02-Laura en Las Highlands Jana Westwood

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Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18
Epílogo

Querid@ lector@

Cristina en las Highlands


Laura
en las

Highlands

Las Highlands-2

Jana Westwood
Créditos.

Queda prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta
obra sin contar con la autorización de los titulares de su propiedad intelectual. La infracción de los derechos de
difusión de la obra será constitutiva de delito y está bajo las sanciones que determinan las leyes.

© Jana Westwood, 2021

Esta novela fue originalmente publicada bajo el seudónimo: «Kate Dawson». Todas las obras bajo dicho
seudónimo pasarán a estar firmadas por Jana Westwood, siendo ambas la misma autora.
Capítulo 1

Mario Pardo, el director del diario Hora Punta, la miraba con expresión meditabunda después de
haber escuchado su propuesta. Con treinta y cinco años era director de uno de los periódicos de
mayor tirada del país. Su visión moderna y tecnológicamente avanzada del periodismo había
llevado vientos de aire fresco al mundo de las noticias. A lo largo de su carrera periodística tuvo
que escalar unos cuantos muros, tanto personales como profesionales. En el siglo XXI todavía
hay quien te juzga por con quién te acuestas y a esos no les gusta mucho que un joven atractivo y
masculino lleve un anillo que lo une a otro joven igual de joven y masculino que él. Se mesó la
barba, pensativo, sin apartar la mirada del rostro de Laura.

Hacía un año que Laura trabajaba para él y había aportado un buen saco de ilusiones y el
entusiasmo de alguien que aún está dispuesto a comerse el mundo. Tenía unos ojos de mirada
curiosa, casi infantil, y la melena corta, a la altura de la barbilla, ayudaba a darle ese aspecto
aniñado. Nunca se maquillaba, una suave línea debajo del ojo y un poco de color en los labios.

Mario sabía que su artículo sobre los niños atrapados en una cueva en Tailandia iba a ser
difícil de superar, pero también estaba seguro de que no dejaría de trabajar en busca de la
historia, aquella que la encumbraría a lo más alto dentro de su profesión, y él quería ayudarla a
conseguirlo. Lo quiso desde el mismo instante en que se presentó ante él para pedirle trabajo. Lo
abordó en el restaurante en el que solía comer todos los días. Un bar de esos de antes con mesas
de madera y manteles a cuadros. Sin moderneces como decía Larry, su marido.

—No te corresponden vacaciones, Laura. —Trató de mantenerse serio—. Hace seis meses ya
te pasaste dos semanas en Escocia visitando a tu amiga.

—No son vacaciones, Mario —dijo ella con expresión inocente—. Sí, Julia va a casarse y yo
soy una de sus damas de honor por lo que tendré que dedicarle ese día, pero el resto…

—Laura…

—Llevo meses diciéndote que quiero escribir ese artículo.

—Cierto.

—He estudiado gaélico para empaparme de su cultura y sus costumbres. He hablado por
Skype con los dos mayores expertos sobre aquellos hechos, pero ha llegado el momento de
visitarlos personalmente. Todo lo que podía averiguar sobre aquel suceso está en mi cabeza. ¡Sé
más de Escocia que nadie que tú conozcas!

—Laura, te recuerdo que Larry es de Edimburgo —dijo Mario refiriéndose a su marido.


—Bueno, vale, es cierto. De hecho, fue Larry el que me presentó a Jackson, mi profesor de
gaélico…

Mario se echó a reír a carcajadas.

—No tienes remedio.

—Venga, va. A mis compañeros no les importará un pito que yo me vaya quince días a
Escocia o a Tombuctú —sonrió.

—Te aprovechas de mí.

—Te doy mi palabra de que voy a escribir el reportaje del siglo. Digno de un Pulitzer.

Mario sonrió y movió la cabeza dándose por vencido.

—Está bien —asintió con la cabeza—. Te doy quince días. Tienes un buen aliado, Larry ha
estado dándome el coñazo toda la semana con que te dejase ir.

Laura sonrió abiertamente tratando de contener la euforia que sentía. Mario se levantó de su
silla y dio la vuelta para apoyarse al otro lado de la mesa.

—Quiero un artículo completo, desde todos los ángulos posibles. Nada de moralina ni bandos,
quiero la verdad vista desde todas partes. Larry dice que para los escoceses la masacre de
Glencoe es un tema delicado, trátalo con cariño.

—¿Y en cuanto a recursos?

—Lo habitual —sonrió—. No voy a pagarte el vestido de dama de honor si es en lo que estás
pensando.

—¿Te apetece un té?

La madre de Laura miraba cómo su hija preparaba la maleta apoyada en el quicio de la puerta
de su habitación.

—Claro, mamá. —La miró con una sonrisa—. Acabo enseguida.


—Vale, te espero en la cocina.

Revisó la lista que había escrito para no olvidarse de nada y cerró la maleta antes de que
tuviese que empezar a descartar cosas. Cuando entró en la cocina, se sentó en uno de los
taburetes frente a la barra mientras observaba a su madre trastear con las tazas y las hierbas. A
Myriam no le gustaban las bolsitas que vendían ya preparadas, para ella el té formaba parte de un
ritual en el que la selección de la cantidad de hierba era prerrogativa de quién lo hacía. Le
gustaba mucho mezclar distintos tipos y descubrir nuevos sabores. Algo que a veces resultaba no
demasiado agradable para su familia, que procuraba reaccionar lo más delicadamente que
podían.

Su madre era una hermosa mujer por dentro y por fuera. Tenía un cabello negro azulado que
había empezado a motearse de canas y una complexión robusta, aunque cuidaba mucho su peso.
No se parecían en nada físicamente, pero compartían una misma manera de ver la vida y los
afectos. También compartían el gusto por el cine europeo, la manera de comerse los bocadillos y
el delirio que ambas sentían por el mar. Podían estar hablando durante horas sin cansarse y sin
que se les acabasen los temas de conversación. Sus desayunos juntas podían alargarse durante
horas. No parecía haber diferencia de edad cuando se contaban sus cosas, ambas entendían a la
otra sin apenas esfuerzo.

—He hablado con Julia —dijo Myriam mirando a su hija—, le he contado que le llevas una
cosita de nuestra parte.

—No te has podido aguantar —respondió, sonriendo abiertamente—. He ganado.

La mujer la miró con el ceño fruncido.

—Aposté con papá a que se lo dirías antes de que me marchase —dijo Laura.

—Seréis… —Myriam se sentó frente a su hija después de dejar las tazas sobre la barra.

—Míralo desde este punto de vista —sonrió—: papá creyó en ti.

Su madre negó con la cabeza y se llevó la taza a los labios. Le encantaba tomar el té muy
caliente y a pequeños sorbos. En eso no coincidían. Laura y Myriam no compartían sus genes.
Myriam y Carlos adoptaron a la pequeña Laura cuando tenía cuatro años, aunque en realidad fue
Laura quien los adoptó a ellos.

—Qué pena que no se hayan casado aquí —dijo su madre—, me hubiese gustado mucho ver a
Julia vestida de novia.

—Podríais haber venido —reprochó Laura.

—Ya sabes que las cosas no marchan bien en la empresa de papá, ahora no puede pedirse
unos días y yo no quiero dejarlo solo.
—¿Dónde está?

—En el jardín, controlando que cuido las plantas como es debido, ya sabes que él es el que
mejor cuida las plantas del mundo. —Puso los ojos en blanco como si le importase—. Hoy tiene
turno de tarde.

Laura sonrió, no dejaba de sorprenderle el hecho de que sus padres se quisieran de un modo
tan profundo a pesar del tiempo que llevaban juntos y de lo distintos que eran.

—Mamá, quiero preguntarte algo. Pero no quiero que empieces con tus interrogatorios
interminables…

Myriam soltó la taza y se puso en modo alerta maternal.

—¿Cómo supiste que era él? —preguntó la periodista—. Quiero decir… Nuestro lugar en el
mundo abarca una cantidad de personas muy pequeña. ¿Cómo saber que la persona ideal está
dentro de tu círculo? Podría estar en cualquier parte…

Myriam sonrió y, después de unos segundos, se encogió de hombros volviendo a coger la


taza.

—No tengo ni idea de cómo responder a esa pregunta —se sinceró—. Para algunos como tu
bisabuela, que era muy religiosa, nuestro matrimonio fue un error porque no estuvo bendecido
con hijos. No sé si la persona perfecta para mí vive en la India y jamás lo conoceré, lo que sí sé
es que tu padre es el hombre de mi vida.

—Pero ¿lo supiste enseguida? ¿Ocurrió algo especial cuando lo viste por primera vez? No sé,
¿se oscureció el cielo? ¿Brilló el sol con mayor intensidad?

—Ya sabes que lo conocí en un lavado de coches. —Se rio.

Laura sonrió al recordar la historia. Carlos tenía que trabajar en verano para ayudar en casa,
Myriam llevó su coche a lavar y él se ofreció a ayudarla a sacudir las alfombras sin cobrarle
nada…

—No puedo decir que lo supe enseguida. Al principio solo me fijé en su físico y no era el
estilo de chico que me gustaba. A mí me iba el rollo intelectual, ya sabes, gafitas y poco
preocupados por su aspecto. Carlos era un chico muy guapo, hacía deporte… no daba el perfil.

—Prejuicios —dijo Laura asintiendo.

—Desde luego. —Myriam miraba su taza pensativa—. Esa primera vez no hablamos de nada
que no fueran tópicos sobre el tiempo o el trabajo, así que me fui de allí con mi idea
preconcebida. Pero la segunda vez uno de los dos mencionó un libro y se desató la marabunta.
Resultó que a los dos nos gustaba muchísimo leer y el cine de autor, esas cosas que a mí me
importaban. Me invitó a merendar esa tarde y hasta hoy.

Laura asintió de nuevo, pensativa con su taza de té en las manos.

—¿Estás pensando en alguien o es una investigación periodística?

—No estoy pensando en nadie —se apresuró a responder—. Es que a veces me preocupa ser
tan cerrada, tan… rara.

Myriam sonrió y puso una mano encima de la suya.

—¿Es por la boda de Julia?

—Quizá.

—¿Te acuerdas lo que te decía cuando eras pequeña y me preguntabas por qué no te dejaba
pintarte o ponerte tacones como hacían algunas niñas del colegio? —preguntó su madre.

Laura sonrió al tiempo que asentía.

—Cada cosa a su momento —la citó.

—Exacto. Julia nunca se imaginó que ese viaje al que la obligó su abuela…

—No la obligó.

—Bueno, ya me entiendes. La cuestión es que nadie podía imaginarse que conocería a Evan y
acabarían casándose. ¡Y que Rosario se iría a vivir a Escocia!

—Rosario iría al fin del mundo por Julia —dijo Laura—. Ha vivido por ella desde que sus
padres se separaron.

—Lo sé —reconoció su madre—. Y es una mujer increíble que no se ha arrepentido ni un


solo día de dejar todo atrás por su nieta. Y mira que le ha costado acostumbrarse al idioma…

—No sé, mamá, a veces me pregunto si encontraré a una persona con la que desee compartir
mi vida como tú con papá o Julia con Evan. No puedo imaginarme a nadie con quien quisiera
estar para siempre, aparte de vosotros.

—No tiene ningún sentido pensar en ello. —Le cogió la mano con ternura—. Si hay una
persona para ti, la encontrarás. Pero tampoco se acaba el mundo porque no la haya. La vida es
mucho más importante que eso y está repleta de experiencias y de personas que merecen mucho
la pena.
Laura se sintió aliviada al escucharla. Su madre siempre tenía la palabra exacta que ella
necesitaba escuchar. Se levantó y dio la vuelta a la barra para abrazarla.

—Pero tú no te prives de nada, ¿eh? —Se apartó para mirarla—. Una cosa es el amor y otra el
sexo.

Laura chasqueó la lengua.

—¡Mamá! —dijo, incómoda.

—¿Qué? —Su madre cogió la taza de té sonriendo—. Cualquiera diría que tienes quince años,
hija.

—No se habla de eso con tu madre.

—Porque tú lo digas.

Las dos sonrieron y se miraron en silencio unos segundos.

—Te quiero mucho. —Laura volvió a abrazarla.

—Y yo a ti, tesoro.

Carlos estaba revisando los geranios con los dedos metidos en la tierra.

—¿Todo bien, papá? —preguntó Laura al llegar a su altura.

—Todo bien, hija. —Se limpió las manos en el trapo que llevaba con él y se volvió hacia ella
—. ¿Ya lo tienes todo preparado?

Asintió y sin pensarlo lo abrazó, apoyando la cabeza en su pecho. Carlos Martos era un
hombre muy alto, con una complexión atlética y un rostro amable y atractivo.

—¿Qué ocurre? —preguntó, abrazándola también.

—Nada, tan solo quería abrazarte. —Cerró los ojos.

—¿Sabes que así fue como te escogimos?

—En realidad os escogí yo. —Laura levantó la cabeza para mirarlo.


—Cierto —afirmó su padre—. Te abrazaste a mis piernas y me miraste desde allí abajo con
esos enormes y curiosos ojos que tienes. Nosotros pensábamos adoptar un bebé, pero tú tenías
otros planes.

Laura sonrió satisfecha.

—Siempre he sabido lo que quería, ¿verdad?

Su padre le acarició el cabello y ella se separó con cierta reticencia. Los brazos de Carlos eran
el lugar más seguro del mundo.

—Eres una mujercita muy inteligente —dijo el hombre con una sonrisa orgullosa—. La
naturaleza es sabia y ha sabido trasmitirte ese rasgo mío.

—También he heredado tus ojos —sonrió. Curiosamente los dos tenían los ojos verdes.

Carlos sonrió también, ese detalle había provocado que la gente que no sabía que era adoptada
mencionase convencida lo mucho que se parecían. No sabían nada de la familia de Laura. Nada
en absoluto. Si Laura hubiese querido encontrarlos la habrían ayudado, pero nunca se interesó
por sus verdaderos padres. No había acritud ni el más mínimo rencor en ese hecho, simplemente
para ella sus padres eran quienes la cuidaron y mimaron desde niña. Lo otro era una mera
cuestión biológica.

—No trabajes mucho, papa —le pidió—. Y, sobre todo, no te agobies, quiero que vivas
muchos, muchos años.

Carlos sonrió.

—Tranquila, estoy seguro de que vas a tener una vida intensa y emocionante y quiero estar
ahí para que puedas contármelo todo con detalle.
Capítulo 2

Julia las esperaba apoyada en su coche y echó a correr en cuanto las vio aparecer.

—¡Qué ganas tenía de veros!

Se abrazaron por turnos y a la vez, rieron y volvieron a abrazarse.

—¿Estás nerviosa? —preguntó María cogiéndola de la cintura.

—Lo cierto es que no —sonrió—. Tenía muchas ganas de que estuvierais aquí para compartir
todo esto con vosotras, pero casarme con Evan me parece algo tan normal que no le veo el
sentido a ponerme nerviosa. Los que sí están como un flan son mi abuela y el padre de Evan.

—¿Cómo está Rosario? —preguntó María.

—Estupenda, como siempre, ahora la veréis. Vamos a su casa para que os instaléis y luego
iremos a la taberna a celebrarlo.

—¡Mis niñas! —exclamó Rosario al verlas—. ¡Qué alegría!

Las tres abrazaron a la abuela y recibieron sus besos, una tras otra.

—Estáis guapísimas las tres. —Se apartó para mirarlas—. No entiendo cómo no estáis
rodeadas de moscones a todas horas. Los chicos hoy en día no tienen sangre en las venas. En mis
tiempos…

Las chicas escucharon la retahíla de recuerdos encadenados sin resquemor. Hacía meses que
no veían a la abuela y cualquier cosa que hubiese dicho les habría sonado a coro celestial.

—¿Cuántos días os vais a quedar? —Las miró alternativamente a las tres—. Cuando Julia y
Evan se van de viaje me matan…

—No digas eso, abuela, Leod siempre se preocupa por ti.

—Sí, eso es cierto —reconoció la anciana—, ese hombre es un santo.

—Yo me quedaré quince días —anunció Laura—. Voy a escribir un artículo sobre la masacre
de Glencoe.
—¿Has venido a trabajar? —preguntó Rosario arrugando el ceño.

—Hace tiempo que quiero escribir este artículo y ahora tengo la excusa perfecta.

—Ahora trabajas en un diario importante —respondió orgullosa.

—Pero nada de trabajar hasta que nosotras nos hayamos ido —advirtió María.

Laura sonrió.

—Claro que no. Hasta entonces soy toda vuestra.

—¿Ves, abuela? —Julia la cogió de los hombros—. Vas a tener a alguien de quién ocuparte
mientras yo no esté.

—Y nada de saltarse comidas. —Rosario miró a Laura con severidad—. A comer y a cenar
todos los días a casa. Te voy a preparar unos platos que vas a volver a España mucho más
lustrosa, ya verás.

—Me temo que vas a necesitar muchas horas de gimnasio a tu regreso. —Cristina se rio—.
Ya me conozco yo los platos de Rosario.

En la taberna las esperaban Evan, su padre, Tommy, el mejor amigo de Evan, y su marido.
Una vez echaron el cierre cenaron opíparamente y bebieron lo que les apeteció, todo a cargo del
novio. Sam, el chico que trabajaba en el hotel junto a Leod, se encargaría de la recepción aquella
noche y también al día siguiente para la boda.

Hicieron cócteles, bebieron vino, comieron para bajar el alcohol y volvieron a beber. También
hubo tarta, juegos y muchas risas, sobre todo risas. Cada uno dio un discurso según su estilo. El
mejor y más sentido fue el de Leod que provocó un torrente de lágrimas en Julia y también
alguna furtiva en Evan. Pero Tommy tampoco se quedó corto. Las chicas decidieron hacer algo
distinto y utilizando como base Like a virgin, la canción de Madona, habían compuesto una letra
para Julia que hizo las delicias de todos los presentes y sacó los colores de su amiga, que no pudo
parar de reír. La noche avanzó y pusieron música para que los novios pudiesen bailar. Laura
miraba a sus amigos, abrazados y meciéndose en medio de la taberna, con un pellizco de envidia.
Era tan evidente el amor que se tenían que le resultó imposible no emocionarse y sentirse aún
más sola. No les tenía envidia, no deseaba quitarles lo que tenían, tan solo querría sentirlo alguna
vez. Que te palpite el corazón en los ojos y se te escapen las manos buscándole. Tener la certeza
de que vas por el camino correcto. Que has encontrado tu destino.
Julia captó su mirada y le dijo algo a Evan antes de separarse de él para ir a sentarse con su
amiga.

—Estás muy pensativa esta noche, Laura.

La periodista la miró un instante y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Laura! —exclamó su amiga sorprendida—. ¿Qué te ocurre, cariño?

Laura apretó el abrazo como si quisiera guardarlo en sus recuerdos.

—Te quiero mucho, Julia —susurró, apoyada en su hombro—, no sabes lo feliz que me hace
verte… verte tan feliz.

Julia sonrió mientras le daba unos golpecitos en la espalda.

—Has bebido demasiado drambuie —dijo, riendo—, ya te he dicho muchas veces que hay
que vigilar…

Las dos amigas se separaron un poco y Julia la miró con más atención.

—Ven, vamos a tomar un poco el aire. —La llevó de la mano hacia la puerta—. ¡Ahora
volvemos!

Se sentaron en el suelo bajo las macetas, que Laura esperaba estuvieran bien aseguradas, a
contemplar la estrellada noche.

—¿No es increíble todo? —Julia giró la cabeza para mirar a su amiga. Se había recostado
contra la pared y tenía los ojos brillantes por el drambuie y también por el sueño—. Si mi madre
no hubiese planificado aquel maravilloso viaje nunca habría conocido a Evan. Y mírame, a punto
de casarme.

Laura la escudriñó con la mirada.

—¿Crees en el destino, Julia?

Su amiga no contestó inmediatamente. Miró de nuevo a las estrellas y pensó la respuesta


durante unos segundos. Giró la cabeza para mirar a Laura sin apartarse de la pared.

—Me pasaron cosas muy extrañas en ese viaje —susurró—. No sabría decir si todo estaba
predestinado, pero sí creo que hay un nexo de unión entre Evan y yo. Algo mágico…

—Si te cuento una cosa, ¿no te reirás? —Parecía incómoda.

Julia sonrió.
—Suéltalo ahora mismo —exigió.

Laura buscó las palabras exactas, pero parecía resultarle difícil encontrarlas.

—El día que recibí la invitación para vuestra boda me pasó algo. Esa noche tuve un sueño
muy raro…

—¿Raro en plan: quiero despertarme ya? ¿O de esos de los que no te despertarías nunca?

—Raro nada más, Julia —dijo la otra sonriendo impaciente.

—Vale, vale, no te interrumpo.

—Es que aún no te he dicho lo importante y no es fácil, hija.

—Que sí, que tienes razón. Te escucho.

—Es que me da mucha vergüenza…

—¡Anda ya! —Julia la miraba incrédula.

—En mi sueño salía Evan —soltó de golpe.

Julia echó el cuello hacia atrás sorprendida.

—Fue un sueño muy raro —siguió—. Evan era un escocés vestido de escocés, ya sabes, con
el kilt y todo eso…

Julia frunció el ceño, completamente desconcertada, y le llegó a la mente el dibujo que hizo
su madre y que ella había guardado, sin enseñárselo a nadie, porque le resultaba inquietante. En
él se veía a Evan vestido a la antigua usanza escocesa.

—Sé que suena fatal decir que he soñado con el que va a ser el marido de mi mejor amiga…
—Parecía mortificada.

—No seas tonta. —Julia la miró interesada—. Pero cuéntame más. ¿Qué pasaba en el sueño?

—Lo cierto es que era un sueño muy raro —siguió Laura, que ahora que había empezado ya
no podía parar—. Él tenía una espada en la mano y amenazaba a otro hombre. Yo era una mera
espectadora, pero sabía que estaba en peligro…

—Y crees que ese sueño tiene algo que ver con la boda.

Laura asintió.
—¿Y si es un aviso? —dijo, aterrada—. ¿Y si hay algún peligro acechándote?

Julia sonrió con ternura y abrazó a su amiga. Laura apoyó la cabeza en su hombro.

—Llevo angustiada todo el día sin saber si debía decírtelo o no. No quiero ser una agorera, no
va conmigo ser portadora de malos presagios…

—No seas tonta. Los sueños no significan nada. Ese hombre se parecía a Evan porque
mezclaste pensamientos del día en la coctelera —señaló su cabeza.

Laura se rio y miró hacia el cielo estrellado.

—Sabía que tenía que contártelo.

—Tengo mucha suerte de teneros —musitó Julia mirando al cielo también.

—Hace una noche preciosa. Siempre que vengo aquí pienso lo mismo, este cielo es más
bonito que el de casa.

—No es más bonito, lo que ocurre es que allí hay demasiada contaminación lumínica.

—Será eso —respondió Laura pensativa—. ¿Y tú estás bien? Pareces preocupada por algo.

—Tuve una pequeña discusión con Leod hace un par de días —respondió Julia asintiendo.

Laura la miró sorprendida. No creía que eso fuese posible.

—Encontré un baúl en la buhardilla con un montón de objetos antiguos de la familia


MacDonald y le regañé por tener aquellas cosas allí abandonadas —dijo la novia con pesar—.
No quería molestarlo, pero sé que lo hice.

—¡Oh! —exclamó Laura.

—Lo sé —admitió, compungida—. Y ahora no sé cómo arreglarlo. Él dice que no pasa nada,
pero yo noto que está distinto conmigo. Creo que todo vino porque me parece mal que tenga esos
objetos tan antiguos colgados en la pared del cuarto que hay detrás de la recepción como si
fuesen cosas compradas en Ikea. ¡Son antigüedades, Laura!

—Pero no puedes olvidar que son suyas y que debes respetar su decisión al respecto.

—¡Lo sé! —Julia miraba a su amiga como si le pidiera auxilio—. De verdad que no sé cómo
arreglarlo.

—Hablaré con él si quieres. Cuando todo esto de la boda haya pasado y nos quedemos
solos…

—¿Lo harías? Sé que os lleváis muy bien, si tú se lo explicas me perdonará.

—Pues claro. Pero ¿qué querías hacer con esas cosas?

—Pretendía que viniesen a catalogarlas. Que un especialista las valorase y nos aconsejase
sobre el mejor modo de conservarlas. Sería una tragedia que se echasen a perder, ¿no te parece?

Laura asintió. En el fondo pensaba como su amiga, pero no quería darle la razón para no
agravar el problema. Hablaría con Leod y trataría de que comprendiera su punto de vista sin
sentirse cuestionado. Leod era un buen tipo y Laura sentía un extraño vínculo con él desde el
principio. Les gustaba charlar de cualquier tema y solían estar de acuerdo casi siempre.

—Sé sutil, Laura.

—Claro. —La periodista miró a su amiga con una sonrisa cómplice—. ¿Cuándo viene el
tasador?

Julia abrió la boca. ¿Cómo sabía que lo había llamado igualmente?

—Quedé con él a mi vuelta del viaje a Nueva Zelanda.

Laura sonrió. Ese era el regalo de las chicas.

—Tienes que hacer muchas fotos —advirtió—, sobre todo de La Comarca.

—Friki.

—A mucha honra.
Capítulo 3

Laura abrió los ojos y la luz que entraba por la ventana le taladró el cerebro haciendo que su
cabeza buscase refugio bajo la almohada.

—¡Diossss! —gimió—. Que alguien apague el sol, por favor.

—Chicas, creo que os necesito. —La voz de Julia trataba de hacerse sitio en la bruma que
anegaba sus cerebros alcoholizados—. Por si os habéis olvidado: ¡Hoy me caso!

—Baja el volumen —pidió Cristina abriendo un ojo con temor.

María se sentó en la cama y miró a su amiga con una sonrisa. Era la que mejor aguantaba el
alcohol y solía ser siempre la primera en recuperarse de una noche como la que habían tenido.

—Bueno, como queráis. —Caminó hacia la puerta—. Ya me visto sola y eso…

—¡No! —Laura se sentó de golpe en la cama y se llevó una mano a la cabeza tratando de
contener los pinchazos.

—¡Espera! —Cristina trató de incorporarse, pero todo empezó a dar vueltas.

—Mi abuela nos ha preparado un potente almuerzo anti resaca.

Las tres amigas abrieron bien los ojos al recordar dónde estaban y que tenían a Rosario para
ayudarlas.

—¿Qué hora es? —preguntó Cristina bajando los pies al suelo.

—Las dos y media —dijo Julia.

—¿Te importa si no nos vestimos hasta que se nos aclaren las ideas? —preguntó Laura.

—Por supuesto. —Se sentó en su cama y las miró a las tres con emoción—. ¡Todavía no me
creo que me vaya a casar!

Cristina se levantó y fue a sentarse detrás de Julia para abrazarla. María se apresuró a
acompañarlas y se acomodó junto a Laura.

—Hemos vivido muchas cosas juntas —dijo Cristina—. Esta será una de las gordas.

Julia le dio un beso en el brazo con el que la rodeaba y se sentó de lado para poder verlas a
todas.

—Quería deciros algo…

—¡Oh, no! —exclamó María sintiendo que ya se le humedecían los ojos—. Nos vas a hacer
llorar.

—¡Ja,ja,ja,ja,ja,ja! —Laura no pudo contenerse al ver a su amiga—. Lo tuyo es rapidez, hija,


pero si aún no ha dicho nada y ya estás llorando.

Julia las miró a las tres y sintió que se le inflamaba el pecho de amor y orgullo por aquellas
maravillosas personas que el destino había puesto en su camino.

—Cuando me he despertado tenía una canción en la cabeza —empezó—. ¿Os acordáis de


cuál era la canción favorita de mi madre?

—Aquellas pequeñas cosas —dijo María.

—De Serrat —terminó Cristina.

Julia asintió emocionada al recordar a su madre.

—Cuando murió no podía dejar de escucharla cantando en mi cabeza.

—Siempre lloras cuando la escuchas —recordó Laura.

Ella asintió de nuevo.

—Hoy me he despertado con su voz y esa maravillosa letra. La he repetido una y otra vez y
me he dado cuenta de que en todas mis «pequeñas cosas» estabais vosotras. En cada uno de esos
recuerdos que me acechan detrás de la puerta estáis vosotras. Siempre.

Trataban de filtrar las emociones, pero era muy difícil.

—Sois parte de mí. —Las cogió de las manos—. Siempre habéis estado a mi lado,
compartiendo los buenos y los malos momentos. Sobre todo, los malos, esos que ahuyentan a
todo el mundo. Nunca, a pesar de la tristeza que anegó mi infancia, nunca me sentí sola. Siempre
había alguien con quien hablar, a quien contarle mis penas y con quien desahogar mi rabia.

Las cuatro lloraban, pero nadie la interrumpió.

—Nunca me dijisteis que no debía quejarme, no me hacíais callar con discursos aprendidos,
diciéndome que tenía a mi abuela o que os tenía a vosotras… —Hizo una pausa para limpiarse
las lágrimas y recuperar la voz que se le había roto—. ¡Pero os tenía a vosotras! Siempre me
escucháis de verdad. Me entendéis mejor que yo misma y por eso sabéis lo que me pasa incluso
antes de que me dé cuenta de que me pasa algo. Si me resultó tan difícil emprender el viaje que
mi madre había planeado para mí, fue porque no estaríais conmigo.

—¡Julia! —exclamó Cristina—. Vamos a estar horrorosas por tu culpa…

Las cuatro se echaron a reír al ver sus caras.

—Solo quería deciros que os quiero mucho —asintió, mirándolas una a una a los ojos—.
Muchísimo.

Las cuatro amigas se fundieron en un apretado abrazo y así las encontró Rosario cuando entró
en la habitación para ver por qué tardaban tanto.

—La comida se está enfriando. —Contuvo la emoción al verlas así—. ¡Venga! ¡Dejaos de
ñoñerías! Al final la novia llega tarde, ya veréis.

—¿Brindas conmigo? —Laura le ofreció una copa de champán y Evan la aceptó con una
sonrisa.

La ceremonia fue sencilla como eran ellos, pero había estado cargada de emotividad y
simbolismo. Los novios improvisaron sus votos haciendo que sonasen como si los hubiesen
ensayado. De hecho, Cristina insistía en que era imposible que no lo hubiesen hecho. Después de
la iglesia los pocos invitados, apenas unas veinticinco personas, comieron y bebieron en el patio
de la taberna hasta no poder más. Evan contrató a varios camareros y Sofie, la nueva cocinera,
hizo las delicias de todos con sus suculentos platos.

Laura miró a su alrededor y luego volvió a centrar su atención en Evan.

—Habéis dejado esto precioso —dijo.

—Es obra de Julia —explicó Evan—, para mí este patio era poco más que un trastero. Ella fue
la que vio el potencial que tenía y se encargó de arreglarlo.

—Ese árbol ya estaba ahí —señaló Laura.

—Sí, era lo único hermoso que había. Ahora tiene un hogar mucho más digno —dijo el
escocés riendo.

—Quería darte las gracias. —Entró por fin en el tema que quería abordar.

—¿Las gracias? —Evan frunció el ceño sin comprender.


Laura miró a su amiga, que bailaba con María y con Cristina como si ninguna de las tres
llevase un tacón de más de ocho centímetros.

—Julia es muy feliz —dijo como si aquello lo explicase todo—. No ha tenido una mala vida,
su abuela la adora y nosotras también, pero ya sabes lo que dicen sobre lo que te pasa en la
infancia…

—Sé a dónde quieres ir a parar, Laura. —Se puso serio—. Hemos hablado mucho de aquellos
tiempos. Y soy yo quien debería daros las gracias a vosotras por estar con ella entonces. Para mí
ha sido la parte fácil.

Sonrió y lo abrazó, emocionada. Sentía un enorme cariño por todo el mundo.

—Creo que estoy borracha. —Apoyó la cabeza en su pecho.

Evan la acunó como si fuese una niña.

—Prométeme que nunca le fallarás —dijo, mirándole a los ojos—. Sé que eres un gran tipo, el
mejor que podía conocer, pero necesito que me prometas que nunca le fallarás. No digo que me
prometas que siempre la vas a amar como hoy ni que vas a quedarte para siempre a su lado, solo
quiero que me asegures que nunca le fallarás.

—Nunca le fallaré —dijo Evan con mirada sincera.

—¿Sabes que soñé contigo? —Se apartó para llevarse la copa a los labios sin dejar de mirarlo
—. Fue un sueño muy raro, ibas vestido con esas ropas escocesas que llevaban tus antepasados…
Eras tú pero no eras tú, no sé si me entiendes.

Evan sonrió divertido.

—¿Y qué clase de sueño fue?

—Bueno, uno del que no voy a hablarte…

—¿Un sueño erótico? —El escocés apenas podía contener la risa.

—¿Te estás burlando? —preguntó, frunciendo el ceño—. Puede que esté borracha, pero te
aseguro que después me acordaré de todo.

—Estás muy graciosa, Laura —trató de exculparse.

—Ya, vale. —La periodista dio un paso atrás levantando una ceja y señalándolo con la mano
que tenía la copa—. Voy a bailar con mis amigas.
Evan siguió disfrutando de su copa y desde la soledad de aquel rincón, bajo el árbol, las
observó mientras bailaban todas juntas. Lo cubrió una reconfortante sensación de pertenencia.
Sabía que lo habían aceptado entre ellas, que había entrado a formar parte de su curiosa familia y
comprendió que era muy afortunado.

—Será mejor que nos sentemos, chicas —dijo Julia—, Laura se tambalea peligrosamente.

Buscaron una mesa con suficientes sillas libres y Cristina se hizo con una botella de champán
antes de sentarse.

—Podrías haber pensado en tus pobres amigas solteras y sin compromiso —dijo la youtuber
volcando la botella para rellenar las copas y arrugando el ceño al ver que estaba vacía—. No
habéis invitado más que a cuatro chicos solteros y dos tienen menos de dieciocho…

Julia sonrió.

—No sabía que eras de esas a las que les gusta ligar en las bodas.

—¿Cómo ibas a saberlo? ¿A cuántas bodas hemos ido? —intervino Laura que trataba de
mirar a su amiga a los ojos, aunque le resultaba difícil porque no dejaba de moverse.

—Os doy mi palabra de que en mi boda habrá chicos, muchos chicos —aseguró Cristina.

—Tranquila —dijo María—, yo me lo he pasado genial.

—Y yo. Pero eso, ¿qué tiene que ver? —siguió Laura.

—Solo constatamos un hecho. —Cristina levantó la mano para llamar la atención del
camarero—. Tráenos drambuie, por favor.

Cuando el escocés se dio la vuelta para marcharse, después de dejar cuatro vasitos y la
botella, Cristina le miró el trasero e hizo gestos a sus amigas para que no se lo perdieran.

—Oye, el camarero ese no está nada mal. —Llenó los vasitos.

—No deberíamos mezclar —dijo Julia mirando a Laura—. De hecho, tú deberías parar ya.

—Aguafiestas. —Apartó el vaso y se recostó en la silla.

—A ti te pasa algo —dijo Julia sin apartar la mirada de su rostro.

Las otras también la miraron escudriñándola.


—Sí que has estado un poco rara todo el día —confirmó Cristina.

Las tres la miraban esperando que dijese algo y Laura les cogió las manos y las juntó en el
centro de la mesa poniendo las suyas encima.

—Tengo una sensación extraña —dijo.

—¿Qué clase de sensación? —preguntó Julia poniéndose seria.

—Es como si… No sé cómo explicarlo.

—Dilo de una vez —exigió María.

—Desde que bajamos del avión he tenido la sensación de que iba a pasar algo —soltó sin
pensar.

Sus amigas la miraron con atención.

—¿Algo? —preguntó Cristina—. ¿Algo como qué?

—Algo malo.

Ya estaba. Lo había dicho. Laura expulsó el aire que había acumulado en sus pulmones y
miró a sus amigas completamente despejada. Fue como si al verbalizar lo que llevaba todo el
tiempo preocupándola desapareciese la tensión.

Julia giró la cabeza y observó a Evan charlando con su amigo Tommy. Laura siguió su
mirada.

—No digo que vaya a pasaros algo a vosotros —aclaró rápidamente—. Es a mí, no sé cómo
explicarlo. No me hagáis caso, es una estupidez.

María sacó la mano de debajo y la puso sobre las de su amiga apretándola con cariño.

—¿Qué crees que te va a pasar? —preguntó la profesora.

—No lo sé. Es un sentimiento, no una certeza.

—¿Es por el sueño del que me hablaste?

—¡Julia! —exclamó Laura apartando las manos y recostándose de golpe contra el respaldo de
la silla.

—¿Qué? No pasa nada porque ellas lo sepan —se justificó su amiga.


—¿Saber el qué? —Cristina miraba a Laura.

—¿Un sueño? —La curiosidad de María se puso en marcha—. ¿Qué clase de sueño?

—Un sueño estúpido —respondió Laura moviendo la cabeza—. Había un highlander…

Cristina abrió la boca sorprendida y rompió a reír a carcajadas.

—¿Era un sueño erótico? —preguntó sin dejar de reír.

—¡Qué empeño tiene todo el mundo con los sueños eróticos! No, no era un sueño erótico.

—El highlander era Evan —aclaró Julia.

—¡No era Evan! Se parecía a Evan… —Laura se sentía avergonzada.

—¿Evan? —María miró a su amiga y luego a Julia.

—Es un sueño —explicó la novia—, no tiene ninguna importancia. Laura siempre ha tenido
sueños raros.

—¡Es verdad! —exclamó María—. Desde pequeña siempre se acordaba de todo lo que
soñaba.

—Y se empeñaba en contárnoslo con todo lujo de detalles —afirmó Cristina.

—Por eso me siento rara. —Laura estiró la espalda y las miró a las tres con expresión confusa
—. Desde esa noche no he vuelto a soñar nada.

Sus amigas la miraban sorprendidas.

—¿Y eso te asusta? —preguntó Julia—. Yo nunca recuerdo lo que sueño.

—Mira que llegas a ser tonta, hija —dijo Cristina moviendo la cabeza.

—Para mí es muy raro —habló la periodista jugando con el vasito—. Es una sensación muy
extraña despertarme y no recordar nada, me siento como si no hubiese dormido, como si acabase
de cerrar los ojos. ¿Me entendéis?

—Pues no. —Cristina rellenó su vasito—. Pero me alegro de que esas sean tus
preocupaciones.

—Parece que Laura se ha convertido en una persona normal —dijo María levantando su vaso
—. ¡Brindemos por ello!
Las cuatro bebieron y Laura dejó su vaso en la mesa dispuesta a dejar de lado aquella tontería.

—Bueno, hablemos de lo que importa. —Miró a Julia—. ¿Te das cuenta de que has sido la
primera en casarse? Siempre pensamos que sería Cristina.

—¿Yooooo? —La youtuber las miró con los ojos muy abiertos.

—Bueno —dijo María—, siempre has sido la que más ligaba.

—Pero nunca he tenido suerte con mis elecciones. —Se puso seria—. ¿Os acordáis de Lucas?

Todas asintieron. ¿Cómo no acordarse de él? Cristina tenía dieciséis años y él uno más. Al
principio parecía un chico majo.

—Lo que no he podido superar aún es que se lo montase con Patri —dijo Cristina dándole
vueltas al vaso vacío—. Parecía una buena chica, a mí me caía bien.

—Incluso la defendiste un año antes, el día que la encontraste acorralada en los lavabos por
Silvia y su grupo —María asintió.

—Me parecía muy tímida y apocada y no soporto que se metan con la gente tímida y apocada.
—Miró a sus amigas—. Cuando veo a alguien metiéndose con personas así me sale la choni que
llevo dentro.

Todas se echaron a reír. Sabían muy bien a qué se refería Cristina, la habían visto perder los
papeles más de una vez al ver alguna injusticia.

—De verdad, chicas, ya sé que parece que me voy a comer el mundo con todo eso de ser
youtuber y tener miles de seguidores que quieren ver mis vídeos, pero cada día estoy más
convencida de que seré una vieja solterona. La tita Cris, me llamarán vuestros hijos.

—La tita Cris —repitió María riendo.

—No digas tonterías —dijo Julia—. ¿Quién sabe lo que nos depara el futuro? Mírame a mí.
La historia de mis padres me marcó de un modo tan profundo que creí que jamás me enamoraría.
Y aquí estoy…

Se puso de pie para mostrar su vestido de novia en todo su esplendor.

—La novia más guapa del mundo. —Evan la sorprendió cogiéndola por la cintura desde
detrás—. En el futuro se hablará de ti en los libros de texto.

—Los libros de texto no hablan de novias. —Julia sonreía sin girarse a mirarlo.

—Lo harán para poder hablar de ti. —La besó en el cuello y Julia se volvió, sin salir de sus
brazos, para besarlo.

Tommy y su marido silbaron durante todo el tiempo que duró el beso y las chicas se miraron
con tristeza.

—La echaremos de menos —dijo Cristina.

Laura sintió un escalofrío y los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no dijo nada, cogió su
vasito y apuró el contenido.
Capítulo 4

—¿Estarás bien? —Cristina la miraba a los ojos con interés sin soltar su abrazo—. Si quieres
cambio el billete y me quedo.

María había sacado las maletas del maletero y las colocó junto a Cristina.

—Yo no puedo quedarme —se disculpó—, solo tengo dos días, pero Cristina es su propia
jefa, Laura, no seas tonta. Si quieres que se quede…

—No necesito que os quedéis ninguna. —Laura las miró a las dos—. Estoy perfectamente.
Bebí demasiado en la boda y dije muchas tonterías.

—Me muero por leer ese artículo —dijo María dándole dos besos y un abrazo—. Estoy
segura de que va a ser una pasada.

—Te iremos a recoger al aeropuerto cuando regreses. —Cristina tiró de su maleta y caminó
hacia la puerta de la terminal—. Hasta entonces ve contándonos todo lo que averigües.

—Buen viaje, chicas. —Las despidió con la mano.

Sintió unas irrefrenables ganas de correr a abrazarlas otra vez. Le había pasado lo mismo al
despedirse de Julia y Evan cuando se marchaban para su viaje de novios a Nueva Zelanda, pero,
igual que aquella mañana, se contuvo. Se metió las manos en los bolsillos traseros de su tejano y
las observó desaparecer tras las puertas de la terminal.

Caminó hasta el coche y una vez dentro miró sus notas. Había quedado con Steven
MacTavish en Inverness y tenía el tiempo justo para no llegar tarde. Puso el coche en marcha y
se alejó del aeropuerto, borrando de su mente cualquier cosa que no fuese el magnífico artículo
que iba a escribir.

Steven MacTavish había sido profesor universitario. La Historia había sido su profesión, pero
ahora que ya estaba jubilado continuaba siendo su pasión. Recibió a Laura en un pequeño
saloncito donde Rose, la agradable mujer que se ocupaba de atenderlo, les preparó un delicioso
té con pastas. Era un hombre apacible de esos que daban tranquilidad con solo verlos. Barba
canosa y bien peinada a juego con un pelo completamente blanco y tan suave a simple vista que
parecía hecho de plumas. Sus ojos eran inquietos y curiosos como los de Laura.
—El rey William de Orange tenía claro que debía deshacerse de sus enemigos de una vez para
siempre si quería reinar tranquilo —dijo MacTavish cogiendo una de las pastas de su platito. Se
habían metido en faena enseguida que acabaron con los saludos de rigor—. Debía destruir
cualquier apoyo de los habitantes de las Tierras Altas a Jacobo II o se vería abocado a una guerra
interminable con éxitos y derrotas en los dos bandos.

—Por eso decidió instaurar una amnistía. —Laura dejó su taza en la mesa.

MacTavish asintió y terminó con la galleta.

—El camino para vencer a tu enemigo —siguió cuando acabó de masticar—, deberá contar
con un gesto de perdón en algún momento. Pero William no podía perdonarlos y ya está, debía
hacer que se humillaran aunque solo fuera un poco. Por eso les exigió un juramento de lealtad.

—¿Cree que realmente quería perdonarlos? Yo tengo la impresión de que fue una argucia
para hacer un escarmiento.

—Las dos cosas —reconoció el historiador—. Seguro que William quería terminar con el
problema, pero sin privarse por ello de algún tipo de resarcimiento.

—En el fondo los reyes no son más que hombres —dijo Laura con cierto deje de desprecio—.
Incluso a veces parecen niños en un patio de colegio.

—Cierto. Pero no toda la culpa fue de William, Jacobo también tuvo lo suyo. Los jefes de los
distintos clanes le enviaron una petición, al que consideraban su verdadero rey, para que les diese
su consentimiento antes de hacer dicho juramento, pero Jacobo se tomó con calma lo de
responder. Aun sabiendo que el plazo terminaba el 1 de enero de 1692, su respuesta no llegó
hasta mediados de diciembre.

—Probablemente no le hizo ninguna gracia dar ese consentimiento. Se sentiría humillado por
William y no se le ocurrió otro modo de mostrar su disgusto que poniendo a aquellos fieles
hombres en peligro. Niños en un patio de colegio, lo dicho.

—Sin duda. Estaba entregando un reino que consideraba legítimamente suyo.

—Alasdair Ruadh MacIain MacDonald no se quedaba atrás en cuanto a orgullo. Aunque hay
que reconocer que también tuvo algo de mala suerte.

Laura se refería al jefe del clan MacDonald que era el encargado de firmar el juramento en
nombre de su clan.

—Bueno —cuestionó MacTavish—, no sé si la suerte tiene algo que hacer aquí. Lo cierto es
que MacDonald esperó hasta el último día de diciembre para viajar a Fort William. Eso no fue un
gesto muy inteligente por su parte, no creo que los imprevistos fueran algo raro en aquella época,
más bien debía ser algo habitual.

—No podía saber que el coronel Hill no le tomaría el juramento —abogó Laura.

MacTavish se encogió de hombros.

—Hill era el gobernador, cualquiera habría pensado que estaría autorizado. No creo que
Alasdair lo previera. Pero está claro que se equivocó al echarle un pulso a la corona. Un líder
debe pensar en los suyos, no dejarse arrastrar por su orgullo.

—Al no tener poder para tomarle el juramento, el coronel Hill lo envió a Inveraray para que
jurara ante sir Colin Campbell con una carta de protección y una nota para sir Colin pidiéndole
que validara el juramento dentro del plazo asignado, a pesar del retraso —dijo Laura pensativa
—. No parece la actitud de un hombre que quiere arrastrar a otro hasta el patíbulo.

—Posiblemente Hill no lo quisiera, pero tampoco sabemos a ciencia exacta lo que ponía en
aquella nota —adujo el profesor—, quizá decía lo que creemos o por el contrario conminaba a
Campbell a hacer lo que estuviese en su mano para que MacDonald no cumpliese con el
ultimátum real.

Laura lo miró asombrada de que no se le hubiese ocurrido a ella. MacTavish sonrió.

—Veo que su mente de periodista ya se ha puesto a imaginar. No corra a escribir su artículo,


no hay ningún indicio que apoye semejante fantasía.

«Pues sería muy interesante», pensó Laura.

—Alasdair se encontró con mal tiempo y además fue retenido por el capitán Drummond en el
camino —siguió el hombre—, por eso tardó tres días en llegar a Inveraray.

—Y luego tuvo que esperar tres días más a que sir Colin regresara de pasar el Año Nuevo con
su familia —coronó Laura cogiendo una galleta—. Están deliciosas.

—Son un peligro para mis arterias, pero no puedo privarme de ellas —corroboró el profesor.

—Entonces aceptamos que Alasdair tuvo algo de mala suerte. —Laura volvió al tema.

—Muchos creen que Drummond cumplía una misión, que no fue fortuito que interceptara a
MacDonald —insistió el profesor al que no le gustaba dejar los asuntos históricos en manos de la
diosa Fortuna.

Para él eso era igual que decir que fue culpa de un mago. Y, por supuesto, la magia no existe.

—Aun así, Alasdair hizo el juramento. —Apartó la vista de las tentadoras pastas y se centró
en el tema.
—Sí, lo hizo y regresó a Glencoe convencido de que había cumplido con el mandato real y
que tanto los MacDonald como el resto de clanes que se hallaban bajo su liderazgo no corrían
ningún peligro.

—Pero los mataron a todos —dijo Laura y un estremecimiento recorrió su espina dorsal.

—¿Quieren algo más? —Rose entró en ese momento interrumpiendo la conversación.

—Supongo que le sorprendería mi email —dijo la periodista después de que terminaran de


hablar sobre la masacre de Glencoe.

—Pues lo cierto es que sí, me sorprendió mucho. No es que en estos tiempos no interese la
Historia, pero a nadie le parece necesario hablar con viejos profesores sobre ella.

—Le confieso que leí su libro en una noche —sentenció muy seria—. Sus páginas están
cargadas de pasión.

Steven sonrió satisfecho, pocas cosas pueden resultar más agradables a un escritor que un
halago como ese.

—Yo también leí su artículo sobre el hallazgo en la cueva —dijo Steven—, hice que me lo
tradujesen. Debió ser impresionante para su amiga.

Laura asintió.

—Aún no han podido identificar quién era el cuerpo momificado, pero nosotras estamos
convencidas de que se trata de Margaret.

—Supongo que es una idea muy romántica —el historiador sonrió—. Podría ser, ambas
comparten el hecho de que nadie sabe a qué familia pertenecían ni se conoce detalle alguno sobre
sus vidas.

—Exceptuando la historia de amor de Margaret con Alexander MacDonald —dijo Laura con
una sonrisa cómplice.

—Alexander MacDonald desapareció de la faz de la tierra tras el incendio de Turlom


—respondió pensativo.

Laura asintió.

—Pero no he venido a hablar de Alexander y Margaret. Sobre ese tema ya escribí entonces.
Lo que me llamó la atención fue que en su libro habla usted de una corriente de opinión que cree
que los Campbell tenían motivos más que fundados para desear masacrar a los MacDonald.

—Yo nunca he creído la teoría de la maldad natural de ese clan. Siempre pensé que a Robert
Campbell no le resultaría en absoluto agradable matar a sus anfitriones, a sangre fría, después de
que los recibieran en sus casas y los agasajaran como era costumbre en la época. Tan solo era un
soldado que cumplía órdenes —habló, rotundo—. No digo que los Campbell no se beneficiaran
de colaborar con el rey inglés, lo hicieron y mucho, pero no hay nada que indique que la idea de
la masacre fuera instigada por los Campbell. No tenían una motivación real.

—La enemistad de los dos clanes era evidente y conocida…

—Sí, lo era, pero ¿para llegar hasta ese punto? Los Campbell acusaban a los MacDonald de
haberles robado unas cuantas ovejas, pero no creo que ese sea motivo suficiente para hacer lo
que hicieron.

—Es inconsistente, cierto —afirmó Laura—, pero podemos aceptarlo como una muestra de
cómo debían ser sus relaciones, ¿no?

—Podemos, pero es mera especulación. El hecho de que los Campbell fueran amigos de los
ingleses debía convertir su convivencia con los clanes jacobitas en un infierno. Eso es un hecho.
Acusaron a uno de los clanes afines a los MacDonald de robarles sus animales, otro hecho. Pero
matar a hombres, mujeres y niños en plena noche, perseguirlos por la nieve y masacrarlos sin
compasión es algo demasiado salvaje para hacerse sin odio. —Se levantó para buscar su pipa—.
¿Le importa que fume?

—No, tranquilo. —Se sacudió las migas de la ropa.

—De todos modos, esa es mi opinión y no vale demasiado —dijo el historiador volviendo a
sentarse.

Laura sonrió por su modestia. Su opinión era muy respetada.

—Si quiere hacer un buen trabajo de investigación debe hablar con Rowell Done. Para él a los
Campbell solo le faltaban los cuernos para ser el mismo demonio. Tiene una bien entramada
teoría de por qué los Campbell odiaban de verdad a los MacDonald. Bien entramada y muy
fantasiosa. En especial el suceso que él ha llamado la boda negra.

—He oído hablar de ello, pero no tiene muchos adeptos dentro de la comunidad científica
—dijo Laura—. Muchos lo consideran un charlatán.

—Rowell fue amigo mío muchos años, pero ahora se ha vuelto un ermitaño y hace mucho que
no lo veo. No es ningún charlatán, tiene un coeficiente intelectual de ciento sesenta y cuatro.

Laura fingió saber lo que eso significaba.


—Es un superdotado con una capacidad de trabajo descomunal. Pero, lamentablemente,
carece de inteligencia emocional. Está convencido de que hubo una boda en la que mataron a los
hijos de un laird de los Campbell.

MacTavish aspiró el humo de su pipa y se deleitó con su sabor antes de volver a expulsarlo.

—Según Rowell, los hijos de un laird de los Campbell fueron invitados a la boda del hijo de
un jefe del clan MacDonald con la excusa de acercar posiciones entre ambos clanes. Pero, en
realidad, los MacDonald tenían oscuros planes para esos dos jóvenes a los que les cortaron la
cabeza sin haberles servido los postres.

—¡Ostras!

—Yo soy de los que creen que es una historia inventada, una fábula que viene a alimentar el
folklore nacional. Las rencillas entre Campbell y MacDonalds han dado lugar a muchos cuentos
a lo largo de todos estos años.

—¿No hay ninguna prueba?

Negó con la cabeza.

—Rowell Done asegura haber visto documentos que acreditan que estos hechos se
produjeron, pero se niega a mostrárselos a nadie.

—Pero un suceso como ese estaría narrado en innumerables libros…

—Para Rowell, después de la masacre de Glencoe, los Campbell disfrutaron de tanto poder
que se encargaron de borrar esa rama de los MacDonald por completo. Está convencido de que
tu Alexander, el de la historia de Margaret, era ese jefe MacDonald.

—Eso era lo que hacían los faraones egipcios cuando querían borrar del mapa a sus
antecesores —dijo pensativa.

El historiador asintió.

—Damnatio memoriae —siguió—, se ha hecho a lo largo de la Historia en todas sus épocas y


es una idea plausible, pero yo no lo creo. Incluso Akhenaton salió a la luz después de siglos de
oscuridad.

—Sería muy interesante poder hablar con el profesor Done. —Dejó caer Laura.

—Le daré su dirección —dijo MacTavish—. O mejor aún, si quiere le llamo por teléfono y le
concierto una entrevista con él. ¿Qué le parece?

—¿Haría eso? —Se sintió enormemente agradecida.


—Ahora mismo, espere aquí. —Se puso de pie y salió del saloncito.

Laura se entretuvo mirando los libros que había en las estanterías hasta que el profesor
MacTavish regresó.

—Me ha dicho que la espera dentro de dos días, esta es su dirección. —Le dio una tarjeta—.
Le ha entusiasmado la idea, dice que debe ser una chica lista si quiere conocer las dos versiones
de la historia.

Laura sonrió ante la expresión de irónico humor del profesor y se guardó la tarjeta.

—Supongamos que fue cierto, que la boda negra ocurrió y aquellos dos Campbell murieron a
manos de los MacDonald —dijo pensativa—. ¿Cree usted que los Campbell pudieron fraguar
una venganza tan terrible? ¿Que matarían personas inocentes, incluso niños, para castigar al otro
clan?

El profesor se llevó la pipa a la boca y la miró un largo rato sin contestar.

—La Historia está plagada de momentos de inflexión. Situaciones que han llevado los
destinos de miles, de millones de personas, hacia un camino distinto al que en principio deberían
haber seguido. Sí, lo creo totalmente posible.

Siguieron hablando durante una hora más y llegó el momento de marcharse. Laura estrechó la
mano del historiador agradeciéndole su inestimable ayuda.

—Ha sido de lo más interesante, profesor, me aseguraré de que aparezca su nombre en mi


artículo.

—¿Va a quedarse muchos días en Escocia?

—Quince, quiero recorrer los lugares relacionados con la historia que voy a contar. Visitaré
los dominios de los Campbell y de los MacDonald. Mañana me daré un paseo por los
alrededores de Glencoe y visitaré la cueva —explicó.

—Estuvo un tiempo cerrada al público para protegerla —dijo MacTavish—. Después de que
los periódicos aprovechasen para sacar de nuevo la historia de Margaret, las autoridades
temieron que se convirtiese en una atracción turística. Pero lo cierto es que nunca va nadie por
allí. Al fin y al cabo, solo es una cueva.
Capítulo 5

—¿Quieres que te acompañe?

Laura y Leod charlaban frente a una taza de café en el cuartito mientras Sam se hacía cargo de
la recepción. Laura había cenado con Rosario y cuando la anciana se sentó a ver la tele ella salió
a dar un paseo que la llevó hasta el hotel.

—No hace falta —dijo con una sonrisa. Leod era realmente encantador. Ojalá tuviese veinte
años menos.

Miró hacia la pared donde seguían los objetos de los MacDonald.

—ECD —pronunció al recordar las siglas que había grabadas en la bolsa.

Leod asintió.

—Esas cosas llevan toda la vida en mi familia. Han pasado de generación en generación hasta
hoy, así que está claro que ECD es uno de mis antepasados, aunque no tengo ni idea de quién
era. Mi abuelo solía contarme historias sobre él cuando yo era un crío, pero sé que eran falsas
porque cambiaba los hechos constantemente —sonrió—. Mi abuelo era muy fantasioso y le
gustaba contarnos historias de miedo a mi hermano y a mí. Yo me escondía bajo las sábanas
después, cuando me iba a la cama.

Durante unos segundos se quedó mirando el café y dándole vueltas con la cucharilla, como
hipnotizado.

—¿Te ha contado Julia que discutimos? —preguntó al fin.

Laura asintió.

—¿Aún estás enfadado?

—No, claro que no —admitió sin apartar la mirada de su taza—. Adoro a Julia, no podría
enfadarme con ella aunque quisiera. Me comporté como un estúpido.

—Ella no quería molestarte.

—Lo sé, si es que a veces parece mentira que tenga la edad que tengo. —Levantó la mirada
—. Ese baúl lleva en mi familia toda la vida. No tiene nada de valor, tan solo son documentos,
cartas y fotografías. Antes de dárselo a Evan debo meter algo que me represente y no tengo ni
idea de qué será. Las tradiciones familiares son un coñazo.

—Pero Julia tiene razón, ese baúl ya no es un simple objeto que ha pasado de generación en
generación. Ahora es Historia, Leod. Al menos deberías saber qué valor tiene. Y sabes que no
hablo de valor económico.

Leod asintió.

—Lo sé. Y siento mucho haberme puesto como me puse con ella. Espero que Julia me haya
perdonado de verdad.

—¿Qué cosas hay en él? —preguntó, interesada.

—Pues lo que te he dicho, algunas cartas, documentos comerciales, fotografías. También hay
alguna prenda de ropa femenina, un brazalete, varios anillos, un cinturón y algunos utensilios
más. Sube a verlo.

—¿Ahora? —preguntó, sorprendida.

Leod se encogió de hombros y sonrió.

—Si quieres. Esta noche me toca quedarme en la recepción, así que estaré por aquí por si me
necesitas.

Laura se puso de pie, no iba a hacerse de rogar.

Entró en la buhardilla y encendió la luz antes de mirar hacia la escalera. Leod le hizo un gesto
desde abajo, después se dio la vuelta y desapareció. El baúl estaba junto a la pared, tal y como le
había indicado Leod. Estaba forrado con algún tipo de tela color verde y tenía un cierre en forma
de cruz. Aunque estaba segura de que cuando era nuevo el verde de la tela era mucho más
intenso, estaba claro que debía ser una tela de calidad para haber aguantado tantos años en un
relativo buen estado. Observó a su alrededor. La buhardilla estaba muy limpia y ordenada. Nada
que ver con la idea que ella tenía de un lugar como ese. Si fuera suya estaría llena de trastos y
polvo. Se sentó en el suelo frente a la cerradura que una vez tuvo una llave y apartó la aldaba
para levantar la tapa.

La dejó caer de golpe y apartó la mano con expresión confusa. Aquel olor… Sacudió la
cabeza, tratando de deshacerse de aquella estremecedora sensación. Había algo allí que
desprendía un olor que le resultaba tremendamente familiar. Volvió a levantar la tapa con
prevención y de nuevo el olor entró por sus fosas nasales y llegó hasta su cerebro, encendiendo
las luces de alguna oscura y abandonada sala de su memoria.

—Huele a algo, sí —susurró—. Las cosas huelen, Laura, agradece que no es un olor
desagradable, hija.

Sacó las fotografías y las observó con curiosidad, buscando el parecido físico con Leod y
Evan. Revisó los documentos sin prestarles demasiada atención y se centró en el vestido que
descansaba en el fondo del baúl.

Era un vestido precioso, color marfil y con pasamanería de oro en el escote. Se puso de pie y
con el vestido pegado al cuerpo se acercó a un espejo que había colgado en la pared. Aquel color
le favorecía y sonrió al imaginarse vestida con él. Se inclinó como si tuviese a alguien delante.

—Caballero, estaré encantada de concederle este baile —dijo muy seria.

Empezó a moverse por la buhardilla como si realmente estuviese en un baile y alguien la


llevase de la cintura al ritmo de la música. Después de unas cuantas vueltas se detuvo un poco
mareada y decidió dejar el vestido en su sitio antes de dañarlo de algún modo.

Revisó el resto de las cosas: un brazalete, varios anillos, un colgante y otras chucherías que no
creía que tuviesen mucho valor. Ordenó las cartas y los documentos colocándolos a la derecha y
el vestido y las joyas a la izquierda. Bajó la tapa y observó la habitación para asegurarse de que
lo dejaba todo como estaba. Miró el reloj.

—Las doce y media de la noche. —Caminó hacia a la puerta—. Mañana cuando suene el
despertador no habrá quién se levante.

—Buenos días —la saludó Rosario cuando entró en la cocina ya vestida—. ¿Ha sido muy
duro?

—Muchísimo. —Se sentó en uno de los taburetes frente a la taza de café humeante que
Rosario acababa de servirle—. Al final me metí en la cama a la una y media, tengo que agilizar
mi rutina de noche.

—¿Tienes rutina de noche? —preguntó la anciana sorprendida.

Laura asintió.

—Sí, sigo la rutina de los siete pasos.

Rosario sonrió divertida.


—¿Siete pasos?

Volvió a asentir mientras daba vueltas al azúcar de su café.

—Primero me lavo la cara con jabón y después paso siete algodones con tónico hidratante por
mi rostro y cuello.

—¿Queeé? —La anciana ya no pudo aguantarse la risa—. ¿Siete algodones?

—Sí, uno detrás de otro, no todos a la vez. O sea, primero me lavo la cara y me seco, entonces
pongo tónico en un algodón y lo paso por toda la cara, espero a que se seque y repito seis veces
más antes de…

—¡Dios mío! —No daba crédito—. ¿De verdad que haces eso todas las noches?

Laura asintió repetidamente.

—Pero eso es estúpido —dijo la anciana—. Ni que trabajaras en una mina de carbón, hija.
¿No te das cuenta de que es una pérdida absurda de tiempo y dinero?

—No puedo dormirme si no me limpio bien la cara, es imposible que me meta en la cama sin
hacerlo. Llevo años…

—¿Años? ¡Pero si eres muy joven!

—Si no cuidas el cutis cuando eres joven luego te conviertes en una uva pasa. —Puso dulce
de leche a su tortita.

—¿Te parezco una uva pasa? —preguntó Rosario inclinando la cabeza.

—Seguro que tú cuidaste muy bien tu cutis —aseguró. Rosario tenía una piel tersa a pesar de
las arrugas y su cuello sería la envidia de muchas famosas más jóvenes que ella.

—Mi rutina diaria, como tú la llamas, consistía en lavarme la cara todas las noches con jabón.
Eso sí, de pastilla y natural. Por la mañana me lavaba de nuevo, pero esa vez solo con agua.

—Habrás utilizado alguna crema carísima…

—La Nivea de toda la vida.

Laura abrió los ojos y la boca como si Rosario estuviese blasfemando en una iglesia ortodoxa.

—Una vez a la semana me embadurno cara, cuello y pelo de aceite de coco. También me
tomo una cucharada y la mantengo en la boca durante quince minutos. Después me enjuago la
boca y me lavo todo lo demás para retirar todo el aceite. Es un tratamiento natural que sigo desde
que cumplí los cincuenta años. Antes de eso me lavaba la cara y Santas Pascuas.

—No es posible.

—Toca, toca. —La anciana se inclinó para acercarle la cara.

Laura obedeció y la suavidad del cutis de Rosario solo podía compararse al tacto de la seda.

—Pero es imposible que solo hayas utilizado eso… ¡Yo tengo cremas que valen más de cien
euros! ¿Nivea? ¿En serio?

Rosario asintió sonriendo.

—¡Ay, muchacha! ¡Cómo dejáis que os tomen el pelo!

—No me lo puedo creer —dijo, terminándose la tortita.

—Bueno, dejemos de hablar de tonterías y cuéntame, ¿cómo llevas el artículo?

—Ayer tuve una entrevista muy interesante con Steven MacTavish y mañana veré a otro
historiador.

—¿Y hoy?

—Hoy voy a Glencoe. Quiero visitar la cueva.

—¿No has estado? —preguntó Rosario sorprendida—. ¿Julia no os llevó la primera vez que
vinisteis?

Laura asintió.

—Sí, ¿no te acuerdas? Me torcí un tobillo y no pude llegar. Me quedé en una cafetería y las
chicas hicieron una visita rápida para no dejarme sola mucho rato. Dijimos que volveríamos,
pero siempre encontrábamos cosas más interesantes que hacer. He pensado que si voy a escribir
un artículo sobre Glencoe y su historia debo conocer el lugar. Escribí el artículo de Marguerite
viendo las fotos, no volveré a hacerlo.

—Asegúrate de no torcerte nada esta vez, pero tampoco te esperes mucho, no es la octava
maravilla del mundo. Ya verás que es más bien poca cosa. Y ve con cuidado, siempre has sido la
más patosa de las cuatro.

—Vaya, gracias —sonrió—. Julia me marcó una cruz en una de las fotos para asegurarse de
que no me caía por el agujero como ella. De todos modos, sabes a donde voy, si no estoy aquí a
la hora de comer manda a los bomberos a buscarme. Pero asegúrate de que son como los de las
pelis.
Levantó la mirada hacia Las tres hermanas y la magnificencia de aquellas montañas la hizo
suspirar. El lugar era tal y como Julia se lo había descrito. «La primera vez que alzas la vista y
las ves te quedas sin aliento», le había dicho. Y era cierto. Estuvo allí un buen rato, disfrutando
de la estampa, empapándose de aquella atmósfera melancólica que dibujaba sombras en las
montañas. Se miró los pies e hizo un gesto de advertencia.

—Hoy vengo sola, ni se os ocurra fallarme —advirtió como si hablara con un niño
desobediente.

A diferencia de la otra vez, en esa ocasión llevaba unas zapatillas de lona y cordones. Las
sandalias no eran una buena idea con aquel terreno tan abrupto. Emprendió la subida sin más
paradas, rezando por que aquellas amenazadoras nubes no descargaran.

La boca de la cueva era muy grande y la luz entraba sin problemas hasta la mitad. Se había
asegurado de cargar al máximo la batería de su móvil y preparó la linterna para adentrarse en la
parte más oscura de la gruta. No tenía intención de investigar demasiado, pero quería ver lo
suficiente como para poder ver con sus propios ojos lo que había narrado en su artículo de
manera diferida.

Dos metros más adentro percibió una suave brisa que llegaba de la oscuridad. Apuntó hacia
ella con su móvil y vio que había una pared y que la gruta continuaba a la derecha. Frunciendo el
ceño, siguió para ver la abertura de la que provenía la entrada de aire. Según recordaba, en el
dibujo de Julia la cueva se desviaba a la izquierda, no a la derecha, pero tampoco es que ella
fuese muy buena orientándose, probablemente se habría confundido. Si no se lo hubiese olvidado
en casa de Rosario lo comprobaría.

El pasadizo se estrechaba y por un instante dudó si darse la vuelta, pero la curiosidad era algo
innato en una periodista y decidió continuar. Puso una mano en la pared de roca y sintió un
estremecimiento en la base del cráneo justo antes de que el suelo empezase a temblar. Se quedó
quieta mientras su corazón latía desbocado. ¿En serio? ¿Un terremoto justo ahora? La cueva no
dejaba de temblar y las paredes a su alrededor emitían sonidos aterradores que parecían anunciar
la inminente caída del techo sobre su cabeza. Se dio la vuelta dispuesta a salir de allí cuanto
antes, tropezó con una piedra, perdió el equilibrio y se le cayó el móvil de las manos. Como si
hubiese una sima profunda a sus pies el teléfono desapareció. Ni rastro de la luz de la pantalla.
Su primer impulso fue agacharse a recuperar el aparato, pero la cueva seguía temblando y lo más
urgente era salir de allí. Agarrándose a la pared y luchando por controlar el pánico, logró llegar
hasta la curva del camino y se encontró de nuevo en la sala grande frente a la entrada. Echó a
correr como si la persiguiese el mismísimo diablo y salió de aquella gruta sin mirar atrás.
—¡Me cago en la leche! —exclamó, recuperando el aliento una vez que se alejó de la entrada
y estuvo segura de que el suelo había dejado de temblar—. Menudo susto.

Le dolía el pie, se sentó en una piedra y se quitó la zapatilla y el calcetín para asegurarse de
que no estaba hinchado. Se lo había vuelto a torcer. Lo masajeó sin dejar de mirar hacia la
entrada de la cueva. No parecía haber sufrido ningún desperfecto a pesar de lo mucho que había
temblado el suelo y del estruendo que se escuchaba allí dentro.

Miró hacia abajo, tenía un buen trecho hasta llegar al camino. Cuanto antes se pusiera a ello
mejor. Debía ir con calma si no quería acabar con su tobillo como la barriga de un botijo.

El descenso fue lento pero seguro. La torcedura aguantó bien y una vez en el camino volvió a
sentarse para masajear el pie de nuevo y ayudar a que la sangre circulase, tal y como le había
enseñado el fisio la otra vez.

Cuando se puso de pie miró a su alrededor, desconcertada. Hubiera jurado que allí delante
había una carretera. De hecho, la dueña de la cafetería en la que había parado a tomar un café
después de aparcar le dijo que podía llegar con el coche hasta allí. Ella le había explicado que
prefería caminar porque sus amigas le habían dicho que no era lo mismo acercarse a Las tres
hermanas en coche, algo con lo que la dueña estuvo totalmente de acuerdo. Se sacudió los
pantalones y se apartó un mechón de la cara, ojalá hubiese cogido una goma de pelo. Emprendió
el camino de regreso al pueblo pensando en el artículo que escribió sobre Margaret, consciente
de que no había visto el lugar en el que fue encontrada. Los lectores habrían disfrutado de una
narración un poco exagerada de su aventura en la cueva, pero iban a tener que quedarse con las
ganas.

—Una tiene su amor propio —musitó entre dientes.

Todo el mundo que conocía a Laura Martos sabía que su poder de abstracción no tenía
parangón. De haber estado atenta se habría percatado de las tres sombras amenazadoras que la
seguían.
Capítulo 6

Se detuvo en seco cuando tres hombres se detuvieron frente a ella. Los miró entre divertida y
confusa al ver que iban ataviados con el traje típico de los highlanders. Al principio pensó que
eran extras de alguna peli o serie de esas que estaban tan de moda. Pero debía ser muy mala a
juzgar por un vestuario tan poco favorecedor. ¿A quién se le ocurre que pueden combinar
cuadros verdes y azules? No, actores no eran, estaban muy poco limpios, por no decir que olían
bastante mal. ¿Participaban en algún evento histórico? Pues iban a espantar a los turistas.

—Hola —saludó, forzando una sonrisa—. Bonito traje.

Ninguno dijo nada y solo se escuchó el sonido del viento y algún que otro pájaro. Los tres
hombres se parecían mucho, aunque uno de ellos era claramente mayor que los otros dos. Los
más jóvenes la miraban como si fuese una pata de cordero recién asada y llevasen una semana
sin comer. Uno tenía un parche en un ojo, como un pirata, y el otro tenía la mejilla adornada con
una profunda cicatriz. Laura se estremeció. Así como las ropas eran de lo menos creíble, la
caracterización física sí estaba muy conseguida, pensó.

—Está demasiado flaca. —El mayor la miró de arriba abajo—. Y esa ropa… parece que la
hayan embutido como a un chorizo.

—Mire, padre, se le marcan los pezones —dijo el del parche al tiempo que se acercaba y, sin
ningún reparo, le pellizcaba en uno de sus pechos.

Laura le quitó la mano de un manotazo y dio un paso atrás asustada, pero el de la cicatriz la
agarró por la espalda y la inmovilizó.

—Huele muy bien, padre —suspiró—. Como las flores en primavera.

Le dio un lametón en el cuello y a Laura le produjo escalofríos notar su boca húmeda.


Forcejeó tratando de apartarse y él la estrechó con mayor violencia.

—¡Suéltame! —gritó, aterrada.

El que la había pellizcado en un pezón aprovechó que su hermano la tenía bien sujeta y metió
una mano dentro del sujetador sin ninguna delicadeza. Aquella brutalidad despertó una parte de
sí misma que desconocía y, sin pensar, le propinó una potente patada en la entrepierna para,
inmediatamente, sacudir la cabeza hacia atrás, como había visto hacer en muchas películas. El
dolor estalló en su cerebro irradiando por todo el cráneo, pero los gemidos que escuchó a su
espalda y ver al del parche en el ojo retorciéndose en el suelo le dio la fuerza suficiente para
echar a correr como una loca.
—¡Maldita zorra! —gritó el del parche mientras su padre corría tras ella y la apresaba.

Ni siquiera vio venir la mano que le propinó un terrible golpe con inusitada violencia. Laura
cayó al suelo con un grito que llevaba mezclado el terror y la sorpresa a partes iguales. No estaba
segura de qué había crujido más, su mandíbula o su tobillo.

—¿Qué estáis haciendo? ¡Animales! —gritó, mirando al que la había golpeado que se
inclinaba para agarrarla—. ¡Suéltame!

—Cuando terminemos contigo no te quedarán fuerzas para pegarle a nadie —dijo con la
mirada más cruel que Laura había visto nunca y agarrando su blusa la desgarró de un solo tirón,
haciendo saltar todos los botones por los aires y dejando el sujetador expuesto.

—¡Torquhil! —gritó—. ¡Ven aquí y sujétala bien esta vez!

El de la cicatriz se acercó con expresión furibunda y la nariz sangrando. La agarró por los
brazos igual que antes y se inclinó sobre su oído derecho.

—Como vuelvas a golpearme te juro que te meteré el puño por la garganta hasta ahogarte.

Laura se estremeció de terror. Aquello no podía estar pasando. Tenía que llegar alguien.
¿Dónde estaban los turistas?

—No tendréis un poco de agua, por casualidad. Llevo varios días cabalgando y se me ha
terminado.

La voz masculina sonó detrás de ella y la joven se volvió hacia el recién llegado con mirada
suplicante.

—¡Por favor! ¡Ayúdame! ¡Quieren violarme! —gritó.

—Vaya. —El desconocido bajó de su caballo—. Parece que la señorita no se encuentra


cómoda con la situación.

—¿Connell? —El que parecía el padre de los otros dos se encaró a él—. ¿Te han soltado?

—Eso parece —dijo el recién llegado.

—Lárgate, Connell —ordenó el que tenía un parche en el ojo, aún dolorido por la patada—.
Aquí no hay nada para ti.

—No seas imbécil, Patrick. Connell lleva mucho tiempo sin catar hembra. No creo que los
ingleses se hayan preocupado de aliviar sus necesidades masculinas —habló su padre.
Los hijos se rieron a carcajadas.

—¿Te la has meneado mucho, Connell? —El del parche, al que su padre había llamado
Patrick, añadió un gesto obsceno a sus palabras.

—Veo que tus modales no han mejorado nada durante el tiempo que he estado fuera, Patrick
—respondió el interpelado.

Laura lo miraba ansiosa, sin saber si iba a ayudarla o se iba a unir a la fiesta. Era enorme y sin
embargo sus movimientos eran suaves. Tenía el pelo rojo y le caía en mechones hasta las
mejillas. Los músculos de sus brazos se marcaban con cada gesto y era ágil como un gato a
juzgar por cómo acababa de saltar sobre una piedra para después caer al otro lado. Pero lo que la
sorprendió más era el parecido con…

—Tal y como yo lo veo —siguió el escocés recostándose contra la piedra y cruzando los
brazos delante del pecho—, esta señorita no está de acuerdo en satisfacer vuestras necesidades,
así que tenéis dos opciones: os marcháis por dónde habéis venido y os lleváis vuestras cosas u os
marcháis por dónde habéis venido con unos cuantos golpes muy dolorosos y algún miembro
amputado.

El que parecía el padre se volvió a mirarlo con expresión irónica.

—¿Nos vas a sacudir a los tres? Está claro que la zorra de tu madre no tuvo tiempo de
enseñarte a contar antes de palmarla.

—Esos modales, Frederic —avisó aquel al que habían llamado Connell—. Esa no es manera
de hablar delante de tus hijos. ¿Qué clase de educación les estás dando?

—Acabemos con él, padre —dijo Torquhil al tiempo que aumentaba la fuerza con la que
sujetaba a Laura.

Ella se revolvió con violencia, pero no consiguió soltarse. Miraba a Connell con la súplica en
los ojos. Estaba aterrada y al parecer aquel solitario y extraño escocés que también vestía la
típica falda escocesa, en su caso roja y verde, era su única salida.

—Marchaos por donde habéis venido —insistió, apartándose de la piedra y sacando su espada
—. Estaba cabalgando tranquilamente hacia mi casa, quería llegar a cenar al castillo y comerme
un buen asado. Llevo una larga temporada lejos de Turlom, como sabéis, y lo único que quiero
es comer y tumbarme en mi cama.

—Creíamos que estabas muerto —dijo Patrick.

—Pues no siento decepcionaros —habló—. ¿Sabéis a qué he dedicado todo este año que he
estado preso?
Dobló el brazo que sostenía la espada y se apartó la tela de la manga de la camisa para
mostrar un enorme músculo.

Patrick frunció el ceño con preocupación.

—Recuerdo que la última vez que me peleé con vosotros perdiste algo, ¿verdad, Patrick?

El susodicho se llevó una mano al parche.

—Y a ti te dejé un bonito adorno en la cara. —Miró en ese momento a Torquhil—. No sabéis


lo mucho que he aprendido este año. Los ingleses también tienen cosas que enseñar, no penséis.

—No queremos más problemas contigo. —Frederic claudicó al fin—. Torquhil, suéltala, nos
marchamos. Puedes quedártela para ti solo. Después de todo está demasiado flaca para
soportarnos a los cuatro.

Hizo un gesto a sus hijos que con reticencias obedecieron a su padre. Dieron la vuelta en
busca de sus caballos y se alejaron de allí sin volver la vista atrás.

Cuando los tres violadores se hubieron alejado lo suficiente el escocés con falda roja y verde
envainó su espada, caminó hasta su caballo y volvió a subirse a él.

—¿Vas a dejarme aquí? —preguntó Laura asustada.

El hombre giró su caballo y se colocó frente a ella.

—Sigue por ahí y llegarás al pueblo. —La miró con una ceja levantada.

—Pero puedo volver a encontrármelos. —Trataba de arreglarse la camisa de manera que le


tapase el sujetador.

—Te aconsejo ponerte ropa algo más decente —dijo él—. Así vestida volverás a tener
problemas.

Encaminó el caballo en la dirección que pensaba seguir e inició el paso.

—¡Espera! —gritó, corriendo hasta él y agarrando las correas de su montura—. No sé qué


está pasando.

El jinete la miró interrogador.

—Estaba en la cueva y el suelo ha empezado a temblar y cuando he salido todo está…


diferente.

Connell miró a su alrededor. Él llevaba un año fuera, pero lo veía todo exactamente igual que
siempre.

—Mira, mujer, estoy muy cansado. Como he dicho llevo días cabalgando y estoy deseando
llegar a…

—Me llamo Laura Martos. —La joven le tendió la mano.

El escocés la miró desconcertado y poco a poco una sonrisa se dibujó en su boca.

—Connell MacDonald —respondió, cogiéndole la mano y llevándosela a los labios.

Laura la apartó rápidamente sintiéndose aún más confusa.

—No eres de por aquí. —Él empezó a comprender—. Ese acento tan peculiar…

—Soy española.

Connell asintió. Quizá eso explicase su extraño atuendo, aunque él había conocido a unos
cuantos españoles y ninguno vestía así.

—Tienes el tobillo muy hinchado —lo señaló—. Así no podrás caminar mucho. ¿A dónde te
diriges?

—A la cueva —dijo Laura señalándola.

—¿A la cueva? —El rostro del escocés se descompuso en una mueca divertida—. ¿Vives ahí?
¿Eres una druida?

Laura lo miró malhumorada. Tenía que estar soñando, eso era. Aquello no estaba pasando de
verdad.

—¿En qué año estamos? —preguntó de pronto.

La miró unos segundos como si tratase de averiguar si hablaba en serio.

—1691, creo —respondió socarrón.

—No puede ser —susurró Laura riéndose—. Me he debido dar un buen golpe en la cabeza y
estoy inconsciente en la cueva. ¡Estoy soñando de nuevo!

Connell la miró ahora serio, empezaba a pensar que aquella pobre mujer estaba loca. Quizá el
terror que había pasado la había desquiciado hasta el punto de desvariar o ya lo estaba de antes,
no era su problema.

—Así que te llamas Connell MacDonald. —Lo miró con atención—. Te pareces muchísimo
al marido de mi amiga. Precisamente estoy aquí por su boda.

La mirada del joven cambió.

—¿Has venido para la boda de Luke? —preguntó molesto—. Y, por cierto, yo no me parezco
en nada a ese mentecato. No vuelvas a decir semejante cosa.

Laura entrecerró los ojos mirándolo con curiosidad.

—¿Te alojas en el castillo de mi…? ¿Del laird?

—¡No! Tengo que regresar a la cueva… —insistió, decidida y consciente de que aquel
escocés engreído y antipático no iba a ayudarla. Comenzó a caminar dando saltitos.

El escocés se cruzó de brazos observándola desde su montura. Recorrió tres metros antes de
caer al suelo gimiendo de dolor.

—Con ese pie no caminarás mucho sobre esas piedras —dijo Connell sin inmutarse—. Si eres
capaz de volver hasta aquí, te llevaré conmigo. La boda es en un mes, tienes tiempo de sobra de
recuperarte.

Laura miró hacia arriba de la montaña. Se levantó y fue arrastrando el pie hasta el caballo.

—No voy a cuestionarme nada de lo que has dicho —dijo, observándola desde el animal—,
no tengo cabeza para eso en estos momentos. Mi casa está en dirección contraria al castillo de mi
padre y no voy a cambiar mis planes por ti. Te ofrezco mi hospitalidad y, cuando estés
restablecida, haré que te lleven a Broch Deich. Una vez acabe la ceremonia y los festejos podrás
volver con las hadas que se ocultan en esa cueva.

Laura tuvo que reconocer que aquel rudo escocés tenía razón, de ningún modo iba a poder
subir hasta la cueva con el pie como lo tenía. Ni siquiera en sueños. Lo único que quería era una
cama para dormir, tenía que despertar de aquella pesadilla cuanto antes. Se agarró al brazo que le
ofrecía y Connell la levantó en el aire y la sentó delante de él.

—Agárrate a la crin —ordenó mientras iniciaban la marcha.

—¿Qué es Broch Deich? —preguntó Laura después de unos cuantos metros.

—Está claro que no llevas mucho por aquí. Es el castillo de mi padre y el lugar en el que se
celebrará la boda de Luke. ¿No te lo dijo Karen?

Laura frunció el ceño mientras su mente trabajaba en aquella curiosa trama que había ideado
su cerebro. Karen debía ser la mujer que iba a casarse con Luke, que era su hermano.

—Claro, por eso me sonaba el nombre —mintió, sonriendo sin que él la viese.
—De ahora en adelante debes tener cuidado con los Campbell —dijo con voz grave—. Ahora
te odian por mi culpa y esos tres son de la peor calaña.

—Claro porque antes me adoraban. —Movió la cabeza.

Connell sonrió y durante un buen trecho avanzaron en silencio. Laura buscaba alguna
explicación lógica a aquel sueño. De nuevo aparecía Evan, aunque en esta ocasión podía percibir
claras diferencias entre Connell y el marido de Julia. Connell tenía el pelo más oscuro y largo,
sus ojos eran penetrantes y nada suaves y su voz mucho más dura. En cuanto a su cuerpo… Evan
era un hombre sumamente atractivo, pero no tenía aquellos descomunales pectorales ni los
hombros tan desarrollados. Y sus labios… Sonrió, turbada por sus pensamientos.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Connell que había visto su sonrisa al girar la cabeza
para contemplar el paisaje.

—Pues que, para ser un sueño, todo esto resulta bastante real —dijo sin prevención—. Suelo
soñar mucho. Bueno, antes soñaba mucho. Ahora llevaba un tiempo sin soñar. Desde que soñé
contigo la otra vez.

El escocés frunció el ceño desconcertado.

—¿Soñaste conmigo?

Laura asintió sin borrar su sonrisa.

—Creí que era Evan, pero ahora veo que eras tú. No sois exactamente iguales, pero os
parecéis bastante.

Connell seguía confuso.

—No ocurrió nada impúdico entre nosotros —continuó Laura—. Yo respeto mucho a Evan,
lo aprecio sinceramente, pero como a un hermano. Aunque yo no he tenido hermanos. Mis
padres son padres adoptivos, así que tuvieron que conformarse conmigo.

—¿Los Campbell te han golpeado en la cabeza?

—En realidad yo golpeé a uno de ellos con mi cabeza. —Se rio—. Lo había visto en muchas
películas, pero nunca lo había hecho. ¡Ha sido genial! Creo que le he roto la nariz. Espero que la
factura del hospital le salga carísima.

—Pues creo que a ti también te ha dado fuerte —dijo él—, dices cosas muy extrañas.

—¡Oye! —exclamó, girándose para mirarlo—. ¡Estás en mi sueño, haz el favor de ser un
poco más amable!
—Tenemos un largo camino hasta Turlom, espero que en tu estado puedas soportarlo. Una
buena cena y una larga noche de sueño te ayudarán a recuperarte.

—¿Mi estado? —Laura volvió a mirarlo con desagrado—. Lo dicho, para estar en mi sueño
eres un impertinente.

Decidió seguir con sus pensamientos en silencio. El paisaje resultaba de lo más real, como
reales eran los movimientos del cuerpo que tenía pegado a su espalda y el olor que desprendía el
escocés, al que también le iría bien un buen baño. Aunque no olía tan mal como aquellos tres
hijos de… No recordaba que se hubiese podido percibir olores en los sueños. Habría jurado que
no. Bajó la mirada a los musculosos brazos que sostenían las riendas del caballo al tiempo que la
mantenían en la posición correcta. Se mordió el labio, preocupada. Todo era demasiado real,
nunca había tenido un sueño tan nítido. Miró hacia el camino dispuesta a no pensar. No
permitiría que el pánico hiciese presa de su ánimo, ya había tenido bastante terror por un día. Y
de ningún modo estaban en el siglo XVII. De eso estaba segura.
Capítulo 7

Empezaba a anochecer cuando vislumbraron la silueta del castillo. Laura estaba cansada y le
dolían todos los huesos, además del entumecimiento que sentía en el tobillo. Siendo un sueño
deberían haber llegado en un instante, sin embargo, había vivido cada hora de aquel trayecto. A
pesar de todo eso no pudo evitar sentir una punzada de emoción al ver la torre que se elevaba por
encima del resto y que parecía un montículo rocoso más que parte de una edificación.

—Ya estamos en Turlom —musitó Connell—. Es gratificante regresar a casa.

Laura se había recostado contra su pecho sin darse cuenta y los dos se movían al unísono con
la cadencia del caballo. Habían recorrido un angosto paisaje juntos y ahora avanzaban por el
sendero que los llevaría hasta la puerta del castillo que, según se acercaban, se iba haciendo cada
vez más grande e imponente.

—¿Tiene tres plantas? —preguntó.

—Sí —respondió escueto.

Dos grandes perros salieron de detrás del castillo y corrieron hacia ellos ladrando con gran
estruendo. Connell saltó del caballo y se agachó a abrazarlos restregando su rostro con los de los
dos chuchos.

—Tranquila, no hacen nada, son mansos como las gallinas —dijo, riendo—. Hace mucho que
no me ven, por eso están tan eufóricos. Te presento a Jock y Lis. Chicos, esta es Laura.

Después de unas cuantas carantoñas más el escocés se incorporó de nuevo y se acercó al


caballo para ayudarla a bajar. En lugar de sujetarla como antes y ayudarla a caminar, optó por
cogerla en brazos y entrar en la casa con ella.

—¡Dios bendito! —exclamó una mujer que había salido a recibirlos—. ¡Dios bendito!

—Mayssie, tranquila —dijo Connell riendo—, tan solo está lesionada y no puede caminar.

—¡El señor ha regresado! —gritó la mujer eufórica—. ¡Dios bendito!

Connell entró en la casa mientras el servicio acudía desde distintos lugares para comprobar
con sus propios ojos que lo que Mayssie gritaba era cierto.

—¡Señor Connell! —Un hombre de edad avanzada lo miraba con solemnidad—. Hemos
rezado mucho por usted.
—Lo sé, lo sé, Ranald, y como ves vuestros rezos han surtido efecto —sonrió—. Luego
hablamos, ahora voy a llevar a esta señorita a una habitación para que descanse. Se ha hecho
daño en un tobillo.

—Enviaré a Marie para que la atienda, señor —dijo el criado—. Y bienvenido. Es una alegría.

—¿Entonces no es su novia? —insistió Mayssie siguiéndolo a las escaleras—. Esta casa


necesita una mujer, señor MacDonald, y usted también.

—Mayssie, para qué quiero más mujer teniéndote a ti. Deberías casarte conmigo de una vez.

—¡Pero qué cosas dice! —Mayssie se rio a carcajadas, adelantándose—. Déjeme que abra la
puerta.

Connell la depositó sobre la cama con delicadeza mientras la criada descorría las cortinas y
abría la ventana.

—Ordena que nos preparen el baño, Mayssie. Yo huelo como un zorro y ella necesita
relajarse —ordenó, caminando hacia la puerta—. Y sirve la cena a las ocho. ¡Estoy hambriento!

Laura lo vio salir del cuarto con expresión embobada y después volvió la cabeza hacia
Mayssie, que la observaba con los ojos entrecerrados.

—¿Qué clase de ropa lleva puesta? —preguntó sin poder contenerse.

Laura se miró y volvió a mirarla antes de responder.

—Soy de España. —Se encogió de hombros esperando que la mujer no fuese muy ducha en
geografía.

El baño le sentó de maravilla y el dolor del pie pareció calmarse después de permanecer en el
agua durante un buen rato con aquellas hierbas que Marie había esparcido en ella.

La criada la ayudó a secarse y vestirse, lo que a Laura le resultó muy raro, y después la
acompañó hasta el comedor donde Connell la esperaba para empezar a cenar.

—Siento haber tardado. —Se colocó la servilleta sobre el regazo—. No estoy acostumbrada
a… todo esto.

—Esa ropa te sienta muy bien —dijo Connell visiblemente admirado.


Laura sintió que se ruborizaba y centró la atención en su plato. Verduras y un gran trozo de
carne grasienta con una salsa brillante y oscura. Aquello debía tener un millón de calorías.

—Come —ordenó Connell—, tu cuerpo no tiene reserva ninguna y hoy has tenido muchas
emociones.

Laura movió el pedazo de carne con el tenedor y le dio varias vueltas antes de decidirse a
atacarlo con el cuchillo. Le sorprendió la textura suave de la carne y el delicioso sabor de la
salsa.

—Y dime, Laura, ¿de qué conoces a Luke? Es un poco extraño que hayas venido desde
España tú sola para asistir a la boda de mi hermano.

—No, yo…

—¡Connell, bribón! —La puerta del comedor se abrió y un hombre barbudo de gran tamaño
irrumpió en la habitación yendo directamente hacia el escocés, que se puso de pie y se abrazó a
él dándole sonoras palmadas en la espalda.

—¡Malcolm! ¡Viejo cascarrabias!

—¿A quién llamas viejo? Cuando tú tengas mi edad tendrán que sonarte los mocos.

Laura siguió comiendo sin dejar de observarlos, después de todo aquel era su sueño y no
quería perderse nada. El hombretón se volvió hacia ella entonces y la miró con curiosidad.

—¿Los ingleses te han soltado y encima te han dado una mujer? —Se acercó a ella y el fuerte
olor que despedían sus ropas hizo que la joven arrugase la nariz involuntariamente.

—Ha venido a la boda de Luke y la encontré teniendo una mala conversación con Frederic
Campbell y los dos tarados que tiene por hijos —explicó Connell volviendo a su sitio en la mesa
—. Siéntate a cenar con nosotros. Mayssie, ponle un plato a mi tío.

La criada ya iba preparada para ello y se apresuró a colocar las cosas para que aquel al que
habían llamado Malcolm se sentara cuanto antes y dejase de hacerle cosquillas.

—Veo que sigues teniendo las manos tan largas como siempre, Malcolm MacDonald. —Lo
miró con fingido enfado—. Siéntate de una vez en esa silla si no quieres que te rompa la cabeza
dura esa que tienes.

—Mírala, en el fondo se muere por mis huesos —dijo el tío de Connell obedeciendo.

—Voy a ordenar que te preparen el baño para quitarte esa mugre que te acompaña
—sentenció Mayssie caminando hacia la puerta y saliendo del comedor.
Malcolm acercó su nariz a una de sus axilas y aspiró con fuerza.

—No huelo nada. —Se encogió de hombros.

Pues necesitas una nariz nueva, esa ya no te sirve —pensó Laura bajando la mirada a su plato
para disimular.

—Así que tuviste un encuentro con los Campbell —dijo Malcolm al tiempo que se servía un
gran trozo de carne.

Laura asintió, pero no dijo nada.

—¿Es muda? —preguntó a su sobrino.

Connell sonrió y negó con la cabeza.

—No. Es española, pero chapurrea lo suficientemente bien nuestra lengua como para que
incluso tú la entiendas.

Malcolm la miró con fijeza esperando que dijese algo, pero Laura no sabía qué decir y siguió
comiendo como si no fuese con ella.

—Imagino que te has librado de los Campbell con una buena dosis de mamporros.

—No ha hecho falta. Frederic no quería jaleos.

—Supongo que tu aspecto le ha quitado las ganas de ello —dijo—. ¿Qué has estado haciendo
en esa cárcel para haber desarrollado tanto esos músculos?

—Tenía mucho tiempo libre. —Connell se encogió de hombros.

—¿Y qué vas a hacer con ella?

—Le he ofrecido mi hospitalidad hasta que se recupere. Después haré que la lleven a Deich.

—¿No vas a ir a la boda? —Malcolm se puso serio—. Es una buena excusa para hacer las
paces con tu padre y recuperar el sitio que te corresponde.

—Yo ya estoy en el sitio que me corresponde —respondió con una mirada helada que hizo
que Laura dejase de comer—. Soy un bastardo y mi padre me quiere lejos de él. Turlom es mi
hogar y lo único que necesito después de una guerra y la prisión es un poco de paz.

—¿Crees que eso es posible? —preguntó Malcolm poco convencido.


—Mientras Jacobo siga en Francia…

—¡Ya basta!

Los dos hombres miraron a Laura sorprendidos. La joven se había puesto de pie empujando la
silla y tirando la servilleta sobre el plato con cierta violencia.

—Vamos a ver. Pase que la comida tenga sabor, que el olor espantoso que desprende este
hombre me llegue a través de la mesa, todos sabemos que los sueños pueden ser tremendamente
realistas, pero es que ahora mismo me estoy meando y eso sí que no puede pasar en un sueño.
Todo el mundo sabe que si sueñas que meas mojas la cama y yo dejé de mojarla hace muchos
años. Así que ya está bien, esto tiene que acabarse aquí y ahora. Solo falta que tenga que ir a
mear al campo o a uno de esos lavabos de madera horribles y llenos de bichos.

Los dos hombres la miraban con expresiones que iban de la curiosidad a la estupefacción.
Laura se puso las manos en la cintura y golpeó el suelo con el pie durante unos segundos.

—Que está muy bien esto de soñar con el pasado y es divertido imaginar que llevo estos
vestidos. —Se sacudió la falda—. Pero no creo que sea bueno que esté tumbada en la cueva tanto
rato a mis cosas. Si tardo demasiado en despertar a saber lo que puede ocurrirme. Podría
haberme abierto la cabeza en la caída… ¡Dios Santo! ¿No estaré muriéndome? Eso explicaría
que este sueño sea tan… raro.

—Está como una cabra… —Malcolm frunció el ceño sin dejar de mirar a Laura con la boca
abierta.

Connell se recostó en el respaldo de la silla y apoyó las manos en los reposabrazos mirándola
con preocupación.

—¿Por qué me miráis así? —Laura se acercó a él con decisión—. No digo que no seáis
personajes interesantes, lo parecéis al menos, aunque mi cerebro no ha creado demasiada
información sobre vosotros… Vamos a ver. —Empezó a pasearse alrededor de la mesa—.
Malcolm es tu tío, probablemente hermano de tu padre. Él ha cuidado de ti porque no te llevas
bien con tu progenitor. Es típico, pero efectivo. No tengo claro por qué te detuvieron los ingleses,
pero siendo escocés y estando en 1691, el rey Jacobo tuvo algo que ver. Debiste luchar en uno de
los levantamientos, claro. Pareces el clásico personaje masculino atormentado por alguna
desgracia del pasado…

—¿No deberías buscar un médico? —preguntó Malcolm mirando a su sobrino—. Está claro
que está delirando.

—Sospechaba que no solo se había hecho daño en un tobillo —aseveró Connell poniéndose
de pie—. Voy a decirle a Mayssie que mande a buscar al doctor Anderson.

—¿Adónde vas? —le espetó Laura con las manos en la cintura.


Connell se detuvo, sorprendido por su vehemencia.

—Necesitas un médico —habló muy serio.

—¿Un médico para qué? ¿No sabes que en un sueño no puedes hacerte daño? Mira. —Laura
se dirigió a la mesa, cogió el cuchillo con el que había cortado la carne y sin dudarlo lo pasó por
su antebrazo.

La sangre empezó a brotar al tiempo que la joven lanzaba un alarido de dolor y soltaba la
herramienta con espanto.

—¡Me he cortado! —exclamó—. ¡No puede ser! ¿No ves que estoy sangrando? Dios, esto no
está pasando. No esta…

Connell corrió hacia ella y la cogió antes de que cayese desmayada.

Laura abrió los ojos lentamente. La habitación estaba en semi penumbra, tan solo una vela
titilaba sobre la mesilla de noche. Todo estaba en silencio hasta que ella lanzó un largo y sentido
suspiro. Se incorporó, apoyándose en los codos, y gimió al notar el dolor del brazo. Se lo habían
vendado y también le habían puesto una especie de camisón.

Se dejó caer en los almohadones y fijó la vista en el techo. Iba a tener que ir aceptando la idea
de que aquello no era ningún sueño. Le gustase o no estaba en el siglo XVII. Era una locura y el
mero hecho de planteárselo le hacía darse cuenta de que probablemente su cerebro había dejado
de funcionar de manera racional. Se miró la herida del brazo. Era real, muy real. Desde luego, no
estaba soñando. Al mirar hacia la ventana vio la figura masculina recortada por la luz de la luna.
El escocés se volvió hacia ella y, al ver que ya había despertado, se acercó hasta sentarse en la
cama.

—Por fin despiertas —dijo con una sonrisa.

Laura sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Un profundo sentimiento de pérdida se
apoderó de su ánimo. Estaba en un mundo hostil al que no la ataba nada ni nadie. No tenía
adónde ir ni a quién acudir para pedir ayuda, tan solo aquel rudo y salvaje highlander que la
habría dejado sola en aquel páramo sin remordimientos. Por muy atractivo que hubiese resultado
en un sueño o en una novela, aquello era la vida real y su dureza no tenía nada de romántico.

—¿Estás mejor?

Laura negó con la cabeza y las lágrimas cayeron de sus ojos.


—¿Por qué lloras, muchacha? Aquí no va a pasarte nada malo.

—Estoy muy asustada. —Se acurrucó bajo las sábanas—. Sé que piensas que estoy loca, pero
no lo estoy. Creía que estaba soñando porque yo siempre tengo sueños extraños…

—Pero ahora que ya sabes que esto no es un sueño no tienes nada que temer. En cuanto tu
tobillo se recupere te llevaré al castillo de mi padre y después de la boda podrás volver a tu casa,
a España, con tu familia.

—Tú no lo entiendes… —gimió—. No puedo volver allí.

Connell frunció el ceño y la observó con atención.

—¿No puedes volver a tu casa?

Laura negó con la cabeza y más lágrimas rodaron por sus mejillas. Pensaba en sus padres, en
lo mucho que habían sacrificado para tenerla y ahora iban a perderla para siempre. Y en las
chicas… Se giró poniéndose de lado y ocultó la cara en la almohada para tratar de ahogar los
sollozos. Connell puso una de sus enormes manos sobre su pequeño hombro.

—No llores, mujer. ¿Tus padres no te quieren?

—¡Mis padres no están! ¡Ni mis amigas! ¡Nadie que conozca está en ninguna parte!
—sollozó.

Connell apartó la mano y la miró con atención mientras su cabeza elucubraba tratando de
encontrar los motivos que podrían haber hecho desaparecer a todas las personas que conocía.

—¿Están todos muertos?

Los sollozos de Laura arreciaron y Connell volvió a poner una mano en su hombro para tratar
de trasmitirle seguridad.

—Sea como sea no tienes nada que temer mientras estés aquí… Mi hermana llegará pronto y
podrás hablar con ella, sé que a las mujeres os gusta poder hablar de vuestras cosas.

Los sollozos de Laura no cesaron a pesar de ser consciente de lo inusitadamente amable que
estaba siendo el escocés. Ella necesitaba a su familia, a sus amigas y temía no volver a verlos.
Connell no sabía cómo reaccionar, nunca había estado en una situación semejante. Ni él ni nadie.

—¿Hay algo que pueda hacer para que dejes de llorar así? —preguntó.

Se limpió las lágrimas con las sábanas y sorbió las que se habían colado por el conducto
nasal. Después se sentó en la cama muy despacio y, con las manos en el regazo, lo miró con la
expresión de un cordero a punto de ser degollado.

—¿Tienes una hermana? —preguntó.

Connell asintió sonriendo aliviado.

—Hermanastra, en realidad. Ella es hija de mi padre y de su esposa. Ya oíste que yo soy un


bastardo —lo dijo con desafiante expresión, como si la retase a despreciarlo por ello.

Laura no se inmutó.

—¿Tu madre no vive aquí contigo? —preguntó.

—Mi madre murió hace años. —En su rostro se evidenciaba el desconcierto que sentía por su
reacción tan natural.

—¿Y no te llevas bien con tu padre?

—Lo explicaste muy bien en tu discurso —sonrió—. Mi tío es hermano del laird y es lo más
parecido a un padre que he…

—Típico —le cortó sin darse cuenta.

Connell frunció el ceño.

—¿Conoces a muchos como yo?

—Algunos —respondió, pensando en John Snow.

—¿En tu país no se menosprecia a los bastardos? —preguntó Connell con curiosidad.

—En el lugar en el que yo vivo no. A nosotros nos da igual quiénes sean tus padres, lo que
nos importa es lo que hagas tú.

—Interesante lugar —dijo pensativo.

—¿Y tienes más hermanos? —siguió preguntando la periodista.

Connell asintió.

—Aparte de Margaret, a la que veremos pronto, están Luke, Rose, Ian y Peter.

—Una gran familia. —Laura encogió las rodillas y se abrazó a ellas, pero la herida en el brazo
la obligó a volver a la posición anterior.
—Te hiciste un buen corte con el cuchillo de carne, espero que no se te infecte. Anderson te
limpió la herida, pero dijo que debíamos vigilar que no tuvieses fiebre.

Laura se miró la venda y después a él.

—Aún no te he dado las gracias. —Se emocionó otra vez—. Si no hubieses intervenido
cuando aquellos energúmenos…

—No te aflijas, muchacha —sonrió, incómodo. Estaba claro que no le gustaba que fueran
demasiado amables con él. Se puso de pie como si un muelle lo hubiese expulsado de la cama—.
Te dejaré descansar. Mañana cuando amanezca lo verás todo con mucho mejor ánimo.

Caminó hasta la puerta y salió sin decir nada más. Laura se quedó con la mirada fija en la
madera durante mucho rato con un millón de pensamientos macabros danzando en su cabeza.
Capítulo 8

Laura abrió los ojos y la luz de la mañana hizo que volviera a cerrarlos rápidamente. Se acordaba
de la noche anterior, pero eso no hacía que su confusión fuese menos acentuada. Marie trasteaba
por la habitación, motivo por el que se había despertado y, después de unos segundos en los que
recabó la fuerza que necesitaba para enfrentar lo que se le venía encima, la invitada se sentó en la
cama y abrió bien los ojos para observar a la criada con atención.

—Buenos días. —Llamó su atención.

Marie se volvió hacia ella con una sonrisa y después siguió colocando diversas cosas sobre un
mueble que parecía hacer las veces de tocador.

—Le he traído algunas cosas para su arreglo —dijo la joven criada—. Enseguida la ayudo a
vestirse.

Laura miró las prendas de ropa con un sentimiento inquietante. El día anterior dejó que la
vistiera, pero entonces creía que era un sueño. Saber que todo estaba ocurriendo de verdad
acrecentaba su natural pudor. Vio una camisola, una falda granate y un corpiño color hueso.
También estaban las medias y los zapatos. Se levantó de la cama y se acercó a Marie.

—¿Para qué es todo eso? —preguntó.

—¿No utilizan estas cosas en su país? —La miró, interrogadora.

—No estoy segura —respondió Laura al tiempo que cogía un palito oscuro y lo miraba
confusa.

—Esto es para las cejas —explicó—. Y con esto de aquí puede pintarse los ojos, ¿ve? Así.
—Extendió un poco de polvo sobre el párpado—. También tenemos estos polvos para el rostro.

Laura se maravilló al ver que las mujeres del siglo XVII utilizaban casi tantos potingues como
las de su época.

—A mí no me gustan mucho estas cosas —dijo—. Solo utilizaré esto para los ojos y esto para
los labios.

Marie se encogió de hombros.

—Como desee. —La criada le indicó el lugar en el que estaban sus ropas y la ayudó a quitarse
el camisón.
Laura se encontró completamente desnuda frente a Marie y se preguntó por qué se sentía tan
incómoda. Cuando iba al gimnasio se paseaba desnuda por el vestuario sin ningún pudor. De
hecho, cuando María le decía que ese era uno de los motivos por los que ella no hacía deporte
Laura solía decirle que el cuerpo no es más que un montón de células unidas por simpatía, a lo
que la profesora le respondía que la teoría se la sabía muy bien, pero que la práctica era otra cosa.

—Una de mis mejores amigas se llama como tú, María —dijo en voz alta.

—María —repitió la escocesa con un marcado acento.

Laura asintió y levantó los brazos para que le colocase la camisola blanca de fino algodón
intentando mostrarse indiferente a pesar de la incomodidad. Después siguieron las faldas y el
corpiño. Pero cuando la criada quiso ponerle las medias se negó en rotundo.

—Puedo hacerlo sola —aseguró.

Marie se encogió de hombros y recogió la habitación mientas ella terminaba de ponerse su


atuendo.

—El señor la espera para desayunar —anunció.

Laura entró en el comedor y fue a sentarse directamente en el mismo lugar que había ocupado
el día anterior. Connell se puso de pie en cuanto la vio entrar.

—Buenos días. Espero que hayas podido descansar. —Se sentó después de que lo hiciese ella.

—Sí, gracias —dijo sin demasiado convencimiento.

El aspecto de Connell había mejorado mucho después del baño, el afeitado y el corte de pelo,
pero a pesar de eso se sentía cohibida y asustada cuando estaba frente a él. No es fácil asimilar
que estás en un siglo en el que el hombre tiene todo el poder y las mujeres son menos
importantes que su caballo.

—Al final no me contaste de qué conocías a Karen —dijo Connell llamando su atención.

Laura dio un pequeño respingo que esperó que él no hubiese captado, cosa difícil porque no le
quitaba ojo.

—Yo… —Levantó la mirada y clavo sus ojos en él—. No la conozco de nada, me lo inventé
todo.
Connell frunció el ceño.

—¿Que te lo inventaste todo?

—Lo de la boda… —admitió con expresión culpable—. Nadie me ha invitado en realidad.

Connell la miraba con expresión desconcertada.

—¿Por qué mentiste?

—No lo sé —dijo sincera—. Temí que me abandonaras a mi suerte.

Connell sintió una punzada de desconfianza. Estaba claro que aquella mujer ocultaba algo, ya
no tenía ninguna duda. Pero ¿qué podía ser? Una idea empezó a fraguarse en su mente. ¿Y si era
una espía de los ingleses? Su liberación fue algo que no esperaba. Beatrix tuvo mucho que ver en
que no lo mataran, pero ni siquiera la hija del comandante Hennessey tenía tanto poder como
para hacer que lo soltaran después de un año.

El escocés se recostó contra el respaldo de la silla y observó a su invitada, que comía en


silencio. Sus ademanes eran lentos y nerviosos. Estaba claro que se sentía atemorizada por él.
Pero no le había dado ningún motivo para tenerle miedo. Se había comportado de un modo
demasiado correcto para lo que solía ser. Entonces, ¿por qué lo temía?

Laura levantó la mirada del plato y la fijó en su anfitrión. Por un breve instante captó una
furiosa expresión, un fuego rojo capaz de arrasar un bosque entero brillando titilante en sus
pupilas. Fue apenas un segundo, pero fue tiempo suficiente para que comprendiese que no se
encontraba ante un hombre del siglo XXI sino ante alguien acostumbrado a que se hiciese su
voluntad. Capaz de luchar cuerpo a cuerpo y matar a otro ser humano…

La joven empezó a toser desesperada y se quedó sin respiración. Connell se levantó


rápidamente y fue hasta ella levantándola de la silla y rodeándole la cintura desde atrás. Apretó
con tanta fuerza que Laura sintió crujir sus costillas y, como un proyectil, un pedazo de pan salió
disparado de su garganta. Respiró de nuevo cuando él la soltó, dejándola apoyada sobre la mesa.
Lo miró sorprendida, no imaginaba que ya conociesen ese método en la época.

—Te he dado mi hospitalidad, creo que merezco un poco de sinceridad por tu parte —dijo
muy serio.

Laura seguía apoyada con las manos en la mesa y respiraba despacio. Giró la cabeza para
mirarlo y el cabello le cubrió parte del rostro.

—No pretendo engañarte, tan solo… hay cosas que no puedo contarte.

Connell apretó los labios.


—¿Nuestro encuentro fue fortuito o venías siguiéndome?

—¿Siguiéndote? —Se incorporó y lo miró de frente—. ¿Crees que te estaba persiguiendo?

—Te lo pregunto.

—¡No! Yo solo… estaba… la cueva… ¡Oh, déjalo! —Hizo un gesto con la mano como si
espantara sus pensamientos.

¿Cómo iba a contarle la verdad? ¿Qué persona en su sano juicio la creería? Se preguntó cómo
tratarían a los locos en ese siglo. Quizá los abandonaban en medio del bosque para que se
encargasen de ellos los animales salvajes. O peor, los encerraban en lo alto de la torre bajo siete
llaves. Lo que tenía claro era que Connell MacDonald no sería un amigo comprensivo después
de eso.

—No me eches de tu casa, por favor —pidió, asustada.

—Está claro que me ocultas algo —dijo él muy serio—. Te salvé, te ofrecí el amparo de mi
hogar y de mi arma y aun así no confías en mí. Te diré que hay pocas personas en el mundo que
me hayan ofendido de este modo y sigan respirando. No voy a echarte, tranquila, a pesar de todo
soy un MacDonald y nosotros no hacemos eso. Pero a partir de ahora no nos sentaremos juntos a
la mesa y te pido que, mientras sigas aquí, me evites en la medida de lo posible. Hizo un gesto de
saludo con la cabeza, caminó con determinación hasta la puerta y salió del comedor, dejando a
Laura con un enorme sentimiento de culpa comprensible tan solo por lo trascendente de sus
palabras. Estaba claro que para aquel hombre su silencio era algo imperdonable, aunque para ella
no tuviese la más mínima importancia. En el siglo XXI la gente se oculta cosas constantemente.
No hay un código tan estricto en el que el honor puede depender de una palabra no dicha. Se dejó
caer en la silla exhausta. La tensión emocional que percibía en todo su cuerpo no tenía una
explicación lógica. ¿Qué le importaba a ella lo que Connell MacDonald sintiese o pensase? Era
un troglodita, un hombre que no conocía más que un apretado lugar de su anacrónico mundo. No
había viajado en avión hasta la otra punta del planeta, no sabía qué era el ADN ni había
escuchado cantar a Michael Jackson. Cerró los ojos y se limpió la cara en un estado de confusión
total. ¿Estaba llorando? ¡Lo que faltaba! Respiró hondo, tratando de calmarse y de buscar un
sentido a todo lo que le estaba pasando. ¿De verdad iba a tener que vivir el resto de su vida en
aquella época? ¿En serio se estaba planteando esa locura como una realidad?

—Un infarto habría estado bien —dijo en voz alta por si el Hacedor tenía la oreja puesta—.
No tengo miedo a morir, te lo he dicho muchas veces. No hace falta que sea con dolor, no quiero
que me atraviesen con una espada, pero no despertarse tampoco sería tan terrible.

¿Qué estaba diciendo? ¿Desde cuándo se había vuelto una cobarde? Estaba allí por algo,
aquello escapaba a todo raciocinio, pero no saber algo no significa que no tenga una explicación.
Si ella le contase a Connell lo que es el ADN y él se esforzase por entenderlo, sería contra todo
su raciocinio. Desde su punto de vista sería algo más cercano a la magia que a la verdad empírica
que conocía. Y sin embargo era ciencia, no magia. Apoyó los codos en la mesa y la cabeza en las
manos. Necesitaba pensar, serenarse. No podía contarle la verdad, no podía arriesgarse a que la
echara de su casa, a que le retirase su protección. Al menos no hasta que pudiese defenderse por
sí misma. Debía aprender, eso era. Ni siquiera sabía cómo se cogía una espada.

Se levantó resuelta y salió del comedor.

Connell escuchó los gritos desde las caballerizas y salió a ver qué ocurría.

—No puedo dejarla, señorita, si se hace daño…

—No me haré daño. —Laura apretaba la empuñadura de la espada a pesar de que el


muchacho no quería soltarla—. Tengo dos manos como tú y puedo aprender perfectamente.

Connell los observaba incrédulo.

—¿Se puede saber qué pasa, Euan?

—La señorita quiere que le enseñe a usar la espada, señor —explicó el joven soltándola por
temor a que se hiciese daño en el forcejeo y acabase recibiendo una buena tunda de su señor.

Connell miró a Laura con el ceño fruncido, pero ella en lugar de amilanarse levantó la barbilla
y lo miró desafiante. Eso sí, la punta de la espada descansaba en el suelo, no se esperaba que
pesara tanto.

—Déjanos solos, Euan —ordenó el highlander.

Se acercó a ella y le quitó la espada de las manos con decisión. Laura no habría podido
resistirse, aunque lo hubiese intentado. Lo miró, apretando los labios.

—¿No puedo aprender a usarla?

Connell levantó una ceja.

—¿Para qué quieres aprender?

—Para poder defenderme. Está claro que este mundo está plagado de peligros y no quiero
tener que depender de desconocidos.

El escocés la miraba desconcertado.


—¿Este mundo?

—Quiero decir este país —rectificó rápidamente.

—Ya veo.

—No sé cuánto tiempo estaré aquí…

—¿Aquí, en mi casa?

—No, aquí en… Escocia.

—Dijiste que no tenías a nadie en España.

—No tengo a nadie en ninguna parte —reconoció con la desolación en su mirada, pero
rápidamente la sustituyó por orgullo—. Eso me abre un mundo de posibilidades.

Connell asintió pensativo.

—No es buena idea que aprendas a usar la espada. Pesa demasiado y tú eres… muy poca cosa
—dijo—. Primero habría que enseñarte a utilizar lo que tienes. Tus brazos y piernas sirven para
algo más que para lo que los usas.

—¿Y no podrías ampliarlo un poco? —preguntó con ironía—. No sé, un cuchillo o algo…

El escocés sonrió divertido y asintió.

—Eso vendrá después. Incluso llegaremos a la espada… cuando seas capaz de caminar sin
tropezar con tu sombra.

Laura sonrió suavemente y él la imitó.

—Creía que íbamos a ser enemigos a partir de ahora —dijo ella.

Connell amplió más su sonrisa y no respondió.


Capítulo 9

Laura estaba empapada en sudor y jadeaba como si hubiese corrido una maratón. Estaba
exhausta. Connell la miraba divertido. Llevaban tan solo dos horas entrenando y parecía haber
llegado al límite de su capacidad.

—¿Cuántas horas puede llegar a durar una batalla? —preguntó, recostada contra un árbol.

Se habían sentado a la sombra después de que Connell fuese a buscar algo de comer y una
cantimplora de vino.

—Muchas —dijo él y después bebió un largo trago dejando caer el líquido desde cierta
distancia hasta su boca.

Laura trató de hacer lo mismo y se manchó el corpiño.

—¡Oh! —exclamó, tratando de limpiarlo con las manos.

—Te tiemblan las manos. —Parecía divertido.

—Jamás podré defenderme, soy un desastre. Está claro que no sirvo para esta época.

—¿Por qué hablas así? —preguntó él con curiosidad—. Siempre mencionas la época en la que
estamos y hablas de Escocia como si se tratase de otro mundo distinto al tuyo.

—En cierta manera lo es, ¿no? —Trató de sonar convincente—. Cada país tiene sus
costumbres y maneras de hacer. Pero no me cambies de tema. Háblame de la guerra.

Connell frunció el ceño, desconcertado.

—¿Quieres que te hable de la guerra?

Laura asintió.

—Esto sí que es raro. Ninguna mujer quiere que le hablen de eso.

—Debe de ser terrible —dijo Laura pensativa—. Matar a otro ser humano contra el que no
tienes nada…

—No puedes pensar en eso —respondió muy serio—, debes centrarte en sobrevivir. Es como
si durante el tiempo que dura la batalla solo hablase tu instinto de supervivencia. No pensar en
nada, tan solo avanzar buscando una salida. Hasta que todo se queda en calma, una calma
estremecedora y espesa en la que se escuchan gemidos exhaustos, pero nada se mueve.

—Habrás visto morir a mucha gente.

Asintió.

—Buenos amigos, familia… La vida es un lugar de paso, no estamos aquí para quedarnos.
—Se sacudió la melancolía—. Morir por algo en lo que crees tiene su valor. Es mucho más
terrible morir por azar o por un mal paso.

Laura comprendía lo que quería decir y estaba de acuerdo.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó con curiosidad.

—Treinta y dos —respondió.

No eran solo los seis años que los separaban, además Connell había vivido experiencias
cercanas a la muerte y eso, unido a una infancia desgraciada y a no tener el apoyo y el cariño de
su madre, lo había hecho madurar deprisa. En cambio, ella…

—Tengo que ausentarme y no volveré hasta mañana —explicó el escocés de pronto—. Debo
visitar a alguien.

—¿Una mujer? —lo dijo sin pensar y se arrepintió en cuanto se escuchó.

Había ironía en la sonrisa de Connell.

—No hay ninguna mujer —admitió—. Y si la hubiese habido seguramente ahora estaría con
otro.

—¿Porque has estado un año preso? —preguntó confusa.

—Al principio todos creyeron que había muerto. Hasta hace tres meses no supieron que
estaba preso.

—¿Por qué no te mataron? Por lo que he oído contar sobre los ingleses no parecen ser de los
que perdonan a sus enemigos.

Connell apoyó el brazo en su rodilla doblada y la miró torciendo ligeramente la cabeza. Los
rayos del sol le daban de refilón en la cabeza y hacían brillar su pelo con destellos rojizos. Laura
sintió algo en el estómago, un encogimiento tenso que no supo catalogar. Su corazón se aceleró y
se mordió el labio, inquieta. Apartó la mirada, centrando su atención en la hierba que acariciaba
con la mano.
—No lo sé —respondió él—. Lo cierto es que fusilaron a todos los que capturaron excepto a
un MacFarlane y a mí. Los dos estábamos gravemente heridos y parece que para los ingleses
matarnos en esas condiciones superaba su eximio código de honor. Nos llevaron a un hospital y
cuando estuvimos curados nos encerraron en una apestosa prisión. MacFarlane vivió ocho meses.
Cuando enviaron sus pocas pertenencias a su mujer con una nota metieron por error algo que me
pertenecía. Ella se lo hizo llegar a mi familia y así supieron que estaba preso.

Laura pensó que el destino era muy curioso.

—Yo le prometí que si sobrevivía iría a ver a su familia y me aseguraría de que estaban bien.

—¿Y es ahí a donde vas?

Connell asintió.

—Es un bello gesto. —Bajó el tono.

Connell sonrió, pero no dijo nada.

A la mañana siguiente, cuando Marie entró en la habitación de Laura la encontró vestida y


lista para bajar a desayunar. Como debería hacerlo sola no quiso que la llevara al comedor y
pidió si podía comer algo en la cocina. Marie no pareció sorprenderse y la acompañó hasta el
santuario de la señora Beaton. Al entrar en la cocina la recibió un fuerte olor, aunque no pudo
identificar qué era lo que lo producía. La cocinera vertió una masa blanquecina y semi líquida en
un recipiente de madera y se lo ofreció. No resultaba nada apetecible y su estómago se agitó
incómodo, advirtiéndole de lo que ocurriría si se le pasaba por la cabeza tragarse aquello. Lo
rechazó con mucha educación y después de revisar lo que se le ofrecía cogió un poco de pan, lo
untó de melaza y se lo llevó hasta un rincón donde se sentó a comérselo.

—No se preocupen por mí —sonrió—, hagan como si no estuviese.

Mientras comía observó a la señora Beaton trabajando la masa para el pan y no pudo evitar
acordarse de su madre. De pequeña la dejaba meter sus pequeñas manitas en una correosa mezcla
que se convertía mágicamente en galletas después de pasar por el horno. Una punzada de tristeza
la atravesó como un fino alambre y cortó su respiración. No podía pensar en que nunca iba a
volver a verla sin sentir aquel terrible dolor.

—Lo que tiene que hacer su hermano es buscarle un buen marido —decía la cocinera sin
apartar la mirada de la masa—. Esa niña está demasiado mimada y acabará dándoles un disgusto.
—Es muy guapa —dijo Susan, la ayudante de la señora Beaton—. Debe de tener muchos
pretendientes.

—Se parece al señor —afirmó Marie.

—¡Ca! El señor es el hombre más guapo de Escocia —dijo la señora Beaton—. ¡Quién
tuviera treinta años menos…!

Laura pensó que la señora Beaton tenía razón, Connell MacDonald era el hombre más
atractivo que había conocido. A pesar de su mirada fiera y salvaje tenía un rostro noble y un
porte elegante, aunque algo rudo. Sus rasgos parecían haber sido cincelados sobre el mármol,
eran firmes y marcados como los músculos de sus brazos.

—La señorita Margaret también es hermosa —insistió Marie.

—Pero se comporta como un muchacho y ahuyenta a sus pretendientes. No ha habido uno


solo al que no haya tirado del caballo, golpeado o ensartado con una flecha.

Susan se rio a carcajadas.

—¿Se acuerda de Ian MacKenzie? ¡Estuvo un mes sin poder sentarse en una silla!

Las otras dos mujeres se contagiaron de su risa y Laura no pudo contener su curiosidad.

—¿Qué pasó? —preguntó, acercándose a la mesa en la que trabajaban.

—Se atrevió a darle una palmada en el trasero y ella colocó un clavo en un cojín e hizo que se
sentara sobre él —explicó Susan entre risas.

Laura se tapó la boca con la mano para ahogar una exclamación.

—¡Tendría que haber visto cómo gritaba el pobre muchacho! —siguió la pinche de cocina—.
Y la señorita MacDonald haciéndose la sorprendida.

—¿A quién se le habrá ocurrido poner eso ahí? Ja, ja, ja, ja, ja —imitó la cocinera—. Es una
jovencita muy testaruda. Si no tiene cuidado se quedará soltera o su padre la obligará a casarse
con alguien que pueda doblegar su espíritu rebelde.

—¿Por qué tendría que obligarla? —intervino Laura—. ¿No puede elegir con quién va a vivir
el resto de su vida?

La señora Beaton la miró frunciendo el ceño.

—¿Elegir? Y ¿cómo va a elegir? ¿Crees que es mejor que seleccione a su marido por el color
de su pelo o por cómo tiene las orejas? ¿Así se asegurará de tener un matrimonio feliz?

—Si se conocen…

—¡Bah! Pamplinas —dijo la oronda cocinera—. Lo importante en un matrimonio es la


familia. Mira al padre y sabrás cómo va a ser el hijo. Y ahora dejadme de chácharas que tengo
mucho que hacer. La señorita y sus hombres vendrán con hambre, tengo que preparar muchas
viandas para la comida. Susan, ponte con las verduras que luego se te hace tarde.

—El señor me dijo que la llevase a la biblioteca para que se entretuviese hasta que llegase su
hermana —dijo Marie y salieron las dos de la cocina.

La criada la dejó sola en la biblioteca, que resultó ser una pequeña habitación con unos pocos
libros, un escritorio, varios sofás y una enorme chimenea. Si hubiera que catalogarlo, Laura no
diría que era una biblioteca, más bien un estudio. Ella no habría colocado el escritorio allí en
medio teniendo aquellos ventanales tan altos con vidrios de un tono pardusco. Tuvo el impulso
de empujar la mesa hasta colocarla en el sitio que consideraba perfecto, pero se contuvo cuando
otro objeto llamó su atención. Caminó hasta un rincón y se arrodilló frente al pequeño baúl.
Estaba forrado con una preciosa tela verde y tenía un cierre en forma de cruz y una llave.
Durante unos minutos se quedó contemplándolo sin moverse, como si estuviese ante el cáliz de
Cristo o la vara de Moisés. Los ojos se le llenaron de lágrimas, consciente de que aquel baúl
viajaría al futuro, pero que de ninguna manera podría llevarla con él. Acarició la tapa con
suavidad, como si quisiera imprimir su esencia en ella para que cuando Julia lo abriese, en algo
más de trescientos años, pudiera sentirla. Giró la llave y la sacó, dejándola en el suelo junto a
ella, después levantó la tapa con mucho cuidado esperando encontrar el vestido y las alhajas que
vio en la buhardilla de Leod, pero allí solo había documentos. Cogió uno de aquellos
pergaminos, un contrato de compraventa de unas tierras. El siguiente era otro contrato por la
compra de varios caballos. Laura arrugó la nariz decepcionada, el baúl de Leod contenía cosas
mucho más interesantes que aquel.

Cerró la tapa y volvió a colocar la llave en su sitio. Se quedó un buen rato allí de rodillas,
pensando en la que había sido su vida. Tenía veintiseises años y podría decirse que había tenido
una buena vida. Unos padres que la quisieron con locura, las mejores amigas del mundo… Había
conseguido dedicarse a la profesión que deseaba y solo le quedaba un sueño por cumplir:
convertirse en escritora.

—También se puede ser escritora en el siglo XVII —dijo en voz alta.

Se puso de pie dispuesta a sacudirse la melancolía y volvió a repasar la habitación. Era


tremendamente masculina, lo cual no era raro ya que allí no vivía ninguna mujer. Se acercó a la
mesa y acarició la robusta madera con un dedo, preguntándose por qué Connell MacDonald no
se había casado aún. Era un hombre increíblemente atractivo y estaba segura de que habría
enamorado a muchas mujeres. Pensó en lo que le había contado de la guerra y el dolor que
mostraban sus ojos al hablar fue más elocuente que cualquier cosa que pudiese decir. Sonrió al
recordar cómo se había enfrentado a los Campbell para liberarla, parecía tomárselo todo a broma,
pero estaba claro que había sopesado bien su posición. No era un hombre que dejase nada al
azar. Mientras la enseñaba a utilizar la daga de un millón de modos distintos hubo mucho
contacto entre ellos. Aspiró, recordando el aroma de su piel y su cabello. Aquella estancia olía a
él. ¿Qué le dirían las chicas si pudieran hablar con ella? Casi podía escucharlas.

—Como no te acuestes con él te retiro la palabra —diría Cris.

Laura se giró hacia el sofá y pudo verla estirada como una diosa, con uno de sus antebrazos
apoyado en la frente y mirando al techo.

—Ese hombre es un pecado de Dios, nadie puede ser tan guapo. —Ahora era María, que
estaba de pie frente a la estantería que soportaba los libros—. Estos libros son de lo más
interesante.

Laura se recorrió la habitación con los ojos buscando a Julia. Su amiga estaba de pie frente al
ventanal, contemplando el agreste paisaje.

—Deja hablar a tu corazón, Laura. —Caminaría hacia ella y la cogería de las manos—.
Todas las cosas ocurren por una razón. Ahora tu vida está aquí, seguro que aprendes a sacarle
partido. ¿Verdad, chicas?

Laura se miró las manos vacías y después repasó la estancia. Allí no había nadie, solo ella,
pero de algún modo las chicas siempre estarían a su lado. En su corazón.

El sonido que llegaba del exterior la atrajo hasta la ventana. Se asomó y vio un grupo de
jinetes que se detenía frente a la entrada y a una mujer que saltaba de su caballo. La puerta de la
biblioteca se abrió de golpe.

—La señorita Margaret ya ha llegado —dijo Marie.

Laura asintió y respiró hondo antes de seguir a la criada.

—¿Y esta quién es, Ranald?

—Es una invitada de su hermano, señorita Margaret.

—¿Una invitada de mi hermano? ¡Eso sí que es nuevo! —exclamó la joven.

Laura se había quedado embelesada al verla, era realmente hermosa, se parecía mucho a
Connell, en los ojos y el pelo rojo, aunque su boca era distinta. Se movía con una elegancia
natural y sus ademanes destilaban una seguridad que chocaba con su condición de mujer joven.

—Soy Laura Martos. —La saludó—. Me lesioné el tobillo y su hermano tuvo el detalle de
invitarme mientras espero a que se cure.

—Vaya, vaya con Connell —dijo la otra con expresión irónica—. ¿Y te trata bien?

—Muy bien, gracias.

—¿Dónde está? —Margaret se volvió hacia el servicio.

—Volverá esta noche a la hora de la cena —aclaró Mayssie.

—Muy bien —dijo Margaret caminando hacia el comedor—. ¿Nadie nos va a dar de comer?
Capítulo 10

—Así que española. —Margaret estaba recostada en una de las sillas de respaldo alto que
presidían el comedor.

Había puesto los pies en la mesa y comía con las manos la carne que le habían servido en una
bandeja. A Laura le resultaba chocante su actitud, teniendo en cuenta la época y también por su
aspecto tan dulce y femenino.

—¿Y dices que mi hermano te rescató de esos mentecatos de los Campbell?

—Así es —afirmó Laura sentada junto a ella.

—Pues tuviste suerte porque si esos hubieran cumplido con sus amenazas te aseguro que no
habrías salido viva.

—¿Los conoces?

La joven asintió antes de responder.

—Frederic Campbell es el hermano de la primera esposa de mi padre —dijo sin que su


expresión variase lo más mínimo.

Laura no pudo evitar mostrar su sorpresa. ¿Aquellos tres criminales eran familia de Connell?
¿Entonces toda aquella jerga violenta no era más que un juego entre primos?

—Ya veo que mi hermano no te ha puesto al día de los asuntos de los MacDonald —siguió
hablando Margaret—. Mi padre es un hombre sentimentalmente inquieto, siempre ha necesitado
tener a una mujer a su lado. Los Campbell piensan que no se portó muy bien con Agnes, su
primera esposa y una Campbell, como habrás deducido.

Laura sacó su bloc mental y comenzó a tomar notas. ¿Agnes? Las elucubraciones de Laura no
tenían parangón, pero quizá se estaba precipitando al pensar que aquella Agnes pudiese ser
Agnes de Albany. ¿Cómo había dicho Connell que se llamaba su padre? Y que la hermanastra se
llamase Margaret tampoco ayudaba a descartar que aquella fuese una trama digna de la mejor
serie de HBO.

—¿Cómo se llama vuestro padre? —preguntó certera.

—Alexander MacDonald —respondió Margaret.


Laura trató de contener su desconcierto. ¡Alexander MacDonald era el padre de Connell! ¿El
Alexander MacDonald que traicionó a Margaret? ¿Y Agnes Campbell era Agnes de Albany? La
mente periodística de Laura funcionaba a toda velocidad tratando de enlazar los puntos de
conexión de aquella historia. ¿Pero no habían muerto en un incendio los dos? ¿Y Margaret qué
pintaba en esa historia?

—¿Te pusieron Margaret por tu madre? —Se aventuró.

La hermanastra de Connell entrecerró los ojos mirándola fijamente. El comedor se inundó de


un estremecedor silencio.

—¿Margaret mi madre? —dijo la joven después de unos segundos y después soltó una
carcajada que sus hombres corearon.

—En mi país es muy común poner a las hijas el nombre de sus madres —se justificó Laura.

—Mi padre tiene un sentido del humor muy peculiar, mucho más retorcido que eso —siguió
la joven—. Mi hermana Rose nació antes que yo y lleva el nombre de nuestra madre. A mí me
pusieron Margaret por la madre de Connell.

¡¿Margaret era la madre de Connell?!

—Y, exactamente, ¿a qué has venido a Escocia? —preguntó la joven mirando a Laura con
mayor atención.

La española buscó en su cabeza una explicación plausible de sus motivos y no halló nada que
ofrecerle. Por más que trataba de entramar una historia se sentía paralizada.

—Estoy escribiendo un libro —dijo al fin.

Margaret bajó los pies de la mesa y apartó el plato de un empujón.

—¿Un libro? —Cogió la jarra de vino y lo escanció en su copa.

Margaret la miró con el ceño fruncido mientras bebía de su copa. Era bastante evidente que
aquella joven no sentía el más mínimo aprecio por la literatura.

—Quiero escribir sobre el rey Jacobo. —Laura siguió con su fantasía—. Pensé que sería muy
interesante escribir su historia desde el punto de vista de los escoceses. Por eso vine a Escocia y
al oír hablar de los MacDonald y de que el hijo mayor iba a casarse…

—Luke no es el mayor. A pesar de ser bastardo, Connell sigue siendo el primero. —Margaret
había detenido su copa cuando viajaba en dirección a su boca y la miraba muy seria, casi
enfadada.
Laura asintió despacio, consciente de que navegaba por aguas turbulentas.

—Para mí no tiene ninguna importancia el hecho de que Connell sea… ilegítimo —aclaró.

Margaret suavizó su expresión y bebió tranquilamente de su copa.

—Quizá puedas convencer a mi hermano para que te acompañe…

—¿Acompañarla a dónde?

Laura se volvió hacia la puerta al escuchar la potente voz de Connell MacDonald, que entraba
como una ráfaga de viento atravesando el comedor para llegar hasta ellas. Sus ropas olían fatal y
su invitada no pudo evitar el gesto de desagrado.

—Hermano, apestas —dijo Margaret sin ningún tacto.

—Yo también me alegro de verte. —Cogió un pedazo de carne asada y se la llevó a la boca
con evidente deleite—. Venimos famélicos.

Su tío se sentó a la mesa junto a Margaret y, después de hacer un gesto de saludo, empezó a
comer con ganas.

—Creí que no llegarías hasta esta noche. —Su hermana torció una sonrisa.

—Hemos acabado antes de lo esperado —dijo enigmático.

—¿No será que tenías muchas ganas de regresar? —Miró a Laura de soslayo—. Para ver a…
tu hermanita.

—Hemos ido a ver cómo estaba la mujer de Robert MacFarlane —dijo Malcolm—, y se la ha
traído.

Margaret miró a su hermano confusa.

—¿Te has traído contigo a su mujer? ¿Por qué?

—Estaban pasándolo mal —explicó Connell—. Tiene dos hijos pequeños y apenas tenían
para comer los tres. Aquí tenemos de sobra…

Laura lo miraba asombrada y sintiéndose una intrusa. Margaret se puso de pie muy despacio y
rodeó la mesa para llegar hasta él.

—Cuando tienes esa mirada me das miedo, muchacha —dijo su hermano sonriendo.

Margaret se lanzó a sus brazos y subió las piernas hasta su cintura cuando él se puso de pie
para darle vueltas.

—¡Eres el mejor hombre de la Tierra, Connell MacDonald! ¡No sabes la alegría que tuve al
saber que regresabas!

El escocés se echó a reír a carcajadas y Laura se contagió de su risa. No se percató de la atenta


mirada de Malcolm, al que no se le escapó la intensidad con que la joven observaba a su sobrino.

—Hablábamos de Luke —explicó Margaret cuando estuvieron todos sentados de nuevo—.


No dejarás que esta pobre muchacha vaya sola a la boda de ese energúmeno. Si la dejas sin
protección, es muy probable que nuestra cuñada lleve cuernos antes incluso de que el
matrimonio haya sido consumado.

Connell no decía nada y Laura lo observaba en silencio mientras sus pensamientos seguían
vagando por los hechos que había conocido de boca de su hermanastra.

—¿Qué opinas de que escriba un libro sobre el rey Jacobo?

—¿Un libro? —La voz de Connell la sacó de sus pensamientos—. ¿Quién va a escribir un
libro?

Laura hizo un gesto señalándose a sí misma y asintió con poco entusiasmo, convencida de que
la pillaría a la primera.

—¿Vas a escribir un libro?

Laura asintió de nuevo con el mismo entusiasmo.

—¿Y qué tiene que ver la boda de Luke en eso?

—Pensé que así podría conocer mejor la vida y costumbres de las highlands escocesas
—argumentó—. Una boda es siempre una buena manera de conocer una cultura.

—Pues será mejor que te lo quites de la cabeza. Luke MacDonald no es una buena idea en
ninguna situación.

—No seas injusto —intervino su hermanastra—, dando coces es único.

Los dos sonrieron. Había una natural complicidad entre ellos y las miradas que se dirigían el
uno al otro eran de verdadero afecto a pesar de sus rudos modales y del distante trato que
parecían darse.

Margaret se puso de pie y dio por terminada aquella improvisada comida.

—Vamos, tenemos que hablar. —Hizo un gesto a su hermano para que la siguiera.
Connell no se hizo de rogar y salió del comedor tras ella sin volver la vista atrás. Laura se
quedó en la mesa con Malcolm, que enseguida terminó de comer y se marchó de allí sin
despedirse.

—¿Ha sido muy duro? —Margaret miraba a su hermano con expresión severa.

—Ya lo sabes —respondió, sosteniéndole la mirada.

—¡Eres un cabrón invencible! ¡Está claro que no hay quien pueda contigo!

—Tuve suerte.

—Suerte debería ser tu segundo nombre. —Lo miraba orgullosa—. Ahora ándate con ojo, no
te fíes de nadie.

Connell la miraba con una tierna sonrisa, sabía muy bien que su hermana se preocupaba por él
y que esa preocupación era fruto del cariño que le tenía.

—Tranquila. Vi a Beatrix antes de regresar.

—Sé que ha estado visitándote y procurando que sobrevivieras —dijo Margaret.

Connell asintió.

—Sabes que está loca por ti —siguió su hermana—, querrá cobrarse los servicios prestados.

—Ella sabe que no siento lo mismo.

—Eso no importa, hermanito. Estoy segura de que en su fuero interno está convencida de que
un día cederás y serás suyo.

—Pues lo siento por ella porque eso no ocurrirá jamás.

—¿Porque es inglesa o porque hay otra que te gusta más?

—No sé de qué hablas. —Se cruzó de brazos.

—No te hagas el interesante conmigo, he visto cómo la miras.


Connell sonrió de un modo tan sensual que a Margaret no le extrañó que aquellas dos mujeres
hubieran caído en sus redes.

—Me contó algo importante —dijo Connell poniéndose serio—. El rey Guillermo va a exigir
que le juremos lealtad. Aún no lo ha hecho público, pero Beatrix está segura de que lo hará antes
de que termine el verano.

—Y tú te fías de ella, claro —dijo Margaret torciendo una sonrisa.

Connell levantó una ceja como si no hiciese falta decir nada. Sabía bien que su hermana no
confiaba en Beatrix a pesar de que no estaría vivo si no fuese por ella.

—Los Campbell están intentando sacar tajada. Según Beatrix es serio.

—¡Malditos Campbell! —exclamó furiosa—. ¡Nuestro jefe jamás aceptará semejante ofensa!
¡Y padre no consentirá en jurar lealtad a ese… ese…!

—Padre hará lo que ordene Alasdair, para algo es el jefe del clan.

—No estoy tan segura, ya han tenido sus más y sus menos en el pasado.

Connell asintió, conocedor de las tensas relaciones entre su padre y Alasdair.

—Por eso debemos reunirnos y decidir juntos qué vamos a hacer.

—Padre siempre ha querido una guerra con los Campbell, esta sería la excusa perfecta.

—Yo no quiero una guerra, pero no podemos quedarnos de brazos cruzados —admitió
Connell preocupado.

—De brazos cruzados no, pero hemos de ser cautelosos. Al menos hasta ver si de verdad
ocurre lo que ha dicho Beatrix. ¿O quieres sublevar a toda nuestra gente y que luego haya sido
para nada? Nos prepararemos —dijo Margaret pensativa—, hablaremos con aquellos en los que
se pueda confiar ciegamente. Pero tú y yo sabemos que padre no es uno de ellos.

—¿Estás segura de que es mejor callar? Además de nuestro padre es nuestro laird. Esto no
pinta nada bien, Margaret. Guillermo está decidido a escarmentarnos por haber seguido a
Dundee en su lucha por Jacobo.

—Maldito Dundee, mira que dejar que lo mataran… —La joven se movía por toda la
habitación con las manos en la cintura.

—Solo ha pasado un año de aquello —dijo Connell apartándose el pelo de la cara.


Su hermana lo miró con preocupación. Lo vio llevarse la mano al costado, al lugar en el que
la espada del soldado inglés lo atravesó de parte a parte. Él fue uno de los heridos en la batalla de
Cromdale. Margaret no comprendía aún cómo estaba vivo a pesar de la gravedad de sus heridas.
Bueno, sí lo sabía, aunque no quería aceptarlo porque eso sería reconocerle el mérito a Beatrix
Brugwin y una asquerosa inglesa no conseguiría jamás su respeto, por mucho que hubiese
salvado la vida de su hermano.

Margaret se acercó a él y se sentó a su lado en la mesa colocando las manos sobre sus piernas
y mirando hacia la puerta, pensativa.

—Has escogido un mal momento para hacer de buen samaritano —dijo—. Primero la
española y ahora los MacFarlane. ¿Quién será el próximo?

Connell la miró sonriendo.

—¿Te preocupa Laura?

—¡Vaya! ¿Ya es Laura?

—Es una buena chica, Margaret, no la tomes con ella. Se hizo daño en la cueva de los
susurros y no pudo huir de los…

—¿La encontraste allí? —preguntó y, sorprendida, se apartó de la mesa para colocarse frente
a su hermano.

—La encontré en el camino cuando los Campbell se disponían a violentarla…

—¡La cueva de los susurros! ¿Estás seguro de que no es un hada? No lo parece, ciertamente,
es demasiado… normal.

—No me puedo creer que sigas creyendo en esas cosas. La abuela Marian te ha hecho mucho
daño con sus historias…

—La abuela Marian es la única persona interesante de nuestra familia, aparte de nosotros dos,
claro —refutó su hermana—. Pero no me cambies de tema. ¿No te parece rara su historia? ¿Y esa
manera que tiene de moverse y de hablar? ¿De verdad crees que es solo por ser extranjera?

Connell no dijo nada. No quería imaginar lo que pensaría Margaret si hubiese visto las ropas
que llevaba cuando la encontró. Aquello no era un traje típico de ninguna parte. Había hecho que
Marie se las llevase para verlas con detenimiento y no eran nada que hubiese visto en ninguno de
sus viajes. En especial el curioso cierre de la parte delantera de las ajustadas mallas. Por no
hablar de las cosas que decía. No, definitivamente, Laura era extraña, viniese de donde viniese.

—¿No podría ser una espía de los ingleses? —siguió Margaret—. Piénsalo bien, sería una
jugada maestra. Nadie sospecharía de una española, sería más fácil hacernos creer que era una
viajera, nada más.

Connell empalideció. ¿Cómo podía ser que Margaret pensara lo mismo que él?

—Veo que ya lo has pensado —añadió su hermana con preocupación—. Debemos


interrogarla.

Su hermano se sobresaltó.

—No pegaré a una mujer —dijo muy serio.

—Tranquilo, ya lo haré yo —respondió con resolución.

Connell se puso de pie y la miró desde su enorme altura con una firmeza incontestable.

—Nadie pegará a Laura. Con miel se consigue atraer al oso. La acogeremos entre nosotros y
me convertiré en su sombra. Te aseguro que si es una espía enviada por los ingleses la descubriré
y dejaré que hagas con ella lo que quieras. Eso sí, no en mi casa.

Margaret sonrió.

—Y si puedes beneficiártela mientras tanto, pues eso que te llevas —soltó una carcajada—.
No hay más que ver cómo la miras. Te la comes con los ojos.

Connell levantó una ceja con ironía y dejó que su hermana pensara lo que quisiera.
Capítulo 11

La puerta del estudio se abrió de golpe y Connell la sorprendió de rodillas frente al baúl abierto y
con los documentos que contenía esparcidos a su alrededor.

—¿Se puede saber…? —En dos zancadas se había colocado junto a ella y la miraba con
severidad.

Laura se puso de pie con expresión inocente.

—¿Crees que podrías guardar todo esto en otra parte? —preguntó con naturalidad—. Me
gustaría quedarme con este baúl, si no es demasiado valioso para ti.

A Connell le pareció tan de verdad que tuvo que concienciarse para aceptar que la habían
entrenado muy bien porque aquella reacción requería de mucha inteligencia y enorme serenidad.
Sonrió, taimado.

—No tiene el más mínimo valor. Puedes quedártelo.

Laura sonrió y se inclinó para cogerlo, pero su peso era demasiado para ella. Volvió a erguirse
y lo miró con la súplica en la mirada.

—¿Podría alguien llevármelo a la habitación? Lo utilizaré para guardar mis cosas.

—Por supuesto —asintió.

—Si me dices dónde puedo colocar todos estos documentos, lo haré encantada.

—Tranquila, yo me encargo. —La miró con mayor atención al ver que tenía los ojos
hinchados—. ¿Has estado llorando?

Laura apartó la mirada rápidamente.

—Una vez vi un baúl como este y me ha traído recuerdos, nada más.

Sintió la mano de Connell que se cerraba alrededor de su brazo para después tirar de ella
suavemente, atrayéndola hacia su cuerpo. Con el otro brazo le rodeó la cintura y utilizó la mano
con la que la había sujetado para apartarle un mechón de pelo que caía sobre uno de sus ojos.

—Te sientes muy sola, ¿verdad?


Laura se estremeció. ¿Podía ver dentro de ella?

—No debes pensar así —siguió el escocés mientras sus ojos la miraban con intensidad—. Yo
estoy aquí.

Hacía un momento estaba sola en aquella habitación, lamentándose de la vida que había
perdido, y ahora tenía los ojos de aquel increíble hombre navegando en sus pupilas. Debía
reconocer que Connell MacDonald era estremecedoramente rápido, apenas se conocían, pero no
parecía dispuesto a perder el tiempo. El escocés bajó la boca muy despacio y apenas rozó sus
labios un instante para después volver a separarse. Laura respiraba con dificultad y se preguntaba
por qué no se lanzaba ella y se dejaba de tanta tensión sexual. Los ojos de Connell eran dorados
y tenían unas manchitas verdes que le recordaron el color del trigo al atardecer…

—Pídeme que te bese —dijo Connell con una aterciopelada voz.

—Bésame —pidió Laura sin hacerse de rogar.

Connell se apretó contra ella y colocó la mano en su nuca asegurándose el control. Ya sin
pausa acabó con la distancia que había entre sus bocas e inició la lenta pero inexorable conquista.
En cuanto Laura sintió su lengua le dejó paso y fue como si alguien abriese las compuertas del
infierno. Un calor abrasador los arrolló a ambos, haciendo que sus cuerpos buscasen el modo de
combatirlo. El beso se hizo más dominante y exigente. Connell ya no se conformaba con el suave
contacto, quería poseer, arrasar cualquier resistencia por mínima que fuese. A Laura nunca la
habían besado así, pensó aturdida, apenas podía mantener las manos quietas y controladas,
deseaba acariciarlo y sentir en la yema de sus dedos el contacto de sus fuertes músculos. Gimió
cuando le mordió el labio inferior y tiró de él con suavidad, después pasó la punta de la lengua
por él y volvió a tomar su boca con fuerza.

Connell besaba como si no hubiese hecho otra cosa en su vida: lento, directo, inexorable, con
una fuerza justa y la mayor intensidad. Le estaba haciendo el amor con la boca y Laura estaba
enloqueciendo de deseo. Se moría de ganas de empujarlo hasta el sofá para sentarse a horcajadas
sobre sus piernas y… Lo apartó de un empujón. ¿Qué estaba haciendo? ¡Era una mujer del siglo
XXI y él un Neanderthal del XVII! Debería mirarlo como se mira a un niño, después de todo
tenía trescientos cincuenta años más que él.

—No parecías disgustada —dijo él con expresión desconcertada.

—Apenas nos conocemos —respondió Laura—. No suelo ir besándome por ahí con
desconocidos.

Connell sonrió.

—No soy un desconocido. Te recuerdo que vives en mi casa.

—Y yo te recuerdo que me defendiste de unos violadores. Espero que no fuese para quedarte
tú con el botín.

La expresión de Connell se endureció.

—Jamás he tomado a una mujer que no deseara que la tomase. No soy esa clase de hombre.

—Lo sé —se apresuró a decir Laura, consciente de que lo había ofendido—. Tan solo
pretendo que entiendas…

—Tú me has pedido que te bese.

—Eso ha sido más que un beso —respondió Laura—. Si no te hubiese detenido, habríamos
terminado en ese sofá.

Connell miró el mueble que señalaba y después volvió su mirada hacia ella con expresión
irónica.

—Tengo una hermosa cama en mi cuarto —dijo—, no pensaba tomarte en ese sofá.

—Será mejor que busque algo que hacer. —Ignoró su comentario y caminó hacia la puerta—.
¿Podrás pedir que me lleven el baúl a mi habitación?

—Lo llevaré yo mismo —dijo como si le hiciese una velada promesa.

—Pues hazlo cuando yo no esté en ella, por favor.

Laura salió del estudio dejando a Connell algo confuso. Era la primera vez en su vida que una
mujer lo rechazaba y no resultó una experiencia agradable.

Con paso renqueante Laura avanzó por el terreno que rodeaba el castillo aspirando el aroma
salvaje y desconocido de aquellas tierras. Hubiera dicho que el aire olía a lavanda, como el aceite
esencial que su madre utilizaba para aromatizar la casa, pero también a tierra húmeda y a hierba.
En la parte de atrás, unos metros al oeste, había varios edificios anexos. Uno de ellos era una
casa sencilla pero muy bonita, frente a la que estaban jugando dos niños pequeños con espadas
de madera.

—¿Por qué siempre me toca a mí ser un sucio inglés? —preguntaba el más pequeño con cara
de disgusto y la espada baja.
—Porque yo peleo mejor. No querrás que el sucio inglés gane, ¿no? —le respondió el otro.

—Claro que no —dijo el pequeño con cara de susto.

—Pues ya está. ¡En guardia, inglés asqueroso!

El pequeño levantó su espada y empezaron a luchar con cierta precaución por parte del bando
inglés ante las violentas acometidas del aguerrido escocés.

—Son incorregibles.

Laura caminó hacia la mujer que había hablado y que estaba tendiendo la ropa en un lateral de
la casa.

—Hola —sonrió—. Soy Laura.

—Yo soy Alina, mi esposo era Robert MacFarlane —explicó como si eso fuese suficiente
explicación.

Laura miró a los dos pequeños con ternura.

—Son adorables —dijo.

Alina asintió con tristeza.

—Tendrán que crecer sin un padre.

—Pero ahora están aquí y el señor MacDonald…

—Sí, es un buen hombre. En cuanto vio la situación en la que nos encontrábamos no lo dudó
ni un momento. Y esta casa es mucho más de lo que jamás pudimos soñar.

—Aquí estarán bien —dijo Laura convencida.

—Ya le dije al señor que no quiero limosna. Me dijo que yo me encargaría de lavar la ropa, la
señora que lo hacía hasta ahora es ya muy mayor y le duelen las manos. Yo estoy fuerte y mis
manos aguantarán mejor el frío del agua del río. Espero que usted y el señor se casen pronto
—sonrió afable—. Es un buen hombre y se merece una buena familia.

—¡Oh, no! —Laura enrojeció con timidez—. Connell y yo… quiero decir, el señor
MacDonald no…

—¡Mamá, Jamie me ha pegado en la cabeza! —Uno de los niños corría hacia su madre
llorando.
—Niños, niños, os tengo dicho que no juguéis a pegaros, siempre acabáis igual. —Alina se
volvió un momento hacia Laura mientras se llevaba a los niños hacia la casa—. Perdóneme,
estos niños… Me ha gustado mucho hablar con usted. Encantada de conocerla.

—Igualmente —respondió y se alejó de la casa, mirando hacia atrás de vez en cuando.

La venda compresiva, que se había fabricado con algo de ingenio, para el tobillo permitía que
pudiese caminar sin dolor. El reposo absoluto no funcionaba con ella. El ungüento que le había
puesto Marie la noche anterior había bajado la inflamación por completo y deshecho el
hematoma que se había formado con la torcedura. En ese momento apenas notaba una ligera
molestia. Aun así, caminó con cuidado y a un paso lo suficientemente lento como para que
cualquiera pudiese atraparla a la pata coja. El rumor de una cercana caída de agua llegó hasta ella
y guio su camino. Bajó la ladera con cuidado y se acercó al cauce del río, atraída por el sonido
brillante y cantarín de la corriente.

—¿Huyendo de mi hermano?

La voz de Margaret la hizo dar un respingo. Laura miró hacia el lugar del que provenía la voz
y vio a la hermanastra de Connell sumergida en una poza.

—Ven, métete, es muy agradable —explicó Margaret haciéndole un gesto para que se
acercase.

Laura se acercó y se sentó en una piedra situada a una prudencial distancia. La hermanastra se
incorporó y mostró sus pequeños pechos.

—¿Te da vergüenza desnudarte delante de mí? —preguntó.

Laura sonrió y negó con la cabeza.

—No sería buena idea —dijo—, estoy segura de que resbalaría en esas piedras y volvería a
lesionarme el tobillo.

Margaret se encogió de hombros y volvió a sumergirse.

—Connell suele venir a bañarse aquí todos los días.

—Me alegro —dijo Laura con expresión cínica—, es de agradecer que cuide su higiene. Todo
el mundo debería hacerlo.

La joven MacDonald se apoyó en una piedra, sin salir del agua, adoptando una pose indolente
y sensual. Si le gustaran las mujeres, aquella joven le habría resultado irresistible.
—Cuéntame algo de ti —pidió.

Laura trató de mostrar una expresión indiferente.

—¿Qué quieres saber? —preguntó.

—¿Tienes hermanos?

Laura negó con la cabeza.

—Mis padres me adoptaron porque no podían tener hijos —dijo.

Margaret frunció el ceño sin comprender.

—¿Adoptaron?

—Mis verdaderos padres me abandonaron y ellos me… recogieron —rectificó rápidamente.

—¡Vaya! —exclamó Margaret sorprendida—. ¿Y te trataron bien?

Laura asintió con una mirada triste.

—Muy bien —susurró—. Han sido los mejores padres que podría desear.

—Lo dices como si hubiesen muerto. ¿Es así?

Dudó un instante antes de responder.

—No están en este mundo. —Se ajustó a la verdad.

—¿Por eso iniciaste este viaje? Aparte de lo del libro, claro.

—Es posible —mintió. Había cosas sobre las que tendría que mentir.

—No puedo imaginar lo que sentiré cuando muera mi padre. Sé que la muerte de mi madre
me causará una gran tristeza, pero con él… —La mirada de la joven MacDonald era osada y
desafiante—. ¿Cómo era tu padre?

Laura pensó en él y sintió una profunda emoción.

—Dulce, cariñoso… Sabía escuchar y era muy divertido…

El rostro de Margaret mostraba una evidente confusión. Laura no tardó en comprender que
para una mujer del siglo XVII todos aquellos adjetivos en un hombre no debían sonar muy
atractivos. Pero así era su padre, eso no podía cambiarlo ni el tiempo.
—No he conocido a ningún hombre así —dijo la joven desconcertada—. Está claro que los
hombres españoles no son como los de las Tierras Altas. Aquí ningún hombre podría ser
catalogado como «dulce y cariñoso» sin que lo destriparan.

Laura no pudo evitar sonreír.

—Supongo que tu hermano es un buen ejemplar de lo que debe ser un highlander —habló sin
reparos.

Margaret levantó una ceja como hacía él y Laura se sorprendió de lo mucho que se parecían a
pesar de no compartir los genes maternos.

—Ese bastardo es un engreído cabezota, un testarudo indomable. —Salió del agua y caminó
desnuda hasta sus ropas—. Y el hombre más leal y valiente que hayas conocido jamás. Es el
mejor de los MacDonald y debería ser el laird cuando padre fallezca.

—Imagino que eso no es posible…

—Lo será Luke, ese estúpido, bruto e inepto salvaje.

—Está claro que lo adoras —sonrió.

—Cuando lo conozcas sabrás por qué —dijo Margaret secándose el pelo con un paño.

—¿Crees que Connell querrá acompañarme? —preguntó, interesada.

—Estoy segura —respondió Margaret sonriendo—. Nunca elude una buena pelea.

Durante el resto de la semana Connell MacDonald vigiló a Laura de cerca. Se convirtió en su


sombra tal y como le había dicho a su hermana. Ese acercamiento no resultó desagradable para
ninguno de los dos, que empezaron a sentirse a gusto con la mutua compañía. Connell la
observaba a corta distancia, la acompañaba en sus paseos, le presentó a todos los que vivían en
sus tierras, comieron juntos y compartieron amenas charlas y acaloradas discusiones. Durante
esos días el rudo escocés aprovechó cualquier ocasión para ironizar sobre algún aspecto o
comentario que ella hiciese, pero también para rozar su piel de manera falsamente accidental.
Margaret se unía a ellos en alguna ocasión, aunque tenía claro que para que su hermano pudiese
conseguir lo que pretendía debía dejarlos solos el mayor tiempo posible.
Pero aquellos días con Laura tuvieron en Connell un efecto inesperado. Una cuerda tiraba de
él cada vez que la española estaba cerca. No era por su belleza, había conocido mujeres mucho
más hermosas que ella y nunca había sido suficiente para él. Las mujeres que solo poseen belleza
física y las que la utilizan como un arma no habían despertado jamás su interés. Siempre había
necesitado algo más y tenía la sensación de que Laura lo tenía, aunque ni siquiera estaba seguro
de lo que era. Quizá la pasión con la que lo hacía todo, que fuese tan decidida o su humor.
Siempre tenía una sonrisa preparada por la mañana cuando entraba al comedor y una palabra
amable para todos los miembros del servicio que la atendían. Todo el mundo la quería en el
castillo. La había visto hablando con el palafrenero, con la cocinera y con el viejo Ranald. Todos
los criados parecían alegres a su lado y contentos con ella. También Margaret. Nunca había visto
a su hermana tan feliz como en esos días.

Y, al mirarla con otros ojos, un aura mágica se había desplegado a su alrededor, mostrándole
su auténtica personalidad. Y de repente empezó a fantasear con abrazarla, con sentarla en sus
rodillas para mirarla a los ojos. Besar sus labios cálidos y suaves. Y aquellos pensamientos
despertaron a una fiera salvaje que se rebeló dentro de su pecho. Un sentimiento de protección
que amenazaba con dañarlo a él mismo si se atrevía a causarle algún mal. Así de complejo era lo
que sentía y desde el momento en que fue consciente de ello las noches se hicieron espesas y el
sueño se volvió esquivo. La paz de su espíritu se desvaneció y la soledad se convirtió en un
tormento.
Capítulo 12

Aquella era la última noche que cenarían juntos los cuatro antes de que Margaret regresara al
castillo de su padre. La joven sorprendió a Laura apareciendo con un traje color burdeos y varias
joyas con piedras rojas que hacían juego con su pelo. Estaba arrebatadoramente hermosa y
extraordinariamente femenina.

—¿Habéis tenido un día agradable? —preguntó la escocesa después de que sirvieran el primer
plato.

—Hemos salido a cabalgar, cada vez lo hace con más soltura. Pero a la vuelta se ha parado a
hablar con todos y cada uno de los que nos encontrábamos —dijo Connell con expresión de
cansancio.

Laura lo miró con cinismo.

—¿Qué pasa, te gusta ser el señor en su torre?

—Mi hermano no peca de ser arrogante —dijo Margaret sorprendida.

—Suelo charlar con esos hombres y mujeres a menudo —adujo Connell—, pero no con todos
el mismo día.

—Cuando vuelva prepararé a todos para tu regreso —siguió su hermana—. Y anunciaré que
llevarás acompañante. A padre puede darle algo si te presentas sin avisar y con una mujer.

—Pues es lo que pensaba hacer —respondió.

Margaret se echó a reír.

—Tratas de evitar que Luke te prepare una de las suyas. La última vez fue sonada. —Miró a
Laura—. Luke hizo que vaciaran su habitación y pusieran todas sus cosas en la cuadra. Muebles
incluidos. Cuando Connell lo vio no dijo una palabra, simplemente se marchó a su cuarto y
durmió en el suelo.

—He dormido muchas veces en el suelo —dijo su hermanastro quitándole importancia—. Al


día siguiente mis muebles volvieron a su lugar y Luke estuvo oliendo a estiércol una semana.

—¿Nunca has vivido en el castillo de tu padre? —preguntó Laura con interés, dejando a un
lado el maloliente tema.
Connell asintió antes de responder.

—Cuando se casó con Rose MacTavish viví un tiempo con ellos.

A Laura le hizo gracia que la madre de Margaret se apellidase como el historiador con el que
había hablado antes de visitar la cueva. De pronto sintió un escalofrío, como si una corriente de
aire helado se hubiese colado en la habitación.

—¿La primera esposa de vuestro padre no te aceptó? —continuó con la conversación,


ignorando el mal presagio.

—Agnes Campbell era una mujer atormentada por sus fantasmas. —Connell se puso muy
serio—. No podía dormir, tenía aterradores sueños en los que los muertos le hablaban. Lo último
que necesitaba era un crío que echaba de menos a su madre.

—Estaba completamente loca —añadió Margaret—. Al menos eso dice padre. No quería que
Connell viviera con ellos porque decía que su madre se paseaba por el castillo y la amenazaba
con llevársela si no lo trataba bien.

—¿Te trató mal? —Laura no pudo evitar compadecerse de aquella mujer.

—Hacía como si no existiera. —Se encogió de hombros—. No soportaba estar en el mismo


cuarto que yo y salía en cuanto yo entraba en cualquier habitación en la que ella estuviese. A
veces, por las noches, la oía gritar desesperada. Al principio me acercaba hasta su puerta y
escuchaba a mi padre tratando de consolarla, diciendo que allí no había nadie más y que él la
protegería. Después me acostumbré. O mi padre se cansó, no sé qué pasó primero.

—Hasta que provocó el primer incendio —dijo Margaret.

—¿Incendio? —Laura miró a Connell asustada y el escocés asintió. Resultaba evidente que
no le gustaba hablar de ese tema.

—No sabemos si lo provocó.

—Padre dice que intentaba matarte.

—Encontró la excusa perfecta para deshacerse de mí y me envió con mi tío Malcolm.

—¿Cómo murió ella? —preguntó Laura sin poder contenerse.

—En otro incendio —explicó Margaret—. Se encerró en la torre y atrancó la puerta para que
no pudiesen entrar. Cuando consiguieron romper la puerta con un hacha ya estaba muerta,
aunque, milagrosamente, las llamas no la tocaron.

Murió asfixiada, pensó Laura.


—Apagaron el fuego y evitaron que el castillo fuese presa de las llamas. Por eso no se utiliza
la torre, sigue tal y como quedó —dijo Margaret.

Laura miró a Connell interrogadoramente y este se encogió de hombros sin decir nada.

Laura se despertó presa de una terrible pesadilla en la que todo era sangre y destrucción. El
relato del profesor MacTavish sobre la boda negra se había introducido en su sueño
transformándolo en una película de terror que convertiría a cualquiera de las entregas de la saga
de Viernes trece en una comedia. Se sentó en la cama con el corazón latiéndole desbocado y
empapada en sudor. Había sido uno de esos sueños que de tan reales te hacían dudar de cuál era
la verdad, si en ese momento que creías estar despierto o antes. Bajó los pies de la cama y los
puso en el suelo, quería sentir el frío en ellos y convencerse de que estaba realmente despierta.
La boda de Luke no era la boda negra, se dijo. De hecho, la boda negra era solo un cuento de
terror. MacTavish estaba seguro.

Caminó hasta la silla en la que había dejado una bata y se la puso encima del camisón para
salir de su cuarto. Iría a la cocina y buscaría algo de beber, seguro que tenían algo que calmase
su ansiedad. Drambuie, quizá.

Encontró una botella de vino, vertió una generosa cantidad en una copa y salió de la cocina.
Deambuló descalza por la casa hasta que vio luz en el estudio. La puerta estaba entreabierta y se
escuchaban pasos lentos que se detenían y volvían a sonar. Se acercó despacio y asomó la cabeza
sigilosa. Connell se paseaba con expresión distraída y cara de preocupación. Laura tocó con los
nudillos en la puerta y él la miró desconcertado, como si le costase abandonar sus pensamientos.

—¿Puedo entrar? —dijo, haciéndolo—. No puedo dormir.

—Vuelve a la cama —apremió él con evidente malhumor.

—Voy a tomarme esta copa de vino, si no te importa. —Frunció el ceño—. ¿Quieres que
traiga otra para ti? Lo he encontrado en…

—Aquí tengo todo lo que necesito —la interrumpió, señalando la mesa en la que había una
botella medio vacía y el vaso que había utilizado.

—¿Tú tampoco puedes dormir? —preguntó obviando el hecho de que él quería que se
marchara. Caminó hasta el sofá y se sentó, subiendo las piernas y cubriéndolas con el camisón.
Connell negó con la cabeza como si la diese por imposible y rellenó el vaso.

—¿Ocurre algo? —preguntó con prevención.

—Nada que te incumba —respondió él airado. ¿Cómo decirle que lo que le ocurría era ella?
—. Aunque teniendo en cuenta lo entrometida que eres…

—¿Yo soy entrometida? —preguntó, frunciendo el ceño.

—Olvídalo…

—No, no, nada de eso. —Bajó los pies y soltó la copa en la mesa para después ponerse de pie
frente a él—. ¿Por qué crees que soy entrometida?

—Te pillé hurgando en mi baúl…

—Ya te dije que…

—Sí, sí, que te gustó, ya me acuerdo. Y hoy en la cena…

—En la cena, ¿qué? ¿Lo dices por la historia de Agnes?

—No me gusta hablar de eso. —Le dio la espalda y caminó hacia las bebidas—. Y tú, venga a
preguntarle a mi hermana…

—No pretendía ser cotilla, lo siento si mostré demasiado interés —se disculpó—. Mi mente
de per… severante escritora me traiciona.

Connell terminó de llenar su copa y se volvió a mirarla inquisitivo.

—¿Mente de perseverante escritora?

Laura se insultó mentalmente, había estado a punto de decir periodista.

—Siempre estoy pensando en historias que escribir y cuando alguien me cuenta algo
interesante no puedo evitar buscarle un hueco en mi cabeza.

Connell se sentó frente a la mesa y le hizo un gesto para que se sentara con él.

—Háblame de esa curiosa costumbre —dijo.

Laura se sentó a la mesa con expresión confusa.

—¿A qué extraña costumbre te refieres?


—A la de escribir.

—¿Te parece una extraña costumbre? —dijo, divertida.

Connell asintió y su rostro se suavizó.

—Pues para mí es algo innato. Lo hago desde que aprendí a escribir siendo una niña. Creo
que es fruto de mi amor por los libros. Mi padre me inculcó el amor por la lectura. De niña me
leía un cuento cada noche antes de irme a dormir…

La confusa expresión en el rostro de Connell hizo que Laura detuviese su discurso. ¿No se
leían cuentos a los niños en el siglo XVII? ¿Existían los cuentos para niños siquiera?

—Quiero decir que me los contaba —se apresuró a rectificar—, me los contaba y los
escribía… Muy especial, mi padre.

Connell siguió mirándola con desconcierto y mucha atención.

—¿A ti no te contaba cuentos tu madre? —preguntó Laura tratando de desviar la atención.

El escocés negó con la cabeza y durante unos segundos no dijo nada, tan solo la miró
fijamente.

—¿Y qué escribes? Eres demasiado joven para haber vivido grandes cosas. Aunque me da la
impresión de que tienes una percepción especial de la realidad. Pareces ver más allá que los
demás.

—Yo no creo que posea una percepción especial, pero sí una gran imaginación. Escribir lo
que ocurre requiere de cierta interpretación. Los hechos no son siempre como los percibimos y
en ocasiones se necesita mirarlos desde diferentes perspectivas para hacerse una idea clara sobre
ellos.

Connell la miró entrecerrando los ojos.

—¿Qué opinas de los ingleses? —preguntó de pronto.

Laura sabía que aquel era un tema muy delicado para él.

—Es un pueblo guerrero, con mucha Historia a sus espaldas y grandes logros. Nuestros reinos
han sido enemigos muchas veces. —Pensó que eso le gustaría—. Y hay una desconfianza
instintiva entre nosotros.

A juzgar por la expresión en el rostro de Connell, Laura había conseguido un pequeño éxito.

—Háblame de tu familia —pidió el escocés—. Mi hermana me ha dicho que te acogieron.


Como mi tío a mí.

Laura se llevó la copa a los labios y bebió un largo trago.

—Así es. Mis padres no podían tener hijos… Quiero decir que, por más que esperaron, mi
madre no se quedaba embarazada. Así que decidieron recoger a una criatura que no tuviese
padres. Es algo habitual en España. ¿Aquí no? —preguntó, mostrando la mayor convicción que
fue capaz de fingir.

—Me temo que aquí los niños sin padre se quedan solos para siempre o algo peor. ¿Y no
sabes quiénes son tus verdaderos padres?

Ella negó con la cabeza.

—Debe ser terrible —dijo Connell apurando su copa y dejándola después sobre la mesa con
expresión pensativa—. No saber de dónde provienes, quiénes fueron tus ancestros.

—A veces es mejor no saberlo —respondió pensativa.

El escocés la miró como si lo hubiese herido.

—Yo no me avergüenzo de mi madre —dijo muy serio.

—¡No! Yo me refería a…

—Teníamos una vida humilde, pero jamás la oí quejarse de nada. Siempre tenía una sonrisa
por la mañana cuando me despertaba y una caricia para mí al acostarme. Al hacerme mayor
comprendí que debió verter muchas lágrimas, pero nunca dejó que yo la viese llorar. Me siento
orgulloso de ser su hijo.

Laura se sintió conmovida por el enorme afecto que se desprendía de sus palabras y sus
gestos. Era como si por un instante volviese a ser aquel niño.

—No hablaba de ti, hablaba de mí. Yo nunca he querido saber quiénes eran mis verdaderos
padres porque temo descubrir que mis genes tienen algo malo…

—¿Tus genes?

La expresión confusa en el rostro de Connell devolvió a Laura a su espacio temporal actual.


De nuevo había regresado al siglo XXI.

—Así es como llamamos en España a la herencia que nos trasmiten nuestros padres
—explicó, tratando de sonar natural.

Connell asintió sin abandonar su confusa expresión y volvió a rellenar su copa.


—Tu padre es el laird de tu clan, esa es una buena herencia. —Trató de desviar el tema.

—Alexander MacDonald es un hombre duro y cruel, incapaz de amar y con repentinos


ataques de ira. Me temo que lo que he heredado de él no es muy halagüeño.

Laura frunció el ceño.

—No tenemos por qué ser como nuestros padres.

—Me he esforzado mucho para no serlo —replicó él.

—Además, hay una parte importante de tu madre en ti. Y, por lo que dices, ella era una mujer
sensible y buena.

Connell la miró de un modo distinto, como si hubiese tocado una fibra a la que nadie llegaba
con facilidad. Asintió lentamente y rellenó las copas con lo que quedaba en la botella.

—Te gusta el drambuie —dijo el escocés sonriendo al ver su expresión de satisfacción al


beber.

—Muchísimo —se sinceró—. Desde la primera vez que lo probé.

—Pues debes tener cuidado, es muy fácil perder la voluntad en sus calmadas aguas.

Levantó la copa para brindar y Laura chocó la suya con entusiasmo.

—Me gustaría preguntarte algo —dijo después de beber. Connell le hizo un gesto para que
siguiera—. Es una tontería, pero tengo curiosidad. ¿Entre los asistentes a la boda habrá algún
Campbell?

Connell la miró como si se hubiese vuelto loca y después soltó una sonora carcajada.

—Nunca había visto a nadie a quién el drambuie le hiciese efecto tan rápido.

Laura temió que sus carcajadas despertaran a alguien, pero mientras se llevaba la copa a los
labios sonrió con enorme alivio.
Capítulo 13

Al despertarse por la mañana Laura se sentó en la cama y miró a su alrededor sobresaltada.

—¡No tengo ropa! —exclamó en voz alta.

¿Cómo no se ha dado cuenta nadie?, se preguntó. No solo ella, tampoco Connell, que sabía
que no tenía equipaje cuando la encontró.

—¿No tienes vestido para la boda? —Margaret frunció el ceño, sorprendida, y después desvió
la mirada hacia su hermano—. Pero ¿cómo es posible?

—Estas ropas que llevo ni siquiera son mías —confesó Laura, que de pronto se dio cuenta de
que no tenía ni idea de a quién pertenecían—. ¿De quién son estos vestidos?

—¿Eso importa? —esquivó Connell.

Las dos mujeres lo miraron exigiéndole una respuesta.

—Son de Agnes. —El escocés se encogió de hombros.

—¿De Agnes? —exclamaron las dos jóvenes al unísono.

—¿Me has dado las ropas de Agnes Campbell? —Laura sintió un escalofrío.

—¿Qué más da? A ella ya no le hacen falta.

La expresión horrorizada de Laura no fue nada comparada con la estupefacción que embargó
a los dos hermanos cuando la vieron desprenderse de sus ropas allí mismo.

—¡Laura! —Margaret se echó a reír a carcajadas.

La joven española se había quedado en ropa interior, que para ella era como ir vestida de
monja de clausura.

—Puedes seguir, no te cortes. —Connell se cruzó de brazos sin dejar de observarla.

—¿No puede dejarme un vestido alguna criada? —pidió Laura—. No me importa mientras
esté limpio.

—Yo te dejaré uno de los míos —dijo Margaret sin dejar de reír. ¡Y a ella la tenían por una
descocada! Si su madre hubiese estado presente…
Connell parecía estar disfrutando del espectáculo a juzgar por su enorme sonrisa. Laura tenía
las manos en la cintura, el sol entraba a través de los ventanales y caía sobre ella haciendo que la
fina camisola de lino mostrase mucho más de lo que ella imaginaba.

—La camisola también es de Agnes —dijo Connell sonriendo perverso.

—Laura, te estamos viendo desnuda —aclaró Margaret.

La española miró hacia abajo y vio lo mucho que la tela se trasparentaba. Se agachó a coger el
vestido de Agnes y lo sostuvo contra su pecho.

—Vamos a mi cuarto. —Margaret la cogió del brazo—. Ya habrán hecho mi equipaje, pero
encontraremos algo.

—¿No piensas que es horrible llevar la ropa de una muerta?

Laura terminó de atar los cordones del corpiño azul y lo estiró sobre la falda negra. Margaret
iba a dejárselo a las criadas porque creía que no le favorecía nada, pero a Laura le iba como un
guante.

—Te queda mucho mejor a ti —dijo la escocesa con admiración—. Ya me gustaría a mí tener
esas tetas.

Laura sonrió, era uno de sus atractivos, sí. Tenía la ventaja de ser delgada y usar una copa C.

—Mi hermano tiene la sensibilidad de ese tronco —señaló la chimenea—, no se lo tengas en


cuenta.

—Debería habérmelo dicho. Me dan escalofríos solo de pensarlo.

—Sobre todo, teniendo en cuenta que Agnes acabó con su vida… Ahora mismo debe estar
ardiendo en el infierno por ello.

Laura la miró de soslayo. Claro, para Margaret, siendo católica, aquello debía ser un pecado
imperdonable. A ella le importaba más bien poco la manera en que hubiese muerto, no querría
sus ropas de ningún modo.

—Quería hablar contigo a solas antes de marcharme —dijo la hermanastra poniéndose seria.

—¿Es necesario que te marches?


—¿Estás nerviosa?

Laura asintió.

—No puedo quedarme un mes aquí, mi padre debe estar subiéndose por las paredes sabiendo
que he venido. Además, debo preparar el terreno para cuando Connell regrese. —La miró muy
seria. Dio unos golpecitos en la cama para que Laura se sentase junto a ella—. Todo es tan
complicado… Malcolm se viene conmigo, al parecer tienen asuntos que tratar, cosas de política,
ya sabes…

—¿Tu padre no se alegra de que Connell esté libre? —A Laura le parecía extraño que no
quisiera verlo cuanto antes.

—Nadie sabe lo que piensa mi padre hasta que él lo dice. Es un hombre muy duro en todos
los aspectos. De hecho, tanto mi tío como yo, tememos que eche a Connell con cualquier excusa
y estamos convencidos de que, de ser así, esta vez será para siempre. Connell no regresará jamás.

Laura la miró con el ceño fruncido y una interrogante preocupación.

—Mi padre y Connell tuvieron una fuerte discusión la última vez —dijo de manera ambigua
—. Terriblemente desagradable. Mi padre dijo cosas horribles, no creo que mi hermano las haya
olvidado. Llevan años sin verse.

—¿Tan malo fue?

—Hubo un saqueo en tierras de los Campbell y acusaron a los dos mejores amigos de
Connell, Hugh y Lorne MacDonald. Cuando Connell suplicó a nuestro padre que hiciera algo
para ayudarlos el laird se negó a intervenir, aduciendo que sabían dónde se metían. Pero Connell
estaba convencido de que cumplían órdenes suyas. Los colgaron y tras su muerte Connell se
presentó en una reunión del laird y lo enfrentó públicamente. Aquella discusión sobrepasó todo
lo que había ocurrido entre ellos hasta entonces. Se dijeron cosas horribles, imperdonables…
—Se detuvo, estremecida al recordarlo—. Yo estaba fuera del salón y escuché lo que se dijo.
Aquel día supe que Connell y mi padre se parecen demasiado. Fue una pelea de titanes. Ninguno
iba a ceder un ápice de territorio.

Laura comprendió la gravedad del asunto.

—Creí que Connell no regresaría nunca después de aquello —siguió Margaret—. Quiero
mucho a mi hermano y no dejaré que lo aparten de mí, pero soy la única que se ha atrevido a
venir a visitarlo después de aquello.

—Pero este castillo se lo legó vuestro padre…

—Quizá hubo un tiempo en el que lo intentaron, no lo sé, yo era muy pequeña. Lo que sí sé es
que ahora la relación está aplastada por capas y capas de hielo y no sé lo que pasará cuando se
encuentren después de estos años sin verse.

—No puedo permitir que asista a esa boda —dijo Laura angustiada—. No quiero que por mi
culpa…

—Debe asistir —la cortó Margaret—. Es el hijo del laird, el primogénito. No importa que sea
un bastardo, él es quién debería sucederle. Los miembros del clan no pueden olvidarse de él.

—Pero ¿eso es posible?

—Tendrá que serlo. Connell es mucho mejor que Luke en todos los sentidos. No me quedaré
de brazos cruzados viendo cómo lo apartan. Y Malcolm tampoco. Además, se merece un respeto
por lo que hizo. Luchó como un valiente, nos consta que salvó a muchos de los nuestros, cayó al
ser gravemente herido y ha estado prisionero durante todo un año. A saber lo que habrá sufrido a
manos de esos sucios ingleses.

—¿Por eso has venido? ¿Para asegurarte de que asistía a la boda?

—No, he venido para verlo. —Margaret mostró su rostro más sincero—. Me moría de ganas
de abrazar a ese testarudo bastardo. Lo que no me esperaba era encontrarte a ti. Nunca había
visto a mi hermano tratando de impresionar a una mujer y me pregunto por qué será que contigo
es tan distinto.

La pícara expresión en el rostro de la escocesa hizo que el rubor tiñera las mejillas de Laura.

—Vamos, no me digas que no te has dado cuenta. No hay más que ver cómo te mira… ¿Ya
habéis retozado?

—¡No! —exclamó con demasiado ímpetu—. Son imaginaciones tuyas.

—Ya, imaginaciones. Pues ten cuidado porque mis imaginaciones te comen con los ojos. Y,
por cierto, a ti también se te nota, no te molestes en negarlo —advirtió, poniéndose de pie—. Se
acabó la charla, que tengo un largo viaje por delante. Cuando lleguéis al castillo te tendré
preparado un baúl con algo de ropa para salir del paso. También me encargaré del vestido para la
boda, así no nos avergonzarás.

Laura la cogió de las manos.

—Muchas gracias, Margaret, no sabes lo necesitada que estaba de tener una amiga aquí.

—Bueno, esa es una palabra que no he utilizado nunca en mi vocabulario, siempre me he


sentido más cómoda estando entre hombres que con las de mi sexo. Hasta ahora —sonrió—.
Pero te advierto una cosa: los MacDonald somos personas de corazón, tanto para amar como
para odiar. No me des motivos para odiarte o te perseguiré hasta los confines de la Tierra. Si hay
algo que debas contarme, hazlo ahora.

Laura negó con la cabeza mirándola con preocupación. Después de unos segundos Margaret
sonrió y de manera inesperada la abrazó.

—Debo irme ya. Nos veremos en tres semanas.

Salió de la habitación, dejando a Laura con el corazón encogido.

—¡En guardia! —Laura levantó el palo frente al pequeño Jamie, que luchaba como un
auténtico highlander.

—¡Sucio español, pagarás tus ofrendas con la vida! —gritó el niño con entusiasmo mientras
ella se dejaba arrinconar contra un árbol aguantándose la risa.

—Afrentas, idiota —Robert se burló.

—Eso he dicho —dijo el pequeño dejando de luchar y volviéndose a su hermano mayor.

—No. Has dicho ofrendas y eso es otra cosa.

—Cuando los guerreros discuten el enemigo se escapa. ¡A ver quién me atrapa!

Laura echó a correr y los niños soltaron sus armas y corrieron tras ella ante la divertida mirada
de su madre, que estaba tendiendo la ropa. Laura fue alcanzada y reducida por dos pequeños
monstruos que la derribaron y tuvo que defenderse con un implacable ataque de cosquillas que
dejó a los dos niños exhaustos sobre la hierba.

—Se te dan muy bien los niños —dijo Alina cuando llegó hasta ella.

—Son muy divertidos. —Laura trataba de arreglarse el pelo.

Marie se empeñaba en sujetárselo con horquillas, pero lo tenía demasiado rebelde y se le


salían los pelitos en cuando hacía cualquier cosa.

—¿Te apetece entrar? He hecho un pastel de zanahoria…


Asintió agradecida y antes de entrar en la casa echó un vistazo a los dos pequeños que seguían
retozando por la hierba.

Observó a Alina mientras trajinaba. Era muy joven a pesar de haber estado casada y haber
tenido dos hijos. Conservaba una bonita figura y el pesado trabajo de la colada la hacía
mantenerse en forma. Es curioso lo que el trabajo doméstico puede hacer por una, se dijo
mentalmente.

La mujer dejó la tarta sobre la mesa y colocó dos platos y cubiertos.

—¿Quieres un poco de leche o prefieres algo más fuerte? —propuso con una pícara sonrisa.

—¿Tienes drambuie? —preguntó Laura sonriendo también.

Alina asintió y cogió dos vasos y una botella de cristal antes de sentarse.

—Quería hablar contigo de algo —dijo Alina—. Me da mucha vergüenza y no quiero que me
malinterpretes.

Laura cogió el vasito y se lo llevó a los labios esperando con interés.

—No sé cómo decirlo… Verás, hay mujeres que pueden estar solas. Veo cómo te
desenvuelves y sé que tú eres de esas. En cambio, yo…

Su interlocutora asintió como si supiera lo que quería decir, aunque no tenía ni idea.

—Quería saber si… —Cogió su vaso y se bebió el drambuie de un trago para conseguir el
valor—. ¿Hay algo entre el señor y tú?

Laura, que también acababa de beber, se atragantó y el licor corrió por su barbilla manchando
la mesa. Cogió una servilleta para limpiarse mientras pensaba en la respuesta que debía darle. Lo
lógico habría sido decirle que no, ya que era lo más exacto, pero por algún motivo no fue capaz
de hacerlo. Estaba claro que Alina había puesto sus ojos en el atractivo highlander y eso,
incomprensiblemente, le molestó enormemente.

—Es una pregunta muy… personal —dijo de manera ambigua.

—Es un hombre soltero y enormemente atractivo. Yo soy una viuda con dos hijos y necesito
un hombre en mi cama. —Al parecer Alina había conseguido el valor que necesitaba y un par de
sacos de reserva por si acaso.

—Quizá deberías hablar con él…

—Pienso hacerlo —sentenció la mujer—, pero las dos sabemos que ellos no necesitan
palabras, sino otra cosa. Lo que quiero es asegurarme de que no hay nadie… ya sabes…
calentando su cama. Sería muy difícil para mí ocupar ese lugar si ya hay alguien ahí. ¿Me
entiendes? Soy mujer y como tal comprendo que debemos utilizar nuestras armas para conseguir
lo que deseamos, pero no lucharé contra ti si estás ejerciendo tus artes en esos dominios.

Laura la miró estupefacta. Ahora sí que se había pasado tres pueblos. Vamos, casi había
cambiado de país. La expresión en el rostro de la española fue transformándose en una fría
máscara a medida que asimilaba las intenciones de Alina. Estaba dispuesta a meterse en su cama
para conseguir lo que pretendía.

—Creo que debo irme. —Se puso de pie.

—¿Te he molestado? —Alina se mostró de nuevo como la persona que Laura había conocido
—. No querría perder tu amistado por esto, si estás interesada en él no interferiré, valoro mucho
tu apoyo.

¿Por qué sería que no le resultó sincera? Era como si en ese momento pudiese ver lo que
había bajo la máscara.

—Alina, no pienso que las mujeres tengamos que ejercer nuestras «artes» de manera sibilina.
Opino que si tienes interés por Connell debes ir y decírselo para que él pueda decidir lo que
quiere. No me he metido en su cama para marcar mi territorio, si me meto en la cama de un
hombre será porque los dos así lo deseamos. —Caminó hacia la puerta con la irritada mirada de
Alina clavada en la nuca—. Gracias por el drambuie, seguro que la tarta estará deliciosa.

Laura salió de allí y cuando vio a los dos pequeños, que seguían jugando incansables, sintió
un pellizco de tristeza.

—¿Qué haces aquí?

Connell la encontró en la torre contemplando la puesta de sol.

—Necesitaba pensar y este lugar es perfecto para eso. —Lo miró un instante y volvió de
nuevo la vista hacia el horizonte.

—¿Te ocurre algo?

Se dio la vuelta y se apoyó en el muro bajo, mirándose las manos que trenzaban uno de los
cordones de su vestido.

—Esta tarde he tenido una conversación muy interesante con Alina MacFarlane —dijo.
Connell la miró frunciendo el ceño.

—¿Y por eso estás así?

—¿Así cómo?

—Taciturna…, melancólica.

Se colocó frente a ella y apartó un mechón de pelo que se había salido del recogido de Marie
y le caía delante del ojo. Lo colocó en su sitio con suavidad y volvió a mirarla a los ojos.

—¿Qué te ha dicho Alina?

—Me ha preguntado si me acuesto contigo.

Connell sonrió ligeramente.

—¿Tan terrible te parece la idea?

Laura movió la cabeza negando, como si no la comprendiera, y miró hacia otro lado.

—Lo ha preguntado de un modo… —dijo pensativa—, me he dado cuenta de cómo son las
mujeres ahora… No creo que jamás pueda encajar, no puedo aceptar según qué cosas.

Connell la miraba confuso. Se dijo que debía ser una cuestión del idioma y esperó que
siguiera hablando.

—Está interesada en ti. —Se apartó de la pared unos centímetros—. Ya lo sabes, si te apetece
que te calienten la cama tienes una candidata dispuesta.

Se apartó de él para dirigirse a la puerta, pero Connell le cortó el paso y volvió a capturar su
mirada.

—¿Crees que solo hay una candidata? —preguntó con sorna—. No pensaba que me tuvieras
por tan poca cosa.

—¿No te han dicho nunca que eres un arrogante engreído?

—¿Por qué habrían de decirme tal cosa? No voy a hacerte una lista de todas las mujeres que
se han ofrecido literalmente a calentarme la cama, pero te aseguro que son muchas.

Laura soltó el aire por la nariz, enfadada, y trató de esquivarlo para llegar a la puerta.

—¿Qué te molesta tanto? —insistió él—. ¿Acaso te importa?


—No me importa —dijo y apretó los labios.

—Oh, sí que te importa.

No quería esa mirada en los ojos de Connell, no era eso lo que pretendía y se irritó aún más.

—No me estoy ofreciendo, si eso es lo que has pensado. —Lo apartó de un empujón—.
¡Mierda! ¡Qué difícil es comunicarse con vosotros! Me ha molestado el modo en que lo ha dicho,
nada más. Por mí te puedes ir acostando con todas las mujeres de Escocia y continuar después
hacia Inglaterra…

—Jamás me acostaría con una sassenach —dijo Connell con expresión despreciativa.

—Estoy segura de que si tuviera unas buenas tetas te acostarías con lo que sea que hayas
dicho y con su madre.

—Tienes una lengua muy sucia, Laura Martos.

—Lo que tengo es un cansancio emocional que no me aguanto —confesó al borde de las
lágrimas—. Quiero escuchar música, comerme un helado de turrón, bañarme en una piscina,
conducir y oír el maldito sonido del despertador que me diga que todo ha sido una insoportable
pesa…

Connell la besó para hacerla callar y Laura cedió sintiendo que se le borraban de un plumazo
todos aquellos atronadores pensamientos. Sus dedos subieron hasta enmarañarse en el pelo del
escocés y, en lugar de apartarse, se apretó contra su cuerpo. Connell bajó una de las manos que
tenía en su espalda y agarró una de sus nalgas con firmeza atrayéndola hasta que su erección
encontró un lugar al que presionar. Laura sintió que todos los mecanismos capaces de producir el
ansiado orgasmo se estaban poniendo en funcionamiento y se preguntó por qué narices tenía que
resultarle tan fácil. Y, de repente, todo cambió. El beso de Connell se volvió suave y dulce. Sus
manos la rodearon y atrajeron con tal delicadeza que fue como si la acunara. Un sentimiento
distinto empezó a emerger en el pecho de la joven. Fuerte y sólido como una roca, pero tierno y
sereno con la certeza de un mañana.

El escocés se apartó de ella cogiéndole la cara con las manos para mirarla a los ojos.

—No quiero que ninguna mujer caliente mi cama —dijo—. Quiero una que caliente mi
corazón.

Ella lo miraba conteniendo la respiración. ¡Y yo quiero ser esa mujer! Gritó en silencio.

—No soy tan superficial ni estoy tan vacío como crees. —La soltó y dio un paso atrás para
dejarla pasar—. Yo también estoy cansado de que me conviertas en alguien que no soy para
sentirte mejor despreciándome.
Laura levantó la barbilla sin saber por qué se sentía ofendida. Sin decir nada abrió la puerta y
desapareció por la escalera de caracol, dejando al escocés contemplando la puesta de sol y con la
mente revuelta.
Capítulo 14

Al día siguiente Laura bajó a desayunar temiendo el encuentro con Connell, pero no tenía de qué
preocuparse porque el escocés había salido temprano y no volvería hasta la noche.

A la hora de la cena entró en el comedor dispuesta a enfrentarse a él y decirle unas cuantas


verdades, pero enmudeció ante la sorpresa que le tenía preparada.

—Buenas noches, Laura —dijo Connell saludándola—. Le he pedido a Alina que cene con
nosotros.

—Ha sido un precioso detalle, señor MacDonald…

—Connell, por favor, Alina, ya te he dicho que puedes tutearme.

—¡Oh, es cierto! —Rio afectada.

Laura se había sentado sin emitir el más mínimo sonido y sentía deseos de pinchar aquel
pollo, que esperaba en el centro de la mesa para ser trinchado, y lanzárselo a Alina para que
rebotase en su cabeza. ¡Oh, es cierto! La imitó mentalmente. ¿Cuánto hacía que había muerto su
marido? ¿Dos días y medio? Hay que ver lo fácil que se olvidan algunas de…

—¿No piensas lo mismo, Laura?

La joven española los miró alternativamente sin saber qué decir. Estaba claro que le estaban
preguntando algo, pero no tenía ni idea de qué era. Así que optó por sonreír como una boba y
encogerse de hombros mientras colocaba la servilleta en su regazo.

Connell y Alina siguieron con su conversación mientras ella dedicaba toda su atención a la
comida que Mayssie acababa de ponerle en el plato. ¿Cuánto hacía que se conocían Connell y la
mujer de ese pobre hombre que murió en una sucia prisión de Inglaterra? No sabían nada el uno
del otro. Sí, quizá hubiese atracción física, pero…

—Laura, ¿le pasa algo a tu pollo? —Connell miraba el despiece de carne que había hecho
Laura en su plato y contuvo la risa. Estaba claro que no era al pollo a quién deseaba descuartizar.

Laura vio el estropicio que había hecho y sonrió como una boba.

—Me gusta cortarlo primero —aseguró sin demasiada credibilidad. ¿Por qué no te metes en
tus asuntos?
—¿Ya tienes vestido para la boda, Laura? —preguntó Alina con una sonrisa sibilina—. Será
todo un acontecimiento social, irá lo mejorcito de cada casa, espero que dejes el listón de las
amistades de del señor Mac… de Connell muy alto…

Laura pensó que su sonrisa era como la de los pescados esperando en el hielo de las
pescaderías para ser descuartizados.

—Margaret me dejará uno suyo…

—¿Vas a llevar el vestido de otra? —preguntó Alina con expresión horrorizada.

—Por lo menos ella está viva —susurró Laura mirando a Connell, que trató de esquivar con
una sonrisa los cuchillos que salían de sus ojos.

—¡Lo que me habría gustado a mí ir a esa boda! Pero, claro, soy una abnegada madre, no me
separaría de mis hijos por ningún motivo.

—¿Los has traído a cenar? —Laura miró a su alrededor buscando a los pequeños y luego le
dedicó una falsa sonrisa.

—No, ya están durmiendo —respondió Alina, que no era tonta y ya se había percatado de la
animadversión que Laura sentía por ella.

—Ya veo. —Apartó su plato casi intacto y se sirvió más vino.

Connell la observaba con disimulo y empezaba a preguntarse si había sido mala idea juntar a
las dos mujeres esa noche. Laura empezaba a mostrar un ánimo decaído. Más que furiosa parecía
triste.

—En realidad yo solo voy a acompañar a Laura. —Miró a Alina—. No tenía intención de
asistir a la boda de Luke.

—¡Oh! —exclamó Alina sorprendida—. ¡Pero es tu hermano!

—Hermanastro —rectificó—. No olvides que soy un bastardo.

—Bueno, eso no tiene importancia, sea como sea eres un MacDonald.

Laura miró a la viuda y tuvo que reconocer que aquel comentario decía más de ella que de él.

—¿Hay baile en las bodas escocesas? —preguntó, mirando a la mujer con una expresión más
suave.

—¡Claro que hay baile! —exclamó—. La celebración puede durar hasta el día siguiente. Al
menos para los que aguanten. En mi boda los invitados esperaron hasta que mi marido y yo nos
levantamos a desayunar. No se fue nadie.

Laura se sintió contagiada por su risa y siguió preguntándole cosas de su boda. La velada
resultó mucho más agradable de lo que hubiera esperado y cuando se retiró a su habitación tenía
un sentimiento agridulce. Por una parte, se sentía mal por haberse comportado de un modo tan
injusto con Alina y por otra estaba contenta de haber rectificado a tiempo.

Al pasar cerca de la casa de Alina, cuando iba camino del bosque de tejos, pensaba en lo que
había ocurrido la noche anterior y se castigó mentalmente por su actitud ruin y mezquina. ¿No
era normal que Alina quisiera encontrar un hombre que le diese su protección? De algún modo
era lo que Connell había hecho al llevarla a sus tierras y ofrecerle un hogar en el que vivir con
sus hijos huérfanos. No había nada malo en ello. Él era un hombre libre. Se sacudió aquellos
pensamientos y siguió su camino con el ánimo algo bajo. Sentía que los colores eran más
intensos aquella mañana y el aire fresco estaba impregnado de olor a jazmines y hojas verdes.
Todo parecía más hermoso a su paso y provocaba en su ánimo una extraña sensación de
melancolía. Volvía a sentirse sola de nuevo, después de unos días agradables, incluso divertidos.

Nunca confesaría que sus pasos la llevaron por aquel camino con toda intención. Sabía que él
iba a bañarse allí, Margaret se lo contó, y hasta ese día había evitado acercarse, cuando salía a
pasear temprano, por temor a encontrarlo. Se aproximó despacio, escuchando el sonido que hacía
la cascada de agua sobre la poza. Lo vio nadando y se ocultó detrás de uno de los tejos que
crecían cercanos al rio. Con el corazón latiendo desbocado y la espalda apoyada en el tronco, se
quedó un rato inmóvil temiendo ser descubierta. Cuando por fin se decidió a moverse y salió de
su escondite dispuesta a alejarse de allí se encontró con que Connell había salido del agua y,
ajeno a su presencia, realizaba algunos ejercicios de estiramiento, completamente desnudo. Laura
se quedó hipnotizada por la belleza de su cuerpo y la perfección de aquellos músculos y no se dio
cuenta de que estaba expuesta a su mirada hasta que él se volvió y la encontró mirándolo de
arriba abajo.

En lugar de cohibirse, el escocés se llevó las manos a la cintura sin dejar de mirarla.

—Has salido temprano —dijo.

Laura estaba roja como un tomate y no atinaba a dónde mirar, así que se dio la vuelta dándole
la espalda. El escocés cogió su ropa y comenzó a vestirse con una sonrisa divertida bailándole en
los labios.
—¿Vas al bosque de los tejos? —preguntó, acercándose a ella—. Ya puedes mirarme, estoy
vestido.

Laura asintió mirándolo con precaución.

—Sí —dijo una vez asegurado el perímetro.

—Anoche al final todo fue bien —siguió él.

—Muy bien —reconoció ella con expresión apesadumbrada—. Siento haberme comportado
como una niña malcriada.

—Lo mismo digo. —Su sonrisa traviesa era irresistible—. Confieso que la invité para
molestarte.

—Lo sé.

—¿Qué nos pasa? —El escocés se acercó a ella hasta que entre sus cuerpos no había más de
diez centímetros.

Laura puso las dos manos en su pecho y notó el calor que emanaba de él a pesar del baño
fresco que acababa de darse. Sin pensarlo se alzó sobre las puntas de sus pies y lo besó con
ternura, despacio, saboreando el momento y sus suaves labios cuyo sabor ya había hecho suyo.
Él la rodeó con sus brazos y convirtió el beso en otro mucho más exigente y ávido. Sus lenguas
se acariciaron como preludio a una promesa no cumplida aún. Laura sintió la fuerza de su
urgencia chocando contra su vientre. Llevó entonces una de sus manos hasta la musculosa
espalda masculina mientras acariciaba con la otra su mejilla. Bajó por su cuello, luego su pecho,
su vientre duro y tenso…

Connell gimió en su boca y la arrastró lentamente hasta el árbol. Ninguno de los dos era
consciente de dónde estaban, tan solo podían atender a la concentrada explosión de sus
emociones. Los besos se fueron haciendo cada vez más intensos y Laura temió que fuese a
robarle el alma por la boca. Agarró la camisa y trató de quitársela por la cabeza, pero era
demasiado alto. Connell aflojó las tiras de su corpiño y liberó sus pechos de la prisión que los
oprimía. Se inclinó y comenzó a besarlos con suave desesperación hasta que capturó entre los
labios el enhiesto botón rosado y Laura lanzó un largo y sentido gemido. El escocés se puso
rígido, apartó su boca y dejó caer los brazos a los lados de su cuerpo.

—No debo hacer esto —dijo como si le costara la vida.

Ella lo miró incrédula. ¿Que no debía? Entonces, como si alguien hubiese encendido la luz de
su inteligencia, comprendió. Cerró los ojos y se mordió el labio con un enorme sentimiento de
agobio.

¡Siglo XVII, Laura, siglo XVII! —dijo una voz en su cabeza. ¿Qué pasa? ¿En el siglo XVII no
se folla? ¡Claro, hija! Pero a ti te dejrá marcada para los restos, como no te cases con él
primero…

Abrió los ojos asustada y se apartó de él. Una cosa era tener sexo con aquel tremendo
ejemplar de hombre y otra muy distinta casarse. Quita, quita. Connell la miró como si le doliese
el alma, pero dejó que se apartase. Lo que, teniendo en cuenta aquellos enormes músculos de sus
brazos capaces de dominarla, era todo un detalle por su parte.

—Será mejor que me marche. —Respiró aún con dificultad y se arregló la ropa que dejaba ver
una parte importante de sus pechos.

—Hace muy poco que nos conocemos —dijo él como si estuviese excusándose por algo,
aunque Laura no entendió muy bien por qué—. Pero nunca había sentido algo tan fuerte por una
mujer.

¡Ay, madre! Laura empezó a dar pasitos cortos hacia atrás.

—Estate quieta, mujer —dijo el escocés acercándose a ella—. Escucha lo que tengo que
decirte antes de salir corriendo. No voy a… violentarte.

Laura no sabía si echarse a reír o echar a correr. ¿Violentarla? ¡Pero si prácticamente se había
tirado sobre él! No, lo que le deba más miedo era hacia dónde intuía que iba su discurso.

—No tienes que decir nad…

—Quiero —la cortó con firmeza, acercándose a ella.

Su enorme tamaño y su expresión decidida resultaban impresionantes desde tan cerca.

—Nunca he deseado tomar mujer porque nunca he sentido algo por ninguna que me
impulsara a atarme a una sola. Tú me gustas mucho, no sé por qué, no lo comprendo. No eres
especialmente hermosa y tampoco tienes una familia que pueda aportar nada a este matrimonio.
Aunque eso no tiene por qué ser malo, de ese modo no tendré problemas con padres
entrometidos o familiares abusones. De hecho, ese es el motivo principal para que aceptes mi
proposición: no tienes a nadie. Si te casas conmigo tendrás un hogar y mi protección. Si no te
resulto desagradable, claro.

Aquel «claro» retumbó en la cabeza de Laura, que lo miraba petrificada. Al final lo había
dicho. De nada sirvieron los gritos mentales y los puñetazos imaginarios contra aquellos enormes
y desarrollados pectorales pidiéndole que se callara ahora que aún estaba a tiempo. Claro que
Connell no los había escuchado, tan solo la veía parada frente a él, inmóvil y pálida, y con cara
de idiota. ¡Pero si solo hace unos pocos días que nos conocemos! Laura sentía un terror
profundo y denso que le subía por el pecho hasta la garganta. Un terror que nacía de sus propios
sentimientos.
Sobre su hombro izquierdo un enano que se parecía sospechosamente a Tyrion Lannister le
gritaba para que aceptase aquella tan poco romántica proposición.

—¡Sí, capulla! Di que sí. ¿Qué vas a hacer sola en el siglo XVII? Como poco te violarán tres
paletos como los Campbell y lo más probable es que te mate alguien con mucho dolor. Si le
dices que sí, él te protegerá y tendrás una casa en la que cobijarte.

—Un castillo —respondió ella sin emitir ningún sonido.

—Eso, un castillo —corroboró Tyrion sentándose en su hombro.

—No escuches a ese indecente enano. —Laura no se sorprendió de que en su hombro derecho
apareciese un ángel con el aspecto de Katy Perry.

En aquellos momentos no le habría sorprendido nada.

—No puedes casarte con alguien solamente por miedo.

—¿Tú has visto ese cuerpo, Katy?

—Sí, cierto, está como un queso. Para comérselo enterito, pero eso no compensa la mierda
de proposición que acaba de hacerte. Solo le ha faltado decir que eres fea. No, Laura, tú
mereces algo mejor, en el siglo XXI y en el XVII.

—Ya, por eso mi destino es quedarme para vestir santos.

El ángel Perry se sentó también en su hombro y suspiró. Un suspiro largo y profundo cargado
de intensidad».

—En el XXI o en el XVII —dijo Laura en voz alta.

—En el XXI o en el XVII, ¿qué? —Connell la miraba confuso.

—Tengo que pensarlo. —Hizo como si su último comentario no hubiese existido.

Connell asintió después de unos segundos.

—Está bien. ¿Cuánto tiempo necesitas para responderme?

—Después de la boda —dijo sin pensarlo demasiado—. Te daré una respuesta después de la
boda, así tendrás unos días para cambiar de opinión. Porque puedes cambiar de opinión…

—No soy de los que cambian de opinión.

—Pero puedes hacerlo —insistió ella.


—No voy a hacerlo.

—Pero puedes hacerlo.

—¡Eres imposible! —Se dio por vencido y caminó hacia algunas cosas que había dejado junto
a la poza.

—Pero podemos seguir besándonos, ¿no? —preguntó Laura antes de seguir con su camino.

Connell se volvió para mirarla y sonrió.

—Me lo vas a poner muy difícil, ¿verdad?

Laura también sonrió, después se mordió el labio con picardía y se dio la vuelta para alejarse
de él. Connell se quedó allí observándola hasta que desapareció. Tenía claro que, si no aceptaba
casarse con él, no podría resistirse. Y por extraño que fuese a Laura no parecía importarle lo más
mínimo.
Capítulo 15

En esta ocasión el viaje estaba resultando mucho más agradable que la primera vez que cabalgó
con Connell después del ataque de los Campbell. Iba montada en su propio caballo y podía
disfrutar del paisaje sin la tensión de tener el cuerpo del escocés pegado a su espalda. Salieron
poco antes del amanecer y se detuvieron a contemplar la salida del sol tras los brumosos
páramos.

—Es precioso —dijo Laura contemplando embelesada el espectáculo.

Connell la observaba sin que ella se percatase y su expresión era una mezcla de sorpresa y
desconcierto. El escocés sentía cierta tristeza porque hubiese llegado ya el momento de
emprender el viaje hacia Broch Deich. Aquellas semanas con Laura habían sido, probablemente,
las más felices de su vida y resultaba desalentador reconocerlo. ¿Qué clase de vida había tenido
antes de conocer a aquella salvaje mujer para que su sola compañía convirtiese su vida en un
apacible y delicioso paraíso?

—¿No crees que deberías contarme ya lo que hacías en la cueva de los susurros? —La sacó de
su ensimismamiento.

Laura lo miró con anhelo, como si deseara hablar, pero temiese hacerlo.

—Me miras como si me temieras —dijo él.

—En cierto modo es así —confesó la joven sin apartar la mirada—. Si te dijera el motivo
pensarías que estoy loca y no sé lo que hacéis con los locos aquí.

La sonrisa de Connell era la más sensual que Laura hubiese visto nunca, sus ojos brillaban de
un modo chispeante cuando sonreía y se le acentuaba el hoyito de la barbilla. No sabía cómo
había podido convivir con él todos aquellos días sin acabar uno en la cama del otro. Tuvo que
emplear mucha resistencia y dejar a un lado todas su artes de seducción para no agravar la
situación. La espantosa proposición había tenido más efecto que un cinturón de castidad con
siete llaves.

—El día que te encontré te comportabas como una loca y aun así te llevé a mi casa —recordó
—. No creo que debas temer nada a ese respecto.

—Creía que estaba soñando.

—¿Tan apuesto te parecí que no pensabas que pudiese ser real?


Laura sonrió y no respondió, pero hubiera querido decirle que sí.

—Háblame de tu padre —pidió, regresando a su caballo y subiendo con bastante soltura.


Connell no le había puesto ninguna pega a que montase a horcajadas—. De tus hermanos…
¿Cuánto tiempo viviste con ellos?

—No mucho. —Dirigió su montura para ponerse de nuevo en camino—. Mi tío no estaba de
acuerdo, lo aceptó porque no le quedó más remedio.

—¿Tu tío también se lleva mal con tu padre?

—Lo suyo es diferente. Malcolm no le tiene miedo a Alexander, siempre le ha hablado sin
tapujos porque el laird sabe que será fiel a él hasta la muerte.

—¿Y tú no?

Connell sonrió sin humor.

—Estoy seguro de que es lo que cree. Si te soy sincero, nunca lo he visto como un padre
—dijo con sinceridad y sin asomo de rencor—. Lo respeto como laird, pero no como hombre,
esposo y padre. No estoy obligado.

—Por supuesto que no —corroboró Laura.

—Margaret se me subió a la chepa en cuanto aparecí en Broch Deich —siguió respondiendo a


su petición—. Me convirtió en su hermano favorito y no tuve corazón para decepcionarla, era
una chiquilla muy especial. Que tenga el nombre de mi madre tiene que ser una señal.

—Es extraño que tu padre le pusiera el nombre de… tu madre —dijo Laura.

—Alexander es un hombre retorcido, siempre ha actuado tan solo buscando su propio


beneficio sin importarle los cadáveres que deja a su paso. Pero también tiene un humor muy
ácido, le gusta desconcertar a todo el mundo.

—¿Crees que los Campbell tienen razón en odiarlo?

Connell se encogió de hombros.

—No creo que los Campbell necesiten tener razón para eso. Es algo que viene de muy lejos.

—¿Por qué se casó con una mujer de un clan al que odia? —preguntó, refiriéndose a Agnes,
la primera esposa del laird.

—Interés mutuo —dijo como si la palabra fuese lo suficientemente elocuente—. Los jefes de
los dos clanes lo decidieron así. Ellos tuvieron que acatar esa decisión.
—¿Ya conocía a tu madre? ¿Sabes si se amaban entonces?

—No lo sé. Nunca me ha hablado de aquello. Y cuando mi madre murió yo era demasiado
pequeño para interesarme por estos temas. Pero no sé si Alexander amó a mi madre alguna vez.
No tengo claro que haya amado a alguien en toda su vida.

—¿Y tú? —preguntó directa—. ¿Has amado a alguien alguna vez?

Connell tosió al atragantarse con su propia saliva. Cogió la cantimplora y bebió con ganas.

—¿Quieres matarme, mujer? —preguntó cuando se hubo recuperado.

Laura soltó una sonora carcajada y su caballo relinchó como si también se riera de él. Connell
la miró irritado.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—¡Tu cara! —dijo entre risas—. ¡Estás tan gracioso! ¡Ojalá tuviese una cámara!

Connell la miraba sin comprender.

—En Instagram lo petarías —habló en español y sin dejar de reírse.

El castillo del laird de los MacDonald era un edificio sombrío y húmedo. Desde allí podía
escucharse el rumor del río y, mirases a dónde mirases, todo era vegetación. El exterior bullía de
actividad y a Laura le sorprendió su aspecto descuidado y sucio. Había imaginado Broch Deich
como un lugar mucho más señorial.

—¡Connell! —gritó un jovencito corriendo hacia ellos. Laura dedujo que era el palafrenero—.
¡Qué bien que has venido!

Connell saltó del caballo y acarició al pequeño alborotándole el cabello. No debía tener más
de doce años y sus ojos azules tenían una vitalidad contagiosa.

—Yo también me alegro de verte, Peter. Has crecido mucho desde la última vez que te vi, ya
no podrás pasar debajo de mi caballo sin tener que agacharte —dijo de manera jocosa.

—Muy gracioso —respondió el niño sin ofenderse.


Laura bajó también de su montura con cuidado y se acercó a ellos.

—¿Es tu novia?

—No, Peter, es mi invitada. Se llama Laura.

—Hola, señorita Laura —saludó el joven—, soy Peter MacDonald. Yo me encargo de los
caballos.

—Es el pequeño de la familia. —Connell volvió a alborotarle el pelo.

Laura observó ahora el parecido entre ambos, compartían la afilada nariz y el hoyuelo en la
barbilla, además de la pícara sonrisa.

—Muchas gracias, Peter —sonrió—. Encantada de conocerte. Pronto serás mucho más alto
que tu hermano, ya lo verás. Y más guapo.

El joven sintió que sus mejillas se calentaban y se apresuró a marcharse con los caballos
tratando de que Connell no se percatase. Sabía que si se daba cuenta estaría riéndose de él
durante años.

—Parece que sí tienes un amigo aquí. —Laura caminó de espaldas hacia la entrada del
castillo sin dejar de mirarlo—. Quizá él pueda contarme tus secretos amoríos, Connell
MacDonald.

Se dio la vuelta riendo y el escocés entrecerró lo ojos para observarla con atención mientras se
alejaba. Su cerebro no dejaba de recibir mensajes contradictorios. Era como si lo tuviese atado
con una soga al cuello y tirase de la cuerda cuando se alejaba, pero lo espantase si se acercaba.
Frunció el ceño, desconcertado. Estaba deseando que pasara la boda para escuchar su respuesta.
Una vez la tuviese bien atada no dejaría que volviese a llevar las riendas nunca más. Un
escalofrío recorrió su espina dorsal. No había querido pensar en ello, pero debía valorar la
posibilidad de que realmente fuese una espía inglesa. Si descubría que lo había estado engañando
no podría dejarla ir sin más y por primera vez tuvo miedo. Miedo de lo que los suyos le harían de
ser así.

Se quitó aquellos malos pensamientos de la cabeza y caminó hacia el castillo. En ese


momento tenía otras cosas de las que preocuparse.

—Nos alegramos mucho de verte, Connell —dijo Rose, la esposa del laird Alexander—.
Bienvenida a nuestra casa, Laura.
La madre de Margaret era una mujer de una elegancia extraordinaria. Laura supuso que había
sido educada para ser una dama, ya que su porte así lo indicaba. Llevaba el pelo en una larga
trenza que habían sujetado a su cabeza con una intrincada filigrana. Su vestido caía sobre su
moldeado cuerpo, ajustándose sobre sus pequeños pechos. Estaba claro de quién había heredado
su físico la hermana de Connell. Tenía una mirada afable y su sonrisa parecía sincera.

Hizo una pequeña reverencia, tal y como había visto hacer a otros invitados que habían
entrado antes que ellos, aunque se sintió completamente ridícula.

—Muchas gracias. Espero que no les moleste mi presencia en un momento tan especial para
la familia —dijo con sencillez.

Aquel comentario le pareció muy tierno a Rose MacDonald y acentuó su sonrisa.

—Cualquiera que venga de la mano de Connell es bienvenido. Y más siendo una jovencita tan
agradable.

—¡Mira a quién tenemos aquí! —habló una voz masculina irrumpiendo en el salón—. ¿Has
venido a presentarme tus respetos, hermanito?

Laura observó al enorme y barbudo pelirrojo que se había acercado a ellos. Tenía unos
enormes brazos, uno de los cuales mantenía ahora extendido en señal de saludo hacia su
hermano. Connell entrelazó el suyo, agarrándolo del antebrazo con firmeza, y Laura tuvo la
impresión de que sus ojos se batían en duelo frente a todos los presentes.

—No podía perderme la boda de mi hermano favorito —dijo Connell sin apartar la mirada.

—No esperaba menos de ti —respondió el otro con una sonrisa perversa.

Laura supuso que Alexander era el hombre canoso que se mantenía erguido en un lugar
preponderante de la sala, hablando con alguien que parecía estar presentándole sus respetos.
Cuando termino de hablar el laird le hizo un gesto a Connell para que se acercase y el escocés
obedeció con evidente respeto.

—Me alegra verlo, padre —saludó, agachando la cabeza.

—Bienvenido —respondió Alexander.

Laura habría querido pensar que estaba contento de ver a su hijo, pero lo cierto era que el
laird no mostró la más mínima emoción. Alexander MacDonald no era para nada como ella lo
había imaginado. Esperaba ver a un hombre duro y cruel con aspecto de vikingo y mirada
asesina. Pero ver a Alexander MacDonald era como viajar de nuevo en el tiempo y encontrarse
con Connell dentro de veinte años. Seguía teniendo un porte magnífico y tan solo las canas que
poblaban sus cabellos y algunas arrugas alrededor de sus ojos evidenciaban el paso del tiempo.
—Tu hermana nos avisó de que venías —dijo el laird.

Connell asintió con la cabeza.

—Ella y su madre me han pedido que sea paciente y confíe en tu buen juicio —siguió
Alexander—. Y eso es lo que voy a hacer.

—No vengo a traer conflicto —aclaró.

—Bien, porque hay algo que debes saber antes de que podamos acogerte. —El rostro del laird
no mostraba ninguna expresión—. Los hijos de Ian Campbell asistirán al enlace.

—¡No! —El grito de Margaret evidenció que ella tampoco lo sabía.

El rostro de Connell perdió el color por completo transformándose en una máscara pétrea.

—¿Has invitado a los hijos del laird de los Campbell? —preguntó muy despacio—. ¿El
mismo que hizo colgar a Hugh y Lorne?

El laird mantuvo el duelo que tenían sus ojos y durante unos segundos dejó que el silencio
reptase por aquella sala.

—¿Qué motivo puede haber para que les hayas invitado? No se me o…

—¿Desde cuándo el laird debe explicar sus decisiones? —Sus ojos echaban chispas, aunque
su voz se mostraba estremecedoramente serena.

—Vas a meter al zorro en el gallinero para que se coma a tus gallinas —dijo Connell
mordiendo las palabras.

—Connell, por favor… —intervino Rose.

—¡Calla, mujer! —ordenó el laird sin dejar de mirar a su hijo—. Se comportará como se
espera de uno de mis hijos, por muy bastardo que sea, o se irá por donde ha venido.

Connell comprendió que enfrentándose a él no conseguiría nada y suavizó el tono.

—Padre, ese hombre no es de fiar, está maquinando con los ingleses para perjudicarnos.

—Si tienes alguna acusación concreta, debes hablar ahora —ordenó su padre.

Connell se controló para no mirar a Laura. No podía contarle a su padre lo que sabía delante
de ella. Con la información que acababa de darle el laird ya no le cabía ninguna duda sobre la
española. Sus peores sospechas se habían hecho realidad. Solo siendo una espía inglesa podía
saber que aquellos Campbell asistirían a la boda. Recordaba perfectamente la pregunta que le
hizo la noche que no podía dormir. Miró a Luke y le sorprendió verlo tan tranquilo, sabiendo que
los Campbell estarían en su boda. Sabía que los odiaba tanto o más que él y teniendo en cuenta lo
violento que podía ser su hermano lo desconcertó aquella calma. Su padre estaba cometiendo un
error gravísimo y los iba a lanzar a todos al precipicio.

Alexander miró a su hijo con expresión irónica.

—Ya veo que sigues cuestionando mis decisiones. —El laird miró a su hija y después a su
esposa—. Y también veo que vuestra información no era tan buena como pensabais.

—Padre, por favor —pidió su hija acercándose a él—. Los Campbell no…

—¿Cómo te atreves? —Su padre la miró furioso—. ¡Compórtate como una mujer! ¡Deberías
preocuparte por encontrar marido, no por asuntos que no te incumben! Él es un bastardo, pero tú
eres una legítima MacDonald y tu obligación es obedecer a tu padre. ¡Deja de ponerme en
evidencia!

Laura vio como los puños de Connell se apretaban junto a sus firmes piernas. La tensión que
emanaba de su cuerpo habría hecho estremecer a cualquiera de sus enemigos.

—En cuanto a ti. —Se volvió de nuevo a su hijo—. Si no vas a acatar mis órdenes será mejor
que te marches.

A Laura se le erizó el vello de todo el cuerpo como si una corriente eléctrica subterránea
acabase de entrarle por los pies. Imaginaba la lucha interna que estaba acometiendo Connell y
sintió una enorme pena por él. No solo estaba siendo despreciado por su padre, además lo estaba
humillando en público. Observó a los presentes, sopesando el daño que aquello estaba haciendo
en la imagen del escocés. Además de la familia, estaba el lugarteniente del laird y su hijo, la
hermana de Rose, su marido y sus dos hijas, Malcolm MacDonald y un grupo de seis hombres de
los que no había escuchado sus nombres.

El tío de Connell miraba a su hermano con expresión fría y tensa, la vena del cuello parecía a
punto de estallarle y tenía los brazos cruzados frente al pecho con la espalda ligeramente curvada
hacia atrás.

Connell se dio la vuelta para salir de la habitación y Laura temió que estuviese dispuesto a
marcharse para no volver.

—¡No te he dado permiso para marcharte! —La voz de Alexander sonó atronadora en la sala
e hizo que Connell se detuviera en seco.

El bastardo se volvió muy despacio.

—¿Estás dispuesto a acatar mis órdenes? —preguntó el laird.


—Sí, padre —dijo con firmeza.

—¿Puedo confiar en tu palabra?

Connell apretó la mandíbula, era evidente que aquella insistencia lo ofendía, pero asintió y
agachó la cabeza en señal de respeto.

—Bien, entonces ya puedes irte —concedió el laird.

Connell lo miró con el brillo de la decepción chispeando en sus pupilas y salió del salón
dejando una estela helada tras él.
Capítulo 16

La escalera acababa frente a una puerta de madera tachonada de clavos. Puerta que ella había
escuchado cerrarse mientras subía a la torre y cuyo golpe había estado a punto de provocarle un
infarto. La empujó y salió al exterior.

—Será mejor que te largues —gruñó Connell cuando la vio aparecer.

Laura lo miró en silencio durante unos segundos, pero no se fue. En lugar de eso se acercó a
él y se giró hacia el exterior del castillo contemplando el paisaje. El viento la azotó haciendo
ondear sus cabellos y eso la reconfortó. El cielo estaba plagado de nubes algodonosas y el aire
olía a lluvia. Después de unos momentos de calma Laura recuperó la seguridad que había
perdido tras la escena del salón.

—Yo estoy de tu parte… —dijo con voz suave y dulce.

Connell tenía la mirada perdida en el horizonte y no dijo nada, como si ella no estuviese allí.
Su férreo perfil parecía dibujado contra el azul del cielo. Era un hombre increíblemente atractivo,
con una estructura ósea digna de ser esculpida. Sus labios mantenían su impertérrito dibujo
desafiando al horizonte mientras sus ojos refulgían con brillos irisados. Laura sintió que se le
encogía el corazón al comprender que sentía algo por él, algo intenso y extraño para lo que no
estaba preparada. Lo sospechaba, pero al ver cómo lo había tratado su padre lo supo. Al principio
fue como el suave aleteo de una mariposa. Lo achacó al hecho de que la salvara de las garras de
aquellos brutos que pretendían violarla. Pero después, día a día, se había descubierto fantaseando
con acariciar sus mejillas, sentarse en su regazo, besarlo en los labios…

Pero lo que había sentido unos minutos antes era otra cosa. Un sentimiento profundo de
protección, una rabia sorda y muda contra aquel hombre que no se daba cuenta del daño injusto
que le estaba causando a su hijo. O sí, quizá Alexander lo sabía perfectamente y eso era lo que
pretendía. Apartó la mirada, nerviosa, temiendo que él pudiese ver en sus ojos lo que estaba
pensando y sintiendo. ¿Se reiría de ella? No era aprecio, precisamente, lo que había visto en sus
ojos al encontrarlo allí. Estaba claro que estaba furioso con ella y aunque a Laura se le escapaban
los motivos sabía que no tardaría en hacérselo saber. Connell MacDonald era de los que atacaban
de frente y todo su cuerpo destilaba hostilidad hacia ella.

Connell no la miraba, pero sus pensamientos estaban volcados en ella. Era la mujer más
increíble que había conocido nunca. Tenía una risa contagiosa y hablaba sin tapujos ni
convencionalismos de cualquier tema. Se estremeció al recordarla vestida tan solo con la
camisola, con la luz del sol atravesándola para mostrar cada curva de su cuerpo como si de una
promesa se tratase. Cuando estuvieron hablando tumbados en la hierba deseó rodearla con sus
brazos y besarla como si se fuese a acabar el mundo. Como hizo el día que la encontró
husmeando en su baúl o cuando lo pilló espiándolo en la poza del río. Aún sentía en los labios el
sabor de su boca y en la yema de los dedos la suave textura de sus pechos. No podía borrarla de
su memoria. ¿Cómo podía esa mujer ser una retorcida espía a sueldo de los ingleses? ¿Cómo
podía camuflarse tan bien detrás de aquella mirada limpia y aquella falsa sinceridad?

—¿Cómo lo supiste? —preguntó, mirándola al fin.

Laura vio cómo su rostro se trasformaba. Su mirada se había oscurecido y sus musculosos
brazos le parecieron ahora unas potentes armas que podría utilizar contra ella.

—¿De qué hablas? —preguntó también sin poder disimular su temor.

—Los hijos de Ian Campbell.

—Soñé con ello, ya te lo…

—¡No me mientas! —advirtió con voz amenazadora.

Decir la máxima cantidad de verdad posible, se recordó Laura. Era cierto que había soñado
con la boda negra, pero lo que no podía contarle era que el profesor MacTavish le habló de ella y
por qué sabía que aquella pudo ser la semilla que germinaría con la masacre de Glencoe. Algo
que aún no había sucedido, pero que, si ella no hacía algo, ocurriría sin remedio.

Connell parecía ahora su enemigo y la fiereza de sus ojos la dejó paralizada.

—Me estás asustando —reconoció sincera.

—Dime la verdad. —La miró a los ojos sin variar un ápice su expresión.

No hizo falta que la tocara para que Laura supiese que estaba en peligro.

—¿Serías capaz de hacerme daño? —preguntó, sintiendo que las lágrimas afloraban a sus
ojos. Estaba segura de que un golpe con aquella mano sería como si la golpease con una maza.

Connell apretó los puños. Parecía que sus lágrimas lo enfureciesen aún más.

—¿Quién te envía? ¡Dilo de una maldita vez! ¿Trabajas para los ingleses?

—¡No! —gritó ella con firmeza—. ¿Cómo puedo hacer que me creas? ¡Soy española, no
tengo nada que ver con los ingleses!

—Llegaste a mí sin equipaje, sin documentos de ninguna clase, vestida de un modo


imposible. —Movió la cabeza—. No eres una simple viajera. No has venido porque quieras
escribir un libro. No soy imbécil, aunque tú pareces creerlo.
Laura comprendió que no tenía ningún argumento que refutase su historia. No podía contarle
la verdad, no podía aportar nada que lo contradijese… Podría ser una espía inglesa o una
extraterrestre. Si estuviese en el lugar de Connell, ella tampoco la creería.

—No tengo ningún modo de demostrarte nada —dijo con sinceridad—. Si te contase mi
historia no cambiaría nada y aún sería más grande tu desconfianza…

—Inténtalo. —No cedía en su ataque.

—Vi lo que iba a ocurrir en un sueño, te lo dije…

—¿Quieres que crea que sabías algo que ni yo ni mi hermana sabíamos y que te lo revelaron
en un sueño? ¿Es esa tu defensa? Te auguro una vida muy corta, Laura Martos.

—Soñé que alguien los mataba en la boda —contó—. Les cortaban la cabeza con un hacha.

Connell frunció el ceño y Laura vio una grieta en la roca de su firmeza.

—No conocía a tu hermano, pero ahora que lo he visto creo que era él. Luke…

El escocés frunció el ceño. Aquella manera de proceder encajaba con su hermanastro. De


hecho, el hacha era su arma preferida. Y, además, odiaba a los Campbell más que ninguno de la
familia.

—¿Me estás diciendo que ves el futuro? —preguntó, observándola con atención.

—No veo el futuro. —Respiró con dificultad a causa del temor que aún la atenazaba—.
Vengo del futuro.

Connell abrió los ojos como platos y después, inesperadamente, la agarró por el cuello y la
empujó hasta la pared. Laura notaba la fuerza de sus dedos, aunque era consciente de que no
estaba apretando. Las lágrimas cayeron de sus ojos, convencida de que su viaje terminaba allí.

—No soy ninguna espía —susurró—. Te lo juro por la memoria de mis padres.

Puso una de sus pequeñas manos sobre su brazo sin dejar de mirarlo.

—Entré en aquella cueva en el siglo XXI y cuando salí de ella estaba en el XVII. Es la verdad
y puedes matarme si no me crees porque aquí no tengo a nadie más que a ti. —Sus ojos
destilaban agua sin freno mientras su boca no dejaba de hablar—. No sé qué hago aquí, no quiero
estar aquí. Lo único que quería cuando me encontré con aquellos tres Campbell era volver a
subir a aquella cueva y regresar a mi mundo con mis padres y mis amigas.

Connell seguía con su mano aferrada al frágil cuello de Laura, pero su rostro ya no mostraba
la misma dureza. El germen de la duda había hecho presa de su raciocinio y había empezado a
contaminarlo todo.

—Sé que es increíble. ¿Entiendes por qué pensé que estaba soñando? Siempre he tenido
extraños sueños y eran tan reales que cuando despertaba no sabía si eso era en realidad el sueño.
Al principio dejé que todo sucediera sin protestar porque creí que despertaría, pero cuando me
corté con aquel cuchillo…

Connell la soltó muy despacio con la mirada clavada en sus ojos. Laura se limpió las lágrimas
y después cogió la mano con la que la había amenazado y la colocó en su pecho.

—En mi época sabemos que cuando mentimos se acelera nuestro corazón. —Lo miró
fijamente a los ojos.

Connell notaba los acompasados latidos bajo sus dedos, pero también notaba la abultada
curva de su pecho.

—Juro por Dios que lo que te he dicho es cierto. Vengo del futuro. Soy española, me llamo
Laura Martos y el día de la boda de tu hermano Luke matará a los hijos de Ian Campbell,
cortándoles la cabeza con un hacha.

No fue capaz de decirle lo que ocurriría después. No estaba segura de cuál sería su reacción.
Connell mantuvo su mano inmóvil durante un rato interminable sin apartar sus ojos de ella.
Cuando soltó el aire de golpe Laura supo que había estado conteniendo la respiración todo ese
tiempo y comprendió que para él tampoco estaba resultando fácil.

—Estoy muy asustada —musitó—. No puedes imaginarte el terror que supone para mí estar
aquí sin saber si algún día podré regresar…

Connell movió la mano y aprisionó su pecho con firmeza arrancando un gemido de su


garganta. Laura sabía que no era buena idea, pero no lo pensó. Se puso de puntillas para alcanzar
su boca, rodeándole el cuello con los brazos. Cuando Connell sintió su lengua se vio invadido
por una pasión desconocida, el mismo deseo que arrolló a Laura sin que ella ofreciera la más
mínima resistencia. Connell la besó más profundamente, como si quisiera devorarla al tiempo
que sujetaba su cabeza con las manos para que no se hiciera daño con la pared. Laura tensó su
cuerpo contra él y aquel anhelo imposible siguió creciendo en su interior. Se arqueó, buscando
consuelo para su ansia, y provocó en el escocés una explosión de sensaciones.

Laura se detuvo un momento, segura de que estaba perdiendo la cabeza. Miró al musculoso
highlander sabiendo que si quería podía dominarla por completo sin necesidad de que ella diese
su consentimiento. Connell la miró también y sus ojos lanzaron llamaradas de un fuego que lo
consumía por dentro, pero la soltó muy despacio y Laura supo entonces que jamás la violentaría.
Por un instante se sintió segura y poderosa. Se dio cuenta de que su corazón no la había
engañado, era un hombre fuerte en el que podía confiar…

—¿Crees en mí, Connell MacDonald?


La miraba con una velada súplica en sus ojos. Nunca se había entregado así a una mujer, no
entendía qué era lo que lo impulsaba a otorgarle el poder de destruirlo sin ofrecer la más mínima
resistencia. Pero era plenamente consciente de que no podía negarse a ella. Era como si formara
parte de su cuerpo y de su mente. Como si el Hacedor los hubiese creado del mismo barro.

Asintió lentamente.

—Te juro por lo más sagrado que todo lo que te he dicho es cierto —dijo Laura—. Aún no sé
por qué el destino me ha traído hasta ti, pero te prometo que en el momento en que lo descubra te
lo contaré todo. Absolutamente todo.

Selló su promesa con sus labios y Connell respondió con su aceptación.

Laura estaba sentada en una butaca junto a la ventana de su habitación. Había pasado toda la
noche en vela y el amanecer la encontró con el rostro cansado y la mente inquieta. Las piezas
habían empezado a encontrar su sitio. Después de confesarle la verdad a Connell el horizonte de
sucesos se desplegó ante ella y las piezas se deslizaron por el tablero buscando su verdadera
ubicación. Casi podía escuchar el mecanismo de los engranajes rodando sobre sus dientes.

Alexander, Margaret, Agnes y el propio Connell estaban unidos a Evan, Julia y los demás por
un hilo invisible. Y había empezado a aceptar que ese hilo era ella. 1691 no sería un año
cualquiera para los habitantes de aquel castillo. Era el año en el que se fraguaría lo que luego se
convertirá en un hecho histórico: La masacre de Glencoe. Se estremeció con un sentimiento de
terror contenido. Terror porque ahora aquellos personajes históricos, que no habían sido para ella
más que letras en un libro, se habían convertido en personas de carne y hueso.

¿El destino de Connell era morir en la masacre? Se puso de pie y se acercó a la ventana para
ver el camino que llevaba al castillo. Imaginó a los hombres que llegarían hasta allí, comandados
por Robert Campbell, para pedir alojamiento. Tan solo faltaban siete meses para la noche del
trece de febrero de 1692. Esa noche cerca de ochenta personas pertenecientes al clan morirían a
manos de aquellos traidores si ella no hacía nada.

Se paseó nerviosa por la habitación. ¿Qué debía hacer? ¿Avisar a Connell? ¿A su padre? Se
llevó las manos a la cabeza. No podía cambiar la Historia. A saber cuántas variables provocaría.
¿Podría cambiar su propio destino? ¿Su existencia, incluso? ¿Por qué ningún libro de historia de
los que había leído hablaba de Alexander, de Connell o de cualquier otro miembro de aquella
familia?
—Quizá eso sea buena señal —susurró—. Quizá eso signifique que ellos no se vieron
involucrados.

«Durante catorce días ciento veinte hombres, que se repartieron en diferentes alojamientos,
convivieron con aquellos a los que iban a matar. Jugaron a las cartas, compartieron anécdotas…»

Laura se estremeció mientras recordaba las palabras del profesor MacTavish en su libro.
Ahora las palabras del historiador tenían un significado mucho más aterrador.

«Los huéspedes sacaron sus espadas y asesinaron a todos los miembros del clan que no
pudieron escapar de sus camas. Después persiguieron a los que trataron de huir en medio del
gélido frío invernal. Hombres, mujeres y niños fueron masacrados sin compasión».

«Alasdair fue asesinado en su cama, no tuvo tiempo de coger su arma a pesar de que lo
despertaron los gritos agónicos de sus protegidos. Violaron a su mujer, la mataron y salieron en
busca de sus hijos, que habían logrado escapar».

«Un caos de horror, sangre y muerte que tiñó de infamia aquella noche. Los Campbell
quemaron las casas y los animales de todos los adeptos al clan MacDonald, de manera que los
que consiguieron huir no tuvieron a dónde regresar. Los que no fueron pasados por la espada
murieron de frío y hambre».

—Aun así, no puedo decir nada —susurró, decidida—. Debo esperar. Tengo tiempo hasta
entonces. Dejaré que los acontecimientos se desarrollen de manera natural y decidiré cuando
llegue el momento. Por lo pronto tengo que impedir que Luke mate a esos dos…

Una criada entró en la habitación y se sorprendió al verla levantada y gesticulando como si


estuviese manteniendo una conversación con alguien.

—Mi nombre es Annie y me han encargado que la atienda en todo lo que necesite —dijo con
expresión afable mientras depositaba el vestido para la boda sobre la cama—. Le traigo su
vestido de parte de la señorita Margaret. Me ha pedido que le diga que está sin estrenar.

Laura sonrió, agradecida por la preocupación de la joven. Se acercó a contemplar la prenda


con evidente admiración. Tenía un tono amarillo suave y era vaporoso y liviano. Parecía de seda,
aunque Laura no tenía mucha idea de telas.

—Es de seda —confirmó Annie como si leyera la mente—, creo que le sentará muy bien a su
color de piel.

La española lo cogió y se lo colocó sobre el pecho, con mirada interrogadora.

—¿Qué te parece?

La criada sonrió al tiempo que afirmaba.


—La ayudaré a ponérselo —dijo—. Pero antes le prepararé un baño y le traeré algo para que
coma. Hoy todo el mundo desayuna en sus habitaciones.

Laura se puso en sus manos, todos esos preparativos la ayudarían a dejar de pensar en otros
temas mucho más complicados.
Capítulo 17

La novia se retrasaba. Luke MacDonald se movía impaciente y miraba constantemente hacia la


puerta de la iglesia con aspecto malhumorado. El templo estaba repleto de gente y hacía bastante
calor.

—Los invitados están empezando a impacientarse —dijo Connell, que estaba sentado al final
de la iglesia junto a Laura.

Rose le había hecho señas cuando entraron para que se sentara con el resto de la familia, pero
él la rechazó con un gesto de cortesía y arrastró a Laura hasta aquel apartado banco.

—¿En esta época no es habitual que la novia llegue tarde? —susurró, inclinándose para que
solo él la escuchara.

Connell sintió el aroma de su cabello inundando sus fosas nasales y eso le provocó una oleada
de sensaciones muy placenteras que le hicieron sonreír.

—Dentro de lo razonable —dijo—. Me temo que ese lapso de tiempo ya ha pasado hace rato.

Miró hacia el altar donde su hermanastro esperaba visiblemente impaciente.

—Sería todo un acontecimiento que la novia plantara a Luke en el altar —sonrió, lo que llamó
la atención de las personas que estaban lo bastante cerca como para captar sus palabras.

Laura lo reprobó con la mirada y sonrió a quienes los miraban a modo de disculpa.

—¿Conoces a la novia? —preguntó.

—La conocí cuando era solo una chiquilla —dijo.

—¿Y crees que puede haberse echado atrás? —susurró.

La puerta de la iglesia se abrió en ese momento y la novia entró del brazo de su padre y
acompañada por sus damas de honor. A Laura le sorprendió que los vestidos de las damas se
pareciesen tanto al de la novia.

—Sus vestidos son casi iguales —susurró al oído de Connell.

—Así la novia confunde a los malos espíritus —El escocés sonrió.


La boda se desarrolló sin más sobresaltos y Laura se pasó todo el tiempo tratando de
identificar a los dos Campbell. No quería preguntarle a Connell para no llevarlo a terreno
peligroso, pero era lo único que le interesaba de aquella celebración. El sacerdote dejó caer trece
monedas de plata en las manos de Luke y este las depositó en las de Karen MacAllister, la novia,
mientras Laura analizaba uno a uno a todos los asistentes.

—Están sentados a la derecha —dijo Connell sin mirarla—. En la otra bancada.

Laura siguió sus ojos y vio como su mandíbula se endurecía.

—No soy muy buena disimulando —admitió.

—No.

Los jóvenes Campbell eran apenas dos adolescentes. No tendrían más de veinte años. ¿Por
qué su padre los enviaría a un lugar que sabía que era peligroso para ellos?

—La hospitalidad de los MacDonald es conocida en toda Escocia. Nadie osaría tocarles un
pelo de la cabeza mientras estén bajo nuestra protección —explicó—. Fue un sueño estúpido,
nada más.

Laura lo miró frunciendo el ceño, pero no dijo nada. Ya discutirían eso más tarde.

—Hay que reconocer que ese vestido parece hecho para ti —dijo Margaret cuando los vio
entrar en el gran comedor—. ¿Verdad, hermano?

Connell asintió ligeramente con la cabeza y Laura no pudo evitar reírse.

—Estoy segura de que piensa que si me hace un cumplido se abrirá el suelo bajo sus pies —se
burló.

—Siento que tengamos que estar separadas toda la velada. —La cogió del brazo y la llevó
hacia su mesa—. Yo debo estar en la mesa del novio, aunque estoy segura de que me divertiría
mucho más estando con vosotros. Os han puesto con los Campbell.

Esto último lo dijo bajando el tono hasta el mínimo audible y Laura no pudo evitar el
respingo.
—¿De verdad? —preguntó, asombrada—. ¿De quién ha sido la fabulosa idea?

—Supongo que ha sido padre, pero no puedo asegurártelo.

Laura miró hacia el laird y pudo imaginarlo frotándose las manos, perverso, después de dar la
orden.

—Procura que lleguen a los postres de una pieza —pidió Margaret y la dejó para ir hacia su
mesa.

Laura se preguntó si aquella joven era adivina o si Connell había hablado más de la cuenta.

—¿Es usted la joven española?

Laura se volvió hacia la voz masculina y se encontró frente a uno de los hijos del laird
Campbell.

—Soy Ian Campbell y este es mi hermano John —dijo, presentándolos.

—Yo soy Laura Martos —les devolvió el saludo.

—¿Le gusta Escocia, señorita Martos? —preguntó John.

—Lo que he visto hasta ahora, mucho —respondió, tratando de mostrar una serenidad que
estaba lejos de sentir.

—Puede venir a visitarnos cuando se canse de Glencoe —dijo Ian—. Estaremos encantados
de enseñarle al monstruo del lago Ness.

Laura sonrió.

—Seguro que es mucho menos aterrador que algunos de los hombres que hay en este comedor
—dijo sincera.

Los dos jóvenes Campbell miraron al unísono hacia el lugar en el que estaba el novio.

—Deberíamos sentarnos —propuso John al ver acercarse a Connell.

Laura se volvió hacia él, que saludó a los dos Campbell con un gesto de cabeza, y se sentó en
su sitio sin más.

—Nos alegramos de tu vuelta a casa. —John miró a Connell con fría expresión.

—Muchos escoceses murieron en aquella batalla —añadió Ian—. Fuiste muy afortunado de
salir vivo.

—¿Lo sabes porque te lo han contado, Ian? —La voz de Connell sonaba tan afilada como la
hoja de su cuchillo.

—Mi hermano tiene dieciséis años —dijo John con expresión ofendida.

—El hijo del difunto Morton MacFarlane acababa de cumplir los diecisiete cuando un soldado
ingles le cortó el cuello con su machete.

—Conocíamos a Gibbie —aclaró Ian visiblemente consternado—. ¿Lo viste morir?

Connell cambió de expresión y Laura vislumbró en su mirada una honda tristeza cuando
asintió.

—Sí, pero no pude hacer nada por impedirlo.

—Cuando éramos niños… —Ian no terminó la frase al ver la expresión de su hermano.

—Se comportó como un valiente —siguió Connell mirando al joven Campbell.

—Todo eso pertenece al pasado. —John trató de cambiar de tema.

—¿Al pasado? ¿Un año te parece el pasado?

—Depende de los sucesos que hayan acontecido en ese tiempo —insistió John—. Está claro
que Jacobo ya ha asumido su papel en esta historia y no va a volver a Escocia, al menos durante
mucho tiempo…

Laura miró al joven Campbell y después al resto de la sala que se había quedado
completamente en silencio. Era como si la voz del joven se hubiera amplificado milagrosamente
y se escuchase hasta en el rincón más recóndito de la sala.

Ian empalideció y le hizo un gesto a su hermano para que se callara.

—Cuando dices Jacobo, ¿te refieres al rey? —preguntó Walter MacDonald, el primo de
Connell—. No sabía que os tuvierais tanta confianza como para llamaros por el nombre.

Connell miraba al mayor de los dos Campbell con fría serenidad y a Laura se le puso el vello
de punta al detectar la hostilidad creciente hacia ellos. Miró hacia la mesa nupcial y vio en los
ojos de Luke que el hijo del laird estaba a punto de ponerse de pie, espada en mano. Sabía lo que
venía después: las cabezas de esos dos muchachos rodando por el suelo. Sin pensarlo, se puso de
pie y levantó su copa para brindar por los novios.

—Que se besen, que se besen, que se besen, que se besen…


Sabía que estaba gritando sola y que nadie más iba a levantar su copa, pero tenía que hacer
algo, tenía que…

—Que se besen —coreó Margaret poniéndose de pie, también con su copa en alto—, que se
besen.

Poco a poco se fueron levantando los invitados con copa en mano y coreando la misma
petición, hasta que Luke y Karen se besaron.

—Tienes que sacarlos de aquí —susurró Laura para que solo Connell pudiera oírla mientras la
gente reía a carcajadas por la cara que estaba poniendo Luke ante los comentarios obscenos del
padre de Karen.

Connell la miró frunciendo el ceño.

—Si no quieres que esto acabe en una masacre… ¡Hazlo! —Mordió las palabras.

Lo que vio Connell en sus ojos era auténtico terror. Asintió ligeramente y se acercó a los dos
hermanos Campbell.

—Acompañadme —pidió.

Ian obedeció inmediatamente, pero John se hizo el remolón.

—¿Adónde? —preguntó, desconfiado.

Connell lo miró como se mira a un niño desobediente.

—He dicho que me acompañéis. —Bajó el tono de voz, pero puso en su mirada la suficiente
determinación.

—Haced lo que os dice —ayudó Laura.

—¿Por qué? —insistió John empezando a llamar la atención de los invitados más cercanos.

—Aquí corréis peligro… —susurró Laura.

Ian abrió los ojos con evidente temor y cogió a su hermano de la camisa.

—John, haz lo que dicen —pidió.

Laura vio por el rabillo del ojo que Luke se levantaba para ir hacia ellos. Miró a Connell un
instante y corrió a interceptar a su hermanastro mientras el escocés sacaba a los Campbell del
salón comedor.
—Señor MacDonald. —Laura cortó el paso a Luke—. No he tenido el honor de felicitarlo por
su matrimonio, espero que sepa perdonarme. En mi país es costumbre que los novios se pongan
en un sitio para que todos los invitados puedan saludarles y ofrecerles sus buenos deseos, pero ya
he visto que aquí es diferente y por eso no sabía cuándo era el mejor momento de acercarme.

—Gracias, señorita… —dijo sin perder de vista a su hermano, que atravesaba las puertas del
salón con los Campbell.

—Martos, Laura Martos.

Los ojos de Luke sonrieron de un modo que le provocó escalofríos. Laura se giró y vio que
Connell y los Campbell habían desaparecido. Volvió a mirar a Luke.

—Bueno, no le entretengo más. Le reitero mi enhorabuena.

Luke hizo un gesto con la cabeza y durante unos interminables segundos siguió allí parado
frente a ella, observándola como si estuviera leyendo su código secreto. Después se dio la vuelta
y regresó a su mesa, dejando a Laura cubierta por una capa de sudor y a punto de sufrir un
infarto.

—¿Me concedéis este baile?

Laura se volvió al escuchar la voz de Connell a su espalda y después de disculparse con el


amable señor MacIntyre dejó que la rodease con sus brazos.

—¿Nuestros amigos están sanos y salvos? —preguntó en un susurro.

—Los vi alejarse en sus caballos.

Laura sonrió aliviada y apretó su mano en un gesto de complicidad.

—Menos mal que hay baile —comentó mientras se deslizaban por la pista—, pensaba que
íbamos a comer y a beber hasta caer reventados.

—Una boda es una fiesta importante para nosotros. Se han repartido barriles de cerveza fuera
del castillo para todo el mundo.

—Lo he visto —asintió—. Me parece un detalle muy bonito.


Mientras hablaba miraba hacia el lugar en el que bailaban los novios. Pensó en la escena que
acababa de producirse cuando la novia, según la costumbre, había iniciado el baile.

—¿Crees que se quieren? —preguntó sin dejar de mirarlos.

—No lo sé —confesó Connell.

—Ella parece triste.

—Luke estuvo enamorado hace tiempo. —Connell sonrió al ver la expresión de sorpresa en el
rostro de Laura—. Tenía veinte años. Ella se llama Cailey y es la hija de Raleigh Campbell,
primo hermano de laird Campbell.

—¿En serio?

Connell asintió.

—Durante meses se vieron a escondidas, hasta que uno de los hermanos de Cailey los
descubrió y se lo contó a su padre. A ella la encerraron y no volvió a salir del castillo durante
meses. Y a Luke lo cogieron, lo desnudaron, lo ataron en un espino, untaron su cuerpo de resina
y lo cubrieron de hojas. Mi padre y sus hombres tardaron dos días en encontrarlo y pasaron
semanas hasta que pudo mear con normalidad. Las hormigas se habían dado un festín. Luke
hubiese querido matar a los que le hicieron eso, pero el laird no se lo permitió. No iniciaría una
guerra por lo que consideraba que era culpa suya.

Laura miró a Luke en la distancia y comprendió por qué odiaba tanto a los Campbell. No solo
lo habían humillado públicamente, también le privaron de disfrutar del amor de la mujer que
había elegido.

—¿Qué ha sido de Cailey?

—La casaron con un Campbell, por supuesto, y ya tiene dos hijos.

—¿Es feliz? —Laura se sentía apenada por ella más que por Luke.

—No sé cómo responder a eso.

Asintió y siguieron bailando en silencio.

—Luke ya se ha casado. —Connell la miró a los ojos.

—Nunca había bailado con un hombre que llevase falda. —Ignoró su comentario.

Connell sonrió.
—¿No vas a contestar a mi proposición? ¿Cuánto más tendré que esperar?

Laura lo miró a los ojos poniéndose seria.

—¿De verdad quieres hacerlo? ¿Sabiendo la verdad sobre mí?

La mirada de Connell le encendió el alma. Había una enorme ternura en sus ojos y su mano
apretó su cintura, haciéndola sentir segura. La cogió de la mano y la arrastró fuera del salón.
Atravesaron las puertas del castillo y siguió tirando de ella hasta que Laura tuvo que pedirle que
parara porque estaba sin aliento.

—No puedo ir a tu paso sin correr —se quejó, soltándose con brusquedad—, y este terreno es
muy angosto y accidentado. Me tropiezo todo el rato.

El escocés miró su tobillo para asegurarse de que no se había hecho daño.

—Discúlpame, no me acordaba de lo patosa que eres.

—No soy patosa.

Connell se rio a carcajadas.

—Te he visto tropezar con tu sombra.

—Lo que pasa es que tú conoces bien este terreno y yo no. Ya me gustaría verte a ti en un
centro comercial. —Laura caminó hasta una piedra y se sentó.

Aún no era noche cerrada y el castillo dibujaba su silueta contra el cielo azul oscuro. Se
habían alejado bastante, pero se escuchaba la música a lo lejos como un rumor mágico. Él apoyó
uno de sus pies en la piedra en la que Laura se había sentado. Era consciente de lo nerviosa que
estaba y hubiera querido decirle que estando con él no tenía nada que temer, pero no pudo
hacerlo porque no era cierto. Su mundo estaba lleno de peligros y no siempre iba a poder estar a
su lado para protegerla.

—Lo cierto es que me hiciste una proposición horrible. —Lo miró con severidad.

—¿Horrible?

—¡Pero si prácticamente dijiste que era fea! ¿A qué mujer le gusta eso?

—Yo no dije eso. —Se rio a carcajadas.

—Es igual —dijo ella quitándole importancia.


Connell se inclinó sobre ella y la miró a los ojos.

—Eres la mujer más bella que he visto nunca. Me pongo a temblar solo con que me roces con
uno de tus preciosos dedos. Me estremezco cuando me miras con tus preciosos ojos…

—¡Oh, eres imbécil!

—Empiezo a detectar cuándo me estás insultando en tu idioma.

La cogió de la mano y tiró de ella para que se pusiera de pie. Después la rodeó con sus brazos
y la pegó a su cuerpo, borrando aquella expresión divertida de su rostro.

—Laura Martos, viajera del futuro, extraña entre mi gente… —La apartó para tener espacio
suficiente para clavar una rodilla en tierra—. ¿Me harías el honor de convertirte en mi esposa?

Laura lo miraba a los ojos. Estaba estremecida y sentía que el universo entero estaba
moviéndose para alinear correctamente los planetas. Ella no debería siquiera estar allí. Y no solo
había viajado más de trescientos años al pasado, sino que además había intervenido para
cambiarlo. ¿Qué podría ocurrir si se casaba con aquel increíble y maravilloso highlander? ¿Qué
pasaría si tenían hijos?

—¿Por qué? —preguntó, sorprendiéndolo.

Connell se puso de pie lentamente sin apartar la mirada de sus ojos.

—¿Esa es tu respuesta? ¿Por qué?

Laura asintió.

—¿Por qué quieres que nos casemos? Si es por el sexo, no es necesario. Vengo del siglo XXI,
allí las mujeres y los hombres lo hacen después de una noche de fiesta sin apenas conocerse…

La expresión de Connell era todo un poema.

—Yo no lo he hecho. Bueno, acostarme sí, pero no con desconocidos. Tuve un novio… —Su
expresión no mejoraba—. Un novio es alguien con quién piensas compartir tu vida.

—¿Tú ya…?

Laura asintió comprendiendo que quizá para él eso fuera un problema.

—¿En tu época es lo normal? —siguió preguntando.

—Sí. La virginidad no es nada valioso en el siglo XXI. Así que ya ves, si lo que quieres es
acostarte conmigo no es necesario que nos casemos.
Connell frunció el ceño.

—Quiero casarme contigo.

—¿Por qué? —volvió a preguntar Laura sintiendo que le temblaba el corazón.

—Me duermo pensando en ti y me despierto contigo en mi memoria —dijo sin tocarla—. Mi


cuerpo se estremece con solo un suave roce de tus dedos y me descubro mirando embelesado
cómo se mueve tu cabello con la brisa y deseando sentirlo en mis manos. Quiero que seas mi
esposa para poder amarte todas las noches y despertarme a tu lado cada mañana. Quiero que seas
mi esposa para que calmes mi ira con tus labios y mi soledad con tus brazos. Quiero convertir mi
triste castillo en un hogar cálido y confortable lleno de tu risa cantarina y de tus extrañas
canciones.

Laura sonrió con los ojos llenos de lágrimas.

—No creo que los Beatles cantasen extrañas canciones. —Le rodeó el cuello con los brazos.

Connell entrelazó su cintura y los dos se miraron durante unos segundos interminables en los
que se dijeron cosas que no se pueden decir con palabras.

—¿Tenemos que esperar a la boda? —preguntó ella con expresión de súplica.

Connell sonrió y le acarició el rostro con dulzura.

—Soy un hombre de mi época. —La miró con intensidad—. Pero podemos casarnos aquí y
ahora, si tú quieres.

—Sí, quiero.
Capítulo 18

Sus labios eran suaves y sedosos. Laura jadeó cuando Connell los rozó con la punta de su lengua
y la joven metió sus dedos en sus cabellos rojos para tener dónde agarrarse. El escocés metió uno
de sus enormes y fuertes brazos por debajo de su cuerpo y la deslizó hasta colocarla sobre él,
como si manejase una pluma. Estaban desnudos y habían dedicado un considerable tiempo a
observarse y acariciarse mutuamente. Ahora ya conocían cada detalle del otro y ambos estaban
enardecidos con una pasión que habían contenido durante días.

—¿Esta es la función de mantenerse virgen hasta el matrimonio? —preguntó Laura sintiendo


entre sus piernas la potente erección del escocés—. ¿Llegar a la noche de bodas desesperados por
el sexo?

Connell sonrió con una mirada felina y amenazadora.

—¿Seguro que no debo tener cuidado? —preguntó ansioso.

Laura sonrió al tiempo que asentía.

—No soy una frágil florecilla. Soy una mujer apasionada y fuerte. —Puso una mano en su
pecho para frenarlo cuando el escocés ya se lanzaba a la acción—. Pero no quiero que acabes en
dos minutos, así que tómate tu tiempo para alargarlo toda la noche a ser posible.

Connell lanzó un gruñido salvaje, como si la sola idea de pasar una noche disfrutando de su
cuerpo lo exacerbase hasta límites insospechados.

—Haré lo que pueda. —Puso las manos sobre sus pechos.

Laura se apretó contra él impidiendo que siguiera tocándola y empezó a jugar con sus dientes,
mordiéndole suavemente el labio inferior. Connell inclinó la cabeza y atrapó su boca con un beso
intenso y profundo, provocando que se desbordara la pasión hacia un punto de no retorno. El
escocés aprendía rápido, sus dientes mordieron con delicadeza el labio inferior de Laura tal y
como ella le había enseñado. La volteó para colocarse de nuevo encima y dibujó un reguero de
besos por todo su cuerpo, bajando por el cuello, pasando por entre sus pechos y llegando hasta su
zona más sensible.

La boca de Connell era cálida y su lengua se movía ávida provocando en su esposa


vertiginosas sensaciones. Al parecer había cosas que el hombre siempre ha sabido hacer, se dijo
Laura al tiempo que se retorcía impaciente.

Después de quince minutos estaban tan excitados que el deseo había empezado a ser doloroso
para ambos.

—Ya está bien de preliminares. —Laura se sentó a horcajadas sobre su marido.

Connell la miraba como se mira a una diosa y así era exactamente como Laura se sentía.

—¿Qué significan estás letras que hay en tu sporran? —Laura estaba de pie frente a la cama
poniéndose el zurrón típico que llevaban los escoceses—. ECD.

Connell no podía dejar de mirarla, allí desnuda frente a su cama con el sporran apoyado sobre
su pubis… Sería difícil no pensar en ello cuando volviese a colocárselo sobre el kilt.

—Son las iniciales de mi nombre —dijo.

Laura recordó las palabras del cura en su boda.

—Eric Connell Darroch.

—Así es. —Colocó las manos bajo la nuca, provocando que sus abdominales se acentuasen.

Laura se quitó el sporran y lo dejó sobre la silla antes de volver a subirse a la cama.

—¿Darroch es el apellido de tu madre? —preguntó de nuevo de rodillas junto a él.

Connell asintió.

—¿Y por qué Connell y no Eric?

Él sonrió y se encogió de hombros.

—No lo sé. Siempre me llamaron Connell.

—Pues a mí me gusta Eric. Desde ahora te llamaré Eric. —Se sentó a horcajadas sobre él.

—Tú puedes llamarme como lo desees —dijo su marido sacando las manos de debajo de su
cabeza y colocándolas sobre sus pechos—. Pero te advierto que nadie sabrá a quién te refieres.

—Con que lo sepas tú es suficiente. —Se inclinó sobre él—. Hazme tuya, Eric. Ahora.
Fue la noche más maravillosa de su vida con diferencia. Laura nunca imaginó que pudiese
sentir tanto y de un modo tan intenso y devastador. La pasión de Connell la había desbordado por
completo y provocó una interminable cadena de sensaciones que querría repetir para el resto de
su vida.

Después de la rápida boda regresaron al castillo de Turlom siendo ya marido y mujer. Y


aquella primera noche lo convirtieron, por fin, en un lugar al que Connell podría llamar hogar.
Lo llenaron de caricias y palabras hermosas. Sus emociones y sentimientos atravesaron sus
paredes de piedra y avanzaron por los tortuosos corredores como espíritus enamorados. Connell
la poseyó de un modo estremecedoramente intenso. Había esperado demasiado tiempo para tener
a alguien a quien amar tan profundamente. Sobrepasó todos los límites para hacerla suya y la
libertad que emanaba de la que ya era su esposa lo llevó hasta cimas que ni siquiera sabía que
podía alcanzar. Le hizo el amor lentamente, recreándose en cada detalle como si se tratase de
algo mágico que podía perder y cuyo recuerdo deseaba soldar a su memoria para no olvidarlo
jamás. Laura sintió su emoción como propia y se sorprendió cuando un torrente de lágrimas la
desbordó en mitad de la noche. Él la acunó en sus brazos hablándole de amor y ella sintió que
tocaba su alma con la punta de los dedos.

Habían hablado mucho aquellos días. De sus padres, de las chicas, de cómo era su vida.
También quiso saber con cuántos hombres había estado y si alguno de ellos todavía significaba
algo para ella. Lo hizo con respeto y sin recriminaciones. Como si quisiera asegurarse de que no
le estaba robando su corazón a otro. Laura lo había arrastrado de nuevo a la lujuria haciéndole
cosas que ni siquiera habría podido imaginar. Lo hizo avanzar tres siglos y le mostró lo mucho
que el ser humano habría de aprender en cuestión de sexo una vez se deshiciese de tantos tabúes.
Después se tumbó a su lado y se durmió en sus brazos mientras el escocés permanecía despierto,
con la mirada clavada en el techo y el corazón temblándole en el pecho. Se sentía abrumado por
los sentimientos que lo embargaban. Nunca había sentido tanto por alguien. Aquella pequeña
mujer que se acurrucaba contra su cuerpo era el ser más poderoso de la tierra. Podría destruirlo
con un simple gesto de desprecio o abandono. Pensó en todo lo que le había contado sobre el
futuro. Aquellas inimaginables cosas a las que había llamado coches, trenes o aviones le parecían
cosas posibles, no podía visualizarlas, pero sí creer que algún día llegasen a construirlas. Pero lo
que resultaba más estremecedor era la visión de la sociedad que le había descrito. Las relaciones
entre hombres y mujeres. Que se permitiese que los hombres se casaran con otros hombres. Las
colmenas en las que vivían numerosas familias que no pertenecían al mismo clan. Los trabajos
que realizaban y por los que recibían un salario desorbitado…

Trescientos cincuenta años es mucho tiempo, se dijo. Pero si miras hacia atrás el mundo no
había cambiado tanto en trescientos cincuenta años. El futuro era algo que resultaba inquietante y
se preguntó qué ocurriría si ella pudiese regresar y le pidiese que la acompañase. Bajó la cabeza
para mirarla y lo supo. No se separaría de ella por muy aterrador que fuese el viaje.
—¿A dónde me llevas? —preguntó Laura levantando la cabeza para mirarlo.

Montaban el mismo caballo y llevaban varias horas de camino, pero Connell no había soltado
prenda.

—Ya lo verás cuando lleguemos —repitió la misma respuesta que le había dado las otras
veinte veces que se lo había preguntado.

Laura se acurrucó entre sus brazos, hacía un frío tremendo y lo que le apetecía era estar en
casa frente a la chimenea del salón leyendo tranquilamente. No entendía a qué venía salir de
excursión con el frío que hacía. Enero no era un mes para hacer excursiones.

El camino le sonaba, pero no fue hasta que vio a Las tres hermanas que lo supo. Se incorporó,
apartando su espalda del pecho masculino, y miró hacia la montaña en el lugar en el que se
ocultaba la Cueva de los susurros.

—¿Qué haces? —Se giró para mirarlo.

Connell no respondió, guio a su caballo hasta el camino y la hizo desmontar primero para
después hacerlo él.

—¿Por qué me has traído hasta aquí? —Su rostro mostraba temor.

Connell la cogió de la mano y tiró de ella suavemente. Tomaron el sendero que subía a la
cueva y Laura no se resistió. Un cúmulo de ambiguos sentimientos la embargaba. Había pensado
muchas veces en recorrer ese camino. Sobre todo, al principio. Después los meses fueron
pasando, su vida se llenó de amor y pasión y el futuro se fue alejando como si de un sueño se
tratase.

Ahora estaba allí, frente a la entrada de la cueva, y el suelo pareció volver a temblar bajo sus
pies como aquel día.

Connell estaba tras ella y la miraba con el corazón encogido cuando ella se volvió a mirarlo.

—¿Por qué me has traído aquí? —repitió la pregunta.

—Este no es tu mundo —empezó a hablar—. Me has hablado de cómo era tu vida, de cómo
serán las cosas dentro de tres siglos. Debo decirte que algunas de esas cosas me parecen
horribles, pero tenéis remedio para muchas enfermedades y tu vida allí apenas corría peligro.
Aquí la vida es mucho más dura y podrías morir de una simple infección. Además, tenemos
muchos enemigos y siempre estamos guerreando…

—¿Quieres que me vaya? —Laura estaba conmocionada ante la idea de que estuviese
diciéndole que ya no la amaba. Había vivido los meses más maravillosos de su vida, no podía ser
que ya se hubiese cansado de ella.

—No —negó Connell con expresión triste—, no quiero que te vayas. Quiero vivir mi vida
contigo en Turlom. Quiero tener hijos y amarte cada noche de cada día hasta que me muera. Lo
que te estoy diciendo es que me iré contigo si tú quieres volver. Aunque me aterre la sola idea y
me parezca que es un mundo atroz. Iré tras de ti hasta el fin del Universo.

Laura sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y corrió a abrazarlo casi con
desesperación. Por un momento temió… Connell la besó con ansia desmedida y Laura sintió el
sabor salado de sus lágrimas en los labios. Le cogió la cara entre las manos y lo miró con fijeza a
los ojos.

—Te quiero más que a mi vida, Connell MacDonald, y jamás me alejaré de ti —dijo
limpiándole las lágrimas—. No voy a irme a ningún lado. Me quedaré aquí contigo porque este
es mi destino. No entraré en esa cueva, no me arriesgaré a perderte.

—Yo iré…

—No —negó con la cabeza—. No sabemos lo que podría pasar. Podrías morir. Podrías
quedarte atrás y que yo no pudiese volver a venir. No me arriesgaré. Tú eres mi vida y mi mundo
estará allí donde tú estés.

Connell la abrazó con fuerza y Laura sintió que le crujían las costillas.

—Afloja un poco —sonrió—, me vas a romper.

—Dios, ¡cómo te quiero! —La besó de nuevo y esta vez el beso duró una eternidad.

Ian Campbell azuzó a su caballo cuando vislumbró el castillo del laird de los MacDonald.
Debía llegar cuanto antes y advertirle de lo que planeaba Sir John Dalrymple. Había persuadido
al rey de que debía dar un castigo ejemplar a los MacDonald de Glencoe. En cuanto Ian tuvo
noticia de las órdenes que recibiría Robert Campbell su vida se convirtió en un infierno. Trató de
que su hermano lo ayudase, pero John no quería intervenir.

—¿Vamos a dejar que mueran? —le había gritado Ian.

—No podemos hacer nada —había replicado su hermano mayor—, son órdenes del rey.
Pero Ian tenía un férreo código de honor. Sabía que Connell MacDonald y su ahora esposa
Laura los habían salvado de morir aquel día. Cierto es que Luke MacDonald no merecía su
ayuda, le habría cortado la cabeza sin dudarlo, pero los demás… Pensó en la bella Margaret y su
corazón se estremeció. No, no podría vivir sabiendo que no había hecho nada. Aún había tiempo.
Cuatro jinetes le salieron al paso antes de llegar a la fortaleza. Luke MacDonald iba a la cabeza.

—Vaya, ¡qué sorpresa! —exclamó el primogénito del laird—. ¡Ian Campbell en mis tierras!

—Vengo a hablar con vuestro padre —dijo con urgencia—. Debo advertirle de algo…

—¿Un Campbell debe advertir al laird de los MacDonald? ¿Habrase visto semejante
estupidez?

—Luke, déjame pasar, no hay tiempo de…

El hijo de Alexander cogió el hacha que colgaba de su montura y saltó del caballo por el lado
contrario. El joven Campbell comprendió que estaba en peligro y trató de girar su caballo para
alejarse de allí, pero todo el mundo sabía que Luke MacDonald era muy diestro con el hacha. Ian
apenas se percató de lo que ocurría. Tan solo sintió un golpe seco en la cabeza y cayó del
caballo. Muerto.

—Quizá deberíamos haber escuchado lo que venía a decirnos —dijo uno de los hombres que
iba con Luke.

—Me importa una mierda lo que tenga que decirme un Campbell. Coged una pala y
enterradlo.

—¿Que no va a venir? —Laura miraba a Connell con mirada furiosa—. ¿Por qué?

—Mi padre no la deja.

—No importa lo que diga tu padre, Margaret y tus otros hermanos tienen que venir. Intenta
que vengan todos. Deben quedarse con nosotros hasta, hasta…

—Laura. —Su marido la agarró por los hombros y la obligó a mirarlo, estaba muy alterada—.
¿Qué pasa?

Ella trató de calmarse. Apenas podía respirar con normalidad y sentía una terrible angustia.
—¿Hiciste lo que dije? ¿Le dijiste a Margaret que debía venir? ¿Que la necesito aquí?

—Sí. Envié a Samuel en lugar de mandar una carta. Le dije que la trajese, pero mi padre no la
deja venir. Tienen invitados y no quiere…

—No puede ser, no puede ser. —Laura se paseó por el salón completamente fuera de sí—.
Esto no tenía que pasar. Lo arreglé. ¡Dios! Creí que ya estaba arreglado…

Connell la miró muy serio.

—¿Qué ocurre, Laura? —Al ver que no respondía se acercó a ella y la sujetó por el brazo,
obligándola a detenerse—. ¿Qué ocurre?

Laura cerró un instante los ojos sintiendo que el suelo se abría bajo sus pies. Nunca le habló
de la masacre, estaba convencida de que sus actos habían cambiado el futuro. Pero cuando
recibió la nota de Margaret que le contaba que había un montón de Campbell alojados en el
castillo su mundo se hizo pedazos.

—Alasdair llegó a tiempo. —Miraba a su marido, interrogadora—. Me juraste que llegó a


tiempo.

Connell estaba pálido. Ya había comprendido que Laura sabía algo de su futuro que no le
había contado.

—Le avisé —asintió—, firmó su juramento un día después de Navidad.

—Entonces, ¿por qué? —sollozó Laura.

—¿Por qué, qué? —Empezaba a perder la paciencia—. ¿Quieres hablar de una vez?

—Siéntate, Connell.

—Déjate de estupideces y habla.

Laura respiró hondo y después abrió las compuertas de par en par. Le contó todo lo que sabía,
lo que había sobrevivido a la Historia. Connell la escuchó y a medida que el relato avanzaba su
rostro se iba trasformando en piedra.

—¿Por qué no me lo contaste? —La frialdad que emanaba de él llegó hasta Laura y amenazó
con convertirla en estatua de hielo.

—Creí que había cambiado el futuro al salvar a Ian y a John —sollozó.

—¿Por eso querías salvarlos?


Laura asintió.

—Ese era el motivo de la venganza. La causa de que no avisaran a los MacDonald de los
planes de Sir John Dalrymple. ¡Pero no ocurrió! ¡Tú los salvaste!

—Mi hermano mató.a Ian hace un mes. Lo sé porque me lo dijo uno de sus hombres cuando
estaba borracho. Lo enterraron en el bosque.

Laura empalideció hasta que su piel se volvió casi trasparente.

—¿Ian está muerto?

Connell asintió frío como un témpano.

—Lo encontraron en las tierras del laird, iba a darle un mensaje a nuestro padre.
Probablemente tenía algo que ver con todo esto.

—¡Dios mío! —exclamó Laura llevándose las manos a la boca—. ¿Por qué no me lo dijiste?
Me habría dado cuenta de que el reloj había vuelto a ponerse en marcha…

—Trataba de protegerte. Te lo dije, este no es tu mundo. Aquí hay demasiados peligros.

Laura cerró los ojos y sintió cómo la enorme y poderosa maquinaria del destino movía uno
tras otro sus engranajes, colocando las cosas en su sitio. Cuando abrió los ojos parecía haber
recobrado la serenidad.

—¿Tú estarías allí? —preguntó.

Connell frunció el ceño sin comprender la pregunta.

—Si yo no estuviese aquí, ¿hay alguna posibilidad de que tú estuvieses allí?

—Si tú no estuvieses aquí, ni siquiera habría pisado el castillo de Broch Deich para la boda de
Luke.

—¿Estás seguro?

—Completamente.

Laura buscó una silla y se dejó caer en ella sin fuerzas. El terror que se había apoderado de
ella la había dejado exhausta. Connell se acercó y se arrodillo frente a ella. Su esposa sintió una
profunda tristeza agolparse en sus ojos.

—Tengo que hacer algo —dijo el escocés—. Lo entiendes, ¿verdad?


Laura sintió un dolor lacerante, como un puñal que se clavaba en su pecho.

—Tú no tienes que estar allí —suplicó.

—Lo sé, pero ahora que lo sé no puedo quedarme de brazos cruzados. Son mis hermanos…
Y, a pesar de todo, Alexander es mi padre.

—Envía a alguien, haz que le avisen y consigue que los…

—No hay tiempo —la cortó tajante—. Mi padre no escuchará a nadie. Debo ir yo. Haré que
entre en razón.

—¿Y si no lo consigues? Mira cómo te trató en la boda.

—Debo intentarlo. —Se puso de pie.

—Solo faltan dos días para el 13. —Laura se levantó también y se agarró a sus brazos—.
Júrame que no pasarás la noche allí. ¡Júramelo!

—Te lo juro.

Su esposa lo miró con tanto amor que el escocés sintió que le flaqueaban las fuerzas.

—Si les dices lo que va a pasar —dijo Laura mirándolo a los ojos—, cambiarás el futuro. No
sé cómo puede afectar eso a… todo.

Connell asintió con expresión decidida.

—No te digo que no lo hagas —Laura trató de sonreír—. Yo ya he cambiado algunas cosas,
pero me temo que cambiar un suceso tan trascendente tendrá consecuencias. Quizá no esté aquí
cuando regreses. Quizá nunca exista…

Una ráfaga de desesperación cruzó los ojos de Connell. La atrajo con fiereza y la abrazó con
tanta fuerza que los huesos de Laura crujieron entre sus brazos.

—Júrame que te irás —exigió ahora él con la voz ronca—. Si no regreso subirás a tu caballo e
irás a la cueva de los susurros.

—Volverás —sollozó—. Tienes que volver…

Él la zarandeó con firmeza sin soltarla.

—¡Sí! Maldita sea, te lo juro.

Sus bocas se buscaron con desesperado anhelo. Había temor y tristeza a partes iguales en
aquella despedida y cuando Laura estuvo sola en aquel salón, quedó con ella un profundo y
terrible sentimiento de fatalidad. ¿Cómo iba a poder marcharse, sabiendo lo que sabía? ¿Cómo
dejar a todos aquellos amigos y familiares atrás?
Epílogo

—Van a dejar la búsqueda. —Julia miraba a todos los presentes destilando agotamiento por
todos sus poros.

La taberna estaba cerrada desde que se marcharon a Nueva Zelanda. Regresaron en cuanto se
enteraron de la desaparición de Laura y durante un mes no habían dejado de buscarla. Hasta ese
momento.

—No pueden seguir con ella —siguió explicando Evan al ver que Julia se había quedado sin
fuerzas—. Han peinado la cueva hasta el último rincón y no hay ni rastro de Laura. En los
alrededores tampoco. Las únicas personas que la vieron dijeron que iba camino de la cueva.

—Mi niña… —Los sollozos de Myriam estremecieron a todos los presentes. Su marido la
abrazó tratando de consolarla, aunque él mismo estaba destrozado.

—No cerrarán el caso —se apresuró a decir Evan—, pero…

No pudo terminar la frase, no sabía cómo hacerlo.

María se limpió las lágrimas que habían caído silenciosas mientras escuchaba. Cristina apartó
la mirada con rabia, no podía aceptar lo que estaba pasando. ¿Cómo puede desparecer alguien sin
dejar rastro? Alguien tenía que saber algo…

—Será mejor que os vayáis todos a descansar —dijo Leod—. Necesitáis reponer fuerzas.
Mañana por la mañana pensaremos en algo.

El padre de Laura asintió y se llevó a su mujer sin dejar de abrazarla. María y Cristina besaron
a todos y se marcharon juntas.

—¿Quieres que nos quedemos a dormir en el hotel? —preguntó Evan a Julia.

Su mujer asintió y juntos se dirigieron a las escaleras.

—Esperad un momento. —Leod los detuvo—. Quería hablar con vosotros dos, pero no he
encontrado el momento.

Julia lo miró desconcertada.

—¿Ocurre algo? No estoy para más malas noticias.


—Ya tenemos el informe del tasador —contó Leod.

Julia no sabía de qué le hablaba.

—Las reliquias MacDonald —explicó y Julia recordó—. Le dijiste que viniera y lo hizo. Con
todo lo que ha pasado no quise molestarte. Le dejé que se llevara las cosas, también el baúl. Esta
mañana lo ha traído todo de vuelta junto con un informe sobre sus conclusiones.

Julia asintió.

—Mañana lo miramos, Leod. Ahora lo único que quiero es meterme en la cama.

—Está bien, cuando quieras —concedió su suegro—. Lo he dejado todo en la buhardilla.


Quiero que seas la primera en leerlo, ya que fue idea tuya.

Julia subió a la habitación como un autómata y se tumbó en la cama sin quitarse la ropa.
Había sido un mes horrible buscando a Laura desesperadamente. El momento más feliz de su
vida se truncó con la terrible noticia de la desaparición de su amiga. Al llegar a casa se
encontraron con los padres de Laura, que no sabían cómo actuar ni qué hacer. Por suerte Evan se
portó de un modo increíble, ocupándose de todos los trámites, hablando con la policía…

Su marido se tumbó junto a ella y la atrajo hacia su cuerpo suavemente. Sabía que no quería
más que reconfortarla y se acurrucó en sus brazos, agotada.

—Ves estas cosas en televisión y siempre piensas que les ocurren a otra gente, que tú nunca
tendrás que vivirlo —susurró.

Evan la acarició sin decir nada hasta que se quedaron dormidos.

Se despertó sobresaltada y se sentó en la cama de golpe. Le costó unos segundos comprender


dónde estaba y después de asegurarse de que no había despertado a Evan, bajó los pies al suelo y
se levantó. Se acercó a la ventana y miró hacia la calle. Estaba oscuro y no se veía a nadie. Le
apetecía un café y sabía que Leod estaría en la recepción.

—¿Qué haces levantada? —preguntó su suegro con expresión preocupada cuando la vio
aparecer por las escaleras.

—Me he desvelado. —Se acercó a él—. ¿Tienes café?


Leod asintió y entró al cuartito. En unos segundos salió con la taza y la depositó sobre el
mostrador.

—Voy a subir a la buhardilla a ver ese informe. —Cogió el platito y la taza—. ¿Subes
conmigo?

—Mejor ve tú. Ya sé que no va a entrar nadie, pero prefiero quedarme a vigilar.

Julia asintió. Desde que Laura había desaparecido las cosas habían cambiado para todos los
habitantes de aquel pueblo. Ya no podían decir que allí nunca pasaba nada. Subió las escaleras,
abrió la puerta y encendió la luz. Dejó la puerta abierta y se acercó hasta el baúl que seguía en su
sitio de siempre. Se sentó frente a él y depositó la taza en el suelo, a su lado. Después cogió el
sobre que Leod había dejado encima y sacó el informe del perito. Lo leyó detenidamente.
Aquello la habría emocionado de haberlo leído tan solo un mes antes. Todos los objetos eran
auténticos y algunos databan de finales del mil seiscientos. Pero lo que llamó más su atención era
el párrafo final:

«Detecté que había un bolsillo oculto en el sporran. Había sido cosido con intención de
ocultarlo y al descoserlo encontré una extraña carta que dejo adjunta a este informe. Tanto el
papel como la tinta coinciden con los utilizados en Escocia en el siglo XVII y puedo certificar
que son auténticos».

Julia dejó el informe y sacó la carta del sobre con el ceño fruncido. El sporran era la bolsa
con las iniciales ECD que había estado colgado de la pared del cuartito de Leod durante años.
Ella lo había examinado muchas veces y nunca se percató de que tuviese un bolsillo oculto.

El perito había dejado el papel sin doblar para evitar, supuso Julia, que se deteriorase aún más.
Se suponía que había estado doblado durante varios siglos dentro de aquel zurrón. Un
estremecimiento la recorrió de arriba abajo al reconocer la letra y sin poder evitarlo se fue
directamente a la firma: Laura Martos.El corazón le dio un vuelco y a punto estuvo de ponerse a
gritar como una loca, pero algo en su interior la hizo contenerse y, de rodillas, comenzó a leer
aquella inesperada misiva.

«Queridos papá y mamá. Queridas amigas mías:

No sé si alguna vez leeréis esta carta, pero espero que mi plan de ocultarla en el sporran de
Connell funcione. Connell es mi esposo. Sí, me casé, pero vamos por partes.

Lo primero y más importante es que no estoy muerta, bueno, para vuestra época sí, pero lo
que quiero que sepáis es que no morí cuando desaparecí.

Ahora mismo estoy sentada frente al escritorio de la biblioteca, que por fin he conseguido que
Connell coloque junto a la ventana. Yo escribo esta carta mientras mi marido me mira desde su
butaca con un libro en las manos. Vivo en el castillo de Turlom con Connell MacDonald, mi
marido. Sé que os resultará increíble, pero os puedo asegurar que fue mucho más increíble para
mí.

Entré en la cueva de los susurros, así se llama el lugar en el que encontraste a tu Margaret,
Julia. Todo era distinto a como tú me lo habías descrito, el único camino se abría a la derecha y
tú me dijiste que era a la izquierda, ¿recuerdas? Cuando avancé un poco por aquel oscuro
pasadizo el suelo empezó a temblar. Un terremoto que provocó un terrible estruendo y que me
hizo pensar que acabaría enterrada en aquella cueva para siempre. Pero no, conseguí salir,
aterrada, sin el móvil, que se me cayó en la huida, y con una torcedura de tobillo».

—Casi puedo oír vuestras risas —leyó Julia en voz alta.

Todo el mundo estaba llorando, especialmente la madre de Laura.

—Sigue, por favor —pidió el padre.

Julia asintió y continuó leyendo aquella carta que ella ya había leído varias veces antes de
despertar a todo el mundo. A continuación, llegaba el relato de lo acaecido durante los meses
anteriores a la carta, incluida la petición de Connell y su posterior boda.

—Menudo romántico está hecho el muchacho —dijo Leod.

Las chicas lo miraron riendo y con lágrimas en los ojos. Julia siguió.

—Cuando Connell se marchó para tratar de advertir a su padre creí que no volvería a verlo.
No tuve valor de decirle que estaba embarazada porque habría tenido que escoger y no le
habría perdonado que se marchara.

—¿Embarazada? —Myriam se llevó las manos a la boca para ahogar un grito de alegría—.
¡Mi niña embarazada!

Había tantas lágrimas y risas en aquella sala que resultaría imposible para un observador
externo saber si estaban alegres o tristes.

—Por desgracia —siguió Julia—, Alexander MacDonald, el padre de Connell, no hizo caso
a su hijo. Discutieron por última vez y Connell abandonó el castillo de Broch Deich para
siempre, pero consiguió llevarse a su hermana Margaret con él, digamos que de un modo…
poco ortodoxo. Si conocieseis a Margaret lo entenderíais. Es una joven muy intrépida, a veces
demasiado, y ella sola acabaría con todos los Campbell si la dejásemos. Y también se trajo a
Peter, su hermano pequeño.

Julia pasó la página y empezó la siguiente ante la atenta mirada de quienes la escuchaban.

—Alexander murió aquella noche, al igual que otros cien miembros del clan MacDonald. Sí,
fueron ciento uno, no ochenta como dicen los libros. Arrasaron el castillo y me temo que los
Campbell conseguirán borrar del mapa el recuerdo de Broch Deich y su laird para la Historia.
No es que lo sienta mucho por Alexander, era un capullo, a vosotros puedo decíroslo. Tampoco
lo siento por Luke, también era un capullo.

—Parece que vivir en el siglo XVII no la ha cambiado un ápice —dijo Cristina.

—Eso es imposible —añadió María.

—Chsssss —exigió la madre de Laura haciéndoles un gesto para que callaran—. Sigue, Julia,
por favor.

—Ahora vivimos los cinco aquí, en Turlom. Han propuesto a Connell para laird, pero ha
rechazado el ofrecimiento. Entre nosotros, ser un bastardo tiene sus ventajas y una de ellas es
que nos dejan en paz.

—Es increíble que Connell sea el hijo de Margaret —dijo Evan pensativo—. Todo resulta
mucho más estremecedor.

Julia asintió.

—Ahora el hecho de que encontrases su cuerpo en la cueva me parece más aterrador —se
sinceró Cris.

—Aterrador no —dijo Myriam—, esclarecedor si acaso.

—No os habéis dado cuenta de una cosa. —Leod los miró a todos—. Que la carta estuviese en
ese sporran significa que…

—Connell es nuestro antepasado —terminó Evan.

—Exacto —dijo Leod.

—Entonces… —En ese momento fue Carlos el que interrumpió—. Laura…

Las chicas lanzaron una exclamación de sorpresa.

—Laura es antepasada vuestra —sentenció Julia mirando a Leod y a Evan—. Pero dejadme
seguir, al final lo entenderéis todo.

Volvió a la carta, ella ya la había leído, pero ellos aún no lo sabían.

—Mi hijo se llama Eric, como su padre. Muchas veces nos preguntamos qué significaban
aquellas letras en el sporran, ¿verdad, Julia? Pues bien, ECD es Eric Connell Darroch.
Darroch era el apellido de Margaret. Y así se resuelve otro de los misterios de la familia
MacDonald.

Julia miró a su marido con una brillante sonrisa al verlo tan emocionado.

—Conocí a mi… ¿Cuántos tátara tengo que poner delante de abuela? —dijo el escocés con un
nudo en la garganta al recordar tantas conversaciones y momentos con ella.

—No sé, pero un montón —aseguró Cristina.

—Es increíble —dijo María—. Si Laura no hubiese desaparecido en la cueva, Leod y Evan no
habrían nacido.

—Y quizá nosotras no nos habríamos conocido nunca —sentenció Cristina.

—Ya llego al final. —Julia estiró una mano para que la dejasen seguir—. Prestad atención.
Creo que ya os he contado toda la historia. Lo que quiero con esta carta, que espero que podáis
leer algún día, es que sepáis que estoy bien. He encontrado mi destino y he descubierto el
verdadero amor al lado de Connell. Soy muy feliz con él, con nuestro hijo Eric y nuestros
hermanos Margaret y Peter. Pero eso no significa que os haya olvidado, no pasa ni un solo día
sin que piense en vosotros. Papá, mamá, habéis sido los mejores padres que alguien pueda tener
y le hablaré de vosotros a nuestro hijo para que sepa lo maravillosos que fueron sus abuelos.
Chicas, vivid intensamente, no os conforméis con migajas, id a por la tarta completa. En cuanto
a vosotros, Leod y Evan, me siento muy afortunada por haber podido conoceros. Saber que lo
que he iniciado con mi hijo florecerá hasta llegar a esas dos maravillosas personas que se
cruzaran en el camino de mi queridísima Julia, es ahora un valioso regalo. Ahora sé que
Connell y yo lo haremos muy bien. Os quiero con todo mi corazón y no os olvidaré nunca.
Vuestra, siempre, Laura.

Se hizo un silencio sepulcral tan solo quebrantado por los contenidos sollozos que de vez en
cuando se les escapaban. Julia dejó unos momentos para que asimilasen todo lo que había leído.
Ella había tenido que hacerlo en soledad.

—Entonces las cosas que hay en ese baúl… ¿son de Laura? —preguntó su madre.

—La mayoría —Julia asintió y miró a Leod, que se volvió hacia ellos.

—Podéis coger lo que queráis —dijo el hombre, que estaba tan emocionado como ellos.

—Solo un recuerdo, si no te parece mal —pidió Myriam—. En realidad, ella no era sangre de
nuestra sangre. Vuestra, sí.

—Eso no tiene importancia aquí. —Leod se puso serio—. Vosotros fuisteis sus padres y
siempre lo seréis.

—Si no la hubieseis adoptado jamás nos habríamos conocido —dijo Julia.


La madre de Laura lloró agradecida.

—Hay una posdata. —Julia atrajo la atención de todos—. Hay algo más que debéis saber.

—Adelante —pidió Carlos—. Lee.

—La madre de Connell está enterrada junto a la casa en la que creció, la casa de su familia.
El cuerpo que encontraste, Julia, no era el de Margaret.

Myriam empalideció.

—Le he pedido a Connell que cuando muera quiero que me lleven a la cueva y le he dicho el
sitio exacto en el que quiero que me dejen. Esa será mi tumba. Así debe ser.

—¿Has terminado? —Connell se acercó a ella al ver que doblaba las hojas en cuatro partes.

—¿Crees que podré disimular el bolsillo? —preguntó Laura sonriéndole.

Connell fue a buscar su sporran y lo puso sobre la mesa.

—Puedes descoserlo completo y rehacerlo a tu gusto —dijo solícito.

Laura dejó la carta sobre la mesa y la rodeó para abrazarle.

—¿Te ha puesto triste escribirles? —La acunó con cariño.

—Un poco. —Levantó la cabeza para mirarlo y sonrió—. Pero soy tan afortunada que no me
atrevo a decirlo en voz alta por si los dioses quieren castigarme por quejica.

—El afortunado soy yo. —La besó suavemente en los labios.

Laura capturó su boca y le devolvió un beso más profundo, al que Connell respondió sin
reservas.

—Mamá, quero ejo. —El pequeño MacDonald entró acompañado de su tía Margaret y corrió
a abrazarse a las faldas de su madre.

—Quiere que lo lleves al columpio que Connell le hizo en el tejo —tradujo su tía como si lo
necesitaran.

Laura lo cogió en brazos y, después de besarlo una y otra vez y de hacerle unas cuantas
cosquillas a las que el niño respondió con su alegre risa, se dirigió a la puerta con él. Antes de
salir miró a su marido y el amor que ambos sentían viajó de uno a otro por aquella sala.

—¡Por Dios! —exclamó Margaret saliendo airada de la biblioteca—. ¡Cuándo se acabará


tanto empalague! ¡Qué hartazgo!

—Jamás —susurró Connell.

—Ni en un millón de años —dijo Laura y dándose la vuelta salió de la biblioteca con el
pequeño Eric dando palmadas.
Querid@ lector@

Hace unos años cree un seudónimo: Kate Dawson, para publicar mis novelas románticas de
subgénero contemporáneo. Creía que sería mejor para mis lectoras tener los subgéneros
divididos. Después de estos años y de mi experiencia, he llegado a la conclusión de que no
quería seguir manteniendo esa división. Está claro que a muchas lectoras les gusta sumergirse en
los diferentes subgéneros, ya sea contemporánea, misterio y suspense, paranormal o cualquier
otro. Así que he decidido unificar todas mis novelas bajo un solo nombre: Jana Westwood.

Durante este año iré publicando de nuevo estas novelas, doce en total. Intentaré subir las
series con una separación de dos o tres semanas entre cada novela. No me lo tengáis en cuenta si
por algún motivo me retraso un poco, a veces ocurren imprevistos, ya lo sabéis, esto es como la
vida misma.

Por supuesto las novelas victorianas y de regencia seguirán llegando como siempre. Sin más,
me despido. Espero que sigas conmigo en esta nueva etapa de mi vida literaria, tengo muchas
historias que contarte aún.

Aquí tienes mis redes, me encantará saber de ti.

Mail: [email protected]

Facebook: https://www.facebook.com/JanaWestwood92

Twitter: https://twitter.com/JanaWestwood

Y en Amazon: relinks.me/JanaWestwood

A continuación puedes leer el prólogo de Cristina en las Highlands. El Tiempo vuelve a jugar
una mala pasada a uno de los protagonistas. ¿Preparada para conocer a…?

Besos y abrazos,

Jana Westwood

❤❤
Cristina en las Highlands

Prólogo

Escocia, 16 de abril de 1746.

El silencio. El atronador silencio. Abrió los ojos lentamente mientras el dolor lo acompañaba en
su regreso al mundo de los vivos. Trató de levantar la cabeza para vislumbrar el manto de
cadáveres que se extendían a su alrededor, pero el dolor que le produjo ese sencillo gesto le
resultó insoportable y se desmayó.

Cuando volvió a abrir los ojos su cerebro reaccionó con mayor rapidez y los recuerdos de la
batalla regresaron en forma de gritos, ruidos metálicos y olor a pólvora. La última imagen antes
de caer había sido la de su padre desplomándose con la sangre saliendo a borbotones de la herida
de su cuello. Trató de incorporarse, pero la cabeza le daba vueltas. Rodó hasta colocarse
bocabajo. Quizá así pudiera tener una visión clara del campo de batalla y le sería más sencillo
llegar hasta su padre. Volvió a levantar la cabeza, pero todo a su alrededor había cambiado. Ya
no había cadáveres y estaba entre árboles. Se apretó las sienes con las manos, convencido de que
veía visiones.

—Agáchate —dijo una voz a su izquierda.

—¿Patrick?

El otro le hizo un gesto para que callase y le señaló con el dedo hacia su espalda. Cuando se
giró vio el color rojo del uniforme inglés y comprendió que esas alimañas estaban recorriendo el
campo de batalla en busca de supervivientes para acabar el trabajo. Patrick le hizo otro gesto con
el dedo, como si se cortase el cuello para advertirle de que eso era exactamente lo que estaban
haciendo los dragones de su majestad.

Miró a su amigo y sin emitir sonido vocalizó ampliamente para preguntarle por su padre. El
otro le confirmó que había muerto. Los dolores que lo atacaban por todo el cuerpo, desde la
cabeza hasta los pies, resultaron nimios frente al sentimiento que se abrió paso en su pecho al
saber que Joseph Done, el hombre más admirable de la tierra, estaba muerto. A su mente
llegaron los primeros momentos de la batalla cuando la furia y la hombría se abrían paso frente al
raciocinio, empujándolos contra el enemigo. Las primeras filas de highlanders habían levantado
sus espadas con determinación. Morir matando, esa era la consigna. Las demás tropas salieron de
los flancos y se unieron a ellos con un ritmo desigual. Por el rabillo del ojo pudo ver que algunos
de los soldados habían dudado y mantuvieron su posición demasiado tiempo. Entre esos hombres
estaban los MacDonald. Su abuelo los maldeciría un millón de veces por la actitud que habían
tenido. Por las venas del viejo corría sangre MacDonald, aunque para su padre siempre fue tan
solo un bastardo. Se tocó la cara y desprendió parte de la capa de sangre y barro que la cubría.
No recordaba el primer golpe, tan solo el último. La imagen de su padre desplomándose con
aquella mirada sorprendida después de que el maldito inglés le cercenara el cuello. Jamás
olvidaría esa mirada.

Si los que portaban enormes espadas habían caído, no quería pensar en todos aquellos pobres
diablos que iban pertrechados con hojas de guadaña, azadas, palos y arpones. Campesinos cuyo
odio había convertido sus herramientas de labranza en armas con las que destripar a su enemigo.
Los ingleses tenían mejores armas y soldados entrenados. Ellos solo contaban con el
conocimiento de su propia tierra y un exaltado fervor por defender su modo de vida y a su rey. Y
el fervor no fue suficiente.

Patrick le indicó que lo siguiera y se arrastró por el suelo utilizando los codos. Él lo imitó en
silencio con un insoportable dolor en el brazo y en la pierna. Hasta ese momento no se había
dado cuenta de que no podía moverla. Detrás de ellos les perseguían los gritos de los heridos a
los que los dragones estaban rematando. Cuando estuvieron lo suficientemente lejos como para
poder ponerse de pie, Patrick se pasó el brazo bueno de su amigo por el cuello y lo sujetó de la
cintura para ayudarlo a caminar. La suerte volvió a sonreírles en aquel aciago día y se toparon
con uno de los caballos extraviados de la contienda. Montaron en él, no sin muchas dificultades a
causa del herido, y se alejaron silenciosamente. Ninguno de los tres quería regresar a aquel
infierno. Tan solo querían alejarse lo más posible.

Detuvo el caballo en lo alto de la colina, desde allí se divisaba el castillo de Robert Done.
Giró la cabeza lo suficiente para asegurarse de que su amigo estaba consciente. Había perdido
mucha sangre y estaba muy débil, por lo que había tenido que recogerlo del suelo dos veces.

—No nos acogerá —dijo casi sin fuerzas—, nos echará a patadas o nos entregará a los
ingleses.

—Te morirás si no te curan esas heridas —sentenció Patrick mientras apretaba las piernas
contra el caballo para que se pusiera en marcha, sujetando las riendas con firmeza y evitando que
se moviera demasiado.

—Entonces déjame frente a la casa y tú márchate —dijo el otro inclinándose peligrosamente


hacia un lado.
—Aguanta un poco más.

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