
Un par de ángeles bermellones equipados con armaduras de exterminador siguieron
sus pasos. El dreadnought vio que atacaban a los clones de menor tamaño, los que
tenían el volumen de un astartes normal, con cuchillas relámpago y un martillo
trueno. Daggan apuntó el cañón hacia la masa y disparó de nuevo. Un chorro de
fuego cruzó el aire. El silencio reverente del sepulcro no era más que un vago
recuerdo. Aquel lugar sagrado se había convertido en un campo de batalla más, en un
crisol de muerte.

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Uno de los ángeles bermellones avanzó y cargó con su martillo contra un
demonio de la sangre de mayor tamaño que el resto de los demás. Daggan vio que la
criatura salía de la manada rugiente y calculó su masa. Aquel nuevo enemigo tenía
prácticamente el tamaño de un dreadnought. Se había hinchado hasta alcanzar unas
proporciones grotescas en una parodia de fuerza física y de vigor.
La criatura propinó un puñetazo en el cráneo al exterminador y los sensores
auditivos de Daggan captaron el crujido del hueso bajo la ceramita partida. El ángel
bermellón se desplomó sobre las baldosas de mármol con la vida arrancada de un
solo golpe.
Del comunicador de Daggan escapó un siseo de rabia y giró su enorme masa
hacia el gigantesco demonio de la sangre para bloquearle el paso hacia el mausoleo.
Los distintos sensores analizaron el cuerpo del mutante con rayos X, rayos infrarrojos
y ultrasonidos que proporcionaron una información inmediata al trozo de carne y de
tejido cerebral del interior del dreadnought, que era lo único que quedaba del cuerpo
de lord Daggan. La mente del guerrero veterano estaba conectada por completo a la
musculatura de hierro de su cuerpo mecánico y buscaba los diferentes puntos de
ataque posibles. Los proyectiles bólter que el mutante disparó sin habilidad ninguna
rebotaron en la placa facial blindada, y Daggan vio, mediante sus sentidos artificiales,
cómo una sonrisa muy humana aparecía en el rostro de la bestia.
El demonio de la sangre se olvidó de todos los demás enemigos, lanzó un aullido
y saltó contra él.

J
La rampa en espiral los llevaba con rapidez siguiendo la curva del interior del abismo
cónico en dirección a la plataforma circular situada en el corazón del gran sepulcro.
Como era lo apropiado, el capellán Argastes encabezaba la marcha mientras recitaba
párrafos del Libro de los Señores cada vez que pasaban por debajo de un arco. Las
velas fotónicas brillaban con una llama roja e intensa al captar las palabras del
capellán. Era su deber asegurarse de que cada protección psíquica y cada trampa
oculta fuera desactivada de forma correcta antes de pasar a la siguiente. Rafen iba
detrás de Mephiston, que a su vez iba detrás de Argastes con la mano posada en la
empuñadura de su espada psíquica. El rostro del Señor de la Muerte no expresaba
emoción alguna, pero sus ojos mostraban preocupación. El sargento se preguntó qué
energía etérea acecharía de forma invisible en un lugar como aquél, una tumba donde
un semidiós descansaba de forma solemne.
Rafen fue muy consciente del retumbar de la sangre palpitando en sus oídos.

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Cerró los puños con fuerza para hacer que dejaran de temblar e intentó mantenerse
concentrado. Sin embargo, era difícil mantener la calma de un guerrero. El ángel
sangriento miró fijamente hacia el frente sin atreverse a mirar hacia abajo, hacia la
tumba. Centró los ojos en los intrincados murales que seguían el camino en espiral.
Eran pinturas y grabados con piedras multicolores, metales y gemas. Era un mosaico
que relataba la vida de Sanguinius desde su creación a manos del Emperador hasta su
muerte bajo la garra del architraidor Horus. Rafen vio a esa altura del pozo una
imagen del primarca en Signus, enfrentado en combate a un enjambre de furias,
rodeado de hermanos de batalla bajo el mando del noble señor de capítulo Raldoron.
Rafen se quedó hipnotizado unos momentos por los ojos de color zafiro del
hombre del friso. Había sido el hermano Raldoron quien había construido aquel
mausoleo bajo la fortaleza-monasterio, y había sido él solo, según se decía, quien
había transportado el Sarcófago Dorado por la rampa espiral el día que el cuerpo del
primarca había regresado a Baal. Rafen se esforzó por imaginarse el dolor
incalculable que aquel hermano debía de haber soportado en ese momento. Vivir
cuando Sanguinius estaba vivo y luego ver cómo moría… Debió de ser un horror.
El ángel sangriento descubrió que sacaba fuerzas de aquella imagen. Si Raldoron
había sobrevivido a un dolor semejante para que continuara el legado del capítulo, en
comparación, a lo que se enfrentaba Rafen era insignificante. «Lucha hasta que el
Emperador te llame a su lado», le había ordenado Dante. Eso haría.
Miró finalmente hacia abajo y allí vio el brillo ambarino de una luz dorada que
surgía del cambiante corazón líquido del ataúd del primarca.

J
El dreadnought era un obelisco de la guerra, un monumento viviente a la habilidad de
combate de los Espadas de Sangre y al honor de Sanguinius. Daggan era un titán del
campo de batalla. Primero había servido a su capítulo en carne y hueso, y luego
encerrado bajo acero y ceramita durante más de cuatrocientos años. Formaba parte de
una herencia de grandes héroes astartes que habían seguido luchando más allá de
unas heridas que habrían matado a otros guerreros de inferior valía. Al igual que el
noble Furioso, el primero y el más grande de todos los Hijos de Sanguinius que había
renacido en el interior de una armadura de acero, y sus descendientes Ignis, Dario y
Moriar, Daggan era un puño de carne envuelto en un guante de hierro. Su ataúd era su
arma, y sus heridas el acicate que lo hicieron volver a combatir.
Sin embargo, el jefe de la manada sólo vio carne, carne rodeada de metal.
Atacó a Daggan con sus manos rematadas por garras y se estrelló contra él con la

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fuerza suficiente como para hacer que el señor del capítulo se tambaleara sobre sus
patas hidráulicas. Su oponente estaba demasiado cerca como para utilizar el cañón de
asalto, ya que el destello del disparo cegaría los sensores, así que Daggan apretó el
puño sierra contra el clon e hizo girar la cuchilla dentada.
La bestia aulló y lanzó un zarpazo contra la placa facial del dreadnought. Abrió
unos cuantos surcos en el blindaje y agrietó la capa exterior con unos puñetazos que
resonaron como tañidos de campana. Echó hacia atrás el cráneo huesudo y propinó
un tremendo cabezazo a la estrecha rendija de cristal blindado montada sobre el
sarcófago metálico de Daggan. El cristal se agrietó y se desprendieron unos cuantos
trozos.
El olor a carne del cuerpo del guerrero encerrado en su interior salió al exterior y
el monstruoso clon lo captó y soltó un bramido. Aquel olor a carne antigua
preservada con vida por unas máquinas biológicas arcanas del Mechanicum despertó
de nuevo la rabia atormentada.
El filo dentado del puño sierra atravesó varias capas de piel dura como el
plastiacero y placas de hueso que formaban una armadura natural. De la herida
salieron unos hilillos de fluido, pero aquello tan sólo logró que el guerrero bestial
atacara con mayor furia. Le arrancó al señor del capítulo las cadenas votivas, sus
sellos de pureza y las incrustaciones de rubíes y oro blanco de la placa facial.
Sus hermanos de batalla se esforzaron por apoyarlo, pero la defensa de la puerta
del penitente cedía bajo la tremenda presión de la superioridad numérica de los
demonios de la sangre. Había clones acribillados que se habían desplomado y a los
que ya consideraban muertos que se levantaban para atacar de nuevo, incluso con
muñones que dejaban atrás regueros de sangre o jirones de carne. Parecía que no
había ningún modo definitivo de pararlos aparte de la decapitación.
Daggan intentó aferrar a su atacante, pero la masa del dreadnought actuó en su
contra. El jefe de la manada se movió con agilidad y esquivó los intentos del señor
del capítulo una y otra vez.
Una mano rematada por garras le arañó la placa facial y encontró un asidero en la
rendija que había dejado el visor roto. El demonio de la sangre soltó un rugido
monumental y tiró hasta que los bíceps se distendieron y el metal cedió con un
chirrido agónico. La placa facial, decorada con huesos y trozos de jade, quedó
arrancada y el mutante la arrojó hacia el pasillo que se extendía detrás de él. Los
restos orgánicos del cuerpo de Daggan quedaron al descubierto. Estaba metidos en
una sopa espesa de ungüentos procesadores y rodeado de manojos de mecadendritos
y tubos neuronales.
Daggan había tomado la Senda del Acero y de lo Eterno tras una batalla en un
planetoide sin nombre, después de que estuviera a un latido de morir por la
quemadura de la descarga de ácido procedente de un enjambre de minas espora

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tiránidas. Desde aquel día hasta este momento, ni un solo soplo de aire había tocado
el cuerpo de Daggan. En mitad de aquel combate, el tacto cálido en su piel trajo
extraños recuerdos a la mente del señor del capítulo.
Sin embargo, no tuvo tiempo de saborear la sensación. El mutante alfa abrió las
fauces de par en par con una rapidez relampagueante y mordió profundamente.
Convirtió lo que quedaba del cuerpo de Daggan en unos jirones de carne que arrancó
del fondo del dreadnought para devorarlos como si fuera el bocado exquisito de un
crustáceo con el caparazón partido.
El guerrero de hierro se estremeció y se desplomó de rodillas, como si estuviera
imitando a las figuras penitentes que se habían tallado alrededor de la tercera entrada.
Todos los espadas de sangre lanzaron un grito de angustia al mismo tiempo. Los
mutantes tomaron aquel sonido y lo convirtieron en un aullido salvaje. Con el olor a
sangre metido en las fosas nasales, los clones se lanzaron a la carga y destrozaron las
líneas de marines espaciales.

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CATORCE

Era algo al mismo tiempo lo más hermoso y lo más terrorífico que Rafen jamás
hubiera visto. En silencio, porque todos y cada uno de ellos quedaron mudos ante
aquella visión, los ángeles sangrientos bajaron el último tramo de la rampa en espiral
y se apiñaron en el extremo más alejado de la plataforma de la tumba.
Argastes, como era su deber, se puso de rodillas, inclinó la cabeza y empezó a
rezar. Pronunció las palabras en voz tan baja que Rafen apenas lo oyó. Sin embargo,
ninguno de ellos necesitaba hacerlo Se sabían la plegaria tan bien como sus propios
nombres, y todos adoptaron la misma postura y movieron los labios para rezar sin
emitir sonido alguno al mismo tiempo que mantenían la mirada apartada.
Mephiston miró por encima del hombro y les indicó con un gesto de la mano que
se levantaran.
Rafen obedeció, aunque tuvo que sobreponerse a un temblor en las piernas
cuando el entrenamiento que tenía grabado en la mente le indicó que debía
mantenerse de rodillas ante tan glorioso objeto.
—Miradlo bien —les susurró el Señor de la Muerte, señalando el extremo más
alejado de la plataforma circular—. Nosotros no nos atemorizamos como peregrinos
primerizos. Mostradle a nuestro primarca vuestros rostros. Que os vea.
Cada uno de ellos se quitó el casco y dejó que la luz ambarina le bañara la cara.
Era igual que estar bajo el sol en un día perfecto y sin nubes. El color era magnético,
trascendente. Era aquello y un centenar de cosas más, y provocaba emociones
profundas y conmovedoras que Rafen no supo describir. Vio con el rabillo del ojo que
Puluo se secaba una lágrima de felicidad que le bajaba por la mejilla marcada por las
cicatrices.
A Rafen le pareció que había pasado una eternidad desde que había tenido en las
manos la Lanza de Telesto, la venerable arma que antaño había empuñado el propio
primarca. Cuando la tocó con los dedos, hubo un momento en el que el astartes creyó
que una parte del Gran Ángel se le había revelado. Quizá se había tratado de una
visión. Una forma de conexión que se despertó por un breve instante pero,
desapareció antes de que su poder pudiera abrasar la piel del guerrero. El fantasma de
aquella sensación volvió a Rafen, quien sintió miedo, como si quizá fuera posible que
su cercanía le quemara, como si fuera a acabar convertido en cenizas.

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Rafen ansiaba alargar la mano y tocar el aura de su semidiós, pero no pudo. Todos
estaban bajo el influjo de un hechizo, una atadura que los mantenía inmóviles ante
semejante magnificencia. Asombro, veneración, fascinación: cada una de esas
palabras perdió todo su significado por la increíble intensidad del resplandor divino
que atravesaba a los ángeles sangrientos.
El corazón del gran sepulcro era un monolito situado en el extremo opuesto de la
plataforma que estaba cortado a partir de tres grandes bloques de granito rojo.
Estaban pulidos hasta el punto de que podían reflejarse en ellos como si fueran
espejos. Cada uno de ellos había sido extraído de la roca viva de Baal y sus dos lunas,
y estaban rematados por un único rubí de Terra tan grande como el puño de Rafen.
Los granitos y la piedra preciosa representaban los mundos de nacimiento de
Sanguinius, de su infancia y de su maduración. Del monolito emergían dos
gigantescas alas de ángel que se curvaban hacia arriba para formar una cubierta
protectora. Las plumas estaban hechas de acero, plata y bronce, y en cada una de ellas
se habían escrito palabras de recuerdo. Según decían las crónicas del capítulo,
muchas de ellas habían sido cortadas a partir del metal del casco de las naves
espaciales leales al Emperador que habían combatido durante la época de la Herejía.
Las habían entregado como tributo sus hermanos primarcas, como Guilliman, Dorrí y
Khan, por la Legio Custodes e incluso por los almirantes y los generales de las
fuerzas que habían luchado a la sombra de Sanguinius y que se sentían en deuda con
él.
Entre las alas había un aro gigantesco de cobre batido pulido hasta adquirir el
color de la estrella roja gigante de Baal y sostenido por barras de cristal lechoso que
se cruzaban con el aro como si fueran los puntos de una brújula, un reflejo del dibujo
que había en el suelo del Gran Anexo.
Dentro de ese halo de cobre se encontraba el corazón luminoso, vivo y a la vez
muerto, siempre en movimiento pero siempre quieto. El Sarcófago Dorado no era un
ataúd en el sentido convencional de la palabra. Era una esfera de oro fundido que se
ondulaba y fluía y que colgaba de un campo de estasis invisible generado por unos
artefactos de tecnología desconocida que estaban enterrados en la piedra. En los
flujos y reflujos de la forma fluida uno se podía imaginar conjuntos de movimientos
breves que sugerían un rostro, un semblante de lo más puro y hermoso.
Al estar contenido dentro de la esfera de tiempo suspendido, el manto de metal
líquido nunca había podido enfriarse y solidificarse, ni una sola vez en diez mil años,
ya que allí dentro yacía la carne de un hijo del Emperador, el Gran Ángel y Señor de
la Sangre, el señor de la IX Legión, el primarca entre primarcas, el muy noble
Sanguinius.
—Si ahora mismo muriera, lo haría contento —logró musitar Ajir entre sus labios
secos y pálidos—. No hay mayor gloria que esta visión.

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—Eso no es algo que tú puedas escoger —le contestó Mephiston, que tuvo que
hacer un verdadero esfuerzo psíquico por apartar la mirada. Señaló una vez más al
sarcófago—. Es él quien lo decide.
—En su nombre —dijo Rafen.
—En su nombre —repitieron los demás.
A todos les brillaban los ojos, y todos estaban dispuestos a mantener a raya al
propio infierno para mantener inviolado aquel lugar.
Muy por encima de ellos, un torrente de furia se abalanzaba contra los defensores
de las tres puertas.

J
La muerte de Daggan desequilibró la situación en contra de los marines espaciales y
los obligó a reagruparse para cerrar la brecha abierta en la línea. En la puerta del
sacerdote, una coalición de guerreros de cinco capítulos diferentes luchaba en filas
apretadas, rojo sobre rojo, carmesí sobre carmesí. Los bólters y los rifles de plasma
respondían a los ataques de todos los enemigos.
El bólter de asalto de lord Orloc se quedó sin munición, por lo que utilizó el arma
como un garrote para machacar a un demonio de la sangre que empuñaba un par de
cuchillos. La mutación de aquel ejemplar estaba más avanzada que la de algunos
otros de los de su especie. Las extremidades superiores se le habían transformado en
algo que parecían más unos tentáculos que unos brazos humanos. Gruñó con una
boca con varias filas de dientes e intentó morderlo.
La hoja de una espada de energía le salió por el pecho y subió por la línea del
esternón partiendo los huesos y esparciendo entrañas por el suelo embaldosado. Los
fluidos salpicaron la cara de Orloc, quien la apartó antes de que la espada acabara su
tajo. El clon se desplomó en el suelo partido por la mitad y dejó a la vista a lord
Armis, que estaba detrás, sonriendo con gesto burlón.
—Estos malditos monstruos son testarudos —dijo el señor de la Legión de Sangre
—. ¡Parecen conocer todas nuestras tácticas de memoria!
—Te agradezco la ayuda —admitió Orloc mientras recargaba con rapidez el
bólter de asalto. El astartes se lamió la sangre de la criatura que le había caído en los
labios y cato su esencia—. Curioso… Tiene un extraño sabor a almizcle.
Armis alzó una ceja.
—Mientras estas aberraciones sangren, no me importa nada más de ellas.
Los demonios de la sangre se movían como las olas del océano. Se estrellaban
contra las líneas de defensores para luego retirarse, y luego regresaban para atacar de

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nuevo. Daban poco tiempo para reaccionar después de cada ataque enloquecido.
El bebedor de sangre apuntó y el bólter de asalto comenzó a disparar. Su
camarada lo imitó y sumó el fuego de su pistola a las ráfagas de los astartes.
—¡Ya vienen otra vez! —gritó Orloc cuando una horda de figuras de piel rojiza
entraron en tropel por el arco de la puerta del sacerdote.
Armis giró sobre sí mismo y le cercenó el cuello a una bestia con la punta de la
espada.
—¿Cuántos son esta vez? —le preguntó.
—Todos —gruñó Orloc cuando la oleada de atacantes se estrelló contra ellos.
La gran puerta del sepulcro era la de mayor tamaño de las tres, así que era por
donde entraban más demonios de la sangre. Los marines clónicos se empujaban unos
a otros en un frenesí enloquecido mientras aullaban impulsados por su sed
desesperada.
Seth conocía los salvajes combates cuerpo a cuerpo tan bien como cualquier otro
hijo de Sanguinius. En lo más profundo de un enfrentamiento semejante, el combate
se alejaba de toda táctica y previsión y se convertía poco a poco en un ejercicio de
carnicería continuada. La lucha de un guerrero se reducía al trozo de suelo empapado
de sangre sobre el que se encontraba, y la victoria o la derrota se medía en los
espacios que estaban al alcance de su mano o del barrido de su espada. El desgarrador
de carne hizo honor a su nombre y con la espada que empuñaba cortó profundamente
el cuerpo de cualquier mutante que se atrevió a acercarse, le arrancó carne, la
desgarró, la seccionó.
Se había separado de Dante, pero era vagamente consciente de una armadura
dorada cubierta de sangre que estaba en algún punto a su derecha. Vio caer un golpe
terrible de hacha y a continuación el vuelo de una cabeza cortada limpiamente. Seth
blandió la espada en un arco cegador al mismo tiempo que disparaba una y otra vez la
pistola de plasma lanzando rayos de energía siseante contra la masa de enemigos. Sin
embargo, a pesar de todas las muertes que estaban causando, la línea defensiva se
veía obligada a retroceder bajo el empuje del ataque. Los golpes que habrían roto las
líneas de orkos o de eldars apenas lograban detener a aquellas parodias bestiales de
marines. Simplemente estaban tan obsesionados que el dolor no era un impedimento
para ellos. El ansia que sentían por la sangre pura que había en el fondo del pozo
bloqueaba cualquier otra idea o sensación. Seth pensó en los guerreros que había
conocido y que habían caído en la Rabia Negra. Eran guerreros de fuerte voluntad
que a pesar de ello habían sido destruidos por la maldición genética y condenados a
luchar hasta su fin en la Compañía de la Muerte bajo la atenta mirada de su capellán,
Carnarvon. Aquellos demonios de la sangre compartían una locura similar, pero sin el
equilibrio del deber, de la obligación imbuida en los Adeptus Astartes. Los mutantes
eran una fuerza de la naturaleza, salvajes más allá incluso de la definición de Seth

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para aquella palabra.
La pistola de plasma le siseaba en la mano. El calor que emitía hacía rielar el aire
a su alrededor y las runas de sobrecarga parpadeaban sin cesar. Apartó el arma justo
al mismo tiempo que un demonio de la sangre se estrellaba contra él. Seth apenas
tuvo tiempo de reaccionar antes de verse lanzado hacia atrás por el impacto. Las
suelas de sus botas despidieron chispas cuando resbalaron sobre el suelo de piedra.
Una mano nudosa con un exceso de articulaciones le agarró la muñeca e impidió un
golpe de respuesta con la espada. El mutante empujó una y otra vez y obligó a Seth a
retroceder hacia el borde del pozo. El cuello de la criatura, alargado y sinuoso, se
movió hacia delante y hacia atrás mientras intentaba morderlo.
La pistola de plasma se sobrecargó y el espíritu de la máquina se negó a disparar
de nuevo por temor a una explosión. Enfurecido, el desgarrador de carne rugió y
apretó el cañón del arma, al rojo blanco, contra el pecho desnudo del mutante y lo
mantuvo allí.
La carne se chamuscó y empezó a humear. La criatura lanzó un aullido, y azotada
por el dolor agónico, golpeó la armadura de Seth y lo derribó empujándolo hasta más
allá del borde del pozo, a punto de caerse al fondo.
Seth miró durante un momento la profundidad del abismo y vio la esfera
reluciente brillando allí abajo. El momento de júbilo que sintió al ver el sarcófago con
sus propios ojos le fue arrebatado cuando unas sombras deformes pasaron por encima
de él y se dejaron caer por el pozo volando sobre unos pliegues desiguales de piel
gruesa.

J
Argastes lanzó un grito y señaló hacia arriba con la punta reluciente de su crozius.
—¡A las armas, ángeles sangrientos! ¡Han roto la línea!
Rafen miró hacia la boca del pozo, que se alzaba muy por encima de ellos, e hizo
un gesto de rabia al ver unas sombras oscuras que descendían a través del brillo de las
velas fotóficas.
Giraron y viraron en el aire para esquivar los disparos de las torretas láser que
hasta ese momento habían permanecido ocultas en las paredes del sepulcro.
Kayne soltó un grito de victoria cuando uno de los mutantes explotó al recibir
varios impactos de láser que le hicieron hervir las entrañas hasta que estalló formando
una onda expansiva. Sin embargo, sólo era un enemigo muerto, y todavía quedaban
muchos más.
—¡Tienen alas! —exclamó Ajir enfurecido—. ¡Esas malditas bestias pueden

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volar!
—Planean —lo corrigió Mephiston al mismo tiempo que desenvainaba su espada
—. La piel que tienen entre las extremidades sólo ralentiza su caída.
Apuntó la espada psíquica y una descarga de energía azul chasqueó a lo largo de
su capuchón psíquico. La espada se estremeció un momento y un rayo de energía
etérea salió de la punta procedente de la mente del psíquico. Subió hasta alcanzar a
un mutante y lo derribó.
—Eso hace que sean objetivos más fáciles —concluyó.
—¡Escuadra! ¡Fuego a discreción! —gritó Rafen.
Todas las armas empezaron a disparar y la tormenta de proyectiles rugió como el
trueno en las paredes del pozo.
Los demonios de la sangre cayeron sobre ellos como aves depredadoras que
atacaran a una presa. El bólter pesado de Puluo devoró una cinta de munición de
bronce reluciente tras otra. La bocacha llameante escupió proyectiles que atravesaban
carne y huesos. Kayne, que estaba a su lado, utilizó el visor automático de puntería de
su bólter y disparó cuidadosamente ráfagas de tres proyectiles contra cada mutante
que se ponía a tiro. Frunció el entrecejo ante la escasez de bajas inmediatas. Los
disparos sólo ralentizaban el avance de sus enemigos, pero eso no lo hizo dudar y
siguió recargando con movimientos rápidos y precisos.
Captó a través del visor a las bestias clónicas aferrarse con las garras a las paredes
del pozo. Algunas de ellas se dejaban caer para aterrizar en la rampa en espiral
mientras que otras utilizaban las esculturas para tener dónde agarrarse. Una parte de
Kayne sintió repugnancia ante la idea de que aquellos monstruos contaminados
estuviesen penetrando tan profundamente en el corazón de la fortaleza-monasterio, y
lamentó el daño que cada disparo perdido o cada garra mutante provocaba en la
perfección de las paredes de la cámara. Sintió la calidez del Sarcófago Dorado en la
espalda, pero no se dio la vuelta para mirarlo, aunque le fue muy difícil resistir la
tentación. En vez de eso, dejó que el brillo lo ayudara a concentrarse. Hizo caso
omiso del dolor de los huesos de la mano, que todavía se estaban soldando, y disparó
de nuevo. Esta vez impactó con todos los proyectiles a una criatura que empuñaba
dos espadas cortas y vio cómo se estrellaba contra la pared del pozo. Asqueado,
comprobó como un par de camaradas del mutante caído lo rodeaban y empezaban a
devorarlo.
—El hambre que sienten los ha enloquecido —comentó Puluo—. Cuanto más
cerca estén, peor se sentirán.
Kayne apuntó de nuevo.
—Entonces será un acto de misericordia acabar con ellos.
—¡Recargo! —gritó Turcio al mismo tiempo que hacía que el bólter expulsara un
cargador vacío.

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—Te cubro, hermano —le dijo Argastes mientras protegía al marine espacial con
los disparos de su pistola bólter.
Turcio asintió y una pequeña parte de él se sintió maravillada por la honorable
compañía en la que se encontraba, por la serie de acontecimientos que lo habían
llevado hasta allí. De su antebrazo biónico esquelético salió un gemido mecánico
cuando metió un nuevo cargador en el bólter. El capellán Argastes era alguien sacado
del Libro de los Héroes, lo mismo que Mephiston, Dante y todos los guerreros que
estaban trabados en combate allí arriba. Eran hermanos de renombre, guerreros con
voluntad de acero y gran valía cuyas hazañas estaban plasmadas en placas y en
cuadros por los cronistas del capítulo.
¿Y quién era él? No era más que el hermano Turcio, un penitente y un astartes de
base. Nadie escribiría canciones sobre él. Ningún rememorador crearía un poema
para recordar sus hazañas.
Argastes le hizo un gesto de asentimiento y Turcio le respondió con otro. Los dos
combinaron su potencia de fuego contra un grupo de mutantes que asaltaba la
plataforma por el lado de la rampa.
Quizá otro día se habría sentido entristecido al pensar que moriría sin que nadie
cantara sus hazañas, pero estaba combatiendo bajo la sombra del propio Sanguinius,
y el brillo de su sarcófago relucía a su alrededor.
Era su deber. Era suficiente.
—¡Por el Emperador! —gritó Mephiston con voz fuerte y clara.
Turcio alzó la voz para unirse a él.
—¡Y por el Gran Ángel!
Ajir siguió con el arma a un demonio de la sangre que saltó desde una curva de la
rampa por encima de su cabeza para describir una parábola hacia el suelo de la
plataforma. La criatura soltó un gemido de dolor muy humano cuando los disparos
del ángel sangriento le impactaron uno tras otro. Cada proyectil abrió un agujero
sangrante del tamaño de un puño en la piel correosa del mutante. Se estrelló con
fuerza contra el suelo y se estremeció antes de intentar ponerse en pie al mismo
tiempo que manoteaba en busca de una pistola bólter que llevaba unida al grueso
antebrazo por una cuerda. Ajir soltó un bufido despectivo y pasó el arma a fuego
automático.
—¡No profanarás este lugar! —le gritó, y ejecutó al don con una ráfaga sostenida
que convirtió la carne del torso en una masa viscosa y ennegrecida.
—¡Hermano!
Captó la advertencia en el grito y giró sobre sí mismo. El instinto lo salvó de
perder la vida bajo el ataque de una extremidad rematada por una garra y cubierta de
espinas óseas. El nuevo atacante había aparecido de la nada, alguna clase de error de
clonación que todavía respiraba y caminaba. La estructura ósea del humanoide era

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grotesca. Se trataba de una criatura sobredesarrollada cubierta de púas y de una piel
que tenía la textura de una corteza de árbol. Ajir le disparó de inmediato y arrancó
trozos de la materia osificada sin que eso causara efecto aparente en la criatura. El
monstruo se movió con mayor rapidez de la que debiera por su aspecto y lo golpeó en
el pecho con un puño en forma de tambor. La fuerza del golpe le vació de aire los
pulmones, y el marine espacial notó un sabor metálico y bilioso en la boca. Intentó
sacudirse de encima el aturdimiento provocado por el golpe.
El mutante se echó hacia atrás para golpearlo de nuevo. Las punzadas de dolor
que Ajir sentía en las costillas le indicaron que un segundo golpe le rompería unas
cuantas, y que lo más probable sería que le aplastara órganos vitales. Alzó las manos
para detener el golpe, que nunca llegó a caer.
El rugir de una espada sierra atravesó la cacofonía de la batalla y el mutante aulló
mientras se desplomaba sobre el suelo. Corvus acabó con la bestia gracias a unos
cuantos cortes feroces y precisos y se quedó jadeando por el esfuerzo.
—¿Estás herido?
—Sobreviviré —le respondió Ajir al mismo tiempo que lo echaba a un lado para
pasar—. ¡No necesitaba tu ayuda!
Corvus soltó un bufido burlón.
—¿Por esto? —le dijo, señalando la marca que tenía en la mejilla—. ¿Es que no
puedes ver más allá de la marca? Deberías…
El mutante espinoso se levantó de repente utilizando las últimas reservas del odio
que lo impulsaba a pesar de las heridas que había sufrido.
Antes de que pudiera reaccionar, una garra le cortó el costado subiendo por el
brazo hasta llegar a la garganta en menos de un segundo, y allí le abrió una segunda
boca de labios rojizos.
Ajir apretó el gatillo de forma automática y yació el resto del cargador del bólter
en el demonio de la sangre, acribillándolo hasta hacerlo rebotar sobre el suelo de
baldosas.
Corvus se derrumbó jadeante y con una expresión de agonía en los ojos. Ajir lo
agarró.
—¿Por qué? Idiota arrepentido, ¿por qué lo hiciste? —quiso saber Ajir.
El otro astartes levantó la mirada hacia él. La sangre había empezado a formarle
una espuma rojiza en los labios mientras se agarraba la garganta para mantenerla
unida.
—Tú… —jadeó con la confusión por la pregunta presente en sus ojos
moribundos— eres mi hermano…
Ajir comenzó a responderle, iracundo, pero ya era demasiado tarde como para
que Corvus oyera la contestación.

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J
Había perdido la espada y la pistola seguía negándose a obedecerlo. El maldito
cacharro no hacía más que chisporrotear y sisear. El desgarrador de carne la utilizó
como un garrote y golpeó al mutante en el cráneo una y otra vez. Los golpes le
aplastaron la órbita de uno de los ojos, pero el clon parecía inmune al dolor. Cerró los
dedos para formar unas garras curvas como guadañas que le arañaron la armadura
con un chirrido desagradable hasta llegar a la gorguera de la armadura y lacerarle la
cara.
La vieja cicatriz de su mejilla se reabrió y se llenó de sangre fresca y brillante. El
mutante chasqueó la lengua y golpeó a Seth mientras éste movía el brazo de un lado
para otro intentando encontrar algo a lo que agarrarse antes de caer. El señor del
capítulo sintió a su espalda que la piedra del borde del pozo se partía y cedía.
Seth soltó la pistola de plasma y se agarró al demonio de la sangre clavándole los
dedos en el cuerpo. Se hundieron con facilidad en la carne blanda, que cedió como la
corteza de un queso. Si iba a caer hacia su propia muerte, entonces moriría llevándose
a aquella afrenta monstruosa con él. Seth había estado en ese mismo lugar a las
puertas de la muerte, muchas veces a lo largo de su vida, así que ya no lo temía. Sin
embargo, curiosamente, notó una nueva y breve sensación en su interior: pesar. No
viviría lo bastante para ver cómo se resolvían los acontecimientos que habían puesto
en marcha sus primos.
El clon echó la espalda hacia atrás. De entre sus labios pálidos salieron chorros de
baba espesa y los ojos le dieron la vuelta hasta que sólo se vio el blanco inyectado en
sangre. La criatura estaba completamente enloquecida, rota y quemada, consumida
por su ansia repugnante.
La gravedad tiró de Seth y perdió su asidero. En ese preciso momento, la luz de
un sol vengativo y castigador lo cubrió y un rayo de energía ardiente acertó de lleno
al demonio de la sangre con todo su poder. La criatura se retorció y se licuó. La carne
corrupta se desprendió chorreando de su esqueleto ennegrecido, y sus huesos se
deshicieron y se convirtieron en una ceniza vaporosa. Seth se incorporó un poco y el
borde del pozo se partió con un crujido de piedra rota precipitándolo al vacío.
—¡Hermano!
Al grito lo acompañó el destello de una armadura dorada manchada de sangre y
de humo, y una mano salió disparada para agarrarlo. Seth la atrapó en el aire y detuvo
su caída. El desgarrador de carne gruñó y tiró para ponerse a salvo al mismo tiempo
que parpadeaba para quitarse la sangre que le cubría los ojos.
Dante lo soltó y Seth escupió un chorro de saliva rojiza. El señor de los Ángeles
Sangrientos lo miró con expresión tranquila. La pistola inferno todavía humeaba por

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el disparo que había destruido al mutante. Seth se agachó para recuperar su arma.
—No estaría mal dar las gracias —dijo Dante con suavidad, sin reproche alguno.
La pistola de plasma se había enfriado por fin lo suficiente como para disparar de
nuevo.
—Me has llamado hermano —le respondió Seth—. No primo.
—Supongo que lo he hecho.
—¿Me merezco ese nombre?
Dante sonrió al mismo tiempo que los clones cargaban de nuevo contra la línea de
marines espaciales.
—¿Me lo merezco yo? —preguntó, y dirigió su arma hacia la aullante horda.
Seth soltó una carcajada feroz y se unió a él en el combate.

J
El mutante alfa hizo caso omiso de los gritos de sus hermanos que morían bajo los
disparos y las espadas de los marines espaciales. La mente confusa del demonio de la
sangre apenas captó los sonidos de la muerte y de la destrucción. Lo único que
importaba era el color, el rojo, las lágrimas fluidas de rubí, el aroma dulce y perfecto
del cobre líquido, el denso perfume de la sangre, sabroso y suculento. La boca
deforme de la bestia se llenó de saliva y de entre los labios empezaron a salirle unos
hilos gruesos de baba.
La presa que había matado poco antes, la carne muerta y vieja del interior del
cascarón de la máquina, apenas tenía sabor en comparación. Quería más. Ansiaba
quedar saciado, a pesar de que un nivel de comprensión apenas humano sabía que eso
nunca podría ocurrir.
La necesidad increíble e imparable ahogaba cualquier otra consideración,
cualquier instinto de conservación. Los mutantes atravesaron las líneas de astartes y
mataron a los que pudieron al hacerlo. Avanzaron rugientes en una marea de carne
rojiza que sobrepasó el borde del gran pozo y pasaron en cascada a través de la
arcada que llevaba hasta el botín situado en el corazón reluciente del sepulcro.
El más viejo y evolucionado de los deformes marines clónicos se lanzó hacia
abajo corriendo sobre unas piernas gruesas como columnas. Saltó de una pared a otra
del ancho abismo.
Al hacerlo empujó a sus parientes menores hacia la trayectoria de los disparos
láser. Esquivó los disparos de bólter o no hizo caso de los impactos superficiales que
recibía. No podrían evitar que el mutante alfa devorara el festín. No prestó atención a
los muertos de su propia especie ni a los cadáveres sangrantes de los astartes y se

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dirigió en línea recta hacia el sarcófago, atento sólo a la llamada de la sangre de
Sanguinius.
Bebería y bebería hasta que no quedara nada.
Rafen vio venir al mutante y se le escapó un jadeo de asombro. Supo de
inmediato que era la misma criatura que había dirigido a la horda después de que la
Thunderhawk se estrellara en el patio central, la que había huido antes de que los
ángeles sangrientos pudieran reagruparse y acabar con ella.
Era diferente. Era aun más grande, y si eso fuera posible, tenía un aspecto más
salvaje todavía que antes. Recordó de nuevo al clon que había matado en el pozo de
combate. ¿Se habría convertido también en una criatura como aquélla si lo hubieran
dejado con vida? Rafen se estremeció ante aquella idea, ante la noción de que unas
aberraciones deformadas como aquéllas pudieran tener como origen el mismo
material genético que un noble marine espacial. Disparó y acribilló el aire alrededor
del demonio de la sangre, pero la criatura era muy veloz y poderosa y tenía el
equivalente a todos sus sentidos astartes, por lo que siempre estuvo un latido por
delante de sus disparos mortíferos.
El monstruoso jefe de la manada aterrizó en el suelo de la plataforma del
sarcófago con un tremendo estruendo, y la onda expansiva del impacto derribó al
capellán Argastes. Sin un segundo de duda, el demonio de la sangre, de un tamaño
equivalente al de un dreadnought, agarró por una pierna al guerrero de armadura
negra y lo levantó como si fuera una muñeca de trapo en manos de un niño
gigantesco y brutal. Rafen gritó cuando la criatura arrojó a Argastes hacia el otro lado
del pozo. El capellán fue dando vueltas por el aíre hasta chocar con Mephiston. El
impacto no sólo detuvo en seco el avance del psíquico, sino que hizo que ambos
guerreros se estrellaran contra la pared con tanta fuerza que hicieron un cráter poco
profundo en los mosaicos.
La bestia avanzó a grandes zancadas, y con cada paso agrietaba las piedras que
pisaba. Se dirigió en línea recta hacia los peldaños que llevaban hasta el halo de cobre
y la reluciente esfera dorada. Rafen vio sus ojos, unas placas sólidas de rubí que
mostraban la fuerza desencadenada y absoluta de una furia roja.
Tan sólo Puluo se interponía entre el demonio de la sangre y el sarcófago. El resto
de la escuadra estaba trabada en combate con las hordas de mutantes menores o
imposibilitada por las heridas o las circunstancias. El marine espacial le enseñó los
colmillos y desató toda la furia de su bólter pesado. Cada proyectil ardiente del cañón
portátil acertó de lleno en el cuerpo de la criatura, arrancándole la carne o abriéndole
de nuevo heridas recién cicatrizadas.
El mutante rugió y se mordió a sí mismo en los puntos donde le acertaban los
proyectiles. Se tambaleó bajo la fuerza de las ráfagas, pero no se detuvo en ningún
momento. Puluo mantuvo la posición y no dejaba de disparar mientras gritaba su odio

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contra la criatura que se le echaba encima.
El monstruo respondió con un puñetazo contra del taciturno marine espacial. El
golpe tuvo tal fuerza que no sólo arrancó el arma de manos de Puluo, sino que la
partió. Además, lanzó al astartes contra el suelo de mármol. Rafen vio que una de las
piernas de su hermano de batalla se torcía y se partía. Puluo se desplomó,
inconsciente.
Rafen se retiró hacia la gran esfera reluciente. Afianzó las manos con una mueca,
tomó puntería a través de la mira de hierro de su bólter y abrió fuego. Disparó en
fuego semiautomático, proyectil a proyectil, siempre apuntando a la masa cambiante
que era el rostro del mutante alfa. Se centró en el tejido blando de los ojos, con la
esperanza de cegar a la bestia si los disparos no la mataban directamente.
La criatura aulló de dolor y se golpeó la carne de la cara mientras seguía
avanzando. Se dedicó a sacarse los proyectiles de bólter como si no fueran más que
insectos molestos. Rafen vio que estaba cubierto por cientos de heridas, desde tajos
de espada hasta quemaduras de plasma e impactos de proyectiles. Nada de aquello
pareció ralentizar su paso. Si acaso, el dolor parecía aguijonear al demonio de la
sangre para que siguiera avanzando.
La recámara del bólter soltó un chasquido cuando el arma se quedó sin munición.
Arrojó el arma contra el mutante y éste la apartó de un golpe, acercándose más hasta
casi tenerlo al alcance de sus brazos. El ángel sangriento desenvainó el cuchillo de
combate que llevaba en el cinto. La hoja de acero con filo fractal reflejó la
luminosidad ambarina que lo rodeaba.
La criatura acabó de arrancarse los proyectiles aplastados de la carne cambiante y
siguió avanzando. Su rostro era una masa ondulante que no dejaba de transformarse y
que parecía incapaz de mantener una única apariencia, como si los músculos y los
huesos de debajo de la piel se estuvieran esforzando por definir qué era, quién era.
Abrió la boca y Rafen oyó por primera vez el desorden de su voz aullante y
gimoteante, los gruñidos y los gorgoteos, los intentos de hablar dispersos e
incoherentes que quizá podrían haber sido palabras.
Por un momento distinguió en el torbellino que era su rostro un semblante
familiar tras años de camaradería. Los rasgos aparecieron en la cara entre el
torbellino de piel deformada. Era un semblante antiguo, un rostro en el que confiaba,
la cara de un guerrero que había sido su mentor y su camarada y que estaba muerto,
como tantos otros.
—¡Koris! —exclamó, incapaz de creer lo que había visto, aunque sabía que no
era una ilusión.
Caecus había tomado el material genético de decenas de ángeles sangrientos,
tanto vivos como muertos, y lo había utilizado para crear los zigotos sintéticos que
crecieron hasta transformarse en aquellas monstruosidades deformes. La idea de que

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una parte de su antiguo tutor se encontrase en el interior del demonio de la sangre le
revolvió las entrañas hasta lo más profundo.
La criatura lo atacó mientras su rostro seguía cambiando. El golpe fue veloz,
terriblemente veloz. Rafen se agachó y lo atacó a su vez. El corte que le produjo en la
piel correosa apenas consiguió provocar más que un gruñido y un par de chorros de
baba. La deformidad monstruosa intentó agarrarlo, morderlo, aplastarlo contra el
suelo. El golpe de revés de uno de sus puños le pilló desprevenido y Rafen retrocedió
tambaleándose hasta que tropezó con una amplia curva de acero con filo de navaja.
Las alas. Se volvió sobresaltado cuando la gran ala crujió y se estremeció bajo la
fuerza del impacto. Las antiguas plumas metálicas se rozaron entre sí con un sonido
discordante. El asombro de Rafen fue tan grande que se olvidó por un instante del
enemigo que tenía detrás. El demonio de la sangre lo había hecho retroceder hasta los
propios pies del Sarcófago Dorado, hasta meterlo en el aura de brillo que iluminaba
toda la cámara.
La mirada de Rafen se cruzó con la esfera centelleante de color líquido en
movimiento y vio algo en el interior del metal fundido. Era una silueta fantasmal,
quizá de un hombre con la cabeza alzada hacia el cielo y los brazos abiertos de par en
par con las palmas de las manos hacia arriba y la sombra de unas grandes alas a su
espalda.
De repente, los ojos se le llenaron de lágrimas y sacudió la cabeza para
enjugárselas. Aquel instante de tiempo se rompió como un hilo demasiado tenso. La
bestia avanzó lentamente, saboreando el momento. Sonrió con una boca llena de
dientes, con unas fauces repletas de colmillos. Las manos agarrotadas se alargaron
hacia la esfera y sus dedos se extendieron hasta transformarse en tentáculos con una
boca diminuta en el extremo. Cada poro de la piel del mutante exudaba un hambre
feroz.
Y él era lo único que se interponía en su camino. Era la última línea de defensa
entre aquella abominación y el cuerpo de su primarca, entre el vampiro y los últimos
vestigios de la sangre más pura del capítulo.
Rafen alzó el cuchillo de combate y rugió dejando al descubierto los dientes.
—¡No vas a llegar más lejos!
El ángel sangriento se lanzó de cabeza contra el mutante con la punta del cuchillo
por delante. La criatura reaccionó, pero no se esperaba aquel ataque tan repentino,
por lo que fue demasiado lenta para impedir que Rafen alcanzase su objetivo. Metió
el cuchillo con fuerza en una herida desigual del pecho que ya estaba llena de fluidos
coagulados y sintió cómo la punta atravesaba la carne y arañaba los densos huesos
del costillar. Hizo caso omiso del aullido de dolor que lanzó su oponente y retorció y
empujó el arma hasta que perforó el corazón del demonio de la sangre y enterró el
arma hasta la empuñadura en los pliegues de piel fibrosa.

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El mutante se apartó tambaleándose del sarcófago y lanzando zarpazos al astartes
mientras la sangre espesa salía palpitante de la herida. Trastabilló y rugió, pero por
fin derribó a Rafen.
La sangre cubrió la carne rojiza del monstruo y se acumuló en un charco a sus
pies, pero seguía sin caer. Dio un paso lento y doloroso hacia él, de nuevo hacia el
sarcófago. El sargento comprendió de repente lo que ocurría. El corazón…, la bestia
era un clon, una réplica genética de un marine espacial…
Y al igual que todos los adeptus astartes, el demonio de la sangre tenía un corazón
secundario, lo mismo que el propio ángel sangriento.
Rafen.
Oyó una voz gutural, pero no a través del estrépito causado por el combate. Le
llegó directamente al pensamiento, reluciente como un diamante. Se dio la vuelta y
vio a Mephiston a través de la batalla al otro lado de la cámara. Tenía la espada
psíquica en la mano. En los ojos del bibliotecario captó un entendimiento firme.
Acaba con esto.
Mephiston alzó el brazo con un movimiento amplio y la espada psíquica Vitarus
salió despedida de su mano y cruzó el aire girando sobre sí misma en dirección a
Rafen. El sargento alargó la mano hacia el arma guiada por algo sobrenatural. La
larga hoja serrada dio una última vuelta sobre sí misma y cayó en su mano por la
empuñadura, con tanta facilidad como si la hubieran forjado para él.
Al no disponer del increíble poder de un psíquico, el metal cristalino de la espada
no era capaz de canalizar la fuerza etérea de la disformidad, pero incluso sin ese
poder seguía siendo una espada de una forja inigualable, y eso era más que suficiente
para que Rafen hiciera lo que tenía que hacer.
El sargento se dio media vuelta con la espada, lanzó un grito y cargó contra el
demonio de la sangre.
—¡Por Sanguinius!
El mutante se detuvo un momento sobre los peldaños, enfurecido al darse cuenta
de que lo interrumpían de nuevo. Al ver la espada abalanzarse contra él, una
expresión de pánico animal le pasó por el rostro. Alargó una garra hacia el arma en
un intento desesperado por detener el golpe. Rafen lo evitó y le clavó a Vitarus en el
torso manchado de sangre y traspasó la piel por encima del nódulo de carne
palpitante que era su corazón secundario. La espada psíquica apagada siseó al
atravesar la carne endurecida como si no fuera más que vapor y partió el órgano por
la mitad. Luego siguió avanzando hasta que salió por la espalda del demonio de la
sangre acompañada de un enorme chorro de sangre negra. La criatura se tambaleó
cuando el dolor le yació los pulmones y se derrumbó sobre los peldaños, bajo el aro
de cobre.
Sin embargo, algunas criaturas no mueren de golpe.

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La vida se le escapaba a cada latido palpitante, pero el clon hizo un último
esfuerzo desesperado por acercarse arrastrándose al sarcófago. Alargó una mano y se
irguió un poco para sentir la calidez del brillo dorado sobre su piel temblorosa.
Rafen aferró las empuñaduras de la espada y del cuchillo y los retorció con un
último giro salvaje de muñeca.
De los labios del demonio de la sangre se escapó un último soplo de aliento
cuando la muerte lo reclamó por fin. Para un hombre que estaba de pie a su lado, para
un hombre que había clavado las armas que habían matado a la maldita criatura,
aquella exhalación podía haber sonado como una palabra.
¿Hermano?

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EPÍLOGO

La amplia extensión del desierto de Óxido se veía con claridad desde las almenas de
la pared escudo de la fortaleza-monasterio.
El desierto se alejaba hasta el horizonte, hacia las montañas Cáliz. Las columnas
de humo negro procedente de las piras funerarias se alzaban hacia el cielo despejado
bajo la luz cálida del día. El humo se inclinaba hacia el este arrastrado por el viento.
Rafen distinguió las manchas rojas de transportes Rhino detenidos al lado de cada
columna de humo. El aire sabía ligeramente a carne quemada y a promethium
ardiendo.
—¿Cómo podemos estar seguros de que los matamos a todos? —preguntó Kayne,
que estaba mirando lo mismo por encima del hombro del sargento.
—Los siervos del capítulo revisarán los archivos de Caecus para estar seguros del
todo, pero sé que ya no habrá más —le respondió—. Su lugar de nacimiento en la
ciudadela quedó arrasado. Todos los que habían sido creados estaban en el sepulcro.
Todos murieron allí.
Kayne frunció el entrecejo y apartó la mirada.
—Pero… —empezó a decir, pero se calló.
—Habla, muchacho —le ordenó Rafen—. Si sirves en mi escuadra, tienes que
decirme lo que piensas cuando yo te diga que lo hagas.
—Mi sargento, aunque honro y reverencio a lord Dante tanto como cualquier otro
ángel sangriento, sigo… preocupado por lo que hizo.
Rafen asintió con gesto lento.
—¿La apertura del sepulcro? —Inspiró profundamente—. Al final, los mutantes
lo habrían encontrado por su propia cuenta. Él sólo hizo que eso ocurriera antes.
—Pero el Sarcófago Dorado… —A Kayne le tembló la voz al decirlo—. Ha sido
mancillado.
—El comandante los dejó entrar porque es un táctico excelente, porque sabía que
todos ellos se sentirían atraídos hacia ese lugar, que el ansia de sangre que los
atormentaba los haría concentrarse en eso y les haría olvidar todo lo demás.
Imagínate qué habría ocurrido si nos hubiéramos visto obligados a cazar uno por uno
a todos los mutantes, si hubieran podido esconderse en los rincones más recónditos
de la fortaleza. Habríamos perdido a muchos guerreros más, y mucho tiempo. —

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Rafen apartó la vista de las piras y miró con atención al joven—. La sangre limpia la
sangre, hermano. La piedra puede arreglarse. Pero la fe…, eso es eterno, y lord Dante
sabe que una fe como la nuestra no puede aplastarse.
—¿Y qué hay de los caídos? ¿Qué hay de nuestros hermanos Puluo y Corvus?
Rafen apartó la mirada de nuevo.
—Puluo es fuerte. Sobrevivirá.
—¿Y Corvus? —Insistió Kayne—. Dio mucho por su penitencia.
—Así es. —El sargento asintió una vez—. El Emperador sabe su nombre.
Se quedaron en silencio durante unos momentos hasta que el joven se atrevió a
hacerle otra pregunta.
—Hermano sargento, ¿qué será ahora de los Ángeles Sangrientos?
Rafen bajó la mirada hacia un estandarte que se agitaba bajo la brisa.
En él se veía el símbolo de una gota de sangre flanqueada por las alas de un
ángel.
—Eso está más allá de nuestro alcance, hermano.

J
Dante paseó la mirada por el Gran Anexo y se detuvo en todos y cada uno de los
guerreros allí presentes: en Armis y en Sentikan, en Orloc, en Seth y en todos los
demás. Frunció el entrecejo al pensar en Daggan, directo y sincero, fuerte y valeroso,
perdido tanto para su capítulo como para los demás astartes. Al igual que Rydae antes
que él, y que Gorn y que Corvus y que todos los marines espaciales muertos en aquel
penoso asunto, sus restos se encontraban a bordo de sus respectivas naves, y en la
capilla del Grial Rojo se habían colgado rollos votivos con sus nombres para honrar
su sacrificio. Era la primera vez que se habían celebrado los ritos de los héroes en la
capilla en nombre de guerreros que no eran Ángeles Sangrientos. Sin embargo, era lo
correcto. Habían muerto en nombre del mismo prímarca y eso era más que suficiente.
Dante estaba de pie en el centro de la estrella de piedra. Inclinó la cabeza.
—Parientes. Primos. —Alzó la mirada y sus ojos se cruzaron con los de Seth—.
No tengo palabras para expresar mi gratitud por la ayuda que le habéis prestado a
Baal en su hora de mayor necesidad. Hemos pagado con nuestra sangre más querida
para preservar la santidad del santuario del Gran Ángel. Tras lo ocurrido, debo
aceptar la responsabilidad de toda esta desgracia. —El señor de los Ángeles
Sangrientos dejó escapar un lento suspiro—. Yo soy el culpable. La responsabilidad
de toda esta atrocidad recae únicamente sobre mí, y la acepto sin excusa alguna.
Como ha dicho mi honorable primo lord Seth, del estado de mi capítulo sólo se me

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puede culpar a mí. Fue mi orgullo el que nos empujó hasta esta situación.
—Bonitas palabras —contestó Orloc—. Pero ¿qué hay de la elección que nos
pides hacer, Dante? ¿Qué hay de esa contribución que nos pides de cada capítulo?
¿Qué vamos a hacer al respecto?
Muchos de los guerreros allí reunidos se volvieron hacia Seth, a la espera de que
el desgarrador de carne, tan directo como siempre, dijera algo, pero éste se mantuvo
en silencio.
—Mantengo la petición —se reafirmó Dante—. Lo único que puedo hacer es
pediros ayuda, pero no guardaré rencor alguno contra cualquier señor de capítulo que
vote en contra de ello. No voy a intentar convenceros. Vosotros debéis decidir.
—Pero la decisión debe ser unánime —advirtió Sentikan—. Si no hay unidad, no
tendrá sentido alguno.
Armis se removió, incómodo.
—¿Te das cuenta de la importancia que tiene todo esto, Dante? Vamos a dejarlo
bien claro: si en la votación nos declaramos en contra de esa contribución, eso
significará la disolución de los Ángeles Sangrientos.
Dante asintió con gesto solemne.
—Me someterá a cualquier decisión que tome este cónclave.
—Entonces, votemos.
La cabeza encapuchada de Sentikan asintió. Las palabras quedaron flotando en el
aire. Nadie quería ser el primero en hablar.
El ángel sangriento y el desgarrador de carne, el ángel bermellón, el sanguinario y
el carmesí, el legionario de la sangre y el espada de la sangre, el devorador de carne,
el ala roja y el bebedor de sangre… Aquellos señores guerreros y los de los demás
capítulos sucesores reunidos en la cámara se mantuvieron en un silencio que pareció
extenderse hasta la eternidad.
Finalmente fue Seth quien dio un paso adelante. Todavía tenía la cara pálida por
el color de las heridas que cicatrizaban, pero la intensidad de su mirada no había
disminuido.
—En mi capítulo tenemos una letanía que recitamos el último día de pruebas,
cuando un guerrero completa su iniciación en nuestras filas y se gana el nombre de
Adeptus Astartes. —Se dirigió lentamente hacia Dante—. Es la Invocación del
Iniciado. Cada capítulo posee su propia versión, pero se encuentra en el núcleo de lo
que somos. Estas palabras refuerzan nuestra unión, la fuerza de nuestro propósito. —
Seth se calló un momento, y cuando habló de nuevo lo hizo con una sinceridad
brusca que hizo pensar a todos los guerreros presentes—. Porque aquel que derrame
su sangre hoy conmigo será mi hermano de batalla para siempre.
El desgarrador de carne desenvainó su cuchillo despellejador y se pasó el filo por
la palma de la mano. Apareció una línea de sangre, y Seth le ofreció tanto la mano

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como el cuchillo a Dante. El ángel sangriento imitó el gesto y los dos señores de
capítulo entrechocaron las manos y mezclaron la sangre.
—Te daré los hombres, y lo mismo harán todos los demás sucesores presentes —
le prometió Seth—. Vuestro futuro quedará asegurado.
Había muy pocas cosas que fueran capaces de sorprender a Dante, pero sintió esa
emoción en ese momento.
—¿Por qué?
—Porque es la voluntad del Emperador —le contestó Seth con una sonrisa—.
Nos ha traído a este lugar, a esta situación, por una razón, por una lección. Para
ponerte a prueba. Para recordárnoslo.
—¿Para recordarnos qué?
La sonrisa de Seth se ensanchó y dejó los colmillos al descubierto. Dante se
sorprendió al darse cuenta de que le devolvía la sonrisa.
—Para recordarnos que no somos primos, ángel sangriento, somos hermanos.

J
Turcio tomó con cuidado las distintas piezas de la servoarmadura de la estantería de
la cámara de la armería. Dedicó unos pocos segundos a cada pieza para recitar la
Plegaria de las Armas.
Ajir lo observó, consciente de que el penitente estaba haciendo caso omiso de su
presencia. Al final, le habló.
—Entregó su vida en vano —le dijo—. ¿Es que no lo entiendes?
Turcio titubeó un momento y luego siguió con su tarea.
—¿Es eso lo que crees?
El marine espacial pasó un paño suave por el símbolo de la placa pectoral de la
armadura.
—¿Es que Corvus pensaba que con su muerte expiaría de algún modo su
penitencia? ¿Por eso lo hizo?
—Corvus hizo lo que creía que era correcto. Por eso estoy orgulloso de llamarlo
mi hermano de batalla.
Ajir tomó en sus manos el casco del guerrero muerto y negó con la cabeza.
—Murió para nada.
Turcio dejó la placa pectoral en una estantería y se volvió para mirar a Ajir con
una expresión airada. La marca del penitente que llevaba en la mejilla se veía
enrojecida por la rabia.
—Si de verdad crees eso, entonces es que no lo conocías, y por eso me das pena.

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—No lo entiendo.
El otro marine espacial negó con la cabeza a su vez y se dio la vuelta.
—Eso está claro. Si hubieras conocido a Corvus, si hubieras visto a la persona en
vez de la marca…, entonces quizá lo entenderías.
Turcio se marchó y dejó a Ajir mirando los ojos de un casco vacío.
Rafen contempló cómo se marchaba su hermano de batalla. Las heridas sufridas a
lo largo de los días anteriores seguían frescas y tardarían algún tiempo en curarse. El
sargento volvió a concentrarse en sus propios deberes y siguió limpiando el bólter
con los cepillos adecuados. La sencillez de la tarea lo ayudaba a concentrarse.
Una sombra lo cubrió, y alzó la mirada.
—Hermano sargento Noxx.
El desgarrador de carne inclinó la cabeza.
—Hermano sargento Rafen. Traigo noticias del cónclave. He pensado que
querrías saberlo. Todos los señores de capítulo han aprobado la contribución.
En el rostro del ángel sangriento apareció una expresión de alivio.
—Gracias.
—Mi señor y nuestra delegación vamos a regresar a Entaen para finalizar nuestra
campaña allí, pero antes de que lo hagamos, existe otro asunto del que quisiera que
habláramos.
—Adelante.
Noxx clavó los ojos en los suyos.
—No nos llevamos bien.
Rafen sonrió sin alegría alguna.
—De eso no cabe duda.
—Pero quiero que sepas una cosa. En el sepulcro… recordé algo, una cierta raíz
común para los dos.
—Yo también —admitió Rafen.
Noxx asintió de nuevo.
—Por ello, quizá me disgustes un poco menos ahora.
—Yo siento lo mismo. —Rafen ofreció la mano al desgarrador de carne—.
Entonces, hasta que nuestros caminos se crucen de nuevo.
Noxx se la estrechó.
—Tengo el presentimiento de que eso será antes de lo que ninguno de los dos nos
esperamos…
Un marine espacial con la túnica de reborde dorado de la guardia de honor entró
en la cámara y los interrumpió.
—Hermano sargento Rafen.
—¿Quién me llama?
—El señor del capítulo —le respondió—. Debéis acudir a su presencia.

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J
Dante apartó los ojos del ventanal a través del cual estaba mirando cuando Rafen
entró y le hizo una reverencia. El comandante le indicó con un gesto que se acercara,
y el astartes cruzó la estancia.
Rafen también vio a Mephiston, que se encontraba delante de la ventana, bajo la
larga sombra provocada por la luz del sol rojo. El psíquico le hizo un gesto de
asentimiento. No mostraba señal alguna de las heridas que había sufrido durante la
batalla de la noche anterior. Rafen sintió como un cosquilleo en la mano al recordar el
tacto de la espada psíquica. El hermano Corbulo estaba al otro lado de la estancia,
observando y a la espera.
—Maestre. Mis señores. ¿Qué deseáis?
Dante se volvió hacia él con una expresión de preocupación en el rostro. Tenía
una placa de datos en la mano.
—Esto es un informe inicial de las escuadras de tecnomarines que enviamos para
que revisaran las ruinas de la Ciudadela Vitalis. Las bobinas pictográficas que han
recuperado del laboratorio de Caecus han proporcionado una información muy
preocupante.
—¿Fabius? —Rafen sintió que se le formaba un nudo en la garganta al pronunciar
el nombre del renegado.
Dante asintió, pero fue Corbulo quien le contestó.
—Antes de huir de la fortaleza, Caecus se llevó una parte de la sangre sagrada del
Grial Rojo. —A Rafen se le heló la sangre en las venas al pensar en semejante
profanación—. Al parecer… alguien se apropió de ese vial.
—El traidor lo tiene —exclamó Mephiston—. Sin duda es la persona que huyó a
través del portal de la disformidad.
El corazón de Rafen palpitó con fuerza.
—Y yo lo dejé escapar…
—La culpa no la tienes tú —le contestó Dante—. Todos nos confiamos en
demasía. La responsabilidad es compartida.
—¿Para qué quiere la sangre del primarca? —Barboteó Rafen—. En nombre de
Terra, ¿qué clase de hechicería podría hacer con ella?
Dante intercambió una mirada con sus lugartenientes.
—No podemos saberlo. De lo que estamos seguros es de que un acto tan odioso
no quedará sin castigo. Fabius Bilis ha sido una plaga para la galaxia durante
demasiado tiempo, y ahora ha despertado la ira de los hijos de Sanguinius.
—Estoy a vuestras órdenes. ¿Qué queréis que haga? —asintió Rafen.
—Prepara la nave de combate Tycho —le dijo Mephiston—. Reúne a tus

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hombres. Partirás y buscarás a ese criminal.
—¿Qué debo hacer cuando lo encuentre?
—Recuperarás la sangre sagrada —le ordenó Dante mientras lo miraba fijamente
—. Y borrarás de la existencia a ese parásito.

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