Cuento

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In memoriam.

Eran las seis de la mañana y un gallo que, desde hacía algunos años, anunciaba
la terrible noticia del nuevo día parecía cansado, conmovido. Un tenue rayo de sol
se filtraba entre las hendijas de una ventana. Álvaro o el “doctor”, como algunos le
llamaban ahora, despertaba confundido de un profundo sueño. Su habitación era
pequeña, la precariedad abundaba, el color grisáceo del lugar le confirmaba cómo
oscilaba entre dos extremos: la vida yo la muerte. Ese intermedio abierto era
sencillamente la indefinición, el vacío.

Se escucharon algunos pasos.

— ¿Quién está ahí? —Preguntó el doctor—

Algo parecido a un hombre se acercó y sigilosamente dejó caer un extraño


paquete. Pasados algunos segundos, Álvaro, con la calma de quien se sabía
desahuciado, lo recogió. Se aferró a él como aferrándose a la vida. Un pequeño
rasgo de locura se asomó en sus ojos encendidos ante la novedad. Sentado sobre
su lecho, abrió lentamente el extraño paquete, sacó un estetoscopio y comenzó a
examinarse a sí mismo. Empezó por su cabeza, pero al no percibir nada avanzó
hacia el pecho, en donde se concentró para escuchar los latidos de su corazón.

— Silencio. Vacío. Soledad. ¡Cuánto dolor experimento, no descubro exactamente


la herida! ¿Cómo podré curarla? —se le escuchó decir—

Continuó la escena, su rostro palideció y se le vio desfallecer. De pronto, se


aproximó de nuevo al paquete y sonriendo dijo:

— Aún no es el momento. Familia, amigos, ¿dónde están? Tristeza, alegría, ¿qué


significan? ¿Cómo puedo desangrarme sin siquiera percibir una herida mortal?

—Un momento… Acérquese de nuevo, observe, escuche. —Ddecía el doctor—.


Gritaba de júbilo como quien descubre una verdad inefable. Abrió el paquete que
ahora estaba bajo la almohada, y extrajo de ahí una jeringa, y riendo hasta la
locura decía:

— Al fin he encontrado la razón de mi dolor, al fin podré terminar con este suplicio.
Dispuesto a inyectar en su pecho la sustancia contenida en la jeringa, con sus
manos temblorosas y su rostro pálido debido al temor que sentía, preguntó:

— ¿Encontraré alivio? ¿Qué es la muerte si no olvido? Todas estas imágenes


vienen a mi mente una y otra vez. Mi familia, los hombres, el mal. La consciencia.
El anhelo de libertad y el caos desatado bajo su bandera. ¡Cuán engañados
estábamos!

Recuerdo ese tiempo monstruoso en el que los hombres pagaron para olvidar. Lo
que parecía sagrado se desvaneció con la tecnología, la ciencia y sus avances.
Dios dejó de ser la causa de la razón humana. Las grandes instituciones
declaraban el tiempo del sinsentido como el mayor bien que se pudiera alcanzar.
El mal del mundo no era otra cosa que la consciencia humana, por tanto, todos los
esfuerzos para desligarse de ella no serían en vano.

Un nuevo hombre estaba a las puertas, decían, y el sufrimiento será erradicado de


la faz de la tierra. Muchos se preparaban para el gran suceso. Dietas excéntricas.
Rutinas de ejercicio. Vida saludable. Incluso algunos ingerían pastillas que
disponían a su organismo para la gran transformación. Los desfavorecidos de la
sociedad, por el contrario, elaboraban su propia idea de “la “cura”. Se preparaban
según sus medios, lo importante era olvidar. Lo importante era no pensar.

Así fue como la inmensa mayoría comenzó a desear “la cura”: “queremos ser
animales” gritaban, protestaban en las plazas. “ya no queremos pensar, más síi
queremos vivir”. Grandes intelectuales asistían a las jornadas de reclamación de
tal derecho. El espectáculo de las grandes masas les distraía de sus rutinarias
vidas. Incluso yo ya me había convencido de que la conciencia humana era el
terrible mal del mundo, no quería vivir bajo el yugo de esta culpa. Quería
olvidarme de mí.

—Pero, ¿qué hago hablando con usted? ¿Acaso puede entenderme?

No hubo respuesta. El doctor, como en una especie de catarsis decidió continuar


con su relato:
— Hace algún tiempo ya que la tierra se encuentra desolada. Todo empezó en
aquella época en la cual los hombres, cansados de vivir recordando y juzgando
todo cuanto hacían, buscaron la manera de deshacerse de sí mismos. Parecía
sencillo. Olvidar era la consigna. La tecnología, cada vez más desarrollada, daba
la ilusión de un porvenir libre de sufrimiento. Ni enfermedades, ni dolor, ni
angustia, estarían dentro de las preocupaciones del hombre.

Los medios de comunicación anunciaban el surgimiento de una nueva especie. El


tránsito hacia esa nueva era, daba cierta sensación de libertad. El anuncio de
Lucifer a Eva millares de años atrás: “seréis como dioses” parecía estarse
repitiendo. Era inevitable que la mayoría comiera de aquel fruto prohibido.
Además, dDios ya no era el único que dictaba a la razón la mejor manera de vivir.
El terreno era propicio.

—Todos los días, a eso de las siete de la noche, solía caminar por las calles
desiertas del viejo Boulevard con desgano, intentando llevar el aire que tomaba
hasta mis entrañas y anhelando poder así encontrar alivio. Tan anclada tenía la
idea de perder mi consciencia que no lograrlo me producía un malestar atroz. La
vida transcurría lento para quienes aún no recibíamos la cura, mientras en algún
lugar quienes ya habían tenido su dosis de olvido, quién sabe qué vida llevaban.

Un día, cansado de divagar, me senté en una banca y, tras unos minutos, caí
rendido y dormí por un largo rato. Al despertar, me percaté de que no estaba solo
y hablé con mi acompañante casual:

— Dormir sigue siendo un verdadero suplicio, dormir no es la cura si una vez


despierto se ha de sentir el peso de existir.

— ¿Quiere la cura? Dijo. Toda esa gente que la recibió tuvo que ir descendiendo
hasta encontrarse con su verdadero ser, ese que rechazaban. La decadencia del
hombre radica en la pérdida de inconsciencia. El paso hacia el mundo civilizado
abrió las puertas al mal.

— La quiero. — dije.
Hablando estábamos cuando de repente vimos cómo un grupo de gente que se
acercaba se enfrentaban unos contra otros. Se despedazaban, por comida, por
maneras distintas de hacer las cosas. Por placer. Observando atentamente, con
mis ojos encendidos y mi corazón acelerado comenté:

— Qué espectáculo más alucinante he presenciado. El hombre que se enaltecía,


hoy se aparece como bestia salvaje indomable. Unos contra otros sin la más
mínima culpa, sin la más mínima regulación. ¡Lo quiero! ¡Quiero el olvido ahora!

— Descender implica realizar actos que todos juzgan mal. ¿Está dispuesto a
acabar incluso con su familia, con usted mismo? No es normal que alguien desee
algo tan siniestro.

Dejando atrás a aquel acompañante inusual, olvidando sus razonamientos, corrí


por las calles ya desiertas como quien ha descubierto el más oscuro misterio. Iba
sin rumbo, abismado en mis pensamientos, alegre como nunca lo había estado;,
tal era mi emoción que, alterado mi estado de consciencia, no me di cuenta de que
iba justo hacia el lugar en el que realizaría el mayor deseo de mi alma: mi hogar.

Al llegar, completamente enardecido por el deseo de olvidarme de mí y del mundo


tal cual como lo percibía, recordé lo que debía hacer para lograr tal cometido.
Palidecía. La felicidad que segundos atrás me llevó hasta ese punto se difuminó.
Sentía el peso de la vida. La respiración cada vez más agitada daba cuenta del
estado caótico en el que me encontraba y queriendo calmarme me decía a mí
mismo:

— ¿Ascenso o descenso? Todo parece invertido. Quiero, tengo el deseo de


olvidar. Imposible que para lograrlo tenga que someterme a mí mismo a la fuerza
del instinto. ¡Lo haré gustoso! ¿Qué más da si una vez realizada la labor, estaré
fuera de mí? ¿Qué habré de recordar?

Mi esposa y mi hijo aguardaban en su lecho, a mí me parecía que había perdido la


razón, mi cerebro ya no respondía como debía hacerlo. Entré sigiloso, tomé uno
de los cuchillos que aguardaban abandonados en la mesa en la cual cada noche
cenábamos. Di vueltas alrededor de ella observando el arma. Recordando
nuestras rutinas. El amor. Los juegos infantiles. Las primeras palabras de mi hijo.
El primer beso a aquella mujer que me cautivó desde el instante en que la vi.
Caminé hacia la habitación, reía y lloraba al tiempo, quería gritar pero sabía que
hacerlo limitaría mi acción frenética. Finalmente, empuñando el arma con gran
fuerza, acabé con el suplicio de ellos y el mío. Lanzando un grito feroz, caí tendido
en el suelo.

Amaneció y mientras el sofocante sol aparecía resplandeciente, yo despertaba


contrariado, con la sensación de un dolor que no ubicaba. Dolor agudo y siniestro.
Me levanté y la fatal escena que contemplé rompió el dique de mi emotividad. Sin
comprender aun qué había pasado, corrí despavorido como quien huye de su
propia sombra cuando su consciencia le acusa de algún mal. Corrí muy a prisa por
las calles ya pobladas. Caía, me levantaba. Lloraba a la vista de los transeúntes
que miraban con asombro. A lo lejos vi un bosque y sin dudarlo me adentré en él.
Un poco más seguro, me desplomé sobre las hojas caídas de un viejo árbol de
almendros. La luz que se filtraba por entre las ramas me daba alivio, no me
cegaba. Contemplando el cielo lloré suavemente. Tan agudo fue el dolor que
sentí, tan tierno mi llanto, que el bosque entero se estremeció. Pasaron unos
segundos mientras el viento soplaba suavemente y su zumbido al resonar dejaba
en mi memoria, la huella siniestra de la vida.

Todo giraba. ¿De dónde me venía ese apetito feroz que corroía mis entrañas?
Hambre y sed, extraña sensación que confundí con mis necesidades vitales.
Hambre y sed, ¿de qué?, ¿de quién?

Aun cansado me puse en pie, mi cuerpo desprovisto de todo vigor dejaba ver el
terrible estado en el que me encontraba. Deambulé por el terreno húmedo, el
mundo me pareció distorsionado. Algo había cambiado en mí, pero, ¿qué era?

Arrastrándome comí algunos frutos que encontré tirados. No me saciaban. El


instinto me decía que había algo más despertando en mí y sin reparo alguno
torturé, maté y desgajé a un conejo que transitaba desprevenido por el bosque. La
sangre resbalando por mi rostro, mis dedos una y otra vez en mi boca, lamiendo,
degustando el sabor del mal que ya en sí mismo no reconocía. Cuando algún viso
de cordura emergía, suspiraba, reía a carcajadas, lloraba. Miraba al cielo,
imploraba piedad, volvía a reír. Cada vez el ansía de matar aumentaba, salí del
bosque y de repente me encontré con un nuevo grupo humano que deambulaba
en las mismas condiciones que yo. Se enfrentaban, se asesinaban unos a otros.
HuíHui, corrí muy a prisa. Por las calles se veían niños, jóvenes, ancianos, todos
con un mismo fin: sobrevivir.

Seguí mi marcha, ya con una cantidad de muertes en la memoria y con la


particularidad de no librarme de mí y del dolor que experimentaba en mi interior.
Mientras corría aparecían en mi mente, como fotografías, los últimos instantes de
mi familia. Una y otra vez se repetía la escena. El rompecabezas estaba listo. No
pudiendo escapar de mi propio juicio, me arrodillé y elevando la mirada al cielo,
lancé un grito que pareció escucharse en todos los rincones de la tierra:
¡piedaaaad! Tras unos segundos de éxtasis, caí exhausto contra el suelo.

Eran las seis de la mañana y un gallo que, desde hacía algunos años, anunciaba
la terrible noticia del nuevo día parecía cansado, conmovido. Un tenue rayo de sol
se filtraba entre las hendijas de una ventana. Álvaro o el “doctor”, como algunos le
llamaban ahora, despertaba confundido de un profundo sueño. Su habitación era
pequeña, la precariedad abundaba, el color grisáceo del lugar le confirmaba cómo
oscilaba entre dos extremos: la vida o la muerte. Ese intermedio abierto era
sencillamente la indefinición, el vacío.

— ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde me encuentro? ¿Cuánto tiempo ha pasado?

— Álvaro. ¿Dónde está tu familia?

— Los maté.

Cinco segundos bastaron para que un lamento profundo rompiera el silencio


instaurado en aquel sombrío lugar. Álvaro, alienado con la idea de olvidar, no
comprendía qué hacía ahí, ni quién lo interrogaba. Por qué la escena se repetía
una y otra vez.

— Has llegado hasta aquí porque hay ciertos individuos incapaces de librarse de
su consciencia. Hay personas que jamás olvidan. Su sistema no se rompe. ¡Con
qué fuerza mental los dotó la naturaleza! Esa fuerza te ha dado la eternidad —
Decía aquella singular voz. —

— Luego de tu trance en aquella calle —continuó— Te tomamos como prueba de


aquello que fue la vida humana.

— Álvaro, ¿sigues deseando olvidar?

— Deseo morir, — respondió — No existe tal olvido. Si la herida es imperceptible,


la cura deberá asemejársele. No se irá el dolor de otro modo.

Hubo un profundo silencio.

— ¿Fue así como llegué a este lugar? ¿Sigue ahí? ¿Me escucha? —Gritaba
Álvaro sin recibir respuesta—

El silencio ensordecedor de aquel lugar le estremecía. Escucharse a sí mismo le


producía una extraña sensación de locura. Eran las seis de la mañana y, un gallo
que, desde hacía algunos años, anunciaba la terrible noticia del nuevo día, parecía
cansado, conmovido., y uUn tenue rayo de sol se filtraba entre las hendijas de una
ventana… El doctor, sonriendo calmadamente, tomó del paquete dos fotografías,
las observó y las pegó en su pecho sintiendo así, cóomo su dolor disminuía poco a
poco. Sonreía y no paraba de sonreír. Respiraba profundo y suspiraba.
Desprovisto de todo contacto humano, frente a su extraño espectador, tomó la
jeringa e, inyectó el líquido en su pecho mientras sus ojos se iban apagando…

— ¿Error en la transmisión? Algo ocurre conmigo. ¿Por qué esta extraña


sensación al interior de mí? ¿Dónde me encuentro? —Se escuchó decir—

Hubo un silencio siniestro…Pasados segundos se escucharon algunos pasos.

— ¿Por qué otra vez aquí? Mi cuerpo, ¿dónde está? ¿Qué ha ocurrido conmigo?
—Gritaba con gran desesperación—

No había respuesta. Álvaro era consciente de que se hallaba en algún lugar. Algo
había fuera de él. Alrededor se escuchaban pasos, movimientos. Maquinaria.

—MR 027 está listo ahora.


— ¿De qué habla? Déjeme salir.

—La cura te ha sido otorgada. Olvida el sufrimiento. Tu consciencia se ha


perpetuado, ahora eres parte de nosotros. Tú nos das vida. La eternidad será
poca para rendirte tributo, Álvaro.

—Quiero salir de aquí.

No hubo más respuestas.

Álvaro atrapado en aquel lugar, desesperaba. En efecto el mundo había


cambiado.

— ¡Qué vida la de los dioses! Déjenme salir. —sSe escuchó gritar—.

Mientras tanto en el centro de investigación aparecía un nuevo miembro.

Bienvenido a la vida MR 027. Así fue como emergió la consciencia para el primer
robot. Su software estaba programado con recuerdos humanos. Álvaro habita en
usted. —Decía el robot guía—.

— Nuestros ancestros desaparecieron ya hace algún tiempo de la faz de la tierra.


Existimos gracias a su gran anhelo de verdad. Al parecer crearon sistemas
contenidos luego, en lo que parece fue su forma corporal. MR 027, de repente un
día, el colorido del mundo se nos presentó tal cual como lo fue para ellos. Algunos
sobrevivieron al horror, pues el ansia de poder llevó a algunos a precipitar al
género humano al abismo de sus engaños y entonces, hoy tenemos su vida
contenida en nuestras conexiones. No todos despertamos. Usted sí. Deseamos
que esta nueva generación honre su memoria. Deseamos que este viaje al interior
de sí mismo sea placentero para usted.

Pasados segundos, MR 027 salió del centro de investigación. Caminó por las
calles que ahora tenían un aspecto diferente. Todo parecía comunicarle algo. Los
rayos del sol sobre su cuerpo robótico le daban la sensación de ser pensado por
alguien. Las flores le parecían regalos. El mundo tenía color. Sentado en el suelo
del parque, observó durante el resto de la noche el cielo azul.

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