Poder y Desaparicion - Calveiro 2
Poder y Desaparicion - Calveiro 2
Poder y Desaparicion - Calveiro 2
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PRELUDIO
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cívica es inestimable para la sociedad argentina. Que algún día -espero-
reconocerá esa deuda.
Este libro contiene dos relatos. El primero es el que cuaja negro sobre
blanco, analítico, pensante, aparentemente despersonalizado.
Aparentemente. El relato segundo, invisible a los ojos, es el que sostiene
una escritura que jamás decae, alimentada por una pasión indemne a
pesar de la tortura y la visión de diversos rostros de la muerte, y
seguramente movida por el deseo de acabar con "el silencio que navega
sobre la amnesia" social. Con el trabajo para y desde este texto, Pilar
Calveiro sale airosa del campo de concentración y, con ella, vivos o
muertos, todos sus compañeros de dolor. Es decir, este libro es también
una victoria.
Juan Gelman
CONSIDERACIONES PRELIMINARES
Salvadores de la patria
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peronismo—, las Fuerzas Armadas, y en especial el Ejército, se
constituyeron en el medio para acceder al gobierno a través de las
asonadas militares. Así, se convirtieron en receptáculo de los ensayos de
distintas fracciones del poder por recuperar cierto consenso pero, sobre
todo, por mantener el dominio.
Las Fuerzas Armadas fueron convirtiéndose en el núcleo duro y
homogéneo del sistema, con capacidad para representar y negociar con
los sectores decisivos su acceso al gobierno. La gran burguesía
agroéxportadora, la gran burguesía industrial y el capital monopólico se
convirtieron en sus aliados, alternativa o simultáneamente. Toda decisión
política debía pasar por su aprobación. La limitación que representaba
para los sectores poderosos su falta de consenso se disimulaba ante el
poder disuasivo y represivo de las armas; el alma del poder político se
asentaba en el poder militar.
La capacidad de negociación de las Fuerzas Armadas con diferentes
sectores sociales dio lugar a la formación de grupos internos que apoyaron
a una u otra fracción del bloque en el poder. La institución en su conjunto
fue capaz de reflejar en sus propias filas corrientes atomizadas pero que
aceptaban, por vía de la disciplina y la jerarquía, una unidad institucional
y una subordinación al sector dominante, según el proyecto de turno. Las
corrientes internas pudieron articularse y encontrar consistencia por la
identificación con el interés corporativo y por la existencia de una red de
lealtades e influencias que sostiene la estructura: la pertenencia a una
determinada arma o a una promoción, el haber compartido un destino o el
conocimiento personal, anees que las inclinaciones político ideológicas,
pueden ser razón de respeto y reconocimiento. Este rasgo fue de primera
importancia en el marco de una nación en que las clases dominantes no
habían logrado forjar una alianza estable y los partidos políticos
atravesaban una profunda crisis de representación frente a una sociedad
compleja y ambivalente. La atomización política y económica de la
sociedad se compensaba entonces, hasta cierto punto, por la unidad
disciplinaria del aparato armado y su imposición sobre la sociedad.
De esta manera, las Fuerzas Armadas concentraron la suma del poder
militar y la representación de múltiples fracciones y segmentos del poder,
adjudicada tácitamente. Esta conjunción explica su alta independencia con
respecto a cada una de las fracciones o segmentos en particular.
El proceso conjunto de autonomía relativa y acumulación de poder
crecientes las llevó a asumir con bastante nitidez el papel mismo del
Estado, de su preservación y de su reproducción, como núcleo de las
instituciones políticas, en el marco de una sociedad cuyos partidos eran
incapaces de diseñar una propuesta hegemónica.
Así, los militares "salvaron" reiteradamente al país —o a los grupos
dominantes— a lo largo de 45 años; a su vez, sectores importantes de la
sociedad civil reclamaron y exigieron ese salvataje una vez tras otra. En 1
976, no existía partido político en Argentina que no hubiera apoyado o
participado en alguno de los numerosos golpes militares. Radicales del
pueblo, radicales intransigentes, conservadores, peronistas, socialistas y
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comunistas se asociaron con ellos, en diferentes coyunturas.
El general Benito Reynaldo Bignone, último presidente de facto, señaló:
"nunca un general se levantó una mañana y dijo: 'vamos a descabezar a
un gobierno'. Los golpes de Estado son otra cosa, son algo que viene de la
sociedad, que va de ella hacia el Ejército, y éste nunca hizo más que
responder a ese pedido.'" El razonamiento es tramposo por ser sólo
parcialmente cierto. Se podría decir, en cambio, que los golpes de Estado
vienen de la sociedad y van hacia ella; la sociedad no es el genio maligno
que los gesta ni tampoco su víctima indefensa. Civiles y militares tejen la
trama del poder. Civiles y militares han sostenido en Argentina un poder
autoritario, golpista y desaparecedor de toda disfuncionalidad. Y sin
embargo, la trama no es homogénea; reconoce núcleos duros y también
fisuras, puntos y líneas de fuga, que permiten explicar la índole del poder.
Cuando se dio el golpe de 1976, por primera vez en la historia de las
asonadas, el movimiento se realizó con el acuerdo activo y unánime de las
tres armas. Fue un movimiento institucional, en el que participaron todas
las unidades sin ningún tipo de ruptura de las estructuras jerárquicas
decididas, esta vez sí, a dar una salida definitiva y drástica a la crisis. En
ese momento, la historia argentina había dado una vuelta decisiva. El
peronismo, ese "mal" que signara por décadas la vida nacional, amenaza
y promesa constante durante casi 30 años, había hecho su prueba final
con el consecuente fracaso. Se habían sucedido, sin descanso, años de
violencia, la reinstalación de Perón en el gobierno y el derrumbe de su
modelo de concertación, el descontrol del movimiento peronista, el caos
de la sucesión presidencial y el desastroso gobierno de Isabel Perón, el
rebrote de la guerrilla, la crisis económica más fuerte de la historia ar-
gentina hasta entonces; en suma, algo muy similar al caos. Argentina
parecía no tener ya cartas para jugar. La sociedad estaba harta y, en
particular la clase media, clamaba por recuperar algún orden. Los
militares estaban dispuestos a "salvar" una vez más al país, que se dejaba
rescatar, dispuesto a cerrar los ojos con tal de recuperar la tranquilidad y
la prosperidad perdidas muchos años atrás —y gracias a más de un
gobierno militar.
Las tres armas asumieron la responsabilidad del proyecto de salvataje.
Ahora sí, producirían todos los cambios necesarios para hacer de
Argentina otro país. Para ello, era necesario emprender una operación de
"cirugía mayor", así la llamaron. Los campos de concentración fueron el
quirófano donde se llevó a cabo dicha cirugía -no es casualidad que se
llamaran quirófanos a las salas de tortura—; también fueron, sin duda, el
campo de prueba de una nueva sociedad ordenada, controlada, arenada.
Las Fuerzas Armadas asumieron el disciplinamiento de la sociedad, para
modelarla a su imagen y semejanza. Ellas mismas como cuerpo
disciplinado, de manera tan brutal como para internalizar, hacer carne,
aquello que imprimirían sobre la sociedad. Desde principios de siglo, bajo
el presupuesto del orden militar se impuso el castigo físico —virtual
tortura—sobre militares y conscriptos, es decir sobre toda la población
masculina del país. Cada soldado, cada cabo, cada oficial, en su proceso
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de asimilación y entrenamiento aprendió la prepotencia y la arbitrariedad
del poder sobre su propio cuerpo y dentro del cuerpo colectivo de la
institución armada.
Cuando la disciplina se ha hecho carne se convierte en obediencia, en "la
sumisión a la autoridad legítima. El deber de un soldado es obedecer ya
que ésta es la primera obligación y la cualidad más preciada de todo
militar"'. Es decir, las órdenes no se discuten, se cumplen.
Pero vale la pena detenerse un momento en el proceso orden-obediencia,
grabado a fuego en las instituciones militares. Cuanto más grave es la
orden, más difusa, "eufemística", suele ser su formulación y más se
difumina también el lugar del que emana, perdiéndose en la larguísima
cadena de mandos.
Hay algunos mecanismos internos que facilitan el flujo de la obediencia y
diluyen la responsabilidad. La orden supone, implícitamente, un proceso
previo de autorización. El hecho de que un acto esté autorizado parece
justificarlo de manera automática. Al provenir de una autoridad
reconocida como legítima, el subordinado actúa como si no tuviera
posibilidad de elección. Se antepone a todo juicio moral el deber de
obedecer y la sensación de que la responsabilidad ha sido asumida en otro
lugar. El ejecutor se siente así libre de cuestionamiento y se limita al
cumplimiento de la orden. Los demás son cómplices silenciosos.
El miedo se une a la obligación de obedecer, reforzándola. La fuerza del
castigo que sobreviene a cualquier incumplimiento, y que se ha grabado
previamente en el subordinado, es el sustrato de este miedo, que se
refuerza permanentemente con nuevas amenazas. La aceptación de la
institución y el temor a su potencialidad destructiva no son elementos
excluyentes.
A su vez, existe un proceso de burocratización que implica una cierta
rutina, "naturaliza" las atrocidades y, por lo mismo, dificulta el
cuestionamiento de las órdenes. En la larga cadena de mandos cada
subordinado es un ejecutor parcial, que carece de control sobre el proceso
en su conjunto. En consecuencia, las acciones se fragmentan y las
responsabilidades se diluyen.
Las cabezas dan unas órdenes con las que no toman contacto. Los
ejecutores se sienten piezas de una complicadísima maquinaria que no
controlan y que puede destruirlos. El campo de concentración aparece
como una máquina de destrucción, que cobra vida propia. La impresión es
que ya nadie puede detenerla. La sensación de impotencia frente al poder
secreto, oculto, que se percibe como omnipotente, juega un papel clave
en su aceptación y en una actitud de sumisión generalizada.
Por último, la diseminación de la disciplina en la sociedad hace que la
conducta de obediencia tenga un alto consenso y la posibilidad de
insubordinación sólo se plantee aisladamente. Aunque el dispositivo está
preparado para que los individuos obedezcan de manera automática e
incondicional, esto ocurre en distintos grados, que van de la más profunda
internalización a un consentimiento poco convencido, sin desechar la
desobediencia que, aunque es muy eventual, existe. Aun en el centro
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mismo del poder, la homogeneización y el control total son sólo ilusiones.
La autonomía creciente de las Fuerzas Armadas, su vínculo con la
sociedad y el papel que jugó en ellas la disciplina y el temor son sólo un
apunte preliminar para recordar que sin estos elementos no hubiera sido
posible la experiencia concentracionaria. No intentaré trazar aquí las
características del poder en el llamado Proceso de Reconstrucción Na-
cional. Aparecerán a lo largo del texto a través de una de sus criaturas,
quizás la más oculta, una creación periférica y medular al mismo tiempo:
el campo de concentración.
Sin embargo, cabe señalar también que las características de este poder
desaparecedor no eran flamantes, no constituyeron un invento.
Arraigaban profundamente en la sociedad desde el siglo XIX, favoreciendo
la desaparición de lo disfuncional, de lo incómodo, de lo conflictivo. No
obstante, el Proceso tampoco puede entenderse como una simple
continuación o una repetición aumentada de las prácticas antes vigentes.
Representó, por el contrario, una nueva configuración, imprescindible para
la institucionalización que le siguió y que hoy rige. Ni más de lo mismo, ni
un monstruo que la sociedad engendró de manera incomprensible. Es un
hijo legítimo pero incómodo que muestra una cara desagradable y exhibe
las vergüenzas de la familia en tono desafiante. A la vez, oculta parte de
su ser más íntimo. Intentamos mirarlo aquí de frente a esa cara oculta,
que se esconde, en el rostro del pretendido "exceso", verdadera norma de
un poder desaparecedor que a su vez se nos desaparece también a
nosotros una y otra vez.
La vanguardia iluminada
"Los muertos demandan a los vivos: recordadlo todo y
contadlo; no solamente pera combatir los campos sino
también para que nuestra vida, al dejar de sí una
huella, conserve su sentido. "'
TZVETAN TODOROV
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crecientemente militar. Pero en realidad, la idea de considerar la política
básicamente como una cuestión de fuerza, aunque profundizada por el
foquismo, no era una "novedad" aportada por la joven generación de gue-
rrilleros, ya fueran de origen peronista o guevarista, sino que había
formado parte de la vida política argentina por lo menos desde 1930.
Los sucesivos golpes militares, entre ellos el de 1955, con fusilamiento de
civiles y bombardeo sobre una concentración peronista en Plaza de Mayo;
los fusilamientos de José León Suárez; la proscripción del peronismo,
entre 1955 y 1973, que representaba la mayoría electoral compuesta por
los sectores más desposeídos de la población; la cancelación de la
democracia efectuada por la Revolución Argentina de 1966, cuya política
represiva desencadenó levantamientos de tipo insurreccional en las
principales ciudades del país (Córdoba, Tucumán, Rosario y Mendoza,
entre 1969 y 1972), fueron algunos de los hechos violentos del contexto
político netamente impositivo, en el que creció esta generación. Por eso,
la guerrilla consideraba que respondía a una violencia ya instalada de
antemano en la sociedad.
Al inicio de la década de los 70, muchas voces, incluidas las de políticos,
intelectuales, artistas, se levantaban en reivindicación de la violencia,
dentro y fuera de Argentina. Entre ellas tenía especial ascendiente en
ciertos sectores de la juventud la de Juan Domingo Perón quien, aunque
apenas unos años después llamaría a los guerrilleros "mercenarios",
"agentes del caos' e "inadaptados", en 1 970 no vacilaba en afirmar: "La
dictadura que azota a la patria no ha de ceder en su violencia sino ante
otra violencia mayor.'"1 "La subversión debe progresar."'' "Lo que está en-
tronizado es la violencia. Y sólo puede destruirse por otra violencia. Una
vez que se ha empezado a caminar por ese camino no se puede
retroceder un paso. La revolución tendrá que ser violenta."
Por otra parte, la práctica inicial de la guerrilla y la respuesta que obtuvo
de vastos sectores de la sociedad afianzó la confianza en la lucha armada
para abordar los conflictos políticos. Jóvenes, que en su mayoría oscilaban
entre los 18 y los 25 años, lograron concentrar la atención del país con
asaltos a bancos, secuestros, asesinatos, bombas y toda la gama de
acciones armadas que, a su vez, les dieron una voz política. "Sí, sí,
señores, soy terrorista; sí sí señores, de corazón..." cantaban en 1 973
decenas de miles de jóvenes congregados en las columnas de la Juventud
Peronista que, en realidad, nunca fueron terroristas; si acaso, algunos
pocos eran militantes armados.
¿Qué pretendían? Desde la izquierda o el peronismo buscaban,
básicamente, una sociedad mejor. En el lenguaje de la época, la "patria
socialista" quería decir, sustancialmente, mayor justicia social, mejor
distribución de la riqueza, participación política. Pretendían ser la vanguar-
dia que abriría el camino, aun a costa de su propio sacrificio, para una
Argentina más incluyente.
Durante los primeros años de actividad, entre 1970 y 1974, la guerrilla
tendía a seleccionar de manera muy política los blancos del accionar
armado, pero a medida que la práctica militar se intensificó, el valor
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efectista de la violencia multiplicó engañosamente su peso político real; la
lucha armada pasó a ser la máxima expresión de la política primero, y la
política misma más tarde.
La influencia del peronismo en las Organizaciones Armadas Peronistas, y
su práctica de base creciente entre los años 1972 y 1974, las había
llevado a una concepción necesariamente mestiza entre el foquismo y el
populismo, más rica y compleja. Pero esta apertura se fue desvirtuando y
empobreciendo a medida que Montoneros se distanciaba del movimiento
peronista y crecía su aislamiento político general.
El proceso de militarización de las organizaciones y la consecuente
desvinculación de la lucha de masas tuvieron dos vertientes principales:
por una parte el intento de construir, como actividad prioritaria, un
ejército popular que se pretendía con las mismas características de un
ejército regular, por la otra la represión que, sobre todo en el caso de
Montoneros, la fue obligando a abandonar el amplio trabajo de base
desarropado entre 1972 y 1974.
La militarización, y un conjunto de fenómenos colaterales pero no menos
importantes, como la falta de participación de los militantes en la toma de
decisiones, el autoritarismo de las conducciones y el acallamiento del
disenso —fenómenos que se registraron en muchas de las guerrillas
latinoamericanas— debilitaron internamente a las organizaciones
guerrilleras. Lo cierto es que su proceso de descomposición estaba
bastante avanzado cuando se produjo el golpe militar de 1976. La
guerrilla había comenzado a reproducir en su interior, por lo menos en
parte, el poder autoritario que intentaba cuestionar.
Las armas son potencialmente "enloquecedoras": permiten matar y, por lo
tanto, crean la ilusión de control sobre la vida y la muerte. Como es obvio,
no tienen por sí mismas signo político alguno pero puestas en manos de
gente muy joven que además, en su mayoría, carecía de una experiencia
política consistente funcionaron como una muralla de arrogancia y
soberbia que encubría, sólo en parte, una cierra ingenuidad política.
Frente a un Ejército tan poderoso como el argentino, en ] 974 los
guerrilleros ya no se planteaban ser francotiradores, debilitar, fraccionar y
abrir brechas en él; querían construir otro de semejante o mayor
potencia, igualmente homogéneo y estructurado. Poder contra poder. La
guerrilla había nacido como forma de resistencia y hostigamiento contra la
estructura monolítica militar pero ahora aspiraba a parecerse a ella y
disputarle su lugar. Se colocaba así en el lugar más vulnerable; las
Fuerzas Armadas respondieron con todo su potencial de violencia.
La persecución que se desató contra las organizaciones sociales y políticas
de izquierda en general y contra las organizaciones armadas en particular,
después de la breve "primavera democrática", partió, en primer lugar, de
la derecha del movimiento peronista, ligada con importantes sectores del
aparato represivo. Ya en octubre de 1973, comenzó el accionar público de
la Alianza Anticomunista Argentina o Triple A (AAA), dirigida por el
ministro de Bienestar Social, José López Rega, y claramente protegida y
vinculada con los organismos de seguridad.'
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A partir de la muerte de Perón, desatada la pugna por la "sucesión
política" dentro del peronismo, su accionar se aceleró. Entre julio y agosto
de 1 974 se contabilizó un asesinato de la AAA cada 9 horas". Para
septiembre de 1974 habían muerto, en atentados de esa organización,
alrededor de 200 personas. Se inició entonces la práctica de la
desaparición de personas.
Por su parte, durante 1974 y 1975, la guerrilla multiplicó las acciones
armadas, aunque nunca alcanzó el número ni la brutalidad del accionar
paramilitar—por ejemplo, jamás practicó la tortura, que fue moneda
corriente en las acciones de la AAA. Se desató entonces una verdadera
escalada de violencia entre la derecha y la izquierda, dentro y fuera del
peronismo.
Cuando se produjo el golpe de 1976 —que implicó la represión masificada
de la guerrilla y de toda oposición política, económica o de cualquier tipo,
con una violencia inédita—, al desgaste interno de las organizaciones y a
su aislamiento se sumaban las bajas producidas por la represión de la
Triple A. Sin embargo, tanto ERP como Montoneros se consideraban a sí
mismas indestructibles y concebían el triunfo final como parte de un
destino histórico prefijado.
A partir del 24 de marzo, la política de desapariciones de la AAA tomó el
carácter de modalidad represiva oficial, abriendo una nueva época en la
lucha contrainsurgente. En pocos meses, las Fuerzas Armadas
destruyeron casi totalmente al ERP y a las regionales de Montoneros que
operaban en Tucumán y Córdoba. Los promedios de violencia de ese año
indicaban un asesinato político cada cinco horas, una bomba cada tres y
15 secuestros por día, en el último trimestre del año. La inmensa mayoría
de las bajas correspondía a los grupos militantes; sólo Montoneros perdió,
en el lapso de un año, 2 mil activistas, mientras el ERP desapareció.
Además, existían en el país entre 5 y 6 mil presos políticos, de acuerdo
con los informes de Amnistía Internacional.
Roberto Santucho, el máximo dirigen te del ERP, comprendió demasiado
tarde. En julio de 1976, pocos días antes de su muerte y de la virtual
desaparición de su organización, habría afirmado: "Nos equivocamos en la
política, y en subestimar la capacidad de las Fuerzas Armadas al momento
del golpe. Nuestro principal error fue no haber previsto el reflujo del
movimiento de masas, y no habernos replegado."
La conducción montonera, lejos de tal reflexión, realizó sus "cálculos de
guerra", considerando que si se salvaba un escaso porcentaje de
guerrilleros en el país (Gasparíni, calcula que unos cien) y otros tantos en
el exterior, quedaría garantizada la regeneración de la organización una
vez liquidado el Proceso de Reorganización Nacional. Así, por no
abandonar sus territorios, entregó virtualmente a buena parte de sus
militantes, que serían los pobladores principales de los campos de
concentración.
La guerrilla quedó atrapada tanto por la represión como por su propia
dinámica y lógica internas; ambas la condujeron a un aislamiento
creciente de la sociedad. Desde un punto de vista político, se puede
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señalar la desinserción creciente de la que ya se habló; la militarización de
lo político y la prevalencia de una lógica revolucionaria contra todo sentido
de realidad partiendo, como premisa incuestionable, de la certeza
absoluta del triunfo. En lo estrictamente organizativo, el predominio de lo
organizacional sobre lo político, la falta de participación de los militantes
en los mecanismos de promoción y en la toma de decisiones; el
desconocimiento y "disciplinamiento" del desacuerdo interno y el
enquistamiento de una conducción torpe ineficiente que, sin embargo, se
consideraba irrevocable infalible. Todos estos Fueron factores decisivos en
la derrota militar y política del proyecto guerrillero.
El incremento de la represión y las condiciones internas de las
organizaciones cerraron una trampa mortal. Los militantes convivían con
la muerte desde 1975; desde entonces era cada vez más próxima la
posibilidad de su aniquilamiento que la de sobrevivir. Aunque muchos, en
un rasgo de lucidez política o de instinto de supervivencia, abandonaron
las organizaciones para salir al exterior o esconderse dentro del país —a
menudo siendo apresados en el intento—, un gran número permaneció
hasta el final, a pesar de lo evidente de la derrota. ¿Por qué?
La fidelidad a los principios originarios del movimiento, para entonces
bastante desvirtuados, fue una parte; la sensación de haber emprendido
un camino sin retorno hizo el resto. Los militantes que siguieron hasta el
fin, lo que en la mayoría de los casos significó su propio fin, estaban atra-
pados entre una oscura sensación de deuda moral o culpa con sus propios
compañeros muertos, una construcción artificial de convicciones políticas
que sólo se sostenía en la dinámica interna de las organizaciones, la
situación represiva externa que no reconocía deserciones ni "arrepenti-
mientos" y la propia represión de la organización que castigaba con la
muerte a los desertores.
Estas fueron las condiciones en las que cayeron en manos de los militares
para ir a dar a los numerosos campos de concentración-exterminio. Como
es evidente, no se trataba de las mejores circunstancias para soportar la
muerte lenta, dolorosa y siniestra de los campos, ni mucho menos la
tortura indefinida e ilimitada que se practicaba en ellos. Los militantes
caían agotados. El manejo de concepciones políticas dogmáticas como la
infalibilidad de la victoria, que se deshacían al primer contacto con la
realidad del "chupadero"; la sensación de acorralamiento creciente vivida
durante largos meses de pérdida de los amigos, de los compañeros, de las
propias viviendas, de todos los puntos de referencia; la desconfianza
latente en las conducciones, mayor a medida que avanzaba el proceso de
destrucción; 1^ soledad personal en que los sumía la clandestinidad, cada
vez más dura; la persistencia del lazo político con la organización por
temor o soledad más que por convicción, en buena parte de los casos; el
resentimiento de quienes habían roto sus lazos con las organizaciones
pero por la falta de apoyo de éstas no habían podido salir del país; las
causas de la caída, muchas veces asociadas con la delación, eran sólo
algunas de las razones por las que el militante caía derrotado de
antemano.
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Estos hechos facilitaron y posibilitaron la modalidad represiva del
"chupadero". El tormento indiscriminado e ilimitado tuvo un papel
importante en los niveles de eficiencia que lograron las Fuerzas Armadas
en su accionar represivo, pero no es menos cierto que estos otros factores
permitieron que se encontraran con un "enemigo" previamente debilitado.
La guerrilla había llegado a un punto en que sabía más cómo morir que
cómo vivir o sobrevivir, aunque estas posibilidades fueran cada vez más
inciertas.
Notas
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LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN
Poder y represión
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orden y la civilización que pretenden ser.
Ese poder, cuyo núcleo duro es la institución militar pero que comprende
otros sectores de la sociedad, que se ejerce en gobiernos civiles y
militares desde la fundación de la nación, imitando y clonando a un
tiempo, se pretende a sí mismo como total. Pero este intento de
totalización no es más que una de las pretensiones del poder. "Siempre
hay una hoja que se escapa y vuela bajo el sol." Las líneas de fuga, los
hoyos negros del poder son innumerables, en toda sociedad y
circunstancia, aun en los totalitarismos más uniformemente establecidos.
Es por eso que para describir la índole específica de cada poder es
necesario referirse no sólo a su núcleo duro, a lo que él mismo acepta
como constitutivo de sí, sino a lo que excluye y a lo que se le escapa, a
aquello que se fuga de su complejo sistema, a la vez central y
fragmentario.
Allí cobra sentido la función represiva que se despliega para controlar,
apresar, incluir a todo lo que se le fuga de ese modelo pretendidamente
total. La exclusión no es más que un forma de inclusión, inclusión de lo
disfuncional en el lugar que se le asigna. Por eso, los mecanismos y las
tecnologías de la represión revelan la índole misma del poder, la forma en
que éste se concibe a sí mismo, la manera en que incorpora, en que
refuncionaliza y donde pretende colocar aquello que se le escapa, que no
considera constitutivo. La represión, el castigo, se inscriben dentro de los
procedimientos del poder y reproducen sus técnicas, sus mecanismos. Es
por ello que las formas de la represión se modifican de acuerdo con la
índole del poder. Es allí donde pretendo indagar.
Si ese núcleo duro exhibe una parte de sí, la "mostrable" que aparece en
los desfiles, en el sistema penal, en el ejercicio legítimo de la violencia,
también esconde otra, la "vergonzante", que se desaparecen el control
ilícito de correspondencias y vidas privadas, en el asesinato político, en las
prácticas de tortura, en los negociados y estafas.
Siempre el poder muestra y esconde, y se revela a sí mismo tanto en lo
que exhibe como en lo que oculta. En cada una de esas esferas se
manifiestan aspectos aparentemente incompatibles pero entre los que se
pueden establecer extrañas conexiones. Me interesa aquí hablar de la cara
negada del poder, que siempre existió pero que fue adoptando distintas
características.
En Argentina, su forma más tosca, el asesinato político, fue una
constante; por su parte, la tortura adoptó una modalidad sistemática e
institucional en este siglo, después de la Revolución del 30 para los
prisioneros políticos, y fue una práctica constante e incluso socialmente
aceptada como
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normal en relación con los llamados delincuentes comunes. El secuestro y
posterior asesinato con aparición del cuerpo de la víctima se realizó, sobre
todo a partir de los años setenta, aunque de una manera relativamente
excepcional.
Sin embargo todas esas prácticas, aunque crueles en su ejercicio, se
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diferencian de manera sustancial de la desaparición de personas, que
merece una reflexión aparte. La desaparición no es un eufemismo sino
una alusión literal: una persona que a partir de determinado momento
desaparece, se esfuma, sin que quede constancia de su vida o de su
muerte. No hay cuerpo de la víctima ni del delito. Puede haber testigos del
secuestro y presuposición del posterior asesinato pero no hay un cuerpo
material que dé testimonio del hecho.
La desaparición, como forma de represión política, apareció después del
golpe de 1966. Tuvo en esa época un carácter esporádico y muchas veces
los ejecutores fueron grupos ligados al poder pero no necesariamente los
organismos destinados a la represión institucional.
Esta modalidad comenzó a convertirse en un uso a partir de 1974,
durante el gobierno peronista, poco después de la muerte de Perón. En
ese momento las desapariciones corrían por cuenta de la AAA y el
Comando Libertadores de América, grupos que se podía definir como
parapoliciales o paramilitares. Estaban compuestos por miembros de las
fuerzas represivas, apoyados por instancias gubernamentales, como el
Ministerio de Bienestar Social, pero operaban de manera independiente de
esas instituciones. Estaban sostenidos por y coludidos con el poder
institucional pero también se podían diferenciar de él.
No obstante, ya entonces, cuando en febrero de 1975 por decreto del
poder ejecutivo se dio la orden de aniquilar la guerrilla, a través del
Operativo Independencia se inició en Tucumán una política institucional de
desaparición de personas, con el silencio y el consentimiento del gobierno
peronista, de la oposición radical y de amplios sectores de la sociedad.
Otros, como suele suceder, no sabían nada; otros más no querían saber.
En ese momento aparecieron las primeras instituciones ligadas indisolu-
blemente con esta modalidad represiva: los campos de concentración-
exterminio.
Es decir que la figura de la desaparición, como tecnología del poder
instituido, con su correlato institucional, el entripo de concentración-
exterminio hicieron su aparición estando en vigencia las llamadas
instituciones democráticas y dentro de la administración peronista de
Isabel Martínez. Sin embargo, eran entonces apenas una de las
tecnologías de lo represivo.
El golpe de 1976 representó un cambio sustancial: la desaparición y el
campo de concentración-exterminio dejaron de ser una de las formas de
la represión para convertirse en la modalidad represiva del poder,
ejecutada de manera directa desde las instituciones militares. Desde en-
tonces, el eje de la actividad represiva dejó de girar alrededor cié las
cárceles para pasar a estructurarse en torno al sistema de desaparición de
personas, que se montó desde y dentro de las Fuerzas Armadas.
¿Qué representó esta transformación? Las nuevas modalidades de lo
represivo nos hablan también de modificaciones en la índole del poder.
Parto de la idea de que el Proceso de Reorganización Nacional no fue una
extraña perversión, algo ajeno a la sociedad argentina y a su historia, sino
que forma parte de su trama, está unido a ella y arraiga en su modalidad
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y en las características del poder establecido.
Sin embargo, afirmo también que el Proceso no representó una simple
diferencia de grado con respecto a elementos preexistentes, sino una
reorganización de los mismos y la incorporación de otros, que dio lugar a
nuevas formas de circulación del poder dentro de la sociedad. Lo hizo con
una modalidad represiva: los campos de concentración-exterminio.
Los campos de concentración, ese secreto a voces que todos temen,
muchos desconocen y unos cuantos niegan, sólo es posible cuando el
intento totalizador del Estado encuentra su expresión molecular, se
sumerge profundamente en la sociedad, perméandola y nutriéndose de
ella. Por eso son una modalidad represiva específica, cuya particularidad
no se debe desdeñar. No hay campos de concentración en todas las
sociedades. Hay muchos poderes asesinos, casi se podría afirmar que
todos lo son en algún sentido. Pero no todos los poderes son
concentracionarios. Explorar sus características, su modalidad específica
de control y represión es una manera de hablar de la sociedad misma y de
las características del poder que entonces se instauró y que se ramifica y
reaparece, a veces idéntico y a veces mutado, en el poder que hoy circula
y se reproduce.
No existen en la historia de los hombres paréntesis inexplicables. Y es
precisamente en los periodos de "excepción", en esos momentos molestos
y desagradables que las sociedades pretenden olvidar, colocar entre
paréntesis, donde aparecen sin mediaciones ni atenuantes, los secretos y
las vergüenzas del poder cotidiano. El análisis del campo de
concentración, como modalidad represiva, puede ser una de las claves
para comprender las características de un poder que circuló en todo el
tejido social y que no puede haber desaparecido. Si la ilusión del poder es
su capacidad para desaparecerlo disfuncional, no menos ilusorio es que la
sociedad civil suponga que el poder desaparecedor desaparezca, por arte
de una magia inexistente.
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afirma que por Campo de Mayo habrían pasado 3500 personas entre 1976
y 1977; Graciela Geuna dice que en La Perla hubo entre 2 mil y 1500
secuestrados; Martín Grass estima que la Escuela de Mecánica de la
Armada alojó entre 3 mil y 4500 prisioneros de 1 976 a 1979; el informe
de Conadep indicaba que El Arlético habría alojado más de 1 500
personas. Sólo en estos cuatro lugares, ciertamente de los más grandes,
los testigos directos hacen un cálculo que, aunque parcial por el tiempo de
detención, en el más optimista de los casos, asciende a 9500 prisioneros.
No parece descabellado, por lo tanto, hablar de 1 5 o 20 mil víctimas a
nivel nacional y durante todo el periodo. Algunas entidades de defensa de
los derechos humanos, como las Madres de Plaza de Mayo, se refieren a
una cifra total de 30 mil desaparecidos.
Diez, veinte, treinta mil Torturados, muertos, desaparecidos... En estos
rangos las cifras dejan de tener una significación humana. En medio de los
grandes volúmenes los hombres se transforman en números constitutivos
de una cantidad, es entonces cuando se pierde la noción de que se está
hablando de individuos. La misma masificación del fenómeno actúa
deshumanizándolo, convirtiéndolo en una cuestión estadística, en un
problema de registro. Como lo señala Todorov, "un muerto es una
tristeza, un millón de muertos es una información"'. Las larguísimas listas
de desaparecidos, financiadas por los organismos de derechos humanos,
que se publicaban en los periódicos argentinos a partir de 1980, eran un
recordatorio de que cada línea impresa, con un nombre y un apellido
representaba a un hombre de carne y hueso que había sido asesinado. Por
eso eran tan impactantes para la sociedad. Por eso eran tan irritativas
para el poder militar.
También por eso, en este texto intentaré centrarme en las descripciones
que hacen los protagonistas, en los testimonios de las víctimas específicas
que, con un nombre y un apellido, con una historia política concreta
hablan de estos campos desde «/lugar en ellos. Cada testimonio es un
universo completo, un hombre completo hablando de sí y de los otros.
Sería suficiente tomar uno solo de ellos para dar cuenta de los fenómenos
a los que me quiero referir. Sin embargo, para mostrar la vivencia desde
distintos sexos, sensibilidades, militancias, lugares geográficos y captores,
aunque haré referencia a otros testimonios, tomaré básicamente los
siguientes: Graciela Geuna (secuestrada en el campo de concentración de
La Perla, Córdoba, correspondiente al III Cuerpo de Ejército), Martín Grass
(secuestrado en la Escuela de Mecánica de la Armada, Capital Pederal,
correspondiente a la Armada de la República Argentina), Juan Carlos
Scarparti (secuestrado y fugado de Campo de Mayo, Provincia de Buenos
Aires, campo de concentración correspondiente al I Cuerpo de Ejército),
Claudio Tamburrini (secuestrado y fugado de la Mansión Seré, provincia
de Buenos Aires, correspondiente a la Fuerza Aérea), Ana María Careaga
(secuestrada en El Atlético, Capital Federal, correspondiente a la Policía
Federal). Todos ellos fugaron en más de un sentido.
La selección también pretende ser una muestra de otras dos
circunstancias: la participación colectiva de las tres Fuerzas Armadas y de
17
la policía, es decir de las llamadas Fuerzas de Seguridad, y su
involucramiento institucional, desde el momento en que la mayoría de los
campos ele concentración-exterminio se ubicó en dependencias de dichos
organismos de seguridad, controlados y operados por su personal.
No abundaré en estas afirmaciones, ampliamente demostradas en el juicio
que se siguió a las juntas militares en 1985. Sólo me interesa resaltar que
en ese proceso quedó demostrada la actuación institucional de las Fuerzas
de Segundad, bajo comando conjunto de las Fuerzas Armadas y siguiendo
la cadena de mandos. Es decir que el accionar "antisubversivo" se realizó
desde y dentro de la estructura y la cadena jerárquica de las Fuerzas
Armadas. "Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes
escritas de los comandos superiores", afirmó en Washington el general
Santiago Ornar Riveros, por si hubiera alguna duda'. En suma, fue la
modalidad represiva del Estado, no un hecho aislado, no un exceso de
grupos fuera de control, sino una tecnología represiva adoptada racional y
centralizadamente.
Los sobrevivientes, e incluso testimonios de miembros del aparato
represivo que declararon contra sus pares, dan cuenta de numerosos
enfrentamientos entre las distintas armas y entré sectores internos de
cada una de ellas. Geuna habla del desprecio de la oficialidad de La Perla
hacia el personal policial y sus críticas al II Cuerpo de Ejército, al que
consideraban demasiado "liberal". Grass menciona las diferencias de la
Armada con el Ejército y de la Escuela de Mecánica con el propio Servicio
de Inteligencia Naval. Ejército y Armada despreciaban a los "panqueques",
la Fuerza Aérea, que como panqueques se daban vuelta en el aire; es
decir, eran incapaces de tener posturas consistentes. Sin embargo,
aunque tuvieran diferencias circunstanciales, tocios coincidieron en lo
fundamental: mantener y alimentar el aparato desaparecedor, la máquina
de concentración-exterminio. Porque la característica de estos campos fue
que todos ellos, independientemente de qué fuerza los controlara,
llevaban como destino final a la muerte, salvo en casos verdaderamente
excepcionales.
Durante el juicio de 1985, la defensa del brigadier Agosti, titular de la
Fuerza Aérea, argumentó: "¿Cómo puede salvarse la contradicción que
surge del alegato acusatorio del señor fiscal, donde palmariamente se
demuestra que fue la Fuerza Aérea comandada por el brigadier Agosti la
menos señalada en las declaraciones testimoniales y restante prueba
colectada en el juicio, sea su comandante el acusado a quien se le
imputen mayor número de supuestos hechos delictuosos?"1
Efectivamente, había menos pruebas en contra de la Fuerza Aérea, pero
este hecho que la defensa intentó capitalizar se debía precisamente a que
casi no quedaban sobrevivientes. El índice de exterminio de sus
prisioneros había sido altísimo. Por ciertoTamburrini, un testigo de cargo
fundamental, sobrevivió gracias a una fuga de prisioneros torturados,
rapados, desnudos y esposados que reveló la desesperación de los
mismos y la torpeza militar del personal aeronáutico. Otro testigo clave,
Miriam Lewin, había logrado sobrevivir como prisionera en otros campos a
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los que fue trasladada con posterioridad a su secuestro por parte de la
Aeronáutica.
En síntesis, la máquina de torturar, extraer información, aterrorizar y
matar, con más o menos eficiencia, funcionó y cumplió inexorablemente
su ciclo en el Ejército, la Marina, la Aeronáutica, las policías. No hubo
diferencias sustanciales en los procedimientos de unos y otros, aunque
cada uno, a su vez, se creyera más listo y se jactara de mayor eficacia
que los demás.
Dentro de los campos de concentración se mantenía la organización
jerárquica, basada en las líneas de mando, pero era una estructura que se
superponía con la preexistente. En consecuencia, solía suceder que
alguien con un rango inferior, por estar asignado a un grupo de tareas,
tuviera más información y poder que un superior jerárquico dentro de la
cadena de mando convencional. No obstante, se buscó intencionalmente
una extensa participación de los cuadros en los trabajos represivos para
ensuciar las manos de todos de alguna manera y comprometer
personalmente al conjunto con la política institucional. En la Armada, por
ejemplo, si bien hubo un grupo central de oficiales y suboficiales
encargados de hacer funcionar sus campos de concentración, entre ellos
la Escuela de Mecánica de la Armada, todos los oficiales participaron por lo
menos seis meses en los llamados grupos de tareas. Asimismo, en el caso
de la Aeronáutica se hace mención del personal rotativo. También hay
constancia de algo semejante en La Perla, donde se disminuyó el número
de personas que se fusilaban y se aumentó la frecuencia de las
ejecuciones para hacer participar a más oficiales en dichas "ceremonias".
Pero aquí surge de inmediato una serie de preguntas: ¿cómo es posible
que unas Fuerzas Armadas, ciertamente reaccionarias y represivas, pero
dentro de los límites de muchas instituciones armadas, se hayan
convertido en una máquina asesina?, ¿cómo puede ocurrir que hombres
que ingresaron a la profesión militar con la expectativa de defender a su
Patria o, en todo caso, de acceder a los círculos privilegiados del poder
como profesionales de las armas, se hayan transformado en simples
ladrones muchas veces de poca monta, en secuestradores y torturadores
especializados en producir las mayores dosis de dolor posibles? ¿cómo un
aviador formado para defender la soberanía nacional, y convencido de que
esa era su misión en la vida, se podía dedicar a arrojar hombres vivos al
mar?
No creo que los seres humanos sean potencialmente asesinos, controlados
por las leyes de un Estado que neutraliza a su "lobo" interior. No creo que
la simple inmunidad de la que gozaron los militares entonces los haya
transformado abruptamente en monstruos, y mucho menos que todos
ellos, por el hecho de haber ingresado a una institución armada, sean
delincuentes en potencia. Creo más bien que fueron parte de una
maquinaria, construida por ellos mismos, cuyo mecanismo los llevó a una
dinámica de burocratización, rutinización y naturalización de la muerte,
que aparecía como un dato dentro cié una planilla de oficina. La sentencia
de muerte de un hombre era sólo la leyenda "QTH fijo", sobre el legajo de
19
un desconocido.
¿Cómo se llegó a esta rutinización, a este "vaciamiento" de la muerte?
Casi todos los testimonios coinciden en que la dinámica de los campos
reconocía, desde la perspectiva del prisionero, diferentes grupos y
funciones especializadas entre los captores. Veamos cómo se distribuían.
Las patotas
Por otra parte, estaba el grupo de inteligencia, es decir los que manejaban
la información existente y de acuerdo con ella orientaban el
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"interrogatorio" (tortura) para que fuera productivo, o sea, arrojara
información de utilidad. Este grupo recibía al prisionero, al "paquete", ya
reducido, golpeado y sin posibilidad de defensa, y procedía a extraerle los
datos necesarios para capturar a otras personas, armamento o cualquier
tipo de bien útil en las tareas de contrainsurgencia. Justificaba su trabajo
con el argumento de que el funcionamiento armado, clandestino y
compartimentado de la guerrilla hacía imposible combatirla con eficiencia
por medio de los métodos de represión convencionales; era necesario
"arrancarle" la información que permitiría "salvar otras vidas".
Como ya se señaló, la práctica de la tortura, primero sobre los
delincuentes comunes y luego sobre los prisioneros políticos, ya estaba
para entonces profundamente arraigada. No constituía una novedad
puesto que se había realizado a partir de los años 30 y de manera
sistemática y uniforme desde la década del sesenta. La policía, que tenía
larga experiencia en la práctica de la picana, enseñó las técnicas; a su
vez, los cursos de contrainsurgencia en Panamá instruyeron a algunos
oficiales en los métodos eficientes y novedosos de "interrogatorio".
"Yo capturo a un guerrillero, sé que pertenece a una organización (se
podría agregar, o presumo y quiero confirmarlo, o pertenece a la periferia
de esa organización, o es familiar de un guerrillero, o...) que está
operando y preparando un atentado terrorista en, por ejemplo, un colegio
(jamás los guerrilleros argentinos hicieron atentados en colegios)... Mi
obligación es obtener rápidamente la información para impedirlo... Hay
que hacer hablar al prisionero de alguna forma. Ese es el tema y eso es lo
que se debe enfrentar. La guerra subversiva es una guerra especial. No
hay ética. El tema es si yo permito que el guerrillero se ampare en los
derechos constitucionales u obtengo rápida información para evitar un
daño mayor", señala Aldo Rico, perpetuo defensor de la "guerra sucia".
Por su parte, los mandos dicen: "Nadie dijo que aquí había que torturar.
Lo efectivo era que se consiguiera la información. Era lo que a mí me
importaba."
Como resultado, después de hacer hablar al prisionero, los oficiales de
inteligencia producían un informe que señalaba los datos obtenidos, la
información que podía conducir a la "patota" a nuevos "blancos" y su
estimación sobre el grado de peligrosidad y "colaboración" del "chupado".
También ellos eran un eslabón, si no aséptico, profesional, de especialistas
eficientemente entrenados.
Los guardias
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bajo nivel jerárquico, sólo eran responsables de hacer cumplir unas
normas que tampoco ellas habían establecido, "obedecían órdenes".
La rigidez de la disciplina y la crueldad de) trato se "justificaba" por la alta
peligrosidad de los prisioneros, de quienes muchas veces no ¡legaban a
conocer ni siquiera sus rostros, eternamente encapuchados. Es
interesante observar que todos ellos necesitaban creer que los "chupados"
eran subversivos, es decir menos que hombres (según palabras del
general Camps "no desaparecieron personas sino subversivos'"'),
verdadera amenaza pública que era preciso exterminaren aras de un bien
común incuestionable; sólo así podían convalidar su trabajo y desplegar
en él la ferocidad de que dan cuenta los testimonios.
También hay que señalar que esta lógica se repetía punto por punto, en
amplios sectores de la sociedad; la prensa de la época da cuenta de la
"imperiosa necesidad" de erradicar la "amenaza subversiva" con métodos
"excepcionales" de los que esos guardias eran parte. Un día, llegaba la or-
den de traslado con una lista, a veces elaborada incluso hiera del campo
de concentración como en el caso de La Perla, y el guardia se limitaba a
organizar una fila y entregar los "paquetes".
Los desaparecedores de cadáveres
Aquí los testimonios tienen lagunas. El secreto que rodeaba a los
procedimientos de traslado hace que sea una de las partes del proceso
que más se desconocen. Se sabe que estaban rodeados de una enorme
tensión y violencia. En unos casos, se transportaba a los prisioneros lejos
del campo, se los fusilaba, atados y amordazados, y se procedía al
entierro y cremación de los cadáveres, o bien a tirar los cuerpos en
lugares públicos simulando enfrentamientos.
Pero el método que aparentemente se adoptó de manera masiva consistía
en que el personal del campo inyectaba a los prisioneros con somníferos y
los cargaba en camiones, presumiblemente manejados por personal ajeno
al funcionamiento interno. La aplicación del somnífero arrebataba al
prisionero su última posibilidad de resistencia pero también sus rasgos
más elementales de humanidad: la conciencia, el movimiento. Los
"bultos" amordazados, adormecidos, maniatados, encapuchados, los
"paquetes" se arrojaban vivos al mar. En suma, el dispositivo de los
campos se encargaba de fraccionar, segmentarizar su funcionamiento
para que nadie se sintiera finalmente responsable. "Mientras mayor sea la
cantidad de personas involucradas en una acción, menor será la
probabilidad de que cualquiera de ellas se considere un agente causal con
responsabilidad moral."1" La fragmentación del trabajo "suspende" la res-
ponsabilidad moral, aunque en los hechos siempre existen posibilidades
de elección, aunque sean mínimas.
La autorización por parte ele los superiores jerárquicos "legalizaba" los
procedimientos, parecía justificarlos de manera automática, dejando al
subordinado sin otra alternativa aparente que la obediencia. El hecho de
formar parte de un dispositivo del cual se es sólo un engranaje creaba una
sensación de impotencia que además de desalentar una resistencia
virtualmente inexistente fortalecía la sensación de falta de
22
responsabilidad. Los mecanismos para despojar a las víctimas de sus
atributos humanos facilitaban la ejecución mecánica y rutinaria de las
órdenes. En suma, un dispositivo montado para acallar conciencias,
previamente entrenadas para el silencio, la obediencia y la muerte.
Todo adoptaba la apariencia de un procedimiento burocrático: información
que se recibe, se procesa, se recicla; formularios que indican lo realizado;
legajos que registran nombres y números; órdenes que se reciben y se
cumplen; acciones autorizadas por el comando superior; turnos de
guardia "24 por 48"; vuelos nocturnos ordenados por una superioridad
vaga, sin nombre ni apellido. Todo era impersonal, la víctima y el
victimario, órdenes verbales, "paquetes" que se reciben y se entregan,
"bultos" que se arrojan o se entierran. Cada hombre como la simple pieza
de un mecanismo mucho más vasto que no puede controlar ni detener,
que disemina el terror y acalla las conciencias. La fragmentación de la
maquinaria asesina no fue un invento di los campos de concentración
argentinos. En realidad es asombroso ver qué poco inventó la Junta Militar
y hasta qué punto sus procedimientos se asemejan a las demás
experiencias concentracionarias de este siglo. No creo que ello se deba a
que "copiaron" o se "inspiraron" en los campos de concentración nazis o
stalinistas, sino más bien en la similitud de los poderes totalizantes y, por
lo mismo, en la semejanza que existe en sus formas de castigo, represión
y normalización.
Aunque los asesinos de guerra nazis, como Eichman o Hoess, participaron
en la ejecución de millones de personas, lo hicieron ocupándose también
de un pequeño eslabón de la cadena. Por eso no se sentían responsables
de sus actos. Eichman se defendió durante el juicio que se le siguió
afirmando: "Yo no tenía nada que ver con la ejecución de judíos, no he
matado ni a uno solo.""
De manera semejante, en Argentina existieron 172 niños desaparecidos y
consta, por denuncias realizadas a la Conadep, la tortura de algunos de
ellos así como el asesinato de otros. Un caso demostrado, por la aparición
de los cadáveres, es el de la familia de Matilde Lanuscou, cuyos hijos de
seis y cuatro años fueron asesinados con sus padres, militantes
Montoneros, en un operativo realizado por el Ejército y la Policía de la
Provincia de Buenos Aires en 1976. No obstante, el general Ramón
Camps, jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires en esa fecha,
respondió durante una entrevista: "Personalmente no eliminé a ningún
niño"12, como si ese hecho lo eximiera de la responsabilidad.
Para ver cómo opera la fragmentación desde adentro, es ilustrativa una
entrevista realizada por La Semana a Raúl David Vilariño, cabo de la
Marina que prestó servicios en los grupos operativos de la Escuela de
Mecánica de la Armada. En ella se desarrolló el siguiente diálogo:
"—Una vez que ustedes entregaban a las personas secuestradas a la
Jefatura del Grupo de Tareas, ¿qué sucedía?
"—Bueno, eso era parte de otro grupo.
"—¿Qué otro grupo?
"—El Grupo de Tareas estaba dividido en dos subgrupos: los que salían a
23
la calle y los que hacían el denominado 'trabajo sucio'.
"-¿Usted a qué grupo pertenecía? "—¿Yo? Al que salía a la calle...
Nosotros sólo llevábamos al individuo a la Escuela de Mecánica de la
Armada... Siempre esperé que me tiraran antes de tirar yo... Yo, por mi
parte, entiendo por asesino a aquel que mata a sangre fría. Yo, gracias a
Dios, eso no lo hice nunca... los chupadores deteníamos al tipo y lo
entregábamos. Y perdíamos el contacto con el tipo... lo dejabas allí. Lo
más peligroso para el detenido comenzaba allí... nunca me iba a tocar
torturar. Porque a eso se dedicaban otras personas... No está dentro de
mí el torturar. No lo siento...
" (Sigue Vilariño)... Allá por el 78 (se van las patotas y) se quedan los
torturadores, los que habían matado, los que habían quemado... Veo
cómo se había perdido sensibilidad... Noté que faltaba sensibilidad,
delicadeza... O que ya estaban tan, tan, tan rutinarios con eso que ya era
normal que... No sé cómo explicarle: se les había hecho carne. "-¿Qué era
lo que se había hecho rutina? "-El torturar, el no sentir sensibilidad, el no
importar los gritos, el no tener delicadeza cuando uno comía: contaban
herejías.""
Aunque parezca extraño, también los oficiales de inteligencia, los
torturadores, el alma de todo el dispositivo, descargaban su
responsabilidad de alguna manera. Cuenta Graciela Geuna, sobreviviente
de La Perla:
"Barreiro es un buen representante de los torturadores, porque tenía
lucidez y conciencia de su participación en las tareas represivas. Su
pensamiento era circular en ese sentido: su propia responsabilidad
personal la transfería a los militantes populares y, fundamentalmente, a
las direcciones partidarias, porque no cedían. Es decir, la tortura era
necesaria ante la resistencia de la gente. Si la gente no resistía él no tenía
que torturar."1'
Por el secreto que los envuelve, no hay testimonios directos de los
desaparecedores de cuerpos pero se puede suponer que tendrían
justificaciones similares y la misma sensación de carecer de
responsabilidad. En última instancia ellos sólo ponían el punto final de un
proceso irreversible; arrojaban "paquetes" al mar.
Es significativo el uso del lenguaje, que evitaba ciertas palabras
reemplazándolas por otras: en los campos no se tortura, se "interroga",
luego los torturadores son simples "interrogadores". No se mata, se
"manda para arriba" o "se hace la boleta". No se secuestra, se "chupa".
No hay picanas, hay "máquinas"; no hay asfixia, hay "submarino". No hay
masacres colectivas, hay "traslados", "cochecitos", "ventiladores".
También se evita toda mención a la humanidad del prisionero. Por lo
general no se habla de personas, gente, hombres, sino de bultos,
paquetes, a lo sumo subversivos, que se arrojan, se van para arriba, se
quiebran. El uso de palabras sustitutas resulta significativo porque denota
intenciones bastante obvias, como la deshumanización de las víctimas,
pero cumple también un objetivo "tranquilizador" que inocentiza las
acciones más penadas por el código moral de la sociedad, como matar y
24
torturar. Ayuda, en este sentido a "aliviar" la responsabilidad del personal
militar. Por eso, la furia del personal de La Perla cuando Geuna los llamó
asesinos, "...se reiniciaron los golpes, deteniéndose en el castigo sólo para
decirme 'Decí asesino...' y cuando yo lo hacía ellos volvían a castigarme."
En suma, el dispositivo desaparecedor de personas y cuerpos incluye, por
medio de la fragmentación y la burocratización, mecanismos para diluir la
responsabilidad, igualarla y, en última instancia, desaparecerla. Es muy
significativo que las Fuerzas Armadas hayan negado la existencia de los
campos como una tecnología gubernamental de represión, como una
instancia en la que el Estado se convirtió en el perseguidor y exterminador
institucional. Al soslayar este hecho se ignora la responsabilidad
fundamental que le cabe al aparato del Estado en la metodología
concentracionaria, en tanto que los campos de concentración-exterminio
sólo son posibles desde y a partir de él.
Dentro de las Fuerzas Armadas, la política de involucramiento general
también tendía a un compartir responsabilidades, cuyo objetivo era la
disolución de ¡as mismas. Dentro del trabajo que fuera, se trataba de que
todos los niveles y un buen número de efectivos tuviera una participación
directa, aunque fuera circunstancial. Sus funciones podían ser distintas
pero todos debían estar implicados. Dar consistencia y cohesión a las
Fuerzas Armadas en torno a la necesidad de exterminar a una parte de la
población por medio de la metodología de la desaparición era un objetivo
prioritario, que se cumplió en forma cabal. Es un hecho que, si hubo un
punto en que las Fuerzas Armadas fueron monolíticas después de 1 976,
fue la defensa de la "guerra sucia", la reivindicación de su necesidad y lo
inevitable de la metodología empleada. Desde los carapintadas hasta los
sectores más legalistas lo declararon públicamente. Esto es efecto de una
auténtica cohesión política interna que no reside tanto en la adscripción a
determinada doctrina sino más bien en la certeza del rol político dirigente
que le cabe a las Fuerzas Armadas y en su autoadjudicado derecho de
"salvar" la sociedad cada vez que lo consideren necesario y con la
metodología ad hoc para tan noble empresa.
Sin embargo, así como en la cerrada defensa que la institución hace de su
actuación se puede detectar un alto grado de cohesión interna, también se
adivina el compromiso de la complicidad. La convicción ideológica se
entrelaza con la culpa, la recubre, atenuándola y encubriéndola. Al mismo
tiempo, impide el deslinde de responsabilidades que el dispositivo
desaparecedor se encargó de enmarañar, igualar y esfumar.
25
dichas instituciones. No obstante se trataba de un secreto en el que no se
ponía demasiado empeño. Los vecinos de la Mansión Seré cuentan que
oían los gritos y veían "movimientos extraños". La Aeronáutica hizo
funcionar un centro clandestino de detención en el policlínico Alejandro
Posadas. Los movimientos ocurrían a la vista tanto de los empleados como
de las personas que se atendían en el establecimiento, "ocasionando un
generalizado terror que provocó el silencio de todos"'6. En efecto, es
preciso mostrar una fracción de lo que permanece oculto para diseminar el
terror, cuyo efecto inmediato es el silencio y la inmovilidad.
Para el funcionamiento del campo de concentración no se requerían
grandes instalaciones. Se habilitaba alguna oficina para desarrollar las
actividades de inteligencia, uno o varios cuartos para torturar a los que
solían llamar "quirófanos", a veces un cuarto que funcionaba como enfer-
mería y una cuadra o galerón donde se hacinaba a los prisioneros.
La población masiva de los campos estaba conformada por militantes de
las organizaciones armadas, por sus periferias, por activistas políticos de
la izquierda en general, por activistas sindicales y por miembros de los
grupos de derechos humanos. Pero cabe señalar que, si en la búsqueda de
estas personas las fuerzas de seguridad se cruzaban con un vecino, un
hijo o el padre de alguno de los implicados que les pudiera servir, que les
pudiera perjudicar o que simplemente fuera un testigo incómodo, ésta era
razón suficiente para que dicha persona, cualquiera que fuera su edad,
pasara a ser un "chupado" más, con el mismo destino final que el resto.
Existieron incluso casos de personas secuestradas simplemente por
presenciar un operativo que se pretendía mantener en secreto, y que
luego fueron asesinados con sus compañeros casuales de cautiverio.
Si bien el grupo mayoritario entre los prisioneros estaba formado por
militantes políticos y sindicales, muchos de ellos ligados a las
organizaciones armadas, y si bien las víctimas casuales constituían la
excepción (aunque llegaron a alcanzar un número absoluto considerable),
también se registraron casos en donde el dispositivo concentracionario
sirvió para canalizar intereses estrictamente delictivos de algunos sectores
militares, que "desaparecían" personas para cobrar un rescate o consumar
una venganza personal.
Aunque el grupo de víctimas casuales fuera minoritario en términos
numéricos, desempeñaba un papel importante en la diseminación del
terror tanto dentro del campo como fuera de él. Eran la prueba irrefutable
de la arbitrariedad del sistema y de su verdadera omnipotencia. Es que
además del objetivo político de exterminio de una fuerza de oposición, los
militares buscaban la demostración de un poder absoluto, capaz de decidir
sobre la vida y la muerte, de arraigar la certeza de que esta decisión es
una función legítima del poder. Recuerda Grass que los militares "sos-
tenían que el exterminio y la desaparición definitiva tenían una finalidad
mayor: sus efectos 'expansivos', es decir el terror generalizado. Puesto
que, si bien el aniquilamiento físico tenía cómo objetivo central la
destrucción de las organizaciones políticas calificadas como 'subversivas',
la represión alcanzaba al mismo tiempo a una periferia muy amplia de
26
personas directa o indirectamente vinculadas a los reprimidos (familiares,
amigos, compañeros de trabajo, etc.), haciendo sentir especialmente sus
erectos al conjunto de estructuras sociales consideradas en sí como
'subversivas por el nivel de infiltración del enemigo' (sindicatos, uni-
versidades, algunos estamentos profesionales)."17
Si los campos sólo hubieran encerrado a militantes, aunque igualmente
monstruosos en términos éticos, hubieran respondido a otra lógica de
poder. Su capacidad para diseminar el terror consistía justamente en esta
arbitrariedad que se erigía sobre la sociedad como amenaza constante,
incierta y generalizada. Una vez que se ponía en funcionamiento el
dispositivo desaparecedor, aunque se dirigiera inicialmente a un objetivo
preciso, podía arrastrar en su mecanismo virtualmente a cualquiera.
Desde ese momento, el dispositivo echaba a andar y ya no se podía
detener.
Cuando el "chupado" llegaba al campo de concentración, casi
invariablemente era sometido a tormento. Una vez que concluía el periodo
de interrogatorio-tortura, que analizaré más adelante, el secuestrado,
generalmente herido, muy dañado física, psíquica y espiritualmente,
pasaba a incorporarse a la vida cotidiana del campo.
De los testimonios se desprende un modelo de organización física del
espacio, con dos variables fundamentales para el alojamiento de los
presos: el sistema de celdas y el de cuchetas, generalmente llamadas
cuchas. Las cuchetas eran compartimentos de madera aglomerada, sin
techo, de unos 80 centímetros de ancho por 200 centímetros de largo, en
las que cabía una persona acostada sobre un colchón de goma espuma.
Los tabiques laterales tenían alrededor de 80 centímetros de alto, de
manera que impedían la visibilidad de la persona que se alojaba en su
interior, pero permitían que el guardia estando parado o sentado pudiera
verlas a todas simultáneamente, símil de un pequeño panóptico. Dejaban
una pequeña abertura al frente por la que se podía sacar al prisionero.
Por su parte, las celdas podían ser para una o dos personas, aunque solían
alojar a más. Sus dimensiones eran aproximadamente de 2.50 x 1.50
metros y también estaban provistas de un colchón semejante, una puerta
y, en la misma, una mirilla por la que se podía ver en cualquier momento
el interior. En otros lugares, como la Mansión Seré, los prisioneros
permanecían sencillamente tirados en el piso de una habitación, con su
correspondiente trozo de goma espuma. En suma, un sistema de
compartimentos o contenedores, ya fueran de material o madera, para
guardar y controlar cuerpos, no hombres, cuerpos.
Desde la llegada a la cuadra en La Perla, a los pabellones en Campo de
Mayo, a la capucha en la Escuela de Mecánica, a las celdas en El Atlético o
como se llamara al depósito correspondiente, el prisionero perdía su
nombre, su más elemental pertenencia, y se le asignaba un número al que
debía responder. Comenzaba el proceso de desaparición de la identidad,
cuyo punto final serían los NN (Lila Pastoriza: 348; Pilar Calveiro: 362;
Osear Alfredo González: X 51). Los números reemplazaban a nombres y
apellidos, personas vivientes que ya habían desaparecido del mundo de
27
los vivos y ahora desaparecerían desde dentro de sí mismos, en un
proceso de "vaciamiento" que pretendía no dejar la menor huella. Cuerpos
sin identidad, muertos sin cadáver ni nombre: desaparecidos. Como en el
sueño nazi, supresión de la identidad, hombres que se desvanecen en la
noche y la niebla.
Los detenidos estaban permanentemente encapuchados o "tabicados", es
decir con los ojos vendados, para impedir toda visibilidad. Cualquier
transgresión a esa norma era severamente castigada. También estaban
esposados, o con grilletes, como en la Escuela de Mecánica de la Armada
y La Perla, o arados por los pies a una cadena que sujetaba a todos los
presos, corno en Campo de Mayo. Esto variaba de acuerdo con el campo,
pero la idea era que existiera algún dispositivo que limitara su movilidad.
En la Mansión Seré, además de esposar y atar a los prisioneros los
mantenían desnudos, para evitar las fugas. Al respecto relata Tamburrini:
"...nos hacían dormir con las esposas puestas, pero desnudos; nos habían
sacado la ropa hacía un mes o un mes y medio y nos ataban los pies con
unas correas de cuero para que durmiéramos casi en una posición de
cuclillas."
Los prisioneros permanecían acostados y en silencio; estaba
absolutamente prohibido hablar entre ellos. Sólo podían moverse para ir al
baño, cosa que sucedía una, dos o tres veces por día, según el campo y la
época. Los guardias formaban a los presos y los llevaban colectivamente
al baño o también podían hacer circular un balde en donde todos hacían
sus necesidades.
Los testimonios de cualquier campo coinciden en la oscuridad, el silencio y
la inmovilidad. En El Atlético: "No nos imaginábamos cómo íbamos a
poder contar hasta qué punto vivíamos constantemente encerrados en
una celda, a oscuras, sin poder ver, sin poder hablar, sin poder caminar."
En Campo de Mayo: "Este tipo de tratamiento consistía en mantener al
prisionero todo el tiempo de su permanencia en el campo encapuchado,
sentado y sin hablar ni moverse. Tal vez esta frase no sirva para graficar
lo que significaba en realidad, porque se puede llegar a imaginar que
cuando digo todo el tiempo sentado y encapuchado esto es una forma de
decir, pero no es así, a los prisioneros se los obligaba a permanecer
sentados sin respaldo y en el suelo, es decir sin apoyarse a la pared,
desde que se levantaban a las 6 horas, hasta que se acostaban, a las 20
horas, en esa posición, es decir 14 horas. Y cuando digo sin hablar y sin
OToymifsignifica exactamente eso, sin hablar, es decir sin pronunciar
palabra durante todo el día, y sin moverse, quiere decir sin siquiera girar
la cabeza... Un compañero dejó de figurar en la lista de los interrogadores
por alguna causa y de esta forma 'quedó olvidado'... Este compañero
estuvo sentado, encapuchado, sin hablar, y sin moverse durante seis
meses, esperando la muerte."20
En La Perla: "Para nosotros fue la oscuridad total... No encuentro en mi
memoria ninguna imagen de luz. No sabía dónde estaba. Todo era noche
y silencio. Silencio sólo interrumpido por los gritos de los prisioneros
torturados y los llantos de dolor... También tenía alterado el sentido de la
28
distancia... Vivíamos 70 personas en un recinto de 60 metros de largo,
siempre acostados..."21
En la Escuela de Mecánica de la Armada: "En el tercer piso se encontraba
el sector destinado a alojar a los prisioneros... también en el tercer piso
estaba ubicado el pañol grande, lugar destinado al almacenamiento del
botín de guerra (ropas, zapatos, heladeras, cocinas, estufas, muebles,
etc.)."22 Hombres, objetos, almacenamientos semejantes.
Depósito de cuerpos ordenados, acostados, inmóviles, sin posibilidad de
ver, sin emitir sonido, como anticipo de la muerte. Como si ese poder, que
se pretendía casi divino precisamente por su derecho de vida y de muerte,
pudiera matar antes de matar; anular selectivamente a su antojo
prácticamente todos los vestigios de humanidad de un individuo,
preservando sus funciones vitales para una eventual necesidad de uso
posterior (alguna información no arrancada, alguna utilidad imprevisible,
la mayor rentabilidad de un traslado colectivo).
La comida era sólo la imprescindible para mantener la vida hasta el
momento en que el dispositivo lo considerara necesario; en consecuencia,
era escasa y muy mala. Se repartía dos veces al día y constituía uno de
los pocos momentos de cierto relajamiento. Sin embargo, en algunos
casos, podía faltar durante días enteros; por cierto, muchos testimonios
dan cuenta del hambre como uno de los tormentos que se agregaban a la
vida dentro de los campos. "La comida era desastrosa, o muy cruda o
hecha un masacote de tan cocinada, sin gusto... Estábamos tan
hambrientos, habíamos aprendido tan bien a agudizar el oído, que apenas
empezaban los preparativos, allá lejos, en la entrada, nos
desesperábamos por el ruido de las cucharas y los platos de metal y del
carrito que traía la comida. Se puede decir, casi, que vivíamos esperando
la comida... la hora del almuerzo era la mejor, por eso apenas
terminábamos y cerraban la puerta, comenzábamos a esperar la cena.'"23
Por la escasez de alimento, por la posibilidad de realizar algunos
movimientos para comer, por el nexo obvio que existe entre la comida y
la vida, el momento de comer es uno de los pocos que se registra como
agradable: "...poco a poco, comencé a esperar la hora de la comida con
ansiedad, porque con la comida volvía la vida a través del ruido de las
ollas, con el ruido de la gente. Parecía que la cuadra donde estábamos los
prisioneros despertaba entonces a la existencia."24
Si la comida era uno de los pocos momentos deseados, el más temido, el
más oscuro era el traslado, la experiencia final. Se realizaba con una
frecuencia variable. Casi siempre, los desaparecedores ocultaban
cuidadosamente que los traslados llevaban a la muerte para evitar así
toda posible oposición de los condenados al ordenado cumplimiento del
destino que les imponía la institución. La certeza de la propia muerte
podía provocar una reacción de mayor "endurecimiento" en los prisioneros
durante la tortura, durante su permanencia en el campo o en la misma
circunstancia de traslado. Ante todo, la maquinaria debía funcionar según
las previsiones; es decir, sin resistencia.
Prácticamente en todos los campos se ocultaba, al tiempo que se sugería,
29
que el destino final era la muerte. Los testimonios de los sobrevivientes
demuestran la existencia de muchos secuestrados que prefirieron
"desconocer" la suerte que les aguardaba; la negación de una realidad
difícil de asumir se sumaba a los mensajes contradictorios del campo
provocando un aferramiento de ciertos prisioneros a las versiones más
optimistas e increíbles que circulaban
50
dentro de los campos como la existencia de centros secretos de
reeducación, la legalización de los desaparecidos y otros finales felices.
Muchos desaparecidos se fueron al traslado con cepillos de dientes y
objetos personales, con una sensación de alivio que no intuía la muerte
inmediata. Otros no; salieron de los campos despidiéndose de sus com-
pañeros y conscientes de su final, como Gtaciela Doldán, quien pidió morir
sin que le vendaran los ojos y se dedicó a pensar un rato antes de que la
trasladaran "para no desperdiciar" los últimos minutos de su vida. Aunque
no supieran exactamente cómo, sin embargo, los prisioneros sabían. Tam-
bién ellos sabían y negaban, pero las conjeturas, lo que se veía por debajo
de las vendas y las capuchas, las amenazas proferidas durante la tortura
("Vas a dormir en el fondo del mar", "Acá al que se haga el loco, le
ponemos un Pentonaval y se va para arriba"), las infidencias de guardias
que no soportaban la presión a la que ellos mismos estaban sometidos, el
clima que rodeaba a los traslados les permitía saber.
Estos son relatos de lo que se sabía: en la Escuela de Mecánica de la
Armada, "los días de traslado se adoptaban medidas severas de seguridad
y se aislaba el sótano. Los prisioneros debían permanecer en sus celdas
en silencio. Aproximadamente a las 17 horas de cada miércoles se pro-
cedía a designar a quienes serían trasladados, que eran conducidos uno
por uno a la enfermería, en la situación en que estuviesen, vestidos o
semidesnudos, con frío o con calor."" "El día del traslado reinaba un clima
muy tenso. No sabíamos si ese día nos iba a tocar o no... se comenzaba a
llamar a los detenidos por número... Eran llevados a la enfermería del
sótano, donde los esperaba el enfermero que les aplicaba una inyección
para adormecerlos, pero que no los mataba. Así, vivos, eran sacados por
la puerta lateral del sótano e introducidos en un camión. Bastante ador-
mecidos eran llevados al Aeroparque, introducidos en un avión que volaba
hacia el sur, mar adentro, donde eran tirados vivos... El capitán Acosta
prohibió al principio toda referencia al tema 'traslados'."26
En La Perla, "cada traslado era precedido por una serie de procedimientos
que nos ponían en tensión. Se controlaba que la gente estuviera bien
vendada, en su respectiva colchoneta y se procedía a seleccionar a los
trasladados mencionando en voz alta su nombre (cuando éramos pocos) o
su número (cuando la cantidad de prisioneros era mayor). A veces,
simplemente se tocaba al seleccionado para que se incorporara sin
hablar... Los prisioneros que iban a ser trasladados eran amordazados...
Luego se procedía a llevar a los prisioneros seleccionados hasta un camión
marca Mercedes Benz, que irónicamente llamábamos Menéndez Benz, por
alusión al apellido del general que comandaba el III Cuerpo... Antes de
30
descender del vehículo los prisioneros eran maniatados. Luego se los
bajaba y se los obligaba a arrodillarse delante del pozo y se los fusilaba...
Luego, los cuerpos acribillados a balazos, ya en los pozos, eran cubiertos
con alquitrán e incinerados..."27
Los traslados eran el recuerdo permanente de la muerte inminente. Pero
no cualquier muerte "sino esa muerte que era como morir sin
desaparecer, o desaparecer sin morir. Una muerte en la que el que iba a
morir no tenía ninguna participación; era como morir sin luchar, como
morir estando muerto o como no morir nunca"28. Por su parte, la
permanencia en la mayoría de los campos representaba el peligro
constante de retornar a la tortura. Esta posibilidad nunca quedaba
excluida. Muerte y tortura: los disparadores del terror, omnipresente en la
experiencia concentracionaria.
Los campos, concebidos como depósitos de cuerpos dóciles que esperaban
la muerte, fueron posibles por la diseminación del terror... "un espacio de
terror que no era ni de aquí, ni de allá, ni de parte alguna conocida...
donde no estaban vivos ni tampoco muertos... Y también allí quedaban
atrapados los espíritus apenados de los parientes, los vecinos, los
amigos."2' Un terror que se ejercía sobre toda la sociedad, un terror que
se había adueñado de los hombres desde antes de su captura y que se
había inscrito en sus cuerpos por medio de la tortura y el arrasamiento de
su individualidad. El hermano gemelo del terror es la parálisis, el
"anonadamiento''del que habla Schreer. Esa parálisis, efecto del mismo
dispositivo asesino del campo, es la que invade tanto a la sociedad frente
al fenómeno de la desaparición de personas como al prisionero dentro del
campo. Las largas filas de judíos entrando sin resistencia a los crematorios
de Auschwitz, las filas de "trasladados" en los campos argentinos,
aceptando dócilmente la inyección y la muerte, sólo se explican después
del arrasamiento que produjo en ellos el terror. El campo es efecto y foco
de diseminación del terror generalizado de los Estados totalizantes.
31
con un mesianismo irracional: acá Dios somos nosotros”. Graciela Geuna
refiere que un guardia encontró una hoja de afeitar que ella había
guardado para suicidarse, entonces le dijo: "aquí dentro nadie es dueño
de su vida, ni de su muerte. No podrás morirte porque lo quieras. Vas a
vivir tocio el tiempo que se nos ocurra. Aquí adentro somos Dios.”
Las referencias a la condición divina asociada a este derecho de muerte,
que aparece como un derecho de vida y muerte puesto que el prisionero
tampoco puede poner fin a su existencia, se reiteran en los testimonios.
Prolongar una vida más allá del deseo de quien la vive; segar otra que
pugna por permanecer; adueñarse de las vidas. Cuando la misma Graciela
Geuna, ya sin la menor esperanza, sufriendo en la cuadra del campo de
concentración, pide a Barreiro por su muerte, no por su vida, es quizás el
momento en que sella su sobrevivencia. Hay un placer especial del poder
concentracionarío en ese adueñarse de las vidas. La muerte se administra
a voluntad, haciendo exhibición de una arbitrariedad intencional. De
hecho, la muerte alcanza a víctimas casuales, niños, familiares de los
perseguidos, posibles testigos. Es en esta arbitrariedad donde el poder se
afirma como absoluto e inapelable. Esta arbitrariedad no es irracional sino
que su racionalidad reside en la validación de la inapelabilidad y la
arbitrariedad del poder.
Así como la máquina asesina mata a millares, así también le impone la
vida a otros. El esfuerzo que se realizaba en la Escuela de Mecánica de la
Armada para "sacar" del cianuro a personas apresadas tiene que ver con
algo más que con su potencial utilidad en términos de la información que
posteriormente se les pudiera arrancar. Muchos prisioneros de la Escuela
de Mecánica sobrevivieron a la ingestión de la pastilla de cianuro que
portaban los militantes montoneros gracias a un cuidadoso procedimiento
que habían descubierto los marinos para arrancarlos rápidamente de la
muerte. El caso de Norma Arrostito, dirigente de la organización
Montoneros, es particularmente significativo. Arrostito fue "salvada" dos
veces del cianuro, ya que intentó suicidarse en dos oportunidades
consecutivas; no brindó ninguna información útil durante la tortura y
luego fue asesinada por uno de los médicos de la marina, curiosamente,
con una inyección también de veneno. El mensaje parece claro: Tú no te
envenenas; nosotros lo haremos cuando queramos. Suspender la vida;
suspender la muerte; atributos divinos ejercidos no desde los cielos sino
desde los sótanos de los campos de concentración.
Desde este punto de vista se puede comprender porqué los campos
impedían la posibilidad de suicidio, aun de aquellos que ya estaban como
material de depósito esperando la muerte. El ejercicio de un poder que se
pretende total y absoluto debe ejercerse sobre la vida misma de los
hombres. En este sentido, el suicidio enfurecía a los desaparecedores; la
existencia de la pastilla de cianuro entre los montoneros era concebida por
ellos como una abominación, no por un supuesto código moral cristiano
que se funda en el hecho de que sólo Dios tiene la autoridad para dar y
quitar la vida, sino porque precisamente el suicidio, como un último acto
de voluntad, les arrebataba la posibilidad de manifestar ese derecho de
32
muerte que los convertía en "dioses". En este caso la muerte representaba
la limitación y el fin de su poder.
Una vez más, el hecho encuentra paralelo con los campos nazis. Cuando
los guardianes descubrieron que Filip Müller se había introducido
voluntariamente en la cámara de gas para que su muerte tuviera, al
menos, una brizna de elección personal, lo sacaron brutalmente
gritándole: "Pedazo de mierda, maldito endemoniado, aprende que somos
nosotros y no tú quienes decidimos si debes vivir o morir." Para el poder
concentracionario es tan importante adueñarse de la vida de otros como
adueñarse de su muerte. Por su parte, cuando los militantes de las
organizaciones guerrilleras presentaban combate en el momento de su
captura, no sólo tomaban una decisión sobre su muerte sino que además
amenazaban la vida de los desaparecedores, esfumando de un golpe su
pretendida divinidad. Geuna relata que la muerte de uno de los "dioses"
de La Perla, el sargento Elpidio Rosario Tejeda, en un enfrentamiento
armado, impactó mucho al personal de inteligencia del campo porque
"todos temieron en realidad la muerte propia. Estaban asustados: había
muerto su mito y, por tanto, ellos también podían morir". Desde la
perspectiva de los desaparecedores de La Perla, este hombre, que
permanentemente hacía alusión a la muerte de los otros, que se com-
placía en llamar a los prisioneros "muertos que caminan", podía
administrar la muerte pero no padecerla.
Probablemente el orgullo que producían al capitán Acosta sus instalaciones
para las embarazadas, que se reducían a un simple cuarto con camas y
una mesa, de las que se jactaba denominándolas "su Sarda" (la
maternidad pública más importante de Buenos Aires), se relacionara con
la contraparte del poder de muerte, que lo completa y cierra el círculo
haciéndolo total: el ejercicio de un supuesto "poder de vida". No ya la
simple capacidad asesina de decidir quién muere, cuándo muere y cómo
muere sino más aún, determinar quién sobrevive e incluso quién nace,
porque muchas mujeres embarazadas murieron en la tortura, pero otras
no. Otras tuvieron sus hijos y los desaparecedores decidieron la vida del
hijo y la muerte de la madre. Otras más, sobrevivieron ellas y sus hijos.
Esto es lo que subyace más directamente a la afirmación "Aquí adentro
nosotros somos Dios", o a esta otra: "Sólo Dios da y quita la vida. Pero
Dios está ocupado en otro lado, y somos nosotros quienes debemos
ocuparnos de esa tarea en la Argentina""; subyace la pretensión de dar
muerte y dar vida.
Casi todos los sobrevivientes reconocen un captor al que le "deben" la
vida, alguien que los protegió y les "concedió" la vida. Estos "dadores de
vida" son los mismos que aparecen torturando y asesinando, arrojando
cadáveres al mar o quemándolos, ya sea en otros o en los mismos testi-
monios. El general Galtieri le dijo a Adriana Arce que él "era la única
persona que podía decidir sobre mi vida"; y se la dio al tiempo que se la
quitó a tantísimos otros, como la familia Valenzuela. Dadores de vida y
dadores de muerte coinciden; ellos son los dioses de los campos de
concentración. Sin duda, se podría leer este hecho como un humano acto
33
de compensación individual para mantener cierto equilibrio psicológico
pero, al mismo tiempo, se completaba así el ejercicio de un poder total,
"divino". Dar y quitar la vida.
La afirmación del capitán Acosta, que refieren muchos de los
sobrevivientes de la Escuela de Mecánica, cuando repetía con orgullo:
"Esto no tiene límites", o la de uno de los militares de La Perla: "Aquí
nadie se quiebra a medias. Esto es total", también se asocian con
atributos divinos: el carácter ilimitado de Dios, su omnipotencia. La
contraparte de este poder que, en su potencia absoluta, se despliega
ilimitado y omnipotente es precisamente la sensación de impotencia total
que registraba la víctima del campo de concentración. Sin embargo, tanto
la omnipotencia del secuestrador como la impotencia absoluta del
secuestrado son ilusorias. Todo poder reconoce un límite y frente a todo
poder hay alguna posibilidad de resistencia.
¿De dónde provenía la pretensión de los torturadores de ser dioses? Sin
duda de esta convicción de ser amos de la vida y la muerte; de hecho
tenían la capacidad de decidir la muerte de muchísimas personas, casi de
cualquiera en el marco de una sociedad en que todos los derechos habían
sido suprimidos. Podían ser dadores de muerte y, más que de vida, de no
muerte. En verdad, como ya lo señaló Foucault, el poder de vida y muerte
es solamente un poder de muerte, que se ejerce o se resigna.
El suplicio en la Edad Media y el derecho soberano de matar de los reyes,
que a primera vista podría parecer semejante a lo que aquí se describió,
implicaba "determinada mecánica del poder: de un poder que no sólo no
disimula que se ejerce directamente sobre los cuerpos sino que se exalta
y se refuerza en sus manifestaciones físicas; de un poder que se afirma
como poder armado y cuyas funciones de orden, en todo caso, no están
separadas de las funciones de guerra".
Por el contrario, el poder militar en Argentina corresponde más a una
estructura burocrático-represiva que a un aparato de guerra. Su ineptitud
y desconcierto frente a la única circunstancia de guerra real que debió
enfrentaren este siglo, la de las Malvinas, así lo demuestra Astiz, uno de
los protagonistas destacados de la represión concentracionaria, se rindió
sin combatir frente a los ingleses; estaba más preparado para combatir
contra un peronista que contra un oficial británico. Ese fue sólo el más
publicitado de los casos, pero la investigación de los sucesos llevó a mos-
trar la incapacidad militar y política del Ejército, la Armada y la
Aeronáutica. Mario Benjamín Menéndez, comandante de las fuerzas
militares en Malvinas, el mismísimo jefe del III Cuerpo de Ejército que
fusilaba prisioneros amordazados en La Perla, además de mostrar su
incapacidad militar, según sus propias declaraciones "No encontraba la
manera de decir, ¿esto se podrá parar?, razonamiento inverso al de un
guerrero que se pregunta más bien si "esto" se podrá ganar. Las Fuerzas
Armadas resultaron más aptas para una sangrienta represión interior que
para una guerra frontal entre ejércitos.
En lo que se refiere al ejercicio interno del poder, asesinaron y torturaron
de manera institucional pero manteniéndolo en secreto, de manera
34
subterránea y vergonzante, efectivizando un derecho de muerte que la
sociedad nunca les reconoció explícitamente. Destrozaron los cuerpos,
hicieron exhibición de ellos en algunos casos, pero nunca asumieron la
responsabilidad de estos actos. El rey vengaba una ofensa a su persona
en el cuerpo de los condenados. La Junta Militar castigaba y mataba como
un exterminador clandestino, que al decir "Yo no fui", negaba él mismo la
legitimidad de sus actos.
La exhibición de un poder arbitrario y total en la administración de la vida
y la muerte pero, al mismo tiempo, negado y subterráneo, emitía un
mensaje: toda la población estaba expuesta a un derecho de muerte por
parte del Estado. Un derecho que se ejercía con una única racionalidad: la
omnipotencia de un poder que quería parecerse a Dios. Vidas de hombres
y mujeres, destinos de niños e incluso de seres que aún no habían nacido,
nada podía escapar a él.
Utilizó su derecho arbitrario de muerte como forma de diseminación social
del terror para disciplinar, controlar y regular una sociedad cuya
diversidad y alto nivel de conflicto impedían su establecimiento
hegemónico.
El antiguo derecho de vida y muerte latente sobre toda la población se
superponía y hacía posible las funciones disciplinadoras y reguladoras
manifiestas. Morir, pero esperar la muerte sentado y en determinada
posición. Morir, pero antes de ello, contestar "Sí, señor", cuando se habla
con un oficial. Morir sin combatir, en una fila de presos ordenados y
amordazados, esas "procesiones de seres humanos caminando como
muñecos hacia su muerte"''8, que ya habían existido en los campos nazis.
No hay espacio aquí para el condenado "que insulta a sus perseguidores;
no hay espacio para la muerte heroica; no hay espacio para el suicidio en
el seno de este poder burocrático.
El poder de vida y muerte es uno con el poder disciplinario, normalizador
y regulador. Un poder disciplinario-asesino, un poder burocrático-asesino,
un poder que se pretende total, que articula la individualización y la
masificación, la disciplina y la regulación, la normalización, el control y el
castigo, recuperando el derecho soberano de matar. Un poder de
burócratas ensoberbecidos con su capacidad de matar, que se confunden
a sí mismos con Dios. Un poder que se dirige al cuerpo individual y social
para someterlo, uniformarlo, amputarlo, desaparecerlo.
El tormento
35
dispositivo concentracionario, estuvo pautada por criterios generales y
adquirió características básicas comunes en todos los campos.
La aplicación de tormentos tenía una función principal: la obtención de
información operativamente útil. Es decir, lograr que el prisionero
entregara datos que permitieran la captura de personas o equipos
vinculados con la llamada subversión, que comprendía todo tipo de oposi-
ción política pero preferentemente a la guerrilla y su entorno. La tortura
era el mecanismo para "alimentar" el campo con nuevos secuestrados.
Dentro de las organizaciones guerrilleras existían mecanismos de control
de sus militantes, generalmente cada 24 o 48 horas, de manera que, al
momento de la captura, el dispositivo del campo contaba con un día, dos,
a veces un poco más, para extraer de cada hombre información
inmediatamente útil. Una vez que vencía el plazo, las organizaciones
"desactivaban" todas las citas y desalojaban las casas y los militantes que
la persona capturada conocía.
A partir de entonces, los secuestradores podían obtener otro tipo de datos
que a veces conducían también a la captura de personas o armamento,
como el reconocimiento de fotos o información que, unida a otra, llevaba
indirectamente a ubicar una persona, una casa, una base operativa, un
depósito de armas. Además, el prisionero tenía un conocimiento precioso:
las caras de otros militantes. Si se lograba "trabajar" sobre él de tal
manera que estuviera dispuesto a identificarlos en lugares públicos,
"marcarlos", se podía capturar a muchas personas. Cada militante que
accedía a esta práctica podía provocar decenas de muertes y detenciones.
Por último, cada preso era una muestra viviente del "enemigo", de su
forma de actuar, pensar, razonar política y militarmente. También esto
representaba una información valiosa.
La tortura perseguía, por lo tanto, toda la información que sirviera de
inmediato, pero necesitaba también arrasar toda resistencia en los sujetos
para modelarlos y procesarlos en el dispositivo concentracionario, para
"chupar", succionar de ellos todo conocimiento útil que pudieran esconder;
en este sentido hacerlos transparentes. El eje del mecanismo
desaparecedor era obtener la información necesaria para multiplicar las
desapariciones hasta acabar con el "enemigo" (más adelante se verá la
vastedad que alcanzaba el termina). En consecuencia, la tortura era la
clave, el eje sobre el que giraba toda la vida del campo.
En tanta ceremonia iniciática, el tormento marcaba un fin y un comienzo;
para el recién llegado el mundo quedaba atrás y adelante se abría la
incertidumbre del campo de concentración: "...una hora antes tenían vida.
Al desaparecer ya no tenían vida", así explicaría el suboficial Vilariño la
realidad de estos "muertos que caminan"3''.
La desnudez, la capucha que escondía el rostro, las ataduras y mordazas,
el dolor y la pérdida de toda pertenencia personal eran los signos de la
iniciación en este mundo en donde todas las propiedades, normas,
valores, lógicas del exterior parecen canceladas y en donde la propia hu-
manidad entra en suspenso. La desnudez del prisionero y la capucha
aumentan su indefensión pero también expresan una voluntad de hacer
36
transparente al hombre, violar su intimidad, apoderarse de su secreto,
verlo sin que pueda ver, que subyace a la tortura, y constituye una de "las
normas de la casa". La capucha y la consecuente pérdida de la visión
aumentan la inseguridad y la desubicación pero también le quitan al
hombre su rostro, lo borran; es parte del proceso de deshumanización que
va minando al desaparecido y, al mismo tiempo, facilita su castigo. Los
torturadores no ven la cara de su víctima; castigan cuerpos sin rostro;
castigan subversivos, no hombres. Hay aquí una negación de la
humanidad de la víctima que es doble: frente a sí misma y frente a
quienes lo atormentan.
La tortura, como "procedimiento de ingreso o admisión", despoja al recién
llegado de todos sus apoyos anteriores, entre otros, cualquier contacto
personal que pueda fortalecerlo; es la forma en que se lo procesa para
aceptar las reglas del campo". Señala el antes y el después. De hecho,
casi todos los testimonios pasan del relato del secuestro que corresponde
al "afuera", al de la tortura, primer paso del "adentro". Los testimonios
también señalan que durante el periodo de tortura, se mantenía a los
prisioneros aislados en los cuartos cié interrogatorio, separados del resto;
por lo general sólo cuando esta etapa inicial, de asimilación y si es posible
de quiebre concluía, se los integraba a la cuadra, al lugar de depósito. En
el testimonio de Geuna resulta evidente este antes y después, como un
abismo que se abre frente a la persona, en su caso agudizado por la
muerte de su marido en el momento de la detención. Al día siguiente de
su captura, después de la tortura, "estaba a kilómetros de distancia de la
militante que era el día anterior. Ahora mi esposo estaba muerto y yo
sentía que no tenía fuerzas para resistir."41
Como ya se señaló, la tortura se había aplicado sistemáticamente en el
país desde muchos años antes, pero los campos daban una nueva
posibilidad: usarla de manera irrestricta e ilimitada. Es decir, no
importaba dejar huellas, no importaba dejar secuelas o producir lesiones;
no importaba siquiera matar al prisionero. En todo caso, si se evitaba su
muerte era para no "desperdiciar" la información que pudiera tener. Lo
ilimitado de los métodos se unía a su uso por un tiempo también ilimitado.
Grass señala que los oficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada
afirmaban que eran necesarias formas "no convencionales" de respuesta a
¡a acción subversiva, de las cuales, el "instrumento central era la tortura
aplicada en forma irrestricta e ilimitada en el tiempo". Decían: "No hay
otra forma de identificar a este enemigo oculto si no es mediante la infor-
mación obtenida por la tortura y ésta, para ser eficaz, debe ser
ilimitada."42 También Geuna lo registra de la siguiente manera: "Si no te
quebraban en horas, disponían de días, semanas, meses. 'Nosotros no
tenemos apuro', nos advertían. 'Aquí—subrayaban—el tiempo no existe.”
Lo ilimitado suponía también que la tortura, una vez terminada, se podía
reiniciar. En muchos campos, como La Perla o la Mansión Seré, se registró
el hecho de que por detectar que el prisionero no había dado determinada
información o por represalia ante una actitud de desobediencia se
reiniciara la tortura. Aun en lugares como la Escuela de Mecánica de la
37
Armada, en donde no se acostumbraba volver a torturar al prisionero una
vez concluida la etapa de interrogatorio, sin embargo la amenaza
permanecía latente para el secuestrado que convivía con los instrumentos,
los objetos y los sujetos de tortura durante toda su permanencia en el
campo.
¿En qué consistía la tortura? El método de tormento "universal" de los
campos de concentración argentinos, por el que pasaron prácticamente
todos los secuestrados fue la picana eléctrica. Es natural; se trata de un
instrumento nacional, "vernáculo", inventado por un argentino. Consiste
en provocar descargas; cuanto más alto es el voltaje, mayor es el daño.
Su aplicación es particularmente dolorosa en las mucosas, por lo que
éstas se convierten en el lugar preferido de los "técnicos". Puede y suele
provocar paros cardiacos; de esta manera se mató a muchos prisioneros;
en algunos casos porque "se les fue la mano", en otros de manera
intencional.
La picana, ya mencionada, tuvo variantes; una fue la picana doble que
consistía en lo mismo pero multiplicado por dos; otra fue la picana
automática. Esta se ponía a funcionar sin que hubiera ningún
interrogador, ninguna pregunta. Sufrir para sufrir, sin otro fin que el
propio sufrimiento, como castigo y la domesticación del hombre al campo,
como ablande. Quebrar la voluntad de resistencia frente al vacío, frente a
ninguna pregunta, frente a la sola manifestación ele poder del
secuestrador.
No describiré los distintos métodos utilizados pero sí haré mención de los
más frecuentes. Es importante saber qué se le hace a un hombre para
entender cómo se lo aterroriza y se lo procesa. El terror corresponde a un
registro diferente que el miedo.
Mientras uno está sentado, leyendo, el terror es apenas un concepto que
se asocia vagamente con una especie de miedo grande, tal vez con un
género cinematográfico, pero basta seleccionar cualquiera de estas
técnicas, la que personalmente pueda parecer más tolerable, y pensar en
su aplicación sobre el propio cuerpo, de manera irrestricta e ilimitada,
repetida e interminablemente, para tener una aproximación a cómo se
produce el terror. Interminablemente quiere decir exactamente sin fin,
hasta la muerte o hasta un fin arbitrario que no depende de uno.
Para obtenerla información necesaria, los interrogadores "se vieron
obligados" a usar técnicas de asfixia, ya fuera por inmersión en agua o por
carencia de aire. Aplicaron golpes con todo tipo de objetos, palos, látigos,
varillas, golpes de karate y práctica, sobre ¡os prisioneros, de golpes mor-
tales, así como palizas colectivas. Practicaron el colgamiento de los seres
humanos por las extremidades dentro de ¡os campos y también desde
helicópteros. Hicieron atacar gente con perros entrenados. Quemaron a
las personas con agua hirviendo, alambres al rojo, cigarros y les
practicaron cortaduras de todo tipo. También despellejaron personas,
como Norberto Liwsky en la Brigada de Investigaciones de San Justo. En
muchos campos, en particular en los que dependían de la Fuerzas Aérea y
la policía, los interrogadores se valieron de todo cipo de abuso sexual.
38
Desde violaciones múltiples a mujeres y a hombres, hasta más de 20
veces consecutivas, así como vejámenes de todo tipo combinados con los
métodos ya mencionados de tortura, como la introducción en el ano y la
vagina de objetos metálicos y la posterior aplicación de descargas
eléctricas a través de los mismos. En estos lugares también era frecuente
que a una prisionera "le dieran a elegir" entre la violación y la picana 44.
De ahí en más hicieron todo lo que una imaginación perversa y sádica
pueda urdir sobre cuerpos totalmente inermes y sin posibilidad de
defensa. Lo hicieron sistemáticamente hasta provocar la muerte o la
destrucción del hombre, amoldándolo al universo concentracionario,
aunque no siempre lo lograron. El abuso con fines informativos, el abuso
para modelar y producir sujetos, el abuso arbitrario, todos atributos
principales del poder pretendidamente total: saber todo, modelar todo,
incluso la vida y la muerte, ser inapelable.
La práctica de estas formas de tortura de manera irrestricta, reiterada e
ilimitada se ejerció en todos los campos de concentración y fue clave para
la diseminación del terror entre los secuestrados. Una vez que el
prisionero pasaba por semejante tratamiento pretería literalmente morir
que regresar a esa situación; son muchos los testimonios que así lo
afirman. La muerte podía aparecer como una liberación. De hecho, los
torturadores usaban la expresión "se nos fue" para designar a alguien que
se /«había muerto durante la tortura. Y sin embargo, decidir la propia
muerte era una de las cosas que estaba vedada para el desaparecido, que
descubría entonces no ya la dificultad de vivir sino la de morir. Morir no
era fácil dentro de un campo, Teresa Meschiati, Susana Burgos y muchos
otros sobrevivientes relatan intentos a veces absurdos pero desesperados
para encontrar la muerte: tomar agua podrida, dejar de respirar, intentar
suspender voluntariamente cualquier función vital. Pero no era tan simple.
La máquina inexorable se había apropiado celosamente de la vida y la
muerte de cada uno.
No obstante estos denominadores comunes, existieron modalidades
diferentes. En algunos casos, relatados por sobrevivientes de campos de
la Fuerza Aérea y la policía, el tormento tomaba las características de un
ritual purificador. Más que centrarse en la información operativamente
valiosa buscaba el castigo de las víctimas, su desmembramiento físico,
una especie de venganza que se concretaba en signos visibles sobre los
cuerpos. En esos lugares se usaba mucho el castigo con palos y latigazos,
que deja huellas. El tratamiento se acompañaba con tortura sexual,
fundamentalmente denigrante; eran frecuentes, por ejemplo, las vio-
laciones de hombres. Toda la sesión, desde que iban a buscar al
prisionero, tenía un ritmo de excitación ascendente, mientras que, por
ejemplo en la Mansión Seré, no faltaba un torturador cristiano que rezaba
y "confortaba" a la víctima instándola a que tuviera fe en Dios, mientras
era atormentada. También en ese centro, uno de los miembros de la
"patota", "al grito de hijos del diablo, hijos del diablo, agarró un látigo y
empezó a pegarnos. Son todos judíos, decía, hay que matarlos"4''.
En la Brigada de Investigaciones de San Justo: "Cuando me venían a
39
buscar para una nueva sesión lo hacían gritando y entraban a la celda
pateando la puerta y golpeando lo que encontraran. Violentamente. Por
eso, antes de que se acercaran a mí, ya sabía que me tocaba." A con-
tinuación sigue un relato espeluznante, que incluye el despellejamiento del
prisionero.
En la Delegación de la Policía Federal: "Allí me golpearon ferozmente por
espacio de una hora aproximadamente, lo hicieron con total sadismo y
crueldad pues ni siquiera me interrogaban, sólo se reían a carcajadas y
me insultaban.'"'
En la mansión Seré: "...entra la patota en la pieza haciendo mucho
escándalo, como ellos hacían, con el fin de crear un clima de terror y
pánico a su alrededor... me sacan entre comentarios jocosos y risotadas,
me anuncian que me van a dar un baño; me hundían cada vez más
frecuentemente y por espacios más prolongados de tiempo, a punto tal
de, digamos, de terminar por provocarme asfixia... nos atan a los dos
juntos... nos torturan con picana alternativamente a uno y a otro... se me
introdujo un objeto metálico en el ano y se me transmitía corriente
eléctrica por él; se me torturó en los genitales y en la boca, en las órbitas
de los ojos..."/|íi
En estos campos crecía el número de víctimas casuales. En la misma
Mansión Seré, secuestraron y torturaron a un levantador de quiniela y, en
mayo de 1 977, buscando a un militante, "la patota" se equivocó de
dirección y registró los cuartos de una pensión. En uno de ellos
encontraron fotos que consideraron pornográficas, en las que se veía a
menores, por lo que dedujeron que la persona que allí habitaba era un
perverso sexual. Así que procedieron a esperar su llegada y a secuestrar a
aquel hombre. Así lo hicieron, lo llevaron hasta la Mansión Seré y allí lo
torturaron hasta su muerte, que se produjo esa misma noche. Habían
consumado un acto de "purificación". Cruzados del "bien y la moralidad",
castigaban el mal, entre rezos, risas y vejámenes.
En este tipo de rituales murieron muchas personas. La duración era
indeterminada; la reiteración de la tortura imprevisible y el sentido se
asemejaba más a una ceremonia de venganza y locura, entre risas, gritos
y golpes, que a un acto de inteligencia militar. A pesar de la aparente irra-
cionalidad, estos campos cobraron un importantísimo número de víctimas
y cumplieron un papel fundamental en la destrucción física de toda
oposición política, sin discriminación alguna, y de la diseminación del
terror. Fueron funcionales para el proyecto militar y dejaron muy pocos
sobrevivientes, algunos de ellos lo suficientemente aterrados como para
no relatar jamás lo que sufrieron.
Las prácticas de tortura en otros campos, como la Escuela de Mecánica de
la Armada o La Perla, tenían diferencias considerables con respecto a lo
que acabo de describir, al menos a partir de la existencia de
sobrevivientes. En esos lugares la tortura era enérgica, con un fin "pro-
fesional": obtener información operativamente valiosa. Durante el periodo
"útil" del prisionero se le aplicaban picana, submarino (asfixia por
inmersión) y golpes, como tratamiento regular, y la promesa de respetar
40
su vida en caso de que colaborara, es decir que proporcionara información
suficiente para capturar a otras personas.
Para dar credibilidad a la oferta de vida, antes de torturarlo se exhibían
ante el preso otros secuestrados, preferentemente militantes conocidos,
que en el exterior se daban por muertos. La idea era inducir en el recién
llegado la suposición de que estas personas conservaban la vida porque
estaban colaborando activamente con los desaparecedores (lo que no
necesariamente era verdad). A ello se sumaba el hecho de que, en
muchos casos, la detención de la persona se había producido por la
delación de un compañero de militancia, a veces con más experiencia o
responsabilidades políticas que él mismo. Esto reforzaba la idea que
trataba de generar el campo de concentración de que "todos" colabo-
raban; nadie podía contra su poder y era mejor no intentarlo. La
exhibición de omnipotencia que creaba en el secuestrado una sensación
de impotencia también total.
La oferta de vida y la prueba "palpable" de que así era, (unos meses de
vida en esas circunstancias parecían una promesa de inmortalidad) rompía
la lógica con que los militantes llegaban al campo de concentración:
enfrentar la propia muerte. Se trataba de producir en el secuestrado un
shock psíquico primero y físico después, mediante una tortura intensiva,
que lo desestructurara lo suficiente como para dar una "punta del hilo", un
dato más para desenredar la madeja de las organizaciones políticas y
sindicales. Después de ello, manteniendo la presión, se podía esperar una
colaboración más abierta.
El procedimiento se caracterizaba por una cierta asepsia; el objetivo era
obtener información útil, pero además, quebrar-A individuo, romper ú
militante anulando en él toda línea de fuga o resistencia, modelando un
nuevo sujeto adecuado a la dinámica del campo, un cuerpo sumiso que se
dejara incorporar a la maquinaria, cualquiera que fuera el lugar que se le
asignara. Este quiebre era el producto más preciado de la tortura;
alcanzarlo era el mayor desafío para el dispositivo concentracionario y la
prueba evidente, insoslayable del poder del interrogador.
Para lograr el quiebre, valían todos los medios, pero siempre conservaban
esa racionalidad, la búsqueda de información operativamente valiosa.
Pasado el periodo de utilidad del preso, éste dejaba de ser un cuerpo
atormentado para producir la verdad ser un cuerpo de desecho, material
en depósito hasta la decisión de su destino final: la eliminación o, muy
eventualmente, la liberación. La posibilidad de reiniciar la tortura siempre
estaba presente pero era relativamente excepcional. Desde el momento
en que cesaba la tortura física directa, iniciaba la tortura sorda, la de la
incertidumbre sobre la vida, la oscuridad y el aislamiento permanentes, la
desconfianza hacia todos, la mala alimentación, el maltrato y la
humillación.
En algunos casos, la decisión final sobre la suerte del preso se difería,
pasando por un periodo intermedio en el que se lo incorporaba al régimen
de capucha o cuadra pero se pretendía, ganar al prisionero, sacarle algo o
algo más; la lógica concentracionaria es avariciosa, intenta chupar todo lo
41
vital que hay en el hombre. Se trataba entonces de obtener algún tipo de
colaboración voluntaria, operacional, técnica, política, al cabo de la cual, e
independientemente de lo que hubiera proporcionado, el destino último
también era incierto.
Así pues, aparecen por lo menos dos mecanismos posibles en la tortura:
el tormento que llamaré inquisitorial y el tormento como tecnología eficaz,
fría, aséptica y eficiente de "chupar". Los dos pretenden producir la
verdad, producir un culpabley arrasar al sujeto pero lo hacen de maneras
diferentes. Ambas formas implican el procesamiento de los cuerpos, la
extracción de lo que sirve y el desecho del hombre. Sin embargo, la
modalidad inquisitorial destruye más los cuerpos, es más brutal, arroja
más sufrimiento directo sobre sus víctimas, pero es menos eficiente para
extraer, está menos preparada para aprovechar hasta la última gota útil
de un hombre.
También es probable que la modalidad "aséptica" produzca un menor
deterioro personal en los hombres que la aplican y les permita concebirse
a sí mismos como simple personal técnico. Finalmente, en términos
institucionales, cabe pensar que en nuestra época es más fácil mantener
el espíritu de cuerpo y la adhesión ideológica de una fuerza
profesional y clasemediera por vía de un discurso técnico-aséptico que por
vía de uno fanático-inquisitorial. Este último es psíquica e
institucionalmente desquiciante.
Los oficiales de inteligencia que ejecutaron la tortura, sobre todo en el
modelo aséptico, eran hombres comunes y corrientes, las más délas veces
insignificantes, como Juan Carlos Rolón, cuyo ascenso salió a defender el
Presidente Menem en 1 994. lambién ellos, pequeños engranajes que no
correspondían a un único patrón. Ceuna los describe uno por uno; la
diversidad comprende tontos e inteligentes, audaces y cobardes, religiosos
y ateos, vanidosos, arrogantes, pusilánimes, de todo; hombres como
cualquier otro, que caminan por la calle. Muchos se preguntaban, con
auténtica curiosidad, si los prisioneros los consideraban "torturadores".
Como si la condición de torturador fuera parte de una esencia que no
poseían, como si su práctica cotidiana se debiera a una función
circunstancial que se vieron obligados a cumplir; como si hubiera "otros",
no ellos, que sí eran torturadores porque disfrutaban haciendo sufrir.
Estos hombres sólo trabajaban y "cumplían órdenes".
El cumplimiento de órdenes fue la fórmula más burda de descargo del
torturador. Otra muy usual, de acuerdo a los testimonios, fue
responsabilizara las conducciones de las organizaciones armadas porque
"mandaban a matar" a su gente, "obligándolos" a ellos a hacerlo. También
era común que descargaran la culpa sobre la propia víctima, que por su
tozudez, los "obligaba" a torturarla. La expresión que se registra es "no te
hagas dar", es decir que la víctima "se hacía dar', se hacía torturar. Si
para detener a alguien habían torturado a^-otras personas, el responsable
de tales castigos era el buscado, o el que daba la información o cualquier
otro que no fuera el torturador. "Vos sos la culpable de que haya hecho
cagar a esos infelices", le decía un torturador de la policía federal a Mirtha
42
Gladys Rosales, para justificar que había golpeado salvajemente a su
padre y a otras personas'1'''.
Sin embargo, y por más desplazamientos que pueda hacer, hay algo que
se agita internamente en un hombre que destroza a otro. Hay algo que
reclama la afirmación de su propia humanidad, porque en el intento de
despersonalización de la víctima él mismo se despersonaliza, se
deshumaniza. En muchísimos relatos aparece el intento de "reparación"
del torturador sobre la propia víctima, como si pudiera escindir su.
condición de torturador frente a un cuerpo sin rostro de su condición
humana frente a la persona del torturado. Cuenta una sobreviviente:
"Después de esas 'sesiones' (de tortura) me hacían vestir, y con buenos
modos y palabras de consuelo me llevaban al dormitorio e indicaban a
otra prisionera que se acercara y me consolara."51' Ana María Careaga
relata: "El hombre que había dirigido la tortura, que me había torturado
personalmente, ahora me hablaba de una manera paternal.'"1' Otro
testimonio dice: "El domingo por la noche, el hombre que me había
violado estuvo de guardia obligándome a jugar a las cartas con él."" Un
relato casi idéntico de la Mansión Seré señala que la patota secuestró a
una maestra muy joven por haber escrito en el pizarrón de su clase "La;
Montoneras recorren el país", como frase de ejercitación gramatical y en
obvia referencia a las Montoneras del siglo pasado. Después de haber sido
torturada "preventivamente", fue presionada con insistencia por uno de
sus torturadores a jugar a las cartas con él. La muchacha, que primero se
negó, al cabo de un rato jugaba al chin-chon con un hombre poco mayor
que ella y que la había sometido a tormento minutos antes. La figura de
estas dos personas jugando a los naipes dentro de un campo de
exterminio es la viva imagen de una suerte de perversión de la realidad
que se opera en el dispositivo concentracionario, cuyo eje es la tortura. En
ella se conjugan el poder, la arbitrariedad, la culpa y la necesidad de crear
una "ilusión de reparación", que persiguió a buena parte de los
torturadores.
Mediante el tormento se arrancaba al hombre información y su misma
humanidad, hasta dejarlo vacío. La sala de torturas, el "quirófano" en la
jerga concentracionaria, era el lugar donde se operaba sobre la persona
para producir ese vaciamiento. Era un largo proceso que duraba días,
semanas, meses hasta lograr la producción de un nuevo sujeto,
completamente sumiso a los designios del campo: "Ya uno no tiene nada
que darles, ni ellos quieren nada de mí. Tenía un gran cansancio y sólo
quería que todo terminara de inmediato."53
El campo logró la sumisión. El "Sí, señor" del lenguaje militar en boca de
los prisioneros fue un signo de esa sumisión. "Se ensañaron mucho más
porque no les había dicho que estaba embarazada... Me decían: '¿Por qué
no lo dijiste, pelotuda? ¿Querés que te lo saque ahora?' (al hijo) ¡No! 'No,
qué pelotuda.' No, señor. 'Ah, así está mejor.'"5'
Sin embargo, la sumisión nunca es toral; el campo intentó arrasar la
personalidad y toda forma de resistencia a través de la tortura
sistemática, ilimitada, irrestricta, produciendo dolor, terror, parálisis, pero
43
no necesariamente lo logró. No hay técnicas infalibles, y la tortura
tampoco lo fue. A pesar de los interrogadores, frente a ella había hom-
bres, no masilla moldeable. Seres humanos que reaccionaron de las más
diversas maneras. Existió la resistencia abierta de quienes, poseyendo
información, desafiaron con éxito la tortura. Geuna relata el de una madre
que dirigiéndose a su hija, mientras las torturaban a ambas en La Perla, le
gritaba "No hables, nena; a estos hijos de puta ni una palabra". Aquí, el
campo de concentración y la tortura se enfrentan a s.u zona de
impotencia: la resistencia interna del hombre. En este caso sólo pueden
funcionar como máquina asesina, y matar.
Hay otros que simularon colaborar, dando datos falsos que pudieran pasar
por verdaderos, y en realidad no entregaron algo útil para "alimentar" y
reproducir el mecanismo.
Intentaban asi detener la tortura y ganar tiempo. En este caso, la tortura
tampoco logró su objetivo. No sólo no produjo la "verdad", sino que el
prisionero la contabilizó internamente como una batalla ganada al campo
de concentración; se fortaleció, aunque le costara la vida. Es el caso de
Fernández Samar que se relata también en el testimonio de Geuna, quien
mientras agonizaba a causa de los tormentos padecidos, en los que había
ocultado la información clave, repetía "Los jodí; los jodí"'°. Entre los
sobrevivientes hay mucha gente que resistió la tortura y seguramente
esta primera victoria los rearmó para tolerar la capucha, el aislamiento,
las presiones y todo lo que padecieron después hasta su liberación. La
resistencia a la tortura es una de las formas más claras de la limitación del
poder del campo.
Otros más no aguantaron la presión y brindaron información útil pero no
entregaron todo; guardaron cuidadosamente aquello que consideraban
más importante; ese era su último bastión de resistencia, su secreto.
Estas personas, aunque hubieran sido arrasadas por el dispositivo, solían
recuperara. Es decir, pasada la presión directa, recobraban las nociones
de solidaridad y compromiso con sus compañeros de cautiverio,
recuperaban alguna capacidad de resistencia. Este grupo fue muy
importante en términos cuantitativos y cualitativos ya que fue numeroso y
permitió la reproducción del dispositivo, alimentándolo y generando más
secuestros. Desde este punto de vista, la tortura irrestricta e ilimitada
demostró su eficacia. Mucha de esa gente podía estar dispuesta a morir,
pero sencillamente no soportó las condiciones de tormento y "entregó"
algo, o mucho.
Hubo otros prisioneros que una vez que comenzaron a dar información
bajo tortura ya no se detuvieron, y se fueron desplazando
progresivamente de la categoría de víctimas a la de victimarios. Esta
gente, que existió en La Perla, en el ministaff de la Escuela de Mecánica y
en otros lugares de manera aislada, se convirtió en una especie de presos
intermediarios entre los desaparecedores y los desaparecidos. Fueron
quebrados por la tortura, muchas veces espantosa, y se desintegraron. No
se sentían presos. Suzzara, una secuestrada de este tipo, decía de sus
compañeros presos: "Les tengo asco". Algunos de ellos realizaban
44
operativos militares con sus propios captores; otros llegaron incluso a
torturar. Estas personas eran un enemigo de los presos igual o peor que
los guardias. Necesitaban que todos se desintegraran como ellos, que
dejaran de ser, para encontrar su propia justificación; por eso vigilaban
meticulosamente a los otros prisioneros, "certificaban" los "quiebres";
temían la sobrevivencia de quienes no estuvieran en su misma situación
porque eran testigos de su vergüenza. En general, los militares sentían un
profundo desprecio por esta gente. Sobre ellos el campo de concentración
funcionó, alcanzó su objetivo; aunque numéricamente representaron algo
así como el uno por mil fueron muy útiles al dispositivo. Cada uno de ellos
fue responsable de muchas decenas de secuesrros. Además orientaron el
trabajo de los interrogadores; les permitieron aumentar su eficiencia; sa-
ber qué preguntar, cómo hacerlo, cuáles eran las debilidades de una
persona. En fin, fueron de gran utilidad y constituyen el tipo de sujeto que
produce el campo de concentración y la tortura: temerosos, sumisos,
autoritarios, inestables. Muchos de ellos permanecieron ligados a las fuer-
zas de seguridad y siguieron trabajando para ellas una vez clausurados los
campos de concentración.
Por último existieron personas que "negociaron" su captura. Es decir,
aquellos que sin ofrecer resistencia alguna, sin ¡atentar siquiera presentar
batalla, "se pasaron" aparentemente de bando y se prestaron a trabajar
para las fuerzas de seguridad como lo habían hecho para organizaciones
políticas opositoras. Llegaron a los campos de concentración con maletas
y jamás les tocaron un pelo. De estos casos se registran el de Pinchevsky
en La Perla y el de MáximoNicolettiysu mujer, María Emilia Peuriot, en la
Escuela de Mecánica de la Armada. Estas personas no se pueden
considerar como éxitos del dispositivo concentracionario; son otra cosa.
No fueron quebrados puesto que no había nada que romper, que opusiera
resistencia.
En síntesis, la tortura como eje del trabajo de inteligencia fue altamente
productiva y eficiente. Logró la información suficiente para destruir las
organizaciones guerrilleras y sus entornos, asesinar a los dirigentes
sindicales no conciliadores, arrasar toda organización popular, golpear y
dificultar la acción de los organismos de derechos humanos. Lo hizo
gracias a la existencia de los campos de concentración con los supuestos
de una práctica irrestricta e ilimitada del tormento. Consiguió obtener
información parcial significativa; logró la colaboración total de un pequeño
grupo de gente que logró modelar, desintegrar y reordenar según la lógica
del poder autoritario. En suma fue el método que permitió obtener la
información necesaria para destruir una generación de militantes políticos
y sindicales que desaparecieron en los campos de concentración. Para
quienes deseaban este resultado, el método parece haber sido el
adecuado. En todo caso se abren otras preguntas: ¿Debía la sociedad
argentina desaparecer una generación de molestos activistas sindicales y
políticos? ¿Hay posibilidad de separar medios y fines? Desaparecer, borrar
del mapa, ¿no lleva casi irremediablemente a esto?
Una lógica perversa, una realidad tabicada y compartimentada
45
El campo es un lugar de contrarios que coexisten, de ambivalencia y
conflicto superpuesto, no resuelto, en donde la confrontación se resuelve
por la separación, clasificación y eliminación de lo disfuncional.
Al tiempo que es un centro de retiñían de prisioneros, es donde el hombre
encuentra el mayor grado de aislamiento posible. Prisioneros
concentrados en una barraca, cuidadosamente separados entre sí por
tabiques, celdas, cuchetas. Compartimentos que separan lo que está pro-
fundamente interconectado.
Los planos de los campos de concentración parecen graficar esta idea de
la compartimentación como antídoto del conflicto, que permea todo el
proceso. Largas secuencias de compartimentos; depósitos ordenados y
separados en la arquitectura, en las etapas del proceso desaparecedor
(captura, tortura, asesinato, desaparición de los cuerpos), entre los
servicios que obtienen y procesan la información (Armada, Ejército,
Aeronáutica), del campo mismo como un compartimento separado de la
realidad.
También los hombres aparecen fragmentados, compartimentados interna
y externamente: "subversivos" a los que se despoja de identidad, cuerpos
sin sujeto, torturadores que ostentan una ideología liberal, cristianos que
se confunden a sí mismos con Dios. Todo sin entrar en colisión aparente,
subsistiendo gracias a una separación cuidadosa, esquizofrénica, que
atraviesa a la sociedad, al campo de concentración y a los sujetos.
Los compartimentos estancos son la condición de posibilidad de
coexistencia de elementos sustancialmente inconsistentes y
contradictorios.
Salta a la vista que precisamente l:\sftwrzas legales, como se
identificaban a sí mismas las fuerzas represivas, operaran con una
estructura, un funcionamiento y una tecnología "por izquierda", es decir
ilegal. El secuestro, la tortura ilimitada y el asesinato eran claves para
lograr el exterminio de toda oposición política y diseminar el terror al que
ya se hizo referencia. Dichas "técnicas" no se hubieran podido aplicar
desde la legalidad existente y, de hecho, el gobierno militar, a diferencia
de los nazis, nunca creó leyes que
respaldaran la existencia de los campos de concentración; antes bien optó
por negar su existencia. Las "fuerzas legales" eran los GT clandestinos
mientras que toda acción legal, como la presentación de hábeas Corpus,
denuncias, búsqueda de personas, juicios, era considerada "subversiva".
Extraña coexistencia de lo legal y lo ilegal, pérdida de los referentes,
inversión constante y sucesiva de los términos, confusión de los contrarios
que impide reconocer desde la sociedad por dónde pasa la distinción entre
uno y otro. La ilegalidad de los campos, en coexistencia con su inserción
perfectamente institucional, aunque parezca contradictorio, fue una de las
claves de su éxito como modalidad represiva del Estado.
Directamente vinculado con la legalidad aparece el problema del secreto.
El secreto, lo que se esconde, lo subterráneo, es parte de la centralidad
del poder. Durante el Proceso de Reorganización Nacional se sancionaron
16 leyes de carácter secreto. El general Tomás Sánchez de Bustamante
46
declaró: "En este tipo de lucha (la antisubversiva) el secreto que debe
envolver las operaciones especiales hace que no deba divulgarse a quién
se ha capturado y a quién se debe capturar. Debe existir una nube de
silencio que rodee todo..."bíl También existían sanciones legales de carác-
ter secreto y decisiones secretas que inhabilitaban políticamente a ciertos
ciudadanos. Los campos de concentración eran secretos y las
inhumaciones de cadáveres NN en los cementerios, también. Sin
embargo, para que funcionara el dispositivo desaparecedor debían ser
secretos a voces; era preciso que «'supiera para diseminar el terror. La
nube de silencio ocultaba los nombres, las razones específicas, pero todos
sabían que se llevaban a los que "andaban en algo", que las personas
"desaparecían", que los coches que iban con gente armada pertenecían a
las fuerzas de seguridad, que los que se llevaban no volvían a aparecer,
que existían los campos de concentración. En suma, un secreto con
publicidad incluida; mensajes contradictorios y ambivalentes. Secretos
que se deben saber; lo que es preciso decir como si no se dijera, pero que
todos conocen.
La manera en que se fraccionó el dispositivo concentracionario, separando
trabajos y diluyendo responsabilidades es otra manifestación de esta
misma esquizofrenia social, y tuvo lugar dentro mismo de los campos. El
mecanismo por el cual los desaparecedores concebían su participación
personal como un simple paso dentro de una cadena que nadie controlaba
es otra forma de fraccionar un proceso básicamente único. Cada uno de
los actores concebía la responsabilidad como algo ajeno; fragmentaba el
proceso global de la desaparición y tomaba sólo su parte, escindiéndola y
justificándola, a! tiempo que condenaba a otros, como si su participación
tuviera algún sentido por fuera de la cadena y no coadyubara de manera
directa al dispositivo asesino y desaparecedor. Recuérdense en este
sentido las declaraciones de Vilariño.
De manera semejante, los grupos operativos se concebían como
diferentes y enfrentados, se retaceaban la información unos a otros, entre
las distintas armas y aun dentro de una misma arma. Cada uno se creía, o
bien más eficiente, o bien menos brutal que los otros. Grass se refiere a
las diferencias entre el grupo operativo de la Escuela de Mecánica y el del
Servicio de Inteligencia Naval; Cetina narra el terrible enfrentamiento
entre la policía y el Ejército; Graciela Dellatorre cuenta la competencia que
existía entre los tres grupos operativos de El Vesubio5 . Cada uno era un
compartimento del dispositivo concentracionario , con sus hombres, sus
armas, su información, sus secuestrados. Su seguridad podía depender de
mantener esta separación; el incremento de su poder también. Es decir, el
mecanismo favorecía la compartimentación y la competen-cía, al tiempo
que imponía su totalidad sobre el conjunto. Es importante señalar que
cuanto mayor sea ia fragmentación, más necesidad existirá de una
instancia totalizadora. Lo fragmentario no se opone a lo totalizante; por el
contrario, se combinan y superponen, sin encontrar consistencia ni
coherencia alguna.
Para el secuestrado, la incoherencia entre unas acciones y otras creaba un
47
desquiciamiento de la lógica dentro de los campos, otra lógica que no
alcanzaba a comprender, pero que sin embargo es constitutiva del poder,
de su parte más íntima, de su racionalidad no admitida, negada, sub-
terránea. Una racionalidad que incorpora lo esquizofrénico como
sustancial. La incongruencia entre las acciones de los secuestradores fue
una de sus manifestaciones que se hizo particularmente patente en los
campos que correspondieron a la modalidad técnico-aséptica.
Por ejemplo, la posibilidad de supervivencia no aumentó para quienes
brindaron información útil ni para las víctimas producto de la casualidad,
del error, o que después de los interrogatorios hubieran demostrado tener
muy poca o nula vinculación con la guerrilla. Por el contrario, en muchos
casos fue exactamente al revés; los militantes de cierta trayectoria podían
ser más útiles a largo plazo, lo que aumentó inicialmente su sobrevida y
luego la posibilidad de "reaparecer". El procedimiento no carecía de lógica
pero al mismo tiempo parecía incomprensible; pertenecía a otra lógica que
el secuestrado no podía comprender. Por un lado, la existencia de lógicas
incomprensibles, por otro, la ruptura y la esquizofrenia dentro de la lógica
concentracionaria desquiciaban a los prisioneros e incrementaban la
sensación de locura.
La visita casi diaria en la Escuela de Mecánica de la Armada de un médico
que atendía a los prisioneros era un dato aparentemente contradictorio
con la suposición de que los traslados implicaban la jnuerte. Geuna
también relata que: "se interesaban por mi salud, por mis heridas, por mi
debilidad (había adelgazado diez kilos en veinte días).
Me trajeron vendas y vitaminas. Me cuidaban y al mismo tiempo me
decían que me iban a matar."58 ¿Para qué se curaba de anginas o se
administraba vitaminas a alguien que se iba a asesinar? La incongruencia
llevaba al preso a pensar que o bien era cierta una cosa o la otra y, dado
que efectivamente le llevaban vitaminas, no lo iban a matar, lo cual era
falso. Esta "lógica perversa" o falta aparente de lógica dañó terriblemente
a los secuestrados.
Se puede pensar, aunque Hannah Arendt discutiría la supuesta finalidad
productiva de los campos de concentración nazis, que en ellos, a pesar del
exterminio que se reservaba a los prisioneros, la existencia del médico
tenía un sentido: mantener al hombre con cierta capacidad de trabajo, ya
que se lo usaba en tareas productivas. Pero éste no era el caso de los
campos argentinos, en que los secuestrados permanecían tirados en el
piso, sin hacer nada a veces durante meses. ¿Qué lógica podía tener la
presencia del médico en esas circunstancias?
No es claro, pero probablemente se jugaba un cierto sentido de
humanidad manteniendo al hombre en condiciones relativamente
aceptables hasta su muerte. Esta hipótesis, la menos congruente con el
resto del funcionamiento del campo, es quizás la más probable; hay que
recordar que la preservación de la vida de algunos niños en el vientre de
su madre respondía a una lógica semejante que no sería más que otro de
los tantos mecanismos de auto-humanización que debieron usar los
desaparecedores para justificarse a sí mismos. Desde una concepción más
48
consistentemente utilitarista se podría suponer que prevenían epidemias
que pudieran afectar a prisioneros todavía útiles o al propio personal.
También es probable; en algunos sentidos el campo funcionaba como una
fría y no muy selectiva máquina de matar; en otros irrumpían estas rup-
turas de la lógica, estas compartimentaciones incomprensibles a primera
vista. Lo cierto es que la atención médica era uno de los elementos que
lograba dificultar la comprensión del prisionero de que sería ejecutado,
por la aparente contradicción entre una acción y otra. Esa confusión,
alimentada por el campo y multiplicada por el temor y la negación de los
prisioneros, creaba una "predisposición" para interpretar la lógica perversa
que desataba el campo como auténticos indicios de la posibilidad de
supervivencia, lodo ello confluyó para desalentar las formas de resistencia
más esesperadas.
Algo semejante ocurrió con la atención a las mujeres embarazadas que
llegaron a dar a luz, en la "Sarda" de la Escuela de Mecánica. A partir de
cierto momento del embarazo, esas prisioneras pasaban a ocupar un
cuarto con camas, una mesa con sillas, ropa, y podían permanecer allí con
los ojos descubiertos y hablar. Días antes del alumbramiento, los marinos
le hacían llegar a la madre un ajuar completo, a veces muy hermoso, para
su bebé. El parto se atendía con un médico y respetando ciertos
requerimientos de asepsia, anestesia y cuidados generales. La madre le
ponía nombre a su hijo y daba las indicaciones para que lo entregaran a la
familia. Este trato dificultaba la comprensión del destino final de madre e
hijo. Las atenciones hacían presuponer que ambos vivirían o que, cuando
menos, el bebé sería respetado. La realidad era muy otra: la madre solía
ser ejecutada pocos días después del alumbramiento y el bebé se enviaba
a un orfanato, se daba en adopción o, eventualmente, se entregaba a la
familia. Quedaba así limpia la conciencia de los desaparecedores: mataban
a quien debían matar; preservaban la otra vida, le evitaban un hogar
subversivo y se desentendían de su responsabilidad. No es que no
existiera una racionalidad; sencillamente no era una lógica total y
perfectamente congruente sino fraccionada y contradictoria.
Muchas de las inconsistencias de los campos estuvieron ligadas a la
participación de médicos y psicólogos, cuyas
profesiones se asocian, precisamente, con evitar el dolor y preservar la
vida. En los campos, estos profesionales cumplieron las funciones
exactamente inversas. Los médicos de los campos (los hubo en todos),
que se dedicaban también a curar gente fuera de ellos, ayudaron a
señalar cómo provocar más dolor, cómo prolongarlo, cómo evitar la
muerte cuando el preso era potencialmente "útil" y cómo matarlo sin que
ofreciera resistencia. Uno de los casos más abrumadores fue el de Jorge
Vázquez, médico, prisionero que pertenecía a lo organización Montoneros,
que asesoraba en la tortura y que autorizó continuar con el tormento de
Víctor Melchor Basterra después de que éste padeciera un paro
cardiaco5'1. Estos hombres sólo pueden haber convivido con sus
funciones reparadoras y sus funciones asesinas haciendo coexistir lo
antagónico por medio de la compartimentación, la separación de sus
49
funciones. Como señaló Franz Stangl, comandante del campo de
concentración de Treblinka: "No podía vivir si no compartimentaba mi
pensamiento."'
Los sacerdotes tampoco estuvieron ausentes de los campos de
concentración y de su lógica esquizofrénica. Además de que muchos de
ellos, así como religiosas católicas, los padecieron y fueron sus víctimas,
otros se dedicaron a tranquilizar las conciencias de los desaparecedores y
a atormentar a los secuestrados. Un miembro de los grupos represivos,
Julio Alberto Emmed, relató que después ele asesinar a tres hombres con
inyecciones de veneno aplicadas directamente al corazón, en presencia del
sacerdote Christian von Wernich, "el cura Von Wernich me habla de una
forma especial por la impresión que me había causado lo ocurrido; me
dice que lo que habíamos hecho era necesario, que era un acto patriótico
y que Dios sabía que era para bien del país. Estas fueron sus palabras
textuales"61. A su vez, el R. P. Felipe Pelanda López, capellán del batallón
141 de ingenieros de La Rioja, le dijo a un detenido apaleado: "¡Y bueno,
mi hijo, si no quiere que le peguen, hable!"62 Abundan estos testimonios
que, como en el caso de los médicos, dan cuenta de una "inversión" de la
misión que se supone cumple un sacerdote. En lugar de reprobar el
asesinato, convalidarlo; en lugar de confortar al que sufre, agredirlo. Estos
hombres, al mismo tiempo, celebraban misa y leían cada domingo los
Evangelios.
Los intentos de reparación que realizaban los torturadores sobre sus
propias víctimas, y la extraña convivencia de la crueldad con la clemencia,
sin solución de continuidad, aparecen en muchísimos testimonios, en una
suerte de mosaico "enloquecido"; "lo normal eran las categorías
demenciales" diría G-euna6'. Un mismo hombre podía hacer macar a
decenas de prisioneros y compadecerse de otro. Los responsables de
decenas de muertes, casi siempre, "salvaron" a alguien. El capitán Acosta,
después de exhibir frente a los prisioneros el cadáver acribillado de
Maggio, seleccionó a un grupo y lo obligó a cenar con él como si nada
hubiera ocurrido. El comandante Quijano, que amaba a los animales,
después de secuestrar a Geuna y participar en el asesinato de su esposo
le dijo que ya se había encargado de colocar al gato y al perro, así que se
quedara tranquila por los animales. ¿Actos de reparación? Bondad y mal-
dad, superpuestas y separadas, sin posibilidad de una mínima
congruencia.
Rupturas brutales entre el discurso y la práctica o entre dos momentos del
discurso o de la práctica, es indiferente, nos muestran a oficiales de
inteligencia que afirman con convicción que "el fin no justifica los medios"
(Escuela de Mecánica); corcuradores y asesinos que reprochan la utili-
zación de palabras soeces a los secuestrados (La Perla); torturadores que
se niegan a violar el secreto del voto (Cuerpo 1 de Ejército); militares que
desean "Feliz Navidad" y brindan con los prisioneros (Escuela de
Mecánica). Todos estos elementos coexistiendo sin contradicción
aparente, en una atmósfera de locura, que resulta increíble, que "en-
loquece". Blanca Buda, militante del Partido Intransigente, hace un relato
50
desopilante. Dice que después de esas torturas comenzó un
interrogatorio más tranquilo. "-¿Estás completamente segura de que no
sabes por quién votó tu gente? -Señor, no puedo decirle por quién votaron
ellos, pero -acoté- ¿quiere que le diga por quién voté yo? Saltaron dos o
tres al mismo tiempo. No supe si me tomaban el pelo o si los atacaba una
reacción “legalista” cuando los oí gritar indignados: -¡No, eso no! ¡E) voto
es secreto! Al principio no entendí. Cuando mi confundido cerebro captó el
verdadero sentido de la frase no pude contenerme y lancé una
carcajada... Me torturaron bestialmente pretendiendo saber los íntimos
detalles de mi vida, la filiación política de mis vecinos, cuántas ollas
populares habíamos impulsado, la capacidad organizativa de los partidos
politicos de la localidad y ahora salían con que el voto era secreto."'64
La locura y lo ilimitado que exaltaba el capitán Acosta se manifiestan
hasta el absurdo en este relato o en el hecho de secuestrar un loro e
ingresarlo a La Perla con el número de prisionero 428.
La fragmentación, que permitía "funcionar" a los desaparecedores, se iba
adueñando también del prisionero. De hecho, el quiebre en sí mismo
implicaba esta ruptura y la necesidad de acondicionar en compartimentos
separados lo que correspondía a un mismo sujeto. Cuanto mayor
arrasamiento, mayor fragmentación, escondida bajo un discurso "total".
Este es el caso de los prisioneros que creían haberse pasado de bando, y
en consecuencia hablaban y actuaban como si fueran militares, como si no
notaran que... permanecían secuestrados.
La rotura física que provoca la tortura puede ser también una rotura
interior, que el prisionero registra, al mismo tiempo que tiende a ver el
campo como una totalidad congruente aunque incomprensible. Le cuesta
mucho más percibir el fraccionamiento de sus captores que el propio. Sin
embargo, la fragmentación es constitutiva del campo y se proyecta sobre
el preso. Dice Geuna: "La realidad de La Perla era una realidad absoluta,
total, con sus propias reglas. Y esa realidad comienza a imponerse con la
venda y el proceso de aislamiento que desata: uno va encerrándose en sí
mismo, se retrae y penetra cada vez más adentro de su conciencia. En
esa situación uno se encuentra todo roto... La venda te lleva a tu interior
y tu interior está destrozado y cada vez se fragmenta más hasta entrar en
un mundo de categorías demenciales, irreales, donde todo lo que puede
ser la vida está falseado y la propia vida es otra cosa."65
En efecto, la vida sin ver ni oír, la vida sin moverse, la vida sin los afectos,
la vida en medio del dolor es casi como la muerte y sin embargo, el
hombre está vivo; es la muerte antes de la muerte; es la vida entre la
muerte. Otra superposición enloquecida, la de estos "muertos que
caminan".
Todos estos contrarios coexistiendo con total "naturalidad" refuerzan la
sensación de locura. "Unos iban hacia la libertad, otros a la muerte; un
grupo se vestía como para una fiesta, la mayoría estaba semidesnuda.
Oíamos los gritos de los torturados y las risas de los militares. Festejaron
con chocolate el cumpleaños de Di Monte. Al día siguiente, otro traslado.
La superposición de contrarios de una manera incomprensible, el hecho de
51
estar dentro de una especie de útero cerrado por fuera de Jas leyes, del
tiempo y del espacio, acentúa la sensación de que el campo constituye
una realidad aparte y total. "Todo comenzaba y terminaba en La Perla"67,
diría Geuna. Sin embargo, el campo está perfectamente instalado en el
centro de la sociedad; se nutre de ella y se derrama sobre ella. Quizás es
el hecho de permanecer tan apartado, al mismo tiempo que está en
medio, lo que más enloquecedor resulta para el prisionero, lo que produce
la sensación de irrealidad.
Cuenta Careaga: "Un día viví una sensación de irrealidad, que en ese
momento creí que iba a perder, o que había perdido ya la razón. Estaba
en la enfermería, cerca de la calle, de la gente, y nadie sabía que yo
estaba allí. Ese día había habido un partido de fútbol; había ganado Boca,
yo escuchaba las bocinas, los gritos de la hinchada festejando. Adentro, al
lado de la enfermería, los verdugos jugaban al truco ¡y escuchaban un
cásete con los discursos de Hitler! Tuve que cerrar los ojos y taparme los
oídos!"''s 1 ambién el extraordinario testimonio de Geuna lo señala: "Yo
creía en un principio que La Perla estaba ubicada en algún paraje
remoto... Casi enfrente nuestro se levantaba la fábrica de cemento
Corcemar, a sólo 14 kilómetros de la ciudad de Córdoba, a unos cien
metros de una de las principales rutas de la provincia, que tiene una
densidad de tránsito importante. Vi pasar varios coches y pense si no nos
verían. ¡Estábamos tan caray sin embargo tan lejos .El hecho de que el
campo es una realidad aparte constituye una ilusión. El poder intenta
colocarlo aparte pero este no es más que otro de los múltiples
compartimentos que se pretenden separar, acotar. Como las cuchetas que
separan presos, como las cabezas que separan ideas, como los hombres
que separan sentimientos porque no los pueden conciliar, así se separa al
campo de la sociedad. La esquizofrenia social que separa lo que resulta
contradictorio para permitir su coexistencia con "naturalidad" es la que se
expresa en la propia existencia del campo y en las dinámicas internas a él.
La eliminación del conflicto se puede hacer por su negación (la
desaparición), por su eliminación (el asesinato), por su separación
)*compartimentación para evitar que contamine (la cárcel). sin campo de
concentración fue una extraña combinación de todos estos mecanismos.
Es cierto que formó, efectivamente, una red propia, pero esa red estuvo
perfectamente entretejida con el entramado social.
Un universo binario
Las lógicas totalitarias son lógicas binarias que conciben el mundo como
dos grandes campos enfrentados-, el propio y el ajeno. Pero además de
creer que todo lo que no es idéntico a sí mismo es parte de un otro
amenazante, el pensamiento autoritario y totalizador entiende que lo
diferente constituye un peligro inminente o latente que es preciso con-
jurar. La reducción de la realidad a dos grandes esferas pretende
finalmente la eliminación de las diversidades y la imposición de una
realidad tínica y total representada por el núcleo duro del poder, el
52
Estado.
Es una construcción de tipo guerrero, que reduce la realidad política a los
términos del enfrentamiento militar, de manera que se mueve con las
nociones de amigo-enemigo, batallas, guerras y aniquilamientos. La
concepción de la guerra fría, que dividía al mundo en dos grandes bloques
amenazantes y exclusivos uno del otro, es un modelo de esta lógica
binaria que en América Latina se articuló en torno a la doctrina de la
seguridad nacional. Como ya lo señaló Deleuze en Mil mesetas, la
macropolítica de la seguridad que se corresponde con la micropolítica del
terror.
Desde la concepción militar, la Argentina estaba en guerra; una guerra
contra la subversión que se libraba dentro y fuera de las fronteras
nacionales. Los militares se habían apresurado a declararla y la guerrilla
recogió el guante. Ambos grupos hablaban de la guerra. Para los militares,
pensar la cuestión en términos bélicos los ponía en una situación
"profesional", apartándolos de las funciones meramente represivas,
destinadas históricamente a la policía, al tiempo que alimentaba esta
visión binaria de amigos y enemigos. "Hicimos la guerra doctrina en mano
y con órdenes escritas de la superioridad. Jamás tuvimos necesidad, como
se nos acusa, de organismos paramilitares. Nuestra capacidad y nuestra
organización legal son más que suficientes para combatir contra fuerzas
irregulares. Hemos ganado y eso es lo que no se nos perdona."70 La
noción de guerra victoriosa "ennoblece" a los militares que, de otro modo,
deberían verse como vulgares represores.
Por su parte, la guerrilla prefería representarse como un Ejército que
desafiaba a otro antes que como una pequeña fuerza insurreccional, con
cierra capacidad de violencia. Como ya se señaló, cuanto más cercada se
encontraba militarmente, mayor énfasis ponía en la resolución armada del
conflicto y en su estructura regular, con grados militares, estados mayores
y órdenes cerrados completamente desvinculados de su realidad de fuerza
irregular con un mediano o escaso poder de fuego. Prefirió mostrarse a sí
misma como un ejército en guerra para aumentar su importancia y su
aparente peligrosidad. En este sentido, propició la lógica militar y ayudó
conscientemente a extender la ficción de una guerra popular contra un
ejército imperialista.
Para librar una guerra, es preciso tener un enemigo. El enemigo es ese
Otro, que comprende tocio aquello que no es como yo; un Otro
amenazante, peligroso. La lógica binaria es una lógica paranoica, en
donde el Otro pretende mi destrucción y es lo suficientemente fuerte como
para lograrla. Intenta ejercer sobre mí una dominación total, por ello su
persecución también debe ser total.
Como el universo se divide entre mis amigos y mis enemigos, todo aquel
que potencialmente considere enemigo, pasa a serlo de hecho. Es un Otro
extraño, preferentemente extranjero o infiltrado, un intruso,
perfectamente diferente a mí, a quien puedo reconocer de inmediato
porque está desprovisto de cualidades humanas. El general Camps, como
siempre, lo dijo con gran claridad: "Aquí libramos una guerra... No
53
desaparecieron personas sino subversivos." Los atributos sub humanos del
Otro hacen que sea fácilmente reconocible, por sus características
despreciables. Vergés, uno de los militares de La Perla, le dijo a Graciela
Un universo binario
Las lógicas totalitarias son lógicas binarias que conciben el mundo como
dos grandes campos enfrentados: el propio y el ajeno. Pero además de
creer que todo lo que no es idéntico a sí mismo es parte de un otro
amenazante, el pensamiento autoritario y totalizador entiende que lo
diferente constituye un peligro inminente o latente que es preciso con-
jurar. La reducción de la realidad a dos grandes esferas pretende
finalmente la eliminación de las diversidades y la imposición de una
realidad unica y total representada por el núcleo duro del poder, el
Estado.
Es una construcción de tipo guerrero, que reduce la realidad política a los
términos del enfrentamiento militar, de manera que se mueve con las
nociones de amigo-enemigo, batallas, guerras y aniquilamientos. La
concepción de la guerra fría, que dividía al mundo en dos grandes bloques
amenazantes y exclusivos uno del otro, es un modelo de esta lógica
binaria que en América Latina se articuló en torno a la doctrina de la
seguridad nacional. Como ya lo señaló Deleuze en Mil mesetas, la
macropolítica de la seguridad que se corresponde con la micropolítica del
terror.
Desde la concepción militar, la Argentina estaba en guerra; una guerra
contra la subversión que se libraba dentro y fuera de las fronteras
nacionales. Los militares se habían apresurado a declararla y la guerrilla
recogió el guante. Ambos grupos hablaban de la guerra. Para los militares,
pensar la cuestión en términos bélicos los ponía en una situación
"profesional", apartándolos de las funciones meramente represivas,
destinadas históricamente a la policía, al tiempo que alimentaba esta
visión binaria de amigos y enemigos. "Hicimos la guerra doctrina en mano
y con órdenes escritas de la superioridad. Jamás tuvimos necesidad, como
se nos acusa, de organismos paramilitares. Nuestra capacidad y nuestra
organización legal son más que suficientes para combatir contra fuerzas
irregulares. Hemos ganado y eso es lo que no se nos perdona."70 La
noción de guerra victoriosa "ennoblece" a los militares que, de otro modo,
deberían verse como vulgares represores.
Por su parte, la guerrilla prefería representarse como un Ejército que
desafiaba a otro antes que como una pequeña fuerza insurreccional, con
cierta capacidad de violencia. Como ya se señaló, cuanto más cercada se
encontraba militarmente, mayor énfasis ponía en la resolución armada del
conflicto y en su estructura regular, con grados militares, estados mayores
y órdenes cerrados completamente desvinculados eje su realidad de
fuerza irregular con un mediano o escaso poder de fuego. Prefirió
mostrarse a sí misma como un ejército en guerra para aumentar su
importancia y su aparente peligrosidad. En este sentido, propició la lógica
militar y ayudó conscientemente a extender la ficción de una guerra
popular contra un ejército imperialista.
54
Para librar una guerra, es preciso tener un enemigo. El enemigo es ese
Otro, que comprende todo aquello que no es como yo; un Otro
amenazante, peligroso. La lógica binaria es una lógica paranoica, en
donde el Otro pretende mi destrucción y es lo suficientemente fuerte como
para lograrla. Intenta ejercer sobre mí una dominación total, por ello su
persecución también debe ser total.
Como el universo se divide entre mis amigos y mis enemigos, todo aquel
quepotencialmenteconsidere enemigo, pasa a serlo de hecho. Es un Otro
extraño, preferentemente extranjero o infiltrado, un intruso,
perfectamente diferente a mí, a quien puedo reconocer de inmediato
porque está desprovistq.de cualidades humanas. El general Camps, como
siempre," lo dijo con gran claridad: "Aquí libramos una guerra... No
desaparecieron personas sino subversivos."'1 Los atributos subhumanos
del Otro hacen que sea fácilmente reconocible, por sus características
despreciables. Vergés, uno de los militares de La Perla, le dijo a Graciela
Geuna: "A tu marido lo agarré yo, y lo detecté por el olor, por el olor a
sucio, a montonero sucio que tenía."
El olor, podría haber sido la nariz, la avaricia o cualquiera de los atributos
que se asigna a ese Otro temido y temible. El racismo, como concepción
binaria, ofrece muestras variadas de la construcción arbitraria, amena-
zante y, a la vez, denigrante del Otro. Rasgos tan poco significativos,
como la barba, pueden llegar a identificar al Otro. El general Auel,
haciendo gala de su liberalidad, le dijo a dos periodistas que no tenía
problemas para "hablar con personas de pensamiento diferente al mío. In-
cluso —acotó yo los recibo a ustedes sin ninguna dificultad, aunque
tengan barba."7' Es digna de señalar la sorprendente relación entre una
forma de pensamiento y la posesión de barba.
El Otro que construyeron los militares argentinos, que era preciso encerrar
en los campos de concentración y luego eliminar, era el subversivo.
Subversivo era una categoría verdaderamente incierta. Comprendía, en
primer lugar, a los miembros de las organizaciones armadas y sus
entornos, es decir militantes políticos y sindicales vinculados de cualquier
manera que fuese con la guerrilla. Inmediatamente se pasaba a incluir en
la categoría de subversivo a todo grupo político o partido opositor, así
como a cualquier organismo de defensa de los derechos humanos, todos
ellos dedicados, por una conspiración internacional, a desprestigiar al
gobierno. Por ejemplo, el torturador de Norberto Liwsky "manifestó que
ellos sabían que mi actividad no se vinculaba con el terrorismo o la
guerrilla, pero que me iban a torturar por opositor"7'.
Cualquier tipo de militancia popular entraba dentro del rango de
subversivo. Al sacerdote Orlando Virgilio Yorio, la persona que lo
interrogaba le dijo: "Vos no sos un guerrillero, no estás en la violencia,
pero vos no te das cuenta que al irte a vivir allí (a la villa de emergencia)
con tu cultura, unís a la gente, unís a los pobres, y unir a los pobres es
subversión."'
También existía la subversión fabril que según el ministro de Trabajo,
Horacio Tomás Liendo, comprendía "el adoctrinamiento individual",
55
levantar "falsas reivindicaciones", desprestigiar a los "auténticos dirigentes
obreros', con la advertencia de que "aquellos que se apartan del normal
desarrollo del Proceso... se convierten en cómplices de esa subversión que
debemos destruir"76.
Subversión económica, subversión sindical, subversión política; en todos
los órdenes aparecía ese terrible enemigo, tan vasto, tan inapresable,
conformado por todos los que se oponían "de alguna manera" al proyecto
militar. La amistad o el parentesco con un subversivo podían ameritar la
inclusión en el grupo. Así, el ex presidente Héctor J. Cámpora, por haber
concedido la amnistía de 1973; el periodista Jacobo Timerman, por
publicar en su periódico pedidos de babeas corpus; el abogado radical
Pisarello, por haber defendido alguna vez a presos políticos; el sindicalista
Di Pasquale, por estar vinculado al gremialismo independiente de la
burocracia sindical; todos entraron en la categoría de subversivos, y lo
pagaron caro.
La amplitud del concepto "subversivo" queda perfectamente expresada en
las siguientes declaraciones del general Videla: "Por encima de todo está
Dios. El hombre es criatura de Dios, creado a su imagen. Su deber sobre
la tierra es crear una familia, piedra angular de la sociedad, y de vivir
dentro del respeto del trabajo y de la propiedad del prójimo. Todo
individuo que pretenda trastornar estos valores fundamentales es un
subversivo, un enemigo potencial de la sociedad y es indispensable
impedirle que haga daño."77 Otra: "El terrorista no sólo es considerado ral
por matar con un arma o colocar una bomba, sino también por activar a
través de ideas contrarias a nuestra civilización occidental y cristiana."7S
En suma, dada la vaguedad del concepto, cualquiera podía entrar en la
categoría de subversivo e, incluso, en la de terrorista.
Así pues, declarada la guerra y definido el enemigo, procedía su
eliminación inmediata, y para ello se crearon los campos. Grass afirma
haber escuchado en reiteradas oportunidades a los marinos de la Escuela
de Mecánica que las Fuerzas Armadas dieron el golpe militar de 1 976
"para asumir el control de la totalidad del aparato del Estado y ponerlo al
servicio de una. política de exterminio de los activistas As las
organizaciones populares, tanto políticos como sindicales, estudiantiles y
de los distintos estratos de la sociedad que expresaran su adhesión a
proyectos de transformación social, calificados por las Fuerzas Armadas
como 'contrarios al ser nacional y al orden social natural"' 9.
Los campos de concentración fueron el dispositivo ideado para concretar
la política de exterminio, producto de esta concepción binaria de lo político
y lo social. La política concentracionaria como concepción pertenece a este
universo binario que separa amigos de enemigos; el campo de
concentración, como el cuartel o el psiquiátrico, son instituciones totales,
también de carácter binario. Su objetivo es constituir un universo cerrado
que "normaliza" a las personas internadas en ellas, y funcionan a partir de
dos grandes grupos: los internos, que se someten al proceso de
transformación o cura, y el personal, responsable de producir esa
mutación. En el caso de los campos de concentración se registra una
56
primera ruptura entre un adentro y un afuera de la sociedad, imagen
invertida del adentro y afuera del campo, como si éste perteneciera a otra
realidad, separada y escindida. A su vez, los internos o prisioneros,
perfectamente diferenciados del personal militar que maneja el campo,
son objeto del tratamiento o procesamiento que realiza la institución.
Goffman señala que las instituciones totales son "invernaderos donde se
transforma a las personas"80. Si bien elobjetivo final de los campos de
concentración era el exterminio, para completar su circuito y obtener la
información que alimentaba el dispositivo, los campos necesitaban
transformar a las personas antes de matarlas. Era una transformación que
consistía básicamente en deshumanizarlas y vaciarlas, procesarlas por
medio de la tortura para que aceptaran los mecanismos del campo y
colaboraran con ellos. Una parte central de esta transformación consistía
en borrar en el hombre toda capacidad de resistencia.
Los dos universos escindidos, que dentro del campo de concentración
forman los presos y los guardianes, se conciben como mundos sin
contacto humano alguno. Las técnicas que ya mencionamos, como la
capucha, son parre de una disciplina que intenta mantener perfectamente
compartimenradas estas dos esferas. Sin embargo, la realidad que se
produjo fue algo diferente. El mundo de Ios-captores estaba constituido
por diferentes rangos, con una relación jerárquica entre sí. En primer
lugar estaba la aira oficialidad que tomaba las decisiones políticas y
militares pero tenía un contacto esporádico con los prisioneros, apenas el
suficiente para "ensuciarse las manos".
En segunda instancia, se encontraba Ja oficialidad del campo, de baja y
mediana graduación, que ejecutaba los secuestros, las torturas y se
encontraba en contacto directo con los prisioneros. Era el mando concreto
y operativo del campo y a ella pertenecían los célebres Astiz, Acosta,
Barreiro; también Rico y Seíneldín.
Por último, estaban los suboficiales, que se encargaban básicamente de
las funciones de guardia de los presos y el establecimiento,
mantenimiento de la infraestructura, logística y constituían la tropa de las
"patotas". También participaban de ¡as torturas y eran los que
organizaban los traslados, aunque obviamente bajo las órdenes de un
oficial. El mundo de los secuestrados era aparentemente homogéneo,
como ya lo señalamos, cuerpos y capuchas. Ununiverso de enemigos
peligrosos, los subversivos, el Otro que era preciso exterminar, aniquilar,
cuya condición menos que humana, justificaba que se le diera un trato
también inhumano. Veamos cómo se construyó ese Otro, en particular
para los rangos más bajos y que estaban en contacto más estrecho con
los presos.
El arquetipo del guerrillero, eje de la subversión, que construyeron ios
militares lo mostraban como alguien que servía a intereses extranjeros,
generalmente comunistas, un extraño. Supuestamente también era muy
peligroso, arriesgado y cruel como combatiente, en virtud de
entrenamientos especiales que había recibido, algunos de los cuales con-
sistían incluso en métodos para soportar la tortura. En su vida privada no
57
poseía pautas morales de ningún tipo; no valoraba la familia, abandonaba
a sus hijos, sus parejas eran inestables, no se casaban legalmente y se
separaban con frecuencia. Se suponía que no podía ser sinceramente reli-
gioso y buena parte de ellos eran comunistas, encubiertos o no y, los más
peligrosos, también judíos. Las mujeres ostentaban una enorme
liberalidad sexual, eran malas amas de casa, malas madres, malas
esposas y particularmente crueles. En la relación de pareja eran
dominantes y tendían a involucrarse con hombres menores que ellas para
manipularlos. El prototipo construido correspondía perfectamente con la
descripción que hizo un suboficial chileno, ex alumno de la Escuela de las
Américas, como muchos militares argentinos: "...cuando una mujer era
guerrillera, era muy peligrosa: en eso insistían mucho (los instructores de
la Escuela), que las mujeres eran extremadamente peligrosas. Siempre
eran apasionadas y prostitutas, y buscaban hombres."Sl Los militares, que
detestaban casi tanto a Freud como a Marx, suponían que los subversivos
tenían estas características porque provenían de familias desintegradas,
con padres separados. Por eso, sus padres siempre eran responsables, en
última instancia, y sospechosos en potencia.
Cabe hacer una mención especial a la ubicación de lo judío (que no es el
"problema judío") dentro de este arquetipo. El racismo, y el antisemitismo
en particular, han sido formas privilegiadas en nuestro siglo para la
circulación del pensamiento binario. Los nazis "cargaron" al pueblo judío
con los más variados e ignominiosos atributos y se escudaron en mil
falsedades para justificar su exterminio. Después de ello, muchos
demócratas criticaron el holocausto pero, esquizofrénicamente, siguieron
propagando el prejuicio y atribuyendo a los hombres, a cada individuo,
unas supuestas características innatas que lo configuran como un Otro,
siempre peligroso y muchas veces poco humano (frío, avaricioso,
calculador). Los militares argentinos no escaparon a esta forma de lo
binario, antes bien lo incentivaron en sus filas. Abundan los testimonios
que dan cuenta de cómo se maltrataba especialmente a los judíos y se los
sometía a tratos humillantes, por el hecho de serlo. Graciela Cetina, Ana
María Careaga, Miriam Levvin, Nora Stejilevich, Juan Ramón Nazar y
muchísimos más, judíos y no judíos, denunciaron la concepción y las
prácticas antisemitas en los campos de concentración.
Por su parte, la guerrilla y buena parre de la militancia política había
construido también su arquetipo: los militares eran el brazo armado de
una oligarquía cipaya, a la que estaban ligados y al luchar contra la
"subversión no hacían más que defender cínicamente sus propios
privilegios económicos y políticos". En cuanto a su ideología, encarnaban
de manera homogénea al "gorila" represor facistoide. Militarmente, eran
cobardes y se escudaban en su superioridad numérica y técnica para
entrar en combate. Su moralidad . era exclusivamente formal, de
apariencias, por lo que eran capaces de hacer cualquier cosa cuando
contaban con la impunidad; por principio eran gente cruel y corrupta. No
podían ser jóvenes, lindos, inteligentes ni cultos, porque eran parte de ese
Otro, cuyos atributos no pueden corresponder con los que se asume como
58
propios. En términos religiosos, practicaban un catolicismo rígido y
convencional.
Estas dos imágenes construidas del Otro entraron en colisión dentro de los
campos; los universos escindidos donde uno elimina al otro alcanzaron
realidad. Pero así como el campo concentra y aisla a un tiempo, así
también separa y une simultáneamente. El campo fue un espacio en el
que, al acercar los dos polos del mundo binario, el blanco y el negro, las
fuerzas legales y los subversivos, perfectamente separados y
diferenciados en un espacio que los coloca en compartimentos estancos en
tanto víctima y victimario, sin embargo los obligó a tomar contacto. Los
presos que sobrevivieron meses, en particular los que se sometió a pro-
cesos de "recuperación", entraron en contacto con la oficialidad que
atendía sus casos. Ese contacto fue muchas veces prolongado. De la
misma manera, los guardias que llegaban turno tras turno a cuidar una
cuadra, una capucha, comenzaron, a su pesar, a identificar los bultos
como personas, a ver caras, a aprender nombres. Lo mismo sucedió con
los secuestrados. Sin proponérselo, el campo, dispositivo binario por
excelencia, muchas veces ofreció un cierto espacio de gris.
Muchos militares podían responder al prototipo, pero también los había
convencidos, que no perseguían ningún interés personal o económico.
Existían valientes y cobardes, listos y tontos, jóvenes y viejos, lindos y
feos. Extrañamente, también los había liberales y ateos. Por su parte, los
secuestrados, más que feroces subversivos, correspondían a una imagen
menos amenazante. Eran en general jóvenes (el 70 por ciento tenía entre
20 y 35 años), muchos de ellos de clase media, como la oficialidad, otros
de estratos populares muy semejantes a aquellos de los que provenían los
suboficiales de los campos, a veces idealistas, otras, simples aventureros,
pero por lo regular con una moralidad de matices diferentes a la militar
aunque profundamente judeo cristiana, como la de sus captores. Es decir,
unos y otros tenían elementos en común.
La convivencia de hecho entre captores y prisioneros que, de acuerdo con
los relatos, muchos detenidos supieron entender y aprovechar, minaron
parte de la "convicción antiguerrillera", en distintos niveles. El testimonio
de Tamburrini registra que, cuando él y sus compañeros lograron fugarse,
dejaron escrita en una pared la leyenda "Gracias Lucas". Lucas era un
guardia que había tenido con ellos una conducta humana. También señala
Geuna el caso del sargento Manzanelli, quien fue trasladado porque
"mantuvo una relación bastante cercana a un grupo de prisioneros que lo
influyeron"82. Son muchos los testimonios que registran cómo, a pesar de
estar dentro mismo de los campos, hubo casos en los que se rompió el
tabicamiento binario y uno pudo reconocer al ser humano que había en el
Otro, y al hacerlo, reivindicó su propia humanidad.
Al humanizarse las relaciones, el Otro se hace más real, aunque no por
eso menos enfrentado. Es decir, se desintegra el carácter demoniaco del
oponente y, por lo tanto, cuesta más "quemarlo vivo". En la relación
secuestrador-secuestrado, la "humanización" del Otro afecta
sustancialmente al secuestrador, debilita su poder porque desmonta el
59
sostén del campo de concentración, que es la noción de guerra contra un
enemigo infrahumano que hay que destruir. Al "recuperar" su humanidad,
el secuestrado deja de ser el demonio primero y el enemigo después, para
pasar a ser un oponente; al relativizar su peligrosidad, tambalea la lógica
de la desaparición.
La humanización del captor, a su vez, permite al secuestrado desihitificar
su poder, relativizarlo, para buscar y encontrar resquicios. Por ejemplo,
para algunos secuestrados de la Escuela de Mecánica, descubrir las ansias
desmedidas de poder del capitán Acosta, les permitió darse un plan de
supervivencia que aprovechara esta característica, ofreciéndole una
simulación de poder que se basaba en la sobrevida de un grupo
importante de prisioneros.
En suma, las fisuras del dispositivo binario por las que los enemigos
entraron en contacto, las vinculaciones que lograron atravesar la línea
divisoria entre secuestrados y secuestradores beneficiaron
sustancialmente a los prisioneros ya que al romper una de las bases de la
lógica concentracionaria, debilitaron el poder de los desaparecedores.
Desde este punto de vista, la teoría de los dos demonios no es más que
otra forma de reproducir el pensamiento binario. Según esa explicación,
se pretende que la sociedad argentina fue agredida por dos "engendros",
extraños y ajenos, crueles e inhumanos, Otros (dos en lugar de uno), una
vez más perfectamente diferentes e incomprensibles, "locos", que es
preciso desaparecer. Como se puede ver, exactamente los mismos
elementos y la misma solución: la desaparición.
Una posibilidad de alternativa al pensamiento binario lo constituye la idea
de que en la lucha política no hay enfrentamientos entre blancos y negros
sino sucesivas gamas de gris; por cierto, ésta es una imagen que aparece
en distintos testimonios. Desde este punto de vista, que es el que intento
sustentar en este trabajo, ni la guerrilla ni los militares, ni por supuesto
los campos de concentración constituyeron algo ajeno a la sociedad en su
conjunto. Tampoco resultan incomprensibles sino que son parte de la
trama y el tejido social, lo que no es decir que todo es lo mismo ni que
todas las responsabilidades se reparten simétricamente.
El hombre
60
organizaciones populares. A partir del golpe de 1976 se multiplicaron las
detenciones pero sobre todo los secuestros, como política represiva
institucional. La tecnología de la desaparición de personas, seguida de la
tortura irrestricta e ilimitada dio sus frutos; la delación se incrementó, y
con ella la persecución. Militares politicos y sindicales huían de una casa a
otra, de una región a otra, intentaban salir del pais siendo capturados en
las fronteras. La derrota política de sus proyectos ya era un hecho si no
inexorable, previsible; la muerte una alternativa mucho más cercana que
la victoria. Al ser capturados, los hombres tenían un gran cansancio vital y
un agotamiento político que favorecía la actitud de "entrega"; su energía
para oponerse y resistir a la dinámica del campo ya estaba dañada. El
poder del captor era tan inmenso, tan aplastante, y la sensación de
derrota tan fuerte que, con frecuencia, el prisionero era absorbido por la
dinámica del campo, sin lograr oponerse a ella.
Cuando el secuestrado se encontraba allí con otros presos que habían
provocado su detención, que brindaban información sobre él, o peor aun,
que lo instaban a rendirse . sin resistir, o le demostraban o incluso fingían
su propia colaboración, la sensación de derrota crecía y colocaba al
prisionero en una situación de mayor desprotección para encararla
tortura. Cualquiera de estas circunstancias era aprovechada por los
secuestradores para inducir la idea de que "todos lo hacían", que era
imposible resistir y que era preferible que colaborara desde el primer
momento para evitar sufrimientos innecesarios y asegurar su superviven-
cia. Ficciones que el campo alimentaba precisamente porque existía la
resistencia y porque cualquiera de sus formas trababa el funcionamiento
óptimo del dispositivo.
Los militantes caían agotados política y psíquicamente; por medio de la
tortura se produciría su agotamiento físico hasta intentar desintegrarlos,
desaparecerlos, "quebrar" toda posibilidad de "fuga" o resistencia, arrasar
en ellos al hombre para dejar un cuerpo desechable o reprocesable, en el
mejor de los casos. En ese "procesamiento", el dolor era imprescindible
pero no suficiente. Hay una auténtica labor del campo de concentración
para destruir al hombre; para eso usa la tortura, el terror y un conjunto
de mecanismos de deshumanización y despersonalización que, corno ya
se señaló, tienen una doble función: destruir a la víctima y facilitar el
trabajo del victimario.
Las capuchas que ocultaban los rostros, los números que negaban los
nombres, el hacinamiento y depósito de las personas en calidad de bultos
fueron formas de escamotear la humanidad del prisionero. Pero hubo
otras, de igual poder destructivo, que tomaron la forma de la humillación
y la animalización de los sujetos, como manera de negarles su condición
humana.
Obligar a las personas a exhibirse y permanecer desnudas ante extraños,
como lo hacían en todos los campos; hacerlas adoptar posturas ridiculas y
humillantes, como correr estando encapuchados o atarlos del cuello como
si fueran perros (La Perla y Escuela de Mecánica); sumirlos en un terror
que los haga temblar (Mansión Seré); forzarlos a pelear entre sí estando
61
encapuchados (Campo de Mayo); llevarlos hasta la desesperación por el
hambre para que sólo piensen en la comida y luego devoren el alimento
como bestias (comisaria de Castelar); hacer que una mujer desnuda y con
los ojos vendados tenga un parto en medio de insultos (Brigada de
Investigaciones de Banfield) son sólo algunas de las prácticas que constan
en los testimonios y que se usaron para inducir un comportamiento
aparentemente animal que justificara el tratamiento posterior de esos
seres humanos como si en verdad no fueran hombres. Los secuestradores
de la Mansión Seré decían en tono de superioridad que los presos olían
como bestias, a adrenalina, después de que ellos los habían torturado
hasta aterrarlos. Pero el hecho de que oheran como bestias les ayudaba a
"creer" que lo eran y por eso merecían el trato que ellos suponían se le
debía dar a una bestia.
Antonio Horacio Miño describió de una manera muy gráfica esta suerte de
"animalización" en que intencionalmente se coloca a los prisioneros.
Refiere que después de una golpiza colectiva: "Nos dejaron todos
apiñados, temblando, mojados, tiritantes, acercándonos unos a otros para
darnos calor"8'. Bajo el influjo del terror, cuando se orilla a un ser humano
a una precariedad tal que sólo puede sentir frío, hambre, sed, ganas de ir
al baño, dolor, es decir deseos de satisfacer las necesidades más básicas,
retrayéndolo a su núcleo primario, entonces la inteligencia, los valores
culturales, la sensibilidad, la complejidad psíquica no desaparecen, pero
como los mismos sentidos, entran en un estado de larencia. La intención
es clara: destruir al sujeto y retraerlo a una existencia casi
exclusivamente animal como si realmente se pudiera "animalizar" al
hombre. Colocara las personas en situaciones, posturas, actitudes que se
asocian con la conducta animal tiende a reforzar una muy dudosa
superioridad del poder y a resaltar su indefensión, denigrándolas.
La cosificación del prisionero, del paquete que "pertenece" a una fuerza o
a un secuestrador no es más que otra modalidad de lo mismo. Uno de los
oficiales de La Perla le decía a Graciela Doldán: "Gorda, decíle que sos
nuestra". Muchos relatos registraron esta supuesta pertenencia de los
prisioneros, como cosas, a un oficial, a un campo, a una fuerza. De hecho,
los campos de concentración "se prestaban" prisioneros o se los
"regalaban", cuando transferían a alguien sobre el que cedían todos sus
derechos. También, en la misma línea de cosificación, señala Grass que en
la Escuela de Mecánica los prisioneros con vida se mostraban "como
piezas de caza" a otros militares que llegaban "de visita" al campo de
concentración.
Una de las formas más crueles y eficientes de la humillación fue obligar a
las personas a presenciar el castigo de otras, sin tener reacción alguna,
sumiéndolas en la más brutal impotencia. Los desaparecidos escuchaban
la tortura de los recién llegados en casi todos los campos, sin poder hacer
otra cosa que replegarse en su interior. Muchos de ellos fueron obligados
a presenciar el tormento de sus padres, esposos, hermanos, amigos.
Además, se los forzaba a presenciar actos crueles o denigrantes para con
sus compañeros de cautiverio, sin acusar la menor reacción, como relata
62
Miriam Lewin, o a renegar de la importancia de alguien muy cercano
afectivamente para ellos, como lo refiere Mario Villani, provocándolos a
reaccionar pero sabiendo que cualquier indicio de ello sería razón para su
traslado inmediato. La explicación de estas acciones debe buscarse
precisamente en este intento de humillar al hombre frente a sí mismo,
sumir al castigado en la más absoluta soledad e indefensión y acrecentar
frente a ambos la imagen de la autoridad para paralizarlos.
También la delación de otros militantes fue una de las formas de la
humillación, que degradan al que la realiza pero también a sus
compañeros: por eso toda delación se publicita y se exagera dentro del
campo, porque debilita colectivamente. En el testimonio de Geunadice:
"Muchos compañeros murieron sin hablar, sin humillar»^." ¿Error de
mecanografía? Tal vez no; sin duda, la humillación de un hombre alcanza
a sus compañeros.
Desde otro punto de vista y pensando por un momento en los
desaparecedores, denigrar y denigrarse son parte de una misma acción.
En este sentido, la dinámica del campo, al buscar la humillación de los
secuestrados encontró el denigramiento de su propio personal. Máquina
deshumanizadora de la víctima y del victimario, el campo de
concentración reclama de todos conductas menos que humanas, los
fuerza a ocupar el lugar de simples piezas, cuerpos o engrana¡es.
La existencia de una lógica esquizofrénica que percibe como desquiciada;
e! enfrentamiento a una realidad diferente de la que esperaba (estas
sorpresas que el campo tiene para el recién llegado como la posibilidad de
una sobrevida incierta antes que la muerte inmediata, la presencia de una
persona que creía muerta, o la suposición de la traición de alguien que
consideraba un héroe); la pérdida de la propia humanidad y toda
capacidad de elección, y la aparición del registro del terror crean una
sensación de irrealidad y un efecto de deslumbramiento o anonadamiento
en el ser humano.
Esta sensación domina al secuestrado durante un tiempo. Aunque el
campo es una realidad perfectamente arraigada en el mundo que lo rodea,
el secuestrado siente que, al entrar en él, se ha despedido para siempre
de la realidad de que formó parte hasta ese momento. El campo se pre-
senta como una "realidad irreal", en relación con los valores del sujeto
que ingresa.
Por otra parte, y pese a todos los mecanismos de negación que se pueden
desplegar, cada persona sabe, siente, intuye o sospecha que es,
efectivamente, una especie de muerto que camina. Este hecho de tener
sellada la suerte y seguir comiendo, durmiendo y teniendo sensaciones y
sentimientos también tiene algo de fantástico, de increíble.
A todas estas sensaciones se suma la perpetua oscuridad, la pérdida de la
noción del tiempo, regulado por otros.
Incluso los tiempos biológicos se encuentran distorsionados; el baño, la
comida, el sueño, la vigilia se violentan en forma permanente y arbitraria.
Pero lo verdaderamente fantástico es que el hombre sigue viviendo a
pesar de la ruptura con su entorno y consigo mismo como sujeto. La vida
63
humana es algo más que un hecho biológico. La vida del hombre cobra
sentido en su relación con otros hombres. Cuando se rompen todas las
referencias personales, afectivas, intelectuales y... se sigue viviendo, la
existencia cobra un carácter irreal. El campo presuponía la ruptura
absoluta con el mundo que, sin embargo, estaba apenas del otro lado de
la pared.
Todos estos elementos crearon ese efecto "anonadante" sobre el hombre.
Lo que llamo anonadamiento es como un deslumbramiento que no
permite ver y, al enceguecer, paraliza. En realidad, paraliza la voluntad, la
capacidad de elección, sumiendo al sujeto en una relación hipnótica con
respecto al poder. Sólo puede reaccionar "en piloto automático", como si
no fuera dueño de sí. En este punto, el campo funciona como un agujero
negro que atrae hacia sí para desintegrar, que "chupa" al hombre para
desaparecerlo, tratando de que no ofrezca la menor resistencia. Pero tam-
bién como señala Scheer, "aunque no puede salir nada de los agujeros
negros, ni siquiera la luz, se constata sin embargo que ciertas partículas
se escapan"8'.
La parte que es atraída por el agujero negro, que queda atrapada en la
lógica del campo, resulta arrasada. Cuando digo arrasada me refiero a la
desintegración de la personalidad y la asimilación automática del hombre
al dispositivo concentracionario y sus mecánicas. El prisionero que se
integra al campo sin ofrecer resistencia, cualquiera que sea el lugar desde
el que lo haga, ha sido arrasado.
Las conductas pueden ser muy diferentes. Sin embargo, toda sumisión
total a las reglas conlleva la autodestrucción y la reproducción del aparato
represor-asesino. Los prisioneros que creyeron haber cambiado de bando
y ser parte del poder militar, fueron arrasados. Los que se convirtieron en
verdugos de sus propios compañeros, también. El "quiebre" total del
hombre que le impide toda reacción, inmovilizándolo, es otra de las
formas de lo que llamo arrasamiento de la personalidad. Cuando el
hombre resulta arrasado, el campo cobra su victoria: la voluntad de
resistir se extingue; el sujeto está aterrorizado, se entrega y sólo quiere
terminar.
El "quiebre" de un hombre frente a la tortura puede significar un
arrasamiento del sujeto, y sin embargo, éste suele ser un efecto parcial,
que pasado un tiempo permite la recomposición. Después del quiebre
puede existir una reestructuración del sujeto, a veces más apta para
enfrentar la realidad concentracionaria. Quiero insistir en esto.
Contrariamente a las creencias que circulaban en los medios militantes,
los testimonios muestran que aun cuando la gente hubiera sido
"quebrada", este efecto podía ser transitorio. Considerar cualquier tipo de
claudicación como el inicio de una caída interminable, que conduciría a la
entrega lisa y llana del hombre, no permitiría explicar la conducta de
buena parte de los prisioneros, tal vez la mayoría, en la que coexistieron,
de maneras sutiles, la claudicación y la resistencia. Es que a pesar de la
eficiencia de la tecnología concentracionaria, casi siempre hay una parte
del hombre que es devastada y otras que resisten; esas son las partículas
64
que se escapan.
El olvido, que el campo promueve en la sociedad para que admita sin más
la "desaparición" de su gente, el mismo olvido que promueve en los
secuestrados para que acepten la realidad del campo como única es, sin
embargo, un mecanismo que favorece la dinámica concentracionaria y, al
mismo tiempo, la sabotea. Porque el campo también requiere de la
"memoria" del preso; esa memoria es el receptáculo de todo lo que
importa, la información que el individuo posee y que se intentará arrancar
de el, para vaciarlo y grabar en su lugar otro conocimiento: el de un poder
omnipotente e inapelable.
El campo no es exactamente una máquina de olvido sino una máquina que
reformatea la memoria, la amolda a sus necesidades. Su objetivo es
borrar, vaciar y regrabar.
Cuando el militante es capturado, no solamente simula no saber, sino que
auténticamente olvida; olvida la información que puede hacer peligrar a
otras personas; olvida nombres, domicilios e incluso caras. El haber
perdido la capacidad de recordar información precisa, sobre todo la
relacionada con nombres y direcciones, es un dato recurrente entre los
sobrevivientes. Hay "olvidos" que salvan a otros hombres y a aquél que
posee la información lo protegen de una enorme dosis de angustia. En
estos casos, el olvido es un mecanismo que sabotea la dinámica del
campo.
Hay otra clase de olvido; la del mundo del exterior, el afuera. La distancia
enorme y, al mismo tiempo, la cercanía, que ya se describió como uno de
los aspectos desquiciantes del campo, también crean la sensación de que
el mundo externo ha "olvidado" al preso, es decir que se ha consumado la
lógica concentracionaria. En la medida en que el prisionero cree en este
olvido, resulta atrapado.
La clausura del mundo exterior, su cancelación, es uno de los mecanismos
que el campo promueve para lograr la desintegración. Es significativo que
el prisionero busque las ventanas, los hoyos que le permiten ver el
exterior o bien cuando recién llega al campo o bien cuando ha pasado la
etapa de "acosamiento" inicial y vislumbra alguna posibilidad de
reintegración, es decir, cuando logra escapar a la idea del campo como
única realidad. En este caso, ha ganado una parte de la batalla. La
cercanía-distancia del afuera, y su connotación de aceptación-sumisión al
poder concentracionario, es demasiado dolorosa para asomarse a ella si
no existe la esperanza de una reintegración.
Pero, al mismo tiempo, es la única posibilidad de escapar física y
psicológicamente a la realidad del campo.
El recuerdo y la referencia al mundo exterior, la existencia de verdaderos
vínculos con él, fundamentalmente los afectos, es doloroso para el
sectiestrado pero también es la condición de posibilidad para que sea
capaz de romper el aislamiento real y falso a un tiempo que le propone el
campo de concentración. Por el contrario, el abandono del hombre a la
realidad concentracionaria como única y total fue el camino casi seguro
para la desintegración de los sujetos.
65
El vínculo con el exterior, con algo que no perteneciera al mundo del
campo, solía ser la fuente de la fuerza vital necesaria para resistir, no digo
para vivir sino para resistir, es decir para preservar la humanidad y luchar
dignamente por la vida. En algunos testimonios este lugar lo ocuparon los
hijos, los padres o bien la pareja; los afectos parecen tener un lugar de
privilegio con respecto a otros elementos más racionales, como los
ideológicos o políticos. Ana María Careaga, capturada a los 17 años en
estado de gravidez, lo relata así: "Un día, sentí por primera vez que la
criatura se movía en mi vientre. Fue una alegría enorme; sentí que vivía,
que había resistido... Fue la criatura la que me dio fuerzas para sobrevivir.
Hablaba con ella todo el tiempo, le hacía poesías y le contaba cuentos...
Ella había resistido a la muerte; eso era una forma de respuesta a la
barbarie; yo tenía que resistir con ella y por ella."8''
En la medida en que cede el terror inicial, el ser humano rescata sus
nexos afectivos con el exterior, así como tina racionalidad y una moralidad
propias. La convicción religiosa parece haber jugado un papel importante,
probablemente porqué lo religioso pertenece a un universo al que no llega
el poder concentracionario, porque constituye una instancia de "apelación"
superior a ese poder que se pretende absoluto. La existencia de creencias
religiosas, en este sentido, preservó al hombre. Muchos prisioneros, con
los elementos más precarios se fabricaban una pequeña cruz que llevaban
al cuello. Esta primera recomposición del hombre, casi siempre asociada
con los referentes externos, al permitir "fugar" de la realidad
concentracionaria como dispositivo inexorable y perfecto, también permite
insertarse en ella construyendo una sociabilidad distinta a la que impone
la institución.
¿Cómo se puede hablar de construir una sociabilidad en medio del silencio
y la inmovilidad? Por más que se lo proponga, el campo no puede
constituirse como una realidad sin fisuras, de vigilancia total y
permanente. En medio de la aparente parálisis ocurren muchísimas cosas.
Las personas aprenden a mirar por abajo de la capucha y entre las
vendas; reconocen las voces de sus guardias porque los oyen hablar entre
sí; saben quiénes son, cómo se llaman; los espían y les conocen sus
caras; desarrollan una extraordinaria habilidad para comunicarse con
gestos, pequeños sonidos, para saber en qué momento pueden burlar la
vigilancia. Los seres humanos, reducidos a la inmovilidad y el silencio,
aguzan los sentidos, distinguen los olores, los más pequeños ruidos,
encuentran señales que los orientan en el laberinto (la hora de la comida,
la hora del cambio de guardia, la hora en que entra un rayo de luz por
cierta rendija). Ahora son ellos, los prisioneros, los que "disponen de todo
el tiempo" para hacerlo. A su vez, el dispositivo encuentra sus propias
grietas y sus propios cansancios. Junto a los guardias que pegan para
sentirse poderosos o que castigan por gusto, hay guardias que se
"humanizan" a sí mismos permitiendo cierto relajamiento de la disciplina
aun cuando ello pueda perjudicarlos, otros lo hacen siempre que no los
comprometa, otros más, sencillamente se duermen. Son los turnos
"buenos" de los que hablan los testimonios. Pero, dentro de la lógica
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esquizofrénica del campo, también puede haber, muy eventualmente,
guardias que roben dulce de leche para convidar a los presos, que dejen
hablar, repartir la comida, circular un libro y hasta que organicen
"peñas" con los secuestrados, como consta en los testimonios de Graciela
Geuna y Blanca Buda.
Estas circunstancias explican que, aun cuando las condiciones de vida
eran tal y como las describen los testimonios, las pequeñas "fugas" de
autoridad, ya fuera por una transgresión de la disciplina que partiera del
preso o del guardián, permitieran que sin embargo los presos supieran
tanto. Cuanto mayor era el tiempo de permanencia, más conocimiento
alcanzaba el prisionero. Además, algunos de los sobrevivientes que
testimoniaron fueron incluidos en programas de "recuperación", lo que les
permitió alcanzar un conocimiento mucho más profundo sobre el personal
y las costumbres de su lugar de cautiverio.
Así pues, mal que les pese a los desaparecedores, debajo de las capuchas,
había ojos que miraban todo lo que podían ver y hombres que se resistían
a ser reducidos tan fácilmente a la condición de bultos. Entre una cucheta
y otra, en un levísimo susurro y cuando había ruido de platos, se decían
los nombres, las militancias, se contaban verdaderas historias en
poquísimas palabras. Los presos se cruzaban unos con otros cuando iban
al baño y se reconocían por un pie, una voz que llamaba al guardia.
Cuando la disciplina se relajaba, lo primero que fluía era la información:
dónde estaban, quiénes habían sido capturados, cómo fue la propia
detención, qué personas eran más o menos confiables. "Estaba totalmente
prohibido hablar, ya sea con el compañero de celda, en el baño o con los
presos de las otras celdas. Nosotros lo hacíamos igual, cuando podíamos,
incluso con las otras celdas, a través de los ventiluces, subiéndonos a-1
camastro superior... Si pescaban a alguien hablando-b con la venda
levantada, lo sacaban de la celda y lo llevaban a torturarlo, ya sea con
picana eléctrica, golpes u otras formas de castigo", cuenta Ana María
Careagas<\ A pesar de la atmósfera de desconfianza y suspicacia que
invade las relaciones entre los prisioneros, a pesar de que la vida
concentracionaria promueve la individualidad a ultranza, a pesar de que
cualquier acción colectiva es objeto de castigo brutal, aun así los seres
humanos no pueden ser despojados tan fácilmente de su humanidad ni,
por ende, de su sociabilidad. En primer término, el individuo se afe-rra a
otro ser humano, que le permite reconocerse como tal. Cada uno es el
espejo del otro; cada uno recupera y ofrece la condición humana para sí y
para el otro. Cuando esto ocurre, la hipnosis concentracionaria comienza a
ceder. Los relatos de sobrevivientes se refieren a "parejas" de presos,
"parejas" de amigos, muchas veces del mismo sexo, que se sostienen uno
a otro. El mismo hombre que pudo haber estado reducido a una conducta
denigrante, humillante, resulta ahora necesario y querido para otro. Es ca-
paz de actos de verdadera generosidad y entrega hacia ese otro que lo
remite a su humanidad. ¿Cuál de los dos es el hombre? Ambos lo son. El
ser humano, a veces el mismo sujeto, parece ser capaz de encontrar su
propia degradación y, casi de inmediato, la exaltación de su humanidad, el
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acto que lo "salva" frente a otro y frente a sí mismo.
El reconocimiento de la humanidad, nunca perdida, se acompaña de la
recuperación del nombre, en el caso de los militantes solía ser el "nombre
de guerra", que los remitía no sólo a su carácter humano sino a su
condición de hombres políticos. Los presos nunca se llamaban entre sí por
el número y generalmente no lo hacían por su nombre legal. Se puede
observar cómo las listas de prisioneros que elaboraron los primeros
sobrevivientes registran más apodos (nombres de guerra) que nombres
legales.
Otro paso fundamental era recuperar la individualidad; ser alguien con
alguna característica específica y diferenciadora. Geuna refiere que, en su
caso, la resistencia que ofreció en el momento de su captura generó una
curiosidad por ella que la benefició: "...aquellos prisioneros que se
constituyen en casos extraordinarios, logran ir
sobreviviendo. La cuestión es tener un rostro, un nombre y no ser apenas
un número más."87
Al identificarse a sí mismo, el sujeto comienza a cuidarse; el cuidado
físico, el tratar de mantener un aspecto lo más limpio y lo más digno
posible son asimismo formas de defensa de su humanidad amenazada.
Los prisioneros tratan de bañarse toda vez que se les permite, se peinan,
lavan su ropa en el poquísimo tiempo de que disponen para ir al baño,
consiguen de alguna manera tener dos mudas de ropa interior, se
agencian cepillos de dientes y se lavan aunque sólo sea con agua. Todos
estos cuidados, terriblemente dificultosos, representan, sin embargo, una
victoria contra la "animalización" que pretende el campo.
La realización de una actividad, la que sea, también es reestructuranre.
Permire moverse, ocuparse en algo física y mentalmente. El hombre sabe
que esto es fundamental. Tamburriní, licenciado en filosofía, dice que los
prisioneros más antiguos, entre los que se encontraba, gozaban de ciertas
"prerrogativas", enrre otras, porque "se nos proporcionaban escobas para
que barriéramos el sitio". En efecto, en muchos testimonios se refiere que
realizar la limpieza, hacer labores de mantenimiento, repartir la comida o
prepararla eran extraordinarios privilegios que permitían moverse, ocupar
la cabeza, conocer el lugar, hablar con otros presos.
Cuando existía la posibilidad, los secuestrados inventaban actividades que
les permitieran usar sus manos, su cabeza, su imaginación. Según las
características del campo y de las guardias, podían hacer objetos con
miga de pan con la capucha puesta, los que compartían un calabozo juga-
ban cartas en silencio con naipes hechos en pequeños pe-dacitos de pípel
o interminables partidas mentales de ajedrez, se relataban o enseñaban
cosas unos a otros cuando podían hablar; si existía un libro, como se
podía leer sin moverse ni hablar sólo era necesario esperar una guardia
permisiva. En la Escuela de Mecánica los presos de capucha llegaron a
fabricar pequeños libritos con chistes recortados de periódicos, como
regalo de navidad en diciembre de 1977 para sus compañeros; allí mismo,
Norma Arrostito pasaba horas memorizando el Romancero Gitano.
El trabajo, el juego, y con ellos la risa fueron formas de defensa del sujeto
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amenazado. En efecto, la risa aparece en muchos de los relatos y
confirma la persistencia, la tozudez de lo humano para protegerse y
subsistir.
Todas estas actividades, en un ritmo muy lento, de una manera muy
disimulada, con la humildad de lo cotidiano que parece insignificante,
permitieron ir construyendo la red de relaciones que existía en cada
campo. No se trataba de redes estables; de hecho, los traslados la
rompían permanentemente. Sin embargo, a partir de las relaciones entre
dos, de los presos más antiguos que conocían las reglas de la casa, se
iban estructurando ciertas dinámicas de sobrevivencia, de intercambio de
información, de apoyo y también de traición. No pretendo describir un
mundo de prisioneros solidarios enfrentados a sus captores, pero tampoco
un espacio de soledad absoluta, carente de todo valor humano y moral.
De hecho, no hay un solo sobreviviente que no haya contado con la ayuda
de otros, a veces muertos; nadie salió solo ni tampoco nadie se desintegró
solo.
La solidaridad es un valor que aparece en la experiencia
concentracionaria, como clave para la subsistencia. Compartir la comida,
cigarrillos, un dulce en condiciones de auténtica desnutrición, regalar
objetos útiles y siempre preciadísimos por la carencia total de los mismos,
como un lápiz, consolar o tranquilizar a otro preso para que no se
descontrole y evitarle así un castigo, informar o prevenir a alguien sobre
posibles peligros, coordinar acciones para distraer a los guardias y
permitir cierto contacto entre prisioneros, son algunos de los muchos
gestos solidarios que se encuentran en los testimonios.
En el campo, como en la vida, conviven las dimensiones
de la solidaridad y la traición, sólo que ésta aparece expuesta mientras la
primera es subterránea. Lo que quiero decir es que aun en condiciones tan
aplastantes el poder no llega a constituirse en total. Aun en medio de un
proyecto de destrucción y arrasamiento de la personalidad, el hombre
busca y encuentra su dignidad. Cuando se defiende de la suciedad,
cuando protege a otro ser humano, cuando se solidariza con el
compañero, cuando se resiste a caer bajo los golpes, cuando aguanta la
tortura hasta donde puede, cuando camina hacia la muerte con entereza,
el hombre está resguardando su dignidad. Decía Jorge Semprún, so-
breviviente de Buchenwald: "En los campos el hombre se convierte en ese
animal capaz de robar el pan de un camara-da, de empujarlo hacia la
muerte. Pero en los campos el hombre se hace también ese ser invencible
capaz de compartir hasta su última colilla, hasta su último pedazo de pan,
hasta su último aliento, para sostener a los camaradas."88
Resistencia y fuga
69
núcleo duro del poder y contra sus segmentos, abriendo brechas
dondequiera.
Si, como propone Deleuze: "Los centros de poder se definen por.lo que se
les escapa y por su impotencia más que por sb zona de poder"s'\ es
importante detenernos en las formas de resistencia y de impotencia del
poder.
Ya vimos que el hombre no permanece inerme sino que desarrolla y
despliega una serie de habilidades para resistir y, cuando puede,
sobrevivir. Puede lograrlo o no, como en
todo escape, pero su solo intento implica la capacidad de resistencia, no
de sumisión. Interpretarlo de manera inversa es arrebatarle al hombre su
capacidad de oponerse al poder y regalarle a éste la vana omnipotencia
que pretende.
Muchas veces se ha hablado de los escasos intentos de fuga que
existieron en los campos de concentración como la consumación del poder
destructor y anonadante del campo. Este razonamiento es sólo
parcialmente cierto. Es preciso acotar que existieron muchísimas formas
de fugar del dispositivo concentracionario, no solamente el escape físico,
todas ellas asociadas con la preservación de la dignidad, la ruptura de la
disciplina y la transgresión de la norma-tividad, saboteando los objetivos
del campo.
Todo ocultamiento al poder totalizante que intentaba hacer transparentes
a los hombres, toda defensa de la propia memoria.contra el reformateo
del campo, toda burla, todo engaño fueron formas de resistencia a su
poder. Tratar de sobrevivir sin "entregarse", sin dejarse arrasar, era ya un
primer acto de resistencia que se oponía al mecanismo succionador y
desaparecedor. De la misma manera, ampliar el círculo de los que se creía
que tenían más posibilidades de sobrevivir, ya fuera por su inclusión en
trabajos de mantenimiento, por recuperación del contacto con su familia o
por otras razones, fue un elemento clave. Los sobrevivientes hablan de
manera recurrente de una obsesión: estando dentro del campo una de las
ideas mas fuertes era que alguien debía salir con vida; alguien debía
sobrevivir para testimoniar y contar; alguien debía construir la memoria
de los campos de concentración. Esta obsesión muestra la resistencia a
algunos objetivos prioritarios del campo: la desaparición de lo
disfuncional, la diseminación del terror y la producción de sujetos y
sociedades sumisas. De hecho, este objetivo de los prisioneros se
cumplió; hubo no uno sino muchos sobrevivientes y un gran porcentaje de
ellos testimonió en el juicio que se siguió a la Junta Militar en 1985.
En el otro extremo, el suicidio. En muchos casos, la decisión de la muerte
fue también una forma de resistencia y fuga que entorpeció los designios
concentracionarios; en la medida en que selló de manera definitiva la
información que poseía un hombre, le arrebató al campo el derecho
soberano de vida y muerte, y con ello debilitó su aparente omnipotencia.
Hubo formas de fuga, terriblemente personales pero no por ello menos
eficientes. En este sentido, me llamó poderosamente la atención un relato
de Blanca Buda, por su carácter de experiencia extraordinaria. Buda
70
afirma no saber si lo que le ocurrió fue una alucinación o una experiencia
real, aunque ella se inclina a-pensar esto último. Sea lo que haya sido, el
efecto fue claramente liberador, de fuga y burla al poder, bajo la
circunstancia misma de la tortura. Refiere Buda que, en el momento en
que estaba siendo atormentada, se desdobló, salió de su cuerpo y vio, sin
sensación de dolor, cómo era lastimada por los "interrogadores". "En
aquella dimensión me sentía absolutamente protegida por una presencia
superior luminosa que me llenaba de fuerza y de paz. Algo sobrenatural
me estaba aconteciendo, pues ni por un instante odié a mis verdugos...
Me fui introduciendo lentamente en otra dimensión, más alta aún,
mientras el tiempo y el espacio desaparecían. Todo era de color intenso y
brillante. No existían límites..." Sigue un relato larguísimo de una
experiencia que, sea alucinación o no, lo cierto es que sacó a Blanca Buda
de la tortura y le permitió fugar de ella, de manera insospechada para sus
aiptores. Tal vez este tipo de "fugas" haya existido en muchos otros
casos, pero la índole de los testimonios, ante organismos de derechos hu-
manos y-juzgados, no se prestaba para relatos de este tenor.
Muchos de los textos también se refieren al valor liberador de la risa. Dice
Geuna: "Aun en las situaciones más trágicas el hombre es capaz de reír...
surge la broma, que no es otra cosa sino la búsqueda inconsciente del
hombre
para recuperar su humanidad destrozada... La capacidad humana de
recuperarse es absolutamente asombrosa. Temblando de miedo,
esperando el camión que puede trasladarte hasta la muerte, y riendo...
Como en Navidad reíamos o como cuando Boca Juniors ganó el
campeonato metropolitano, la vida se metía por La Perla, por alguna
rendija descuidada, y transformaba el campo de concentración en una
fiesta efímera, puntual, instantánea. Porque la vida siempre es más
potente que la muerte.'"*0 La risa es una de las formas más eficientes de
la resistencia del hombre porque reafirma la vida en un medio en el que
se pretende que el hombre se entregue sin resistencia a la muerte.
La risa íue, para el desaparecido, un elemento de afirmación de la
humanidad propia y de la del secuestrador; con ella, el sarcasmo y la
burla, permitían desmitificar al desaparecedor, revelarlo en una existencia
muchas veces patética que desvanecía de un golpe la omnipotencia. Los
hombres importantes de estos campos, con nombres de animales feroces
muchos de ellos, Tigre, Puma, Pantera, solían ser terriblemente ridículos.
Dice Blanca Buda que cuando sus interrogadores, que la habían castigado
intentando que revelara sus más íntimos secretos, se negaron a que dijera
por quién había votado aduciendo que "el voto es secreto", ella lanzó una
carcajada y... "desde ese instante perdieron para mí la imagen de 'lobos
feroces', de 'tragamujeres' y de 'infalibles represores'... Lo consideré una
burla de bajo vuelo que me puso de buen humor"91.
Otra de las formas privilegiadas de la resistencia fue el engaño, que
presupone una inversión de la situación de poder. El secuestrado engaña a
su captor a pesar de estar en condiciones aparentes de indefensión total.
El engaño señala por una parte a un sujeto, el que engaña, no destruido
71
ni arrasado ni transparente, es decir a un sujeto que no ha sido
reformateado. Por otra, señala la omnipotencia del desaparecedor como
generadora de su mayor impotencia. El secuestrador cree hasta tal punto
en su omnipotencia que él mismo queda cegado por ella. Cuenta Ana
María Careaga: "Creo que ellos pensaban en soltarme, pero dudaban. Lo
que me ayudó fue eso: los convencí de que haría lo que ellos querían.
Ellos estaban divididos, algunos decían que yo era una hija de puta, que si
fuera por ellos, no salía. Los otros dudaban. Yo trataba de no exagerar, de
mostrarme vencida, dispuesta a hacer cosas pero sin exagerar... Creo que
los engañé, que me dejaron en libertad porque pensaron que yo iría a
callarme o a convencer a mi familia para que se entregue. Es mi pequeña
victoria sobre ellos."92 ¿Pequeña?
El engaño fortalece a quien lo realiza pero también a los que lo observan.
Cuando Graciela Doldán, en La Perla, logra decirle a Graciela Geuna,
acerca de su supuesta colaboración: "Todo lo que te dije delante de
Herrera son mentiras. No podía hacer otra cosa. Nada fue inútil. Hay que
resistir", está realizando en ese momento un acto de resistencia que
incluye a Geuna; así como el terror se expande, la resistencia también. Al
atreverse a reconocer frente a otro preso que ha engañado al militar,
Doldán invoca la dignidad y la solidaridad del otro. El acto abre una línea
de fuga para Doldán, para Geuna y para Araujo, quien se sumaría a ellas
en el único intento organizativo que existió en La Perla, según el relato de
Geuna. Desde el momento en que el secuestrado conspira, su vida
cambia, comienza a pertenecer a algo distinto del campo y opuesto a él
desde dentro; lucha contra el campo, es decir lucha por su vida en contra
del poder succionador. Las personas se envían mensajes, realizan
acuerdos, acumulan información, la comparten, intentan entorpecer el
dispositivo, sostienen a los más vencidas; crean otra sociabilidad;
conspiran. "Tratábamos de poner límites. Nuestro objetivo era muy humil-
de. Tratábamos de demorar el aniquilamiento." El intento de organización
de La Perla fracasó pero una de las sobrevivientes fue Geuna; es muy
probable que esta experiencia
72
libertad de movimiento dentro de las instalaciones. Hacia mediados de
1977, salieron de la Escuela Mecánica para trabajar y vivir en "libertad",
como personal naval.
Desde principios de 1977, se inició allí mismo un proceso muy diferente:
la conformación del llamado staffcon un grupo de prisioneros, inicialmente
militantes de bastante alto nivel político de la misma organización. Muchos
de ellos eran de alguna manera "notables", tenían apellidos famosos, alto
nivel organizativo o relaciones de parentesco con dirigentes guerrilleros.
Estos presos descubrieron el interés de algunos oficiales de la marina por
mostrarlos como trofeo y aprovechar, al mismo tiempo, su formación
política e intelectual en beneficio propio. Comprendieron que, en el marco
de la carrera política que intentaba emprender Massera, poseían un
insumo valioso para los marinos, que podían entregar a cambio de mayor
sobrevida, con la expectativa de que "alguno" podía salir libre.
La Escuela comenzó por utilizar a algunos de sus prisioneros en trabajos
de clasificación y análisis de la prensa nacional y extranjera, realización de
estudios monográficos sobre problemas diplomaticos limitrofes y políticos,
elaboración de documentos de análisis de coyuntura y otras tareas
semejantes. Dice Gras: "el grupo elegido para la realización de los nuevos
trabajos había comenzado a darse formas de organización interna, cuyo
objetivo básico era mantener la decisión de no colaborar, y en la medida
de lo posible sabotear la actividad represiva, ya que los límites fijados a la
falsa colaboración consistían en no afectar a personas y organismos
populares, salvar !a mayor cantidad posible de vidas y poder testimoniar
en el futuro.'"'4
Alrededor del grupo inicial se fueron congregando otras personas, según
habilidades reales o inventadas por los propios prisioneros, teóricamente
necesarias para la realización de los trabajos. Lo cierto es que el staff
contaba, hacia mediados de 1 978, con unas 30 personas que vivían en
condiciones muy privilegiadas dentro del campo. En primer lugar, se
pasaban el día en una especie de oficinas construidas primero en el
subsuelo de la ESMA y más adelante a un costado de la famosa
"capucha", en que se alojaba el grueso de los secuestrados. Trabajar,
comer razonablemente bien, tener atención médica, ropa suficiente,
derecho al baño diario, acceso a la prensa y los medios de comunicación y
circular con libertad dentro de las oficinas eran privilegios que permitían
afrontar el secuestro desde una perspectiva muy diferente.
Se perfilaron, a partir de entonces, dos grupos de prisioneros que no eran
trasladados, el staff y otro grupo que se dedicó a tareas de mantenimiento
dentro del campo de concentración. Ambos trataron de atraer hacia sí la
mayor cantidad de prisioneros posible, con la idea de que el tiempo, en
este caso, corría a favor de los secuestrados; es decir, a mayor sobrevida,
mayor posibilidad de salir de allí.
Es difícil explicar con certeza las razones de la existencia del staff, cuya
creación coincidió con el "lanzamiento" político del almirante Massera. La
ambición política de la marina, que pretendía disputar el lugar rector que
hasta ese momento había ocupado el ejército dentro de las Fuerzas
73
Armadas, acompañada de la ineptitud, la inexperiencia y el arribismo
político de Massera, les permitió concebir la idea de utilizar el "capital
político" que habían capturado en beneficio de sus propios objetivos.
En consonancia, la oficialidad de la Escuela de Mecánica estructuró lo que
llamaba una política de "reeducación", por la cual supuestamente lograba
"producir" de los militantes nuevos sujetos, capaces de ser reincorporados
a la sociedad dentro de su proyecto. Cabe señalar que éste no fue una
suerte de absurdo de invención naval; todas las instituciones totales se
proponen remodelaral hombre y en verdad producen en él un cambio
permanente, aunque rara vez éste coincide con lo que la institución se
había propuesto. La idea de reeducar, remodelar sujetos, acrecentaba el
despliegue de poder de la Armada, ya que no sólo la mostraba capaz de
secuestrar a un número importante de militantes de alto nivel sino,
además, de hacerlos defeccionar y trabajar para sí, de reeducarlos y
modelarlos; la omnipotencia concentracionaria en acción. El proyecto de la
Escuela fue admirado por muchos oficiales de la Armada, así como del
Ejército y la Aeronáutica. De hecho, el general Galtieri intentó algo
semejante en jurisdicción del 11 Cuerpo, y en otros campos los llamados
Consejos de prisioneros tuvieron cierto parecido aunque nunca llegaron a
desarrollarse de manera tan ambiciosa.
A los marinos les complacía en particular la existencia de jerarquías
militares entre sus "enemigos" y les gustaba hacer tratos o tener
conversaciones "de oficial a oficial" con algunos de sus secuestrados o con
"sus pares", los oficiales montoneros de mayor rango. Esto les alimentaba
la fantasía de que estaban librando una guerra y les permitía mostrar su
"caballerosidad", cuando se encontraban frente a un enemigo "digno".
Justificaban así que la "guerra sucia" los "obligaba" a ser sucios, a pesar
de sus propias inclinaciones ideológicas y personales.
Sigue Gras: "Durante este proceso, Acosta comienza a comprender que si
gana la voluntad de este sector de prisioneros —a quienes comienza a
considerar en 'proceso de recuperación'— puede obtener una victoria
política que afirme su carrera y sus ambiciones. Entre estos prisioneros,
en respuesta, se opera una simulación generalizada en torno a esa
'recuperación, consistente en manifestar en cada diálogo un cambio en
sus escalas de valores personales, una supuesta adecuación al medio,
etc., manteniendo realmente su negativa a la delación. Esta aparente
dualidad demanda a dichos prisioneros un gran esfuerzo psíquico y
nervioso y alimenta una constante situación de tensión."9''
Más allá de la importancia relativa que pudieran tener, los documentos y
opiniones del staff fueron de gran utilidad para dar poder y afianzar
dentro del arma las posiciones de la oficialidad vinculada con la "guerra
sucia", por haber logrado la colaboración de enemigos tan probados. Para
aumentar su importancia, los propios oficiales se encargaron de
magnificar su influencia sobre los secuestrados, a quienes presentaban
como "fuerza propia" frente a otros grupos de tareas e incluso dentro de
la Armada.
Esta lógica hizo que, por razones diferentes, tanto la oficialidad del campo
74
como los miembros del staff tuvieran un mismo interés en exagerar la
importancia de las actividades políticas que allí se desarrollaban. Para los
primeros implicaba aumentar sus espacios de poder interno dentro del
arma y de ésta en relación con el Ejército; para los otros representaba la
posibilidad de "durar", y durar podría significar en algún momento
sobrevivir.
Como ya se señaló, los prisioneros del staff trabajaban manteniendo
contacto unos con otros, por lo que trabaron relaciones cotidianas y
personales entre sí, que les permitieron, con mucha cautela, comenzar a
sobrevivir estableciendo límites precisos en su relación con los militares y
rearmar relaciones de confianza colectiva, muy difíciles de establecer
dentro de un campo de concentración.
Los lazos de confianza se fueron estableciendo en forma lenta y más bien
interpersonal que grupal. Con el transcurso del tiempo, se formó una
verdadera "red" de confianzas, complicidades y una sociabilidad con reglas
propias, que precisaban qué se debía y qué no se debía hacer. Esto permi-
tió la circulación de la información y una especie de meca-nismo de
acuerdo, más o menos colectivo. En este marco, se perfilaron ciertas
"líneas" de actitud. Por ejemplo, los matenales escritos no debían
proporcionar ningún tipo de información de utilidad operativa; era
importante reforzar la idea de que sólo con el abandono del accionar
represivo se abrirían posibilidades políticas para la Armada; se insistía en
el costo político de las desapariciones y en la necesidad de cesar esa
práctica; se exageraban las virtudes políticas de Massera y su posibilidad
de convertirse en un caudillo político.
¿Cómo podían ganar espacio dentro de la Armada los oficiales más
vinculados a los campos, representando posiciones que tendían a debilitar
el accionar represivo? La lógica era más o nietos la siguiente: " Una
oficialidad brillante había logrado la victoria militar sobre un enemigo muy
peligroso; había logrado capturar buena parte de sus cuadros políticos y,
mediante un trabajo de reeducación, convertirlos en sus colaboradores.
Una vez ganada la lucha militar, era el momento de la confrontación
política. La conducción de la misma le correspondía a los vencedores de la
anterior quienes, además, habían demostrado la astucia suficiente para
doblegar a sus oponentes." Este era aproximadamente el razonamiento
que se impulsaba.
En consecuencia, la Marina se jactaba de tener vivos dentro de la Escuela
de Mecánica cuadros guerrilleros que el ejército hubiera matado de
inmediato, dejando entrever que había alcanzado un grado de
colaboración altísimo por parte de ellos. Por su parte, el dejaba. correr y
alimentaba estas versiones que representaban, aunque muy pre-
cariamente, una cierta protección. El mito de la Escuela de Mecánica
crecía y adquiría una dinámica propia, en la que, por razones diferentes,
coincidían los intereses de secuestrados y este grupo de secuestradores.
Mientras tanto, el trabajo, la comunicación, la solidaridad y formas muy
precarias de organización favorecieron la recuperación paulatina de los
miembros del staff. Su existencia tuvo una utilidad real para el campo de
75
concentración, en la que es difícil precisar los límites entre usar y ser
usado. Por de pronto la vida misma de los sobrevivientes, como
posibilidad de inducir en otros la idea de que el campo no exterminaba y
permitía la subsistencia bajo determinadas condiciones, ayudaba a
diseminar la perversión de la lógica concentracionaria.
Sin embargo, al mismo tiempo, el staff fue capaz de aprovechar los
privilegios con que contaba dentro del campo para una verdadera tarea de
resistencia que comprendía:
1. Incluir dentro de este grupo, que se suponía tenía más posibilidades de
sobrevivir, a la mayor cantidad de gente posible; mejorar las condiciones
de vida del resto haciendo circular comida, libros, información y los mate-
riales a los que tenía acceso.
2. Aprovechar los privilegios de movimiento e información con que
contaba para prevenir a las personas recién capturadas sobre las
conductas que les convenía adop-tary sobre la información.que conocían o
no sus captores.
3. En virtud de ciertos contactos con el exterior, en algunas circunstancias
excepcionales, dar aviso de posibles capturas.
4. Sesgar los análisis políticos para promover las posturas que
consideraban menos peligrosas.
5. Aprovechar el mayor conocimiento que tenía de sus captores, en virtud
de la convivencia diaria con los oficiales que supervisaban este trabajo y el
campo en general, para valorar las posibilidades de supervivencia y las
formas de lograrla, aunque fuera parcialmente, de manera que quedaran
por lo menos algunos que pudieran testimoniar.
6. Sobrevivir sin ser arrasado.
Dada la intencionalidad de desviar y trabar la acción represiva simulando
una colaboración, los protagonistas consideran haber realizado un doble
juego. De hecho refieren que dos libros que encontraron entre el material
incautado por la Escuela de Mecánica, y que leyeron con gran interés,
fueron La orquesta roja y El gran juego. En ellos se relata cómo hizo
Leonard Trepper, agente soviético capturado por los nazis durante la
Segunda Guerra, para desarrollar un doble juego que protegió a la red
soviética mientras simulaba una colaboración con los alemanes que jamás
prestó.
Hay un ejemplo ilustrativo de esto que los prisioneros de la Escuela de
Mecánica llamaron doble juego. Una de las razones por las que los
marinos comenzaron a dejar gente viva era para exhibirlos como prueba
de su colaboración ante las personas recién capturadas. Esto podía inducir
en los prisioneros recién llegados la idea de una traición generalizada que
minara su resistencia. Sin embargo, la misma acción podía convertirse en
su contrario. Solía ocurrir que el secuestrado "notable" permaneciera unos
instantes solo con el recién llegado para hacer más creíble la "actuación".
Esos momentos se podían usar para indicar muy someramente al otro la
irrealidad de la situación, o bien para darle alguna información clave de lo
que debía o no mencionar. Cuando esto se producía, el efecto era inverso
al esperado; el nuevo secuestrado encontraba a un compañero, a un
76
cómplice, dentro mismo del campo y resultaba fortalecido para enfrentar
la tortura que sufriría de inmediato. Sin embargo, la acción era muy
riesgosa; de ser descubierta, seguramente el responsable sería trasladado
de inmediato.
La doble posibilidad que se abre, desde toda situación, de aprovecharla en
un sentido o en otro permite afirmar, al mismo tiempo, que el simple
prisionero que ayuda al guardia a repartir la comida dentro del campo,
colabora con la funcionalidad del mismo. Pero, si al hacerlo aprovecha
para hablar con otro secuestrado, para informarlo e informarse, para
repartir un poco más de comida, en lugar de reproducir rompe las reglas
de juego del campo, resiste.
La historia del doble juego de la Escuela de Mecánica es particularmente
significativa porque muestra que el poder no es omnipotente, ni siquiera
tan brillante. Es una historia de engaño y éxito. En efecto, los prisioneros
del staff lograron sobrevivir y fueron liberados entre fines de 1978 y
mediados de 1979; acordaron mantener silencio en torno a la experiencia
hasta que quedara en libertad el último de ellos. Así lo hicieron y la mayor
parte de sus miembros declararon luego ante comisiones de derechos
humanos y en el juicio que se siguió a la Junta Militar en 1 985. En suma,
aprovecharon el punto ciego del poder: su soberbia, que les hizo creerse
más listos, más valientes y mejores de lo que realmente eran. Una vez
más, la trampa de creer en su propia omnipotencia.
Por último, me quiero referir al escape, a la fuga en sentido literal, como
la forma de resistencia más clara. La estricta vigilancia de los campos,
sumada a la destrucción de los sujetos y su anonadamiento paralizante,
redujo bastante la concreción de fugas físicas, ya sea individual o
colectiva. Sin embargo, éstas existieron.
Se registran fugas de campos de Ejército, Armada y Aeronáutica. Deis de
los testimonios que hemos tomado como centrales pertenecen a personas
que se fugaron de campos de concentración. Se trata de Juan Carlos
Scarpatti, que se fugó de Campo de Mayo, y de ClaudioTamburrini, que se
fugó de la Mansión Seré, perteneciente a la Aeronáutica.
Hubo otras fugas memorables. De la Escuela de Mecánica de la Armada se
escaparon dos prisioneros, que regresaron a su antigua militancia. Se
trata de Horacio Maggio, asesinado poco después, y de Jaime Dri, quien
sobrevivió. Tulio Valenzuela, secuestrado por el II Cuerpo de Ejército que
pretendía usarlo para asesinar a dirigentes montoneros radicados en
México, protagonizó una fuga espectacular en ese país, con denuncia en
los medios de prensa y un desenlace completamente desafortunado.
El caso de Scarpatti también.ilustra este tipo de fugas, todas muy
impresionantes, llevadas a cabo por hombres desesperados pero no
inmovilizados. Sin.embargo, quiero referirme a la ruga que protagonizaron
Claudio Tamburrini, Guillermo Fernández, Carlos García y Daniel
Rusomano, de la Mansión Seré. Existen aquí otros elementos. En primer
lugar, se trató de una fuga colectiva, es decir fue preciso coordinar una
acción entre cuatro personas, con una confianza suficiente entre sí como
para organizar y ejecutar conjuntamente esta acción.
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Los cuatro hombres adoptaron la decisión ante la certeza de su próximo
aniquilamiento, pero fueron capaces de realizarla en las condiciones más
adversas. Reconocieron el lugar aprovechando pequeñas-coyunturas,
como bajar a abrir la puerta cuando llegaba la comida; aprovecharon los
escasísimos elementos con que contaban (un clavo, varias cobijas y el
cable de una plancha); se animaron unos a otros. Por fin, escaparon
totalmente desnudos, sin documentos ni dinero, sin ningún apoyo
externo, habiendo perdido todo contacto con su familia y sus compañeros
desde varios meses antes.
Realizar una acción de este ripo implica la existencia de relaciones de
solidaridad y confianza, la ruptura de toda hipnosis inmovilizante, la no
aceptación de los designios del campo de concentración, en suma, la
resistencia. No significa que lo demás no haya pasado por esros hombres,
sino que pudieron conjurarlo, i n el relato de Tamburrini se refleja cómo
les costó tomar la decisión, aun a pesar de que tenían la casi certeza de
que los matarían. Incluso dos de las personas que fugaron dudaron
seriamente en hacerlo, más bien Fernández les presentó el hecho
consumado iniciando la fuga. Las dudas acerca de si los secuestradores
conocían o no los preparativos también indican que probablemente la
confianza entre ellos no era total. Sin embargo, a pesar de que no eran
inmunes al dispositivo, lograron sobreponerse a él y fugar.
También aquí aparece el punto ciego del poder: su auto sobre
dimensionamiento. El.poder totalizador tiene u-na gran debilidad: se cree
auténticamente total. En el caso de la Mansión Seré es Tino quien, al
darles a los presos la noticia del asesinato de un antiguo compañero, los
enfrenta con el hecho de su eliminación, poniéndolos en una situación sin
salida. En definitiva, aquí es el poder que cree que puede matar sin
resistencia, en otros casos el que cree que puede reformatear a su antojo,
el que cree que puede atemorizar perpetuamente, el que cree que no
puede ser engañado ni burlado. Ese es el poder concentracionario, que
como no reconoce sus límites se cree ilimitado.
Todas las formas de fuga de que dan cuenta los distintos testimonios: el
escape personal a las situaciones más dolorosas; la risa que permite
recuperar la humanidad de desaparecido y desaparecedor, reinstalando
cierto equilibrio; el engaño que invierte el control de la situación; la
conspiración que restablece los lazos de solidaridad, cooperación y
resistencia y la fuga que rompe de un golpe con el secuestro y la
desaparición, son todas formas de lo que he llamadoMineas de fuga y
resistencia.
Todas ellas muestran que dentro del campo, a pesar del fantástico poder
de aniquilamiento que se despliega, el hombre encuentra resquicios. Hay
allí un poder que se reorganiza; puede haber redes que entrelacen a los
prisioneros, los sostengan y les permitan conformar una nueva
sociabilidad. Aun en esas circunstancias, los hombres hacen cosas, toman
decisiones, apuestan, ganan y pierden. Pensar en la víctima total y
absolutamente inerme es también creer en la posibilidad del poder total,
que deseaban los desaparecedores. Muchos relatos desconocen los res-
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quicios porque los consideran excepcionales, pero ellos muestran algo
fundamental: que el poder, aunque se lo proponga, nunca puede ser total;
que precisamente cuando se considera omnipotente es cuando comienza a
ser ingenuo o sencillamente ridículo.
Héroes, traidores y víctimas inocentes
El campo es una infinita gama no del gris, que supone combinación de
blanco y negro, sino de distintos colores, siempre una gama en la que no
aparecen tonos nítidos, puros, sino múltiples combinaciones. Si bien en la
vida misma se podría afirmar la inexistencia de colores "puros" que ex-
cluyen combinaciones con otros, este hecho es particularmente cierro
dentro del campo. Nadie puede permanecer en él "puro" o intocado; de
ahí la falsedad de muchas versiones heroicas. Las posibilidades que se
presentan pertenecen invariablemente a la noción de gama, en donde
tanto la responsabilidad como el valor personal pueden y suelen ser di-
fusos. En el mundo de los campos nadie puede atribuirse la inocencia pura
ni la culpabilidad absoluta.
Se suele manejar una aparente oposición, la que existiría entre héroes y
traidores, como los dos extremos, el bueno y el malo, el blanco y el negro,
que delimitan la diversidad de conductas posibles. No se trata más que de
una reproducción de la lógica binaria. En efecto, "el mundo de los héroes
—y ahí es, tal vez, donde reside su debilidades un mundo unidimensional
que no comporta más que
dos términos opuestos: nosotros y ellos, amigo y enemigo, valor y
cobardía, héroe y traidor, negro y blanco"96.
El héroe es un ser dispuesto a sacrificar su vida y la de otros en pos de un
ideal. Su heroicidad se realiza cuando entrega la vida en defensa de esa
idea u objetivo superior que comprende hombres pero que va más allá de
cualquiera de ellos en particular. Su acto se convierte en heroico al ser
rescatado por una memoria colectiva que lo reivindica. En el caso
argentino, los numerosos muertos en combate durante el Proceso de
Reorganización Nacional podrían corresponder a esta categoría, si alguien
los reivindicara. Pero ellos murieron peleando contra el poder
concentracionario sin llegar nunca a los campos de concentración. Su
heroicidad es externa y consiste precisamente en morir sin ser arrastrado
por la corriente succionadora del chupadero.
El "desaparecido", en cambio, queda rodeado por la atmósfera difusa del
campo, de manera que entra en una zona de indefinición, en la que nunca
se sabe a ciencia cierta a qué categoría pertenece. Es como si el campo
automáticamente salpicara ai hombre desvaneciendo toda posible
heroicidad. Así como desde la lógica concentracionaria, la simple sospecha
de cualquier transgresión convierte en culpable al hombre y justifica el
castigo que llevará a la producción de la verdad y del culpable confeso, así
también desde la lógica de la heroicidad, el simple contacto con el campo,
por la sombra de sospecha que proyecta sobre el individuo, desvanece la
pureza necesaria del héroe. No hay héroes en los campos de
concentración.
El sujeto irreductible que muere en ¿a tortura sin dar ningún tipo de
79
colaboración es el que más se aproxima a esa noción, pero no quedan
pruebas de ello, no hay exhibición del acto heroico que se pueda
testimoniar sin sombra de duda. La resistencia a la tortura es una
representación solitaria del torturado ante sus torturadores. Algo se-
mejante ocurre con el fusilado, muchas veces acribillado a balazos dentro
de un coche, simulando un enfrentamien-ro, cuyo acto final puede ser
digno pero no encierra la resistencia y el espectáculo de lo heroico; no hay
testigos. El campo es también un dispositivo desaparecedor de los héroes;
en lugar de matar hombres que pelean, prefiere arrojar seres adormecidos
desde lo alto de un avión; escamotea la posibilidad del combate heroico.
El sujeto que se evade es, antes que héroe, sospechoso. Ha sido
contaminado por el contacto con el Otro y su supervivencia desconcierta.
El relato que hace del campo y de su fuga siempre resulta fantástico,
increíble; se sospecha de su veracidad y por lo tanto de su relación y sus
posibles vínculos con el Otro. Transita en una zona vaga de incredibilidad.
Además, resulta amenazante ya que conoce la'realidad del campo pero
también la magnitud de la derrota que las dirigencias tratan de ocultar. En
los medios militantes se promueve entonces su desautorización, se aduce
que su óptica ha sido distorsionada por la influencia de sus captores, y ello
lo convierte automáticamente en un no héroe.
En otros casos, como el de Horacio Maggio o Tulio Valenzuela, para
despejar la sombra de sospecha que se cernía sobre ellos se los orilló a
una autoinmolación que, ésta sí, los convirtió en héroes. Nilda Haydée
Orazi y Juan Carlos Scarpatti, ambos sobrevivientes de distintos campos
de concentración, señalaron con amargura: "Esta es la única organización
en el mundo (Montoneros) en laque un compañero escapa de manos del
enemigo, salva a la conducción nacional, para lograrlo deja en manos del
enemigo? su compañera embarazada, y en vez de felicitarlo se lo obliga a
autocriticar.se por 'simular' y se lo despromueve de mayor a aspirante.'"'7
Faltó señalar que después de eso se envió a Valenzuela a Argentina,
donde se suicidó al ser recapturado. En consecuencia, desde la
perspectiva dd blanco y el negro, no hay espacio dentro de los campos de
concentración para el blanco perfecto. Si éste existe, se debí revelar
antes; el acto heroico es previo a la captura. En cambio, detrás de los
muros del campo tienen cabida todos los grises, hasta el negro profundo,
representado por la traición de aquellos que sin Ja menor resistencia se
ofrecieron al dispositivo concentracionario "sin luchar", en palabras de
Graciela Geuna.
Pero la oposición entre el héroe y el traidor es una oposición falsa, más
que por injusta, porque sencillamente resulta insuficiente para describir la
complejidad del problema. No hay aquí una gama de grises sino todo un
abanico de color que incluye muchos otros tonos. No se trata de
combinaciones de grado entre estos dos términos, heroicidad y traición,
sino de Ja conjunción y el entramado que forman todos los elementos que
confluyen para articular formas de obediencia y formas de rebelión con
respecto al poder concentracionario.
Es más, como ya se señaló, cada sujeto es un complejísimo conjunto en el
80
que se combinan aspectos variados que, en unos casos, se articulan en
torno a la obediencia, en otros, en torno a la resistencia; puede propiciar
fugas o parálisis hipnóticas; puede haber formas de obediencia que
desemboquen en fugas (como no escapar del campo pero resistir en él) y
resistencias que paralicen al hombre (como soportar la tortura pero no ser
capaz de trazar una estrategia de supervivencia dentro del campo). Las
posibilidades son infinitas y no se pueden reducirá los dos términos de Ja
heroicidad yla traición, insuficientes e irrelevanr.es.
Un aspecto importantísimo dentro de los campos fue loqueTodorov llama
virtudes cotidianas. Designa de esta manera a aquellas acciones
individuales que rechazan el ordfn concentraciortario en beneficio de una o
varías personas, pero siempre de sujetos específicos, no de ideas abs-
tractas. Las virtudes cotidianas no se practican en grandes actos públicos
sino como parte de la cotidianidad; pasan desapercibidas salvo para
quienes resultan beneficiados por ellas y suelen comportar un compromiso
muy grave, incluso a veces ponen en juego la vida misma de quien las
ejecuta. Por esta característica de "pasar desapercibidas" queda menos
testimonio de ellas que de los actos heroicos.
Las virtudes cotidianas no se oponen a las heroicas, ni son mejores o
peores, más o menos útiles o meritorias, son simplemente diferentes,
pero si las menciono de manera especial es porque precisamente éstas
fueron las que tuvieron oportunidad de manifestarse en los campos de
concentración. La valentía personal de alguien podía hacer que se
arriesgara a prevenir a un prisionero reciente acerca de no proporcionar
determinada información, sabiendo que éste podía delatarlo poco después
y provocar su muerte. Podía consistir en formas de la solidaridad y el
apoyo que ayudaban a otro a resistir en el momento de mayor debilidad,
en compartir con él un secreto; en ayudarlo a desobedecer. Podía
manifestarse al encubrir a un compañero o al convertirlo en indispensable
para un determinado trabajo y evitar su traslado. Casi siempre se
asociaban con el engaño a los secuestradores.
En La Perla, cuando Geuna reconoció al Negro Lito en la calle y no lo
delató, mirando sencillamente hacia otro lado, lo que estuvo a punto de
costarle la vida; en la Escuela de Mecánica, cuando prisioneros que tenían
contacto con el exterior avisaban de una posible captura o sacaban
información, con riesgo de su integridad; en El Atlético, cuando los presos
encubrían, sufriendo castigo físico, a otros que habían estado hablando;
en todos los campos, cuando se cuidaba a un compañero que había
quedado destrozado por la tortura compartiendo con él lo que se tuviera y
tratando de curarlo, se ponían en juego estas virtudes cotidianas. Se
practicaron en forma constante y fueron la base de la subsistencia de la
mayoría de los sobrevivientes, que multiplicó su fuerza física, psíquica y
espiritual. La supervivencia hubiera sido sencillamente imposible sin la
circulación de estas virtudes cotidianas.
Así como se desarrollaron estas virtudes, la permanencia en el campo
implicó el traspaso de la frontera entre secuestrados y secuestradores,
con numerosas consecuencias, muchas de ellas de carácter desintegrador.
81
El juego de simular colaboración, que realizaron algunos sobrevivientes
fue, sin duda, un juego peligroso. Existían los riesgos de que en la
simulación de la colaboración, la casualidad o más bien el hecho de estar
maniobrando sobre límites muy imprecisos, llevara a la colaboración de
hecho. El prisionero que, con la total decisión de no "marcar" a nadie,
salía sin embargo a la calle con un grupo operativo, simulando una
colaboración que no estaba dispuesto a efectivizar, corría el riesgo de ser
reconocido por un viejo compañero que, desconociendo su captura, se
acercara a saludarlo y fuera detenido. Como ésta, se podrían enunciar
decenas de circunstancias difusas.
Por otra parte, en la simulación de la colaboración el prisionero emprendía
un juego de aproximación a su captor que, de una manera u otra, lo
envolvía. La repetición interminable de una mentira puede convertirla en
verdad; ésta es una de las premisas de la propaganda. El secuestrado
debía hacer un verdadero esfuerzo para no terminar por creer la mentira
que le contaba cada día a sus captores. Esta era de por sí una mecánica
desquiciante, pero sus efectos podían ser más nefastos sobre individuos
que habían sufrido rupturas internas importantes dada la destrucción de
su mundo de referencia.
La cercanía y la humanización del otro permitieron una cierta
relativización del poder del secuestrador, pero también se desarrollaron
mecanismos de internalización-des-lumbramiento del vencedor. Buena
parte de los prisioneros entabló relaciones de proximidad con algunos de
los oficiales. En la mayoría de los casos, estas relaciones no alteraba la
percepción del prisionero de que el otro era su captor. Sin embargo, se
crearon lazos afectivos ambiguos y lealtades ciertas. En casos
excepcionales, existieron incluso relaciones amorosas entre unos y otros.
En estos espacios difusos, de fronteras imprecisas y movibles, sin
embargo parece haber habido puntos de no retorno. Cada individuo
parece tener un límite de tolerancia máxima, un límite de capacidad de
procesamiento de sus propias roturas, traspuesto el cual, llega a una zona
de "no retorno". No se puede decir cuál es este lugar y, evidentemente,
depende de la estructura personal de cada uno.
Hay gente que, habiendo prestado una colaboración importante y siendo
responsable de la captura de otros, una vez aflojada la presión, fue capaz
de retornar sobre sí y limitar o interrumpir su colaboración. Hubo otros
que una vez que dieron el primer paso ya no pudieron detenerse. Esto no
ocurrió en la simulación de la colaboración. El efecto pudo ser más o
menos desquiciante pero, en la medida en que los prisioneros tomaron
distancia de la situación, más tarde o más temprano fueron recobrando y
reformu-lando una visión propia de la vida del campo, independiente de
su influencia hipnótica y anonadante.
Estas reflexiones pretenden discutir las nociones de he-roe, traidor,
colaborador, como insuficientes, inútiles, pero particularmente
distorsionantes, ya que pretenden atrapar en conceptos rígidos un
fenómeno de características más complejas e imprecisas. Asimismo,
quiero abordar la discusión de otro aspecto no menos vidrioso y recurrido,
82
el de las víctimas inocentes.
Los campos de concentración-exterminio se crearon pata desaparecer
todo un espectro de la militancia política, sin-. dical y social que impedía
el asentamiento hegemónico del ,y poder. El blanco principal de esta
modalidad represiva f^ la guerrilla, pero abarcó también el vastísimo
espectro la llamada subversión, del que ya se habló. Aunque la i ción de
subversivo fue lo suficientemente amplia como f incluir prácticamente a
cualquiera, su uso estaba destínado a facilitar una persecución precisa: la
de la militancia radicalizada y todos sus puntos de apoyo.
Sin embargo, como ya se mencionó, la existencia de víctimas casuales,
producto del error o desvinculadas de toda participación política, también
fue parte de la racionalidad concentracionaria. Se facilitó asi la
diseminación del terror al mostrar un poder arbitrario e inapelable, atribu-
tos principales de los modelos totalizantes. No obstante, estas víctimas,
que sumaron un número absoluto considerable, representan un mínima
proporción de las víctimas totales. El dispositivo estaba dirigido sin duda a
la militancia.
Con esta afirmación no pretendo negar o restringir el problema. Familiares
de militantes detenidos virtualmente como rehenes, menores asesinados
como e\ caso de Floreal Avellaneda de 14 años o de una niña de I 1 años
secuestrada en Campo de Mayo, amigos de militantes secuestrados y
asesinados por su relación con ellos, testigos de operativos que se
pretendía mantener en secreto y fueron eliminados, muestran la
monstruosidad de estos procedimientos.
Como todo lo que se relaciona con el dispositivo desaparecedor, el
secuestro y asesinato de "inocentes" (¿de qué?) comprende una alta dosis
de arbitrariedad y crueldad. Sin embargo, la recurrencia en los relatos de
familiares de desaparecidos en insistir en que sus hijos no reman
militancia política alguna, no pertenecían a ningún partido, eran
"inocentes", me parece especialmente significativa. El texto de Eduardo
Luis Duhalde que ya hemos citado, dice en relación con el secuestro de
adolescentes de entre 15 y 18 años que fueron detenidos, en su mayoría,
en la casa de sus respectivos padres: "No se ocultaban, circulaban
normalmente, mantenían sus naturales relaciones en el ámbito familiar,
laboral o en los establecimiento educacionales a que concurrían. ¿Qué
peligro podían significar para el Estado terrorista estos jovencitos, casi
niños, que
pomenzaban a despertar a la vida?'"''8 La pregunta que surge es, si se
hubieran ocultado y, por ende, tuvieran militancia clandestina, si no
hubieran vivido con sus padres y representaran un peligro real para el
Estado terrorista, entonces, ¿no hubiera estado mal que los mataran? ¿O
hubiera estado menos mal?
En la misma línea de razonamiento, Orgeira, uno de los abogados
defensores de la Junta Militar, aseguró que "todos los que fueron
buscados y capturados en sus casas no eran personas que nada tenían
que ver con la subversión"'-", como si el hecho de ser "subversivos", es
más, digamos guerrilleros activos, avalara el recurso del secuestro, robo,
83
tortura irrestricta y asesinato con desaparición del cuerpo.
Estos razonamientos se complementan con una frase de café que cita un
interesante artículo psicoanalítico100: "Y bueno, si bajaron un subversivo
no importa, lo que hay que evitar es que se torture a inocentes." Un
político peronista, un abogado defensor de la Junta Militar y el hombre de
la calle parecen coincidir: el problema es que se torture a inocentes. Es
decir, la tortura y el asesinato como forma de represión de la disidencia
política tienen un valor sustancialmente diferente de si se usan contra
inocentes; en el primer caso, están implícitamente admitidos. Entonces
hay hombres que merecen el campo de concentración o que por lo menos
lo merecen más que otros.
La reivindicación de la víctima inocente como si fuera más víctima que la
víctima militante, por ejemplo, no es más que una manera de reforzar la
noción de que efectivamente no se debe resistir al poder. Sólo si se es
víctima inocente, es decir, no involucrada, no resistente, se es una víctima
completa. Las demás de alguna manera tienen un merecimiento del
castigo. Esta sola idea implica que resistir al poder conlleva y merece una
sanción, tanto más dura cuanto mayor sea la resistencia.
En Argentina existió un poder totalizante, despótico y concentracionario
pero la sociedad sólo puede reivindicar víctimas, más aún, víctimas
inocentes, como si hubiera habido otras cuya culpabilidad explica, aunque
no necesariamente justifica, la existencia de los campos.
Pensar el campo de concentración como un universo de héroes y traidores
permite separarlo de lo social, escindirlo de allí y hacer del campo una
realidad otra a la que no se pertenece, en la que se debaten dos
demonios, militares y guerrilleros, ajenos a una sociedad y a su vida
cotidiana. La víctima inocente es la figura perfectamente complementaria
de esta explicación. Representa al "inocente" que jamás debió incluirse en
el infierno porque no pertenecía a él.
Por el contrario, el infierno del campo y la sociedad se pertenecen, por eso
héroes y traidores, víctimas y victimarios son también esferas
interconectadas entre sí y constitutivas del entramado social, en el que
todos están incluidos. Todas las víctimas son inocentes y ninguna lo es, en
sentido estricto.
Ni cruzados ni monstruos
La existencia de los campos de concentración-exterminio se debe
comprender como una acción institucional, no como una aberración
producto de un puñado de mentes enfermas o de hombres monstruosos;
no se trató de excesos ni de actos individuales sino de una política
represiva perfectamente estructurada y normada desde el Estado mismo.
De hecho, ya se habló del funcionamiento de los campos en medio de las
instalaciones y las jerarquías militares, actuando a un tiempo como
política oficial pero no reconocida, aparentemente clandestina, y
entrelazando las modalidades legales y subterráneas de la represión. El
intercambio de prisioneros entre campos de concentración y cárceles
legales, la complicidad de la justicia y una serie de manejos que revelan la
desaparición como una política de Estado, que combinó las formas legales
84
con las clandestinas.
Por eso, cuando se realizó el juicio a la Junta Militar, Jorge Rafael Videla
insistió en rechazarlo. Desde su punto de vista se estaba juzgando a las
Fuerzas Armadas, es decir, no existían acciones personales que fueran
objeto de análisis sino una acción estrictamente institucional. A su vez,
como hombre de la institución, asumió sobre sí toda la responsabilidad, y
libró de ella a sus hombres bajo la figura del acatamiento de órdenes.
Salvaguardaba así un elemento clave en las instituciones armadas, la
obediencia incondicional, clave de la disciplina. Al mismo tiempo,
desplazaba el problema de su responsabilidad personal hacia la ins-
titución; efectivamente él no había actuado en términos individuales sino
corporativos.
La metodología concentracionaria fue institucional y estuvo guiada por el
principio de eficiencia en el desarrollo de una situación que las Fuerzas
Armadas definieron de guerra, en la que se proponían triunfar.
Desde el razonamiento militar, la noción de guerra parecía justificar la
metodología empleada. "La guerra provocada por el terrorismo que fuera
derrotada en el ámbito único posible: el campo de batalla", fue uno de los
argumentos usado incluso en el juicio a los comandantes por Juan Carlos
Tavares, uno de sus defensores. El uso de una metodología clandestina se
justificó por la necesidad de recurrir a los mismos métodos que la
guerrilla, taambién violenta y clandestina. El fiscal Strassera redujo la
argumentación con una lógica implacable: si no había habido guerra, los
comandantes eran delincuentes comunes; si había habido guerra, eran
delincuentes cié guerra.
Pero desde la perspectiva castrense, y de otros sectores de la sociedad, el
objetivo era triunfar sobre la subversión aniquilándola, como lo había
ordenado Isabel Perón, y ese objetivo se logró. El principio rector, la
eficiencia en el cumplimiento de dicha meta. El medio, los campos de
concentración y el terror generalizado.
138
Los campos fueron el dispositivo represor del Estado, la máquina
succionadora, desaparecedora y asesina que una vez creada cobró vida
propia y ya nadie podía controlar; funcionaba inexorablemente. Una
tecnología, como ya se señaló, directamente ligada con un poder de tipo
burocrático, en donde la fragmentación de las tareas desvanecía las
responsabilidades.
La burocracia concentracionaria se atiborró de papeles y de registros.
Muchísimos testimonios dan cuenta de la multitud de fichas, fotos,
archivos en computadoras y legajos que se llevaban en los distintos
campos de concentración. Se conoce la existencia de registros cuidadosos
en Campo de Mayo, La Perla, Escuela de Mecánica, El Atlé-tico, El Olimpo,
El Banco, entre otros. En El Atlético "los torturadores se turnaban y
mantenían un control escrito de su trabajo, Las puertas eran grises y del
lado de adentro había una planilla" que se debía llenar con los siguientes
datos: nombre del interrogador, grupo al que pertenecía el secuestrado,
número de caso, hora de entrada, hora de salida y estado de la víctima
85
(normal o muerto)1"1. El mismo testimonio hace referencia a otras
planillas para solicitar el secuestro de alguien, para registrar el grado de
peligrosidad de cada secuestrado, para asentar la resolución final del caso.
Planillas que indican una responsabilidad pero que la diluyen en un
dispositivo burocrático. También los sobrevivientes de la Escuela de
Mecánica de la Armada se refieren a un cuidadoso sistema de control que
incluía un legajo de cada prisionero con su foto, algunas de las cuales
rescató Víctor Melchor Basterra. Según los sobrevivientes, la Aeronáutica
también elabofaba legajos de sus prisioneros y les tomaba impresiones
dactilares que incluía en los mismos.
Una burocracia obediente que complementaba los atributos oficinescos
con la subordinación militar. Un nombre en una planilla y una orden eran
suficientes para que se atormentara a alguien o se lo aniquilara. La
defensa de su posición en torno al argumento de la obediencia debida,
lejos de exculpar a la institución militar, muestra precisamente uno de sus
aspectos más abominables: la pérdida del sujeto, la noción de que sus
miembros deben resignar en otros su capacidad de elección sobre
cuestiones tan sustanciales como la vida de un hombre, renunciando a
toda responsabilidad sobre sus actos. No es más que la deshumanización,
ahora actuando sobre su propia gente, aceptada, validada y defendida por
su personal, la resignación de lo humano y lo ético como un deber ser
correcto, adecuado y deseable.
En suma, la constitución de un "servicio público criminal" montado con
burócratas perseverantes y capaces de una obediencia a ultranza, más
allá de toda interrogación moral. Hombres que actúan sólo como
engranajes de la maquinaria asesina; ni más ni menos, apenas
engranajes. Desde el cabo de guardia a Videla o Massera, todos ellos
hicieron posible que la máquina funcionara pero ninguno fue más que una
pieza dentro de ella, que terminó también por deglutirlos.
Al afirmar que sólo fueron engranajes quiero señalar el fenómeno como
institucional, la irrelevancia del hombre en su dinámica, pero en ningún
momento esto equivale a reducir la responsabilidad. Por el contrario, es el
dispositivo del campo el que "iguala" falsamente, ya que compromete a
todos, sin asumir ninguna responsabilidad, de manera que todos parecen
igualmente responsables. Esta es una de las distorsiones de la lógica
concentracionaria.
El dispositivo necesita que cada hombre se comporte como un engranaje,
pero en verdad la "maquinaria" está formada por hombres; cada uno de
ellos tiene una función diferente y una responsabilidad delimitable. Al
rescatar al ser humano en el desaparecedor no se lo absuelve; se lo
excluye de lo monstruoso, de lo sobrenatural, para incluirlo en lo humano,
en la escala de lo que se puede valorar y juzgar.
¿Cómo eran los hombres concretos que hicieron runcionar la maquinaria?
Desde el relato de los sobrevivientes y de otros testimonios, no parecen
haber sido más que hombres comunes y corrientes. Geuna hace una
caracterización detallada del personal de La Perla, especialmente in-
teresante. En su relato humaniza a los captores, quitándoles la
86
magnificencia aterradora de los monstruos y mostrándolos más bien como
seres relativamente insignificantes. Hay de todo un poco. De 22
descripciones, apenas cinco de ellos parecen sujetos más o menos
conscientes del papel que jugaban, y con un grado de inteligencia
aceptable. Otros cinco merecen la calificación de tontos o poco inte-
ligentes; los demás recogen calificativos como mediocre, débil, torpe,
incompetente, fanfarrón, pusilánime, cobarde, inseguro. Sin embargo,
diez, casi la mitad, están catalogados como crueles o algún adjetivo
semejante. También diez, algunos coinciden con los crueles, se describen
como gente mediocre. Una mediocridad cruel.
Una descripción memorable, que ofrece similitudes con esta perspectiva,
es la que hizo la revista La Semana, a partir de las declaraciones de
Vilariño sobre el almirante Chamorro, director de la Escuela de Mecánica
de la Armada. Lo muestra como un hombre "gris y feo, petiso y
mediocre". Sus compañeros de promoción lo recordaban como "un tipo
insignificante... tenía la habilidad suficiente para pasar desapercibido,
única forma inteligente en que podía hacer carrera". Resaltan "su notoria
habilidad para ubicarse la gorra en lo más alto de la coronilla, estirando
además el sostén superior de la funda, de modo de obtener 5 centímetros
más de estatura, un crecimiento artificial que completaba duplicando la
dimensión de los tacos y la suela de sus*zapatos"102. Un auténtico
ridículo.
Sin embargo, la misma declaración deja constancia de dos actos de
extrema crueldad protagonizados por este mismo hombre: la voladura de
cinco prisioneros y la violación, secuestro y posterior asesinato de unas
jóvenes que habían sido "seducidas" por personal de la Escuela de
Mecánica. Mediocridad y crueldad no parecen ser términos contrapuestos.
También el general Videla, que fue ungido por la prensa con una imagen
de hombre austero, profundamente cristiano y callado durante el Proceso
de Reorganización Nacional, cuando se hizo pública la acción represiva de
esos años mereció otros calificativos. Una edición de La Semana de agosto
de 1984 decía: "Solamente ahora —cuando los velos que ocultaban la
verdad de la guerra sucia han sido descoeeidos con violencia- comienza a
perfilarse la imagen de un Videla diferente.. La de un hombre mediocre,
Pusilánime , cargado de temores y vacilaciones." Sin embargo, cabe pen-
sar que las aparentes contradicciones no son excluyentes. Se puede ser
austero y mediocre, cristiano y pusilánime, callado y temeroso, y al
mismo tiempo cruel e implacable.
En el caso de Videla, cobra especial importancia el aspecto religioso. La
familia Videla parecía salida de algún semanario católico cuando, cada
domingo, sonrientes y emperifollados, caminaban todos juntos para asistir
a la misa de 1 0.30 en la parroquia de San Martín deTours. La señora
Hartridge de Videla declaró que su marido "comulga todos los domingos y
días de guardar". Después de comulgar el domingo, ¿sería el lunes cuando
el general Videla daba las órdenes de asesinar prisioneros? ¿O tal vez ya
lo había hecho el viernes y se confesaba el sábado? ¿O sólo lo hizo una
vez, al principio, para poder olvidar cada domingo, antes de comulgar,
87
que estaba usurpando el lugar de Dios al disponer de vidas y muertes?
Porque los 30 mil desaparecidos, o poniendo la cifra menor, los 10 mil,
fueron asesinados en conocimiento de Videla y por órdenes emanadas de
él, en tanto Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, responsabilidad
que nunca negó.
Durante el Juicio que se le siguió en 1985, el general Videla leía Las siete
palabras de Cristo, mientras se lo acusa-
142
ba por delitos que, según cálculos de la fiscalía, si se hubieran sumado los
cargos, lo hubieran hecho merecedor de 10248 años de cárcel. Mientras
se desgranaba el relato de las atrocidades Videla leía y miraba el crucifijo
que había en la sala; seguía convencido de que había cumplido con una
misión altamente moral: borrar del mundo a los enemigos de Dios, la
Patria y de él mismo.
Así como se puede ser burócrata y asesino, mediocre y cruel, se puede ser
buen padre de familia, cristiano, moralizante y desaparecedor. Esto es lo
desquiciante, los desaparecedores solian ser hombres comunes y
corrientes que también podían ir a. misa los domingos. Para separar los
compartimentos existe la esquizofrenia social y personal de la que ya
hablamos. Ser cristiano y asesino es posible si una y otra esfera
permanecen aisladas. La vida familiar y la vida profesional como depósitos
independientes; ser uno en casa y otro en el cuartel o en la calle no son
rasgos exclusivos de la cúpula militar, se manifiestan a diario. Finalmente
Videla es igual que aquel comandante de gendarmería que tranquilizaba a
Geuna por su perro después de haber matado a su marido.
Hay otros ejemplos de la mediocridad de los altos mandos y también de
las jerarquías intermedias que operaron en los campos de concentración.
Esta burocracia gris, con una moralidad tan mediocre como ella misma,
cobijó en su seno las más diversas formas de delincuencia. Robos y
negociados de todo tipo, secuestros para cobrar rescates millonarios,
asesinato por razones pasionales, fueron moneda corriente, al abrigo del
enorme dispositivo de arbitrariedad de los campos de concentración.
Una figura que descolló en este sentido fue la del almirante Massera, a
quien no se podría tachar de mediocre sino, en todo caso, de
inescrupuloso. Se lo acusó de la desaparición y asesinato de una
diplomática, de asesinar al esposo de su amante, el industrial Branca, y
toda clase de estafas y ne-
143
gociados. También el general Suárez Masón, como otros, apareció
vinculado con la logia P 2 y oscuros manejos en relación con la venta de
armamentos y con la industria petrolera.
Sin embargo, este tipo de delincuencia de alto vuelo fue sólo la cara más
elegante de una simple práctica de "rapiña" que ejerció el dispositivo
represor en todos los niveles. Vilariño cuenta cómo Chamarro y otros jefes
militares depositaban en una gran bolsa el botín obtenido en un operativo.
La Escuela de Mecánica guardaba en el pañol muebles, ropa y artefactos
obtenidos en los operativos militares. La práctica de vender coches y
88
casas de secuestrados utilizando documentación falsa fue moneda
corriente. En muchísimos testimonios, los prisioneros relatan haber visto a
sus captores con ropa, relojes y todo tipo de objetos de su pertenencia o
de sus familiares. También es recurrente la referencia al robo de dinero en
las casas allanadas por las fuerzas de seguridad.
Vilariño dice que los famosos operativos rastrillo "no eran nada más ni
nada menos que un triste mercado entre la Policía Federal, la Policía de la
Provincia de Buenos Aires y las cabezas que andaban en los rastrillajes: se
repartían las ganancias que obtenían, llamémosle televisores, aparatos
teletónicos, vehículos que no tenían los papeles en regla, dinero de
aquellas personas que no lo podían justificar; más que un operativo
rastrillo era un operativo rapiña... Algunos grupos se encargaban de
secuestrar a personas, más que para detenerlas, para comerciar... no era
tanto que alguien era llevado por error, como a un guerrillero con cinco,
seis o más, y se llevaban a todos porque se suponía que eran guerrilleros.
No, no. Campsysugente trabajaban directamente... Si sabían que había
alguien que tenu plata y no tenía herederos, entonces se perdía. Ellos se
quedaban, entonces, con todos sus bienes"10'.
Esta actividad de pillaje es un dato constante, que muestra a nuestros
burócratas ejerciendo la corruptela propia de todos los servicios públicos,
en algunos casos con grandes y sonados secuestros, en otros con el
simple robo del ladrón de gallinas. Esta es una cara que no se debe
olvidar. Frente al discurso grandilocuente de la guerra contra la
subversión, una práctica que lejos de ser guerrera se alimentó de torturas
en sótanos oscuros, de administradores arbitrarios e implacables del
castigo y la muerte, y de ladrones de alto vuelo o poca monta, para el
caso da lo mismo.
Existen dentro del cuadro las caras monstruosas, los psicópatas sádicos.
Militares que degollaban a sus víctimas, que las electrocutaban, que las
sometían a todo tipo de vejámenes en un juego que, aparentemente, les
resultaba placentero. Se los puede encontrar en los relatos de Geuna,
Gras, Scarpatti y muchísimos otros.
De manera relativamente frecuente, los testimonios también se refieren a
guardias y oficiales que llegaron a establecer una relación humana con los
prisioneros. Así como muchas veces fueron precisamente los más crueles
quienes se reservaron el privilegio de "salvar" a alguien, también hubo
hombres de las Fuerzas Armadas que pidieron su retiro porque no estaban
dispuestos a admitir ninguna complicidad con lo que ocurría, o que
estando dentro de los campos se cuestionaron profundamente su papel y
"quebraron" internamente, "fugaron" del dispositivo. Esta gente prestó un
servicio invaluable para los prisioneros. La escasez de relatos en este
sentido se relaciona con su excepcidnalidad pero también con el hecho de
que revelar esas circunstancias incriminaría a los protagonistas ante sus
compañeros.
En suma, sería imposible trazar el perfil del desaparecedor, del torturador,
del guardián; en todos estos lugares hubo hombre? terriblemente
disímiles que, en ciertos casos, facilitaron ras cosas para los secuestrados
89
y en otros, agregaron de su propia cosecha para hacérselas más difícil
aún. Y, casi siempre, estas características se mezclaron dentro de un mis-
mo hombre que fue simultáneamente capaz de atrocidades y de
compasiones difíciles de explicar
Casi siempre, los desaparecedores se despersonalizaron a sí mismos, en el
ejercicio de la deshumanización ajena. Ellos fueron victimarios pero
también víctimas de un dispositivo que los arrapó. Claudio Vallejos, ex
integrante del Servicio de Inteligencia Naval, dijo que estuvo tres meses
prácticamente secuestrado y que fue "chupado" de su casa porque se
quería retirar del grupo operativo; Vilariño refirió que cuando se
empezaron a desarmar los grupos de tareas, algunos de sus miembros
comenzaron a tener "accidentes" y que a los que se querían "echar para
atrás" les hacían algún estudio psicológico y los mandaban a Río Santiago
para hacerles un "chequeo". Ser un desaparecedor era un trabajo que no
tenía retorno; cualquier pieza que afectara el funcionamiento de la
maquinaria debía ser desechada1"'.
No interesa hacerlo, ni se podría establecer un prototipo, pero el grueso
de los hombres que hizo funcionar el dispositivo concentracionario parece
haberse acercado al perfil del burócrata mediocre y cruel, capaz de
cumplir cualquier orden dada su calidad de subordinado, y dispuesto a
sacar ventaja personal de la situación. Un enjambre de hombres medios,
de no-sujetos, perfectamente sujetados, de simples "vivillos" llenos de
contradicciones, ensoberbecidos por su poder y dispuestos a usarlo, siem-
pre que pudieran, en su beneficio personal. Carlos Levi vio a los nazis de
una manera semejante. En Si questo e un huorno dice refiriéndose a los
campos de concentración alemanes: "Los monstruos existen pero son
demasiado poco numerosos para ser verdaderamente peligrosos; los que
son verdaderamente peligrosos son los hombres comunes"'"''. Ni
monstruos ni cruzados, hombres comunes, de los que hay por miles en la
sociedad; esos son los hombres útiles al campo de concentración.
Hombres como nosotros, esa es la verdad difícil, que no se puede admitir
socialmente. Los actos de esta naturaleza, que parecen excepcionales,
están perfectamente arraigados en la cotidianidad de la sociedad; por eso
son posibles. Se engarzan con una "normalidad" admitida. Es la
normalidad de la obediencia, la normalidad del poder absoluto, inapelable
y arbitrario, la normalidad del castigo, la normalidad de la desaparición.
Al ver a los desaparecedores como parte de lo social cotidiano, no se
esfuma su responsabilidad; simplemente se los ubica en un lugar que
involucra y pregunta a toda la sociedad.
90
secreto, el verdadero desconocimiento tendría un efecto de pasividad
ingenua pero nunca la parálisis y el anonadamiento engendrados por el
terror. Aterroriza lo que se sabe a medias, lo que entraña un secreto que
no se puede develar.
La sociedad que, como el mismo desaparecido, sabe y no sabe, funciona
como caja de resonancia del poder concentracionario y desaparecedor,
que permite la circulación de los sonidos y ecos de este poder pero, al
mismo tiempo, es su destinataria privilegiada.
El campo de concentración, por su cercanía física, por estar de hecho en
medio de la sociedad, "del otro lado de la pared", sólo puede existir en
medio de una sociedad que elige no ver, por su propia impotencia, una
sociedad "desaparecida", tan anonadada como los secuestrados mismos. A
su vez, la parálisis de la sociedad se desprende directamente de la
existencia de los campos; una y otros alimentan el dispositivo
concentracionario y son parte de él.
No puede haber campos de concentración en cualquier sociedad o en
cualquier momento de una sociedad; la existencia de los campos, a su
vez, cambia, remodela, reformatea a la sociedad misma. Como ya se
señaló, la sociedad argentina tenía una larga historia de autoritarismo
previa al golpe de Estado de 1976, que había calado muy hondo en
amplios sectores de la sociedad.
En el momento de tomar el poder, los militares contaron con un consenso
nada despreciable en torno a su proyecto, uno de cuyos puntos centrales
era la destrucción de la subversión. La jerarquía eclesiástica, cuya
influencia en la Argentina era y sigue siendo significativa, había dicho por
boca de monseñor Bonamín: "Cuando hay derramamiento de sangre, hay
redención. Dios está redimiendo, mediante el Ejército Argentino, a la
nación argentina." Era noviembre de 1975 y se refería a la represión
desatada en Tucumán, donde ya entonces se practicaba la política de
desaparición en los primeros campos de concentración del país.
El silencio de sindicatos y partidos después del 24 de marzo fue
significativo. La guerrilla y el clima de violencia creciente incomodaban a
amplísimos sectores. Se hablaba entonces de erradicar "la violencia de
uno y otro signo", refiriéndose a la guerrilla y la AAA, con el uso de la
fuerza institucional del Estado. El razonamiento era muy semejante al que
se utilizaría años después, en el juicio que se siguió a los comandantes,
cuando amplios sectores desplegaron la teoría de los dos demonios. En
ambos casos, la misma noción de que la pugna existente se libraba entre
fuerzas oscuras ajenas a la sociedad, en lugar de reconocer hasta qué
punto la disputa era parte de un debate arraigado profundamente en las
relaciones sociales de poder.
Lo que en el discurso oficial de aquellos días aparecía como la eliminación
de la violencia de ambos signos no era más que la destrucción de una de
ellas como política deEstado, puesto que los sectores que asesinaban y
secuestraban personas en la AAA se incorporaron de inmediato a los
grupos de tareas de las Fuerzas Armadas. En muchos testimonios consta
esta transferencia de personal e incluso de instalaciones. La metodología
91
no fue detener el enfren-tamiento sino usar una violencia mayor desatada
desde el Estado. Gran parte de la sociedad quedó inmóvil, expectante,
entendiendo a medias de qué se trataba pero sin atinar a reaccionar,
aterrada.
Si había algo que no se podía aducir en ese momento era el
desconocimiento. Los coches sin placas de identificación, con sirenas y
hombres que hacían ostentación de armas recorrían todas las ciudades;
las personas desaparecían en procedimientos espectaculares, muchas
veces en la vía pública. Casi todos los sobrevivientes relatan haber sido
secuestrados en presencia de testigos. Decenas de cadáveres mutilados
de personas no reconocidas eran arrojados a las calles y plazas. Los
periódicos, de gran circulación en Argentina, no hablaban de los campos
de concentración pero sí de personas que desaparecían, cadáveres no
identificados, enfrentamientos que arrojaban muchos muertos
"guerrilleros" y ningún militar, cuerpos destrozados con cargas explosivas,
calcinados, ahogados, y muchísimos tiroteos. Un año después del golpe,
Rodolfo Walsh, cuya información provenía del mismo país, señalaba en su
carta abierta a la Junta Militar: "Extremistas que panfletean el campo,
pintan las acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se
incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser
creído... 70 fusilados tras la bomba en Seguridad Federal, 55 en respuesta
a la voladura del Departamento de Policía de La Plata, 30 por el atentado
en el Ministerio de Defensa, 40 en la masacre del año nuevo que siguió a
la muerte del coronel Castellanos, 19 tras la explosión que destruyó la
comisaría de Ciudadela, forman parte de 1200 ejecuciones en 300
supuestos combates donde el oponente no tuvo heridos y las fuerzas a su
mando no tuvieron muertos."11"'
Con ese ambiente en las calles y esta información en los periódicos nadie
podía aducir desconocimiento. Por todos lados se filtraba la información.
Por si esto fuera poco, había colas de familiares de desaparecidos frente al
ministro del Interior, y desde 1977 el movimiento de Madres de Plaza de
Mayo comenzó a denunciar las desapariciones y a manifestarse cada
jueves frente a la Casa de Gobierno. Pero los ciudadanos, en lugar de
escandalizarse como en 1 984 cuando comenzaron, a hacerse públicas las
denuncias, se apartaban atemorizados o se indignaban. "Muchos tran-
seúntes las interpelan (a.las Madres). '¿Qué hacen aquí? ¿Se dan cuenta
de la imagen que dan del país? ¿No ven que hay periodistas extranjeros
que van a aprovecharse para atacarnos? ¿Ustedes no son argentinas?'"10'
La existencia misma de los campos de concentración no era un secreto, en
sentido estricto. Dice Vilariño: "Era impresionante la cantidad de gente
que sabía del grupo de tareas. ¿Alguien habló? ¿Alguien dijo algo? Yo no
lo recuerdo."108 Hay numerosos testimonios de médicos, jueces,
sacerdotes, que tuvieron constancia de la existencia de los campos de
concentración.
La alta jerarquía eclesiástica y muchos sacerdotes conocían las violaciones
a los derechos humanos y se solidarizaron con la Junta, como consta en
numerosas denuncias. Hay otras que muestran la complicidad de muchos
92
jueces que estuvieron en contacto con secuestrados y conocían
perfectamente la metodología de la desaparición. Incluso algunos de ellos
se negaron a tomar declaración sobre apremios ilegales a prisioneros con
signos evidentes de tortura, que apenas podían mantenerse en pie,
provenientes de campos de concentración y que luego fueron legalizados.
Prácticamente todos los políticos del país no sólo conocían la existencia de
campos de concentración sino incluso las
dependencias en las que funcionaban algunos de ellos, como Campo de
Mayo o la Escuela de Mecánica de la Armada. Buena parte del personal de
los hospitales militares, médicos, enfermeras, radiólogos, pudo ver
prisioneros encapuchados y esposados, en deplorable estado de salud, así
como mujeres embarazadas en idéntica situación, que eran llevados a
esas instalaciones por personal militar. Los conscriptos que hacían su
servicio militar en dependencias de las Fuerzas Armadas también fueron
testigos de los extraños movimientos de las patotas y del ingreso y salida
de prisioneros de estos lugares. Si se suma, son muchísimas las personas
que formaban parte de alguno de estos grupos y su porcentaje en relación
con la población total es significativo. No obstante, una buena parte de la
sociedad optó por no saber, no querer ver, apartarse de los sucesos,
desapareciéndolos en un acto de voluntad. Así como entre los
secuestrados y los secuestradores los mecanismos de la esquizofrenia
permitían vivir con "naturalidad" la coexistencia de lo contradictorio, así la
sociedad en su conjunto aceptó la incongruencia entre el discurso y la
práctica política de los militares, entre la vida pública y la privada, entre
los que se dice y lo que se calla, entre lo que se sabe y lo que se ignora
como forma de preservación.
"Los argentinos somos derechos y humanos" fue la consigna que lanzó la
Junta Militar como respuesta a la campaña internacional de denuncia. Esa
consigna que hubiera podido ser repudiada consiguió, no obstante, cierta
resonancia; aparecía en publicaciones y en letreros adheridos a coches y
casas de la clase media. Hasta su misma estructura da cuenta de esta
esquizofrenia social que optó por desconocer la gravísima y obvia violación
de los derechos humanos convirtiéndolos no en un concepto sino en dos
separados y diferentes. Todas estas complicidades, en unos casos y
silencios en otros, hicieron posible la existencia y la multiplicación de la
política desaparecedoratan el dispositivo concentracionario y son parte de
él.
No puede haber campos de concentración en cualquier sociedad o en
cualquier momento de una sociedad; la existencia de los campos, a su
vez, cambia, remodela, reformatea a la sociedad misma. Como ya se
señaló, la sociedad argentina tenía una larga historia de autoritarismo
previa al golpe de Estado de 1976, que había calado muy hondo en
amplios sectores de la sociedad.
En el momento de tomar el poder, los militares contaron con un consenso
nada despreciable en torno a su proyecto, uno de cuyos puntos centrales
era la destrucción de la subversión. La jerarquía eclesiástica, cuya
influencia en la Argentina era y sigue siendo significativa, había dicho por
93
boca de monseñor Bonamín: "Cuando hay derramamiento de sangre, hay
redención. Dios está redimiendo, mediante el Ejército Argentino, a la
nación argentina." Era noviembre de 1975 y se refería a la represión
desatada en Tucumán, donde ya entonces se practicaba la política de
desaparición en los primeros campos de concentración del país.
El silencio de sindicatos y partidos después del 24 de marzo fue
significativo. La guerrilla y el clima de violencia creciente incomodaban a
amplísimos sectores. Se hablaba entonces de erradicar "la violencia de
uno y otro signo", refiriéndose a la guerrilla y la AAA, con el uso de la
fuerza institucional del Estado. El razonamiento era muy semejante al que
se utilizaría años después, en el juicio que se siguió a los comandantes,
cuando amplios sectores desplegaron la teoría de los dos demonios. En
ambos casos, la misma noción de que la pugna existente se libraba entre
fuerzas oscuras ajenas a la sociedad, en lugar de
El Proceso de Reorganización Nacional, sustancialmente diferente a lo que
hasta entonces había ocurrido en el país, también se asentó sobre ciertas
''normalidades" internalizadas desde antes por la sociedad.
La política argentina, como se señaló en otros apartados, se basó durante
décadas en una concepción de tipo binario. La noción del Otro, peligroso,
al que es preciso destruir, estaba profundamente arraigada en las
representaciones y prácticas políticas. Dos países, dos historias, dos
campos enfrentados, cuando precisamente en el caso de Argentina, la
multiplicidad es evidente. La República Argentina es un sinnúmero de
nacionalidades, costumbres, religiones, culturas, superpuestas de la
manera más desprolija y desconcertante. En esto residió buena parte de
su originalidad.
En ese falso mundo de dos, las organizaciones populares que eran
terriblemente diversas, fueron atacadas en bloque por el Estado
totalizante y desaparecedor. En ese en-frentamiento perdieron. Pero no
perdieron por los golpes que sufrieron durante la gran represión del
Proceso; habían perdido la batalla política desde antes y fueron ani-
quiladas físicamente entonces.
La imposibilidad de generar una propuesta popular y nacional, ejes de la
llamada izquierda peronista, en el marco de un proceso mundial que ya se
orientaba a la globalización, en el que campeaba el neoliberalismo
pinochetísta como la gran alternativa para los países de América Latina,
en tiempos de laTrilateral, fueron claves. No menos decisivo fue el
desconocimiento de Perón a esta tendencia y su negativa a indagar
formas de compatibilizar las viejas banderas populistas del peronismo con
los nuevos tiempos.
Desde mucho antes del golpe militar las izquierdas nacionales, peronistas
y no peronistas, se habían quedado sin propuesta y sin resonancia en los
sectores populares; su discurso, centrado también en la lógica amigo-
enemigo fue
T
perdiendo relevancia hasta convertirse en un alegato altisonante y hueco.
Su incapacidad para comprenderlo las llevó a refugiarse en una lucha
94
armada que las encerró en un callejón sin salida. Este aislamiento político
es clave para explicar la reacción de una sociedad que no sólo no se sentía
identificada con "las izquierdas" sino que incluso estaba decepcionada de
ellas, en un marco de definición en donde sus opciones se reducían a la
calidad de amigo o enemigo. Es central comprender que la derrota política
del peronismo revolucionario y del trotskismo perretista fue previa al
golpe de 1976 y estuvo directamente vinculada con la reducción de lo
político a categorías de corte militar. La sociedad civil había transitado por
la rigidez cursillista de la Revolución Argentina; se había liberado de ella
apostando todo a un peronismo que parecía la tabla de salvación nacional.
Lejos de ello, el gobierno peronista sumió al país en una crisis económica
aún más grave, en la corrupción más espantosa, la ineficacia total y
niveles de violencia social nunca vistos.
Cuando se produjo el golpe militar, la sociedad estaba agotada. Así como
los desaparecidos llegaban a los campos de concentración con su
capacidad de defensa mermada, así también la sociedad estaba
extenuada. Este agotamiento facilitó uno de los objetivos del Proceso: que
no opusiera resistencia. Junto a la concepción binaria intervinieron otros
factores también de larga data, que permitieron inscribir la nueva
modalidad represiva en el universo de lo socialmente admitido. La
normalización de la tortura en relación con los presos comunes primero y
los políticos después permitió que nadie se escandalizara por algo que ya
era, aunque desagradable, moneda corriente. La necesidad de exterminar
a la subversión, que se inscribía en una lógica guerrera bastante
difundida, también era una verdad admitida en amplios sectores de la
sociedad. De allí a la admisión del secuestro había algo más que un paso,
pero en todo caso
95
Física de Tucumán y en tantos otros, no se ocultaban las actividades.
Cuentan los vecinos que "se oían gritos desgarradores, lo que saba a
suponer que eran sometidas a torturas
las personas que allí estaban. A menudo sacaban de allí cajones o
féretros. Inclusive restos mutilados e.vxt>c,W.v=. Ae. poTietileno.
Vivíamos en constante tensión como si también nosotros fuéramos
prisioneros, sin poder recibir a nadie, tal era el terror que nos embargaba,
y sin poder conciliar el sueño durante noches enceras"110.
De manera que la sociedad sabe, ya que es parte de la misma trama. Este
saber de la sociedad es usado por el poder militar como una forma de
comprometer a todos. Así
como todas las Fuerzas Armadas participaron de alguna manera, y con
ese argumento es como si todos en ellas fueran igualmente responsables,
así también en este "saber" de la sociedad se pretende imponer una
complicidad y diluir las responsabilidades. Así el general Videla decía:
"Una guerra que fue reclamada y aceptada como respuesta válida por la
mayoría del pueblo argentino, sin cuyo concurso no hubiera sido posible la
obtención del triunfo."'''
Hubo quienes reclamaron eso que Videla llamó guerra pero una gran parte
de la sociedad la sufrió; hubo una enorme mayoría que la aceptó pero no
tan fácilmente puesto que se debió recurrir al terror; en efecto, sin el
concurso del pueblo no se hubiera obtenido el triunfo, pero ese "concurso"
se obtuvo sometiendo a todo el país al poder desaparecedor.
Las mismas mecánicas que ana\izamos dentro de \os campos de
concentración operaron en toda la sociedad. El control sobre la población
fue implacable. Se prohibieron las actividades políticas y sindicales; se
vigiló todo tipo de reunión; se controlaron las listas de personal de las
grandes empresas; cualquier movimiento extraño en una casa, oficina o
local ameritaba su allanamiento y la detención de cualquier sospechoso.
Se buscaba así la más estricta sumisión, que implicaba, entre otras cosas
"no ver", "no saber". No quedó el menor espacio para el disenso;
cualquiera de sus formas ameritaba la calificación de subversivo con
todas las secuelas que ya se explico
Se desconoció la identidad de la sociedad o las identidades constitutivas,
pretendiendo amoldar un pais de grandes al esquema occidental,
cristiano, burocrático y mediocre de los administradores militares.
Así como los cuerpos de los secuestrados permanecían en la oscuridad, el
silencio y la inmovilidad, en cuchetas separadas unas de otras, así se
pretendía a la sociedad, fraccionada, inmóvil, silenciosa y obedienre; una
sociedad que se pudiera ignorar y ordenar en compartimentos estancos
según la arbitraria voluntad militar. Unos hombres pasivos, una sociedad
pasiva e inerte.
Para garantizar esta inmovilidad, los militares procesaron la sociedad,
como los cuerpos de sus víctimas. Castigaron a quien se rebeló, con la
cárcel, la desocupación, el destierro; amputaron lo que consideraron
"enfermo", y en esto consistía la desaparición y el asesinato; trataron de
vaciar a la sociedad de todo aquello que los inquietaba, anulando su
96
capacidad vital y prohibiendo desde la política hasta el arte; literalmente
la desmayaron, la obligaron a entrar en un estado de latencia,
amenazando con matarla.
La humillación fue un mecanismo que también se usó contra la sociedad
en su conjunto. El "sí, señor", que humillaba al secuestrado, también
debió ser dicho, de otras maneras, por toda la sociedad. Pero sobre todo,
la sociedad fue obligada a presenciar el castigo, la desaparición y la
muerte de los suyos sin abrir la boca, sin oponer resistencia.
Probablemente hay pocas situaciones más humillantes para un ser
humano que la de obligarlo a presenciar el secuestro o el castigo de su
compañero de trabajo, de su amigo, de su hijo o de su esposo sin poder
salir en su defensa o sin atreverse a hacerlo. Esto debió tolerar la
sociedad argentina de los militares. Presenciar el castigo de los más
próximos en la más absoluta inmovilidad.
La voluntad omnipotente de procesar y adecuar la sociedad, de
"quebrarla" y reformatearla, de abolir sus dinámicas más arraigadas, para
anularla y sumirla en la misma parálisis hipnótica que afecta a los sujetos,
fue parte del dispositivo que no se repite sino que simplemente es el mis-
mo que está funcionando en toda la sociedad, dentro y fuera de los
campos.
Desaparecer lo disfuncional, que en el campo es el cadáver y en la
sociedad el opositor, mediante un terror generalizado que paraliza,
inmoviliza, anonada. El anonadamiento que "deja hacer" al poder. Es un
dejar hacer económico, político, cultural, cotidiano. Mientras los
desaparecidos se "esfuman" en los campos de concentración, quiebra la
industria nacional, el país se endeuda y los niños pasean en las
autobombas por cortesía de la Policía Federal. Es una especie de parálisis,
en donde la coherencia está dada por conductas y pensamientos
necesariamente esquizoides.
Nada más injusto que confundir esta parálisis con la complicidad. Nada
más cercano a la lógica de los desaparecedores, a su omnipotencia. El
terror que tan cuidadosamente ha diseminado el dispositivo
concentracionario produce en la sociedad el mismo efecto anonadante que
en el desaparecido dentro de los campos. ¿Cómo afirmar que el hombre
que se dirigía sin resistencia a su traslado era un cómplice? ¿Cómo hacer
de la víctima un cómplice?
La sociedad sencillamente es; en efecto es muchas cosas que permiten el
asentamiento de este poder desaparecedor pero también es todas
aquéllas que lo obligaron a imponerse sobre ellas, como el desorden, la
desobediencia y la diversidad. La sociedad es múltiple y en ella circulan
las fuerzas de la sumisión y las de la resistencia.
También en la sociedad existieron los que se entregaron al poder
concentracionario sin resistir y los que fueron arrasados por él. Pero junto
a ello, existieron las más diversas formas de la resistencia, más o menos
individual, más o menos decidida.
Poco a poco, como los prisioneros que aprendieron a ver por debajo de las
capuchas, la sociedad descubrió resquicios, recuperó sus movimientos y
97
se escudó en el trabajo, el arte, el juego como formas de reestructurarse
y resistir.
Existió la fuga individual, la solidaridad, la risa y el canto. Existió el doble
juego, el engaño y la simulación; todas las formas que tuvo la sociedad
para sobrevivir sin ser arrasada se practicaron de una u otra manera.
La resistencia organizada tuvo una expresión central en las organizaciones
de defensa de los derechos humanos y en especial en las Madres. Cuando
el miedo se había adueñado de buena parte de la sociedad, las Madres
fueron ese espacio de resistencia que se contagia. Su resistencia tuvo
mucho de las virtudes cotidianas a las que hice referencia dentro de los
campos; las solidaridades que no constituyen actos heroicos pero que
ayudan a sobrevivir.
Pero la acción de) terror no acabó el día que cayó el gobierno militar. Hay
un efecto a futuro, un efecto que perdura en la memoria de la sociedad.
La desaparición, la muerte, la arbitrariedad y la omnipotencia del poder
son un hecho vivido pero al mismo tiempo negado, algo que ya pasó. A
medida que el efecto inmovilizante del terror comienza a desvanecerse, la
evidencia de la matanza y las formas que adoptó cobran un peso de terror
que se graba con fuerza extraordinaria en toda la sociedad. Desde ese
momento se sabe del poder desintegrador del Estado, de las debilidades y
renunciamientos de la sociedad, de lo difícil que es sobrevivir a los
embates de un poder autoritario y desaparecedor: el miedo se instala;
hay una memoria colectiva que registra lo que se ha grabado en el cuerpo
social. Este efecto del terror diferido, que los militares se han encargado
de refrescar con cierta periodicidad, de maneras abiertas o solapadas,
cuando amenazan "lo volveríamos a hacer", es quizás uno-de los mayores
logros políticos del dispositivo concentracionario.
En la sociedad, como en los campos, no existieron héroes ni "inocentes".
Todos fueron alcanzados de alguna manera por el poder desaparecedor.
Los actores sociales fueron extrañas combinaciones de formas de
obediencia y formas de rebelión. Nada quedó blanco o negro; todo alcanzó
raras tonalidades, a veces incomprensibles. Por eso no tiene sentido
rescatar a las víctimas inocentes: todas lo fueron. Ninguna merecía la
anulación de su ser, la tortura y la oscura muerte de ser arrojado desde
un avión sin dejar rastro de sí.
Los desaparecedores eran hombres como nosotros, nimás ni menos;
hombres medios de esta sociedad a la cual pertenecemos. He aquí el
drama. Toda la sociedad ha sido víctima y victimaría; toda la sociedad
padeció y a su vez tiene, por lo menos, alguna responsabilidad. Así es el
poder concentracionario. El campo y la sociedad están estrechamente
unidos; mirar uno es mirar la otra. Pensar la historia que transcurrió entre
1976 y 1980 como una aberración; pensar en los campos de
concentración como una cruel casualidad más o menos excepcional, es
negarse a mirar en ellos sabiendo que miramos a nuestra sociedad, la de
entonces y la actual.
"La idea que nos impide pensar la realidad concen-tracionaria se basa en
la certeza de que se trata de una aberración, de un conjunto de
98
comportamientos producidos por situaciones que no tienen ninguna
relación con el funcionamiento de nuestra sociedad.""2 Por el contrario,
campo de concentración y sociedad se pertenecen, son inexplicables uno
sin el otro. Se reflejan y se reproducen.
Sobrevivencia, trivialización y memoria
La sociedad sobrevivió al poder concentracionario; muchos secuestrados
también. Las razones de su sobrevivencia fueron múltiples. No existió un
patrón para explicarla. Incidió la casualidad en primerísimo lugar, aunada
a la necesidad de los desaparecedores de salvara salvando a algún pri-
sionero, la habilidad de algunos presos para aprovechar determinadas
circunstancias de tipo excepcional, la omnipotencia del dispositivo
concentracionario.
Bruno Bettelheim señala que el sobreviviente nunca sabe con certeza por
qué subsistió y que aunque se atormente tratando de explicarlo nunca
llega cabalmente a la respuesta; la decisión fue de sus captores. El campo
de concentración y la razones para entrar o salir de él pertenecen por
entero a la lógica concentracionaria de la que el sobreviviente es ajeno.
Sin embargo, explicar esta cuestión se convierte en una auténtica
pesadilla;
El sobreviviente siente que él vivió mientras que otros, la mayoría,
murieron. Sabe que no permaneció vivo porque fuera mejor y, en muchos
casos, tiende a pensar que precisamente los mejores murieron. En efecto,
muchos de sus compañeros de militancia más queridos perdieron la vida.
De manera que se siente usurpando una existencia que no le pertenece
del todo, que tal vez debía estar viviendo otro, como si él estuviera vivo a
cambio de la vida de otro.
Esto no es de ninguna manera cierto. Sobrevivieron los mejores y
murieron los mejores; sobrevivieron los peores y murieron los peores. No
hubo una lógica de la sobrevivencia o de la muerte que pueda explicarse
con parámetros de conducta. Hubo colaboradores que murieron; hubo
sobrevivientes cuya conducta fue de resistencia tenaz e inamovible.
Subsistió gente ajena a las organizaciones guerrilleras, otros que tenían
una relación lateral con las mismas y otros más que eran dirigentes de
alto nivel. Junto a ellos, personas de las mismas características Rieron
eliminadas. No hubo realmente una selección sino procesos aleatorios, en
los que a veces influyó la habilidad de algunos prisioneros para
aprovecharlos y su decisión de tratar de vivir, que permitieron una cierta
sobrevida inicial de algunos y más tarde su liberación. También en esto el
poder fue arbitrario.
Si aquél que se fuga de un campo de concentración es sospechoso, el que
sobrevive lo es muchísimo más. Poco importa su resistencia, la habilidad
que haya desplegado para engañar o burlar a sus captores, las
solidaridades de las que haya sido capaz. La sociedad quiere entender por
qué está vivo y él no puede explicarlo, de manera que casi
automáticamente se lo condena a la exclusión y su vida se convierte en la
prueba misma de su culpabilidad, cualquiera que ésta sea.
Una vez en libertad, el poder anonadante del campo no desaparece de
99
inmediato. El sobreviviente aún se siente bajo el control del secuestrador;
su aparente omnipotencia todavía lo alcanza. "Bastaba que nos
prohibieran dejar Córdoba para que nosotros permaneciéramos allí", dice
Geuna. Sin embargo, la hipnosis se va desvaneciendo poco a poco y el ser
humano no recupera lo que fue sino que encuentra nuevos equilibrios y
reorganiza una existencia diferente.
Inicialmente se produjo la dispersión de los sobrevivientes en distintos
lugares del país y del mundo. Poco a poco comenzaron a testimoniar
sobre los campos ue concentración y su vida en ellos ante distintos
organismos de derechos humanos. Algunos de estos testimonios son los
que hemos tomado en este trabajo.
Las primeras declaraciones no fueron muy bien recibidas. Esta gente, cuya
sola vida la hacía sospechosa, en un momento en que los movimientos de
derechos humanos luchaban por la aparición de los desaparecidos, no
hablaba de desaparecidos sino de muertos; describía las condiciones de
vida de los campos de concentración y afirmaba que no había ningún
ocultamiento perverso de los prisioneros sino que simplemente se los
había eliminado tratando de no dejar rastro.
Se iniciaba el difícil camino de dejar memoria, aquél que se habían
propuesto desde las épocas de cautiverio: la memoria que obsesionó a los
que sobrevivieron y a los que murieron. Dar testimonio. La verdad, en
este caso era cruel y molesta, sin embargo podría permitir simbolizar lo
sucedido, reconectar lo inconexo. Podía reconstituir un tejido diseccionado
y esquizofrénico.
El relato histórico recupera procesos totales y, de acuerdo a la lectura que
hace de los mismos, instituye los héroes. Por el contrario, los testimonios
constituyeron relatos fragmentarios, con protagonistas individuales que ni
pretendían constituirse en héroes ni relatar historias heroicas. Todos
estaban marcados por las tonalidades y gamas a las que ya hice mención;
eran intentos para restablecer la memoria.
El campo de concentración fue un dispositivo de absorción, desaparición y
olvido. Desde dentro, el olvido del sujeto, el olvido del mundo exterior,
sus leyes y normas. Desde la sociedad el olvido de los desaparecidos
"para siempre", del campo de concentración, de todas las formas de la
resistencia. Esos y muchos otros olvidos, como el olvido del crimen y del
criminal, que el poder concentracionario impuso al hombre y a la
sociedad. La memoria y la memorización quedaron prohibidas.
Frente a este olvido impuesto a veces, autoimpuesto otras, voluntario casi
siempre, se desarrolló una suerte de amnesia colectiva, que resultaba más
cómoda para todos en la medida en que permitía dejar en paz, no hurgar
en aquello que confronta en términos individuales y sociales.
Los testimonios venían a romper el silencio sobre el que navega la
amnesia. Al principio, sólo fueron un rumor que circulaba en los medios
politizados y en el extranjero, pero el rumor fue creciendo y filtrándose
por distintos resquicios, haciéndose cada vez más audible.
Después de la caída del gobierno militar, al abrirse la información sobre
los campos de concentración, fue como un aluvión que cayó sobre la
100
"opinión pública" para aplastarla. Diarios, revistas, libros, inundaron las
calles con los relatos y las imágenes monstruosas de los campos de con-
centración. Restos humanos exhumados, niños cuyos padres habían
desaparecido, rostros de familiares angustiados hasta las lágrimas eran la
prueba visible de una realidad tan conocida como negada. El impacto de
las imágenes brutales se amortiguaba y se pervertía exhibiéndolas a
vuelta de página de las modelos más cotizadas del año. Los testimonios
de sobrevivientes o de torturadores arrepentidos y confesos, podía dar lo
mismo, en todo caso, garantizaban un alto porcentaje de ventas.
La memoria pudo manifestarse y ser memoria colectiva gracias a los
medios masivos de comunicación, pero también por su efecto se convirtió
en un producto de consumo. En muchos casos, no se trataba de procesar
o de integrar de alguna manera la realidad de los campos de con-
centración como parte de una reflexión crítica, sino de consumirla y
desecharla, como cualquier otra mercancía que se lanza al mercado. La
información, virtualmente arrojada sobre la población de manera tan
abundante como persistente, cumplió su ciclo; e.. pocos meses saturó al
"público", como cualquier producto cuya publicidad se lanza con
insistencia. La gente se aburrió de oír algo tan desagradable como
inquietante.
La repetición de lo aterrador lo convirtió en banal. Al trivializar lo sucedido
en los campos, se apuntalaba uno de los objetivos del poder
concentracionario: normalizar el asesinato y la desaparición, inscribirlos
como un dato en la memoria colectiva, que los podía reprobar, pero desde
el sustento explicativo de los dos demonios. Aquellos dos demonios
malvados que se destruyeron entre sí y que nada tenían que ver con la
sociedad argentina, la verdadera, la buena, la que está en contra de roda
violencia, la que nacía entonces a la democracia.
El olvido adopta muchas formas; la rrivialización es sólo una de ellas. La
memoria es una forma de resistencia al olvido que, en el caso de los
campos de concentración, comenzó por los testimonios de lo que había
ocurrido y se ligó de inmediato con la búsqueda de los vestigios, de los
restos que daban testimonio de la masacre colectiva.
Los sobrevivientes fueron claves para contar lo ocurrido pero no tenían
pruebas de los asesinatos colectivos que denunciaban. Los militares
habían hecho un gran esfuerzo por ocultar o hacer desaparecer los restos
de sus víctimas. No sólo habían desaparecido a las personas sino que
después desaparecieron a los desaparecidos.
El dispositivo concentracionano dedicó un gran esfuerzo al ocultamiento y
destrucción de los restos humanos; una de sus consignas fue "Los
cadáveres no se entregan". Para ello recurrió a la voladura de cuerpos con
explosivos de manera de hacerlos irreconocibles, a arrojarlos en alta mar,
donde las corrientes no los trajeran a la costa, a calcinarlos en los centros
clandestinos o a incinerarlos en los cementerios. Muchos de ellos,
también, fueron enterrados como NN, es decir, nescio, o no sé.
Los NN no son el epílogo, sino uno de los capítulos centrales de esta
historia. Si el eje de la política represiva fue la desaparición, precisamente
101
para que "no se supiera", una de las formas de consumarla fueron las
técnicas de desaparición y desintegración de los cuerpos.
Pero los entierros de NN son parte de la prueba, de los restos humanos
que dan testimonio de que los desaparecidos no se esfumaron sino que
fueron ultimados. Esqueletos que se pueden identificar y permiten
reconstruir una historia, de una persona con nombre y apellido, que
desapareció un día determinado de un lugar específico y cuyo cadáver se
encuentra con un cierto número de impactos de bala que provocaron su
muerte. Los restos de NN son la prueba del delito y donde hay delito hay
delincuente; es decir, los restos remiten a la conciencia colectiva,
sorteando la amnesia, hacia los campos de concentración en tanto delito
instituido, en tanto servicio público criminal que reclama un castigo.
El difícil trabajo de rastrear esos restos, los restos NN que se encuentran
inhumados principalmente en los cementerios, fue muchas veces
desconocido por la sociedad. El Equipo Argentino de Antropología Forense
se hizo cargo de este trabajo de manera minuciosa y perseverante. En
primera instancia, la recolección de huesos enterrados parece un ejercicio
macabro. Cuando en su informe de actividades de 1992 señalan "se
recuperaron 278 esqueletos. Dentro de esta cifra se incluyen los restos
esqueletarios ele
19 fetos y neonatos, algunos asociados a esqueletos adultos en distintas
fosas", se puede pensar que es un detalle interesante pero de una
crueldad inútil. Sin embargo, el objetivo que se proponen es muy claro y
aparece enunciado con toda precisión: "devolver un nombre y una historia
a quienes fueron despojados de ambos."1"
La búsqueda de los huesos y la reconstrucción de las historias que
cuentan esos restos provocó horror, muchas veces incluso en los
familiares de los desaparecidos. As! como habían sido capaces, en los
momentos de mayor represión de resistir, negándose al olvido que les
imponía el gobierno militar y reclamando por sus desaparecidos, la
aparición de los cadáveres cerraba toda ilusión y colocaba la historia en su
verdadero lugar: el exterminio masivo de una generación de militantes
políticos y sindicales.
Porque aquí hay otro aspecto que no se puede soslayar y que ya he
mencionado. Los desaparecidos eran, en su inmensa mayoría, militantes.
Negar esto, negarles esa condición es otra de las formas de ejercicio ele la
amnesia, es una manera más de desaparecerlos, ahora en sentido político.
La corrección o incorrección de sus concepciones políticas es otra cuestión,
pero lo cierto es que el fenómeno de los desaparecidos no es el de la
masacre de "víctimas inocentes" sino el del asesinato y el intento de
desaparición y desintegración total de una forma de resistencia y
oposición: la lucha armada y las concepciones populistas radicales dentro
del peronismo y la izquierda.
Los antropólogos forenses se propusieron hacer el "desentierro", la
arqueología de esta historia. Reaparecer los cadáveres desaparecidos;
reaparecer los desaparecidos en sus restos, cómo hombres que no se
esfumaron sino que fueron asesinados; reaparecer la historia y rastrear
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quiénes secuestraron y quiénes enterraron, para identificar culpables.
Exponer, desenterrar lo subterráneo es lesivo para el poder
desaparecedor, que se asienta precisamente en esta subterraneidad.
Reconstruir y recordar interrumpe la amnesia colectiva que se ha
instalado. Encontrar responsables rompe la dinámica de diluir los hechos
en una acción colectiva y autorizada, y permite deslindar
responsabilidades y culpables. Todos estos mecanismos disparan contra la
totalización, la lógica concentracionariayel poder desaparecedor.
No obstante, algunos familiares se resistieron a encontrar los restos. "Yo
los huesos no los quiero", dijo uno. "Yo vivo con la puerta de mí casa
abierta, esperándola. Si me dicen que ésos son los restos de mí hija ya no
la puedo esperar más", dijo otro. "Yo sé que ustedes pueden identificar los
restos de mi hijo pero eso destrozaría a mi mujer. Yo siempre voy a negar
una identificación", afirmó un tercero"'1. Restos que fueron encontrados,
restos que se identificaron y que, a veces, ¡a familia renuncia a reconocer
o no quiso retirar. Restos a los que se les negó su historia. He aquí el
drama en su verdadera dimensión. Desaparecidos que se esfuman desde
distintos lugares porque no se puede reconocer su muerte. Por diversas
razones se coincide en no querer ver o sencillamente en no poder hacerlo,
en olvidar, en desconocer, en no saber. Y sin embargo, "todos sabemos
que todos sabemos". Exactamente la lógica del poder desaparecedor, re-
produciéndose, reverberando, rebrotando.
La recuperación y la identificación de los restos ha sido uno de los
ejercicios de memoria más importantes acerca de los campos de
concentración. Permitió recuperar cuerpos, nombres, historias, militancias,
culpables.
El juicio a los comandantes fue otro gran ejercicio de recuperación de la
memoria. Más allá de la limitación de las condenas; más allá de que sólo
se juzgó a las juntas; más allá de las posteriores leyes de punto final y de
amnistía; más allá de que todos los protagonistas son hombres en
actividad dentro de las Fuerzas Armadas, que continúan su carrera como
si nada hubiera pasado, el juicio fue el golpe más seno que sufrió el poder
desaparecedor. Los campos de concentración alcanzaron éxitos signifi-
cativos: exterminaron lo que llamaban subversión (aunque menos de lo
que hubieran deseado), imprimieron la omnipotencia y arbitrariedad del
poder en la sociedad de manera generalizada con efectos muy posteriores
a la finalización del gobierno militar, disciplinaron y atemorizaron de
diversas maneras dificultando por mucho tiempo la organización y la
desobediencia; acentuaron los mecanismos de desaparición de lo
disfuncional. En fin, podríamos seguir mencionando éxitos del dispositivo
concentmcionario.
Sin embargo, el solo hecho de que los comandantes todopoderosos, que
se creían dioses, debieran responder a un juicio, en donde ni siquiera
aparecieron como grandes asesinos sino como un hato de burócratas,
mediocres, vivillos y rateros, fue un golpe extraordinario a ese halo de
omnipotencia.
Se juzga a los criminales a los que alcanza la justicia, no a los dioses, ni al
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poder. El poder no se somete a juicio; no hay prueba más palpable de la
limitación de su poder, que ellos intentaron mostrar ilimitado, que el
haber sido sometidos a juicio. Quizás a eso se debía la consternación de
Massera cuando en su descargo dijo: "Aquí estamos protagonizando todos
algo que es casi una travesura histórica: los vencedores son acusados por
los vencidos.""''
La lógica de vencedores y vencidos remite una vez más al pensamiento
bélico, pero más allá de ello, los juicios mostraron que si bien los
comandantes impusieron el proyecto político y económico que prevaleció y
que subsiste con Menem, su poder no era absoluto y su intento
desaparecedor había resultado Vano. Es decir, los juicios mostraron que
aun contra un poder totalizante la sociedad tiene formas de defenderse,
resistir, y resquicios por los cuales deslizarse para disparar contra el
núcleo duro del poder. Los juicios fueron este tipo de hostigamiento, que
no destruyó el poder militar, pero io debilitó, desnudó públicamente su faz
oculta y lo exhibió en sus facetas más miserables.
Los juicios fueron un ejercicio de memoria colectiva. Buena parte de los
sobrevivientes testimonió, lo que también fue prueba de los límites de lo
pretendidamente irrestricto, del efecto parcial y temporario del terror, de
la capacidad de resistencia como contraparte de la sumisión. En este
sentido contrapesaron el terror generalizado que la sociedad había
padecido.
A partir del juicio, tampoco se pudo aducir desconocimiento. Los militares
transitaron por la negación de los hechos, luego el desconocimiento y, por
último, la obediencia a las órdenes. Desde ese momento quedaron reco-
nocidos sus delitos de manera pública. Nadie puede decir, desde su
condena, que los hechos no sucedieron, o bien que los desconoció.
Sin embargo puede permanecer otro recurso, de la mayor eficiencia: el
olvido, la amnesia. A partir de los juicios, la mejor forma para desconocer
que la realidad de los campos de concentración estuvo estrechamente
ligada con la sociedad de entonces y con la de nuestros días es olvidarlos,
decidir que el mundo y el país han dado suficiente cantidad de vueltas
como para estar en otro lado. Amnistía, como amnesia, proviene de a-
mnes-is, olvido.
Es cierto, a mediados de la década del 90 han pasado algunas cosas y
parecemos estar más inmersos en una posmodernidad que rechaza las
estructuras uniformes. Nuestro mundo computarizado tiende a generar
sistemas personalizados y descentralizados que parecen poco compatibles
con la modalidad represiva concentracionaria. La neutralización de los
conflictos de clase o su reinscripción en otros contextos y el desencanto
por lo político nos ubican en un escenario muy diferente al de la Plaza de
Mayo de marzo de 1 973.
En términos de vida cotidiana, la liberalización de las costumbres, la
desestandardización en todos los órdenes, incluidas la moda y la
diversificación religiosa y la proliferación esotérica (al uso del consumidor)
nos remiten a un predominio de la diversidad y la permisividad que
aparentemente serían inversos a las totalizaciones y disciplinamientos que
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promovió la lógica concentracionaria.
¿Quiere decir esto que las formas del poder han murado y estamos en un
punto totalmente diferente? Sí y no. Siempre estamos en un punto
diferente y los cambios que se han producido en los últimos 15 años no
son insignificantes.
Sin embargo, el poder muta y reaparece, distinto y el mismo cada vez.
Sus formas se subsumen, se hacen subterráneas para volver a aparecer y
rebrotar. Creo que un ejercicio interesante sería intentar comprender
cómo se recicla el poder desaparecedor. Cuáles son sus desintegraciones
y sus amnesias en esta posmodernidad. Cómo reprime y totaliza, aunque
se manifieste en el individualismo más radical. Cuáles son sus
esquizofrenias, y cómo se nutre de las falsas separaciones entre lo
individual y lo social. Cómo conservar la memoria, encontrarlos resquicios
y sobrevivir a él.
Notas
' Arendt, Hannah. Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alian/.;», 1987,
pp. 653-654,
2 Delcuze, Gilíes; Guattari, Félix. Mil mesetas. Valencia, Pre-textos, 1988.
1 Todorov, Tzvcran. o/>. cit., p. 189.
' Declaraciones del general de división Santiago Ornar Riveras, en
Washington, el 24 de enero de 1980.
5 Carona, losé Ignacio. Ahogado defensor del brigadier Agosti. El Diario
del Juicio, N" 21, Buenos Aires, 1985.
'' Vilariño, Raúl David. La Semana, "Yo secuestré, maté y vi torturar en la
Escuela de Mecánica de la Armada", N" 370, 5-1-84.
Rico, Aldo. En Grecco, Jorge; González, Gustavo. Ar-
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