WARHAMMER - El Quebrantador de Juramentos - Nick Kyme
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Nick Kyme
El quebrantador de Juramentos
Warhammer
ePub r1.0
epublector 01.07.14
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Título original: Oathbreaker
Nick Kyme, 2008
Traducción: Aida Candelario Castro
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Para el barbalarga más sabio y anciano que conozco.
Para mi consejero y custodio del saber.
Para mi abuelo
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Ésta es una época oscura, una época de demonios y brujería. Es una época
de batallas y muertes, y del fin del mundo. En medio de todo el fuego, las
llamas y la furia, también es una época de poderosos héroes, de osadas
hazañas y de grandiosa valentía. En el centro del Viejo Mundo se
encuentran las tierras de los hombres, gobernadas por belicosos caciques
tribales.
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PRÓLOGO
Ralkan huyó por las ruinas del sótano, abriéndose paso a tientas y frenéticamente por
el escarpado túnel. Las antiguas paredes estaban calientes, igual que el aire viciado por
el que avanzaban y que secaba la ropa empapada del enano. El fuerte hedor a azufre le
escocía en la nariz, pero lo ignoró.
Con el corazón acelerado, Ralkan se arriesgó a echar una rápida mirada a su
espalda. El túnel se extendía interminablemente y el techo abovedado se iba elevando
cada vez más hasta perderse en un firmamento de estrellas. No había nada más, no lo
seguía ningún monstruo, pero continuó huyendo. Volvió a mirar hacia delante, pero
no vio la grieta en el suelo del túnel. Tropezó y cayó dentro, hundiéndose en las
entrañas de la tierra. Toda noción de tiempo y espacio desapareció hasta que chocó
contra el suelo con gran estruendo. Un latigazo ardiente azotó la mano de Ralkan,
donde la roca le había abierto un tajo sangrante, y se dio cuenta de que se encontraba
de nuevo en el mismo túnel.
Ralkan se puso en pie con dificultad y se obligó a doblar una esquina, azuzado por
el temor indescriptible que lo perseguía. Cayó de nuevo y se hizo un desgarrón en el
jubón de cuero. Se puso en pie mientras le mascullaba una plegaria a Grungni.
Entonces se detuvo, rodeado por la creciente oscuridad y el prolongado silencio del
sótano. Contuvo la respiración dolorosamente y palpó la pared de nuevo. No para
orientarse, pues su vista de enano atravesaba las densas sombras lo suficiente para ver,
sino para intentar recordar.
Mientras los dedos nudosos de Ralkan reseguían la roca y la piedra irregular
encontraron un símbolo rúnico. Se trataba de una enorme cruz en diagonal cuyos
extremos estaban coronados con cortas líneas horizontales. Era muy grande. Y la
reconoció.
—Uzkul —dijo Ralkan entre dientes.
Un gélido terror se apoderó de su corazón mientras el enano comprendía al
instante lo que significaba. Era una advertencia. También significaba algo más: no
recordaba este lugar, y con esa idea llegó una aplastante certeza.
Estaba perdido.
Siguió avanzando a toda prisa y vio una tenue luz más adelante: la parpadeante
llama de algún brasero encendido o el pálido resplandor de las brasas en una
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chimenea. Le rogó a Valaya que fuera cualquiera de las dos opciones. El túnel se
ensanchó mientras se acercaba a la luz y el fétido olor a azufre que le invadía las fosas
nasales se volvió más acre. Las paredes irradiaban calor, Ralkan no necesitaba tocarlas
para sentirlo. Para cuando llegó a la abertura desde la que provenía la luz, tenía la
ropa completamente seca.
Ralkan se adentró con vacilación en el círculo de luz y aferró el talismán de Valaya
que llevaba alrededor del cuello.
—Por la eterna barba de Grungni…
Su voz no fue más que un susurro mientras contemplaba la enorme caverna que
se extendía ante él bañada en una brillante aura.
Al otro lado del umbral de la sala había montañas de oro como Ralkan no había
visto en toda su larga vida. El tesoro escondido era tan formidable e inmenso que
tanto éste como la enorme caverna parecían no tener fin. Antes de darse cuenta de lo
que estaba haciendo, el enano ya se había adentrado en la estancia y se había situado
bajo un difuso rayo de luz natural que llegaba de arriba. Ralkan apaciguó sus deseos
lanzándose de cabeza sobre el montículo de riquezas más cercano y escarbando con
regocijo. La embriagadora fragancia del oro le llenó las fosas nasales, su sabor le
produjo un cosquilleo en la lengua mientras se sumergía. Monedas y gemas se
derramaron copiosamente pero, mientras Ralkan las removía en su frenesí, algo más
quedó al descubierto debajo: una cabeza de enano reseca. Ralkan retrocedió y, al
hacerlo, lo asaltó un hedor que superó al olor del oro: el hedor de algo antiguo, tan
antiguo como el mundo.
Un viento áspero soplaba desde una lejana zona de creciente sombra al fondo de
la espléndida cámara. No, no era viento… Era algo que se movía despacio,
desenroscándose poco a poco, oculto entre las densas sombras donde el aura de luz
parecía que no se atrevía a extenderse.
Entrar corriendo en la cámara había sido un error.
El ansia de oro de Ralkan, un sentimiento presente en el corazón de todo enano,
quedó en nada. El ruido de unos fuertes resoplidos retumbó en las paredes. Ralkan
habría huido si sus piernas de enano se lo hubieran permitido. En cambio, era como
una estatua con la mirada clavada en la oscuridad. Notó de nuevo el hedor del azufre,
tan fuerte que hizo que le lloraran los ojos, y sintió un aliento caliente y húmedo
contra la nuca. Hubiera lo que hubiese en aquellas sombras había logrado pasar sin
que el enano lo viera y ahora estaba detrás de él. Los resoplidos disminuyeron y los
remplazó un profundo y resonante sonido de succión.
Los ojos de la cabeza reseca se abrieron de repente, desafiando todas las leyes de la
naturaleza.
—¡Huye! —dijo entre dientes, exhalando con el aliento un tufo a descomposición.
Ralkan se dio la vuelta…
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Un intenso dolor se apoderó del cuerpo del enano mientras el fuego lo arrasaba,
devorando con avidez cuero, metal y tela. Le inundó los sentidos, las terminaciones
nerviosas se quemaron hasta que ya no sintió nada, no vio nada, salvo una negrura
vacía y atrayente. Ralkan abrió la boca para gritar pero el fuego le abrasó la garganta,
sellándola, y le arrancó la carne de los huesos…
***
Ralkan despertó cubriéndose la boca con una mano nudosa para no gritar. Estaba
empapado de sudor a pesar de la fría cámara de piedra donde se hallaba. Contuvo las
lágrimas mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. Aguardó un momento
escuchando atentamente el silencio… Nada se movía. Ralkan exhaló aliviado, pero el
corazón seguía latiéndole con fuerza a causa de la pesadilla. No, no había sido una
pesadilla. Había sido un presagio, un presagio de su destino.
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UNO
La inmensa extensión del Agua Negra se extendía abajo, en el valle, como si se tratara
de un infinito mar de color obsidiana. Una densa niebla descansaba encima como una
vaporosa piel blanca, acentuando el fresco de primeras horas de la mañana. No se
agitaba ni lo más mínimo, sino que permanecía como un cristal estigio: extenso,
poderoso e imponente. Había que reconocer que era un lago impresionante, vasto e
increíblemente profundo, situado en un enorme cráter que se abría como unas
gigantescas fauces de las que sobresalían dientes rocosos. Brillantes jirones plateados
descendían entre las piedras apiñadas y los valles ocultos, llenando la cuenca del lago,
parecida a un abismo, con las aguas de deshielo de las montañas de alrededor. Su
vítrea superficie ocultaba, con su aparente calma, lo que moraba en las profundidades
del Agua Negra. Corrían insistentes rumores acerca de antiguos seres, vivos desde
mucho antes de que los elfos y los enanos llegaran al Viejo Mundo, que dormían en la
líquida oscuridad.
—Varn Drazh —murmuró Halgar Mediamano casi con añoranza.
Una sonrisa arrugó los rasgos del viejo enano, casi ocultos bajo la enorme barba
que llevaba trenzada con piezas de oro y pasadores de bronce, mientras contemplaba
la vista que se extendía ante él y más allá.
Desde un cerro que daba a la profunda cuenca del Agua Negra, se podían ver
mesetas escarpadas y espesos pinares desperdigados entre el yermo paisaje.
Serpenteantes senderos y precarios desfiladeros se abrían paso entre las rocas. Halgar
siguió uno hasta la cima de las montañas. Los picos, irregulares, puntas de roca
coronadas de nieve, erosionadas por todas las eras del mundo, se alzaban como
centinelas desafiantes. Ésta era la espina dorsal de Karaz Ankor, el duradero reino de
los enanos, el fin del mundo.
Halgar se alisó el poblado bigote canoso distraídamente con una mano que sólo
tenía dos dedos y el pulgar; la otra, dotada de todos sus dedos, descansaba sobre la
resistente hacha que llevaba atada a la cintura.
—Siempre me impresiona la majestuosidad de las montañas del Fin del Mundo —
comentó con voz profunda el señor del clan Lokki Kraggson, a su lado, mientras su
aliento se convertía en vaho en el frío aire matutino.
Halgar frunció el entrecejo. Una inquietante nube cruzó el cielo color platino,
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cargada de la amenaza de nieve.
—El invierno es el momento de muchos finales —apuntó con tono adusto.
—Al frío le va a costar mucho descargar su ira bajo tierra, no tenemos por qué
preocuparnos de su dureza —respondió Lokki.
Halgar soltó un gruñido que podría haber sido de diversión.
—Quizás tengas razón —dijo entre dientes—. Pero eso es lo que pasa con los
finales, muchacho, nunca los ves venir.
—Estamos cerca, viejo amigo —añadió Lokki, a falta de algo más tranquilizador, y
apoyó la mano, recubierta de anillos grabados con las runas reales de Karak Izor,
sobre el hombro del barbalarga.
Halgar se volvió hacia su señor y colocó la mano sobre la de Lokki en un gesto de
hermandad.
—Sí, muchacho —respondió, ya sin el menor rastro de su anterior melancolía.
Había fuerza y sabiduría en los ojos de Halgar. El anciano enano había visto
mucho, se había enfrentado a muchos enemigos y había soportado más dificultades
que nadie que Lokki conociera. Era el profesor del señor del clan y lo instruía en las
costumbres de su clan y su fortaleza. Halgar fue el primero que le enseñó a blandir un
hacha y un martillo, a formar un muro de escudos y convertirse en un eslabón en la
impenetrable malla de una hueste de enanos. Halgar aún llevaba la misma armadura
de aquellos días: una gruesa cota de malla y hombreras de metal que lucían las runas
de su clan, junto con un yelmo de bronce ribeteado de plata. La antigua armadura era
una reliquia que atesoraba de los recuerdos de la batalla. Aunque la limpiaba y le
sacaba brillo con frecuencia, aún mostraba oscuras manchas de sangre —viejísimas—
que no se podían sacar.
—Yo, por mi parte, agradeceré la hospitalidad de los salones de Karak Varn —dijo
Lokki mientras se apartaba del cerro y atravesaba las largas gramíneas, cargadas de
rocío, hacia la Vieja Carretera Enana.
Habían recorrido mucho camino, había sido un viaje de varios meses. Primero al
norte de Karak Izor en las Cuevas —la montaña de Cobre— y luego habían
atravesado el río Sol en una barcaza, a la sombra de Karak Hirn, la Ciudadela del
Cuerno. Cruzar los puntiagudos riscos de las Montañas Negras había resultado difícil,
pero los caminos estrechos y poco transitados los habían conducido al Paso del Fuego
Negro. Se habían adentrado por el amplio cañón sigilosamente, pues no querían
atraer a sus moradores, al menos hasta haber llegado a la orilla del gigantesco lago.
Ahora las ondulantes estribaciones cubiertas de rocas del accidentado terreno elevado
eran lo único que se interponía entre ellos y la fortaleza de Karak Varn.
—Se me están acabando las suelas de las botas, y las ganas de comer pan enano y
kuri —se quejó Lokki.
—¡Bah! Esto no es nada —respondió bruscamente Halgar, cuyo humor se
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ensombreció de pronto—. Cuando era un barbilampiño y Karak Izor estaba en plena
juventud, fui desde la montaña de Cobreihasta Karak Ungor, malditos sean los
asquerosos grobis que infestan sus salones. —Escupió e hizo un gesto de dolor
mientras regresaba al camino aferrándose el pecho.
Lokki acudió en ayuda del barbalarga, pero Halgar lo apartó con un gesto y un
gruñido.
—Tranquilo, sólo es un picor —refunfuñó, conteniendo el dolor—. Maldita
humedad —añadió entre dientes mientras se protegía los ojos del sol, que iba saliendo
lentamente.
—¿Por qué no te la has sacado nunca? —preguntó Lokki.
Atravesando la armadura y enterrada en el fornido pecho de Halgar se veía la
punta de una flecha de goblin. Habían partido el asta emplumada hacía mucho, pero
aún quedaba un cabo corto.
—La guardo como recuerdo de la inmundicia de los grobis y la perfidia de los
elfos —respondió el barbalarga con los ojos llenos de animadversión. Después
descendió pesadamente por el camino dejando atrás a su señor.
—No fue mi intención ofenderte, Halgar —le aseguró Lokki mientras coronaban
otra cuesta.
—Cuando seas tan viejo como yo, lo entenderás, muchacho —dijo Halgar,
ablandándose de nuevo—. Es mi última lección —añadió, mirando a Lokki a los ojos
—. Nunca olvides ni perdones.
Lokki asintió con la cabeza. Conocía perfectamente los principios de su raza, pero
Halgar se los inculcaba con la convicción de la experiencia.
—Ahora, vamos a…
Halgar se interrumpió y señaló hacia un barranco poco profundo situado por
debajo de ellos, donde el camino descendía hasta la cuenca del Agua Negra. Lokki
siguió su mirada y vio los restos de varios arcones de madera. Eran antiguos, la
madera estaba alabeada, cubierta de musgo y aulaga silvestre, pero eran
inconfundibles. Sin embargo, fue lo que había junto a los arcones lo que más
sorprendió al señor del clan: esqueletos. Huesos y cráneos que sólo podían pertenecer
a enanos.
Halgar bajó al barranco andando con mucho cuidado entre los afloramientos
rocosos y las resistentes matas de gramíneas silvestres mientras Lokki lo seguía de
cerca. No tardaron en llegar a los restos.
Halgar se agachó entre los esqueletos e hizo una mueca. Muchos aún vestían sus
armaduras, aunque el tiempo había hecho estragos en ellas.
—Las criaturas salvajes les han dejado los huesos limpios —comentó Halgar
mientras examinaba uno—. Los han roído —añadió con desagrado y pena.
—Hay más… —anunció Lokki.
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Más allá de donde se encontraban los dos enanos en cuclillas se extendía una
llanura elevada azotada por el viento, con los márgenes bordeados de esquisto y
guijarros procedentes de la orilla del lago, y más huesos desparramados.
—También hay de grobi —dijo Lokki y tiró un asqueroso trozo de piel mientras
caminaba por la accidentada llanura.
Había esqueletos por todas partes, junto con más arcones rotos. Después de
haberle servido de alimento a las bestias salvajes, los despojos de la batalla habían
quedado desperdigados por todas partes, lo que hacía imposible calcular la magnitud
o el significado de aquel combate.
—No me gusta esto —dijo Lokki, dirigiéndose a otro arcón, que también estaba
vacío.
—Se trataba de un grupo procedente de Karak Varn —masculló Halgar, que había
seguido a Lokki.
—¿Cuántos? —preguntó el señor del clan.
—Es difícil de decir —murmuró Halgar mientras examinaba uno de los arcones
con más atención—. Wutroth —dijo para si, refiriéndose a la madera poco común de
la que estaba hecho el arcón.
Por encima de Lokki, una gruesa lengua de roca sobresalía sobre la llanura
cubierta de hierba, tapando el áspero sol invernal. Un estrecho sendero, poco más que
un fino rastro, subía serpenteando hasta él desde el antiguo campo de batalla.
—Voy a buscar un mirador mejor —dijo mientras subía por el camino y la barba
se le sacudía por los azotes del viento.
Allí, sobre la cuesta, Lokki contempló el alcance de la batalla que había tenido
lugar. Divisó por lo menos un centenar de cuerpos de enanos, y el doble de goblins y
orcos, aunque sólo Grungni sabía a cuántos más se los habrían llevado las bestias de
las estribaciones para roerlos en sus cuevas. Había una gran concentración de huesos
—de enanos y pieles verdes— en la orilla del Agua Negra donde Halgar estaba
agachado. Los enanos parecían estar colocados en un círculo apretado, como si
hubieran caído mientras se defendían con fiereza. Los esqueletos de los orcos
trazaban una espiral, alejándose de ese macabro círculo que los había rechazado.
También podían verse los restos destrozados de unos treinta arcones. Viejas huellas,
de pesados pies calzados con botas, se alejaban del lugar, demasiado grandes y bastas
para tratarse de enanos. Aquello no había terminado bien para los guerreros de Karak
Varn y Lokki pronunció un juramento entre dientes.
Al regresar del espolón, Lokki encontró a Halgar resiguiendo una runa marcada a
fuego en uno de los arcones.
—Gromril —dijo el barbalarga sin levantar la mirada, indicando el contenido del
arcón—. Probablemente destinado al Gran Rey de Karaz-a-Karak —conjeturó,
basándose en la dirección de las huellas.
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—¿Qué es eso? —preguntó Lokki.
Su aguda mirada había distinguido algo en medio de la carnicería. Un esqueleto
de enano llevaba un talismán alrededor del cuello. La cadena estaba deslustrada, pero
el talismán seguía tan impoluto como el día que lo habían forjado. Tenía una runa
marcada. Lokki se lo mostró a Halgar. El anciano enano entrecerró los ojos y luego lo
cogió de manos de Lokki para verlo mejor.
—Lleva la runa personal de Kadrin Melenarroja —anunció, levantando los ojos
hacia su señor. Una adusta expresión había aparecido en su rostro al reconocerla.
—¿El señor de Karak Varn? —El tono de Lokki fue igual de sombrío.
—El mismo —confirmó Halgar—. No cabe duda de que cayó protegiendo el envío
de gromril para Karak-a-Karak.
—Debe llevar muerto mucho tiempo —apuntó Lokki—, y sin embargo, Karak
Varn no lo ha comunicado.
La expresión de Halgar se tornó lúgubre.
—Quizás no pudieron hacer llegar la noticia a las otras fortalezas —sugirió el
barbalarga—. No vi huellas de dawis alejándose de esta runk —añadió, señalando el
campo de batalla sembrado de huesos—. Lo más probable es que los suyos no sepan
qué ha sido de Kadrin Melenarroja.
Lokki bajó la mirada hacia el esqueleto de enano que había llevado el talismán: los
restos, al parecer, de lord Melenarroja. El cráneo estaba casi partido en dos. Había un
yelmo de metal rajado cerca de allí. Pasó su dedo, de piel oscura y gruesa como el
cuero, por la herida.
—El golpe es irregular y burdo, pero lo asestaron con fuerza —dijo.
—Urks —respondió Halgar, mostrando los dientes.
—Vi sus huellas alejándose del combate. Aquí se libró una batalla importante —
aseguró Lokki—. ¿Cuánto tiempo crees que llevan aquí estos esqueletos? —inquirió el
señor del clan, aceptando el talismán de Kadrin Melenattoja que Halgar le devolvía.
El barbalarga estaba a punto de responder cuando de pronto, olisqueó algo en el
aire.
—¿Hueles eso? —preguntó mientras se ponía en pie y sacaba el hacha.
Un rugido salvaje resonó por las rocas de alrededor. Lokki levantó la mirada y
sintió la bilis caliente en la garganta. Un grupo de cinco orcos bajaba a la carga por el
lado este del barranco, siguiendo la ruta que habían tomado los dos enanos,
blandiendo cuchillos manchados de sangre y lanzas rudimentarias. Siete más salieron
de detrás de un grupo de rocas en el lado opuesto, armados con toscos garrotes. Al
menos tres más llegaron por un segundo sendero, al otro lado del saliente de la colina,
con escudos de madera y burdas espadas de hoja gruesa. Lucían corazas de cuero
manchadas de mugre y tachonadas de hierro oxidado, y aros perforándoles la piel
gruesa y oscura. Los orcos bramaron mientras se agrupaban.
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—Nos han estado vigilando —comprendió Lokki, que se puso en pie y se colocó
espalda contra espalda con Halgar a la vez que sacaba el martillo y levantaba el
escudo.
—Sí, muchacho —masculló Halgar, olfateando con desdén.
—Nunca perdones ni olvides —gruñó Lokki mientras los orcos se lanzaban contra
ellos.
***
Uthor Algrimson se llenó los pulmones con una potente bocanada de aire gélido
mientras contemplaba las cumbres envueltas en niebla de las lejanas Montañas del
Fin del Mundo. En una zona de terreno bajo en las estribaciones de la imponente
cordillera, dejó de sentir los calambres que padecía en cuello y espalda. El sol estaba
despuntando en el horizonte mientras él disfrutaba de la vista. Su hogar en Karak
Kadrin, situado allá al norte, se fue convirtiendo en un lejano recuerdo a medida que
la sombra de Zhufbar se alzaba imponente al oeste. Y más allá estaba Karak Varn.
La brisa de las tierras altas agitaba las alas del yelmo que llevaba el enano y hacía
ondear su capa corta. El viento lo limpió de su sombrío humor y empujó la
desesperada situación de su señor y padre al fondo de su mente.
Por debajo de él, después de una empinada escarpadura, refulgía la vasta y oscura
sombra del Agua Negra. Uthor había aparecido en el borde oeste de la misma.
—Es una vista maravillosa, ¿verdad? —comentó una voz por encima de Uthor.
El enano, que se sobresaltó un momento, levantó la mirada y vio a un enano
medio calvo con una espesa barba rojiza. Estaba sentado sobre un afloramiento
rocoso desde el que se dominaba el gigantesco lago. Volutas de humo se alzaban del
cuenco de una pipa de hueso que sujetaba con el pulgar y el índice de la mano
derecha, una ballesta de aspecto extraño descansaba sobre su regazo. Vestía un
resistente mandil de cuero sobre una túnica que mostraba la runa de Zhufbar.
—Según la leyenda, el cráter se formó debido al impacto de un meteorito en la
antigüedad. Hoy en día, las agitadas aguas del lago bañan la mena que se extrae de las
minas y hacen girar las grandes norias que mueven los martillos de forjar de Zhufbar
y Karak Varn —explicó el enano y, mirando a Uthor, añadió—: Rorek Ojopedernal de
Zhufbar.
—Uthor Algrimson de Karak Kadrin —respondió Uthor con una inclinación de
cabeza y, cuando el otro enano se volvió hacia él, observó que llevaba un parche en el
ojo.
Rorek se puso en pie y bajó del afloramiento rocoso. Los dos enanos se dieron un
efusivo apretón de manos. Uthor se fijó en que su hermano llevaba en el dedo un
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anillo grabado con el emblema de un gremio artesano.
—Ingeniero y guía turístico —comentó al reconocer el emblema.
—En efecto —respondió Rorek, que no dejó de mascar el extremo de su pipa a lo
largo de todo el intercambio de palabras, al parecer sin inmutarse por el leve escarnio
que Uthor le había dirigido.
Uthor esbozó una sonrisa fría mientras ponía fin al apretón. A juzgar por sus
manos, Rorek sólo podía ser un enano artesano, ya que eran roscas, y estaban
manchadas de aceite y virutas de metal.
—Estás lejos de casa, Uthor Algrimson —dijo Rorek.
—Un miembro lejano de mi clan, Kadrin Melenarroja de Karak Varn, me ha
convocado a un consejo de guerra —contestó Uthor, poniéndose derecho—. Hay
pieles verdes alrededor del Agua Negra buscando probar el sabor de mi hacha —
añadió con una amplia sonrisa.
—En ese caso, somos compañeros en esta misión —anunció Rorek—, pues yo
también me dirijo a Karak Varn.
—Tu ballesta es impresionante, hermano —dijo Uthor, que no había visto nunca
nada igual.
Rorek bajó los ojos hacia el arma y la sostuvo contra el pecho con ambas manos
para que Uthor pudiera verla mejor.
—La he diseñado yo mismo —aseguró, vanagloriándose.
La ballesta era más grande que las que usaban los ballesteros de Karak Kadrin.
Uthor estaba familiarizado con ese tipo de arma, ya que había utilizado una durante
las numerosas expediciones contra los goblins en las que había acompañado a su
padre. Un oscuro recuerdo surgió por su propia voluntad en la mente de Uthor al
pensar en su señor. Lo aplastó y se concentró en la creación del ingeniero.
Estaba bien hecha, como era de esperar de los enanos de Zhufbar. Tenía una
pequeña palanca de metal, sujeta a una base circular, atornillada al mango y en la
larga estructura de madera había una caja de metal de aspecto pesado llena de flechas.
Uthor no pudo evitar fijarse en una caja parecida atada al grueso cinto de
herramientas del ingeniero, que contenía una cuerda enrollada con un resistente
gancho de metal en un extremo.
—Es… poco común —dijo.
—Aún no se la he presentado al gremio —admitió Rorek.
Uthor no era ingeniero, pero conocía las tradiciones que había establecido el
gremio de ingenieros y sabía que eran reacios a aceptar inventos. Intentar que el
gremio reconociera tal artefacto podría poner en peligro la condición de Rorek y lo
más probable era que lo recibieran con descontento.
Antes de que Uthor pudiera decirle nada de esto al ingeniero, la brisa trajo el
sonido del entrechocar del acero y los gritos de la batalla. Se podían distinguir
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palabras en khazalid en medio del clamor de la lejana refriega. Rorek abrió mucho el
ojo bueno mientras se volvía hacia el origen del alboroto.
—No está lejos —anunció—. Al sur, justo después de este lado del Agua Negra.
—Entonces será mejor que nos demos prisa —propuso, Uthor torciendo el labio
superior en una sonrisa salvaje—. Parece que la batalla ha comenzado sin nosotros.
***
Gromrund del clan Yelmoalto, martillador del Gran Rey Kurgaz de Karak Hirn y
llamado así por el poderoso y ancestral yelmo de guerra que llevaba en la cabeza, bajó
con rigidez por el camino Ungdrin, con su compañero siguiéndolo a pocos pasos de
distancia.
El camino subterráneo de los enanos, abierto en las rocas en la antigüedad, en un
esfuerzo en conectar las numerosas fortalezas de las montañas del Fin del Mundo, era
enorme. Faros rúnicos a los que se podía hacer brillar, e incluso arder, con una sola
palabra en khazalid, la lengua de los enanos, proporcionaban orientación e
iluminación a través de los miles de túneles que desde la Era de la Aflicción se habían
convertido, al menos en parte, en el dominio de criaturas malignas: orcos, goblins y
moradores aún peores asolaban ahora los pasadizos en ruinas del camino Ungdrin.
—Las puertas de Karak Varn no están lejos —dijo Gromrund mientras levantaba
un farol tras fijarse en una runa indicadora grabada en una de las elaboradas
columnas situadas a lo largo de las paredes del túnel.
Entre ellas había estatuas de dioses del pasado. A sus pies se veían gruesas lajas de
piedra gris y marrón claro colocadas formando un mosaico entretejido con las runas
de Karak Varn.
—Por aquí —indicó el martillador y se fundió con la oscuridad.
—¿Has visto alguna vez las puertas doradas de Barak Varr, amigo? —preguntó el
compañero de Gromrund, un enano que se había presentado como Hakem, hijo de
Honak, del clan Honak, portador del martillo Honakinn y heredero de las casas
mercantes de Barak Varr, Puerta del Mar y Joya del Oeste. La interminable genealogía
no impresionó al martillador.
—No, pero sospecho que estás a punto de describírmelas —contestó Gromrund
con brusco desdén.
Los dos enanos se habían encontrado en una confluencia del camino Ungdrin por
pura casualidad, en un punto en el que los túneles subterráneos que conectaban Karak
Hirn y Barak Varr se unían. Llevaban tres días viajando juntos. A Gromrund le
habían parecido meses.
—No tienen nada que envidiar a las grandes puertas de Karaz-a-Karak en cuanto
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a majestuosidad —se vanaglorió Hakem—, eclipsan incluso al Vala-Azrilungol con su
belleza. Están hechas de hierro con incrustaciones de joyas centelleantes que brillan
con la luz del sol. Cada puerta lleva forjada en el metal la imagen de los reyes Grund
Hurzag y Norgrikk Cejorrisco, fundadores de la Puerta del Mar y mis estimados
antepasados. Franjas de gruesa y reluciente filigrana de oro dibujan las runas del clan
real de Barak Varr.
Al señor del clan mercante se le empañaron los ojos al hablar de esa obra maestra
arquitectónica.
—Estoy seguro de que son una maravilla —comentó el taciturno martillador,
preguntándose si podría hacer callar a su compañero de viaje con un golpe de su gran
martillo, pues dudaba que alguien fuera a echar de menos al señor del clan mercante.
Sin embargo, para ser sincero, incluso Gromrund se conmovió, como les ocurría a
todos los enanos cuando se hablaba de los viejos tiempos, pero hizo todo lo posible
para ocultarlo.
La vestimenta de mercader de Hakem era casi tan aparatosa como su lengua: la
armadura dorada, los anillos de los dedos y la túnica de terciopelo morado hablaban
de riqueza, pero no de herencia, de honor. A Gromrund esta opulencia le resultaba
decadente y de mal gusto. Sabía que la Guerra de Venganza había dañado los bolsillos
y el orgullo de los señores de los clanes mercantes de Barak Varr. Ahora, unos
cuatrocientos años después, se había interrumpido el comercio con los elfos.
Necesitaban establecer vínculos más fuertes con sus parientes, ganarse su favor y
forjar nuevos contratos. No se le ocurría ninguna otra razón para que hubieran
convocado a Hakem. Invitar a un enano como éste a un consejo de guerra parecía
inapropiado, como mínimo; como máximo, era un insulto.
El Ungdrin se estrechaba más adelante y el techo se inclinaba hacia abajo
bruscamente, sin duda como resultado de los terremotos que habían asolado Karak
Varn y todo Karaz Ankor. Esto obligó al martillador a volver a concentrarse en el
asunto que los ocupaba. Los daños sólo afectaban a una corta sección del túnel, pero
Gromrund tuvo que inclinarse para poder pasar con el yelmo, que lucía dos enormes
cuernos enroscados y la efigie de un jabalí de bronce.
—¿Por qué no te quitas el yelmo, hermano? —propuso Hakem, que iba justo
detrás de él, y que sólo tuvo que agacharse un poco tras sacarse su yelmo incrustado
de joyas.
Gromrund se volvió y fulminó con la mirada al enano de Barak Varr con el rostro
rojo de indignación.
—Es una reliquia de mi clan —soltó—. Es lo único que necesitas saber. Ahora
ocúpate de tus asuntos y no te metas en los míos —añadió y prosiguió por el túnel sin
esperar la respuesta de Hakem.
En cuanto cruzaron el estrecho pasadizo, el Ungdrin se ensanchó de nuevo
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formando una caverna de la que salían tres portales. Una gran placa circular de
bronce situada en el suelo, en el centro de la sala, presentaba más símbolos rúnicos. Se
trataba de un bazrund, un indicador que señalaba que se encontraban cerca de la
fortaleza y que mostraba los caminos que llevaban a Zhufbar y Karaz-a-Karak.
—Entiendo de reliquias, hermano enano —contestó Hakem mientras se colocaba
sobre la placa—. ¿Qué me dices de esto?
Mientras se agachaba sobre la placa para confirmar que avanzaban en la dirección
correcta, Gromrund vio con el rabillo del ojo que el enano sostenía en alto un martillo
rúnico. Era tan hermoso que se detuvo a mirarlo.
Era evidente que ese martillo rúnico lo había creado un maestro. Era más sencillo
de lo que Gromrund se habría imaginado: una simple cabeza de piedra —grabada con
tres runas que brillaban débilmente en medio de la penumbra— remataba un mango
sin adornos tallado de resistente Wutroth y con incrustaciones de rubíes de fuego. La
empuñadura estaba cubierta con tiras de cuero y una correa gruesa lo ataba a la
muñeca enjoyada de Hakem.
—¿Has visto alguna vez algo tan magnífico? —inquirió Hakem con los ojos
resplandecientes de orgullo. La barba negra impecablemente acicalada se le erizó y las
piedras preciosas engastadas en los pasadores de las trenzas que la decoraban
refulgieron gracias al brillo de las runas del martillo.
—Parece un arma bastante buena —contestó Gromrund, fingiendo indiferencia.
Se volvió y emprendió la marcha.
—¿Bastante buena? —repitió Hakem sin dar crédito a lo que oía—. ¡Vale más que
todas las riquezas de la mayoría de los clanes! —exclamó y, dándose cuenta de que un
poco de tierra del estrecho túnel había ensuciado el terciopelo de su ropa, se sacudió
la vestimenta.
—¿De todas formas, para qué necesita un mercader un arma como ésa? —
comentó Gromrund, haciéndose el desinteresado.
—Eso es asunto mío —contestó Hakem, disfrutando del momento.
Gromrund resopló.
—Mequetrefe envuelto en sedas —murmuró el martillador.
—¿Qué has dicho? —preguntó Hakem.
—Que ya casi hemos llegado —mintió Gromrund con una sonrisa traviesa bajo la
barba, antes de que Hakem continuara alardeando de las riquezas de los señores de
los clanes mercantes y la casa de Honak. No veía la hora de llegar.
***
Para cuando coronaron la última cuesta, Rorek estaba jadeando. Por debajo de ellos,
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en un estrecho barranco, se estaba librando una batalla. Había dos enanos: uno de
ellos era claramente un señor del clan y portaba un hacha y un escudo; el otro era
mucho mayor, un barbalarga, e iba armado del mismo modo. Luchaban espalda
contra espalda. Rorek contó nueve orcos rodeándolos y otros seis muertos a sus pies.
Observó que uno de los pieles verdes se aproximaba con una implacable lanzada. El
barbalarga descargó un golpe mientras el señor del clan clavaba la punta de su hacha
en el cuello del orco y la sangre le empezaba a manar a chorros de la herida.
Uthor ya había visto suficiente. Una sonrisa feroz apareció en su rostro mientras
se abalanzaba contra el tumulto y bramaba:
—¡Uzkul urk!
Uno de los orcos, una fornida bestia con anchos colmillos que le sobresalían de la
mandíbula y un aro de hierro atravesándole la nariz, se volvió para enfrentarse a esta
nueva amenaza. Se produjo un destello plateado y luego un ruido grave y sordo al
hender el arma el aire. El golpe derribó al orco que chocó contra el suelo antes de
poder arrojar la lanza pese a tener un hacha enterrada en el cráneo.
***
Rorek, que se encontraba en el cerro, vio cómo Uthor lanzaba su hacha dando vueltas
contra el orco que se encontraba más cerca. Avanzó rápidamente detrás del arma,
esquivando el violento golpe de otro piel verde, antes de darle un fuerte puñetazo en
la cara con la mano con guantelete de cuero y romperle el hocico. Se detuvo para
recuperar el hacha, liberándola de un tirón con una mano. Más sangre salió a chorros
de la herida mortal. A continuación, Uthor utilizó el mango para bloquear una
cuchillada por encima de la cabeza que le dirigió el orco con el hocico destrozado.
Más abajo, el resto de los orcos aún seguían presionando al señor del clan y al
barbalarga. Una de las bestias parecía una especie de jefe. Tenía la piel mucho más
oscura que los demás, su cuerpo era más grande y más musculoso, y llevaba un yelmo
de cuero con cuernos. Blandía y aporreaba el escudo del señor del clan con la
rudimentaria arma.
Uthor había despachado a un segundo orco, le había cortado la parte superior del
cráneo con el borde afilado de su hacha y la materia del interior se había derramado
por el suelo. Respiraba pesadamente y otros dos orcos se le vinieron encima,
empuñando siniestros cuchillos y burdas espadas curvas.
Rorek cogió la ballesta que llevaba al costado, soltó el seguro y giró la palanca.
Una descarga cerrada de flechas salpicó el barranco. Uno de los orcos recibió un
impacto en la mandíbula, una segunda flecha le atravesó el cuello y una tercera le
clavó el pie al suelo, aunque cuatro proyectiles más, como mínimo, chocaron contra el
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suelo sin causar daños. El ingeniero soltó un rugido de júbilo y luego resopló cuando
una flecha cruzó a cierta distancia del yelmo alado de Uthor mientras otra le pasaba
silbando cerca de la oreja. El enano soltó una maldición y miró a Rorek con el
entrecejo fruncido antes de encargarse del orco clavado al suelo con su hacha y luego
concentrarse en su compañero ileso.
Rorek cambió de idea, se echó la ballesta al hombro y sacó su hacha de mano.
Tendría que hacerlo a la antigua.
—¡Comekruti! —le soltó Uthor a Rorek cuando el ingeniero llegó a su lado
procedente del cerro mientras destripaba al segundo orco, aunque se acercaban más
para ocupar su lugar—. ¡Puede que a ti te quede bien, pero a mí no me apetece llevar
un parche!
Rorek asintió con la cabeza, disculpándose, antes de cortarle la mano a otro orco.
Uthor acabó con la criatura decapitándola.
—Quédate detrás de mí y mantén esa ballesta bien asegurada —ordenó.
***
En la base del cerro, mientras los constantes golpes del jefe orco lo iban aplastando
lentamente bajo su escudo, Lokki vio que los dos desconocidos corrían en su ayuda.
—¡Halgar! —gruñó.
El barbalarga le dio una patada a un orco en la espinilla, destrozando el hueso, y
mató al piel verde mientras éste se encogía de dolor.
—Ya los veo —contestó, volviéndose a medias para mirar a su señor, a la vez que
otros dos orcos requerían toda su atención.
—No, anciano —repuso Lokki, el dolor le subía por el brazo mientras el escudo
recibía incesantes golpes—. Necesito un poco de ayuda.
Halgar balanceó el hacha trazando un furioso arco y obligando a los dos orcos que
tenía delante a ceder terreno. Entonces se dio media vuelta y embistió con el hombro
contra la parte plana del escudo de Lokki mientras el señor del clan hacía lo mismo.
—¡Empuja! —bramó.
El jefe orco asestó otro golpe, pero esta vez se encontró con la fuerza de dos
enanos furiosos y su maza salió desviada. Lokki y Halgar siguieron empujando y
estrellaron el escudo directamente contra el cuerpo del jefe orco, que retrocedió
tambaleándose, asombrado.
Halgar soltó un grito cuando una lanza lo golpeó en el costado. Le partió algunos
eslabones de la cadena de la armadura y le rozó el hueso, pero no lo atravesó. La
expresión de Lokki se tiñó de preocupación por el venerable enano, pero Halgar le
ordenó a gritos:
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—¡Mata a esa bestia!
El barbalarga hizo un gesto hacia el tambaleante jefe orco antes de apartar la lanza
de un manotazo y volverse de nuevo para hacer frente a sus enemigos.
Lokki hizo lo que le ordenó. Balanceó el hacha trazando un círculo y levantó el
escudo para aliviar un poco el dolor y la rigidez que sentía en el hombro. El orco
sacudió la cabeza y una llovizna de sangre y mocos salió despedida de sus orificios
nasales cuando resopló. La criatura soltó un gruñido al ver avanzar al enano.
—¡Vamos! —bramó Lokki, mirando a la bestia a los ojos.
***
Uthor aporreó a otro orco con la parte plana de la hoja del hacha antes de clavársela
en la barbilla; la cara y la barba se le llenaron de salpicaduras de cuando la mandíbula
del orco cedió. El enano liberó su arma, carraspeó y escupió sobre el cadáver.
—Se han sumado otros cinco desde que nos unimos a la pelea —le dijo a Rorek,
que le guardaba las espaldas.
—Yo he visto como mínimo tres más salir de las rocas que coronan el cerro
occidental —respondió Rorek—, pero están disminuyendo —añadió entre jadeos.
Los dos enanos habían dejado un impresionante rastro de pieles verdes muertos a
su paso. No obstante, otro grupo había aparecido de las rocas, colocándose entre ellos
y los otros enanos. Sin embargo, después de despachar a los refuerzos, solamente
quedaba un puñado de orcos y Uthor dispuso de una ruta despejada hasta sus dos
hermanos en combate.
El barbalarga se enfrentaba a tres, mientras que el señor del clan se preparaba para
luchar contra el jefe orco, blandiendo el hacha y el escudo con la facilidad que da la
práctica. Otros dos pieles verdes —más grandes que los otros y con armaduras más
pesadas— permanecían detrás del jefe, era de suponer que por órdenes del orco.
Uthor resopló.
—Me encargaré de vosotros después —dijo entre dientes y clavó su dura mirada
en los tres que peleaban contra el barbalarga.
***
El jefe orco que se encontraba frente a Lokki estaba a punto de emprender el ataque
cuando, como si se hubiera dado cuenta de pronto de dónde se encontraba,
retrocedió y gruñó en su corrompida lengua. Dos orcos con pesadas armaduras que se
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encontraban detrás de él se lanzaron repentinamente hacia delante y se interpusieron
en el camino del señor del clan. Detrás de ellos, el jefe bramó de nuevo, emitiendo un
grito estridente. Lokki lanzó una breve mirada por encima del hombro y vio que lo
que quedaba de la horda horca estaba batiéndose en retirada.
Los dos que quedaban vivos tras enfrentarse a Halgar ya estaban corriendo. Tres
más huyeron de los otros dos enanos, que se abrían paso por la llanura y que ahora se
encontraban a sólo unos metros de Lokki y Halgar. Uno de los pieles verdes que huía
cayó al suelo, chillando después de que un hacha lo golpeara en la espalda con un
ruido sordo. Cuando Lokki volvió a mirar, descubrió que otros dos, junto con el jefe y
sus guardaespaldas, habían logrado huir. Subieron por el barranco desperdigándose
por la ladera y se perdieron en las cercanas estribaciones al borde de la Vieja Carretera
Enana. Al parecer, la voluntad de los orcos se había venido abajo y, para cuando todo
hubo terminado, los cuerpos de unos dieciséis pieles verdes estaban desparramados
por el suelo.
—Asquerosos urks —gruñó Halgar—. No tienen valor para pelear, no es como en
los viejos tiempos.
Lokki decidió no darles caza. Dudaba que Halgar pudiera seguir el ritmo, a pesar
de las protestas del barbalarga en sentido contrario, y tenía que reconocer que él
también estaba cansado. Se limpió la sangre de un corte que tenía en la frente, debido
a una herida que no había advertido, y vio cómo uno de sus nuevos aliados, un enano
que llevaba un yelmo con alas y una armadura de bronce grabada con las runas de
Karak Kadrin, arrancaba su hacha del cuerpo de un piel verde.
—Os damos las gracias, hermanos —dijo Lokki mientras se volvía a colgar el
escudo a la espalda y enganchaba el hacha en el cinto de las armas antes ofrecerle la
mano abierta al enano que empuñaba el hacha—. Soy el señor del clan Lokki
Kraggson de Karak Izor.
—De las Cuevas —comentó el portador del hacha, intentando no alterar la voz ni
mostrar desdén.
Existía cierto resentimiento entre los enanos de las montañas del Fin del Mundo y
los de las otras cordilleras. Algunos los llamaban exiliados. Otros utilizaban nombres
menos agradables.
—Sí, de las Cuevas —respondió Halgar con orgullo, haciéndole frente al desprecio
del desconocido mientras se situaba junto a su señor.
—Gnollengrom —masculló el portador del hacha a la vez que hacía una profunda
reverencia a Halgar. Tras volver a enderezarse le dio un fuerte apretón de manos a
Lokki—. Es un placer, hermano. Yo soy Uthor Algrimson de Karak Kadrin, y éste es
Rorek Ojopedernal de Zhufbar —añadió, señalando a su compañero, un enano que
llevaba un parche y una ballesta de aspecto extraño.
—Estamos en deuda con vosotros —contestó Lokki, a la vez que hacía un gesto
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con la cabeza en señal de agradecimiento.
—Perteneces al clan real de Karak Izor —apuntó Uthor, fijándose en el pendiente
dorado que lucía Lokki.
Fue una afirmación, no una pregunta.
Lokki asintió.
—Entonces, parece que los rumores acerca de que los urks se están reuniendo en
las montañas deben ser ciertos, si los clanes reales se están interesando —observó
Uthor—. Es una gran audacia por parte de los pieles verdes aventurarse hasta el Agua
Negra.
—¿A vosotros también os han convocado a Karak Varn? —preguntó Lokki,
deduciéndolo del comentario de Uthor.
—Así es —contestó—, y sería un honor para nosotros viajar en vuestra compañía,
noble señor del clan.
—Sí, sí. Basta de cháchara —gruñó Halgar, arrugando la nariz mientras
contemplaba la carnicería—. Estos urks están empezando a apestar.
***
Halgar pronunció palabras de recuerdo sobre las tumbas de piedras que los restos
óseos de lord Kadrin de Karak Varn y sus vasallos. Los enanos habían transportado
reverentemente los huesos desde el campo de batalla del angosto barranco hasta el
cerro occidental, a la sombra de Karak Varn. Estaban bien equipados, como era
prudente para los viajes largos, y llevaban picos y palas cortos con los que enterraron
hondo los restos. Mientras el barbalarga llevaba a cabo la breve ceremonia, los tres
enanos permanecían en silencio a su alrededor con las cabezas inclinadas en señal de
profundo respeto. El humo grasiento que se alzaba de una pira en llamas, en la que
ardían los orcos, teñía el aire.
—Que Gazul os guíe a los Salones de los Antepasados —susurró Halgar,
invocando el nombre del Señor del Inframundo.
Tras hacerse la runa de Valaya —diosa de la protección— sobre el pecho, el
barbalarga se puso en pie y los cuatro enanos se alejaron en silencio.
Al cabo de un rato, Uthor habló.
—¿Estás convencido de que era el cuerpo de Kadrin Melenarroja?
Observó pensativamente el talismán de su pariente lejano mientras reseguía con el
dedo las runas grabadas. Lokki le había entregado la reliquia de inmediato después de
explicar cómo Halgar y él se habían encontrado con el lugar de la antigua batalla, los
enanos muertos con los arcones y la posterior emboscada por parte de los orcos.
Puesto que era pariente de Melenarroja, era de justicia que lo tuviera.
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—No puedo estar seguro, pero el esqueleto que encontramos tenía este talismán y
era antiguo, como si llevara mucho tiempo muerto.
—¿Había un martillo entre los restos? —inquirió Uthor.
—Nosotros no lo encontramos —respondió Lokki.
Uthor suspiró.
—Dreng tromm, en ese caso estoy el doble de apenado. Lord Kadrin recibió su
martillo rúnico hace muchos años, en su juventud, de manos del entonces Gran Rey
Morgrim Barbanegra. Si mi antepasado ha muerto, eso quiere decir que el martillo se
ha perdido, que está en poder de los urks o del Agua Negra —añadió mientras se
volvía a guardar la reliquia bajo la armadura—. Será mejor que nos demos prisa —
dijo con tono grave—, esto no augura nada bueno para Karak Varn.
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DOS
Supuso cierto alivio cuando Gromrundi y Hakem llegaron por fin a la puerta de
Karak Varn. El humor del martillador se había ido volviendo cada vez más agresivo
cuanto más viajaban juntos y el príncipe de Barak Varr temía que los dos pudieran
llegar a las manos. Acababan de confeccionarle la túnica y no iba a permitir que se la
ensuciaran en una pelea, ni que lo recibieran en la fortaleza de Karak Varn hecho
unos zorros.
—Mira —anunció Gromrund. Era la primera vez que hablaba en más de una hora
—. La puerta meridional de Karak Varn.
Dio la impresión de que el martillador se enderezaba al decirlo y pareció
increíblemente alto gracias al imponente yelmo de guerra que descansaba sobre su
frente. Los dos grandes cuernos que surgían de él en espiral casi tocaban el techo del
túnel. El yelmo también incorporaba una media máscara que ocultaba gran parte del
rostro del martillador, pero seguía siendo fácil percibir sus estados de ánimo.
La puerta era impresionante. Era alta y ancha, y estaba situada en una antecámara
abovedada que remataba el estrecho túnel. Lucía dorados en espiral y elaboradas
líneas entrecruzadas, y medía cinco veces más que el martillador con el yelmo puesto.
El intrincado marco dorado y el entrelazado diseño describían las antiguas historias
de la karak en un minucioso mosaico. Era, con toda justicia, una asombrosa pieza de
artesanía y un testimonio de la maestría de los enanos en el manejo del metal, del que
siempre hacían gala con orgullo, para lo que no era más que una entrada lateral ala
fortaleza. A Hakem le pareció poco más que una puerta ornamentada, sencilla,
austera… No podía compararse con las entradas adornadas de joyas de Barak Varr.
—Aquí falla algo —dijo Hakem mientras su humor se ensombrecía rápidamente.
—Si vuelves a mencionar el lustre de las puertas doradas de Karak Varr una vez
más… —le advirtió Gromrund, blandiendo su gran martillo de manera elocuente.
—No, no es eso.
La seriedad del tono de Hakem exigía atención mientras agarraba su martillo
rúnico.
—Sí, ya lo veo —contestó Gromrund, situándose frente a la puerta meridional y
aferrando el mango de su martillo un poco más fuerte.
»¿Dónde están los guardias?
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***
Gromrund cruzó primero la puerta. Tras decidir no avisar para que la abrieran ni
siquiera llamar, los enanos tuvieron que empujar con fuerza para abrirla un poco. No
estaba cerrada con llave ni atrancada. Una vez dentro, una sala larga y de techos altos
se extendía ante ellos. Estaba bordeada de estatuas de piedra de señores del clan y
reyes de Karak Varn e iluminada con titilantes luces colocadas en apliques. Una de las
estatuas estaba volcada. Al caer había destrozado las losas de terracota que tenía
debajo y había perdido la cabeza. Se veían escombros por todas partes. En la pared de
la izquierda, un enorme tapiz que representaba una gran batalla librada contra los
elfos durante la Guerra de Venganza estaba rasgado. Trozos de tejido colgaban como
si fueran tiras de piel desollada.
—Ésta no era la bienvenida que había imaginado —comentó Hakem sin humor,
con la mirada siempre atenta a las crecientes sombras del corredor—. ¿Dónde están
nuestros hermanos de clan?
—Han invadido Karak Varn —apuntó Gromrund entre dientes, su voz dejaba
traslucir cierto temor—. Estos salones deberían ser el dominio de Kadrin
Melenarroja, señor de esta fortaleza.
—Y, sin embargo, parecen abandonados —terminó Hakem por él.
—En efecto —coincidió Gromrund, observando la total ausencia de enanos en la
entrada meridional.
—¿Es posible que Melenarroja y su gente simplemente siguieran avanzando
siguiendo otra veta de mena? Ésa es nuestra costumbre —razonó Hakem mientras
pisaba con cuidado. Cada paso parecía un estruendo en medio del ominoso silencio.
Los dos enanos avanzaban despacio y con cautela, y hablaban en voz baja. Algo
iba terriblemente mal aquí. Ambos sabían que no se trataba de una migración enana
ni de la búsqueda de un filón de mena más prometedor. La karak había sufrido algún
destino espantoso. Parecía vacía, en un lugar en el que como mínimo debería haber
guardias, desprovista de vida; incluso los martillos de las forjas, por lo normal un
bullicio siempre presente y tranquilizador, permanecían en silencio.
La larga sala dejó paso enseguida a otra área de la fortaleza, tal vez una zona
comercial. Era amplia y oscura, y las sombras que proyectaba la entrada iluminada
sugerían otra sala con galerías y antecámaras conectadas. En las paredes había luces
apagadas, y los desechos de la actividad comercial estaban desperdigados por todas
partes: barriles destrozados, carretas rotas, toneles abiertos y puestos y estantes de
madera hechos añicos.
—Pensaba que los enanos se habían reasentado en la fortaleza —comentó Hakem,
mordiéndose la lengua para no nombrar los grandes salones comerciales de Barak
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Varr—. Si se produjo un enfrentamiento hace poco, ¿dónde están las señales de
batalla? En nombre de Grungni, ¿qué ha ocurrido aquí?
—No lo sé —musitó Gromrund—. Se consiguió arrebatar Karak Varn de manos
de los roedores y los grobis hace años. Los dawis conquistaron todas las plantas
superiores, aunque gran parte de los niveles inferiores siguen en ruinas e inundados
desde la Era de la Aflicción.
—Eso es lo que leí —coincidió Hakem—. Aunque este lugar parece muerto, como
si…
—¡Shh!
Gromrund le hizo una señal para que guardara silencio, levantando el puño. Con
la misma mano señaló hacia una figura de aspecto enclenque que estaba envuelta en
sombras y permanecía en cuclillas de espaldas a ellos, en el centro de la sala.
Hakem se alejó de la figura, desplazándose en silencio para atraparla por el flanco.
Gromrund avanzó hacia delante en línea recta, agachado y sin hacer ruido mientras
acechaba a su presa.
A medida que el martillador se iba acercando pudo ver mejor la apariencia de su
presa. Vestía ropa andrajosa, unas prendas bastas y manchadas de mugre cuyo hedor
le golpeó las fosas nasales. Gromrund no pudo evitar que una mueca de desprecio
apareciera en su rostro: si era un asqueroso grobi, su martillo le partiría el maldito
cráneo, aunque al acercarse se dio cuenta de que era demasiado grande para tratarse
de un simple goblin. La criatura también llevaba un yelmo abollado y deslustrado
sobre la cabeza. Sin duda, el repugnante piel verde, fuera cual fuese su raza, lo habría
robado del cadáver de algún noble enano.
La ira invadió a Gromrund y una rabia roja le cubrió la visión antes de ver a
Hakem listo para atacar por el flanco de la criatura.
—¡Vuélvete, basura! —bramó Gromrund, olvidando toda cautela. Quería ver el
miedo en los ojos del piel verde antes de golpearlo—. ¡Vuélvete y siente la ira de
Karak Hirn!
La enclenque figura en sombras pareció saltar del susto y luego se dio media
vuelta rápidamente para enfrentarse al martillador.
—¡Alto! —exclamó en khazalid.
El martillo de Gromrund se detuvo a unos centímetros de romperle el cráneo.
Hakem, que se había quedado inmóvil un momento, sostenía su martillo rúnico en
alto, listo para golpear.
—¡Alto!
No era un goblin. El desastrado desdichado que tenían delante era un enano.
Gromrund, que ahora estaba frente a él, reconoció la vestimenta, que pertenecía a los
de las montañas Grises. Se los conocía como «enanos grises» y eran los primos más
pobres de las montañas del Fin del Mundo, las montañas Negras y las Cuevas. El
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martillador se fijó entonces en una mochila grande situada detrás del enano, que
sostenía las manos en alto de modo lastimero. Parte del contenido se había
derramado: cucharas, un ídolo de plata de un antepasado e incluso un barrilillo
abollado formaban parte del botín. Era poco probable que esas baratijas fueran las
pertenencias del enano gris.
Gromrund hizo una mueca de desagrado al ver el tesoro desparramado, pero bajó
el martillo.
El enano gris suspiró aliviado, temblando ligeramente después de que casi lo
enviaran con sus antepasados antes de tiempo, e hizo un gesto con la cabeza en señal
de agradecimiento.
—No os oí acercaros —dijo con la voz un tanto temblorosa mientras extendía una
mano mugrienta—. Soy Drimbold Grum, de Karak Nom, en las montañas…
—Sin duda estabas demasiado concentrado en lo que quiera que estuvieras
haciendo —le reprochó Gromrund, pasando la mirada de la mano de Drimbold a la
mochila repleta—. Y ya conozco tu herencia, y tu nombre, dawi —gruñó el
martillador, manteniendo las manos firmemente a los costados—. Los Grum están
bien anotados en el Libro de Agravios del clan Yelmoalto. Hace cien años nos
suministrasteis una manada de ponis de mala calidad, débiles de lomo y de tripas. Los
saldadores de cuentas aún no han fijado una compensación por ello —añadió con los
dientes apretados.
—Ah, no, ésos fueron los Grum de Narizagria —repuso el enano gris—. Yo soy de
los Grum de Dienteagrio —añadió sonriendo.
Gromrund lo fulminó con la mirada.
Drimbold bajó la mano y los ojos, y se puso rápidamente a guardar los objetos que
se le habían derramado de la mochila.
—Huele peor que un narwangli —comentó Hakem, tapándose con la mano. No
estaba completamente seguro de que el enano gris no se hubiera ensuciado cuando lo
sorprendieron.
Gromrund lo ignoró.
—¿Qué sabes de lo que les ha pasado a Kadrin Melenarroja y los suyos? —exigió el
martillador en cuanto Drimbold se volvió de nuevo hacia ellos y se puso en pie.
Incluso la cota de malla del enano estaba oxidada y mal cuidada y tenía la barba
infestada de gibils.
—No sé nada, hermano. Acabo de llegar. Estaba arreglando las cosas de mi
mochila cuando me encontrasteis. Noté que una de las correas estaba suelta —agregó
a modo de explicación.
—Seguro —masculló Gromrund sin molestarse en disimular su recelo.
—¿Karak Norn también le ha prometido ayuda a Karak Varn para limpiar las
montañas Negras de las tribus de urks que se han congregado allí? —preguntó
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Hakem, arrugando la nariz ante el hedor del enano gris.
—Exactamente —confirmó Drimbold.
—Entonces, Grum o no, será mejor que vengas con nosotros —contestó
Gromrund—. Quizás los enanos grises tengan algo que aportar si están dispuestos a
enviar a un emisario a través de las montañas. Además, tengo un mal presentimiento
sobre este lugar —comentó el martillador, recorriendo de nuevo con la mirada la gran
zona comercial antes de volver a posar los ojos en Drimbold—. Huele mal.
Con eso, el martillador desapareció en la penumbra con Hakem a su lado. Fueran
cuales fuesen las diferencias existentes entre el enano de Karak Hirn y el de Barak
Varr, no eran nada comparado con el desagrado común que les producía un residente
de las montañas Grises. Eran enanos pobres, que malvivían con lo que podían extraer
de las rocas, sin la educación ni la herencia de las otras fortalezas. No obstante, era un
dawi y, si formaba parte del consejo de guerra, deberían viajar juntos. En cualquier
caso, era mucho mejor que lo mantuvieran bien vigilado para que no se metiera en
problemas y los implicara a todos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Drimbold a la vez que se ajustaba la voluminosa
mochila y observaba la ruta por la que habían venido.
—A la sala de audiencias, donde está previsto que se reúna el consejo de guerra —
respondió Gromrund.
—¿Y si ellos también se han marchado? —planteó Drimbold.
—En ese caso, esperaremos —gruñó Gromrund, volviéndose brevemente para
posar su dura mirada sobre el enano gris—, ¡todo el tiempo que haga falta!
La verdad era que Gromrund no sabía qué otra cosa hacer. Su papel allí consistía
simplemente en oír las quejas de lord Melenarroja y comprometerse a aportar todas
las fuerzas que se le había permitido para contener las crecientes hordas grobis.
Con Melenarroja ausente y su fortaleza desierta, se sentía un tanto perdido y cada
vez más enfadado.
—Un ufdi y un wanaz —masculló, lamentándose de sus compañeros de viaje,
mientras seguía los indicadores rúnicos que los conducirían a la sala de audiencias—,
¿por qué me pones a prueba así, Valaya?
***
La gran puerta de Karak Varn se alzaba grande e imponente. Estaba formada por dos
inmensas losas de piedra envueltas en acero y oro, y encajadas en la mismísima ladera
de la montaña.
—Es todo un espectáculo —musitó Lokki, arqueando el cuello para poder
contemplar debidamente la majestuosidad de la puerta.
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—Sí, muchacho, se podría decir que te hace ver las cosas con otra perspectiva —
coincidió Halgar.
—Exactamente —contestó Uthor.
Rorek asintió con actitud sabia mientras chupaba su pipa.
Los cuatro enanos se encontraban en un camino corto, aunque ancho, hecho de
baldosas de piedra de terracota rojiza y granito gris que conducía a la maciza puerta.
El sendero, un preámbulo de la majestuosidad de la entrada propiamente dicha,
estaba decorado con dibujos cuadrados en forma de espiral y bordeado por una franja
de runas a cada lado. Unos escalones bajos de piedra se encontraban con el corto
camino y terminaban en una amplia tarima de roca lisa grabada de modo parecido
con bajo relieves dorados.
La puerta principal medía sesenta metros en el punto más alto y estaba enmarcada
por un sólido arco de bronce trabajado y taraceado con una complicada filigrana de
cobre. Un diseño de martillos cruzados abarcaba ambos lados de la puerta y el mango
de piedra de cada uno tenía grandes gemas insertadas. A juzgar por las burdas marcas
de arañazos que rodeaban las joyas, alguien había intentado sacarlas pero había sido
en vano. A cada lado de la puerta había una representación simbólica de la cara de un
enano: los dos lucían yelmos, pero uno tenía un parche en un ojo y el otro llevaba
cuernos, y estaban forjados en bronce. En el ápice de la puerta se veía un yunque de
piedra tallado.
En cada extremo de la inmensa estructura había una estatua de veinticuatro
metros que se alzaba orgullosamente sobre una tarima redonda de piedra ribeteada
con letras rúnicas. A la izquierda estaba Grungni, ataviado con una larga cota de
malla y con un martillo de forjar en la mano. A la derecha, la imponente figura de
Grimnir, con la noble cimera que le salía rígida del cráneo rapado, dándole un aire
bélico, y aferrando con ambas manos las poderosas hachas que había forjado su
hermano dios. Otras estatuas más pequeñas daban paso a los dioses antepasados —
todos ellos reyes y señores del clan de Karak Varn— situados en enormes hornacinas
esculpidas en la roca de la montaña. La dura acción de los elementos había desgastado
las estatuas y algunas incluso estaban volcadas.
—Alabado sea Grungni por su habilidad y sabiduría para permitir que los
humildes dawis pudiéramos crear tal belleza —musitó Uthor con actitud reverente.
—Pues su mano guía todas las cosas y se siente en el golpe de martillo de todas las
forjas —completó Rorek.
Uthor le dio una palmada al ingeniero en el hombro y luego se volvió hacia Lokki
con expresión seria.
—Será mejor que nos guardemos la noticia de la muerte de su señor hasta que nos
dejen entrar —sugirió el enano.
Lokki asintió.
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—De acuerdo —contestó y levantó la mirada hacia un parapeto vacío excavado en
la roca y situado por encima de la propia puerta.
Se trataba de un puesto de vigilancia y, sin embargo, aunque, pareciera extraño,
no había ballesteros a la vista para guarnecerlo. No obstante, Lokki observó las
rendijas para ballestas y las buhederas con cautela.
—¡Ah de la fortaleza! —bramó—. Los emisarios de Izor, Kadrin y Zhufbar piden
audiencia con el señor de Karak Varn.
La última parte casi se le atragantó al señor del clan debido a su conocimiento
previo del fallecimiento de Kadrin Melenarroja. Dadas las condiciones de los huesos
que habían encontrado, era probable que los enanos de la fortaleza ya lo supieran;
aunque entonces se habría elegido un sucesor o al menos se habría nombrado un
delegado para que actuase en lugar de Melenarroja. En cualquier caso, eso no
explicaba el hecho de que no hubiera guardias en la puerta principal.
—Unos compañeros dawis imploran que les permitan entrar y disfrutar de la
hospitalidad de Karak Varn —volvió a gritar Lokki.
Únicamente le respondió el silencio.
Aunque sólo era media tarde, el sol estaba hundiéndose en el cielo y densas nubes
negras, cargadas de lluvia, lo cubrían. Un feroz viento soplaba desde el norte, su coro
de aullidos se abría paso por las cumbres.
—El tiempo no augura nada bueno —se quejó Halgar mientras volvía la mirada
hacia las crecientes sombras.
Uthor se adelantó y golpeó la puerta con el puño. Sólo produjo un ruido sordo.
—¡Por los dientes de Grimnir, esto es inútil! —maldijo—. ¿Cómo vamos a asistir a
un consejo de guerra si no podemos entrar en la fortaleza en la que se va a celebrar?
—Temo que quizás hayamos llegado demasiado tarde, Uthor, hijo de Algrim —
contestó Lokki—. Pero aun así debemos intentar entrar. ¿Y si fuéramos por el camino
Ungdrin, hay una entrada unas cuantas leguas al este, y nos acercáramos por la puerta
meridional?
—Es un viaje de dos semanas como mínimo y no hay modo de saber si la entrada
sigue abierta —repuso Halgar, haciendo un gesto de dolor mientras se sentaba en una
roca.
La herida de lanza seguía doliéndole un poco, pero el tenaz enano había
rechazado todo tratamiento. «¡Hará falta más que una lanza urk para acabar conmigo,
muchacho!», le había bramado a Lokki cuando el señor del clan había expresado su
preocupación. El barbalarga controló el dolor y se sacó una pequeña pipa de arcilla
del interior de su barba. La rellenó de hierba de una bolsa que llevaba en el cinto y la
encendió con un pequeño artefacto de acero y pedernal. Dio una larga calada, exhaló
un gran anillo de humo y añadió:
—Se hace tarde y pronto los grobis invadirán esta ladera. Son unos canallas y lo
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más probable es que nos disparen por la espalda desde detrás de una roca —soltó
mientras le daba otra calada a la pipa.
—Dos semanas es demasiado tiempo —apuntó Uthor con una urgencia inusitada
—. Me encantaría enfrentarme a un ejército de grobis si las circunstancias lo
requieren, pero necesitamos entrar ya y averiguar qué suerte han corrido nuestros
hermanos.
—Puede que haya otro modo —señaló Rorek, mordiendo el extremo de su pipa
mientras observaba el alto puesto de vigilancia situado seis metros por encima de la
puerta de sesenta metros.
Se acercó y luego se detuvo a poca distancia de la entrada. Levantó la mano
izquierda delante de él —con la derecha aún sostenía la pipa mientras la chupaba—,
levantó el pulgar y estiró el índice. Miró a lo largo del dedo extendido entrecerrando
un poco el ojo bueno, masculló algo y retrocedió tres pasos. A continuación, soltó la
ballesta que llevaba al costado y sacó la caja de metal llena de flechas. Mientras los
otros observaban absortos en silenciosa incredulidad, se volvió a colgar la caja de
metal en el cinto y cogió una cuerda enrollada con un gancho en un extremo.
Entonces Rorek se agachó apoyándose en una rodilla y apuntó la ballesta, con el
nuevo accesorio incluido, hacia el parapeto del puesto de vigilancia. Entrecerró un
poco el ojo y levantó un pasador de metal situado en el mango de la ballesta: se
trataba de un pequeño aro de acero con una cruz. Sujetó la ballesta contra el hombro,
se volvió a guardar la pipa en el cinto, se metió el pulgar de la mano izquierda en la
boca y lo levantó para ver la dirección del viento. Satisfecho, apuntó utilizando la cruz
de acero y disparó.
Se oyó un repentino chasquido y la vibración de un pesado resorte cuando el
gancho salió disparado del extremo de la ballesta, seguido del zumbido de la cuerda
desenrollándose, volando hacia arriba y luego trazando un arco en dirección al
parapeto. Los cuatro enanos lo siguieron, fascinados. El gancho pasó por encima del
parapeto y entró en el puesto de guardia, seguido del repiqueteo del acero contra la
piedra. Rorek hizo girar frenéticamente la manivela situada en el extremo del mango
mientras el acero raspaba contra la piedra, hasta que el gancho se agarró y la cuerda se
tensó.
—Por las tenazas de acero de Grungni —exclamó el ingeniero.
—Que siempre dobleguen a los elementos de la tierra a su voluntad —terminó
Uthor por él—. ¿Y ahora qué? —preguntó un tanto confuso.
Si hubiera algún guardia encima de la puerta, a esas alturas ya habría ido a
investigar. Al parecer, los enanos no tenían elección.
—Ahora treparé —respondió Rorek, apoyando la ballesta contra una roca
mientras se sujetaba un juego de pinchos a las botas—. Cuida de esto por mí —
añadió, quitándose el cinto de las armas y la mochila.
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Luego procedió a avanzar lentamente enrollando todo el tiempo la cuerda. En
cuanto llegó a la pared de la puerta, sujetó un pequeño cierre situado en el mango de
la ballesta a su cinto de herramientas y colocó una bota con pinchos contra la roca de
la montaña. Enrolló un poco más y, cuando estuvo seguro de que la cuerda soportaría
su peso, situó la otra bota contra la roca. Suspendido sobre el suelo, giró la manivela
despacio y con cuidado dio un paso firme tras otro mientras subía por la pared
vertical.
—Jóvenes impulsivos —masculló Halgar desde su asiento en la roca, soltando
anillos de humo—. Barbilampiños —dijo entre dientes, a pesar de que la piel curtida y
nudosa, y la amplia barba de Rorek indicaban que tenía como mínimo cien años—,
no respetan las tradiciones.
Rorek tardó casi una hora en trepar los sesenta y seis metros hasta llegar al borde
del parapeto. Para cuando lo consiguió, el sol prácticamente se había desvanecido en
el cielo. Rorek les dirigió una breve señal con la mano para indicar que lo había
logrado y luego se perdió de vista. Lo único que los enanos podían hacer ahora era
esperar a que Rorek abriera la puerta.
***
—He viajado lejos para llegar a la fortaleza de mi pariente —comentó Uthor—, pero
venir desde las Cuevas, a través del Paso del Fuego Negro nada menos, ése sí que es
un viaje arriesgado y Melenarroja, por lo que yo sé, no era vuestro hermano de clan.
Los enanos habían acampado fuera de la puerta en el camino, lo bastante lejos del
borde de las montañas para asegurarse de que no los sorprendiera una emboscada
grobi o alguna otra bestia se abalanzara sobre ellos sin que se dieran cuenta. Al igual
que el resto de su gente, no necesitaban guarecerse, eran lo bastante fuertes para
resistir incluso las condiciones más duras, aunque la falta de un techo, junto con
varias toneladas de roca, por encima de sus cabezas, les producía cierto desasosiego.
Uthor estaba sentado frente a Lokki. Los dos enanos habían colocado sus armas
delante de ellos mientras sostenían unas jarras resistentes entre las manos y estaban
sentados sobre sus escudos. Habían encendido un pequeño fuego rodeado de un
grueso círculo de piedras. Los pieles verdes odiaban el fuego, al igual que muchos
otros moradores de la noche. Sería un arma útil en caso de necesidad.
Los enanos se habían situado de modo que cada uno pudiera mirar por encima
del hombro del otro hacia los altos peñascos en los que estaba encajonada la puerta
principal de Karak Varn en caso de que se presentara alguna amenaza.
—Halgar y yo… —comenzó Lokki, mirando hacia su venerable mentor.
Halgar se encontraba allí cerca, sentado en la roca sin moverse, con los ojos fijos
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hacia delante, sin pestañear. Tenía las manos apoyadas sobre el regazo en actitud de
reposo. Uthor siguió la mirada de Lokki y vio al barbalarga, que parecía una estatua.
—Tiene muchas cicatrices —comentó, observando los dedos que faltan en la
mano derecha de Halgar.
—Los perdió hace mucho tiempo, pero no quiere hablar de ello. Al menos, nunca
lo ha hecho conmigo —le dijo Lokki.
—¿Está… está bien? —preguntó Uthor con un rastro de preocupación en la voz
mientras continuaban mirando la forma inmóvil de Halgar.
—Está durmiendo —explicó Lokki con una débil sonrisa.
—¿Con los ojos abiertos?
—Siempre me ha enseñado que los grobis te matarán en la cama igual que en el
campo de batalla —contestó Lokki.
—No cabe duda de que los sabios tienen mucho que enseñarnos.
Uthor hizo una señal de profundo respeto con la cabeza en dirección al barbalarga
dormido.
—Halgar y yo —insistió Lokki en cuanto contó con la atención de Uthor—
estamos aquí por una deuda de honor —explicó—. Hace casi novecientos años,
durante la Guerra de Venganza, una banda de asaltantes elfos le tendió una
emboscada a Kromkaz Vargasson, mi antepasado y abuelo de Halgar, de camino a
Oeragor.
Al oír nombrar a los elfos, Uthor lanzó un escupitajo hacia el fuego donde
chisporroteó un momento.
—Los elfos eran rápidos y astutos —continuó Lokki, a la vez que el brillo del
fuego proyectaba sombras cada vez más densas sobre su rostro con la gradual llegada
de la noche—. Cuatro de los parientes de Kromkaz habían muerto antes de poder
levantar un escudo o sacar un hacha, y aún cayeron más —prosiguió Lokki,
repitiendo de memoria la historia que Halgar le había enseñado—. Ocultándose
detrás de sus arcos, condujeron a Kromkaz y sus guerreros a un estrecho desfiladero y
mi antepasado habría muerto sin duda, él y sus guerreros, si no hubiera sido por los
mineros de Karak Varn. Salieron de un túnel oculto, parte del camino Ungdrin, en el
cerro desde el que los elfos tenían inmovilizado a Kromkaz. Los mineros, enanos del
clan Manocobre, cayeron sobre los elfos obligándolos a salir de sus escondites. En
cuanto sus enemigos quedaron al descubierto, Kromkaz ordenó a sus guerreros que
atacaran y los elfos fueron aplastados. Kromkaz llegó a Oeragor ese día. Lucharon al
lado del clan Manocobre y presenciaron cómo Morgrim, primo de Snorri, hijo del
Gran Rey, daba muerte al señor elfo Imladrik —relató Lokki y el resplandor del fuego
hizo que pareciera que sus ojos ardían—. Venimos a satisfacer esa deuda, a pagarles a
los enanos del clan Manocobre y a la fortaleza de Karak Varn.
Uthor asintió con aire de gravedad limpiándose una lágrima del ojo al mismo
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tiempo.
—Grandes hazañas —dijo con la voz un tanto entrecortada por la emoción—,
grandes y nobles hazañas.
—¡Ah del campamento! —la lejana voz de Rorek rompió el ensueño.
No se veía al ingeniero por ninguna parte. Lokki y Uthor se pusieron en pie y
cogieron sus armas y armaduras.
Halgar parpadeó una vez y despertó. El anciano enano se puso en pie como si
nunca hubiera estado dormido.
Uthor apagó el fuego con el pie y fue a situarse al lado de Lokki y Halgar, fuera de
las grandes puertas.
—Ya era hora —masculló Uthor.
Las quejas en voz baja de Halgar resultaron ininteligibles, aunque a Uthor le
pareció captar la palabra «wazzock».
—¿Qué estáis haciendo ahí parados? —dijo de nuevo la voz del ingeniero,
resonando por el cañón.
Esta vez los tres se volvieron hacia el sonido. Seguía sin haber nada. Con Lokki a
la cabeza, los tres enanos se alejaron de la gran puerta con cautela y se dirigieron hacia
el lugar del que surgía la voz de Rorek. Rodearon con cuidado el lado derecho de la
puerta, hacia donde estaba dispuesta una de las largas galerías de estatuas, y vieron la
cabeza de Rorek a unos quince metros de altura, asomando por encima de un borde
de piedra estrecho. La geología —parte natural, parte creada por enanos— del saliente
de piedra era tan particular que si no fuera por el hecho de que su voz los había
guiado y tenía la cabeza asomada, el ingeniero habría resultado invisible.
—Coged esto —gritó desde lo alto y poco después un trozo de cuerda bajó hasta
ellos.
Uno a uno, los tres enanos treparon por una pared de roca desnuda y lisa que los
llevó a una cornisa corta, desde donde la cabeza de Rorek los observaba con atención.
Cuando encontraron al ingeniero, éste estaba sentado en el interior de un túnel
estrecho y de aspecto frío y húmedo. Únicamente un enano, y uno que fuera
particularmente observador, habría sido capaz de detectar la abertura. Rorek estaba
tumbado sobre la estrecha cornisa y sostenía en alto una rejilla con manchas en tonos
marrones y amarillentos que se podían ver incluso en la menguante luz. Un seco
reguero iba de la abertura a un surco poco profundo en la cornisa y bajaba dejando
largas marcas por una sección de la pared de roca, lejos de las estatuas.
—He encontrado una entrada —anunció el ingeniero con orgullo.
—¡Wazzock! —exclamó Halgar, coronando el saliente—. Has encontrado el túnel
de la letrina.
Uthor arrugó la nariz al fijarse en el pozo que había debajo de la rejilla.
Rorek se alejó a rastras de la cornisa sin inmutarse, retirándose de nuevo hacia el
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interior del túnel para dejar pasar a los otros.
—Por más que lo intenté, no pude accionar el mecanismo para abrir la gran
puerta —explicó—, y ésta era la otra única entrada. He desactivado todas las trampas,
pero tendréis que agacharos.
Lokki fue primero. Se detuvo un momento al oír lo de las trampas, pero cruzó el
corto saliente con rapidez. Halgar lo siguió, gruñendo y mascullando todo el tiempo.
Uthor, que cerraba la marcha, recogió la cuerda del ingeniero tras él y se la devolvió a
Rorek, junto con el resto de las posesiones del ingeniero.
La rejilla de la letrina se cerró de golpe tras ellos. Rorek pasó el pestillo por dentro
antes de bajar con fuerza una segunda puerta que parecía pesar. Tres giros en el
sentido de las agujas del reloj de la cara estilizada de un antepasado hecho de bronce,
grabada en la pared, completaron el ritual y vinieron acompañados de la respuesta
sorda de más cerrojos ocultos.
—Sólo hay que gatear un poco hasta la sala del exterior —explicó el ingeniero y
emprendió el descenso por el estrecho túnel.
Era repugnante. Una larga y oscura mancha amarilla bajaba por el centro y las
paredes del angosto lugar estaban recubiertas de mugre seca. El hedor era sofocante.
—He olido urks que apestaban menos —protestó de nuevo Halgar mientras los
enanos seguían a Rorek.
***
Como Rorek había dicho, los enanos llegaron a la sala exterior. Se trataba de una
habitación bastante austera aunque muy amplia, diseñada para albergar a muchos
enanos. Todos los nobles, maestros de gremios artesanos u otros dignatarios podían
ser recibidos allí por el señor de la fortaleza.
—La encontré así —dijo el ingeniero. La sala estaba desierta y vacía salvo por un
yelmo de enano que descansaba de lado con aire sombrío en el centro de la estancia
—. No es mío —añadió Rorek.
—Desenvainad vuestras armas —gruñó Halgar, mirando primero hacia la puerta
de la izquierda y luego a la puerta de la derecha: al otro lado estaban los barracones,
donde se podía dar alojamiento temporalmente a los soldados de un destacamento.
Por último, posó la mirada en la puerta situada en la pared del fondo, la que conducía
a la escalera.
Hacha en mano y con el escudo levantado, Lokki indicó:
—Dirijámonos a la sala de audiencias y roguémosle a Grungni que no hayamos
llegado demasiado tarde.
Al otro lado de la siguiente puerta, la larga escalera descendía hacia la oscuridad
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entre grandes columnas de piedra grabadas con símbolos del clan y runas. Aunque
estaba iluminada mediante enormes antorchas situadas a intervalos regulares, las
sombras que se proyectaban sobre la escalera eran largas y podían ocultar toda suerte
de peligros.
Los enanos se movieron con rapidez y en fila de uno, hasta que llegaron a la
entrada de la sala de audiencias.
—Alguien ha estado aquí antes que nosotros —susurró Lokki a un lado de la
puerta doble, que estaba entornada.
Uthor ocupó rápidamente su posición en el lado opuesto, hacha en mano. Halgar
y Rorek aguardaron pensativos tras ellos, listos para entrar a la carga.
—Preparaos —ordenó Lokki.
Uthor asintió.
Los dos enanos abrieron la puerta de golpe y entraron bruscamente en la sala de
audiencias con las armas desenvainadas y bramando gritos de guerra. Cuando vieron
al enano que llevaba el enorme yelmo de guerra sentado en una larga mesa ovalada, al
señor del clan mercante engalanado con terciopelo de primera calidad y a la criatura
de aspecto desaliñado acurrucada en un rincón contando cucharas de plata que
introducía en una mochila cada vez más grande, se detuvieron de pronto y no
supieron qué decir.
***
—¿Cuánto tiempo lleváis esperando aquí? —preguntó Lokki.
Los enanos estaban sentados alrededor de la mesa de roble taraceada con
complicados diseños rúnicos hechos en oro. Se hicieron las presentaciones y pronto
quedó establecido que todos se encontraban allí con el mismo propósito: asistir a un
consejo de guerra a instancias de Kadrin Melenarroja para debatir el mejor modo de
limpiar las montañas cercanas de las tribus de pieles verdes que se estaban
congregando en ellas.
—Tres semanas, según mis cálculos —contestó Gromrund.
Sus ojos tenían un aspecto feroz detrás de la placa facial de su yelmo de guerra.
Era el único enano que no se había despojado del yelmo: un hecho que Lokki tuvo la
prudencia de no comentar.
—¿Y no habéis visto a nadie en todo ese tiempo? —intervino Uthor, recostándose
en el banco mientras encendía su pipa.
—Fui a echar un vistazo en lo alto de la gran escalera e incluso exploré dos de los
salones del clan, pero no había nadie. Regrese a la sala de audiencias y esperé como se
me pidió —explicó Gromrund—. Esperaba que me recibiera lord Melenarroja —
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añadió.
Uthor le dirigió una rápida mirada a Lokki, que se volvió hacia el martillador.
—Kadrin Melenarroja ha muerto, asesinado a manos de los urks, que se siente por
siempre a la mesa de sus antepasados —dijo con tono grave—. Halgar y yo
encontramos sus restos en la Vieja Carretera Enana, al borde del Agua Negra.
Nosotros cuatro lo enterramos a él y a sus compañeros en la tierra, a la sombra de la
karak.
—¿Sus restos? —inquirió el martillador—. ¿Cómo podéis estar seguros de que se
trataba de Kadrin Melenarroja?
—Llevaba este talismán —respondió Uthor, sosteniéndolo en alto, a la luz que
proyectaban las antorchas de la habitación.
—Dreng tromm —masculló Gromrund mientras inclinaba la cabeza, absorto por
un momento en sus pensamientos—. En ese caso, llegamos demasiado tarde —
añadió, mirando a Lokki a los ojos con tristeza.
—¡Silencio! —exigió Halgar, impidiendo hablar a Lokki.
La repentina exclamación asustó a Drimbold, que dejó caer un peine dorado que
estaba usando para sacarse los gibils de la barba.
La expresión de Hakem indicó que lo había reconocido, pero antes de que pudiera
discutirlo con el enano gris, Halgar se había puesto en pie y se había dirigido con paso
firme a la parte posterior de la sala. Se fue acercando poco a poco a una estatua de
piedra de Grungni colocada sobre una gran base octagonal, hacha en mano. Lokki lo
siguió, pues a esas alturas ya había aprendido a confiar en los instintos del barbalarga.
Rorek aguardó justo detrás de él y preparó la ballesta. Uthor rodeó la mesa por el otro
lado con Gromrund pegado a su espalda.
—¿Qué es ese pestazo? —susurró el martillador, olfateando el aire.
—Da igual —repuso Uthor mientras sacaba el hacha—. Prepárate.
Hakem fue tras ellos. El enano de Barak Varr le lanzó una rápida mirada de
reproche a Drimbold, que aguardaba pensativo en la mesa, aferrando su mochila.
Halgar se detuvo junto a la estatua y escuchó con atención. Le hizo una señal a
Lokki. El señor del clan se acercó y examinó la estatua. Vio algo al bajar la mirada.
—Rorek —llamó entre dientes al ingeniero, que se reunió con él rápidamente, con
la ballesta al hombro, mientras Halgar se hacía a un lado.
Rorek siguió la mirada de Lokki hasta la base octagonal y se fijó en un extraño
grupo de tallas, ligeramente separadas del resto. El ingeniero se agachó y pasó los
dedos con cuidado sobre la piedra, buscando alguna imperfección. Tiró de una parte
del diseño, la efigie perfectamente redonda de la cabeza de un enano, y la giró.
Cuando volvió a colocar la cabeza en su lugar, se produjo un chirrido y el ruido sordo
de un cerrojo de piedra al deslizarse y, a continuación, apareció una pequeña grieta en
el borde de la base octagonal.
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—Ayúdame a levantarla —dijo Rorek, colocando los dedos debajo del borde.
Lokki hizo lo mismo, dándose cuenta rápidamente de lo que el ingeniero quería
que hiciera. Halgar estaba preparado con Uthor, mientras que Gromrund y Hakem
habían reunido antorchas y las sostenían, listos para lanzárselas a lo que fuera que
acechaba bajo ellos.
—¡Tira! —exclamó Lokki.
Los dos enanos sacaron parte de la losa octagonal, dejando al descubierto una
cámara pequeña y oscura en su interior, debajo de la misma estatua, con varios
túneles que salían de ella. Dentro, parpadeando para protegerse del resplandor de las
antorchas, había un enano con un grueso libro encuadernado en cuero apretado
contra el pecho.
—Ralkan —farfulló semienloquecido mientras intentaba detener la brillante luz
con la mano—, Ralkan Geltberg —repitió más fuerte y con mayor lucidez. Los ojos
del enano mostraban un aire de súplica cuando añadió—: El último superviviente de
Karak Varn.
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TRES
Skreekit se retorció las patas y combatió el impulso de soltar el almizcle del miedo.
Bajo la túnica cubierta de mugre, embadurnada con los símbolos dibujados con
sangre del clan Skryre, el skaven tenía el pelo húmedo de sudor. Una mirada furtiva a
otro representante, un brujo de clase baja que se ahogaba en su propia sangre debido
a una herida de daga en el pulmón, y encontró al fin la voz.
—Trescientas monedas de disformidad, cuatro cohortes de guerreros como
protección contra el clan Moulder y cien esclavos: ése es nuestro precio, sí. Cierra el
trato, rápido-rápido —parloteó Skreekit.
***
De pie, delante del brujo, en una sala fría y húmeda repleta de mugre, paja sucia y
otros indicios propios de un alojamiento skaven, se encontraba Thratch Pataagria. Él
la llamaba su «sala de planificación», pero en realidad no era más que una de las
muchas antecámaras adjuntas a la madriguera subterránea de los skavens. El caudillo
de pelaje negro del clan Rictus adoptó una expresión desdeñosa mostrando su
descontento mientras miraba a Skreekit por encima de su largo hocico y dejaba al
descubierto una herida vieja y espantosa que tenía en el cuello. Aún llevaba unos
toscos puntos marrones incrustados en la carne que el rosado tejido cicatrizado
dejaba ver. Los fríos ojos rojizos de Thratch distinguieron algo detrás del nervioso
brujo, que acababa de ensuciarse aún más la túnica.
Thratch observó que algo se separaba de la pared de la caverna, por detrás del
representante, una capa de sombra en movimiento, silenciosa y en armonía con la
oscuridad. Se oyó el sonido del metal rasgando la carne y de la boca del brujo surgió
un chorro de sangre que salpicó de carmesí las piedras encostradas de suciedad
situadas delante de él cuando una hoja irregular le atravesó el pecho. El cuchillo
retrocedió salvajemente y Skreekit se desplomó hacia delante. Una mueca de puro
terror crispaba su rostro mientras yacía en un charco formado por su propia
inmundicia y vísceras, burbujas de sangre reventaban en su hocico empapado de
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espuma a medida que el veneno le arrasaba las tripas.
Thratch era uno de los numerosos caudillos del clan Rictus, además de
mataenanos, asesino de goblins y conquistador de Karak Varn. Iba vestido con una
gruesa armadura de metal, cubierta de una fina pátina de óxido, y negros mechones
de su pelaje asomaban bajo las hombreras y los brazales: tenía un aspecto imponente.
El caudillo lo sabía y se aprovechó de ello mientras se aproximaba al último de los tres
brujos que habían venido a hacer tratos con él.
—Ahora —dijo el caudillo mientras le hacía una señal a su asesino, Kill-Klaw,
para que saliera completamente de las sombras, seguro de que nadie atentaría contra
su vida.
El maestro del clan Eshin obedeció con diligencia y se detuvo un momento al lado
del brujo, lo suficiente para que el skaven fuera consciente de su presencia, lo
suficiente para que el brujo no pudiera verlo.
—Tú construyes artefacto para mí, sí-sí. —Thratch señaló con una garra un
rudimentario diseño que había dibujado en la pared con el pincho que tenía en lugar
de una pata: los tres brujos se habían estremecido mientas lo hacía—. Tu precio —
exigió.
El último representante del clan Skryre tragó saliva de forma audible antes de
responder, mirando de reojo al asesino al acecho.
—Cien monedas de disformidad, dos cohortes de guerreros y… cincuenta
esclavos —se atrevió a decir.
Thratch se acercó con aire amenazador, su aliento caliente hizo que al
representante le lloraran los ojos.
—Aceptado, sí —contestó entre dientes mientras una sonrisa larga y espantosa le
arrugaba las facciones.
***
—¿Qué ha pasado aquí, hermano? —preguntó Lokkì con tono tranquilizador.
Ralkan estaba sentado delante de él, inmóvil. Era bastante bajo, incluso para ser
un enano, y el gran libro que apretaba contra el pecho sólo lo hacía parecer aún más
pequeño.
—Ojos rojos —murmuró—, ojos rojos en la oscuridad… por todas partes.
El enano enloquecido vestía la túnica de erudito de un custodio del saber, uno de
los pocos elegidos para registrar y recordar todos los grandes acontecimientos de una
fortaleza: sus hazañas, sus héroes y sus agravios. Un talismán con la runa de Valaya
colgaba alrededor de su cuello: parecía que la diosa de la protección había tenido en
cuenta sus promesas. Llevaba una serie de cintos y correas sobre su atuendo de
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escriba, que Lokki suponía que estaban diseñados para sujetar el libro si el custodio
del saber necesitaba usar los brazos.
El enano tenía la barba despeinada y manchada de tierra, y con una costra de
mugre, al igual que en la piel y las uñas. Parecía debilitado y demacrado, como si le
viniera bien una buena comida. Lokki sólo podía hacer conjeturas sobre cuánto
tiempo había estado allí, ocultándose dentro de un laberinto de túneles, buscando a
tientas en la oscuridad. Rorek se encontraba en la cámara secreta debajo de la estatua
de Grungni en ese mismo momento intentando establecer hasta dónde llegaban los
túneles y cuántos había. En cuanto a los otros, Uthor y Halgar estaban con Lokki,
mientras que Gromrund y Hakem montaban guardia en cada una de las entradas.
Drimbold permanecía sentado hoscamente en un rincón y miraba de vez en cuando
hacia la salida de la sala de audiencias.
—¡Bah! —gruñó Halgar mientras se ponía en pie—. No ha dicho nada más desde
que lo sacamos de su agujero.
El barbalarga se alejó para fulminar con la mirada a Drimbold. El extremo de su
pipa brilló cuando la encendió.
Lokki lo vio marcharse, luego se volvió de nuevo hacia Ralkan y estiró la mano
hacia el libro que tenía aferrado contra el pecho. El custodio del saber no parecía
dispuesto a separarse de él; pero, con un poco de amable insistencia por parte de
Uthor, acompañada de varias tiras secas de carne, lo soltó.
—Es el Libro de los Recuerdos de Karak Varn —dijo Uthor con aire solemne.
Lokki lo abrió y hojeó con cuidado las gruesas páginas de pergamino. Dentro
había anotados cientos de miles de nombres, los nombres de todos los enanos de
Karak Varn que habían vivido y muerto: sus clanes, sus hazañas y cómo habían
encontrado su fin.
Lokki saltó hasta la última entrada y leyó en voz alta:
—«Marbad Golpemartillo, oficial herrero, cayó cuando un skaven le clavó una
espada por la espalda. Fyngal Fykasson, cantero, murió al beber agua de un pozo
contaminado. Gurthang Manocobre, minero, inhaló mortífero gas skaven». —Se
quedó mirando este último y le recitó una silenciosa plegaria a Valaya—. Hay cientos
como éste: ¡muertos a manos de los roedores, atacados por la espalda con lanzas y
dagas, envenenados mientras dormían! —exclamó.
Uthor apretó los puños hasta que le crujieron los nudillos. Respiraba con fuertes
jadeos y tenía la cara muy roja.
Antes de que pudiera decir o hacer nada, Rorek salió de la cámara secreta situada
debajo de la estatua de Grungni.
—Por lo que veo, hay varios túneles —comenzó—, que se extienden por la
fortaleza y atraviesan muchas plantas. Pero son estrechos, dudo que ninguno de
nosotros pudiera pasar.
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—No es de extrañar que esté tan mugriento —comentó Lokki con una breve
mirada a Ralkan.
El custodio del saber, que había devorado toda la carne que le había dado Uthor,
tenía la mirada perdida.
—Encontré marcas grabadas en la pared de la cámara… —dijo Rorek, atrayendo
la atención de Lokki.
El señor del clan advirtió por primera vez que Ralkan llevaba un pequeño pico de
piedra metido en el cinto.
—… hechas con algún tipo de herramienta —continuó Rorek—. Parecen llevar
aquí bastante tiempo.
La expresión del ingeniero se tornó adusta mientras observaba a Lokki.
—¿Cómo le ocurrió esta desgracia a Karak Varn? —le preguntó Lokki de nuevo al
custodio del saber—. ¿Cuánto tiempo llevas escondido?
Los labios de Ralkan se movieron sin emitir ningún sonido. Había desesperación
en su mirada cuando miró al señor del clan a los ojos.
—Ojos rojos… —musitó por fin mientras las lágrimas le bajaban por el rostro
dejando rayas pálidas en la suciedad—. Ojos rojos, por todas partes.
***
—Es muy sencillo —aseguró Uthor mientras caminaba de un lado a otro de la sala de
audiencias—, tenemos que encontrar el libro de agravios de la fortaleza: nos dirá todo
lo que necesitamos saber.
—¿Y arriesgarnos a alertar de nuestra presencia a lo que sea que saqueó esta
fortaleza? —rebatió Gromrund—. Es una temeridad.
Uthor se volvió contra el martillador, que estaba sentado en uno de los taburetes y
resultaba una imagen impresionante con su yelmo de guerra y armadura completa.
—Está visto que los martilladores de Karak Hirn son más blandos que los de
Kadrin —gruñó.
Gromrund se puso en pie de un salto, dando un puñetazo tan fuerte sobre la mesa
que ésta se sacudió y la cerveza se derramó, lo que irritó a los otros enanos.
—Los hermanos de la Ciudadela del Cuerno siempre se comportan con audacia y
no les falta coraje —bramó—. No me voy a quedar aquí sentado y dejar que su
nombre…
—Silencio, idiota —le reprochó Halgar—, a menos que hayas olvidado tu propio
deseo de ser cauteloso para no despertar a los moradores de este lugar.
El grupo entero de enanos se situó de nuevo alrededor de la mesa; todos salvo
Ralkan, que se había retirado a un rincón y estaba mascullando en voz baja. Unos
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fumaban pipas y otros sostenían jarras en las manos con tristeza: las reservas de
cerveza se estaban acabando. Y eso a pesar de que Rorek había descubierto una
bodega oculta en el interior de la estancia que contenía varios barriles de cerveza de
reserva que sin duda habían dejado allí como parte de los preparativos para el
consejo. Los enanos reunidos estaban enzarzados en un largo y duro debate acerca de
lo que deberían hacer, pues no iban a permitir que los obligaran a actuar de forma
precipitada. Todos, excepto Drimbold, que estaba observando los lujos del atuendo de
comerciante de Hakem antes de dirigir su atención hacia Halgar cuando otra cosa
despertó su interés.
—Yo propongo que recorramos las plantas —dijo Uthor, observando a
Gromrund mientras el otro enano se volvía a sentar, claramente. Luego posó la
mirada en Lokki, pues sabía que, como señor de un clan real, era su apoyo el que
necesitaba ganarse—. ¡Es nuestro deber descubrir qué suerte corrieron nuestros
hermanos y vengarlos! ¿Qué tenemos que temer, todos nosotros hijos de Grungni, de
los hombres rata? —añadió, curvando el labio superior en una burlona mueca de
desdén—. Podemos ahuyentar a esos cobardes.
Lokki se mantuvo pensativo durante el apasionado discurso de Uthor.
—¿Cómo vamos a encontrar el kron? —preguntó Hakem mientras utilizaba otro
peine para acicalarse la barba—. A mí personalmente no me apetece andar dando
tumbos en la oscuridad, buscando algo que quizás ni siquiera esté ahí.
—Exactamente —intervino Gromrund, envalentonándose de nuevo—. Incluso el
ufdi ve que lo que sugieres es una locura.
Si a Hakem le molestó el desaire, no lo demostró.
—El custodio del saber puede guiarnos —contestó Uthor.
—Pero está zaki —susurró Rorek, echándole una mirada furtiva a Ralkan antes de
darle vueltas al dedo en la sien.
Uthor se volvió hacia el custodio del saber.
—¿Puedes guiarnos? —preguntó—. ¿Puedes llevarnos hasta el dammaz kron de
Karak Varn?
Un destello de lucidez apareció en los ojos de Ralkan y transcurrió un momento
de silencio antes de que asintiera con la cabeza.
Uthor miró otra vez a Lokki.
—Ahí lo tenéis, el custodio del saber es nuestro guía.
Lokki sostuvo la mirada de Uthor y procuró no mirar a Halgar buscando consejo.
Esto era algo que tendría que decidir por sí mismo. Como miembro de un clan real,
ya fuera de las Cuevas o no, por tradición él ostentaba el mayor estatus, a pesar del
hecho de que tanto Halgar como Gromrund tenían barbas más largas. Él era el líder.
—Bajaremos a las plantas inferiores y recuperaremos el dammaz kron —decidió,
haciendo caso omiso de los gruñidos de protesta del martillador—. Debemos hacer
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saber la suerte que ha corrido Karak Varn y presentarle estos hechos al Gran Rey.
—Entonces está decidido —dijo Uthor con bastante satisfacción.
—Está decidido —manifestó Halgar.
—Yo tengo una pregunta —saltó Drimbold con la barba cubierta de espuma de
cerveza—. Sabio barba gris, ¿por qué te asoma una flecha del pecho?
Halgar puso mala cara.
***
Los enanos bajaron por un túnel largo y estrecho. Dejaron atrás numerosos
corredores, salones del clan, arsenales y galerías. Hasta el momento no habían
encontrado más enanos de Karak Varn —ni siquiera esqueletos—, aparte de Ralkan,
en la oscuridad de la planta. Al parecer lo único que quedaba eran los últimos
vestigios de un reino derrocado, una gloria devastada por la calamidad, su otrora
orgullosa efigie reducida a escombros. El aire estaba lleno de polvo, un polvo
contaminado con la amargura del pesar y la derrota.
Durante los momentos más lúcidos de Ralkan —que cada vez eran más frecuentes
—, los enanos habían descubierto que el dammaz kron, el libro de agravios, se
encontraba en la Cámara del Rey, situada en la segunda planta. Gran parte de la
fortaleza, incluso las plantas superiores, estaban completamente en ruinas —había
columnas y estatuas caídas, techos derrumbados y enormes simas— y los enanos se
habían visto obligados a seguir una ruta bastante tortuosa. El estrecho túnel, lleno de
escombros y rocas salientes donde las paredes se habían partido, no era más que parte
de esa ruta.
Uthor avanzaba a grandes zancadas al lado de Ralkan, que se encontraba a la
cabeza del grupo, pues el custodio del saber era el que abría la marcha. A menudo se
detenía de pronto, provocando un entrechocar de cuerpos con armadura y
maldiciones amortiguadas a su espalda, hacía una pausa para observar lo que lo
rodeaba y luego se volvía a poner en marcha sin decir palabra.
—Como dije: está zaki —le había susurrado Rorek, que se encontraba justo detrás
de ellos, al oído a Uthor—. ¿Estás seguro de que sabe adónde va?
Gromrund caminaba al lado del ingeniero y tenía cara de pocos amigos. El
martillador se había mantenido en silencio durante toda la caminata, seguramente
irritado porque la voluntad del «consejo» hubiera ido en su contra. Aferraba el gran
martillo con fuerza y mantenía el entrecejo fruncido detrás de la máscara de su yelmo
mientras se concentraba en la parte posterior de la cabeza de Uthor.
Detrás de ellos iban Hakem y Drimbold, una estrambótica combinación de
riqueza y pobreza. Hakem le lanzaba frecuentes miradas de reojo al enano gris, que se
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detenía de vez en cuando para recoger algo y añadirlo a su mochila. El señor del clan
mercante puso mucho esmero en asegurarse de que los cordones de su monedero
estuvieran apretados y sus posesiones bien sujetas. Drimbold hizo caso omiso de la
inquietud del otro enano y le dirigió una amplia sonrisa a Hakem mientras utilizaba
un tenedor de plata con incrustaciones de joyas —sabría Grungni dónde se lo habría
agenciado— para sacarse trozos de carne de cabra de los dientes ennegrecidos.
Lokki y Halgar cerraban la marcha, ocupándose de vigilar la ruta que los enanos
habían seguido por si acaso algo los estuviera siguiendo.
—¿Qué opinas del hijo de Algrim? —preguntó Lokki, manteniendo la voz baja.
Halgar pensó en ello un momento, examinando a Uthor detenidamente y
considerando su respuesta antes de hablar.
—No cabe duda de que es un hazkal. Pero lucha como si la mismísima sangre de
Grimnir le corriera por las venas. —El barbalarga parpadeó dos veces y se restregó los
ojos—. Y soporta una pesada carga, no sé cuál.
—¿Te encuentras bien, anciano? —le preguntó Lokki al barbalarga.
Halgar se había estado frotando los ojos de manera intermitente durante la última
hora, aliviando con sus nudosos dedos la fatiga que los aquejaba.
—Es un picor, nada más —gruñó—. El maldito hedor de los grobis está por todas
partes.
El barbalarga dejó de frotar y aceleró un poco la Zancada, dejando claro que la
conversación había terminado.
Halgar era viejo, tan viejo que el padre de Lokki, el rey de Karak Izor, le había
rogado al barbalarga que no emprendiera el viaje con Lokki, alegando que uno de sus
martilladores podría acompañarlo. Halgar había manifestado con un gruñido su
desdén por la resistencia de los martilladores en «estos tiempos» y con más
tranquilidad había asegurado que quería «estirar las piernas». El rey había transigido,
ya que no quería ir en contra de la voluntad de uno delos más ancianos del clan.
Además, había que tener en cuenta la deuda del abuelo de Halgar, y el rey nunca se
opondría al cumplimiento de una promesa de honor. No obstante, a lo largo del viaje
hasta Karak Varn, Halgar había tendido a comportarse de modo sombrío y reflexivo.
Lokki se había despertado muchas veces por la noche, después de beber demasiada
cerveza y necesitar vaciar la vejiga, y había encontrado al barbalarga con la mirada
perdida en la oscuridad, como si mirase algo que se encontraba fuera de su campo
visual, fuera de su alcance. Era como si presintiera que se acercaba su final y no
quisiera marchitarse y atrofiarse en la fortaleza, escribiendo acerca de sus últimos días
en algún libro o pergamino. Quería morir con un hacha en la mano y una armadura
de enano sobre los hombros. Lokki esperaba que su propio final pudiera ser igual de
glorioso.
Después de eso, Lokki guardó silencio y se mantuvo atento a la oscuridad.
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***
La larga escalera descendía hacia la negrura que los aguardaba en la segunda planta.
Al igual que la que conducía a la sala de audiencias desde la gran puerta, ésta era
ancha y estaba iluminada con enormes antorchas sujetas en apliques de bronce con la
aterradora forma de dragones y otras criaturas de las antiguas leyendas. Las llamas
proyectaban sombras danzarinas en las paredes creando efímeros rayos de luz sobre
los mosaicos delicadamente tallados en las rocas. Gruesas columnas de piedra,
grabadas con franjas de runas del clan real de Karak Varn, los dividían.
—Aquí, el Gran Rey Gotrek Rompeestrellas da muerte al rey elfo y coge su
insignificante corona —recitó Halgar, señalando uno de los mosaicos.
En él, Gotrek Rompeestrellas aparecía representado con una refulgente armadura
dorada y el hacha empapada de sangre. Un cadáver de elfo yacía a sus pies. El Gran
Rey sostenía en alto la Corona del Fénix y se la presentaba a una enorme multitud de
enanos situados a su alrededor.
—Mirad, ahí Bulvar el Derrotatrols, tatara-tataranieto de Jovar, que huyó en
Oeragor, se enfrenta a las hordas grobis y encuentra una muerte digna de las sagas de
antaño —dijo con añoranza.
Bulvar era un matador y llevaba una enorme cresta de pelo rojo sobre una cabeza
por lo demás rapada. Tenía la mitad del cuerpo pintada para asemejarse a un
esqueleto —una costumbre común entre los matadores— y la otra mitad cubierta de
tatuajes en forma de espiral y guardas rúnicas de Grimnir. Bulvar estaba solo, rodeado
de orcos, goblins, trols y wyverns. Su última batalla tenía lugar contra una gran hueste
de pieles verdes, las dos hachas que llevaba en las manos mataban goblins por toda la
eternidad.
—Y allí —añadió el barbalarga—, el rey Snaggi Manohierroson, hijo de Thorgil,
cuyo padre era Hraddi, sobre su piedra de juramentos, en el valle de Bryndal, después
del sexto sitio de Tor Alessi. —La noble figura del rey enano se encontraba sobre una
resistente roca plana con la runa de su clan tallada encima y sus guerreros lo rodeaban
con sus escudos mientras se enfrentaban a una hueste de elfos que los apuntaban con
lanzas—. Grande fue el sacrificio de Snaggi ese día —dijo Halgar con expresión
ausente mientras se perdía en el recuerdo.
La expedición siguió adelante por fin, los enanos llegaron a la escalera y
procuraron evitar los numerosos fosos que se abrían hacia la oscura nada.
Desde allí cruzaron una gran puerta de madera que sólo cedió cuando Lokki,
Uthor, Gromrund y Hakem tiraron del impresionante aro de hierro que tenía
atornillado y entraron en un salón de banquetes con la chimenea fría y apagada desde
hacía mucho. A continuación había un salón de gremio de los mineros de
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Dedohierro, si las rúbricas rúnicas que cubrían las paredes no mentían, y luego una
larga galería abovedada. Luego los enanos se encontraron ante otra gran puerta.
Medía casi cuatro metros y medio de alto, y estaba decorada con un mosaico —
hecho de cobre, bronce y oro— rodeado de un arco dorado y con incrustaciones de
joyas. Se veían huecos donde habían arrancado y robado algunas piedras preciosas.
Tal profanación provocó sentimientos encontrados de tristeza y rabia en los enanos.
—Ulfgan… —dijo Halgar con tono sombrío, apenas un murmullo entrecortado,
como si su voz soportara el peso de muchas eras— el último rey de Karak Varn… La
cámara del rey.
***
—Es inútil —dijo Gromrund—. La puerta está atrancada. No nos queda más
alternativa que volver.
Los enanos llevaban casi una hora ante la puerta de la Cámara del Rey. Una gruesa
barra de acero la atravesaba de lado a lado y sólo se abriría mediante una gran llave de
hierro. Una llave que sólo llevaban el guardián de la puerta de la fortaleza, el jefe de
los guardias martilladores o el mismo rey. Puesto que los enanos no contaban con
ninguna de ellas, su misión para recuperar el libro de agravios de Karak Varn había
llegado a un punto muerto. Rorek trabajaba despacio y minuciosamente en el agujero
de la cerradura, haciendo caso omiso de los comentarios de Gromrund. Uthor
permanecía pacientemente al lado del ingeniero, no iba a dejarse arrastrar a otra
discusión.
—Estoy de acuerdo con Gromrund —apuntó Hakem, guardando las distancias
con Drimbold, que estaba al borde de la galería, entre las sombras, sin duda buscando
más baratijas para su ya pesada mochila—. No podemos hacer nada más aquí.
El martillador recorrió el grupo con la mirada buscando más apoyo, pero no lo
encontró.
La mirada de Halgar se encontraba muy lejos mientras contemplaba la Puerta del
Rey. Lokki parecía concentrado en sus propios pensamientos a la vez que miraba de
manera intermitente al ingeniero y la oscuridad que se extendía a su espalda. Uthor
mantenía un hermético silencio, como era de esperar, y sujetaba el mango de su hacha
con firmeza.
«De nuevo, parece que el ufdi es el único dispuesto a ponerse de mi parte», pensó
Gromrund con cierta irritación.
—Puede que Hakem tenga razón —terció Lokki al fin.
«¡Hakem! ¡Hakem el ufdi! Quieres decir que Gromrund Yelmoalto, hijo de
Kromrund, que luchó en las estepas de Karak Dron, tiene razón», pensó el martillador
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con creciente ira.
—Aunque me da rabia, no hay modo de cruzar la Puerta del Rey sin la llave y no
trataré de abrirla por medio de las armas.
Uthor se molestó. Dio la impresión de que estaba a punto de protestar cuando lo
interrumpió la voz de Drimbold.
—He encontrado algo —anunció el enano gris, saliendo de las sombras—. ¿Qué es
esto?
Señaló una runa oculta engastada en la piedra y que brillaba débilmente en la
penumbra.
Halgar despertó de sus pensamientos y se aproximó a investigar rezongando entre
dientes.
—¡Apártate, wanaz! —reprendió a Drimbold con el entrecejo fruncido.
El enano gris se salió rápidamente del camino del furioso barbalarga, permitiendo
que Halgar se acercara a la runa que estaba encajada en la misma roca, justo por
encima de la altura de la cabeza.
—Dringorak —dijo Halgar, siguiendo la runa con el dedo más que leyéndola—.
Camino ingenioso. Es una runa de ocultamiento.
—Pensaba que los rhunki eran los únicos que podían detectar tales cosas —
comentó Gromrund, observando al enano gris con recelo.
—Sí —contestó Halgar—, pero ésta ha perdido mucha potencia. Sin duda debido
a la inmundicia grobi y a la plaga de ratas que infestan estos otrora grandiosos salones
—gruñó y lanzó un escupitajo al suelo—. Sin embargo, es sorprendente que la vieras.
Halgar se quedó mirando a Drimbold.
—Sólo ha sido suerte —repuso el enano gris tímidamente.
El barbalarga volvió a centrar su atención en la runa, palpó con cuidado la roca y
luego dibujó una runa de paso en el polvo y la arenilla. Esperó un momento y después
usó sus dedos nudosos para encontrar los bordes de una puerta.
Halgar la abrió con cuidado.
—Hay un túnel al otro lado —anunció.
Lokki miró a Ralkan, pero el custodio del saber tenía la mente en otra parte.
—Traedlo con nosotros —le indicó a Hakem—. Vamos a entrar en el túnel.
***
El túnel era corto y estrecho. Los enanos salieron rápidamente a través de una gran
chimenea fría y aparecieron en la Cámara del Rey.
—Una puerta secreta —comentó Uthor mientras entraba en una amplia
habitación.
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Antaño podría haber sido magnífica, pero el deterioro se había cebado con ella.
También quedaba terriblemente claro que los enanos no eran los primeros que
recorrían esa estancia desde la caída de la karak. Las paredes estaban embadurnadas
de excrementos secos de grobi, y las estatuas destrozadas, los tapices hechos jirones e
incluso la profanación de un pequeño altar a Valaya resultaban visibles.
—¿Dónde están nuestros enemigos? —preguntó Gromrund en voz baja,
aferrando su gran martillo.
—La fortaleza es enorme, martillador —contestó Lokki—. Si tenemos suerte, ni
siquiera se dejarán ver.
Había otros tres pasillos que salían de la habitación, además de la Puerta del Rey,
atrancada. Todos tenían las puertas destrozadas o los arcos de entrada derrumbados.
Por aquí era por donde habían conseguido entrar y salir los actuales moradores de
Karak Varn. Resultaba un espectáculo lamentable. La cama del rey estaba
minuciosamente tallada en resistente Wutroth, y en mal estado. Habían volcado su
sillón de pensar y le habían arrancado uno de los brazos. Pero no había ni rastro del
libro de agravios ni, de hecho, de un atril o repisa que pudiera haberlo sostenido.
Los enanos se habían congregado en el centro de la habitación, recelosos de la
oscuridad que persistía al otro lado de las tres entradas abiertas y furiosos por el
saqueo.
Drimbold era el último y, mientras se reunía con el grupo, comenzó a husmear
subrepticiamente por la sala, asombrado por las riquezas que había a la vista. Al
hurgar en un estante de túnicas dignas de un rey, cargadas de polvo, Drimbold oyó un
golpe suave seguido de la réplica chirriante de un mecanismo oculto situado debajo
del suelo. El enano gris levantó la mano de donde se había estado apoyando en la
pared y se fijó en una pequeña piedra apretada dentro de la mampostería, detrás de
las túnicas. Habría resultado fácil si la palma del enano no hubiera hecho presión
sobre ella de ese modo y con la fuerza suficiente.
Seis pares de ojos acusadores se posaron en Drimbold, pero luego se volvieron
rápidamente hacia la parte posterior de la habitación donde estaba la cama del rey. El
otrora magnífico techo giró a un lado sobre una tarima de piedra oculta, dejando otra
puerta al descubierto. Ésta también se deslizó a un lado entre las chirriantes protestas
de las piedras. Al otro lado había una cámara. La parpadeante luminiscencia de las
piedras brillantes encajadas en las paredes se reflejó en grandes montones de monedas
y piedras preciosas, creando una misteriosa penumbra.
—Una thindrongol —exclamó Lokki mientras cruzaba el umbral de la estancia.
Se trataba de una de las numerosas cámaras secretas que los enanos empleaban
para ocultar tesoros, cerveza u objetos importantes de enemigos invasores. Dada la
suerte que había corrido Karak Varn, parecía una medida prudente. Los demás
miembros del grupo se reunieron rápidamente al lado de Lokki y se quedaron
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boquiabiertos de asombro.
Uthor había encendido una antorcha para iluminar mejor la habitación. La
parpadeante media luz desveló algo más que al principio había permanecido oculto.
Allí, al fondo de la larga cámara, había un trono dorado y encima, el esqueleto de
un enano. Hebras de gruesas telarañas cubiertas de polvo lo envolvían y cubrían toda
la habitación. El truculento descubrimiento vestía una túnica regia, ahora apolillada y
desgastada. Sobre su cabeza descansaba una corona, cuyo lustre el tiempo sólo había
logrado opacar levemente, y unos cuantos cabellos desgreñados asomaban debajo
colgando del descolorido cráneo amarillento. También le quedaban unos puñados
sueltos de la barba y entre las manos huesudas del esqueleto, que aún tenía los dedos
cubiertos de anillos deslustrados, había un hacha rúnica con el filo perfecto y su gloria
intacta.
—El rey Ulfgar —dijo Halgar, al lado de Uthor, e inclinó la cabeza.
Todos hicieron lo mismo, incluso Drimbold, y guardaron un sombrío momento
de respetuoso silencio. Ralkan hizo una profunda reverencia apoyándose en una
rodilla y se echó a llorar.
Lokki le apretó el hombro al custodio del saber y volvió a levantar la mirada.
—Que camine con los antepasados, su jarra siempre esté llena y se siente a la mesa
de Grungni —dijo con tono solemne.
—Pues su sabiduría es grande y su habilidad imperecedera —respondieron Uthor,
Gromrund, Hakem y Rorek al unísono.
Halgar asintió en señal de aprobación.
A la derecha del rey, aproximadamente a un metro de distancia, había un atril de
hierro sin adornos. Sobre el soporte descansaba un grueso libro con las páginas de
pergamino viejas y gastadas, y el cuero de la cubierta agrietado.
—Hemos encontrado el dammaz kron —anunció Lokki en voz baja.
***
Los enanos llevaron varias antorchas más a la cámara oculta, que encendieron con la
de Uthor, y las habían colocado en los apliques de las paredes para aumentar la luz de
las piedras brillantes. La iluminación había dejado al descubierto una mesa de contar
en una esquina con una balanza grande de hierro encima. Algo extraño, porque no
había mucho oro ni piedras preciosas en la cámara del tesoro; parecía desnuda, como
si faltara algo. Hakem había razonado que no podían haberlo robado grobis ni
skavens: ¿por qué habrían vuelto a cerrar la habitación?
Resultaba fácil imaginar a un custodio del saber escribiendo diligentemente en el
atril mientras su señor dictaba un montón de agravios perpetrados contra su fortaleza
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y clanes, pero ahora era Uthor quien se encontraba ante él. Como descendiente de
Melenarroja, se consideró que debía ser él el que leyera el kron. Con dedos vacilantes,
mientras los otros enanos permanecían en pie pacientemente delante de él, como si
estuviera a punto de dar un sermón o una clase, Uthor pasó a la primera página. La
escritura khazalid estaba realizada con sangre oscura y marronosa —la sangre de
Ulfgan—, al igual que todos los libros de agravios. Los juramentos que guardaban en
su interior se hacían con la sangre de reyes, así como las fechorías de otros que
quedaban registradas para toda la eternidad. Uthor leyó rápidamente para sí y fue
saltándose partes —con la debida reverencia— hasta llegar a las últimas páginas.
—«Que todos sepan que en este día Ogrik Manorrisco y Ergan Puñogranito del
gremio de los mineros murieron cuando una cortina de gas venenoso infestó las
minas meridionales. La nube tóxica subió entonces por el pozo sur y mató a muchos
más dawis. Sus nombres serán recordados —leyó saltando más adelante.
»Nuestro señor Kadrin Melenarroja no ha regresado, indignado por una serie de
ataques de urks, iba a llevarle en persona un envío de gromril al Gran Rey Skorri
Morgrimson. No han llegado noticias a la karak sobre su suerte ni la de la expedición.
Como para agravar este sombrío giro de los acontecimientos, una horda de grobis
atacó la primera planta y acabó con la vida de muchos dawis. Los skavens se están
congregando en las plantas inferiores y no podemos contenerlos».
Uthor levantó la mirada brevemente para posarla sobre los rostros adustos de sus
hermanos.
—«La tercera planta —continuó, ya cerca del final» ha caído, los grobis y los
skavens atacan en gran número y no podemos detenerlos. Quedamos muy pocos. El
señor del clan Skardrin libró su última batalla en el Salón de Melenarroja… Será
recordado.
»Una bestia ha despertado. Rhunki Ronakson, aprendiz de Lord Kadrin, se
adentra en la quinta planta en su busca, pero no regresa. No podemos vencerla. Es
nuestro fin».
»Es el final —musitó Uthor, cerrando despacio el libro de agravios.
Se hizo un silencio cargado de rabia y tristeza. Cada uno de los enanos se sumió
en sus propios pensamientos.
Un estridente repiqueteo. Los miembros del grupo se volvieron y vieron a
Drimbold con el hacha rúnica de Ulfgar en las manos mugrientas y una pila de
monedas y piedras preciosas desparramadas a sus pies.
—¿Tienes que tocarlo todo? —bramó Gromrund, indignado por la curiosidad del
enano gris.
—Ésta es un arma de reyes —dijo Drimbold a modo de respuesta, sin rastro de
artimañas ni subterfugios esta vez—. Esta hacha te pertenece por derecho de
nacimiento —añadió, volviéndose hacia Uthor—. No debería pudrirse en esta tumba
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para que los grobis la profanen y saqueen.
Tiró del hacha con cuidado para sacarla de las manos huesudas del rey muerto y
se la ofreció a Uthor.
Los ceños de los enanos disminuyeron, aunque Halgar masculló algo sobre
«profanación» y el «juramento del matador».
Uthor se acercó a Drimbold mientras los otros se separaban para dejarlo pasar. Su
mirada no se apartó ni un momento de la poderosa arma. Las runas de la hoja aún
brillaban débilmente, marcas mágicas para cortar o hender inscritas mucho tiempo
atrás. El largo mango estaba trabajado en forma de nudos de oro y lucía
incrustaciones de esmeraldas. Tenía un talismán, grabado con la runa del clan de
Ulfgan, que mostraba la cara de uno de sus antepasados. El hacha era la cosa más
hermosa que había visto nunca.
—Es maravillosa —murmuró, alargando las manos, casi con miedo de tocarla.
A la vez que sus manos aferraban la empuñadura de cuero y sentía el peso del
arma por vez primera, la cabeza de Ulfgar cayó a un lado. Los enanos se volvieron y
presenciaron cómo los hombros del viejo rey bajaban y se hundían. La columna se
quebró, las costillas se partieron y todo el esqueleto se derrumbó sobre si mismo,
desmenuzándose.
—Y así desaparece Ulfgan, último rey de Karak Varn —dijo Halgar.
Un sonido chirriante llenó el aire.
—¿Qué es…? —comenzó Hakem.
Halgar siseó pidiendo silencio y cerró los ojos para escuchar mejor.
El chirrido se iba volviendo cada vez más fuerte, así como los chillidos que lo
acompañaban: un estridente y discordante coro de voces que confluía en los enanos.
—Nos han descubierto —anunció Halgar mientras sacaba el hacha y el escudo—.
¡Vienen los skavens!
Los otros enanos siguieron su ejemplo rápidamente.
—Hacia la Cámara del Rey —bramó Lokki—. ¡No debemos quedarnos atrapados
aquí!
El grupo volvió a amontonarse en la Cámara del Rey. Ralkan se ató el libro de los
recuerdos a la espalda mediante las numerosas correas que llevaba y luego cogió el
dammaz kron. Rorek fue el último en salir de la cámara y cerró la puerta en cuanto
los otros estuvieron fuera, haciendo que la cama del rey girase de nuevo hasta
colocarse en su lugar, para dejar la habitación como estaba cuando entraron.
Los enanos se agruparon con los escudos apretados y mirando hacia cada una de
las tres entradas.
—Preparados —gritó Lokki por encima de los chillidos de los skavens, que ahora
resultaban ensordecedores.
Incontables pares de diminutos ojos rojos brillaron de modo amenazador en el
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oscuro vacío que se extendía al otro lado de las tres entradas, y los skavens entraron
en tropel en la habitación como una mortífera marea de pelo y colmillos.
—¡Grimnir! —exclamó Lokki, invocando el nombre del dios guerrero a la vez que
el acero skaven chocaba contra el hierro enano.
La primera oleada de skavens se estrelló contra el resistente muro de escudos y fue
rechazada, hecha pedazos. Lokki, Halgar, Uthor y Hakem se mantuvieron firmes,
preparándose para hacerle frente a la oleada. Había cuerpos de skavens por todas
partes, su nauseabundo hedor a cloaca invadía las fosas nasales de los enanos.
Los enanos estaban situados en una formación cerrada en triángulo, con Lokki en
el vértice. Uthor protegía su lado derecho y Halgar el izquierdo. Hakem se encontraba
junto a Halgar; mientras que Gromrund, cuyo gran martillo le impedía utilizar
escudo, les guardaba las espaldas.
Detrás del muro de escudos estaba Rorek, con la ballesta. Drimbold estaba junto a
él, su deber era proteger al custodio del saber, que se encontraba a su lado.
Aullando gritos de guerra y maldiciones, los skavens —abyectas parodias de ratas
gigantes que caminaban sobre dos patas— se reagruparon y cargaron de nuevo,
atacando con lanzas y brutales dagas.
Lokki sufrió la mayor parte del ataque y sintió que le causaban una gran
abolladura en el escudo. Sus hermanos enanos lo sujetaron, sus escudos entrelazados
formaban un muro de metal casi impenetrable.
—¡Empujad! —gritó Halgar.
Las botas rasparon la piedra y los enanos volvieron a empujar a la vez. Repelieron
a los skavens y rompieron la formación sólo un momento para blandir hachas y
martillos. Un skaven cayó muerto por cada golpe. Una ráfaga de proyectiles de
ballesta voló por encima de sus cabezas. Ni siquiera Rorek podía fallar a esa distancia
y con el enemigo tan apretado, y se oyeron más chillidos de roedores.
La Cámara del Rey se estaba llenando rápidamente de hombres rata que entraban
corriendo en una avalancha aparentemente interminable.
Gromrund rugió en la parte posterior del arco de escudos de los enanos mientras
partía cráneos con cada golpe de su gran martillo. La sangre le salpicó la armadura y
la placa facial del yelmo de guerra pero no le prestó atención. Se balanceó a derecha e
izquierda, los músculos de sus brazos y cuello sobresalían mientras se esforzaba al
máximo.
—¡Estamos rodeados! —les gritó a los otros mientras golpeaba en el hocico a un
skaven de pelaje negro en medio de una erupción de sangre y colmillos amarillentos.
Lokki oyó el aviso del martillador y supo que no podrían aguantar.
Tenía el hacha resbaladiza por la sangre de skaven y la armadura y el escudo
llenos de abolladuras.
—Son innumerables —le musitó a Halgar a la vez que derribaba a un hombre rata
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con la parte plana de su arma antes de cortarle el cuello con el borde del escudo.
—¡Están acabados! —exclamó el barbalarga con una carcajada salvaje mientras
abría en canal a un skaven de la ingle al pecho.
La hoja del hacha chocó contra el esternón del hombre rata y tuvo que salir del
cordón protector del muro de escudos mientras utilizaba la bota para soltarla. Una
lanza se acercó por los aires y alcanzó a Halgar en el brazo haciendo que el enano
soltara un bramido de rabia.
Hakem se volvió y partió en dos el asta de la lanza con su martillo rúnico antes de
destrozar la cabeza de la rata. Se acercó más hasta que el barbalarga recuperó su
posición.
Halgar rugió redoblando sus esfuerzos.
Uthor desgarraba armadura, carne y hueso como si no fueran nada. Dondequiera
que cayera el hacha de Ulfgar, un skaven moría. Un hombre rata enorme se abrió
paso hasta él blandiendo una alabarda que parecía pesar mucho. Antes de que la
criatura pudiera balancearla, acabó partida en dos por el centro y las vísceras de ésta
se le derramaron en el suelo formando una sopa sanguinolenta.
Los skavens eran cada vez menos, pero Lokki sabía que los enanos no podrían
seguir luchando eternamente, a pesar de las protestas de Halgar.
—No podemos ganar esta batalla —aseguró y vio que la ruta hasta la chimenea y
el dringorak estaba relativamente despejada—. Separaos y dirigíos a la chimenea —
gritó.
—Sí —contestó Gromrund, y le hizo eco el chillido de otro skaven herido de
muerte.
Nadie contradijo a Lokki, ni siquiera Uthor ni Halgar. Todos veían la sensatez de
sus acciones. Él daba las órdenes y el resto lo seguía.
Los enanos se replegaron dentro del muro circular de escudos. Los skavens se
lanzaron contra ellos empujando con fuerza y aullando con entusiasmo.
Cuando la marea se volvió casi incontenible, Lokki bramó:
—Con todas vuestras fuerzas… ¡Ahora!
Los enanos empujaron como uno solo; Gromrund, Drimbold e incluso Ralkan
sumaron su peso y los skavens se vieron obligados a retroceder de golpe. Sin
detenerse para rematar a algunos skavens que estaban tendidos en el suelo, los enanos
se apartaron y el muro de escudos se desarmó mientras corrían hacia la chimenea.
Uthor se colocó en cabeza e hizo pedazos o apartó a machetazos a los pocos
skavens que se interponían en su camino, abriendo una roja y macabra senda en sus
endebles filas.
Los enanos se lanzaron hacia la chimenea y el dringorak. Atravesaron el túnel
rápidamente y salieron a la galería abovedada, fuera de la gran puerta de la Cámara
del Rey. Puesto que no disponían de tiempo para cerrar el camino, subieron a la
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carrera por el largo pasillo con los enfurecidos chillidos de los skavens siguiéndolos de
cerca.
Rorek se detuvo un momento, a la mitad de la galería, y disparó una descarga de
proyectiles de ballesta contra los skavens que los perseguían. La mayoría de sus
disparos fallaron, pero dos hombres rata cayeron con flechas en el cuello y el tronco.
—Vamos —insistió Lokki, tirando del brazo del ingeniero.
El señor del clan había sido el último en salir de la Cámara del Rey para asegurarse
de que todos lograban escapar.
Rorek se echó la ballesta al hombro y salió corriendo tras los otros, que seguían
adelante con pasos pesados.
Por delante, un grupo de skavens salió de unas grietas ocultas en las paredes y
corrió a formar una barrera rápidamente.
Sin verse frenados por tener que formar un muro de escudos, los enanos se
estrellaron contra el piquete de skavens con fuerza y la matanza comenzó en serio.
En medio de una orgía de sangre y muerte, los hombres rata se dispersaron
mientras los enanos apenas aminoraban el paso.
Siguieron adelante a través de la larga galería, regresaron por donde habían
venido, cruzando el salón del gremio, el salón de banquetes y la puerta de madera,
mientras los skavens los hostilizaban sin tregua.
—¿Esperas que huya por toda la fortaleza? —le gritó Halgar a Lokki mientras
seguían subiendo por la larga escalera que salía de la segunda planta.
—Pensaba que habías ido caminando hasta Karak Ungor —se burló Lokki con
una amplia sonrisa.
—¡Cuando era joven! —contestó Halgar con un gruñido.
Lokki soltó una carcajada y los enanos siguieron adelante. Recorrieron el túnel en
ruinas y atravesaron diversas estancias, pasillos y salas hasta llegar a la sala de
audiencias, donde apoyaron las manos en las rodillas e intentaron recobrar el aliento.
Los chirridos y los chillidos de los skavens resonaban tras ellos.
—Son unos cabrones persistentes —comentó Halgar con resentimiento entre
inspiraciones.
—Tenemos que llegar a la sala exterior —dijo Lokki—. Un momento… —añadió
—. ¿Dónde está Drimbold?
Drimbold no estaba por ninguna parte. Durante la frenética carrera a través de la
planta, Lokki había perdido de vista a muchos de sus compañeros: el enano gris
podría haber caído perfectamente sin que él se diera cuenta.
—¿Alguien sabe qué ha sido de él? —preguntó, plenamente consciente del
creciente estruendo de los skavens, que se iban acercando.
Su dura mirada se encontró con negaciones de cabeza. La expresión del señor del
clan se tornó brevemente en una de tristeza y luego se endureció.
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—Era un wanaz avaricioso —apuntó Gromrund—, pero ése no es modo de morir
para un dawi, huyendo entre las sombras.
El hedor de los skavens se volvió muy intenso a la vez que sus chillidos se
tornaban ensordecedoramente altos.
—Adelante —ordenó Lokki— o correremos su misma suerte.
Los enanos salieron corriendo de la sala de audiencias y ya se encontraban a la
mitad de la segunda escalera que llevaba a la sala exterior cuando los skavens los
alcanzaron. Los hombres rata arrojaron lanzas y cuchillos rudimentarios, y les tiraron
piedras a los enanos utilizando hondas. El grupo se detuvo y levantó los escudos para
protegerse de los proyectiles mientras los primeros skavens los adelantaban.
Los enanos lanzaron hachazos a derecha e izquierda, librando una batalla a la
carrera a la vez que ascendían dificultosamente la última mitad de la escalera. El
grupo casi había llegado al arco de entrada que conducía a la sala exterior. Uthor
estaba abriendo una senda a través de los skavens que se habían situado delante de
ellos y Gromrund y Hakem defendían al custodio del saber acabando con todo
hombre rata que se acercaba demasiado. Mientras Hakem aplastaba a uno de los
guerreros skaven contra el suelo con la parte plana de su escudo, otro consiguió pasar
a su lado y avanzó hacia Ralkan.
Los brillantes ojillos rojos del hombre rata brillaron con malicia mientras blandía
un cuchillo largo y hacía ademán de apuñalar al custodio del saber en el corazón.
Meses de espera en la oscuridad, encerrado en los túneles fríos y húmedos, donde
cada ruido le provocaba estremecimientos de terror, invadieron a Ralkan y éste
explotó. Bramó un grito de batalla que resonó por la escalera mientras apartaba a la
criatura golpeándola con el mismísimo libro de agravios. El skaven se encogió bajo la
furiosa arremetida, pero luego los embates del libro lo derribaron mientras el custodio
del saber lo aporreaba; el enano le dio rienda suelta a toda su furia y angustia
reprimidas en unos pocos segundos de sangrienta agresión. Al final, Hakem le indicó
que se diera prisa. El skaven era una mancha de pasta roja en el suelo.
—¿Te sientes mejor? —le preguntó el enano de Barak Varr.
—Sí —respondió Ralkan.
Tenía la cara y la barba salpicadas de sangre y el libro de agravios estaba
empapado de restos.
—Bien, porque hay más…
***
Lokki decapitó a un guerrero skaven antes de atravesar a otro con el gran pincho de
su hacha. Halgar se encontraba a su lado, luchando con furia; los dos enanos cubrían
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la retaguardia como siempre. Al contemplar la creciente horda, a Lokki le pareció ver
algo cerca —nada más que un fugaz fragmento de sombras— moviéndose a toda
velocidad en la oscuridad al borde de la escalera. No pensó más en ello, su atención se
desvió hacia un skaven diminuto que vestía una túnica pintarrajeada con símbolos
espantosos y adornada con viles hechizos. En la pata canosa aferraba un extraño
objeto de aspecto arcano. Era como un báculo, pero de naturaleza casi mecánica. La
criatura levantó el báculo y devoró un trozo de roca brillante que tragó con dificultad
mientras la garganta le sobresalía.
Una carga extraña llenó de pronto el aire a la vez que a Lokki se le ponía la barba
de punta.
—Brujería —musitó mientras hacía la runa de Valaya en el aire.
Un relámpago verdoso surgió del báculo del skaven. Trazó un arco y zigzagueó
hasta chocar contra el techo de la escalera. Se produjo un estruendo y un temblor
recorrió el suelo; grandes trozos de mampostería se desplomaron y se hicieron añicos
al chocar contra la escalera.
Halgar se tambaleó y casi cayó.
Lokki levantó la mirada. Un gran bloque de granito se desprendió de lo alto y
descendió en picado, a punto de aplastar al barbalarga.
Lokki lo apartó de golpe y rodó frenéticamente escapando de la enorme roca por
centímetros. Las esquirlas de la roca hirieron a varios skavens y comenzó a rodar
despacio escaleras abajo. Eso les proporcionó a los enanos un breve respiro mientras
los skavens aullaban y huían en todas direcciones.
Lokki se limpió el sudor de la cara, se levantó y ayudó a Halgar a ponerse en pie.
El señor del clan no vio el fragmento de sombras acercándosele sigilosamente por
detrás. Al principio no sintió la hoja que se le hundió en la espalda.
—Por los pelos, muchacho, Grungni se… —Halgar se detuvo al ver que Lokki
abría mucho los ojos y le salía sangre por la boca.
El barbalarga se quedó paralizado mientras un skaven envuelto en tela negra —
con los ojos vendados con un mugriento trapo rojizo—. Soltaba un gruñido detrás de
una larga capucha, dejando ver un cabo de carne a modo de lengua. La criatura salió
de forma lenta y burlona de detrás del señor del clan y arrancó la daga.
Lokki se tambaleó escupiendo sangre y cayó de espaldas escaleras abajo entre el
estrépito de su armadura. La incredulidad y luego la rabia invadieron a Halgar, que
soltó un rugido.
El chillido de otro relámpago que surgió del báculo del skaven vestido con túnica
aplastó el grito de angustia del enano. La fantasmagórica energía estalló contra el arco
de entrada, que se estremeció y comenzó a derrumbarse. El violento temblor que lo
acompañó derribó a Halgar mientras el asesino skaven desaparecía en la oscuridad y
Lokki se perdía de vista.
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Un sonido parecido a un trueno resonó amenazador por encima de él y Halgar se
preparó para enfrentarse a la muerte con dolor en el corazón.
***
Hakem aplastó el cráneo de un skaven, su martillo rúnico se estaba cobrando un
precio aterrador; volvió la mirada desde el umbral de la sala exterior y vio caer a
Lokki. Le pareció ver un negro fragmento de sombras apartándose del enano y se
protegió los ojos cuando una fuerte luz verde brilló en el túnel de la escalera. Se
tambaleó pero se mantuvo en pie cuando el arco que conducía a la sala de entrada
exterior empezaba a desmoronarse encima de Halgar.
Hakem volvió a cruzar el arco corriendo y tiró hacia atrás del barbalarga con
todas sus fuerzas.
—¡Nooo! —chilló Halgar mientras el arco y parte del techo se hundían haciéndose
pedazos contra la escalera y aplastando a todo skaven que se encontrara en su camino.
La ruta hacia la sala de audiencias estaba bloqueada. Los enanos habían quedado
separados de las hordas de los hombres rata.
***
De las grietas del techo cayeron inmediatamente regueros de polvo y arena y los
pequeños trozos de rocas desplazadas que se estrellaron contra el suelo aumentaron el
peligro de que la sala exterior se derrumbara.
Al final, sin embargo, los temblores disminuyeron y sólo quedaron las motas de
polvo adheridas al aire como una densa niebla.
Uthor tosió en medio de la atmósfera cargada de polvo y observó las enormes
losas de granito que cerraban de modo eficaz la ruta hacia la primera planta.
Sabía que el cuerpo de Lokki estaba al otro lado. Al final, justo delante de Hakem,
había visto caer a su líder. Observó a los otros enanos que, aturdidos por su propio
dolor, contemplaban en silencio la masa de piedras caídas. Al parecer también habían
perdido a Drimbold, sólo sabía Grungni qué suerte habría corrido. Tenían el libro de
agravios, pero ¿a qué precio?
—Anciano —dijo Uthor con voz baja y reverente—. No debemos entretenernos
aquí.
Halgar tenía la mano apoyada en la pared de piedra. Inclinó la cabeza y escuchó
con atención. Masculló algo entre dientes —sonó como una corta plegaria—, se
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volvió y miró a Uthor a los ojos. Su rostro parecía cincelado en piedra, tan poca
emoción dejaba ver.
—Que todos sepan —dijo en voz alta para que todo el grupo lo oyera— que en
este día Lokki, hijo de Kragg, señor del clan real de Karak Izor, cayó en batalla
apuñalado por la espalda por un skaven. Que Grungni lo acoja en su seno. Será
recordado.
—Será recordado —repitieron los otros enanos.
—Los skavens siguen congregándose al otro lado del derrumbe —dijo Halgar,
acercándose a la gran puerta—. Buscarán un modo de llegar hasta nosotros —añadió,
volviéndose hacia Uthor—. Tienes razón, hijo de Algrim. No deberíamos
entretenernos.
—Creo que tal vez no tengamos que atravesar los túneles de la letrina para escapar
de la fortaleza —apuntó Rorek de espaldas a los otros mientras examinaba la gran
puerta con su antiquísimo mecanismo cubierto de una fina pátina blanca de polvo—.
Puede que los cinco consigamos abrir la puerta desde dentro.
***
—¡Empujad! —exclamó Rorek y los enanos empujaron todos a una.
El ingeniero había desconectado los grandes dientes de cierre situados en la
puerta. A continuación, con la ayuda de Uthor, Hakem y Halgar soltó las tres
enormes abrazaderas que la bloqueaban. Luego sólo era cuestión de abrir la puerta
propiamente dicha. Dos cadenas largas y gruesas colgaban del techo. Mientras tiraban
de cada una hacia abajo mediante una inmensa bobina circular colocada en
horizontal sobre la piedra —con diez asideros—, una serie de dientes y poleas
entrelazadas se ponían a trabajar, centímetro tras laborioso centímetro. A ritmo lento
pero seguro, la puerta se abriría. El grupo sólo necesitaba accionar una puerta, eso
bastaría para dejarlos salir; pero con sólo seis enanos en una de las cadenas, resultaba
extremadamente difícil.
—¡Basta! —grito Rorek de nuevo.
La puerta de la izquierda se había abierto. La abertura sólo medía un metro de
ancho, pero era suficiente para que pudieran pasar. Una luz neblinosa se extendía por
el patio abierto.
—Seguidrne —indicó Uthor, poniéndose en cabeza.
Al salir a la luz de últimas horas de la tarde del mundo exterior, se cubrió los ojos
para protegerse del resplandor. Cuando vio lo que había al otro lado, bajó la mano
rápidamente y bramó:
—¡Grobis!
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Una pequeña horda de orcos y goblins se había reunido en los riscos de las afueras
de Karak Varn. Al parecer estaban acampados —sentados alrededor de fogatas y los
viles tótems de sus dioses paganos— comiendo, peleándose y durmiendo.
El primer orco murió con el hacha que Uthor le había arrojado clavada en el
pecho. La bestia se quedó mirando tontamente el destrozo en el que se había
convertido su torso —aturdido al principio—, luego soltó un grito ahogado y se
desplomó, muerto.
Un goblin cayó, con el cráneo aplastado a manos de Hakem, antes de poder dar la
voz de alarma. Halgar mató a un tercero y luego a un cuarto, sujetando el hacha a dos
manos y repartiendo muerte con silenciosa determinación.
Gromrund golpeó a un orco en la espalda, partiéndole la columna brutalmente y
aplastándole el cuello.
Rorek puso su ballesta a trabajar y derribó a varios goblins, abarrotándoles el
torso con un compacto grupo de flechas.
Antes de que los pieles verdes se dieran cuenta siquiera de lo que estaba
ocurriendo, ocho de ellos habían muerto. Los aproximadamente treinta que aún
seguían con vida rugieron y resoplaron de rabia mientras cogían frenéticamente sus
armas. Una gran cantidad de caras verdes se volvió gruñendo hacia los enanos, que se
habían lanzado al ataque formando un maltrecho piquete de lanzas levantadas y hojas
curvas.
—¡Cargad! —ordenó Uthor.
El enano de Kadrin se lanzó contra las masas formando la punta del ataque.
Gromrund y Halgar fueron tras él. Hakem iba después con Rorek; los dos se
encargaban de mantener al custodio del saber a salvo.
Una descarga de flechas voló hacia los enanos a la carrera mientras los goblins
disparaban arcos cortos y soltaban chillidos desenfrenados. Uthor recibió un impacto
en la hombrera y dos más lo golpearon en el escudo, pero no aflojó el paso; esquivó
una cuchillada por encima de la cabeza y, mientras se levantaba, le cortó el brazo al
atacante.
Al final, todo terminó rápido. Los enanos atravesaron el campamento como un
martillo irresistible dejando a los pieles verdes sangrando y desconcertados a su paso.
No dejaron de correr hasta que ya no pudieron oír las voces y gritos salvajes de los
orcos y los goblins. No los siguieron. Habían cometido la estupidez de dejar un modo
de entrar a la karak y sin duda los pieles verdes estaban aprovechándose de ese error.
***
Los enanos habían acampado en un risco cerrado con una fogata parpadeante en el
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centro. Sólo había dos rutas para entrar y salir: Gromrund permanecía alerta en una,
sosteniendo el martillo contra el pecho, y Hakem estaba en la otra, vigilando el
camino que se extendía delante.
Estaba anocheciendo, los últimos vestigios de sol proyectaban una luz rojo sangre
mientras desaparecían lentamente en el horizonte. Uthor se calentó las manos junto
al fuego. Ninguno de ellos había hablado desde la batalla con los pieles verdes.
—Nos dirigiremos a Karaz-a-Karak —masculló Uthor con tono sombrío al otro
lado de las chisporroteantes brasas del fuego.
—Es una buena marcha desde aquí —comentó Rorek, fumando en su pipa—. Dos
días como mínimo por terreno escabroso y tenemos pocas raciones. La cerveza
prácticamente se ha acabado.
—En ese caso será mejor que nos apretemos el cinturón —contestó Uthor.
—¡Shh! —Gromrund fue quien dio el aviso—. Alguien se acerca —susurró lo
bastante fuerte para que los otros lo oyeran.
El enano se agachó. Sostuvo su gran martillo con una mano y levantó la otra
haciendo un gesto para que el resto esperase.
—Es Drimbold —dijo en voz alta sorprendido—. ¡El enano gris está vivo!
Drimbold entró en el campamento con la cara cortada y el atuendo, ya de por sí
raído, rasgado en varios lugares. Incluso su mochila parecía más ligera. El enano les
contó rápidamente a los otros cómo se había separado de ellos cuando los skavens le
bloquearon el paso. Había seguido otro túnel y había vagado por la oscuridad hasta
que por suerte había encontrado otra salida: una puerta secreta en la montaña que
conducía a la Vieja Carretera Enana. Había visto como los enanos atravesaban
luchando el campamento orco situado junto a la puerta, pero estaba demasiado lejos
para hacer nada. Después de eso había seguido su rastro hasta allí.
—Tengo suerte de estar vivo —confesó—, gracias a Grungni.
Esbozó una amplia sonrisa, agradecido de haberse reunido con sus antiguos
compañeros, y luego preguntó:
—¿Dónde está Lokki?
—Está muerto —contestó Halgar antes de que ninguno de los otros pudiera
hablar—, un skaven lo mató a traición.
La expresión del barbalarga parecía de acero. Ahora sólo le interesaba una cosa,
Uthor podía verlo en sus ojos. La venganza. Y pensaba obtenerla.
Uthor se puso en pie y miró a sus hermanos enanos.
—Un gran agravio se ha cometido este día —afirmó con fuego en la mirada—.
Pero es uno entre muchos. Uno que comenzó con la muerte de mi pariente, Kadrin
Melenarroja, y ahora Lokki también descansa en una tumba pedregosa. Karak Varn
está en ruinas, su gran gloria convertida en nada.
Muchos de los enanos comenzaron a mesarse las barbas y a gruñir de rabia.
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—¡No lo podemos permitir! —bramó Uthor, observando cómo los rostros
adustos de sus compañeros se encendían con la llama de la venganza.
»No lo permitiremos —añadió con tono solemne—. Yo, Uthor, hijo de Algrim,
señor regente del clan de Dunnagal, juro reclamar Karak Varn en nombre de Kadrin
Melenarroja, Lokki Kraggson y todos los enanos que entregaron su vida para
defenderla.
—¡Sí! —gritaron los enanos al unísono.
Halgar fue el único que guardó silencio.
—Hasta el final —dijo el barbalarga, extendiendo la palma abierta.
Uthor sostuvo su mirada glacial y colocó la mano sobre la de Halgar.
—Hasta el final —repitió.
Los otros hicieron lo mismo. Se hizo el juramento. Irían a Karak-a-Karak y
regresarían con un ejército. Volverían a tomar Karak Varn o morirían en el intento.
***
En la cima de un risco que daba al campamento, un enano estaba sentado a solas. El
tenue brillo de una pipa iluminó brevemente su rostro lleno de cicatrices de batalla;
una hilera de tres aros de oro le perforaba la nariz y tenía una cadena sujeta a la fosa
nasal opuesta que le llegaba hasta la oreja. De la frente le salía una enorme cresta, que
parecía un pincho mientras su silueta se recortaba contra la noche.
—Hasta el final —murmuró a la vez que aplastaba la hierba para pipa encendida
con el pulgar.
Bajó de un salto del promontorio rocoso y se perdió en la oscuridad que
aguardaba debajo.
***
Lokki no despertó en los salones de sus antepasados, con un lugar preparado en la
mesa de Grungni; sino tosiendo y resoplando en medio de las ruinas de la larga
escalera. Estaba vivo, un espantoso dolor punzante en la espalda donde el cuchillo
había entrado se lo recordó. Había perdido el yelmo en alguna parte: tenía un tajo
largo en la frente, la sangre aún estaba húmeda y le llenaba la nariz con un olor
parecido al cobre.
Había escombros por todas partes y el aire estaba cargado de polvo y arena que le
cubrían la barba, que en otro tiempo había sido de un tono marrón oscuro. Una
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antorcha seguía ardiendo en un aplique sujeto a una pared cercana. Su parpadeante
aura proyectaba sombras largas y definidas. Los skavens habían desaparecido, al igual
que sus muertos. Debían de haber pensado que estaba muerto, de lo contrario
también habrían acabado con él.
Lokki intentó mirar a su alrededor y descubrió que no podía moverse. Una
enorme losa de granito le aplastaba las piernas. Con cierto esfuerzo consiguió
incorporarse sobre los codos y empujó la roca con ambas manos, pero ésta no cedió.
Volvió a desplomarse, respirando con dificultad. Estaba débil, la hoja que lo había
apuñalado debía haber estado cubierta de veneno. No obstante, los enanos eran una
raza fuerte y podían sobre vivir a todos los venenos, salvo a los más potentes. Al
menos por un tiempo.
Lokki reunió fuerzas y miró alrededor, esperando encontrar algo que pudiera usar
para apartar la losa de sus piernas. Su hacha estaba justo fuera de su alcance. Intentó
tocarla desesperadamente, pero estaba demasiado lejos.
Un hedor llegó hasta él en una débil brisa que emanaba de alguna fuente oculta.
Lo conocía bien. Se trataba del empalagoso y fétido olor a moho de los skavens. El
maloliente aroma resultaba inaguantable. Lokki sintió que la bilis le subía a la
garganta y que le lloraban los ojos. Luego oyó algo, el débil sonido de unas zarpas
raspando la piedra.
—Pobre enanito —dijo una voz terrible y áspera.
Un skaven, vestido con una gruesa armadura muy oxidada y pelaje negro y
enmarañado, se irguió sobre Lokki. La criatura profirió un sonido, mitad gruñido,
mitad carcajada, dejando ver unos colmillos amarillentos. Lokki se fijó en una cicatriz
que tenía debajo del hocico mugriento, los puntos aún se notaban en la carne rosácea.
El hombre rata llevaba un anillo de oro en los dedos de la pata derecha, una runa lo
marcaba como un tesoro robado de las cámaras de Karak Varn. La otra terminaba en
un pincho de aspecto feroz. Un yelmo rudimentario descansaba sobre su cabeza y dos
pequeñas orejas asomaban por unos agujeros toscamente abiertos. Lokki había
luchado con suficientes hombres ratas para darse cuenta de que se trataba de uno de
sus líderes de clan, un caudillo.
—Esto es territorio skaven, sí-sí —siseó la criatura.
Lokki resistió el impulso de vomitar al sentir el fétido aliento de la criatura
cuando se agachó junto a él y unos ojillos redondos y brillantes lo examinaron
burlones.
—Aquí ya no mandan enanos ni pieles verdes. Aquí Thratch es el rey. Thratch
matará, rápido-rápido, a todo el que entre en su reino, sí. ¡La fortaleza enana es mía!
—gruñó a la vez que abría una herida profunda en la mejilla de Lokki con un pincho
mugriento.
Lokki hizo una mueca y escupió un espeso coágulo de sangre en la cara del
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caudillo skaven.
—Karak Varn pertenece a los dawis —gruñó con actitud desafiante.
Thratch se limpió la sangre de enano con el dorso de la pata que le quedaba y se
levantó mientras una sonrisa salvaje aparecía en sus rasgos. Lokki vio que la criatura
retrocedía lentamente hacia la oscuridad y, exactamente en ese momento, otro skaven
salía de ella como si las sombras fueran una extensión de su mismo ser.
Iba vestido con harapos negros, tenía los ojos vendados y andaba levemente
encorvado mientras se acercaba poco a poco a Lokki de modo amenazador.
—Kill-Klaw intentó cortarme el cuello, sí… —siseó el caudillo, que se había
perdido de vista—. Le saqué los ojos, le saqué la lengua… pero Kill-Klaw no los
necesita para apuñalar-apuñalar, rápido-rápido. Ahora Thratch es el amo y le ordena
a Kill-Klawz apuñala… apuñala… despacio… despacio.
El asesino skaven ciego se irguió sobre Lokki daga en mano. Por primera vez, el
enano se fijó en que llevaba un collar de orejas cortadas alrededor del cuello. Kill-
Klaw chilló —un sonido espantoso que le salió de las mismas entrañas— y la
oscuridad envolvió a Lokki por completo. Gritos de angustia escaparon de la boca del
enano y resonaron por los antiguos salones de Karak Varn y la indiferente oscuridad
mientras Kill-Klaw se ponía a trabajar.
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CUATRO
Maltrecho pero con el espíritu incólume, Fangrak se abrió paso por los serpenteantes
túneles goblins de las Montañas Negras y pensó en cómo podría evitar una muerte
espeluznante. Al cacique orco lo acompañaba un grupo de sus guerreros; los pieles
verdes —tanto orcos como goblins— que habían sobrevivido al ataque de los enanos
en la puerta.
Ya lo habían derrotado dos veces. Después de la masacre en las estribaciones al
borde del Agua Negra había reunido más guerreros. Sabía que los enanos se dirigían a
la antigua ciudad, pero no había calculado cuánto tiempo estarían allí abajo. Había
esperado dos días mientras su paciencia se iba agotando a cada hora que pasaba. Ni
siquiera estrangular a algún que otro goblin había aliviado su aburrimiento. Habían
levantado tótems, le habían hecho ofrendas de excrementos a Gork y Mork y habían
encendido piras de hongos: los densos gases resultaban empalagosos y potentes. Un
aletargamiento se había abatido sobre ellos debido a la embriagadora bruma que
creaban las piras humeantes, y los enanos los habían sorprendido mientras los pieles
verdes esperaban a que regresaran. Ahora tendría que explicarle todo esto a
Skartooth.
El largo túnel se abría formando una amplia caverna. Las paredes estaban
embadurnadas de excrementos con los que se habían representado las marcas de los
dioses orcos. Había fogatas repartidas por toda la amplia estancia situada bajo la
montaña, y goblins vestidos con gruesas túnicas negras que permanecían agachados
lanzaron miradas furtivas y maliciosas a Fangrak cuando pasó a su lado. Algunos le
silbaron y gruñeron mientras atravesaba el revoltijo que los pieles verdes habían
descartado y la omnipresente mugre que lo invadía todo. Fangrak no le tenía miedo a
ninguno de ellos: ni orco ni goblin. Les devolvió el gruñido a la vez que blandía su
mayal de modo elocuente. La brutal arma estaba resbaladiza por la sangre de piel
verde: había tenido que descargar su ira con alguien antes de regresar…
Por fin, Fangrak llegó al final de la cámara. Las parpadeantes antorchas sujetas en
rudimentarios apliques de hierro proyectaban rayos de luz sobre los huesos
desperdigados que había en abundancia allí. Orcos, enanos y skavens: la «mascota» de
Skartooth los había dejado limpios a todos, incluso les había chupado el tuétano. La
bestia siempre estaba hambrienta y no era prudente dejarla pasar hambre mucho
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tiempo.
En Ungul fue en lo primero que Fangrak se fijó mientras se acercaba a la silla de
su caudillo con los hombros encorvados y sus guerreros derrotados a la zaga. El trol
estaba recostado en un camastro de paja y piel desollada (marrón y basta como el
cuero y rizada en los bordes). La bestia le gruñó al cacique orco mientras
mordisqueaba una costilla manchada de sangre y con mucha carne. Las cadenas que
lo ataban al suelo se sacudieron.
Fangrak se mantuvo lo bastante lejos de Ungul para que éste no pudiera
alcanzarlo con sus brazos largos y desgarbados, y lo alivió ver que la bestia volvía a
mordisquear el hueso. El cacique orco hizo una profunda reverencia apoyándose en
una rodilla ante su caudillo.
Skartooth estaba sentado en su «trono», como al caudillo goblin le gustaba
llamarlo. Hecho con huesos a los que Ungul había despojado de carne, el «trono»
tenía un aspecto macabro. Una pila de cráneos servía de respaldo, rematada con
cabezas de enanos y skavens, y de cualquier piel verde que contrariase al inquieto
goblin. Huesos de costillas, muslos y espinillas formaban el asiento; mientras que los
brazos, patas y pies estaban hechos de un surtido de otras partes y rematados con más
cráneos. A Skartooth le gustaban los cráneos. Tenía uno encima de su gran capucha
negra, un simple cráneo de rata: de lo contrario el altísimo pico se le caería sobre los
ojos. Alrededor del cuello llevaba un collar de hierro erizado de pinchos. Era un
talismán grotesco. Mientras se agachaba, Fangrak se imaginó apretándolo alrededor
del cuello del caudillo goblin hasta que los ojos se le salieran de la diminuta cabeza y
la fina lengua le colgara de aquella boca pequeña que siempre mostraba una sonrisita
tonta. El cacique orco se permitió una sonrisa al pensarlo que procuró ocultar a
Skartooth mientras el caudillo hablaba.
—Así que has vuelto —dijo el goblin con sorna, envuelto en su amplísima túnica
negra manchada con el símbolo del puño de sangre—. ¿Ya has matado a esos
apestosos retacos?
—No —gruñó Fangrak, manteniendo la cabeza gacha.
—¡Inútil! —soltó Skartooth mientras le lanzaba a Fangrak un puñado de carne
podrida con la que había estado jugando.
La repugnante carne golpeó al jefe orco en la cabeza torciéndole el yelmo. Fangrak
iba a enderezárselo pero…
—Déjalo —chilló Skartooth, poniéndose en pie y tirando con fuerza de la cadena
de Ungul.
El trol, que había estado entreteniéndose arrancándose costras de la piel
pedregosa, soltó un gruñido de irritación; sin embargo, el caudillo goblin miró a la
criatura a los ojos y ésta se tranquilizó.
—¿Quieres sentir las tripas de Ungul? —gruñó Skartooth.
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Fangrak levantó la mirada hacia el caudillo goblin, pero no delató ninguna
emoción.
Skartooth dio un paso adelante. Fangrak pudo verlos excrementos del goblin que
manchaban las pieles colocadas sobre el asiento del trono.
—¿Quieres acabar en su tripa, donde sus jugos te fundirán hasta no dejar nada,
eh? Maldito inútil, imbécil comemierda.
Fangrak respondió desapasionadamente, con voz profunda y fría:
—Hemos encontrado un modo de cruzar la puerta.
Skartooth hizo una pausa en su diatriba para escuchar con atención.
—Pero hay un derrumbe en el camino —continuó Fangrak con calma—. Creo
que podemos entrar, pero necesitaré a unos cuantos para despejarlo.
Skartooth miró a Fangrak a los ojos, examinándolo cuidadosamente para detectar
si mentía. Satisfecho, el caudillo goblin se volvió a sentar.
—Tendrás lo que necesitas —dijo con voz quejumbrosa y chirriante—. Pero
Ungul todavía tiene hambre y le he despertado el apetito.
Fangrak se puso en pie de nuevo y señaló a uno de sus guerreros. Se trataba de
Ograk. Él era el que estaba de guardia en la puerta, despatarrado sobre una roca y
roncando, cuando los enanos atacaron.
—¡Tú! —dijo Fangrak, haciéndole señas a Ograk para que se acercara—. Ven
aquí.
Ograk se señaló el pecho tontamente para asegurarse de que el cacique se refería a
él. Fangrak asintió con la cabeza una vez, muy despacio. El orco avanzó arrastrando
los pies y mirando de reojo a Ungul, que se estaba relamiendo.
Fangrak se acercó hasta estar cara a cara con Ograk, luego sacó un cuchillo
despacio y tranquilamente de una funda que llevaba en el cinturón y le asestó dos
tajos en la parte posterior de las piernas a Ograk. El orco aulló de dolor y rabia, y se
desplomó de rodillas. Desenfundó su cuchillo rápidamente, bufando furioso, pero
Fangrak se lo arrancó de la mano con un fuerte golpe de revés.
—No vas a necesitar eso —dijo, agarrando a Ograk por el pescuezo y luego le
gruñó al oído—: Y tampoco vas a salir corriendo.
Fangrak lanzó a Ograk al alcance del trol. Ograk gritó mientras Ungul lo golpeaba
con un puño rollizo, el sonido del hueso al partirse resonó por la caverna.
—¿Hemos terminado? —le preguntó a Skartooth.
—Ve a despejar el derrumbe —contestó Skartooth— o serás tú el que acabe en su
tripa la próxima vez.
Fangrak se volvió y les gruñó una serie de órdenes con tono severo y cortante a
sus guerreros antes de ir a la cueva a obligar a otros a participar en su misión. Tras él
oyó el sonido húmedo de la carne al desgarrarse y el crujido sordo del hueso
machacado lentamente. No se quedó lo suficiente para oír cómo el trol sorbía los
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jugos ni se tragaba las tripas.
***
Uthor encabezaba la procesión de enanos mientras se acercaban al Gran Salón del
Pico Eterno, Sede de los Grandes Reyes, detrás de Bromgar, uno de los martilladores
del Gran Rey y portador de la llave de la Cámara del Rey. Era un gran honor y
Bromgar lo llevaba con estoica fortaleza y absoluta gravedad.
El guardián de la puerta los había recibido en la imponente entrada de la fortaleza:
un bastión inexpugnable de piedra que desafiaba los estragos de las eras. Había estado
aguardando allí mientras se aproximaban por el camino del Pico Eterno. Parecía un
enano insignificante ante el edificio de roca y hierro.
Los enanos del Pico Eterno los habían estado esperando.
Una serie de atalayas secretas situadas en los riscos más altos ofrecían una vista
panorámica a lo largo de muchos kilómetros y permitían dar un fácil y rápido aviso
cuando alguien se acercaba. Un grupo de ballesteros montaba guardia en las dos
últimas atalayas que flanqueaban la puerta exterior. Estaban trabajadas en forma de
enormes estatuas de los antepasados y los Grandes Reyes de la antigüedad; los
imponentes centinelas miraban fijamente a todos los que se aproximaban. La
venerable imagen de Gotrek Rompeestrellas se encontraba entre ellos, sosteniendo en
alto la Corona del Fénix de los elfos, un trofeo que había ganado en Tor Alessi y que
aún estaba en el Pico Eterno como recordatorio de la victoria de los enanos.
En la muralla superior más alta se podía ver el destello de los guerreros con
armadura patrullando. La puerta propiamente dicha era una estructura colosal. Medía
unos ciento veinte metros de alto y parecía perderse en el cielo y las nubes. La gran
puerta que conducía a Karaz-a-Karak era tan sólida e imponente que era como si
estuviera tallada en la mismísima ladera de la montaña. La runa de Valaya aparecía
grabada sobre ella con una letra enorme.
Les habían permitido entrar principalmente debido a la presencia de Halgar y al
hecho de que traían funestas noticias y el libro de agravios de Karak Varn como
prueba de ello. Bromgar se dio media vuelta entonces, golpeó cinco veces con su
antiguo martillo rúnico sobre la enorme barrera de piedra y dibujó un símbolo con la
mano. Uthor observó embelesado cómo aparecía una fina juntura de plata y un portal
que no medía más de un metro veinte de alto se abría y les permitía entrar.
—Desde que el Gran Rey Morgrim Barbanegra ordenó cerrarlas durante la Era de
la Aflicción, las grandes puertas que conducen al Pico Eterno no se han abierto nunca
—había dicho el guardián de la puerta con tono adusto a modo de explicación.
Una guardia de honor de los martilladores de Bromgar los recibió en la cámara de
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audiencias y, a continuación, los enanos bajaron por una larga galería, flanqueados
por los guerreros reales que se mantenían en silencioso estado de alerta, con los
grandes martillos apoyados sobre sus hombros cubiertos con armaduras.
***
Uthor no había visto nunca tal belleza e inmensidad. La sala de audiencias se alzaba
formando un enorme techo abovedado sujeto con arcos de oro y bronce. Columnas
de piedra, tan gruesas y grandes que un enano tardaría varios minutos en rodearlas,
surgían hacia ese techo y resplandecían con las imágenes enjoyadas de reyes y
antepasados. Un imponente puente, de mil barbas de ancho y cubierto con un
mosaico que representaba las antiguas hazañas del Pico Eterno, se extendía sobre un
enorme abismo que descendía hacia el corazón del mundo. Llevaba a una ancha
galería bordeada por un auténtico ejército de estatuas de oro, cada una de las cuales
era una representación perfecta de los antepasados reales de la fortaleza. Karaz-a-
Karak era tan maravillosa que incluso Hakem guardó el más absoluto silencio,
anonadado.
Del grupo original, ahora ya sólo seis tendrían una audiencia con el mismísimo
Gran Rey. Rorek se había separado de ellos al borde del Agua Negra. Seguiría el largo
camino de regreso a Zhufbar, procurando evitar a los pieles verdes que acechaban en
las montañas y elevar una petición a su rey, solicitando tropas para la misión hacia
Karak Varn y el rescate de la fortaleza. Lokki, naturalmente, había caído. Era un golpe
amargo, que todos sentían, pero ninguno tan profundamente como Halgar, que
apenas había hablado desde que habían hecho sus juramentos.
Después de un viaje agotador, se encontraron al fin ante la entrada al Gran Salón,
que resplandecía con runas grabadas en oro y gromril, y estaba adornada con gran
cantidad de joyas. Uthor tembló por dentro, encontrarse en un lugar así le dio una
lección de humildad. Incluso le hizo olvidar el oscuro espectro que le rondaba por la
mente —los recuerdos de lo pasado en Karak Kadrin—, aunque sólo fuera un
momento.
Por toda Karaz-a-Karak resonaron cuernos, de notas profundas y retumbantes,
anunciando la llegada de los visitantes a la corte del rey. Las grandes puertas de piedra
se abrieron despacio, chirriando debido al peso de los siglos. Otra sala se extendía
ante los enanos, tan larga y ancha que podría haber contenido varios asentamientos
pequeños. El techo abovedado parecía desaparecer en un interminable firmamento de
estrellas mientras un infinito despliegue de zafiros y diamantes centelleaba en lo alto.
La luz que proyectaban enormes antorchas en apliques, forjados con los rostros
adustos de grandes reyes y antepasados, y con incrustaciones de rubíes del tamaño de
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un puño, daban la impresión de que la fortaleza se abría hacia el mismo cielo.
El imponente planetario hizo sentirse a Uthor insignificante, al igual que los
cientos de columnas bellamente talladas que se perdían en las sombras, mucho más
allá de donde podía ver. Estaban grabadas con las hazañas e historias de los clanes del
Pico Eterno. En algunas se veía la roca desnuda, donde la línea de un clan había sido
exterminada. En ese mismo momento, en lo alto, había artesanos trabajando
diligentemente, realizando grabados con pico y cincel.
Como si fuera la gruesa lengua de una mítica bestia inmensa, una alfombra roja
de más de un kilómetro de largo descendía por el centro de la enorme sala. Mientras
los enanos la atravesaban, en atemorizado silencio, Uthor se fijó en las grandes
hazañas de sus antepasados grabadas en las paredes. Estas imágines eran muchísimo
más grandes que las de Karak Varn, medían más de treinta metros de alto: los dioses
antepasados, Grungni y Valaya enseñaban a sus hijos los secretos de la piedra y el
acero; el poderoso Grimnir daba muerte a los oscuros moradores del mundo y su
larga caminata hacia el desconocido norte; la coronación de Gotrek Rompeestrellas y,
por último, las grandes hazañas del Gran Rey Morgrim Barbanegra y su hijo, el actual
señor del Pico Eterno, Skorri Morgrimson. Uthor se limpió una lágrima al
contemplar tal magnificencia.
Bromgar les pidió a los enanos que se detuvieran al borde de una amplia tarima
circular de piedra. Los ancianos rostros del consejo de mayores de Karaz-a-Karak los
contemplaban desde el otro extremo. Cada uno de ellos estaba sentado en un asiento
de piedra de altos respaldos decorados con insignias de los antepasados hechas de
bronce, cobre y oro. Cada asiento llevaba un emblema para reflejar el estatus y la
posición de quien lo ocupaba. Un enano de aspecto severo, con la larga barba negra
salpicada de virutas de metal y atada con varillas de hierro y con una piel morena que
brillaba como el aceite, no podía ser otro que el maestro ingeniero del rey; su silla
estaba decorada con unas tenazas cruzadas con una resistente llave. La suma
sacerdotisa de Valaya, una sabia y anciana matriarca que llevaba una larga túnica
morada, estaba sentada en una silla que mostraba la imagen de un gran hogar enano y
la runa de la diosa antepasada encima. También había otros: el jefe de avituallamiento
sostenía una jarra, los barbalargas de las hermandades guerreras portaban hachas y
martillos, y el custodio del saber sostenía un libro abierto.
En el centro de esta venerable reunión, en la cima de unos negros peldaños de
mármol y sentado sobre otra tarima más, se encontraba el mismísimo Gran Rey,
Skorri Morgrimson.
El rey vestía un jubón blanco y azul ribeteado de hilo de plata sobre un pecho
amplio y parecido a una losa. Lucía la espesa y fuerte barba negra —igual a la de su
padre— atada con piezas de oro. Estaba salpicada de pelos grises que dejaban entrever
su edad y sabiduría. Mantenía los brazos gruesos y musculosos —rodeados de bandas
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de bronce, cobre y oro e inscritos con tatuajes en espiral— cruzados sobre el pecho.
En un brazo llevaba pintados los diferentes emblemas de los antepasados; en el otro,
un dragón rojo rampante con la serpenteante cola enroscada formando una espiral
rúnica.
***
El asiento del Gran Rey dividía el semicírculo de mayores formando dos arcos más
pequeños pero iguales, y era muchísimo más grandioso.
El Trono del Poder estaba bordeado en bronce, donde se había grabado un
martillo golpeando un yunque con la cara de Grungni en un vértice triangular de oro,
un poderoso símbolo de Karaz-a-Karak y todo el pueblo enano. Llevaba la Runa de
Azamar, forjada por Grungni y única en su género, pues se decía que era
prácticamente indestructible. Existía la creencia de que si el poder de la runa se
rompía alguna vez, vería la muerte de los enanos y el fin de todas las cosas.
De pie justo detrás del rey, dos a cada lado, con su armadura de gromril
resplandeciente bajo la luz de las antorchas, se encontraban los portadores del trono
de Skorri. En tiempos de guerra y por orden del rey, llevarían el imponente trono del
poder a la batalla con el Gran Rey sentado encima, leyendo el Gran Libro de Agravios.
Se trataba de los mejores guerreros de toda Karaz-a-Karak. Uthor se habría inclinado
ante ellos y, sin embargo, ¡ahora estaban ante el mismísimo Gran Rey!
—Noble Bromgar, ¿a quién traes ante este consejo? —preguntó la suma
sacerdotisa de Valaya.
—Venerable dama —respondió Bromgar mientras hacía una profunda reverencia
—. Una expedición procedente de Karak Varn busca la sabiduría y la opinión del
consejo del Pico Eterno en un asunto de suma importancia.
—En ese caso, que den un paso al frente —dijo la sacerdotisa, respetando la
costumbre de la corte del Gran Rey.
Como uno solo, los enanos del grupo entraron en el círculo mientras Bromgar
retrocedía, perdiéndose entre las sombras una vez cumplido su deber inmediato.
—Lord Melenarroja es el señor de Karak Varn —dijo el Gran Rey. Los enanos se
encontraban a casi seis metros de distancia, tal era el tamaño del círculo y, sin
embargo, la voz del rey les llegó fuerte y resonante—. Hay un agravio anotado a su
nombre en el Dammaz Kron por no entregar una remesa de gromril como prometió
—continuó—. ¿Qué tenéis que decir al respecto? ¿Quién habla por vosotros? —gruñó
el rey, fulminando a los enanos con la mirada uno por uno. Sólo contuvo su ira con
Halgar.
Uthor dio un paso al frente, separándose del grupo.
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—Gnollengrom —saludó mientras hacía una reverencia, apoyándose en una
rodilla y se sacaba el yelmo alado, que sostuvo bajo el brazo, para mostrar la debida
deferencia—. Yo hablo por todos, señor. Soy Uthor Algrimson de Karak Kadrin.
—Entonces, se te oirá, Uthor, hijo de Algrim —bramó la voz del rey, las pobladas
cejas le asomaban bajo la dorada corona del dragón de la karak que descansaba sobre
su frente.
—Traigo funestas noticias —comenzó Uthor—. Kadrin Melenarroja, mi
antepasado y señor de Karak Varn, ha muerto.
Su escueta revelación fue recibida con una oleada de sorpresa y desesperación de
un extremo a otro del consejo. El Gran Rey fue el único que se mantuvo frío; se
removió en su asiento y se inclinó hacia delante para apoyar la barbilla en un puño.
Sus ojos contemplaban a Uthor fijamente, y le pedían que continuara.
—Lo mataron los urks al borde del Agua Negra. Su talismán es prueba de ese vil
acto.
Uthor lo sostuvo en alto para que todos lo vieran. Rostros adustos, transidos de
dolor, le devolvieron la mirada.
Uthor señaló al resto de sus compañeros.
—Nos adentramos en su fortaleza y la encontramos abandonada, invadida por los
skavens.
El Gran Rey frunció el entrecejo al oír eso. Uthor prosiguió:
—Haciéndole frente a la muerte y la sangre, recuperamos el libro de agravios —
dijo Uthor, y Ralkan avanzó con la cabeza inclinada y sosteniendo el libro de agravios
de Karak Varn delante de él, en los brazos extendidos. Seguía salpicado de sangre de
skaven.
—Ralkan Geltberg, último superviviente de Karak Varn. —Había lágrimas en los
ojos del custodio del saber mientras lo decía.
—Cuenta una historia realmente triste —agregó Uthor. Su expresión se
ensombreció al regresar al aciago recuerdo—. Uno de los miembros de nuestro
grupo… Lokki, hijo de Kragg, señor del clan real de Karak Izor, murió para
recuperarlo.
Halgar se enderezó, la mención del nombre de aquel que estaba a su cargo aún era
una dolorosa herida para el barbalarga.
—El venerable Halgar Mediamano del clan Manocobre era pariente suyo —
explicó Uthor.
Halgar dio un paso al frente entonces, se quitó el yelmo e hizo una reverencia
como dictaba una larga tradición, aunque con el puño sobre el pecho como se
acostumbraba antaño.
El Gran Rey Skorri asintió en señal de respeto al barbalarga.
—Actos viles, sin duda —comentó—. Las grandes fortalezas caen y nuestros
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enemigos se vuelven cada vez más audaces. Este desaire no se olvidará y quedará
grabado para siempre en el gran kron.
—Noble rey Morgrimson —dijo Uthor con atrevimiento, su impertinencia al
hablar antes de que le preguntaran escandalizó a todos los presentes—. Buscamos
venganza para nuestros hermanos y los medios para recuperar la fortaleza de Karak
Varn de las garras de esos malditos roedores. ¡Cada uno de nosotros ha hecho un
juramento con sangre!
Bromgar se acercó, indignado ante esta falta de respeto, pero una mirada del Gran
Rey detuvo la mano del guardián de la puerta.
En los ojos de Uthor ardía tal pasión que nadie podía menos que conmoverse.
Skorri Morgrimson no fue una excepción.
—Vuestra causa es noble —convino el Gran Rey—, y ningún juramento se debe
tomar nunca a la ligera, pero no puedo ayudaros en esta empresa si lo que pedís es el
poder de mis guerreros. Nos sobran muy pocos, nuestro número ha ido menguando
constantemente ante los ataques de los grobis y los de su calaña. Hay otros asuntos
más urgentes que exigen la fuerza de Karaz-a-Karak. ¡Ay, los problemas de Karak
Varn son serios, pero tendrán que esperar!
—Mi rey —intervino una voz procedente del consejo situado por debajo.
Se trataba de una enana, un miembro del séquito de la suma sacerdotisa de
Valaya. Había permanecido oculta a la sombra de la matriarca y Uthor no se había
fijado en ella. Largas trenzas doradas le caían de la cabeza y tenía una naricilla
redonda y regordeta entre los ojos, de un color azul celeste. Llevaba un fajín morado
sobre una sencilla túnica marrón, pero también un talismán con la runa del clan real.
El Gran Rey se volvió hacia ella, sin acabar de creerse la interrupción.
Muchos de los barbalargas del consejo se quejaron en voz alta de la impetuosidad
de la juventud y su falta de respeto. Incluso la matriarca se dio la vuelta para mirarla
con el ceño fruncido.
—Mi rey —repitió, decidida a que se la escuchara—, con Karak Varn en ruinas,
sin duda el Pico Eterno debe actuar.
El Gran Rey taladró a la doncella con la mirada y, al observar el coraje presente en
sus ojos, respiró hondo.
—Con la guerra al norte llamándonos y la recuperación de Karak Ungor, no
puedo prescindir sino de un puñado de guerreros para esta causa, hija de mi clan —
contestó el Gran Rey contento de transigir y consentirla por ahora, antes de volverse
para observar a Uthor una vez más—. Os concedo sesenta guerreros y es una oferta
muy generosa.
—Mi señor —continuó la doncella—, debo protestar…
El Gran Rey la interrumpió:
—Sesenta guerreros y no más —bramó—. Y no quiero oír nada más al respecto,
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Emelda Skorrisdottir. ¡El Gran Rey del Pico Eterno ha hablado!
La mirada furibunda del Gran Rey se posó en Uthor y los otros, ignorando la
indignación de la hija de su clan.
—Llevad a estos enanos de nuevo a la cámara de audiencias —gruñó—. Allí
esperarán a mis guerreros, pero lo advierto —el Gran Rey clavó una mirada severa en
Uthor—: Ésta es una misión insensata y no la apruebo. Si fracasan, será por su cuenta
y riesgo. Ahora… —añadió, recostándose en su trono e inspirando profundamente
mientras hinchaba el poderoso pecho—. ¡Retiraos!
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CINCO
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Varr» y eso significaba que el martillador podia soportar su presencia.
—No soy un unbaraki —repuso Gromrund, manteniendo la voz baja mientras
pronunciaba esa palabra. Ser un «quebrantador de juramentos» era el peor insulto
que se le podía dirigir a un enano—. Pero no busco gloria personal ni saldar cuentas
antes de encontrarme ante las puertas de los Salones de los Antepasados… Hacemos
esto por Lokki —añadió Gromrund con aire de gravedad, a la vez que le echaba una
mirada a Halgar.
El barbalarga caminaba solo, a unos pasos de distancia. Nadie hablaba con él,
nadie se atrevía, pues tenía el entrecejo fruncido de tal modo que podría quedársele
grabado en la cara para siempre y soportaba una profunda carga que le ensombrecía
los ojos como un eclipse de luna.
—Por Lokki, entonces —repitió Hakem, que también estaba mirando a Halgar,
lleno de honorable bravuconería—. Lo juro por el martillo Honakinn.
—Por Lokki —murmuró Gromrund mientras el grupo dejaba la Carretera de la
Plata siguiendo un afluente del Agua Negra que, en cuanto llegaran a la gran poza
azabache, los llevaría de regreso a la fortaleza.
***
Drimbold caminaba entre el grupo de guerreros del Pico Eterno con Ralkan a su lado.
El enano gris no sabía qué le había ocurrido al custodio del saber. No llegó a luchar en
la batalla final para escapar de la karak, para entonces ya hacía mucho que se había
marchado. Pero, aunque ya no se mostraba tan retraído, tampoco llevaba gran cosa de
oro, así que a Drimbold no le interesaba.
Rescatar, eso es lo que estaba haciendo y estaba decidido a regresar a Karak Varn
para poder continuar con su labor; pero preferiría hacerlo con un grupo de robustos
guerreros que por su cuenta, aunque probablemente sólo podría entrar sin que lo
descubrieran como había hecho antes. No obstante, por ahora, otros pensamientos
ocupaban su mente.
Durante varios días, el enano gris había estado vigilando de cerca a dos de sus
compañeros de viaje, concentrado en sus posesiones. Los dos eran nobles del Pico
Eterno —un barbilampiño y su primo mayor, si la memoria no le fallaba a Drimbold
—, que deseaban honrar a su clan volviendo a tomar Karak Varn. «En cierto sentido,
la verdad es que todos somos rescatadores», pensó.
Mientras avanzaban entre sus parientes, Drimbold se fijó en los dedos llenos de
anillos del enano de más edad y las franjas de bronce pulido que rodeaban su yelmo
de guerra y sus brazales. Drimbold abrió mucho los ojos al captar el destello de algo
brillante alrededor de la cintura del barbilampiño. El enano gris sólo tardó un
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momento en darse cuenta de lo que era.
«¡Oro, nada menos! Estos enanos del Pico Eterno sí que son ricos», pensó
Drimbold. Retomó el ritmo, sólo unos pasos por detrás de ellos, y se recordó algo
muy importante: en el camino, siempre existe la posibilidad de que algo se caiga.
***
Uthor se volvió y dio la señal para que el grupo dejara la Carretera de la Plata por fin.
El afluente que los conduciría al Agua Negra los llamaba y, aunque el terreno estaría
lleno de riscos, helechos con púas y piedras sueltas, era el modo más conveniente de
llegar a Karak Varn.
Un cuerno de guerra resonó por la corta línea de marcha de los enanos, de cinco
en fondo, y la columna se dirigió al noreste siguiendo el ejemplo de Uthor, con
Thundin y los rompehierros a la zaga. No pasó mucho tiempo antes de que la sombra
de Karak Varn se irguiera imponente ante ellos una vez más. Sin embargo, fue otra
imagen —una mucho más grata— la que atrajo su atención esta vez.
***
—Contemplad —le dijo Rorek al grupo de enanos congregados a su alrededor—.
¡Alfdreng… el mataelfos!
Un resistente lanzapiedras de madera se encontraba detrás del ingeniero, atado a
un carro que parecía pesar mucho y del que tiraban tres ponis. Tenía gruesas chapas
de metal atornilladas a la parte de carga y éstas a su vez estaban sujetas a una
plataforma circular recubierta de hierro encajada en la base del carro. Había una
manivela, lo bastante ancha para que dos enanos la accionaran, clavada en una
segunda chapa, junto a la plataforma circular, y una reserva de rocas expertamente
talladas aguardaba en una cesta tejida al final del carro. Cada piedra llevaba lemas y
diatribas rúnicos dirigidos a la raza de los elfos. Durante la Guerra de Venganza, los
lanzapiedras que los enanos habían usado para derribar las murallas de Tor Alessi
habían pasado a llamarse «lanzaagravios» al surgir la práctica de grabar la munición
que lanzaban, reflejando la furia profundamente arraigada que los enanos sentían en
aquellos días contra sus antiguos aliados.
Se oyeron murmullos de aprobación mientras el ingeniero alardeaba del antiguo
lanzaagravios ante los guerreros de Karaz-a-Karak y los que habían sido sus
compañeros. El enano también había traído con él nada menos que doscientos
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guerreros de Zhufbar, una ofrenda del rey. Los clanes Martillobronce, Barbahollín,
Dedohierro y Corazónpedernal hincharon el pecho y se atusaron el bigote o la barba
mientras contemplaban los gestos de admiración de sus hermanos del Pico Eterno.
—Sólo a un ingeniero se le ocurriría traer una máquina a un combate de túneles
—le comentó Gromrund entre dientes a cualquiera que estuviera escuchando—. Los
enanos hemos estado librando batallas sin tales artilugios durante miles de años, no
veo en qué nos favorecería hacerlo ahora.
»Mataelfos, ¿eh? —bramó Gromrund.
Rorek asintió con orgullo, apoyando un pie en un lado del carro y adoptando una
pose dinámica.
—Vamos a matar grobis y roedores, no elfos —refunfuñó el martillador.
—Bah —contestó Rorek mientras le daba una larga calada a su pipa—, aplastara
grobis y hombres rata igual de bien que a elfos. Así lo dice Rorek de Zhufbar —añadió
riendo, respaldado por un coro de ovaciones de sus parientes.
***
Los pieles verdes atacaron rápido y sin aviso, descendiendo por el barranco de laderas
empinadas como si fueran una marea salvaje. Goblins nocturnos, con capuchas y
capas, salieron en avalancha de madrigueras ocultas en la montaña y lanzaron flechas
con plumas negras contra los enanos. Tres guerreros cayeron en la primera oleada
antes de que los enanos hubieran preparado los escudos. Orcos descomunales, al
mando de sus hermanos de piel negra, se lanzaron hacia delante con cuchillos en alto
y lanzas en horizontal, y se estrellaron contra el muro de escudos preparado a toda
prisa de los guerreros de los clanes de Karaz-a-Karak. Una horda de trols, a los que su
cruel señor orco azotaba y acosaba para que atacaran, se abalanzó sobre los
rompehierros situados a la cabeza del grupo, pisoteando y corneando. Un chorro de
hediondo ácido estomacal surgió de uno de los orcos y envolvió a uno de los
rompehierros veteranos. Su resistente armadura no servía de protección contra la
repugnante sustancia.
En unos pocos y brutales minutos, el ejército enano se vio envuelto en el combate.
—¡Agrupaos! —bramó Uthor, protegido de los trols por Thundin y sus
rompehierros.
Un guerrero que se encontraba cerca, mientras sus compañeros luchaban contra
la horda orca que presionaba cada vez con más intensidad, oyó la orden y tocó una
nota larga y fuerte con su cuerno de guerra. Una segunda nota procedente de más
arriba de la línea respondió y el grupo comenzó formar una gruesa cuña de acero y
hierro. Rodeados por el frente y por el flanco, fue un proceso lento y algunos enanos
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se quedaron atrás mientras peleaban.
Un grupo de goblins montados en lobos aparecieron correteando entre gritos y
aullidos de detrás de unos riscos y hostilizaron la retaguardia de la columna de
enanos, disparando arcos cortos y realizando temerarias incursiones relámpago
contra los rezagados.
***
Rorek gritó furiosas órdenes a su equipo desde el carro. Dos enanos accionaron la
manivela frenéticamente y Alfdreng giró sobre la plataforma circular para situarse
frente a las hordas que salían de las laderas del barranco como maliciosas hormigas.
—¡Asegurad! —exclamó.
Seis soportes de metal con anchos dientes en los extremos bajaron del carro y se
clavaron en el suelo, sujetándolo con firmeza. Los ponis resoplaron y piafaron
inquietos, pero Rorek no les prestó atención.
—¡Levantad! —bramó.
El gigantesco brazo del lanzaagravios retrocedió mediante un resistente eje de
madera. La madera de la que estaba tallado el brazo se dobló y crujió por la presión.
—¡Cargad!
Dos sudorosos miembros del equipo llevaron, rodando, una pesada roca hasta la
cesta de lanzamiento y orientaron las runas de agravios hacia el enemigo.
Utilizando el ojo bueno, el ingeniero fijó su mirada en los goblins nocturnos que
se abrían paso, arrasando, y en una oleada de orcos que estaba punto de golpear la
columna de enanos. La tensión del brazo de lanzamiento persistía, resonando por
toda la estructura de madera.
—Esperad… —indicó.
Las hordas se iban agrupando en una masa muy apretada a medida que goblins y
orcos tomaban posiciones.
—Esperad…
Los pieles verdes se detuvieron en un cerro rocoso y comenzaron a tensar las
cuerdas de sus arcos.
—¡Fuego! —gritó Rorek.
Una ráfaga de aire pasó rápidamente a su lado y una sombra oscura se convirtió
en un borrón en el cielo, cada vez más negro, antes de que la roca se estrellase contra
el centro del cerro, aplastando orcos y goblins por igual. El cerro se desplomó y varios
pieles verdes más acabaron enterrados.
Puede que tuviera una puntería espantosa con una ballesta, pero el ingeniero era
un tirador de primera con cualquier maquinaria.
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Los miembros de su equipo y los enanos de Zhufbar que rodeaban la máquina de
guerra prorrumpieron en una ovación, pero Rorek no tuvo tiempo para celebrarlo
pues vio más pieles verdes.
—Cinco grados a la izquierda —bramó—. ¡Accionad la manivela!
***
Hombro con hombro con los guerreros del clan Manofuego, Gromrund y Hakem
luchaban contra una muchedumbre de urks armados con lanzas. Un denso bosque de
afiladas puntas de piedra se abalanzaba contra ellos. Un enano de Manofuego cayó
borbotando sangre cuando una lanza le perforó el gorjal de malla.
Hakem partió un asta en dos y esquivó otra con el escudo; una tercera le golpeó la
hombrera y lo hizo retroceder, pero se enderezó rápidamente para desviar un golpe
mortal dirigido al cuello.
Puesto que no disponía de espacio para blandir su enorme martillo, Gromrund
usaba el arma como un ariete, asestando potentes embestidas con la cabeza del
martillo. La madera se astillaba y los huesos se partían bajo sus fuertes golpes, pero
llegaban más orcos. Cerca de allí podía oír la endecha de batalla de Halgar por encima
del estruendo del entrechocar del acero.
***
Uthor se encontraba con Thundin. Su hacha cortaba la piel de orco como si no fuera
nada. Cada herida dejaba una marca abrasadora, su arma silbaba al golpear la carne,
de un horroroso tono gris pálido. Los trols eran conocidos por su milagrosa
capacidad para regenerarse incluso de las heridas más atroces. En ese mismo
momento, una de las horripilantes bestias se recuperó de una gran cantidad de
heridas de hacha que le habían infligido tres de los rompehierros de Thundin. La
criatura aporreó a uno contra el suelo, otro salió volando de un manotazo contra sus
hermanos antes de que los veteranos se echaran de nuevo sobre el trol y procedieran a
desmembrarlo. Dondequiera que el arma de Ulfgan caía, la piel no volvía a unirse ni
los huesos a colocarse; donde ésta caía sólo había muerte y ésa era la razón de que los
enanos estuvieran ganando.
—Luchas con el fuego de Grimnir, que su hacha siempre esté afilada —dijo
Thundin mientras esquivaba un feroz golpe del garrote de un trol y se adelantaba para
abrirle la abultada tripa.
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La bestia retrocedió dolorida y bramando de furia. El barbahierro pasó corriendo
a su lado, pues ya había abierto la abertura que necesitaba.
Entre golpes, Uthor vio que Thundin se encontraba cara a cara con el caudillo
orco. La criatura gruñó y lanzó su látigo con púas contra el barbahierro, pero
Thundin atrapó la tralla alrededor de la muñeca, provista de un barzal, y tiró del orco
hacia él. El señor orco casi sale rodando. Thundin lo decapitó y un chorro de sangre
carmesí manó del cuello destrozado. Con el resto de los rompehierros presionando y
la hoja del hacha de Uthor masacrándolos, los trols huyeron. Sus patas largas y
desgarbadas los llevaron de regreso a las colinas.
—Parece que no soy el único —respondió Uthor tras haberse abierto paso hasta
Thundin.
El barbahierro siguió su mirada hasta los dos nobles del Pico Eterno.
Luchaban como matadores a la cabeza del clan Rompepiedras, derribando pieles
verdes con furia controlada. Varios goblins ya se habían acobardado y se alejaban
correteando de las centelleantes hojas de sus hachas.
Los enanos combatían a lo largo de toda la línea. Algunos habían caído y sus
nombres no serian olvidados: quedarían anotados en el libro de los recuerdos de
Ralkan, que el custodio del saber aún llevaba atado con correas a la espalda. Aunque
estaban muy apiñados y los orcos los atacaban por dos flancos, los muertos de los
pieles verdes multiplicaban por diez los de los enanos. Se amontonaban en grandes
pilas apestosas.
Sus congéneres, que aún tenían ganas de luchar trepaban sobre los cadáveres en
descomposición. Con una hilera de riscos a su espalda y los escudos entrelazados
delante y a los lados, la formación enana resultaba prácticamente impenetrable. Los
pieles verdes no la atravesarían.
«Ganaremos este combate», pensó Uthor.
Un estridente grito de guerra surgió de pronto por encima del estruendoso ruido
de la batalla, resonando por el estrecho paso. La mirada de Uthor se dirigió al oeste,
hacia los riscos situados a espaldas de los enanos.
—Por las copas doradas de Valaya —musitó.
—Que siempre estén rebosantes —concluyó Thundin, que había seguido la
mirada de Uthor.
Una segunda horda de pieles verdes, que superaba ampliamente en número a la
primera, bajaba a toda velocidad por la ladera opuesta, aullando como demonios.
Uthor vio al cacique al que se había enfrentado Lokki en el Agua Negra montado
sobre un jabalí de piel gruesa. Lo rodeaba una guardia de guerreros orcos con
resistentes armaduras y que también montaban jabalíes mucho más grandes y de piel
más oscura que el resto. Uno llevaba un estandarte harapiento adornado con cráneos
y cadenas negras, y con el símbolo del puño apretado y manchado de sangre de un
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piel verde pintarrajeado encima. El destello de unas enormes puntas de lanza
centelleó a la luz de la luna como estrellas irregulares y Uthor se dio cuenta de que los
pieles verdes habían traído sus propias máquinas.
***
Rorek vio los lanzavirotes goblins: destartaladas máquinas de guerra montadas con el
rudimentario arte de los pieles verdes y que llevaban una enorme lanza de hierro
grueso y negro. Demasiado tarde, bramó:
—¡Girad!
El chasquido de seis lanzavirotes disparando uno tras otro llegó a oídos de Rorek
arrastrado por la brisa irregular. Enseguida se oyó el sonido de la madera al astillarse y
el ingeniero se quedó mirando horrorizado al darse cuenta de que se iba a estrellar
contra el suelo, pues el punto del carro donde estaba se vino abajo brutalmente. Otro
proyectil perforó el brazo de lanzamiento de Alfdreng justo cuando lo estaban
girando frenéticamente para colocarlo en posición. Un miembro del equipo salió
volando por los aires. Un segundo enano perdió la vida cuando la cuerda que estaba
enrollada en el eje se soltó y lo estranguló.
Tres proyectiles más se hundieron en las filas de Zhufbar atravesando armadura
como si fuera pergamino e inmovilizando a tres y cuatro enanos a la vez. Estaba
anocheciendo cuando los orcos de la ladera occidental cayeron sobre ellos. El sol se
iba escondiendo bajo la cima de la montaña, tiñendo el cielo de sangre; se hundió
rápidamente mientras los enanos luchaban y los últimos vestigios difusos del día
dieron paso al ocaso y luego al anochecer. Los orcos se transformaron en algo
primitivo entonces, la falsa luz les daba un aspecto fantasmagórico.
Los orcos y los goblins se agolparon, Rorek se perdió de vista y muchos de los
enanos de Zhufbar ya estarían cenando en los Salones de los Antepasados. Así no era
cómo Uthor se había imaginado su glorioso viaje de regreso a Karak Varn.
Con la llegada de la oscuridad los pieles verdes se envalentonaron aún más, hasta
que se oyó una nota discordante que resonó por las altas cumbres.
Los pieles verdes situados en la parte posterior de la horda occidental se estaban
volviendo y sus gritos desgarraban el aire. Un urk que se encontraba en las filas de
combate también se fijó en ello y se volvió un momento. Uthor lo mató con
desprecio. Estaba a punto de seguir presionando su ataque cuando los guerreros de las
primeras filas comenzaron a vacilar y a replegarse, distraídos por los acontecimientos
que se estaban desarrollando a su espalda. Uthor lo vio entonces: un grupo de al
menos treinta matadores blandía sus hachas a derecha e izquierda con sus brillantes
crestas, de un color naranja encendido, que parecían un furioso muro cortafuegos
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incluso en medio de la oscuridad. Los orcos temblaron ante ellos y, al verse atrapados
entre dos enemigos decididos, su voluntad flaqueó. El grito gutural del cacique
hendió de nuevo el aire, pero esta vez era para señalar la retirada. Los enanos situados
a ambos flancos redoblaron sus esfuerzos hasta que rechazaron tanto a la horda de
pieles verdes del este como a la del oeste y acabaron con los pocos que quedaban.
Uthor se limpió un chorro de sangre de orco de la cara y la barba. Respiraba
agitada y dolorosamente de modo que su voz fue apenas un susurro:
—Gracias a Grungni.
***
—Borri, hijo de Sven —contestó el barbilampiño con voz brusca y demasiado grave.
Uthor sospechada que el enano intentaba compensar su juventud. El
barbilampiño llevaba un yelmo completo, con cejas de metal y una barba
incorporadas al diseño, y todo ello complementado por una larga guarda para la nariz
con tachuelas. Aunque las sombras que proyectaba el imponente yelmo ocultaban los
ojos de Borri, éstos centelleaban con fuego y orgullo.
«No me extraña que luchara con tanto vigor», pensó Uthor al ver la expresión de
acero del barbilampiño.
Una vez terminada la batalla, los enanos estaban reuniendo a los heridos y
enterrando a los muertos. Los matadores, con los que Halgar había hablado largo
rato, mantenían una cuidadosa vigilancia durante todo el proceso. Ralkan hizo un
primer recuento y calculó que el grupo había perdido a casi treinta miembros. Los
caídos pertenecían en su mayor parte a los clanes de Zhufbar, y aproximadamente
otros treinta estaban heridos de gravedad. Habían encontrado a Rorek entre un
montón de escombros de madera, inconsolable tras la destrucción de Alfdreng, pero
aparte de eso vivo y sin heridas graves. Gromrund, Hakem y Drimbold también
habían sobrevivido a la batalla.
Mientras los enanos se preparaban, a Uthor le pareció que era su deber reconocer
los esfuerzos de sus guerreros y hablar con el misterioso grupo de matadores cuya
oportuna intervención había cambiado el curso del combate. Decidió dirigirse a ellos
después.
—Apenas cincuenta inviernos, ¿eh? —comentó Uthor—, y sin embargo, has
luchado como un martillador.
Borri respondió con un marcado gesto afirmativo de la cabeza.
—Igual que tú —añadió, dirigiéndose al primo mayor de Borri, Dunrik del clan
Bardrakk.
Uthor se dio cuenta de inmediato de que era evidente que ese enano había visto
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muchas batallas. Un mosaico de cicatrices le cubría el rostro y tenía una barba larga y
negra sujeta con insignias de agravios. Llevaba una serie de pequeñas hachas
arrojadizas alrededor de un resistente cinturón de cuero y colgada al hombro una
enorme hacha con un pincho de aspecto mortífero en un extremo. Se parecía mucho
a la de Lokki. Aunque pareciera increíble, dados sus esfuerzos, ambos habían salido
de la lucha casi completamente ilesos.
—Hijo de Algrim —gruñó la voz de Halgar.
Uthor se volvió hacia el venerable barbalarga e inclinó la cabeza como siempre.
—Permíteme que te presente a nuestro aliado, Azgar Grobkul.
Halgar se hizo a un lado, dejando que Azgar se acercara.
El pecho desnudo del matador presentaba numerosos tatuajes y guardas de
Grimnir. Una cresta empinada de cabello rojo fuego le sobresalía del cráneo y le
bajaba por la musculosa espalda. Sobre los anchos hombros, parecidos a una losa,
Azgar llevaba una piel de trol cosida con tendones. Lucía un cinturón rodeado de
huesos de goblins y adornado con un macabro despliegue de truculentos trofeos. La
llamada a las armas que había realizado en defensa del grupo se efectuó con un
cuerno de wyvern que llevaba colgado del cuerpo mediante una correa de cuero y
aferraba un hacha de hoja ancha, una cadena la unía a su muñeca por medio de un
brazal.
—Tromm —musitó el matador, su voz fue como el crujido de la arenilla mientras
miraba fijamente a Uthor a los ojos.
Los ojos del matador eran como pozos oscuros, cualidad que intensificaban las
franjas negras tatuadas que los cruzaban, pero Uthor los conocía, y los conocía bien.
—La carga constante de aquellos que realizan el juramento del matador consiste
en buscar una muerte honorable en la batalla, con la esperanza de expiar su pasado
deshonor —contestó Uthor con expresión tensa.
—Quizás la encuentre en los salones de Karak Varn —dijo Azgar con tono adusto
—. Parece una buena muerte.
Uthor tenía los puños apretados.
—Quizás —masculló mientras se relajaba—, si Grimnir lo quiere.
Uthor saludó una vez más a Halgar con la cabeza y luego se alejó con paso rígido
para encontrar a Thundin.
—Soporta una oscura carga, muchacho —comentó Halgar, perdido por un
momento en sus propios pensamientos—. No te preocupes.
—Sí —coincidió Azgar con una noble cadencia en la voz a pesar de su aspecto
salvaje—. Así es.
El matador observó cómo Uthor se alejaba. Su rostro no revelaba emoción alguna.
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SEIS
Los enanos llegaron a la puerta exterior de Karak Varn llenos de confianza. Habían
hecho huir a los pieles verdes y, aunque sólo contaban con unos doscientos efectivos,
un grupo de feroces matadores reforzaba ahora al ejército. También parecía que la
noticia de la derrota de los orcos se había extendido, pues ninguna de estas criaturas
se enfrentó a ellos mientras acampaban a la larga sombra de la montaña.
Los enanos se reunieron en pequeños grupos y sus armaduras tintinearon cuando
se detuvieron y contemplaron el impresionante espectáculo de la fortaleza.
Murmullos de asombro y adustos lamentos se pudieron oír ante el hecho de que tal
joya de la corona de Karaz Ankor pudiera haber caído en manos de los depredadores.
Otros, aquellos miembros de más edad de los clanes que habían visto glorias más
grandes, suspiraron, aliviados de que al menos la primera parte del viaje hubiera
terminado.
Aunque pareciera extraño, los orcos habían arrancado las grandes puertas que la
huida de Uthor y sus compañeros había dejado abiertas varios meses atrás, y así, un
día después de la batalla en el barranco, y con la noche cerniéndose una vez más, los
enanos montaron sus tiendas. Eran grandes estructuras comunales que se usaban para
albergar a aproximadamente veinte enanos a la vez. Había postes de bronce, cobre y
acero clavados en el suelo en los campamentos de cada clan para indicar quién se
alojaba allí. Los guerreros se despojaron de las armas y los yelmos y fueron a buscar
barriles de cerveza para humedecer sus gargantas resecas. Había sido una larga
marcha a través de las montañas. Esa noche descansarían antes de realizar la
incursión inicial hacia la karak en cuanto amaneciera.
***
—Sólo hay un modo seguro de controlar la fortaleza —afirmó Gromrund—.
Debemos despejar las plantas de una en una y sellar todas las entradas y salidas.
—No hay tiempo para eso, martillador —rebatió Uthor.
Varios enanos estaban reunidos en la tienda más grande; una estructura ancha
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pero baja hecha de cuero endurecido y que se apoyaba sobre resistentes postes de
metal. El techo era tan bajo que el yelmo de guerra de Gromrund rozaba de vez en
cuando la parte superior. Hubo unos cuantos comentarios entre los enanos acerca del
motivo por el que el martillador no se lo quitaba, pero por el momento nadie se lo
preguntó.
El diseño era tan ingenioso que no se necesitaban cuerdas guía para mantener las
tiendas en pie, y cada una tenía el aspecto voluminoso y robusto de una roca.
Se había abierto un hueco poco profundo en el techo y por él salía el humo de un
modesto fuego. Una carne roja clavada en tres espetones goteaba grasa y aceite sobre
las llamas, haciendo que chisporrotearan y silbaran esporádicamente. Se había
montado una mesa larga y plana y cada uno de los asistentes al consejo de guerra
estaba sentado en una pequeña roca alrededor de la misma, bebiendo de jarras y
barrilillos, y fumando en pipa.
—Según el custodio del saber —dijo Uthor, señalando a Ralkan, que permanecía
en silencio mientras bebía su cerveza—, hay un gran salón en la tercera planta lo
bastante grande para dar cabida a nuestras fuerzas. Es defendible y una base adecuada
para nuestra reconquista.
Uthor trasladó su atención al resto de los enanos congregados. Halgar, Thundin,
Rorek y Hakem estaban sentados a la mesa, observando y escuchando el debate de los
dos enanos.
—Llegamos allí y aseguramos una cabeza de puente —continuó Uthor—. Desde
allí podremos lanzar más ataques contra la fortaleza, golpeando las madrigueras de los
skavens, ¡y reclamar Karak Varn de una vez por todas!
Pegó un puñetazo sobre la mesa —los enanos congregados no se fiaban de tales
arrebatos y sagazmente habían levantado las jarras un momento antes— para dar
mayor énfasis a sus palabras.
—Adentrarnos tanto sin saber qué peligros aguardan delante y detrás de nosotros
es una locura. —Gromrund no se iba a dejar convencer—. ¿Has olvidado el combate
en la Cámara del Rey y lo rápido que nos rodearon?
—Entonces no éramos más que un grupito de ocho. —Uthor miró de reojo a
Halgar. «Sí, ocho, anciano, cuando Lokki aún estaba vivo», pensó—. Ahora somos
muchos.
El fuego brilló en los ojos de Uthor al decirlo.
—Yo sigo diciendo que tendremos más posibilidades si tomamos las plantas una a
una. Debemos tener en cuenta a los rompehierros de Thundin, a los que es mejor
emplear para luchar en los túneles que controlando una sola cámara enorme. Y no
nos olvidemos de la Hermandad Sombría…
—Los matadores harán lo que les plazca, pero buscan morir en esta misión —
soltó Uthor, poseído de pronto por una actitud belicosa—. Yo, por mi parte, no
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quiero que me honren póstumamente, martillador.
Gromrund soltó un resoplido y lo poco de su rostro que resultaba visible tras la
placa facial de su yelmo de guerra se tiñó de rojo.
—Votemos, entonces —gruñó el martillador con los dientes apretados y dejando
la cerveza sobre la mesa de golpe mientras los demás levantaban rápidamente sus
jarras por toda la tienda. Sostuvo en alto una moneda que brilló a la luz el fuego. En
un lado tenía la cara de un antepasado; en el otro, un martillo—. Cara, despejamos las
plantas una a una…
—… o martillo, nos dirigimos al Gran Salón y resistimos allí —concluyó Uthor.
Gromrund dejó su moneda sobre la mesa primero, con la cara mirando hacia
arriba.
—Venerable Halgar —dijo Uthor mientras hacía lo mismo que el martillador,
pero con su moneda con el martillo mirando hacia arriba—, tú eres el siguiente en
votar.
Halgar resopló con sorna, protestando por algún desaire desconocido, y dejó su
moneda sobre la mesa, pero mantuvo la mano encima para ocultar su decisión.
—El voto es secreto, como en los viejos tiempos —gruñó—, hasta que todos hayan
tomado su decisión.
Hakem asintió con la cabeza mientras dejaba su moneda y la cubría. El proceso se
repitió sucesivamente, hasta que todos y cada uno de los enanos presentes hubieron
colocado su moneda de votación.
—Veamos entonces quién cuenta con el apoyo de este consejo —dijo Uthor,
observando ansiosamente la mesa con las monedas ocultas.
Todos a la vez, revelaron sus decisiones.
***
Gromrund dejó la tienda mascullando de indignación y fue a buscar su alojamiento
para pasar la noche. Drimbold, que estaba sentado a poca distancia de la tienda, lo
observó mientras removía un guiso sobre una pequeña hoguera. Gromrund pasó
airado justo por el medio del campamento del enano gris. Tropezó con las piedras
que rodeaban la hoguera y volcó sin querer la olla humeante de kuri.
—¡Ten cuidado! —exclamó Drimbold mientras su comida se derramaba sin
contemplaciones por el suelo.
Gromrund apenas aflojó el paso mientras gruñía:
—Ten cuidado tú, enano gris.
—Grumbaki —masculló Drimbold.
Si el martilleador lo oyó, no lo demostró. «El yelmo de guerra le tapa los oídos»,
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pensó con una sonrisa irónica. Al bajar la mirada hacia su comida estropeada frunció
el entrecejo, pero luego mojó el dedo en una parte del kuri que había hecho con carne
de trol y se lo llevó a la boca. Masticó la carne curada un momento, el fuego había
acabado con cualquier cualidad regenerativa que la carne pudiera haber poseído
alguna vez, y luego chupó el jugo, mezclado con arenilla.
—Aún está bueno —dijo para sí y mojó el dedo en el guiso derramado otra vez.
Drimbold comía con un pequeño grupo de mineros enanos del clan Barbahollín
de Zhufbar, sentado alrededor de una parpadeante hoguera. No todos los enanos iban
a dormir en tiendas esa noche y, como ninguno había querido compartir alojamiento
con él debido al hecho de que varios artículos personales ya habían desaparecido, se
encontraba entre estos pocos desafortunados. Al enano gris no le importaba y, al
parecer, tampoco a los Barbahollín. Un enano particularmente entusiasta y un poco
bizco llamado Thalgrim los obsequió con historias de cómo «hablaba» con las rocas y
las sutilezas del oro. Este último tema le interesaba mucho a Drimbold, pero Thalgrim
estaba hablaba ahora de temas de geología; así que el enano gris le prestaba poca
atención a la conversación y contemplaba la noche bajo las estrellas.
La verdad era que Drimbold se encontraba igual de a gusto mirando el cielo como
bajo la tierra en Karak Nom. Venía de una familia de krutis y había trabajado en las
granjas de superficie de su fortaleza desde que nació. Su padre le había enseñado
mucho acerca de cómo valerse por sí mismo en plena naturaleza y el arte del kulgur
era una de esas lecciones.
Mientras masticaba un trozo de carne de trol particularmente duro, Drimbold se
fijó en otra hoguera situada más arriba, en una roca plana, aparte de las tiendas. Vio al
matador, Azgar, allá arriba a la luz de un parpadeante fuego sentado con su
Hermandad Sombría, como se los conocía. Comían, bebían y fumaban en silencio,
parecían tener la mirada perdida mientras recordaban la vil acción que había
significado que hubieran tenido que hacer el juramento del matador.
Cuando se aburrió de mirar a los matadores, Drimbold decidió observar a los
nobles del Pico Eterno. Se encontraban cerca, justo al norte de su campamento, y
situados en el punto más alejado de la puerta. Guardaban las distancias como
siempre, estaban sentados solos y hablaban en voz baja para que nadie pudiera
escucharlos. Los dos llevaban capas cortas, grabadas con adornos dorados, y una
armadura delicadamente trabajada. Incluso sus cubiertos parecían hechos de plata.
Aún no había conseguido echarle otro vistazo al cinto que el barbilampiño llevaba
alrededor de la cintura, pero estaba seguro de que era valioso. Incluso poseían su
propia tienda, que contaba con un ornamentado farol que colgaba del ápice de la
entrada. El enano gris vio que el barbilampiño se retiraba a pasar la noche y que su
primo arrastraba la roca en la que estaba sentado hasta la portezuela de entrada, se
volvía a sentar y encendía una pipa. Drimbold la había visto antes mientras
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acampaban. Estaba hecha de marfil y ribeteada de cobre. El enano gris se estaba
preguntando qué otros objetos de valor podrían tener cuando la conversación con los
mineros de Zhufbar volvió de nuevo al oro y se concentró otra vez en Thalgrim.
***
Uthor estaba sentado a solas, fuera de una de las tiendas, en la oscuridad. Se mantenía
apartado a propósito de las hogueras de sus hermanos y encontraba cierto consuelo
en ello. Mantenía la mirada clavada en la distancia mientras pulía su escudo
distraídamente. La noche creó formas ante sus ojos, las largas sombras que proyectaba
la luz parpadeante de las lejanas hogueras se transformaron en su mente en una
escena conocida…
La misión comercial a Zhufbar había ido bien Uthor se sentía muy orgulloso de sí
mismo cuando entró en los salones de su clan en Karak Kadrín, buscando a su padre
para contarle la buena noticia. No obstante, su altivez quedó aplastada bruscamente al
ver la expresión grave de Igrik, el criado que había servido durante más tiempo a su
padre.
—Mi noble señor del clan —dijo Igrik—. Tengo terribles nuevas.
Mientras el criado hablaba, Utbor comprendió que algo realmente malo había
ocurrido en su ausencia.
—Por aquí —le indicó Igrik y los dos se dirigieron a la cámara de su padre.
Uthor se percató de las sombrías expresiones de sus hermanos mientras pasaba a su
lado y, para cuando llegó a la puerta de los aposentos de lord Algrim, donde los dos
guerreros que permanecían fuera mostraban rostros adustos, el corazón le latía tan
fuerte en el pecho que pensó que podría escupirlo por la boca.
Las puertas se abrieron despacio y allí estaba el padre de Uthor tendido en su cama.
Una palidez cadavérica invadía su tez normalmente rubicunda.
Utbor se acercó a él rápidamente. La incertidumbre lo atormentaba mientras se
preguntaba qué terribles hechos podrían haber ocurrido en su ausencia. Igrik entró
detrás de él y cerró la puerta sin hacer ruido.
—Mi señor; ¿que ha ocurrido? —preguntó Uthor; colocando una mano sobre la
frente de su padre, que estaba húmeda de sudor a causa de la fiebre.
Algrim no contestó. Tenía los ojos cerrados y su respiración era irregular.
Uthor se volvió hacia Igrik.
—¿Quién ha hecho esto? —exigió saber con creciente rabia.
—Lo envenenaron los roedores —explicó Igrik con tono adusto—. Un pequeño
grupo de sus asesinos vestidos de negro entraron por la Puerta Saltarriscos y atacaron a
tu padre y a sus guerreros mientras recorrían las tierras bajas del clan. Matamos a tres
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de ellos en cuanto se dio la alarma, pero no antes de que hirieran de muerte a cuatro de
nuestros guerreros y llegaran hasta tu padre.
»Como hijo primogénito de Algrim, te corresponde actuar como señor regente del
clan en su lugar.
Uthor estaba indignado y clavó la mirada en el suelo mientras intentaba dominar
su rabia. Su mente no podía asimilar esta ofensa: ¡habría un ajuste de cuentas!
Entonces se le ocurrió algo y levantó la mirada.
—La Puerta Saltarriscos está vigilada en todo momento —dijo, fijándose por
primera vez en la herida que Igrik tenía en la cara, parcialmente oculta por su espesa
barba—. ¿Cómo consiguieron pasar los asesinos sin que los viera el guardia de la
puerta?
El rostro de Igrik se ensombreció aún más.
—Me temo que hay algo más…
La tos áspera de Halgar interrumpió el ensimismamiento de Uthor. El barbalarga
también estaba sentado a solas en un risco estrecho desde el que se dominaba el
campamento y, a pesar de que casi acababa de escupir las tripas, dio una larga calada a
su pipa y se restregó los ojos con los nudillos. El venerable enano había insistido en
hacer la primera guardia, y ¿quién iba a discutir con él? Los pensamientos de Uthor
regresaron a su pasado. Apretó los dientes mientras recordaba el odio que sentía por
el que había llevado a su padre a su lecho de muerte.
—Nunca perdones ni olvides —dijo entre dientes y volvió a clavar la mirada en la
oscuridad.
***
Desde un alto promontorio, lejos de donde los ojos de los enanos pudieran
encontrarlos, Skartooth observaba a sus enemigos abajo, en el profundo valle,
mientras una maliciosa expresión burlona se abría paso por sus delgados rasgos. Los
pieles verdes no necesitaban fuego para ver, así que el caudillo aguardaba entre las
sombras más profundas con el arma envainada por si un rayo errante de luna se
reflejaba en la hoja y delataba su posición. Lo rodeaba una pequeña escolta de orcos y
goblins entre los que estaban el trol, Ungul, y su cacique, Fangrak.
—Podríamos matarlos mientras duermen —gruñó el cacique orco, masajeándose
el muñón de la oreja que le faltaba mientras miraba detenidamente a los enanos que
descansaban más abajo.
—No, esperaremos —dijo Skartooth.
—Pero están indefensos —repuso Fangrak.
—No es el momento adecuado —replicó Skartooth, apartándose del cerro, pues
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no quería que lo descubrieran.
—Pero ¿qué dices?
Fangrak hizo una mueca frunciendo el entrecejo mientras contemplaba a su
caudillo.
—Ya me has oído y si no quieres perder la otra oreja, más vale que cierres la
bocaza —chilló.
—Sí, sí, la bocaza —lo imitó Ungul y los descomunales hombros del trol se
sacudieron arriba y abajo mientras se reía.
—Esperaremos hasta que los retacos entren… —añadió Skartooth mientras le
daba un fuerte golpe a Ungul en el hocico con la parte plana de su pequeña espada
para que dejara de reírse.
El trol se frotó la extremidad dolorida pero guardó silencio tras fruncir el ceño.
—Esperaremos —insistió Skartooth—, y luego los atacaremos desde túneles
secretos que sólo conocen los pieles verdes —añadió, esbozando una sonrisa perversa.
»¡Tú! —chilló el caudillo goblin, recordando algo.
Fangrak ya había comenzado a alejarse, pero se volvió hacia Skartooth.
—¿Quién está limpiando esos escombros?
—Gozrag. Ya casi debe haber terminado —contestó Fangrak.
De pronto cayó en la cuenta mientras volvía a mirar a los enanos acampados
debajo.
—Ah, mierda…
***
Thundin se situó ante las grandes puertas de Karak Varn mientras el sol alcanzaba la
cima de las montañas y sacó una gruesa llave de hierro atada a una cadena que llevaba
alrededor del cuello. El barbahierro, y emisario del mismísimo Gran Rey, se
encontraba a la cabeza de los enanos congregados, que se habían agrupado por clanes,
ataviados con armadura completa y las armas preparadas.
Mientras los otros enanos miraban, Thundin colocó la llave en una depresión que
había permanecido oculta hasta ahora en la superficie de piedra de una de las puertas
y ésta emitió un débil brillo. El enano murmuró una plegaria de agradecimiento a
Grungni y, con una mano ancha y cubierta con un guantelete, giró la llave rúnica tres
veces en sentido contrario a las agujas del reloj. Al otro lado de la puerta, desde el
interior de la fortaleza, se oyó un estruendo sordo y metálico cuando los dientes que
atrancaban la puerta se soltaron. Thundin volvió a girar la llave, esta vez en el sentido
de las agujas del reloj, pero sólo una vez, y se pudo oír el sonido chirriante y
traqueteante de las cadenas enrollándose en los carretes. Thundin retrocedió y las
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grandes puertas comenzaron a abrirse.
—Podríamos haber utilizado una de ésas antes —refunfuñó Rorek, que estaba al
lado de Uthor, unos cuantos pasos por detrás de Thundin. Los otros enanos de la
expedición inicial a la fortaleza se encontraban cerca—. Aún me duele la espalda de la
escalada.
—O de cuando la máquina de guerra se vino abajo contigo encima —contestó
Uthor, esbozando una sonrisita bajo la barba.
Rorek adoptó un aire alicaído al recordar el montón de madera, tornillos y trozos
de cuerda en que se había convertido Alfdreng. Aún estaba intentando encontrar un
modo de darles la noticia de su destrucción a los maestros de su gremio de ingenieros,
allá en la fortaleza. No les gustaría.
—Lo siento, amigo mío —dijo Uthor con una amplia sonrisa—. Esta llave es del
Gran Rey, forjada por su rhunki. Sólo su guardián de la puerta o un emisario de
confianza pueden llevar una. Sin embargo, tus esfuerzos resultaron igual de efectivos,
ingeniero —añadió—, pero mucho más entretenidos.
Soltó una carcajada mientras le daba una efusiva palmada a Rorek en la espalda.
Era evidente que el señor del clan de Karak Kadrin estaba de muy buen humor
tras su fase sombría del final del consejo de guerra. Desde la batalla en el barranco, el
comportamiento de Uthor había sido cambiante. Al ingeniero lo desconcertaba. Tras
perder su máquina de guerra, ¿no debería ser él el que estuviera taciturno? No
dispuso de mucho tiempo para reflexionar sobre ello ya que, con el camino abierto,
los enanos comenzaron a congregarse dentro. Fue una ceremonia lúgubre puntuada
por el estrépito de las armaduras y el crujido de las botas. Una adusta resolución
invadió al grupo mientras seguían a Thundin, un silencio cargado lleno de
determinación y de un deseo de venganza contra los saqueadores de Karak Varn.
***
—¡Urks! —gritó uno de los miembros de la Hermandad Sombría.
Los matadores fueron los primeros en entrar en la fortaleza y, en cuanto cruzaron
la gran puerta, adelantaron corriendo a sus compañeros para atacar a un grupo de
aproximadamente treinta orcos que estaban trabajando en la sala exterior. Los pieles
verdes se quedaron anonadados mientras los matadores cargaban. Las criaturas
estaban ocupadas apartando rocas a los lados de la cámara en carros de madera de
aspecto rudimentario y llevaban picos y palas.
Un capataz orco, que estaba desenroscando un látigo con púas, sólo pudo gorjear
una advertencia cuando el hacha de Dunrik lo golpeó en el cuello. Una segunda arma
se acercó girando y chocó contra el cuerpo del piel verde mientras éste intentaba
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taponarse inútilmente la vena yugular, que le sangraba violentamente.
Un trol, al que el capataz había estado acosando para que sacara una roca grande
del camino cuando los enanos atacaron, se quedó mirando como un tonto a su jefe
muerto y luego les rugió a los matadores que se aproximaban. Intentó aplastar a
Azgar con un trozo de mampostería que había caído durante el derrumbe, pero el
enano esquivó el golpe y zigzagueó hasta colocarse detrás de la bestia. Al mirar bajo la
roca, el trol se quedó consternado al descubrir que no había ninguna mancha
pegajosa donde había estado el enano y estaba preguntándose vagamente qué habría
sido de su próxima comida cuando Azgar le saltó sobre la espalda y enrolló la cadena
del hacha alrededor del cuello de la criatura. El trol se sacudió, intentando quitarse de
encima al matador que tenía colgado, aplastando a varios orcos en medio de su
agonía. A Azgar se le tensaron los músculos y le aparecieron gruesas venas en el cuello
y la frente mientras luchaba con la criatura. Al final, sin embargo, a la vez que el resto
de la Hermandad Sombría masacraba a los orcos que quedaban, el trol cayó de
rodillas y una lengua gorda y tirando a morada le colgó de la boca abierta.
—Ya te tengo —gruñó el matador con los dientes apretados.
Con un último y violento tirón de la cadena, la bestia se desplomó en el suelo y se
quedó inmóvil. Azgar se puso en pie rápidamente, cogió una antorcha encendida que
le lanzó Dunrik y le prendió fuego al trol.
Varios enanos murmuraron con admiración ante aquel increíble despliegue de
destreza. Incluso Halgar hizo un gesto de aprobación con la cabeza por el modo en el
que Azgar había matado la bestia.
Para cuando todo terminó, fue una masacre. Había cadáveres de orco por todas
partes, diseminados entre charcos de su propia sangre.
Dunrik se acercó al capataz muerto y arrancó sus hachas una a una, escupiendo
sobre los restos mientras lo hacía. Le dirigió una última mirada de odio al látigo con
púas a medio desenrollar en la cintura del orco y al volverse se encontró a Uthor
delante de él.
—Buen combate —lo felicitó.
Los otros enanos apenas habían tenido tiempo de sacar sus hachas.
Dunrik era el único que había derramado sangre de orco con los matadores.
—Fue una runk —repuso con amargura, como si no estuviera satisfecho con la
masacre, y se alejó para situarse al lado de su primo pequeño.
La mirada de Uthor se cruzó con la de Azgar, pero no dijo nada.
Uno de los mineros de Zhufbar, un buscavetas llamado Thalgrim, si a Uthor no le
fallaba la memoria, interrumpió el incómodo silencio.
—Menuda chapuza —comentó entre dientes, observando los rudimentarios
puntales que los orcos habían clavado para soportar el techo, aunque habían movido
gran parte de los escombros y habían abierto un hueco lo bastante grande para que
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los enanos pasaran—, una auténtica chapuza.
Thalgrim pasó la mano por los muros, buscando los sutiles matices en la pared
rocosa.
—Ah, sí —masculló de nuevo—. Ya veo.
Uthor y Rorek intercambiaron una mirada de desconcierto antes de que el minero
se volviera.
—Deberíamos movernos rápido, no es probable que estas paredes aguanten
mucho tiempo.
—Estoy de acuerdo —coincidió Rorek, evaluando los puntales por sí mismo—
Umgak.
—Eso —añadió Thalgrim—, y que las rocas me lo dicen.
Rorek lelanzó una mirada de preocupación a Uthor mientras formaba la palabra
«bozdok» para que le leyera los labios y se daba un golpecito en la sien.
«Que Valaya tenga misericordia, como si un zaki no fuera ya suficiente», pensó el
enano.
***
Thratch estaba satisfecho. Ante él tenía su máquina de bombeo, una destartalada
estructura creada mediante la ciencia y la brujería del clan Skryre que incluso en sus
últimas fases de construcción valía de sobra el escaso precio que había pagado por
ella.
El enorme artefacto estaba situado en una de las plantas más bajas de la fortaleza
enana, donde estaba la peor parte de la inundación, y un montón de andamios
ensamblados de manera rudimentaria y gruesos tornillos lo mantenían unido. Tres
ruedas enormes, impulsadas por ratas gigantes y esclavos skavens, suministraban
energía a los cuatro grandes émbolos que accionaban la bomba propiamente dicha.
En ese mismo momento, mientras los brujos del clan Skryre instaban a los que
empujaban las ruedas a esforzarse más con los golpes de sus báculos arcanos, un
relámpago verde crepitó entre dos puntas enroscadas que sobresalían de la parte
superior de la máquina infernal como si fueran una horca giratoria retorcida.
De pie sobre una plataforma de metal, tras mirar nervioso la extensa masa de agua
que tenía debajo y dar un involuntario paso atrás, el caudillo contempló cómo un
relámpago errante golpeaba una de las ruedas, inmolando a los esclavos que había
dentro y prendiéndole fuego a la rueda. Unos acólitos del clan Skryre, que llevaban
gafas y unos extraños y prominentes bozales sobre la cara, se acercaron corriendo y
bombearon una espesa nube de gas sobre el fuego. Unos cuantos esclavos de la rueda
contigua se vieron atrapados en la densa atmósfera amarilla y cayeron de rodillas
***
—Dibna el Inescrutable —le dijo Rorek al grupo mientras hacían una pausa en el
umbral de un imponente salón de gremio.
Como gran parte de la fortaleza, ese salón estaba iluminado mediante antorchas
que ardían eternamente. Estaban llenas de un combustible especial creado en
colaboración por el Gremio de los Ingenieros y el de los Herreros rúnicos. Uthor sólo
había oído hablar de tales cosas en susurros a los miembros de los gremios de Karak
Kadrin y sabía que los ingredientes exactos del combustible, así como los rituales que
***
—Esto estaba aquí incluso antes del reinado de Ulfgan —musitó Halgar, pasando los
dedos nudosos por el mosaico de modo reverente.
Los enanos cruzaron la sala del gremio de Dibna sin incidentes, atravesaron largos
***
—Cualquiera esperaría que se sacase esa flecha de grobi —le comentó Drimbold a
Thalgrim.
Los dos enanos estaban haciendo la segunda guardia sentados en una de las dos
grandes entradas que conducían al salón de hazañas y para pasar el rato estaban
observando sus compañeros.
—Tal vez no pueda —contestó Thalgrim—, si la punta está cerca del corazón.
Halgar estaba tendido de espaldas y el asta partida de la flecha negra sobresalía
hacia arriba. El barbalarga parecía estar dormido, pero tenía los ojos completamente
abiertos.
—¿Cómo hace eso? —preguntó Drimbold.
—Mi tío Bolgrim solía caminar dormido —comentó Thalgrim—. Una vez excavó
un pozo de mina entero mientras dormía.
Drimbold volvió la mirada hacia su compañero con incredulidad. El buscavetas se
encogió de hombros a modo de respuesta. El brillo azul-grisáceo de una piedra
brillante, un legendario trozo de brynduraz extraído de las minas de Gunbad,
iluminaba su rostro. Había varios pedazos del mismo material incrustados por todo el
salón; aunque los enanos podían ver bastante bien en la oscuridad, un poco de luz
adicional nunca venía mal.
Uthor había prohibido encender hogueras y les había ordenado apagar mientras
dormían las antorchas que estaban colocadas en apliques alrededor de la cámara.
Perjudicarían la visión nocturna de los enanos, por lo demás excelente, y necesitaban
toda la ventaja de la que pudieran disponer contra los roedores. El olor del humo o de
la comida cocinándose también podría atraer a los skavens, y Uthor sólo quería
enfrentarse a ellos cuando llegaran al Gran Salón. No poder cocinar también
significaba que los enanos se vieran obligados a comer sólo pan enano y raciones
secas. Thalgrim se llevó un trozo de aquel alimento a la boca y lo mascó
ruidosamente.
A Drimbold no le gustaba —llevaba comiendo pan enano al menos dos días, pues
ya se había terminado las demás raciones— y puso cara de asco. Entonces vio que
Thalgrim metía la mano en el casco de minero, dotado de varias velas apagadas
fijadas a él mediante la cera, y sacó algo.
—¿Qué es eso?
***
—Es profunda —masculló Halgar—, llega hasta el corazón de la montaña.
Probablemente se abrió cuando los terremotos sacudieron Karak Varn y el Agua
Negra inundó por primera vez sus salones, así lo aseguran las leyendas.
Uthor y Rorek se encontraban junto al barbalarga y atisbaban por encima del
borde de la sima. La oscuridad reinaba abajo; una vaga e indistinta línea brillante en
medio de la negrura era lo único que disipaba el mito de que la grieta en la tierra no
tenía fin y se abría hacia la eternidad.
Uthor se imaginó un gran embalse de lava en el punto más bajo del enorme pozo:
bullendo y chisporroteando, escupiendo grandes géiseres de vapor, trozos de roca
fundida disolviéndose con el calor y flotando en una espesa y compacta corriente. Su
mente se preguntó brevemente qué más podría acechar en ese abismo, calentándose
junto al caldero de fuego líquido. Desechó la idea rápidamente, no estaba dispuesto a
tolerar tal cosa.
—Tenemos que encontrar el modo de cruzar esto ¿Eso es lo bastante fuerte para
resistir nuestro peso?
Uthor señaló un puente ancho aunque destartalado que se extendía sobre el
imponente cañón. Estaba hecho de un modo rudimentario, aparentemente lo habían
ensamblado sin diseño ni cuidado. Una construcción tan chapucera repugnaba a los
enanos, sobre todo a un ingeniero.
—Umgak —refunfuñó Rorek. El ingeniero estaba agachado junto al puente, que
era poco más que una estructura unida con cuerdas y travesaños de madera. Se volvió
hacia Uthor—. No lo han fabricado los dawis —añadió mucho más alto—. Lo más
probable es que lo hicieran los grobis o los roedores.
El ingeniero hizo una mueca de desagrado.
—Deberíamos encontrar otra ruta —afirmó Gromrund con tono grave tras unirse
a los enanos en el precipicio—. No me fío del trabajo de los pieles verdes ni de los
skavens, y no quiero morir sin honor.
Uthor lo consideró. Cruzar el puente no carecía de riesgos.
—No podemos retroceder —decidió después de un momento de silencio—. Y
dudo que el custodio del saber pueda recomendar una ruta alternativa.
Señaló a Ralkan, que se mantenía a distancia, a un lado del grupo, con Borri y
Dunrik, y murmuraba sin cesar.
—No lo entiendo… —mascullaba—. No recuerdo que esto estuviera aquí.
Las palabras brotaban de su boca repetidamente como un mantra mientras
***
Rorek tiró de una de las cuerdas guía amarradas a un poste de metal clavado en la
roca, y la tierra. Todo el puente se sacudió. Pero resistió.
Era consciente del tenso silencio cargado que lo rodeaba mientras daba el primer
paso titubeante sobre el puente. El ingeniero buscó a tientas la cuerda que le rodeaba
la cintura para asegurarse de que seguía allí. No se atrevió a volver la mirada para ver
si Thundin y Uthor seguían sujetándola.
Después de lo que pareció una hora, Rorek había llegado a la mitad del puente.
***
Uthor había apostado centinelas en la entrada de la galería de los reyes y en el
extremo de la sima. Los enanos serían vulnerables mientras cruzasen el puente. No
quería que los cogieran desprevenidos unos skavens que estuvieran acechándolos al
otro lado, listos para aparecer de pronto y cortar la destartalada estructura bajo sus
pies mientras cruzaban.
El grupo atravesó el puente a ritmo constante y en grupos de cuatro. Los enanos
cruzaron sin incidentes y pronto hubo más guerreros en el otro lado que en éste.
Uthor les ordenó a los guardias situados al borde de la sima que cruzaran. Eso los
dejaba a él, Halgar y dos mineros del clan Barbahollín, Furgil y Norri en la entrada de
la galería. Mientras los llamaba, Uthor se fijó en un rezagado que merodeaba
alrededor de las estatuas.
—Tú también, enano gris.
Drimbold levantó la mirada tras dejar de rebuscar. Se había separado del grupo
principal hacía mucho para explorar y había empezado a alejarse.
Uthor se volvió hacia Halgar.
—Yo protegeré el camino —dijo.
El barbalarga rezongó y fue hacia el puente, pero se le escapó la cuerda guía y
arañó el aire mientras luchaba por agarrarla. El puente se balanceó violentamente
debido a su peso.
—¡Venerable barbalarga! —exclamó Uthor mientras alargaba la mano para coger
***
—Se está resbalando —anunció Rorek con urgencia, volviéndose hacia Thundin y
Hakem, que sostenían la cuerda con los pies bien afirmados—. Bajadme…
Rorek vio que Uthor perdía el conocimiento… y soltaba la cuerda. Antes de que el
ingeniero pudiera gritar, vio pasar a su lado a un enano semidesnudo a toda velocidad
por el rabillo del ojo.
***
Azgar saltó por el aire con una plegaria a Grimnir en los labios mientras balanceaba la
cadena de su hacha trazando un amplio círculo. Pasó por encima del borde de la sima
***
Al borde de la sima, Rorek suspiró aliviado. Retrocedió mientras se desataba la cuerda
de la cintura. Comprobó que Thundin y Hakem aún la sujetaban y luego lanzó el
extremo de la cuerda hacia el cañón.
—Allá va —gritó.
Rorek agarró la cuerda y se la enrolló alrededor de la muñeca justo mientras se
tensaba. Sintió que el tirón contra los brazos disminuía cuando varios enanos más se
unieron a él.
—Tensad… —gritó—. ¡Tirad!
Los enanos tiraron a la vez, pasando la gruesa cuerda entre los dedos, palmo a
palmo, en perfecta sincronía.
—¡Tirad! —bramó Rorek, y lo hicieron otra vez.
La orden se repitió varias veces más hasta que dos manos de enano —una con un
guantelete de cuero hecho jirones y la otra morena y de nudillos peludos—
***
Después de cruzar la sima, el grupo se había visto obligado a dar otro rodeo. Unos
escombros bloqueaban la puerta principal que conducía al Gran Salón; la destrucción
era tan enorme que incluso con el clan de mineros con el que contaban habrían
tardado varios días en cruzar. Otra galería los había traído a este punto, el Amplio
Camino Occidental. El nombre del túnel era acertado. Era tal su tamaño que el grupo
podría haber marchado en grupos de cincuenta enanos de largo. No lo hicieron. El
estado ruinoso del largo túnel lo impedía con sus pilares rotos y suelos hundidos. En
su lugar, avanzaron en una columna de no más de cuatro escudos de ancho y
alineados, siempre atentos a las masas de sombras que se extendían desde las paredes.
Uthor estaba al mando de la avanzada, naturalmente, aunque incluso él se vio
obligado a conceder la cabeza de la columna: ésa correspondió a los Barbahollín.
Aunque era extenso, el Amplio Camino Occidental estaba lleno de escollos y cubierto
de rocas en algunos lugares. Sería fácil resbalar en la oscuridad y desaparecer para
siempre. Los mineros se estaban asegurando de que el corredor estuviera despejado y
fuera seguro. Ya habían perdido a demasiados innecesariamente a manos de la
creciente oscuridad.
Thalgrim se encontraba entre ellos supervisando la labor. Era un trabajo
meticuloso. Uthor había ordenado que el grupo permaneciera unido y en formación
por si acaso había algo merodeando en los recovecos en sombras del túnel. Eso
supuso excavar los desprendimientos de rocas desperdigados que les obstaculizaban el
paso a los enanos, y rápido. Se detuvo un momento con su piqueta de minero sobre el
hombro y se levantó un poco el casco en forma de tazón para limpiarse el sudor.
—Bendita sea Valaya, que sus copas siempre estén relucientes, ¿qué es ese olor? —
preguntó Rorek, arrugando la nariz.
Volvió la mirada hacia Uthor, pero el señor del clan parecía perdido en otro de
sus momentos sombríos.
El ingeniero también formaba parte de la avanzada, su experiencia resultaba
inestimable mientras avanzaban por el Amplio Camino Occidental.
—Nada —contestó Thalgrim mientras se volvía a colocar el casco sobre la cabeza.
El olor acre aún flotaba en el aire y Rorek tuvo arcadas.
—Una bolsa de gas, tal vez… Nada de lo que preocuparse —le aseguró el
***
—¿Crees que esta ruta nos llevará por fin al Gran Salón? —preguntó Hakem.
Dunrik se encogió de hombros, parecía distraído aunque intentaba no perder de
vista a su primo, que caminaba justo delante de él.
El noble del Pico Eterno no había ofrecido mucha conversación a pesar de la hora
que llevaban recorriendo el Amplio Camino Occidental, que según Ralkan los
conduciría a su destino.
El custodio del saber viajaba con ellos, en el centro de la columna, para no
entorpecer las excavaciones de los mineros. Lo último que los enanos necesitaban era
que su guía acabara aplastado bajo una roca o terminara en la planta baja, a pesar de
su ofuscamiento esporádico.
—Yo tengo mis dudas —susurró el enano de Barak Varr con tono de complicidad,
procurando no levantar la voz para que Ralkan no pudiera oírlo.
Dunrik seguía sin responder.
La columna estaba aminorando el paso. La armadura de los rompehierros, que se
encontraban unas cuantas filas por delante, repiqueteó cuando empezaron a
amontonarse. Thundin levantó la mano, dando la señal para que el grupo se
detuviera.
El mensaje recorrió la línea. Una mano se alzó cada diez filas aproximadamente,
hasta llegar a Azgar y sus matadores, que protegían la retaguardia. Halgar se había
unido a ellos. El barbalarga prefería su compañía silenciosa y fatalista a la del resto de
sus hermanos.
Hakem trató de mirar hacia delante para descubrir a qué se debía, pero lo único
que logró ver fue un pequeño y agitado mar de cabezas de enanos.
***
—Empujad con la espalda —los reprendió Thalgrim, que permanecía de pie sobre
una losa plana para ver trabajar a sus mineros en la puerta que les obstaculizaba el
paso.
La barrera de piedra se encontraba justo al final de la sección en forma de cuello
de botella del túnel y Thalgrim suponía que el Gran Salón estaba al otro lado, y que
ésa era una entrada secundaria. El buscavetas comprendía ahora que el Ancho
Camino Occidental se estrechaba deliberadamente para que fuera más fácil de
defender. Una estrategia sensata y que aprobaba, sólo que ahora era un gran
inconveniente.
La mayor parte de los enanos estaban agrupados en el estrecho paso, con los
hombros tocándose y una pared a cada flanco. La puerta de piedra que estaban
empujando los Barbahollín no era especialmente alta ni ancha, aunque se veía
claramente que era gruesa y pesada. Rorek, con Uthor a su lado, ya había abierto una
serie de cerrojos de piedra manipulando con cuidado el ingenioso mecanismo de
cierre de la puerta. Gran parte de su resistencia se debía al hecho de que no la habían
abierto en muchos años, pero al final la puerta cedió a los esfuerzos de los mineros y
se abrió con un fuerte chirrido.
—Por fin —musitó Uthor, al que la proximidad de sus hermanos y la envolvente
oscuridad desconcertaban—. Este túnel es el lugar perfecto para una emboscada.
***
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Thundin divisó un extraño objeto parecido a un globo volando por lo alto y luego oyó
la advertencia ahogada de sus hermanos antes de ver la nube de gas amarillento.
Bordak, uno de sus compañeros rompehierros, retrocedió aferrándose la garganta
mientras una espuma sanguinolenta le bajaba burbujeando por la barba.
Estaban apretujados en el cuello de botella del Ancho Camino Occidental,
muchos de los otros enanos del grupo ya habían cruzado la puerta de piedra y se
encontraban en el Gran Salón, situado al otro lado.
Thundin y sus rompehierros estaban atrapados con el resto.
—¡Gas! —gritó el barbalarga.
Sintió el sabor acre de los vapores nocivos en la lengua antes de cerrar la boca. Vio
que tres globos más manchados de mugre salían volando de la oscuridad dirigiéndose
hacia las apretadas filas de los enanos. No pudo hacer nada mientras se rompían sobre
los escudos, levantados, y los desprevenidos yelmos desparramando su asqueroso
contenido sobre el grupo.
Los enanos se replegaron instintivamente y aquellos que permanecían a este lado
de la puerta se vieron empujados de nuevo hacia el cuello de botella.
Thundin logró entrever el Gran Salón a través del pequeño portal y los cuerpos
apretujados. Sólo pudo hacer conjeturas sobre su inmensidad mientras los otros,
aparentemente tan lejos y ajenos al ataque, se agrupaban dentro.
—Regresad al Amplio Camino Occidental —bramó, arriesgándose a aspirar otra
bocanada de gas.
La voz se le enronqueció mientras el virulento veneno le atacaba la garganta y las
tripas. La cabeza le daba vueltas y sintió que los agolpados guerreros, a su espalda,
salían del cuello de botella. Vio vagamente la abertura cuando dos nichos ocultos se
abrieron a ambos lados de él. Hombres rata con extrañas capuchas de arpillera, un
bozal con agujeros y gafas sucias salieron en avalancha blandiendo cuchillos.
Uno se abalanzó contra él con sanguinario desenfreno y riéndose con malévolo
regocijo mientras alrededor de Thundin sus rompehierros morían: su armadura no
les servía de defensa contra el veneno.
Mientras se ahogaba en su propia sangre, Thundin apartó la estocada de la daga
de un skaven con el escudo y le cortó la cabeza con el hacha. Un estallido resonó
dentro de su yelmo a la vez que veía un fogonazo en la oscuridad y notaba el olor de
algo quemándose. Otro rompehierros cayó con una herida humeante en el peto.
Thundin estaba viniéndose abajo. No podía respirar, notaba el sabor de la sangre
en la boca y sentía que le goteaba de la nariz y las orejas. Se aferró la garganta dejando
caer el escudo para intentar agarrarse el gorjal. Una enorme llamarada verde e
incandescente surgió de un hueco situado más arriba, en el cuello de botella y a su
izquierda. Thundin no pudo ver nada durante un momento. En medio de su
desorientación le pareció oír gritos, venían como desde el fondo de un pozo profundo
***
Dunrik rodó y la torpe bestia arañó el suelo con las garras tras el enano mientras él
intentaba llegar desesperadamente hasta Thundin, que yacía en medio de un miasma
de niebla sulfúrea que se expandía con rapidez. Atrapados en el cuello de botella, el
combate era encarnizado. A su alrededor sus hermanos luchaban con martillos y
hachas contra una marea aparentemente interminable de skavens. La criatura que
tenía ante él había llegado con los roedores, había salido pesadamente de las sombras
como si fuera una especie de cruel experimento. Era enorme y de músculos grotescos,
una espantosa fusión de ogro y skaven. Tenía el cuerpo envuelto en gruesos vendajes
empapados de pus y plagado de llagas y músculos demasiado hinchados. Unas garras
como dagas se extendían de unos dedos con una costra de suciedad y sangre de
enano. La bestia, que estaba ciega, rastreaba al enano sólo por el olor y con mortífera
eficiencia. El ogro olfateó buscando a su presa y se abalanzó de nuevo contra el enano
del Pico Eterno; el violento movimiento de sus brazos hizo que un skaven con
capucha saliera volando hacia atrás entre gritos.
Dunrik esquivó el golpe del brazo del ogro, cuyas garras abrieron cuatro surcos
profundos en la pared del cuello de botella. El enano se acercó rápidamente bajo la
guardia de la criatura y le golpeó la mandíbula con el pincho del hacha con tanta
fuerza que la perforó y salió por el cráneo del ogro. Dunrik liberó el hacha con un
rugido de desafío, mientras de la herida abierta salía un chorro de sangre y masa
encefálica. La bestia siguió avanzando incluso mientras agonizaba. Estaba a punto de
arremeter contra Dunrik con las últimas fuerzas que le quedaban cuando Hakem, que
también estaba atrapado, le destrozó la muñeca con un golpe del martillo Honakinn.
Las runas del arma emitían un débil brillo mientras el señor del clan mercante
peleaba, un segundo golpe abolló lo que quedaba del cráneo del ogro.
Dunrik le dedicó un apresurado gesto de gratitud con la cabeza y luego señaló la
puerta del Gran Salón. Casi la mitad del grupo ya la había atravesado, pero el gas
venenoso estaba causando estragos en la cola mientras luchaban por volverse y
enfrentarse a los skaven que se concentraban a su espalda.
***
—Magnífico…
Uthor contempló maravillado el Gran Salón de Karak Varn. Como líder del
grupo, él fue el primero en cruzar, siendo vagamente consciente de que los otros se
amontonaban tras él.
El Gran Salón, que era con mucho la cámara más grande en la que habían estado
hasta el momento, se apoyaba en un auténtico bosque de columnas colocadas
simétricamente y que se extendían a lo largo de toda su extensión. En un extremo de
la imponente estancia había una inmensa chimenea trabajado para que se pareciera al
dios antepasado, Grungni, cuya amplia boca abierta alimentaba las llamas que debían
haber ardido allí. Las paredes estaban bordeadas de estatuas intercaladas con braseros
chatos de bronce que representaban a los ingenieros que los habían creado,
inmortalizando a los enanos por toda la eternidad, con sus manos extendidas
sosteniendo ahuecadas los carbones dormidos de su interior. Las sombras se adherían
a las paredes y formaban densas manchas oscuras alrededor de cada columna. El Gran
Salón era un lugar sombrío, a pesar de la luz del fuego. Había mesas de piedra de un
extremo a otro. La del rey estaba situada sobre una tarima rectangular con una ancha
escalera que llevaba hasta ella y desde la que se dominaba el resto.
—Aquí comienza —murmuró Uthor entre dientes, felicitándose para sus adentros
—. Aquí lo recuperaremos todo.
***
Azgar estranguló al guerrero skaven con una mano, justo en lo más reñido del
combate al borde del cuello de botella y en la sección más ancha del Amplio Camino
Occidental, mientras intentaba abrir paso a los suyos. Al hombre rata se le reventaron
los ojos debido a la enorme presión que ejercía el musculoso del matador y la parte
interna de las gafas se le cubrió de una pegajosa mancha carmesí. Azgar se deshizo de
la criatura como si fuera un trapo y liberó la mano para destripar a otro skaven que se
acercaba corriendo con un brutal golpe ascendente de su hacha.
El combate estaba cerca; tan cerca que podía oler el sudor de sus hermanos a su
alrededor, notar el sabor de la sangre en el aire y oír los cantos fúnebres. El sonido de
la matanza se convirtió en un macabro coro que acompañaba al plañidero canto
mientras los hombres rata se veían empujados hacia las agitadas armas de la
Hermandad Sombría, atrapados en el cuello de botella.
Los skavens se abalanzaron sobre ellos a montones procedentes del Amplio
Camino Occidental.
Azgar soltó una maldición cuando una multitud de feroces ratas se llevó a rastras
a uno de sus hermanos tatuados. «Ése no era un final adecuado, para un matador»,
pensó con amargura, esperando que su propia muerte fuera más gloriosa.
Un grito apagado y un chorro de líquido caliente que salpicó un lado de la cara de
Azgar atrajo su atención: el olor a cobre le llenó las fosas nasales y el matador
comprendió que se trataba de sangre. Se volvió y levantó la mirada mientras un
gigantesco ogro se erguía ante él. La bestia hizo a un lado dos trozos húmedos de
carne con armadura que antes eran un guerrero enano.
El monstruo tenía unas chapas de metal, atrasadas por el óxido, fundidas al
cuerpo como si fueran escamas y llevaba un yelmo parecido a un cono con una rejilla
perforada a la altura del hocico —«aunque con bisagras para que no pudiera
morder»— y dos agujeros para los malévolos ojos rojos. El ogro blandía una cadena
***
—Abrid la puerta —exigió Uthor—. No voy a dejar que los masacren.
La mitad del grupo que se encontraba en el interior del Gran Salón de Karak Varn
había acabado con los pocos skavens que habían logrado pasar.
El grupo aguardaba en medio de un meditabundo silencio, detrás del señor de
clan de Karak Kadrin, escuchando los sonidos sordos de la batalla, amortiguados por
la gruesa piedra.
—El mecanismo de cierre está destrozado, no puedo abrirlo —explicó Rorek, uno
de los que había conseguido pasar, agachado junto a la entrada mientras se volvía a
guardar las herramientas en el cinto.
—¿No podemos echarla abajo? —preguntó Uthor con desesperación, desviando
su atención hacia el buscavetas, Thalgrim.
Todos los mineros Barbahollín habían llegado al Gran Salón.
—Con varios días… —respondió Thalgrim, frotándose el mentón—. Tal vez.
—Tenemos que pasar —rogó Borri con un tono un tanto agudo e histérico—. Mi
primo está al otro lado. Vi a las hordas de roedores a través de la nube de gas… no
tenían ninguna posibilidad de vencer a un grupo tan numeroso. Debemos llegar hasta
ellos.
—¡No podemos! —soltó Uthor, más furioso consigo mismo que con el
barbilampiño.
Su expresión se suavizó de pronto al ver el dolor en el rostro de Borri.
—Lo siento, muchacho —añadió, colocando la mano sobre el hombro del joven
enano y mirándolo a los ojos—. Sus nombres serán recordados.
No se suponía que debía ser así: desesperados, divididos… derrotados. El señor
del clan sintió que se le hundían los hombros a medida que la carga de su juramento
se hacía sentir. ¿Se había equivocado? ¿Tenía razón Gromrund? ¿Los había conducido
***
La roca se astilló cuando la cadena con la bola se estrelló contra el suelo. Azgar saltó
hacia atrás para evitar su mortífera trayectoria y luego se agachó rápidamente cuando
el ogro intentó golpearlo. La lanza hizo saltar chispas al raspar la pared. La bestia lo
atacó de nuevo con la bola con pinchos.
Azgar partió la cadena en dos con un golpe de su hacha y, eludiendo la feroz
arremetida, invirtió la dirección del corte para cortar el brazo del ogro a la altura del
hombro, a pesar de la armadura. La criatura soltó un aullido de dolor, que sonó
amortiguado y metálico a través del yelmo en forma de cono, y se abalanzó contra
Azgar con la lanza mientras la sangre le manaba a chorros del muñón destrozado. El
matador esquivó el golpe, que se incrustó en la pared lateral. El monstruo tiró del
arma clavada en la piedra pero no pudo liberarla.
Azgar observó al ogro con expresión sombría mientras éste forcejeaba… y le cortó
el otro brazo. La bestia cayó de espaldas. El matador fue a acabar con él pero el ogro
arremetió con la cola, derribando a Azgar. El matador chocó contra el suelo y apenas
tuvo tiempo de orientarse cuando una masa marrón-óxido se le echó encima. Azgar
reaccionó por instinto, aferrando las fauces de la bestia, una con cada mano,
librándose por los pelos de que le arrancara la cara de un mordisco.
Tembló por el esfuerzo, haciendo uso de todas sus fuerzas mientras luchaba por
mantener alejado al ogro. La saliva le goteó la cara y el cuello a la vez que el aliento a
carne podrida del ogro lo envolvía. Buscando en lo más hondo de sí, hizo acopio de
***
La mayor parte de los Manofuego había muerto, ya fuera asfixiados o atravesados por
las lanzas de los roedores, aunque el gas ya se había disipado prácticamente. Dunrik
se arriesgó a inspirar mientras inspeccionaba brevemente la carnicería.
El ataque de los skavens había dividido en dos a los enanos que seguían en el
cuello de botella. Todos los rompehierros estaban muertos. De la avanzadilla situada
en el lado de la puerta de Dunrik sólo quedaban él, Hakem y un puñado de guerreros
de los clanes. Si lograban reunirse con las otras fuerzas, más abajo, en el Amplio
Camino Occidental, quizás pudieran escapar abriéndose paso a la fuerza.
Dunrik, que tenía el ojo izquierdo inyectado de sangre por culpa del gas skaven,
dio un involuntario paso atrás cuando dos ogros aparecieron el corredor. Demolieron
el débil muro de escudos con facilidad y una de las bestias le arrancó la cabeza a un
enano de un mordisco mientras huía. Toda idea de escapar desapareció de la mente
de Dunrik. Sintió la puerta de piedra a su espalda, la proximidad de las paredes a cada
lado, la tensión de Hakem mientras levantaba el escudo. No habría escapatoria.
***
Halgar respiró con los dientes apretados aprovechando al máximo una breve tregua
en la furiosa refriega que se desarrollaba a su alrededor. Había visto cómo sellaban la
puerta de piedra, atrapándolos con sus enemigos, y se alegró. Al menos caería
luchando. Al barbalarga le ardían los brazos y los hombros, el peso del hacha era
como un árbol caído en sus manos nudosas. La sangre —tanto de roedor como de
dawi— le salpicaba la ropa, la armadura y la piel. La visión se le volvía borrosa por
momentos al ritmo de un persistente martilleo que sentía en el cráneo; Halgar se lo
atribuía a un golpe en el yelmo que le había asestado un guerrero skaver. Más tarde
tendría que quitar la abolladura.
El barbalarga recorrió despacio la carnicería, dejando atrás a sus hermanos en
***
Una repentina y potente onda derribó a Dunrik. Se puso en pie aturdido y ayudó a
levantarse a Hakem y a los pocos Manofuego que aún seguían vivos.
Había partes de cuerpos desparramadas por el túnel en trozos humeantes y
quemados por el fuego. Los ogros habían muerto, envueltos en la aterradora
explosión. Además, el camino hacia Halgar y los otros estaba despejado. Tendrían que
recorrer la corta distancia por el túnel rápidamente. Los skavens ya se estaban
recuperando y reagrupando para volver a atacar.
***
—¡Agrupaos! —gritó Uthor en el Gran Salón mientras su grupo formaba en
disciplinadas filas a su alrededor, creando un cuadrado con los escudos.
Las masas de skavens salieron de las sombras abandonando sus escondites y
formando un fétido enjambre. Se abalanzaron sobre los enanos y varios guerreros
cayeron.
Uthor esquivó una lluvia de proyectiles antes de derribar a un escuálido hombre
rata con su hacha rúnica. Muchos más se lanzaron en avalancha sobre ellos, casi
arrojándose de modo suicida contra las hachas y las cabezas de los martillos de los
enanos. Uthor parpadeó para limpiarse un chorro de repugnante sangre de skaven
***
Dunrik y Hakem permanecían hombro con hombro con Halgar y los otros en el
cuello de botella. Azgar y lo que quedaba de la Hermandad Sombría retrocedieron
para unirse a ellos tras haber abandonado sus intentos de abrirse paso entre las
innumerables hordas de roedores; las fuerzas enanas atrapadas se reunieron por fin
aunque se estaban viendo apretujadas en un círculo cada vez más pequeño.
Ralkan se encontraba en el centro del mismo, con varios cuerpos de enanos entre
él y una muerte atroz a manos de los skavens. El custodio del saber había abandonado
su martillo —que ahora blandía Drimbold— y palpaba con desesperación la pared de
roca situada a espaldas de los enanos mientras mascullaba febrilmente.
Dunrik observó al custodio del saber con incredulidad y le hizo una seña a Halgar.
—Su mente ha cedido por fin a la desesperación y el terror —dijo el barbalarga, a
la vez que derribaba a un skaven con el hacha antes de romperle la nariz a otro con el
puño.
Por muchos que mataran los enanos, las filas de los roedores no menguaban ni
sus energías mostraban indicios de disminuir.
—Sin salida —gruñó Azgar, cortando a un hombre rata por la mitad— y con una
horda interminable que matar —añadió con bastante entusiasmo—. Es una buena
muerte.
Halgar asintió con la cabeza mientras aporreaba a un roedor encapuchado con el
mango del hacha.
—«Mi sitio está preparado —entonó el barbalarga, su voz se fue elevando por
encima del estruendo de la batalla para que todos sus hermanos pudieran oírla—. La
mesa de mis antepasados me aguarda. Sobre la roca están expuestas mis hazañas».
—«Oh, veo la hilera de los reyes» —continuó Dunrik, tomando parte en el
sombrío canto fúnebre.
***
Gromrund aplastó el cráneo de otro roedor con su gran martillo, pero se estaba
cansando. Una patada en la entrepierna y un golpe en la cabeza mientras éste se
doblaba en dos acabaron con otro roedor, pero las peludas abominaciones
abarrotaban el Gran Salón. Él había sido uno de los últimos en cruzar, sin contar a
aquellos desdichados que habían muerto envenenados por el gas o apuñalados por la
espalda por las cobardes ratas.
El corazón del martillador rebosaba de amargura mientras luchaba. El plan de
Uthor había fracasado, y había fracasado catastróficamente. No tenía ni idea de cómo
los skavens les habían seguido el rastro hasta ese lugar en un feudo tan grande como
Karak Varn. Su único consuelo era que al menos moriría con honor.
A través de la vista reducida de su yelmo de guerra, Gromrund vio que un
violento golpe se dirigía hacia él. Utilizó el arma de manera defensiva y frenó el
ataque con el mango de su gran martillo. Un enorme guerrero skaven se enfrentó a él
vestido con grueso cuero curado con incrustaciones de pinchos. La criatura tenía un
pelaje del color del carbón y blandía una alabarda de aspecto brutal con una hoja
oscura y húmeda.
El hombre rata siguió presionando, raspando el arma contra el mango de madera
del martillo de Gromrund mientras una segunda hoja se abalanzaba hacia él.
Enzarzado con el primer guerrero skaven, el martillador no pudo defenderse. Hizo
***
Rorek trabajaba desesperadamente en la cerradura de la puerta mientras se limpiaba
de la frente el sudor provocado por los nervios. Sus esfuerzos se vieron
recompensados con un chasquido sordo y, con ayuda, abrió la puerta. El reducido
grupo, apenas la mitad de los que habían logrado llegar al Gran Salón, cruzó
rápidamente aunque manteniendo el orden. Una delgada hilera de portaescudos
cubrió desesperadamente la retaguardia, permitiendo que la mayor parte de los
enanos pasara sin problemas.
—¡Al suelo! —exclamó Rorek, y la retaguardia se tiró al suelo con los escudos
levantados mientras una multitud de ballesteros disparaba una lluvia de proyectiles
contra los skavens que hostigaban a sus hermanos.
Rorek sumó su descarga y una veintena de hombres rata cayeron. El breve respiro
permitió que los portaescudos cruzaran corriendo la entrada y los guerreros
apostados a cada lado de la misma cerraron la puerta de golpe.
Thalgrim y dos de los Barbahollín la arrancaron con una pesada barra antes de
que comenzara el martilleo del otro lado, los skavens intentaban echarla abajo.
Después, Thalgrim sacó varios clavos gruesos de metal de una bolsa que llevaba al
cinto y los apretó contra la base de la puerta. Rorek hizo lo mismo y, convencidos de
que el camino de regreso estaba asegurado, al menos por un tiempo, los enanos
huyeron.
***
Dunrik se abrió paso a empujones entre la muchedumbre de roedores asestando
hachazos a su paso. El grito de angustia de Hakem aún le resonaba en los oídos
mientras esquivaba un golpe dirigido al cuello y un guerrero skaven encapuchado
mataba a uno de sus hermanos que se encontraba detrás del enano en lugar de a él.
Con un gruñido, Dunrik hundió el pincho de su hacha en el mentón de la anonadada
criatura. Apartó el cadáver de una patada y esbozó un ocho irregular con el arma,
dividiendo un grupo de skavens que se habían abalanzado sobre él. Otro se lanzó
sobre la refriega aullando como un loco, echando espuma por el hocico y con las
dagas preparadas para atacar. Dunrik lo atrapó en pleno vuelo con el escudo, con las
piernas bien afirmadas para recibir el repentino impacto, y, utilizando el impulso del
skaven, tiró a la agresiva criatura de la meseta hacia la oscuridad que aguardaba. Llegó
junto a Hakem e interceptó un golpe de alabarda dirigido a la cabeza del enano
mercante. Dunrik atrapó el arma contra el suelo con su hacha y luego le dio un
***
Hakem observó horrorizado cómo moría Dunrik con las astas de lanza partidas aún
sobresaliéndole del cuerpo. El señor del clan mercante estaba aturdido y débil debido
a la pérdida de sangre. Seguía aferrándose la muñeca cuando el enano del Pico Eterna
con armadura completa le cayó encima, aplastándolo contra el suelo. Hakem se dio en
la cabeza con la piedra y perdió el conocimiento.
***
—¡Aquí! —exclamó una voz—. Rápido, está vivo.
Drimbold tiró del cuerpo de Dunrik que aplastaba al señor del clan mercante.
Azgar llegó para ayudar y los dos quitaron al enano del Pico Eterno de encima a
Hakem.
—Ha perdido mucha sangre —comentó Ralkan.
Azgar levantó el brazo de Hakem con cuidado.
—Ha perdido mucho más que eso —dijo, mostrándoles el muñón.
—Coge esto —ofreció Halgar.
Todos los enanos se habían agrupado alrededor del mercader herido. El
barbalarga sostenía una antorcha encendida.
Azgar la cogió y apagó las llamas contra la piedra, dejando que las ascuas ardieran
irradiando calor.
—Prepárate —le advirtió a Hakem, que tenía los ojos nublados y aún no estaba
del todo consciente.
El señor del clan mercante soltó un alarido de dolor cuando el matador le apretó
la antorcha al rojo vivo contra la herida, cauterizándola. Intentó retorcerse pero
Halgar lo sujetó.
—Tranquilo, muchacho, tranquilo —dijo, mientras esperaba a que los nerviosos
arrebatos de dolor pasaran.
Ralkan se acercó con varias tiras de tela y comenzó a vendar el muñón
***
Abajo, más allá incluso de las barreras de la curiosidad de los enanos, algo se agitó.
Un antiguo recuerdo, oscuro y borroso al principio, inundó su mente mientras
despertaba de un largo sueño. El olor a sangre y acero le llenó las agitadas fosas
nasales y sintió la piedra de su majestuosa caverna a través de las garras. El suelo
tembló cuando se sacudió el polvo de eras del imponente cuerpo.
Se habían olvidado de él. Durante todos estos largos años pensaron que había
perecido. Pero algo había cambiado, podía sentirlo. La montaña se había… movido.
—No puedo seguir corriendo —se quejó Gromrund, inflando las mejillas y abrumado
por el peso de su enorme yelmo de guerra.
Durante casi una hora, el grupo de Uthor había huido a través de túneles en
sombras, bajando por escaleras y pozos, sin saber adónde iban, mientras intentaban
desesperadamente poner la mayor distancia posible entre ellos y sus enemigos. Ahora
estaban reunidos en una galería sin nada de particular, ni con mucho tan grandiosa
como algunos de los lugares en los que habían estado. Gromrund se alegraba de ello:
significaba menos lugares para que sus enemigos se ocultaran y les tendieran una
emboscada.
Uthor se volvió para mirar al martillador y se fijó en que otros muchos enanos
estaban inclinados con las manos apoyadas en las rodillas y respiraban pesadamente.
—Muy bien —dijo por fin—. Descansaremos un momento, pero después
debemos continuar. Es posible que los otros hayan sobrevivido. Si podemos encontrar
un modo de llegar hasta ellos, quizás…
—Estamos derrotados, Uthor, hijo de Algrim —soltó Gromrund—. Apenas
quedamos cincuenta de los doscientos que entramos. Los roedores se cuentan por
miles, tú lo sabes, y también hay que tener en cuenta a los grobis.
—Puede que hayan acabado unos con otros. Si pudiéramos aprovecharnos de
eso… —Uthor no sonó convincente.
—¡Tu jactancia hará que nos maten a todos! —exclamó Gromrund, enfrentándose
al señor del clan y dejando claras sus intenciones.
—Y tu coraje te abandona, enano de Karak Hirn. ¿Por qué no te quitas nunca ese
yelmo de guerra? ¿Es para ocultar tu vergüenza? —gruñó Uthor.
Un silencio sepulcral llenó la galería a medida que los otros enanos aguardaban la
pelea que todos sabían que se avecinaba.
El comentario enfureció a Gromrund, Uthor casi le había escupido las palabras. El
martillador apretó los puños.
—Este yelmo no se ha quitado nunca en todas las generaciones de los Yelmoalto,
jamás —replicó con tono desapasionado—. Sólo a mi muerte lo arrancarán de mi frío
cráneo y se lo entregarán al siguiente en mi linaje —continuó con los dientes
apretados—. Es la tradición, e ir en su contra significaría faltarle al respeto a mi padre,
***
Rorek le dio un golpecito al trozo de roca con un pequeño pico. La pared de la galería
junto a la que estaba agachado, a algo más de un metro de distancia de donde se
congregaba el resto del grupo de Uthor, estaba fría y húmeda al tacto, así que
trabajaba con cuidado y concienzuda precisión.
El ingeniero se había fijado en la rúbrica túnica cuando los enanos se habían
detenido, en parte por la creencia de que no los seguían roedores ni pieles verdes y en
parte por puro agotamiento. Rorek hizo caso omiso del resto de sus hermanos y,
cuando su curiosidad no se sació examinando simplemente las runas, que estaban
parcialmente ocultas por vetas calcificadas de sedimento, comenzó a excavar. Había
un mensaje debajo, estaba seguro de eso: quizás les proporcionaría alguna pista acerca
de dónde estaban o les ofrecería una salida. Mientras desenterraba un trozo de roca
particularmente recalcitrante, escudriñando las marcas que podía distinguir debajo a
la luz de una vela, el ingeniero reparó en una sombra que se erguía sobre él.
—¿Qué estás haciendo, hermano? —preguntó Thalgrim.
Era evidente que el buscavetas era tan curioso como el ingeniero.
—Hay rhuns debajo —contestó Rorek y volvió a concentrarse en su trabajo—.
Podrían indicar dónde estamos.
Thalgrim observó cómo Rorek desportillaba inútilmente el trozo de roca que
ocultaba la escritura túnica de debajo.
—Hazte a un lado —indicó el buscavetas, levantando su piqueta y girándola en las
manos para blandir el extremo puntiagudo.
Rorek hizo una pausa en su labor, enfadado por la interrupción. Miró atrás y se
lanzó a un lado justo a tiempo: el pico de Thalgrim golpeó la pared con fuerza y la
***
Unas largas trenzas doradas cayeron en cascada cuando Borri se quitó el yelmo y unos
penetrantes ojos azul celeste contemplaron a Uthor a ambos lados de una nariz
redonda y regordeta.
Exclamaciones y murmullos de asombro recibieron a la enana que tenían delante.
Uthor estaba horrorizado.
—¡Una rinn! —exclamó uno de los enanos Barbahollín, y se desmayó de
***
La inundación chocaba contra la puerta acorazada con insistentes golpes lentos y
sordos.
El grupo a la fuga de Uthor había logrado atravesar la galería justo a tiempo,
cerrando la puerta tras ellos cuando el último hubo cruzado. A aquellos a los que
había alcanzado el agua los dieron por muertos. Eso dejó un regusto amargo en los
supervivientes.
—Aguanta, por ahora —dijo Rorek, observando que la puerta era hermética.
Uthor, que estaba agotado, simplemente asintió con la cabeza.
Una enorme fundición se extendía ante los empapados miembros de su grupo,
que permanecían apiñados alrededor de la entrada de la cámara. Al final de un corto
número de escalones, la fundición se abría formando una amplia explanada de piedra
grabada con runas de forja de quince metros y el horno. Braseros llameantes
adornaban las paredes —sin duda los habían encendido los anteriores ocupantes de la
fortaleza— e interrumpían los nudos rúnicos tallados en ellas con perfecta
***
El grupo de Uthor estaba sentado alrededor de los depósitos de carbón encendidos,
frotándose las manos y escurriéndose las barbas en silenciosa y adusta actitud. El
calor les calentó la ropa, el pelo y los corazones rápidamente, pero Uthor no
***
Gromrund se encontraba a solas ante el yunque desprovisto de toda su armadura,
salvo el yelmo de guerra, por supuesto. Con el martillo de un maestro forjador en la
mano, eliminaba las abolladuras de su peto con cuidadosa y meticulosa precisión.
Agradecía el consuelo que proporcionaba la herrería, sobre todo después de que lady
Emelda acabara de rechazar su ofrecimiento. La verdad era que también estaba dando
salida a la rabia que sentía hacia Uthor, pero tenía cuidado de no dejar que la furia
estropeara su trabajo. Todos los Yelmoalto eran herreros de oficio, una fuente de
mucho orgullo entre el clan, a pesar de su respetada ocupación como guardaespaldas
reales.
Gromrund se detuvo un momento para inspeccionar su trabajo, y se limpió el
sudor de la cara. Con el rabillo del ojo, vio a Uthor conversando con la dama del Pico
Eterno.
Mientras los observaba, notó que el rostro de Uthor se ensombrecía. A pesar de
sus diferencias y de sus anteriores palabras, el martillador no disfrutaba con la
aflicción del señor del clan; aunque seguía opinando que, como martillador, debería
ser él el que se ocupara del bienestar de Emelda. Un juramento era un juramento, y
todos y cada uno de ellos habían fallado en eso. No obstante, como líder de la
expedición, el hijo de Algrim sentía esa vergüenza con más fuerza.
La dama, Emelda, parecia estar intentando calmarlo, pero era en vano.
«¡Una rinn!», pensó Gromrund mientras la miraba. Haciéndose pasar por un
barbilampiño entre el grupo sin que ningún dawi, salvo su guardián, estuviera
enterado: una admisión realmente sorprendente.
Cuando descubrió al martillador observándola, éste dirigió los ojos al yunque
pues le daba vergüenza que lo mirara.
«Sorprendente desde luego —pensó mientras se afanaba de nuevo en su armadura
—, pero no del todo desagradable».
***
***
Drimbold despertó cubierto de sudor. Un escalofrío le recorrió la espalda mientras los
gritos de Norri y Furgil, que caían en la sima después de que el puente de cuerda
cediera, resonaban en sus oídos. Sus rostros habían quedado grabados para siempre
en su mente, contraídos de puro terror mientras iban al encuentro de la muerte y se
los tragaba el fuego. El enano gris se dio cuenta de que estaba aferrando la mochila. El
brillo de los tesoros que contenía se había apagado en cierta medida. La soltó
rápidamente, como si quemara. Parte del botín se derramó y repiqueteó contra la
meseta de piedra. El ruido molestó a Halgar, que se estaba restregando los ojos. El
barbalarga miró a Drimbold con el entrecejo fruncido antes de regresar a sus
sombríos pensamientos.
El enano gris recorrió con la mirada el triste grupo, al que al parecer ahora guiaba
Azgar.
***
—Vigilad todas las entradas y salidas. —Uthor se dirigía a su grupo mientras él,
Thalgrim y Emelda se encontraban ante la única salida de la fundición que no estaba
inundada al otro lado—. Cuando regresemos, Thalgrim hará una señal sencilla en
grundlid.
Uthor iba a avanzar cuando Gromrund lo detuvo.
—Que Grungni os acompañe —dijo el martillador, de nuevo con su armadura,
mientras agarraba el hombro del señor del clan.
—Y a vosotros —contestó Uthor, que no pudo evitar que la sorpresa se reflejara
en su rostro.
Los guardias apostados en la puerta de la fundición apartaron la tranca y tiraron
de las gruesas cadenas de hierro que tenía sujetas. Un chirrido metálico rechinó en el
aire y un enorme vacío negro hacia lo desconocido se abrió ante los tres enanos, tan
oscuro e infinito que se tragaba toda la luz de la fundición.
***
—Por aquí —indicó Thalgrim poniéndose en marcha rápidamente a través de un
ruinoso corredor—. Ya estamos muy cerca —añadió.
Uthor no estaba convencido de que el buscavetas estuviera hablando con él o
Emelda mientras los dos avanzaban con cautela detrás de Thalgrim. El camino era
peligroso, estaba plagado de escollos, rocas afiladas y escombros pesados. Motas de
***
El estrecho saliente terminaba en un angosto arco a través del cual se abría una
plataforma mucho más ancha y plana. Se trataba de un apeadero de porteadores de
mena, uno de los muchos que había en Karak Varn, diseñado para atender a las
numerosas minas y servir de barracones para los mineros y los guardianes de las
vetas. El suelo estaba lleno de carros de mena volcados y herramientas desperdigadas,
y había antorchas apagadas desparramadas. Quienquiera que hubiera estado allí,
estaba claro que se había marchado a toda prisa.
—El Apeadero del Cortarrocas —dijo Ralkan mientras los enanos comenzaban a
entrar en fila—. Estamos en las salas orientales de la karak.
—Esperaremos aquí —decidió Halgar, que iba a la cabeza del grupo con Azgar y
sus matadores. Un miembro del clan Rompepiedras transportaba ahora el cuerpo de
Dunrik junto con Drimbold.
El anciano barbalarga observó la oscuridad con aire cansino. En un rincón de la
modesta estancia había un amplio pozo tallado en la roca. Había una jaula de un
elevador de hierro forjado enclavada dentro, abollada y torcida; el hierro estaba
oxidado y partido, con un trozo de cadena amontonada languideciendo dentro. En el
lado opuesto había otro pozo que conducía hacia abajo.
Ralkan se acercó con cuidado. El custodio del saber metió la cabeza en el pozo y
miró arriba y abajo.
—Los marcadores rúnicos están despejados —dijo—. Baja hasta los mismos
cimientos de la fortaleza.
—¿Y hacia arriba? —comentó Hakem.
—El Salto de Dibna —contestó Ralkan mientras volvía a mirar al vapuleado señor
del clan mercante—. La sala por la que pasamos en la tercera planta está justo arriba.
Estaba claro que el largo periodo de calma había mejorado la lucidez del enano.
—¿Y eso? —gruñó Halgar.
Una tercera salida se extendía más adelante en forma de una puerta que se había
venido abajo. Incluso en medio de la penumbra, se podía distinguir un túnel
***
Cuando Thalgrim y Uthor, salieron del túnel, se encontraron con una multitud de
hojas de hacha y cabezas de martillo.
—¡Alto, dawis! —exclamó Uthor, mostrando las palmas de las manos.
—Hijo de Algrim.
Halgar se acercó, guardó el hacha y apretó el antebrazo del señor del clan de
Kadrin en lo que era un antiguo ritual de saludo.
—Gnollengrom.
Uthor devolvió el gesto y asintió en señal de respeto al recibir tal honor.
—Así que, después de todo, sigues vivo —añadió el barbalarga, que casi llegó a
esbozar una sonrisa.
—Igual que tú —contestó Uthor, y lanzó una mirada sombría en dirección a
Azgar al fijarse en la presencia del matador.
—¡Por el redondo trasero de Valaya! —soltó Halgar cuando vio a Emelda salir de
detrás de Thalgrim, al que en ese momento los Rompepiedras estaban abrazando y
dando palmadas en la espalda.
—Hay mucho que contar —apuntó Uthor a modo de explicación.
Los enanos reunidos recibieron la revelación con más exclamaciones de asombro.
—Por favor —dijo Emelda dando un paso al frente con los ojos brillantes y
esperanzados mientras recorría con la vista el grupo de Azgar—. ¿Dónde está Dunrik?
La expresión de Halgar se ensombreció.
***
—Sois tan pocos… —comentó Uthor sentado alrededor de uno de los depósitos de
carbón de la fundición.
El camino de regreso al santuario de hierro había sido lento y lo habían recorrido
con mucho cuidado, pero había transcurrido sin más incidentes. Los enanos que
habían regresado fueron recibidos con dicha. No obstante, el ambiente optimista duró
poco al comprender cuántos exactamente habían vuelto a unirse a ellos. Eso, junto
con la mutilación de Hakem y la muerte de Dunrik, se confabularon para crear una
atmósfera triste y sombría.
—Tenemos suerte de estar vivos —contestó Halgar, respirando hondo mientras
saboreaba el aroma de la fundición, una cámara que los skavens no habían ensuciado
y que le recordaba los viejos tiempos. Después de ese breve capricho, el rostro del
barbalarga se tornó adusto—. Los roedores estaban esperándonos. Han estado
siguiéndonos la pista desde que entramos en la fortaleza… —Halgar clavó la mirada
en los carbones encendidos mientras chupaba su pipa—. ¡Tanta astucia! Nunca había
visto nada igual en los skavens.
—¿Cómo murió Dunrik? —quiso saber Uthor después de unos momentos de
silencio.
—Atravesado por las lanzas de los hombres rata. Tuvo una muerte noble
protegiendo a sus hermanos.
—Que sea recordado —musitó Uthor, sentía la culpa como un yunque atado al
cuello.
—Sí, que sea recordado —repitió Halgar.
***
Emelda se había despojado de la armadura y, en su lugar, llevaba la sencilla túnica
morada de Valaya que tenía bajo la cota de malla y las placas de metal. La hija del clan
se había quitado incluso el cinturón rúnico, que brillaba débilmente cerca de alli,
reflejando la luz del enorme hoyo de la forja.
Se encontraba sola en la plataforma del maestro forjador en la fundición. El
cuerpo frío de Dunrik yacía ante ella, sobre el yunque. Los demás enanos
permanecían sentados debajo, la mayoría encorvados en silencio, considerando su
***
—¿Qué está haciendo ese barbilampiño? —soltó Halgar.
Uthor agradeció la distracción, pues estaba de un humor muy sombrío, y miró
hacia donde Rorek —que no era precisamente un barbilampiño— jugueteaba con un
objeto parecido a un globo hecho de hierro y cobre.
A un lado del ingeniero había un farol apagado. Mientras Uthor observaba, el
enano de Zhufbar lo cogió y vertió el aceite con cuidado en un pico hecho en el globo.
A continuación dejó el globo en el suelo y comenzó a desenrollar un trozo de la
cuerda que normalmente llevaba el cinto de herramientas.
—No lo sé —contestó Uthor.
—Ése va a acabar en el Ritual de las Perneras dentro de poco o quizás lo pasen por
la rueda, ya lo verás —refunfuñó el barbalarga.
Uthor estaba a punto de responder cuando Hakem se acercó a ellos.
Emelda le había limpiado y vendado de nuevo la herida en el más absoluto
silencio, antes de ir a ocuparse de Dunrik.
—Están listos —anunció.
***
—Aquí yace Dunrik, que Valaya lo proteja y Gazul guíe su espíritu hasta los Salones
de los Antepasados —declaró Emelda con voz entrecortada.
La noble enana estaba al borde del gran hoyo para el fuego, al otro lado de la
estatua de Grungni. Dunrik se encontraba ante ella, descansando sobre una cuna de
hierro. El enano del Pico Eterno llevaba armadura completa, el metal brillaba gracias
a los esfuerzos de Gromrund y Thalgrim, y tenía puesto el casco. Su escudo yacía a su
lado. Sólo le faltaba el hacha. Emelda sostenía la antigua arma mientras invocaba los
ritos fúnebres de Gazul, dibujando el símbolo del Señor del Inframundo —la gran
cueva y entrada a los Salones de los Antepasados— sobre la hoja plana. Aunque
Emelda era una sacerdotisa de Valaya, también conocía todos los ritos de los dioses
***
—Se hizo un juramento —dijo Uthor, dirigiéndose al grupo, menos de la mitad de los
que habían abandonado sus fortalezas para recuperar Karak Varn.
Habían transcurrido varias horas desde el sepelio de Dunrik y Uthor había pasado
ese tiempo consultando a fondo con Thalgrim y Rorek. Halgar y Gromrund también
habían estado al tanto de sus deliberaciones. Uthor había querido que Emelda
también estuviera presente, pero la hija del clan se había retraído después del paso de
su hermano a la Cámara de la Puerta y no quería que la molestaran. En cuanto,
tomaron una decisión, Uthor le pidió a Gromrund que reuniera al grupo a la espera
de su alocución.
Uthor se encontraba de pie en la plataforma del maestro forjador, bajo el arco, y
todos los enanos estaban situados debajo, divididos por clanes. Los Martillobronce,
Barbahollín, Dedohierro y Corazónpedernal de Zhufbar, de expresión sombría, cuyas
filas se habían visto mermadas por los combates. Junto a ellos estaban los
Cejofruncido y los Rompepiedras del Pico Eterno, alicaídos y hoscos. Estos últimos
llevaban el estandarte de los Manofuego caídos en adusta conmemoración.
Gromrund se encontraba entre ellos, ligeramente al frente. El martillador sabía qué se
avecinaba y tenía el rostro severo. Azgar permanecía en la parte posterior del grupo,
rodeado de sus compañeros matadores. La Hermandad Sombría seguía teniendo un
aspecto tan feroz y amenazador como siempre. Uthor hizo caso omiso de ellos, y de
Azgar, mientras continuaba.
—Un juramento para recuperar Karak Varn en nombre de Kadrin Melenarroja,
mi antepasado, y de Lokki Kraggson…
El señor del clan de Karak Kadrin miró a Halgar, que estaba a su lado apoyándose
en el mango de su hacha y mirando con un marcado ceño a los guerreros situados
debajo.
—Para arrebatarles la fortaleza a las viles alimañas que la habían infestado, los
mismos desgraciados que les arrebatan su territorio a los dawis, que les arrebatan sus
mismas vidas a pesar de que dominamos la montaña.
Se oyeron murmullos disonantes tras esas palabras mientras todos se
mordisqueaban o mesaban las barbas, escupían indignados o hacían rechinar los
dientes.
—No hemos cumplido ese juramento.
El comentario de Uthor se vio acompañado de sollozos y fuertes lamentos.
Algunos enanos empezaron a golpear el suelo con los pies y hacer chocar las hachas y
Uthor abandonó con decisión la plataforma del maestro forjador y bajó la escalera
que llevaba a la explanada de la fundición.
—Bien dicho —masculló Gromrund mientras daba media vuelta para caminar
junto al señor del clan.
El grupo, que aún seguía gritando con entusiasmo, se separó como un mar de
hierro para dejarlos pasar.
—Sí, así es —contestó Uthor sin arrogancia y luego se volvió para mirar
directamente al martillador—. Entonces, ¿esto significa que por fin estamos de
acuerdo?
—Tú no eres el único que tiene mucho que expiar, hijo de Algrim —fue la
lacónica respuesta—. Si va a ser furia y destrucción, que así sea.
Uthor sonrió con ironía al oír eso.
—Muy bien —dijo y luego añadió—: Llama a los líderes de los clanes y reúne a los
ingenieros. Sabemos lo que tenemos que hacer, ahora debemos idear cómo hay que
hacerlo.
***
—Que no os quepa la menor duda, lo más probable es que la mayoría de nosotros
muera llevando a cabo este plan —les aseguró Uthor.
El señor del clan de Karak Kadrin estaba sentado en un pequeño arcón hecho de
madera en el interior de un círculo formado por sus hermanos, junto a la estatua de
Grungni. Todos los que se habían adentrado en la fortaleza la primera vez estaban
presentes (salvo Lokki, por supuesto). Thalgrim también se unió a ellos por los
Barbahollin. Como experto en geología, sus conocimientos de los caprichos de las
rocas y las piedras serían inestimables. Azgar ocupaba su lugar entre el consejo como
representante de la Hermandad Sombría —para disgusto de Uthor—, aunque si la
muerte iba a ser su destino, entonces el matador tendría pocos reparos. Los otros
líderes de los clanes también estaban presentes, pues las decisiones que la asamblea de
***
—¿Estás seguro de que el sonido llegará hasta las plantas inferiores? —preguntó
Halgar mientras observaba cómo los enanos salían lentamente por la puerta.
—El cuerno de wyvern se hará oír, de eso puedes estar seguro: el sonido llegará —
contestó Azgar con voz profunda y lanzándole una mirada furtiva a Uthor.
El señor de clan de Kadrin estaba hablando en privado con Drimbold. Cuando
terminó de susurrarle al oído, el enano gris asintió con la cabeza y regresó con los
otros guerreros.
—Luchas con honor, matador —le dijo el barbalarga, observándolo—. Pero ahora
todos vamos al encuentro de la muerte. Quizás pueda haber algún tipo de acuerdo
entre tu hermano y tú en este momento, ¿no crees?
Un leve y casi imperceptible estremecimiento de asombro apareció en los ojos del
matador al mirar a Halgar.
—Lo he sabido desde la primera vez que te vi —añadió el barbalarga—. Incluso
pelea como tú.
Azgar consideró las palabras de Halgar antes de hablar.
—Lo siento, venerable barbalarga. Eres sabio, pero no puede haber un acuerdo
entre nosotros. Me he encargado de ello.
El matador hizo una profunda reverencia y se alejó.
***
Drimbold oyó como la puerta de la fundición se cerraba de un portazo y los gruesos
cerrojos rozaban la superficie de metal mientras se dirigía a los estantes de las armas.
La piqueta que llevaba estaba mellada y abollada, y el enano gris no estaba
acostumbrado a su peso. Un hacha de mano resistente, eso era lo que necesitaba.
Incluso Halgar aprobaría que cogiera una prestada.
Al llegar a los estantes le echó una mirada al barbalarga, que resollaba y se
masajeaba la vieja herida del pecho. Sólo lo hacía cuando nadie estaba mirando, pero
Drimbold tenía habilidad para observar en secreto y lo había visto luchar contra el
dolor a menudo. El enano gris recordó las palabras que le había dicho Uthor antes de
marcharse.
«No te defraudaré», dijo para sus adentros.
La verdad era que no tenía más alternativa. Si éste iba a ser el fin, entonces
cumplir la promesa que le había hecho a Uthor era su última oportunidad de
redimirse.
***
Thratch limpió la cara de la hoja de su hacha en un esclavo skaven. La infeliz criatura
estaba tan escuálida que casi se dobla en dos cuando el caudillo le apoyó la pesada
pata en la espalda. Satisfecho de que su arma estuviera limpia de sangre de goblin, a
pesar de los patéticos mechones de pelo que asomaban entre los trozos de tejido
cicatrizado del esclavo, el caudillo tiró a la gimoteante criatura al suelo de una patada
y se alejó con paso decidido para hablar con su cacique, que acababa de regresar de las
plantas superiores.
—La mayoría de los pieles verdes están muertos-muertos, mi señor —dijo Liskrit,
agachando la cabeza levemente ante su amo.
—¿Y el resto? —gruñó Thratch mientras enfundaba la espada a la vez que se
acercaba a una puerta cercana a través de la cual habían escapado los enanos.
El caudillo había regresado al Gran Salón con Kill-Klaw y la mayoría de sus
Skartooth estaba molesto. Su astuto ataque contra los skavens se había visto frustrado
(en gran medida por la incompetencia de Fangrak, de eso estaba aseguro): los enanos
habían escapado a su ira y su ejército, junto con todos sus magníficos designios,
estaba destrozado.
—¡Imbécil! —chilló el caudillo goblin, caminando con impaciencia de un lado a
otro de la llana meseta de roca a la que habían huido los pieles verdes que quedaban.
El camino que habían tomado los llevaba en dirección ascendente hacia las
montañas, y tres lados de la meseta caían hacia un escarpado abismo.
Varias de las tribus de orcos que habían sobrevivido ya se habían marchado,
retirándose en silencio hacia las montañas mientras Skartooth encabezaba la huida
hacia el alto promontorio. Sólo quedaban él, Fangrak y una escasa horda de otros
orcos y goblins. Eso y Ungul, por supuesto. El trol que tenía por mascota estaba
sentado sobre su huesudo trasero y hacía caso omiso de la discusión que se avecinaba
entre su amo y Fangrak; estaba demasiado obsesionado observando la baba viscosa
que le goteaba lánguidamente de las fauces y formaba un charco en el suelo delante de
él.
—Fue idea tuya tenderles una emboscada a las ratas y los retacos a la vez —gruñó
Fangrak, que permanecía inmóvil mientras su caudillo iba de un lado a otro delante
de él.
—Mi plan no tenía nada de malo —chilló Skartooth—. Pero tú no seguiste mis
órdenes, ¿verdad? —añadió, apuntando su diminuta espada en dirección al cacique
orco.
—¿Qué órdenes? ¿«Acaba con ellos»? —repuso Fangrak, subiendo el tono hasta
acabar con un rugido—. Ésas fueron tus malditas órdenes, ¿eh?
—Sabía que eras un inútil, tú y tus apestosos compañeros —gruñó Skartooth—. Y
lo has arruinado todo… ¡Todo! —exclamó al borde de un ataque mientras las venas
de la frente se le marcaban.
—Ya estoy harto de esto —se quejó Fangrak a la vez que se apartaba del caudillo
goblin—. Me largo.
—¡No me des la espalda! —chilló Skartooth con voz tan aguda que Ungul se metió
un dedo en la oreja para que dejara de zumbarle.
***
La parpadeante llama de la antorcha iluminaba el aterrador semblante asolado por las
cicatrices de Azgar a medida que guiaba a los guerreros por el estrecho pasadizo.
—Estos túneles no fueron hechos por enanos —gruñó Halgar dos pasos por detrás
del matador.
El barbalarga pasó la mano ligeramente por las paredes, cubiertas por una fina
capa de cieno y una costra de mugre. Un reguero de desechos corría lánguidamente
por el centro del suelo del túnel, a lo largo de un hediondo surco poco profundo. Por
todas partes, el camino subterráneo de los skavens estaba lleno de excrementos y
otros residuos, y los enanos debían ir con cuidado para no resbalar al pisar las
concentraciones de heces o los repugnantes restos de un banquete de los roedores.
—¿Cuánto tiempo llevamos aquí abajo? —inquirió de pronto Drimbold, que
avanzaba penosamente justo detrás de Halgar.
—Demasiado —masculló el barbalarga.
La serpenteante ruta los había internado en la tierra. El camino se había dividido
***
—Vamos a necesitar una cuerda —exclamó Uthor por encima del estruendo de la
cascada.
Los enanos habían mantenido un rumbo oeste constante como Ralkan les había
dicho que hicieran. Ya habían cerrado varias compuertas, que Rorek le había
asegurado al señor del clan de Kadrin que ayudarían a canalizar las aguas de la
inundación inferior hacia la fundición. También habían cerrado una serie de pozos
empujando piedras grandes en los cuellos para que hicieran de tapón. Fue una labor
dura y que les llevó mucho tiempo, pero necesaria. El camino los había conducido
hacia abajo después de eso, la Barduraz Varn se iba acercando cada vez más hasta una
pared de roca vertical y una reluciente cortina de agua que caía en cascada.
—¿Podemos rodearla? —gritó Emelda, el increíble ruido del atronador torrente
amortiguó su voz.
—Es el único camino hacia las plantas inundadas y la Barduraz Varn —contestó
Uthor observando la cascada que caía desde el saliente en el que se encontraban los
enanos.
El saliente se estrechaba bruscamente después de ahí, donde la cascada comenzaba
y lo había desgastado. Por encima del borde, la estruendosa agua caía hacia una
profunda sima oscura. Uthor se imaginó la enorme extensión del Agua Negra
hinchándose muy por encima de ellos, su fuerza era evidente incluso aquí abajo, y se
sintió insignificante.
Rorek desenrolló una cuerda que llevaba en el cinto de herramientas, y la blandió
delante de Uthor.
—Esto aguantará. Una soga dawi no se rompe fácilmente —dijo mientras el rocío
errante lo salpicaba y le humedecía la barba con joyas de agua.
Le lanzó un extremo de la cuerda a Uthor, que lo cogió con facilidad.
—Átatela alrededor de la cintura y aprieta el nudo —le indicó Rorek, y luego se
volvió hacia Emelda—. Tú deberías hacer lo mismo, milady.
Los enanos se situaron en fila de a uno: primero Uthor, luego Emelda seguida de
Rorek, Henkil y por último Bulrik. Despacio, con Uthor a la cabeza, se dirigieron
hacia la cascada.
Cuando Uthor tocó el angosto saliente, sintió al instante la superficie resbaladiza
bajo las botas. Sería fácil resbalar y caer hacia las interminables profundidades que se
***
Rorek observó, sin poder hacer nada, cómo caía Bulrik. El enano de Dedohierro
tropezó con una roca y resbaló. El estruendo de la cascada se tragó su grito de muerte
y su cuerpo se perdió de vista en medio de las revueltas brumas.
Prudentemente los enanos habían dejado varios metros de cuerda entre cada uno
***
—¿Queda mucho? —se quejó Hakem mientras bajaba otro metro a través de los
estrechos confines del Salto de Dibna.
Los enanos habían entrado en el pozo a través de las minas. Iban descendiendo
poco a poco y luego se dirigirían al túnel de desagüe, gracias a la cuerda de Thalgrim,
que estaba bien amarrada arriba. La marcha había sido dura; gran parte del pozo se
había hundido y en algunos sitios sobresalían rocas afiladas donde los túneles
colindantes habían atravesado la pared del pozo como si fueran arietes de piedra. Por
suerte, los antepasados de Karak Varn habían construido una serie de salientes cortos
a intervalos en el largo pozo. Gromrund aprovechó gustoso esta muestra de inventiva
ingenieril y colocó las botas en el afloramiento de piedra para tomarse un respiro.
—No estoy seguro. Creo que estamos más o menos a medio camino —calculó el
martillador, atisbando la oscuridad que se extendía abajo, entre sus piernas.
—En los salones de Barak Varr hay elevadores dorados para subir y bajar de las
plantas —gimió Hakem, luchando por soltar el garfio de la cuerda mientras él
también localizaba uno de los salientes.
***
Thalgrim fue en cabeza el resto del descenso por el Salto de Dibna. Parecía que la
oscuridad era particularmente densa allí y él y el resto de los Barbahollín encendieron
las velas que llevaban pegadas a los cascos de minero para iluminar el camino. No
hubo más paradas y, después de lo que les parecieron varias horas más a algunos,
llegaron al final del pozo.
El buscavetas cayó con un chapoteo sordo. El agua le llegó a los tobillos y le mojó
la falda de malla de la armadura. Aquella planta estaba parcialmente inundada.
Avanzó pesadamente por el agua para dejarles sitio a los otros y contempló
maravillado los inmensos salones subterráneos situados en los niveles habitables más
bajos de Karak Varn. Enormes arcos recorrían el techo curvo a intervalos precisos, y
***
El nauseabundo hedor de los skavens resultó agobiante cuando llegaron a la entrada
de las madrigueras; Azgar y los otros no necesitaron la nariz del barbalarga para
olerlo.
Halgar se sacó el hacha del cinto despacio y en silencio mientras se acercaba a la
cámara de los hombres rata. Azgar se encontraba al lado del barbalarga y éste se
volvió hacia el matador; primero se llevó el dedo a los labios y luego le mostró la
palma de la mano al matador en un gesto para que esperase. El barbalarga se acercó
calladamente al umbral de la estancia —su sigilo era increíble para un enano de su
edad y con semejante armadura— y atisbó dentro.
***
—Esto no es cómo lo describió el custodio del saber —comentó Rorek mientras se
rascaba la cabeza.
—Aunque lleva el nombre del maestro cervecero —contestó Uthor, señalando
una placa de piedra en la que las palabras SALÓN DE BRONDOLD: SU ARTE PARA
ELABORAR CERVEZA SERÁ RECORDADO estaban grabadas en khazalid—. Por
aquí debe de ser por donde Ralkan pretendía que fuéramos.
—Se parece más a un lago que a un salón para beber —añadió Emelda.
Los tres enanos se encontraban sobre una plataforma de losas de piedra que caía
en declive hacia una enorme extensión de turbia agua verdosa de varios cientos de
metros de largo. La opaca laguna estaba en calma, como vidrio deslustrado, y de ella
sobresalían las partes superiores de unas columnas que se alzaban hasta el alto techo.
Círculos espumosos lamían las columnas donde éstas hendían la superficie y se
amontonaban en los bordes de las paredes. Las antorchas aún parpadeaban, justo por
encima de la línea de agua; una proeza increíble dado que debían llevar encendidos
unos cincuenta años o más. Se trataba de otro ejemplo del milagroso combustible de
los maestros de los gremios enanos. La luz iluminaba enormes cabezas de bronce que
pertenecían a estatuas sumergidas y representaban a los antiguos maestros cerveceros
y los señores de la fortaleza. Las puntas de sus barbas se hundían en el rancio embalse.
Con excepción del elogio de piedra dedicado al maestro cervecero muerto mucho
tiempo atrás, los numerosos toneles de madera, barrilillos y jarras que aún resistían en
la maloliente agua estancada, nada dejaba ver que éste fuera el salón para beber que
había descrito Ralkan.
«—Llegaréis al Salón de Brondold a través del portal septentrional —les había
***
El zumbido de la cuerda girando hendió el aire seguido de un chasquido cuando
Uthor la soltó. El lanzamiento fue certero, pero el barril se hizo pedazos con el
impacto del rezón… otra vez.
—Eres un guerrero nato, hijo de Algrim —comentó Emelda, que había estado
observando los esfuerzos del señor del clan durante varios lanzamientos mientras
Rorek se entretenía con la cabeza de la estatua.
La noble no tenía ni la más mínima idea de lo que estaba planeando el audaz
ingeniero, pero sabía a ciencia cierta que no respetaría las restricciones del Gremio de
Ingenieros.
—Ni siquiera pescando barriles puedes resistirte a asestar un golpe mortal.
Uthor miró a Emelda con recelo, un tanto alterado y sonrojándose. Estaba a
punto de intentarlo de nuevo cuando se detuvo y se volvió hacia la hija del clan.
—¿Crees que puedes hacerlo mejor? —inquirió mientras le ofrecía la cuerda y el
rezón, que ahora estaban cubiertos del jabonoso residuo del agua estancada.
Emelda sonrió y cogió la cuerda y el gancho. A continuación, se acercó al borde
de la plataforma y comprobó el peso de los objetos en las manos. Dio un paso atrás,
hizo girar la cuerda trazando un arco amplio con la facilidad que daba la práctica, y la
mugre que tenía pegada salió disparada en un repugnante rocío. Entonces, Emelda la
soltó. Cayó justo detrás de un barril.
—Buen intento —dijo el señor de clan mientras sacaba levemente el pecho e
intentaba evitar que apareciera una sonrisa en su rostro.
Emelda no mordió el anzuelo. Simplemente recogió la cuerda despacio, dejando
que el rezón se arrastrara por el agua y se enganchara en el extremo del barril, y
después lo atrajo sin esfuerzo. Cuando el barril chocó con el borde de la plataforma,
se volvió hacia Uthor.
—Hacía falta un toque más hábil —explicó.
Uthor masculló entre dientes mientras se agachaba para coger el barril y dejarlo
en la plataforma.
—¿Dónde has aprendido eso? —preguntó Uthor mientras Emelda lanzaba de
nuevo y enganchaba otro barril.
—Me lo enseñó mi padre —contestó mientras arrastraba su pesca a través del
***
—¿Tienes algún odre de cerveza? —preguntó Rorek, que estaba concentrado en un
embudo de destilación invertido colocado en un armazón de metal.
—¿Intentas encontrar un modo de cruzar la laguna bebiendo? —replicó Uthor
con una expresión de desconcierto en el rostro mientras se llevaba las manos al
cinturón—. Toma, aunque se secaron hace tiempo.
—Bien —respondió Rorek a la vez que cogía sin mirar los odres que le ofrecía
Uthor—. No tiene sentido desperdiciar la bebida —añadió, trabajando
meticulosamente.
—Éste es el último —dijo Emelda, que apareció detrás de Uthor con un barril
más.
El señor de clan evitó mirarla a los ojos, pues el peso de la pena de la noble
aumentaba la suya. Emelda dejó el barril en el suelo. Cuando la hija del clan le apoyó
la mano en el hombro, Uthor sintió que su humor mejoraba al instante.
***
Uthor se ató un improvisado cinturón de odres de cerveza inflados alrededor de la
cintura y el pecho mientras se preparaba para descender por la magnífica escalera y
entrar en la repugnante agua.
—Este atuendo carece de honor —protestó—. Si me muero y mis antepasados me
encuentran así, habrá un ajuste de cuentas contra tu clan y tú, ingeniero.
—Sin eso te hundirás como una piedra con la armadura —contestó Rorek—. Y,
entonces, ¿dónde quedaría tu honor?
Uthor refunfuñó y empezó a bajar los peldaños. Emelda aguardaba el resultado
con aire pensativo detrás de él.
Unos cuchillos gélidos se le hundieron en las piernas mientras el señor del clan de
***
Gromrund maldijo en voz alta cuando se golpeó la cabeza por séptima vez mientras
Thalgrim y él trepaban por el estrecho pozo del Salto de Dibna.
—La marcha te resultaría más fácil si te quitaras ese yelmo, martillador —la voz
del buscavetas llegó hasta Gromrund.
—Nunca me lo quitaré —fue la cáustica respuesta del martillador, al que el yelmo
de guerra de sus antepasados seguía resonándole en los oídos—. Algunos juramentos
no se pueden romper —añadió en un murmullo.
Habían dejado a Hakem y Ralkan atrás, esperando en el cruce bajo el altísimo
pozo por el que los dos enanos avanzaban penosamente en ese momento. Ralkan no
estaba en condiciones de subir, el libro de los recuerdos era una carga demasiado
pesada, y con sólo una mano una escalada resultaba demasiado difícil para Hakem.
***
Con la nariz por encima de la línea de agua, Uthor, Rorek y Emelda atravesaron
sigilosamente el embalse poco profundo hacia los guardias que permanecían en la
meseta de roca. Mientras se aproximaban, los tres enanos se abrieron en abanico
siguiendo una orden tácita.
Uthor clavó la mirada en tres ratas que se apoyaban en lanzas y discutían entre
ellas en la base de una de las destartaladas plataformas de observación. A menos de un
metro de distancia, el señor del clan de Kadrin salió lenta y silenciosamente del agua
con la barba y la túnica empapadas. Una de las ratas se volvió justo mientras Uthor
levantaba su hacha y se paró en seco al verse frente a los ojos fríos del señor del clan.
Esa expresión permaneció en el cadáver de la criatura, que iba enfriándose poco a
***
Flikrit observó cómo Gnawquell se sacudía y caía con una multitud de astas
emplumadas saliéndole del pecho como si fueran púas. El brujo del clan Skryre sonrió
con regocijo ante el fallecimiento de su compañero. «El favor recae en el que
sobrevive —ése era su lema—. No puedes ascender a los ojos de los Trece si estás
muerto». Cuando se fijó en los tres enanos avezados en la lucha que se acercaban a él
de manera amenazadora, abriéndose paso entre los esclavos como si no fueran nada,
expulsó enseguida un chorro de almizcle del miedo.
Flikrit retrocedió mientras dominaba el terror que amenazaba con soltarle el
vientre. Hurgó en su túnica, encontró un trozo de reluciente piedra de disformidad y
se la comió con avidez. La roca contaminada le produjo un cosquilleo en la lengua:
amargo, acre, lleno de poder. El miedo disminuyó hasta convertirse en una duda débil
y persistente a la vez que el brujo experimentaba visiones. Alzó su báculo, lleno de
confianza en sí mismo, alimentada por la piedra de disformidad, y entonó un conjuro.
Un nimbo de energía pura rodeó brevemente la pata extendida de Flikrit antes de que
la canalizara hacia el báculo y desencadenara un rayo en forma de arco.
***
***
De pie sobre el gran yunque, con el hacha chorreando sangre, Azgar contempló la
batalla que se desarrollaba debajo. Hordas ingentes de roedores se estrellaban contra
el muro de escudos cada vez más fino de los enanos, que se habían visto obligados a
retroceder hasta la plataforma del maestro forjador. Las viles criaturas parecían
poseídas de un mortífero frenesí, los hocicos se les llenaban de espuma mientras
***
Halgar se estaba cansando. No querría admitirlo pero el dolor en las extremidades, el
ardor en espalda y hombro, y el atronador aliento en el pecho se lo decían. Le abrió la
garganta a un roedor de un tajo antes de romperle el hocico a otro con un violento
puñetazo. Tres alimañas más se lanzaron contra él —los skavens parecían tenerlos
rodeados— y se vio obligado a retroceder defendiéndose de un aluvión de golpes. La
vista se le volvió borrosa un momento y calculó mal un quite. El golpe le dio en el
muslo y el barbalarga soltó un grito.
Drimbold intervino y le asestó un machetazo al hombre rata, que se reía con
socarronería, antes de que pudiera aprovechar la ventaja.
Halgar le hizo una señal con la cabeza al enano gris mientras introducía más aire
en sus pulmones con gran esfuerzo.
—Quédate a mi lado —dijo, reuniendo todo el aliento que pudo.
—No hace falta que me vigiles —contestó Drimbold a la vez que le cortaba la oreja
un esclavo—. Seguiré peleando.
—No, muchacho, no es por eso —repuso Halgar, sosteniendo el hacha con aire
vacilante en la mano—. Es porque me estoy quedando ciego.
—Así lo haré —dijo Drimbold con determinación mientras se situaba a la espalda
del barbalarga y rechazaba la lanzada de un roedor.
Halgar había superado la barrera del dolor, sobrepasado el agotamiento. Un odio
puro hacia sus enemigos le permitía seguir adelante, le hacía blandir el hacha y
cobrarse más vidas. La matanza se convirtió casi en un ritual en medio de la densa
bruma de la batalla; se tragó toda sensación, todo sentimiento.
Cuando el barbalarga sintió que la roca situada a su espalda se deslizaba, todo eso
cambió. Volvió y vio que Drimbold se había desplomado sobre una rodilla,
aferrándose el pecho.
—¡Ponte en pie! —exclamó mientras le atravesaba el hombro a un roedor.
Drimbold no estaba escuchando o, por lo menos, no podía oír al barbalarga. El
***
Azgar encontró por fin lo que estaba buscando. Al otro lado de las filas de skavens
atisbó a su caudillo chillando órdenes y abriéndose paso a la fuerza hacia el frente.
Meterse de lleno en el combate era una característica inusual para un líder roedor,
pensó para sí el matador. No obstante, no cabía ninguna duda de que era él. Iba
engalanado con una gruesa armadura de metal deslustrado, empuñaba una alabarda
que parecía pesar mucho y arrastraba una capa harapienta a su paso: era el oponente
al que Azgar había estado esperando.
Ahora sabía que los skavens se habían entregado al ataque.
Con el corazón rebosante de belicoso regocijo, el matador se llevó el cuerno de
***
Gromrund medio bajó, medio se deslizó por el pozo. Volutas de humo se desprendían
de sus guanteletes blindados debido a la intensa fricción de su descenso. Tuvo un
momento de temor cuando pasó de la gruesa cadena que colgaba del Salto de Dibna a
***
Un dolor punzante le subió por la pierna derecha y algo se partió cuando Gromrund
***
Los enanos progresaban muy despacio mientras vadeaban el agua, que subía con
rapidez. Apenas estaban a quince metros del cruce y el agua les estaba llegando a los
hombros.
Thalgrim levantó la mirada hacia los altísimos arcos del techo abovedado del
túnel y comprendió que no podrían lograrlo así.
—Quitaos la armadura —les gritó a los otros mientras una columna situada detrás
de ellos se resquebrajaba y caía en el agua esparciendo escombros—. Tendremos que
salir nadando.
El buscavetas se desabrochó el jubón de malla y dejó que se hundiera en el río que
los rodeaba.
Los otros enanos siguieron su ejemplo: se quitaron las cotas de malla, se
desabrocharon los petos y las grebas, y se despojaron de los jubones de cuero y los
brazales. Se sacaron la armadura con torpeza pero con rapidez. Cada pieza era una
reliquia, cuya pérdida sentían profundamente, y se desechaba con un juramento a
uno de los Dioses Antepasados de que se exigirían reparaciones por ello.
Cuando terminaron, el agua les llegaba a la barbilla.
—El yelmo —dijo Thalgrim—, tienes que dejarlo: te hundirá.
Gromrund cruzó los brazos.
—Ningún Yelmoalto se ha quitado nunca el yelmo en cinco generaciones, desde
antes de que se fundara la Ciudadela del Cuerno. No pienso romper esa tradición
ahora.
—Te ahogarás —razonó Hakem, que sólo llevaba la túnica y las calzas—. Déjalo y
regresa para recuperar tu honor.
—Cuando muera podréis arrancármelo de la cabeza —gruñó el martillador, que
aún llevaba toda la armadura.
El agua subió de nuevo, llegó hasta los hombros de los enanos y se fue volviendo
más profunda a cada momento que pasaba.
***
—¿No hay otro modo? —gritó Uthor por encima del ruido de la atronadora máquina
de bombeo skaven.
—Los rhunki crean los sellos rhun usando magia rhun, al igual que las llaves que
los abren. Está más allá de mi capacidad. Sin esa llave no podemos soltar la barra y,
mientras la barra esté en su sitio, la Barduraz Varn no se abrirá.
Como si quisiera mofarse de ellos, el estruendoso sonido del cuerno de wyvern
resonó por la cámara.
—Tenemos que liberar el Agua Negra ya —insistió furioso Uthor—. Conseguiré
cumplir al menos esta misión.
—No podemos —repuso Rorek—. Aparte de la llave rhun, no hay otro modo.
—¡Por el trasero peludo de Grimnir! —Uthor se dejó caer sentado con el hacha de
Ulfgan en el regazo—. El custodio del saber no mencionó nada de esto. Si
sobrevivimos, me encargaré personalmente de que le corten la barba.
Apretó el mango del hacha mientras pensaba en el castigo que le infligiría a
Ralkan. Al contemplar la hoja brillante, cuyas runas resplandecían débilmente
mientras sostenía el arma en las manos, cayó en la cuenta de algo.
—Esas llaves rhun —dijo Uthor de pronto mientras se ponía en pie¿quién llevaría
una cosa así?
Rorek se lo quedó mirando, un tanto atónito.
—¿Y eso qué importa?
—¿Quién la llevaría? ¡Respóndeme!
—El rhunki que la fabricó, por supuesto —farfulló Rorek, que no estaba seguro de
cuál era el motivo del repentino apremio de Uthor.
—¿Quién más?
***
Hakem estaba tendido de espaldas con la ropa empapada y desgarrada. Aturdido, se
puso en pie mientras se tocaba distraído un grueso chichón que tenía en la cabeza. El
***
Parecía que llevaran vagando por los túneles una hora, aunque Ralkan no podía estar
seguro: su capacidad para calcular el paso del tiempo había quedado irrevocablemente
dañada durante su periodo de aislamiento en la fortaleza. Con cada paso que lo
adentraba más en la parte inferior, lo atormentaba una extraña inquietud. El custodio
del saber la contuvo en el fondo de su mente por el momento y los condujo hacia
delante hasta que llegaron a otro cruce.
El enano de Barak Varr dijo algo, Ralkan no lo oyó. Le dolía la cabeza. Nada
parecía estar bien.
«Al este —pensó de pronto—. Al este… eso suena bien». Y tomó el desvío de la
izquierda.
Aproximadamente a medio túnel, al custodio del saber le pareció oír algo: tenue,
pero no cabía duda de que estaba ahí. Unos chillidos llegaron hasta Ralkan con una
débil brisa. Cincuenta años en la oscuridad. Chillando y arañando. Chillando y
arañando.
No… no iba bien. Algo brotó en el interior del custodio del saber, algo que había
enterrado. Se le deslizó pesadamente en la tripa y le subió gélido por la espalda hasta
que le secó la lengua, convirtiéndosela en arena.
Ralkan dio media vuelta y huyó.
***
—Skavens —dijo Ralkan entre dientes mientras pasaba corriendo junto a Hakem.
El enano de Barak Varr miró hacia delante. Sintió el corazón en la boca al ver las
sombras que se deslizaban pegadas a la pared. Entonces oyó el sonido agudo y
gorjeante de los roedores a medida que la horda se acercaba cada vez más. A juzgar
por la terrible algarabía, debía de haber cientos. El primer pensamiento de Hakem fue
que tal vez las aguas no llegaran hasta aquí; el segundo, que no podría enfrentarse a
ellos y sobrevivir. Fue tras el custodio del saber a toda prisa instando a Thalgrim, que
se había entretenido, a que hiciera lo mismo. El buscavetas lo seguía de cerca cuando
Hakem salió corriendo del cruce y, como Ralkan, entró directamente en el desvío
occidental.
***
—Debemos volver atrás —insistió Rorek.
—No hay vuelta atrás —repuso Uthor, enfadado.
Ante ellos había un estrecho puente de piedra que se extendía sobre una profunda
garganta. Un potente chorro de agua lo atravesaba, perdiéndose en los oscuros
recovecos de la grieta.
Después de salir de la cámara de la Barduraz Varn, los enanos habían bloqueado
la puerta tras ellos. Dándose prisa, pues sabían que el agua los alcanzaría muy pronto,
habían llegado al puente. Uthor había intentado cruzar, atado a Rorek y Emelda, pero
la fuerza del aluvión lo había tumbado y casi había arrojado al señor del clan por el
borde. Había regresado a gatas, empapado y derrotado, con el fuerte chorro de agua
azotándolo a cada trabajoso centímetro.
—Entonces esto es el final —comentó Emelda con resignación—. No podemos
cruzar y no podemos retroceder. Envidio a Azgar y a los otros —añadió, notando que
Uthor apretaba la mandíbula al oír el nombre del matador—, ellos al menos morirán
luchando.
—Veo algo —anunció Rorek de pronto, mirando con los ojos entrecerrados más
allá de la martilleante agua. El ingeniero señaló hacia el otro lado del puente y la
entrada de otro pequeño portal—. No es posible —dijo con voz entrecortada.
Desde más allá del puente, envuelta en oscuridad, una figura de bordes imprecisos
los llamaba. Cualquier palabra se perdió, engullida por el rugido de las agitadas aguas,
mientras la figura les hacía señas con un brazo extendido. Aunque en su mayor parte
sólo se recortaba su silueta, la forma y el tamaño del yelmo de guerra de la figura eran
inconfundibles.
—¿Gromrund? —musitó Uthor y reprimió un escalofrío sin estar seguro de qué
estaba viendo en realidad.
La silueta de Gromrund les hizo señas otra vez y apuntó hacia el puente.
Uthor siguió el gesto pero no pudo ver nada más allá del torrente de agua.
—Pensaba que estaba en la rejilla de desagüe, en el lado opuesto de la fortaleza —
susurró Emelda, aferrando el talismán de Valaya que llevaba alrededor del cuello.
—Así es —contestó Uthor con tono sombrío mientras buscaba entre el
retumbante río algún indicio de qué era lo que Gromrund quería que encontraran.
Entonces vio los bordes deshilachados de una cuerda. Se encontraba a
aproximadamente un metro de distancia, Uthor podría alcanzarla estirándose.
***
Azgar saltó del yunque del maestro forjador, pasando por encima de las últimas líneas
de defensores enanos, y cayó entre un puñado de guerreros roedores que se
desperdigaron ante él. Antes de que las viles criaturas pudieran volver a acercarse, el
matador balanceó el hacha trazando un potente círculo y cortando carne y hueso.
Mientras se adentraba más en la lucha, en medio de una lluvia de extremidades
amputadas y torsos destrozados, Azgar encontró a su presa.
El caudillo roedor soltó un chillido de desafío y avanzó sin temor, esquivando el
primer golpe de la cadena del hacha y desviando el segundo giro de la mortífera arma
con la parte plana de su alabarda. Empujó el arma hacia abajo y efectuó una potente
***
Halgar vio al matador saltar del yunque pero lo perdió rápidamente en medio del
tumulto. Ya no había tácticas ni plan en la batalla. Se trataba de morir y sobrevivir,
lisa y llanamente. Los enanos que quedaban, aunque eran pocos y estaban rodeados
de enemigos, luchaban como si el mismísimo espíritu de Grimnir estuviera con ellos.
A Halgar se le hinchió el corazón de orgullo mientras entonaba a gritos su canto
fúnebre con cada golpe y arremetida del hacha. Había perdido el escudo durante la
***
—Por el tesoro escondido de Grungni —dijo Hakem con voz entrecortada—. Que sus
relucientes cumbres lleguen a la cima del mundo.
Oro: un brillante mar dorado se extendía delante de los enanos que permanecían
ansiosos en el umbral de la inmensa cámara. Iluminadas por la luz natural que
entraba por un estrecho y alto hueco abierto arriba en lo alto, pilas del
resplandeciente metal se alzaban hacia el techo abovedado como si fueran montañas
rozando los extremos de chorreantes estalactitas. Gemas y alhajas centelleaban como
estrellas en la reluciente maraña junto con arcones ribeteados de cobre que
sobresalían como islas de madera entre refulgentes estrechos. Elaboradas armas —
espadas, hachas, martillos y otras más complicadas— asomaban de enormes
montones de riquezas. El tesoro oculto era tan inmenso que resultaba imposible
abarcarlo todo de una sola vez. La cámara propiamente dicha era grande y tenebrosa,
y parecía reducirse formando una antesala en la parte posterior, que no podían ver.
Hakem podía notar el sabor del oro en la lengua; su aroma fuerte y metálico le
llenaba las fosas nasales. Tuvo que combatir el impulso de entrar corriendo
desaforadamente en la estancia y sumergirse en él. Pero entonces se fijó en algo más
en medio del reluciente espejismo del tesoro: esqueletos de huesos limpios, armaduras
ennegrecidas por el fuego y espadas partidas. Grandes charcos de azufre caliente
confirmaron las repentinas sospechas de Hakem y el creciente terror que había
sentido antes regresó. La cámara estaba habitada.
Thalgrim masculló algo junto a él. Hakem se volvió y encontró al buscavetas
boquiabierto y con la mirada vidriosa. Un fino hilo de baba le caía del labio inferior y
se extendía hasta el suelo.
—Gorl —farfulló, arrastrando las palabras.
—No —gritó el señor del clan mercante mientras alargaba las manos para
agarrarlo.
Pero era demasiado tarde. Thalgrim entró a trompicones y como un loco en la
cámara exclamando a su paso:
Uthor había descendido a un barranco del fuego. Allí en las entrañas de la tierra, la
sangre de la montaña corría en gruesos canales de lava. Una abrasadora calina
emanaba de los densos ríos de magma y gotas de llamas saltaban de vez en cuando en
la superficie. Grupos de rocas ígneas flotaban en los afluentes de lava, desplazándose
como archipiélagos en miniatura, y llegaban hasta donde alcanzaba la vista.
Unas columnas, talladas en la roca en los primeros días del mundo, sostenían un
techo acanalado que se alzaba en medio de una densa cortina de humo negro
grisáceo.
—No me gusta el aspecto de esta senda —comentó Rorek, que sudaba
profusamente.
Un camino largo y ancho se extendía ante ellos, salpicado de grietas que escupían
intermitentes columnas de vapor y rocas afiladas y salientes.
—Es el único camino que nos queda —le dijo Uthor agotado.
Al señor del clan de Kadrin le costaba hablar. Los vapores hacían que las piernas y
los brazos pesaran y los pulmones ardieran. Con la ayuda de una brisa árida que
privaba de aliento y voluntad, el efecto resultaba agobiante.
—En ese caso, es por donde debemos ir. —Emelda hizo acopio de toda su
determinación mientras se tragaba el sabor del hollín y la ceniza que notaba en la
lengua.
Después de la Barduraz Varn y el estrecho puente, los tres habían descansado un
momento en la meseta de piedra; ninguno de ellos había querido, ni había estado
dispuesto, a hablar de la repentina aparición de Gromrund ni de lo que significaba
para el martillador. Tras reunir fuerzas, habían seguido avanzando por corredores
estrechos y desprovistos de luz, adentrándose cada vez más en la fortaleza,
conscientes de que las aguas de la inundación podrían estar justo detrás de ellos.
En un momento dado, Rorek había reparado en una piedra indicadora grabada
con escritura rúnica. Decía LA CARRETERA SOLITARIA: le habían puesto un
nombre apropiado. Habían seguido adelante en silencio, sin encontrar más letreros ni
indicios de adónde podrían estar dirigiéndose. Oían un estruendo constante por
encima de ellos y pequeñas esquirlas de roca caían del techo y descendían por las
paredes a medida que el Agua Negra hacía su trabajo. Entonces, por fin, los alcanzó:
***
Hakem había muerto. Ralkan lo sabía en su fuero interno, incluso aunque no lo
hubiera visto caer. Galdrakk el Rojo era una leyenda, un sombrío relato para asustar a
los barbilampiños con el fin de que se fueran a dormir o para burlarse de un wazzock.
El custodio del saber no había creído ni por un momento que tal bestia aún existiera.
Y, sin embargo, la había visto con sus propios ojos, incluso había visualizado su sino
entre sus garras. Hakem había cambiado ese sino y lo había convertido en el suyo
propio.
Ralkan maldijo en voz alta cuando dio un traspié y se golpeó la rodilla mientras
buscaba a tientas en los corredores en sombras, tropezando a ciegas, sin saber dónde
estaba pero desesperado por encontrar una salida. El honor tenía poca importancia
para el custodio del saber en ese momento. Tenía que intentar sobrevivir o el noble
sacrificio de Hakem, su gran hazaña, habría sido en vano. Ese pensamiento lo
***
A Thratch le daba vueltas la cabeza. Olió a pelaje húmedo y se dio cuenta de que
estaba mojado. La piedra fría le resultó dura y afilada contra la espalda. La mente se le
llenó de recuerdos borrosos mientras se esforzaba por despertar del todo, de la batalla
con los enanos, del terrible estruendo…
El enano pintado era rápido, quizás más rápido que Thratch. No, eso no era
posible. Ningún guerrero —enano, piel verde ni skaven— lo había vencido nunca:
incluso los asesinos del clan Eshin habían fracasado en todos sus torpes intentos de
acabar con su vida. No, Thratch era el rey de sus dominios y ningún enano
semidesnudo y sin pelo iba a cambiar eso.
Thratch se agachó por instinto y se vio obligado a concentrarse en la tarea que tenía
entre manos. Más por un instinto de supervivencia que por su habilidad con la espada,
el caudillo apartó la reluciente arma, y le soltó un gruñido de indiferencia a su enemigo.
Thratch atacó intentando destripar al gordo enano como si fuera un cerdo
ensartado. La criatura pintada era rápida, pero no lo bastante, y el caudillo chilló con
placer cuando le hizo un corte y luego lamió la sangre del enano de su arma. Su mente
se llenó de frenesí al saborearla, la inminente muerte de su presa resultaba
embriagadora. Thratch llevaría la cabeza del enano a modo de sombrero cuando lo
matase.
El caudillo hizo descender un malintencionado golpe para rematarlo, pero el enano
pintado desapareció en el momento de la victoria. Un dolor agudo estalló en la espalda
de Thratch disipando su frenética sed de sangre. Su agudo oído de skaven oyó como las
secciones partidas de chapa chocaban contra el suelo. Hubo un destello plateado
cuando el enano pintado avanzó.
Thratch bloqueó frenéticamente la lluvia de golpes: ¡qué furia! El asta de la
alabarda se partió bajo el ataque. Thratch le arrojó el extremo con la hoja a su atacante
desesperadamente mientras combatía el impulso de soltar un chorro de almizcle del
miedo y echar a correr. El skaven retrocedió un paso y estuvo a punto de huir. No, él era
el señor de este reino. Thratch no había huido nunca; su fuerza era lo que lo señalaba
para la grandeza, era justo lo que haría que el Consejo de los Trece se fijase en él y le
consolidaría una respetada posición en los niveles más altos de Skavenblight.
Thratch desenvainó su espada. Avanzó corriendo e hirió al enano en el estómago. El
skaven se relamió el hocico: qué suculentas debían saber sus entrañas Otro ataque,
salvaje e implacable. El enano se estaba cansando, y Thratch podía sentirlo. Se estaba
***
—Por aquí —bramó Uthor, pisando con cuidado por un sendero de roca que caía en
declive hacia una profunda y ondulante charca de fuego líquido.
Emelda lo seguía agotada. La noble se había desprendido de su armadura: pesaba
demasiado y hacía mucho calor para seguir llevándola. Alrededor de su cintura,
reflejando el brillo de la lava, resplandecía su cinturón, la única protección que le
quedaba. Rorek iba detrás de la hija del clan, a cierta distancia, mientras el trío
atravesaba el sendero cada vez más estrecho y se encontraba con un ancho túnel que
ascendía pero que estaba plagado de sombras y pozos de llamas.
—¿Hueles eso? —preguntó el señor del clan de Kadrin, permitiendo que Emelda
lo alcanzara.
—Yo sólo huelo fuego y cenizas —contestó la hija del clan con expresión
demacrada.
***
—Te dije que todavía no habíamos terminado —le gruñó Azgar al caudillo skaven, y
atacó.
El roedor paró el aluvión de golpes tambaleándose y luego contraatacó con furia.
Por fin, la frenética arremetida de Azgar flaqueó y, cuando el matador asestó un golpe
segador con su hacha, el caudillo se hizo a un lado y pisó la cadena. Una vez atrapada
el arma, y sin pausa, el skaven hizo descender su espada a dos manos y cortó la cadena
por la mitad.
Azgar retrocedió, desarmado, mientras llegaba el turno del skaven de atacar, y usó
el trozo de cadena que le quedaba a modo de látigo para mantener a raya a la criatura.
Gruesas gotas de sudor corrían por el cuerpo del matador, abriéndose paso por su
marcada musculatura, mientras ellos luchaban sobre un estrecho precipicio. La lava
bullía por debajo de los guerreros que se batían en duelo, escupiendo humo gaseoso e
irradiando un intenso calor.
Detrás de él, Azgar oyó una rugiente erupción de llamas y magma a la vez que la
cámara comenzaba a desintegrarse lentamente. Si se veía obligado a retroceder
mucho más, el matador acabaría consumido en ella. En cambio, arremetió con la
cadena una última vez, apartando de un golpe el arma del skaven sólo un momento, y
se abalanzó contra el caudillo. El roedor lo mordió y lo arañó con fiereza,
apuñalándolo con el pincho que tenía en la mano izquierda cuando se le cayó la
espada, a medida que el matador aplastaba despacio el cuerpo de la criatura. El arma
cayó en el charco de lava y se derritió. Haciendo caso omiso de las gravísimas heridas
que le infligían, Azgar empujó hacia delante, levantando al caudillo skaven en un
feroz y fuerte abrazo. El roedor clavó las garras en el suelo, intentando frenar el
decidido empuje del matador, pero Azgar no iba a permitir que lo detuvieran. Estiró
los brazos hacia el cuello de la criatura y, con las manos desnudas, arrancó un grupo
de burdos puntos. El skaven chilló cuando lo hizo y la antigua herida se abrió con
rapidez a la vez que Azgar alzaba a su presa más alto y la levantaba del suelo.
El borde del precipicio lo llamaba.
Azgar soltó un rugido y se lanzó, junto con el caudillo roedor, por el borde…
***
Se trataba de un altar a los dioses antepasados. Se podían ver runas para Grungni,
Valaya, Grimnir y sus hijos menores sobre los amenazadores menhires, que parecían
las paredes de alguna ciudadela impenetrable.
Uthor estaba sentado delante de una pequeña hoguera mientras las leía todas y
cada una. No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente, pero ninguna bestia los
había molestado ni a Rorek ni a él mientras yacían en la tierra desnuda.
Por lo que Uthor podía deducir, habían salido muy al sur de Karak Varn, junto a
un afluente del río de la Calavera, que fluía tranquilamente por debajo de ellos en un
estrecho desfiladero. Las muertes de sus compañeros suponían un gran peso para él,
pero ninguna tanto como la de Emelda. Por eso y por no cumplir su juramento,
habría un ajuste de cuentas.
Rorek estaba despertando y eso apartó al señor del clan de Kadrin de sus
melancólicos pensamientos.
—¿Dónde estoy? —preguntó el ingeniero, parpadeando con el ojo marcado por el
fuego, que tenía en carne viva y ennegrecido debido a la ceniza ardiente—. Estoy…
Estoy ciego —dijo, tratando de ponerse en pie mientras empezaba a entrarle el
pánico.
Uthor le apoyó una mano en el hombro.
—Tranquilo, estás entre amigos.
—¿Uthor…?
—Sí, soy yo.
—Uthor, no puedo ver.
La voz del ingeniero dejaba traslucir cierta histeria, pero se volvió a recostar.
—Ya lo sé —contestó el señor del clan de Kadrin, afligido, mientras contemplaba
la esfera blanca y lechosa del que en otro tiempo había sido el ojo bueno de Rorek.
El señor del clan de Kadrin había esperado que quizás la pérdida de visión no
fuera permanente, pero a la fuerte luz del día la herida tenía un aspecto muy grave. Él
le había ocasionado eso a Rorek.
—Huelo aire libre, hierba y agua dulce, y siento el viento en la cara. ¿Dónde
estamos? —quiso saber el ingeniero.
—Cerca del río de la Calavera, al sureste de Karak Varn y, según mis cálculos, a un
***
Uthor mantenía la cabeza gacha. Se encontraba solo en la Corte del Gran Rey, ya que
tanto Rorek como Ralkan estaban siendo atendidos por las sacerdotisas de Valaya en
unas antecámaras.
—Uthor, hijo de Algrim —tronó lawoz de Skorri Morgrimson, Gran Rey de
Karaz-a-Karak—. Has regresado con nosotros.
—Sí, mi rey —respondió Uthor con la debida deferencia.
El señor del clan de Kadrin se apoyó en una rodilla. Mantuvo la vista clavada en el
suelo, pues no se atrevía a mirar al Gran Rey a la cara.
—¿Y qué ha sido de Karak Varn? —preguntó el Gran Rey.
Uthor se armó de valor mientras trataba de encontrar las palabras para relatar su
fracaso.
—Habla rápido —dijo irritado el Gran Rey—. ¡Partimos para Ungor esta misma
***
A la mañana siguiente, mientras las grandes puertas del Pico Eterno se cerraban con
gran estruendo tras ellos, Uthor dirigió la mirada hacia el cielo. Ráfagas de nieve se
iban acumulando en medio de nubes cada vez más oscuras y un toque de gélida
escarcha salpicaba las gramíneas silvestres. El otoño estaba llegando a su fin y en unas
semanas, comenzaría el invierno. Uthor pensó en Skorri Morgrimson mientras el
Gran Rey conducía a su ejército hacia Karak Ungor: grandes columnas de dawis
marchando resueltos a vengarse bajo el tenue brillo del sol, y en los estandartes, y
entre el redoble de los tambores y el estruendo de los cuernos. Hubo un tiempo en el
que al señor del clan de Kadrin le habría entusiasmado formar parte de tal asamblea:
ahora no veía el momento de encontrarse lo más lejos posible.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Rorek.
Ralkan lo guiaba con expresión ausente. El ingeniero llevaba una venda sobre los
ojos y había renunciado al parche.
Ralkan ya no portaba el libro de los recuerdos. Se lo habían quedado los maestros
del saber del Pico Eterno como registro de lo que había acontecido. Ralkan se había
esforzado por escribir en él todas las hazañas de los enanos en el tiempo que habían
tardado en llegar a Karaz-a-Karak, con la esperanza de que, por lo menos, los
nombres de los caídos fueran recordados.
Les habían devuelto sus armas y otras pertenencias, e incluso les habían dado
provisiones y ropa limpia, antes de expulsarlos sumariamente de la fortaleza. El hacha
de Dunrik fue lo único que dejaron atrás para que los sacerdotes de Gazul la
sepultasen y así al menos su espíritu pudiera descansar en los Salones de los
Antepasados.
Uthor no perdió de vista el horizonte mientras contestaba:
—Vamos hacia el norte, a Karak Kadrin y el Santuario de Grimnir. Hay una
promesa más que debemos cumplir, y me gustaría hacerla allí, ante mi padre, si sigue
con vida.