Decretos y Cánones Del Sacrosanto Concilio de Trento
Decretos y Cánones Del Sacrosanto Concilio de Trento
Decretos y Cánones Del Sacrosanto Concilio de Trento
DEL
SACROSANTO
Y ECUMÉNICO
CONCILIO
DOGMÁTICO DE
TRENTO
CELEBRADO BAJO el pontificado de
LOS SUMOS PONTÍFICES
PABLO III, JULIO III Y PIO IV
DEL AÑO MDXLV AL AÑO MDLXIII
De nuestro señor Jesucristo
Concil. Trident. Sess. XXV in Acclam.
EXCMO. SEÑOR.
La santidad, y certidumbre de las materias que definió el sacrosanto
Concilio de Trento, no dan lugar a que busque patrocinio, pues no lo
necesitan. Pero sí es debido que esta traducción se publique
autorizada con el nombre del Arzobispo de Toledo, Primado de
España, para que se aseguren los fieles de que esta es la doctrina
católica, este el pasto saludable, y este el tesoro que comunicó
Jesucristo a sus Apóstoles, y ha llegado intacto a manos de V. E. que
lo entregará a otros, para que lo conserven en su pureza hasta la
consumación de los siglos. Las virtudes Pastorales de V. E. y su anhelo
por mantener, y propagar la buena doctrina, me dan confianza de
que recibirá la traducción de este santo Concilio con el gusto que
practica sus decretos, y cuida de que los observen sus ovejas.
Excmo. e Illmo. Señor,
A. L. P. de V. E.
✠ D. Ignacio López de Ayala
EL PECADO ORIGINAL
Si alguno niega que se perdona el reato del pecado original por la gracia
de nuestro Señor Jesucristo que se confiere en el bautismo; o afirma que
no se quita todo lo que es propia y verdaderamente pecado; sino dice,
que este solamente se rae, o deja de imputarse; sea excomulgado. Dios
por cierto nada aborrece en los que han renacido; pues cesa
absolutamente la condenación respecto de aquellos, que sepultados en
realidad por el bautismo con Jesucristo en la muerte, no viven según la
carne, sino que despojados del hombre viejo, y vestidos del nuevo, que
está creado según Dios, pasan a ser inocentes, sin mancha, puros, sin
culpa, y amigos de Dios, sus herederos y partícipes con Jesucristo de la
herencia de Dios; de manera que nada puede retardarles su entrada en
el cielo. Confiesa no obstante, y cree este santo Concilio, que queda en
los bautizados, la concupiscencia, o fomes, que como dejada para
ejercicio, no puede dañar a los que no consienten, y la resisten
varonilmente con la gracia de Jesucristo: por el contrario, aquel será
coronado que legítimamente peleare. La santa Sínodo declara, que la
Iglesia católica jamás ha entendido que esta concupiscencia, llamada
alguna vez pecado por el Apóstol san Pablo, tenga este nombre, porque
sea verdadera y propiamente pecado en los renacidos por el bautismo;
sino porque dimana del pecado, e inclina a él. Si alguno sintiese lo
contrario; sea excomulgado.
Ante todas estas cosas declara el santo Concilio, que para entender bien y
sinceramente la doctrina de la Justificación, es necesario conozcan todos y
confiesen, que habiendo perdido todos los hombres la inocencia en la
prevaricación de Adán, hechos inmundos, y como el Apóstol dice, hijos de ira
por naturaleza, según se expuso en el decreto del pecado original; en tanto
grado eran esclavos del pecado, y estaban bajo el imperio del demonio, y de
la muerte, que no sólo los gentiles por las fuerzas de la naturaleza, pero ni aun
los Judíos por la misma letra de la ley de Moisés, podrían levantarse, o lograr
su libertad; no obstante que el libre albedrío no estaba extinguido en ellos,
aunque sí debilitadas sus fuerzas, e inclinado al mal.
CAP. II.- DE LA MISIÓN Y MISTERIO DE LA VENIDA DE CRISTO.
Mas aunque sea necesario creer que los pecados ni se perdonan, ni jamás se
han perdonado, sino gratuitamente por la misericordia divina, y méritos de
Jesucristo; sin embargo no se puede decir que se perdonan, o se han
perdonado a ninguno que haga ostentación de su confianza, y de la
certidumbre de que sus pecados le están perdonados, y se fíe sólo en esta:
pues puede hallarse entre los herejes y cismáticos, o por mejor decir, se halla
en nuestros tiempos, y se preconiza con grande empeño contra la Iglesia
católica, esta confianza vana, y muy ajena de toda piedad. Ni tampoco se
puede afirmar que los verdaderamente justificados deben tener por cierto en
su interior, sin el menor género de duda, que están justificados; ni que nadie
queda absuelto de sus pecados, y se justifica, sino el que crea con certidumbre
que está absuelto y justificado; ni que con sola esta creencia logra toda su
perfección el perdón y justificación; como dando a entender, que el que no
creyese esto, dudaría de las promesas de Dios, y de la eficacia de la muerte y
resurrección de Jesucristo. Porque así como ninguna persona piadosa debe
dudar de la misericordia divina, de los méritos de Jesucristo, ni de la virtud y
eficacia de los sacramentos: del mismo modo todos pueden recelarse y temer
respecto de su estado en gracia, si vuelven la consideración a sí mismos, y a su
propia debilidad e indisposición; pues nadie puede saber con la certidumbre
de su fe, en que no cabe engaño, que ha conseguido la gracia de Dios.
Pero nadie, aunque esté justificado, debe persuadirse que está exento de la
observancia de los mandamientos, ni valerse tampoco de aquellas voces
temerarias, y prohibidas con anatema por los Padres, es a saber: que la
observancia de los preceptos divinos es imposible al hombre justificado.
Porque Dios no manda imposibles; sino mandando, amonesta a que hagas lo
que puedas, y a que pidas lo que no puedas; ayudando al mismo tiempo con
sus auxilios para que puedas; pues no son pesados los mandamientos de aquel,
cuyo yugo es suave, y su carga ligera. Los que son hijos de Dios, aman a Cristo;
y los que le aman, como él mismo testifica, observan sus mandamientos. Esto
por cierto, lo pueden ejecutar con la divina gracia; porque aunque en esta vida
mortal caigan tal vez los hombres, por santos y justos que sean, a lo menos en
pecados leves y cotidianos, que también se llaman veniales; no por esto dejan
de ser justos; porque de los justos es aquella voz tan humilde como verdadera:
Perdónanos nuestras deudas. Por lo que tanto más deben tenerse los mismos
justos por obligados a andar en el camino de la santidad, cuanto ya libres del
pecado, pero alistados entre los siervos de Dios, pueden, viviendo sobria, justa
y piadosamente, adelantar en su aprovechamiento con la gracia de Jesucristo,
qu fue quien les abrió la puerta para entrar en esta gracia. Dios por cierto, no
abandona a los que una vez llegaron a justificarse con su gracia, como estos no
le abandonen primero. En consecuencia, ninguno debe engreírse porque
posea sola la fe, persuadiéndose de que sólo por ella está destinado a ser
heredero, y que ha de conseguir la herencia, aunque no sea partícipe con
Cristo de su pasión, para serlo también de su gloria; pues aun el mismo Cristo,
como dice el Apóstol: Siendo hijo de Dios aprendió a ser obediente en las
mismas cosas que padeció, y consumada su pasión, pasó a ser la causa de la
salvación eterna de todos los que le obedecen. Por esta razón amonesta el
mismo Apóstol a los justificados, diciendo: ¿Ignoráis que los que corren en el
circo, aunque todos corren, uno solo es el que recibe el premio? Corred, pues,
de modo que lo alcancéis. Yo en efecto corro, no como a objeto incierto; y
peleo, no como quien descarga golpes en el aire; sino mortifico mi cuerpo, y lo
sujeto; no sea que predicando a otros, yo me condene. Además de esto, el
Príncipe de los Apóstoles san Pedro dice: Anhelad siempre por asegurar con
vuestras buenas obras vuestra vocación y elección; pues procediendo así,
nunca pecaréis. De aquí consta que se oponen a la doctrina de la religión
católica los que dicen que el justo peca en toda obra buena, a lo menos
venialmente, o lo que es más intolerable, que merece las penas del infierno;
así como los que afirman que los justos pecan en todas sus obras, si alentando
en la ejecución de ellas su flojedad, y exhortándose a correr en la palestra de
esta vida, se proponen por premio la bienaventuranza, con el objeto de que
principalmente Dios sea glorificado; pues la Escritura dice: Por la recompensa
incliné mi corazón a cumplir tus mandamientos que justifican. Y de Moisés dice
el Apóstol, que tenía presente, o aspiraba a la remuneración.
Ninguno tampoco, mientras se mantiene en esta vida mortal, debe estar tan
presuntuosamente persuadido del profundo misterio de la predestinación
divina, que crea por cierto es seguramente del número de los predestinados;
como si fuese constante que el justificado, o no puede ya pecar, o deba
prometerse, si pecare, el arrepentimiento seguro; pues sin especial revelación,
no se puede sabe quiénes son los que Dios tiene escogidos para sí.
CAP. XIII.- DEL DON DE LA PERSEVERANCIA.
Se ha de tener también por cierto, contra los astutos ingenios de algunos que
seducen con dulces palabras y bendiciones los corazones inocentes, que la
gracia que se ha recibido en la justificación, se pierde no solamente con la
infidelidad, por la que perece aún la misma fe, sino también con cualquiera
otro pecado mortal, aunque la fe se conserve: defendiendo en esto la doctrina
de la divina ley, que excluye del reino de Dios, no sólo los infieles, sino también
los fieles que caen en la fornicación, los adúlteros, afeminados, sodomitas,
ladrones, avaros, vinosos, maldicientes, arrebatadores, y todos los demás que
caen en pecados mortales; pues pueden abstenerse de ellos con el auxilio de
la divina gracia, y quedan por ellos separados de la gracia de Cristo.
CAP. XVI.- DEL FRUTO DE LA JUSTIFICACIÓN; ESTO ES, DEL MÉRITO DE LAS
BUENAS OBRAS, Y DE LA ESENCIA DE ESTE MISMO MÉRITO.
Can. II. Si alguno dijere, que la divina gracia, adquirida por Jesucristo, se
confiere únicamente para que el hombre pueda con mayor facilidad vivir
en justicia, y merecer la vida eterna; como si por su libre albedrío, y sin
la gracia pudiese adquirir uno y otro, aunque con trabajo y dificultad;
sea excomulgado.
Can. IV. Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre movido y
excitado por Dios, nada coopera asintiendo a Dios que le excita y llama
para que se disponga y prepare a lograr la gracia de la justificación; y
que no puede disentir, aunque quiera, sino que como un ser inanimado,
nada absolutamente obra, y solo se ha como sujeto pasivo; sea
excomulgado.
Can. V. Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre está perdido y
extinguido después del pecado de Adan; o que es cosa de solo nombre,
o más bien nombre sin objeto, y en fin ficción introducida por el
demonio en la Iglesia; sea excomulgado.
Can. VI. Si alguno dijere, que no está en poder del hombre dirigir mal su
vida, sino que Dios hace tanto las malas obras, como las buenas, no sólo
permitiéndolas, sino ejecutándolas con toda propiedad, y por sí mismo;
de suerte que no es menos propia obra suya la traición de Judas, que la
vocación de san Pablo; sea excomulgado.
Can. VII. Si alguno dijere, que todas las obras ejecutadas antes de la
justificación, de cualquier modo que se hagan, son verdaderamente
pecados, o merecen el odio de Dios; o que con cuanto mayor ahinco
procura alguno disponerse a recibir la gracia, tanto más gravemente
peca; sea excomulgado.
Can. VIII. Si alguno dijere, que el temor del infierno, por el cual
doliéndonos de los pecados, nos acogemos a la misericordia de Dios, o
nos abstenemos de pecar, es pecado, o hace peores a los pecadores; sea
excomulgado.
Can. IX. Si alguno dijere, que el pecador se justifica con sola la fe,
entendiendo que no se requiere otra cosa alguna que coopere a
conseguir la gracia de la justificación; y que de ningún modo es necesario
que se prepare y disponga con el movimiento de su voluntad; sea
excomulgado.
Can. X. Si alguno dijere, que los hombres son justos sin aquella justicia
de Jesucristo, por la que nos mereció ser justificados, o que son
formalmente justos por aquella misma; sea excomulgado.
Can. XI. Si alguno dijere que los hombres se justifican o con sola la
imputación de la justicia de Jesucristo, o con solo el perdón de los
pecados, excluida la gracia y caridad que se difunde en sus corazones, y
queda inherente en ellos por el Espíritu Santo; o también que la gracia
que nos justifica, no es otra cosa que el favor de Dios; sea excomulgado.
Can. XIV. Si alguno dijere, que el hombre queda absuelto de los pecados,
y se justifica precisamente porque cree con certidumbre que está
absuelto y justificado; o que ninguno lo está verdaderamente sino el que
cree que lo está; y que con sola esta creencia queda perfecta la
absolución y justificación; sea excomulgado.
Can. XX. Si alguno dijere, que el hombre justificado, por perfecto que
sea, no está obligado a observar los mandamientos de Dios y de la
Iglesia, sino sólo a creer; como si el Evangelio fuese una mera y absoluta
promesa de la salvación eterna sin la condición de guardar los
mandamientos; sea excomulgado.
Can. XXI. Si alguno dijere, que Jesucristo fue enviado por Dios a los
hombres como redentor en quien confíen, pero no como legislador a
quien obedezcan; sea excomulgado.
Can. XXIII. Si alguno dijere, que el hombre una vez justificado no puede
ya más pecar, ni perder la gracia, y que por esta causa el que cae y peca
nunca fue verdaderamente justificado; o por el contrario que puede
evitar todos los pecados en el discurso de su vida, aun los veniales, a no
ser por especial privilegio divino, como lo cree la Iglesia de la
bienaventurada virgen María; sea excomulgado.
Can. XXV. Si alguno dijere, que el justo peca en cualquiera obra buena
por lo menos venialmente, o lo que es más intolerable, mortalmente, y
que merece por esto las penas del infierno; y que si no se condena por
ellas, es precisamente porque Dios no le imputa aquellas obras para su
condenación; sea excomulgado.
Can. XXVI. Si alguno dijere, que los justos por las buenas obras que hayan
hecho según Dios, no deben aguardar ni esperar de Dios retribución
eterna por su misericordia, y méritos de Jesucristo, si perseveraren
hasta la muerte obrando bien, y observando los mandamientos divinos;
sea excomulgado.
Can. XXVII. Si alguno dijere, que no hay más pecado mortal que el de la
infidelidad, o que, a no ser por este, con ningún otro, por grave y enorme
que sea, se pierde la gracia que una vez se adquirió; sea excomulgado.
Can. XXVIII. Si alguno dijere, que perdida la gracia por el pecado, se
pierde siempre, y al mismo tiempo la fe; o que la fe que permanece no
es verdadera fe, bien que no sea fe viva; o que el que tiene fe sin caridad
no es cristiano; sea excomulgado.
Can. XXIX. Si alguno dijere, que el que peca después del bautismo no
puede levantarse con la gracia de Dios; o que ciertamente puede, pero
que recobra la santidad perdida con sola la fe, y sin el sacramento de la
penitencia, contra lo que ha profesado, observado y enseñado hasta el
presente la santa Romana, y universal Iglesia instruida por nuestro
Señor Jesucristo y sus Apóstoles; sea excomulgado.
Can. XXXI. Si alguno dijere, que el hombre justificado peca cuando obra
bien con respecto a remuneración eterna; sea excomulgado.
Can. XXXII. Si alguno dijere, que las buenas obras del hombre justificado
de tal modo son dones de Dios, que no son también méritos buenos del
mismo justo; o que este mismo justificado por las buenas obras que
hace con la gracia de Dios, y méritos de Jesucristo, de quien es miembro
vivo, no merece en realidad aumento de gracia, la vida eterna, ni la
consecución de la gloria si muere en gracia, como ni tampoco el
aumento de la gloria; sea excomulgado.
Can. II. Si alguno dijere, que estos mismos Sacramentos de la nueva ley
no se diferencian de los sacramentos de la ley antigua, sino en cuanto
son distintas ceremonias, y ritos externos diferentes; sea excomulgado.
Can. III. Si alguno dijere, que estos siete Sacramentos son tan iguales
entre sí, que por circunstancia ninguna es uno más digno que otro; sea
excomulgado.
Can. IV. Si alguno dijere, que los Sacramentos de la nueva ley no son
necesarios, sino superfluos para salvarse; y que los hombres sin ellos, o
sin el deseo de ellos, alcanzan de Dios por sola la fe, la gracia de la
justificación; bien que no todos sean necesarios a cada particular; sea
excomulgado.
Can. VIII. Si alguno dijere, que por los mismos Sacramentos de la nueva
ley no se confiere gracia ex opere operato, sino que basta para
conseguirla sola la fe en las divinas promesas; sea excomulgado.
Can. IX. Si alguno dijere, que por los tres Sacramentos, Bautismo,
Confirmación y Orden, no se imprime carácter en el alma, esto es, cierta
señal espiritual e indeleble, por cuya razón no se pueden reiterar estos
Sacramentos; sea excomulgado.
Can. XII. Si alguno dijere, que el ministro que está en pecado mortal no
efectúa Sacramento, o no lo confiere, aunque observe cuantas cosas
esenciales pertenecen a efectuarlo o conferirlo; sea excomulgado.
Can. IV. Si alguno dijere, que el Bautismo, aun el que confieren los
herejes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, con
intención de hacer lo que hace la Iglesia, no es verdadero Bautismo; sea
excomulgado.
Can. VII. Si alguno dijere, que los bautizados sólo están obligados en
fuerza del mismo Bautismo a guardar la fe, pero no a la observancia de
toda la ley de Jesucristo; sea excomulgado.
Can. IX. Si alguno dijere, que de tal modo se debe inculcar en los
hombres la memoria del Bautismo que recibieron, que lleguen a
entender son írritos en fuerza de la promesa ofrecida en el Bautismo,
todos los votos hechos después de él, como si por ellos se derogase a la
fe que profesaron, y al mismo Bautismo; sea excomulgado.
Can. X. Si alguno dijere, que todos los pecados cometidas después del
Bautismo, se perdonan, o pasan a ser veniales con solo el recuerdo, y fe
del Bautismo recibido; sea excomulgado.
Can. XII. Si alguno dijere, que nadie se debe bautizar sino de la misma
edad que tenía Cristo cuando fue bautizado, o en el mismo artículo de
la muerte; sea excomulgado.
Can. II. Si alguno dijere, que son injuriosos al Espíritu Santo los que
atribuyen alguna virtud al sagrado crisma de la Confirmación; sea
excomulgado.
CAP. II.- DEL MODO CON QUE SE INSTITUYÓ ESTE SANTÍSIMO SACRAMENTO.
Es común por cierto a la santísima Eucaristía con los demás Sacramentos, ser
símbolo o significación de una cosa sagrada, y forma o señal visible de la gracia
invisible; no obstante se halla en él la excelencia y singularidad de que los
demás Sacramentos entoncs comienzan a tener la eficacia de santificar cuando
alguno usa de ellos; mas en la Eucaristía existe el mismo autor de la santidad
antes de comunicarse: pues aun no habían recibido los Apóstoles la Eucaristía
de mano del Señor, cuando él mismo afirmó con toda verdad, que lo que les
daba era su cuerpo. Y siempre ha subsistido en la Iglesia de Dios esta fe, de
que inmediatamente después de la consagración, existe bajo las especies de
pan y vino el verdadero cuerpo de nuestro Señor, y su verdadera sangre,
juntamente con su alma y divinidad: el cuerpo por cierto bajo la especie de
pan, y la sangre bajo la especie de vino, en virtud de las palabras; mas el mismo
cuerpo bajo la especie de vino, y la sangre bajo la de pan, y el alma bajo las
dos, en fuerza de aquella natural conexión y concomitancia, por la que están
unidas entre sí las partes de nuestro Señor Jesucristo, que ya resucitó de entre
los muertos para no volver a morir; y la divinidad por aquella su admirable
unión hipostática con el cuerpo y con el alma. Por esta causa es certísimo que
se contiene tanto bajo cada una de las dos especies, como bajo de ambas
juntas; pues existe Cristo todo, y entero bajo las especies de pan, y bajo
cualquiera parte de esta especie: y todo también existe bajo la especie de vino
y de sus partes.
Mas por cuanto dijo Jesucristo nuestro Redentor, que era verdaderamente su
cuerpo lo que ofrecía bajo la especie de pan, ha creído por lo mismo
perpetuamente la Iglesia de Dios, y lo mismo declara ahora de nuevo este
mismo santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino, se convierte
toda la substancia del pan en la substancia del cuerpo de nuestro Señor
Jesucristo, y toda la substancia del vino en la substancia de su sangre, cuya
conversión ha llamado oportuna y propiamente Transubstanciación la santa
Iglesia católica.
CAP. V.- DEL CULTO Y VENERACIÓN QUE SE DEBE DAR A ESTE SANTÍSIMO
SACRAMENTO.
No queda, pues, motivo alguno de duda en que todos los fieles cristianos
hayan de venerar a este santísimo Sacramento, y prestarle, según la
costumbre siempre recibida en la Iglesia católica, el culto de latría que se debe
al mismo Dios. Ni se le debe tributar menos adoración con el pretexto de que
fue instituido por Cristo nuestro Señor para recibirlo; pues creemos que está
presente en él aquel mismo Dios de quien el Padre Eterno, introduciéndole en
el mundo, dice: Adórenle todos los Angeles de Dios; el mismo a quien los
Magos postrados adoraron; y quien finalmente, según el testimonio de la
Escritura, fue adorado por los Apóstoles en Galilea. Declara además el santo
Concilio, que la costumbre de celebrar con singular veneración y solemnidad
todos los años, en cierto día señalado y festivo, este sublime y venerable
Sacramento, y la de conducirlo en procesiones honorífica y reverentemente
por las calles y lugares públicos, se introdujo en la Iglesia de Dios con mucha
piedad y religión. Es sin duda muy justo que haya señalados algunos días de
fiesta en que todos los cristianos testifiquen con singulares y exquisitas
demostraciones la gratitud y memoria de sus ánimos respecto del dueño y
Redentor de todos, por tan inefable, y claramente divino beneficio, en que se
representan sus triunfos, y la victoria que alcanzó de la muerte. Ha sido por
cierto debido, que la verdad victoriosa triunfe de tal modo de la mentira y
herejía, que sus enemigos a vista de tanto esplendor, y testigos del grande
regocijo de la Iglesia universal, o debilitados y quebrantados se consuman de
envidia, o avergonzados y confundidos vuelvan alguna vez sobre sí.
Con mucha razón y prudencia han distinguido nuestros Padres respecto del
uso de este Sacramento tres modos de recibirlo. Enseñaron, pues, que algunos
lo reciben sólo sacramentalmente, como son los pecadores; otros sólo
espiritualmente, es a saber, aquellos que recibiendo con el deseo este celeste
pan, perciben con la viveza de su fe, que obra por amor, su fruto y utilidades;
los terceros son los que le reciben sacramental y espiritualmente a un mismo
tiempo; y tales son los que se preparan y disponen antes de tal modo, que se
presentan a esta divina mesa adornados con las vestiduras nupciales. Mas al
recibirlo sacramentalmente siempre ha sido costumbre de la Iglesia de Dios,
que los legos tomen la comunión de mano de los sacerdotes, y que los
sacerdotes cuando celebran, se comulguen a sí mismos: costumbre que con
mucha razón se debe mantener, por provenir de tradición apostólica.
Finalmente el santo Concilio amonesta con paternal amor, exhorta, ruega y
suplica por las entrañas de misericordia de Dios nuestro Señor a todos, y a cada
uno de cuantos se hallan alistados bajo el nombre de cristianos, que lleguen
finalmente a convenirse y conformarse en esta señal de unidad, en este
vínculo de caridad, y en este símbolo de concordia; y acordándose de tan
suprema majestad, y del amor tan extremado de Jesucristo nuestro Señor, que
dio su amada vida en precio de nuestra salvación, y su carne para que nos
sirviese de alimento; crean y veneren estos sagrados misterios de su cuerpo y
sangre, con fe tan constante y firme, con tal devoción de ánimo, y con tal
piedad y reverencia, que puedan recibir con frecuencia aquel pan
sobresubstancial, de manera que sea verdaderamente vida de sus almas, y
salud perpetua de sus entendimientos, para que confortados con el vigor que
de él reciban, puedan llegar del camino de esta miserable peregrinación a la
patria celestial, para comer en ella sin ningún disfraz ni velo el mismo pan de
Angeles, que ahora comen bajo las sagradas especies. Y por cuanto no basta
exponer las verdades, si no se descubren y refutan los errores; ha tenido a bien
este santo Concilio añadir los cánones siguientes, para que conocida ya la
doctrina católica, entiendan también todos cuáles son las herejías de que
deben guardarse, y deben evitar.
Can. VIII. Si alguno dijere, que Cristo, dado en la Eucaristía, sólo se recibe
espiritualmente, y no también sacramental y realmente; sea
excomulgado.
Can. IX. Si alguno negare, que todos y cada uno de los fieles cristianos
de ambos sexos, cuando hayan llegado al completo uso de la razón,
están obligados a comulgar todos los años, a lo menos en Pascua florida,
según el precepto de nuestra santa madre la Iglesia; sea excomulgado.
LOS SACRAMENTOS DE LA
PENITENCIA Y LA
EXTREMAUNCIÓN
Se conoce empero por muchas razones, que este Sacramento se diferencia del
Bautismo; porque además de que la materia y la forma, con las que se
completa la esencia del Sacramento, son en extremo diversas; consta
evidentemente que el ministro del Bautismo no debe ser juez; pues la Iglesia
no ejerce jurisdicción sobre las personas que no hayan entrado antes en ella
por la puerta del Bautismo. ¿Qué tengo yo que ver, dice el Apóstol, sobre el
juicio de los que están fuera de la Iglesia? No sucede lo mismo respecto de los
que ya viven dentro de la fe, a quienes Cristo nuestro Señor llegó a hacer
miembros de su cuerpo, lavándolos con el agua del Bautismo; pues no quiso
que si estos después se contaminasen con alguna culpa, se purificaran
repitiendo el Bautismo, no siendo esto lícito por razón alguna en la Iglesia
católica; sino que quiso se presentasen como reos ante el tribunal de la
Penitencia, para que por la sentencia de los sacerdotes pudiesen quedar
absueltos, no sola una vez, sino cuantas recurriesen a él arrepentidos de los
pecados que cometieron. Además de esto; uno es el fruto del Bautismo, y otro
el de la Penitencia; pues vistiéndonos de Cristo por el Bautismo, pasamos a ser
nuevas criaturas suyas, consiguiendo plena y entera remisión de los pecados;
mas por medio del sacramento de la Penitencia no podemos llegar de modo
alguno a esta renovación e integridad, sin muchas lágrimas y trabajos de
nuestra parte, por pedirlo así la divina justicia: de suerte que con razón
llamaron los santos PP. a la Penitencia especie de Bautismo de trabajo y
aflicción. En consecuencia, es tan necesario este sacramento de la Penitencia
a los que han pecado después del Bautismo, para conseguir la salvación, como
lo es el mismo Bautismo a los que no han sido reengendrados.
La Contrición, que tiene el primer lugar entre los actos del penitente ya
mencionado, es un intenso dolor y detestación del pecado cometido, con
propósito de no pecar en adelante. En todos tiempos ha sido necesario este
movimiento de Contrición, para alcanzar el perdón de los pecados; y en el
hombre que ha delinquido después del Bautismo, lo va últimamente
preparando hasta lograr la remisión de sus culpas, si se agrega a la Contrición
la confianza en la divina misericordia, y el propósito de hacer cuantas cosas se
requieren para recibir bien este Sacramento. Declara, pues, el santo Concilio,
que esta Contrición incluye no sólo la separación del pecado, y el propósito y
principio efectivo de una vida nueva, sino también el aborrecimiento de la
antigua, según aquellas palabras de la Escritura: Echad de vosotros todas
vuestras iniquidades con las que habeis prevaricado; y formaos un corazón
nuevo, y un espíritu nuevo. Y en efecto, quien considerare aquellos clamores
de los santos: Contra ti solo pequé, y en tu presencia cometí mis culpas: Estuve
oprimido en medio de mis gemidos; regaré con lágrimas todas las noches de
mi lecho: Repasaré en tu presencia con amargura de mi alma todo el discurso
de mi vida; y otros clamores de la misma especie; comprenderá fácilmente que
dimanaron todos estos de un odio vehemente de la vida pasada, y de una
detestación grande de las culpas. Enseña además de esto, que aunque suceda
alguna vez que esta Contrición sea perfecta por la caridad, y reconcilie al
hombre con Dios, antes que efectivamente se reciba el sacramento de la
Penitencia; sin embargo no debe atribuirse la reconciliación a la misma
Contrición, sin el propósito que se incluye en ella de recibir el Sacramento.
Declara también que la Contrición imperfecta, llamada atrición, por cuanto
comúnmente procede o de la consideración de la fealdad del pecado, o del
miedo del infierno, y de las penas; como excluya la voluntad de pecar con
esperanza de alcanzar el perdón; no sólo no hace al hombre hipócrita y mayor
pecador, sin que también es don de Dios, e impulso del Espíritu Santo, que
todavía no habita en el penitente, pero si sólo le mueve, y ayudado con él el
penitente se abre camino para llegar a justificarse. Y aunque no pueda por sí
mismo sin el sacramento de la Penitencia conducir el pecador a la justificación;
lo dispone no obstante para que alcance la gracia de Dios en el sacramento de
la Penitencia. En efecto aterrados útilmente con este temor os habitantes de
Nínive, hicieron penitencia con la predicación de Jonás, llena de miedos y
terrores, y alcanzaron misericordia de Dios. En este supuesto falsamente
calumnian algunos a los escritores católicos, como si enseñasen que el
sacramento de la Penitencia confiere la gracia sin movimiento bueno de los
que la reciben: error que nunca ha enseñado ni pensado la Iglesia de Dios; y
del mismo modo enseñan con igual falsedad, que la Contrición es un acto
violento, y sacado por fuerza, no libre, ni voluntario.
Respecto del ministro de este Sacramento declara el santo Concilio que son
falsas, y enteramente ajenas de la verdad evangélica, todas las doctrinas que
extienden perniciosamente el ministerio de las llaves a cualesquiera personas
que no sean Obispos ni sacerdotes, persuadiéndose que aquellas palabras del
Señor: Todo lo que ligáreis en la tierra, quedará también ligado en el cielo; y
todo lo que desatáreis en la tierra, quedará también desatado en el cielo; y
aquellas: Los pecados de aquellos que perdonaréis, les quedan perdonados, y
quedan ligados los de aquellos que no perdonáreis; se intimaron a todos los
fieles cristianos tan promiscua e indiferentemente, que cualquiera, contra la
institución de este Sacramento, tenga poder de perdonar los pecados; los
públicos por la corrección, si el corregido se conformase, y los secretos por la
Confesión voluntaria hecha a cualquiera persona. Enseña también, que aun los
sacerdotes que están en pecado mortal, ejercen como ministros de Cristo la
autoridad de perdonar los pecados, que se les confirió, cuando los ordenaron,
por virtud del Espíritu Santo; y que sienten erradamente los que pretenden
que no tienen este poder los malos sacerdotes. Porque aunque sea la
absolución del sacerdote comunicación de ajeno beneficio; sin embargo no es
solo un mero ministerio o de anunciar el Evangelio, o de declarar que los
pecados están perdonados; sino que es a manera de un acto judicial, en el que
pronuncia el sacerdote la sentencia como juez; y por esta causa no debe tener
el penitente tanta satisfacción de su propia fe, que aunque no tenga contrición
alguna, o falte al sacerdote la intención de obrar seriamente, y de absolverle
de veras, juzgue no obstante que queda verdaderamente absuelto en la
presencia de Dios por sola su fe; pues ni esta le alcanzaría perdón alguno de
sus pecados sin la penitencia; ni habría alguno, a no ser en extremo descuidado
de su salvación, que conociendo que el sacerdote le absolvía por burla, no
buscase con diligencia otro que obrase con seriedad.
Y por cuanto pide la naturaleza y esencia del juicio, que la sentencia recaiga
precisamente sobre súbditos; siempre ha estado persuadida la Iglesia de Dios,
y este Concilio confirma por certísima esta persuasión, que no debe ser de
ningún valor la absolución que pronuncia el sacerdote sobre personas en
quienes no tiene jurisdicción ordinaria o subdelegada. Creyeron además
nuestros santísimos PP. que era de grande importancia para el gobierno del
pueblo cristiano, que ciertos delitos de los más atroces y graves no se
absolviesen por un sacerdote cualquiera, sino sólo por los sumos sacerdotes;
y esta es la razón porque los sumos Pontífices han podido reservar a su
particular juicio, en fuerza del supremo poder que se les ha concedido en la
Iglesia universal, algunas causas sobre los delitos más graves. Ni se puede
dudar, puesto que todo lo que proviene de Dios procede con orden, que sea
lícito esto mismo a todos los Obispos, respectivamente a cada uno en su
diócesis, de modo que ceda en utilidad, y no en ruina, según la autoridad que
tienen comunicada sobre sus súbditos con mayor plenitud que los restantes
sacerdotes inferiores, en especial respecto de aquellos pecados a que va anexa
la censura de la excomunión. Es también muy conforme a la autoridad divina
que esta reserva de pecados tenga su eficacia, no sólo en el gobierno externo,
sino también en la presencia de Dios. No obstante, siempre se ha observado
con suma caridad en la Iglesia católica, con el fin de precaver que alguno se
condene por causa de estas reservas, que no haya ninguna en el artículo de la
muerte; y por tanto pueden absolver en él todos los sacerdotes a cualquiera
penitente de cualesquiera pecados y censuras. Mas no teniendo aquellos
autoridad alguna respecto de los casos reservados, fuera de aquel artículo,
procuren únicamente persuadir a los penitentes que vayan a buscar sus
legítimos superiores y jueces para obtener la absolución.
Finalmente respecto de la Satisfacción, que así como ha sido la que entre todas
las partes de la Penitencia han recomendado en todos los tiempos los santos
Padres al pueblo cristiano, así también es la que principalmente impugnan en
nuestros días los que mostrando apariencia de piedad la han renunciado
interiormente; declara el santo Concilio que es del todo falso y contrario a la
palabra divina, afirmar que nunca perdona Dios la culpa sin que perdone al
mismo tiempo toda la pena. Se hallan por cierto claros e ilustres ejemplos en
la sagrada Escritura, con los que, además de la tradición divina, se refuta con
suma evidencia aquel error. La conducta de la justicia divina parece que pide,
sin género de duda, que Dios admita de diferente modo en su gracia a los que
por ignorancia pecaron antes del Bautismo, que a los que ya libres de la
servidumbre del pecado y del demonio, y enriquecidos con el don del Espíritu
Santo, no tuvieron horror de profanar con conocimiento el templo de Dios, ni
de contristar al Espíritu Santo. Igualmente corresponde a la clemencia divina,
que no se nos perdonen los pecados, sin que demos alguna satisfacción; no
sea que tomando ocasión de esto, y persuadiéndonos que los pecados son más
leves, procedamos como injuriosos, e insolentes contra el Espíritu Santo, y
caigamos en otros muchos más graves, atesorándonos de este modo la
indignación para el día de la ira. Apartan sin duda eficacísimamente del
pecado, y sirven como de freno que sujeta, estas penas satisfactorias,
haciendo a los penitentes más cautos y vigilantes para lo futuro: sirven
también de medicina para curar los resabios de los pecados, y borrar con actos
de virtudes contrarias los hábitos viciosos que se contrajeron con la mala vida.
Ni jamás ha creído la Iglesia de Dios que había camino más seguro para apartar
los castigos con que Dios amenazaba, que el que los hombres frecuentasen
estas obras de penitencia con verdadero dolor de su corazón. Agrégase a esto,
que cuando padecemos, satisfaciendo por los pecados, nos asemejamos a
Jesucristo que satisfizo por los nuestros, y de quien proviene toda nuestra
suficiencia; sacando también de esto mismo una prenda cierta de que si
padecemos con él, con él seremos glorificados. Ni esta satisfacción que damos
por nuestros pecados es en tanto grado nuestra, que no sea por Jesucristo;
pues los que nada podemos por nosotros mismos, como apoyados en solas
nuestras fuerzas, todo lo podemos por la cooperación de aquel que nos
conforta. En consecuencia de esto, no tiene el hombre por qué gloriarse; sino
por el contrario, toda nuestra complacencia proviene de Cristo; en el que
vivimos, en el que merecemos, y en el que satisfacemos, haciendo frutos
dignos de penitencia, que toman su eficacia del mismo Cristo, por quien son
ofrecidos al Padre, y por quien el Padre los acepta. Deben, pues, los sacerdotes
del Señor imponer penitencias saludables y oportunas en cuanto les dicte su
espíritu y prudencia, según la calidad de los pecados, y disposición de los
penitentes; no sea que si por desgracia miran con condescendencia sus culpas,
y proceden con mucha suavidad con los mismos penitentes, imponiéndoles
una ligerísima satisfacción por gravísimo delitos, se hagan partícipes de los
pecados ajenos. Tengan, pues, siempre a la vista, que la satisfacción que
imponen, no sólo sirva para que se mantengan en la nueva vida, y los cure de
su enfermedad, sino también para compensación y castigo de los pecados
pasados: pues los antiguos Padres creen y enseñan, que se han concedido las
llaves a los sacerdotes, no sólo para desatar, sino también para ligar. Ni por
esto creyeron fuese el sacramento de la Penitencia un tribunal de indignación
y castigos; así como tampoco ha enseñado jamás católico alguno que la
eficacia del mérito, y satisfacción de nuestro Señor Jesucristo, se podría
obscurecer, o disminuir en parte por estas nuestras satisfacciones: doctrina
que no queriendo entender los herejes modernos, en tales términos enseñan
ser la vida nueva perfectísima penitencia, que destruyen toda la eficacia, y uso
de la satisfacción.
Y acercándonos a determinar quiénes deban ser así las personas que reciban,
como las que administren este Sacramento; consta igualmente con claridad
esta circunstancia de las palabras mencionadas: pues en ellas se declara, que
los ministros propios de la Extremaunción son los presbíteros de la Iglesia: bajo
cuyo nombre no se deben entender en el texto mencionado los mayores en
edad, o los principales del pueblo; sino o los Obispos, o los sacerdotes
ordenados legítimamente por aquellos mediante la imposición de manos
correspondiente al sacerdocio. Se declara también, que debe administrarse a
los enfermos, principalmente a los de tanto peligro, que parezcan hallarse ya
en el fin de su vida; y de aquí es que se le da nombre de Sacramento de los que
están de partida. Mas si los enfermos convalecieron después de haber recibido
esta sagrada Unción, podrán otra vez ser socorridos con auxilio de este
Sacramento cuando llegaren a otro semejante peligro de su vida. Con estos
fundamentos no hay razón alguna para prestar atención a los que enseñan,
contra tan clara y evidente sentencia del Apóstol Santiago, que esta Unción es
o ficción de los hombres, o un rito recibido de los PP., pero que ni Dios lo ha
mandado, ni incluye en sí la promesa de conferir gracia: como ni para atender
a los que aseguran que ya ha cesado; dando a entender que sólo se debe
referir a la gracia de curar las enfermedades, que hubo en la primitiva Iglesia;
ni a los que dicen que el rito y uso observado por la santa Iglesia Romana en la
administración de este Sacramento, es opuesto a la sentencia del Apóstol
Santiago, y que por esta causa se debe mudar en otro rito; ni finalmente a los
que afirman pueden los fieles despreciar sin pecado este sacramento de la
Extremaunción; porque todas estas opiniones son evidentemente contrarias a
las palabras clarísimas de tan grande Apóstol. Y ciertamente ninguna otra cosa
observa la Iglesia Romana, madre y maestra de todas las demás, en la
administración de este Sacramento, respecto de cuanto contribuye a
completar su esencia, sino lo mismo que prescribió el bienaventurado
Santiago. Ni podría por cierto menospreciarse Sacramento tan grande sin
gravísimo pecado, e injuria del mismo Espíritu Santo.
Esto es lo que profesa y enseña este santo y ecuménico Concilio sobre los
sacramentos de Penitencia y Extremaunción, y lo que propone para que lo
crean, y retengan todos los fieles cristianos. Decreta también, que los
siguientes Cánones se deben observar inviolablemente, y condena y
excomulga para siempre a los que afirmen lo contrario.
CAN. VIII. Si alguno dijere, que la Confesión de todos los pecados, cual
la observa la Iglesia, es imposible, y tradición humana que las personas
piadosas deben abolir; o que todos y cada uno de los fieles cristianos de
uno y otro sexo no están obligados a ella una vez en el año, según la
constitución del concilio general de Letrán; y que por esta razón se ha
de persuadir a todos los fieles cristianos, que no se confiesen en tiempo
de Cuaresma; sea excomulgado.
CAN. X. Si alguno dijere, que los sacerdotes que están en pecado mortal
no tienen potestad de atar y desatar; o que no sólo los sacerdotes son
ministros de la absolución, sino que indiferentemente se dijo a todos y
a cada uno de los fieles: Todo lo que atáreis en la tierra, quedará
también atado en el cielo; y todo lo que desatáreis en la tierra, también
se desatará en el cielo; así como: Los pecados de aquellos que hayáis
perdonado, les quedan perdonados; y quedan ligados los de aquellos
que no perdonáreis: en virtud de las cuales palabras cualquiera pueda
absolver los pecados, los públicos, sólo por corrección, si el reprendido
consintiere, y los secretos por la confesión voluntaria; sea excomulgado.
CAN. XII. Si alguno dijere, que Dios perdona siempre toda la pena al
mismo tiempo que la culpa, y que la satisfacción de los penitentes no es
más que la fe con que aprehenden que Jesucristo tiene satisfecho por
ellos; sea excomulgado.
CAN. XIV. Si alguno dijere, que las satisfacciones con que, mediante la
gracia de Jesucristo, redimen los penitentes sus pecados, no son culto
de Dios, sino tradiciones humanas, que obscurecen la doctrina de la
gracia, el verdadero culto de Dios, y aun el beneficio de la muerte de
Cristo; sea excomulgado.
CAN. XV. Si alguno dijere, que las llaves se dieron a la Iglesia sólo para
desatar, y no para ligar; y por consiguiente que los sacerdotes que
imponen penitencias a los que se confiesan, obran contra el fin de las
llaves, y contra la institución de Jesucristo: y que es ficción que las más
veces quede pena temporal que perdonar en virtud de las llaves, cuando
ya queda perdonada la pena eterna; sea excomulgado.
La comunión sacramental
Enseña en fin el santo Concilio, que los párvulos que no han llegado al uso de
la razón, no tienen obligación alguna de recibir el sacramento de la Eucaristía:
pues reengendrados por el agua del Bautismo, e incorporados con Cristo, no
pueden perder en aquella edad la gracia de hijos de Dios que ya lograron. Ni
por esto se ha de condenar la antigüedad, si observó esta costumbre en
algunos tiempos y lugares; porque así como aquellos Padres santísimos
tuvieron causas racionales, atendidas las circunstancias de su tiempo, para
proceder de este modo; debemos igualmente tener por cierto e indisputable,
que lo hicieron sin que lo creyesen necesario para conseguir la salvación.
CÁNONES de la comunión en ambas
especies y de la de párvulos
Can. I. Si alguno dijere, que todos y cada uno de los fieles cristianos están
obligados por precepto divino, o de necesidad para conseguir la
salvación, a recibir una y otra especie del santísimo sacramento de la
Eucaristía; sea excomulgado.
Can. II. Si alguno dijere, que no tuvo la santa Iglesia católica causas ni
razones justas para dar la comunión sólo en la especie de pan a los legos,
así como a los clérigos que no celebran; o que erró en esto; sea
excomulgado.
Can. III. Si alguno negare, que Cristo, fuente y autor de todas las gracias,
se recibe todo entero bajo la sola especie de pan, dando por razón,
como falsamente afirman algunos, que no se recibe, según lo estableció
el mismo Jesucristo, en las dos especies; sea excomulgado.
El mismo santo Concilio reserva para otro tiempo, y será cuando se le presente
la primera ocasión, el examen y definición de los dos artículos ya propuestos,
pero que aún no se han ventilado; es a saber: Si las razones que indujeron a la
santa Iglesia católica a dar la comunión en una sola especie a lo legos, así como
a los sacerdotes que no celebran, deben de tal modo subsistir, que por motivo
ninguno se permita a nadie el uso del cáliz; y también: Si en caso de que
parezca deberse conceder a alguna nación o reino el uso del cáliz por razones
prudentes, y conformes a la caridad cristiana, se le haya de conceder bajo
algunas condiciones, y cuáles sean estas.
EL SACRIFICIO EUCARÍSTICO
Por cuanto bajo el antiguo Testamento, como testifica el Apóstol san Pablo, no
había consumación (o perfecta santidad), a causa de la debilidad del
sacerdocio de Leví; fue conveniente, disponiéndolo así Dios, Padre de
misericordias, que naciese otro sacerdote según el orden de Melquisedech, es
a saber, nuestro Señor Jesucristo, que pudiese completar, y llevar a la
perfección cuantas personas habían de ser santificadas. El mismo Dios, pues,
y Señor nuestro, aunque se había de ofrecer a sí mismo a Dios Padre, una vez,
por medio de la muerte en el ara de la cruz, para obrar desde ella la redención
eterna; con todo, como su sacerdocio no había de acabarse con su muerte;
para dejar en la última cena de la noche misma en que era entregado, a su
amada esposa la Iglesia un sacrificio visible, según requiere la condición de los
hombres, en el que se representase el sacrificio cruento que por una vez se
había de hacer en la cruz, y permaneciese su memoria hasta el fin del mundo,
y se aplicase su saludable virtud a la remisión de los pecados que
cotidianamente cometemos; al mismo tiempo que se declaró sacerdote según
el orden de Melchisedech, constituido para toda la eternidad, ofreció a Dios
Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y vino, y lo dio a sus
Apóstoles, a quienes entonces constituía sacerdotes del nuevo Testamento,
para que lo recibiesen bajo los signos de aquellas mismas cosas, mandándoles,
e igualmente a sus sucesores en el sacerdocio, que lo ofreciesen, por estas
palabras: Haced esto en memoria mía; como siempre lo ha entendido y
enseñado la Iglesia católica. Porque habiendo celebrado la antigua pascua, que
la muchedumbre de los hijos de Israel sacrificaba en memoria de su salida de
Egipto; se instituyó a sí mismo nueva pascua para ser sacrificado bajo signos
visibles a nombre de la Iglesia por el ministerio de los sacerdotes, en memoria
de su tránsito de este mundo al Padre, cuando derramando su sangre nos
redimió, nos sacó del poder de las tinieblas y nos transfirió a su reino. Y esta
es, por cierto, aquella oblación pura, que no se puede manchar por indignos y
malos que sean los que la hacen; la misma que predijo Dios por Malachías, que
se había de ofrecer limpia en todo lugar a su nombre, que había de ser grande
entre todas las gentes; y la misma que significa sin obscuridad el Apóstol san
Pablo, cuando dice escribiendo a los Corintios: Que no pueden ser partícipes
de la mesa del Señor, los que están manchados con la participación de la mesa
de los demonios; entendiendo en una y otra parte por la mesa del altar. Esta
es finalmente aquella que se figuraba en varias semejanzas de los sacrificios
en los tiempos de la ley natural y de la escrita; pues incluye todos los bienes
que aquellos significaban, como consumación y perfección de todos ellos.
Quisiera por cierto el sacrosanto Concilio que todos los fieles que asistiesen a
las Misas comulgasen en ellas, no sólo espiritualmente, sino recibiendo
también sacramentalmente la Eucaristía; para que de este modo les resultase
fruto más copioso de este santísimo sacrificio. No obstante, aunque no
siempre se haga esto, no por eso condena como privadas e ilícitas las Misas en
que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente, sino que por el contrario las
aprueba, y las recomienda; pues aquellas Misas se deben también tener con
toda verdad por comunes de todos; parte porque el pueblo comulga
espiritualmente en ellas, y parte porque se celebran por un ministro público
de la Iglesia, no sólo por sí, sino por todos los fieles, que son miembros del
cuerpo de Cristo.
Aunque la Misa incluya mucha instrucción para el pueblo fiel; sin embargo no
ha parecido conveniente a los Padres que se celebre en todas partes en lengua
vulgar. Con este motivo manda el santo Concilio a los Pastores, y a todos los
que tienen cura de almas, que conservando en todas partes el rito antiguo de
cada iglesia, aprobado por la santa Iglesia Romana, madre y maestra de todas
las iglesias, con el fin de que las ovejas de Cristo no padezcan hambre, o los
párvulos pidan pan, y no haya quien se lo parta; expongan frecuentemente, o
por sí, o por otros, algún punto de los que se leen en la Misa, en el tiempo en
que esta se celebra, y entre los demás declaren, especialmente en los
domingos y días de fiesta, algún misterio de este santísimo sacrificio.
CAP. IX.- INTRODUCCIÓN A LOS SIGUIENTES CÁNONES.
Por cuanto se han esparcido con este tiempo muchos errores contra estas
verdades de fe, fundadas en el sacrosanto Evangelio, en las tradiciones de los
Apóstoles, y en la doctrina de los santos Padres; y muchos enseñan y disputan
muchas cosas diferentes; el sacrosanto Concilio, después de graves y repetidas
ventilaciones, tenidas con madurez, sobre estas materias; ha determinado por
consentimiento unánime de todos los Padres, condenar y desterrar de la santa
Iglesia por medio de los Cánones siguientes todos los errores que se oponen a
esta purísima fe, y sagrada doctrina.
Can. VIII. Si alguno dijere, que las Misas en que sólo el sacerdote
comulga sacramentalmente son ilícitas, y que por esta causa se deben
abrogar; sea excomulgado.
El sacrificio y el sacerdocio van de tal modo unidos por disposición divina, que
siempre ha habido uno y otro en toda ley. Habiendo pues recibido la Iglesia
católica, por institución del Señor, en el nuevo Testamento, el santo y visible
sacrificio de la Eucaristía; es necesario confesar también, que hay en la Iglesia
un sacerdocio nuevo, visible y externo, en que se mudó el antiguo. Y que el
nuevo haya sido instituido por el mismo Señor y Salvador, y que el mismo
Cristo haya también dado a los Apóstoles y sus sucesores en el sacerdocio la
potestad de consagrar, ofrecer y administrar su cuerpo y sangre, así como la
de perdonar y retener los pecados; lo demuestran las sagradas letras, y
siempre lo ha enseñado la tradición de la Iglesia católica.
Siendo el ministerio de tan santo sacerdocio una cosa divina, fue congruente
para que se pudiese ejercer con mayor dignidad y veneración, que en la
constitución arreglada y perfecta de la Iglesia, hubiese muchas y diversas
graduaciones de ministros, quienes sirviesen por oficios al sacerdocio,
distribuidos de manera que los que estuviesen distinguidos con la tonsura
clerical, fuesen ascendiendo de las menores órdenes a las mayores; pues no
sólo menciona la sagrada Escritura claramente los sacerdotes, sino también los
diáconos; enseñando con gravísimas palabras qué cosas en especial se han de
tener presentes para ordenarlos: y desde el mismo principio de la Iglesia se
conoce que estuvieron en uso, aunque no en igual graduación, los nombres de
las órdenes siguientes, y los ministerios peculiares de cada una de ellas; es a
saber, del subdiácono, acólito, exorcista, lector y ostiario o portero; pues los
Padres y sagrados concilios numeran el subdiaconado entre las órdenes
mayores, y hallamos también en ellos con suma frecuencia la mención de las
otras inferiores.
Can. II. Si alguno dijere, que no hay en la Iglesia católica, además del
sacerdocio, otras órdenes mayores, y menores, por las cuales, como por
ciertos grados, se ascienda al sacerdocio; sea excomulgado.
Can. VII. Si alguno dijere, que los Obispos no son superiores a los
presbíteros; o que no tienen potestad de confirmar y ordenar; o que la
que tienen es común a los presbíteros; o que las órdenes que confieren
sin consentimiento o llamamiento del pueblo o potestad secular, son
nulas; o que los que no han sido debidamente ordenados, ni enviados
por potestad eclesiástica, ni canónica, sino que vienen de otra parte, son
ministros legítimos de la predicación y Sacramentos; sea excomulgado.
Can. VIII. Si alguno dijere, que los Obispos que son elevados a la dignidad
episcopal por autoridad del Pontífice Romano, no son legítimos y
verdaderos Obispos, sino una ficción humana; sea excomulgado.
EL SACRAMENTO DEL
MATRIMONIO
Can. II. Si alguno dijere, que es lícito a los cristianos tener a un mismo
tiempo muchas mujeres, y que esto no está prohibido por ninguna ley
divina; sea excomulgado.
Can. VIII. Si alguno dijere, que yerra la Iglesia cuando decreta que se
puede hacer por muchas causas la separación del lecho, o de la
cohabitación entre los casados por tiempo determinado o
indeterminado; sea excomulgado.
Can. IX. Si alguno dijere, que los clérigos ordenados de mayores órdenes,
o los Regulares que han hecho profesión solemne de castidad, pueden
contraer Matrimonio; y que es válido el que hayan contraído, sin que les
obste la ley Eclesiástica, ni el voto; y que lo contrario no es más que
condenar el Matrimonio; y que pueden contraerlo todos los que
conocen que no tienen el don de la castidad, aunque la hayan prometido
por voto; sea excomulgado: pues es constante que Dios no lo rehusa a
los que debidamente le piden este don, ni tampoco permite que seamos
tentados más que lo que podemos.
Muchos son los que andan vagando y no tienen mansión fija, y como son de
perversas inclinaciones, desamparando la primera mujer, se casan en diversos
lugares con otra, y muchas veces con varias, viviendo la primera. Deseando el
santo Concilio poner remedio a este desorden, amonesta paternalmente a las
personas a quienes toca, que no admitan fácilmente al Matrimonio esta
especie de hombres vagos; y exhorta a los magistrados seculares a que los
sujeten con severidad; mandando además a los párrocos, que no concurran a
casarlos, si antes no hicieren exactas averiguaciones, y dando cuenta al
Ordinario obtengan su licencia para hacerlo.
Grave pecado es que los solteros tengan concubinas; pero es mucho más
grave, y cometido en notable desprecio de este grande sacramento del
Matrimonio, que los casados vivan también en este estado de condenación, y
se atrevan a mantenerlas y conservarlas algunas veces en su misma casa, y aun
con sus propias mujeres. Para ocurrir, pues, el santo Concilio con oportunos
remedios a tan grave mal; establece que se fulmine excomunión contra
semejantes concubinarios, así solteros como casados, de cualquier estado,
dignidad o condición que sean, siempre que después de amonestados por el
Ordinario aun de oficio, por tres veces, sobre esta culpa, no despidieren las
concubinas, y no se apartaren de su comunicación; sin que puedan ser
absueltos de la excomunión, hasta que efectivamente obedezcan a la
corrección que se les haya dado. Y si despreciando las censuras permanecieren
un año en el concubinato, proceda el Ordinario contra ellos severamente,
según la calidad de su delito. Las mujeres, o casadas o solteras, que vivan
públicamente con adúlteros, o concubinarios, si amonestadas por tres veces
no obedecieren, serán castigadas de oficio por los Ordinarios de los lugares,
con grave pena, según su culpa, aunque no haya parte que lo pida; y sean
desterradas del lugar, o de la diócesis, si así pareciere conveniente a los
mismos Ordinarios, invocando, si fuese menester, el brazo secular; quedando
en todo su vigor todas las demás penas fulminadas contra los adúlteros y
concubinarios.
CAP. IX.- NADA MAQUINEN CONTRA LA LIBERTAD DEL MATRIMONIO LOS
SEÑORES TEMPORALES, NI LOS MAGISTRADOS.
Manda el santo Concilio a todos los Obispos, y demás personas que tienen el
cargo y obligación de enseñar, que instruyan con exactitud a los fieles ante
todas cosas, sobre la intercesión e invocación de los santos, honor de las
reliquias, y uso legítimo de las imágenes, según la costumbre de la Iglesia
Católica y Apostólica, recibida desde los tiempos primitivos de la religión
cristiana, y según el consentimiento de los santos Padres, y los decretos de los
sagrados concilios; enseñándoles que los santos que reinan juntamente con
Cristo, ruegan a Dios por los hombres; que es bueno y útil invocarlos
humildemente, y recurrir a sus oraciones, intercesión, y auxilio para alcanzar
de Dios los beneficios por Jesucristo su hijo, nuestro Señor, que es sólo nuestro
redentor y salvador; y que piensan impíamente los que niegan que se deben
invocar los santos que gozan en el cielo de eterna felicidad; o los que afirman
que los santos no ruegan por los hombres; o que es idolatría invocarlos, para
que rueguen por nosotros, aun por cada uno en particular; o que repugna a la
palabra de Dios, y se opone al honor de Jesucristo, único mediador entre Dios
y los hombres; o que es necedad suplicar verbal o mentalmente a los que
reinan en el cielo.
Instruyan también a los fieles en que deben venerar los santos cuerpos de los
santos mártires, y de otros que viven con Cristo, que fueron miembros vivos
del mismo Cristo, y templos del Espíritu Santo, por quien han de resucitar a la
vida eterna para ser glorificados, y por los cuales concede Dios muchos
beneficios a los hombres; de suerte que deben ser absolutamente
condenados, como antiquísimamente los condenó, y ahora también los
condena la Iglesia, los que afirman que no se deben honrar, ni venerar las
reliquias de los santos; o que es en vano la adoración que estas y otros
monumentos sagrados reciben de los fieles; y que son inútiles las frecuentes
visitas a las capillas dedicadas a los santos con el fin de alcanzar su socorro.
Además de esto, declara que se deben tener y conservar, principalmente en
los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen madre de Dios, y de otros
santos, y que se les debe dar el correspondiente honor y veneración: no
porque se crea que hay en ellas divinidad, o virtud alguna por la que merezcan
el culto, o que se les deba pedir alguna cosa, o que se haya de poner la
confianza en las imágenes, como hacían en otros tiempos los gentiles, que
colocaban su esperanza en los ídolos; sino porque el honor que se da a las
imágenes, se refiere a los originales representados en ellas; de suerte, que
adoremos a Cristo por medio de las imágenes que besamos, y en cuya
presencia nos descubrimos y arrodillamos; y veneremos a los santos, cuya
semejanza tienen: todo lo cual es lo que se halla establecido en los decretos
de los concilios, y en especial en los del segundo Niceno contra los
impugnadores de las imágenes.
Enseñen con esmero los Obispos que por medio de las historias de nuestra
redención, expresadas en pinturas y otras copias, se instruye y confirma el
pueblo recordándole los artículos de la fe, y recapacitándole continuamente
en ellos: además que se saca mucho fruto de todas las sagradas imágenes, no
sólo porque recuerdan al pueblo los beneficios y dones que Cristo les ha
concedido, sino también porque se exponen a los ojos de los fieles los
saludables ejemplos de los santos, y los milagros que Dios ha obrado por ellos,
con el fin de que den gracias a Dios por ellos, y arreglen su vida y costumbres
a los ejemplos de los mismos santos; así como para que se exciten a adorar, y
amar a Dios, y practicar la piedad. Y si alguno enseñare, o sintiere lo contrario
a estos decretos, sea excomulgado. Mas si se hubieren introducido algunos
abusos en estas santas y saludables prácticas, desea ardientemente el santo
Concilio que se exterminen de todo punto; de suerte que no se coloquen
imágenes algunas de falsos dogmas, ni que den ocasión a los rudos de
peligrosos errores. Y si aconteciere que se expresen y figuren en alguna
ocasión historias y narraciones de la sagrada Escritura, por ser estas
convenientes a la instrucción de la ignorante plebe; enséñese al pueblo que
esto no es copiar la divinidad, como si fuera posible que se viese esta con ojos
corporales, o pudiese expresarse con colores o figuras. Destiérrese
absolutamente toda superstición en la invocación de los santos, en la
veneración de las reliquias, y en el sagrado uso de las imágenes; ahuyéntese
toda ganancia sórdida; evítese en fin toda torpeza; de manera que no se pinten
ni adornen las imágenes con hermosura escandaloa; ni abusen tampoco los
hombres de las fiestas de los santos, ni de la visita de las reliquias, para tener
convitonas, ni embriagueces: como si el lujo y lascivia fuese el culto con que
deban celebrar los días de fiesta en honor de los santos. Finalmente pongan
los Obispos tanto cuidado y diligencia en este punto, que nada se vea
desordenado, o puesto fuera de su lugar, y tumultuariamente, nada profano y
nada deshonesto; pues es tan propia de la casa de Dios la santidad. Y para que
se cumplan con mayor exactitud estas determinaciones, establece el santo
Concilio que a nadie sea lícito poner, ni procurar se ponga ninguna imagen
desusada y nueva en lugar ninguno, ni iglesia, aunque sea de cualquier modo
exenta, a no tener la aprobación del Obispo. Tampoco se han de admitir
nuevos milagros, ni adoptar nuevas reliquias, a no reconocerlas y aprobarlas
el mismo Obispo. Y este luego que se certifique en algún punto perteneciente
a ellas, consulte algunos teólogos y otras personas piadosas, y haga lo que
juzgare convenir a la verdad y piedad. En caso de deberse extirpar algún abuso,
que sea dudoso o de difícil resolución, o absolutamente ocurra alguna grave
dificultad sobre estas materias, aguarde el Obispo antes de resolver la
controversia, la sentencia del Metropolitano y de los Obispos comprovinciales
en concilio provincial; de suerte no obstante que no se decrete ninguna cosa
nueva o no usada en la Iglesia hasta el presente, sin consultar al Romano
Pontífice.
LAS INDULGENCIAS
LA MORTIFICACIÓN
REFORMAS AL CLERO
Deseando el santo Concilio que se ejerza con la mayor frecuencia que pueda
ser, en beneficio de la salvación de los fieles cristianos, el ministerio de la
predicación, que es el principal de los Obispos; y acomodando más
oportunamente a la práctica de los tiempos presentes los decretos que sobre
este punto publicó en el pontificado de Paulo III de feliz memoria; manda que
los Obispos por sí mismos, o si estuvieren legítimamente impedidos, por medio
de las personas que eligieren para el ministerio de la predicación, expliquen en
sus iglesias la sagrada Escritura, y la ley de Dios; debiendo hacer lo mismo en
las restantes iglesias por medio de sus párrocos, o estando estos impedidos,
por medio de otros, que el Obispo ha de deputar, tanto en la ciudad episcopal,
como en cualquiera otra parte de las diócesis que juzgare conveniente, a
expensas de los que están obligados o suele costearlas, a lo menos, en todos
los domingos y días solemnes; y en el tiempo de ayuno, cuaresma, y adviento
del Señor, en todos los días, o a lo menos en tres de cada semana, si así lo
tuvieren por conveniente; y en todas las demás ocasiones que juzgaren se
puede esto oportunamente practicar. Advierta también el Obispo con celo a
su pueblo, que todos los fieles tienen obligación de concurrir a su parroquia a
oír en ella la palabra de Dios, siempre que puedan cómodamente hacerlo. Mas
ningún sacerdote secular ni regular tenga la presunción de predicar, ni aun en
las iglesias de su religión contra la voluntad del Obispo. Cuidarán estos también
de que se enseñen con esmero a los niños, por las personas a quienes
pertenezca, en todas las parroquias, por lo menos en los domingos y otros días
de fiesta, los rudimentos de la fe o catecismo, y la obediencia que deben a Dios
y a sus padres; y si fuese necesario, obligarán aun con censuras eclesiásticas a
enseñarles; sin que obsten privilegios, ni costumbres. En lo demás puntos
manténganse en su vigor los decretos hechos en tiempo del mismo Paulo III
sobre el ministerio de la predicación.
Para que los fieles se presenten a recibir los Sacramentos con mayor
reverencia y devoción, manda el santo Concilio a todos los Obispos, que
expliquen según la capacidad de los que los reciben, la eficacia y uso de los
mismos Sacramentos, no sólo cuando los hayan de administrar por sí mismos
al pueblo, sino que también han de cuidar de que todos los párrocos observen
lo mismo con devoción y prudencia, haciendo dicha explicación aun en lengua
vulgar, si fuere menester, y cómodamente se pueda, según la forma que el
santo Concilio ha de prescribir respecto de todos los Sacramentos en su
catecismo; el que cuidarán los Obispos se traduzca fielmente a lengua vulgar,
y que todos los párrocos lo expliquen al pueblo; y además de esto, que en
todos los días festivos o solemnes expongan en lengua vulgar, en la misa
mayor, o mientras se celebran los divinos oficios, la divina Escritura, así como
otras máximas saludables; cuidando de enseñarles la ley de Dios, y de
estampar en todos los corazones estas verdades, omitiendo cuestiones
inútiles.
Los decretos que anteriormente estableció este mismo Concilio en tiempo del
sumo Pontífice Paulo III de feliz memoria, así como los recientes en el de
nuestro beatísimo Padre Pío IV sobre la diligencia que deben poner los
Ordinarios en la visita de los beneficios, aunque sean exentos; se han de
observar también en aquellas iglesias seculares, que se dicen ser de ninguna
diócesis; es a saber, que deba visitarlas, como delegado de la Sede Apostólica,
el Obispo cuya iglesia catedral esté más próxima, si consta esto; y a no constar,
el que fuere elegido la primera vez en el concilio provincial por el prelado de
aquel lugar; sin que obsten ningunos privilegios, ni costumbres, aunque sean
inmemoriales.
CAP. XI.- NADA DISMINUYAN DEL DERECHO DE LOS OBISPOS LOS TÍTULOS
HONORARIOS, O PRIVILEGIOS PARTICULARES.
Siendo notorio que los privilegios y exenciones que por varios títulos se
conceden a muchos, son al presente motivo de duda y confusión en la
jurisdicción de los Obispos, y dan a los exentos ocasión de relajarse en sus
costumbres; el santo Concilio decreta, que si alguna vez pareciere por justas,
graves y casi necesarias causas, condecorar a algunos con títulos honorarios
de Protonotarios, Acólitos, Condes Palatinos, Capellanes reales, u otros
distintivos semejantes en la curia Romana, o fuera de ella; así como recibir a
algunos que se ofrezcan al servicio de algún monasterio, o que de cualquiera
otro modo se dediquen a él, o a las Ordenes militares, o monasterios,
hospitales y colegios, bajo el nombre de sirvientes, o cualquiera otro título; se
ha de tener entendido, que nada se quita a los Ordinarios por estos privilegios,
en orden a que las personas a quienes se hayan concedido, o en adelante se
concedan, dejen de quedar absolutamente sujetas en todo a los mismos
Ordinarios, como delegados de la Sede Apostólica; y respecto de los
Capellanes reales, en términos conformes a la constitución de Inocencio III que
principia: Cum capella: exceptuando no obstante los que de presente sirven
en los lugares y milicias mencionadas, habitan dentro de su recinto y casas, y
viven bajo su obediencia; así como los que hayan profesado legítimamente
según la regla de las mismas milicias; lo que deberá constar al mismo
Ordinario: sin que obsten ningunos privilegios, ni aun los de la religión de san
Juan de Malta, ni de otras Ordenes militares. Los privilegios empero, que según
costumbre competen en fuerza de la constitución Eugeniana a los que residen
en la curia Romana, o son familiares de los Cardenales, no se entiendan de
ningún modo respecto de los que obtienen beneficios eclesiásticos en lo
perteneciente a los mismos beneficios, sino queden sujetos a la jurisdicción
del Ordinario, sin que obsten ningunas inhibiciones.
CAP. XII.- CUÁLES DEBAN SER LOS QUE SE PROMUEVAN A LAS DIGNIDADES
Y CANONICATOS DE LAS IGLESIAS CATEDRALES; Y QUÉ DEBAN HACER LOS
PROMOVIDOS.
Por cuanto la mayor parte de las iglesias catedrales son tan pobres y de tan
corta renta, que no corresponden de modo alguno a la dignidad episcopal, ni
bastan a la necesidad de las iglesias; examine el concilio provincial, y averigue
con diligencia, llamando las personas a quienes esto toca, qué iglesias será
acertado unir a las vecinas, por su estrechez y pobreza, o aumentarlas con
nuevas rentas; y envie los informes tomados sobre estos puntos al sumo
Pontífice Romano, para que instruido de ellos su Santidad, o una según su
prudencia y según juzgare conveniente, las iglesias pobres entre sí, o las
aumente con alguna agregación de frutos. Mas entre tanto que llegan a tener
efecto estas disposiciones, podrá remediar el sumo Pontífice a estos Obispos,
que por la pobreza de su diócesis necesitan socorro, con los frutos de algunos
beneficios, con tal que estos no sean curados, ni dignidades, o canonicatos, ni
prebendas, ni monasterios, en que esté en su vigor la observancia regular, o
estén sujetos a capítulos generales, y a determinados visitadores. Asimismo en
las iglesias parroquiales, cuyos frutos son igualmente tan cortos, que no
pueden cubrir las cargas de obligación; cuidará el Obispo, a no poder
remediarlas mediante la unión de beneficios que no sean regulares, de que se
les aplique o por asignación de las primicias o diezmos, o por contribución o
colectas de los feligreses, o por el modo que le pareciere más conveniente,
aquella porción que decentemente baste a la necesidad del cura y de la
parroquia. Mas en todas las uniones que se hayan de hacer por las causas
mencionadas, o por otras, no se unan iglesias parroquiales a monasterios,
cualesquiera que sean, ni a abadías, o dignidades, o prebendas de iglesia
catedral o colegiata, ni a otros beneficios simples u hospitales, ni milicias: y las
que así estuvieren unidas, examínense de nuevo por los Ordinarios, según lo
decretado antes en este mismo Concilio en tiempo de Paulo III de feliz
memoria; debiendo también observarse lo mismo respecto de todas las que
se han unido después de aquel tiempo, sin que obsten en esto fórmulas
ningunas de palabras, que se han de tener por expresadas suficientemente
para su revocación en este decreto. Además de esto, no se grave en adelante
con ningunas pensiones, o reservas de frutos, ninguna de las iglesias
catedrales, cuyas rentas no excedan la suma de mil ducados, ni las de las
parroquiales que no suban de cien ducados, según su efectivo valor anual. En
aquellas ciudades también, y en aquellos lugares en que las parroquias no
tienen límites determinados, ni sus curas pueblo peculiar que gobernar, sino
que promiscuamente administran los Sacramentos a los que los piden; manda
el santo Concilio a todos los Obispos, que para asegurarse más bien de la
salvación de las almas que les están encomendadas, dividan el pueblo en
parroquias determinadas y propias, y asignen a cada una su párroco perpetuo
y particular que pueda conocerlas, y de cuya sola mano les sea permitido
recibir los Sacramentos; o den sobre esto otra providencia más útil, según lo
pidiere la calidad del lugar. Cuiden también de poner esto mismo en ejecución,
cuanto más pronto puedan, en aquellas ciudades y lugares donde no hay
parroquia alguna; sin que obsten privilegios ningunos, ni costumbres, aunque
sean inmemoriales.
CAP. XIV.- PROHÍBENSE LAS REBAJAS DE FRUTOS, QUE NO SE INVIERTEN EN
USOS PIADOSOS, CUANDO SE PROVEEN BENEFICIOS, O SE ADMITE A TOMAR
POSESIÓN DE ELLOS.
En las iglesias catedrales, y en las colegiatas insignes, donde las prebendas son
muchas, y por consecuencia tan cortas, así como las distribuciones cotidianas,
que no alcancen a mantener según la calidad del lugar y personas, la decente
graduación de los canónigos, puedan unir a ellas los Obispos, con
consentimiento del cabildo, algunos beneficios simples, con tal que no sean
regulares; o en caso de que no haya lugar de tomar esta providencia, puedan
reducirlas a menor número, suprimiendo algunas de ellas, con consentimiento
de los patronos, si son de derecho de patronato de legos; aplicando sus frutos
y rentas a la masa de las distribuciones cotidianas de las prebendas restantes;
pero de tal suerte, que se conserven las suficientes para celebrar con
comodidad los divinos oficios, de modo correspondiente a la dignidad de la
iglesia; sin que obsten contra esto ningunas constituciones, ni privilegios, ni
reserva alguna, general ni especial, así como ninguna afección; y sin que
puedan anularse, o impedirse las uniones, o suspensiones mencionads por
ninguna provisión, ni aun en fuerza de resignación, ni por otras ningunas
derogaciones ni suspensiones.
El santo Concilio concede que puedan poseer en adelante bienes raíces todos
los monasterios y casas así de hombres como de mujeres, e igualmente de los
mendicantes, a excepción de las casas de religiosos Capuchinos de san
Francisco, y de los que se llaman Menores observantes; aun aquellos a quienes
o estaba prohibido por sus constituciones, o no les estaba concedido por
privilegio Apostólico. Y si algunos de los referidos lugares se hallasen
despojados de semejantes bienes, que lícitamente poseían con permiso de la
autoridad Apostólica; decreta que todos se les deben restituir. Mas en los
monasterios y casas mencionadas de hombres y de mujeres, que posean o no
posean bienes raíces, sólo se ha de establecer, y mantener en adelante aquel
número de personas que se pueda sustentar cómodamente con las rentas
propias de los monasterios, o con las limosnas que se acostumbra recibir; ni
en adelante se han de fundar semejantes casas, a no obtener antes la licencia
del Obispo, en cuya diócesis se han de fundar.
Todos los monasterios que no están sujetos a los capítulos generales, o a los
Obispos, ni tienen visitadores regulares ordinarios, sino que han tenido
costumbre de ser gobernados bajo la inmediata protección y dirección de la
Sede Apostólica; estén obligados a juntarse en congregaciones dentro de un
año contado desde el fin del presente Concilio, y después de tres en tres años,
según lo establece la constitución de Inocencio III en el concilio general, que
principia: In singulis; y a deputar en ellas algunas personas regulares, que
examinen y establezcan el método y orden de formar dichas congregaciones,
y de poner en práctica los estatutos que se hagan en ellas. Si fuesen
negligentes en esto, pueda el Metropolitano en cuya provincia estén los
expresados monasterios, convocarlos, como delegado de la Sede Apostólica,
por las causas mencionadas. Y si el número que hubiere de tales monasterios
dentro de los términos de una provincia, no fuere suficiente para componer
congregación; puedan formar una los monasterios de dos o tres provincias. Y
ya establecidas estas congregaciones, gocen sus capítulos generales, y los
superiores elegidos por estos o los visitadores, la misma autoridad sobre los
monasterios de su congregación y los regulares que viven en ellos, que la que
tienen los otros superiores, y visitadores de todas las demás religiones;
teniendo obligación de visitar con frecuencia los monasterios de su
congregación, de dedicarse a su reforma, y de observar lo que mandan los
decretos de los sagrados cánones, y de este sacrosanto Concilio. Y si, aun
instándoles los Metropolitanos a la observancia, no cuidaren de ejecutar lo
que acaba de exponerse; queden sujetos a los Obispos en cuyas diócesis
estuvieren los monasterios expresados, como a delegados de la Sede
Apostólica.
Gobiernen los Obispos, como delegados de la Sede Apostólica, sin que pueda
obstarles impedimento alguno, los monasterios de monjas inmediatamente
sujetos a dicha santa Sede, aunque se distingan con el nombre de cabildo de
san Pedro o san Juan, o con cualquiera otro. Mas los que están gobernados por
personas deputadas en los capítulos generales, o por otros regulares, queden
al cuidado y custodia de los mismos.
CAP. XII.- OBSERVEN AUN LOS REGULARES LAS CENSURAS DE LOS OBISPOS,
Y LOS DÍAS DE FIESTA MANDADOS EN LA DIÓCESIS.
El regular no sujeto al Obispo, que vive dentro de los claustros del monasterio,
y fuera de ellos delinquiere tan públicamente, que cause escándalo al pueblo;
sea castigado severamente a instancia del Obispo, dentro del término que este
señalare, por su superior, quien certificará al Obispo del castigo que le haya
impuesto; y a no hacerlo así, prívele su superior del empleo, y pueda el Obispo
castigar al delincuente.
Tampoco tenga valor renuncia u obligación ninguna hecha antes de los dos
meses inmediatos a la profesión, aunque se haga con juramento, o a favor de
cualquier causa piadosa, a no hacerse con licencia del Obispo, o de su vicario;
y entiéndase que no ha de tener efecto la renuncia, sino verificándose
precisamente la profesión. La que se hiciere en otros términos, aunque sea con
expresa renuncia de este favor, y aunque sea jurada, sea írrita y de ningún
efecto. Acabado el tiempo del noviciado, admitan los superiores a la profesión
los novicios que hallaren aptos, o expélanlos del monasterio. Mas no por esto
pretende el santo Concilio innovar cosa alguna en la religión de los clérigos de
la Compañía de Jesús, ni prohibir que puedan servir a Dios y a la Iglesia según
su piadoso instituto, aprobado por la santa Sede Apostólica. Además de esto,
tampoco den los padres o parientes, o curadores del novicio o novicia, por
ningún pretexto, cosa alguna de los bienes de estos al monasterio, a excepción
del alimento y vestido por el tiempo que esté en el noviciado; no sea que se
vean precisados a no salir, por tener ya o poseer el monasterio toda, o la mayor
parte de su caudal, y no poder fácilmente recobrarlo si salieren. Por el
contrario manda el santo Concilio, so pena de excomunión, a los que dan y a
los que reciben, que por ningún motivo se proceda así; y que se devuelva a los
que se fueren antes de la profesión todo lo que era suyo. Y para que esto se
ejecute con exactitud, obligue a ello el Obispo, si fuere necesario, aun por
censuras eclesiásticas.
Los abades, que son los superiores de sus órdenes, y todos los demás
superiores de las religiones mencionadas que no están sujetos a los Obispos, y
tienen jurisdicción legítima sobre otros monasterios inferiores y prioratos,
visiten de oficio a aquellos mismos monasterios y prioratos que les están
sujetos, cada uno en su lugar y por orden, aunque sean encomiendas. Y
constando que estén sujetos a los generales de sus órdenes; declara el santo
Concilio, que no están comprendidos en las resoluciones que en otra ocasión
tomó sobre la visita de los monasterios que son encomiendas: y estén
obligadas todas las personas que mandan en los monasterios de las órdenes
mencionadas a recibir los referidos visitadores, y poner en ejecución lo que
ordenaren. Visítense también los monasterios que son cabeza de las órdenes,
según las constituciones de la Sede Apostólica y de cada religión. Y en tanto
que duraren semejantes encomiendas, establézcanse en ellas por los capítulos
generales, o los visitadores de las mismas órdenes, priores claustrales, o en los
prioratos que tienen comunidad, subpriores que ejerzan la autoridad de
corregir y el gobierno espiritual. En todo lo demás queden firmes y en toda su
integridad los privilegios de las mencionadas religiones, así como las facultades
que conciernes a sus personas, lugares y derechos.
El santo Concilio manda que se observen todos y cada uno de los artículos
contenidos en los decretos aquí mencionados, en todos los conventos,
monasterios, colegios y casas de cualesquier monjes y regulares, así como en
las de todas las monjas, viudas o vírgenes, aunque vivan estas bajo el gobierno
de las órdenes militares, aunque sea de la de Malta, con cualquier nombre que
tengan, bajo cualquier regla, o constituciones que sea, y bajo la custodia, o
gobierno, o cualquiera sujeción, o anejamiento, o dependencia de cualquier
orden, sea o no mendicante, o de otros monjes regulares, o canónigos,
cualesquiera que sean; sin que obsten ningunos de los privilegios de todos en
común, ni de alguno en particular, bajo de cualquier fórmula, y palabras con
que estén concebidos, y llamados mare magnum, aun los obtenidos en la
fundación; como ni tampoco las constituciones y reglas, aunque sean juradas,
ni costumbres, ni prescripciones, aunque sean inmemoriales. Si hay no
obstante algunos regulares, hombres o mujeres, que vivan en regla o estatutos
más estrechos, no pretende el santo Concilio apartarlos de su instituto, ni
observancia; exceptuando sólo el punto de que puedan libremente tener en
común bienes estables. Y por cuanto desea el santo Concilio que se pongan
cuanto antes en ejecución todos y cada uno de estos decretos, manda a todos
los Obispos que ejecuten inmediatamente lo referido en los monasterios que
les están sujetos, y en todos los demás que en especial se les cometen en los
decretos arriba expuestos; así como a todos los abades y generales, y otros
superiores de las órdenes mencionadas. Y si se dejare de poner en ejecución
alguna cosa de las mandadas, suplan y corrijan los concilios provinciales la
negligencia de los Obispos. Den también el debido cumplimiento a ello los
capítulos provinciales y generales de los regulares, y en defecto de los
capítulos generales, los concilios provinciales, valiéndose de deputar algunas
personas de la misma orden. Exhorta también el santo Concilio a todos los
Reyes, Príncipes, Repúblicas y Magistrados, y les manda en virtud de santa
obediencia, que condesciendan en prestar su auxilio y autoridad siempre que
fueren requeridos, a los mencionados Obispos, a los abades y generales, y
demás superiores para la ejecución de la reforma contenida en lo que queda
dicho, y el debido cumplimiento, a gloria de Dios omnipotente, y sin ningún
obstáculo, de cuanto se ha ordenado.
BULA DE CONFIRMACIÓN DEL
CONCILIO DE TRENTO
PIVS PP. IV
Pio Obispo, siervo de los siervos de Dios: para perpetua memoria. Bendito
Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias, y Dios de todo
consuelo; pues habiéndose dignado volver los ojos a su santa Iglesia, afligida y
maltratada con tantos huracanes, tormentas, y gravísimos trabajos como se le
aumentaban de día en día, la ha socorrido en fin con el remedio oportuno y
deseado. El Concilio ecuménico, y general indicado mucho tiempo hace para
la ciudad de Trento por nuestro predecesor Paulo III, de piadosa memoria, con
el fin de extirpar tantas perniciosísimas herejías, enmendar las costumbres,
restablecer la disciplina eclesiástica, y procurar la paz y concordia del pueblo
cristiano, se principió en aquella ciudad, y se celebraron algunas Sesiones: y
restablecido segunda vez en la misma Trento por su sucesor Julio, ni aun
entonces se pudo finalizar, por varios impedimentos y dificultades que
ocurrieron, después de haberse celebrado otras Sesiones. Se interrumpió en
consecuencia por mucho tiempo, no sin gravísima tristeza de todas las
personas piadosas; pues la Iglesia incesantemente imploraba con mayor
vehemencia este remedio. Nos empero, luego que tomamos el gobierno de la
Sede Apostólica, emprendimos, como pedía nuestra pastoral solicitud, dar la
última perfección, confiados en la divina misericordia, a una obra tan necesaria
y saludable, ayudados de los piadosos conatos de nuestro carísimo en Cristo
hijo Ferdinando, electo Emperador de Romanos, y de otros reinos, repúblicas
y príncipes cristianos; y al fin hemos conseguido lo que ni de día ni de noche
hemos dejado de procurar con nuestro trabajo y diligencia, ni de pedir
incesantemente en nuestras oraciones al Padre de las luces. Pues habiendo
concurrido en aquella ciudad de todas partes y naciones cristianas,
convocados por nuestras letras, y movidos también por su propia piedad,
muchos Obispos y otros insignes Prelados en número correspondiente a un
concilio general, además de otras muchísimas personas piadosas,
sobresalientes en sagradas letras, y en el conocimiento del derecho divino y
humano, siendo Presidente del mismo Concilio los Legados de la Sede
Apostólica, y condescendiendo Nos con tanto gusto a los deseos del Concilio,
que voluntariamente permitimos en Bulas dirigidas a nuestros Legados, que
fuese libre al mismo aun tratar de las cosas peculiarmente reservadas a la Sede
Apostólica; se han ventilado con suma libertad, y diligencia, y se han definido,
explicado, y establecido con toda la exactitud y madurez posible, por el
sacrosanto Concilio, todos los puntos que quedaban que tratar, definir y
establecer sobre los Sacramentos, y otras materias que se juzgaron necesarias
para confutar las herejías, desarraigar los abusos, y corregir las costumbres.
Ejecutado todo esto, se ha dado fin al Concilio, con tan buena armonía de los
asistentes, que evidentemente ha parecido que su acuerdo y uniformidad ha
sido obra de Dios, y suceso en extremo maravilloso a nuestros ojos, y a los de
todos los demás: por cuyo beneficio tan singular y divino publicamos
inmediatamente rogativas en esta santa ciudad, que se celebraron con gran
piedad del clero y pueblo, y procuramos que se diesen las debidas gracias, y
alabanzas a la Majestad divina, por habernos dado el mencionado éxito del
Concilio grandes y casi ciertas esperanzas de que resultarán de día en día
mayores frutos a la Iglesia de sus decretos y constituciones. Y habiendo el
mismo santo Concilio, por su propio respeto a la Sede Apostólica, insistiendo
también en los ejemplos de los antiguos concilios, pedídonos por un decreto
hecho en pública Sesión sobre este punto, la confirmación de todos sus
decretos publicados en nuestro tiempo, y en el de nuestros predecesores; Nos,
informados de la petición del mismo Concilio, primeramente por las cartas de
los Legados, y después por la relación exacta que, habiendo estos venido nos
hicieron a nombre del Concilio, habiendo deliberado maduramente sobre la
materia con nuestros venerables hermanos los Cardenales de la santa Iglesia
Romana, e invocado ante todas cosas el auxilio del Espíritu Santo; con
conocimiento de que todos aquellos decretos son católicos, útiles, y saludables
al pueblo cristiano; hoy mismo, con el consejo y dictamen de los mismos
Cardenales, nuestros hermanos, en nuestro consistorio secreto, a honra y
gloria de Dios omnipotente, confirmamos con nuestra autoridad Apostólica
todos, y cada uno de los decretos; y hemos determinado que todos los fieles
cristianos los reciban, y observen; así como para más clara noticia de todos, los
confirmamos también por el tenor de las presentes letras, y decretamos que
se reciban y observen. Mandamos, pues, en virtud de santa obediencia, y so
las penas establecidas en los sagrados cánones, y otras más graves, hasta la de
privación, que se han de imponer a nuestra voluntad, a todos en general, y a
cada uno en particular de nuestros venerables hermanos los Patriarcas,
Arzobispos, Obispos, y a otros cualesquiera prelados de la Iglesia, de cualquier
estado, graduación, orden, o dignidad que sean, aunque se distingan con el
honor de púrpura Cardenalicia, que observen exactamente en sus iglesias,
ciudades y diócesis los mismos decretos y estatutos, en juicio y fuera de él, y
que cada uno de ellos haga que sus súbditos, a quienes de algún modo
pertenecen, los observen inviolablemente; obligando a cualesquiera personas
que se opongan, y a los contumaces, con sentencias, censuras y penas
eclesiásticas, aun con las contenidas en los mismos decretos, sin respeto
alguno a su apelación; invocando también, si fuere necesario, el auxilio del
brazo secular. Amonestamos, pues, a nuestro carísimo hijo electo Emperador,
a los demás reyes, repúblicas, y príncipes cristianos, y les suplicamos por las
entrañas de misericordia de nuestro Señor Jesucristo, que con la piedad que
asistieron al Concilio por medio de sus Embajadores, con la misma, y con igual
anhelo favorezcan con su auxilio y protección, cuando fuese necesario, a los
prelados, a honra de Dios, salvación de sus pueblos, reverencia de la Sede
Apostólica, y del sagrado Concilio, para que se ejecuten y observen los
decretos del mismo; y no permitan que los pueblos de sus dominios adopten
opiniones contrarias a la sana y saludable doctrina del Concilio, sino que
absolutamente las prohiban. Además de esto, para evitar el trastorno y
confusión que se podría originar, si fuese lícito a cada uno publicar según su
capricho comentarios, e interpretaciones sobre los decretos del Concilio,
prohibimos con autoridad Apostólica a todas las personas, así eclesiásticas de
cualquier orden, condición, o graduación que sean, como las legas
condecoradas con cualquier honor o potestad; a los primeros, so pena del
entredicho de entrada en la iglesia, y a los demás, cualesquiera que fueren, so
pena de excomunión latae sententiae; que ninguno de ningún modo se atreva
a publicar sin nuestra licencia, comentarios ningunos, glosas, anotaciones,
escolios, ni absolutamente ningún otro género de exposición sobre los
decretos del mismo Concilio, ni establecer otra ninguna cosa bajo cualquier
nombre que sea, ni aun so color de mayor corroboración de los decretos, o de
su ejecución, ni de otro pretexto. Mas si pareciere a alguno que hay en ellos
algún punto enunciado, o establecido con mucha oscuridad, y que por esta
causa necesita de interpretación, o de alguna decisión; ascienda al lugar que
Dios ha elegido; es a saber, a la Sede Apostólica, maestra de todos los fieles, y
cuya autoridad reconoció con tanta veneración el mismo santo Concilio; pues
Nos, así como también lo decretó el santo Concilio, nos reservamos la
declaración, y decisión de las dificultades y controversias, si ocurriesen
algunas, nacidas de los mismos decretos; dispuestos, como el Concilio
justamente lo confió de Nos, a dar las providencias que nos parecieren más
convenientes a las necesidades de todas las provincias. Decretando no
obstante por írrito y nulo, si aconteciere que a sabiendas, o por ignorancia,
atentare alguno, de cualquiera autoridad que sea, lo contrario de lo que aquí
queda determinado. Y para que todas estas cosas lleguen a noticia de todos, y
ninguno pueda alegar ignorancia, queremos y mandamos, que estas nuestras
letras se lean públicamente, y en voz clara, por algunos cursores de nuestra
Curia, en la basílica Vaticana del Príncipe de los Apóstoles, y en la iglesia de
Letran, en el tiempo en que el pueblo asiste en ellas, a la misa mayor; y que
después de recitadas se fijen en las puertas de las mismas iglesias; así como
también en las de la cancelaría Apostólica, y en el sitio acostumbrado del
campo de Flora; y queden allí algún tiempo, de suerte que puedan leerse, y
llegar a noticia de todos. Y cuando se arranquen de estos sitios, queden
algunas copias en ellos, según costumbre, y se impriman en esta santa ciudad
de Roma, para que más fácilmente se puedan divulgar por las provincias y
reinos de la cristiandad. Además de esto, mandamos y decretamos que se de
cierta, e indubitable fe a las copias de estas nuestras letras, que estuvieren
escritas de mano de algún notario público, o firmadas, o refrendadas con el
sello, o firma de alguna persona constituida en dignidad eclesiástica. No sea,
pues, permitido absolutamente a persona alguna tener la audacia y temeridad
de quebrantar, ni contradecir esta nuestra bula de confirmación, aviso,
inhibición, reserva, voluntad, mandamientos y decretos. Y si alguno tuviere la
presunción de atentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios
omnipotente, y de sus Apóstoles los bienaventurados S. Pedro y S. Pablo.
Dado en Roma en S. Pedro, año de la Encarnación del Señor de 1563, a 26 de
enero, y quinto año de nuestro Pontificado.