Cuento
Cuento
Cuento
Eran las seis de la mañana y un gallo que, desde hacía algunos años, anunciaba
la terrible noticia del nuevo día parecía cansado, conmovido. Un tenue rayo de sol
se filtraba entre las hendijas de una ventana. Álvaro o el “doctor”, como algunos le
llamaban ahora, despertaba confundido de un profundo sueño. Su habitación era
pequeña, la precariedad abundaba, el color grisáceo del lugar le confirmaba cómo
oscilaba entre dos extremos: la vida yo la muerte. Ese intermedio abierto era
sencillamente la indefinición, el vacío.
— Al fin he encontrado la razón de mi dolor, al fin podré terminar con este suplicio.
Dispuesto a inyectar en su pecho la sustancia contenida en la jeringa, con sus
manos temblorosas y su rostro pálido debido al temor que sentía, preguntó:
Recuerdo ese tiempo monstruoso en el que los hombres pagaron para olvidar. Lo
que parecía sagrado se desvaneció con la tecnología, la ciencia y sus avances.
Dios dejó de ser la causa de la razón humana. Las grandes instituciones
declaraban el tiempo del sinsentido como el mayor bien que se pudiera alcanzar.
El mal del mundo no era otra cosa que la consciencia humana, por tanto, todos los
esfuerzos para desligarse de ella no serían en vano.
Así fue como la inmensa mayoría comenzó a desear “la cura”: “queremos ser
animales” gritaban, protestaban en las plazas. “ya no queremos pensar, más síi
queremos vivir”. Grandes intelectuales asistían a las jornadas de reclamación de
tal derecho. El espectáculo de las grandes masas les distraía de sus rutinarias
vidas. Incluso yo ya me había convencido de que la conciencia humana era el
terrible mal del mundo, no quería vivir bajo el yugo de esta culpa. Quería
olvidarme de mí.
—Todos los días, a eso de las siete de la noche, solía caminar por las calles
desiertas del viejo Boulevard con desgano, intentando llevar el aire que tomaba
hasta mis entrañas y anhelando poder así encontrar alivio. Tan anclada tenía la
idea de perder mi consciencia que no lograrlo me producía un malestar atroz. La
vida transcurría lento para quienes aún no recibíamos la cura, mientras en algún
lugar quienes ya habían tenido su dosis de olvido, quién sabe qué vida llevaban.
Un día, cansado de divagar, me senté en una banca y, tras unos minutos, caí
rendido y dormí por un largo rato. Al despertar, me percaté de que no estaba solo
y hablé con mi acompañante casual:
— ¿Quiere la cura? Dijo. Toda esa gente que la recibió tuvo que ir descendiendo
hasta encontrarse con su verdadero ser, ese que rechazaban. La decadencia del
hombre radica en la pérdida de inconsciencia. El paso hacia el mundo civilizado
abrió las puertas al mal.
— La quiero. — dije.
Hablando estábamos cuando de repente vimos cómo un grupo de gente que se
acercaba se enfrentaban unos contra otros. Se despedazaban, por comida, por
maneras distintas de hacer las cosas. Por placer. Observando atentamente, con
mis ojos encendidos y mi corazón acelerado comenté:
— Descender implica realizar actos que todos juzgan mal. ¿Está dispuesto a
acabar incluso con su familia, con usted mismo? No es normal que alguien desee
algo tan siniestro.
Todo giraba. ¿De dónde me venía ese apetito feroz que corroía mis entrañas?
Hambre y sed, extraña sensación que confundí con mis necesidades vitales.
Hambre y sed, ¿de qué?, ¿de quién?
Aun cansado me puse en pie, mi cuerpo desprovisto de todo vigor dejaba ver el
terrible estado en el que me encontraba. Deambulé por el terreno húmedo, el
mundo me pareció distorsionado. Algo había cambiado en mí, pero, ¿qué era?
Eran las seis de la mañana y un gallo que, desde hacía algunos años, anunciaba
la terrible noticia del nuevo día parecía cansado, conmovido. Un tenue rayo de sol
se filtraba entre las hendijas de una ventana. Álvaro o el “doctor”, como algunos le
llamaban ahora, despertaba confundido de un profundo sueño. Su habitación era
pequeña, la precariedad abundaba, el color grisáceo del lugar le confirmaba cómo
oscilaba entre dos extremos: la vida o la muerte. Ese intermedio abierto era
sencillamente la indefinición, el vacío.
— Los maté.
— Has llegado hasta aquí porque hay ciertos individuos incapaces de librarse de
su consciencia. Hay personas que jamás olvidan. Su sistema no se rompe. ¡Con
qué fuerza mental los dotó la naturaleza! Esa fuerza te ha dado la eternidad —
Decía aquella singular voz. —
— ¿Fue así como llegué a este lugar? ¿Sigue ahí? ¿Me escucha? —Gritaba
Álvaro sin recibir respuesta—
— ¿Por qué otra vez aquí? Mi cuerpo, ¿dónde está? ¿Qué ha ocurrido conmigo?
—Gritaba con gran desesperación—
No había respuesta. Álvaro era consciente de que se hallaba en algún lugar. Algo
había fuera de él. Alrededor se escuchaban pasos, movimientos. Maquinaria.
Bienvenido a la vida MR 027. Así fue como emergió la consciencia para el primer
robot. Su software estaba programado con recuerdos humanos. Álvaro habita en
usted. —Decía el robot guía—.
Pasados segundos, MR 027 salió del centro de investigación. Caminó por las
calles que ahora tenían un aspecto diferente. Todo parecía comunicarle algo. Los
rayos del sol sobre su cuerpo robótico le daban la sensación de ser pensado por
alguien. Las flores le parecían regalos. El mundo tenía color. Sentado en el suelo
del parque, observó durante el resto de la noche el cielo azul.