En 1880

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En 1880, Argentina era el mayor exportador del mundo de cereales y carne.

En 1900, su red
ferroviaria tenía 16.400 kilómetros. Más de tres millones de personas (sobre todo españoles e
italianos) emigraron al país entre 1860 y 1913. Buenos Aires era en 1900 una gran ciudad de
950.000 habitantes; Río de Janeiro tenía 811.000; México, Santiago de Chile y Montevideo, más
de 300.000; Sao Paulo y La Habana, 250.000. Chile experimentaba un considerable desarrollo
económico y comercial gracias a la extracción y producción de nitratos, fertilizantes y cobre. La
economía mexicana creció entre 1895 y 1910 a una media anual del 3,5%; en 1910 su red
ferroviaria sumaba 24.000 kilómetros. Cuando comenzaba el siglo xx, Brasil (cerca de dos
millones de inmigrantes entre 1870 y 1914, 70% de la producción mundial de café en 1900),
Argentina, Chile, Uruguay, México, Venezuela (explotación de petróleo desde 1917) y Cuba –
país que entre 1900 y 1910 experimentó una excepcional transformación– eran países que
ofrecían, indudablemente, múltiples posibilidades. Con economías de exportación (ganado y
cereales en el sur; café en Brasil y Colombia; plata y estaño en Bolivia; nitratos y cobre en Chile;
guano, cobre, algodón en Perú; azúcar en Cuba; petróleo en Venezuela y México) y grandes
inversiones de capital extranjero en minas, bancos, electricidad, gas, ferrocarriles, tranvías e
instalaciones portuarias, América Latina estaba cada vez más integrada en la economía
mundial. Como mostraban la aparición entre 1890 y 1914 del modernismo, el movimiento
literario liderado por Rubén 130 Breve historia del mundo contemporáneo Darío; el despertar
de la conciencia continental (Rodó, José Martí, Hostos, Vasconcelos, Mariátegui...) y el
despliegue cultural de todo el continente (novelas de la naturaleza o de la tierra; literatura
indigenista; la novela de la revolución mexicana; vanguardias literarias y artísticas: Vallejo,
Huidobro, Neruda, Borges...; los muralistas mexicanos, Orozco, Rivera, Siqueiros; las novelas de
dictadores, como El Señor Presidente de Asturias, etcétera), América Latina no estaba en la
periferia de la modernidad: desarrollaba su propia modernidad. La historia de América Latina
en el siglo xx iba a ser la historia de una inmensa revolución. La preocupación del pensamiento
y la literatura continentales por cuestionarse y definir la propia realidad latinoamericana, por
buscar las raíces e identidad del continente y de sus distintas realidades nacionales (a las que
en 1903 se añadió Panamá), ponía de relieve el carácter problemático que en América tenía
desde la independencia la construcción nacional: estados débiles, población escasa,
desvertebración geográfica, escasa socialización de la política (muy evidente en países con
fuerte población indígena), atraso económico, social y educativo, inestabilidad y violencia
política. Latinoamérica tendría que afrontar en el siglo xx inmensos problemas de construcción
y vertebración nacionales, de desarrollo económico y social, de articulación de la sociedad civil,
de legitimación del poder, fortalecimiento del Estado y estabilización de la política: entre 1900
y 1945 se produjeron 104 cambios de poder violentos: revoluciones, golpes de Estado,
asesinato de presidentes. La modernización política de América Latina (62, 6 millones en 1900;
126 millones de habitantes en 1940) fue, pues, extraordinariamente compleja. El continente no
estaba inexorablemente condenado al ciclo guerras civiles-caudillismo, que había jalonado su
evolución en el siglo xix. Desde más o menos 1880, Argentina, Uruguay, Brasil y Chile, por
ejemplo, tuvieron evoluciones políticas comparativamente estables. Dirigida por una oligarquía
liberal-conservadora, Argentina vivió desde 1880 (presidencias de El otro Occidente 131 Julio
A. Roca, Juárez Celman, Carlos Pellegrini, Luis Sáenz Peña y otros) un proceso extraordinario de
transformación, la llegada masiva de inmigrantes y una inusitada estabilidad política, que
culminó en 1912 con la aprobación de una reforma electoral –sufragio universal, secreto y
obligatorio para varones mayores de dieciocho años– que posibilitó la transición pacífica a la
democracia: las elecciones de 1916 llevaron al poder a Hipólito Yrigoyen (1916-1922), el líder
de la Unión Cívica Radical, al partido de las clases medias urbanas que desde 1890 reclamaba
elecciones limpias y la reforma radical del país. Bajo el liderazgo de José Batlle y Ordóñez,
presidente en 1903-1907 y 1911-1915, y de su partido, el Partido Colorado que gobernó hasta
1958, Uruguay se transformó en un Estado moderno: Estado de derecho, nacionalización de
servicios públicos e instituciones financieras, sistema estatal de seguridad social, grandes obras
públicas estatales, extensión de la educación pública. Tras el enfrentamiento entre el
Parlamento y el presidente Balmaceda (1886-1891), Chile tuvo hasta 1925 un régimen
parlamentario –dominado por la Unión Liberal y la Alianza liberal-conservadora–, sin duda
inestable y fragmentado (y desafiado por la intensa agitación laboral protagonizada por los
trabajadores mineros) pero civilista y abierto: las elecciones de 1920 llevaron a la presidencia al
dirigente liberal popular Jorge Alessandri, que en 1925, en un segundo mandato, aprobó una
nueva Constitución democrática, laicista y social. La misma Revolución mexicana (1910-1920)
estalló en principio como un movimiento en nombre de la democracia –oposición, encabezada
por Francisco Madero, un hacendado liberal a la reelección del presidente Porfirio Díaz que
gobernaba desde 1880–, como una fractura, por tanto, dentro de la propia élite de poder. La
destrucción del «porfiriato» tras la renuncia de Díaz, desató un caótico y fragmentado proceso
revolucionario, o varios procesos revolucionarios simultáneos (levantamientos populares,
asesinato de Madero, golpe del general Huerta, ejércitos revolucionarios de 132 Breve historia
del mundo contemporáneo Carranza, Obregón, Villa y Zapata), que nadie pudo controlar, pero
que condujo, primero, al triunfo del constitucionalismo, encarnado por Carranza y la
Constitución de 1917 y después, a la estabilización del nuevo orden revolucionario, ya con las
presidencias de Obregón (1920-1924), y Plutarco Elías Calles (1924-1928). En otros países, las
tendencias hacia la transformación política fueron, sin duda, mucho más limitadas (dictaduras
de Juan V. Gómez en Venezuela, 1908-1935; Estrada Cabrera en Guatemala, 1898-1920;
Augusto B. Leguía en Perú, 1919-1930). Estados Unidos, para quien América Latina y
especialmente el Caribe iban adquiriendo creciente valor, intervino militarmente –como
respuesta a situaciones inmediatas, no como proyecto de anexión a corto o medio plazo– en la
República Dominicana (1905, 1916-1924), Cuba (1906-1909, 1911-1912, 1917-1922), Panamá
(1908, 1912, 1918), Honduras (1911, 1922), Nicaragua (1909- 1933), México (1914, 1916) y
Haití (1915-1934). Los cambios que se venían produciendo –industrialización y urbanización
crecientes, inmigración masiva, exigencias de participación política, ciclos de prosperidad y
crisis, mayor poder del Estado, malestar social, presencia de los Estados Unidos– eran de una
forma u otra considerables. Los efectos de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) –caída
general de importaciones y de la inversión extranjera, «boom» temporal de exportaciones,
industrialización de sustitución, crisis económica de la posguerra, nueva recuperación en los
años veinte– condicionaron aún más la evolución continental. La insatisfacción se tradujo en
manifestaciones significativas: agitación universitaria en numerosos países, huelgas y protestas
obreras, creación de partidos comunistas, aparición de movimientos populistas (como el APRA
peruano de Haya de la Torre, 1924), ideologías agraristas e indigenistas, brotes de malestar
militar, levantamiento cristero en México (1927). La repuesta pareció estar en el nacionalismo.
En México, por ejemplo, el presidente Obregón (1920-1924) oficializó el indigenismo (como
hizo en Perú la dictadura de El otro Occidente 133 Leguía, 1919-1930). El presidente Calles, que
controló el país entre 1924 y 1934, institucionalizó el partido de la revolución, el Partido
Nacional Revolucionario, aseguró el presidencialismo y la continuidad de la revolución en el
poder. Lázaro Cárdenas (1934-1940) nacionalizó los bienes nacionales –el petróleo– e integró
en las estructuras del poder a las organizaciones obreras y sindicales. Golpes militares
nacionalistas pusieron fin a los regímenes parlamentarios en Chile (1924), Argentina (1930), y
Brasil (1930). Machado creó en Cuba (1924-1933) una dictadura con rasgos fascistizantes. La
crisis de 1929, cuyos efectos en América Latina –una economía de exportación y capitales
extranjeros– fueron desastrosos, reforzó el giro nacional y autoritario: once de las veinte
repúblicas cambiaron irregularmente de gobierno entre 1930 y 1931. La nuevas dictaduras de
Guatemala (general Ubico, 1931-1944), El Salvador (Hernández Martínez, 1931-1944),
República Dominicana (A. Somoza, 1937-1956), y Honduras (Carlos Andino, 1932-1949) no
fueron sino dictaduras civiles o militares tradicionales. En Cuba, la revolución de 1933 contra
Machado desembocó en el régimen del coronel Batista (1933-1944), un régimen populista que
legalizó los partidos y permitió una amplia libertad política y cultural (aunque no satisfizo las
expectativas suscitadas por la revolución de 1933, origen de buena parte de lo que sucedería
en el país hasta la revolución castrista de 1959). El golpe chileno de 1924 culminó en la
dictadura del general Ibáñez del Campo (1927-1931) que a través de una política de obras
públicas, la creación de un sector bancario del Estado y la extensión de derechos sociales a los
trabajadores, dio a Chile cuatro años de estabilidad y prosperidad cuya memoria gravitaría,
luego, sobre la democracia chilena, restaurada en 1932. El golpe brasileño llevó al poder en
1931 a Getulio Vargas, que gobernó hasta 1945 (y luego, entre 1951 y 1954). Su Estado Novo
fue un régimen nacionalista, corporativo, centralizado, que impulsó desde el Estado la
industrialización del país, llevó a cabo grandes obras de infraestructu- 134 Breve historia del
mundo contemporáneo ra, regularizó la exportación del café y estableció una amplia
legislación social. El golpe argentino de 1930, encabezado por el general Uriburu, puso fin a
sesenta años de gobierno civil. Dio paso en 1932 a una situación moderada que restableció el
régimen constitucional. Pero hizo del ejército el árbitro de la vida política. El 4 de junio de
1943, un nuevo golpe, dirigido por oficiales nacionalistas y proalemanes (los generales Ramírez
y Farrell, el coronel Juan Domingo Perón), implantó un régimen autoritario, antiliberal y
anticomunista, en el que el coronel Perón, ministro de Trabajo y vicepresidente del gobierno,
puso los cimientos de un nuevo orden social sobre la base de una amplia y progresiva política
laboral y el apoyo sindical. La dimisión del gobierno militar en octubre de 1945 no significó el
retorno de la democracia: grandes manifestaciones populares llevaron al poder a Perón, como
certificaron las elecciones de febrero de 1946. La América Latina de 1945, en cualquier caso, no
era la América de 1900. La población total en 1950 era de 159,3 millones de habitantes.
Buenos Aires tenía ya en torno a cinco millones; Río de Janeiro, tres millones; Sao Paulo y
México, más de dos millones; Santiago de Chile y La Habana, en torno a 1-1,2 millones de
habitantes. Transportes, electricidad, comunicaciones (prensa, radio: en Argentina desde
1924), los deportes de estadio, teatros, el cine, universidades, editoriales, ateneos, centros y
revistas culturales, habían cambiado la vida colectiva. El tango argentino (con la figura de
Carlos Gardel), el samba brasileño, la música cubana, se habían popularizado, desde los años
veinte, en todo Occidente. Uruguay ganó en 1930 el primer campeonato mundial de fútbol. Los
países latinoamericanos tuvieron desde 1920 un papel muy activo en la gestión de la Sociedad
de Naciones. Cualesquiera que fuesen sus problemas, el continente, a diferencia de Europa,
sólo conoció una guerra: la guerra del Chaco (1932-1935) que enfrentó a Bolivia y Paraguay por
viejos problemas fronterizos. En 1945, la escritora chilena Gabriela Mistral recibió el premio
Nobel de Literatura. Decididamente, América Latina contaba en el mundo.

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