La Decadencia Del Mundo Antiguo - L. M. Hartmann

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LA DECADENCIA

DEL MUNDO ANTIGUO


BIBLIOTECA DE LA
REVISTA DE OCCIDENTE

OBRAS PUBLICADAS

Lord Dunsany: Cuentos de un soñador * 5 ptas.


Jorge Simmel: Filosofía de la coquetería * 5 ptas.
A. Wegener: La génesis de los continentes y océanos * 7,50 ptas.
A. Schulten: Tartessos * 12 ptas.
G. Worringer: La esencia del estilo gótico * 10 ptas.
Bernard Shaw: Santa Juana. Crónica dramática en seis escenas y
un epílogo * . 6 ptas.
Eduardo Schwartz: Figuras del mundo antiguo * 6 ptas.
Fernando Crommelynck: El estupendo cornudo. Farsa en tres ac-
tos * 4 ptas.
Gerardo Hautpmann: La prodigiosa Isla de las Damas. ( Historia de
un archipiélago imaginario.) * 8 ptas .
José Ortega y Gasset: El Espectador. IV * 5 ptas.
La deshumanización del arte * 5 ptas.
Las Atlántidas . (Suplemento número 2 a
la Revista de Occidente.) * 10 ptas .

MUSAS LEJANAS : MITOS / CUENTOS / LEYENDAS

I. León Frobenius: El Decamerón Negro * 6 ptas .


II. Cantos y Cuentos del Antiguo Egipto. (Con unas Notas sobre
el alma egipcia, por José Ortega y Gasset.) * 5 ptas.
III. Cuentos populares de China * 5 ptas.
IV. Pablo Tuffrau: La leyenda de Guillermo de Orange 5 ptas.
V. P. Walters y C. Peterson: Leyendas heroicas de los germa-
nos * 5 ptas .
VI. El Cantar de Roldán * 5 ptas .
BIBLIOTECA DE LA
REVISTA DE OCCIDENTE

OBRAS PUBLICADAS

LOS GRANDES PENSADORES

I. La filosofía presocrática. Sócrates y los sofistas * 5 ptas .


II. Platón, Aristóteles * 5 ptas .
III.San Agustín, Santo Tomás, Giordano Bruno * 5 ptas.
IV. Descartes, Spinoza, Leibnitz * 5 ptas .
V. Locke y Hume, Kant, Fichte * 5 ptas.
VI. Hegel, Schopenhauer, Nietzsche * 5 ptas.

NUEVOS HECHOS NUEVAS IDEAS

I. Hermann Weyl: ¿ Qué es la materia? (Con un prólogo de Blas


Cabrera .) * 5 ptas .
II. Rodolfo Otto: Lo Santo. (Lo racional y lo irracional en la idea
de Dios .) * 8 ptas.
III. H. A. Kramers y H. Holst: El átomo y su estructura, según
la teoría de N. Bohr * 11 ptas.
IV. Pablo Luis Landsberg: La Edad Media y nosotros * 6 ptas.
V. J. von Uexküll: Cartas biológicas a una dama * 5 ptas .
VI. F. Graebner: El mundo del hombre primitivo * 7 ptas.

HISTORIA DE LA FILOSOFÍA

I. A. Messer: La filosofía actual * 7,50 ptas.


1
HISTORIA BREVE

LA DECADENCIA DEL

MUNDO ANTIGUO

SEIS CONFERENCIAS

DE

LUDO MORITZ HARTMANN

TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN


POR MARGARITA NELKEN

Revista de Occidente
Madrid
R:997144

Copyright by
Revista de Occidente
Madrid / 1925

IMPRENTA CARO RAGGIO. MENDIZABAL, 34. MADRID


Con esta obra damos comienzo a una colección
que intitulamos «Historia breve» y en la que pu-
blicaremos sucintos cuadros históricos de épo-
cas, instituciones y pueblos , avalorados por los
nombres de los mejores historiadores. El autor
de La decadencia del mundo antiguo, Ludo Mo-
ritz Hartmann, es uno de los más grandes his-
• toriadores modernos . Discípulo del gran Mom-
msen, dedicó sus esfuerzos a la historia de la

Antigüedad, del Oriente bizantino y, sobre todo,


de la época que une la caída del mundo antiguo
con la incipiente Edad Media. Sus Investigacio-
nes sobre la historia de la administración bizan-
tina son hoy consideradas como la contribución
moderna más importante al estudio de la historia
de Bizancio y de la Italia premedieval. A Hart-
mann principalmente debemos el haber compren-
dido que no existe cesura ni abismo alguno en-
tre la Edad Antigua y la Edad Media, sino que

9 .
ésta es natural prolongación y continuación de
aquélla. La obra capital de Hartmann, Historia
de Italia en la Edad Media, puede muy bien ca-
lificarse- como lo hace E. Stein- de « monumen-

to inolvidable entre los mejores de la historiogra-


fía universal». L. M. Hartmann colaboró también
en la Real Enciclopedia de la Arqueología, de
Pauly Wissowa, y en la Historia medieval, de
Cambridge. Además de numerosos artículos y pu-
blicaciones breves, emprendió poco antes de morir
una obra histórica de conjunto, una historia uni-
versal escrita en forma grata a todo lector no es-
pecializado en materia histórica. Maestro fué en
esa manera fácil de exponer claramente los más
difíciles temas. El presente libro, La decadencia
del mundo antiguo, formado por conferencias
pronunciadas en la Universidad popular de Vie-
na, es una prueba, ya famosa, de dicha maes-
tría. En 1918 fué nombrado embajador de Aus-
tria en Berlín, cargo que ocupó hasta 1920. En
1924 falleció. Había nacido en 1865. Su padre
fué el ilustre poeta y político republicano Mo-
ritz Hartmann,
A los profesores y oyentes
de los cursos universitarios
populares
y de la Casa del Pueblo

en recuerdo
de nuestra labor común
I

EL DESARROLLO ECONÓMICO

a historia del llamado mundo antiguo se


LⓇ desarrolla en aquellos países que forman,
más o menos directamente, la cuenca del Medite-
rráneo . En la historia más remota de la Anti-
güedad, estos países , o mejor dicho , las ciudades
de estos países, llevan una vida independiente y
aislada, y tan sólo paulatinamente se fusionan
en el gran mundo romano . Este desarrollo po-
lítico se realiza en los últimos siglos precristia-
nos, y había llegado ya a su conclusión cuando
advino la nueva era. Primero se formó un círculo
de cultura uniforme entre los pueblos griegos y

- 13
orientales. Alejandro Magno y sus sucesores re-
unieron estos pueblos en un único sistema de Es-
tados greco- orientales. Poco después de haberse
llevado a cabo esta evolución en Oriente (300
años antes de J. C. ) , verificóse otro movimiento
análogo, con el cual Roma, después de someter a
Cartago , su más potente rival, quedó dueña y se-
ñora de todos los países situados en la parte occi-
dental del Mediterráneo . Los dos últimos siglos
antes de J. C. vieron transcurrir la lucha entre los
pueblos occidentales y los orientales, hasta que se
logró la fusión de todos estos países mediterráneos
en una gran manifestación de cultura helenoro-
mana, el gran mundo romano , que tuvo su cúspi-
de en el cesarismo, con César y sus sucesores , a
partir de Augusto.
Los límites de este Estado romano quedan
desde este momento fijados para los siglos veni-
deros. Están constituídos principalmente por los
tres grandes ríos: el Rin, el Danubio y el Eufra-
tes; al Sur por el desierto, y por último, el mar.
Desde el punto de vista político, este desarrollo
del Estado implica la superación del Estado- ciu-
dad grecorromano . En los primeros tiempos sólo
había una unidad política superior: la comuni-
dad, que se confundía con el Estado, como , por
ejemplo, en Atenas, en la Roma primitiva . Estas

14
ciudades- Estados pactaban entre sí confederacio-
nes; pero éstas no eran permanentes sino en par-
te. La más importante fué en realidad la romana,
tal como existía en los últimos tiempos de la Re-
pública. Mas el desenvolvimiento interior de es-
tas confederaciones hubo de ser causa finalmente
de que las comunidades aisladas, en lugar de con-
tinuar desarrollándose paralelamente, formasen
una unidad superior que, sobrepasando los Es-
tados -ciudades, llegó a ser el gran mundo polí-
tico romano. A cada paso encontramos huellas
de esta composición, que fué superada poco a
poco, no pudiéndose formalmente dar por con-
clusa hasta el momento en que todos los habitan-
tes libres del territorio romano obtuvieron el dere-
cho de ciudadanos romanos. Esto empero aconte-

ció a principios del siglo III después de J. C. Los


tres primeros siglos de nuestra era significan,
desde nuestro punto de vista, la época en que se
constituye la forma del Estado Romano , que ha-
bía de subsistir durante cientos, y casi pudiera

decirse durante miles de años . Los siglos IV, V


y VI después de J. C. significan la disgregación,
la división económica, política y jurídica, la fe-
cundación de todos los países que habían perte-
necido al Imperio romano y de los países limí-
trofes, que recibieron las semillas arrojadas por

15
Roma, semillas que no habían de perderse jamás.
Entre la Antigüedad y la llamada Edad Media
y Edad Moderna, no existe abismo infranquea-
ble. La evolución no acusa ningún movimiento
brusco, sino sólo desviaciones. Pero durante estos
seis siglos , de los cuales sólo la historia de los
tres últimos habrá de ocuparnos, las fronteras
del mundo romano permanecen en realidad in-
tactas.
Ahora bien: para explicar el desarrollo polí-
tico exterior, tal como aquí aparece ligeramente
bosquejado, es preciso retrotraerse al año 300
después de J. C. y observar la situación económica ,
base de la estructura y de la decadencia del poder
romano. Si queremos, por lo tanto , representar-
nos el mundo antiguo en su contextura social ,
nos sorprenderá , ante todo , la diferencia que acu-
sa con la nuestra . Dondequiera que miremos,
siempre habremos de tropezar con una institu-
ción desconocida hoy día , al menos en el mundo
civilizado : la esclavitud . Para el hombre antiguo
había individuos que carecían en absoluto de
personalidad; seres a quienes se consideraba como
objetos; hombres que pertenecían en propiedad a
otros hombres y que para el agricultor eran como
animales domésticos dotados de la palabra; para
el artesano, como herramientas de trabajo, y para

16
el rico que podía permitirse este lujo, como me-
dios de procurarse distracciones, de facilitarse la
vida. También constituían como una irradiación
de la personalidad del amo, puesto que cuanto
hacían los esclavos era como si el amo lo hiciese.
El hombre antiguo no podía imaginar que esta
institución pudiese no existir. Y esto no es mero
fruto del azar; semejante modo de pensar y la
institución misma son un producto de las condi-
ciones en que se desenvolvía la sociedad del mun-
do antiguo .
Ya he dicho antes que la única unidad políti-
ca de la antigüedad es la ciudad- Estado, la comu-
nidad (en griego , polis, de donde proviene polí-
tica). Las ciudades - Estados no tenían entre sí
casi ninguna relación de derecho internacional.
El que no pertenece a la comunidad, el que no se
halla comprendido en su círculo jurídico , carece
en esta comunidad de todo derecho . El extranjero
es un enemigo, y no le es lícito , en modo alguno,
esperar protección en una comunidad que no sea
la suya. Cuando estas ciudades-Estados forma-
ban confederaciones, el derecho de los extranjeros
era, en cierto modo, suavizado , aunque mante-
niéndose, sin embargo , el principio del derecho
comunal exclusivo . De aquí que reinase entre las
comunidades un estado de guerra permanente , y

17 -- 2
que los ciudadanos fuesen, al mismo tiempo, com-
pañeros de armas y estuviesen en servicio militar
activo durante toda su vida . Para el hombre an-
tiguo, soldado y ciudadano eran sinónimos . Mas
cuando el ciudadano se hallaba en campaña , era
indispensable que otro, en su lugar, ejerciera la
actividad económica. Este otro era el esclavo . La
guerra permanente es, pues, la que ha creado la
posibilidad de mantener la esclavitud, ya que el
extranjero sin derechos, al caer prisionero , se con-
vertía en esclavo. La esclavitud tiene su origen en
los prisioneros de guerra, y únicamente en ellos.
Claro está que, al ampliarse la esfera del derecho,
los esclavos no fueron ya tomados en las comu-
nidades vecinas . Hubo una época en que los escla-
vos de Grecia eran, en su mayoría , importados de
Oriente. Pero el hecho de que se tornaran más
pacíficas las relaciones entre los Estados griegos ,
no anuló el principio . Y así fué como el estado de
guerra y la separación de las comunidades y con-
federaciones políticas se puso en armonía con las
necesidades económicas.

La esclavitud puede comprenderse también des-


de otro punto de vista. Por lo que ya he dicho
acerca de las comunidades y de su aislamiento ,
fácil es comprender que la Antigüedad nada supo
del tráfico libre que existe entre nosotros , o, por lo

18 ―
menos, el tráfico no constituía la base de su vida
económica. La Antigüedad no conoció, a lo menos
en sus comienzos, ni el comercio regulado , ni la
gran industria, ni el intercambio regular de mer-
cancías. Lo mismo cada individuo que cada Esta-
do, o mejor dicho , lo mismo cada familia que cada
Estado hallábase en esencia reducido a sus pro-
pias fuerzas. Lo que consumieran tenían que pro-
ducirlo ellos mismos dentro de su propia esfera.
Puede decirse que la esfera de la producción coin-
cidía con la del consumo . El Estado satisface sus
necesidades obligando al ciudadano a prestar di-
rectamente los servicios precisos; y así como el
mismo ciudadano se convierte en guerrero cuando
es llamado a las armas, así, por ejemplo, está tam-
bién sujeto a la prestación personal cuando se
trata de levantar las murallas de la ciudad, o de
restaurarlas, y obligado a desempeñar gratuita-
mente los cargos para los cuales es requerido .
Tanto el desempeño de un cargo como el servicio
de las armas constituyen para el hombre libre un
deber y un derecho . Pero en la economía privada
son pocas las mercancías que llegan de fuera , y
que hacia fuera salen. Para representarse esta si-
tuación - cosa hoy día nada fácil -piénsese en los
campesinos de una región apartada de Austria,
por ejemplo, los Huzulos, o en los de una apar-

19 -
tada aldea serrana . También éstos producen el
trigo que necesitan y amasan su pan, y cuando
comen carne, ésta proviene de animales que ellos

mismos han criado en su propia heredad . Más


aún: el lino que emplean, como todavía puede
verse hoy, se produce en sus tierras y es hilado y
tejido en sus casas. Cierto es que económicamente
no se hallan tan por completo separados del mun-
do, como para calificar su economía doméstica de
aislada en absoluto . Asimismo , cuando , tratándo-
se de la Antigüedad , se habla de una economía do-
méstica cerrada, economía que todo lo produce
para su propio consumo sin dejar salir nada , tam-
poco conviene tomar esto demasiado al pie de la
letra. Ahora bien, las necesidades principales se
satisfacían con productos interiores , y sólo de vez
en cuando una pequeña parte de los productos
pasaba a otras economías , por medio de cambios,
etcétera... Toda la economía doméstica estaba ba-
sada en la propia producción, y no como por
ejemplo hoy día, en el cambio, la compra y la
venta .

Por esta razón, el hombre antiguo estaba liga-


do a la tierra de un modo muy distinto del ac-
tual. En el mundo antiguo , sólo podía ser hom-
bre libre el dueño de un pedazo de tierra que le
suministrase la primera materia para producir

20
los objetos más indispensables. Y el hombre que
no disponía de este pedazo de tierra se veía obli-
gado a entrar al servicio del que lo poseía. Eco-
nómicamente era un hombre perdido ; no podía
dedicarse a la industria, ya que ésta, en la acep-
ción actual del término , no existía , pues cada uno
producía personalmente la mayor parte de los ob-
jetos que había de utilizar.
Mas representémonos esta economía doméstica
(e insisto nuevamente en la conveniencia de no
tomar esto en un sentido demasiado riguroso ) . La
familia no tenía más remedio que multiplicarse.
A medida que las necesidades aumentaban, fue-
ron menester más brazos en esta familia cerrada,
en este grupo , en este pedazo de tierra . He aquí
de nuevo cómo aparecen los esclavos. A mayores
necesidades, había de corresponder por fuerza un
número mayor de trabajadores , que no eran, que
no podían ser hombres libres. Con esto ya no nos
será difícil comprender que, aunque en ciertas épo-
cas y en determinadas regiones hubo trabajado-
res libres en número crecido , la esclavitud consti-
tuyera una necesidad para el mundo antiguo, y
no sólo una necesidad, sino la verdadera base de
toda la economía: la división del trabajo , obser-
vada con gran rigor en el Estado antiguo , distin-
guió pues entre los hombres libres, que represen-

21
taban la clase militar, y los esclavos, que repre-
sentaban la clase obrera. Este es el cuadro típico
y característico de la Antigüedad remota.
Como es natural, este estado de cosas sufrió
una gran alteración al fusionarse las comunida-
des, al abrirse grandes territorios al tráfico co-
mercial, etc... Pero no desapareció nunca del todo
en la Antigüedad hasta la época postcristiana del
Imperio romano. Vemos, pues, que esta ciudad-
Estado, esta comunidad política sólo podía satis-
facer, en realidad, las necesidades de un pueblo
que no se hubiera extendido como se extendió el
romano. La institución que imponía a cada indi-
viduo al mismo tiempo los deberes del soldado y
del ciudadano libre , era conveniente para guerras
pequeñas, como las que hacían las ciudades-Esta-
dos de la época más remota. Pero la cosa varió no-
tablemente cuando , al extenderse el mundo roma-
no, no sólo sobre toda Italia, sino sobre otros paí-
ses, el campesino romano tardó a veces decenios
T enteros en tornar a su terruño . Cierto es que la
I ciudad romana nació al impulso de sus campesi-
nos libres, que la llevaron a conquistar a Italia,
por el afán de adquirir nuevos territorios y nuevos
campos para los hijos jóvenes y los que nada po-
seían; y así fué como en la época más antigua , el
campesino romano impuso en toda Italia su poder

22 ―
político. Mas esta política de conquista, fruto,
en realidad, de las condiciones sobre que estaba
asentado el poder romano, contenía en su raíz
una contradicción . Ya en el siglo II , antes de J. C.,
lamentan algunos la imposibilidad en que se halla
el aldeano romano de atender a su sustento : per-
manece veinte años en campaña, y, a su regreso,
encuentra a los suyos arrojados del hogar y ex-
pulsados de sus tierras. Vuelve, pues, desposeído .
Así pudo Graco excitar al pueblo con estas pa-
labras: « El ganado que pace en Italia tiene su co-
bijo ; cada bestia tiene un suelo, un abrigo en
donde arrastrarse; pero los hombres que luchan
por Italia y por Italia mueren, no disponen sino
de luz y de aire; fuera de esto, nada poseen, nada
en absoluto . Sin casa, sin domicilio fijo, van
errantes con la mujer y los hijos . Los poderosos
generales mienten, cuando en la batalla excitan a
sus soldados a luchar contra el enemigo por sus
sepulcros y por sus santuarios . Ni un solo roma-
no tiene una casa con el altar de sus antepasa-
dos; ni uno solo posee el sepulcro de sus abuelos .
¡Ni uno solo entre tantos romanos! Estos hom-
bres de quienes se dice: son los dueños del mun-
do... no tienen siquiera un pedazo de tierra que
puedan llamar suyo. Luchan y mueren por la ri-
queza y el placer de los demás .»

23
En el comercio, y especialmente en los sumi-
nistros al Estado , era posible reunir grandes for-
tunas. Como puede suponerse, por aquel entonces
el capital no existía en el sentido que hoy damos
a esta palabra. Pero el romano podía enriquecer-
se gracias a su prepotencia política. En Roma, las
grandes fortunas tenían su origen en negocios de
los particulares con el Estado (arrendamientos de
bienes públicos) y también en la administración
de las provincias . Los gobernadores eran verda-
deros pachás a cuyo arbitrio los habitantes de la
provincia se hallaban enteramente sometidos ,
pudiendo así sacar los gobernadores de sus pro-
vincias todo cuanto éstas les podían dar. ¿ Cuál era
su administración? Un ejemplo nos lo dirá . Cuan-
do Verres - magistrado de pésima fama a quien
posteriormente acusó Cicerón en uno de sus fa-
mosos discursos -fué enviado a Sicilia, el número
de terratenientes que figuraban en una relación
de cuatro municipios , ascendía a setecientos se-
tenta y tres; al abandonar Verres « el granero de
Roma » , este número se había reducido a trescien-
tos diez y ocho . Vemos , pues, que la actuación de
tales gobernadores podía ser causa de cambios muy
radicales. Sabemos casualmente de una ciudad
(Benevento ) , que en las postrimerías de la Repú-
blica tenía aún noventa terratenientes, y a fines

24
del siglo I , después de J. C., sólo quedaban cin-
cuenta. Esto explica el crecimiento de los latifun-
díos, de esas fincas inmensas en las cuales los
gobernadores o contratistas enriquecidos podían
colocar su dinero . En aquellos tiempos no había
ni papel del Estado , ni valores industriales o fe-
rroviarios. La economía antigua hállase estrecha-
mente ligada a la tierra, y la tierra era entonces
lo que más rendía. He aquí por qué el ser terra-
teniente constituía un título de honra. La clase
mercantil, en tanto en cuanto esta existía , gozaba
de escasa estima entre la aristocracia y la alta
burguesía .
<< La tienda - dice Cicerón - es cosa siempre algo
deshonrosa. Pero cuando el comerciante, ya rico ,

se retira a sus tierras, como quien atraca al puer-


to después de larga navegación, entonces se le
puede, con razón, considerar como digno de res-
peto.» Llegar a ser uno de estos hombres ante los
cuales se abría un porvenir político y que podían
medrar hasta gran altura, constituía , natural-
mente, una perspectiva halagüeña para muchos
de los antiguos contratistas . Reunir tierras en
Italia o en las provincias no era empresa nada
difícil. Una frase célebre de un escritor del si-
glo I después de J. C., dice así: «Los latifundios
han arruinado a Italia y ahora están arruinan-

- 25 -
do a las provincias. » Aquellos seis propietarios
de la provincia de Africa que Nerón mandó
asesinar, eran dueños de la mitad de esta pro-
vincia, y su asesinato tuvo, naturalmente, por
consecuencia el que sus fincas pasasen a ser pro-
piedad privada del emperador. Esto da idea de la
inmensidad de semejantes dominios. Estos eran
los poderosos que arruinaron a la antigua clase
de campesinos y la heredaron. Otro escritor se
expresa en esta forma: « Con dinero, o por me-
dios ilegales, se despide al campesino mientras
está en la guerra. » Y otro dice a su vez: « Mien-
tras la miseria y el servicio obligatorio exprimen
al pueblo, los padres y los huérfanos de los sol-
dados son expulsados de sus tierras. >>

De este modo iníciase la evolución ya caracte-
rística a fines de la República y de seguro toda-
vía más sensible en el siglo I de nuestra era. En
1 lugar de la clase campesina, el latifundio ha lo-
grado constituir poco a poco la verdadera base
del edificio social . ¿ Quién lo trabajaba? Por lo
que a los tiempos más remotos atañe, la respues-
ta es sencilla: los esclavos, pues el hombre libre,
sujeto al servicio de las armas, se hallaba en cam-
paña, y, por lo tanto, no podía ser utilizado para
este fin. A ello contribuía además otra circuns-
tancia poderosa: el hombre libre resultaba caro,

26
porque tenía una familia, que al fin y a la postre
había de vivir del fruto de su trabajo, mientras
que al esclavo le estaba prohibido tener fami-
lia. En la antigüedad romana los esclavos eran
muy baratos, debido a las grandes guerras de los
romanos, que de cuando en cuando arrojaban al
mercado cien mil hombres . Por eso nadie cuida-
ba de su multiplicación . Mas cuando bastante
después se empezó a atender a la crianza de es-
clavos, su precio elevóse considerablemente. Esa
crianza de esclavos, que los romanos aprendie-
ron de los cartagineses , puede calificarse muy
bien de « plantación » . De nada había de servir
ningún intento de emplear a hombres libres en
el trabajo de la tierra . Estos eran utilizados úni-
camente en determinadas épocas, durante la reco-
lección, o cuando la necesidad de brazos era extra-
ordinaria , o en regiones excesivamente insalu-

bres, en las que no se quería arriesgar la vida de


los trabajadores ordinarios, o sea de los esclavos.
El gran César promulgó una ley exigiendo a
los terraterientes que tomasen entre los hombres
libres por lo menos la tercera parte de sus tra-
bajadores. Mas la ley fué ineficaz , pues no pudo
cumplirse, ante la imposición de las circunstan-
cias económicas. Pero leyes como éstas y otros
signos similares demuestran que hubo una oferta

27
súbita de trabajadores libres, y que existía un
gran número de hombres libres deseosos o sus-
ceptibles de ser empleados en tales faenas .
Sea lo que fuere, éstos acabaron invadiendo
las grandes ciudades, en donde se instalaron en
calidad de proletarios que vivían a costa del Es-
tado o a costa de un patrono . En las postrime-
rías de la República ya había muchos hombres
libres que no estaban ocupados en el servicio de
las armas, pues poco a poco el servicio obligato-
rio había sido sustituído por el empleo de merce-
narios, nueva fase del ejército que hubieron , sin
duda, de fomentar precisamente las circunstan-
cias económicas.
Al fundarse el Imperio , gracias al cual la paz
se estabilizó bastante, la recluta fué limitándose
cada vez más . Redújose enormemente el número
de soldados que desde entonces habían de cons-
tituir un ejército puramente defensivo , siendo
harto escaso el contingente a quien incumbía de-
fender las dilatadísimas fronteras. Y así nació el
soldado profesional, hecho cuya consecuencia in-
mediata fué el dejar sin ocupación a esa gran

masa de desheredados que hasta ese momento ha-


bían hallado un puesto en el ejército . Mas los pri-
meros emperadores comprendieron ya que el Im-
perio romano había alcanzado el apogeo de su ex-

28
pansión y que no era ya posible seguir extendien- 1
do sus fronteras . Esto trajo por consecuencia una
gran mengua en la importación de esclavos . La
última afluencia importante verificóse sin duda
cuando César, después de las guerras en que so-
metió a Francia y gran parte de Britania, y poco
antes Pompeyo , después de haber conquistado
gran parte del Asia Menor, arrojaron al mercado
cientos de miles de cautivos. Parece ser que ya

en los comienzos del Imperio se advertía carencia


de esclavos , pues ya se habían acabado las gran-
des guerras y los esclavos existentes no se multi-
plicaban como la población libre. Como, por lo
general, no se les permitía tener familia, y se em-
pleaban preferentemente esclavos masculinos, és-
tos se hallaban en número infinitamente superior
a las mujeres . Las muertes y manumisiones su-
cesivas produjeron, por lo tanto, un gran hueco
en el ejército de los trabajadores , hueco que en
interés de la economía general, fué forzoso llenar.
Por otra parte, todos los desheredados que no
podían encontrar acomodo en el ejército , ofre-
cíanse espontáneamente para sustituir a los es-
clavos, y así se explica , por motivos puramente
económicos y sociales, cómo poco a poco la escla-
vitud fué disminuyendo y el trabajo libre acabó
por sustituirla .

- 29 -
Es este un fenómeno que se verifica, no sólo en
la industria, si es que cabe emplear aquí este vo-
cablo, sino muy principalmente en la agricultura.
Esta era mucho más importante, ya que la mayor
parte de los romanos se dedicaban con preferen-
cia a las labores del campo , bien en calidad de
propietarios , bien en la de braceros . Ahora bien;
estos hombres libres, al sustituir a los esclavos,
no lo hicieron en condiciones similares a aquéllas
en que hoy podrían desarrollar su actividad , o
sea en calidad de jornaleros propiamente dichos.
Las tierras en aquella época eran arrendadas en
pequeñas parcelas, y el puesto que en la econo-
mía actual desempeñan jornaleros libres, corres-
pondía entonces a los pequeños colonos . Estos
cultivaban su tierra mediante el pago de una ren-
ta. Desde un principio su situación fué digna de
lástima. Las causas son fáciles de comprender: de
una parte, la gran avalancha de desocupados , que
de algún modo habían de ganarse el sustento, y
de otra, el exiguo número de propietarios , a quie-
nes, además, les daba lo mismo dedicar sus fincas
a pastos , cosa que requería pocos brazos, o sacar
mayor producto de ellas parcelándolas y entre-
gándoselas a los libres para que las trabajasen,
mediante el pago de una renta. Y como puede su-
ponerse, este colono libre no tenía más remedio

- 30 -
que avenirse a las condiciones que le imponía el
terrateniente. Con todo lo cual la situación de es-
tos colonos llegó a ser harto lastimosa, aun cuan-
do este sistema de pequeño arrendamiento libre
llegó a ser el sistema de economía dominante.
Los débitos de los colonos son proverbiales; ape-
nas si existía alguno que no fuese deudor de su
propietario. La ley, además, otorgaba al amo de
las tierras un gran poder sobre sus colonos; tenía
el propietario derecho de hipoteca sobre los se-
movientes que los colonos llevaran a la hacien-
da, etc... Mas antes de hacer uso de este derecho y
de expulsar al colono de la casa y del campo, el
amo tenía que tomar sus precauciones, como sabe-
mos por escritores sobre cuestiones agrícolas de la
primera época imperial, para evitar que el colono
sacase hasta el último momento el mayor rendi-
miento posible de la tierra y la dejase exhausta,
perspectiva ésta que impedía a muchos propietarios
deshacerse de sus colonos . Ya a fines del siglo I,
después de Jesucristo , el satírico Marcial se burla
con amarga ironía de las calamidades de los co-
lonos . Escribió este fingido epitafio de un colono:
<<Te ruego que no me entierres, pues soy pequeño
colono y tu tierra, por poca que sea, me pesa dema-
siado ». De la misma época nos han llegado asimis-
mo otros datos que confirman el estado de cosas

- 31 -
que las líneas anteriores de Marcial permiten su-
poner. Un labrador cuenta las dificultades del
arrendamiento: los colonos no pueden pagar la
renta; las deudas se amontonan , y el único reme-
dio es el arrendamiento a parte, o sea el exigir al
colono la entrega de una parte determinada del
producto bruto de su parcela. De este modo pue-
de el amo cobrarse su tercera parte y queda su-
primido el débito .
Pero no fué este el único resultado así obteni-
do. Cuando el colono estaba obligado a pagar una
renta, explotaba la tierra con mucha más inde-
pendencia. En cambio el arrendamiento a parte
exigía una vigilancia más intensa por parte del
amo o de un delegado suyo , y una mayor sujeción
por parte del colono. Y el hecho de que ya a fines
del siglo I se deplorase la carencia de buenos co-
lonos, prueba harto fehacientemente lo triste de su
situación. Las condiciones económicas, la opre-

sión y miseria en que se debatía el colono , fueron


causa de que aun los más desheredados se avinie-
sen a duras penas a este estado de cosas que no
tardó en acarrear uno de los mayores males del
Imperio, consecuencia directa de las pésimas con-
! diciones económicas: la disminución progresiva y
constante de la población.
La dependencia, cada vez más estrecha de los

32
colonos frente al propietario , y de los débiles fren-
te a los poderosos, resulta, pues, cada vez más pa-
tente y se exteriorizaba de muy diversos modos.
En primer lugar, la misma forma de explotación,
su organización toda , radicaba en hacer depen-
der más y más a los colonos de los amos . La for-
ma de cultivo era ahora la de la explotación por
granjas; es decir, que una tierra no era ya comple-
tamente parcelada, entregándose cada parcela a un
colono, sino que el amo se reservaba parte de ella
para explotarla personalmente, constituyendo lo
que en la Edad Media llamóse tierra dominicata.
Aquí tenía el amo su granja, su «villa » , en el sen-
tido romano de la palabra. Aquí, en este trozo que
él mismo explotaba con sus esclavos, acostum-
braba a tener su criadero de aves, campos de una
u otra clase para sus necesidades particulares, y,
por fin, un gran número de instalaciones, como
hornos de cocer pan, molinos, etc., de las cuales
beneficiaba su hacienda y beneficiaban asimismo
los colonos. Estos llevaban su trigo a los molinos
del señor y hallaban siempre en la granja y en
los esclavos del amo , obreros susceptibles de ocu-
parse en esta o en aquella faena. Ahora que, por
lo general, ellos a su vez estaban obligados a co-
operar en la explotación particular del amo, para
lo cual no debían de bastar los esclavos . Ade-

- 33 ―
más había muchos trabajos que se imponían en
beneficio de la finca, como, por ejemplo, la cons-
trucción de caminos. Para atender a éstos y para
que la hacienda toda quedase bien cultivada, es-
pecialmente durante la recolección, precisábase la
ayuda personal de los colonos , o sea que éstos
estaban sujetos a la prestación personal.
Esto se ignoraba hasta hace poco, en que fue-
ron descubiertas en Africa unas inscripciones
en que consta este servicio de sernas de los co-
lonos . Vemos , pues, que éstos estaban sujetos a
tres clases de obligaciones. Primero : el arrenda-
miento, pagadero, al principio, por medio de una
renta, y posteriormente, con frecuencia, en espe-
cies. Segundo (y esto constituye ya una parte or-
dinaria de sus obligaciones en el siglo I después
de J. C.) , los « obsequios de hospitalidad » , regalos
y similares. Marcial nos describe precisamente la
visita de los colonos a la villa: uno trae miel; otro
huevos; un tercero, lechoncillos, etc... Al princi-
pio estos obsequios eran una ofrenda espontánea
del inferior al superior; pero con el tiempo con-
virtiéronse en una obligación, y la entrega de los
«obsequios de hospitalidad » llegó a ser tan pre-
miosa como el pago de la renta. Tercero: servi-
cio directo de sernas, esto es, trabajos personal-
mente llevados a cabo o realizados con los pro-

34
pios animales domésticos, y llamados, en este úl-
timo caso, sernas de yunta . Al principio , las
sernas no eran muy numerosas . Sabemos, por
ejemplo, por una inscripción africana, que un
colono estaba obligado a doce días de traba-
jo al año . Pero con el tiempo éstos se mul-
tiplicaron considerablemente. Empero los ser-
vicios de sernas no fueron nunca regulados con
carácter general , y su número variaba según
las regiones y costumbres. Es corriente conside-
rar el servicio de sernas como una invención de
la Edad Media, explicándolo por las condicio-
nes de esta época; mas está irrefutablemente de

mostrado que existía ya en tiempos de los colo-


nos libres, y ello puede tal vez explicarse del si-
guiente modo:
Primitivamente, el poder romano componíase
de cierto número de comunidades unidas en una
confederación. Pero estos municipios hallábanse
separados por grandes extensiones de tierra que
caían fuera de sus límites y que en los primeros
tiempos permanecían incultas, al menos en par-
te, tardándose bastante hasta empezar a trabajar-
las. Estas tierras, por lo tanto, se hallaban fuera
de la jurisdicción comunal, y formaban de por sí
territorios especiales , los llamados exempte , o sea
<<tierras exceptuadas ». Poco a poco, el poder ro-

-- 35
mano integró no sólo comunidades, sino también
otras tierras, las cuales, a menudo, eran más ex-
tendidas que los territorios comunales. Ahora
bien, las comunidades tenían ciertos derechos so-
bre los territorios a ellas adscritos , y sabemos es-
pecialmente que las comunidades sitas en la es-
fera del Derecho romano tenían la facultad de
imponer a sus habitantes determinadas presta-
ciones personales . A lo primero, esto sucedía
también en Roma, pero posteriormente, tan sólo
en las demás comunidades . No deja de ser carac-
terístico que la voz que designa la prestación al
Estado (munera) sea la misma que la que desig-
na la muralla (moenia) . Esto obedece a que al
principio, la prestación personal exigíase princi-
palmente para la construcción de murallas, lo
cual económicamente no puede admirarnos , ya
que en aquel tiempo las entregas de dinero des-
einpeñaban un papel secundario , siendo la pres-
tación personal lo más corriente. Y así como
la comunidad tenía derecho a obligar a sus
ciudadanos a cierto número de prestaciones
personales para el bien común , o para sufra-
gar los gastos que éste acarreaba , así estaba auto-
rizado el propietario, por el mismo principio
de derecho, para imponer a sus colonos la pres-
tación personal, y este parece haber sido el ori-

- 36 -
gen legal de la prestación personal en las here-
dades.
Vemos, pues, que la persona del colono era to-
davía libre, y que podía elegir libremente su do-
micilio, pero que estaba sujeto a la prestación per-
sonal, lo cual hubo por fin de considerarse pro-
piamente como un aminoramiento de la libertad .
La oferta de trabajadores libres , deseosos de con-
vertirse en arrendatarios, era al principio de la
época imperial harto abundante, pero parece ha-
berse ido reduciendo paulatinamente. El nivel de
la producción industrial en la antigüedad era muy
bajo, y esta producción resultaba insuficiente para
alimentar un excedente de población que no podía
encontrar acomodo en los campos monopolizados
por los terratenientes, ni en la guerra con la sol-
dada y el botín, ni tampoco vivir a costa del Es-
tado. El abandono del campo , en lugar de origi-
nar, como en las épocas industriales, un aumento
de la producción industrial, ocasionó un retroceso
de toda la producción, y sus efectos advirtiéronse
también en el censo de población , que disminu-
yó terriblemente. Cuanto más atestadas estaban
las grandes ciudades de gentes venidas de to-
das partes con objeto de vivir a costa del Estado ,
más desierto quedaba el campo y menos fuerza
tenía la población para hacer frente con su nú-

- 37 -
mero a las catástrofes que hubieron de sobreve-
nirle, como por ejemplo , la peste y la guerra. Los
pueblos que sufren el azote de una guerra, cuando
son robustos, compensan rápidamente con el na-
tural aumento de población las pérdidas sufridas;
pero los pueblos que se hallan en una situación
económica como la de los romanos, no pueden re-
hacerse, y en ellos una de estas catástrofes supone,
indefectiblemente, una irreemplazable reducción
del número de habitantes. Esta circunstancia, de
una parte, y de otra la miserable situación de los
colonos, explican la carencia de hombres libres
que hubo de llegar a advertirse , en lugar de su
primitiva abundancia. Esta situación nos es co-
nocida, no sólo por las manifestaciones directas
de los escritores de la época , sino por las leyes que
de continuo hubieron de promulgarse para prohi-
bir a los propietarios retener por la violencia a
nadie en sus tierras, una vez cumplido el tiempo
fijado para el arrendamiento . La constante repe-
tición de estas leyes prueba, además, que eran
constantemente desacatadas . Los colonos inten-
taban de continuo y cada vez en mayor número,
dejar sus arrendamientos, y esto fué causa de
que, en el año 300 después de J. C., siendo em-
perador el gran legislador Diocleciano , los colo-
nos quedasen legalmente sujetos a la tierra. La

38 -
libertad de domicilio desaparece en absoluto, la
situación legal del colono sufre un cambio radi-
cal, y el colono, en una palabra, conviértese de
hombre libre en siervo de la gleba, pues una de

las atribuciones principales de su libertad , la de


elegir domicilio, le es arrebatada . Y no es esta
una medida aislada, que como tal sería inexplica-
ble. Al conmoverse hasta en sus cimientos el Im-
perio romano, por los enemigos del exterior y las
disensiones intestinas , la vigorosa medula del
ejército forma un organismo robusto a cuya ca-
beza hállanse los emperadores militares de las
últimas décadas del siglo III , quienes, después
de arrojar a los enemigos extranjeros , empren-
dieron con mano férrea , y conforme a sus planes
personales, la reorganización del Estado . El edi-
ficio estaba completamente arruinado ; fué preciso
restaurarlo por la violencia y sostenerlo con cla-
vos de hierro .
Estas medidas no sólo afectaron a los colonos,
sino a todas las clases del Imperio ; y la libertad
de profesión y de domicilio que hasta entonces
imperaba hasta cierto punto , fué sustituída desde
ese momento por el rigor con que cada uno hubo
de ser ligado a la ocupación en que había nacido ,
o sea a la que su padre ejercía . Todos están obli-
gados a servir al Estado y a contribuir a su sos-

- 39
tenimiento, bien sea con su rendimiento econó-
mico, bien sirviendo como militar. Tal es la nor-
ma común. Nadie ha de desertar de su puesto
y todos tienen que limitar su libertad individual
en aras del supremo interés del Estado . Y el co-
lono queda sujeto a la tierra; el hijo del soldado
por fuerza ha de ser soldado; el del obrero , obrero ,
y, por si esto fuese poco, en el mismo gremio a
que pertenece su padre. El Imperio romano queda
entonces dividido, no sólo en clases profesiona-
les, sino también en castas hereditarias . En rea-
lidad, la libertad de domicilio existe únicamente
para las clases directoras, o sea, fuera del empera-
dor y de los altos funcionarios , para los terrate-
nientes . Los propietarios, que antes sólo tenían
en sus manos el poder económico, y cuya fuerza
era puramente económica, son ahora, también
políticamente, los únicos poderosos y libres .
Mas no eran estos motivos generales los úni-
cos que llevaron al Estado a retener y a sujetar
hereditariamente a los colonos y demás clases.
Había aun otras razones especiales. En primer
lugar, la implantación o regulación de un impues-
to sobre la tierra, y sobre todo lo que con ella se
relaciona, incluso sobre los trabajadores. Este im-
puesto, quería el Estado asegurárselo de una vez
para siempre, con objeto de cubrir con él sus nece-

—— 40
sidades reales o supuestas, y principalmente aten-
der a las cargas del ejército ; y así los colonos hu-
bieron de estar sujetos a las heredades , en realidad
a causa del impuesto que pesaba sobre éstas, ya
que sin trabajadores, las tierras no hubieran teni-
do ningún valor. Al realizarse los trabajos catas-
trales del impuesto , los colonos fueron, por lo tan-
to , adscritos a las tierras a que pertenecían y va-
lorizados junto con ellas. Por otra parte, el Esta-
do necesitaba también hombres para su ejército .
La despoblación general del imperio acarreaba
naturalmente una gran carencia de soldados; se
instauró, pues, un sistema especial de recluta, di-
rigido particularmente contra la capa más densa
de población, es decir, contra los colonos, por lo
cual no convenía tampoco en modo alguno que
pudiesen abandonar su puesto . Por último , a la
sujeción de los colonos a la tierra contribuyó
también el interés de los terratenientes, a quienes,
dada la escasez de habitantes, había de interesar
más que a nadie tener asegurado de antemano un
determinado número de trabajadores.
Otro tanto podría decirse respecto a la suje-
ción de los artesanos . El desarrollo de la in-
dustria, siempre en cuanto ésta existía , iba
ralelo al de la agricultura. A lo primero se ha-
llaba aquella por completo en manos de los es-

41 -
clavos, los cuales trabajaban tan sólo para las
necesidades domésticas de sus amos; más tarde,
en las grandes ciudades, trabajaron
también para
clientes, siempre por cuenta del amo, hasta que
por fin, y coincidiendo precisamente con la épo-
ca en que se advierte la presencia de hombres li-
bres en el desarrollo de la agricultura , en calidad
de pequeños propietarios, los hombres libres co-
menzaron y su número creció rápidamente —
a ejercer oficios . Eran, en su mayoría, libertos
que no creían indigno dedicarse a una industria,
y a quienes ésto no ofrecía igual dificultad que a
los nacidos libres y, a la par, más altivos .

Granios Asimismo vemos ya entonces a estos trabaja-


dores libres constituir corporaciones, asociaciones
de seguro, montepíos, etc., especialmente autori-
zados por el Estado , el cual, fuera de esto, mos-
trábase más bien opuesto a la libertad de asocia-
ción . Más tarde estas instituciones fueron también
utilizadas en ocasiones para asegurar a los escla-
vos. Es natural que los libertos, que antes de su
manumisión dependían en absoluto de la econo-
mía del amo y no podían ni necesitaban preocu-
parse de su vejez ni de su sepultura, es natural
que los libertos se asociasen para asegurar sus úl-
timos años y su entierro . También existían aso-
ciaciones de otro género : las que reunían obreros

42
de un mismo ramo que recibían del Estado ciertos
beneficios a cambio de determinados servicios que
ellos , por su parte, se comprometían a prestar lle-
gado el caso. Reconocíase, por ejemplo , casi gene-
ralmente la asociación de los obreros de la edifi-
cación, los cuales, en cambio , estaban obligados a
actuar de bomberos . Había , además, otras asocia-
ciones que dependían aún más estrechamente del
Estado; eran las de aquellos obreros a quienes in-
cumbía cuidar del aprovisionamiento de Roma, o
de las otras grandes ciudades . Estas asociaciones
estaban dirigidas y organizadas directamente por
el Estado , dependiendo , por lo tanto, los obreros
por completo de éste . Con ellas conviene igual-
mente mencionar las asociaciones organizadas en
las fábricas dependientes del Estado , tales como
las fábricas de púrpura, de armas, etc. , asocia-
ciones todas cuyos miembros al principio eran
hombres libres, pero que en tiempos de Diocle-
ciano sufrieron idéntica transformación que la
ya apuntada entre los colonos, o sea la sujeción
que obligaba a los hijos a entrar en el taller del
padre. Mas el cambio de una situación a otra no
fué tal vez nada brusco , pues por estatutos de
asociaciones ya antiguos vemos que se facilitaba
la entrada a los hijos de los miembros. Esto no
tiene nada de particular si se piensa en las cir-

43
cunstancias que concurrían en la sociedad roma-
na, en la cual el padre tenía un poder ilimitado
sobre su familia . El hijo era utilizado , por lo tan-
to , simplemente como ayudante en el oficio del
padre.
Lo mismo antes que después de Diocleciano ,
fué, pues, forzoso ir perfeccionando la organiza-
ción de la producción. El ejército y los funciona-
rios no tenían más remedio que recurrir a estos
obreros y gremios para cubrir sus necesidades,
incluso las de trigo . En mano de los gremios hu-
biese, pues , estado el fijar los precios, con lo cual
el mayor perjuicio hubiera sido para el Estado ,
que, a causa principalmente del ejército, era uno
de los principales consumidores, e incluso el prin-
cipal. Así es que Diocleciano, deseoso de esta-
blecer un precio general , reguló el tráfico en el
año 301 en un edicto que se ha conservado en
gran parte, y por el cual, según cuenta un escritor
de la época, decretaba la baratura. Con ello que-
daba establecida una sola tarifa para todas las
mercancías y para todos los jornales , tarifa que
había de servir de una vez para siempre en todo
el Imperio . Pero en la realidad fué impracticable.
Los precios sufrieron incluso un alza , pues los co-
merciantes ocultaron las mercancías. Mas , des-
pués del fracaso de esta medida , fueron en gene-

44 ----
ral fijados por los funcionarios los precios que
habían de regir en el mercado; ahora que estos
precios no eran invariables , sino que oscilaban
según las cosechas y demás circunstancias locales .
Esta constitución social y económica del Impe-
rio se nos aparece, pues, ahora esencialmente dis-
tinta de aquellas antiguas condiciones de la ciu-
dad-Estado y de la economía hermética . La eco-
nomía doméstica hermética fué reemplazada por
los señoríos , los cuales, en esencia, constituían de
por sí una verdadera fuerza . A la ciudad-Esta-
do primitiva y a la confederación de Estados que
le sucedió, sigue ahora esta organización que se
manifiesta en los reglamentos de Diccleciano y
de sus sucesores : un vasto y poderoso organismo
de fuerza, extendido por todos los países bañados
por el Mediterráneo y que, perdurando a través
de varios siglos, hubo de constituir la base de
todas las formaciones surgidas posteriormente en
el territorio del Imperio romano .
II

EL DESARROLLO POLITICO

omo es natural, las consecuencias de este des-


C arrollo que hemos examinado en sus gran-
des líneas , no hubieron de advertirse únicamente
en el terreno económico, sino también en el políti-
co. Pues el poder romano se expandió a un tiempo
política y económicamente; de simple comunidad
de campesinos pasó Roma a ser el Estado de Ita-
lia, y, por último, el gran Imperio del Mediterrá-
neo. Es probable que los romanos aprendieran de
Cartago la organización de las plantaciones en el
orden económico, y así como la expansión del po-
derío romano tuvo por consecuencia directa la

46 -
formación de los latifundios, así también el Im-
perio, la monarquía nació de aquellas autorida-
des que eran indispensables para gobernar las
provincias lejanas y a quienes se otorgó un po-
der omnímodo que no tenía en Roma ningún
funcionario. Aquellos pretores y procónsules, que
detentaban en las provincias el poder militar, y
que, gracias a éste, ejercían un dominio poco me-
nos que absoluto sobre sus súbditos, han sido el
ejemplo y la raíz en que se basó el imperialismo
romano. La conquista de la Galia y la omnipo-
tencia que ésta le proporcionó , suministraron
a César la fuerza necesaria para derribar el ve-
tusto edificio de la República. El poder procon-
sular (ese pecado contra el espíritu, como lo ha
llamado un gran historiador) , eje hasta entonces
de la Constitución romana, constituyó la base
misma de la monarquía . Aquellos hombres, acos-
tumbrados a dominar sin trabas durante algunos
años , no podían ya avenirse a obedecer a otros
en calidad de simples ciudadanos. El proconsu-
lado es la piedra angular del imperialismo ins-
taurado por César y Augusto.
Otra institución nacida de la democracia, fué
también en esto fundamental; me refiero a los di-
rectores de la democracia, tal como entonces era
entendida; me refiero a los tribunos del pueblo.

47 ―
También en la democracia se manifestaron los
efectos de la nueva situación general y el desarro-
llo general del poder romano . Como es natural, ya
hacía tiempo que había desaparecido aquella co-
munidad de campesinos libres , sobre la cual esta-
ba basada la antigua constitución del Estado . El
ámbito de la Roma antigua, allende las murallas,
no alcanzaba sino hasta el punto desde el cual era
posible en un día venir a Roma y volver. Cuan-
do el mundo romano creció, la asamblea nacional
se convirtió en una bufonada . En ella decidía la
hez de la ciudad . Por aquel entonces, el Estado ro-
mano, igual que el resto del mundo antiguo, no se
había emancipado todavía en sus formas legales
de la ciudad-Estado . La antigüedad nada supo de
una Constitución representativa ni de cosa que se
le pudiese asemejar. Cierto es que Roma conquis-
tó al mundo; pero en su forma primitiva, o sea
como ciudad - Estado , no alcanzó a comprender
cómo lo debía administrar. Cuando su vetusta de-
mocracia se hubo desarticulado y convertido en
caricatura de sí misma, la reemplazó el poder mo-
nárquico. Asimismo resultaba grotesco que la ciu-
dad de Roma y los ciudadanos romanos, o sea
especialmente los habitantes libres de Italia, do-
minasen al mundo, y que todos los demás habi-
tantes del extenso mundo romano pasasen a ser

48
súbditos suyos. El programa del Imperio, al sur-
gir, fué un programa igualitario ; consistió , de una
parte, en hacer a las provincias iguales a Italia, y
de otra parte, en igualarlas a todas bajo su pode-
río único .
El Imperio fué democrático en el sentido de
extender a las provincias las prerrogativas de Ita-
lia en una evolución de doscientos años; pero esto
no impidió que sobre la inmensa muchedumbre
de los antiguos y nuevos ciudadanos romanos, se
alzase el trono imperial a una altura que no po-
día naturalmente alcanzar la masa toda de los
ciudadanos . La división de clases, según la nor-
ma de la República romana, en realidad había
sido hasta entonces únicamente geográfica . En
cambio, en las postrimerías de la República y al
instaurarse el Imperio, las divisiones geográficas
desaparecieron paulatinamente y apareció la di-
ferenciación entre honestiores y humiliores. Y
esta distinción entre « honorables >>> << humil-

des » , no es sólo un modismo del lenguaje; las


mismas leyes penales que poco a poco se impu-
sieron en el Imperio , señalaban, incluso para un
mismo delito penas más suaves y completamen-
te distintas para los honestiores, que para los in-
dividuos de condición inferior. La democracia, tal
como antes se practicaba, no podía rezar con el Im-

49
perio . Pero las clases directoras, cuyo poderío ha-
bíase desarrollado durante la República , siguieron
dominando durante el Imperio, el cual no se ins-
tauró bruscamente, sino que fué una lenta frans-
formación de la República . Durante el Imperio,
las clases directoras, eran las de los senadores y
los caballeros, que hasta entonces habían sido de
hecho hereditarias, y que, desde ese momento , fue-
ron de derecho hereditarias y privilegiadas . El Im-
perio gobernó con estas clases; mejor dicho, el an-
tiguo Imperio, antes que una monarquía , era una
diarquía. Según la norma implantada por Augus-
to y Tiberio, los dos sucesores inmediatos de Cé-
sar, existían conjuntamente dos poderes sobera-
nos : el del emperador y el del Senado. Aunque
conviene no olvidar que el emperador era en rea-

lidad el poder máximo, y que los senadores le se-


guían a bastante distancia . Cierto es que algunos
emperadores intentaron establecer una especie de
equilibrio entre ambos poderes; pero pronto hubo
de comprobarse la escasa fuerza de que disponía
el Senado frente al soberano ; fuerza que, además ,
reducíase cada día, a la vez que disminuían los
derechos de los senadores. La causa principal de
esta evolución estribaba indudablemente en el he-
cho de recabar en absoluto el emperador para sí,
desde luego, el poder militar. El Imperio hallóse,

50
pues, dividido políticamente en la siguiente for-
ma: al Senado correspondía la administración de
las provincias, en que no había ninguna fuerza
militar, mientras que el emperador, nacido del
poderío militar, no sólo se reservaba el mando
superior del ejército, sino también la adminis-
tración de aquellas otras provincias- las pro-
vincias fronterizas -en que había tropas. Y era
natural, que, si en un platillo de la balanza es-
taba la espada y en el otro el Senado, organiza-
ción de la aristocracia romana , con derecho a
nombrar gobernadores en las provincias pacíficas ,
era natural, digo, que en esas condiciones el Se-
nado perdiera peso e influencia.
La monarquía era ya un hecho, desde luego ,
mas no en el sentido en que hoy la conocemos ,
pues tanto el emperador como los demás tenían
aún muy presente su origen republicano . El em-
perador considerábase todavía como un funcio-
nario, como el primer funcionario del Estado .
Cuando alguien se refería al emperador le llamaba
<<príncipe» , o sea el primero. En realidad, no exis-
te una palabra equivalente a « emperador » (Cé-
sar); este título lo integran los diversos aspectos
de su poder. Imperator se llama el príncipe, por-
que es general supremo; el título de Pontifex ma-
ximus significa que es el jefe del culto romano de

- 51 --
los dioses; en cuanto al tercer elemento de su au-
toridad, es el poder tribunicio, al que ha de recu-
rrir para manifestar su voluntad en el orden ci-
vil . Cierto es que ya el primer emperador ostentó
el sobrenombre de Augusto, y que esto es algo
más que una mera función . Los emperadores del
siglo I considerábanse como descendientes direc-
tos del divinizado Julio César, y, después de su
muerte, si su gobierno no merecía la reprobación
del Senado, éste los colocaba en el cielo junto al
divo Julio. Empero el carácter de funcionario há-
llase todavía tan manifiestamente ligado al princi-
pado , que es imposible hablar aquí de monarquía
absoluta, en la forma . La voluntad del emperador
no era todavía la ley. Al igual que los demás fun-
cionarios , el emperador podía decretar disposicio-
nes válidas en toda la extensión de sus dominios
durante toda la duración de su cargo, o sea, du-
rante toda su vida; pero por sí solo no podía de-
cretar una ley. Al principio, el poder legislativo
radicaba en las asambleas del pueblo, constitucio-
nalmente reunidas, las cuales fueron más tarde
sustituídas por el Senado , aunque, como es natu-
ral , los senados- consultos dictábanse con frecuen-
cia según las indicaciones del emperador, y en la
mayoría de las veces suplían las leyes. También al
Senado le incumbía la elección de funcionarios,

52
aunque bien es verdad que con una limitación
harto importante, pues el emperador tenía el de-
recho de nombrar cierto número de candidatos
que habían de ser forzosamente elegidos . Vemos,
pues, que en muchos respectos y muy rápidamen-
te en la mayor parte de ellos , los derechos del em-
perador anularon por completo los del Senado . La
Constitución de Augusto era, no obstante, en
idea, una equiparación de derechos entre el Sena-
do y el emperador. Pero no deja de ser significa-
tivo el que en las provincias reservadas al poder
del emperador y en la administración privada de
éste-la cual iba sustituyendo cada vez más la
administración senatorial -tomase incremento

aquella otra clase que provenía de la República: la


de los caballeros, existiendo así una como buro-
cracia particular del emperador, formada no entre
los senadores , sino entre los caballeros . Adviér-
tense, pues, aquí, conjuntamente, dos clases de
y la de los caba-
funcionarios : la de los senadores У
lleros, y esta última, cada vez más perfeccionada,
aparece cada vez más preponderante e influyente.
Los conceptos burocráticos que nacen en el nue-
vo Estado romano , diferéncianse, pues, muy esen-
cialmente de todas las ideas anteriores, respecto a
la administración del Estado . Antaño , los fun-
cionarios elegidos por el pueblo ocupaban pues-

53 www
tos honoríficos y era para el ciudadano un deber
el aceptar un cargo público. Los funcionarios del
emperador eran, en cambio , algo así como fun-
cionarios privados, y estaban retribuídos. Y así
nació una clase de funcionarios de profesión, los
cuales nada tenían ya de común con el cónsul y
los pretores de la República. En torno al empera-
dor formose de este modo una jerarquía de em-
pleados cada vez más absorbente y que con el
tiempo habría de anular por completo a todos los
demás funcionarios.
Ya vemos, por lo tanto, cuán grande es la dife-
rencia entre estos dos sistemas de administración :
de una parte, una administración autónoma, ejer-
cida por funcionarios elegidos por el pueblo y
ciudadanos que cumplían un deber para con el
Estado ; de otra, funcionarios del emperador, que
estaban a sueldo de éste y eran sus servidores . La
burocracia deslízase paulatinamente allí donde
antes imperaban los antiguos organismos admi-
nistrativos ciudadanos . Al principio, los dos sis-
temas funcionaron paralelamente, pero, poco a
poco, la República fué expulsada por el Imperio
de todas las instituciones .
Hasta la gran crisis del siglo III , la reforma no
es completa. Esta va unida a los nombres de Dio-
cleciano y Constantino . No quiere esto decir que

54
todo lo instaurado por estos emperadores fuese
nuevo , pues antes al contrario, su origen radica
en tiempos anteriores, sino que era resultado na-
tural del nuevo Estado . En el siglo III, la des-
composición había alcanzado proporciones tan
extraordinarias, que la misma autoridad del em-
perador era impotente para dominarla; por do-
quiera surgían nuevos emperadores y antiem-
peradores, y hubo decenios enteros en que nin-
gún emperador logró ser reconocido por todo el
Imperio, advirtiéndose entonces netamente los
primeros síntomas de aquel gran movimiento
social, caracterizado por un abandono general
que hicieron de sus puestos nativos todos los que
no podían ya soportar la situación económica.
Todos los sostenes del orden habían sido derri-
bados . En la misma Italia surgieron cuadrillas de
ladrones a caballo; Galia fué devastada por las
grandes sublevaciones de campesinos que no ce-
saron ya hasta la caída del Imperio romano; en
una palabra: lo que antes parecía tan firme, osci-
laba ahora lastimosamente. Y fué el ejército ro-
mano, todavía robusto , el que hubo de poner fin a
esta situación. Las tropas de Iliria, compuestas
de hombres vigorosos a quienes la civilización
romana no había podido afectar durante tanto
tiempo ni tan intensamente, fueron en particular

55
las que, llegado el momento oportuno, acaba-
ron de una vez con todo el desorden, saliendo
de entre sus oficiales superiores aquellos grandes
emperadores que reorganizaron nuevamente el
Estado. Por aquel tiempo los godos, viniendo
de la Rusia meridional, habían penetrado hasta
el Asia Menor; en el Sudeste habíase formado
una especie de Imperio Oriental ; los germanos
habían invadido Galia; Britania y Africa se ha-
bían sublevado; en una palabra, por todas par-
tes, en el interior y en el exterior, no había sino
enemigos. Hasta llegar a Diocleciano, los em-
peradores se ocuparon, a la cabeza de sus tro-
pas, en arrojar del Imperio a los bárbaros . Mas,
ya de nuevo aseguradas las fronteras, hubo que
reconstruir el edificio , y ésta propiamente fué la
obra de Diocleciano (284-305) . Como puede su-
ponerse, cuanto perduraba de la constitución y
la administración republicanas desapareció de-
finitivamente. La salvación no podía venir de
abajo, y la nueva organización surgió de aquellas
esferas que se conservaban todavía robustas; fué
una organización severa y despiadada , que exigió
la sujeción de todas las clases. El Estado encar-
nóse en una sola persona, en el emperador, el cual
ya no era, naturalmente, un funcionario, sino el
propio Estado, la suprema y única autoridad, Lą

A- 56 -
monarquía absoluta nace en estos emperadores
militares, y por vez primera con Diocleciano . En
el Imperio Romano aparece entonces este con-
cepto completamente desconocido de la antigüe-
dad griega y romana , y que no procede de una
institución romana, sino de las autocracias orien-
tales.
Así se manifiesta hasta en los menores deta-
lles. Ya hemos dicho que antes el emperador era
príncipe, o sea el primero ; ahora es dominus, o
sea el señor. La antítesis de dominus es servus,
esclavo. Jamás hasta entonces había sido un em-
perador amo de los ciudadanos romanos. Este
título expresa de por sí la concepción absolutista
del nuevo poder imperial, y así vemos desapare-
cer con el tiempo todas las denominaciones que
recordaban todavía la república, tales como poder
tribunicio, pontificado, etc. Antes el emperador,
en su calidad de funcionario , trataba a los ciuda-
danos romanos como a sus iguales . Se le saluda-
ba dándole la mano y besándole . Ahora el empe-
rador exige que se doble la rodilla ante él . Se ha
convertido en un ser de esencia divina . Ya antes ,
y especialmente en Oriente, existían semejantes
signos de sumisión , de servidumbre, pero los em-
peradores romanos los habían siempre rechaza-
do cuando griegos u hombres de otros pueblos ha-

57
bían querido patentizar con ellos su naturaleza
de esclavos . Pero ahora el emperador llámase a
sí mismo dominus . Mientras sus predecesores se
negaban a ser adorados en vida como dioses, él
se cree verdaderamente un dios durante todo el
tiempo que permanece en la tierra. Diocleciano
llámase a sí mismo Jovius, o sea Júpiter, y Ma-
ximiano, su corregente, Herculios, o sea Hércules.
El emperador preséntase además con un atavío
distinto del de los ciudadanos y funcionarios; no
basta ya para caracterizarle la púrpura, que era
como la faja de general, y que llevaban los anti-
guos emperadores , sino que aparece con una tú-
nica cuajada de piedras preciosas y tocado con la
diadema, signo de superioridad que hasta enton-
ces los emperadores romanos habían rechazado
siempre.
... El principio de soberanía ha variado, pues , por
completo. Antes el poder imperial basábase en la
idea de que sólo podía detentarlo aquel que fuese
apto para ello ; ahora esto ya carece de importan-
cia, puesto que el señor se relaciona con sus súb-
ditos, subjecti, por medio de sus delegados . Cierto
es que, para nosotros, a este poder le falta un de-
talle primordial para aparecer como monarquía
absoluta: el ser hereditario . En realidad, al prin-
cipio no existía el imperio hereditario ; empero

- 58
mientras una dinastía no se extinguía, el ejército
y el Senado elegían generalmente alguno de sus
descendientes . Ahora el ejército sigue intervi-
niendo en la elección del monarca, pero la norma

de sucesión directa ya va imponiéndose. A la


muerte de Constantino (337) los soldados exigie-
ron ser mandados por los hijos de éste, y sólo por
ellos. La dinastía amplíase con las adopciones.
Tras las fracasadas tentativas de Diocleciano
para crear una sucesión artificial, la dinastía de
Constantino reinó durante más de medio siglo, y
otra dinastía, la de Valente y Valentiniano , per-
petuada por adopciones, reinó igualmente du-
rante un siglo.
Los emperadores ejercían , por lo tanto, un po-
der absoluto . Mas éste no era de índole patriar-
cal, como en algunas monarquias orientales; en
un Estado tan civilizado como el Imperio Roma-
no , la monarquía absoluta tenía por fuerza que
apoyarse en una burocracia muy bien organiza-
da. Esta no es otra cosa que un instrumento del
emperador y depende de él por entero; pero existe
y su importancia es extraordinaria . A su cabeza
se halla el emperador, el cual concentra en sí to-
das las atribuciones repartidas entre los distin-
tos negociados. Examinemos los pormenores de
esta administración. Diocleciano dividió el Impe-

59
rio en cuatro mandos ; otorgó el de Oriente a un
segundo Augusto -a Maximiano- , reservándose
para sí el de Occidente. Junto a cada uno de estos
« Augusti » —o sea emperadores propiamente di-
chos -había un César, con lo cual el imperio es-
taba gobernado por dos Augustos y dos Césares.
Estos últimos habían de administrar y defender,
bajo la tutela de sus Augustos , determinadas par-
tes del Imperio. Su poder era inferior al de los
Augustos, pero habían de suceder a éstos en sus
cargos. A Galerio , el César de Diocleciano , le fué
encomendada la protección de la frontera orien-
tal, amenazada, y se le envió a luchar contra los
persas. Asimismo Constantino , el César de Ma-
ximiano, hubo de proteger la frontera contra los
ataques de Germania y Britania. Pero esta divi-
sión en cuatro mandos no pudo mantenerse. Tan
pronto desapareció Diocleciano, la envidia y el
afán de los Augustos y Césares de hacer partici-
par a sus hijos en el poder, acabaron con esta cuá-
druple soberanía que, sin embargo, dejó huellas
muy importantes . Posteriormente, en lugar de es-
tos cuatro distritos regidos por gobernantes in-
dependientes, el Imperio dividióse en cuatro dis-
tritos de administración superior, gobernados
cada uno por un alto funcionario, el praefectus
praetorio, Fácil es representarnos la inmensa ex-

60
tensión de estos territorios gobernados por un
prefecto. Un prefecto tenía, por ejemplo, bajo su
jurisdicción a Inglaterra, Francia , las regiones
romanas de Germania y toda la península pire-
naica. Otro, el Norte de Africa, Italia y los paí-
ses comprendidos hasta el Danubio , etc. Y con la
organización de esta burocracia se relaciona ade-
más otra innovación igualmente esencial. Primi-
tivamente, durante aquellos tiempos más anti-
guos de que hemos hablado , el funcionario elegi-
do por el pueblo reunía en si todas las atribucio-
nes, o sea el poder militar y el poder civil. Ahora,
en la época de Constantino, verifícase una se-
paración de gran importancia en la historia uni-
versal, la separación entre la administración mi-
litar y la civil. Los cuatro funcionarios superio-
res siguen ostentando el mismo título que aque-
llos prefectos pretorianos que, por estar junto
a la persona del monarca , desempeñaron un pa-
pel tan importante en la primera época del Im-
perio, llegando incluso , durante algún tiempo , a
nombrar a los emperadores . Mas su significación
es harto distinta. Ya no tienen nada que ver con
la guardia ni con el ejército ; se han converti-
do en funcionarios puramente civiles. Entre es-
tos funcionarios civiles encontramos los vicarii,
O sea los representantes » , cada uno de los

61 ---
cuales rige una diócesis , nueva designación en
la división administrativa de Diocleciano . Las
diócesis eran igualmente bastante vastas. Una
de ellas abarcaba, por ejemplo, Britania; otra,
toda la mitad oriental de Francia; otra , Es-
paña, etc. En total había doce diócesis, divididas
a su vez en provincias, pero estas últimas ya no
son las primitivas provincias romanas, sino otras
harto más pequeñas, creadas con objeto de que
los gobernadores (praeses, consularis) pudiesen
relacionarse con sus súbditos más directamente
que antes. Había poco más de cien.
Esta triple jerarquía nos ofrece ya , por lo tan-
to, en la burocracia romana una escala comple-
ta de instancias. El gobernador es la jerarquía
más baja del gobierno ; inmediatamente encima
de él se halla el praefectus preetorio, y todo el
poder culmina por fin en el emperador. Sus de-
cisiones son inapelables y definitivas , y asimismo
las decisiones tomadas en su nombre, o sea las de
los prefectos o de los jueces nombrados directa-
mente por él. Pero no se conocía entonces la di-
ferencia hoy existente entre la justicia y la admi-
nistración .
Como puede suponerse, junto a este sistema de
administración central, adquirieron cada vez ma-
yor importancia aquellas categorías de funciona-

62 --
rios adscritas al emperador. Mas en torno a éste,
hallábanse también las autoridades centrales, o
sea los ministros de Hacienda y de los domi-
nios, los jefes militares superiores , etcétera .
Todos ellos , y asimismo los que el empera-
dor les adjuntaba, por gracia especial, pertene-
cían a la clase más elevada , pues, al mismo tiem-
po que la burocracia aparecen naturalmente los
rangos y los títulos correspondientes , y ello
con tamaña precisión, de un modo tan acabado
que muy bien podrían nuestros funcionarios
modernos añorar el Estado de aquella época .
Entre los funcionarios superiores distinguíanse
cuatro categorías: la de los illustres (las autorida-
des centrales) ; la de los spectabiles (« estimables » ,
o sea los vicarii y asimilados) y por fin dos cate-
gorías inferiores , que integraban también los go-
bernadores.
Y, cosa harto característica , la burocracia com-
prende ahora un verdadero y sistematizado per-
sonal de oficina. El funcionario de la República
Romana, tenía ya su secretaría particular desde
luego; mas ahora depende del Estado una verda-
dera muchedumbre de empleados subalternos ,
equiparados a los sub-oficiales, y también en-
tre ellos existe como escalafón una jerarquía a
cuya cabeza se encuentra el jefe de cancillería.

63
Todo estaba regulado , hasta en los menores de-
talles.
En el siglo IV, todo esto se halla dispuesto y cal-
culado para mantenimientod el Imperio y del or-
den. Y fácil es comprender cuáles eran en reali-
dad las clases directoras y quiénes componían esta
burocracia: la componían, como es natural, los
únicos que podían cambiar libremente de residen-
cia, los terratenientes, los senadores, no desig-
nándose de este modo propiamente a los que ocu-
paban un puesto en el Senado , sino a la clase se-
natorial. Entre estas clases reclútase toda la esca-
la de funcionarios; de entre los cuales sale prime-
ro el gobernador, a quien después le es dado pro-
seguir eventualmente su carrera hasta el cargo
de praefectus praetorio.
Vemos, pues, que impera una tendencia total-
mente igualitaria, contrariamente a lo que suce-
día antes, cuando Italia se hallaba todavía fren-
te a las provincias. Ahora Italia misma está
dividida en cierto número de provincias. Con-
servábanse todavía vestigios de la época antigua,
allí donde no se quiso desterrar bruscamente
las tradiciones. La ciudad de Roma, por ejem-
plo, conserva todavía su administración propia.
Aun existen aquellos cargos de antiguo venera-
dos , el consulado entre otros : pero la única tras-

― 64
cendencia de este estriba en el nombre del año ,
que sigue designándose por el del cónsul, pues
hasta mucho después no se introdujo la costum-
bre de contar los años a partir del nacimiento de
Cristo. Mas el cónsul no interviene ya para
nada en la administración . El municipio de
Roma hállase ahora presidido por un prefecto de
la ciudad, equiparado en categoría al praefectus
praetorio, fuera de cuya diócesis se encuentra la
de Roma. El prefecto de la 1 ciudad es asimismo
juez competente para los senadores. A Roma
hubo naturalmente de perjudicarle mucho el he-
cho de que Constantino trasladase su residencia a
Constantinopla, en donde se instauró otro Sena-
do. La « nueva Roma» sobrepasó muy pronto a la
antigua, cuya situación política era por aquel en-
tonces harto más desfavorable.

También perduraban todavía algunas dignida-


des de la época antigua . Las tradiciones sagra-
das de la república conservábanse en la desig-
nación de los vetustos proconsulados de Asia,
Africa y Grecia, no dejando este título de « pro-
cónsul » de causar una impresión muy extraña
en aquella modernísima burocracia. El pequeño
distrito de Acaya, al cual iban ligados los recuer-
dos del florecimiento del helenismo, y que era
muy visitado por los extranjeros , podía vanaglo-

65 - 5
riarse de estar gobernado por un procónsul de la
categoría de un vicario, aunque claro está que en
la práctica este título no tenía ningún valor. En
cambio, sí tuvo trascendencia el hecho de que
Roma dejase de ser la capital. El traslado de ésta
obedeció seguramente a un plan preconcebido .
Diocleciano, al parecer, no tuvo nunca intención
de fundar una capital permanente. Abandonó a
Roma porque Italia no había de constituir ya el
centro del Imperio, y porque en Roma se halla-
ban vinculadas ciertas tradiciones incompatibles
con el nuevo Estado . Residía tan pronto en el
Norte del Asia Menor como en Dalmacia, y en
su opinión la capital estaba donde estaba la
cabeza o sea donde se encontrara el emperador.
Constantino, en cambio , quiso deliberadamente
establecer en Constantinopla, en la antigua Bi-
zancio, ampliada con nuevos edificios e inmigra-
ciones, su capital y residencia oriental, en tanto
que Milán, en donde convergían las rutas de los
Alpes, y más tarde Ravena, la inexpugnable,
fueron las residencias imperiales de Occidente,
huyéndose adrede de Roma. Con ello puede de-
cirse que fué, en cierto modo , completada la obra
igualitaria.
Pero la obra de reorganización llevada a cabo
por el Estado en el ejército, fué tal vez aún más

- 66
decisiva. Las fronteras del Imperio romano esta-

ban guardadas, en la primera época del Imperio ,


por trescientos mil hombres-número verdadera-
mente exiguo - los cuales constituían el ejército
permanente. Representémonos lo dilatadas que
eran estas fronteras, pensemos en el poder militar
que hoy encierran estos países y nos asombrará
que a los emperadores les bastara tan reducido
número de soldados. Mas aquellos tiempos eran
relativamente pacíficos, y los enemigos no esta-
ban tampoco organizados en grandes masas.
En el siglo III , quedó precisamente demostrado
que este ejército era insuficiente en cuanto se agi-
taban los pueblos allende las fronteras. Un es-
critor de la época afirma que Diocleciano cuadru-
plicó el ejército, y esto debe de ser aproximada-
mente cierto, pudiendo suponerse que las tro-
pas imperiales llegaron a integrar un millón dos-
cientos mil hombres. Pero no sólo se aumentó el
número de soldados y consiguientemente el de las
prestaciones de los súbditos, sino que el ejército
fué también completamente reorganizado. Las
guarniciones existentes a lo largo de los ríos fue-
ron mantenidas, y, al parecer, reforzadas; pero,
además, el emperador creó en torno de sí mismo
un cuerpo móvil, y he aquí verdaderamente la
novedad . Diocleciano deseaba que el emperador o

-
67-
el César pudiese con este ejército, del cual siempre
disponía, dirigirse hacia cualquier frontera ame-
nazada, y la administración militar hubo asimis-
mo de organizarse conforme a las normas de
estos emperadores militares, salidos del ejérci-
to. En las fronteras creáronse unos ducados go-
bernados por unos duces, cuya autoridad se ex-
tendía por varios de los países limítrofes, y cuyas
guarniciones correspondían a las antiguas legio-
nes. El ejército estaba mandado por generales de
infantería y de caballería, de nueva creación, exis-
tiendo también aquí una jerarquía rigurosa que
que comprendía desde el magister equitum (gene-
ral de caballería) , equiparado en cierto modo al
praefectus praetorio, hasta, en escala descendente ,
los oficiales y oficiales subalternos. El cingulum
(cíngulo) lo ostentan por igual los funcionarios
civiles y los militares, aunque los cargos que unos
y otros desempeñan son de índole muy distinta.
Pero la transformación del mando militar no
fué la misma en Oriente y en Occidente, pues
mientras que en Oriente se mantuvo en esencia
la separación entre los generales de caballería y
los de infantería , y se crearon nuevos cargos
(magister militum per Orientem, etc.), en Occi-
dente creáronse paulatinamente aquellos genera-
latos cuya autoridad se extendía sobre todo el

68
ejército, siendo estos cargos de generalísimos de
Occidente de una importancia extraordinaria
respecto al desarrollo del Imperio, ya que los que

los desempeñaban, si no realmente emperadores


supremos, fueron por los menos viceempera-
dores.
El ejército tuvo que ser reclutado a la fuerza,
pues ya no se podía contar con el alistamiento
voluntario . Para ello, además del servicio obliga-
torio de los hijos de soldados, fué menester recu-
rrir a la entrega forzosa de colonos, de que ya he-
mos hablado, la cual, en concepto de impuesto ,
fué equiparada al pago en dinero o en especie .
Mas era tal el grado de decadencia del Estado
romano, que muy pronto se vió que ya no le
era posible atender a un tiempo al manteni-
miento de la . clase obrera y de sus soldados .
Asimismo se advierte claramente que la pobla-
ción ya no daba abasto para cultivar los campos
y prestar a la vez los servicios militares necesa-
rios. Aparecen entonces nuevos sistemas de re-
cluta, cuyo estudio no deja de ser interesante. A
lo primero el número de soldados suministrado
por cada propietario variaba según la necesidad
del momento. Pero el terrateniente, obligado a
entregar sus colonos, no podía ya pagar los
impuestos con el trabajo de éstos. El valor del

69
trabajador estribaba precisamente en la difi-
cultad de remplazarlo . Esto había forzosamente
de originar una lucha intestina entre los propie-
tarios y la administración , o sea entre los dueños
de los colonos y el interés del Estado que exigía
la entrega de éstos . Los terratenientes intentaban
entregar siempre a los recaudadores de impuestos
-o recaudadores de reclutas -aquellos colonos
que menos utilidad podían prestar. Y conseguían
con frecuencia sobornarlos con este fin . En varias
provincias los terratenientes logran con su in-
fluencia pagar sus impuestos en dinero y no en
hombres, triunfando , por lo tanto , el interés par-
ticular sobre el del Estado . Esto no había de tar-
dar en tener una consecuencia verdaderamente

trascendental; fué ello que las necesidades del ejér-


cito, o no se colmaron, quedando entonces el efec-
tivo real muy por debajo del efectivo teórico , o se
colmaron incorporando al ejército romano ene-
migos del imperio , lo cual , no sólo no era un re-
medio sino, por el contrario, contraproducente.
! Gracias a esta medida , el ejército romano abrióse
principalmente a los germanos y se descompuso
aún antes que el Estado . Llegó a ser realmente
un ejército germano . Conviene tener presente este
extremo para la inteligencia de las transformacio-
nes posteriores.

70
Las cargas militares no eran, empero , el único
peso que abrumaba al Imperio. Además de los
impuestos que servían para mantenimiento del
ejército, pesaban sobre él los que habían de sos-
tener a los funcionarios y a la corte , y lo mismo

Diocleciano que sus sucesores se esforzaron en


igualar a este respecto a las provincias con Italia,
y en hacer desaparecer la situación privilegiada
de que ésta gozaba. Italia fué incluída en el re-
parto de los impuestos , y hubo de pagar lo
mismo que las demás provincias . Cierto es que
la recaudación procedente de Italia fué em-
pleada de un modo especial, parte en el sosteni-
miento de la población de la ciudad de Roma,
y parte, directamente, en el de la corte. Pero el
sistema de impuestos ya en sí era extraordinario .
El Estado antiguo basábase en el principio si-
guiente: lo mismo el estado que los ciudadanos
han de satisfacer sus necesidades con el fruto de
sus posesiones. A esto obedece la importancia
que en la época antigua tenía el cultivo de los do-
minios públicos , así como las prestaciones perso-
nales . Ya hemos hablado de la prestación perso-
nal. Constituía ésta la base principal del ejército ,
no obstante no ser esta prestación militar, sino
parte del servicio que era preciso prestar perso-
nalmente al Estado . En las postrimerías de la

― 71 -
República, Italia hízose alimentar por los pueblos
que había sometido, pues lo mismo entonces que
en los albores del Imperio considéranse las pro-
vincias como dominios del pueblo romano . El
ciudadano romano no pagaba ningún impuesto
directo durante su vida; tan solo, después de su
muerte, un impuesto de herencia de un cinco por
ciento; siendo, al parecer, la generalización de
este impuesto uno de los motivos principales que
impulsaron al emperador Caracalla, en los co-
mienzos del siglo III, a otorgar a todos los ha-
bitantes libres del Imperio romano el derecho de
ciudadanía. Mas Diocleciano a su vez creó el im-
puesto sobre la tierra, impuesto extendido a todo
el Imperio, del cual nadie estaba exceptuado, y
que era un a modo de impuesto sobre los bie-
nes que, como es natural, afectaba a la tierra, por
ser ésta el principal de entre ellos , pero a la
vez a todo cuanto de la tierra dependía, como , por
ejemplo, los esclavos, los colonos, etc. Se han
conservado restos de matrículas de impuestos
en las cuales aparecen inscritos en primer lugar
los terrenos según su extensión, y después los es-
clavos y los colonos . Todos estos bienes y lo que
con ello se relaciona forman el capital, que se cal-
cula cada quince años y este sirve para establecer
el impuesto , que puede ser percibido en dinero o

- 72 --
en especies , y también en « cuerpos humanos » se-
gún la expresión de los juristas, esto es en solda-
dos, fijando anualmente el Estado sus exigencias
en dinero, en especies y en hombres . La organiza-
ción es perfecta. El prefecto de cada una de las
regiones del Imperio establece su presupuesto,
reparte los impuestos entre las diócesis y provin-
cias, y los gobernadores de cada una de estas los
distribuyen a su vez entre los municipios o dis-
tritos rurales que integran sus provincias respec-
tivas, y que han de satisfacerlos en la medida de-
seada. También existía una contribución indus-
trial, que pesaba sobre aquellos cuyo único bien
consistía en una industria. Todos estos impues-
tos rígense exactamente por el mismo principio
que la administración general del Imperio . No
son tenidas en cuenta las posibilidades de los súb-
ditos, sino únicamente las necesidades del Estado .
Y esto a tal punto que si unas tierras quedan yer-
mas por abandono del propietario, que prefirió
huir a someterse al impuesto , el impuesto corres-
pondiente a esos campos en los cuales no hay ya
ningún colono, es recaudado entre los demás
propietarios del distrito . El Estado preocúpase
tan solo de obtener ingresos fijos. Estos nuevos
impuestos consideráronse siempre excesivamente
opresores, no obstante variar según las épocas y

- 73 ---
los gobernantes. Hubo, desde luego, quejas in-
fundadas, pero la carga tributaria era segura-
mente demasiado elevada , pues los funcionarios,
al efectuar la recaudación, solían exigir además
para ellos mismos cierta cantidad . Y he aquí por
cierto el origen de las obvenciones, ya que llegó
un tiempo en que fué imposible evitar estos abu-
sos y el Estado se limitó a determinar la canti-
dad que el funcionario podía reservarse de las
que legalmente percibía .
Los más oprimidos y hasta poco menos que
aniquilados por los impuestos eran aquellos que,
al fin y a la postre habían de satisfacerlos , los
que constituían el grado inferior del mecanis-
mo administrativo , es decir los consejos muni-
cipales de las ciudades , las « curias» , a quie-
nes incumbía satisfacer los impuestos de los ve-
cinos .

Al principio, el cargo de consejero municipal


era muy solicitado . En el siglo I después de J. C.
los « curiales » formaban todavía una aristocracia
dentro de la ciudad, una aristocracia provincial
influyente, compuesta de los propietarios de for-
tuna media; más tarde, el cargo de consejero mu-
nicipal hubo de ser obligatorio, las curias fueron
asociaciones forzosas de las cuales no podían
negarse a formar parte aquellos que poseían de-

74
terminado grado de fortuna. Esta dignidad de
curial era naturalmente hereditaria , como en

aquella época todas las demás a que nos hemos


referido . El desempeño del cargo municipal era ,
como quien dice, inherente a la tierra, y ningún
curial podía vender sus bienes si el comprador no
se obligaba a sucederle en la curia; y asimismo las
hijas de curiales casadas con curiales disfrutaban
de ciertos privilegios respecto al impuesto de he-
rencia.
Vemos pues, cómo estos municipios, en un
principio tan florecientes, cómo estos propieta-
rios de fortuna media fueron obligados a formar
asociaciones mantenidas a la fuerza , y a satis-
facer al Estado determinados pagos . Eran estas
cargas tan abrumadoras que oprimían por com-
pleto a aquellos sobre quienes pesaban. El temor
a ocupar la curia llegó a tal punto que no solo fue-
ron muchos los curiales que prefirieron abando-
nar todos sus bienes, sino que hubo incluso cri-
minales a quienes en castigo se impuso el cargo de
consejeros municipales. El desarrollo fué, pues,
verdaderamente extraño . En comparación con la
burocracia, reclutada entre los senadores y los ca-
balleros, el municipio no disfrutaba ninguna in-
dependencia, y el proceso nacido de la autonomía
de la ciudad terminó con el completo aniquila-

75 ―
miento de los municipios, con la supresión abso-
luta de su autonomía, no reconociendo ya la bu-
rocracia del imperio otro interés que el suyo
propio y el del emperador, en cuyo nombre admi-
nistraba .
III

LA EVOLUCIÓN RELIGIOSA

a transformación de la ciudad-Estado de
Li

repercutir también en la religión, en la forma, di-


fusión y contenido de la religión. Cada ciudad-
Estado tenía su religión propia. Las religiones de
las distintas ciudades griegas eran muy semejan-
tes y descansaban en bases idénticas; mas el ciu-
dadano de un Estado griego rezaba siempre a la
divinidad propia de su ciudad. El romano asi-
mismo rezaba a los dioses peculiares de su patria ,
y sería una grave equivocación creer que, en la
época antigua, la religión romana y la religión

-- 77
griega fuesen idénticas, ni mucho menos . Pero los
sistemas políticos y religiosos entonces vigentes
hicieron posible la fusión de las distintas reli-
giones.
Un dios único no soporta junto a él a ningu-
na otra divinidad; pero cuando son varios los
dioses la introducción de unos cuantos más en el
Olimpo carece de importancia. En diversas ciu-
dades griegas adorábanse varias divinidades que
primitivamente eran las mismas, o que guardaban
entre sí ciertas semejanzas, o que incluso se ase-
mejaban a ciertas divinidades romanas. Esto ,
junto con la expansión del poder romano , faci-
litó el proceso de identificación de las deidades ro-
manas con las griegas, por ejemplo , de Marte
con Ares, de Juno con Hera, etc. Pero la histo-
ria religiosa comprende además otro hecho muy
importante: Roma acepta otros dioses esencial-
mente distintos de los dioses romanos . Los dio-
ses de las ciudades vencidas son llevados a Roma
para que su bendición se extienda también so-
bre los triunfadores. Asimismo son llevados a
Roma por voluntad expresa del Senado, dio-
ses que en Oriente gozan de gran predicamen-
to y a los que se atribuye un poder especial .
Un ejemplo de este hábito es la introducción ya
antes del siglo II, del culto a la « Gran Madre ».

- 78 -
Más tarde, al imponerse la norma que tendía a
uniformar todo el imperio romano, y al conver-
ger en Roma pueblos de todas clases, los diversos
cultos de estos últimos se fundieron con la reli-
gión romana, siendo muchos los dioses extran-
jeros que habían logrado integrarse al Olim-
po romano antes ya de que sus fieles pudie-
sen llamarse ciudadanos romanos. Junto con
aquellos antiguos dioses romanos que habían
sido confundidos e identificados con los griegos,
penetró en Roma una muchedumbre de cultos
orientales , extendiéndose en cambio por las pro-
vincias los cultos romanos . Las primitivas divi-
nidades autóctonas de los distintos pueblos fue-
ron asemejadas a las divinidades romanas . Cada
divinidad gala equiparóse, por ejemplo, a una
divinidad romana correspondiente, y Roma , a su
vez, rindió culto a las nuevas divinidades galas .
Asimismo el gran historiador Tácito , hacia el
año 100 después de J. C. , identifica en su « Ger-
mania » cada uno de los dioses germanos con un
dios romano, por ejemplo a Wotan con Mercu-
rio, etc. *.
Vemos, pues , que el romano, como en general

* Esta identificación aparece en la designación de los días de la


semana: así el miércoles es de Mercurio , y en inglés Wednesday ,
día de Wotan.

79 -
el hombre antiguo , es en principio tolerante para
con las demás religiones . De esta mezcla de
dioses, en parte activa y en parte pasiva, de esta
exportación e importación de cultos, resulta al
final una gran religión politeísta , en cuyo Olimpo
caben sinnúmero de divinidades que al prin-
cipio no tenían entre sí ningún punto de contac-
to . Un detalle hay, sin embargo, por el cual la
religión romana del Imperio hállase estrecha-
mente ligada al Estado , y es el culto del empera-
dor. Poco a poco generalizóse la costumbre de
divinizar a los emperadores después de su muer-
te, como por ejemplo César, divinizado por una
decisión del Senado, con el nombre de Divus
Julius. A César, por lo tanto, se le rezaba gracias
al Estado , asegurándose que después de su muer-
te había subido al cielo en forma de estrella.
También Augusto fué incluido entre las divini-
dades del Olimpo . En Oriente los emperadores
eran adorados incluso en vida, aunque los de la
primera época, más razonables, rechazaron tal
adoración. Este culto del emperador lo celebraban
en las provincias sacerdotes especiales; en las
pequeñas ciudades eran personas distinguidas
las que ostentaban esta dignidad. El culto del
emperador era, pues, un medio de expresar la
idea del poderío romano, no existiendo ya nin-

- 80 .
guna tolerancia en este respecto. Todo lo qué
Róma tenía de tolerante en el aspecto religio-
so, lo tenía de fanática en lo que atañe al Es-
tado, y atacar al culto del emperador era como
atacar al Estado mismo. Por lo tanto, aquellas
religiones que no podían o no querían recono=
cer este culto, fueron consideradas como peligro-
sas para el Imperio Romano, y el perseguirlas no
fué nunca por motivos de intolerancia religiosa,
sino velando por la integridad del Imperio . Lo
mismo el judaísmo que el cristianismo hubieron,
pues, de chocar en este punto con el Imperio Roma-
no, ya que, siendo religiones monoteístas, no po-
dían reconocer el culto del emperador, lo cual hu-
biera significado admitir a otro dios junto al suyo.
He aquí la causa de ese conflicto, conflicto esen-
cialmente político , el único que el cristianismo ori-
ginó al Estado romano durante la primera época
del Imperio . Mas como no era posible llevar cons-
tantemente a cabo persecuciones judiciales dentro
del Imperio , el nuevo culto pudo en general pro-
seguir su desarrollo . El cristiano respetuoso del
ceremonial y que sacrificaba al emperador, no era
importunado; mas registráronse naturalmente
otros casos en que la incompatibilidad de los dos
cultos estallaba en un verdadero conflicto , y en-
tonces la policía procedía enérgicamente contra

81 6
aquel que había ultrajado a un tiempo a la ma-
jestad imperial y al pueblo romano. Aunque con-
viene consignar que los mejores entre los empera-
dores y los funcionarios no prestaban atención a
las denuncias anónimas. Pero los cristianos tu-
vieron que sufrir innumerables persecuciones por
parte del pueblo, que no comprendía su religión y
solía atribuírles toda suerte de maldades . La le-
yenda de los sacrificios sangrientos de los cris-
tianos estaba muy extendida; cuando el incen-
dio de Roma, Nerón, para desviar las sospe-
chas, acusó a los cristianos y los persiguió
como incendiarios. Y aun en el siglo III, hubo
un padre de la iglesia, Orígenes , de escribir lo
siguiente: « Muchos han caído para fortalecer
a los demás en su fe, pero solo pocos, de cuan-
do en cuando, y que pueden fácilmente con-
tarse, han muerto por el cristianismo. » Al prin-
cipio no puede de ningún modo hablarse de
persecuciones generales y sistemáticas contra los
cristianos , sino únicamente de castigos aislados
o matanzas motivadas por conflictos locales ;
solo más tarde, al convertirse el cristianismo
en una verdadera fuerza , tuvieron lugar las per-
secuciones propiamente dichas. Cuando en el si-
glo III pareció desmoronarse el Imperio a causa
de las luchas intestinas y bajo el empuje de los

---- 82
bárbaros, creyóse ver en ello un signo de la ira
de los antiguos dioses , irritados por la decadencia
de la fe romana, y los rudos emperadores milita-
res quisieron aplacar la cólera divina con he-
catombes de los que para ellos no tenían dios,
o sea de mártires cristianos ; únicamente enton-
ces intentó el Estado aniquilar la secta conju-
rada contra él. Y no deja de ser un fenómeno
harto extraño el que el cristianismo, en las pos-
trimerías del imperio de Diocleciano , o sea des-
pués del año 303, tuviese que sufrir todavía una
verdadera persecución, y que apenas veinte años
después, durante el imperio de Constantino , la
religión cristiana, aunque no era aún la religión
dominante , se hallase muy próxima a alcan-
zar un dominio absoluto . Este fenómeno solo
puede explicarse si se relaciona con el incremen-
to espiritual y el desarrollo general del Imperio .
La antigua fe romano- greco - oriental, que por
lo menos entonces no tenía en absoluto nin-
guna relación con la ética, con la vida interior
del hombre, había ya perdido efectivamente todas
sus fuerzas vitales . Durante el Imperio, y espe-
cialmente en el siglo II, ya debían de ser muy
pocos los romanos verdaderamente religiosos , o
sea, que creyesen verdaderamente en la religión
greco-romana. Manteníanse todavía las formas

-- 83
externas, es cierto; pero lo más corriente era el
indiferentismo, y las clases cultas hacía ya tiem-
po que se habían entregado a la filosofía, a las
diversas escuelas filosóficas que entonces flore-
cían, y especialmente al estoicismo . Hay incluso
un emperador, Marco Aurelio, que se cuenta en-
tre los escritores de la escuela estoica.

La gran masa del pueblo en parte era indife-


rente, y en parte también hallábase sumida en

supersticiones absurdas, que no guardaban sino


una relación muy débil con la religión primitiva,
y en las cuales entraban por igual representaciones
místicas de las más diversas religiones, fantasías y
especulaciones filosóficas incomprendidas . La re-
ligión del Estado romano que en realidad no era
ya sino una forma política, era notoriamente in-
suficiente, y cuando en el siglo III el Imperio ro-
mano vióse gravemente amenazado a un tiempo
en el interior y desde fuera, apoderóse lo mismo
de los espíritus más cultos y selectos que de la
muchedumbre vulgar, un estado de ánimo que dis-
taba mucho del indiferentismo dominante hasta
entonces. Y no fué sólo el cristianismo el que in-
tentó satisfacer estas nuevas aspiraciones. La vida
por aquel tiempo no era sino dolor, un dolor del
cual, aun los que no eran cristianos anhelaban
huir, refugiándose en un más allá; pues ésta es

84 -
precisamente la característica de esta corriente: el
deseo unánime, por doquier manifestado, de una
vida ultraterrena . Los cultos secretos , aunque
existiendo ya anteriormente, adquirieron enton-
ces un incremento extraordinario. Los grandes
misterios, que procedían casi todos de Oriente,
atraían inmensas muchedumbres. Merecer una
vida mejor por la oración y las mortificaciones,
tal es el anhelo general. « Resucitado en la eter-
nidad», dice la lápida no de un cristiano , sino
de un devoto de aquellos misterios, por ejem-
plo , del culto de la Taurobolia. Era este un culto
harto bárbaro, en el cual se cavaban cavernas que
se cubrían completamente de maderas; en ellas
sacrificábase un toro encima del neófito , dejando
caer sobre él gota a gota la sangre de la víctima y
teniendo luego el neófito que pasearse con los tra-
jes ensangrentados y mostrarse así a los demás,
creyendo que con ello penetraba en una vida me-
jor. Estas consagraciones tenían validez a veces
para la eternidad y a veces sólo para veinte años .
Por otra parte, como los antiguos dioses ha-
bían perdido todo su prestigio y no representaban
ya nada para el pueblo , ni en conjunto ni por se-
parado , la idea monoteísta fué paulatinamente in-
troducida por varias influencias distintas: la filo-
sófica, la cristiana y la oriental. En el siglo III,

85
después de J. C., en el tiempo de los emperadores
militares ilíricos, hállase muy difundido el culto
de un Dios invencible, único y supremo . Este
Dios represéntase de varios modos: unas veces
como Sol Invictus, y otras, como Mithra, indi-
cándose claramente su origen . Mithra era un dios
persa, antiquísimo, primitivamente un dios del
sol. Llevado a Siria y al Asia Menor, los solda-
dos romanos extendieron su culto por todo el Im-
perio, pudiéndose decir que no existe apenas pro-
vincia en la que no se hayan encontrado templos
de Mithra. En estos, por lo general, hay relie-
ves en piedra, representando a un muchacho to-
cado con un gorro frigio, arrodillado sobre un
toro y clavándole a éste un puñal en el morrillo ,
y también animales simbólicos, escorpiones, ser-
pientes y demás . Al principio estos símbolos figu-
raban el triunfo del sol sobre la luna y de la luz
sobre las tinieblas, pero más tarde su significa-
ción fué completamente abstracta y se relaciona-
ban todos con algún detalle de aquellas consa-
graciones instauradas en torno al culto de Mi-
thra. Mas este culto no es el único ; existe también,
por ejemplo , el de la gran diosa Magna Mater,
o el de la Isis egipcia, culto introducido en Roma
ya de antiguo , pero que en la última época alcan-
zó una difusión extraordinaria. Y la característi

86 G
ca de todos ellos es el ver en una divinidad de-
terminada al verdadero Dios del destino, aquél
del cual dependen todos los demás. Desde este.
punto de vista, todos los emperadores ilíricos, que
a fines del siglo III reorganizaron el Imperio,
pueden considerarse como monoteístas.
La filosofía obró en igual sentido . El neoplato-
nismo, que no muy justificadamente toma su
nombre de Platón, es la secta filosófica dominan-
te, a partir del siglo III. Ya los estoicos se habían
referido a un ser supremo. El neoplatonismo tien-
de sus raíces a un tiempo en la fe y en la supers
tición de la época, y junto con las más maravillo-
sas evocaciones, ofrece un verdadero y muy aca-

bado sistema filosófico . Era este un sistema pan-
teísta, con una divinidad, de la cual irradiaba
todo y que todo lo integraba, hallándose ella a su
vez presente en todo . Ahora bien; de esta divini-
dad participan diversamente todos los seres . Junto
a ese ser único, que no es claramente designado,
junto a ese Dios, propiamente dicho , siguen en es-
cala descendente, y apoyándose en parte en los
conceptos judíos de los ángeles y los arcángeles ,
unos seres demoniacos, los dioses antiguos y el
alma del hombre. El alma humana intenta fun-
dirse con los seres superiores , a fin de conjurarlos;
he aquí el origen de toda la magia relacionada

87
con el neoplatonismo . También se advierten en
él aspectos monoteístas, y ese anhelo de un más
allá que se manifiesta por igual en las más dis-
tintas sectas y los más diversos cultos de la

época.
Aquel tiempo, es por fin, el que señala la pene-
tración más intensa del cristianismo , al que fa-
vorecen su doctrina de la revelación y de la otra
vida, del ascetismo y el perdón de los pecados,
doctrina que había forzosamente de ejercer una
gran atracción sobre tan predispuestos ánimos. A
estos hombres envueltos en las más absurdas su-
persticiones, el cristianismo brindaba la satisfac-
ción de sus anhelos en una forma más pura.
Empero en el siglo III el cristianismo, bien
porque por su misma naturaleza, por su naci-
miento y desarrollo se asemejase a las otras
religiones; bien por que se dejó paulatinamente
influenciar desde fuera y acogió en sí elemen-
tos extraños, lo cierto es que no ofrece, ni en su
mitología, ni en sus dogmas, ni en sus ritos , nada
esencial que no se encuentre en otras tendencias .
Además de la noble figura de Jesús existieron
otros profetas y taumaturgos, que también po-
dían vanagloriarse de un nacimiento maravilloso
y una ascendencia divina; algunos, incluso des-
pertaron durante su vida mucha más expectación

88 --
que el sencillo hijo de Galilea, cuya acción no fué
reconocida como un acontecimiento de la historia
universal hasta mucho después de su muerte. Y
otros profetas asimismo habían resucitado des-
pués de muertos . La idea de la comunicación en-
tre el Dios Supremo y el mundo, por medio de
otro ser divino, fué tomada de la filosofía, al
igual que la de la lucha del Bien y lo divino
con el Mal y los demonios, torna siempre a apa-
recer en la religión y en la filosofía . La adora- :
ción de los santos admitióse mucho después y
bajo influencias análogas. En diversos cultos exis-
tían también sacramentos similares al bautismo y
a la comunión, y las enseñanzas morales del cris-
tianismo eran en muchos extremos tan parecidas
al estoicismo, que fué posible durante mucho tiem-
po sostener que el filósofo estoico Séneca (me-
diados del siglo I) había sido cristiano , aunque es
difícil creer que haya podido siquiera tener cono-
cimiento de las enseñanzas del cristianismo . Los
preceptos de humildad y de paciente obediencia
fueron los que con más fuerza se abrieron cami-
no en la gran masa de una sociedad, cuyos resor-
tes de voluntad e independencia había roto el há-
bito del despotismo y de la supremacía económi-
ca; masa que soportó su mísera situación como
una fatalidad, contra la cual era inútil rebelarse,

-- 89
pero con la esperanza de un destino mejor, fuera
o más allá de este mundo .
Mas en este estado de ánimo general, tenía el
cristianismo una ventaja inmensa sobre todas las
demás religiones: su organización. Mientras las
filosofías, supersticiones, misterios , cultos de los
dioses y demás, carecían de una organización pro-
pia, el cristianismo, a fines del siglo III, hallába-
se ya extendido por todo el Imperio, a modo de
una red cuyas mallas firmísimas, las comunida-
des , estaban estrechamente ligadas unas a otras .
Así adquirió el cristianismo una preponderan-
cia externa, que había de permitirle triunfar
poco a poco de todos los otros cultos y creencias . Su
organización uniforme, firme y exclusiva, acapara-
ba la personalidad completa durante toda la vida,
desde la cuna hasta la muerte. Basábase en la
buena nueva que había venido para los pobres y
los oprimidos, y que un investigador moderno ha
podido resumir llamándola « el evangelio del amor
del altruismo » . El precepto de Jesús: «Ama al
prójimo como a ti mismo » no fué nunca , natural-
mente, unánimemente obedecido ; la expansión
del cristianismo le hizo caer cada vez más en
el olvido. Pero no por eso desaparecieron las
instituciones nacidas de estos preceptos y de la
creencia en la proximidad del reino de Dios ,

99
Justino, el padre de la Iglesia, dice así: « Que
los que pueden y tengan buena voluntad entre-
guen aquello que cada uno crea conveniente,
todo cuanto quieran, y que lo reunido se en-
tregue al superior, y sirva para amparar a las
viudas y a los huérfanos y a los necesitados,
lo mismo a los enfermos que a los demás que su-
fren necesidades, y a los prisioneros y a los lle-
gados de fuera». Era, pues, esta una organiza-
ción que actuaba a modo de un seguro de paro,
de enfermedad y de vida, aunque siempre, desde
luego , en forma de limosna; fué la inevitable
ampliación social de la sociedad antigua, y fácil
es comprender lo que hubo de significar en una
época como aquella, el siglo III, en que todos
los lazos del Estado y de la sociedad amenazaban
romperse, en una época en la cual, durante las
calamidades de la guerra nadie sabía en dónde
podría resguardarse al día siguiente, y en que la
desesperación y la incertidumbre reinaban cons-
tantemente . Por doquiera, un cristiano hallaba
en otro cristiano , y una comunidad cristiana en
las demás comunidades cristianas el consuelo y
apoyo y fuerza de resistencia que nacen de la so-
lidaridad . Todos los esfuerzos del siglo III para
aniquilar el cristianismo por la violencia de las
armas y por la muerte, resultaron, por lo tanto ,

91 -
inútiles; es más , el cristianismo robustecióse cada
día, y cada mártir que caía hacía surgir al punto
diez nuevos soldados del ejército de Cristo . De
todos modos, no debemos creer que los cristianos
fuesen muy numerosos durante la época de Dio-
cleciano, o antes del edicto de tolerancia de Cons-
tantino . Claro está que su número es muy difícil
de calcular; empero, puede asegurarse que los
paganos estaban entonces en gran mayoría, aun
cuando luego había de lograr muy rápidamente
la nueva religión el dominio absoluto . Desde un
principio, o por lo menos desde San Pablo, el
cristianismo aventajó a las antiguas religiones, y
especialmente al judaísmo , porque en lugar de cir-
cunscribirse a una raza o a una ciudad-Estado ,
aspiraba a ser la religión del Imperio Romano,
es decir, la religión universal . Así hubo de exten-
derse con gran prontitud allende su país de ori-
gen. Mas no hay que olvidar que la causa prin-
cipal del desarrollo del cristianismo fué la exten-
sión del Imperio Romano, y que la organización
política de éste fué la base que permitió a la re-
ligión superar los estrechos límites de la ciudad-
Estado .
El desarrollo del cristianismo , su organización
-y esto muy significativo- avanzaron, pues,
paralelamente a la
la organizaci
organización
ón del Estado

92 -
romano . Pero el cristianismo tuvo aún què
sufrir cierta transformación antes de ser apto

para el gobierno. El cristianismo del siglo III,


sea el que comenzó a querer imponer su
autoridad , era esencialmente distinto del cristia-
nismo primitivo , en el cual podían advertirse cla-
ramente diversas tendencias, y entre ellas gran
número directamente enemigas del Estado . Va-
rias de estas sectas, que más tarde fueron re-
pulsadas, no querían, por ejemplo , saber nada del
servicio militar, ni de una posible participación
práctica en los negocios públicos, pues el Estado ,
como tal, carecía para ellas por completo de im-
portancia, y su único anhelo era prepararse para
la otra vida. Y es que, al igual que el cristianis-
mo de los primeros tiempos, creían inmediata
la aparición del reino de Dios , y no querían
mancharse con las escorias de este mundo . Mas
estas sectas, de las cuales puede decirse que pre-
tendían entrar directamente en la otra vida y
que eran enemigas del Estado y de la sociedad ,
viéronse cada vez más reducidas , aviniéndose
paulatinamente el cristianismo a aceptar la idea
del Estado. Los maestros posteriores y los reco-
nocidos como doctores ecclesiae dicen terminan-
temente: « Dad al César lo que es del César » , y
explican esta frase asegurando que los buenos

― 93
cristianos deben ser al mismo tiempo los mejores
ciudadanos. Al Estado le era imposible admitir
las tendencias del cristianismo primitivo; en cam-
bio, las tendencias que predominan en el si-
glo III amoldáronse a las circunstancias reinan-
tes, de tal modo que no le fué al Estado difícil
pactar con ellas. El cristianismo hízose además

literario, y utilizó todos aquellos medios emplea-


dos por las escuelas filosóficas; en una palabra:

luchó con las mismas armas que la antigua cul-


tura. Convirtióse, pudiérase decir, en una reli-
gión cortesana, en la religión de los más cultos,
y cuando pareció querer repentinamente domi-
nar, ya tenía en sus manos todas las armas ne-
cesarias para conquistar efectivamente el poder y
conservarlo .
De estas armas, la más decisiva fué y sigue sien-
do su organización , encaminada, desde un prin-
cipio, hacia una Iglesia monárquica y universal.
También a este respecto hubo de sufrir una evo-
lución progresiva . Las comunidades de los pres-
bíteros , en las cuales, según la primitiva concep-
ción cristiana, todos tenían derecho a predicar,
convirtiéronse en las comunidades gobernadas
por una sola persona, el obispo, el episcopus, y el
clero se aisló por completo de los profanos, aunque
no sin algunas luchas. En el siglo III impónese en

- 94 -
absoluto la autoridad episcopal , a causa de la ne-
cesidad de centralización y del deseo de evitar di-
visiones entre y dentro de las comunidades, pues
como no era posible admitir que cada comunidad
explicase a su modo la doctrina de los apóstoles ,
imponíase la unión de todos los obispos . Los
obispos son entonces considerados como verdade-
ros sucesores de los apóstoles , que habían propa-
gado y mantenido la verdadera tradición, y cons-
tituyen la piedra angular de toda la constitución
metropolitana . La comunidad se adhiere en ab-
soluto al Estado romano y al concepto jurídico
de la civitas. No puede asegurarse que en cada
ciudad sólo hubiese un obispo ; pero, sea lo que
fuere, es indudable que desde los albores del si-
glo III los defensores de la Iglesia lucharon en
favor del poder episcopal uniforme, pues consi-
deraban que el obispo era el jefe de la comunidad
cristiana dentro de la esfera jurídica de la ci-
vitas, o sea dentro de la unidad política . Así como
el obispo corresponde a la comunidad, así el me-
tropolitano corresponde a la provincia en el sen-
tido de Diocleciano.
Compréndese, por lo tanto, cómo los empera-
dores, que no podían avenirse con otros cultos y
misterios, se aviniesen perfectamente con el cris-
tianismo, en cuya organización hallaban un apo-

95 -
yo, aunque hubiesen, para ello, de renunciar à
pasar ellos mismos por seres divinos. Esto últi-
mo era indispensable para convivir con el cris-
tianismo; pero, a cambio de renunciar a un pues-
to en el cielo, el emperador se encontraba se-
ñor de la Iglesia mejor organizada del mundo,
de una organización que podía apoyar y fortale-
cer la del Estado . Y así se explica también que
los emperadores de la primera época cristiana
diesen tamaña importancia a la unidad de la fe.
Constantino no pudo conseguir nada de los do-
natistas, secta que en Africa quería separarse de
la Iglesia universal. Puso todo su empeño en lo-
grar que los cristianos se apoyasen mutuamen-
te unos a otros, y contribuyó personalmente a
fortalecer su organización y a robustecer su
unión. El fué quien convocó en 325 el primer si-
nodo general, el Concilio de Nicea, que él mismo
presidić . Era muy natural que el emperador ro-
mano, aun reconociendo el cristianismo , conser-
vase todas las prerrogativas del poder imperial y
fuese señor de la Iglesia , pues el Imperio Roma-
no, que lo abarcaba todo , había de extender tam-
bién su poder a los súbditos organizados en la
religión cristiana o católica, y así las decisiones
del Concilio no entraban en vigor sino después de
ser publicadas como leyes del Imperio por volun-

- 96
tad del emperador . Este, empero , a la vez que de-
fendía la unidad de la Iglesia , imponía su opinión
a los obispos . El reverso del incremento tomado
por la religión cristiana y la Iglesia fué su de-
pendencia con respecto al Estado . Para dominar,
la Iglesia hubo de recurrir al poder temporal , que
fué entonces en realidad , al mismo tiempo que
el poder ejecutivo de la Iglesia católica, su dueño
y señor.
Diocleciano, igual que muchos de sus predece-
sores, mostróse tolerante con el cristianismo.
Cuéntase incluso que tenía junto a él, y hasta
entre los más altos dignatarios, a un gran núme-
ro de cristianos, por lo menos durante los trece
primeros años de su reinado. Ignórase, sin em-
bargo, cómo hubieron éstos de arreglárselas res-
pecto al culto del emperador y al juramento que
era menester prestar ante él. Parece ser que Dio-
cleciano no se mostró muy severo . Tal vez los
cristianos no le fuesen antipáticos, ya que él
también adoraba a un ser supremo y este con-
cepto no era tan preciso que no pudiese avenir-
se con el concepto cristiano . De todos modos
no aparece claro, ni lo aparecerá quizá nunca ,
el motivo que le impulsó primero a no admitir a
los cristianos ni en el ejército ni en la corte, y
después a emprender, por instigación del César

97
Galerio, una gran persecución contra ellos . Se
ha supuesto que los mismos cristianos fueron
quienes con una conjuración dieron pretexto
para que se les persiguiese; pero lo más proba-
ble es que la persecución tuviese origen en uno
de esos conflictos que de cuando en cuando esta-
llaban entre el Estado y los cristianos , por ne-
garse a cumplir las obligaciones que aquél exi-
gía, siendo Galerio, el César de Diocleciano,
quien más decididamente intervino. De aquí
que Diocleciano haya sido considerado como
un hombre completamente abandonado de Dios,
no sólo por los escritores cristianos de la Edad
Media, sino también por los de la época mo-
derna. Pero hemos podido conocer y admirar su
política de organización y desde luego sabemos
que no fué un carácter capaz de ordenar persecu-
ciones por mera crueldad. La razón de Estado

que impulsó a Diocleciano a perseguir a los


cristianos después de la larga tolerancia que tuvo
para con ellos, constituye, pues, un verdadero
enigma.
Constancio , uno de sus sucesores en Occiden-
te, y asimismo el hijo de éste, Constantino, lla-
mado el Grande, que sometió todo el Imperio
Romano Occidental, y más tarde también el
Oriental, siguieron una política completamente

-- 98 --
distinta. En realidad, la lucha entablada entre
Constantino y Majencio , el usurpador, que se ha-
bía impuesto en Roma como emperador, no fué
una lucha entre el cristianismo y el paganismo ,
sino que habiendo Majencio dado un nuevo lustre
al paganismo, fuertemente arraigado en Roma
por antiguas tradiciones, Constantino juzgó opor-
tuno llamar en su ayuda a la población cristiana .
A la derrota de Majencio obedece aquel edicto de
tolerancia dado en Milán (313) . Constantino lo
promulgó, de acuerdo con su coemperador Lici-
nio, reconociendo en él expresamente a la Iglesia
cristiana. Daba fin con ello a las persecuciones
y equiparaba oficialmente el cristianismo a las
demás religiones. También el coemperador de
Constantino en Oriente fué favorable a los cris-
tianos; mas cambió paulatinamente, y cuando
Constantino se propuso conquistar a Orien-
te, acudió de nuevo al cristianismo para que
le ayudase a triunfar de sus rivales. Poco des-
pués de lograr la dominación absoluta , con-
vocó con un fin netamente político el Conci-
lio de Nicea (325) , que sentó las bases principa-
les para la organización posterior de la Iglesia.
El Concilio tuvo lugar bajo su presidencia hono-
raria y su dirección efectiva, y él mismo publicó
sus cánones como leyes del Imperio. Pero toda-

- 99
vía no era cris ni lo ha sido probable-
tiano
mente nunca . Pero tenía el firme deseo de ro-
bustecer la organización cristiana para poder uti-
lizarla en su gobierno . No obstante algunas des-
viaciones entre los atanasianos y los arrianos ,
los dos grandes enemigos entonces en lucha , la
política de Constantino siguió consistiendo en
mantener unida a la Iglesia por encima de las
oposiciones dogmáticas .
El edicto de Milán era un edicto de tolerancia;
pero lo cierto es que en él los cristianos aparecían
especialmente favorecidos , con lo cual fueron cada
vez más numerosos los que se revelaron como ta-
les y que quizá lo eran ya secretamente, o juzga-
ron conveniente serlo desde ese momento. Ello
no implica, sin embargo , en modo alguno la abo-
lición del paganismo. Al principio las dos igle-
sias coexistieron disfrutando idénticos derechos.

Mas esta igualdad no tardó en alterarse, y el


cristianismo que en tiempos de Constantino

era simplemente una Iglesia tolerada , convir-


tióse, en un siglo , en la única dominante, y no
sufrió ya ninguna política de tolerancia dentro
del Imperio romano . El mero hecho de otorgar
Constantino a la Iglesia católica el derecho de
poder heredar, hubo de significar ya para ésta un
gran privilegio , cuya importancia era verdadera-

- 100 ―
mente incomparable, pues de este modo la Iglesia
llegó a ser la heredera general, a causa de la cos-
tumbre imperante de legar a la Iglesia toda o , por
lo menos, parte de la fortuna para la salvación
del alma . Y los hijos de Constantino fueron to-
davía más lejos. En varios puntos confiscaron los
bienes de los templos paganos y después prohi-
bieron el oficio pagano público . En Roma, la es-
tatua de la Victoria, símbolo del paganismo , fué
retirada del salón de sesiones del Senado (357), y
más tarde el paganismo fué condenado como tal .
Reinando Juliano el Apóstata (361-362 ) tuvo lu-
gar una reacción, que resucitó de nuevo la reli-
gión pagana y le devolvió los bienes de los tem-
plos . Pero esto duró poco, pues los emperadores
Valentiniano y Valente, instauraron nuevamente
la tolerancia, sucediéndose luego rápidamente
persecuciones muy duras contra el paganismo .
El año 383, el emperador Graciano renunció
al título pagano - romano de Pontifex Maximus,
que hasta entonces todos los emperadores cristia-
nos habían llevado . Teodosio (hasta 395 ) , cristia-
no ferviente, llegó incluso a prohibir el culto pa-
gano dentro de las casas, y a principios del si-
glo V, fué necesario profesar el cristianismo para
poder ocupar cualquier cargo en el Estado roma-
no. El cristianismo católico conviértese entonces

101
en la religión dominante y el paganismo es cas-
tigado y oprimido . Nace entonces, en los comien-
zos del siglo V, la legislación contra los herejes,
que protege a la Iglesia católica ortodoxa y castiga
a los heréticos como si fuesen paganos. Empero,
el paganismo perdura todavía, lo mismo secreta
que exteriormente, y durante largo tiempo siguen
siendo paganas las estirpes más distinguidas, es-
pecialmente las de la ciudad de Roma. En 534,
San Benito de Nursia, antes de fundar el mo-
nasterio de Monte Cassino , tuvo que destruir un
templo de Apolo , dios venerado por aquellos con-
tornos. Los vestigios del paganismo tardaron bas-
tante en desaparecer de Italia, entre la población
rural ( « pagani » , paganos) , y lo mismo en aque-
llas esferas que representaban la filosofía, espe-
cialmente en Alejandría y en Atenas. Pero el
triunfo del cristianismo fué decisivo desde el rei-
nado de Constantino , cuyos hijos entregáronse,
además, con gran ardor al nuevo culto .
La constitución de la Iglesia cristiana desarro-
llóse paralelamente a la victoriosa expansión
del cristianismo . Alentada por el poder impe-
rial, nace la organización metropolitana, apa-
recen los patriarcados de Oriente, y comienza
la carrera triunfal del obispo de Roma. En la
época de Constantino , éste es ya indudablemente

- 102
el más influyente del Imperio , y su prestigio que-
dó firmemente cimentado al otorgársele el Pri-
matus honoris . El concilio de Nicea lo presi-
den, junto con el emperador y además del obis-
po especialmente delegado por éste, dos delegados
del papa . El papa, establecido en el centro del

Imperio romano, en la antigua capital, a la que


se hallaba ligada la predicación de los Apóstoles
San Pedro y San Pablo , había de gozar, natural-
mente de especial predicamento. Se le considera-
ba como el más fiel defensor de la tradición apos-
tólica, y ya en el siglo III dióse a menudo el caso
de obispos de lejanas provincias que se dirigieron
a él para consultarle respecto al dogma. Mas no
puede hablarse aun de un gobierno del papa sobre
la Iglesia. El obispo del punto en que residía el
prefecto pretorio ocupaba el primer puesto en toda
la región; cuando el prefecto trasladaba su residen-
cia a otra población , seguíale siempre el primado
espiritual de su región; de aquí que el obispo de
Roma, en su calidad de obispo de la antigua ca-
pital, en la que se hallaban vinculadas todas las
tradiciones del Imperio romano, fuese asimismo
considerado como el primer obispo del Imperio .
Mas conviene no olvidar que el obispo de Cons-
tantinopla intentó disputarle esta preeminencia .
En las conclusiones del concilio de Nicea , nada

- 103 --
se dice aún de la primacía del obispo de Roma,
aunque pocas décadas después se intentó falsifi-
car los cánones en el sentido de reconocer esta
primacía. Allí sólo se dice que el obispo de Roma
tiene la facultad de consagrar obispos en las pro-
vincias meridionales de Italia, en las llamadas
provincias suburbicarias, es decir, en todas las
diócesis de Italia; igual que el obispo de Alejan-
dría tiene la facultad de consagrar obispos en
Egipto. A un sínodo celebrado en Sárdica , la
Sofía actual, probablemente en 343 durante las
luchas entre atanasianos y arrianos , y para tra-
tar precisamente de aquellas discordias, pero cu-
yas decisiones no hubieron de acatar los arrianos,
atribuyóse en el siglo V una determinación, que
por la interpretación que se le dió en Roma, fué
decisiva para la preponderancia de esta última.
Parece ser, en efecto , que este sínodo decidió que
un obispo destituído por un sínodo tenía el dere-
cho de apelar al obispo de Roma, el cual, si lo
juzgaba conveniente, podía convocar otro sínodo
para decidir de nuevo respecto al asunto . Esta de-
cisión había de servirle luego a Roma para basar
en ella su derecho de fallar inapelablemente, y en
ella se han apoyado siempre los papas romanos.
Los papas consiguieron , desde luego, durante
y después de la discordia arriana, o sea a fines del

- 104
siglo IV y comienzos del V, que el emperador ro-
mano acatase sus decisiones en las diferencias

surgidas con motivo de las elecciones de obispos ,


y que, por lo menos la Iglesia occidental, en la
cual nada podía importunarles la envidia de los
patriarcas, reconociese la sede apostólica como tri-
bunal de apelación superior a los metropolitanos
y sínodos provinciales. Comienza entonces la se-
rie de decretales, por las que los papas sientan
disposiciones y decisiones inapelables para la
Iglesia. Ya el Concilio de Constantinopla (381)
concede al obispo romano la primacía con ca-
rácter general. El siglo IV ve por fin aparecer
entre los padres de la Iglesia a los grandes defen-
sores del poder papal, y asimismo el siglo V, es-
pecialmente con el papa León (desde 440) . Un
decreto imperial del año 445 reconoce a la sede
apostólica de Roma el poder supremo judicial y
legislativo sobre la Iglesia. Paralelamente a esta
lucha del papa romano por la primacía en la
Iglesia romana, desarróllase la lucha de la Igle-
sia con el Estado , no sólo ya en defensa de su
libertad, sino también de su predominio absoluto.
San Agustín fué quien principalmente destacó
esta superioridad de la Iglesia, asegurando que
entre el Estado temporal y la Iglesia, a ésta era
a quien correspondía el predominio . Mas la Igle-

105
sia no había de cesar nunca en esta lucha, ya que
se considera como la representante, en este mundo,
del reino de Dios y procedente de Abel, mien-
tras que el poder temporal proviene de Caín.
La misión del poder temporal estriba esencial
mente en ayudar a los propios fines de la Igle-
sia. Ahora bien, mientras existió un Imperio
Romano , la libertad efectiva de la Iglesia no
fué reconocida por los emperadores romanos , ni
su supremacía respecto al Estado pudo nunca
ser llevada a la práctica; los emperadores roma-
nos aseguráronse una influencia decisiva en la
elección de papas que pareció convenir a su políti-
ca. El emperador romano, con su espada, era, pues ,
quien regía en realidad los destinos de la Iglesia,
y esto nos explica la rivalidad entre los obispos
de Roma y los de Constantinopla; al obispo de
Roma concedíasele desde luego siempre la pri-
macía, pero el obispo de Constantinopla era, en
cambio, también patriarca de la Corte, bajo el
poder directo del emperador, nombrado y desti-
tuído por éste y atenido a sus decisiones , lo mis-
mo en cuestiones dogmáticas que de otra índole.
| Fué, pues, norma de la política de los emperadores
encumbrar al obispo de Constantinopla y opo-
nerlo al obispo romano, y esto hubo finalmente
de conducir a una escisión en el seno de la Iglesia

106
católica, que se dividió en Iglesia griega e Iglesia
romana.
Al declarar Constantino tolerada la Iglesia
cristiana, y al conceder a ésta sus hijos el predo-
minio sobre las demás religiones, su principal
objeto era reforzar el Estado romano . Este pro-
pósito no había de conseguirse sino en parte;
pero la posición de la Iglesia católica ha tenido
una importancia enorme en la historia univer-
sal, pues cuando la cohesión del Estado dejó de
existir, ella fué la que mantuvo con su organi-
zación la cohesión de todo el mundo civilizado .
IV

LOS GERMANOS Y SU MIGRACIÓN

espués de haber examinado lo que pudiéra-


Desmos llamar el aspecto pasivo de la evolu-
ción del Imperio Romano , y cómo llegó éste a no
poder ya encontrar en sí mismo aquellas fuerzas
necesarias igualmente a su conservación y a su
preservación y defensa , sólo nos queda examinar
el otro aspecto de la historia de esta época, o sea
cómo hubieron de penetrar en este ruinoso Impe-
rio Romano, ya en plena descomposición , fuer-
zas nuevas , y la transformación que éstas origi-
naron y que más tarde constituyó la base políti-
ca de la historia medieval.

108
Los dos enemigos más grandes con que hubie-
ron de contar los romanos desde que el Imperio
fijó sus fronteras, fueron los germanos y los par-
tos o persas, pueblos correspondientes a las dos
fronteras principales del Danubio y Rin y del
Eufrates. Estas dos grandes potencias, aunque
fuera del Imperio Romano , hallábanse, sin em-
bargo, todavía en el campo visual de Roma; eran
potencias que nunca ingresaron en el Estado
romano, como muchas otras que habían sido in-
corporadas por la República romana y el Impe-
rio naciente . Ambos enemigos del Imperio eran
esencialmente distintos. Mientras que los persas
formaban un verdadero y único Estado , los ger-
manos distaban mucho de formar una masa uni-
forme y se componían de diversas razas, harto
diferentes entre sí. El primero que hubo de lu-
char seriamente con los germanos fué César du-
rante la guerra de las Galias (la Francia actual) .
César conquistó las Galias y se propuso fijar la
frontera frente a aquel pueblo . Aun cuando
después de César se verificaron algunas mu-
taciones de fronteras, puede, sin embargo , de-
cirse que, en general, las fronteras fijadas por
César en el Rin, luego por Augusto en el Da-
nubio y más tarde, en fin, tras la batalla del
bosque de Teutoburgo, ( en el año 9 después

- 109 J
de J. C.) , por el segundo emperador romano,
Tiberio (14-37) , fueron las que rigieron hasta
ya entrado el siglo IV. Mas el Rin y el Da-
nubio no señalaban exactamente las fronteras
del Imperio Romano, las cuales seguían desde
Maguncia hasta su encuentro con el Danubio,
perteneciendo, por lo tanto, al Imperio gran
parte de la Alemania meridional. Estas fronte-
ras, guardadas por las legiones, formaban como
una férrea cadena que vedaba el paso a los ger-
manos, y no fueron importantes únicamente para
la defensa del Imperio Romano , sino también, y
muy principalmente para los mismos germanos
y su organización interior.
Tenemos la suerte de poseer, respecto a los ger-
manos , los datos que nos proporcionan dos cro-
nistas cuyas observaciones , separadas por unos
ciento cincuenta años , nos permiten saber casi
todas las circunstancias que concurrían en este
pueblo antes y después de aquella delimitación de
fronteras. Son éstos : César, indiscutiblemente uno
de los más capacitados historiadores, ya que él
mismo hacía la historia, y Tácito , cuya obra, Ger-
mania, estudia especialmente la vida y costumbres
de los germanos , en los cuales ya entonces veía
un peligro para el Imperio Romano, aunque no
un peligro inmediato . Veamos primero cuál es la

110
descripción que de los germanos hace César.
Nos los describe como un pueblo seminómada,
sin tierras propias, puesto que la propiedad era
todavía desconocida entre ellos, dividido en estir-
pes, y también en tribus, por lo general aisladas,
enemigas unas de otras, desarrollando cada una
su política particular, si es que puede emplearse
esta palabra, y persiguiendo asimismo cada una
por separado sus harto mezquinos intereses . César
dice terminantemente que entre los germanos no
existe la propiedad privada de la tierra, sino que
las tribus emigran anualmente y reparten el
territorio por este corto espacio de tiempo . Se ali-
mentaban principalmente de la caza y la cría de
ganado, dedicando escasa atención al cultivo de
la tierra. Ni las personas ni las tribus estuvie-
ron nunca ligadas a la tierra, y su estado po-
lítico , tal como lo conocemos a través de César
en su primer encuentro con este pueblo, prueba
la inestabilidad en que todavía se hallaba de con-
tinuo. No puede hablarse aquí de un cultivo in-
tensivo de la tierra ; los germanos , cuando traba-
jaban el campo , lo hacían al modo de los pasto-
res y los cazadores, como una ocupación acciden-
tal y hasta forzada, impuesta por las circunstan-
cias, por haber perdido el ganado o en los casos
en que éste no bastaba para cubrir las necesida-

- 111
des más perentorias . En todo cuanto de ellos
sabemos no nos es dado comprobar que ninguna
tribu haya cambiado voluntariamente la relati-
vamente cómoda cría de ganado por las fatigan-
tes faenas rurales.

Mas llegó un día en que también los germanos


hubieron de estabilizarse, y ello sucedió cuando
los romanos acordonaron la frontera con aquella
cadena de hierro , impidiéndoles , en su avance ha-
cia Occidente (avance que precisamente detuvo
César), cruzar el Rin. Los germanos intentaron
proseguir su marcha, pero hubieron de confor-
marse con las posiciones que tenían, y cada tribu
hubo de establecerse en el territorio que ocupaba,
con lo cual, no obstante las frecuentes disputas
en que una tribu le robaba a otra terreno o ga-
nado , quedó fijo de una vez para siempre el terri-
torio de que cada tribu podía disponer.
La tala de bosques era un remedio harto peno-
so al que sólo se hubo , naturalmente, de recurrir
progresiva y forzosamente ; por otra parte , los
pueblos germanos multiplicábanse intensamente,
mucho más de lo que hubiera convenido para
sustentarse todos en la forma en que hasta en-
tonces lo hacían; fácil es, por consiguiente, com-
prender que tuvieron que recurrir poco a poco a
otros trabajos . La agricultura adquiere entonces

112
gran importancia, el cultivo de la tierra es cada
vez más intensivo , pues la caza y cría de ganado
exigen, para sostenimiento de idéntica masa de
hombres, territorios infinitamente más vastos que
la agricultura . Los germanos se ven, por lo tanto,
obligados a permanecer en un mismo lugar, a
domiciliarse verdaderamente en él; y así en la
época de Tácito, nos los encontramos ya conver-
tidos en un pueblo sedentario .
Igual que en todas las demás tribus arias, cuya
historia primitiva conocemos, la estirpe constitu-
ye la mínima unidad en la organización de los
germanos. La estirpe se basa en una descenden-
cia común y estrechamente coherente, obliga a
sus miembros a un trabajo común, y forma toda-,
vía exteriormente una sola e indivisible unidad.
Aunque ya entonces aparezca en inferioridad,
comparada con otras formas de asociación, la es-
tirpe constituye, sin embargo , entre los germanos
la forma de unión más vigorosa. El estableci-
miento de los germanos se realizó desde luego
por estirpes y fueron aldeas familiares las que los
germanos formaron por aquella época . Cada fa-
milia habitaba una aldea; ya no podían las tri-
bus andar errantes, como antes hacían , por el te-
rritorio, sino que cada estirpe tenía su distrito , su
territorio correspondiente. Parte de éste se culti-

-- 113 - 8
vaba, y parte constituía los bienes comunes , en
los cuales los miembros de la estirpe podían pro-

veerse de leña, llevar ganado a pastar, etc. La tie-


rra no puede ya repartirse dentro de la tribu, pero
sí transmitirse de unos a otros dentro de la estir-
pe, y se transmitía, en efecto , como escribe Tácito .
Las tierras de la aldea pertenecen por igual a toda
la estirpe, teniendo cada uno de los miembros de
ésta el mismo derecho sobre ellas que los demás ;
pero esto no quiere decir que cada miembro ten-
ga derecho a un trozo de tierra determinado , sino
el mismo derecho que los otros miembros sobre
los productos del suelo . Esta organización por
estirpes explica las divisiones de tierras que
más tarde encontramos en Alemania. Si exa-
minamos un mapa, en el cual esté señalada la
propiedad individual, veremos cómo todas las al-
deas antiguas ostentan ciertos signos harto ca-
racterísticos . En los territorios de tribus genuina-
mente alemanas encontramos , en lugar de pro-
piedades aisladas , únicamente colonias de al-
deas y las mismas aldeas ofrecen igualmente
formas características. Las casas no están cons-
truídas unas junto a otras; cada una se halla ro-
deada de un pedazo de tierra para el cultivo . Es-
tas aldeas se llaman aldeas apiñadas, pues las ca-
sas se alzan muy irregularmente en número de 12

- 114
a 20. En estas tierras encontramos luego parcelas
aisladas de forma irregular, y en las cuales es ca-
racterístico el derecho que sobre ellas tienen por
iguales partes todos los habitantes de la aldea,
todos los jefes de familia . Primitivamente todas se
explotaban de la misma manera , pero cada cam-
pesino poseía en ellas un pedazo de tierra de idén-
ticas dimensiones . Esto es lo que se ha llamado
condición mixta, en la época en que la propiedad
no podía todavía considerarse realmente como
tal , y nos podemos figurar, claro que sin certi-
tumbre absoluta, que en la época antigua, la par-
te correspondiente a un campesino era, por tér-
mino medio, aquélla que un hombre podía labrar
en un día, y todos los pedazos que en las dis-
tintas parcelas correspondían juntos a uno solo,
formaban, con el derecho de éste sobre los bie-
nes comunes, una huebra, que era , como escribe
un economista , una especie de acción que en
la propiedad total tenía cada vecino . Posterior-
mente, esta división fué alterada por diversas ra-
zones económicas; empero cabe preguntarse cuál
era su sentido . Hay que rechazar, naturalmente,
el supuesto de que tan enojosa distribución de la
propiedad obedeciese a la mera casualidad . Está
probado que estas parcelas, en un principio, eran
cultivadas en común, en la misma forma y en el

115
mismo día por toda la estirpe, y que solo paula-
tinamente llevóse a cabo una división efectiva , la
cual desde el momento en que existían varias par-
celas comunes y todos tenían sobre ellas el mis-
mo derecho, solo pudo verificarse atribuyendo a
cada uno una parte de cada parcela.
Vemos, pues, cómo la forma posterior de la di-
visión de la propiedad, nos permite reconstituir su
forma primitiva . Y he aquí un argumento más en
favor del informe de Tácito , respecto a la división
de la propiedad por estirpes, informe cuya exac-
titud ha sido a veces puesta en duda . Sea como
fuere, en tiempos de Tácito los germanos habían
dejado ya de ser nómadas. Las estirpes hállanse
establecidas en aldeas y constituyen todavía, se-
gún Tácito , las verdaderas células del Estado ger-
mano . La unidad inmediatamente superior a la
estirpe, es la centenada, la cual llamaríase sin
duda así por comprender unas cien estirpes , en-
tendiéndose por « unas cien » las 10 docenas. A la
cabeza de estas centenadas encontramos ya una
especie de funcionarios, unos príncipes, que más
exactamente habríamos de llamar jefes o caciques .
La reunión de varias centenadas forma la tribu,
lo que los romanos llamaban civitas, como sus
ciudades con el territorio a ellas adscrito . Estas
tribus, los romanos , las identifican con sus ciu-

- 116
dades-Estados, pues ven en ellas unidades políti-
cas que, en efecto , eran consideradas externamente.
Mas, salvo en ciertas tribus del Oriente de Ger-
mania, a la cabeza de la tribu no se halla nun-
ca un solo individuo: un rey. En cambio, se
encuentra una institución que mantiene unidas
a todas estas centenadas: la asamblea popular,
en la cual se hallan representadas las diversas
partes de la tribu, y a la cual acuden armados
todos los hombres libres, pues es a la vez asam-
blea del ejército, algo así como la asamblea que
ha de decidir respecto a la guerra y a la paz.
Empero sus derechos son bastante reducidos e
igualmente los del consejo de los jefes de la
centenada, a quienes incumbe preparar las re-
soluciones de la asamblea popular. Unicamente
en caso de guerra suele la tribu entregar el po-
der a un solo hombre, elegido por su bizarría :
al dux o duque, pues en la guerra precísase
un mando único . La tribu, por lo general, tiene
asimismo sacerdotes y culto comunes. Pero la
organización fundamental la constituyen aún
en todas partes las estirpes, subsistiendo, por
ejemplo, la venganza de sangre, ya que la ju-
risdicción del Estado no ha sabido imponerse
todavía a la legítima defensa , ejercida por cada es-
tirpe, y que persiste el dominio todavía de ésta so-

117 -
bre la tierra. La familia sigue siendo una organi-
zación real e independiente, mientras que la tribu,
el Estado , como pomposamente se la llama, es
aún un organismo muy débil, fácilmente alterado ,
que con frecuencia, al desmoronarse, aniquila a
las estirpes e incluso a las centenadas. De todos

modos, en algunos de estos Estados adviértese ya


desde un principio la influencia romana . Hasta
nosotros ha llegado , por ejemplo , el nombre de
Arminio, a quien se le reprochó afanes de rea-
leza y, siguiendo el ejemplo romano , querer apo-
derarse del poder permanente. Lo mismo puede
decirse de Marbod , quien en lo que hoy es Bo-
hemia, consiguió , basándose en el ejemplo ro-
mano , dominar a los marcomanos ; y lo mismo
de otros varios jefes que, o bien habían estado
al servicio de los romanos, o habían aprendido
de ellos. Pero esto , al principio , fué puramente
transitorio . No puede admirarnos el que aque-
llos germanos tan comprimidos y obligados a
la inmovilidad, comenzasen muy pronto a su-
frir a causa de su número excesivo , y todos los
datos que sobre ellos tenemos coinciden en afir-
mar que todas sus expediciones y todos sus ata-
ques obedecieron al aumento de población. Cla-
ro está que la Alemania de aquel tiempo no es-
taba tan poblada como la de hoy día, y, por lo

118
tanto, trátase aquí de un exceso de población
muy relativo . Dada la explotación « extensiva >
»
de entonces, la agricultura no podía producir
sino pocos alimentos . Fácil es suponer que los ví-
veres resultaran insuficientes para el aumento de
la población, y no hubo de transcurrir mucho
tiempo sin que el Imperio romano advirtiese que
los germanos habían de rebasar sus territorios .
El primer avance importante, tras un período
de calma, partió de los marcomanos . Estos hallá-
banse a su vez acosados por los godos , pueblos
de la Germania oriental, que penetraron por el
norte, se arrojaron sobre los marcomanos y obli-
garon a éstos a traspasar la frontera del Danu-
bio. El emperador romano, Marco Aurelio, que
dirigió la guerra contra los marcomanos, murió
en Viena, en el año 180 después de J. C. Y aquí
aparece netamente la diferencia entre los germa-
nos orientales y occidentales . Por aquellos tiem-
pos extendíase desde el Oder inferior hacia los
montes Sudetes una región completamente des-
habitada e inhabitable, en la cual los pantanos,
las montañas y los bosques impenetrables forma-
ban una barrera, cuya importancia es capital en
la historia y que constituía una frontera natural
entre los germanos orientales y los occidentales .
La historia de ambos fué muy diferente. Mien-

119
tras los germanos occidentales permanecían en su
mayor parte en su territorio, en el cual, a partir
de César, progresaron hasta alcanzar un grado
de cultura relativamente elevado , extendiéndose
tan solo orgánicamente hacia el Oeste y el Sur,
los germanos orientales, en una época en que sus
organizaciones eran harto laxas, tuvieron rela-
ciones mucho más estrechas con el Imperio ro-
mano , mezclarónse mucho más íntimamente con
la población romana , y a la larga no pudieron ya
ofrecer aquella resistencia cultural de los germa-
nos occidentales, que habían permanecido en sus
tierras; éstos, aunque también hubieron de su-
frir la influencia romana , conservaron durante
más tiempo y más firmemente las características
de sus tribus . Los germanos occidentales son los
que crearon la mayor parte de los reinos ale-
manes, mientras que de los germanos orientales
nacieron aquellos imperios surgidos en el territo-
rio del Imperio romano , a partir del comienzo de
la migración de los pueblos, reinos germano-
románicos , que en su mayoría no habían de du-
rar sino poquísimo tiempo .
El avance de los marcomanos fué, por consi-
guiente, la primera manifestación de la necesidad
expansiva de Germania . Tras duras y san-
grientas batallas logróse, empero, hacer retroçe-

- 120
der a los marcomanos y mantener la frontera del
Danubio. Mas los godos, causa inicial de aquel
avance, no tardaron en cruzar el Danubio infe-
rior, después de invadir la Valaquia, que era
romana desde Trajano (comienzos del siglo II) .
Ocuparon la Rusia meridional, y durante la de-
cadencia del Imperio Romano , cuando los persas ,
al reorganizar su Estado, avanzaban también
victoriosamente por Oriente, penetraron en el
Imperio Romano , llegando hasta el Asia Menor
y el Peloponeso , y siendo , por lo tanto, en parte
la causa externa de aquella enorme confusión que,
como ya hemos dicho, representa el siglo III . El
principio de la reorganización del Imperio Ro-
mano señálase por la gigantesca batalla que hizo
famoso al emperador Claudio II ( 268-270) , quien
por este triunfo , arrojó a los godos del Impe-
rio Romano. Claudio y sus sucesores pudieron
mantener de nuevo la frontera interior del Da-

nubio, aunque teniendo que sostener constantes


es caramuzas con los godos . Los sucesores de
Claudio , Diocleciano y Constantino, aprovecha-
ron la época de relativa tranquilidad o el temor
que los poderosos emperadores inspiraban a los
germanos, para reorganizar interiormente el Im-
perio, siendo , por lo tanto , el Imperio con el cual
tuvieron que habérselas los godos en el siglo IV

121 -
completamente distinto de aquel que habían in-
vadido en el siglo anterior. Pero esta invasión
de los germanos en el siglo III dejó , sin em-
bargo, ciertas huellas perdurables, pues, a fin
de contrarrestar la despoblación del Imperio Ro-
mano, los emperadores ya en el siglo III, y pue-
de decirse que desde la guerra con los marcoma-
nos, esforzáronse por atraer al interior del Impe-
rio a los bárbaros de Germania , generalmente en
calidad de agricultores, y también para guardar
sus fronteras y llenar las bajas del ejército, aun-
que esto último sólo más tarde con carácter ge-
neral.
Pero una causa exterior puso de nuevo en mo-
vimiento la avalancha germánica. Una tribu mo-
gola, procedente de las estepas de Asia, llegó
hasta Rusia y atacó a los ostrogodos, estableci-
dos en la región comprendida entre el Dnieper y
el Dniester. Esta tribu era la de los hunos , cuyo
salvajismo y atrocidades se han hecho prover-
biales . Los hunos arrojaron a los ostrogodos , so-
metiéndolos en su mayor parte; los ostrogodos , a
su vez, lanzáronse contra sus vecinos y parientes
de tribu, los visigodos , que vivían en la frontera
del Danubio , y éstos entonces, al intentar huir,
se vieron obligados a buscar amparo en el Impe-
rio Romano (375) .

122
Ermanarico, cuyo nombre ha hecho famoso la
leyenda, fué entre los ostrogodos el que cayó en el
ataque de los hunos . Los visigodos contaban con
dos jefes que querían dominar y eran considera-
dos como los más distinguidos de entre ellos:
Atanarico y Fridigedo . El primero permaneció
pagano, pero Fridigedo , se aproximó al Imperio
Romano y convirtióse al cristianismo , adoptando
la religión arriana - igual que Ulfila , célebre obis-
po godo, cuya famosa traducción de la Biblia
es la base de nuestro actual conocimiento del
gótico , por ser en aquella época el arrianismo
en el Imperio Oriental la forma dominante del
cristianismo, alentada por Constancio , el hijo
de Constantino , y Valente , mientras que en
el Imperio de Occidente dominaba el atanasia-
nismo, favorecido por los emperadores y los pa-
pas. Este hecho había de tener verdadera impor-
tancia, ya que desde entonces todas las tribus
germánicas orientales que entraron en contacto
con el Imperio Romano convirtiéronse al arria-
nismo , siendo ello causa de que cuando penetra-
ron en el Imperio Romano, hubieron de luchar
no sólo con la oposición que se hacía a su raza, a
su idioma, etc. , sino también con la que se hacía
a su religión, y esta hostilidad a veces puso en
grave peligro los reinos recientemente fundados,

123
Los visigodos pidieron asilo al Imperio Roma-
no, y el emperador Valente mostróse dispuesto a
acogerlos, pero bajo ciertas condiciones . Aquellas
grandes masas que habían cruzado el Danubio
parecíanle naturalmente peligrosas para el Im-
perio Romano, y les exigió entregasen sus ar-
mas. Por otra parte autorizóse a los godos a
establecerse en la península balcánica, en Tracia
y en Mesia, con el fin de colonizar este territorio
harto despoblado desde el siglo III y a la vez
levantar un muro de defensa contra los bárbaros.
Mas hasta que las tierras adjudicadas a aquellos
pueblos produjesen , era la administración roma-
na la que había de proporcionarles los alimen-
tos necesarios , y esto fué la perdición, porque la
burocracia romana era fácilmente corrompible.
Todos estos funcionarios romanos, desde el más
alto al más bajo , no tenían sino un objeto: enri-
quecerse; así es que por dinero consintieron que
los godos conservasen las armas, y por otra parte
realizaron fraudes en los suministros que les ha-
cían. Los godos , pues , no tardaron en exteriorizar
su descontento , dando ello lugar a numerosos ro-
zamientos . Mas lo que decidió a éstos a actuar
fué una escandalosa traición de los funcionarios y
soldados romanos . Los altos funcionarios roma-
nos invitaron en Marcianópolis a un banquete

- 124 --
a los jefes godos y durante éste fué rodeada la
tienda en que se celebraba, con objeto de asesinar
a dichos jefes godos. Pero sus guardias rechaza-
ron a los asesinos , los jefes corrieron junto a
sus compañeros de tribu y los excitaron a la
venganza, y, sin encontrar apenas resistencia
extendiéronse por la península balcánica casi
hasta las puertas de Constantinopla. La hora
parecía en verdad peligrosa para el Imperio.
El emperador Graciano, que gobernaba en Oc-
cidente, corrió en ayuda de su tío Valente,
pero éste, sin esperar a las tropas de socorro;
quiso por sí mismo arrojar a los godos, enta-
blándose la batalla en Adrinópolis en el año
378. El ejército romano, mal preparado, fué ani-
quilado, y el emperador, que se había refugiado
en una cabaña, pereció entre las llamas. Fué esta
una gran catástrofe para el Oriente. Los primeros
auxilios llegaron de Occidente. Constantinopla
no podía ser tomada , pues sus murallas eran de-
masiado fuertes y los bárbaros no sabían llevar
a cabo asedios prolongados . Graciano envió tro-
pas a Oriente, nombró al general Teodosio em-
perador de Oriente, y éste, tras varias expe-
diciones, y por medio de hábiles negociacio-
nes, logró que los godos rindiesen las armas
y se estableciesen seguidamente en Mesia, Tra-

125
cia y Macedonia . Así fué como los godos se con-
virtieron en aliados del Imperio romano , en foe-
derati, según la designación oficial .
En realidad, hubo foederati en todas las épo-
cas en el Estado romano. Lo mismo la Repúbli-
ca que los emperadores intentaron siempre cubrir
las fronteras con foederati, contrayendo con este
fin en las fronteras alianzas (foedus) con peque-
ños príncipes y tribus . Estos Estados vasallos
-pues esto eran en el fondo- situados en las
avanzadas , hallábanse destinados a resistir el pri-
mer choque del enemigo exterior, y habían sido
incluídos por el Imperio romano en la confedera-
ción. El Imperio romano no emprendió nunca
nada contra ellos , pero ellos estaban obligados a
prestarle su ayuda . Sin embargo muy distintas
fueron las alianzas efectuadas en épocas posterio-
res. En estas últimas con frecuencia hubo de pro-
meterse formalmente y pagar a los federados de las
fronteras determinadas sumas de dinero en pre-
mio al servicio militar que prestaban; mas , en rea-
lidad esto era un tributo con el cual se compraba
la pasividad de esos pueblos. No es por lo tan-
to siempre fácil decir quién dependía de quién en
estas alianzas, si el emperador romano de los
bárbaros, o los bárbaros del emperador. Lo cierto
es que las tropas proporcionadas por estos esta-

126
dos vasallos, aunque eran tropas romanas, tenían
sus jefes propios que eran quienes distribuían las
pagas a los soldados. De aquí el que al implan-
tarse estos foederati en el interior de las fronte-
ras, o sea en territorio romano , y no ya fuera
de los límites del Imperio, como sucedía an-
tes, estos seudo- soldados romanos, que domina-
ban efectivamente la provincia, significasen un
gravísimo peligro para el Imperio romano , que
vino a estar en la dependencia de esos solda-
dos y aliados. Las tropas godas, es cierto , no
obstante haber sido , en alguna que otra

pedición, regidas por un duque, no constituían


en realidad una masa organizada . Una vez ter-
minada la campaña , los grupos dividíanse nue-
vamente en estirpes o centenadas y esta descom-
posición de la organización política hubo na-
turalmente de ser favorecida extraordinariamen-
te por las desgracias políticas y finalmente por la
misma colonización . Fueron establecidas igual-
mente en calidad de soldados del Imperio roma-
no, asemejándose así a aquellos soldados de fron-
tera de que ya hemos hablado . Pero su estableci-
miento verificóse en esta forma. Era costumbre
entre los romanos que cada grupo de soldados en
sus marchas o de guarnición ocupara la tercera
parte de cada una de las casas previamente desig-

― 127
nadas al efecto . El dueño de la casa tenía que

ceder la tercera parte de esta , y cuando los godos


primero y luego otras tribus fueron integrados al
Imperio romano con el pretexto de que eran foe-
derati, aliados y soldados, alojáronse asimis-
entre los habitantes del Imperio romano.
Este alojamiento en realidad fué permanente
viéndose así obligados los propietarios a ceder
la tercera parte de su casa a los soldados go-
dos, y no sólo de su casa, sino de su hacien-
da toda, ya que también había de atender al
sostenimiento del « huésped » . Y no sabemos exac-
tamente cómo se aplicó esta medida en el caso
particularísimo de la ocupación goda , en la pen-
ínsula balcánica .
La dominación del Estado romano sobre estos
godos federados y soldados solo podía mantener-
se mientras los extranjeros no se organizasen en
unidad y Estado propio, pues ambos Estados no
habrían podido convivir en un mismo territorio;
pero únicamente subsistía entre los godos la es-
tirpe y, a lo sumo , la centenada. Pero el hecho es
que en esa época las mayores batallas fueron ga-
nadas con estos federados godos . Los godos no
eran apenas agricultores, y parecen haber aban-
donado la agricultura a los colonos cedidos con
la tierra; mas cubrieron las necesidades existentes

128 ―
en el ejército del Imperio romano. Así se explica

la desmembración de este último , que habían de


originar los Estados germano -romanos que die-
ron al Imperio romano el golpe de gracia. Se
acostumbra a datar el principio de la migración
de los pueblos a partir del paso del Danubio por
los godos y de la batalla de Adrinópolis; no hay
en ello inconveniente alguno, mas cumple ver
también en estos acontecimientos la coronación
de aquel proceso ya iniciado en la guerra de los
marcomanos . Estos acontecimientos fueron em-
pero muy importantes ya que de entre los godos
salieron aquellas tropas que aniquilaron en
interior al Imperio romano de Occidente.
Comparadas las dos formas de organización
del Imperio romano y de los germanos , ofrecen
un contraste muy hondo que explica perfecta-
mente la evolución histórica . Desde luego, esa lu-
cha sostenida entre un Imperio poderoso , unido
exteriormente, pero sin firmeza alguna interior,
minado por innumerables oposiciones sociales
gran decadencia íntima , y la fuerza de un pueblo ,
que aunque lleno de vida, dista mucho de cons-
tituir un verdadero Estado, una entidad organi-
zada es bien distinta a la guerra entre dos Esta-
dos rivales. Que los germanos hubieron de lu-
char con un solo Imperio, ello es indudable. Pero

- 129 9
conviene tener por una fecha histórica ese año
de 395 en que murió Teodosio el Grande, y se ve-
rificó una nueva división del Imperio, que había
de perdurar más de ciento cincuenta años . Al
principio tratóse solamente de un reparto entre
los dos hijos de Teodosio ; Arcadio (408) quedó-
se con el Oriente, y Honorio (423) con Occiden-
te; mas la unidad del Imperio permanecía intacta
y los romanos no hubieran seguramente pensado
jamás en que pudieran existir dos Imperios. El
Imperio continuó siendo una unidad, no obstan-
te hallarse en realidad el poder dividido entre los
dos emperadores. Y esta unidad se exterioriza
también más allá de las fronteras, ya que a pesar
de las frecuentes discordias surgidas entre las dos
partes del Imperio no era, sin embargo, legal-
mente posible que una de estas dos partes del Im-
perio se mantuviese en paz con una tribu del ex-
terior y la otra estuviese en guerra con ella. Exte-
riormente el Imperio debía ser uno . Asimismo las
leyes , base de la constitución del Estado , perma-
necieron las mismas, siendo siempre las de uno
de los emperadores válidas para el otro. Esta ho-
mogeneidad aparece también en las formas, sien-
do una sola en los dos imperios la denominación
del año, que, según la tradición, tomaba su nom-
bre del cónsul nombrado por el emperador. Pero

130
lo más significativo era la forma de sucesión al
trono: al extinguirse la familia imperial en una
de las partes del Imperio, el trono correspondía
automáticamente a la otra, no pudiendo , por
tanto, existir interregnos, y dándose así el caso
frecuente de pretender el emperador de Oriente
dominar también en Occidente a la muerte de un

emperador de esta parte del Imperio . No puedes


por lo tanto, hablarse de división propiamente
dicha, en el sentido de separación permanente.
Y, sin embargo, esta división, que ha perdurado
desde este momento hasta mucho después de la
llamada decadencia del Imperio Occidental ro-
mano, esa división tuvo gran trascendencia, ya
que, por ella cada una de las dos partes del Imperio
pudo seguir con frecuencia un camino distinto
del que seguía la otra, y hubo asimismo conflic-
tos entre ambas. Los límites de los dos Imperios
estaban naturalmente formados por la oposi-
ción histórica entre Oriente y Occidente. El !
Oriente era griego, y el Occidente, latino; en
Oriente, el idioma oficial fué, desde un principio,
el griego, y en Occidente, el latín; pues el griego
fué reconocido siempre por los romanos, mien-
tras que las lenguas bárbaras de Occidente no
fueron nunca admitidas oficialmente . Durante
aquellos conatos de separación, registrados en la

- 131
época del triunviro Antonio , al pretender éste
crearse, con Cleopatra y el apoyo de Egipto , un
gran sultanado , la esfera de acción del joven César
(Augusto) y la de Antonio, habían de ser limita-
das por una línea tirada de Norte a Sur, pasando
por Skodra (Escutari) . Las legiones se traslada-
ban antes de un punto a otro del Imperio, según
las necesidades; pero ahora permanecieron siem-
pre las orientales en Oriente y las Occidentales
en Occidente. Cuando por primera vez hubo dos
Augustos en el Imperio romano, en tiempos de
Marco-Aurelio, señalóse asimismo esta separa-
ción, quedando el Occidente bajo Marco- Aure-
lio y el Oriente bajo su hermano Lucio Vero . En
tiempos de Diocleciano la línea divisoria separa-
ba igualmente a Oriente y Occidente, y era tam-
bién ésta la separación existente entre las cir-
cunscripciones de los prefectos . Mas, a partir de
la definitiva división del Imperio , sepáranse cada
vez más los destinos de Oriente y de Occidente,
pudiéndose , por lo tanto , considerar también este
hecho como una fase de la evolución que había
de conducir por un lado al Imperio feudal romá-
nico occidental de la nación germana, y por otro
el burocrático Imperio bizantino .
V

LA FUNDACION DE LOS REINOS

ROMÁNICO -GERMÁNICOS

1 gobierno de los hijos de Teodosio fué en


E ciertos respectos decisivo para los destinos del

Imperio. Ambos emperadores tenían cada uno


su ministro, como quien dice omnipotente. Y
estos ministros, Rufino en Oriente, y en Occi-
dente Estilicón- uno de los cuales por lo menos

había sido designado por el propio Teodosio-


eran quienes dirigían efectivamente los asuntos
del imperio . Estilicón era magister utriusque mi-
litiae, o sea general de caballería e infantería , ge-
neralísimo . Era de origen vándalo y había hecho

133
su carrera en el ejército romano . La situación de
Estilicón es extraordinariamente característica
en cuanto al encumbramiento del elemento bár-
baro dentro del Imperio , pudiéndose afirmar que
entre él y cualquier rey germánico en tierras
romanas, apenas si existía diferencia. Tiene en
sus manos el poder efectivo ; sus fuerzas militares
son en su mayor parte aquellas tropas bárbaras,
que constituyen ahora la medula del ejército ro-
mano , y él mismo, en fin, es bárbaro: no hay
más diferencia sino que él gobierna en nom-
bre del emperador y no posee para sus soldados
territorio propio .
Puede, en cierto modo, llamarse a la evolución
comenzada con Estilicón y acabada en el rey
ostrogodo Teodorico , la evolución del siglo V.
Mas ya en tiempos de Estilicón y Rufino, de
Honorio y Arcadio, podemos advertir la proxi-
midad de un Imperio romano -germánico . El mo-
vimiento lo iniciaron los visigodos, establecidos
de este lado del Danubio en la península balcá-
nica, en donde en su calidad de aliados del empe-
rador romano habían recibido recursos y tie-
rras. No eran propiamente súbditos del Imperio ,
pues se les reconocía su derecho personal. Para
estos godos cuyo único lazo eran las estirpes y
centenadas, no había más forma de unión que el

134 -
constituir un cuerpo de ejército del Imperio ro-
mano, pero conservando sus jefes propios.
Alarico, que penetra en la historia por aquel
entonces, no fué desde un principio rey de los
visigodos. El Imperio visigodo no existía. Alari-
co era únicamente príncipe de una centenada- las
fuentes griegas equiparan su situación a la de un
<<filarca>> - o sea de una pequeña organización que
estaba compuesta de cierto número de estirpes;
mas, entró al servicio del ejército romano en ca-
lidad de oficial de connacionales y prosperó de
esta guisa, fué dux, es decir « duque » , de un país
limítrofe, de un limes, gobernador militar, co-
madante de guarniciones fronterizas, y por fin
rey de sus tropas, elegido por éstas . Era muy es-
pecial el carácter de su « alianza» con el empe-
rador. Pronto hubo de rebelarse Alarico contra
el emperador del Oriente romano . Penetra hasta
el corazón de Macedonia y Grecia; Estilicón
acude en ayuda del Imperio Oriental, y la si-
tuación de Alarico hubiera sido harto compro-
metida si, tal vez a causa de la rivalidad entre
Estilicón y el Oriente, no hubiese logrado huir
para después llegar incluso a ponerse en con-
diciones de consolidar su poder. Dux de Iliria,
ataca al Imperio romano occidental. Penetra en
Italia; Estilicón sale a su encuentro , pero le

― 135
domina antes con su diplomacia que con las
armas, y firma con él un convenio por el cual se
le reconocen atribuciones todavía mayores al ser-
vicio del Imperio romano occidental. Será magis-
ter equitum, general de las provincias orientales
del Imperio romano occidental. A Estilicón, el
bárbaro, se le reprocha su debilidad frente a Ala-
rico ; es derribado por el partido antibárbaro de la
corte romana, y las promesas hechas a Alarico
quedan incumplidas . Alarico penetra de nuevo
en Italia y hace valer sus exigencias. Se le unen
las tropas bárbaras, descontentas de la paga que
les concedía aquel partido legitimista y con ellas
una multitud de esclavos desertores . Alarico en-
cuéntrase pues en Italia con un poderoso ejército ,
y Honorio se vé obligado a encerrarse en la forti-
ficada Ravena, siendo desde entonces ésta la ca-
pital efectiva del Imperio occidental. Pero Alari-
co pasa ante sus muros y sigue hasta Roma;
hace que el Senado romano nombre allí empera-
dor a un romano distinguido , llamado Atalo ,
que es hechura suya , y, por último, se apodera
de la ciudad en el año 410, causando con ello
una impresión tremenda en todo el mundo civi-
lizado . Cierto es que, ya a fines del siglo III , en
tiempos del emperador Aureliano , habíase edifi-
cado, por temor a los bárbaros, una nueva mura-

136
lla fortificada, pues la antigua que en realidad
solo circundaba el casco de Roma, resultaba insu-
ficiente; empero , jamás hasta entonces habían
llegado las cosas al punto de que un general bár-
baro, en nombre de un emperador a quien él
mismo había creado , dominase en Italia. Alarico
se extendió aún más hacia el Sur de la penín-
sula, en donde fué sorprendido por una muerte
repentina. Los visigodos federados eligieron por
sucesor suyo a su cuñado Ataulfo, el cual ma-
nifestó las mismas exigencias que Alarico en el
Imperio, llegándose al fin a un acuerdo con el
emperador romano .
Respecto a la política de estos jefes germanos
que, aunque germanos y a veces elegidos reyes
por las tropas germanas, permanecían sin embar-
go dentro de la confederación del Imperio , nada
es tan significativo como una manifestación de
Ataulfo que nos ha sido transmitida por un his-
toriador contemporáneo suyo . Este historiador
nos dice que Ataulfo aseguraba con frecuencia
que su fin fué primeramente aniquilar el nombre
romano y hacer del Imperio romano un Imperio
godo , o sea- dicho vulgarmente-que Romania
se convirtiera en Gotia, y que él, Ataulfo , fuera
lo que antes había sido César Augusto ; pero que
múltiples experiencias hubieron de enseñarle que

137
los godos , por su carácter indómito y su barbarie,
no estaban en modo alguno en condiciones de
acatar las leyes, y como, por otra parte, no era
posible separarlas del Estado , de la República ,
ya que un Estado sin leyes no es un Estado, pre-
firió hacerse famoso reconstituyendo y dando
un nuevo incremento al nombre romano , con las
fuerzas de los godos, a fin de pasar a la posteri-
dad como restaurador del Imperio romano , pues
que no podía ser emperador. Así pensaban los
jefes germánicos de aquella época. El Estado ro-
mano es el único que conocen, pues los suyos no

pueden llamarse propiamente Estados. Este po-


deroso organismo que no alcanzan a comprender
los asombra, y asimismo los asombra la fuerza
de unas leyes que desconocen, puesto que entre
sus tropas germánicas sólo se ha desarrollado un

derecho consuetudinario muy limitado . No se


imaginan siquiera que este Estado pueda ser sus-
tituído por otro. En cambio comprenden que los
germanos y los romanos pueden complementarse ;
los primeros carecen de leyes y el Imperio roma-
no carece de las necesarias fuerzas de defensa .
Quisieron, pues, instalarse en éste en calidad
de defensores y aliados, aunque pretendiendo
naturalmente, puesto que disponían de la fuerza
dominar efectivamente en el Imperio y disfru-

138 -
tar ellos y sus tropas de la civilización de éste.
La lucha sostenida por estas tropas no deja
de ser, pues, una lucha por la tierra . No por aque-
llas tierras que estaban en erial, sino por las culti-
vadas por colonos y que se hallaban en manos de
los terratenientes; y esta lucha era consecuencia
lógica de las circunstancias que acabamos de
examinar, o sea, de una parte, de aquella caren-
cia de hombres y de fuerzas para su defensa, que
sufría el Imperio, y de otra, el exceso de pobla-
ción de los germanos, los cuales no disponían ni
de tierras suficientes, ni de un Estado, ni de una
civilización propia.
La conquista de Roma había causado hondí-
sima impresión, pero ocurrió simultáneamente.
otro hecho igualmente grave: la invasión por los
bárbaros de casi toda la parte occidental del Im-
perio . Estilicón, para proteger a Italia, hubo de
traer las legiones del Rin, iniciándose de este
modo por esta frontera (408) , la avalancha hasta
entonces a duras penas contenida . Francia y Es-
paña se vieron invadidas por tropas bárbaras . En
realidad, no fueron aquellos pueblos germáni-
cos establecidos a orillas del Rin y ya casi se-
dentarios , sino las otras poblaciones dispersadas
por la gran emigración de los pueblos orientales,
tribus sin patria, que habían perdido todo con-

― 139
tacto con la tierra, y que, empujadas por el avan-
ce de los godos y de los hunos, penetraron en
parte en Occidente, llegaron al Rin y se interna-
ron en Francia: tales fueron, por ejemplo , los
vándalos y los ulanos. También los burgundos
cruzaron el Rin e intentaron apoderarse de estas
provincias, pero , aunque no eran al principio
muy amistosas sus intenciones, convirtiéronse
pronto en federados. Antes que formar un Es-
tado independiente, lo que querían era esta-
blecerse en el territorio del Imperio romano , ha-
ciéndolo aproximadamente en la región hoy ocu-
pada por Worms y Espira. A ello hubieron de
ayudarles el descontento reinante entre las capas
inferiores de la población romana y la confusión
política causada por la elevación al trono de un
antiemperador.
Los burgundos combatieron junto a este anti-
emperador, logrando con su apoyo establecerse
en la orilla izquierda del Rin. Y después de la
caída de este monarca , contra el cual lucharon
los visigodos , que ya se hallaban en Galia como
aliados del emperador legítimo , su establecimien-
to fué reconocido por los ministros del Imperio
occidental romano . Más tarde produjéronse, sin
embargo, nuevos conflictos entre los burgundos y
el ministro romano Aecio, quien, ayudado por

140 -
tropas hunas logró derrotarlos, así como a su rey
Gundaharo. Este es el núcleo histórico de la le-
yenda de los Nibelungos . Gundaharo , es Gunter;
Aecio y también Atila, son Etzel. Mas los bur-
gundos no debieron de ser completamente ani-
quilados, ya que los vemos resurgir, y el mismo
Aecio los establece entonces en Saboya (443) . El
Estado burgundo así nacido, y que duró aproxi-
madamente un siglo, es el tipo característico de
estos imperios romano -germánicos establecidos
en territorio romano .

Los burgundos no constituían una gran tribu,


sino únicamente sus fragmentos ; mas en la lucha
se habían dado un rey y éste fué reconocido por
el Imperio romano como jefe de federados y ge-
neral . Sus tropas tropas aliadas- fueron aloja-
das en una provincia, y, como este alojamiento
hubo de ser permanente, se apoderaron no sólo
de la tercera parte de las casas, sino también de
la tercera parte de los campos . A esto sumáronse
más tarde nuevos repartos, y los burgundos , cuya
población había crecido considerablemente, pues
se les habían unido innumerables compañeros de
tribu, no se contentaron con menos de la mitad y
con frecuencia de los dos tercios . Pero lo esencial
es que su establecimiento verificóse con arreglo al
sistema de alojamiento y que el rey de los bur-

- 141
gundos considerábase a sí mismo como jefe de tro-
pas romanas. El modo en que se llevó a cabo esta
colonización tiene asimismo gran importancia .
Si los burgundos se hubiesen apoderado de una
provincia entera penetrando como enemigos y
aniquilando a la población romana, hubieran
fundado seguramente un imperio puramente ger-
mánico; pero, en lugar de esto , los burgundos se
establecieron entre los terratenientes romanos ,

llegaron a ser ellos mismos propietarios de co-


lonos romanos, y se encontraron verdaderamen-
te confundidos con la población romana, no sien-
do por lo tanto posible que permaneciesen mu-
cho tiempo aislados de esta primitiva población
romana, cuyo idioma y civilización no tarda-
ron en compartir. La forma de su establecimien-
to fué, pues, causa de que Francia fuese románi-
ca y no germánica.
Entre tanto, los visigodos , mandados por Ataul-
fo , habían hecho las paces con el emperador ro-
mano y penetrado en Galia en calidad de aliados ,
peleando allí por el emperador. Ataulfo acostum-
braba incluso a presentarse con indumentaria
romana, y se casó con la hermana del emperador
Honorio. Empero surgieron ciertos conflictos que
le impulsaron a elevar de nuevo a Atalo a la
dignidad de anti - emperador, no llegándose sino

- 142 -
bajo su sucesor Walia, a una separación defini-
tiva (415) , en la cual a los visigodos les fué ads-
crita una provincia romana, Aquitania secunda,
o sea la región en torno a Tolosa * otorgándose
poco después Saboya a los burgundos . Su misión
principal consistía en combatir a las tribus ger-
mánicas que habían penetrado en España , y en
proteger al Imperio romano. Ahora bien , como a
su vez estas tribus germánicas podían , siquiera
en parte, alabarse de ser aliadas del Imperio ro-
mano, la lucha revistió un carácter harto extraño ,
pudiendo un observador de aquel tiempo decir
con razón en España: el emperador romano pue-
de dar gracias a Dios de queluchemos unos contra
otros y nos quitemos así mutuamente de enme-
dio. Los visigodos extendiéronse poco a poco por
España, llegando su reino a ser uno de los más
poderosos que nacieron del Imperio romano oc-
cidental . Los suevos habíanse asimismo esta-
blecido en el noroeste de España , y los vánda-
los, es decir aquellos que más hubieron de com-
batir los visigodos y los más encarnizados ene-
migos de Roma, cruzaron España y penetraron
en Africa (429) ocupando toda su parte norte
ante la impotencia del Imperio romano. Esta

La Tolosa francesa, Toulouse (N. del T.)

143 -
lucha terminó con un tratado de alianza, con

arreglo al cual los vándalos fueron asimismo es-


tablecidos y se obligaban incluso a pagar un tri-
buto al emperador romano. Pero rompieron este
convenio durante el reinado de Geiserico , for-
maron un estado autónomo , y no reconociendo
ya los derechos de propiedad romanos, se apode-
raron de todas las tierras en los alrededores de
Cartago y exigieron un tributo a los romanos es-
tablecidos fuera de esta zona. El norte de Africa,
bajo los vándalos , hallóse pues constantemente en
guerra con el Imperio romano , contrariamente a
lo sucedido con los demás aliados bárbaros , los
cuales, con gran frecuencia, llegaron incluso a
combatir al lado del emperador romano contra
otros bárbaros .

Digamos, por fin, para completar este bosquejo ,


que poco después penetraron en Britania los an-
glos y los sajones, y que ya hacía tiempo que Bri-
tania no estaba en poder de la administración
romana.
Y así estaban las cosas cuando en Ravena, pri-
mero bajo la tutela de su madre, Gala Placidia
y, luego, bajo los auspicios del omnipotente ge-
neralísimo Aecio, reinaba, desde 425, Valentinia-
no III, último descendiente varón de la dinastía

de Teodosio, cuando los hunos se arrojaron de

-- 144 ―
nuevo sobre Occidente . Con su poderoso rey Ati-
la, ya habían penetrado primeramente en el Im-
perio de Oriente , y después invadieron la parte
oriental septentrional y de Galia. A Aecio cabe
la gloria de haber concentrado todas las fuerzas
disponibles del Imperio romano y de los bár-
baros federados , para arrojar a los hunos que con
su invencible salvajismo amenazaban avasallar
toda la civilización. En Champaña - aunque
generalmente se dice en los « campos catalaú-
nicos » , lo cual no es exacto- fué donde en el
año 451 , Aecio, unido al rey de los visigodos , cau-
só a Atila la gran derrota , que le obligó a retro-
ceder y a apartarse , al menos momentáneamente ,
del Imperio romano . Verdad es que los efectos de
esta derrota fueron poco duraderos . Atila intentó
entonces atacar directamente el corazón de Italia,
y el Papa León salió a su encuentro para inten-
tar convencer el « azote de Dios » de que renuncia-
se a su empresa . Pero, más que la noble figura y
las palabras del pontífice , incitáronle a ello los
desórdenes surgidos en su propio Imperio . Poco
después , en 453 , moría Atila , desmoronándose
al punto su Imperio . Todas las tribus germá-
nicas sojuzgadas por los hunos alzáronse bajo
la dirección de los gépidos, quedando con ello ,
por lo tanto, nuevamente libres fuerzas germáni-

145 - 10
cas, que habían de desempeñar en la última épo-
ca un papel principalísimo en la historia externa
del Imperio romano . Asimismo quedaba destruí-
da la primitiva organización de estas tribus ger-
mánicas, durante largo tiempo oprimidas por los
hunos, y que habían recorrido toda Europa , como
vasallos de Atila . Los ostrogodos , incorporados al
Imperio de los hunos al traspasar los visigo-
dos las fronteras romanas , no eran ya tampo-

co una gran tribu organizada, pues en sus cien


años de esclavitud habían perdido por completo
el sentimiento de la tribu y en absoluto el de la
organización de ésta.
Y, mientras los germanos, vecinos, después de
aniquilado el Imperio de los Hunos , entraban
nuevamente en contacto directo, pacífico o enemi-
go, con el Imperio oriental romano, cumplíase el
destino del Imperio occidental. Mas el hecho de
haber sido el Imperio romano aniquilado en su
parte occidental por una invasión, es demasiado
extraño para no merecer una explicación. Hacia
el año 400 comenzaron los ataques de Alarico, a
los cuales siguieron los de los germanos en las
provincias galas. Poco después, en tiempos de
Atila, todo el Imperio romano de occidente ha-
llábase dividido en reinos germano - románicos re-
cientemente creados , aunque éstos aparecen siem-

146
pre en calidad de aliados. Conviene ver una de las
causas principales de las invasiones constantes
en la excesiva reducción de la población del Im-
perio romano , el cual no podía , por lo tanto , re-
chazar a los bárbaros con sus propias fuerzas .
Innumerables germanos formaban parte del ejér-
cito romano del interior del Imperio ; unos, direc-
tamente reclutados con este fin; otros, incorpora-

dos después de haber capitulado; no siendo de


admirar el que tales tropas se sublevasen o se
pasaran al enemigo . Pero el pueblo , por su parte
no ofreció tampoco ninguna resistencia, lo cual se
explica por la situación en que se hallaba la po-
blación rural. La masa principal la formaban los
colonos, sujetos a la tierra por una legislación
coercitiva, que no pudo aminorar nunca en ellos
el anhelo de liberación . Los esfuerzos por sacudir
la servidumbre son igualmente característicos du-
rante el siglo IV que durante el siglo III , pues lo
mismo durante todo el siglo IV que en las últi-
mas décadas del siglo III álzanse furiosamente
por toda la Galia los bagaudas, revolución que
parecía no querer extinguirse jamás; revolución
de campesinos , sólo comparable a la « Jacquerie »
francesa; alzamiento desesperado de los labradores
que se defienden contra la opresión de los terrate-
nientes. Mas tratándose, como en efecto se trata-

147 --
ba, de una población harto dispersa, era natural
que no alcanzase nunca una organización robus-
ta. El movimiento degeneró en continuas rapi-
ñas y actos de bandolerismo; empero adviértese
claramente la ayuda que semejante estado de co-
sas habría de prestar a los enemigos, deseosos de
penetrar en el interior del Imperio .
Aunque no supiésemos fijamente que los escla-
vos se les unieron por docenas de miles y que los
intrusos fueron apoyados por los bagaudas, fuer-
za nos sería darlo por seguro . A estas gentes no
podía interesarles la reorganización del poderío
romano ; antes al contrario, creían que un cam-
bio sólo podía favorecerles . Y así las clases direc-
toras y el Estado hubieron de expiar amarga-
mente aquel punto de vista suyo , aquella convic-
ción de que sólo para estas clases existía el Esta-
do. La población mostróse resueltamente pasi-
va; del Imperio no había recibido ningún be-
neficio; éste representaba para ella únicamente
la opresión de los impuestos y las represalias de
los funcionarios. Y esta era la opinión de los es-
critores cuando decían que la salvación del Es-
tado no estaba sino en el pueblo. Los escritores
cristianos en particular así lo afirmaron, claro
que desde su peculiar punto de vista ético . Y Sal-
viano , un padre de la Iglesia del siglo V , escribe,

148
por ejemplo: « El mal radica en que los más son
proscritos por los menos, para quienes la re-
caudación de impuestos constituye una fuente
de ingresos, y en que los poderosos determinan
lo que han de pagar los pobres... Los pobres an-
helan ser libres y han de soportar la servidum-
bre más rigurosa. » El mismo Salviano cuenta
que los romanos se pasaban a montones a los
bárbaros , prefiriendo unirse a éstos que sufrir las
injusticias de la vida romana, y añade que no
tienen por qué lamentarlo . «A mí- dice- no me
admiraría que todos los pobres y necesitados de-
sertasen, si no fuera porque dejan abandonados
sus haberes y sus familias. ¿Mas cómo admirar-
nos nosotros los romanos de no poder dominar
a los visigodos, cuando los mismos romanos pre-
fieren vivir entre ellos que entre nosotros? » Y
no hay por qué aplicar estas frases exclusiva-
mente a la época de Salviano y a Galia, a la cual
éste se refiere. De España se dice asimismo :
«Hoy por hoy los romanos que viven en el Im-
perio de los godos se avienen tan bien a la domi-
nación de éstos, que prefieren vivir pobres con
los godos que poderosos entre los romanos y so-
portar la pesada carga de los impuestos . >>
No hay duda tampoco de que las constantes
revoluciones, que coincidieron con la herejía do-

149
natista, franquearon a los vándalos el camino
de Africa.

Cierto es, pues, que la constitución diocleciana,


ejerciendo durísimas represiones, contuvo las
fuerzas que intentaban derribar el Imperio; pero
no pudo , sin embargo, evitar que la desorganiza-
ción interior, junta con la invasión, contribuyese
a paralizar la resistencia del Imperio romano . Ha-
cía ya tiempo que éste no tenía fuerzas suficien-
tes, y que aquellas fuerzas con que aún podía con-
tar, mantenidas por la violencia , no podían ser
empleadas conforme hubiera convenido al F.sta-
do romano .

Ya a mediados del siglo V puede hablarse de


la descomposición del Imperio occidental romano .
El año 476, que estamos acostumbrados a consi-
derar como la fecha de la crisis, no marca sino
exteriormente el término del proceso . Es muy

importante el hecho de que cuando ya los bár-


baros habían invadido las demás provincias, per-
sistiese sin embargo todavía en Italia el empera-
dor romano ; aun después de muerto el último
descendiente varón de la dinastía, Valentiniano-
teodosiana, valentiniano III - el cual agrade-
ció a Aecio los servicios que éste le había presta-
do mandándolo asesinar- , mantúvose en Italia
el Imperio romano. Inmediatamente después de

150
la muerte de este emperador fué cuando, reinan-
do el usurpador Máximo , la terrible flota ván-
dala se dirigió contra Roma y se apoderó de las
hijas del emperador (455) . Y si los visigodos , du-
rante la generación anterior, habíanse mostrado
comedidos cuando tomaron a Roma, los vánda-
los en cambio la devastaron de un modo verda-
deramente en consonancia con su nombre . Em-
pero pueden contarse todavía siete emperado-
res después de Máximo , no dejando de ser signi-
ficativo el que su sucesor inmediato fuese nom-
brado por el rey de los visigodos. En realidad
Italia hallábase ya entonces entregada al capri-
cho de los reyes bárbaros, o jefes de los federados.
Los visigodos proclamaron en Galia emperador
a Avito, y obligaron al Senado de Roma a reco-
nocerle por tal, gobernando efectivamente este
emperador algunos años . Pero el problema can-
dente era la expulsión de los vándalos. Cúpole
a Ricimero, un patricio bárbaro, la suerte de
vencerlos en una gran batalla , con lo cual ad-
quirió tamaño prestigio que, apoyado por las
tropas que servían en Italia, pudo destronar al
emperador y sustituírlo por Mayoriano. Este
quiso emprender, desde España, una expedi-
ción contra los vándalos; pero fracasó en su in-
tento y Ricimero le destituyó, y puso en su

151
puesto a otros emperadores e incluso gobernó
sin éstos , según las necesidades políticas del mo-
mento.

Ricimero no era un monarca independiente;


no disponía de ningún territorio, sino sólo de
tropas; pero era quien verdaderamente regía lo
que aún quedaba del Imperio occidental roma-
no, y tuvo buen cuidado, para garantizar su au-
toridad, de obrar de acuerdo con el Imperio
oriental. A su muerte, otro bárbaro , el burgun-
do Gundobado, de sangre real, y así mismo
patricio y comandante de la guardia imperial,
se apoderó en Roma del gobierno efectivo y del
poder, y cuando fué llamado a ocupar el trono
burgundo, lo sustituyó otro bárbaro llamado
Orestes, el cual se atrevió a colocar en el trono
a su propio hijo Rómulo apodado Augustulo (el
emperadorcito) , después de haber arrojado al em-
perador Julio Nepote, protegido por Bizancio,
quien hubo de retirarse a Dalmacia protestan-
do desde allí contra las violencias del usur-

pador.
Pero el reino de Rómulo fué muy breve, pues
también en Italia tuvo lugar el proceso ya ve-
rificado en Galia y España: las tropas bárbaras'
que tenían efectivamente el gobierno en su mano ,
quisieron recabar para sí y disfrutar el poder igual

152
que sus compañeros de allende las fronteras . Soli-
citaron su establecimiento en Italia, y rechazó
Orestes esta pretensión . Pero uno de sus jefes, lla-
mado Odoacro, les prometió realizar sus deseos
si le elegían rey, y le alzaron sobre el pavés . Odoa-
cro se apoderó de Rávena, desterró a Rómulo
a una finca del golfo de Nápoles, y acabó defini-
tivamente en 476 con los emperadores romanos
en Italia. Empero Nepote no murió hasta 480.
Conviene pues considerar esta fecha como la del
fin del Imperio romano de occidente, ya que
hasta entonces existió un emperador legítimo .
Este fin del Imperio romano de occidente no
significa sin embargo el del Imperio roma-
no , ni siquiera en realidad del de su parte oc-
cidental; pues el emperador de Constantinopla
considerábase como señor natural de Italia y,
por lo tanto, sucesor de los emperadores occi-
dentales .
Según la opinión de los que vivían por aquella
época, no puede hablarse en modo alguno de des-
membración, sino únicamente del reinado de un
usurpador en Italia , usurpador que por otra parte
quería legitimar su poder aproximándose al em-
perador. El emperador cuyo poder habíase hasta
entonces circunscrito a la parte oriental del im-
perio, era también, por derecho natural, sobe-

153
rano de occidente, desde la caída del último
emperador romano occidental; quiso hacer valer
este derecho , siendo por lo tanto el llamado a
legitimar o rechazar la situación creada en Oc-
cidente .
VI

LOS REINOS GERMANO -ROMÁNICOS

Y LOS FRANCOS

a hemos estudiado la historia del Imperio


Yaoccidental romano , hasta la caída, en 476,

del último emperador romano de Occidente que


residió en Italia. Esta época fué también de gran
agitación en el Imperio oriental, a causa princi-
palmente de que otros bárbaros, los ostrogodos ,
salieron a la escena histórica y exteriorizaron su
influencia en el centro del Imperio . Los visigodos
no eran en el siglo IV, los únicos habitantes de
la Rusia meridional. Esta hallábase habitada

igualmente por los ostrogodos, los cuales esta-

155
ban sojuzgados por los hunos . Pero a la muerte
de Atila levantáronse, en unión de los gépidos y
de gran número de otras tribus germánicas que
vivían por estos territorios y que hasta ese mo-
mento habían sido aliadas o mejor dicho , vasa-
llas del Imperio de los hunos. Los hijos de Ati-
la fueron derrotados en una batalla librada a
orillas de cierto río Nedao, probablemente en al-
guna región de Hungría o de Servia . La mayor
parte de los hunos retiróse entonces a las estepas
rusas y asiáticas, quedando entonces nuevamen-
te en libertad, sin amos extranjeros , aquel caos
de pueblos que había sido dispersado por la inva-
sión de los hunos . La organización de estos pue-
blos, como no podía por menos de suceder, se ha-
bía transformado radicalmente, pues fácil es com-
prender que pueblos de tal modo destrozados no
podían conservar una organización unitaria. Y
tropezamos de nuevo aquí con aquellos hechos que
tan frecuentemente se observan en las organiza-
ciones inferiores: las tribus bárbaras se dividie-
ron en fragmentos infinitamente pequeños ; unas
integráronse al Imperio romano oriental ; otras se
lanzaron a la aventura por el mundo o en busca
de ejércitos en que alistarse . La tribu más podero-
sa parece haber sido la de los gépidos que, en su
calidad de aliados del Imperio romano occidental,

156
fueron los que iniciaron la lucha contra los hijos
de Atila. Mas la derrota de éstos libertó asimis-
mo a algunos de los pueblos ostrogodos , que en-
contramos por primera vez establecidos en Pano-

nia (sudoeste de Hungría) , con la venia del em-


perador, como aliados del Imperio oriental. Los
rigen, en nombre del monarca , tres hermanos :
Welimiro, Teodomiro y Widimiro , de la familia
de los Amalos . Se comprende lo que esta alianza
dió de sí viendo que no supo impedir que los fe-
derados, se dedicasen al pillaje, a costa del Impe-
rio, y así vemos cómo se suceden unas tras otras
las invasiones en la península balcánica, termi-
nando siempre cada lucha por un convenio más
o menos favorable. Pero también adquieren fama
los ostrogodos por sus luchas con las tribus ale-
manas, especialmente en la región occidental de
su nueva residencia. Más tarde sabemos también
de un acuerdo , por el cual Teodorico , el hijo de
Teodomiro, es entregado al emperador como rehén
que garantiza la fidelidad de estos de pueblos
ostrogodos, obligándose en cambio el emperador
a dejarles en propiedad las tierras que ocupaban
y a pagarles anualmente trescientas libras de oro
como soldada o subsidio . Y más tarde, por fin, en
Bizancio, tiene lugar, a causa de la caída del om-
nipotente patricio Aspar, un cambio, en cuyos

157
detalles no queremos entrar, pero que libertó a
Teodorico y lo devolvió a su tribu. Al mismo
tiempo agitábase mucho en Tracia otro grupo ca-
pitaneado por otro Teodorico , apodado « Estra-
bon » . La política del emperador parece, pues,
haberse encaminado siempre a oponer uno a
otro a estos dos enojosos Teodoricos federados,
desde el momento en que el amalo hubo sustituí-
do a su tío y a su padre en el mando supremo de
los godos panonianos . Era , pues, esta una políti-
ca de equilibrio, sostenida con objeto de inutili-
zar a uno por medio del otro. Basta ya con esto
para comprender que entre los godos no era posi-
ble una política nacional. Cada uno de los dos
bandos procuraba hacerse con el mayor beneficio ,
la mayor extensión de tierra fértil y los más ele-
vados subsidios . La lucha entre Teodorico y Es-
trabon, es, pues, una constante y monótona alter-
nativa de ambos en el favor del emperador. Teo-
dorico, el amalo , encontróse una vez en situación
harto difícil: tuvo que huir y errar por los Bal-
canes, llegando entonces hasta el mar Adriático ,
y un hábil general pudo coger hasta cinco mil
godos prisioneros que luego vendió como esclavos .
Pero el emperador se disgustó con Estrabon, y
recurrió nuevamente a Teodorico el amalo . Nom-
brado a éste magister militum, tornó de nuevo a

158
caer en desgracia. Pero una sublevación apoya-
da por Estrabon en Constantinopla dió nueva
ocasión a Teodorico el amalo de obtener el favor
del emperador. Llegó incluso a ser cónsul , esto es,
tuvo el derecho de dar su nombre al año , y des-
pués de haber sofocado una grave sublevación
que estalló en el Asia Menor, se le levantó una
estatua ecuestre de oro , y se le otorgó el título
de «hijo del emperador » . Entretanto Teodorico
Estrabon murió y las dos ramas godas se fusio-
naron; considerablemente creció el poder de Teo-
dorico el amalo. Mas para el emperador, que ya no
podía proseguir su antigua política de equilibrio ,
la situación era muy crítica . El emperador Zenón,
que era el que por entonces gobernaba , prefirió
imprimir otro rumbo a las tropas visigodas.
Ya sabemos cómo andaban las cosas en Italia,
en donde Odoacro había usurpado el poder.

Cierto es que había devuelto a Constantinopla


los atributos imperiales y que en modo alguno se
consideraba como emperador, cosa que no le
cumplía a un bárbaro ; él sólo quería ser recono-
cido en la misma forma en que lo estaban otros
bárbaros que habían fundado efectivamente rei-
nados dentro del Imperio . Quería ser rey de sus
tropas y al mismo tiempo gobernar en Italia en
nombre del emperador a los súbditos romanos.

159 ---
Mas a ello negóse siempre el emperador de Orien-
te, mientras Nepote, el emperador legítimo, vivía
en Dalmacia. Parece ser que después hubo un
acuerdo tácito , pero las relaciones nunca fueron
cordiales y el emperador intentó repetidamente
apartar a Odoacro . Éste entre tanto , después de
la muerte de Julio Nepote, ocupó Dalmacia y do-
minaba en el Adriático . Hacia Nordeste, la fron-
tera de Italia no había avanzado nada. Impera-
ban en aquella región unas circunstancias espe-
ciales , que en realidad constituían una verdadera
anarquía. Después de la destrucción del Imperio
de los hunos, la dominación romana perduró aún
nominalmente en los países comprendidos entre
los Alpes y el Danubio, pero ningún emperador
tuvo fuerza para ejercerla en realidad y, sobre
todo después de haber sido destronado el em-
perador de Occidente, se ignoraba a punto fijo
quién era el amo de esta provincia Norica y si
Odoacro no habría de imponérsele. A pesar de
todo aquellos territorios eran todavía considera-
dos como romanos, precisamente porque no te-
nían amo ninguno y porque la población roma-
na lograba siempre defenderse contra sus opreso-
res bárbaros, como sabemos por la Vida de San
Severino, escrita por su discipulo Eugipio. Ve-
mos en ella que por aquel entonces residía en

160
la otra orilla del Danubio la tribu germánica
de los rugios , los cuales hacían constantes in-
cursiones a este lado del río , llegando incluso
príncipes rugianos , de acuerdo con Odoacro, o
con el emperador romano de Oriente, a domi-
nar parte del Austria Meridional a modo de
federados o aliados. En otros muchos puntos
hallábanse todavía en pie las antiguas mura-
llas de los fuertes y existían asimismo destaca-
mentos de las tropas fronterizas romanas, man-
dados por un tribuno , y algunas veces tam-
bién sin nadie que los capitanease. Y allí fué
donde ejerció San Severino su actividad en favor
del Imperio romano y de la religión católica.
Parte de los germanos vecinos era todavía paga-
na; los rugianos practicaban la religión arriana.
En esta biografía del santo vemos cómo las
invasiones germanas se suceden una tras otra .
Cuéntanos primeramente cómo todos los habi-
tantes del contorno se reúnen en Castra Batava
(Passau) e intentan defenderse en este punto.
Pero luego parecen haberlo abandonado, para re-
tirarse a Lorch (cerca de Ens) , huyendo siempre
de los alemanes que penetran por Occidente, pre-
cediendo a los hérulos, turingios , rugios, etc. San
Severino interviene de continuo , para infundir
valor a los romanos , mitigar su miseria y predi-

161 11
car a los bárbaros costumbres más suaves; pero

por grandes que fuesen los beneficios que realizó


aisladamente, no pudo , como es natural, cambiar
la situación.
Y he aquí que los rugios, apoyados tal vez por
el emperador romano de Oriente, intentan un
avance hacia el Sur. Ya antes habían concebido

algunos príncipes rugios el plan de encaminarse


a Italia. Esta vez Odoacro , consciente del peligro ,
renunció a la actitud expectante que venía ob-
servando y, avanzando en dirección al Danu-
bio, infligió a los rugios una gravísima derrota
(487) . Muchos de ellos refugiáronse junto a los
visigodos y en el Imperio bizantino . Otra in-
tentona de un príncipe rugio para reconquistar
su reino, fracasó igualmente, aniquilándole en
absoluto el hermano de Odoacro. A pesar de

esto, Odoacro no creyó posible conservar estas


posiciones con las fuerzas reducidas de que dis-
ponía, y prefirió abandonarlas. Cuéntase que in-
vitó a los « provinciales » a establecerse en Italia
y que ellos aceptaron esta invitación. No deja
de ser extraordinario el que después de varios
siglos, hacia el año 800 , se encontrasen toda-
vía romani en algunas regiones de Baviera, de
la Austria superior y de Salzburgo . Algunos
nombres de poblaciones, por ejemplo Seewal-

- 162 ―
chen, se refieren a la presencia de tales welschen
(extranjeros) . Estos romanos forman la pobla-
ción vasalla, la que está obligada a pagar los tri-
butos y las prestaciones personales. «Romani » es
casi sinónimo de « criados productivos » ; así, pues,
hemos de reconocer que, al abandonar el Imperio
romano en la persona de su representante efec-
tivo, Odoacro, el territorio del Danubio y de los
Alpes, quedó en él la población de colonos allí
establecida. No se dirigieron a Italia. No sen-
tían ningún deseo de volver a trabajar para los
terratenientes romanos, y creían que cualquier
cambio de señor sería para ellos favorable. Su es-
tabilidad es verdaderamente asombrosa. A pesar
de todas las tempestades, éstos romani permane-
cieron en aquellas regiones tales como eran, lo
cual muestra patentemente el sentido conservador
del campesino, aferrado a la tierra . Los terrate-
nientes, en cambio -y aquí nos referimos a los
<< provinciales >> -, obedecieron a Odoacro y se di-
rigieron a Italia, llevando consigo el cadáver de
San Severino , que más tarde hubieron de enterrar
en las proximidades de Nápoles .
Parece ser que la guerra de los rugios dió lu-
gar a serios conflictos entre el emperador y Odoa-
cro, no obstante enviar éste al emperador parte del
botín, para demostrarle que se consideraba como

- 163 -
perteneciente al Imperio romano y que en nom-
bre de éste había vencido . Mas parece ser que ad-

quirió consistencia el rumor de que Odoacro ha-


bía intervenido en la sublevación de Ilo , a quien
precisamente entonces había vencido el empera-
dor con ayuda de Teodorico . Sea lo que fuere,
ello fué causa de que el emperador estableciese un
pacto con Teodorico , cuyo poderío le estorbaba .
A consecuencia de este pacto , Teodorico marchó
a Occidente, con el propósito de atacar a Italia, a
la cabeza de los ostrogodos para destronar a
Odoacro. Un ejército, compuesto tal vez de va-
rios cientos de miles de individuos, tropas aven-
tureras, guerreros de profesión y gentes seminó-
madas, púsose, pues, en camino , y Teodorico , des-
pués de abrirse paso entre los gépidos , penetró en
Italia . En tres grandes batallas , a orillas del
Isonzo, cerca de Verona (en alemán: Berna) , y,
por fin, a orillas del Adda, logró derrotar de tal
modo a Odoacro, que éste tuvo que retirarse a las
plazas fuertes, y, especialmente, a Rávena. La
traición de aquellos rugios, que se habían pa-
sado a Teodorico, puso en algunas ocasiones a
los godos en un gran apuro y Teodorico hubo de
recibir refuerzos de los visigodos. Odoacro que-
dó sitiado en Rávena que al fin capituló (493) ,
tras un sitio que duró tres años y grandes bata-

164 --
llas, glorificadas en la leyenda de Diterico de
Berna * . El resto de Italia habíase entregado
mucho antes. En la capitulación quedó conve-
nido que Teodorico y Odoacro compartirían el
poder, mas, pocos días después de haber entra-
do Teodorico en Rávena, atrajo junto a él a
Odoacro, valiéndose de artimañas y lo asesinó,
alegando el pretexto de que Odoacro le había he-
cho traición. Pero en el ejército ostrogodo tuvo
lugar en Rávena un acontecimiento de gran tras-
cendencia. Teodorico había entrado en Italia, en
nombre del emperador, y en calidad de magister
militum, al frente de un ejército abigarrado , cu-
yos soldados no eran, ni con mucho, únicamente
ostrogodos. A la muerte del emperador Zenón,
su protector y bienhechor, hubo disentimientos
entre Anastasio, sucesor de Zenón, y Teodorico.
Entonces las tropas alzaron a éste sobre el pavés
y le proclamaron rey .
Y así encontramos de nuevo el cuadro de un
reino germano -románico . Una vez que Teodori-
co tuvo a Italia completamente dominada, coclu-
yó con el emperador Anastasio un nuevo pacto ,
por el cual era reconocido como rey , claro está que
solo de los germanos , otorgándole a la vez el empe-
*
Esta leyenda está referida en el volumen Leyendas heroicas
de los germanos, publicado por la Revista de Occidente.

- 165
rador, en su calidad de magister militum, un poder
general para la administración de Italia . Ocupa-
ba el puesto del emperador, pero distaba mucho
de serlo , pues reinaba únicamente sobre Italia, y
además carecía de muchas de las atribuciones im-
periales, por ejemplo, del derecho de legislar y del
de acuñar moneda. Empero , con algunas restric-
ciones, su autoridad era, efectivamente, en Italia
la de un príncipe independiente, siendo también
independiente su política.
Después de la conquista de Italia, consideróse
llegado el momento de repartir el botín, verificán-
dose esto conforme a las medidas ya tomadas por
Odoacro respecto a sus bárbaros. Odoacro había
establecido sus tropas basándose en el sistema de
alojamiento; Teodorico hizo lo mismo , con la di-
ferencia de que su ejército era mucho mayor, lo
cual le obligó a repartir una parte mucho más
grande de Italia. A los godos les fué otorgada la ter-
cera parte de las tierras, aunque no en toda Ita-
lia, si no especialmente en el territorio de Rávena,
el Véneto, al pie de los Alpes, y, en general en el
Norte de la península. En las demás ciudades
dejáronse únicamente tropas de ocupación. Este
reino , de reciente creación, es extraordinario en
toda su organización, que descubre a las claras
el dualismo inherente a todos estos reinos. En

- 166 -
realidad, es la realización de aquel programa de
Ataulfo de que ya hemos hablado . Los bárbaros
han de constituir la fuerza defensiva del Imperio
romano; no están hechos para las leyes, siendo
solo los romanos, y nunca los germanos los que
pueden administrar. Tal es propiamente la base
de la nueva organización . La parte civil del Es-
tado , la administración , corresponde a los roma-
nos y nada ha cambiado, sino que Teodorico es
ahora quien nombra a los funcionarios . El Sena-
do sigue igualmente actuando en Roma, con su
antigua pompa y escasa significación , y no es
sino una yanezación social de los elementos con-
trarios a la situación reinante. El elemento mili-
tar es godo, y godos son también quienes lo man-
dan. Y así como un godo no puede ser funciona-
rio civil, por ejemplo gobernador,tampoco puede
un romano ser militar. Vemos , pues, aquí la con-
secuencia lógica de aquel proceso que ya hemos
estudiado : la incapacidad en que se hallaba el
Imperio romano en sus postrimerías para cons-
tituir por sí mismo un ejército , y por otra pa
la impotencia de las tropas germánicas para crear
un Estado . Este dualismo de la administración
entre lo militar y lo civil llega hasta el rey . Pero
éste reúne ambos poderes, pues, como rey, es amo
de los godos, y como magister militum es su jefe,

― 167
y, además, merced al poder que le ha sido otorga-
do por el emperador, se halla a la cabeza de la ad-
ministración civil en Italia. Puede decirse que
este estado ostrogodo , así definido , concretó las
normas que los generales germánicos habían
puesto en práctica desde los primeros tiempos de
la llamada migración de los pueblos.
Esta institución ha durado en realidad aproxi-
madamente medio siglo . No era un Estado pro-
piamente dicho y se dislocó en cuanto se conmo-
vieron las bases sobre que se asentaba; esfuerza
reconocer que, no obstante la bizarría de los os-
trogodos, este pueblo no demostró nunca gran
fuerza de resistencia . Teodorico, que para un
«< bárbaro » de aquellos tiempos fué un gran es-
tadista, intentó cimentar su reino por todos los
medios posibles. El nombre de bárbaro le cua-
dra perfectamente, pues aunque comprendía el la-
tín, era totalmente extraño a la literatura latina ,
si bien, por política , favoreció la ampulosa litera-
tura de su época . Tenía incluso una especie de
periodismo oficial. Los que redactaban sus edictos
y diplomas pertenecían a las esferas de la noble-
za romana y en alguna ocasión se hizo pronun-
ciar algún que otro ampuloso panegírico en el
estilo entonces corriente. No sabía escribir y para
firmar sus documentos hubo que hacerle un pa-

168
trón dentro del cual dibujaba los trazos con un
pincel . Mas, de todos modos no era seguramen-
te tan bárbaro como un visigodo u ostrogodo
cualquiera de los que habitaban la Rusia meri-
dional en tiemposde Ulfilas , pues desde los siete
hasta los veintiún años vivió en la corte del em-
parador, considerada en aquel tiempo como escue-
la superior de diplomacia, y que era el ambiente
más refinado que entonces existía .
La figura de Teodorico ha sido convertida por
la leyenda germánica en Diterico de Berna, y así
sigue viviendo en la imaginación de los siglos
como el más poderoso de los héroes legendarios,
cuyo ardoroso aliento hubo de fundir la córnea
piel de Sigfredo . El extraordinario prestigio en
que lo envuelve la leyenda, lo adquirió entre los
germanos ; y no fueron solo sus magníficas con-
quistas en el Imperio romano, su casi fabulo-
sa expedición a Italia, sus múltiples destinos, re-
gidos por él mismo con enérgica decisión , los que
le han dado esta aureola, sino también aque-
lla prudente y sabia política que le encumbró a
la cabeza del grupo formado por todos los Es-
tados occidentales de su tiempo . Su política en-
caminóse siempre por un lado a mantener la
alianza con el Imperio , a fin de hallar en éste
un apoyo contra los germanos , y , por otro , a si-

169
tuarse al frente de una especie de confederación
germánica, capaz de dar mate al Imperio roma-
no. Se alió con casi todos los príncipes poderosos
de los reinos germano - románicos, los vándalos ,
visigodos, francos y turingios. Y durante algún
tiempo pareció reinar la paz en Occidente, gracias
a su celo.
Mas esto cambió cuando comenzó a extender
su poderío un reino cuya intervención en los des-
tinos del Imperio romano o de los países medi-
terráneos había sido hasta entonces harto limita-
da. Cuando Clodoveo hubo reunido bajo su au-
toridad todos los dominios de los francos , aisló
en los diversos distritos a los príncipes de éstos,
y, adueñándose personalmente del bajo Rin, ven-
ció los últimos vestigios de la dominación roma-
na en Galia, con su triunfo sobre Siagrio (486) ,
que regía efectivamente como gobernador romano
independiente. Clodoveo se apoderó poco a poco de
toda la parte norte de Galia. El también otorgaba
importancia al mantenimiento de buenas relacio-
nes con el Imperio romano , pero era dueño de
un reino independiente, y no fué nunca general
de un ejército bárbaro al servicio de los romanos .
Clodoveo es además el primer rey franco que se
hizo católico , y ello con muy buen acuerdo , pues a
pesar de ser un bárbaro salvaje, muy distinto de

- 170
Teodorico, era un político prudente y no ignora-
ba el apoyo que había de prestarle la propaga-
ción del catolicismo en contra del arrianismo . En
realidad el clero católico fué uno de sus más fuer-
tes sostenes. Pero era vecino de los arrianos visi-
godos , dueños de toda Aquitania y de la mayor
parte de España. Por lo tanto, casi fatalmente
tuvo que chocar con estos visigodos el joven reino
franco cada vez más extendido . Teodorico inten-
tó imponer la paz, y formar una confederación
de tribus germanas contra Clodoveo . Pero sus
esfuerzos fueron inútiles y Clodoveo avanzó rá-
pidamente contra los visigodos arrianos, alenta-
do por los jefes del catolicismo . La batalla tuvo
lugar a orillas del Loira y en ella murió el rey
visigodo (507) , que estaba casado con la hija de
Teodorico, siendo por lo tanto su heredero un so-
brino de este último . Cuando Teodorico se en-
teró del avance de los francos, decidió interve-
nir y envió un ejército godo para detenerlos. Ig-
gnoramos si llegó a hacerse la paz , pero es lo

cierto que los francos se vieron obligados a con-


tentarse con una parte de la Francia actual, re-
servándose en cambio Teodorico la Provenza , con
lo cual su reino lindaba directamente con el rei-
no visigodo . Al mismo tiempo hacíase con la tu-
tela de su nieto , llegando a dominar efectivamen-

171 -
te no sólo en Italia y el sur de Francia, sino tam-
bién en España . Este estado de cosas, aunque
harto inseguro, logró mantenerse mientras gober-
nó Teodorico . Mas poco después de morir este
(525) derrumbóse toda su política, a causa princi-
palmente del avance del emperador romano de
Orierte, al que apoyaban por el Norte los fran-
cos, quienes después de aniquilar el reino de los
burgundos (534) , llegaron a ser los vecinos más
inmediatos de los ostrogodos . El emperador Jus-
tiniano (527-565) quiso reconquistar el Occiden-
te para el Imperio, y con este objeto hizo la paz
con los persas , con los cuales sus predecesores
habían sostenido luchas cruentas. Este Justinia-
no, que así dirigió sus tropas contra Occidente ,
es el mismo que mandó compilar en un código
general todas las adquisiciones del derecho ro-
mano .
No es intención nuestra relatar aquí estas gue-
rras; baste decir que Belisario, el general de Jus-
tiniano, en una expedición notable, arrebató con
su poderosa flota el Africa a los vándalos y puso
fin a su reino . Italia hallábase ahora también
amenazada por el Sur. El asesinato de Amala-
sunta, hija de Teodorico, que había gobernado
durante la minoría de su hijo , asesinato llevado
a cabo por orden de su esposo Teodato, dió oca-

172
sión a Justiniano para intervenir en Italia, y la
mayoría de los romanos que se hallaban or-
ganizados en el Senado romano y los roma-
nos y los terratenientes romanos , vieron en su
general al libertador de Italia . De Africa pasó
Belisario a Sicilia y al continente italiano . Hubo
primero de detenerse ante Nápoles, mas luego
llegó rápidamente a Roma , que hubo de ser eva-
cuado por
el rey de los ostrogodos, Vitigio, quien
logró después reunir un ejército en el Norte, con
el cual avanzó hacia el Sur. Parece ser que sitió
a Roma con trescientos mil hombres; pero Belisa-
rio resistió el cerco durante varios meses; el ejér-
cito godo desertó en masa por carecer de víveres,
y finalmente se dispersó después de ser derrota-
do , teniendo Vitigio que limitar su poder a Rá-
vena y a algunas regiones del Norte de Italia.
Luego también capituló Rávena (540) tras un
avance progresivo y sistemático de los imperia-
les. Este fué propiamente el fin del reino ostro-
godo , en opinión de Bizancio. Los reyes ostrogo-
dos que más tarde levantaron de nuevo heroica-
mente el reino ostrogodo y que, como por ejem-
plo Totila, pudieron llamar realmente suya toda
Italia, con excepción de Rávena, no fueron ya
reconocidos por Bizancio. La derrota infligida a
Totila cerca de Taginae por el general Narses,

- 173 ―
que había penetrado en Italia por el Norte, hizo
fracasar la segunda intentona de los godos, sien-
do éstos definitivamente aniquilados en la ba-
talla del Vesubio, en la cual fué muerto Teia,

su último rey (533) . Los bizantinos establecié-


ronse entonces de nuevo cómodamente en Italia,
e intentaron salvar cuanto salvarse podía del
antiguo esplendor del Imperio romano . El em-
perador Justiniano encontróse de nuevo amo
del Imperio romano de Oriente y Occidente.
Mas a pesar del éxito de algún avance que otro,
aquella dificultad para constituir, sin recurrir a
extranjeros, las fuerzas indispensables a la defen-
sa del Imperio romano, púsose nuevamente de
manifiesto .
A la muerte de Justiniano, Bizancio domina-
ba en Italia y Africa. Pero Galia y España ya
no pertenecían al Imperio . Los francos se ha-
bían extendido hasta el Mediterráneo, e Italia
estaba de nuevo amenazada .
Y así fué cómo , pocos años después de la muer-
te de Justiniano , Italia fué otra vez invadida por
los bárbaros que eran esta vez aun más terri-
bles que los godos, pues no formaban parte de
la confederación romana, ni por lo tanto habían
sido rozados lo más mínimo por la civilización
romana, siendo real y verdaderamente bárbaros.

174 --
Eran estos los longobardos, que venían de Pa-
nonia, penetraron en Italia en 568, y ocuparon
rápidamente gran parte de la península . Hallóse
ésta, por espacio de dos siglos, dividida entre los
emperadores romanos y los longobardos, siendo
efectivamente repartida , cien años después de la
invasión de éstos, entre ellos y los bizantinos .
Mas la penetración de los longobardos fué cada
vez más intensa, no pudiendo por último los bi-
zantinos seguir manteniéndose en Italia. Los
italianos encontrábanse cada vez más entrega-

dos a sus propias fuerzas y a su propia orga-


nización, y no podían contar mucho con la ayu-
da de Oriente, ya duramente oprimido por el is-
lamismo .

La oposición de la población italiana al impe-


rio hízose cada vez más patente; mas sus fuerzas
eran insuficientes, así como la política del papa,
que dirigía con creciente energía la resistencia y
lucha por la independencia. El intento realizado
por el papa Gregorio II ( 715-731) durante la que-
rella de los iconoclastas , para emanciparse de
Bizancio, por medio de una gran sublevación de
la Italia bizantina , fracasó, y el papa, que era en-

tonces el poder más vigoroso dentro de la Italia


romana, vióse obligado a recurrir a la ayuda del
extranjero . Bizancio nada podía hacer ya, pues

- 175
por aquella época hacía ya tiempo que había sido
en gran parte conquistado por nuevos enemigos ,
por el Islam, que después de levantarse en Arabia
y de ocupar el Asia menor, había llegado hasta
las puertas de Constantinopla y tenía, no sólo
Egipto, sino todo el norte de Africa. En el año 711
después de Jesucristo penetró en España, aniquiló
casi por completo el imperio de los visigodos, y a
principios del siglo VIII le vemos amenazando
asimismo al sur de Galia, el imperio de los fran-
cos. Los emperadores romanos tuvieron que li-
mitarse a la defensa , logrando sin embargo desde
el reducido territorio que les quedaba y con una
robusta organización burocrático -militar , hacerse
fuertes y contener al Islam durante setecientos
años. Hubo que abandonar el occidente; y cuan-
do el papa llevó a Italia al rey de los francos, Pi-
pino , al cual había reconocido , lo hizo en nom-
bre del emperador y contra los longobardos ene-
migos del Imperio . Pipino aparece entonces a un
tiempo como aliado del papa y del emperador.
Los longobardos tuvieron primero que conten-
tarse con sus antiguas fronteras. Pero Carlomag-
no , el hijo de Pipino, les arrebató su indepen-
dencia (774) y después de fundir el reino longo-
bardo con el de los francos , se hizo coronar en
Roma por el papa en el año 800 como empera-

- 176 ―
dor de un nuevo Imperio occidental romano-
franco .
He bosquejado esta evolución para demostrar
que el Imperio romano no pereció; su idea cul-
tural, el conjunto del poder romano, persistieron
por encima de todo , pudiéndose decir que el Im-
perio romano, en su nacionalidad y en su idioma
perdura siempre en todos los países que primiti-
vamente fueron suyos , y que ello obedece preci-
samente a las particularidades de la fundación de
los reinos germano-romanos . Y asimismo tampo-
co desapareció el sentimiento de la unión entre
aquellos países que pertenecieron al Imperio ro-
mano . La unidad política del Imperio romano fué
sustituída por aquella otra unidad ideal del cris-
tianismo, de la iglesia romana. La jerarquía ca-
tólica, instalada en las huellas de la administra-
ción romana, formada paralelamente a ésta , supo
sostenerse firme cuando la administración roma-

na se hallaba literalmente , hundida en el polvo ,


siendo el papa quien, desde Roma y a la cabeza
de esta jerarquía, mantuvo esta unidad, apare-
ciendo por lo tanto en este sentido como verda-
dero sucesor de los césares. La misma palabra
civilización, que hoy día empleamos, no significa
sino el pertenecer a la civitas romana, o sea el
ser civis, ciudadano romano. Así es que todavía

177 → 12
hoy damos el nombre de romano a lo más elevado
que conocemos; y ello es justo, ya que el Impe-
rio romano, fué siempre, aun cuando se hallaba
moribundo , la base sobre la cual se asienta la
cultura actual.
BIBLIOGRAFÍA

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(2.ª edic., 1882) , para los cap . IV y V.
L. M. Hartmann, Geschichte Italiens im Mit-
telalter (Historia de Italia en la Edad media),
tomo I y II, para el cap. VI .
Indice

Páginas

I. El desarrollo económico . 13
II. El desarrollo político. 46
III. La evolución religiosa 77
VI. Los germanos y su migración 108
V. La fundación de los reinos románico-germánicos. 133
VI. Los reinos germano -románicos y los francos 155

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