B3 Clase 11 HACI (Tarea) - 1

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LA IGLESIA CATÓLICA EN LA HISPANOAMÉRICA COLONIAL 191

A nivel local, la pieza clave de la organización de la Iglesia era la parroquia,


institución procedente de Europa, donde ya había sufrido una larga evolución
desde su origen en la antigua Roma. El Concilio de Trento ratificó su papel
como célula básica de la vida católica. La parroquia arraigó en América junto al
episcopado: con éste, representa a la Iglesia fuera de los muros de los conventos
(incluso cuando, como ocurría a menudo, las propias parroquias se confiaban a
los frailes). La parroquia tuvo que adaptarse a las condiciones americanas: los
misioneros —en su inmensa mayoría miembros de las órdenes religiosas— crea-
ron «doctrinas» para la evangelización, mientras que el clero secular fundó pa-
rroquias para los españoles. Las primeras eran, en su mayor parte, rurales, las úl-
timas, totalmente urbanas. Las «doctrinas» incorporaban la tarea evangelizadora
y civilizadora, tareas entre las que se incluía el enseñar la doctrina cristiana a
adultos y menores, restringir algunos sacramentos, vigilar ciertas prácticas idolá-
tricas y reprimirlas, organizar la vida social de los conversos, y otras actividades
parecidas. Las parroquias asumieron el trabajo de trasplantar y conservar la fe
de la comunidad española.5

Se acepta generalmente la extraordinaria importancia de las órdenes religio-


sas a la hora de llevar el cristianismo a Hispanoamérica. Para ello ha habido ra-
zones muy concretas; por ejemplo: el mayor celo misionero y la mayor maneja-
bilidad de una cantidad concreta de trabajadores. En cambio, la gran masa del
clero secular era moral e intelectualmente decadente y su trabajo era difícil de
coordinar. Desde la primera década del siglo xvi los Reyes Católicos tenían una
política clara respecto a América. Decidieron tratar con los monjes como tales:
los monjes eran medievales por naturaleza y poco aptos para servir como pasto-
res de congregaciones. También resolvieron arreglárselas sin los servicios de las
órdenes militares, que predominaban en los territorios peninsulares que habían
sido reconquistados a los moros. En su lugar, recurrieron a los servicios de las
órdenes mendicantes, producto acabado de la nueva civilización urbana de fina-
les de la Edad Media y del Renacimiento. Y entre los frailes prefirieron aquellos
que fuesen «reformados» u «observantes»: no sólo se disponía de ellos para la
aventura de predicar el evangelio, sino que carecían de pretensiones señoriales,
tenían el voto de pobreza y se mostraban deseosos de obtener conversiones.
Hablar de los mendicantes en la evangelización de América es hablar de las
cuatro grandes órdenes —franciscanos, los primeros en llegar a México (1524) y
Perú (1534), dominicos, agustinos y mercedarios—, cuya labor era visible en la
estructura de cualquier ciudad de la Hispanoamérica colonial. Cada orden tejía
rápidamente gran cantidad de lazos a todos los niveles de la sociedad local —ór-
denes terceras, cofradías, legados testamentarios, arriendos del patrimonio con-
ventual, capellanías, escuelas, familias cuyos hijos profesaban en la orden, culto
en el templo, festividades patronales. A estas cuatro órdenes se les sumaron
pronto los jesuítas (1568-1572): habían sido fundados recientemente en Europa,
pero tenían una enorme movilidad. Sin exagerar, puede decirse que la mayor
parte de la carga que suponía el cristianizar América recayó en estas cinco órde-

5. Ver Constantino Bayle, El clero secular y la evangelización de América, Madrid, 1950;


Pedro Borges, Métodos misionales en la cristianización de América, Madrid, 1960.
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nes religiosas. Constituyeron la reserva estratégica de la Iglesia, facilitando hom-


bres para el trabajo misionero en la frontera cada vez que se abrían nuevas zonas
de colonización. En el caso de los jesuítas, a la evangelización se unía su impor-
tante contribución en el campo de la educación.
Con una más tardía aparición en escena, hay otro grupo de órdenes de diver-
sas características, pero ampliamente dedicadas a cuidar de los enfermos y nece-
sitados en las ciudades. Su simple existencia atestigua las nuevas necesidades de
una sociedad, colonial que iba adquiriendo complejidad. Los Hermanos Hospita-
larios de San Juan de Dios estuvieron presentes en América desde 1602 y se ex-
tendieron notablemente, tanto por Nueva España como por Perú. También apa-
recieron los hipolitanos (desde 1594 en adelante), los antoninos (desde 1628) y
los betlemitas (desde 1655), todas órdenes fundadas en suelo americano, en
Nueva España. Tan sólo los betlemitas tuvieron cierta difusión en el continente.
Otras órdenes se ocuparon de una tarea pastoral parecida —los carmelitas,
Jerónimos, trinitarios y mínimos— aunque estaban representadas sólo por grupos
reducidos en unas pocas ciudades. Pero aun así, Felipe III les ordenó que regre-
saran a España porque no tenían autorización real para estar en América. Por
otra parte, desde la segunda mitad del siglo xvn los capuchinos arraigaron pro-
fundamente en varias misiones de Venezuela (Cumaná, Llanos de Caracas, Gua-
yana y Maracaibo). Por la misma época los oratorianos fundaron casas en Pa-
namá, Lima, Cuzco y, a finales del siglo xvm, en Chuquisaca.6 A causa de su
carácter excepcional, podría mencionarse aquí la limitada presencia de los bene-
dictinos de Montserrat. Se encuentran en Lima desde 1592 y en Ciudad de
México desde 1602. Pero se limitaron a fomentar el culto de la Virgen negra de
Montserrat, a quien debían su advocación, y a la colecta de ofrendas para su mo-
nasterio. Ello contrasta evidentemente con lo que ocurría en Brasil, donde iban a
desarrollar una sólida tarea pastoral, educativa y cultural.

En los primeros tiempos de la colonización castellana de América, los sacer-


dotes tomaban la decisión de viajar al Nuevo Mundo de forma individual y es-
pontánea. A medida que pasó el tiempo, sin embargo, tomó cuerpo todo un
conjunto de trámites, que era, en cierta medida, resultado de la progresiva regla-
mentación del «pase a Indias» por parte de la corona. En su mayoría, los secula-
res siguieron actuando individualmente durante todo el período colonial; en
cambio, los regulares desde la segunda mitad del siglo xvi en adelante operaban
dentro de una estructura organizada para reemplazar las vacantes en el ámbito
misional. El lado americano de la empresa de dotar de personal a las misiones se
basaba (él mismo) en una misión: envío de uno o más representantes de la orden
en América para encontrar hermanos de religión en Europa que quisieran viajar
a las Indias y trabajar allí. Estos procuradores temporales generalmente estaban
comisionados para encargarse también de otros negocios relativos a la provincia
que les había confiado la responsabilidad del reclutamiento. Hacían una visita a
las respectivas casas de la orden en Europa en un viaje de propaganda, con per-
miso previo del superior general y de los respectivos provinciales, quienes conce-

6. Constantino Bayle, «Órdenes religiosas, no misioneras, en Indias», Missionalia Hispa-


nica, 1 (1944), pp. 517-558.
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derían el permiso para la migración una vez que quienes lo desearan hubieran
solicitado debidamente su partida.
En el otro extremo del sistema de reclutamiento, en Europa, estaba el comi-
sario general, vicario general de la orden o procurador para las Indias. En el caso
de losfranciscanosy agustinos, los comisarios generales tenían poderes verdade-
ros, eran intermediarios entre la curia de Roma y las respectivas provincias de
América. Al mismo tiempo, actuaban como eslabones principales entre las pro-
vincias americanas de sus órdenes y los órganos centrales del estado castellano.
Los vicarios generales de los jesuítas, por el contrario, eran meros ejecutores o
agentes de las peticiones que venían de las Indias. En cualquier caso, uno u otro
funcionario eran el eslabón esencial para obtener cualquier permiso que se nece-
sitara, bien del Consejo de Indias o de la Casa de Contratación de Sevilla o
Cádiz.7
El envío de misioneros a América era en último término cuestión de política
imperial. En consecuencia, por ejemplo, dependió de la corona que las órdenes
religiosas pudieran enrolar cofrades «extranjeros», con toda la compleja varie-
dad que tal término connota. Si en principio los eclesiásticos estaban sujetos a
los mismos requisitos que los seglares, en la práctica había más variantes. Por
ejemplo, desde principios del siglo xvn en adelante, los jesuítas lograron cada
vez más permisos, con lo que podían enviar a sus sacerdotes a América desde
cualquier parte de los dominios asociados con la corona de Castilla, e incluso
desde los dominios presentes y pasados del Sacro Imperio Romano. Así, entre
los jesuítas que iban a América encontramosflamencos,napolitanos, sicilianos,
milaneses, bávaros, bohemios, austríacos y otros no españoles. A veces, sin em-
bargo, conseguían incluir a estas personas camuflando sus verdaderas identida-
des con apellidos castellanizados. En cambio, en las otras órdenes que trabaja-
ban en América, parece que el reclutamiento de extrapeninsulares fue mucho
más raro, quizá porque su estructura estaba orientada más localmente, o tal vez
porque estaban inspiradas por un nacionalismo más patente.8
Tan pronto como se ratificaba la decisión de los misioneros, éstos viajaban a
Sevilla —más tarde a Cádiz— o al Puerto de Santa María, a Jerez de la Frontera
o Sanlúcar de Barrameda, donde esperaban la autorización de la Casa de Con-
tratación para embarcar. También tenían que esperar el barco que iba a trans-
portarlos al Nuevo Mundo. Este período de espera podía durar casi un año, pero
finalmente, cuando la corona había pagado el billete de su travesía trasatlántica y
los costes de su manutención, los misioneros se hacían a la mar bajo el mando
del procurador que había viajado a Europa a reclutarlos. Una vez llegados a

7. Luis Arroyo, «Comisarios generales de Indias», Archivo Ibero-Americano, 12 (1952),


pp. 129-172, 258-296 y 429-473; Félix Zubillaga, «El Procurador de la Compañía de Jesús en
la corte de España (1570)», Archivum Historicum Societatis Iesus, 15 (1947), pp. 1-55; idem.,
«El Procurador de las Indias occidentales de la Compañía de Jesús (1574); etapas históricas de
su erección», Archivum Historicum Societatis Iesus, 22 (1953), pp. 367-417; Q. Fernández,
«El Vicario General de Indias: una controversia jurisdiccional entre el General Andrés de Fi-
vizzano (1592-1598) y el provincial de Castilla fray Gabriel de Goldárez (1592-1596)», Mis-
cellanea Ordinis S. Agustini Histórica, 41 (1978), pp. 25-63.
8. Ver Lázaro de Aspurz, La aportación extranjera a las misiones del Patronato Regio,
Madrid, 1946.
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puerto —y esto era algo que no se podía garantizar, pues tanto los naufragios
como la captura por parte de piratas eran riesgos muy reales—, se dividían entre
las casas religiosas de la provincia en cuestión. De esta forma se incorporaban a
la gran maquinaria político-eclesiástica de América: se habían convertido en
nuevos misioneros bajo el patronato de la corona de Castilla. El engranaje había
funcionado perfectamente.9
Desde la segunda mitad del siglo xvu encontramos una variante al menos en
lo que concierne a los franciscanos. En la península Ibérica se fundaron colegios
misioneros con la intención de formar jóvenes que desde el principio de su ca-
rrera religiosa planeaban trabajar en América o África. Un ejemplo era el céle-
bre colegio de Escomalbou, fundado en 1686 por el gran misionero de Nueva
España Antoni Llinás.
No tenemos estadísticas generales sobre el ritmo y volumen de estas expedi-
ciones para reclutar misioneros, pero sabemos que variaban según la época, se-
gún la orden, e incluso, según las diferentes provincias o divisiones dentro de
una orden. A veces, la expedición era para una sola provincia; otras veces, con-
ducida por un procurador o por varios, reclutaba personal para más de una pro-
vincia. Había provincias que enviaban una expedición de reclutamiento cada 3 o
5 años; en otros casos, la búsqueda de reclutas se hacía esporádicamente, siendo
en ocasiones innecesaria a medida que las provincias americanas de las órdenes
se iban criollizando.
La necesidad de un clero reclutado ¡ocalmente se reconoció desde fecha tem-
prana. Sin embargo, aunque los criollos se sumaban cada vez más a los peninsu-
lares, la Iglesia siguió contando con una presencia blanca abrumadora durante el
período colonial. Algunos intentos iniciales de crear un clero nativo (indio) para
Nueva España —por ejemplo, el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, fundado
en 1536, y dirigido por los franciscanos para educar a los hijos de la aristocracia
indígena— produjeron tan magros resultados que parecían justificar cualquier
opinión derrotista al respecto. La mayoría de los frailes misioneros y de los pre-
lados diocesanos, profundamente etnocéntricos, adoptaron una posición absolu-
tamente negativa acerca de la cuestión de la aptitud de los indios para el sacer-
docio católico.
De esta forma se excluyó virtualmente a los indios de las sagradas órdenes,
aunque los cánones otorgados por los concilios provinciales y los sínodos dioce-
sanos nunca llegaron, gracias a la influencia del Concilio de Trento, a una nega-
tiva total y explícita de su ordenación. Los mestizos (mitad españoles, mitad in-
dios) estaban, de cualquier modo, en la mayoría de los casos excluidos de la
ordenación, por causa del impedimento que representaba su nacimiento ilegí-
timo. En 1576, el papa Gregorio XIII otorgó a los candidatos mestizos una dis-
pensa de este impedimento, teniendo en cuenta «la gran carencia de sacerdotes
que sepan la lengua indígena»; sin embargo, en la práctica, persistió la exclusión
y la vía que había abierto el papa siguió sin usarse. Ni la política general de la
Congregación para la Propagación de la Fe en Roma, a partir de 1622, ni la con-
dena de la continua exclusión de los indios y mestizos pronunciada por el Cole-

f 9. Pedro Borges, «Trámites para la organización de las expediciones misioneras a Amé-


rica (1780)», Archivo Ibero-Americano, 26 (1960), pp. 405-472.
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gio de Cardenales en 1631, lograron nada para cambiar la situación. Sólo en la


segunda mitad del siglo xvm, siguiendo una serie de directrices reales, podemos
identificar cantidades significativas de sacerdotes indios o mestizos en muchos
obispados, siendo algunos, incluso, canónigos de las catedrales. Con más fre-
cuencia, sin embargo, constituían una especie de clero de «segunda clase», rele-
gado a remotas parroquias rurales y que contaba con escasas perspectivas de
promoción.10

Las órdenes religiosas femeninas nacieron, al menos en muchos casos, en


suelo americano y no parecen ser un traslado de la metrópoli sino un producto
local autónomo. Se producen auténticas refundaciones de órdenes, sin filiación
jurídica, tan sólo con inspiración espiritual, de las casas de la península. Todas
las órdenes femeninas de Hispanoamérica —clarisas, agustinas, carmelitas— fue-
ron de vida monástica, contemplativa y no eran ni misioneras ni educadoras. Su
función misionera en lo que concierne a las «repúblicas de los indios» fue insig-
nificante. Puesto que se fundaron en América, el personal de las órdenes feme-
ninas era, en su inmensa mayoría, criollo y, en menor medida, mestizo. Los con-
ventos para mujeres tuvieron un papel educativo y caritativo de considerable
importancia para las hijas del sector criollo de la sociedad. Preparaban a las mu-
chachas para la vida matrimonial y acogían como miembros permanentes a las
que no querían, o no podían, casarse. Sin embargo, las mujeres indias no se
aceptaban como iguales en la vida de los conventos. Se admitía en ellos a algu-
nas nativas, pero constituían un nivel más bajo que se dedicaba a las labores ma-
nuales dentro del convento. Era más probable encontrar indias y mestizas como
«beatas», un tipo algo inferior de vida religiosa que apareció primero en Nueva
España, poco después de la conquista española, y que sirvió para evangelizar a
las mujeres y elevar su nivel cultural o para resolver problemas sociales. Algunas
jóvenes criollas y mestizas entraban en la vida religiosa fuera de las órdenes esta-
blecidas, aunque en algunos casos pertenecían a la Orden Tercera (franciscanas).
Hacían de su casa un convento, donde podían dedicarse a la oración y a formas
más o menos extremas de penitencia; a veces, también, a obras de caridad. Dos
de las mujeres americanas que alcanzaron la canonización oficial pertenecen a
esta categoría: Santa Rosa de Lima (1586-1617) y Santa Mariana de Jesús
(1618-1645). Ambas se corresponden con un tipo ibérico de devoción sin cone-
xión con los problemas específicos de la cristiandad colonial americana."

10. Werner Promper, Pnesternot in Lateinamerika, Lovaina, 1965, pp 107-117, Juan


Álvarez Mejía, «La cuestión del clero indígena en la época colonial», Revista Javeriaría, 44
(1955), pp. 224-231, 245; (1956), pp. 57-67, 209-219, Juan B. Olaechea Labayen, «Sacerdo-
tes indios de América del Sur en el siglo xvm», Revista de Indias, 29 (1969), pp 371-391,
ídem , «La Ilustración y el clero mestizo en América», Misstonalia Hispánica, 33 (1976), pp
165-179, Guillermo Figuera, La Formación del clero indígena en la historia eclesiástica de
América, 1500-1810, Caracas, 1965.
11. Fidel de Lejarza, «Expansión de las clansas en América y Extremo Oriente», Ar-
chivo Ibero-Americano, n.° 14 (1954-1955), pp. 131-190, 265-310, 393-455, y n.° 15 (1955-
1956), pp. 5-85; Josefina Munel de la Torre, «Conventos de monjas en Nueva España, Oa-
xaca y Guadalajara», Arte en América y Filipinas, 2 vols, 1949, pp. 91-96; Aurelio Espinosa
Pólit, Santa Mariana de Jesús, hija de la Compañía de Jesús, Quito, 1957.
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Finalmente, sería útil destacar algunas individualidades representativas del


primer siglo de evangelización, siempre que tengamos presente que no pueden
representar todo el amplio espectro del primer cristianismo en América. Vamos
a centrarnos en cuatro personalidades del episcopado hispanoamericano en su
momento inicial, misionero. Aunque sus circunstancias eran distintas, teman una
ejemplaridad en común: haber asumido con plena conciencia la misión de arrai-
gar una Iglesia cristiana en América, a pesar de la ineludible servidumbre colo-
nial.
Bartolomé de las Casas, fraile dominico (1484-1566), fue obispo de Chiapas
de modo efectivo durante sólo un año (1545-1546); su obra fue otra: tomar
conciencia de la realidad de América en 1514. Desde entonces dedicó el medio
siglo restante de su vida a la defensa de los indios, luchando contra la forma que
estaba adquiriendo el sistema colonial. Lo combatió como sacerdote, como
fraile, como obispo, como consejero en la corte, como polemista, como historia-
dor y como representante de los indios. Se alió con la corona para anular los pri-
vilegios de los colonos; influyó sobre la conciencia de los frailes para que no ab-
solvieran a Jos encomenderos; propagó por escrito su propia visión de cómo
debían ser las Indias; profetizó la destrucción de España como castigo de las
crueldades que había infligido a los inocentes indios. Es cierto que condescendió
con la importación de africanos como esclavos para evitar la esclavitud de los
nativos americanos. Algunos asertos de sus panfletos e historias eran, sin duda,
exagerados. Sin embargo, su grandeza —que permanece intacta incluso para sus
detractores— radica en la forma en que denunció y se disoció a sí mismo del
proceso histórico del que formaba parte. En la medida en que la acción de Las
Casas se fundó en sus convicciones de cristiano, fraile y obispo, su figura perte-
nece a la corriente liberadora de la Iglesia.12
Vasco de Quiroga (1470-1565) llegó primero a América como sacerdote,
pero con un cargo laico, el de «oidor» de la Audiencia de México, donde no
tardó en percibir la degradación de los indios en la sociedad urbana colonial. En
1532 fundó para ellos el Hospital de la Santa Fe, en las afueras de la capital, ins-
titución que combinaba funciones benéficas, sanitarias, educativas y catequísti-
cas. Su experiencia de México se repetiría en Michoacán, de donde fue nom-
brado obispo en 1538. Modelados en ideas platónicas, humanísticas y
evangélicas, los hospitales hicieron revivir en el contexto del sistema colonial la
fraternidad de la comunidad indígena que el mismo sistema había destruido: los
residentes disfrutaban, entre otras cosas, de la propiedad comunal, trabajo colec-
tivo, instrucción religiosa y profesional, igualdad de nivel económico y adminis-
tración comunitaria de lo que producían. Para abastecer de trabajadores a la
evangelización, fundó el seminario de San Nicolás al amparo de la catedral de
Pátzcuaro, del que ya se habían ordenado más de 200 sacerdotes hacia 1576.
Quiroga representa el origen de las tendencias indigenistas sin opresión, destina-
das a liberar a los indios de la explotación de los encomenderos. También puso
en práctica una alternativa misionera que no dependía ni de la servidumbre eco-
nómica ni de la castellanización.'3

12. Sobre Las Casas, ver también Elliott, HALC, I, cap. 6, y II, cap. 1.
13. Fintan B. Warren, Vasco de Quiroga and his Pueblo Hospitals of Santa Fe, Washing-
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Domingo de Santo Tomás, fraile dominico (1499-1570), es un ejemplo


típico de teólogo y misionero mendicante. Tenía una dilatada experiencia en
Perú, a donde llegó en 1540. En Lima se convirtió en profesor de teología, espe-
cialista en cuestiones relativas a los indígenas, y en corresponsal e informante de
Las Casas. Fue a España en 1555 como delegado de los indios y permaneció allí
hasta 1561, durante las interminables y tortuosas negociaciones entre los colo-
nos, los indios y la corona sobre la perpetuidad de las encomiendas. Antes había
recorrido la sierra peruana y partes de Charcas, buscando votos favorables y re-
cogiendo fondos para que los indios pudieran «comprar» su libertad de la enco-
mienda, en una atmósfera cargada de tensiones. Durante su período de residen-
cia en España publicó la primera gramática en lengua quechua (1560). Causó
una profunda impresión en la corte y en 1562 fue nombrado para ocupar la sede
de La Plata, sucediendo a Tomás de San Martín, su hermano de religión y en la
defensa de los derechos de los indios. Como tal prelado asistió al Segundo Con-
cilio Peruano de 1567.
Santo Toribio de Mogrovejo (1538-1606) se educó en las universidades de
Valladolid y Salamanca. Trabajó en la Inquisición de Granada hasta que Felipe
II lo eligió, nada menos, para el arzobispado de Lima (1580). En el cuarto de si-
glo de su gobierno sobre la Iglesia peruana llevó a cabo una inmensa tarea de or-
ganización. Se hicieron varios concilios provinciales peruanos bajo su presiden-
cia —el Tercero en 1582, el Cuarto en 1591 y el Quinto en 1601—, además de
los 10 primeros sínodos diocesanos de Lima (1582, 1584, 1585, 1586, 1588,
1590, 1592, 1594, 1602 y 1604). Efectuó la visita pastoral de su enorme archi-
diócesis en los años 1581 y 1582, 1584-1588, 1593, 1601 y 1605-1606. Sin
duda, en Mogrovejo se reunían varias de las características principales del mo-
delo episcopal trídentino, entre las que estaba su conciencia de que no podía de-
legarse la responsabilidad de lo que ocurriera bajo su jurisdicción. Ello lo llevó a
enfrentarse repetidamente con los virreyes y la Audiencia, e incluso con el
mismo Felipe II, por el «delito» de informar directamente al papa de la situación
de la Iglesia en las Indias.14

CONSOLIDACIÓN DE LA IGLESIA

Hacia la primera mitad del siglo xvii, la Iglesia en todos sus aspectos (secular
y regular, clerical y laico) se había trasplantado de la península a las colonias
americanas. Después de 1620, por ejemplo, no se crearon nuevos obispados
hasta 1777. Las consignas en todos los sentidos eran estabilización y consolida-
ción. La Iglesia, en efecto, vivía entonces de las rentas procedentes del esfuerzo
que había hecho en el siglo xvi.
Sólo en un área específica se puede hablar de crecimiento: la fundación de
universidades. Si tenemos en cuenta que sólo dos universidades estatales (Ciu-

ton, D.C., 1963; M. Bataillon, «Utopia e colonizado», Revista de Historia, 100 (1974), pp.
387-398, y «Don Vasco de Quiroga, utopien», Moreana, 15 (1967), pp. 385-394.
14. Vicente Rodríguez Valencia, Santo Toribio de Mogrovejo, organizador y apóstol de
Sur-América, 2 vols., Madrid. 1956-1957.

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