011 La Comuna de París

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LA COMUNA DE PARÍS

He aquí el combate del día y de la noche


Víctor Hugo

Sin lugar a dudas, la derrota de los heroicos federados de la Comuna de París en mayo de
1871 marca el fin de una época y el inicio de otra, en la trágica historia de la clase obrera
mundial. Con aquella terminaba la era de las utopías decimonónicas, la era de la confianza
en la revolución inminente, de la revolución “a la vuelta de la esquina”; la era de la
esperanza adolescente en la posibilidad de un mundo sin opresores ni oprimidos.
Poco importaba que tan profunda transformación de la sociedad hubiera de obedecer
a las contradicciones inherentes a todo modo de producción clasista, mismas que
conducirían ineluctablemente al capitalismo a su crisis y transformación cualitativa, según
pregonaban Carlos Marx y Federico Engels, o a la iluminada fe voluntarista de los
anarquistas, encabezados por Pedro José Proudhon y Miguel Bakunin.
En las discusiones de la Primera Internacional, convocada por Marx en Londres el
año 1864, los representantes y delegados de todas las corrientes del socialismo discutieron
entre sí hasta el extremo de la ruptura política y la enemistad personal, la mejor vía para
acceder a la sociedad sin clases, pero jamás pusieron en tela de duda su certero
advenimiento en un futuro tan próximo que todos los participantes aspiraban a verlo con
sus ojos; la “nueva aurora” estaba a punto de vislumbrarse, es más, se vislumbraba ya en el
horizonte, y la humanidad, redimida por su influjo de su ancestral postración ante los
poderosos, la saludaba emocionada y conmovida.
La Europa de la segunda mitad del siglo XIX, concretamente a partir de 1848, es la
Europa de las reformas implementadas de manera autoritaria. Quizá con excepción de
Rusia, los países del continente transitaron de una mayor a una menor autocracia, es decir,
hacia regímenes constitucionales más o menos democráticos, pero que buscaban atajar la
participación popular para mantener el manejo de los asuntos públicos en una élite selecta e
ilustrada.
2

Los liberales desconfiaban del pueblo. De las calles y las barricadas del 48 pasaron
a las asambleas parlamentarias para finalmente, moviéndose en un gran vacío social,
transigir con las monarquías; todo ello en un clima de exaltado nacionalismo de signo
conservador, contrapuesto al cosmopolitismo de la aristocracia ilustrada del siglo XVIII.
Nacionalismo que concebía a la entelequia “pueblo” como depositaria de las
esencias o espíritus colectivos, además de seguirla considerando, al menos en el discurso
liberal, depositaria original del poder, de la soberanía, de la suprema autoridad del Estado.
A partir de 1848, cuando el nacionalismo se fue identificando más y más con la
derecha política, y por otra parte resultó claro que para las clases trabajadoras el recurso de
las elecciones como vía para acceder al poder era una vía cerrada, un cosmopolitismo
distinto se abrió camino en el terreno de las ideas: el nuevo internacionalismo proletario,
porque el pueblo de la segunda mitad del XIX no era el mismo que el de 1789. Ahora se
había convertido en el “cuarto estado” y la burguesía ya no podía representarlo
englobándolo en sus demandas.
Los trabajadores modernos iban sustituyendo a las viejas clases artesanas y la
población urbana crecía en detrimento de la población rural. No solo eso; la población
europea aumentaba de una manera nunca antes vista, y el mayor crecimiento se registraba
en los países industriales y específicamente en sus zonas industrializadas.
En tales circunstancias y al influjo de los teóricos de todos los socialismos, los
“vendedores de fuerza de trabajo”, desvinculados de la tierra y de la herramienta, fueron
cobrando conciencia de su fuerza. Eran mayoría; su número aumentaba sin cesar al ritmo
de la modernización burguesa, estaban concentrados en barrios, ciudades y centros mineros,
eran los productores de la riqueza, nada se movía sin su esfuerzo. El futuro era suyo.
Por supuesto no en todos los puntos de la geografía europea se produjo esta
mutación necesaria que consiste en dejar de ser “clase en sí” para convertirse en “clase para
sí” por parte de los “modernos esclavos del capital”. Fueron múltiples factores los que
contribuyeron a conformar los epicentros de las luchas sociales del siglo pasado, pero el
hecho es que París fue uno de ellos. París, actualmente tan aburguesado, desempeñó a lo
largo del XIX uno de los papeles principales en la historia del mundo y, sin discusión, la
ciudad y su gente representaron el papel estelar por lo que hace a las movilizaciones
populares y a la revolución social. No al alboroto, el motín o la violencia espontánea y
3

fácilmente controlable, sino a la revolución estructural, profunda del sistema y del aparato
de poder. La revolución de 1806, la revolución total.
1789, 1830, 1848. La historia universal es la historia de Francia y
específicamente la historia de la antigua Lutecia de los galos, convertida en ariete y factor
primordial del cambio. Los artesanos del barrio de San Antonio y los “sin calzones”, los
descamisados, diríamos nosotros, tomando por asalto La Bastilla; las sociedades secretas y
un príncipe de la casa de Orleans metido a conspirador, con un pseudónimo que no
engañaba a nadie. Las buhardillas, los clubes, los cafés, los banquetes y las tertulias
políticas que desembocaron en aquel golpe cruento de febrero, que terminó en la matanza
de junio de 1848.
Veinte años después del triunfo de las fuerzas que apoyaron a Luis Napoleón
Bonaparte en su camino hacia el poder, el Segundo Imperio, como dijo Proudhon,
arrastraba todo el peso de las ilusiones muertas. Era una caricatura de su propio proyecto,
pero los opositores, antiguos compañeros ahora desengañados, eran incapaces de
organizarse para actuar. Vivían en el exilio o resignados a mantenerse al margen de la vida
política.
Los obreros, por su parte, aferrados durante años a la ilusión de que el sufragio
universal les permitiría llevar a los parlamentos a su propia gente, fueron abandonando las
promesas del 48, sobre todo a partir de la difusión de los debates de la Internacional, labor
que corrió a cargo de sus oficinas en París, instaladas en el pequeño taller de un grabador de
nombre Fribourg, cuyo banco de trabajo se convertía por las noches en mesa de
correspondencia, donde según su propio decir y el del delegado Tulain, “iban a debatirse
los más importantes problemas sociales de la época”.
Ya para 1869, el concepto de lucha de clases y la escisión burguesía/proletariado era
aceptada por la mayoría de los delegados, y los franceses, Varlin a la cabeza, comenzaban a
hacer labor de convencimiento y proselitismo entre los más indiferentes.
Pronto, decían, los instrumentos de producción serán puestos a disposición de los
trabajadores, quienes nada deben esperar de la burguesía y sus bellas palabras que hablan
de igualdad y de fraternidad en un mundo de guerra permanente entre opresores y
oprimidos.
En noviembre de dicho año, Varlin escribía a un compañero:
4

Podríamos ante todo iniciar el estudio de cómo organizar el trabajo después de


terminada la revolución, pues cuando llegue ese día debemos estar preparados si no
queremos vernos frustrados una vez más. Será fácil suprimir las instituciones que
nos molestan, pues sobre ello estamos todos más o menos de acuerdo. Las
dificultades vendrán cuando se trate de edificar las nuevas instituciones, pues los
trabajadores no tienen aún una idea común a este respecto… Sin embargo, es
esencial que estemos lo bastante preparados para que la organización que
instauremos en sustitución de la antigua sea mucho mejor que la anterior, pues así
incluso los más incrédulos y los más reticentes se pondrán inmediatamente de
nuestro lado.1

Y la revolución se produjo. La guerra franco prusiana fue su marco. En febrero de


1870 el gobierno provisional del general Juan Prim ofreció el trono de España a Leopoldo
de Hohenzollern. Bismarck aconsejó aceptar y Napoleón III se opuso y acto seguido exigió
al káiser Guillermo I garantías respecto a la renuncia de Leopoldo a la proposición
española. Por supuesto Guillermo se rehusó a acceder a tal exigencia mientras “el canciller
de hierro” manipulaba el texto del famoso telegrama de Ems para ridiculizar a Francia y al
emperador. La respuesta esperada por Bismark llegó puntualmente. El 19 de julio de 1870
Francia le declaró la guerra a Prusia, que recibió el apoyo del resto de los estados alemanes.
Cayeron Alsacia y Lorena; el 2 de septiembre cayó Sedán. La dimisión del gobierno fue
exigida el día 3 en la plaza de la Concordia, colmada de obreros de los suburbios y de
burgueses demócratas, mismos que al día siguiente, de manera tumultuosa, invadieron el
palacio de gobierno ante el beneplácito de un importante sector de la Guardia Nacional. En
medio de aquella exaltación, subido en la tribuna, el diputado León Gambetta exclamó:
“Luis Napoleón Bonaparte y su dinastía han dejado para siempre de reinar sobre Francia”
El emperador capituló y emprendió el camino del exilio, y los diputados liberales,
con el apoyo popular, establecieron la República bajo la modalidad de Gobierno de Defensa
Nacional, con el general Trochu a la cabeza de la jefatura militar.
El 5 de septiembre, después de una reunión convocada urgentemente para analizar
la situación, los miembros de la Internacional se constituyeron en Comité Central en
representación de los veinte barrios de París, cada uno de los cuales hubo de elegir un

1
XXX
5

comité de vigilancia. A mediados de mes, el 18 de septiembre, las tropas invasoras ponían


sitio a la capital y obtenían nuevas victorias en distintos puntos de Francia.
Los obreros internacionalistas y sus dirigentes afirmaban ser patriotas y amar a su
país como cualquiera, pero lo hacían más en función de su identidad histórica y cultural que
del reconocimiento de la nación real con todas sus implicaciones políticas, por lo cual
llegaban a la conclusión de que “esta guerra ni es justa ni es nacional es una guerra
dinástica”. En consecuencia, lanzaban declaraciones de amistad hacia sus “compañeros”
alemanes, todas ellas infructuosas. Una de ellas decía: “La Francia republicana te invita, en
nombre de la justicia, a retirar tus ejércitos; de lo contrario, tendremos que combatir hasta
el último hombre y verter a torrentes tu sangre y la nuestra […].”2
El sitio sería difícil de sostener. Trochu, Gambetta, Thiers, así lo consideraban, pero
la movilización popular los rebasó y estuvo a punto de convertirse en insurrección. Ya el
día 17 de septiembre el Comité de los veinte distritos había formulado su programa:
elección de autoridades municipales, control de la policía, elección y responsabilidad de los
magistrados, derecho absoluto de prensa, reunión y asociación, expropiación de los
artículos de primera necesidad, racionamiento, distribución de armas a todos los ciudadanos
y envío de comisarios para la recaudación de impuestos en las provincias.
La gente se preparaba para la defensa y simultáneamente aprovisionaba y
racionalizaba el consumo de alimentos, ropa y combustible para pasar el ya próximo
invierno. La guerra se ligó a la revolución de acuerdo a la doctrina de Bakunin,
contrariamente a lo esperado por Marx, quien quería ver firmarse el armisticio que, según
él, debería desplazar “el centro de gravedad del movimiento obrero europeo de Francia a
Alemania”,3 asegurando con ello la preponderancia de su influencia sobre la de Proudhon.
Proudhon, muerto dos años antes de los acontecimientos que nos ocupan, había sido
el autor de aquella frase que dice, de manera directa y clara, lo que Marx analizaría después
magistralmente en casi un tomo completo de El Capital. Una de esas frases capaces de
movilizar multitudes, quizás por su misma simpleza: “La propiedad es el robo”. Nada más
Proudhon fue el alma de la Comuna, seguido de Bakunin, cuya incendiaria propuesta se

2
“Los pobres del mundo”. Cien años de la Comuna de Paría 1871, (Citas recogidas y presentadas por
Maurice Choury), México, Editorial Extemporáneos, 1971, p. 29. (Colección “Los muros tienen la palabra”)
3
Karl Marx LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA DE 1848 A 1850 INTRODUCCION DE F.
ENGELS A LA EDICION DE 1895
6

resumía en la necesidad de acabar con el Estado, la propiedad privada y la Iglesia, y confiar


en la capacidad autogestionaria de la gente, de los trabajadores, y aún de los
lumpenproletarios, redimidos por el fuego purificador de la revolución. Uno de los lemas
representativos de la Comuna fue “ni Dios ni amo” y es evidente que la mano de Bakunin
está tras él.
El comité londinense de la Internacional intentó en vano neutralizar la influencia
aplastante de los dos grandes prensadores del comunismo libertario y por otra parte, en
aquellos momentos las diferencias doctrinarias se difuminaban ante el peligro que
amenazaba a la frágil República y ante la creciente miseria de la población, agudizada por
el hecho de que todos los habitantes de los suburbios y de las zonas rurales cercanas a París
se habían concentrado intramuros.
El espíritu comunalista estaba ya presente en lo esencial. Los consejos de alcaldía se
irían convirtiendo, al paso de los días, en los órganos hacia los cuales se habrían de dirigir
los parisinos para resolver sus problemas. Asumirían la autoridad y dejarían sus bases de
apoyo a las autoridades parlamentarias. Una sorda lucha se entabló entre el Comité Central
y la Defensa Nacional, si bien los miembros de la primera agrupación intentaron en varias
ocasiones, durante la segunda quincena de septiembre, acercarse al Parlamento para
proponer su programa y negociarlo, a veces apoyados y a veces saboteados por Gambetta.
En estas circunstancias, un nuevo y decisivo factor se sumó al cuadro. En varios de los
barrios más radicales, la Guardia Nacional, cuyos jefes eran elegidos se convirtió en una
auténtica milicia revolucionaria y pronto resultó que los delegados se convirtieron a la vez
en jefes de batallón, ante la incapacidad de la Defensa para remediar el doble problema de
la guerra y de la pobreza en aumento.
París vivía una efervescencia permanente. Cada barrio celebraba asambleas todos
los días y en ellas los ciudadanos, incluidas las mujeres, podían tomar la palabra y hacer
propuestas “salvadoras”. Nadie hablaba de rendirse ante los prusianos y la autoridad de la
Comuna crecía día con día.
El 31 de octubre, después de varias derrotas militares en provincias, la más
importante de las cuales fue la rendición de la plaza de Metz por nuestro viejo conocido
Aquiles Bazaine, el gobierno dio a conocer un plan de armisticio con mediación de varias
potencias extranjeras, que hiciera posible la elección de una Asamblea Nacional. Tales
7

noticias provocaron la repulsa general y frente a la alcaldía de París, en el Hotel de Ville, se


reunió pronto una multitud que gritaba: “¡no queremos armisticio! ¡Viva la Comuna!”
Aquella irrumpió después en el edificio, de donde finalmente fue desalojada por
soldados leales al gobierno, pero este debió comprometerse a organizar un plebiscito para
saber si contaba con la confianza de la mayoría para seguir al frente de las acciones de la
guerra que París quería continuar. La mayoritaria votación favorable puso en evidencia la
falta de cohesión y de preparación política de los hombres de la vanguardia revolucionaria,
y como dice Albert Ollivier, “dos meses fueron necesarios para que la oposición recobrase
toda su virulencia”.4
Dos meses en que el gobierno se reveló incapaz de organizar el racionamiento de
los alimentos y de romper el sitio, aunque sí pudo dedicarse a reprimir y perseguir a
quienes se habían destacado en los hechos del 31 de octubre, a censurar a la prensa y a
cerrar los clubes.
El 5 de enero de 1871 los alemanes comenzaron a bombardear la ciudad. El 6, un
cartel rojo amaneció pegado a los muros de los edificios. Decía:

¿Ha cumplido su misión el Gobierno que se ha encargado de la defensa


nacional? No […] Quienes gobiernan nos han llevado al borde del abismo…
No han sabido ni administrar ni combatir. Se muere la gente de frío, y ya
casi de hambre… Salidas sin propósito, luchas mortíferas sin resultados, fracasos
constantes… El Gobierno ha dado su medida […] Ya hemos podido juzgar lo que es
la política, la estrategia, la administración del 4 de septiembre, continuación del
imperio. ¡Dejen paso al pueblo! ¡Dejen paso a la Comuna!5

A partir de ese momento la agitación popular aumentó rápidamente. Por las calles
empezaron a ondear banderas rojas y los ¡viva la Comuna! se escuchaban por doquier.
Varias prisiones fueron abiertas y los presos políticos liberados. La carmagnole se cantaba
frente a los edificios públicos y la respuesta gubernamental no se hizo esperar. Los
comuneros fueron acusados de colaborar con Prusia y a partir del 18 de enero, al conocerse
la noticia de que en Versalles se había verificado la unificación de los estados alemanes
constituidos ahora en Imperio Alemán, la gendarmería atacó a matar. Treinta muertos

4
Ollivier, Albert, La Comuna, Madrid, Alianza Editorial, 1967, pp. XXX
5
Ibidem, p. 139.
8

quedaron en la plaza de la alcaldía el 22 de enero, en el primer enfrentamiento armado de la


revolución, convertida en guerra civil.
El 27 cesó el bombardeo porque a la medianoche, el armisticio había sido firmado.
Francia pagaría una enorme suma de dinero, cinco mil millones de francos, desmantelaría
los fuertes y desarmaría al ejército.
Desde Burdeos, donde, ahora presidido por Adolfo Thiers, se había instalado el
gobierno, León Gambetta hizo un llamado a las armas a todos los franceses sin excepción,
para revertir el resultado del armisticio, pero fue obligado a dimitir y la burguesía se
dispuso a celebrar elecciones para legitimar nuevamente su autoridad ante el pueblo. El
parlamentarismo habría de frenar nuevamente el espíritu revolucionario. Con el país
ocupado y 400 000 prisioneros en Alemania, París votó por la guerra y la República, y el
resto de Francia por la paz y la Monarquía.
La asamblea monárquica aguardaba la entrada de los prusianos a la ciudad, mientras
la Guardia Nacional y la mayoría de la población se disponían a resistir. Los cañones de los
Campos Elíseos fueron arrastrados hasta las plazas de la Bastilla y de Montmartre; se
construyeron barricadas, se saquearon depósitos de armamento y polvorines y amplios
sectores del ejército desertaron para sumarse a los rebeldes, pero a última hora se decidió
no actuar contra las tropas del káiser para evitar “un baño de sangre”.
Decía un cartel del día 28 publicado por el Comité de los veinte barrios:

Ciudadanos, toda agresión significaría el derrocamiento de la República…


Barricadas serán levantadas alrededor de los barrios que deba ocupar el enemigo
para aislar totalmente esa parte de la ciudad. La Guardia Nacional, junto con el
Ejército, cuidará de que el enemigo no pueda comunicarse con los sectores
atrincherados de París.6

El 1° de marzo los soldados invasores desfilaron por calles desiertas ante casas y
tiendas cerradas y enjutadas. París estaba aislado del resto de Francia y el día 2 fue
despojado de su carácter de capital política de la nación, varios periódicos fueron
clausurados y un grupo de acusados de los desórdenes del 31 de octubre sentenciados a
muerte.

6
Ibidem, p. 145.
9

A partir de la ocupación, los internacionalistas comenzaron a imponer sus criterios


en las reuniones de los comités distritales y del Comité Central de manera progresiva y
natural.
Es interesante que al replegarse sobre sí misma, la ciudad haya respondido con una
actitud por momentos más abierta y universal. En la sesión del 10 de marzo -la dinámica de
la radicalización es vertiginosa- el programa fue: “Primero, la República francesa; luego la
República universal. No más ejércitos permanentes, sino la nación entera en armas. No más
oposición de esclavitud o de dictadura de ningún tipo, sino la nación soberana, los
ciudadanos libres gobernándose según su voluntad”.7
El momento era propicio para que estos llamados encontraran eco en las mayorías,
ahora incluidos muchos soldados, a quienes el Comité invitó a volver las armas contra
quienes los mandaban a asesinar a otros hijos del pueblo como ellos mismos:

Soldados, hijos del pueblo, unámonos para salvar la República. Los reyes y los
emperadores nos han hecho ya bastante sufrir […]. La consigna no libera de la
responsabilidad de la conciencia. Abracémonos frente a aquellos que para
conquistar un grado, obtener un puesto, traer de nuevo a un rey, quisieran que nos
degolláramos los unos a los otros.8

El 15 de marzo de Guardia Nacional celebró asamblea para elegir a los nuevos


miembros del Comité Central. Hombres entre los que se encontraban Arnould, Varlin,
Duval, Jourde y tantos más, cuya responsabilidad sería fundamentalmente tratar de acelerar
la maduración ideológica de la revolución y organizar el levantamiento masivo.
18 de marzo. Montmartre amanece invadido por tropas de línea y tapizado de
carteles que Thiers había ordenado pegar todos los muros:

Con el falso pretexto de resistir a los prusianos, […] hombres malintencionados se


han apoderado de una parte de la ciudad […], en la que hacen guardia y os obligan a
hacerla por orden de un comité oculto […]. Los culpables que han pretendido
instituir un Gobierno propio, serán entregados a la Justicia. Los cañones hurtados al
Estado serán reintegrados en los arsenales. Que los buenos ciudadanos se alejen de
los malos, ayudando a la fuerza pública en vez de oponerle resistencia […].
Parisienses, vosotros aprobaréis nuestro recurso a la fuerza, pues es preciso que a

7
Ibidem, p. 146.
8
Ibidem, 147.
10

cualquier precio el orden, condición de vuestro bienestar, sea restablecido en su


totalidad, de forma inmediata e inalterable.9

Pero la gente sale a la calle, increpa a los soldados, los invita a integrarse a los
grupos que defienden a la patria y a la República. El momento es dramático, el general
Lecompte interviene, lanza tres órdenes sucesivas de hacer fuego sobre los civiles, ninguna
es obedecida. En el mismo momento, fracasan igualmente en todos los barrios de la ciudad
insurrecta los intentos de movilizar al ejército contra el pueblo. Pueblo y ejército se unen
para levantar barricadas, la revolución es incontenible “de barrio a barrio, de hombre a
hombre”.10
Adolfo Thiers huyó a Versalles, los comuneros ocuparon el Hotel de Ville y al poco
rato, en lo alto del edificio ondeaba la bandera roja. Abrumados por su propio triunfo y con
el argumento de que “no habían recibido ningún mandato para gobernar”, los integrantes
del Comité Central se dirigieron de inmediato a la alcaldía con la intención de dimitir,
probablemente presas del mismo temor que invadiría 43 años después a los jefes
campesinos de la revolución mexicana ante la perspectiva del poder, porque mientras estos
“no habían nacido para disfrutar de aquellas banquetas”,11 los comuneros de París
consideraban con toda seguridad que no habían nacido para ocupar aquellos salones.
No supieron, al calor del triunfo, del entusiasmo colectivo y del apoyo de la Guardia
Nacional y de múltiples efectivos del Ejército, tomar la ofensiva, no dar tiempo a sus
enemigos para organizarse, avanzar sobre Versalles para intentar revertir los papeles y ser
ellos los perseguidores de alemanes y burgueses, ahora aliados, ante el hecho insólito de
una revolución socialista victoriosa.
En el momento del triunfo total, se hizo patente la extrema debilidad de aquellos
hombres sin miedo a la muerte, dispuestos a todos los sacrificios para cumplir su vocación
suprema de alcanzar “el ideal”. Hacer la revolución es una cosa y gobernar es otra. Quien
ejerce el poder, decían, pronto se convierte en verdugo de quienes lo encumbraron, no
importa cuáles hayan sido sus posiciones de la víspera. El poder es el gran corruptor. Ellos

9
Ibidem, p. 149.
10
Ibidem, p. 150.
11
Según lo dicho por Emiliano Zapata a Pancho Villa en Xochimilco, en su encuentro el 4 de diciembre de
1914. “El pacto de Xochimilco” en Contreras, Mario y Jesús Tamayo, Antología. México en el siglo xx, 1900-
1913. Textos y documentos, tomo 2, México, UNAM. 1975. (Lecturas Universitarias, núm. 22), p. 67.
11

convocarían a elecciones municipales para deshacerse cuanto antes de una responsabilidad


que no habían buscado.
Los diputados en Versalles, cobijados por el alto mando del ejército de ocupación,
no vacilaron ni un momento. Preparados y experimentados en las lides políticas, calaron de
inmediato la indefensión de aquellos “feroces carniceros sin entrañas” según los describía
la prensa burguesa y se aprestaron para el ataque.
En París, mientras llegaba el día de las elecciones, los miembros del Comité Central
ocuparon puestos públicos: Varlin y Jourde se encargaron de las cuestiones financieras,
Duval y Rigault de la Prefectura de Policía, Assí permaneció en el Hotel de Ville y Moreau
dirigió el Diario Oficial, pero en ningún momento pensaron en destituir a los alcaldes
distritales, todos de extracción burguesa, y no tocaron ni un centavo del Banco de Francia.
Después de la exaltada experiencia de la movilización, la única legitimidad que en
el fondo se seguía reconociendo no era la que otorga al pueblo en armas sacudiéndose la
pesada carga de la opresión de clase, sino la que es resultado del sufragio. El parlamento, la
asamblea resultado del voto ciudadano, era reconocido nuevamente como la representación
más exacta de la nación. “En cuanto a Francia, no pretendemos dictarle leyes -demasiado
hemos sufrido bajo las suyas- […]. La revolución está hecha, pero no somos unos
usurpadores. Queremos pedirle a París que nombre sus representantes”.12
En este fragmento aparece claramente expresado lo que acabamos de comentar. Y
también otra idea; la de un París en cierta forma libre y deslindado del resto de Francia,
para la que los comuneros proponían un régimen federal, antítesis del Estado centralizador.
La revolución parecía declinar, pero no era así. Los miembros más decididos del
Comité lograron imponerse sobre los pusilánimes y el 21 de marzo, Duval mandó publicar
la siguiente proclama:

Desde el 18 de marzo París no tiene más Gobierno que el Gobierno del pueblo: es el
mejor. Jamás ninguna revolución ha sido realizada en condiciones como las
nuestras; París se ha convertido en una ciudad libre […]. En esta ciudad libre cada
uno tiene derecho a hablar sin pretender influir de manera alguna en los destinos de
Francia. Y París pide: primero, la elección de la alcaldía de París; segundo, la
elección de los alcaldes, de sus adjuntos y de los consejeros municipales de los
veinte distritos de la ciudad de París; tercero, la elección de todos los jefes de la

12
Ollivier, Op. cit., p. 161.
12

guardia nacional; […] cuarto, París no tiene intención alguna de separarse de


Francia; todo lo contrario: si ha soportado por ella al Imperio, al Gobierno de
Defensa Nacional, con todas sus traiciones y todas sus cobardías, no es, ciertamente,
para abandonarla hoy, pero sí para decirle en su calidad de hermana mayor: sostente
tú misma como me sostuve yo; oponte como yo me opuse.13

En vista a las elecciones, por todas partes aparecían carteles con textos y alegatos a
favor de continuar la obra revolucionaria hasta su total consolidación. La Internacional
redactó y publicó un extenso documento del cual reproduzco algunos fragmentos:

La independencia de la Comuna es la garantía de un contrato cuyas cláusulas


libremente debatidas harán cesar el antagonismo entre las clases y asegurarán la
igualdad social.
Hemos reivindicado la emancipación de los trabajadores y la delegación
comunal es su garantía, pues debe suministrar a cada ciudadano los medios de
defender sus derechos, de controlar de manera eficaz los actos de sus mandatarios
encargados de sus intereses y de determinar la aplicación progresiva de las reformas
sociales […].
Hemos combatido, hemos aprendido a sufrir por nuestro principio
igualitario; no retrocederemos cuando podemos ayudar a colocar la primera piedra
del edificio social.14

Mientras tanto, empezaron a llegar a Versalles soldados en derrota, funcionarios de


las alcaldías de los barrios de París y parlamentarios de Burdeos, representación “rural”
pequeño-burguesa y conservadora, seguidos de aventureros de toda laya, desde prostitutas
hasta “agentes” que ofrecían abrir tal o cual puerta de la ciudad por poco o mucho dinero.
Las elecciones tuvieron lugar el 28 de marzo ante el Hotel de Ville, entre banderas
rojas y tricolores, cánticos y algarabía. Después de leer los nombres de los elegidos, con un
grito se anunció a los allí reunidos. “En nombre del pueblo, queda proclamada la
Comuna”.15 Doscientas mil voces entonaron entonces La Marsellesa. La esperanza, el
sentimiento de íntima comunión que embargaba los corazones de los presentes, se abría al
país y al mundo. Ante la fuerza de aquella victoria y de aquella fraternidad ¿quién podía
permanecer escéptico o incrédulo?
El Comité Central mandó publicar el siguiente cartel:

13
Ibidem, p. 163.
14
Ibidem, p. 164.
15
Ibidem, p. 175.
13

Hoy hemos podido presenciar el más grandioso espectáculo popular que


jamás se haya presentado a nuestra vista, que jamás haya conmovido nuestras
almas: París saludaba, aclamaba a la Revolución; París abría en una página blanca el
libro de la historia e inscribía en ella su nombre poderoso.
Doscientos mil hombres libres han acudido a afirmar su libertad y proclamar
bajo el tronar del cañón la institución nueva. Que esos espías de Versalles que
husmean alrededor de nuestros muros vayan a decir a sus amos cuáles son las
vibraciones que salen de pecho de toda una población, cómo llenan la ciudad y
atraviesan sus murallas […].16

El nuevo gobierno se dio a sí mismo el nombre de Comuna de París, y trató,


paralelamente a la resolución de los problemas internos de la ciudad, de volverse hacia la
provincia en busca de ayuda solidaria, dado que la agitación se había extendido ya a otras
ciudades. Lyon había proclamado su propio gobierno comunal seguido de Marsella y Saint
Etienne, escenarios de Comunas fugaces al inicio de la guerra con Prusia, reorganizadas de
nuevo al conocerse los acontecimientos de París. También Tolosa y Narbona, en el antiguo
Languedoc, se lanzaron a la revolución, pero en todas ellas los defensores del orden
burgués, apoyados por Thiers, por el Parlamento de Versalles y agrupaciones republicanas
y masónicas, lograron controlar en poco tiempo a los exaltados, que sin preparación política
ninguna, fueron incapaces de organizar la vida civil y menos aún los respectivos gobiernos.
Entretanto en París surgían de inmediato las múltiples diferencias entre los nuevos
miembros del Comité Central. Algunos moderados renunciaron en los primeros días y entre
los radicales se plantearon posiciones encontradas; por un lado, de los jacobinos herederos
del 48 y por el otro lado de los proudhonianos, libertarios y federalistas.
Como respuesta al régimen burgués y centralista del Segundo Imperio, la propuesta
federal, que finalmente fue la que prevaleció, representaba el intento de desmantelar aquel
aparato opresor y fragmentado de tal manera, que quedara reducido a su mínima expresión:
el gobierno municipal, y en las ciudades grandes y medianas el gobierno de barrio,
absolutamente controlable por los ciudadanos, quienes jamás deberían abandonar su actitud
vigilante sobre quienes ejercieran los cargos públicos. Estos ciudadanos, por otra parte, no
podrían ser manipulados dado que la vida económica se reorganizaría a partir de
mutualidades entre productores y entre comunas. No habría ricos ni pobres, la igualdad

16
Ibidem, p. 1675-176.
14

jurídica sería al fin un reflejo y un resultado de la igualdad económica y no solo un bello


concepto que ocultaba las más terribles injusticias sociales.
La noche del 26 de marzo en el consejo federal de la Internacional, Leo Frankel
había dicho: “Queremos fundar el derecho del trabajador, y ese derecho tan solo se
establece por la fuerza moral”.17
Un sueño, una utopía imposible de alcanzar. Eso era en la realidad la propuesta del
gobierno comunalista, porque como declaró en Versalles el general Galliffet, se había
llegado al preludio de una lucha “sin tregua ni cuartel”, y la verdad era que la burguesía y el
capitalismo tenían aún por recorrer el trecho más ancho y más brillante de su historia como
clase y como sistema. No estaban agotados, eran fuertes y capaces de sortear todos los
obstáculos, todas las crisis. La historia del siglo XX se encargaría de demostrarlo. Aquella
lucha sería tan solo una de las muchas que la clase propietaria libraría en los próximos
ciento veinte años, para abrirse espacios y asegurar su hegemonía en el planeta entero.
Consecuentes con su confianza en sí mismos, los versalleses tomaron la ofensiva y
atacaron las puertas de la ciudad en diversas ocasiones y por distintos puntos desde el 2 de
abril. La Comuna contraatacó intentando a su vez llegar a Versalles pero debió replegarse y
varios de sus jefes más antiguos y respetados como Flourens y Duval murieron a manos del
enemigo.
Mientras tanto se legislaba: democratización de la justicia, abolición de la pena de
muerte, supresión del subsidio para el culto religioso, restablecimiento de los servicios de
correo, alumbrado, alcantarillado, pero los ataques eran cada día más intensos y eficaces.
Comenzaron las deserciones y los juicios y ejecuciones de miembros de los comités de
barrio y de miembros de la Guardia Nacional sospechosos de debilidad o de traición.
A fines de abril, un veterano del 48 propuso establecer un comité de Salud Pública
similar al de 1793 y la idea fue aprobada por mayoría, con lo cual se hizo evidente que el
federalismo libertario había sido relegado a las personalidades más fuertes de la Comuna,
ahora incapaces de conservar el apoyo necesario en aquel clima de derrota y
desorganización. Eran Courbet, Jourde, Varlin, Vermorel, Frankel y Tridon.
El 2 de mayo, los franceses de ambos bandos se enteraron de que Bismarck acababa
de declarar ante el Parlamento alemán, la anexión de Alsacia-Lorena al Imperio. El desastre

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militar era total, y también el desastre moral. Las discusiones internas inacabables, absurdas
e inútiles. Delescluze, testigo de la última derrota en el fuerte de Issy el 9 de mayo, hizo su
patético llamado a sus compañeros.

[…] de la Comuna emana una potencia de sentimiento revolucionario capaz de


salvar a la patria. La salvaremos, aunque tal vez sea desde detrás de las barricadas…
Apartad hoy todos vuestros odios. Es preciso que salvemos al país. El Comité de
Salud Pública no ha dado lo que se esperaba de él. Ha sido un obstáculo en vez de
un estímulo. Mantengo que debe desaparecer. Es menester tomar medidas
inmediatas, decisivas […].18

Pero era inútil, el ejército de Thiers avanzaba y otros fuertes fueron cayendo.
Diversas ciudades del interior intervinieron enviando delegados a Versalles para pedir el
reconocimiento de la República y de los fueros municipales y en otras muchas los
trabajadores manifestaron públicamente sus simpatías por la Comuna, exigiendo que
terminara aquel conflicto, pero Thiers ordenó la detención de los instigadores de aquellas
expresiones de apoyo a los sitiados y endureció las medidas represivas contra las
organizaciones provincianas de izquierda.
El 21 de mayo, setenta mil versalleses iniciaron la ocupación de París entrando por
la puerta de Saint Cloud a cargo de Dombrowski. En ese momento empezó la lucha
callejera.

¡Que los ciudadanos sanos se levanten!


¡Que acudan a las barricadas!
El enemigo está dentro de nuestros muros.19

Por primera vez se ejecutaron rehenes, entre ellos varios sacerdotes y un arzobispo.
El jefe del pelotón les gritó al momento de dar la orden de fuego: “No es a nosotros a
quienes debéis acusar de vuestra muerte, sino a Versalles que fusila a los nuestros”.20
Los barrios iban cayendo uno tras otro; murieron combatiendo Delescluze y
Dombrowski, Vermorel y Frankel. Había incendios por todas partes. La resistencia se hizo

18
Ollivier, Ibidem, p. 229 (segons quina sigui la anterior, será Ibidem.)
19
Ibidem, p. 240.
20
Ibidem, p. 242.
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casa por casa pero durante la noche del sábado al domingo 28 de mayo cayó el cementerio
de Pere-Lachaise.
Louise Michel, militante y testigo de excepción, nos dice acerca de estos últimos
momentos de la resistencia.

Las puertas del Père-Lachaise, donde se habían refugiado unos federados


para los últimos combates, fueron atacadas a cañonazos.
La Comuna, casi ya sin municiones, estaba dispuesta a llegar al último
cartucho.
El puñado de valientes del Père-Lachaise combatía entre las tumbas contra
un ejército, en las fosas, en las criptas, con el sable, con la bayoneta, a culatazos.
Los más numerosos, los mejor armados, el ejército que había conservado su fuerza
para París, aplastaba y degollaba a los más valientes.
Contra la gran tapia blanca que da a la calle del Repos, fueron fusilados al
instante los que quedaban en aquel puñado heroico. Cayeron gritando: ¡Viva la
Comuna!
Allí como en todas partes, descargas sucesivas liquidaban a aquellos que
habían salvado la vida de las primeras; algunos terminaban de morir bajo el montón
de cadáveres o bajo tierra.
Otro puñado, los de la última hora, ceñida la cintura con el fajín rojo,
marcharon a la barricada de la calle Fontaine-au-Roi; otros miembros de la Comuna
y del Comité Central fueron a agregarse a aquellos, y esa noche de muerte, mayoría
y minoría se tendieron la mano.
Sobre la barricada ondeaba una inmensa bandera roja.21

Otro sobreviviente, Prosper-Olivier Lissagaray narra así la agonía de la Comuna:

[…] la resistencia está reducida al pequeño cuadrado que forman las calles
Faubourg-du-Temple, Trois-Bornes y Trois-Couronnes y el bulevar Belleville […].
Una pequeña falange, capitaneada por Varin, Ferré y Gambon, con una banda roja a
la cintura y el fusil en bandolera, baja por la calle Champs y desemboca en el
bulevar. Un garibaldino de gigantesca estatura lleva una inmensa bandera roja […].
A las once, los federados casi no tienen ya cañones; los tercios del ejército
los rodeann […]. El domingo 28 de mayo, al mediodía, se dispara el último
cañonazo federado […].
La última barricada de las jornadas de mayo es la de la calle Ramponneau.
Por espacio de un cuarto de hora la defiende un solo federado. Por tres veces rompe
el asta de la bandera versallesa enarbolada sobre la barricada de la calle París. Como
premio a su valor, el último soldado de la Comuna consigue escapar.22

21
Michel, Lousie, Mis recuerdos de la Comuna, México, Siglo XXI Editores, S.A., 1973, p. 300.
22
Lissagaray, P.O., Historia de La Comuna, México, Ediciones y Distribuciones Hispánicas, 1987, pp. 499-
500.
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Aquel último combatiente anónimo no murió, pero en aquellos días si lo hicieron


más de veinte mil compañeros suyos, Varlin, Ferré el general Rossel entre ellos. tal fue el
saldo de la victoria de Versalles, y no hubo límite, según todos los testimonios, para la
abominable crueldad de los vencedores. Fusilamientos masivos, torturas indecibles,
venganzas, escarnio y humillación sin cuento, desprecio del vencido, deportaciones, nulo
respeto a las leyes de la guerra. La Comuna murió, dice Louise Michel, sepultando con ella
a millares de héroes ignorados.
Fue de esta manera, que los trabajadores del mundo sufrieron una de sus mayores
derrotas históricas y la burguesía, por encima de nacionalidades y sentimientos de patria,
unida en el triunfo de Versalles que representaba su triunfo como clase, se preparó, gozosa,
a vivir su radiante, su luminosa “bella época”.

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