Decretos y Cánones Del Sacrosanto Concilio de Trento

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DECRETOS Y CÁNONES

DEL
SACROSANTO
Y ECUMÉNICO

CONCILIO
DOGMÁTICO DE

TRENTO
CELEBRADO BAJO el pontificado de
LOS SUMOS PONTÍFICES
PABLO III, JULIO III Y PIO IV
DEL AÑO MDXLV AL AÑO MDLXIII
De nuestro señor Jesucristo
Concil. Trident. Sess. XXV in Acclam.

AL EXCELENTISIMO E ILUSTRISIMO SEÑOR DON FRANCISCO


ANTONIO LORENZANA, ARZOBISPO DE TOLEDO, PRIMADO DE
ESPAÑA, ETC.

EXCMO. SEÑOR.
La santidad, y certidumbre de las materias que definió el sacrosanto
Concilio de Trento, no dan lugar a que busque patrocinio, pues no lo
necesitan. Pero sí es debido que esta traducción se publique
autorizada con el nombre del Arzobispo de Toledo, Primado de
España, para que se aseguren los fieles de que esta es la doctrina
católica, este el pasto saludable, y este el tesoro que comunicó
Jesucristo a sus Apóstoles, y ha llegado intacto a manos de V. E. que
lo entregará a otros, para que lo conserven en su pureza hasta la
consumación de los siglos. Las virtudes Pastorales de V. E. y su anhelo
por mantener, y propagar la buena doctrina, me dan confianza de
que recibirá la traducción de este santo Concilio con el gusto que
practica sus decretos, y cuida de que los observen sus ovejas.
Excmo. e Illmo. Señor,
A. L. P. de V. E.
✠ D. Ignacio López de Ayala

*Esta edición ha omitido la totalidad de los decretos de la reforma, se ha centrado en


recopilar los decretos y cánones sobre materia de doctrina dogmática. Para leer la
totalidad de decretos y bulas visitar: http://www.conoze.com/doc.php?doc=5235
índice

Decretos y cánones sobre la


doctrina católica definidos
dogmáticamente por EL SACROSANTO Y
ECUMÉNICO CONCILIO TRIDENTINO
PRÓLOGO........................................................................................................................................ 5
Bula convocatoria del Concilio de Trento .................................................. 9
EL SÍMBOLO DE LA FE.............................................................................................................. 19
DECRETO SOBRE EL SÍMBOLO DE LA FE ............................................................................ 19
LAS SAGRADAS ESCRITURAS ............................................................................................... 20
DECRETO SOBRE Las ESCRITURAS canónicas ............................................................ 20
DECRETO SOBRE la edición y uso de las sagradas escrituras................... 21
EL PECADO ORIGINAL ............................................................................................................ 23
DECRETO SOBRE EL PECADO ORIGINAL .......................................................................... 23
CÁNONES SOBRE EL PECADO ORIGINAL .......................................................................... 23
LA JUSTIFICACIÓN .................................................................................................................... 26
DECRETO SOBRE LA JUSTIFICACIÓN ................................................................................. 26
CÁNONES SOBRE LA JUSTIFICACIÓN ................................................................................ 36
LOS SACRAMENTOS.................................................................................................................. 41
DECRETO SOBRE LOS SACRAMENTOS ............................................................................... 41
CÁNONES DE LOS SACRAMENTOS EN COMÚN ............................................................. 41
CÁNONES DEL SACRAMENTO DEL BAUTISMO ............................................................... 43
CÁNONES DEL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN ................................................ 45
EL SANTÍSIMO SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA..................................................... 46
DECRETO SOBRE EL SANTISIMO SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA ........................ 46
CÁNONES SOBRE EL SANTISIMO SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA........................ 51
LOS SACRAMENTOS DE LA PENITENCIA Y LA EXTREMAUNCIÓN ..................... 53
DOCTRINA SOBRE EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA ............................................ 53
DOCTRINA SOBRE EL SACRAMENTO DE LA EXTREMAUNCIÓN................................ 63
CÁNONES SOBRE EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA .............................................. 65
CÁNONES SOBRE EL SACRAMENTO DE LA EXTREMAUNCIÓN .................................. 68
La comunión sacramental ......................................................................................... 69
DOCTRINA de la comunión en ambas especies y de la de párvulos ....... 69
CÁNONES de la comunión en ambas especies y de la de párvulos .......... 72
EL SACRIFICIO EUCARÍSTICO............................................................................................... 73
DOCTRINA sobre el sacrificio de la misa ............................................................... 73
CÁNONES Del sacrificio de la misa ............................................................................ 77
Decreto sobre lo que se ha de observar y evitar en la celebración
de la Misa ................................................................................................................................. 78
EL SACRAMENTO DEL ORDEN ............................................................................................ 80
DOCTRINA DEL SACRAMENTO DEL ORDEN ................................................................... 80
CÁNONES DEL SACRAMENTO DEL ORDEN...................................................................... 82
EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO .............................................................................. 84
DOCTRINA SOBRE EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO ............................................ 84
CÁNONES DEL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO ......................................................... 85
DECRETO DE REFORMA SOBRE EL MATRIMONIO.......................................................... 87
EL PURGATORIO ....................................................................................................................... 93
DECRETO SOBRE EL PURGATORIO..................................................................................... 93
RELIQUIAS E IMÁGENES ......................................................................................................... 94
MANDATO SOBRE LA INVOCACIÓN, VENERACIÓN Y RELIQUIAS DE LOS SANTOS,
Y DE LAS SAGRADAS IMÁGENES .......................................................................................... 94
LAS INDULGENCIAS ................................................................................................................. 96
DECRETO SOBRE LAS INDULGENCIAS ............................................................................... 96
LA MORTIFICACIÓN ................................................................................................................ 97
EXHORTACIÓN SOBRE LA MORTIFICACIÓN................................................................... 97
ÍNDICE DE LOS LIBROS ........................................................................................................... 98
INSTRUCCIÓN SOBRE LOS LIBROS PROHIBIDOS ............................................................ 98
REFORMAS AL CLERO ............................................................................................................. 98
LOS CARDENALES Y OBISPOS ............................................................................................... 98
LOS RELIGIOSOS Y LAS MONJAS ........................................................................................ 118
BULA DE CONFIRMACIÓN DEL CONCILIO DE TRENTO ........................................ 131
PRÓLOGO
Aunque los eclesiásticos y seglares sabios puedan disfrutar plenamente la
doctrina del sagrado Concilio de Trento en el idioma latino en que se publicó,
es tan importante y necesaria su lectura a todos los fieles en general, tan
sencilla, y acomodada su explicación a la capacidad del pueblo, que no debe
extrañarse se comunique en lengua castellana a los que no tienen inteligencia
de la latina. El conocimiento de los dogmas, o verdades de fe, es necesario a
todos los cristianos; y en ningún concilio general se ha decidido mayor número
de verdades católicas sobre misterios de la primera importancia, cuales son los
que pertenecen a la justificación, al pecado original, al libre albedrío, a la
gracia, y a los Sacramentos en común y en particular. Como la divina
misericordia conduce los fieles por medio de estos a la vida eterna, y sus
verdades son prácticas; es necesario ponerlos con frecuencia en ejecución. De
aquí es que no sólo es conveniente este conocimiento a los eclesiásticos que
administran los Sacramentos, sino también a los fieles que los reciben. A los
legos pertenece igualmente la instrucción en muchos puntos de disciplina que
estableció este sagrado Concilio. Y esta es la razón porque él mismo mandó
formar su Catecismo, y ordenó que algunos de sus decretos se leyesen
repetidas veces al pueblo cristiano.
Ninguno de cuantos se glorían con este nombre tiene mayor derecho que los
Españoles para aprovecharse de la doctrina, y saludables máximas de aquel
congreso sacrosanto. Estas son las mismas verdades, cuya decisión
promovieron y ampararon sus Monarcas; estos los puntos que ventilaron,
probaron y defendieron sus Teólogos; y estos los dogmas y disciplina que
decidieron y decretaron sus Prelados. Ningunos Obispos más celosos ni
desinteresados que los Españoles en promover la gloria de Dios, la santidad de
las costumbres, y la pureza de la religión, fueron los más prontos en asistir,
aunque eran los más distantes; y a pesar de los grandes obstáculos que les
opusieron, fueron los más firmes en continur esta obra grande, de que
esperaban volviese al seno de la Iglesia la Alemania, confundida y despedazada
con execrables errores.
Durará sin duda con la Iglesia la memoria de su celo; y resonarán con los
nombres de Don Fray Bartolomé de los Mártires, de Don Pedro Guerrero, del
Cardenal Pacheco, de Don Martín de Ayala, de Don Diego de Alava, y de otros
muchos españoles, los tiernos y vehementes clamores con que pidieron la
reforma de costumbres, anhelando por ver renacer aquellos primitivos y
felices días en que florecieron a competencia el celo y desinterés de los
eclesiásticos, y el candor, pureza y sumisión de los seglares. ¿Cuánto no
ayudaron con sus luces los sabios españoles Domingo y Pedro de Soto,
Carranza, Vega, Castro, Carvajal, Lainez, Salmerón, Villalpando, Covarrubias,
Menchaca, Montano y Fuentidueñas? Los puntos más importantes se
cometieron a su examen, y contribuyendo con su talento y sabiduría a la
defensa de la fe católica, y al lustre inmortal de la nación española,
correspondieron ampliamente al honor con que los distinguió el santo
Concilio, y a la expectación de la Iglesia universal. ¿Qué dificultades no
vencieron también los Reyes de España para lograr la convocación del santo
Concilio, para principiarlo, proseguirlo, y restablecerlo después de haberse
interrumpido en dos ocasiones? Al Emperador Carlos V, a su hermano
Ferdinando y a Felipe II se debe la victoria de tantos obstáculos como fue
necesario superar para llevar al cabo tan santa y necesaria obra. Los Españoles,
pues, tienen justísimo derecho de disfrutar en su idioma la misma doctrina que
promovieron sus Reyes, ventilaron sus Teólogos, y decidieron sus Obispos.
La traducción que se presenta es literal, aunque la diferencia de los dos
idiomas, y del estilo propio del Concilio haya obligado a seguir muy diferente
rumbo en la colocación de las palabras. No obstante, el original es la norma de
nuestra fe y costumbres, y la única fuente adonde se debe recurrir cuando se
trate de averiguar profundamente las verdades dogmáticas y de disciplina,
sobre cuya inteligencia se pueda suscitar alguna duda. Con este objeto, y por
dar una edición bien corregida, se ha impreso en el mismo tomo el texto latino,
revisto con suma diligencia, y confrontado con la edición que pasa por original;
es a saber, la de Roma hecha por Aldo Manucio en 1564, con la de Alcalá por
Andrés Angulo en el mismo año, con la de Felipe Labé en 1667, y con la que
publicó últimamente en Amberes en 1779 Judoco Le Plat, doctor de Lobayna.
También se han tenido presentes las Sesiones que se estamparon en Medina
del Campo en 1554, y en fin la edición de Madrid de 1775, que no corresponde
por cierto al buen deseo de los que la publicaron; porque habiendo copiado a
la de Roma de 1732, sacó los mismos yerros que esta, y en una y otra faltan
palabras, y a veces líneas. Este esmero, siempre necesario para dar a luz una
obra de tanta consecuencia, ha sido mayor después que el supremo Consejo
de Castilla se sirvió ordenar que además del sabio teólogo que aprobó esta
traducción, nombrase otro el M. R. Arzobispo de Toledo, con cuyo auxilio
cotejase el traductor cuidadosamente esta vez con dicho original, para que no
sólo en lo sustancial, sino aun en la más mínima expresión vayan en todo
conformes, y se logre que salga esta obra al público perfecta en todas sus
partes. ¡Ojalá que el cuidado puesto en la edición corresponda a las
intenciones del supremo Consejo, y al celo con que el Excelentísimo señor
Arzobispo de Toledo ha encomendado la exactitud en la corrección! Consta a
lo menos, que el texto latino que publicamos, tiene menos defectos qu el de
la edición de Roma estimada por original, y certificada como tal por el
secretario y notarios del mismo santo Concilio.
Por lo demás, no parece se debe advertir a los lectores legos, sino que los
decretos pertenecientes a la fe son siempre certísimos, siempre inalterables,
siempre verdaderos, e incapaces de mudanza o variación alguna. Pero los
decretos de disciplina, o gobierno exterior, en especial los reglamentos que
miran a tribunales, procesos, apelaciones, y otras circunstancias de esta
naturaleza, admiten variación, como el mismo santo Concilio da a entender.
En consecuencia, no hay que extrañar que no se conforme la práctica en
algunos puntos con las disposiciones del Concilio; porque además de intervenir
autoridad legítima para hacer estas excepciones, la historia eclesiástica
comprueba en todos los siglos que los usos loables, y admitidos en unos
tiempos, se reprobaron y prohibieron en otros, y los que adoptaron unas
provincias, no los recibieron otras.
Para que los lectores tengan presentes los puntos históricos principales, y los
motivos que hubo para congregar el Concilio, para disolverlo en dos ocasiones,
y para volverlo a continuar hasta finalizarlo, basta por ahora la lectura de las
bulas de convocación de Paulo III, Julio III y Pío IX: pues consta en ellas así la
urgente necesidad de convocar como los obstáculos humanamente
insuperables que es necesario vencer para continuarlo, y conducirlo hasta su
fin. Solo me ha parecido conveniente insertar la acta de la abertura, necesaria
sin duda para conocer los Legados que presidían, proponían, y preguntaban, y
el método y solemnidad con que se celebraban las Sesiones. El número y
nombres de los Prelados, Embajadores y otros concurrentes, conta de los
Apéndices, que se han descargado de muchas noticias pertenecientes a los
Padres, y Doctores españoles, por no permitirlas la magnitud del volumen.
Espero no obstante dar noticias más individuales e importantes de estos sabios
y virtuosos héroes en la historia del Concilio de Trento, de que tengo trabajada
mucha parte, íntimamente persuadido a que ningunos sucesos del siglo
décimosexto pueden dar más alta y noble idea del celo, entereza y sabiduría
de los Españoles.
Bula convocatoria del
Concilio de Trento
PAVLVS PP. III
Paulo Obispo, siervo de los siervos de Dios: para perpetua memoria.
Considerando ya desde los principios de este nuestro Pontificado, que no por
mérito alguno de nuestra parte, sino por su gran bondad nos confió la
providencia de Dios omnipotente; en qué tiempos tan revueltos, y en qué
circunstancias tan apretadas de casi todos los negocios, se había elegido
nuestra solicitud y vigilancia Pastoral; deseábamos por cierto aplicar remedio
a los males que tanto tiempo hace han afligido, y casi oprimido la república
cristiana: mas Nos, poseidos también, como hombres, de nuestra propia
debilidad, comprendíamos que eran insuficientes nuestras fuerzas para
sostener tan grave peso. Pues como entendiésemos que se necesitaba de paz,
para libertar y conservar la república de tantos peligros como la amenazaban,
hallamos por el contrario, que todo estaba lleno de odios y disensiones, y en
especial, opuestos entre sí aquellos Príncipes a quienes Dios ha encomendado
casi todo el gobierno de las cosas. Porque teniendo por necesario que fuese
uno solo el redil, y uno solo el pastor de la grey del Señor, para mantener la
unidad de la religión cristiana, y para confirmar entre los hombres la esperanza
de los bienes celestiales; se hallaba casi rota y despedazada la unidad del
nombre cristiano con cismas, disensiones y herejías. Y deseando Nos también
que estuviese prevenida, y asegurada la república contra las armas y
asechanzas de los infieles; por los yerros y culpas de todos nosotros, ya al
descargar la ira divina sobre nuestros pecados, se perdió la isla de Rodas, fue
devastada la Ungría, y concebida y proyectada la guerra por mar y tierra contra
la Italia, contra la Austria y contra la Esclavonia: porque no sosegando en
tiempo alguno nuestro impío y feroz enemigo el Turco; juzgaba que los odios
y disensiones que fomentaban los cristianos entre sí, era la ocasión más
oportuna para ejecutar felizmente sus designios. Siendo pues llamados, como
decíamos, en medio de tantas turbulencias de herejías, disensiones y guerras,
y de tormentas tan revueltas como se han revuelto, para regir y gobernar la
navecilla de san Pedro; y desconfiando de nuestras propias fuerzas, volvimos
ante todas cosas nuestros pensamientos a Dios, para que él mismo nos
vigorase y armase nuestro ánimo de fortaleza y constancia, y nuestro
entendimiento del don de consejo y sabiduría. Después de esto, considerando
que nuestros antepasados, que tanto se distinguieron por su admirable
sabiduría y santidad, se valieron muchas veces en los más inminentes peligros
de la república cristiana, de los concilios ecuménicos, y de las juntas generales
de los Obispos, como del mejor y más oportuno remedio; tomamos también
la resolución de celebrar un concilio general: y averiguados los pareceres de
los Príncipes, cuyo consentimiento en particular nos parecía útil y conducente
para celebrarlo; hallándolos entonces inclinados a tan santa obra, indicamos
el concilio ecuménico y general de aquellos Obispos, y la junta de otros Padres
a quienes tocase concurrir, para la ciudad de Mantua, en el año de la
Encarnación del Señor 1537, tercero de nuestro Pontificado, como consta en
nuestras letras y monumentos, asignando su abertura para el día 23 de mayo,
con esperanzas casi ciertas de que cuando estuviésemos allí congregados en
nombre del Señor, asistiría su Majestad en medio de nosotros, como prometió,
y disiparía fácilmente por su bondad y misericordia todas las tempestades de
estos tiempos, y todos los peligros con el aliento de su boca. Pero como
siempre arma lazos el enemigo del humano linaje contra todas las obras
piadosas; se nos denegó primeramente contra toda nuestra esperanza y
expectación, la ciudad de Mantua, a no admitir algunas condiciones muy
ajenas de la conducta de nuestros mayores, de las circunstancias del tiempo,
de nuestra dignidad y libertad, de la de esta santa Sede, y del nombre y honor
eclesiástico; las que hemos expresado en otras letras Apostólicas. Nos vimos
en consecuencia necesitados a buscar otro lugar, y señalar otra ciudad, que no
ocurriéndonos por el pronto oportuna ni proporcionada, nos hallamos en la
precisión de prorrogar la celebración del concilio hasta el primer día de
noviembre. Entre tanto nuestro cruel y perpetuo enemigo el Turco invadió la
Italia con una grande y numerosa escuadra; tomó, destruyó y saqueó algunos
lugares en las costas de la Pulla, y se llevó cautivas muchas personas. Nos
estuvimos ocupados, en medio del grande temor y peligro de todos, en
fortificar nuestras costas, y ayudar con nuestros socorros a los comarcanos, sin
dejar no obstante de aconsejar entre tanto, ni de exhortar los Príncipes
cristianos a que nos manifestasen sus dictámenes acerca del lugar que
tuviesen por oportuno para celebrar el concilio. Mas siendo varios y dudosos
sus pareceres, y creyendo Nos que se dilataba el tiempo mas de lo que pedían
las circunstancias; con muy buen deseo, y a nuestro parecer también con muy
prudente resolución, elegimos a Vincencia, ciudad abundante, y que además
de tener la entrada franca, gozaba de una situación enteramente libre y segura
para todos, mediante la probidad, crédito y poder de los Venecianos, que nos
la concedían. Pero habiéndose adelantado el tiempo mucho, y siendo
necesario avisar a todos la elección de la nueva ciudad; y no siendo posible por
la proximidad del primer día de noviembre, que se divulgase la noticia de la
que se había asignado, y estando también cerca el invierno; nos vimos otra vez
necesitados a diferir con nueva prórroga el tiempo del concilio hasta la
primavera próxima, y día primero del siguiente mes de mayo. Tomada y
resuelta firmemente esta determinación, habiéndonos preparado, así como
todas las demás cosas, para tener y celebrar exactamente con el auxilio de Dios
el concilio; creyendo que era muy conducente, así para su celebración, como
para toda la cristiandad, que los Príncipes cristianos tuviesen entre sí paz y
concordia; insistimos en rogar y suplicar a nuestros carísimos hijos en Cristo,
Carlos emperador de Romanos siempre Augusto y Francisco rey cristianísimo,
ambos columnas y apoyos principales del nombre cristiano, que concurriesen
a un coloquio entre sí, y con Nos: en efecto con ambos habíamos procurado
muchísimas veces por medio de cartas, Nuncios y Legados nuestros a latere,
escogidos entre nuestros venerables hermanos los Cardenales, que se
dignasen pasar de las enemistades y discordias que tenían a una piadosa
alianza y amistad, y prestasen su auxilio a los negocios de la cristiandad que se
arruinaban; pues teniendo ellos el poder principal concedido por Dios para
conservalos, tendrían que dar rígida y severa cuenta al mismo Dios, si no lo
hiciesen así, ni dirigiesen sus designios al bien común de la cristiandad. Por fin
movidos los dos de nuestras súplicas, concurrieron a Niza, adonde Nos
también emprendimos un viaje largo y muy penoso en nuestra anciana edad,
llevados de la causa de Dios y del restablecimiento de la paz: sin que entre
tanto omitiésemos, pues se acercaba el tiempo señalado para principiar el
concilio, es a saber, el primer día de mayo, enviar a Vincencia Legados a latere
de suma virtud y autoridad, del número de los mismos hermanos nuestros los
cardenales de la santa Iglesia Romana, para que hiciesen la abertura del
concilio, recibiesen los Prelados que vendrían de todas partes, y ejecutasen y
tratasen las cosas que tuviesen por necesarias, hasta que volviendo Nos del
viaje y conferencias de la paz, pudiésemos arreglarlo todo con la mayor
exactitud. En el tiempo intermedio nos dedicamos a aquella santa, y en
extremo necesaria obra, es a saber, a tratar de la paz entre los Príncipes; lo
que por cierto hicimos con sumo cuidado, y con toda caridad y esmero de
nuestra parte. Testigo nos es Dios, en cuya clemencia confiábamos, cuando
nos expusimos a los peligros de la vida y del camino. Testigo nos es nuestra
propia conciencia, que en nada por cierto tiene que reprendernos, o por haber
omitido, o por no haber buscado los medios de conciliar la paz. Testigos son
también los mismos Príncipes, a quienes tantas veces, y con tanta vehemencia
hemos suplicado por medio de Nuncios, cartas, Legados, avisos,
exhortaciones, y toda especie de ruegos, que depusiesen sus enemistades, se
confederasen, y ocurriesen unidos con sus providencias y auxilios a socorrer la
república cristiana, puesta en el mayor y más inminente peligro. En fin, testigos
son aquellas vigilias y cuidados, aquellos trabajos que día y noche, afligían
nuestro ánimo, y aquellos graves y frecuentísimos desvelos que hemos tenido
por esta causa y objeto: sin que aun todavía hayan tocado el fin que han
pretendido nuestros designios y disposiciones. Tal ha sido la voluntad de Dios;
de quien sin embargo no desesperamos que mirará alguna vez con benignidad
nuestros deseos. Nos por cierto, en cuanto ha estado de nuestra parte, nada
hemos omitido de cuanto era correspondiente a nuestro Pastoral oficio. Y si
hay algunos que interpreten en siniestro sentido estas nuestras acciones de
paz; lo sentimos por cierto; mas no obstante en medio de nuestro dolor damos
gracias a Dios omnipotente, quien por darnos ejempo y enseñanza de
paciencia, quiso que sus Apóstoles se tuviesen por dignos de padecer injurias
por el nombre de Jesucristo, que es nuestra paz. Y aunque en aquel nuestro
congreso, y coloquio que se tuvo en Niza, no se pudo, por nuestros pecados,
efectuar una verdadera y perpetua paz entre los Príncipes; se hicieron no
obstante treguas por diez años: y esperanzados Nos de que con esta
oportunidad se podría celebrar más cómodamente el sagrado concilio, y
además de esto efectuarse la paz por la autoridad del mismo; insistimos con
los Príncipes en que concurriesen personalmente a él, condujesen los Prelados
que tenían consigo, y llamasen los ausentes. Mas habiéndose excusado los
Príncipes en una y otra instancia, por tener a la sazón necesidad de volver a
sus reinos, y ser debido que los Prelados que habían traído consigo, cansados
del camino, y apurados con los gastos, descansasen, y se restableciesen; nos
exhortaron a que decretásemos otra prórroga para la celebración del concilio.
Como tuviésemos alguna dificultad en concederla, recibimos en este medio
tiempo cartas de nuestros Legados que estaban en Vincencia, en que nos
decían, que pasado ya, con mucho, el día señalado para principiar el concilio,
apenas había venido a aquella ciudad uno u otro Prelado de las naciones
extranjeras. Con esta nueva, viendo que de ningún modo se podía celebrar en
aquel tiempo, concedimos a los mismos Príncipes que se difiriese hasta el
santo día de Pascua, y fiesta próxima de la Resurrección del Señor. Las Bulas
de este nuestro precepto, y decreto sobre la dilación, se expidieron y
publicaron en Génova el 28 de junio del año de la Encarnación del Señor 1538:
y con tanto mayor gusto convenimos en esta demora, cuanto los dos Príncipes
nos prometieron que enviarían sus embajadas a Roma para que ventilasen y
tratasen en ella con Nos mas cómodamente los puntos que quedaban por
resolver para la conclusión de la paz, y no se habían podido evacuar todos en
Niza por la brevedad del tiempo. Ambos soberanos nos habían también pedido
por esta razón, que precediese la pacificación a la celebración del concilio;
pues establecida la paz, sería sin duda el mismo concilio mucho más útil y
saludable a la república cristiana. Siempre por cierto han tenido mucha fuerza
sobre nuestra voluntad las esperanzas que se nos daban de la paz para asentir
a los deseos de los Príncipes; y estas esperanzas las aumentó sobre manera la
amistosa y benévola conferencia de ambos soberanos entre sí, después de
habernos retirado de Niza; la cual entendida por Nos con extraordinario júbilo,
nos confirmó en la justa confianza de que llegásemos a creer que al fin Dios
había oído nuestras oraciones, y aceptado nuestros deseos por la paz; pues
pretendiendo y estrechando Nos la conclusión de esta, y siendo de dictamen
no sólo los dos Príncipes mencionados, sino también nuestro carísimo en
Cristo hijo Ferdinando, rey de Romanos, de que no convenía emprender la
celebración del concilio a no estar concluida la paz, y empeñándose todos con
Nos por medio de sus cartas y embajadores, para que concediésemos nuevas
prórrogas, e instando con especialidad el serenísimo César, demostrándonos
que había prometido a los que están separados de la unidad católica, que
interpondría con Nos su mediación para que se tomase algún medio de
concordia; lo que no se podía hacer cómodamente antes de su viaje a la
Alemania; persuadidos Nos con la misma esperanza de paz que siempre, y por
los deseos de tan grandes Príncipes; viendo principalmente que ni aun para el
día asignado de la fiesta de Resurrección habían concurrido a Vincencia más
Prelados, escarmentados ya con el nombre de prórroga, que tantas veces se
había repetido en vano; tuvimos por mejor suspender la celebración del
concilio general a arbitrio nuestro y de la Sede Apostólica. Tomamos en
consecuencia esta resolución, y despachamos nuestras letras a cada uno de
los mencionados Príncipes, fechas en 10 de junio de 1539, como claramente
se puede ver en ellas. Hecha, pues, por Nos de necesidad aquella suspensión,
mientras esperábamos tiempo más oportuno, y algún tratado de paz que
contribuyese después a dar majestad y multitud de Padres al concilio, y
remedio más pronto y saludable a la república cristiana, de un día en otro
cayeron los negocios de la cristiandad en estado mas deplorable; pues los
Ungaros, muerto su rey, llamaron a los Turcos; el Rey Ferdinando les declaró
la guerra; una parte de los Flamencos se tumultuó para rebelarse contra el
César, quien pasando a sujetarlos a Flandes por la Francia, amistosamente, con
gran conformidad del Rey Cristianísimo, y con grandes indicios de
benevolencia entre los dos, y de allí a la Alemania, comenzó a celebrar las
dietas de sus Príncipes y ciudades, con el objeto de tratar la concordia que
había ofrecido. Pero frustradas ya todas las esperanzas de paz, y pareciendo
también que aquel medio de procurar y tratar la concordia en las dietas era
más eficaz para suscitar mayores turbulencias que para sosegarlas; Nos
resolvimos a volver a adoptar el antiguo remedio de celebrar concilio general;
y esto mismo ofrecimos al César por medio de nuestros Legados, Cardenales
de la santa Romana Iglesia; y lo mismo también tratamos última y
principalmente por su medio en la dieta de Ratisbona, concurriendo a ella
nuestro amado hijo Gaspar Contareno, Cardenal de santa Praxedes, nuestro
Legado, y persona de suma doctrina e integridad: porque pidiéndosenos por
dictamen de aquella dieta lo mismo que habíamos recelado antes que había
de suceder; es a saber, que declarásemos se tolerasen ciertos artículos de los
que están apartados de la Iglesia, hasta que se examinasen y decidiesen por el
concilio general; no permitiéndonos la fe católica cristiana, ni nuestra
dignidad, ni la de la Sede Apostólica que los concediésemos; mandamos que
más bien se propusiese abiertamente el concilio para celebrarlo cuanto antes.
Ni jamás tuvimos a la verdad otro parecer ni deseo, que el que se congregase
en la primera ocasión el concilio ecuménico y general. Esperábamos por cierto
que se podría restablecer con él la paz del pueblo cristiano, y la unidad de la
religión de Jesucristo; mas no obstante deseábamos celebrarlo con la
aprobación y gusto de los Príncipes cristianos. Mientras esperábamos su
voluntad; mientras observábamos este tiempo recóndito, este tiempo de tu
aprobación, ¡o Dios! nos vimos últimamente precisados a resolver, que todos
los tiempos son del divino beneplácito, cuando se toman resoluciones de cosas
santas y conducentes a la piedad cristiana. Por tanto viendo con gravísimo
dolor de nuestro corazón, que se empeoraban de día en día los negocios de la
cristiandad; pues la Ungría estaba oprimida por los Turcos, los Alemanes en
sumo peligro; y todas las demás provincias llenas de miedo, tristeza y aflicción;
determinamos no aguardar ya el consentimiento de ningún Príncipe, sino
atender únicamente a la voluntad de Dios omnipotente, y a la utilidad de la
república cristiana. En consecuencia, pues, no pudiendo ya disponer de
Vincencia, y deseando atender así a la salud eterna de todos los cristianos,
como a la comodidad de la nación Alemana, en la elección de lugar que
habíamos de hacer para celebrar el nuevo concilio; y que aunque se
propusieron otros lugares, conocíamos que los Alemanes deseaban se eligiese
la ciudad de Trento; Nos, aunque juzgábamos que se podían tratar más
cómodamente todos los negocios en la Italia citerior; conformamos no
obstante, movidos de nuestro amor paternal, nuestra determinación a sus
peticiones. En consecuencia elegimos la ciudad de Trento para que se
celebrase en ella el concilio ecuménico en el día primero del próximo mes de
noviembre, determinando aquel lugar como que era a propósito para que
pudiesen concurrir a él los Obispos y Prelados de Alemania, y de otras naciones
inmediatas con suma facilidad; y los de Francia, España y provincias restantes
más remotas, sin especial dificultad. Dilatamos no obstante la abertura hasta
aquel día señalado, para dar tiempo a que se publicase este nuestro decreto
por todas las naciones cristianas, y tuviesen todos los Prelados tiempo para
concurrir a él. Y para haber dejado de señalar en esta ocasión el término de un
año en la mudanza del lugar del concilio, como hemos prescrito en otras
ocasiones en algunas Bulas; ha sido el motivo nohaber Nos querido diferir por
más tiempo la esperanza de sanar en alguna parte la república cristiana, que
tantas pérdidas y calamidades ha padecido. Vemos no obstante las
circunstancias del tiempo; conocemos las dificultades; comprendemos que es
incierto cuanto se puede esperar de nuestra resolución; pero sabiendo que
está escrito: Descubre al Señor tus resoluciones, y espera en él, que él las
cumplirá; tuvimos por más acertado colocar nuestra esperanza en la clemencia
y misericordia divina, que desconfiar de nuestra debilidad. Porque sucede
muchas veces al principiar las buenas obras, que lo que no pueden hacer los
consejos de los hombres, lo lleva a debida ejecución el poder divino. Confiados
pues, y apoyados en la autoridad de este mismo Dios omnipotente, Padre, Hijo
y Espíritu Santo, y de sus bienaventurados Apóstoles san Pedro y san Pablo, de
la que también gozamos en la tierra; y además de esto, con el consejo y asenso
de nuestros venerables hermanos los Cardenales de la santa Iglesia Romana;
quitada y removida la suspensión arriba mencionada, la misma que
removemos y quitamos por la presente Bula; indicamos, anunciamos,
convocamos, establecemos y decretamos, que el santo, ecuménico y general
concilio se ha de principiar, proseguir y finalizar con el auxilio del mismo Señor,
a su honra y gloria, y en beneficio del pueblo cristiano, en la ciudad de Trento,
lugar cómodo, libre y oportuno para todas las naciones, desde el día primero
del próximo mes de noviembre del presente año de la Encarnación del Señor
1542; requiriendo, exhortando, amonestando y además de esto mandando en
todo rigor de precepto en fuerza del juramento que hicieron a Nos, y a esta
santa Sede, y en virtud de santa obediencia y bajo las demás penas que es
costumbre intimar y proponer contra los que no concurren cuando se celebran
concilios, que tanto nuestros venerables hermanos de todos los lugares los
Patriarcas, Arzobispos, Obispos y nuestros amados hijos los Abades, como
todos los demás a quienes por derecho o por privilegio es permitido tener
asiento en los concilios generales, y dar su voto en ellos; que todos deban
absolutamente concurrir y asistir a este sagrado concilio, a no hallarse acaso
legítimamente impedidos, de cuya circunstancia no obstante estén obligados
a avisar con fidedigno testimonio; o asistir a lo menos por sus procuradores y
enviados con legítimos poderes. Rogando además y suplicando por las
entrañas de misericordia de Dios, y de nuestro Señor Jesucristo, cuya religión
y verdades de fe ya se combaten por dentro y fuera tan gravemente, a los
mencionados Emperador, y Rey Cristianísimo, así como a los demás Reyes,
Duques y Príncipes, cuya presencia si en algún tiempo ha sido necesaria a la
santísima fe de Jesucristo, y a la salvación de todos los cristianos, lo es
principalmente en este tiempo; que si desean ver salva la república cristiana;
si comprenden que tienen estrecha obligación a Dios por los grandes
beneficios que de su Majestad han recibido; no abandonen la causa, ni los
intereses del mismo Dios; concurran por sí mismos a la celebración del sagrado
Concilio, en el que será en extremo provechosa su piedad y virtud para la
común utilidad y salvación suya, y de lo otros, así la temporal, como la eterna.
Mas si (lo que no quisiéramos) no pudieren concurrir ellos mismos; envíen a lo
menos sus Embajadores autorizados que puedan representar en el Concilio
cada uno la persona de su Príncipe con prudencia y dignidad. Y ante todas
cosas que procuren, lo que les es sumamente fácil, que se pongan en camino,
sin tergiversación ni tardanza, para venir al Concilio, los Obispos y Prelados de
sus respectivos reinos y provincias: circunstancia que en particular es
absolutamente conforme a justicia, que el mismo Dios, y Nos alcancemos de
los Prelados y Príncipes de Alemania; es a saber, que habiéndose indicado el
Concilio principalmente por su caus y deseos, y en la misma ciudad que ellos
han pretendido, tengan todso a bien celebrarlo, y darle esplendor con su
presencia, para que mucho más bien, y con mayor comodidad se puedan
cuanto antes, y del mejor modo posible, tratar en el mismo sagrado y
ecuménico Concilio, consultar, ventilar, resolver, y llevar al fin deseado
cuantas cosas sean necesarias a la integridad y verdad de la religión cristiana,
al restablecimiento de las buenas costumbres, a la enmienda de las malas, a la
paz, unidad y concordia de los cristianos entre sí, tanto de los Príncipes, como
de los pueblos, así como a rechazar los ímpetus con que maquinan los Bárbaros
e infieles oprimir toda la cristiandad; siendo Dios quien guíe nuestras
deliberaciones, y quien lleve delante de nuestras almas la luz de su sabiduría y
verdad. Y para que lleguen estas nuevas letras, y cuanto en ellas se contiene,
a noticia de todos los que deben tenerla, y ninguno de ellos pueda alegar
ignorancia, principalmente por no ser acaso libre el camino para que lleguen a
todas las personas a quienes determinadamente se deberían intimar;
queremos, y mandamos que cuando acostumbra juntarse el pueblo en la
basílica Vaticana del Príncipe de los Apóstoles, y en la iglesia de Letran a oír la
misa, se lean públicamente, y con voz clara por los cursores de nuestra Curia,
o por algunos notarios públicos; y leidas se fijen en las puertas de dichas
iglesias, y además de estas, en las de la Cancelaría Apostólica, y en el lugar
acostumbrado del campo de Flora, en donde han de estar expuestas algún
tiempo para que las lean y lleguen a noticia de todos; y cuando las quitaren de
allí, queden no obstante colocadas sus copias en los mismos lugares. En efecto
nuestra determinada voluntad es, que todas y cualesquiera personas de las
mencionadas en esta nuestra Bula, queden tan obligadas y comprendidas por
la lectura, publicación y fijación de ella, a los dos meses después de fijada,
contados desde el día de su publicación y fijación, como si se hubiese leído e
intimado a sus propias personas. Mandamos también y decretamos, que se dé
cierta e indubitable fe a los ejemplares de ella, que estén escritos o firmados
por mano de algún notario público, y refrendados con el sello de alguna
persona eclesiástica constituida en dignidad. No sea, pues, lícito a persona
alguna quebrantar, o contradecir temerariamente a esta nuestra Bula de
indicción, aviso, convocación, estatuto, decreto, mandamiento, precepto y
ruego. Y si alguno presumiere atentarlo, sepa que incurrirá en la indignación
de Dios omnipotente, y en la de sus bienaventurados Apóstoles san Pedro y
san Pablo.
Dado en Roma, en san Pedro, en 22 de mayo del año de la Encarnación del
Señor 1542, y octava de nuestro Pontificado.

PAVLVS PP. III


EL SÍMBOLO DE LA FE

DECRETO SOBRE EL SÍMBOLO DE LA FE


En el nombre de la santa e indivisible Trinidad, Padre, Hijo, y Espíritu Santo.
Considerando este sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento,
congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos tres
Legados de la Sede Apostólica, la grandeza de los asuntos que tiene que tratar,
en especial de los contenidos en los dos capítulos, el uno de la extirpación de
las herejías, y el otro de la reforma de costumbres, por cuya causa
principalmente se ha congregado; y comprendiendo además con el Apóstol,
que no tiene que pelear contra la carne y sangre, sino contra los malignos
espíritus en cosas pertenecientes a la vida eterna; exhorta primeramente con
el mismo Apóstol a todos, y a cada uno, a que se conforten en el Señor, y en el
poder de su virtud, tomando en todo el escudo de la fe, con el que puedan
rechazar todos los tiros del infernal enemigo, cubriéndose con el morrión de
la esperanza de la salvación, y armándose con la espada del espíritu, que es la
palabra de Dios. Y para que este su piadoso deseo tenga en consecuencia, con
la gracia divina, principio y adelantamiento, establece y decreta, que ante
todas cosas, debe principiar por el símbolo, o confesión de fe, siguiendo en
esto los ejemplos de los Padres, quienes en los más sagrados concilios
acostumbraron agregar, en el principio de sus sesiones, este escudo contra
todas las herejías, y con él solo atrajeron algunas veces los infieles a la fe,
vencieron los herejes, y confirmaron a los fieles. Por esta causa ha
determinado deber expresar con las mismas palabras con que se lee en todas
las iglesias, el símbolo de fe que usa la santa Iglesia Romana, como que es
aquel principio en que necesariamente convienen los que profesan la fe de
Jesucristo, y el fundamento seguro y único contra que jamás prevalecerán las
puertas del infierno. El mencionado símbolo dice así: Creo en un solo Dios,
Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra, y de todo lo visible e invisible:
y en un solo Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, y nacido del Padre ante
todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero;
engendrado, no hecho; consustancial al Padre, y por quien fueron creadas todas
las cosas; el mismo que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación
descendió de los cielos, y tomó carne de la virgen María por obra del Espíritu
Santo, y se hizo hombre: fue también crucificado por nosotros, padeció bajo el
poder de Poncio Pilato, y fue sepultado; y resucitó al tercero día, según estaba
anunciado por las divinas Escrituras; y subió al cielo, y está sentado a la diestra
del Padre; y segunda vez ha de venir glorioso a juzgar los vivos y los muertos;
y su reino será eterno. Creo también en el Espíritu Santo, Señor y vivificador,
que procede del Padre y del Hijo; quien igualmente es adorado, y goza
juntamente gloria con el Padre, y con el Hijo, y es el que habló por los Profetas;
y creo en la Iglesia que es una, santa, católica y apostólica. Confieso un
bautismo para la remisión de los pecados: y aguardo la resurrección de la carne
y la vida eterna. Amen.

LAS SAGRADAS ESCRITURAS

DECRETO SOBRE Las ESCRITURAS


canónicas
El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado
legítimamente en el Espíritu Santo y presidido de los mismos tres Legados de
la Sede Apostólica, proponiéndose siempre por objeto, que exterminados los
errores, se conserve en la Iglesia la misma pureza del Evangelio, que prometido
antes en la divina Escritura por los Profetas, promulgó primeramente por su
propia boca. Jesucristo, hijo de Dios, y Señor nuestro, y mandó después a sus
Apóstoles que lo predicasen a toda criatura, como fuente de toda verdad
conducente a nuestra salvación, y regla de costumbres; considerando que esta
verdad y disciplina están contenidas en los libros escritos, y en las tradiciones
no escritas, que recibidas de boca del mismo Cristo por los Apóstoles, o
enseñadas por los mismos Apóstoles inspirados por el Espíritu Santo, han
llegado como de mano en mano hasta nosotros; siguiendo los ejemplos de los
Padres católicos, recibe y venera con igual afecto de piedad y reverencia, todos
los libros del viejo y nuevo Testamento, pues Dios es el único autor de ambos,
así como las mencionadas tradiciones pertenecientes a la fe y a las
costumbres, como que fueron dictadas verbalmente por Jesucristo, o por el
Espíritu Santo, y conservadas perpetuamente sin interrupción en la Iglesia
católica. Resolvió además unir a este decreto el índice de los libros Canónicos,
para que nadie pueda dudar cuales son los que reconoce este sagrado Concilio.
Son pues los siguientes. Del antiguo Testamento, cinco de Moisés: es a saber,
el Génesis, el Exodo, el Levítico, los Números, y el Deuteronomio; el de Josué;
el de los Jueces; el de Ruth; los cuatro de los Reyes; dos del Paralipómenon; el
primero de Esdras, y el segundo que llaman Nehemías; el de Tobías; Judith;
Esther; Job; el Salterio de David de 150 salmos; los Proverbios; el Eclesiastés;
el Cántico de los cánticos; el de la Sabiduría; el Eclesiástico; Isaías; Jeremías
con Baruch; Ezequiel; Daniel; los doce Profetas menores, que son; Oseas; Joel;
Amos; Abdías; Jonás; Micheas; Nahum; Habacuc; Sofonías; Aggeo; Zacharías, y
Malachías, y los dos de los Macabeos, que son primero y segundo. Del
Testamento nuevo, los cuatro Evangelios; es a saber, según san Mateo, san
Marcos, san Lucas y san Juan; los hechos de los Apóstoles, escritos por san
Lucas Evangelista; catorce Epístolas escritas por san Pablo Apóstol; a los
Romanos; dos a los Corintios; a los Gálatas; a los Efesios; a los Filipenses; a los
Colosenses; dos a los de Tesalónica; dos a Timoteo; a Tito; a Philemon, y a los
Hebreos; dos de san Pedro Apóstol; tres de san Juan Apóstol; una del Apóstol
Santiago; una del Apóstol san Judas; y el Apocalipsis del Apóstol san Juan. Si
alguno, pues, no reconociere por sagrados y canónicos estos libros, enteros,
con todas sus partes, como ha sido costumbre leerlos en la Iglesia católica, y
se hallan en la antigua versión latina llamada Vulgata; y despreciare a
sabiendas y con ánimo deliberado las mencionadas tradiciones, sea
excomulgado. Queden, pues, todos entendidos del orden y método con que
después de haber establecido la confesión de fe, ha de proceder el sagrado
Concilio, y de que testimonios y auxilios se ha de servir principalmente para
comprobar los dogmas y restablecer las costumbres en la Iglesia.

DECRETO SOBRE la edición y uso de las


sagradas escrituras
Considerando además de esto el mismo sacrosanto Concilio, que se podrá
seguir mucha utilidad a la Iglesia de Dios, si se declara qué edición de la sagrada
Escritura se ha de tener por auténtica entre todas las ediciones latinas que
corren; establece y declara, que se tenga por tal en las lecciones públicas,
disputas, sermones y exposiciones, esta misma antigua edición Vulgata,
aprobada en la Iglesia por el largo uso de tantos siglos; y que ninguno, por
ningún pretexto, se atreva o presuma desecharla. Decreta además, con el fin
de contener los ingenios insolentes, que ninguno fiado en su propia sabiduría,
se atreva a interpretar la misma sagrada Escritura en cosas pertenecientes a la
fe, y a las costumbres que miran a la propagación de la doctrina cristiana,
violentando la sagrada Escritura para apoyar sus dictámenes, contra el sentido
que le ha dado y da la santa madre Iglesia, a la que privativamente toca
determinar el verdadero sentido, e interpretación de las sagradas letras; ni
tampoco contra el unánime consentimiento de los santos Padres, aunque en
ningún tiempo se hayan de dar a luz estas interpretaciones. Los Ordinarios
declaren los contraventores, y castíguenlos con las pensas establecidas por el
derecho. Y queriendo también, como es justo, poner freno en esta parte a los
impresores, que ya sin moderación alguna, y persuadidos a que les es
permitido cuanto se les antoja, imprimen sin licencia de los superiores
eclesiásticos la sagrada Escritura, notas sobre ella, y exposiciones
indiferentemente de cualquiera autor, omitiendo muchas veces el lugar de la
impresión, muchas fingiéndolo, y lo que es de mayor consecuencia, sin nombre
de autor; y además de esto, tienen de venta sin discernimiento y
temerariamente semejantes libros impresos en otras partes; decreta y
establece, que en adelante se imprima con la mayor enmienda que sea posible
la sagrada Escritura, principalmente esta misma antigua edición Vulgata; y que
a nadie sea lícito imprimir ni procurar se imprima libro alguno de cosas
sagradas, o pertenecientes a la religión, sin nombre de autor; ni venderlos en
adelante, ni aun retenerlos en su casa, si primero no los examina y aprueba el
Ordinario; so pena de excomunión, y de la multa establecida en el canon del
último concilio de Letran. Si los autores fueren Regulares, deberán además del
examen y aprobación mencionada, obtener licencia de sus superiores,
después que estos hayan revisto sus libros según los estatutos prescritos en
sus constituciones. Los que los comunican, o los publican manuscritos, sin que
antes sean examinados y aprobados, queden sujetos a las mismas penas que
los impresores. Y los que los tuvieren o leyeren, sean tenidos por autores, si
no declaran los que lo hayan sido. Dese también por escrito la aprobación de
semejantes libros, y parezca esta autorizada al principio de ellos, sean
manuscritos o sean impresos; y todo esto, es a saber, el examen y aprobación
se ha de hacer de gracia, para que así se apruebe lo que sea digno de
aprobación, y se repruebe lo que no la merezca. Además de esto, queriendo el
sagrado Concilio reprimir la temeridad con que se aplican y tuercen a cualquier
asunto profano las palabras y sentencias de la sagrada Escritura; es a saber, a
bufonadas, fábulas, vanidades, adulaciones, murmuraciones, supersticiones,
impíos y diabólicos encantos, adivinaciones, suertes y libelos infamatorios;
ordena y manda para extirpar esta irreverencia y menosprecio, que ninguno
en adelante se atreva a valerse de modo alguno de palabras de la sagrada
Escritura, para estos, ni semejantes abusos; que todas las personas que
profanen y violenten de este modo la palabra divina, sean reprimidas por los
Obispos con las penas de derecho, y a su arbitrio.

EL PECADO ORIGINAL

DECRETO SOBRE EL PECADO ORIGINAL


Para que nuestra santa fe católica, sin la cual es imposible agradar a Dios,
purgada de todo error, se conserve entera y pura en su sinceridad, y para que
no fluctúe el pueblo cristiano a todos vientos de nuevas doctrinas; constando
que la antigua serpiente, enemigo perpetuo del humano linaje, entre
muchísimos males que en nuestros días perturban a la Iglesia de Dios, aun ha
suscitado no sólo nuevas herejías, sino también las antiguas sobre el pecado
original, y su remedio; el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento,
congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos tres
Legados de la Sede Apostólica, resuelto ya a emprender la reducción de los
que van errados y a confirmar los que titubean; siguiendo los testimonios de
la sagrada Escritura, de los santos Padres y de los concilios mas bien recibidos,
y el dictamen y consentimiento de la misma Iglesia, establece, confiesa y
declara estos dogmas acerca del pecado original.

CÁNONES SOBRE EL PECADO ORIGINAL


 Si alguno no confiesa que Adan, el primer hombre, cuando quebrantó el
precepto de Dios en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y
justicia en que fue constituido, e incurrió por la culpa de su prevaricación
en la ira e indignación de Dios, y consiguientemente en la muerte con
que Dios le habla antes amenazado, y con la muerte en el cautiverio bajo
el poder del mismo que después tuvo el imperio de la muerte, es a saber
del demonio, y no confiesa que todo Adán pasó por el pecado de su
prevaricación a peor estado en el cuerpo y en el alma; sea excomulgado.

 Si alguno afirma que el pecado de Adán le dañó a él solo, y no a su


descendencia; y que la santidad que recibió de Dios, y la justicia que
perdió, la perdió para sí solo, y no también para nosotros; o que
inficionado él mismo con la culpa de su inobediencia, solo traspasó la
muerte y penas corporales a todo el género humano, pero no el pecado,
que es la muerte del alma; sea excomulgado: pues contradice al Apóstol
que afirma: Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado
la muerte; y de este modo pasó la muerte a todos los hombres por aquel
en quien todos pecaron.

 Si alguno afirma que este pecado de Adán, que es uno en su origen, y


transfundido en todos por la propagación, no por imitación, se hace
propio de cada uno; se puede quitar por las fuerzas de la naturaleza
humana, o por otro remedio que no sea el mérito de Jesucristo, Señor
nuestro, único mediador, que nos reconcilió con Dios por medio de su
pasión, hecho para nosotros justicia, santificación y redención; o niega
que el mismo mérito de Jesucristo se aplica así a los adultos, como a los
párvulos por medio del sacramento del bautismo, exactamente
conferido según la forma de la Iglesia; sea excomulgado: porque no hay
otro nombre dado a los hombres en la tierra, en que se pueda lograr la
salvación. De aquí es aquella voz: Este es el cordero de Dios; este es el
que quita los pecados del mundo. Y también aquellas: Todos los que
fuisteis bautizados, os revestísteis de Jesucristo.

 Si alguno niega que los niños recién nacidos se hayan de bautizar,


aunque sean hijos de padres bautizados; o dice que se bautizan para que
se les perdonen los pecados, pero que nada participan del pecado
original de Adán, de que necesiten purificarse con el baño de la
regeneración para conseguir la vida eterna; de donde es consiguiente
que la forma del bautismo se entienda respecto de ellos no verdadera,
sino falsa en orden a la remisión de los pecados; sea excomulgado: pues
estas palabras del Apóstol: Por un hombre entró el pecado en el mundo,
y por el pecado la muerte; y de este modo pasó la muerte a todos los
hombres por aquel en quien todos pecaron; no deben entenderse en
otro sentido sino en el que siempre las ha entendido la Iglesia católica
difundida por todo el mundo. Y así por esta regla de fe, conforme a la
tradición de los Apóstoles, aun los párvulos que todavía no han podido
cometer pecado alguno personal, reciben con toda verdad el bautismo
en remisión de sus pecados; para que purifique la regeneración en ellos
lo que contrajeron por la generación: Pues no puede entrar en el reino
de Dios, sino el que haya renacido del agua, y del Espíritu Santo.

 Si alguno niega que se perdona el reato del pecado original por la gracia
de nuestro Señor Jesucristo que se confiere en el bautismo; o afirma que
no se quita todo lo que es propia y verdaderamente pecado; sino dice,
que este solamente se rae, o deja de imputarse; sea excomulgado. Dios
por cierto nada aborrece en los que han renacido; pues cesa
absolutamente la condenación respecto de aquellos, que sepultados en
realidad por el bautismo con Jesucristo en la muerte, no viven según la
carne, sino que despojados del hombre viejo, y vestidos del nuevo, que
está creado según Dios, pasan a ser inocentes, sin mancha, puros, sin
culpa, y amigos de Dios, sus herederos y partícipes con Jesucristo de la
herencia de Dios; de manera que nada puede retardarles su entrada en
el cielo. Confiesa no obstante, y cree este santo Concilio, que queda en
los bautizados, la concupiscencia, o fomes, que como dejada para
ejercicio, no puede dañar a los que no consienten, y la resisten
varonilmente con la gracia de Jesucristo: por el contrario, aquel será
coronado que legítimamente peleare. La santa Sínodo declara, que la
Iglesia católica jamás ha entendido que esta concupiscencia, llamada
alguna vez pecado por el Apóstol san Pablo, tenga este nombre, porque
sea verdadera y propiamente pecado en los renacidos por el bautismo;
sino porque dimana del pecado, e inclina a él. Si alguno sintiese lo
contrario; sea excomulgado.

Declara no obstante el mismo santo Concilio, que no es su intención


comprender en este decreto, en que se trata del pecado original, a la
bienaventurada, e inmaculada virgen María, madre de Dios; sino que se
observen las constituciones del Papa Sixto IV de feliz memoria, las mismas que
renueva; bajo las penas contenidas en las mismas constituciones.
LA JUSTIFICACIÓN

DECRETO SOBRE LA JUSTIFICACIÓN


Habiéndose difundido en estos tiempos, no sin pérdida de muchas almas, y
grave detrimento de la unidad de la Iglesia, ciertas doctrinas erróneas sobre la
Justificación; el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento,
congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido a nombre de
nuestro santísimo Padre y señor en Cristo, Paulo por la divina providencia Papa
III de este nombre, por los reverendísimos señores Juan María de Monte,
Obispo de Palestina, y Marcelo, Presbítero del título de santa Cruz en
Jerusalén, Cardenales de la santa Iglesia Romana, y Legados Apostólicos a
latere, se propone declarar a todos los fieles cristianos, a honra y gloria de Dios
omnipotente, tranquilidad de la Iglesia, y salvación de las almas, la verdadera
y sana doctrina de la Justificación, que el sol de justicia Jesucristo, autor y
consumador de nuestra fe enseñó, comunicaron sus Apóstoles, y
perpetuamente ha retenido la Iglesia católica inspirada por el Espíritu Santo;
prohibiendo con el mayor rigor, que ninguno en adelante se atreva a creer,
predicar o enseñar de otro modo que el que se establece y declara en el
presente decreto.

CAP. I.- QUE LA NATURALEZA Y LA LEY NO PUEDEN JUSTIFICAR A LOS


HOMBRES.

Ante todas estas cosas declara el santo Concilio, que para entender bien y
sinceramente la doctrina de la Justificación, es necesario conozcan todos y
confiesen, que habiendo perdido todos los hombres la inocencia en la
prevaricación de Adán, hechos inmundos, y como el Apóstol dice, hijos de ira
por naturaleza, según se expuso en el decreto del pecado original; en tanto
grado eran esclavos del pecado, y estaban bajo el imperio del demonio, y de
la muerte, que no sólo los gentiles por las fuerzas de la naturaleza, pero ni aun
los Judíos por la misma letra de la ley de Moisés, podrían levantarse, o lograr
su libertad; no obstante que el libre albedrío no estaba extinguido en ellos,
aunque sí debilitadas sus fuerzas, e inclinado al mal.
CAP. II.- DE LA MISIÓN Y MISTERIO DE LA VENIDA DE CRISTO.

Con este motivo el Padre celestial, Padre de misericordias, y Dios de todo


consuelo, envió a los hombres, cuando llegó aquella dichosa plenitud de
tiempo, a Jesucristo, su hijo, manifestado, y prometido a muchos santos
Padres antes de la ley, y en el tiempo de ella, para que redimiese los Judíos
que vivían en la ley, y los gentiles que no aspiraban a la santidad, la lograsen,
y todos recibiesen la adopción de hijos. A este mismo propuso Dios por
reconciliador de nuestros pecados, mediante la fe en su pasión, y no sólo de
nuestros pecados, sino de los de todo el mundo.

CAP. III.- QUIÉNES SE JUSTIFICAN POR JESUCRISTO.

No obstante, aunque Jesucristo murió por todos, no todos participan del


beneficio de su muerte, sino sólo aquellos a quienes se comunican los méritos
de su pasión. Porque así como no nacerían los hombres efectivamente
injustos, si no naciesen propagados de Adan; pues siendo concebidos por él
mismo, contraen por esta propagación su propia injusticia; del mismo modo,
si no renaciesen en Jesucristo, jamás serían justificados; pues en esta
regeneración se les confiere por el mérito de la pasión de Cristo, la gracia con
que se hacen justos. Por este beneficio nos exhorta el Apóstol a dar siempre
gracias al Padre Eterno, que nos hizo dignos de entrar a la parte de la suerte
de los santos en la gloria, nos sacó del poder de las tinieblas, y nos transfirió al
reino de su hijo muy amado, en el que logramos la redención, y el perdón de
los pecados.

CAP. IV.- SE DA IDEA DE LA JUSTIFICACIÓN DEL PECADOR, Y DEL MODO CON


QUE SE HACE EN LA LEY DE GRACIA.

En las palabras mencionadas se insinúa la descripción de la justificación del


pecador: de suerte que es tránsito del estado en que nace el hombre hijo del
primer Adan, al estado de gracia y de adopción de los hijos de Dios por el
segundo Adan Jesucristo nuestro Salvador. Esta traslación, o tránsito no se
puede lograr, después de promulgado el Evangelio, sin el bautismo, o sin el
deseo de él; según está escrito: No puede entrar en el reino de los cielos sino
el que haya renacido del agua, y del Espíritu Santo.
CAP. V.- DE LA NECESIDAD QUE TIENEN LOS ADULTOS DE PREPARARSE A LA
JUSTIFICACIÓN, Y DE DÓNDE PROVENGA.

Declara además, que el principio de la misma justificación de los adultos se


debe tomar de la gracia divina, que se les anticipa por Jesucristo: esto es, de
su llamamiento, por el que son llamados sin mérito ninguno suyo; de suerte
que los que eran enemigos de Dios por sus pecados, se dispongan por su
gracia, que los excita y ayuda para convertirse a su propia justificación,
asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia; de modo que tocando
Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el mismo
hombre deje de obrar alguna cosa, admitiendo aquella inspiración, pues puede
desecharla; ni sin embargo pueda moverse sin la gracia divina a la justificación
en la presencia de Dios por sola su libre voluntad. De aquí es, que cuando se
dice en las sagradas letras: Convertíos a mí, y me convertiré a vosotros; se nos
avisa de nuestra libertad; y cuando respondemos: Conviértenos a ti, Señor, y
seremos convertidos; confesamos que somos prevenidos por la divina gracia.
CAP. VI.- MODO DE ESTA PREPARACIÓN.

Dispónense, pues, para la justificación, cuando movidos y ayudados por la


gracia divina, y concibiendo la fe por el oído, se inclinan libremente a Dios,
creyendo ser verdad lo que sobrenaturalmente ha revelado y prometido; y en
primer lugar, que Dios justifica al pecador por su gracia adquirida en la
redención por Jesucristo; y en cuanto reconociéndose por pecadores, y
pasando del temor de la divina justicia, que últimamente los contrista, a
considerar la misericordia de Dios, conciben esperanzas, de que Dios los mirará
con misericordia por la gracia de Jesucristo, y comienzan a amarle como fuente
de toda justicia; y por lo mismo se mueven contra sus pecados con cierto odio
y detestación; esto es, con aquel arrepentimiento que deben tener antes del
bautismo; y en fin, cuando proponen recibir este sacramento, empezar una
vida nueva, y observar los mandamientos de Dios. De esta disposición es de la
que habla la Escritura, cuando dice: El que se acerca a Dios debe creer que le
hay, y que es remunerador de los que le buscan. Confía, hijo, tus pecados te
son perdonados. Y, el temor de Dios ahuyenta al pecado. Y también: Haced
penitencia, y reciba cada uno de vosotros el bautismo en el nombre de
Jesucristo para la remisión de vuestros pecados, y lograréis el don del Espíritu
Santo. Igualmente: Id pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándolas a observar
cuanto os he encomendado. En fin: Preparad vuestros corazones para el Señor.
CAP. VII.- QUE SEA LA JUSTIFICACIÓN DEL PECADOR, Y CUÁLES SUS CAUSAS.

A esta disposición o preparación se sigue la justificación en sí misma: que no


sólo es el perdón de los pecados, sino también la santificación y renovación del
hombre interior por la admisión voluntaria de la gracia y dones que la siguen;
de donde resulta que el hombre de injusto pasa a ser justo, y de enemigo a
amigo, para ser heredero en esperanza de la vida eterna. Las causas de esta
justificación son: la final, la gloria de Dios, y de Jesucristo, y la vida eterna. La
eficiente, es Dios misericordioso, que gratuitamente nos limpia y santifica,
sellados y ungidos con el Espíritu Santo, que nos está prometido, y que es
prenda de la herencia que hemos de recibir. La causa meritoria, es su muy
amado unigénito Jesucristo, nuestro Señor, quien por la excesiva caridad con
que nos amó, siendo nosotros enemigos, nos mereció con su santísima pasión
en el árbol de la cruz la justificación, y satisfizo por nosotros a Dios Padre. La
instrumental, además de estas, es el sacramento del bautismo, que es
sacramento de fe, sin la cual ninguno jamás ha logrado la justificación.
Ultimamente la única causa formal es la santidad de Dios, no aquella con que
él mismo es santo, sino con la que nos hace santos; es a saber, con la que
dotados por él, somos renovados en lo interior de nuestras almas, y no sólo
quedamos reputados justos, sino que con verdad se nos llama así, y lo somos,
participando cada uno de nosotros la santidad según la medida que le reparte
el Espíritu Santo, como quiere, y según la propia disposición y cooperación de
cada uno. Pues aunque nadie se puede justificar, sino aquel a quien se
comunican los méritos de la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, no
obstante, se logra en la justificación del pecador, cuando por el mérito de la
misma santísima pasión se difunde el amor de Dios por medio del Espíritu
Santo en los corazones de los que se justifican, y queda inherente en ellos.
Resulta de aquí que en la misma justificación, además de la remisión de los
pecados, se difunden al mismo tiempo en el hombre por Jesucristo, con quien
se une, la fe, la esperanza y la caridad; pues la fe, a no agregársele la esperanza
y caridad, ni lo une perfectamente con Cristo, ni lo hace miembro vivo de su
cuerpo. Por esta razón se dice con suma verdad: que la fe sin obras es muerta
y ociosa; y también: que para con Jesucristo nada vale la circuncisión, ni la falta
de ella, sino la fe que obra por la caridad. Esta es aquella fe que por tradición
de los Apóstoles, piden los Catecúmenos a la Iglesia antes de recibir el
sacramento del bautismo, cuando piden la fe que da vida eterna; la cual no
puede provenir de la fe sola, sin la esperanza ni la caridad. De aquí es, que
inmediatamente se les dan por respuesta las palabras de Jesucristo: Si quieres
entrar en el cielo, observa los mandamientos. En consecuencia de esto, cuando
reciben los renacidos o bautizados la verdadera y cristiana santidad, se les
manda inmediatamente que la conserven en toda su pureza y candor como la
primera estola, que en lugar de la que perdió Adan por su inobediencia, para
sí y sus hijos, les ha dado Jesucrito con el fin de que se presenten con ella ante
su tribunal, y logren la salvación eterna.

CAP. VIII.- CÓMO SE ENTIENDE QUE EL PECADOR SE JUSTIFICA POR LA FE, Y


GRATUITAMENTE.

Cuando dice el Apóstol que el hombre se justifica por la fe, y gratuitamente;


se deben entender sus palabras en aquel sentido que adoptó, y ha expresado
el perpetuo consentimiento de la Iglesia católicaa; es a saber, que en tanto se
dice que somos justificados por la fe, en cuanto esta es principio de la salvación
del hombre, fundamento y raíz de toda justificación, y sin la cual es imposible
hacerse agradables a Dios, ni llegar a participar de la suerte de hijos suyos. En
tanto también se dice que somos justificados gratuitamente, en cuanto
ninguna de las cosas que preceden a la justificación, sea la fe, o sean las obras,
merece la gracia de la justificación: porque si es gracia, ya no proviene de las
obras: de otro modo, como dice el Apóstol, la gracia no sería gracia.

CAP. IX.- CONTRA LA VANA CONFIANZA DE LOS HEREJES.

Mas aunque sea necesario creer que los pecados ni se perdonan, ni jamás se
han perdonado, sino gratuitamente por la misericordia divina, y méritos de
Jesucristo; sin embargo no se puede decir que se perdonan, o se han
perdonado a ninguno que haga ostentación de su confianza, y de la
certidumbre de que sus pecados le están perdonados, y se fíe sólo en esta:
pues puede hallarse entre los herejes y cismáticos, o por mejor decir, se halla
en nuestros tiempos, y se preconiza con grande empeño contra la Iglesia
católica, esta confianza vana, y muy ajena de toda piedad. Ni tampoco se
puede afirmar que los verdaderamente justificados deben tener por cierto en
su interior, sin el menor género de duda, que están justificados; ni que nadie
queda absuelto de sus pecados, y se justifica, sino el que crea con certidumbre
que está absuelto y justificado; ni que con sola esta creencia logra toda su
perfección el perdón y justificación; como dando a entender, que el que no
creyese esto, dudaría de las promesas de Dios, y de la eficacia de la muerte y
resurrección de Jesucristo. Porque así como ninguna persona piadosa debe
dudar de la misericordia divina, de los méritos de Jesucristo, ni de la virtud y
eficacia de los sacramentos: del mismo modo todos pueden recelarse y temer
respecto de su estado en gracia, si vuelven la consideración a sí mismos, y a su
propia debilidad e indisposición; pues nadie puede saber con la certidumbre
de su fe, en que no cabe engaño, que ha conseguido la gracia de Dios.

CAP. X.- DEL AUMENTO DE LA JUSTIFICACIÓN YA OBTENIDA.

Justificados pues así, hechos amigos y domésticos de Dios, y caminando de


virtud en virtud, se renuevan, como dice el Apóstol, de día en día; esto es, que
mortificando su carne, y sirviéndose de ella como de instrumento para
justificarse y santificarse, mediante la observancia de los mandamientos de
Dios, y de la Iglesia, crecen en la misma santidad que por la gracia de Cristo
han recibido, y cooperando la fe con las buenas obras, se justifican más; según
está escrito: El que es justo, continúe justificándose. Y en otra parte: No te
receles de justificarte hasta la muerte. Y además: Bien veis que el hombre se
justifica por sus obras, y no solo por la fe. Este es el aumento de santidad que
pide la Iglesia cuando ruega: Danos, Señor, aumento de fe, esperanza y
caridad.

CAP. XI.- DE LA OBSERVANCIA DE LOS MANDAMIENTOS, Y DE CÓMO ES


NECESARIO Y POSIBLE OBSERVARLOS.

Pero nadie, aunque esté justificado, debe persuadirse que está exento de la
observancia de los mandamientos, ni valerse tampoco de aquellas voces
temerarias, y prohibidas con anatema por los Padres, es a saber: que la
observancia de los preceptos divinos es imposible al hombre justificado.
Porque Dios no manda imposibles; sino mandando, amonesta a que hagas lo
que puedas, y a que pidas lo que no puedas; ayudando al mismo tiempo con
sus auxilios para que puedas; pues no son pesados los mandamientos de aquel,
cuyo yugo es suave, y su carga ligera. Los que son hijos de Dios, aman a Cristo;
y los que le aman, como él mismo testifica, observan sus mandamientos. Esto
por cierto, lo pueden ejecutar con la divina gracia; porque aunque en esta vida
mortal caigan tal vez los hombres, por santos y justos que sean, a lo menos en
pecados leves y cotidianos, que también se llaman veniales; no por esto dejan
de ser justos; porque de los justos es aquella voz tan humilde como verdadera:
Perdónanos nuestras deudas. Por lo que tanto más deben tenerse los mismos
justos por obligados a andar en el camino de la santidad, cuanto ya libres del
pecado, pero alistados entre los siervos de Dios, pueden, viviendo sobria, justa
y piadosamente, adelantar en su aprovechamiento con la gracia de Jesucristo,
qu fue quien les abrió la puerta para entrar en esta gracia. Dios por cierto, no
abandona a los que una vez llegaron a justificarse con su gracia, como estos no
le abandonen primero. En consecuencia, ninguno debe engreírse porque
posea sola la fe, persuadiéndose de que sólo por ella está destinado a ser
heredero, y que ha de conseguir la herencia, aunque no sea partícipe con
Cristo de su pasión, para serlo también de su gloria; pues aun el mismo Cristo,
como dice el Apóstol: Siendo hijo de Dios aprendió a ser obediente en las
mismas cosas que padeció, y consumada su pasión, pasó a ser la causa de la
salvación eterna de todos los que le obedecen. Por esta razón amonesta el
mismo Apóstol a los justificados, diciendo: ¿Ignoráis que los que corren en el
circo, aunque todos corren, uno solo es el que recibe el premio? Corred, pues,
de modo que lo alcancéis. Yo en efecto corro, no como a objeto incierto; y
peleo, no como quien descarga golpes en el aire; sino mortifico mi cuerpo, y lo
sujeto; no sea que predicando a otros, yo me condene. Además de esto, el
Príncipe de los Apóstoles san Pedro dice: Anhelad siempre por asegurar con
vuestras buenas obras vuestra vocación y elección; pues procediendo así,
nunca pecaréis. De aquí consta que se oponen a la doctrina de la religión
católica los que dicen que el justo peca en toda obra buena, a lo menos
venialmente, o lo que es más intolerable, que merece las penas del infierno;
así como los que afirman que los justos pecan en todas sus obras, si alentando
en la ejecución de ellas su flojedad, y exhortándose a correr en la palestra de
esta vida, se proponen por premio la bienaventuranza, con el objeto de que
principalmente Dios sea glorificado; pues la Escritura dice: Por la recompensa
incliné mi corazón a cumplir tus mandamientos que justifican. Y de Moisés dice
el Apóstol, que tenía presente, o aspiraba a la remuneración.

CAP. XII.- DEBE EVITARSE LA PRESUNCIÓN DE CREER TEMERARIAMENTE SU


PROPIA PREDESTINACIÓN.

Ninguno tampoco, mientras se mantiene en esta vida mortal, debe estar tan
presuntuosamente persuadido del profundo misterio de la predestinación
divina, que crea por cierto es seguramente del número de los predestinados;
como si fuese constante que el justificado, o no puede ya pecar, o deba
prometerse, si pecare, el arrepentimiento seguro; pues sin especial revelación,
no se puede sabe quiénes son los que Dios tiene escogidos para sí.
CAP. XIII.- DEL DON DE LA PERSEVERANCIA.

Lo mismo se ha de creer acerca del don de la perseverancia, del que dice la


Escritura: El que perseverare hasta el fin, se salvará: lo cual no se puede
obtener de otra mano que de la de aquel que tiene virtud de asegurar al que
está en pie para que continúe así hasta el fin, y de levantar al que cae. Ninguno
se prometa cosa alguna cierta con seguridad absoluta; no obstante que todos
deben poner, y asegurar en los auxilios divinos la más firme esperanza de su
salvación. Dios por cierto, a no ser que los hombres dejen de corresponder a
su gracia, así como principió la obra buena, la llevará a su perfección, pues es
el que causa en el hombre la voluntad de hacerla, y la ejecución y perfección
de ella. No obstante, los que se persuaden estar seguros, miren no caigan; y
procuren su salvación con temor y temblor, por medio de trabajos, vigilias,
limosnas, oraciones, oblaciones, ayunos y castidad: pues deben estar poseídos
de temor, sabiendo que han renacido a la esperanza de la gloria, mas todavía
no han llegado a su posesión saliendo de los combates que les restan contra la
carne, contra el mundo y contra el demonio; en los que no pueden quedar
vencedores sino obedeciendo con la gracia de Dios al Apóstol san Pablo, que
dice: Somos deudores, no a la carne para que vivamos según ella: pues si
viviéreis según la carne, moriréis; mas si mortificareis con el espíritu las
acciones de la carne, viviréis.

CAP. XIV.- DE LOS JUSTOS QUE CAEN EN PECADO, Y DE SU REPARACIÓN.

Los que habiendo recibido la gracia de la justificación, la perdieron por el


pecado, podrán otra vez justificarse por los méritos de Jesucristo, procurando,
excitados con el auxilio divino, recobrar la gracia perdida, mediante el
sacramento de la Penitencia. Este modo pues de justificación, es la reparación
o restablecimiento del que ha caído en pecado; la misma que con mucha
propiedad han llamado los santos Padres segunda tabla después del naufragio
de la gracia que perdió. En efecto, por los que después del bautismo caen en
el pecado, es por los que estableció Jesucristo el sacramento de la Penitencia,
cuando dijo: Recibid el Espíritu Santo: a los que perdonáreis los pecados, les
quedan perdonados; y quedan ligados los de aquellos que dejeis sin perdonar.
Por esta causa se debe enseñar, que es mucha la diferencia que hay entre la
penitencia del hombre cristiano después de su caída, y la del bautismo; pues
aquella no sólo incluye la separación del pecado, y su detestación, o el corazón
contrito y humillado; sino también la confesión sacramental de ellos, a lo
menos en deseo para hacerla a su tiempo, y la absolución del sacerdote; y
además de estas, la satisfacción por medio de ayunos, limosnas, oraciones y
otros piadosos ejercicios de la vida espiritual: no de la pena eterna, pues esta
se perdona juntamente con la culpa o por el sacramento, o por el deseo de él;
sino de la pena temporal, que según enseña la sagrada Escritura, no siempre,
como sucede en el bautismo, se perdona toda a los que ingratos a la divina
gracia que recibieron, contristaron al Espíritu Santo, y no se avergonzaron de
profanar el templo de Dios. De esta penitencia es de la que dice la Escritura:
Ten presente de qué estado has caído: haz penitencia, y ejecuta las obras que
antes. Y en otra parte: La tristeza que es según Dios, produce una penitencia
permanente para conseguir la salvación. Y además: Haced penitencia, y haced
frutos dignos de penitencia.

CAP. XV.- CON CUALQUIER PECADO MORTAL SE PIERDE LA GRACIA, PERO NO


LA FE.

Se ha de tener también por cierto, contra los astutos ingenios de algunos que
seducen con dulces palabras y bendiciones los corazones inocentes, que la
gracia que se ha recibido en la justificación, se pierde no solamente con la
infidelidad, por la que perece aún la misma fe, sino también con cualquiera
otro pecado mortal, aunque la fe se conserve: defendiendo en esto la doctrina
de la divina ley, que excluye del reino de Dios, no sólo los infieles, sino también
los fieles que caen en la fornicación, los adúlteros, afeminados, sodomitas,
ladrones, avaros, vinosos, maldicientes, arrebatadores, y todos los demás que
caen en pecados mortales; pues pueden abstenerse de ellos con el auxilio de
la divina gracia, y quedan por ellos separados de la gracia de Cristo.

CAP. XVI.- DEL FRUTO DE LA JUSTIFICACIÓN; ESTO ES, DEL MÉRITO DE LAS
BUENAS OBRAS, Y DE LA ESENCIA DE ESTE MISMO MÉRITO.

A las personas que se hayan justificado de este modo, ya conserven


perpetuamente la gracia que recibieron, ya recobren la que perdieron, se
deben hacer presentes las palabras del Apóstol san Pablo: Abundad en toda
especie de obras buenas; bien entendidos de que vuestro trabajo no es en
vano para con Dios; pues no es Dios injusto de suerte que se olvide de vuestras
obras, ni del amor que manifestásteis en su nombre. Y: No perdáis vuestra
confianza, que tiene un gran galardón. Y esta es la causa porque a los que
obran bien hasta la muerte, y esperan en Dios, se les debe proponer la vida
eterna, ya como gracia prometida misericordiosamente por Jesucristo a los
hijos de Dios, ya como premio con que se han de recompensar fielmente,
según la promesa de Dios, los méritos y buenas obras. Esta es, pues, aquella
corona de justicia que decía el Apóstol le estaba reservada para obtenerla
después de su contienda y carrera, la misma que le había de adjudicar el justo
Juez, no solo a él, sino también a todos los que desean su santo advenimiento.
Pues como el mismo Jesucristo difunda perennemente su virtud en los
justificados, como la cabeza en los miembros, y la cepa en los sarmientos; y
constante que su virtud siempre antecede, acompaña y sigue a las buenas
obras, y sin ella no podrían ser de modo alguno aceptas ni meritorias ante Dios;
se debe tener por cierto, que ninguna otra cosa falta a los mismos justificados
para creer que han satisfecho plenamente a la ley de Dios con aquellas mismas
obras que han ejecutado, según Dios, con proporción al estado de la vida
presente; ni para que verdaderamente hayan merecido la vida eterna (que
conseguirán a su tiempo, si murieren en gracia): pues Cristo nuestro Salvador
dice: Si alguno bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed por toda la
eternidad, sino logrará en sí mismo una fuente de agua que corra por toda la
vida eterna. En consecuencia de esto, ni se establece nuestra justificación
como tomada de nosotros mismos, ni se desconoce, ni desecha la santidad que
viene de Dios; pues la santidad que llamamos nuestra, porque estando
inherente en nosotros nos justifica, esa misma es de Dios: porque Dios nos la
infunde por los méritos de Cristo. Ni tampoco debe omitirse, que aunque en la
sagrada Escritura se de a las buenas obras tanta estimación, que promete
Jesucristo no carecerá de su premio el que de a uno de sus pequeñuelos de
beber agua fría; y testifique el Apóstol, que el peso de la tribulación que en
este mundo es momentáneo y ligero, nos da en el cielo un excesivo y eterno
peso de gloria; sin embargo no permita Dios que el cristiano confíe, o se gloríe
en sí mismo, y no en el Señor; cuya bondad es tan grande para con todos los
hombres, que quiere sean méritos de estos los que son dones suyos. Y por
cuanto todos caemos en muchas ofensas, debe cada uno tener a la vista así
como la misericordia y bondad, la severidad y el juicio: sin que nadie sea capaz
de calificarse a sí mismo, aunque en nada le remuerda la conciencia; pues no
se ha de examinar ni juzgar toda la vida de los hombres en tribunal humano,
sino en el de Dios, quien iluminará los secretos de las tinieblas, y manifestará
los designios del corazón y entonces logrará cada uno la alabanza y
recompensa de Dios, quien, como está escrito, les retribuirá según sus obras.

Después de explicada esta católica doctrina de la justificación, tan necesaria,


que si alguno no la admitiere fiel y firmemente, no se podrá justificar, ha
decretado el santo Concilio agregar los siguientes cánones, para que todos
sepan no sólo lo que deben adoptar y seguir, sino también lo que han de evitar
y huir.

CÁNONES SOBRE LA JUSTIFICACIÓN


Can. I. Si alguno dijere, que el hombre se puede justificar para con Dios por sus
propias obras, hechas o con solas las fuerzas de la naturaleza, o por la doctrina
de la ley, sin la divina gracia adquirida por Jesucristo; sea excomulgado.

 Can. II. Si alguno dijere, que la divina gracia, adquirida por Jesucristo, se
confiere únicamente para que el hombre pueda con mayor facilidad vivir
en justicia, y merecer la vida eterna; como si por su libre albedrío, y sin
la gracia pudiese adquirir uno y otro, aunque con trabajo y dificultad;
sea excomulgado.

 Can. III. Si alguno dijere, que el hombre, sin que se le anticipe la


inspiración del Espíritu Santo, y sin su auxilio, puede creer, esperar,
amar, o arrepentirse según conviene, para que se le confiera la gracia
de la justificación; sea excomulgado.

 Can. IV. Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre movido y
excitado por Dios, nada coopera asintiendo a Dios que le excita y llama
para que se disponga y prepare a lograr la gracia de la justificación; y
que no puede disentir, aunque quiera, sino que como un ser inanimado,
nada absolutamente obra, y solo se ha como sujeto pasivo; sea
excomulgado.

 Can. V. Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre está perdido y
extinguido después del pecado de Adan; o que es cosa de solo nombre,
o más bien nombre sin objeto, y en fin ficción introducida por el
demonio en la Iglesia; sea excomulgado.
 Can. VI. Si alguno dijere, que no está en poder del hombre dirigir mal su
vida, sino que Dios hace tanto las malas obras, como las buenas, no sólo
permitiéndolas, sino ejecutándolas con toda propiedad, y por sí mismo;
de suerte que no es menos propia obra suya la traición de Judas, que la
vocación de san Pablo; sea excomulgado.

 Can. VII. Si alguno dijere, que todas las obras ejecutadas antes de la
justificación, de cualquier modo que se hagan, son verdaderamente
pecados, o merecen el odio de Dios; o que con cuanto mayor ahinco
procura alguno disponerse a recibir la gracia, tanto más gravemente
peca; sea excomulgado.

 Can. VIII. Si alguno dijere, que el temor del infierno, por el cual
doliéndonos de los pecados, nos acogemos a la misericordia de Dios, o
nos abstenemos de pecar, es pecado, o hace peores a los pecadores; sea
excomulgado.

 Can. IX. Si alguno dijere, que el pecador se justifica con sola la fe,
entendiendo que no se requiere otra cosa alguna que coopere a
conseguir la gracia de la justificación; y que de ningún modo es necesario
que se prepare y disponga con el movimiento de su voluntad; sea
excomulgado.

 Can. X. Si alguno dijere, que los hombres son justos sin aquella justicia
de Jesucristo, por la que nos mereció ser justificados, o que son
formalmente justos por aquella misma; sea excomulgado.

 Can. XI. Si alguno dijere que los hombres se justifican o con sola la
imputación de la justicia de Jesucristo, o con solo el perdón de los
pecados, excluida la gracia y caridad que se difunde en sus corazones, y
queda inherente en ellos por el Espíritu Santo; o también que la gracia
que nos justifica, no es otra cosa que el favor de Dios; sea excomulgado.

 Can. XII. Si alguno dijere, que la fe justificante no es otra cosa que la


confianza en la divina misericordia, que perdona los pecados por
Jesucristo; o que sola aquella confianza es la que nos justifica; sea
excomulgado.
 Can. XIII. Si alguno dijere, que es necesario a todos los hombres para
alcanzar el perdón de los pecados creer con toda certidumbre, y sin la
menor desconfianza de su propia debilidad e indisposición, que les están
perdonados los pecados; sea excomulgado.

 Can. XIV. Si alguno dijere, que el hombre queda absuelto de los pecados,
y se justifica precisamente porque cree con certidumbre que está
absuelto y justificado; o que ninguno lo está verdaderamente sino el que
cree que lo está; y que con sola esta creencia queda perfecta la
absolución y justificación; sea excomulgado.

 Can. XV. Si alguno dijere, que el hombre renacido y justificado está


obligado a creer de fe que él es ciertamente del número de los
predestinados; sea excomulgado.

 Can. XVI. Si alguno dijere con absoluta e infalible certidumbre, que


ciertamente ha de tener hasta el fin el gran don de la perseverancia, a
no saber esto por especial revelación; sea excomulgado.

 Can. XVII. Si alguno dijere, que no participan de la gracia de la


justificación sino los predestinados a la vida eterna; y que todos los
demás que son llamados, lo son en efecto, pero no reciben gracia, pues
están predestinados al mal por el poder divino; sea excomulgado.

 Can. XVIII. Si alguno dijere, que es imposible al hombre aun justificado y


constituido en gracia, observar los mandamientos de Dios; sea
excomulgado.

 Can. XIX. Si alguno dijere, que el Evangelio no intima precepto alguno


más que el de la fe, que todo lo demás es indiferente, que ni está
mandado, ni está prohibido, sino que es libre; o que los diez
mandamientos no hablan con los cristianos; sea excomulgado.

 Can. XX. Si alguno dijere, que el hombre justificado, por perfecto que
sea, no está obligado a observar los mandamientos de Dios y de la
Iglesia, sino sólo a creer; como si el Evangelio fuese una mera y absoluta
promesa de la salvación eterna sin la condición de guardar los
mandamientos; sea excomulgado.

 Can. XXI. Si alguno dijere, que Jesucristo fue enviado por Dios a los
hombres como redentor en quien confíen, pero no como legislador a
quien obedezcan; sea excomulgado.

 Can. XXII. Si alguno dijere, que el hombre justificado puede perseverar


en la santidad recibida sin especial auxilio de Dios, o que no puede
perseverar con él; sea excomulgado.

 Can. XXIII. Si alguno dijere, que el hombre una vez justificado no puede
ya más pecar, ni perder la gracia, y que por esta causa el que cae y peca
nunca fue verdaderamente justificado; o por el contrario que puede
evitar todos los pecados en el discurso de su vida, aun los veniales, a no
ser por especial privilegio divino, como lo cree la Iglesia de la
bienaventurada virgen María; sea excomulgado.

 Can. XXIV. Si alguno dijere, que la santidad recibida no se conserva, ni


tampoco se aumenta en la presencia de Dios, por las buenas obras; sino
que estas son únicamente frutos y señales de la justificación que se
alcanzó, pero no causa de que se aumente; sea excomulgado.

 Can. XXV. Si alguno dijere, que el justo peca en cualquiera obra buena
por lo menos venialmente, o lo que es más intolerable, mortalmente, y
que merece por esto las penas del infierno; y que si no se condena por
ellas, es precisamente porque Dios no le imputa aquellas obras para su
condenación; sea excomulgado.

 Can. XXVI. Si alguno dijere, que los justos por las buenas obras que hayan
hecho según Dios, no deben aguardar ni esperar de Dios retribución
eterna por su misericordia, y méritos de Jesucristo, si perseveraren
hasta la muerte obrando bien, y observando los mandamientos divinos;
sea excomulgado.

 Can. XXVII. Si alguno dijere, que no hay más pecado mortal que el de la
infidelidad, o que, a no ser por este, con ningún otro, por grave y enorme
que sea, se pierde la gracia que una vez se adquirió; sea excomulgado.
 Can. XXVIII. Si alguno dijere, que perdida la gracia por el pecado, se
pierde siempre, y al mismo tiempo la fe; o que la fe que permanece no
es verdadera fe, bien que no sea fe viva; o que el que tiene fe sin caridad
no es cristiano; sea excomulgado.

 Can. XXIX. Si alguno dijere, que el que peca después del bautismo no
puede levantarse con la gracia de Dios; o que ciertamente puede, pero
que recobra la santidad perdida con sola la fe, y sin el sacramento de la
penitencia, contra lo que ha profesado, observado y enseñado hasta el
presente la santa Romana, y universal Iglesia instruida por nuestro
Señor Jesucristo y sus Apóstoles; sea excomulgado.

 Can. XXX. Si alguno dijere, que recibida la gracia de la justificación, de tal


modo se le perdona a todo pecador arrepentido la culpa, y se le borra el
reato de la pena eterna, que no le queda reato de pena alguna temporal
que pagar, o en este siglo, o en el futuro en el purgatorio, antes que se
le pueda franquear la entrada en el reino de los cielos; sea excomulgado.

 Can. XXXI. Si alguno dijere, que el hombre justificado peca cuando obra
bien con respecto a remuneración eterna; sea excomulgado.

 Can. XXXII. Si alguno dijere, que las buenas obras del hombre justificado
de tal modo son dones de Dios, que no son también méritos buenos del
mismo justo; o que este mismo justificado por las buenas obras que
hace con la gracia de Dios, y méritos de Jesucristo, de quien es miembro
vivo, no merece en realidad aumento de gracia, la vida eterna, ni la
consecución de la gloria si muere en gracia, como ni tampoco el
aumento de la gloria; sea excomulgado.

 Can. XXXIII. Si alguno dijere, que la doctrina católica sobre la justificación


expresada en el presente decreto por el santo Concilio, deroga en
alguna parte a la gloria de Dios, o a los méritos de Jesucristo nuestro
Señor; y no más bien que se ilustra con ella la verdad de nuestra fe, y
finalmente la gloria de Dios, y de Jesucristo; sea excomulgado.
LOS SACRAMENTOS

DECRETO SOBRE LOS SACRAMENTOS


Para perfección de la saludable doctrina de la justificación, promulgada con
unánime consentimiento de los Padres, en la Sesión próxima antecedente; ha
parecido oportuno tratar de los santos Sacramentos de la Iglesia, por los que
o comienza toda verdadera santidad, o comenzada se aumenta, o perdida se
recobra. Con este motivo, y con el fin de disipar los errores, y extirpar las
herejías, que en este tiempo se han suscitado acerca de los santos
Sacramentos, en parte de las herejías antiguamente condenadas por los
Padres, y en parte de las que se han inventado de nuevo, que son en extremo
perniciosas a la pureza de la Iglesia católica, y a la salvación de las almas; el
sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado
legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido por los mismos Legados de la
Sede Apostólica, insistiendo en la doctrina de la sagrada Escritura, en las
tradiciones Apostólicas, y consentimiento de otros concilios, y de los Padres,
ha creído deber establecer y decretar los presentes cánones, ofreciendo
publicar después, con el auxilio del Espíritu Santo, los demás que faltan para la
perfección de la obra comenzada.

CÁNONES DE LOS SACRAMENTOS EN


COMÚN
 Can. I. Si alguno dijere, que los Sacramentos de la nueva ley no fueron
todos instituidos por Jesucristo nuestro Señor; o que son más o menos
que siete, es a saber: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia,
Extremaunción, Orden y Matrimonio; o también que alguno de estos
siete no es Sacramento con toda verdad, y propiedad; sea excomulgado.

 Can. II. Si alguno dijere, que estos mismos Sacramentos de la nueva ley
no se diferencian de los sacramentos de la ley antigua, sino en cuanto
son distintas ceremonias, y ritos externos diferentes; sea excomulgado.
 Can. III. Si alguno dijere, que estos siete Sacramentos son tan iguales
entre sí, que por circunstancia ninguna es uno más digno que otro; sea
excomulgado.

 Can. IV. Si alguno dijere, que los Sacramentos de la nueva ley no son
necesarios, sino superfluos para salvarse; y que los hombres sin ellos, o
sin el deseo de ellos, alcanzan de Dios por sola la fe, la gracia de la
justificación; bien que no todos sean necesarios a cada particular; sea
excomulgado.

 Can. V. Si alguno dijere, que se instituyeron estos Sacramentos con solo


el preciso fin de fomentar la fe; sea excomulgado.

 Can. VI. Si alguno dijere, que los Sacramentos de la nueva ley no


contienen en sí la gracia que significan; o que no confieren esta misma
gracia a los que no ponen obstáculo; como si sólo fuesen señales
extrínsecas de la gracia o santidad recibida por la fe, y ciertos distintivos
de la profesión de cristianos, por los cuales se diferencian entre los
hombres los fieles de los infieles; sea excomulgado.

 Can. VII. Si alguno dijere, que no siempre, ni a todos se da gracia por


estos Sacramentos, en cuanto está de parte de Dios, aunque los reciban
dignamente; sino que la dan alguna vez, y a algunos; sea excomulgado.

 Can. VIII. Si alguno dijere, que por los mismos Sacramentos de la nueva
ley no se confiere gracia ex opere operato, sino que basta para
conseguirla sola la fe en las divinas promesas; sea excomulgado.

 Can. IX. Si alguno dijere, que por los tres Sacramentos, Bautismo,
Confirmación y Orden, no se imprime carácter en el alma, esto es, cierta
señal espiritual e indeleble, por cuya razón no se pueden reiterar estos
Sacramentos; sea excomulgado.

 Can. X. Si alguno dijere, que todos los cristianos tienen potestad de


predicar, y de administrar todos los Sacramentos; sea excomulgado.
 Can. XI. Si alguno dijere, que no se requiere en los ministros cuando
celebran, y confieren los Sacramentos, intención de hacer por lo menos
lo mismo que hace la Iglesia; sea excomulgado.

 Can. XII. Si alguno dijere, que el ministro que está en pecado mortal no
efectúa Sacramento, o no lo confiere, aunque observe cuantas cosas
esenciales pertenecen a efectuarlo o conferirlo; sea excomulgado.

 Can. XIII. Si alguno dijere, que se pueden despreciar u omitir por


capricho y sin pecado por los ministros, los ritos recibidos y aprobados
por la Iglesia católica, que se acostumbran practicar en la administración
solemne de los Sacramentos; o que cualquier Pastor de las iglesias
puede mudarlos en otros nuevos; sea excomulgado.

CÁNONES DEL SACRAMENTO DEL BAUTISMO


 Can. I. Si alguno dijere, que el bautismo de san Juan tuvo la misma
eficacia que el Bautismo de Cristo; sea excomulgado.

 Can. II. Si alguno dijere, que el agua verdadera y natural no es necesaria


para el sacramento del Bautismo, y por este motivo torciere a algún
sentido metafórico aquellas palabras de nuestro Señor Jesucristo: Quien
no renaciere del agua, y del Espíritu Santo; sea excomulgado.

 Can. III. Si alguno dijere, que no hay en la Iglesia Romana, madre y


maestra de todas las iglesias, verdadera doctrina sobre el sacramento
del Bautismo; sea excomulgado.

 Can. IV. Si alguno dijere, que el Bautismo, aun el que confieren los
herejes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, con
intención de hacer lo que hace la Iglesia, no es verdadero Bautismo; sea
excomulgado.

 Can. V. Si alguno dijere, que el Bautismo es arbitrario, esto es, no preciso


para conseguir la salvación; sea excomulgado.
 Can. VI. Si alguno dijere, que el bautizado no puede perder la gracia,
aunque quiera, y por más que peque; como no quiera dejar de creer;
sea excomulgado.

 Can. VII. Si alguno dijere, que los bautizados sólo están obligados en
fuerza del mismo Bautismo a guardar la fe, pero no a la observancia de
toda la ley de Jesucristo; sea excomulgado.

 Can. VIII. Si alguno dijere, que los bautizados están exentos de la


observancia de todos los preceptos de la santa Iglesia, escritos, o de
tradición, de suerte que no estén obligados a observarlos, a no querer
voluntariamente someterse a ellos; sea excomulgado.

 Can. IX. Si alguno dijere, que de tal modo se debe inculcar en los
hombres la memoria del Bautismo que recibieron, que lleguen a
entender son írritos en fuerza de la promesa ofrecida en el Bautismo,
todos los votos hechos después de él, como si por ellos se derogase a la
fe que profesaron, y al mismo Bautismo; sea excomulgado.

 Can. X. Si alguno dijere, que todos los pecados cometidas después del
Bautismo, se perdonan, o pasan a ser veniales con solo el recuerdo, y fe
del Bautismo recibido; sea excomulgado.

 Can. XI. Si alguno dijere, que el Bautismo verdadero, y debidamente


administrado se debe reiterar al que haya negado la fe de Jesucristo
entre los infieles cuando se convierte a penitencia; sea excomulgado.

 Can. XII. Si alguno dijere, que nadie se debe bautizar sino de la misma
edad que tenía Cristo cuando fue bautizado, o en el mismo artículo de
la muerte; sea excomulgado.

 Can. XIII. Si alguno dijere, que los párvulos después de recibido el


Bautismo, no se deben contar entre los fieles, por cuanto no hacen acto
de fe, y que por esta causa se deben rebautizar cuando lleguen a la edad
y uso de la razón: o que es más conveniente dejar de bautizarlos, que el
conferirles el Bautismo en sola la fe de la Iglesia, sin que ellos crean con
acto suyo propio; sea excomulgado.
 Can. XIV. Si alguno dijere, que se debe preguntar a los mencionados
párvulos cuando lleguen al uso de la razón, si quieren dar por bien hecho
lo que al bautizarlos prometieron los padrinos en su nombre, y que si
respondieren que no, se les debe dejar a su arbitrio, sin precisarlos entre
tanto a vivir cristianamente con otra pena mas que separarlos de la
participación de la Eucaristía, y demás Sacramentos, hasta que se
conviertan; sea excomulgado.

CÁNONES DEL SACRAMENTO DE LA


CONFIRMACIÓN
 Can. I. Si alguno dijere, que la Confirmación de los bautizados es
ceremonia inútil, y no por el contrario, verdadero y propio Sacramento;
o dijere, que no fue antiguamente mas que cierta instrucción en que los
niños próximos a entrar en la adolescencia, exponían ante la Iglesia los
fundamentos de su fe; sea excomulgado.

 Can. II. Si alguno dijere, que son injuriosos al Espíritu Santo los que
atribuyen alguna virtud al sagrado crisma de la Confirmación; sea
excomulgado.

 Can. III. Si alguno dijere, que el ministro ordinario de la santa


Confirmación, es no solo el Obispo sino cualquier mero sacerdote; sea
excomulgado.
EL SANTÍSIMO SACRAMENTO
DE LA EUCARISTÍA

DECRETO SOBRE EL SANTISIMO


SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA
Aunque el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado
legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido por los mismos Legado y
Nuncios de la santa Sede Apostólica, se ha juntado no sin particular dirección
y gobierno del Espíritu Santo, con el fin de exponer la verdadera doctrina sobre
la fe y Sacramentos, y con el de poner remedio a todas las herejías, y a otros
gravísimos daños, que al presente afligen lastimosamente la Iglesia de Dios, y
la dividen en muchos y varios partidos; ha tenido principalmente desde los
principios por objeto de sus deseos, arrancar de raíz la zizaña de los execrables
errores y cismas, que el demonio ha sembrado en estos nuestros calamitosos
tiempos sobre la doctrina de fe, uso y culto de la sacrosanta Eucristía, la misma
que por otra parte dejó nuestro Salvador en su Iglesia, como símbolo de su
unidad y caridad, queriendo que con ella estuviesen todos los cristianos juntos
y reunidos entre sí. En consecuencia pues, el mismo sacrosanto Concilio
enseñando la misma sana y sincera doctrina sobre este venerable y divino
sacramento de la Eucaristía, que siempre ha retenido, y conservará hasta el fin
de los siglos la Iglesia católica, instruida por Jesucristo nuestro Señor y sus
Apóstoles, y enseñada por el Espíritu Santo, que incesantemente le sugiere
toda verdad; prohibe a todos los fieles cristianos, que en adelante se atrevan
a creer, enseñar o predicar respecto de la santísima Eucaristía de otro modo
que el que se explica y define en el presente decreto.

CAP. I.- DE LA PRESENCIA REAL DE JESUCRISTO NUESTRO SEÑOR EN EL


SANTÍSIMO SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA.

En primer lugar enseña el santo Concilio, y clara y sencillamente confiesa, que


después de la consagración del pan y del vino, se contiene en el saludable
sacramento de la santa Eucaristía verdadera, real y substancialmente nuestro
Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo las especies de aquellas cosas
sensibles; pues no hay en efecto repugnancia en que el mismo Cristo nuestro
Salvador este siempre sentado en el cielo a la diestra del Padre según el modo
natural de existir, y que al mismo tiempo nos asista sacramentalmente con su
presencia, y en su propia substancia en otros muchos lugares con tal modo de
existir, que aunque apenas lo podemos declarar con palabras, podemos no
obstante alcanzar con nuestro pensamiento ilustrado por la fe, que es posible
a Dios, y debemos firmísimamente creerlo. Así pues han profesado
clarísimamente todos nuestros antepasados, cuantos han vivido en la
verdadera Iglesia de Cristo, y han tratado de este santísimo y admirable
Sacramento; es a saber, que nuestro Redentor lo instituyó en la última cena,
cuando después de haber bendecido el pan y el vino; testificó a sus Apóstoles
con claras y enérgicas palabras, que les daba su propio cuerpo y su propia
sangre. Y siendo constante que dichas palabras, mencionadas por los santos
Evangelistas, y repetidas después por el Apóstol san Pablo, incluyen en sí
mismas aquella propia y patentísima significación, según las han entendido los
santos Padres; es sin duda execrable maldad, que ciertos hombres
contenciosos y corrompidos las tuerzan, violenten y expliquen en sentido
figurado, ficticio o imaginario; por el que niegan la realidad de la carne y sangre
de Jesucristo, contra la inteligencia unánime de la Iglesia, que siendo columna
y apoyo de verdad, ha detestado siempre como diabólicas estas ficciones
excogitadas por hombres impíos, y conservado indeleble la memoria y gratitud
de este tan sobresaliente beneficio que Jesucristo nos hizo.

CAP. II.- DEL MODO CON QUE SE INSTITUYÓ ESTE SANTÍSIMO SACRAMENTO.

Estando, pues, nuestro Salvador para partirse de este mundo a su Padre,


instituyó este Sacramento, en el cual como que echó el resto de las riquezas
de su divino amor para con los hombres dejándonos un monumento de sus
maravillas, y mandándonos que al recibirle recordásemos con veneración su
memoria, y anunciásemos su muerte hasta tanto que el mismo vuelva a juzgar
al mundo. Quiso además que se recibiese este Sacramento como un manjar
espiritual de las almas, con el que se alimenten y conforten los que viven por
la vida del mismo Jesucristo, que dijo: Quien me come, vivirá por mí; y como
un antídoto con que nos libremos de las culpas veniales, y nos preservemos de
las mortales. Quiso también que fuese este Sacramento una prenda de nuestra
futura gloria y perpetua felicidad, y consiguientemente un símbolo, o
significación de aquel único cuerpo, cuya cabeza es él mismo, y al que quiso
estuviésemos unidos estrechamente como miembros, por meido de la
segurísima unión de la fe, la esperanza y la caridad, para que todos
confesásemos una misma cosa, y no hubiese cismas entre nosotros.

CAP. III.- DE LA EXCELENCIA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO DE LA


EUCARISTÍA, RESPECTO DE LOS DEMÁS SACRAMENTOS.

Es común por cierto a la santísima Eucaristía con los demás Sacramentos, ser
símbolo o significación de una cosa sagrada, y forma o señal visible de la gracia
invisible; no obstante se halla en él la excelencia y singularidad de que los
demás Sacramentos entoncs comienzan a tener la eficacia de santificar cuando
alguno usa de ellos; mas en la Eucaristía existe el mismo autor de la santidad
antes de comunicarse: pues aun no habían recibido los Apóstoles la Eucaristía
de mano del Señor, cuando él mismo afirmó con toda verdad, que lo que les
daba era su cuerpo. Y siempre ha subsistido en la Iglesia de Dios esta fe, de
que inmediatamente después de la consagración, existe bajo las especies de
pan y vino el verdadero cuerpo de nuestro Señor, y su verdadera sangre,
juntamente con su alma y divinidad: el cuerpo por cierto bajo la especie de
pan, y la sangre bajo la especie de vino, en virtud de las palabras; mas el mismo
cuerpo bajo la especie de vino, y la sangre bajo la de pan, y el alma bajo las
dos, en fuerza de aquella natural conexión y concomitancia, por la que están
unidas entre sí las partes de nuestro Señor Jesucristo, que ya resucitó de entre
los muertos para no volver a morir; y la divinidad por aquella su admirable
unión hipostática con el cuerpo y con el alma. Por esta causa es certísimo que
se contiene tanto bajo cada una de las dos especies, como bajo de ambas
juntas; pues existe Cristo todo, y entero bajo las especies de pan, y bajo
cualquiera parte de esta especie: y todo también existe bajo la especie de vino
y de sus partes.

CAP. IV.- DE LA TRANSUBSTANCIACIÓN.

Mas por cuanto dijo Jesucristo nuestro Redentor, que era verdaderamente su
cuerpo lo que ofrecía bajo la especie de pan, ha creído por lo mismo
perpetuamente la Iglesia de Dios, y lo mismo declara ahora de nuevo este
mismo santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino, se convierte
toda la substancia del pan en la substancia del cuerpo de nuestro Señor
Jesucristo, y toda la substancia del vino en la substancia de su sangre, cuya
conversión ha llamado oportuna y propiamente Transubstanciación la santa
Iglesia católica.
CAP. V.- DEL CULTO Y VENERACIÓN QUE SE DEBE DAR A ESTE SANTÍSIMO
SACRAMENTO.

No queda, pues, motivo alguno de duda en que todos los fieles cristianos
hayan de venerar a este santísimo Sacramento, y prestarle, según la
costumbre siempre recibida en la Iglesia católica, el culto de latría que se debe
al mismo Dios. Ni se le debe tributar menos adoración con el pretexto de que
fue instituido por Cristo nuestro Señor para recibirlo; pues creemos que está
presente en él aquel mismo Dios de quien el Padre Eterno, introduciéndole en
el mundo, dice: Adórenle todos los Angeles de Dios; el mismo a quien los
Magos postrados adoraron; y quien finalmente, según el testimonio de la
Escritura, fue adorado por los Apóstoles en Galilea. Declara además el santo
Concilio, que la costumbre de celebrar con singular veneración y solemnidad
todos los años, en cierto día señalado y festivo, este sublime y venerable
Sacramento, y la de conducirlo en procesiones honorífica y reverentemente
por las calles y lugares públicos, se introdujo en la Iglesia de Dios con mucha
piedad y religión. Es sin duda muy justo que haya señalados algunos días de
fiesta en que todos los cristianos testifiquen con singulares y exquisitas
demostraciones la gratitud y memoria de sus ánimos respecto del dueño y
Redentor de todos, por tan inefable, y claramente divino beneficio, en que se
representan sus triunfos, y la victoria que alcanzó de la muerte. Ha sido por
cierto debido, que la verdad victoriosa triunfe de tal modo de la mentira y
herejía, que sus enemigos a vista de tanto esplendor, y testigos del grande
regocijo de la Iglesia universal, o debilitados y quebrantados se consuman de
envidia, o avergonzados y confundidos vuelvan alguna vez sobre sí.

CAP. VI.- QUE SE DEBE RESERVAR EL SACRAMENTO DE LA SAGRADA


EUCARISTÍA, Y LLEVAR A LOS ENFERMOS.

Es tan antigua la costumbre de guardar en el sagrario la santa Eucaristía, que


ya se conocía en el siglo en que se celebró el concilio Niceno. Es constante, que
a más de ser muy conforme a la equidad y razón, se halla mandado en muchos
concilios, y observado por costumbre antiquísima de la Iglesia católica, que se
conduzca la misma sagrada Eucaristía para administrarla a los enfermos, y que
con este fin se conserve cuidadosamente en las iglesias. Por este motivo
establece el santo Concilio, que absolutamente debe mantenerse tan
saludable y necesaria costumbre.
CAP. VII.- DE LA PREPARACIÓN QUE DEBE PRECEDER PARA RECIBIR
DIGNAMENTE LA SAGRADA EUCARISTÍA.

Si no es decoroso que nadie se presente a ninguna de las demás funciones


sagradas, sino con pureza y santidad; cuanto más notoria es a las personas
cristianas la santidad y divinidad de este celeste Sacramento, con tanta mayor
diligencia por cierto deben procurar presentarse a recibirle con grande respeto
y santidad; principalmente constándonos aquellas tan terribles palabras del
Apóstol san Pablo: Quien come y bebe indignamente, come y bebe su
condenación; pues no hace diferencia entre el cuerpo del Señor y otros
manjares. Por esta causa se ha de traer a la memoria del que quiera comulgar
el precepto del mismo Apóstol: Reconózcase el hombre a sí mismo. La
costumbre de la Iglesia declara que es necesario este examen, para que
ninguno sabedor de que está en pecado mortal, se pueda acercar, por muy
contrito que le parezca hallarse, a recibir la sagrada Eucaristía, sin disponerse
antes con la confesión sacramental; y esto mismo ha decretado este santo
Concilio observen perpetuamente todos los cristianos, y también los
sacerdotes, a quienes correspondiere celebrar por obligación, a no ser que les
falte confesor. Y si el sacerdote por alguna urgente necesidad celebrare sin
haberse confesado, confiese sin dilación luego que pueda.

CAP. VIII.- DEL USO DE ESTE ADMIRABLE SACRAMENTO.

Con mucha razón y prudencia han distinguido nuestros Padres respecto del
uso de este Sacramento tres modos de recibirlo. Enseñaron, pues, que algunos
lo reciben sólo sacramentalmente, como son los pecadores; otros sólo
espiritualmente, es a saber, aquellos que recibiendo con el deseo este celeste
pan, perciben con la viveza de su fe, que obra por amor, su fruto y utilidades;
los terceros son los que le reciben sacramental y espiritualmente a un mismo
tiempo; y tales son los que se preparan y disponen antes de tal modo, que se
presentan a esta divina mesa adornados con las vestiduras nupciales. Mas al
recibirlo sacramentalmente siempre ha sido costumbre de la Iglesia de Dios,
que los legos tomen la comunión de mano de los sacerdotes, y que los
sacerdotes cuando celebran, se comulguen a sí mismos: costumbre que con
mucha razón se debe mantener, por provenir de tradición apostólica.
Finalmente el santo Concilio amonesta con paternal amor, exhorta, ruega y
suplica por las entrañas de misericordia de Dios nuestro Señor a todos, y a cada
uno de cuantos se hallan alistados bajo el nombre de cristianos, que lleguen
finalmente a convenirse y conformarse en esta señal de unidad, en este
vínculo de caridad, y en este símbolo de concordia; y acordándose de tan
suprema majestad, y del amor tan extremado de Jesucristo nuestro Señor, que
dio su amada vida en precio de nuestra salvación, y su carne para que nos
sirviese de alimento; crean y veneren estos sagrados misterios de su cuerpo y
sangre, con fe tan constante y firme, con tal devoción de ánimo, y con tal
piedad y reverencia, que puedan recibir con frecuencia aquel pan
sobresubstancial, de manera que sea verdaderamente vida de sus almas, y
salud perpetua de sus entendimientos, para que confortados con el vigor que
de él reciban, puedan llegar del camino de esta miserable peregrinación a la
patria celestial, para comer en ella sin ningún disfraz ni velo el mismo pan de
Angeles, que ahora comen bajo las sagradas especies. Y por cuanto no basta
exponer las verdades, si no se descubren y refutan los errores; ha tenido a bien
este santo Concilio añadir los cánones siguientes, para que conocida ya la
doctrina católica, entiendan también todos cuáles son las herejías de que
deben guardarse, y deben evitar.

CÁNONES SOBRE EL SANTISIMO


SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA
 Can. I. Si alguno negare, que en el santísimo sacramento de la Eucaristía
se contiene verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre
juntamente con el alma y divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y por
consecuencia todo Cristo; sino por el contrario dijere, que solamente
está en él como en señal o en figura, o virtualmente; sea excomulgado.

 Can. II. Si alguno dijere, que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía


queda substancia de pan y de vino juntamente con el cuerpo y sangre
de nuestro Señor Jesucristo; y negare aquella admirable y singular
conversión de toda la substancia del pan en el cuerpo, y de toda la
substancia del vino en la sangre, permaneciendo solamente las especies
de pan y vino; conversión que la Iglesia católica propísimamente llama
Transubstanciación; sea excomulgado.

 Can. III. Si alguno negare, que en el venerable sacramento de la


Eucaristía se contiene todo Cristo en cada una de las especies, y
divididas estas, en cada una de las partículas de cualquiera de las dos
especies; sea excomulgado.

 Can. IV. Si alguno dijere, que hecha la consagración no está el cuerpo y


la sangre de nuestro Señor Jesucristo en el admirable sacramento de la
Eucaristía, sino solo en el uso, mientras que se recibe, pero no antes, ni
después; y que no permanece el verdadero cuerpo del Señor en las
hostias o partículas consagradas que se reservan, o quedan después de
la comunión; sea excomulgado.

 Can. V. Si alguno dijere, o que el principal fruto de la sacrosanta


Eucaristía es el perdón de los pecados, o que no provienen de ella otros
efectos; sea excomulgado.

 Can. VI. Si alguno dijere, que en el santo sacramento de la Eucaristía no


se debe adorar a Cristo, hijo unigénito de Dios, con el culto de latría, ni
aun con el externo; y que por lo mismo, ni se debe venerar con peculiar
y festiva celebridad; ni ser conducido solemnemente en procesiones,
según el loable y universal rito y costumbre de la santa Iglesia; o que no
se debe exponer públicamente al pueblo para que le adore, y que los
que le adoran son idólatras; sea excomulgado.

 Can. VII. Si alguno dijere, que no es lícito reservar la sagrada Eucaristía


en el sagrario, sino que inmediatamente después de la consagración se
ha de distribuir de necesidad a los que estén presentes; o dijere que no
es lícito llevarla honoríficamente a los enfermos; sea excomulgado.

 Can. VIII. Si alguno dijere, que Cristo, dado en la Eucaristía, sólo se recibe
espiritualmente, y no también sacramental y realmente; sea
excomulgado.

 Can. IX. Si alguno negare, que todos y cada uno de los fieles cristianos
de ambos sexos, cuando hayan llegado al completo uso de la razón,
están obligados a comulgar todos los años, a lo menos en Pascua florida,
según el precepto de nuestra santa madre la Iglesia; sea excomulgado.

 Can. X. Si alguno dijere, que no es lícito al sacerdote que celebra


comulgarse a sí mismo; sea excomulgado.
 Can. XI. Si alguno dijere, que sola la fe es preparación suficiente para
recibir el sacramento de la santísima Eucaristía; sea excomulgado. Y para
que no se reciba indignamente tan grande Sacramento, y por
consecuencia cause muerte y condenación; establece y declara el
mismo santo Concilio, que los que se sienten gravados con conciencia
de pecado mortal, por contritos que se crean, deben para recibirlo,
anticipar necesariamente la confesión sacramental, habiendo confesor.
Y si alguno presumiere enseñar, predicar o afirmar con pertinacia lo
contrario, o también defenderlo en disputas públicas, quede por el
mismo caso excomulgado.

LOS SACRAMENTOS DE LA
PENITENCIA Y LA
EXTREMAUNCIÓN

DOCTRINA SOBRE EL SACRAMENTO DE LA


PENITENCIA
No obstante que el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento,
congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos
Legado y Nuncios de la santa Sede Apostólica, ha hablado latamente, en el
decreto sobre la Justificación, del sacramento de la Penitencia, con alguna
necesidad por la conexión que tienen ambas materias; sin embargo, es tanta y
tan varia la multitud de errores que hay en nuestro tiempo acerca de la
Penitencia, que será muy conducente a la utilidad pública, dar más completa
y exacta definición de este Sacramento; en la que demostrados y exterminados
con el auxilio del Espíritu Santo todos los errores, quede clara y evidente la
verdad católica; la misma que este santo Concilio al presente propone a todos
los cristianos para que perpetuamente la observen.
CAP. I.- DE LA NECESIDAD E INSTITUCIÓN DEL SACRAMENTO DE LA
PENITENCIA.

Si tuviesen todos los reengendrados tanto agradecimiento a Dios, que


constantemente conservasen la santidad que por su beneficio y gracia
recibieron en el Bautismo; no habría sido necesario que se hubiese instituido
otro sacramento distinto de este, para lograr el perdón de los pecados. Mas
como Dios, abundante en su misericordia, conoció nuestra debilidad;
estableció también remedio para la vida de aquellos que después se
entregasen a la servidumbre del pecado, y al poder o esclavitud del demonio;
es a saber, el sacramento de la Penitencia, por cuyo medio se aplica a los que
pecan después del Bautismo el beneficio de la muerte de Cristo. Fue en efecto
necesaria la penitencia en todos tiempos para conseguir la gracia y
justificación a todos los hombres que hubiesen incurrido en la mancha de
algún pecado mortal, y aun a los que pretendiesen purificarse con el
sacramento del Bautismo; de suerte que abominando su maldad, y
enmendándose de ella, detestasen tan grave ofensa de Dios, reuniendo el
aborrecimiento del pecado con el piadoso dolor de su corazón. Por esta causa
dice el Profeta: Convertíos, y haced penitencia de todos vuestros pecados: y
con esto no os arrastrará la iniquidad a vuestra perdición. También dijo el
Señor: Si no hiciéreis penitencia, todos sin excepción pereceréis. Y el Príncipe
de los Apóstoles san Pedro decía, recomendando la penitencia a los pecadores
que habían de recibir el Bautismo: Haced penitencia, y recibid todos el
Bautismo. Es de advertir, que la penitencia no era sacramento antes de la
venida de Cristo, ni tampoco lo es después de esta, respecto de ninguno que
no hay sido bautizado. El Señor, pues, estableció principalmente el sacramento
de la Penitencia, cuando resucitado de entre los muertos sopló sobre sus
discípulos, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo: los pecados de aquellos que
perdonáreis, les quedan perdonados; y quedan ligados los de aquellos que no
perdonáreis. De este hecho tan notable, y de estas tan claras y precisas
palabras, ha entendido siempre el universal consentimiento de todos los PP.
que se comunicó a los Apóstoles, y a sus legítimos sucesores el poder de
perdonar, y de retener los pecados al reconciliarse los fieles que han caído en
ellos después del Bautismo; y en consecuencia reprobó y condenó con mucha
razón la Iglesia católica como herejes a los Novicianos, que en los tiempos
antiguos negaron pertinazmente el poder de perdonar los pecados. Y esta es
la razón porque este santo Concilio, al mismo tiempo que aprueba y recibe
este verdaderísimo sentido de aquellas palabras del Señor, condena las
interpretaciones imaginarias de los que falsamente las tuercen, contra la
institución de este Sacramento, entendiéndolas de la potestad de predicar la
palabra de Dios, y de anunciar el Evangelio de Jesucristo.

CAP. II.- DE LA DIFERENCIA ENTRE EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y EL


BAUTISMO.

Se conoce empero por muchas razones, que este Sacramento se diferencia del
Bautismo; porque además de que la materia y la forma, con las que se
completa la esencia del Sacramento, son en extremo diversas; consta
evidentemente que el ministro del Bautismo no debe ser juez; pues la Iglesia
no ejerce jurisdicción sobre las personas que no hayan entrado antes en ella
por la puerta del Bautismo. ¿Qué tengo yo que ver, dice el Apóstol, sobre el
juicio de los que están fuera de la Iglesia? No sucede lo mismo respecto de los
que ya viven dentro de la fe, a quienes Cristo nuestro Señor llegó a hacer
miembros de su cuerpo, lavándolos con el agua del Bautismo; pues no quiso
que si estos después se contaminasen con alguna culpa, se purificaran
repitiendo el Bautismo, no siendo esto lícito por razón alguna en la Iglesia
católica; sino que quiso se presentasen como reos ante el tribunal de la
Penitencia, para que por la sentencia de los sacerdotes pudiesen quedar
absueltos, no sola una vez, sino cuantas recurriesen a él arrepentidos de los
pecados que cometieron. Además de esto; uno es el fruto del Bautismo, y otro
el de la Penitencia; pues vistiéndonos de Cristo por el Bautismo, pasamos a ser
nuevas criaturas suyas, consiguiendo plena y entera remisión de los pecados;
mas por medio del sacramento de la Penitencia no podemos llegar de modo
alguno a esta renovación e integridad, sin muchas lágrimas y trabajos de
nuestra parte, por pedirlo así la divina justicia: de suerte que con razón
llamaron los santos PP. a la Penitencia especie de Bautismo de trabajo y
aflicción. En consecuencia, es tan necesario este sacramento de la Penitencia
a los que han pecado después del Bautismo, para conseguir la salvación, como
lo es el mismo Bautismo a los que no han sido reengendrados.

CAP. III.- DE LAS PARTES Y FRUTO DE ESTE SACRAMENTO.

Enseña además de esto el santo Concilio, que la forma del sacramento de la


Penitencia, en la que principalmente consiste su eficacia, se encierra en
aquellas palabras del ministro: Ego te absolvo, etc., a las que loablemente se
añaden ciertas preces por costumbre de la santa Iglesia; mas de ningún modo
miran estas a la esencia de la misma forma, ni tampoco son necesarias para la
administración del mismo Sacramento. Son empero como su propia materia
los actos del mismo penitente; es a saber, la Contrición, la Confesión y la
Satisfacción; y por tanto se llaman partes de la Penitencia, por cuanto se
requieren de institución divina en el penitente para la integridad del
Sacramento, y para el pleno y perfecto perdón de los pecados. Mas la obra y
efecto de este Sacramento, por lo que toca a su virtud y eficacia, es sin duda
la reconciliación con Dios; a la que suele seguirse algunas veces en las personas
piadosas, y que reciben con devoción este Sacramento, la paz y serenidad de
conciencia, así como un extraordinario consuelo de espíritu. Y enseñando el
santo Concilio esta doctrina sobre las partes y efectos de la Penitencia,
condena al mismo tiempo las sentencias de los que pretenden que los terrores
que atormentan la conciencia, y la fe son las partes de este Sacramento.

CAP. IV.- DE LA CONTRICIÓN.

La Contrición, que tiene el primer lugar entre los actos del penitente ya
mencionado, es un intenso dolor y detestación del pecado cometido, con
propósito de no pecar en adelante. En todos tiempos ha sido necesario este
movimiento de Contrición, para alcanzar el perdón de los pecados; y en el
hombre que ha delinquido después del Bautismo, lo va últimamente
preparando hasta lograr la remisión de sus culpas, si se agrega a la Contrición
la confianza en la divina misericordia, y el propósito de hacer cuantas cosas se
requieren para recibir bien este Sacramento. Declara, pues, el santo Concilio,
que esta Contrición incluye no sólo la separación del pecado, y el propósito y
principio efectivo de una vida nueva, sino también el aborrecimiento de la
antigua, según aquellas palabras de la Escritura: Echad de vosotros todas
vuestras iniquidades con las que habeis prevaricado; y formaos un corazón
nuevo, y un espíritu nuevo. Y en efecto, quien considerare aquellos clamores
de los santos: Contra ti solo pequé, y en tu presencia cometí mis culpas: Estuve
oprimido en medio de mis gemidos; regaré con lágrimas todas las noches de
mi lecho: Repasaré en tu presencia con amargura de mi alma todo el discurso
de mi vida; y otros clamores de la misma especie; comprenderá fácilmente que
dimanaron todos estos de un odio vehemente de la vida pasada, y de una
detestación grande de las culpas. Enseña además de esto, que aunque suceda
alguna vez que esta Contrición sea perfecta por la caridad, y reconcilie al
hombre con Dios, antes que efectivamente se reciba el sacramento de la
Penitencia; sin embargo no debe atribuirse la reconciliación a la misma
Contrición, sin el propósito que se incluye en ella de recibir el Sacramento.
Declara también que la Contrición imperfecta, llamada atrición, por cuanto
comúnmente procede o de la consideración de la fealdad del pecado, o del
miedo del infierno, y de las penas; como excluya la voluntad de pecar con
esperanza de alcanzar el perdón; no sólo no hace al hombre hipócrita y mayor
pecador, sin que también es don de Dios, e impulso del Espíritu Santo, que
todavía no habita en el penitente, pero si sólo le mueve, y ayudado con él el
penitente se abre camino para llegar a justificarse. Y aunque no pueda por sí
mismo sin el sacramento de la Penitencia conducir el pecador a la justificación;
lo dispone no obstante para que alcance la gracia de Dios en el sacramento de
la Penitencia. En efecto aterrados útilmente con este temor os habitantes de
Nínive, hicieron penitencia con la predicación de Jonás, llena de miedos y
terrores, y alcanzaron misericordia de Dios. En este supuesto falsamente
calumnian algunos a los escritores católicos, como si enseñasen que el
sacramento de la Penitencia confiere la gracia sin movimiento bueno de los
que la reciben: error que nunca ha enseñado ni pensado la Iglesia de Dios; y
del mismo modo enseñan con igual falsedad, que la Contrición es un acto
violento, y sacado por fuerza, no libre, ni voluntario.

CAP. V.- DE LA CONFESIÓN.

De la institución que queda explicada del sacramento de la Penitencia ha


entendido siempre la Iglesia universal, que el Señor instituyó también la
Confesión entera de los pecados, y que es necesaria de derecho divino a todos
los que han pecado después de haber recibido el Bautismo; porque estando
nuestro Señor Jesucristo para subir de la tierra al cielo, dejó los sacerdotes sus
vicarios como presidentes y jueces, a quienes se denunciasen todos los
pecados mortales en que cayesen los fieles cristianos, para que con esto
diesen, en virtud de la potestad de las llaves, la sentencia del perdón, o
retención de los pecados. Consta, pues, que no han podido los sacerdotes
ejercer esta autoridad de jueces sin conocimiento de la causa, ni proceder
tampoco con equidad en la imposición de las penas, si los penitentes solo les
hubiesen declarado en general, y no en especie, e individualmente sus
pecados. De esto se colige, que es necesario que los penitentes expongan en
la Confesión todas las culpas mortales de que se acuerdan, después de un
diligente examen, aunque sean absolutamente ocultas, y solo cometidas
contra los dos últimos preceptos del Decálogo; pues algunas veces dañan estas
mas gravemente al alma, y son más peligrosas que las que se han cometido
externamente. Respecto de las veniales, por las que no quedamos excluidos
de la gracia de Dios, y en las que caemos con frecuencia; aunque se proceda
bien, provechosamente y sin ninguna presunción, exponiéndolas en la
Confesión; lo que demuestra el uso de las personas piadosas; no obstante se
pueden callar sin culpa, y perdonarse con otros muchos remedios. Mas como
todos los pecados mortales, aun los de solo pensamiento, son los que hacen a
los hombres hijos de ira, y enemigos de Dios; es necesario recurrir a Dios
también por el perdón de todos ellos, confesándolos con distinción y
arrepentimiento. En consecuencia, cuando los fieles cristianos se esmeran en
confesar todos los pecados de que se acuerdan, los proponen sin duda todos
a la divina misericordia con el fin de que se los perdone. Los que no lo hacen
así, y callan algunos a sabiendas, nada presentan que perdonar a la bondad
divina por medio del sacerdote; porque si el enfermo tiene vergüenza de
manifestar su enfermedad al médico, no puede curar la medicina lo que no
conoce. Coligese además de esto, que se deben explicar también en la
Confesión aquellas circunstancias que mudan la especie de los pecados; pues
in ellas no pueden los penitentes exponer íntegramente los mismos pecados,
ni tomar los jueces conocimiento de ellos; ni puede darse que lleguen a formar
exacto juicio de su gravedad, ni a imponer a los penitentes la pena
proporcionada a ellos. Por esta causa es fuera de toda razón enseñar que han
sido inventadas estas circunstancias por hombres ociosos, o que sólo se ha de
confesar una de ellas, es a saber, la de haber pecado contra su hermano.
También es impiedad decir, que la Confesión que se manda hacer en dichos
términos, es imposible; así como llamarla potro de tormento de las
conciencias; pues es constante que sólo se pide en la Iglesia a los fieles, que
después de haberse examinado cada uno con suma diligencia, y explorado
todos los senos ocultos de su conciencia, confiese los pecados con que se
acuerde haber ofendido mortalmente a su Dios y Señor; mas los restantes de
que no se acuerda el que los examina con diligencia, se creen incluidos
generalmente en la misma Confesión. Por ellos es por los que pedimos
confiados con el Profeta: Purifícame, Señor, de mis pecados ocultos. Esta
misma dificultad de la Confesión mencionada, y la vergüenza de descubrir los
pecados, podría por cierto parecer gravosa, si no se compensase con tantas y
tan grandes utilidades y consuelos; como certísimamente logran con la
absolución todos los que se acercan con la disposición debida a este
Sacramento. Respecto de la Confesión secreta con sólo el sacerdote, aunque
Cristo no prohibió que alguno pudiese confesar públicamente sus pecados en
satisfacción de ellos, y por su propia humillación, y tanto por el ejemplo que
se da a otros como por la edificación de la Iglesia ofendida: sin embargo no hay
precepto divino de esto; ni mandaría ninguna ley humana con bastante
prudencia que se confesasen en público los delitos, en especial los secretos;
de donde se sigue, que habiendo recomendado siempre los santísimos y
antiquísimos Padres con grande y unánime consentimiento la Confesión
sacramental secreta que ha usado la santa Iglesia desde su establecimiento, y
al presente también usa; se refuta con evidencia la fútil calumnia de los que se
atreven a enseñar que no está mandada por precepto divino; que es invención
humana; y que tuvo principio de los Padres congregados en el concilio de
Letran; pues es constante que no estableció la Iglesia en este concilio que se
confesasen los fieles cristianos; estando perfectamente instruida de que la
Confesión era necesaria, y establecida por derecho divino; sino sólo ordenó en
él, que todos y cada uno cumpliesen el precepto de la Confesión a lo menos
una vez en el año, desde que llegasen al uso de la razón, por cuyo
establecimiento se observa ya en toda la Iglesia, con mucho fruto de las almas
fieles, la saludable costumbre de confesarse en el sagrado tiempo de
Cuaresma, que es particularmente acepto a Dios; costumbre que este santo
Concilio da por muy buena, y adopta como piadosa y digna de que se conserve.

CAP. VI.- DEL MINISTRO DE ESTE SACRAMENTO, Y DE LA ABSOLUCIÓN.

Respecto del ministro de este Sacramento declara el santo Concilio que son
falsas, y enteramente ajenas de la verdad evangélica, todas las doctrinas que
extienden perniciosamente el ministerio de las llaves a cualesquiera personas
que no sean Obispos ni sacerdotes, persuadiéndose que aquellas palabras del
Señor: Todo lo que ligáreis en la tierra, quedará también ligado en el cielo; y
todo lo que desatáreis en la tierra, quedará también desatado en el cielo; y
aquellas: Los pecados de aquellos que perdonaréis, les quedan perdonados, y
quedan ligados los de aquellos que no perdonáreis; se intimaron a todos los
fieles cristianos tan promiscua e indiferentemente, que cualquiera, contra la
institución de este Sacramento, tenga poder de perdonar los pecados; los
públicos por la corrección, si el corregido se conformase, y los secretos por la
Confesión voluntaria hecha a cualquiera persona. Enseña también, que aun los
sacerdotes que están en pecado mortal, ejercen como ministros de Cristo la
autoridad de perdonar los pecados, que se les confirió, cuando los ordenaron,
por virtud del Espíritu Santo; y que sienten erradamente los que pretenden
que no tienen este poder los malos sacerdotes. Porque aunque sea la
absolución del sacerdote comunicación de ajeno beneficio; sin embargo no es
solo un mero ministerio o de anunciar el Evangelio, o de declarar que los
pecados están perdonados; sino que es a manera de un acto judicial, en el que
pronuncia el sacerdote la sentencia como juez; y por esta causa no debe tener
el penitente tanta satisfacción de su propia fe, que aunque no tenga contrición
alguna, o falte al sacerdote la intención de obrar seriamente, y de absolverle
de veras, juzgue no obstante que queda verdaderamente absuelto en la
presencia de Dios por sola su fe; pues ni esta le alcanzaría perdón alguno de
sus pecados sin la penitencia; ni habría alguno, a no ser en extremo descuidado
de su salvación, que conociendo que el sacerdote le absolvía por burla, no
buscase con diligencia otro que obrase con seriedad.

CAP. VII.- DE LOS CASOS RESERVADOS.

Y por cuanto pide la naturaleza y esencia del juicio, que la sentencia recaiga
precisamente sobre súbditos; siempre ha estado persuadida la Iglesia de Dios,
y este Concilio confirma por certísima esta persuasión, que no debe ser de
ningún valor la absolución que pronuncia el sacerdote sobre personas en
quienes no tiene jurisdicción ordinaria o subdelegada. Creyeron además
nuestros santísimos PP. que era de grande importancia para el gobierno del
pueblo cristiano, que ciertos delitos de los más atroces y graves no se
absolviesen por un sacerdote cualquiera, sino sólo por los sumos sacerdotes;
y esta es la razón porque los sumos Pontífices han podido reservar a su
particular juicio, en fuerza del supremo poder que se les ha concedido en la
Iglesia universal, algunas causas sobre los delitos más graves. Ni se puede
dudar, puesto que todo lo que proviene de Dios procede con orden, que sea
lícito esto mismo a todos los Obispos, respectivamente a cada uno en su
diócesis, de modo que ceda en utilidad, y no en ruina, según la autoridad que
tienen comunicada sobre sus súbditos con mayor plenitud que los restantes
sacerdotes inferiores, en especial respecto de aquellos pecados a que va anexa
la censura de la excomunión. Es también muy conforme a la autoridad divina
que esta reserva de pecados tenga su eficacia, no sólo en el gobierno externo,
sino también en la presencia de Dios. No obstante, siempre se ha observado
con suma caridad en la Iglesia católica, con el fin de precaver que alguno se
condene por causa de estas reservas, que no haya ninguna en el artículo de la
muerte; y por tanto pueden absolver en él todos los sacerdotes a cualquiera
penitente de cualesquiera pecados y censuras. Mas no teniendo aquellos
autoridad alguna respecto de los casos reservados, fuera de aquel artículo,
procuren únicamente persuadir a los penitentes que vayan a buscar sus
legítimos superiores y jueces para obtener la absolución.

CAP. VIII.- DE LA NECESIDAD Y FRUTO DE LA SATISFACCIÓN.

Finalmente respecto de la Satisfacción, que así como ha sido la que entre todas
las partes de la Penitencia han recomendado en todos los tiempos los santos
Padres al pueblo cristiano, así también es la que principalmente impugnan en
nuestros días los que mostrando apariencia de piedad la han renunciado
interiormente; declara el santo Concilio que es del todo falso y contrario a la
palabra divina, afirmar que nunca perdona Dios la culpa sin que perdone al
mismo tiempo toda la pena. Se hallan por cierto claros e ilustres ejemplos en
la sagrada Escritura, con los que, además de la tradición divina, se refuta con
suma evidencia aquel error. La conducta de la justicia divina parece que pide,
sin género de duda, que Dios admita de diferente modo en su gracia a los que
por ignorancia pecaron antes del Bautismo, que a los que ya libres de la
servidumbre del pecado y del demonio, y enriquecidos con el don del Espíritu
Santo, no tuvieron horror de profanar con conocimiento el templo de Dios, ni
de contristar al Espíritu Santo. Igualmente corresponde a la clemencia divina,
que no se nos perdonen los pecados, sin que demos alguna satisfacción; no
sea que tomando ocasión de esto, y persuadiéndonos que los pecados son más
leves, procedamos como injuriosos, e insolentes contra el Espíritu Santo, y
caigamos en otros muchos más graves, atesorándonos de este modo la
indignación para el día de la ira. Apartan sin duda eficacísimamente del
pecado, y sirven como de freno que sujeta, estas penas satisfactorias,
haciendo a los penitentes más cautos y vigilantes para lo futuro: sirven
también de medicina para curar los resabios de los pecados, y borrar con actos
de virtudes contrarias los hábitos viciosos que se contrajeron con la mala vida.
Ni jamás ha creído la Iglesia de Dios que había camino más seguro para apartar
los castigos con que Dios amenazaba, que el que los hombres frecuentasen
estas obras de penitencia con verdadero dolor de su corazón. Agrégase a esto,
que cuando padecemos, satisfaciendo por los pecados, nos asemejamos a
Jesucristo que satisfizo por los nuestros, y de quien proviene toda nuestra
suficiencia; sacando también de esto mismo una prenda cierta de que si
padecemos con él, con él seremos glorificados. Ni esta satisfacción que damos
por nuestros pecados es en tanto grado nuestra, que no sea por Jesucristo;
pues los que nada podemos por nosotros mismos, como apoyados en solas
nuestras fuerzas, todo lo podemos por la cooperación de aquel que nos
conforta. En consecuencia de esto, no tiene el hombre por qué gloriarse; sino
por el contrario, toda nuestra complacencia proviene de Cristo; en el que
vivimos, en el que merecemos, y en el que satisfacemos, haciendo frutos
dignos de penitencia, que toman su eficacia del mismo Cristo, por quien son
ofrecidos al Padre, y por quien el Padre los acepta. Deben, pues, los sacerdotes
del Señor imponer penitencias saludables y oportunas en cuanto les dicte su
espíritu y prudencia, según la calidad de los pecados, y disposición de los
penitentes; no sea que si por desgracia miran con condescendencia sus culpas,
y proceden con mucha suavidad con los mismos penitentes, imponiéndoles
una ligerísima satisfacción por gravísimo delitos, se hagan partícipes de los
pecados ajenos. Tengan, pues, siempre a la vista, que la satisfacción que
imponen, no sólo sirva para que se mantengan en la nueva vida, y los cure de
su enfermedad, sino también para compensación y castigo de los pecados
pasados: pues los antiguos Padres creen y enseñan, que se han concedido las
llaves a los sacerdotes, no sólo para desatar, sino también para ligar. Ni por
esto creyeron fuese el sacramento de la Penitencia un tribunal de indignación
y castigos; así como tampoco ha enseñado jamás católico alguno que la
eficacia del mérito, y satisfacción de nuestro Señor Jesucristo, se podría
obscurecer, o disminuir en parte por estas nuestras satisfacciones: doctrina
que no queriendo entender los herejes modernos, en tales términos enseñan
ser la vida nueva perfectísima penitencia, que destruyen toda la eficacia, y uso
de la satisfacción.

CAP. IX.- DE LAS OBRAS SATISFACTORIAS.

Enseña además el sagrado Concilio, que es tan grande la liberalidad de la divina


beneficencia, que no sólo podemos satisfacer a Dios Padre, mediante la gracia
de Jesucristo, con las penitencias que voluntariamente emprendemos para
satisfacer por el pecado, o con las que nos impone a su arbitrio el sacerdote
con proporción al delito; sino también, lo que es grandísima prueba de su
amor, con los castigos temporales que Dios nos envía, y padecemos con
resignación.
DOCTRINA SOBRE EL SACRAMENTO DE LA
EXTREMAUNCIÓN
También ha parecido al santo Concilio añadir a la precedente doctrina de la
Penitencia, la que se sigue sobre el sacramento de la Extremaunción, que los
Padres han mirado siempre como el complemento no sólo de la Penitencia,
sino de toda la vida cristiana, que debe ser una penitencia continuada.
Respecto, pues, de su institución declara y enseña ante todas cosas, que así
como nuestro clementísimo Redentor, con el designio de que sus siervos
estuviesen provistos en todo tiempo de saludables remedios contra todos los
tiros de todos sus enemigos, les preparó en los demás Sacramentos
eficacísimos auxilios con que pudiesen los cristianos mantenerse en esta vida
libres de todo grave daño espiritual; del mismo modo fortaleció el fin de la vida
con el sacramento de la Extremaunción, como con un socorro el más seguro:
pues aunque nuestro enemigo busca, y anda a caza de ocasiones en todo el
tiempo de la vida, para devorar del modo que le sea posible nuestras almas;
ningún otro tiempo, por cierto, hay en que aplique con mayor vehemencia
toda la fuerza de sus astucias para perdernos enteramente, y si pudiera, para
hacernos desesperar de la divina misericordia, que las circunstancias en que
ve estamos próximas a salir de esta vida.

CAP. I.- DE LA INSTITUCIÓN DEL SACRAMENTO DE LA EXTREMAUNCIÓN.

Se instituyó, pues, esta sagrada Unción de los enfermos como verdadera, y


propiamente Sacramento de la nueva ley, insinuado a la verdad por Cristo
nuestro Señor, según el Evangelista san Marcos, y recomendado e intimado a
los fieles por Santiago Apóstol, y hermano del Señor. ¿Está enfermo, dice
Santiago, alguno de vosotros? Haga venir los presbíteros de la Iglesia, y oren
sobre él, ungiéndole con aceite en nombre del Señor; y la oración de fe salvará
al enfermo, y el Señor le dará alivio; y si estuviere en pecado, le será
perdonado. En estas palabras, como de la tradición Apostólica propagada de
unos en otros ha aprendido la Iglesia, enseña Santiago la materia, la forma, el
ministro propio, y el efecto de este saludable Sacramento. La Iglesia, pues, ha
entendido que la materia es el aceite bendito por el Obispo: porque la Unción
representa con mucha propiedad la gracia del Espíritu Santo, que
invisiblemente unge al alma del enfermo: y que además de esto, la forma
consiste en aquellas palabras: Por esta santa Unción, etc.
CAP. II.- DEL EFECTO DE ESTE SACRAMENTO.

El fruto, pues, y el efecto de este Sacramento, se explica en aquellas palabras:


Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor le dará alivio; y si estuviere en
pecado, le será perdonado. Este fruto, a la verdad, es la gracia del Espíritu
Santo, cuya unción purifica de los pecados, si aun todavía quedan algunos que
expiar, así como de las reliquias del pecado; alivia y fortalece al alma del
enfermo, excitando en él una confianza grande en la divina misericordia; y
alentado con ella sufre con más tolerancia las incomodidades y trabajos de la
enfermedad, y resiste más fácilmente a las tentaciones del demonio, que le
pone asechanzas para hacerle caer; y en fin le consigue en algunas ocasiones
la salud del cuerpo, cuando es conveniente a la del alma.

CAP. III.- DEL MINISTRO DE ESTE SACRAMENTO, Y EN QUÉ TIEMPO SE DEBE


ADMINISTRAR.

Y acercándonos a determinar quiénes deban ser así las personas que reciban,
como las que administren este Sacramento; consta igualmente con claridad
esta circunstancia de las palabras mencionadas: pues en ellas se declara, que
los ministros propios de la Extremaunción son los presbíteros de la Iglesia: bajo
cuyo nombre no se deben entender en el texto mencionado los mayores en
edad, o los principales del pueblo; sino o los Obispos, o los sacerdotes
ordenados legítimamente por aquellos mediante la imposición de manos
correspondiente al sacerdocio. Se declara también, que debe administrarse a
los enfermos, principalmente a los de tanto peligro, que parezcan hallarse ya
en el fin de su vida; y de aquí es que se le da nombre de Sacramento de los que
están de partida. Mas si los enfermos convalecieron después de haber recibido
esta sagrada Unción, podrán otra vez ser socorridos con auxilio de este
Sacramento cuando llegaren a otro semejante peligro de su vida. Con estos
fundamentos no hay razón alguna para prestar atención a los que enseñan,
contra tan clara y evidente sentencia del Apóstol Santiago, que esta Unción es
o ficción de los hombres, o un rito recibido de los PP., pero que ni Dios lo ha
mandado, ni incluye en sí la promesa de conferir gracia: como ni para atender
a los que aseguran que ya ha cesado; dando a entender que sólo se debe
referir a la gracia de curar las enfermedades, que hubo en la primitiva Iglesia;
ni a los que dicen que el rito y uso observado por la santa Iglesia Romana en la
administración de este Sacramento, es opuesto a la sentencia del Apóstol
Santiago, y que por esta causa se debe mudar en otro rito; ni finalmente a los
que afirman pueden los fieles despreciar sin pecado este sacramento de la
Extremaunción; porque todas estas opiniones son evidentemente contrarias a
las palabras clarísimas de tan grande Apóstol. Y ciertamente ninguna otra cosa
observa la Iglesia Romana, madre y maestra de todas las demás, en la
administración de este Sacramento, respecto de cuanto contribuye a
completar su esencia, sino lo mismo que prescribió el bienaventurado
Santiago. Ni podría por cierto menospreciarse Sacramento tan grande sin
gravísimo pecado, e injuria del mismo Espíritu Santo.

Esto es lo que profesa y enseña este santo y ecuménico Concilio sobre los
sacramentos de Penitencia y Extremaunción, y lo que propone para que lo
crean, y retengan todos los fieles cristianos. Decreta también, que los
siguientes Cánones se deben observar inviolablemente, y condena y
excomulga para siempre a los que afirmen lo contrario.

CÁNONES SOBRE EL SACRAMENTO DE LA


PENITENCIA
 CAN. I. Si alguno dijere, que la Penitencia en la Iglesia católica no es
verdadera y propiamente Sacramento, instituido por Cristo nuestro
Señor para que los fieles se reconcilien con Dios cuantas veces caigan en
pecado después del Bautismo; sea excomulgado.

 CAN. II. Si alguno, confundiendo los Sacramentos, dijere que el Bautismo


es el mismo sacramento de la Penitencia, como si estos dos
Sacramentos no fuesen distintos; y que por lo mismo no se da con
propiedad a la Penitencia el nombre de segunda tabla después de
naufragio; sea excomulgado.

 CAN. III. Si alguno dijere, que aquellas palabras de nuestro Señor y


Salvador: Recibid el Espíritu Santo: los pecados de aquellos que
perdonáreis, les quedan perdonados; y quedan ligados los de aquellos
que no perdonáreis; no deben entenderse del poder de perdonar y
retener los pecados en el sacramento de la Penitencia, como desde su
principio ha entendido siempre la Iglesia católica, antes las tuerza, y
entienda (contra la institución de este Sacramento) de la autoridad de
predicar el Evangelio; sea excomulgado.

 CAN. IV. Si alguno negare, que se requieren para el entero y perfecto


perdón de los pecados, tres actos de parte del penitente, que son como
la materia del sacramento de la Penitencia; es a saber, la Contrición, la
Confesión y la Satisfacción, que se llaman las tres partes de la
Penitencia; o dijere, que estas no son más que dos; es a saber, el terror
que, conocida la gravedad del pecado, se suscita en la conciencia, y la fe
concebida por la promesa del Evangelio, o por la absolución, según la
cual cree cualquiera que le están perdonados los pecados por Jesucristo;
sea excomulgado.

 CAN. V. Si alguno dijere, que la Contrición que se logra con el examen,


enumeración y detestación de los pecados, en la que recorre el
penitente toda su vida con amargo dolor de su corazón, ponderando la
gravedad de sus pecados, la multitud y fealdad de ellos, la pérdida de la
eterna bienaventuranza, y la pena de eterna condenación en que ha
incurrido, reuniendo el propósito de mejorar de vida, no es dolor
verdadero, ni útil, ni dispone al hombre para la gracia, sino que le hace
hipócrita, y más pecador; y últimamente que aquella Contrición es un
dolor forzado, y no libre, ni voluntario; sea excomulgado.

 CAN. VI. Si alguno negare, que la Confesión sacramental está instituida,


o es necesaria de derecho divino; o dijere, que el modo de confesar en
secreto con el sacerdote, que la Iglesia católica ha observado siempre
desde su principio, y al presente observa, es ajeno de la institución y
precepto de Jesucristo, y que es invención de los hombres; sea
excomulgado.

 CAN. VII. Si alguno dijere, que no es necesario de derecho divino


confesar en el sacramento de la Penitencia para alcanzar el perdón de
los pecados, todas y cada una de las culpas mortales de que con debido,
y diligente examen se haga memoria, aunque sean ocultas, y cometidas
contra los dos últimos preceptos del Decálogo; ni que es necesario
confesar las circunstancias que mudan la especie del pecado; sino que
esta confesión sólo es útil para dirigir, y consolar al penitente, y que
antiguamente sólo se observó para imponer penitencias canónicas; o
dijere, que los que procuran confesar todos los pecados nada quieren
dejar que perdonar a la divina misericordia; o finalmente que no es lícito
confesar los pecados veniales; sea excomulgado.

 CAN. VIII. Si alguno dijere, que la Confesión de todos los pecados, cual
la observa la Iglesia, es imposible, y tradición humana que las personas
piadosas deben abolir; o que todos y cada uno de los fieles cristianos de
uno y otro sexo no están obligados a ella una vez en el año, según la
constitución del concilio general de Letrán; y que por esta razón se ha
de persuadir a todos los fieles cristianos, que no se confiesen en tiempo
de Cuaresma; sea excomulgado.

 CAN. IX. Si alguno dijere, que la Absolución sacramental que da el


sacerdote, no es un acto judicial, sino un mero ministerio de pronunciar
y declarar que los pecados se han perdonado al penitente, con sola la
circunstancia de que crea que está absuelto; o el sacerdote le absuelva
no seriamente, sino por burla; o dijere que no se requiere la confesión
del penitente para que pueda el sacerdote absolver; sea excomulgado.

 CAN. X. Si alguno dijere, que los sacerdotes que están en pecado mortal
no tienen potestad de atar y desatar; o que no sólo los sacerdotes son
ministros de la absolución, sino que indiferentemente se dijo a todos y
a cada uno de los fieles: Todo lo que atáreis en la tierra, quedará
también atado en el cielo; y todo lo que desatáreis en la tierra, también
se desatará en el cielo; así como: Los pecados de aquellos que hayáis
perdonado, les quedan perdonados; y quedan ligados los de aquellos
que no perdonáreis: en virtud de las cuales palabras cualquiera pueda
absolver los pecados, los públicos, sólo por corrección, si el reprendido
consintiere, y los secretos por la confesión voluntaria; sea excomulgado.

 CAN. XI. Si alguno dijere, que los Obispos no tienen derecho de


reservarse casos, sino en lo que mira al gobierno exterior; y que por esta
causa la reserva de casos no impide que el sacerdote absuelva
efectivamente de los reservados; sea excomulgado.

 CAN. XII. Si alguno dijere, que Dios perdona siempre toda la pena al
mismo tiempo que la culpa, y que la satisfacción de los penitentes no es
más que la fe con que aprehenden que Jesucristo tiene satisfecho por
ellos; sea excomulgado.

 CAN. XIII. Si alguno dijere, que de ningún modo se satisface a Dios en


virtud de los méritos de Jesucristo, respecto de la pena temporal
correspondiente a los pecados, con los trabajos que el mismo nos envía,
y sufrimos con resignación, o con los que impone el sacerdote, ni aun
con los que voluntariamente emprendemos, como son ayunos,
oraciones, limosnas, u otras obras de piedad; y por tanto que la mejor
penitencia es sólo la vida nueva; sea excomulgado.

 CAN. XIV. Si alguno dijere, que las satisfacciones con que, mediante la
gracia de Jesucristo, redimen los penitentes sus pecados, no son culto
de Dios, sino tradiciones humanas, que obscurecen la doctrina de la
gracia, el verdadero culto de Dios, y aun el beneficio de la muerte de
Cristo; sea excomulgado.

 CAN. XV. Si alguno dijere, que las llaves se dieron a la Iglesia sólo para
desatar, y no para ligar; y por consiguiente que los sacerdotes que
imponen penitencias a los que se confiesan, obran contra el fin de las
llaves, y contra la institución de Jesucristo: y que es ficción que las más
veces quede pena temporal que perdonar en virtud de las llaves, cuando
ya queda perdonada la pena eterna; sea excomulgado.

CÁNONES SOBRE EL SACRAMENTO DE LA


EXTREMAUNCIÓN
 CAN. I. Si alguno dijere, que la Extremaunción no es verdadera y
propiamente Sacramento instituido por Cristo nuestro Señor, y
promulgado por el bienaventurado Apóstol Santiago; sino que sólo es
una ceremonia tomada de los Padres, o una ficción de los hombres; sea
excomulgado.

 CAN. II. Si alguno dijere, que la sagrada Unción de los enfermos no


confiere gracia, ni perdona los pecados, ni alivia a los enfermos; sino que
ya ha cesado, como si sólo hubiera sido en los tiempos antiguos la gracia
de curar enfermedades; sea excomulgado.

 CAN. III. Si alguno dijere, que el rito y uso de la Extremaunción


observados por la santa Iglesia Romana, se oponen a la sentencia del
bienaventurado Apóstol Santiago, y que por esta razón se deben mudar,
y pueden despreciarlos los cristianos, sin incurrir en pecado; sea
excomulgado.

 CAN. IV. Si alguno dijere, que los presbíteros de la Iglesia, que el


bienaventurado Santiago exhorta que se conduzcan para ungir al
enfermo, no son los sacerdotes ordenados por el Obispo, sino los más
provectos en edad de cualquiera comunidad; y que por esta causa no es
sólo el sacerdote el ministro propio de la Extremaunción; sea
excomulgado.

La comunión sacramental

DOCTRINA de la comunión en ambas


especies y de la de párvulos
Teniendo presentes el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento,
congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos
Legados de la Sede Apostólica, los varios y monstruosos errores que por los
malignos artificios del demonio se esparcen en diversos lugares acerca del
tremendo y santísimo sacramento de la Eucaristía, por los que parece que en
algunas provincias se han apartado muchos de la fe y obediencia de la Iglesia
católica; ha tenido por conveniente exponer en este lugar la doctrina
respectiva a la comunión en ambas especies, y a la de los párvulos. Con este
fin prohibe a todos los fieles cristianos que ninguno en adelante se atreva a
creer, o enseñar, o predicar acerca de ella, de otro modo que del que se explica
y define en los presentes decretos.
CAP. I.- LOS LEGOS, Y CLÉRIGOS QUE NO CELEBRAN, NO ESTÁN OBLIGADOS
POR DERECHO DIVINO A COMULGAR EN LAS DOS ESPECIES.

En consecuencia, pues, el mismo santo Concilio enseñado por el Espíritu Santo,


que es el espíritu de sabiduría e inteligencia, el espíritu de consejo y de piedad,
y siguiendo el dictamen y costumbre de la misma Iglesia, declara y enseña, que
los legos, y los clérigos que no celebran, no están obligados por precepto
alguno divino a recibir el sacramento de la Eucaristía bajo las dos especies; y
que no cabe absolutamente duda, sin faltar a la fe, en que les basta para
conseguir su salvación, la comunión de una de las dos especies. Porque aunque
Cristo nuestro Señor instituyó en la última cena este venerable Sacramento en
las especies de pan y vino, y lo dio a sus Apóstoles; sin embargo no tienen por
objeto aquella institución y comunión establecer la obligación de que todos los
fieles cristianos deban recibir en fuerza del establecimiento de Jesucristo una
y otra especie. Ni tampoco se colige bien del sermón que se halla en el capítulo
sexto de san Juan, que el Señor mandase bajo precepto la comunión de las dos
especies, de cualquier modo que se entienda, según las varias interpretaciones
de los santos Padres y doctores. Porque el mismo que dijo: Si no comiéreis la
carne del hijo del hombre, ni bebiéreis su sangre, no tendréis propia vida; dijo
también: Si alguno comiere de este pan, vivirá eternamente. Y el que dijo:
Quien come mi carne, y bebe mi sangre, logra vida eterna; dijo igualmente: El
pan que yo daré, es mi carne, que daré por vivificar al mundo. Y en fin el que
dijo: Quien come mi carne, y bebe mi sangre, queda en mí, y yo quedo en él;
dijo no obstante: Quien come este pan, vivirá eternamente.

CAP. II.- DE LA POTESTAD DE LA IGLESIA PARA DISPENSAR EL SACRAMENTO


DE LA EUCARISTÍA.

Declara además, que en la administración de los Sacramentos ha tenido


siempre la Iglesia potestad para establecer o mudar, salva siempre la esencia
de ellos, cuanto ha juzgado ser más conducente, según las circunstancias de
las cosas, tiempos y lugares, a la utilidad de los que reciben los Sacramentos o
a la veneración de estos. Esto mismo es lo que parece insinuó claramente el
Apóstol san Pablo cuando dice: Débesenos reputar como ministros de Cristo,
y dispensadores de los misterios de Dios. Y bastantemente consta que el
mismo Apóstol hizo uso de esta potestad, así respecto de otros muchos
puntos, como de este mismo Sacramento; Pues dice, habiendo arreglado
algunas cosas acerca de su uso: Cuando llegue, daré orden en lo demás. Por
tanto, reconociendo la santa madre Iglesia esta autoridad que tiene en la
administración de los Sacramentos; no obstante haber sido frecuente desde
los principios de la religión cristiana el uso de comulgar en las dos especies;
viendo empero mudada ya en muchísimas partes con el tiempo aquella
costumbre, ha aprobado, movida de graves y justas causas, la de comulgar
bajo una sola especie, decretando que esta se observase como ley; la misma
que no es permitido reprobar, ni mudar arbitrariamente sin la autoridad de la
misma Iglesia.

CAP. III.- QUE SE RECIBE CRISTO TODO ENTERO, Y UN VERDADERO


SACRAMENTO EN CUALQUIERA DE LAS DOS ESPECIES.

Declara el santo Concilio después de esto, que aunque nuestro Redentor,


como se ha dicho antes, instituyó en la última cena este Sacramento en las dos
especies, y lo dio a sus Apóstoles; se debe confesar no obstante, que también
se recibe en cada una sola de las especies a Cristo todo entero, y un verdadero
Sacramento; y que en consecuencia las personas que reciben una sola especie,
no quedan defraudadas respecto del fruto de ninguna gracia necesaria para
conseguir la salvación.

CAP. IV.- QUE LOS PÁRVULOS NO ESTÁN OBLIGADOS A LA COMUNIÓN


SACRAMENTAL.

Enseña en fin el santo Concilio, que los párvulos que no han llegado al uso de
la razón, no tienen obligación alguna de recibir el sacramento de la Eucaristía:
pues reengendrados por el agua del Bautismo, e incorporados con Cristo, no
pueden perder en aquella edad la gracia de hijos de Dios que ya lograron. Ni
por esto se ha de condenar la antigüedad, si observó esta costumbre en
algunos tiempos y lugares; porque así como aquellos Padres santísimos
tuvieron causas racionales, atendidas las circunstancias de su tiempo, para
proceder de este modo; debemos igualmente tener por cierto e indisputable,
que lo hicieron sin que lo creyesen necesario para conseguir la salvación.
CÁNONES de la comunión en ambas
especies y de la de párvulos
 Can. I. Si alguno dijere, que todos y cada uno de los fieles cristianos están
obligados por precepto divino, o de necesidad para conseguir la
salvación, a recibir una y otra especie del santísimo sacramento de la
Eucaristía; sea excomulgado.

 Can. II. Si alguno dijere, que no tuvo la santa Iglesia católica causas ni
razones justas para dar la comunión sólo en la especie de pan a los legos,
así como a los clérigos que no celebran; o que erró en esto; sea
excomulgado.

 Can. III. Si alguno negare, que Cristo, fuente y autor de todas las gracias,
se recibe todo entero bajo la sola especie de pan, dando por razón,
como falsamente afirman algunos, que no se recibe, según lo estableció
el mismo Jesucristo, en las dos especies; sea excomulgado.

 Can. IV. Si alguno dijere, que es necesaria la comunión de la Eucaristía a


los niños antes que lleguen al uso de la razón; sea excomulgado.

El mismo santo Concilio reserva para otro tiempo, y será cuando se le presente
la primera ocasión, el examen y definición de los dos artículos ya propuestos,
pero que aún no se han ventilado; es a saber: Si las razones que indujeron a la
santa Iglesia católica a dar la comunión en una sola especie a lo legos, así como
a los sacerdotes que no celebran, deben de tal modo subsistir, que por motivo
ninguno se permita a nadie el uso del cáliz; y también: Si en caso de que
parezca deberse conceder a alguna nación o reino el uso del cáliz por razones
prudentes, y conformes a la caridad cristiana, se le haya de conceder bajo
algunas condiciones, y cuáles sean estas.
EL SACRIFICIO EUCARÍSTICO

DOCTRINA sobre el sacrificio de la misa


El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado
legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legados de la
Sede Apostólica, procurando que se conserve en la santa Iglesia católica en
toda su pureza la fe y doctrina antigua, absoluta, y en todo perfecta del gran
misterio de la Eucaristía, disipados todos los errores y herejías; instruida por la
ilustración del Espíritu Santo, enseña, declara y decreta que respecto de ella,
en cuanto es verdadero y singular sacrificio, se prediquen a los fieles los
dogmas que se siguen.

CAP. I.- DE LA INSTITUCIÓN DEL SACROSANTO SACRIFICIO DE LA MISA.

Por cuanto bajo el antiguo Testamento, como testifica el Apóstol san Pablo, no
había consumación (o perfecta santidad), a causa de la debilidad del
sacerdocio de Leví; fue conveniente, disponiéndolo así Dios, Padre de
misericordias, que naciese otro sacerdote según el orden de Melquisedech, es
a saber, nuestro Señor Jesucristo, que pudiese completar, y llevar a la
perfección cuantas personas habían de ser santificadas. El mismo Dios, pues,
y Señor nuestro, aunque se había de ofrecer a sí mismo a Dios Padre, una vez,
por medio de la muerte en el ara de la cruz, para obrar desde ella la redención
eterna; con todo, como su sacerdocio no había de acabarse con su muerte;
para dejar en la última cena de la noche misma en que era entregado, a su
amada esposa la Iglesia un sacrificio visible, según requiere la condición de los
hombres, en el que se representase el sacrificio cruento que por una vez se
había de hacer en la cruz, y permaneciese su memoria hasta el fin del mundo,
y se aplicase su saludable virtud a la remisión de los pecados que
cotidianamente cometemos; al mismo tiempo que se declaró sacerdote según
el orden de Melchisedech, constituido para toda la eternidad, ofreció a Dios
Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y vino, y lo dio a sus
Apóstoles, a quienes entonces constituía sacerdotes del nuevo Testamento,
para que lo recibiesen bajo los signos de aquellas mismas cosas, mandándoles,
e igualmente a sus sucesores en el sacerdocio, que lo ofreciesen, por estas
palabras: Haced esto en memoria mía; como siempre lo ha entendido y
enseñado la Iglesia católica. Porque habiendo celebrado la antigua pascua, que
la muchedumbre de los hijos de Israel sacrificaba en memoria de su salida de
Egipto; se instituyó a sí mismo nueva pascua para ser sacrificado bajo signos
visibles a nombre de la Iglesia por el ministerio de los sacerdotes, en memoria
de su tránsito de este mundo al Padre, cuando derramando su sangre nos
redimió, nos sacó del poder de las tinieblas y nos transfirió a su reino. Y esta
es, por cierto, aquella oblación pura, que no se puede manchar por indignos y
malos que sean los que la hacen; la misma que predijo Dios por Malachías, que
se había de ofrecer limpia en todo lugar a su nombre, que había de ser grande
entre todas las gentes; y la misma que significa sin obscuridad el Apóstol san
Pablo, cuando dice escribiendo a los Corintios: Que no pueden ser partícipes
de la mesa del Señor, los que están manchados con la participación de la mesa
de los demonios; entendiendo en una y otra parte por la mesa del altar. Esta
es finalmente aquella que se figuraba en varias semejanzas de los sacrificios
en los tiempos de la ley natural y de la escrita; pues incluye todos los bienes
que aquellos significaban, como consumación y perfección de todos ellos.

CAP. II.- EL SACRIFICIO DE LA MISA ES PROPICIATORIO NO SÓLO POR LOS


VIVOS, SINO TAMBIÉN POR LOS DIFUNTOS.

Y por cuanto en este divino sacrificio que se hace en la Misa, se contiene y


sacrifica incruentamente aquel mismo Cristo que se ofreció por una vez
cruentamente en el ara de la cruz; enseña el santo Concilio, que este sacrificio
es con toda verdad propiciatorio, y que se logra por él, que si nos acercamos
al Señor contritos y penitentes, si con sincero corazón, y recta fe, si con temor
y reverencia; conseguiremos misericordia, y hallaremos su gracia por medio
de sus oportunos auxilios. En efecto, aplacado el Señor con esta oblación, y
concediendo la gracia, y don de la penitencia, perdona los delitos y pecados
por grandes que sean; porque la hostia es una misma, uno mismo el que ahora
ofrece por el ministerio de los sacerdotes, que el que entonces se ofreció a sí
mismo en la cruz, con sola la diferencia del modo de ofrecerse. Los frutos por
cierto de aquella oblación cruenta se logran abundantísimamente por esta
incruenta: tan lejos está que esta derogue de modo alguno a aquella. De aquí
es que no sólo se ofrece con justa razón por los pecados, penas, satisfacciones
y otras necesidades de los fieles que viven; sino también, según la tradición de
los Apóstoles, por los que han muerto en Cristo sin estar plenamente
purgados.
CAP. III.- DE LAS MISAS EN HONOR DE LOS SANTOS.

Y aunque la Iglesia haya tenido la costumbre de celebrar en varias ocasiones


algunas Misas en honor y memoria de los santos; enseña no obstante que no
se ofrece a estos el sacrificio, sino sólo a Dios que les dio la corona; de donde
es, que no dice el sacerdote: Yo te ofrezco, o san Pedro, u, o san Pablo,
sacrificio; sino que dando gracias a Dios por las victorias que estos alcanzaron,
implora su patrocinio, para que los mismos santos de quienes hacemos
memoria en la tierra, se dignen interceder por nosotros en el cielo.

CAP. IV.- DEL CÁNON DE LA MISA.

Y siendo conveniente que las cosas santas se manejen santamente; constando


ser este sacrificio el más santo de todos; estableció muchos siglos ha la Iglesia
católica, para que se ofreciese, y recibiese digna y reverentemente, el sagrado
Cánon, tan limpio de todo error, que nada incluye que no de a entender en
sumo grado, cierta santidad y piedad, y levante a Dios los ánimos de los que
sacrifican; porque el Cánon consta de las mismas palabras del Señor, y de las
tradiciones de los Apóstoles, así como también de los piadosos estatutos de
los santos Pontífices.

CAP. V.- DE LAS CEREMONIAS Y RITOS DE LA MISA.

Siendo tal la naturaleza de los hombres, que no se pueda elevar fácilmente a


la meditación de las cosas divinas sin auxilios, o medios extrínsecos; nuestra
piadosa madre la Iglesia estableció por esta causa ciertos ritos, es a saber, que
algunas cosas de la Misa se pronuncien en voz baja, y otras con voz más
elevada. Además de esto se valió de ceremonias, como bendiciones místicas,
luces, inciensos, ornamentos, y otras muchas cosas de este género, por
enseñanza y tradición de los Apóstoles; con el fin de recomendar por este
medio la majestad de tan grande sacrificio, y excitar los ánimos de los fieles
por estas señales visibles de religión y piedad a la contemplación de los
altísimos misterios, que están ocultos en este sacrificio.
CAP. VI.- DE LA MISA EN QUE COMULGA EL SACERDOTE SOLO.

Quisiera por cierto el sacrosanto Concilio que todos los fieles que asistiesen a
las Misas comulgasen en ellas, no sólo espiritualmente, sino recibiendo
también sacramentalmente la Eucaristía; para que de este modo les resultase
fruto más copioso de este santísimo sacrificio. No obstante, aunque no
siempre se haga esto, no por eso condena como privadas e ilícitas las Misas en
que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente, sino que por el contrario las
aprueba, y las recomienda; pues aquellas Misas se deben también tener con
toda verdad por comunes de todos; parte porque el pueblo comulga
espiritualmente en ellas, y parte porque se celebran por un ministro público
de la Iglesia, no sólo por sí, sino por todos los fieles, que son miembros del
cuerpo de Cristo.

CAP. VII.- DEL AGUA QUE SE HA DE MEZCLAR EN EL VINO QUE SE OFRECE EN


EL CÁLIZ.

Amonesta además el santo Concilio, que es precepto de la Iglesia que los


sacerdotes mezclen agua con el vino que han de ofrecer en el cáliz; ya porque
se cree que así lo hizo Cristo nuestro Señor; ya también porque salió agua y
juntamente sangre de su costado, en cuya mezcla se nos recuerda aquel
misterio; y llamando el bienaventurado Apóstol san Juan a los pueblos Aguas,
se representa la unión del mismo pueblo fiel con su cabeza Cristo.

CAP. VIII.- NO SE CELEBRE LA MISA EN LENGUA VULGAR: EXPLÍQUENSE SUS


MISTERIOS AL PÚBLICO.

Aunque la Misa incluya mucha instrucción para el pueblo fiel; sin embargo no
ha parecido conveniente a los Padres que se celebre en todas partes en lengua
vulgar. Con este motivo manda el santo Concilio a los Pastores, y a todos los
que tienen cura de almas, que conservando en todas partes el rito antiguo de
cada iglesia, aprobado por la santa Iglesia Romana, madre y maestra de todas
las iglesias, con el fin de que las ovejas de Cristo no padezcan hambre, o los
párvulos pidan pan, y no haya quien se lo parta; expongan frecuentemente, o
por sí, o por otros, algún punto de los que se leen en la Misa, en el tiempo en
que esta se celebra, y entre los demás declaren, especialmente en los
domingos y días de fiesta, algún misterio de este santísimo sacrificio.
CAP. IX.- INTRODUCCIÓN A LOS SIGUIENTES CÁNONES.

Por cuanto se han esparcido con este tiempo muchos errores contra estas
verdades de fe, fundadas en el sacrosanto Evangelio, en las tradiciones de los
Apóstoles, y en la doctrina de los santos Padres; y muchos enseñan y disputan
muchas cosas diferentes; el sacrosanto Concilio, después de graves y repetidas
ventilaciones, tenidas con madurez, sobre estas materias; ha determinado por
consentimiento unánime de todos los Padres, condenar y desterrar de la santa
Iglesia por medio de los Cánones siguientes todos los errores que se oponen a
esta purísima fe, y sagrada doctrina.

CÁNONES Del sacrificio de la misa


 Can. I. Si alguno dijere, que no se ofrece a Dios en la Misa verdadero y
propio sacrificio; o que el ofrecerse este no es otra cosa que darnos a
Cristo para que le comamos; sea excomulgado.

 Can. II. Si alguno dijere, que en aquellas palabras: Haced esto en mi


memoria, no instituyó Cristo sacerdotes a los Apóstoles, o que no los
ordenó para que ellos, y los demás sacerdotes ofreciesen su cuerpo y su
sangre; sea excomulgado.

 Can. III. Si alguno dijere, que el sacrificio de la Misa es solo sacrificio de


alabanza, y de acción de gracias, o mero recuerdo del sacrificio
consumado en la cruz; mas que no es propiciatorio; o que sólo
aprovecha al que le recibe; y que no se debe ofrecer por los vivos, ni por
los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones, ni otras
necesidades; sea excomulgado.

 Can. IV. Si alguno dijere, que se comete blasfemia contra el santísimo


sacrificio que Cristo consumó en la cruz, por el sacrificio de la Misa; o
que por este se deroga a aquel; sea excomulgado.

 Can. V. Si alguno dijere, que es impostura celebrar Misas en honor de


los santos, y con el fin de obtener su intercesión para con Dios, como
intenta la Iglesia; sea excomulgado.
 Can. VI. Si alguno dijere, que el Cánon de la Misa contiene errores, y que
por esta causa se debe abrogar; sea excomulgado.

 Can. VII. Si alguno dijere, que las ceremonias, vestiduras y signos


externos, que usa la Iglesia católica en la celebración de las Misas, son
más bien incentivos de impiedad, que obsequios de piedad; sea
excomulgado.

 Can. VIII. Si alguno dijere, que las Misas en que sólo el sacerdote
comulga sacramentalmente son ilícitas, y que por esta causa se deben
abrogar; sea excomulgado.

 Can. IX. Si alguno dijere, que se debe condenar el rito de la Iglesia


Romana, según el que se profieren en voz baja una parte del Cánon, y
las palabras de la consagración; o que la Misa debe celebrarse sólo en
lengua vulgar, o que no se debe mezclar el agua con el vino en el cáliz
que se ha de ofrecer, porque esto es contra la institución de Cristo; sea
excomulgado.

Decreto sobre lo que se ha de


observar y evitar en la celebración de
la Misa
Cuánto cuidado se deba poner para que se celebre, con todo el culto y
veneración que pide la religión, el sacrosanto sacrificio de la Misa, fácilmente
podrá comprenderlo cualquiera que considere, que llama la sagrada Escritura
maldito el que ejecuta con negligencia la obra de Dios. Y si necesariamente
confesamos que ninguna otra obra pueden manejar los fieles cristianos tan
santa, ni tan divina como este tremendo misterio, en el que todos los días se
ofrece a Dios en sacrificio por los sacerdotes en el altar aquella hostia
vivificante, por la que fuimos reconciliados con Dios Padre; bastante se deja
ver también que se debe poner todo cuidado y diligencia en ejecutarla con
cuanta mayor inocencia y pureza interior de corazón, y exterior demostración
de devoción y piedad se pueda. Y constando que se han introducido ya por
vicio de los tiempos, ya por descuido y malicia de los hombres, muchos abusos
ajenos de la dignidad de tan grande sacrificio; decreta el santo Concilio para
restablecer su debido honor y culto, a gloria de Dios y edificación del pueblo
cristiano, que los Obispos Ordinarios de los lugares cuiden con esmero, y estén
obligados a prohibir, y quitar todo lo que ha introducido la avaricia, culto de
los ídolos; o la irreverencia, que apenas se puede hallar separada de la
impiedad; o la superstición, falsa imitadora de la piedad verdadera. Y para
comprender muchos abusos en pocas palabras; en primer lugar, prohiban
absolutamente (lo que es propio de la avaricia) las condiciones de pagos de
cualquier especie, los contratos y cuanto se da por la celebración de las Misas
nuevas, igualmente que las importunas, y groseras cobranzas de las limosnas,
cuyo nombre merecen más bien que el de demandas, y otros abusos
semejantes que no distan mucho del pecado de simonía, o a lo menos de una
sórdida ganancia. Después de esto, para que se evite toda irreverencia, ordene
cada Obispo en sus diócesis, que no se permita celebrar Misa a ningún
sacerdote vago y desconocido. Tampoco permitan que sirva al altar santo, o
asista a los oficios ningún pecador público y notorio: ni toleren que se celebre
este santo sacrificio por seculares, o regulares, cualesquiera que sean, en casas
de particulares, ni absolutamente fuera de la iglesia y oratorios únicamente
dedicados al culto divino, los que han de señalar, y visitar los mismos
Ordinarios, con la circunstancia no obstante, de que los concurrentes declaren
con la decente y modesta compostura de su cuerpo, que asisten a él no sólo
con el cuerpo, sino con el ánimo y afectos devotos de su corazón. Aparten
también de sus iglesias aquellas músicas en que ya con el órgano, ya con el
canto se mezclan cosas impuras y lascivas; así como toda conducta secular,
conversaciones inútiles, y consiguientemente profanas, paseos, estrépitos y
vocerías; para que, precavido esto, parezca y pueda con verdad llamarse casa
de oración la casa del Señor. Ultimamente, para que no se de lugar a ninguna
superstición, prohíban por edictos, y con imposición de penas que los
sacerdotes celebren fuera de las horas debidas, y que se valgan en la
celebración de las Misas de otros ritos, o ceremonias, y oraciones que de las
que estén aprobadas por la Iglesia, y adoptadas por el uso común y bien
recibido. Destierren absolutamente de la Iglesia el abuso de decir cierto
número de Misas con determinado número de luces, inventado más bien por
espíritu de superstición que de verdadera religión; y enseñen al pueblo cuál
es, y de dónde proviene especialmente el fruto preciosísimo y divino de este
sacrosanto sacrificio. Amonesten igualmente su pueblo a que concurran con
frecuencia a sus parroquias, por lo menos en los domingos y fiestas más
solemnes. Todas estas cosas, pues, que sumariamente quedan mencionadas,
se proponen a todos los Ordinarios de los lugares en términos de que no sólo
las prohíban o manden, las corrijan o establezcan; sino todas las demás que
juzguen conducentes al mismo objeto, valiéndose de la autoridad que les ha
concedido el sacrosanto Concilio, y también aun como delegados de la Sede
Apostólica, obligando los fieles a observarlas inviolablemente con censuras
eclesiásticas, y otras penas que establecerán a su arbitrio: sin que obsten
privilegios algunos, exenciones, apelaciones, ni costumbres.

EL SACRAMENTO DEL ORDEN

DOCTRINA DEL SACRAMENTO DEL ORDEN


Verdadera y católica doctrina del sacramento del Orden, decretada y publicada
por el santo Concilio de Trento en la Sesión VII, para condenar los errores de
nuestro tiempo.

CAP. I.- DE LA INSTITUCIÓN DEL SACERDOCIO DE LA NUEVA LEY.

El sacrificio y el sacerdocio van de tal modo unidos por disposición divina, que
siempre ha habido uno y otro en toda ley. Habiendo pues recibido la Iglesia
católica, por institución del Señor, en el nuevo Testamento, el santo y visible
sacrificio de la Eucaristía; es necesario confesar también, que hay en la Iglesia
un sacerdocio nuevo, visible y externo, en que se mudó el antiguo. Y que el
nuevo haya sido instituido por el mismo Señor y Salvador, y que el mismo
Cristo haya también dado a los Apóstoles y sus sucesores en el sacerdocio la
potestad de consagrar, ofrecer y administrar su cuerpo y sangre, así como la
de perdonar y retener los pecados; lo demuestran las sagradas letras, y
siempre lo ha enseñado la tradición de la Iglesia católica.

Cap. II.- De las siete Ordenes.

Siendo el ministerio de tan santo sacerdocio una cosa divina, fue congruente
para que se pudiese ejercer con mayor dignidad y veneración, que en la
constitución arreglada y perfecta de la Iglesia, hubiese muchas y diversas
graduaciones de ministros, quienes sirviesen por oficios al sacerdocio,
distribuidos de manera que los que estuviesen distinguidos con la tonsura
clerical, fuesen ascendiendo de las menores órdenes a las mayores; pues no
sólo menciona la sagrada Escritura claramente los sacerdotes, sino también los
diáconos; enseñando con gravísimas palabras qué cosas en especial se han de
tener presentes para ordenarlos: y desde el mismo principio de la Iglesia se
conoce que estuvieron en uso, aunque no en igual graduación, los nombres de
las órdenes siguientes, y los ministerios peculiares de cada una de ellas; es a
saber, del subdiácono, acólito, exorcista, lector y ostiario o portero; pues los
Padres y sagrados concilios numeran el subdiaconado entre las órdenes
mayores, y hallamos también en ellos con suma frecuencia la mención de las
otras inferiores.

CAP. III.- QUE EL ORDEN ES VERDADERA Y PROPIAMENTE SACRAMENTO.

Constando claramente por testimonio de la divina Escritura, de la tradición


Apostólica, y del consentimiento unánime de los Padres, que el orden sagrado,
que consta de palabras y señales exteriores, confiere gracia; ninguno puede
dudar que el orden es verdadera y propiamente uno de los siete Sacramentos
de la santa Iglesia; pues el Apóstol dice: Te amonesto que despiertes la gracia
de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos: porque el espíritu que
el Señor nos ha dado no es de temor, sino de virtud, de amor y de sobriedad.

CAP. IV.- DE LA JERARQUÍA ECLESIÁSTICA, Y DE LA ORDENACIÓN.

Y por cuanto en el sacramento del Orden, así como en el Bautismo y


Confirmación, se imprime un carácter que ni se puede borrar, ni quitar, con
justa razón el santo Concilio condena la sentencia de los que afirman que los
sacerdotes del nuevo Testamento sólo tienen potestad temporal, o por tiempo
limitado, y que los legítimamente ordenados pueden pasar otra vez a legos,
sólo con que no ejerzan el ministerio de la predicación. Porque cualquiera que
afirmase que todos los cristianos son promiscuamente sacerdotes del nuevo
Testamento, o que todos gozan entre sí de igual potestad espiritual; no haría
más que confundir la jerarquía eclesiástica, que es en sí como un ejército
ordenado en la campaña; y sería lo mismo que si contra la doctrina del
bienaventurado san Pablo, todos fuesen Apóstoles, todos Profetas, todos
Evangelistas, todos Pastores y todos Doctores. Movido de esto, decalra el
santo Concilio, que además de los otros grados eclesiásticos, pertenecen en
primer lugar a este orden jerárquico, los Obispos, que han sucedido en lugar
de los Apóstoles; que están puestos por el Espíritu Santo, como dice el mismo
Apóstol, para gobernar la Iglesia de Dios; que son superiores a los presbíteros;
que confieren el sacramento de la Confirmación; que ordenan los ministros de
la Iglesia, y pueden ejecutar otras muchas cosas, en cuyas funciones no tienen
potestad alguna los demás ministros de orden inferior. Enseña además el
santo Concilio, que para la ordenación de los Obispos, de los sacerdotes, y
demás órdenes, no se requiere el consentimiento, ni la vocación, ni autoridad
del pueblo, ni de ninguna potestad secular, ni magistrado, de modo que sin
ella queden nulas las órdenes; antes por el contrario decreta, que todos los
que destinados e instituidos sólo por el pueblo, o potestad secular, o
magistrado, ascienden a ejercer estos ministerios, y los que se los arrogan por
su propia temeridad, no se deben estimar por ministros de la Iglesia, sino por
rateros y ladrones que no han entrado por la puerta. Estos son los puntos que
ha parecido al sagrado Concilio enseñar generalmente a los fieles cristianos
sobre el sacramento del Orden; resolviendo al mismo tiempo condenar la
doctrina contraria a ellos, en propios y determinados cánones, del modo que
se va a exponer, para que siguiendo todos, con el auxilio de Jesucristo, esta
regla de fe, puedan entre las tinieblas de tantos errores, conocer fácilmente
las verdades católicas, y conservarlas.

CÁNONES DEL SACRAMENTO DEL ORDEN


 Can. I. Si alguno dijere, que no hay en el nuevo Testamento sacerdocio
visible y externo; o que no hay potestad alguna de consagrar, y ofrecer
el verdadero cuerpo y sangre del Señor, ni de perdonar o retener los
pecados; sino sólo el oficio, y mero ministerio de predicar el Evangelio;
o que los que no predican no son absolutamente sacerdotes; sea
excomulgado.

 Can. II. Si alguno dijere, que no hay en la Iglesia católica, además del
sacerdocio, otras órdenes mayores, y menores, por las cuales, como por
ciertos grados, se ascienda al sacerdocio; sea excomulgado.

 Can. III. Si alguno dijere, que el Orden, o la ordenación sagrada, no es


propia y verdaderamente Sacramento establecido por Cristo nuestro
Señor; o que es una ficción humana inventada por personas ignorantes
de las materias eclesiásticas; o que sólo es cierto rito para elegir los
ministros de la palabra de Dios, y de los Sacramentos; sea excomulgado.

 Can. IV. Si alguno dijere, que no se confiere el Espíritu Santo por la


sagrada ordenación, y que en consecuencia son inútiles estas palabras
de los Obispos: Recibe el Espíritu Santo; o que el Orden no imprime
carácter; o que el que una vez fue sacerdote, puede volver a ser lego;
sea excomulgado.

 Can. V. Si alguno dijere, que la sagrada unción de que usa la Iglesia en la


colación de las sagradas órdenes, no sólo no es necesaria, sino
despreciable y perniciosa, así como las otras ceremonias del Orden; sea
excomulgado.

 Can. VI. Si alguno dijera, que no hay en la Iglesia católica jerarquía


establecida por institución divina, la cual consta de Obispos, presbíteros
y ministros; sea excomulgado.

 Can. VII. Si alguno dijere, que los Obispos no son superiores a los
presbíteros; o que no tienen potestad de confirmar y ordenar; o que la
que tienen es común a los presbíteros; o que las órdenes que confieren
sin consentimiento o llamamiento del pueblo o potestad secular, son
nulas; o que los que no han sido debidamente ordenados, ni enviados
por potestad eclesiástica, ni canónica, sino que vienen de otra parte, son
ministros legítimos de la predicación y Sacramentos; sea excomulgado.

 Can. VIII. Si alguno dijere, que los Obispos que son elevados a la dignidad
episcopal por autoridad del Pontífice Romano, no son legítimos y
verdaderos Obispos, sino una ficción humana; sea excomulgado.
EL SACRAMENTO DEL
MATRIMONIO

DOCTRINA SOBRE EL SACRAMENTO DEL


MATRIMONIO
El primer padre del humano linaje declaró, inspirado por el Espíritu Santo, que
el vínculo del Matrimonio es perpetuo e indisoluble, cuando dijo: Ya es este
hueso de mis huesos, y carne de mis carnes: por esta causa, dejará el hombre
a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán dos en un solo cuerpo.
Aun más abiertamente enseñó Cristo nuestro Señor que se unen, y juntan con
este vínculo dos personas solamente, cuando refiriendo aquellas últimas
palabras como pronunciadas por Dios, dijo: Y así ya no son dos, sino una carne;
e inmediatamente confirmó la seguridad de este vínculo (declarada tanto
tiempo antes por Adán) con estas palabras: Pues lo que Dios unió, no lo separe
el hombre. El mismo Cristo, autor que estableció, y llevó a su perfección los
venerables Sacramentos, nos mereció con su pasión la gracia con que se había
de perfeccionar aquel amor natural, confirmar su indisoluble unión, y santificar
a los consortes. Esto insinúa el Apóstol san Pablo cuando dice: Hombres, amad
a vuestras mujeres, como Cristo amó a su Iglesia, y se entregó a sí mismo por
ella; añadiendo inmediatamente: Este sacramento es grande; quiero decir, en
Cristo y en la Iglesia. Pues como en la ley Evangélica tenga el Matrimonio su
excelencia respecto de los casamientos antiguos, por la gracia que Jesucristo
nos adquirió; con razón enseñaron siempre nuestros santos Padres, los
concilios, y la tradición de la Iglesia universal, que se debe contar entre los
Sacramentos de la nueva ley. Mas enfurecidos contra esta tradición hombres
impíos de este siglo, no sólo han sentido mal de este Sacramento venerable,
sino que introduciendo, según su costumbre, la libertad carnal con pretexto
del Evangelio, han adoptado por escrito, y de palabra muchos asertos
contrarios a lo que siente la Iglesia católica, y a la costumbre aprobada desde
los tiempos Apostólicos, con gravísimo detrimento de los fieles cristianos. Y
deseando el santo Concilio oponerse a su temeridad, ha resuelto exterminar
las herejías y errores más sobresalientes de los mencionados cismáticos, para
que su pernicioso contagio no inficione a otros, decretando los anatemas
siguientes contra los mismos herejes y sus errores.

CÁNONES DEL SACRAMENTO DEL


MATRIMONIO

 Can. I. Si alguno dijere, que el Matrimonio no es verdadera y


propiamente uno de los siete Sacramentos de la ley Evangélica,
instituido por Cristo nuestro Señor, sino inventado por los hombres en
la Iglesia; y que no confiere gracia; sea excomulgado.

 Can. II. Si alguno dijere, que es lícito a los cristianos tener a un mismo
tiempo muchas mujeres, y que esto no está prohibido por ninguna ley
divina; sea excomulgado.

 Can. III. Si alguno dijere, que sólo aquellos grados de consanguinidad y


afinidad que se expresan en el Levítico, pueden impedir el contraer
Matrimonio, y dirimir el contraído; y que no puede la Iglesia dispensar
en algunos de aquellos, o establecer que otros muchos impidan y
diriman; sea excomulgado.

 Can. IV. Si alguno dijere, que la Iglesia no pudo establecer impedimentos


dirimentes del Matrimonio, o que erró en establecerlos; sea
excomulgado.

 Can. V. Si alguno dijere, que se puede disolver el vínculo del Matrimonio


por la herejía, o cohabitación molesta, o ausencia afectada del consorte;
sea excomulgado.

 Can. VI. Si alguno dijere, que el Matrimonio rato, mas no consumado, no


se dirime por los votos solemnes de religión de uno de los dos consortes;
sea excomulgado.

 Can. VII. Si alguno dijere, que la Iglesia yerra cuando ha enseñado y


enseña, según la doctrina del Evangelio y de los Apóstoles, que no se
puede disolver el vínculo del Matrimonio por el adulterio de uno de los
dos consortes; y cuando enseña que ninguno de los dos, ni aun el
inocente que no dio motivo al adulterio, puede contraer otro
Matrimonio viviendo el otro consorte; y que cae en fornicación el que
se casare con otra dejada la primera por adúltera, o la que, dejando al
adúltero, se casare con otro; sea excomulgado.

 Can. VIII. Si alguno dijere, que yerra la Iglesia cuando decreta que se
puede hacer por muchas causas la separación del lecho, o de la
cohabitación entre los casados por tiempo determinado o
indeterminado; sea excomulgado.

 Can. IX. Si alguno dijere, que los clérigos ordenados de mayores órdenes,
o los Regulares que han hecho profesión solemne de castidad, pueden
contraer Matrimonio; y que es válido el que hayan contraído, sin que les
obste la ley Eclesiástica, ni el voto; y que lo contrario no es más que
condenar el Matrimonio; y que pueden contraerlo todos los que
conocen que no tienen el don de la castidad, aunque la hayan prometido
por voto; sea excomulgado: pues es constante que Dios no lo rehusa a
los que debidamente le piden este don, ni tampoco permite que seamos
tentados más que lo que podemos.

 Can. X. Si alguno dijere, que el estado del Matrimonio debe preferirse al


estado de virginidad o de celibato; y que no es mejor, ni más felz
mantenerse en la virginidad o celibato, que casarse; sea excomulgado.

 Can. XI. Si alguno dijere, que la prohibición de celebrar nupcias solemnes


en ciertos tiempos del año, es una superstición tiránica, dimanada de la
superstición de los gentiles; o condenare las bendiciones, y otras
ceremonias que usa la Iglesia en los Matrimonios; sea excomulgado.

 Can. XII. Si alguno dijere, que las causas matrimoniales no pertenecen a


los jueces eclesiásticos; sea excomulgado.
DECRETO DE REFORMA SOBRE EL
MATRIMONIO
CAP. I.- RENUÉVASE LA FORMA DE CONTRAER LOS MATRIMONIOS CON
CIERTAS SOLEMNIDADES, PRESCRITA EN EL CONCILIO DE LETRAN. LOS
OBISPOS PUEDAN DISPENSAR DE LAS PROCLAMAS. QUIEN CONTRAJERE
MATRIMONIO DE OTRO MODO QUE A PRESENCIA DEL PÁRROCO, Y DE DOS
O TRES TESTIGOS, LO CONTRAE INVÁLIDAMENTE.

Aunque no se puede dudar que los matrimonios clandestinos, efectuados con


libre consentimiento de los contrayentes, fueron matrimonios legales y
verdaderos, mientras la Iglesia católica no los hizo írritos; bajo cuyo
fundamento se deben justamente condenar, como los condena con
excomunión el santo Concilio, los que niegan que fueron verdaderos y ratos,
así como los que falsamente aseguran, que son írritos los matrimonios
contraídos por hijos de familia sin el consentimiento de sus padres, y que estos
pueden hacerlos ratos o írritos; la Iglesia de Dios no obstante los ha detestado
y prohibido en todos tiempos con justísimos motivos. Pero advirtiendo el santo
Concilio que ya no aprovechan aquellas prohibiciones por la inobediencia de
los hombres; y considerando los graves pecados que se originan de los
matrimonios clandestinos, y principalmente los de aquellos que se mantienen
en estado de condenación, mientras abandonada la primera mujer, con quien
de secreto contrajeron matrimonio, contraen con otra en público, y viven con
ella en perpetuo adulterio; no pudiendo la Iglesia, que no juzga de los crímenes
ocultos, ocurrir a tan grave mal, si no aplica algún remedio más eficaz; manda
con este objeto, insistiendo en las determinaciones del sagrado concilio de
Letrán, celebrado en tiempo de Inocencio III, que en adelante, primero que se
contraiga el Matrimonio, proclame el cura propio de los contrayentes
públicamente por tres veces, en tres días de fiesta seguidos, en la iglesia,
mientras celebra la misa mayor, quiénes son los que han de contraer
Matrimonio: y hechas estas amonestaciones se pase a celebrarlo a la faz de la
Iglesia, si no se opusiere ningún impedimento legítimo; y habiendo preguntado
en ella el párroco al varón y a la mujer, y entendido el mutuo consentimiento
de los dos, o diga: Yo os uno en Matrimonio en el nombre del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo; o use de otras palabras, según la costumbre recibida en cada
provincia. Y si en alguna ocasión hubiere sospechas fundadas de que se podrá
impedir maliciosamente el Matrimonio, si preceden tantas amonestaciones;
hágase sólo una en este caso; o a lo menos celébrese el Matrimonio a
presencia del párroco, y de dos o tres testigos. Después de esto, y antes de
consumarlo, se han de hacer las proclamas en la iglesia, para que más
fácilmente se descubra si hay algunos impedimentos; a no ser que el mismo
Ordinario tenga por conveniente que se omitan las mencionadas proclamas,
lo que el santo Concilio deja a su prudencia y juicio. Los que atentaren contraer
Matrimonio de otro modo que a presencia del párroco, o de otro sacerdote
con licencia del párroco, o del Ordinario, y de dos o tres testigos, quedan
absolutamente inhábiles por disposición de este santo Concilio para contraerlo
aun de este modo; y decreta que sean írritos y nulos semejantes contratos,
como en efecto los irrita y anula por el presente decreto. Manda además, que
sean castigados con graves penas a voluntad del Ordinario, el párroco, o
cualquiera otro sacerdote que asista a semejante contrato con menor número
de testigos, así como los testigos que concurran sin párroco o sacerdote; y del
mismo modo los propio contrayentes. Después de esto, exhorta el mismo
santo Concilio a los desposados, que no habiten en una misma casa antes de
recibir en la iglesia la bendición sacerdotal; ordenando sea el propio párroco
el que dé la bendición, y que sólo este o el Ordinario puedan conceder a otro
sacerdote licencia para darla; sin que obste privilegio alguno, o costumbre,
aunque sea inmemorial, que con más razón debe llamarse corruptela. Y si el
párroco, u otro sacerdote, ya sea regular ya secular, se atreviere a unir en
Matrimonio, o dar las bendiciones a desposados de otra parroquia sin licencia
del párroco de los consortes; quede suspenso ipso jure, aunque alegue que
tiene licencia para ello por privilegio o costumbre inmemorial, hasta que sea
absuelto por el Ordinario del párroco que debía asistir al Matrimonio, o por la
persona de quien se debía recibir la bendición. Tenga el párroco un libro en
que escriba los nombres de los contrayentes y de los testigos, el día y lugar en
que se contrajo el Matrimonio, y guarde él mismo cuidadosamente este libro.
Ultimamente exhorta el santo Concilio a los desposados que antes de contraer
o a lo menos tres días antes de consumar el Matrimonio, confiesen con
diligencia sus pecados, y se presenten religiosamente a recibir el santísimo
sacramento de la Eucaristía. Si algunas provincias usan en este punto de otras
costumbres y ceremonias loables, además de las dichas, desea ansiosamente
el santo Concilio que se conserven en un todo. Y para que lleguen a noticia de
todos estos tan saludables preceptos, manda a todos los Ordinarios, que
procuren cuanto antes puedan publicar este decreto al pueblo, y que se
explique en cada una de las iglesias parroquiales de su diócesis; y esto se
ejecute en el primer año las más veces que puedan, y sucesivamente siempre
que les parezca oportuno. Establece en fin que este decreto comience a tener
su vigor en todas las parroquias a los treinta días de publicado, los cuales se
han de contar desde el día de la primera publicación que se hizo en la misma
parroquia.

CAP. II.- ENTRE QUÉ PERSONAS SE CONTRAE PARENTESCO ESPIRITUAL.

La experiencia enseña, que muchas veces se contraen los Matrimonios por


ignorancia en casos vedados, por los muchos impedimentos que hay; y que o
se persevera en ellos no sin grave pecado, o no se dirimen sin notable
escándalo. Queriendo, pues, el santo Concilio dar providencia en estos
inconvenientes, y principiando por el impedimento de parentesco espiritual,
establece que sólo una persona, sea hombre o sea mujer, según lo establecido
en los sagrados cánones, o a lo más un hombre y una mujer sean los padrinos
de Bautismo; entre los que y el mismo bautizado, su padre y madre, sólo se
contraiga parentesco espiritual; así como también entre el que bautiza y el
bautizado, y padre y madre de este. El párroco antes de aproximarse a conferir
el Bautismo, infórmese con diligencia de las personas a quienes pertenezca, a
quien o quiénes eligen para que tengan al bautizado en la pila bautismal; y sólo
a este, o a estos admita para tenerle, escribiendo sus nombres en el libro, y
declarándoles el parentesco que han contraído, para que no puedan alegar
ignorancia alguna. Mas si otros, además de los señalados, tocaren al bautizado,
de ningún modo contraigan estos parentesco espiritual; sin que obsten
ningunas constituciones en contrario. Si se contraviniere a esto por culpa o
negligencia del párroco, castíguese este a voluntad del Ordinario. Tampoco el
parentesco que se contrae por la Confirmación se ha de extender a más
personas que al que confirma, al confirmado, al padre y madre de este, y a la
persona que le tenga; quedando enteramente removidos todos los
impedimentos de este parentesco espiritual respecto de otras personas.

CAP. III.- RESTRÍNGESE A CIERTOS LÍMITES EL IMPEDIMENTO DE PÚBLICA


HONESTIDAD.

El santo Concilio quita enteramente el impedimento de justicia de pública


honestidad, siempre que los esponsales no fueren válidos por cualquier
motivo que sea; y cuando fueren válidos, no pase el impedimento del primer
grado; pues en los grados ulteriores no se puede ya observar esta prohibición
sin muchas dificultades.
CAP. IV.- RESTRÍNGESE AL SEGUNDO GRADO LA AFINIDAD CONTRAÍDA POR
FORNICACIÓN.

Además de esto el santo Concilio movido de estas y otras gravísimas causas,


restringe el impedimento originado de afinidad contraída por fornicación, y
que dirime al Matrimonio que después se celebra, a sólo aquellas personas
que son parientes en primero y segundo grado. Respecto de los grados
ulteriores, establece que esta afinidad no dirime al Matrimonio que se contrae
después.

CAP. V.- NINGUNO CONTRAIGA EN GRADO PROHIBIDO; Y CON QUÉ MOTIVO


SE HA DE DISPENSAR EN ESTOS.

Si presumiere alguno contraer a sabiendas Matrimonio dentro de los grados


prohibidos, sea separado de la consorte, y quede excluido de la esperanza de
conseguir dispensa: y esto ha de tener efecto con mayor fuerza respecto del
que haya tenido la audacia no sólo de contraer el Matrimonio, sino de
consumarlo. Mas si hiciese esto por ignorancia, en caso que haya despreciado
cumplir las solemnidades requeridas en la celebración del Matrimonio; quede
sujeto a las mismas penas, pues no es digno de experimentar como quiera, la
benignidad de la Iglesia, quien temerariamente despreció sus saludables
preceptos. Pero si observadas todas las solemnidades, se hallase después
haber algún impedimento, que probablemente ignoró el contrayente; se
podrá en tal caso dispensar con él más fácilmente y de gracia. No se concedan
de ningún modo dispensas para contraer Matrimonio, o dense muy rara vez, y
esto con causa y de gracia. Ni tampoco se dispense en segundo grado, a no ser
entre grandes Príncipes, y por una causa pública.

CAP. VI.- SE ESTABLECEN PENAS CONTRA LOS RAPTORES.

El santo Concilio decreta, que no puede haber Matrimonio alguno entre el


raptor y la robada, por todo el tiempo que permanezca esta en poder del
raptor. Mas si separada de este, y puesta en lugar seguro y libre, consintiere
en tenerle por marido, téngala este por mujer; quedando no obstante
excomulgados de derecho, y perpetuamente infames, e incapaces de toda
dignidad, así el mismo raptor, como todos los que le aconsejaron, auxiliaron y
favorecieron, y si fueren clérigos, sean depuestos del grado que tuvieren. Esté
además obligado el raptor a dotar decentemente, a arbitrio del juez, la mujer
robada, ora case con ella, ora no.

CAP. VII.- EN CASAR LOS VAGOS SE HA DE PROCEDER CON MUCHA CAUTELA.

Muchos son los que andan vagando y no tienen mansión fija, y como son de
perversas inclinaciones, desamparando la primera mujer, se casan en diversos
lugares con otra, y muchas veces con varias, viviendo la primera. Deseando el
santo Concilio poner remedio a este desorden, amonesta paternalmente a las
personas a quienes toca, que no admitan fácilmente al Matrimonio esta
especie de hombres vagos; y exhorta a los magistrados seculares a que los
sujeten con severidad; mandando además a los párrocos, que no concurran a
casarlos, si antes no hicieren exactas averiguaciones, y dando cuenta al
Ordinario obtengan su licencia para hacerlo.

CAP. VIII.- GRAVES PENAS CONTRA EL CONCUBINATO.

Grave pecado es que los solteros tengan concubinas; pero es mucho más
grave, y cometido en notable desprecio de este grande sacramento del
Matrimonio, que los casados vivan también en este estado de condenación, y
se atrevan a mantenerlas y conservarlas algunas veces en su misma casa, y aun
con sus propias mujeres. Para ocurrir, pues, el santo Concilio con oportunos
remedios a tan grave mal; establece que se fulmine excomunión contra
semejantes concubinarios, así solteros como casados, de cualquier estado,
dignidad o condición que sean, siempre que después de amonestados por el
Ordinario aun de oficio, por tres veces, sobre esta culpa, no despidieren las
concubinas, y no se apartaren de su comunicación; sin que puedan ser
absueltos de la excomunión, hasta que efectivamente obedezcan a la
corrección que se les haya dado. Y si despreciando las censuras permanecieren
un año en el concubinato, proceda el Ordinario contra ellos severamente,
según la calidad de su delito. Las mujeres, o casadas o solteras, que vivan
públicamente con adúlteros, o concubinarios, si amonestadas por tres veces
no obedecieren, serán castigadas de oficio por los Ordinarios de los lugares,
con grave pena, según su culpa, aunque no haya parte que lo pida; y sean
desterradas del lugar, o de la diócesis, si así pareciere conveniente a los
mismos Ordinarios, invocando, si fuese menester, el brazo secular; quedando
en todo su vigor todas las demás penas fulminadas contra los adúlteros y
concubinarios.
CAP. IX.- NADA MAQUINEN CONTRA LA LIBERTAD DEL MATRIMONIO LOS
SEÑORES TEMPORALES, NI LOS MAGISTRADOS.

Llegan a cegar muchísimas veces en tanto grado la codicia, y otros afectos


terrenos los ojos del alma a los señores temporales y magistrados, que fuerzan
con amenazas y penas a los hombres y mujeres que viven bajo su jurisdicción,
en especial a los ricos, o que esperan grandes herencias, para que contraigan
matrimonio, aunque repugnantes, con las personas que los mismos señores o
magistrados les señalan. Por tanto, siendo en extremo detestable tiranizar la
libertad del Matrimonio, y que provengan las injurias de los mismos de quienes
se espera la justicia; manda el santo Concilio a todos, de cualquier grado,
dignidad y condición que sean, so pena de excomunión, en que han de incurrir
ipso facto, que de ningún modo violenten directa ni indirectamente a sus
súbditos, ni a otros ningunos, en términos de que dejen de contraer con toda
libertad sus Matrimonios.

CAP. X.- SE PROHIBE LA SOLEMNIDAD DE LAS NUPCIAS EN CIERTOS TIEMPOS.

Manda el santo Concilio que todos observen exactamente las antiguas


prohibicione de las nupcias solemnes o velaciones, desde el adviento de
nuestro Señor Jesucristo hasta el día de la Epifanía, y desde el día de Ceniza
hasta la octava de la Pascua inclusive. En los demás tiempos permite se
celebren solemnemente los Matrimonios, que cuidarán los Obispos se hagan
con la modestia y honestidad que corresponde; pues siendo santo el
Matrimonio, debe tratarse santamente.
EL PURGATORIO

DECRETO SOBRE EL PURGATORIO


Habiendo la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, según la doctrina
de la sagrada Escritura y de la antigua tradición de los Padres, enseñado en los
sagrados concilios, y últimamente en este general de Trento, que hay
Purgatorio; y que las almas detenidas en él reciben alivio con los sufragios de
los fieles, y en especial con el aceptable sacrificio de la misa; manda el santo
Concilio a los Obispos que cuiden con suma diligencia que la sana doctrina del
Purgatorio, recibida de los santos Padres y sagrados concilios, se enseñe y
predique en todas partes, y se crea y conserve por los fieles cristianos.
Exclúyanse empero de los sermones, predicados en lengua vulgar a la ruda
plebe, las cuestiones muy difíciles y sutiles que nada conducen a la edificación,
y con las que rara vez se aumenta la piedad. Tampoco permitan que se
divulguen, y traten cosas inciertas, o que tienen vislumbres o indicios de
falsedad. Prohiban como escandalosas y que sirven de tropiezo a los fieles las
que tocan en cierta curiosidad, o superstición, o tienen resabios de interés o
sórdida ganancia. Mas cuiden los Obispos que los sufragios de los fieles, es a
saber, los sacrificios de las misas, las oraciones, las limosnas y otras obras de
piedad, que se acostumbran hacer por otros fieles difuntos, se ejecuten
piadosa y devotamente según lo establecido por la Iglesia; y que se satisfaga
con diligencia y exactitud cuanto se debe hacer por los difuntos, según exijan
las fundaciones de los testadores, u otras razones, no superficialmente, sino
por sacerdotes y ministros de la Iglesia y otros que tienen esta obligación.
RELIQUIAS E IMÁGENES

MANDATO SOBRE LA INVOCACIÓN,


VENERACIÓN Y RELIQUIAS DE LOS SANTOS,
Y DE LAS SAGRADAS IMÁGENES

Manda el santo Concilio a todos los Obispos, y demás personas que tienen el
cargo y obligación de enseñar, que instruyan con exactitud a los fieles ante
todas cosas, sobre la intercesión e invocación de los santos, honor de las
reliquias, y uso legítimo de las imágenes, según la costumbre de la Iglesia
Católica y Apostólica, recibida desde los tiempos primitivos de la religión
cristiana, y según el consentimiento de los santos Padres, y los decretos de los
sagrados concilios; enseñándoles que los santos que reinan juntamente con
Cristo, ruegan a Dios por los hombres; que es bueno y útil invocarlos
humildemente, y recurrir a sus oraciones, intercesión, y auxilio para alcanzar
de Dios los beneficios por Jesucristo su hijo, nuestro Señor, que es sólo nuestro
redentor y salvador; y que piensan impíamente los que niegan que se deben
invocar los santos que gozan en el cielo de eterna felicidad; o los que afirman
que los santos no ruegan por los hombres; o que es idolatría invocarlos, para
que rueguen por nosotros, aun por cada uno en particular; o que repugna a la
palabra de Dios, y se opone al honor de Jesucristo, único mediador entre Dios
y los hombres; o que es necedad suplicar verbal o mentalmente a los que
reinan en el cielo.

Instruyan también a los fieles en que deben venerar los santos cuerpos de los
santos mártires, y de otros que viven con Cristo, que fueron miembros vivos
del mismo Cristo, y templos del Espíritu Santo, por quien han de resucitar a la
vida eterna para ser glorificados, y por los cuales concede Dios muchos
beneficios a los hombres; de suerte que deben ser absolutamente
condenados, como antiquísimamente los condenó, y ahora también los
condena la Iglesia, los que afirman que no se deben honrar, ni venerar las
reliquias de los santos; o que es en vano la adoración que estas y otros
monumentos sagrados reciben de los fieles; y que son inútiles las frecuentes
visitas a las capillas dedicadas a los santos con el fin de alcanzar su socorro.
Además de esto, declara que se deben tener y conservar, principalmente en
los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen madre de Dios, y de otros
santos, y que se les debe dar el correspondiente honor y veneración: no
porque se crea que hay en ellas divinidad, o virtud alguna por la que merezcan
el culto, o que se les deba pedir alguna cosa, o que se haya de poner la
confianza en las imágenes, como hacían en otros tiempos los gentiles, que
colocaban su esperanza en los ídolos; sino porque el honor que se da a las
imágenes, se refiere a los originales representados en ellas; de suerte, que
adoremos a Cristo por medio de las imágenes que besamos, y en cuya
presencia nos descubrimos y arrodillamos; y veneremos a los santos, cuya
semejanza tienen: todo lo cual es lo que se halla establecido en los decretos
de los concilios, y en especial en los del segundo Niceno contra los
impugnadores de las imágenes.

Enseñen con esmero los Obispos que por medio de las historias de nuestra
redención, expresadas en pinturas y otras copias, se instruye y confirma el
pueblo recordándole los artículos de la fe, y recapacitándole continuamente
en ellos: además que se saca mucho fruto de todas las sagradas imágenes, no
sólo porque recuerdan al pueblo los beneficios y dones que Cristo les ha
concedido, sino también porque se exponen a los ojos de los fieles los
saludables ejemplos de los santos, y los milagros que Dios ha obrado por ellos,
con el fin de que den gracias a Dios por ellos, y arreglen su vida y costumbres
a los ejemplos de los mismos santos; así como para que se exciten a adorar, y
amar a Dios, y practicar la piedad. Y si alguno enseñare, o sintiere lo contrario
a estos decretos, sea excomulgado. Mas si se hubieren introducido algunos
abusos en estas santas y saludables prácticas, desea ardientemente el santo
Concilio que se exterminen de todo punto; de suerte que no se coloquen
imágenes algunas de falsos dogmas, ni que den ocasión a los rudos de
peligrosos errores. Y si aconteciere que se expresen y figuren en alguna
ocasión historias y narraciones de la sagrada Escritura, por ser estas
convenientes a la instrucción de la ignorante plebe; enséñese al pueblo que
esto no es copiar la divinidad, como si fuera posible que se viese esta con ojos
corporales, o pudiese expresarse con colores o figuras. Destiérrese
absolutamente toda superstición en la invocación de los santos, en la
veneración de las reliquias, y en el sagrado uso de las imágenes; ahuyéntese
toda ganancia sórdida; evítese en fin toda torpeza; de manera que no se pinten
ni adornen las imágenes con hermosura escandaloa; ni abusen tampoco los
hombres de las fiestas de los santos, ni de la visita de las reliquias, para tener
convitonas, ni embriagueces: como si el lujo y lascivia fuese el culto con que
deban celebrar los días de fiesta en honor de los santos. Finalmente pongan
los Obispos tanto cuidado y diligencia en este punto, que nada se vea
desordenado, o puesto fuera de su lugar, y tumultuariamente, nada profano y
nada deshonesto; pues es tan propia de la casa de Dios la santidad. Y para que
se cumplan con mayor exactitud estas determinaciones, establece el santo
Concilio que a nadie sea lícito poner, ni procurar se ponga ninguna imagen
desusada y nueva en lugar ninguno, ni iglesia, aunque sea de cualquier modo
exenta, a no tener la aprobación del Obispo. Tampoco se han de admitir
nuevos milagros, ni adoptar nuevas reliquias, a no reconocerlas y aprobarlas
el mismo Obispo. Y este luego que se certifique en algún punto perteneciente
a ellas, consulte algunos teólogos y otras personas piadosas, y haga lo que
juzgare convenir a la verdad y piedad. En caso de deberse extirpar algún abuso,
que sea dudoso o de difícil resolución, o absolutamente ocurra alguna grave
dificultad sobre estas materias, aguarde el Obispo antes de resolver la
controversia, la sentencia del Metropolitano y de los Obispos comprovinciales
en concilio provincial; de suerte no obstante que no se decrete ninguna cosa
nueva o no usada en la Iglesia hasta el presente, sin consultar al Romano
Pontífice.

LAS INDULGENCIAS

DECRETO SOBRE LAS INDULGENCIAS


Habiendo Jesucristo concedido a su Iglesia la potestad de conceder
indulgencias, y usando la Iglesia de esta facultad que Dios le ha concedido, aun
desde los tiempos más remotos; enseña y manda el sacrosanto Concilio que el
uso de las indulgencias, sumamente provechoso al pueblo cristiano, y
aprobado por la autoridad de los sagrados concilios, debe conservarse en la
Iglesia, y fulmina antema contra los que, o afirman ser inútiles, o niegan que la
Iglesia tenga potestad de concederlas. No obstante, desea que se proceda con
moderación en la concesión de ellas, según la antigua, y aprobada costumbre
de la Iglesia; para que por la suma facilidad de concederlas no decaiga la
disciplina eclesiástica. Y anhelando a que se enmienden, y corrijan los abusos
que se han introducido en ellas, por cuyo motivo blasfeman los herejes de este
glorioso nombre de indulgencias; establece en general por el presente
decreto, que absolutamente se exterminen todos los lucros ilícitos que se
sacan porque los fieles las consigan; pues se han originado de esto muchísimos
abusos en el pueblo cristiano. Y no pudiéndose prohibir fácil ni
individualmente los demás abusos que se han originado de la superstición,
ignorancia, irreverencia, o de otra cualquiera causa, por las muchas
corruptelas de los lugares y provincias en que se cometen; manda a todos los
Obispos que cada uno note todos estos abusos en su iglesia, y los haga
presentes en el primer concilio provincial, para que conocidos y calificados por
los otros Obispos, se delaten inmediatamente al sumo Pontífice Romano, por
cuya autoridad y prudencia se establecerá lo conveniente a la Iglesia universal:
y de este modo se reparta a todos los fieles piadosa, santa e íntegramente el
tesoro de las santas indulgencias.

LA MORTIFICACIÓN

EXHORTACIÓN SOBRE LA MORTIFICACIÓN


Exhorta además el santo Concilio, y ruega eficazmente a todos los pastores por
el santísimo advenimiento de nuestro Señor y Salvador, que como buenos
soldados recomienden con esmero a todos los fieles, cuanto la santa Iglesia
Romana, madre y maestra de todas las iglesias, y cuanto este Concilio, y otros
ecuménicos tienen establecido; valiéndose de toda diligencia para que lo
obedezcan completamente, y en especial aquellas cosas que conducen a la
mortificación de la carne, como es la abstinencia de manjares, y los ayunos; e
igualmente lo que mira al aumento de la piedad, como es la devota y religiosa
solemnidad con que se celebran los días de fiesta; amonestando
frecuentemente a los pueblos que obedezcan a sus superiores: pues los que
los oyen oirán a Dios remunerador, y los que los desprecian, experimentarán
al mismo Dios como vengador.
ÍNDICE DE LOS LIBROS

INSTRUCCIÓN SOBRE LOS LIBROS


PROHIBIDOS

En la Sesión segunda, celebrada en tiempo de nuestro santísimo Padre Pío IV,


cometió el santo Concilio a ciertos Padres escogidos, que examinasen lo que
se debía hacer sobre varias censuras, y libros o sospechosos o perniciosos, y
diesen cuenta al mismo santo Concilio. Y oyendo ahora que los mismos Padres
han dado la última mano a esta obra, sin que el santo Concilio pueda
interponer su juicio con distinción y oportunidad, por la variedad y
muchedumbre de los libros; manda que se presente al santísimo Pontífice
Romano cuanto dichos Padres han trabajado, para que se determine y
divulgue por su dictamen y autoridad. Y lo mismo manda hagan respecto del
Catecismo los Padres a quienes estaba encomendado, así como respecto del
Misal y Breviario.

REFORMAS AL CLERO

LOS CARDENALES Y OBISPOS


El mismo sacrosanto Concilio, prosiguiendo la materia de la reforma, decreta
que se tenga por establecido en la presente Sesión lo siguiente.

CAP. I.- NORMA DE PROCEDER A LA CREACIÓN DE OBISPOS Y CARDENALES.

Si se debe procurar con precaución y sabiduría respecto de cada uno de los


grados de la Iglesia, que nada haya desordenado, nada fuera de lugar en la
casa del Señor; mucho mayor esmero se debe poner para no errar en la
elección del que se constituye sobre todos los grados; pues el estado y orden
de toda la familia del Señor amenazará ruina, si no se halla en la cabeza lo que
se requiere en el cuerpo. Por tanto, aunque el santo Concilio ha decretado en
otra ocasión algunos puntos útiles, respecto de las personas que hayan de ser
promovidas a las catedrales, y otras iglesias superiores; cree no obstante, que
es de tal naturaleza esta obligación, que nunca podrá parecer haberse tomado
precauciones bastantes, si se considera la importancia del asunto. En
consecuencia, pues, establece que luego que llegue a vacar alguna iglesia, se
hagan rogativas y oraciones públicas y privadas; y mande el cabildo hacer lo
mismo en la ciudad y diócesis, para que por ellas pueda el clero y pueblo
alcanzar de Dios un buen Pastor. Y exhorta y amonesta a todos, y a cada uno
de los que gozan por la Sede Apostólica de algún derecho, con cualquier
fundamento que sea, para hacer la promoción de los que se hayan de elegir, o
contribuyen de otro cualquier modo a ella, sin innovar no obstante cosa alguna
con ellos de lo que se practica en los tiempos presentes; que consideren ante
todas cosas, no pueden hacer otra más conducente a la gloria de Dios, y a la
salvación de las almas, que procurar se promuevan buenos Pastores, y capaces
de gobernar la Iglesia; y que ellos, tomando parte en los pecados ajenos, pecan
mortalmente a no procurar con empeño que se den las iglesias a los que
juzgaren ser más dignos, y más útiles a ellas, no por recomendaciones, ni
afectos humanos, o sugestiones de los pretendientes, sino porque así lo pidan
los méritos de los promovidos, teniendo además noticia cierta de que son
nacidos de legítimo Matrimonio, y que tienen las circunstancias de buena
conducta, edad, doctrina y demás calidades que se requieren, según los
sagrados cánones, y los decretos de este Concilio de Trento. Y por cuanto para
tomar informes de todas las circunstancias mencionadas, y el grave y
correspondiente testimonio de personas sabias y piadosas, no se puede dar
para todas partes una razón uniforme por la variedad de naciones, pueblos y
costumbres; manda el santo Concilio, que en el sínodo provincial que debe
celebrar el Metropolitano, se prescriba en cualesquiera lugares y provincias, el
método peculiar de hacer el examen, o averiguación, o información que
pareciere ser más útil y conveniente a los mismos lugares, el mismo que ha de
ser aprobado a arbitrio del santísimo Pontífice Romano: con la condición no
obstante, que luego que se finalice este examen o informe de la persona que
ha de ser promovida, se forme de ello un instrumento público con el
testimonio entero, y con la profesión de fe hecha por el mismo electo, y se
envíe en toda su extensión con la mayor diligencia al santísimo Pontífice
Romano, para que tomando su Santidad pleno conocimiento de todo el
negocio y de las personas, pueda proveer con mayor acierto las iglesias, en
beneficio de la grey del Señor, si hallase ser idóneos los nombrados en virtud
del informe y averiguaciones hechas. Mas todas estas averiguaciones,
informaciones, testimonios y pruebas, cualesquiera que sean, sobre las
circunstancias del que ha de ser promovido, y del estado de la iglesia hechas
por cualesquiera personas que sean, aun en la curia Romana, se han de
examinar con diligencia por el Cardenal que ha de hacer la relación en el
consistorio, y por otros tres Cardenales. Y esta misma relación se ha de
corroborar con las firmas del Cardenal ponente, y de los otros tres Cardenales;
los que han de asegurar en ella, cada uno de por sí, que habiendo hecho
exactas diligencias, han hallado que las personas que han de ser promovidas,
tienen las calidades requeridas por el derecho y por este santo Concilio, y que
ciertamente juzgan so la pena de eterna condenación, que son capaces de
desempeñar el gobierno de las iglesias a que se les destina; y esto en tales
términos, que hecha la relación en un consistorio, se difiera el juicio a otro;
para que entre tanto se pueda tomar conocimiento con mayor madureza de la
misma información, a no parecer conveniente otra cosa al sumo Pontífice. El
mismo Concilio decreta, que todas y cada una de las circunstancias que se han
establecido antes en el mismo Concilio acerca de la vida, edad, doctrina y
demás calidades de lo que han de ascender al episcopado, se han de pedir
también en la creación de los Cardenales de la santa Iglesia Romana, aunque
sean diáconos; los cuales elegirá el sumo Pontífice de todas las naciones de la
cristiandad, según cómodamente se puede hacer, y según los hallare idóneos.
Ultimamente el mismo santo Concilio, movido de los gravísimos trabajos que
padece la Iglesia, no puede menos de recordar que nada es más necesario a la
Iglesia de Dios, que el que el beatísimo Pontífice Romano aplique
principalísimamente la solicitud, que por obligación de su oficio debe a la
Iglesia universal, a este determinado objeto de asociarse sólo Cardenales los
más escogidos, y de entregar el gobierno de las iglesias a Pastores de bondad
y capacidad la más sobresaliente; y esto con tanta mayor causa, cuanto
nuestro Señor Jesucristo ha de pedir de sus manos la sangre de las ovejas, que
perecieren por el mal gobierno de los Pastores negligentes y olvidados de su
obligación.

CAP. II.- CELÉBRESE DE TRES EN TRES AÑOS SÍNODO PROVINCIAL, Y TODOS


LOS AÑOS DIOCESANA. QUIÉNES SON LOS QUE DEBEN CONVOCARLAS, Y
QUIÉNES ASISTIR.
Restablézcanse los concilios provinciales donde quiera que se hayan omitido,
con el fin de arreglar las costumbres, corregir los excesos, ajustar las
controversias, y otros puntos permitidos por los sagrados cánones. Por esta
razón no dejen los Metropolitanos de congregar sínodo en su provincia por sí
mismos, o si se hallasen legítimamente impedidos, no lo omita el Obispo más
antiguo de ella, a lo menos dentro de un año, contado desde el fin de este
presente Concilio, y en lo sucesivo de tres en tres años por lo menos, después
de la octava de la Pascua de Resurrección, o en otro tiempo más cómodo,
según costumbred e la provincia: al cual estén absolutamente obligados a
concurrir todos los Obispos y demás personas que por derecho, o por
costumbre, deben asistir, a excepción de los que tengan que pasar el mar con
inminente peligro. Ni en adelante se precisará a los Obispos de una misma
provincia a compararse contra su voluntad, bajo el pretexto de cualquier
costumbre que sea, en la iglesia Metropolitana. Además de esto, los Obispos
que no están sujetos a Arzobispo alguno, elijan por una vez algún
Metropolitano vecino, a cuyo concilio provincial deban asistir con los demás, y
observen y hagan observar las cosas que en él se ordenaren. En todo lo demás
queden salvas y en su integridad sus exenciones y privilegios. Celébrense
también todos los años sínodos diocesanos, y deban asistir también a ellos
todos los exentos, que deberían concurrir en caso de cesar sus exenciones, y
no estn sujetos a capítulos generales. Y con todo, por razón de las parroquias,
y otras iglesias seculares, aunque sean anexas, deban asistir al sínodo los que
tienen el gobierno de ellas, sean los que fueren. Y si tanto los Metropolitanos,
como los Obispos, y demás arriba mencionados, fuesen negligentes en la
observancia de estas disposiciones, incurran en las penas establecidas por los
sagrados cánones.

CAP. III.- CÓMO HAN DE HACER LOS OBISPOS LA VISITA.

Si los Patriarcas, Primados, Metropolitanos y Obispos no pudiesen visitar por


sí mismos, o por su Vicario general, o Visitador en caso de estar legítimamente
impedidos, todos los años toda su propia diócesis por su grande extensión; no
dejen a lo menos de visitar la mayor parte, de suerte que se complete toda la
visita por sí, o por sus Visitadores en dos años. Mas no visiten los
Metropolitanos, aun después de haber recorrido enteramente su propia
diócesis, las iglesias catedrales, ni las diócesis de sus comprovinciales, a no
haber tomado el concilio provincial conocimiento de la causa, y dado su
aprobación. Los Arcedianos, Deanes y otros inferiores deban en adelante hacer
por sí mismos la visita llevando un notario, con consentimiento del Obispo, y
sólo en aquellas iglesias en que hasta ahora han tenido legítima costumbre de
hacerla. Igualmente los Visitadores que depute el Cabildo, donde este goce del
derecho de visita, han de tener primero la aprobación del Obispo; pero no por
esto el Obispo, o impedido este, su Visitador, quedarán excluidos de visitar por
sí solos las mismas iglesias; y los mismos Arcedianos, u otros inferiores estén
obligados a darle cuenta de la visita que hayan hecho, dentro de un mes, y
presentarle las deposiciones de los testigos, y todo lo actuado; sin que obsten
en contrario costumbre alguna, aunque sea inmemorial, exenciones, ni
privilegios, cualesquiera que sean. El objeto principal de todas estas visitas ha
de ser introducir la doctrina sana y católica, y expeler las herejías; promover
las buenas costumbres y corregir las malas; inflamar al pueblo con
exhortaciones y consejos a la religión, paz e inocencia, y arreglar todas las
demás cosas en utilidad de los fieles, según la prudencia de los Visitadores, y
como proporcionen el lugar, el tiempo y las circunstancias. Y para que esto se
logre más cómoda y felizmente, amonesta el santo Concilio a todos y cada uno
de los mencionados, a quienes toca la visita, que traten y abracen a todos con
amor de padres y celo cristiano; y contentándose por lo mismo con un
moderado equipaje y servidumbre, procuren acabar cuanto más presto
puedan, aunque con el esmero debido, la visita. Guárdense entre tanto de ser
gravosos y molestos a ninguna persona por sus gastos inútiles; ni reciban, así
como ninguno de los suyos, cosa alguna con el pretexto de procuración por la
visita, aunque sea de los testamentos destinados a usos piadosos, a excepción
de lo que se debe de derecho de legados pios; ni reciban bajo cualquiera otro
nombre dinero, ni otro don cualquiera que sea, y de cualquier modo que se les
ofrezca: sin que obste contra esto costumbre alguna, aunque sea inmemorial;
a excepción no obstante de los víveres, que se le han de suministrar con
frugalidad y moderación para sí, y los suyos, y sólo con proporción a la
necesidad del tiempo, y no más. Quede no obstante a la elección de los que
son visitados, si quieren más bien pagar lo que por costumbre antigua pagaban
en determinada cantidad de dinero, o suministrar los víveres mencionados;
quedando además salvo el derecho de las convenciones antiguas hechas con
los monasterios, u otros lugares piadosos, o iglesias no parroquiales, que ha
de subsistir en su vigor. Mas en los lugares o provincias donde hay costumbre
de que no reciban los Visitadores víveres, dinero, ni otra cosa alguna, sino que
todo lo hagan de gracia; obsérvese lo mismo en ellos. Y si alguno, lo que Dios
no permita, presumiere tomar algo más en alguno de los casos arriba
mencionados; múltesele, sin esperanza alguna de perdón, además de la
restitución de doble cantidad que deberá hacer dentro de un mes, con otras
penas, según la constitución del concilio general de León, que principia: Exigit;
así como con otras del sínodo provincial a voluntad de este. Ni presuman los
patronos entremeterse en materias pertenecientes a la administración de los
Sacramentos, ni se mezclen en la visita de los ornamentos de la iglesia, ni en
las rentas de bienes raíces o fábrica, sino en cuanto esto les competa según el
establecimiento y fundación: por el contrario los mismos Obispos han de ser
los que han de entender en ello, cuidando de que las rentas de las fábricas se
inviertan en usos necesarios y útiles a la iglesia, según tuviesen por más
conveniente.

CAP. IV.- QUIÉNES Y CUÁNDO HAN DE EJERCER EL MINISTERIO DE LA


PREDICACIÓN. CONCURRAN LOS FIELES A OÍR LA PALABRA DE DIOS EN SUS
PARROQUIAS. NINGUNO PREDIQUE CONTRA LA VOLUNTAD DEL OBISPO.

Deseando el santo Concilio que se ejerza con la mayor frecuencia que pueda
ser, en beneficio de la salvación de los fieles cristianos, el ministerio de la
predicación, que es el principal de los Obispos; y acomodando más
oportunamente a la práctica de los tiempos presentes los decretos que sobre
este punto publicó en el pontificado de Paulo III de feliz memoria; manda que
los Obispos por sí mismos, o si estuvieren legítimamente impedidos, por medio
de las personas que eligieren para el ministerio de la predicación, expliquen en
sus iglesias la sagrada Escritura, y la ley de Dios; debiendo hacer lo mismo en
las restantes iglesias por medio de sus párrocos, o estando estos impedidos,
por medio de otros, que el Obispo ha de deputar, tanto en la ciudad episcopal,
como en cualquiera otra parte de las diócesis que juzgare conveniente, a
expensas de los que están obligados o suele costearlas, a lo menos, en todos
los domingos y días solemnes; y en el tiempo de ayuno, cuaresma, y adviento
del Señor, en todos los días, o a lo menos en tres de cada semana, si así lo
tuvieren por conveniente; y en todas las demás ocasiones que juzgaren se
puede esto oportunamente practicar. Advierta también el Obispo con celo a
su pueblo, que todos los fieles tienen obligación de concurrir a su parroquia a
oír en ella la palabra de Dios, siempre que puedan cómodamente hacerlo. Mas
ningún sacerdote secular ni regular tenga la presunción de predicar, ni aun en
las iglesias de su religión contra la voluntad del Obispo. Cuidarán estos también
de que se enseñen con esmero a los niños, por las personas a quienes
pertenezca, en todas las parroquias, por lo menos en los domingos y otros días
de fiesta, los rudimentos de la fe o catecismo, y la obediencia que deben a Dios
y a sus padres; y si fuese necesario, obligarán aun con censuras eclesiásticas a
enseñarles; sin que obsten privilegios, ni costumbres. En lo demás puntos
manténganse en su vigor los decretos hechos en tiempo del mismo Paulo III
sobre el ministerio de la predicación.

CAP. V.- CONOZCA SÓLO EL SUMO PONTÍFICE DE LAS CAUSAS CRIMINALES


MAYORES CONTRA LOS OBISPOS; Y EL CONCILIO PROVINCIAL DE LAS
MENORES.

Sólo el sumo Pontífice Romano conozca y termine las causas criminales de


mayor entidad formadas contra los Obispos, aunque sean de herejía (lo que
Dios no permita) y por las que sean dignos de deposición o privación. Y si la
causa fuese de tal naturaleza, que deba cometerse necesariamente fuera de
la curia Romana; a nadie absolutamente se cometa sino a los Metropolitanos
u Obispos, que nombre el sumo Pontífice. Y esta comisión ha de ser especial,
y además de esto firmada de mano del mismo sumo Pontífice, quien jamás les
cometa más autoridad que para hacer el informe del hecho, y formar el
proceso; el que inmediatamente enviarán a su Santidad, quedando reservada
al mismo Santísimo la sentencia definitiva. Observen todas las demás cosas
que en este punto se han decretado antes en tiempo de Julio III de feliz
memoria, así como la constitución del concilio general en tiempo de Inocencio
III, que principia: Qualiter, et quando; la misma que al presente renueva este
santo Concilio. Las causas criminales menores de los Obispos conózcanse, y
termínense sólo en el concilio provincial, o por los que depute este mismo
concilio.

CAP. VI.- CUÁNDO Y DE QUÉ MODO PUEDE EL OBISPO ABSOLVER DE LOS


DELITOS, Y DISPENSAR SOBRE IRREGULARIDAD Y SUSPENSIÓN.

Sea lícito a los Obispos dispensar en todas las irregularidades y suspensiones,


provenidas de delito oculto, a excepción de la que nace de homicidio
voluntario, y de las que se hallan deducidas al foro contencioso; así como
absolver graciosamente en el foro de la conciencia por sí mismos, o por un
Vicario que deputen especialmente para esto, a cualquiera delincuente
súbdito suyo, dentro de su diócesis, imponiéndole saludable penitencia, de
cualesquiera casos ocultos, aunque sean reservados a la Sede Apostólica. Lo
mismo se permite en el crimen de la herejía; mas sólo a ellos y en el foro de la
conciencia, y no a sus Vicarios.
CAP. VII.- EXPLIQUEN AL PUEBLO LOS OBISPOS Y PÁRROCOS LA VIRTUD DE
LOS SACRAMENTOS ANTES DE ADMINISTRARLOS. EXPÓNGASE LA SAGRADA
ESCRITURA EN LA MISA MAYOR.

Para que los fieles se presenten a recibir los Sacramentos con mayor
reverencia y devoción, manda el santo Concilio a todos los Obispos, que
expliquen según la capacidad de los que los reciben, la eficacia y uso de los
mismos Sacramentos, no sólo cuando los hayan de administrar por sí mismos
al pueblo, sino que también han de cuidar de que todos los párrocos observen
lo mismo con devoción y prudencia, haciendo dicha explicación aun en lengua
vulgar, si fuere menester, y cómodamente se pueda, según la forma que el
santo Concilio ha de prescribir respecto de todos los Sacramentos en su
catecismo; el que cuidarán los Obispos se traduzca fielmente a lengua vulgar,
y que todos los párrocos lo expliquen al pueblo; y además de esto, que en
todos los días festivos o solemnes expongan en lengua vulgar, en la misa
mayor, o mientras se celebran los divinos oficios, la divina Escritura, así como
otras máximas saludables; cuidando de enseñarles la ley de Dios, y de
estampar en todos los corazones estas verdades, omitiendo cuestiones
inútiles.

CAP. VIII.- IMPÓNGANSE PENITENCIAS PÚBLICAS A LOS PÚBLICOS


PECADORES, SI EL OBISPO NO DISPONE OTRA COSA. INSTITÚYASE UN
PENITENCIARIO EN LAS CATEDRALES.

El Apóstol amonesta que se corrijan a presencia de todos los que públicamente


pecan. En consecuencia de esto, cuando alguno cometiere en público, y a
presencia de muchos, un delito, de suerte que no se dude que los demás se
escandalizaron y ofendieron; es conveniente que se le imponga en público
penitencia proporcionada a su culpa; para que con el testimonio de su
enmienda, reduzca a buena vida las personas que provocó con su mal ejemplo
a malas costumbres. No obstante, podrá conmutar el Obispo este género de
penitencia en otro secreto, cuando juzgare que esto sea más conveniente.
Establezcan también los mismos Prelados en todas las iglesias catedrales en
que haya oportunidad para hacerlo, aplicándole la prebenda que primero
vaque, un canónigo Penitenciario, el cual deberá ser maestro, o doctor, o
licenciado en teología, o en derecho canónico, y de cuarenta años de edad, o
el que por otros motivos se hallare más adecuado, según las circunstancias del
lugar; debiéndosele tener por presente en el coro, mientras asista al
confesonario en la iglesia.

CAP. IX.- QUIÉN DEBA VISITAR LAS IGLESIAS SECULARES DE NINGUNA


DIÓCESIS.

Los decretos que anteriormente estableció este mismo Concilio en tiempo del
sumo Pontífice Paulo III de feliz memoria, así como los recientes en el de
nuestro beatísimo Padre Pío IV sobre la diligencia que deben poner los
Ordinarios en la visita de los beneficios, aunque sean exentos; se han de
observar también en aquellas iglesias seculares, que se dicen ser de ninguna
diócesis; es a saber, que deba visitarlas, como delegado de la Sede Apostólica,
el Obispo cuya iglesia catedral esté más próxima, si consta esto; y a no constar,
el que fuere elegido la primera vez en el concilio provincial por el prelado de
aquel lugar; sin que obsten ningunos privilegios, ni costumbres, aunque sean
inmemoriales.

CAP. X.- CUANDO SE TRATE DE LA VISITA, O CORRECCIÓN DE COSTUMBRES,


NO SE ADMITA SUSPENSIÓN NINGUNA EN LO DECRETADO.

Para que los Obispos puedan más oportunamente contener en su deber y


subordinación el pueblo que gobiernan; tengan derecho y potestad, aun como
delegados de la Sede Apostólica, de ordenar, moderar, castigar y ejecutar,
según los estatutos canónicos, cuanto les pareciere necesario según su
prudencia, en orden a la enmienda de sus súbditos, y a la utilidad de su
diócesis, en todas las cosas pertenecientes a la visita, y a la corrección de
costumbres. Ni en las materias en que se trata de la visita, o de dicha
corrección, impida, o suspenda de modo alguno la ejecución de todo cuanto
mandaren, decretaren, o juzgaren los Obispos, exención ninguna, inhibición,
apelación, o querella, aunque se interponga para ante la Sede Apostólica.

CAP. XI.- NADA DISMINUYAN DEL DERECHO DE LOS OBISPOS LOS TÍTULOS
HONORARIOS, O PRIVILEGIOS PARTICULARES.

Siendo notorio que los privilegios y exenciones que por varios títulos se
conceden a muchos, son al presente motivo de duda y confusión en la
jurisdicción de los Obispos, y dan a los exentos ocasión de relajarse en sus
costumbres; el santo Concilio decreta, que si alguna vez pareciere por justas,
graves y casi necesarias causas, condecorar a algunos con títulos honorarios
de Protonotarios, Acólitos, Condes Palatinos, Capellanes reales, u otros
distintivos semejantes en la curia Romana, o fuera de ella; así como recibir a
algunos que se ofrezcan al servicio de algún monasterio, o que de cualquiera
otro modo se dediquen a él, o a las Ordenes militares, o monasterios,
hospitales y colegios, bajo el nombre de sirvientes, o cualquiera otro título; se
ha de tener entendido, que nada se quita a los Ordinarios por estos privilegios,
en orden a que las personas a quienes se hayan concedido, o en adelante se
concedan, dejen de quedar absolutamente sujetas en todo a los mismos
Ordinarios, como delegados de la Sede Apostólica; y respecto de los
Capellanes reales, en términos conformes a la constitución de Inocencio III que
principia: Cum capella: exceptuando no obstante los que de presente sirven
en los lugares y milicias mencionadas, habitan dentro de su recinto y casas, y
viven bajo su obediencia; así como los que hayan profesado legítimamente
según la regla de las mismas milicias; lo que deberá constar al mismo
Ordinario: sin que obsten ningunos privilegios, ni aun los de la religión de san
Juan de Malta, ni de otras Ordenes militares. Los privilegios empero, que según
costumbre competen en fuerza de la constitución Eugeniana a los que residen
en la curia Romana, o son familiares de los Cardenales, no se entiendan de
ningún modo respecto de los que obtienen beneficios eclesiásticos en lo
perteneciente a los mismos beneficios, sino queden sujetos a la jurisdicción
del Ordinario, sin que obsten ningunas inhibiciones.

CAP. XII.- CUÁLES DEBAN SER LOS QUE SE PROMUEVAN A LAS DIGNIDADES
Y CANONICATOS DE LAS IGLESIAS CATEDRALES; Y QUÉ DEBAN HACER LOS
PROMOVIDOS.

Habiéndose establecido las dignidades, principalmente en las iglesias


catedrales, para conservar y aumentar la disciplina eclesiástica, con el objeto
de que los poseedores de ellas se aventajasen en virtud, sirviesen de ejemplo
a los demás, y ayudasen a los Obispos con su trabajo y ministerio; con justa
razón se piden en los elegidos para ellas tales circunstancias, que puedan
satisfacer a su obligación. Ninguno, pues, sea en adelante promovido a
ningunas dignidades que tengan cura de almas, a no haber entrado por lo
menos en los veinte y cinco años de edad, y quien habiendo vivido en el orden
clerical, sea recomendable por la sabiduría necesaria para el desempeño de su
obligación, y por la integridad de sus costumbres, según la constitución de
Alejandro III, promulgada en el concilio de Letran, que principia: Cum in
cunctis. Sean también los Arcedianos, que se llaman ojos de los Obispos,
maestros en teología, o doctores, o licenciados en derecho canónico, en todas
las iglesias en que esto pueda lograrse. Para las otras dignidades o personados
que no tienen anexa la cura de almas, se han de escoger clérigos que por otra
parte sean idóneos, y tengan a lo menos veinte y dos años. Además de esto,
los provistos de cualquier beneficio con cura de almas, estén obligados a hacer
por lo menos dentro de dos meses, contados desde el día que tomaron la
posesión, pública profesión de su fe católica en manos del mismo Obispo, o si
este se hallare impedido, ante su vicario general, u otro oficial; prometiendo y
jurando que han de permanecer en la obediencia de la Iglesia Romana. Mas
los provistos de canongías y dignidades de iglesias catedrales, estén obligados
a ejecutar lo mismo, no sólo ante el Obispo, o algún oficial suyo, sino también
ante el cabildo; y a no ejecutarlo así, todos los dichos provistos como queda
dicho, no hagan suyos los frutos, sin que les sirva para esto haber tomado
posesión. Tampoco admitirán en adelante a ninguno en dignidad, canongía o
porción, sino al que o esté ordenado del orden sacro que pide su dignidad,
prebenda o porción; o tenga tal edad que pueda ordenarse dentro del tiempo
determinado por el derecho, y por este santo Concilio. Lleven anexo en todas
las iglesias catedrales todas las canongías y porciones el orden del sacerdocio,
del diaconado o del subdiaconado. Señale también y distribuya el Obispo
según le pareciere conveniente, con el dictamen del cabildo, los órdenes
sagrados que deban estar anexos en adelante a las prebendas, de suerte no
obstante, que una mitad por lo menos sean sacerdotes, y los restantes
diáconos o subdiáconos. Mas donde quiera que haya la costumbre más loable
de que la mayor parte, o todos sean sacerdotes, se ha de observar
exactamente. Exhorta además el santo Concilio, a que se confieran en todas
las provincias, en que cómodamente se pueda, todas las dignidades, y por lo
menos la mitad de los canonicatos, en las iglesias catedrales y colegiatas
sobresalientes, a solos maestros o doctores, o también a licenciados en
teología, o en derecho canónico. Además de esto, no sea lícito en fuerza de
estatuto, o costumbre ninguna, a los que obtienen dignidades, canongías,
prebendas, o porciones en las dichas catedrales o colegiatas, ausentarse de
ellas más de tres meses en cada un año; dejando no obstante en su vigor las
constituciones de aquellas iglesias, que requieren más largo tiempo de
servicio: a no hacerlo así, queda privado, en el primer año, cualquiera que no
cumpla, de la mitad de los frutos que haya ganado aun por razón de su
prebenda y residencia. Y si tuviere segunda vez la misma negligencia, quede
privado de todos los frutos que haya ganado en aquel año; y si pasare adelante
su contumacia, procédase contra ellos según las constituciones de los sagrados
cánones. Los que asistieren a las horas determinadas, participen de las
distribuciones; los demás no las perciban, sin que estorbe colusión, o
condescendencia ninguna, según el decreto de Bonifacio VIII, que principia:
Consuetudinem; el mismo que vuelve a poner en uso el santo Concilio, sin que
obsten ningunos estatutos ni costumbres. Oblíguese también a todos a ejercer
los divinos oficios por sí, y no por substitutos; y a servir y asistir al Obispo
cuando celebra, o ejerce otros ministerios pontificales; y alabar con himnos y
cánticos, reverente, distinta y devotamente el nombre de Dios, en el coro
destinado para este fin. Traigan siempre, además de esto, vestido decente, así
en la iglesia como fuera de ella: absténganse de monterías, y cazas ilícitas,
bailes, tabernas y juegos; distinguiéndose con tal integridad de costumbres,
que se les pueda llamar con razón el senado de la iglesia. El sínodo provincial
prescribirá según la utilidad y costumbre de cada provincia, y método
determinado a cada una, así como el orden de todo lo perteneciente al
regimen debido en los oficios divinos, al modo con que conviene cantarlos y
arreglarlos, y al orden estable de concurrir y permanecer en el coro; así
también todo lo demás que fuere necesario a todos los ministros de la iglesia,
y otros puntos semejantes. Entre tanto no podrá el Obispo tomar providencia
en las cosas que juzgue convenientes, menos que con dos canónigos, de los
cuales uno ha de elegir el Obispo, y otro el cabildo.

CAP. XIII.- CÓMO SE HAN DE SOCORRER LAS CATEDRALES Y PARROQUIAS


MUY POBRES. TENGAN LAS PARROQUIAS LÍMITES FIJOS.

Por cuanto la mayor parte de las iglesias catedrales son tan pobres y de tan
corta renta, que no corresponden de modo alguno a la dignidad episcopal, ni
bastan a la necesidad de las iglesias; examine el concilio provincial, y averigue
con diligencia, llamando las personas a quienes esto toca, qué iglesias será
acertado unir a las vecinas, por su estrechez y pobreza, o aumentarlas con
nuevas rentas; y envie los informes tomados sobre estos puntos al sumo
Pontífice Romano, para que instruido de ellos su Santidad, o una según su
prudencia y según juzgare conveniente, las iglesias pobres entre sí, o las
aumente con alguna agregación de frutos. Mas entre tanto que llegan a tener
efecto estas disposiciones, podrá remediar el sumo Pontífice a estos Obispos,
que por la pobreza de su diócesis necesitan socorro, con los frutos de algunos
beneficios, con tal que estos no sean curados, ni dignidades, o canonicatos, ni
prebendas, ni monasterios, en que esté en su vigor la observancia regular, o
estén sujetos a capítulos generales, y a determinados visitadores. Asimismo en
las iglesias parroquiales, cuyos frutos son igualmente tan cortos, que no
pueden cubrir las cargas de obligación; cuidará el Obispo, a no poder
remediarlas mediante la unión de beneficios que no sean regulares, de que se
les aplique o por asignación de las primicias o diezmos, o por contribución o
colectas de los feligreses, o por el modo que le pareciere más conveniente,
aquella porción que decentemente baste a la necesidad del cura y de la
parroquia. Mas en todas las uniones que se hayan de hacer por las causas
mencionadas, o por otras, no se unan iglesias parroquiales a monasterios,
cualesquiera que sean, ni a abadías, o dignidades, o prebendas de iglesia
catedral o colegiata, ni a otros beneficios simples u hospitales, ni milicias: y las
que así estuvieren unidas, examínense de nuevo por los Ordinarios, según lo
decretado antes en este mismo Concilio en tiempo de Paulo III de feliz
memoria; debiendo también observarse lo mismo respecto de todas las que
se han unido después de aquel tiempo, sin que obsten en esto fórmulas
ningunas de palabras, que se han de tener por expresadas suficientemente
para su revocación en este decreto. Además de esto, no se grave en adelante
con ningunas pensiones, o reservas de frutos, ninguna de las iglesias
catedrales, cuyas rentas no excedan la suma de mil ducados, ni las de las
parroquiales que no suban de cien ducados, según su efectivo valor anual. En
aquellas ciudades también, y en aquellos lugares en que las parroquias no
tienen límites determinados, ni sus curas pueblo peculiar que gobernar, sino
que promiscuamente administran los Sacramentos a los que los piden; manda
el santo Concilio a todos los Obispos, que para asegurarse más bien de la
salvación de las almas que les están encomendadas, dividan el pueblo en
parroquias determinadas y propias, y asignen a cada una su párroco perpetuo
y particular que pueda conocerlas, y de cuya sola mano les sea permitido
recibir los Sacramentos; o den sobre esto otra providencia más útil, según lo
pidiere la calidad del lugar. Cuiden también de poner esto mismo en ejecución,
cuanto más pronto puedan, en aquellas ciudades y lugares donde no hay
parroquia alguna; sin que obsten privilegios ningunos, ni costumbres, aunque
sean inmemoriales.
CAP. XIV.- PROHÍBENSE LAS REBAJAS DE FRUTOS, QUE NO SE INVIERTEN EN
USOS PIADOSOS, CUANDO SE PROVEEN BENEFICIOS, O SE ADMITE A TOMAR
POSESIÓN DE ELLOS.

Constando que se practica en muchas iglesias, así catedrales como colegiatas


y parroquiales, por sus constituciones o mala costumbre, imponer en la
elección, presentación, nombramiento, institución, confirmación, colación, u
otra provisión, o admisión a tomar posesión de alguna iglesia catedral, o de
beneficio, canongias o prebendas, o a la parte de las rentas, o de las
distribuciones cotidianas, ciertas condiciones o rebajas de los frutos, pagas,
promesas o compensaciones ilícitas, o ganancias que en algunas iglesias
llaman de Turnos; el santo Concilio, detestando todo esto, manda a los
Obispos no permitan cosa alguna de estas a no invertirse en usos piadosos, así
como no permitan ningunas entradas que traigan sospechas del pecado de
simonía, o de indecente avaricia; e igualmente que examinen los mismos con
diligencia sus constituciones o costumbres sobre lo mencionado, y a excepción
de las que aprueben como loables, desechen y anulen todas las demás como
perversas y escandalosas. Decreta también, que todos los que de cualquier
modo delincan contra lo comprendido en este presente decreto, incurran en
las penas impuestas contra los simoníacos en los sagrados cánones, y en otras
varias constituciones de los sumos Pontífices, que todas las renueva; sin que
obsten a esta determinación ningunos estatutos, constituciones, ni
costumbres, aunque sean inmemoriales, y confirmadas por autoridad
Apostólica; de cuya subrepción, obrepción, y falta de intención pueda tomar
conocimiento el Obispo, como delegado de la Sede Apostólica.

CAP. XV.- MÉTODO DE AUMENTAR LAS PREBENDAS CORTAS DE LAS


CATEDRALES, Y DE LAS COLEGIATAS INSIGNES.

En las iglesias catedrales, y en las colegiatas insignes, donde las prebendas son
muchas, y por consecuencia tan cortas, así como las distribuciones cotidianas,
que no alcancen a mantener según la calidad del lugar y personas, la decente
graduación de los canónigos, puedan unir a ellas los Obispos, con
consentimiento del cabildo, algunos beneficios simples, con tal que no sean
regulares; o en caso de que no haya lugar de tomar esta providencia, puedan
reducirlas a menor número, suprimiendo algunas de ellas, con consentimiento
de los patronos, si son de derecho de patronato de legos; aplicando sus frutos
y rentas a la masa de las distribuciones cotidianas de las prebendas restantes;
pero de tal suerte, que se conserven las suficientes para celebrar con
comodidad los divinos oficios, de modo correspondiente a la dignidad de la
iglesia; sin que obsten contra esto ningunas constituciones, ni privilegios, ni
reserva alguna, general ni especial, así como ninguna afección; y sin que
puedan anularse, o impedirse las uniones, o suspensiones mencionads por
ninguna provisión, ni aun en fuerza de resignación, ni por otras ningunas
derogaciones ni suspensiones.

CAP. XVI.- DEL ECÓNOMO Y VICARIO QUE SE HA DE NOMBRAR EN SEDE


VACANTE. TOME DESPUÉS EL OBISPO RESIDENCIA A TODOS LOS OFICIALES
DE LOS EMPLEOS QUE HAYAN EJERCIDO.

Señale el cabildo en la sede vacante, en los lugares que tiene el cargo de


percibir los frutos, uno o muchos administradores fieles y diligentes, que
cuiden de las cosas pertenecientes a la iglesia y sus rentas; y de todo esto h
ayan de dar razón a la persona que corresponda. Tenga además absoluta
obligación de crear dentro de ocho días después de la muerte del Obispo, un
oficial, o vicario, o de confirmar el que hubiere antes, y este sea a lo menos
doctor o licenciado en derecho canónico, o por otra parte capaz, en caunto
pueda ser, de esta comisión: si no se hiciere así, recaiga el derecho de este
nombramiento en el Metropolitano. Y si la iglesia fuese la misma
metropolitana, o fuese exenta, y el cabildo negligente, como queda dicho; en
este caso pueda el Obispo más antiguo de los sufragáneos señalar en la iglesia
metropolitana, y el Obispo más inmediato en la exenta, administrador y vicario
de capacidad. Mas el Obispo que fuere promovido a la iglesia vacante, tome
cuentas de los oficios, de la jurisdicción, administración, o cualquiera otro
empleo de estos, en las cosas que le pertenecen, a los mismos ecónomos,
vicario y demás oficiales, cualesquiera que sean, así como a los
administradores que fueron nombrados en la sede vacante por el cabildo o por
otras personas constituidas en su lugar, aunque sean individuos del mismo
cabildo, pudiendo castigar a los que hayan delinquido en el oficio, o
administración de sus cargos; aun en el caso que los oficiales mencionados
hayan dado sus cuentas, y obtenido la remisión, o finiquito del cabildo o de sus
diputados. Tenga también el cabildo obligación de dar cuenta al mismo Obispo
de las escrituras pertenecientes a la iglesia, si entraron algunas en su poder.
CAP. XVII.- EN QUÉ OCASIÓN SEA LÍCITO CONFERIR A UNO MUCHOS
BENEFICIOS, Y A ESTE RETENERLOS.

Pervirtiéndose la jerarquía eclesiástica, cuando ocupa uno los empleos de


muchos clérigos; santamente han precavido los sagrados cánones, que no es
conveniente destinar una persona a dos iglesias. Mas por cuanto muchos
llevados de la detestable pasión de la codicia, y engañándose a sí mismos, no
a Dios, no se avergüenzan de eludir con varios artificios las disposiciones que
están justamente establecidas, ni de gozar a un mismo tiempo muchos
beneficios; el santo Concilio, deseando restablecer la debida disciplina en el
gobierno de las iglesias, determina por el presente decreto, que manda
observen toda suerte de personas, cualesquiera que sean, por cualquier título
que tengan, aunque estén distinguidas con la preeminencia de Cardenales,
que en adelante únicamente se confiera un solo beneficio eclesiástico a cada
particular; y si este no fuese suficiente para mantener con decencia la vida de
la persona a quien se confiere, sea permitido en este caso conferir a la misma
otro beneficio simple suficiente, con la circunstancia de que no pidan los dos
residencia personal. Todo lo cual se ha de entender no sólo respecto de las
iglesias catedrales, sino también respecto de todos los demás beneficios,
cualesquiera que sean, así seculares como regulares, aun de encomiendas, y
de cualquiera otro título y calidad. Y los que al presente obtienen muchas
iglesias parroquiales, o una catedral y otra parroquial, sean absolutamente
precisados a renunciar dentro del tiempo de seis meses todas las parroquiales,
reservándose únicamente solo una parroquial, o catedral; sin que obsten en
contrario ningunas dispensas, ni uniones hechas por el tiempo de su vida: a no
hacerse así, repútense por vacantes de derecho las parroquiales, y todos los
beneficios que obtienen, y confiéranse libremente como vacantes a otras
personas idóneas; sin que las personas que antes los poseían puedan retener
en sana conciencia los frutos después del tiempo que se ha señalado. Desea
no obstante el santo Concilio, que se de providencia sobre las necesidades de
los que renuncian, mediante alguna disposición oportuna, según pareciere
conveniente al sumo Pontífice.
CAP. XVIII.- VACANDO ALGUNA IGLESIA PARROQUIAL, DEPUTE EL OBISPO UN
VICARIO HASTA QUE SE LE PROVEA DE CURA. DE QUÉ MODO, Y POR QUIÉNES
SE DEBEN EXAMINAR LOS NOMBRADOS A IGLESIAS PARROQUIALES.

Es en sumo grado conducente a la salvación de las almas que las gobiernen


párrocos dignos y capaces. Para que esto se logre con la mayor exactitud y
perfección, establece el santo Concilio, que cuando acaeciere que llegue a
vacar una iglesia parroquial por muerte, o resignación, aunque sea en la curia
Romana, o de otro cualquier modo, aunque se diga pertenecer el cuidado de
ella al Obispo, y se administre por una o por muchas personas, aunque sea en
iglesias patrimoniales, o que se llaman receptivas, en las que ha habido
costumbre de que el Obispo dé a uno o a muchos el cuidado de las almas (a
todos los cuales manda el Concilio estén obligados a hacer el examen que se
va a prescribir), aunque la misma iglesia parroquial sea reservada, o afecta
general o particularmente, aun en fuerza de indulto o privilegio hecho a favor
de los Cardenales de la santa Iglesia Romana, o de Abades, o cabildos, deba el
Obispo inmediatamente que tenga noticia de la vacante, si fuese necesario,
establecer en ella un vicario capaz, con congrua suficiente de frutos, a su
arbitrio; el cual deba cumplir todas las obligaciones de la misma iglesia, hasta
que el curato se provea. En efecto el Obispo, y el que tiene derecho de
patronato, dentro de diez días, o de otro término que prescriba el mismo
Obispo, destine a presencia de los comisarios, o deputados para el examen,
algunos clérigos capaces de gobernar aquella iglesia. Sea no obstante libre
también a cualesquiera otros que conozcan personas proporcionadas para el
empleo, dar noticia de ellas; para que después se puedan hacer exactas
averiguaciones sobre la edad, costumbres y suficiencia de cada uno. Y si según
el uso de la provincia pareciere más conveniente al Obispo, o al sínodo
provincial, convoque aun por edictos públicos a los que quisieren ser
examinados. Cumplido el término y tiempo prescritos, sean todos los que
estén en lista examinados por el Obispo, o si este se hallase impedido, por su
vicario general, y otros examinadores, cuyo número no será menos de tres; y
si en la votación se dividieren en partes iguales, o vote cada uno por sujeto
diferente, pueda agregarse el Obispo, o el vicario a quien más bien le
pareciere. Proponga el Obispo, o su vicario, todos los años en el sínodo
diocesano, seis examinadores por lo menos, que sean a satisfacción, y
merezcan la aprobación del sínodo. Y cuando haya alguna vacante de iglesia,
cualquiera que sea, elija el Obispo tres de ellos que le acompañen en el
examen; y ocurriendo después otra vacante, elija entre los seis mencionados
o los mismos tres antecedentes, o los otros tres, según le pareciere. Sean
empero estos examinadores maestros, o doctores, o licenciados en teología, o
en derecho canónico, u otros clérigos o regulares, aun de las órdenes
mendicantes, o también seglares, los que parecieren más idóneos; y todos
juren sobre los santos Evangelios, que cumplirán fielmente con su encargo, sin
respeto a ningún afecto, o pasión humana. Guárdense también de recibir
absolutamente cosa alguna con motivo del examen, ni antes ni después de él:
y a no hacerlo así, incurran en el crimen de simonía tanto ellos como los que
les regalan, y no puedan ser absueltos de ella, si no hacen dimisión de los
beneficios que de cualquier modo obtenían aun antes de esto; quedando
inhábiles para obtener otros después. Y estén obligados a dar satisfacción de
todo esto no sólo a Dios, sino también ante el sínodo provincial, si fuese
necesario; el que podrá castigarlos gravemente a su arbitrio, si se certificare
que han faltado a su deber. Después de esto, finalizado el examen, den los
examinadores cuenta de todos los sujetos que hayan encontrado aptos por su
edad, costumbres, doctrina, prudencia, y otras circunstancias conducentes al
gobierno de la iglesia vacante; y elija de ellos el Obispo al que entre todos
juzgare más idóneo, y a este y no a otro ha de conferir la iglesia la persona a
quien tocare hacer la colación. Si fuere de derecho de patronato eclesiástico,
pero que pertenezca su institución al Obispo, y no a otro, tenga el patrono
obligación de presentarle la persona que juzgare más digna entre las
aprobadas por los examinadores, para que el Obispo le confiera el beneficio.
Mas cuando haya de hacer la colación otro que no sea el Obispo, en este caso
elija el Obispo solo de entre los dignos el más digno, que presentará el patrono
a quien toca la colación. Si fuese el beneficio de derecho de patronato de legos,
deba ser examinada la persona presentada por el patrono, como arriba se ha
dicho, por los examinadores deputados, y no se admita si no le hallaren
idóneo. En todos estos casos referidos no se provea la iglesia a ninguno que no
sea de los examinados mencionados, y aprobados por los examinadores según
la regla referida; sin que impida o suspenda los informes de los mismos
examinadores, de suerte que dejen de tener efecto, devolución ninguna ni
apelación, aunque sea para ante la Sede Apostólica, o para ante los Legados,
o Vicelegados, o Nuncios de la misma Sede, o para ante los Obispos,
Metropolitanos, Primados o Patriarcas: a no ser así, el vicario interino que el
Obispo voluntariamente señaló, o acaso después señalare, para gobernar la
iglesia vacante, no deje la custodia y administración de la misma iglesia, hasta
que se haga la provisión o en el mismo, o en otro que fuere aprobado y elegido
del modo que queda expuesto; reputándose por subrepticias todas las
provisiones o colaciones que se hagan de modo diferente que el de la fórmula
explicada, sin que obsten a este decreto exenciones ningunas, indultos,
privilegios, prevenciones, afecciones, nuevas provisiones, indultos concedidos
a universidades, aun los de hasta cierta cantidad, ni otros ningunos
impedimentos. Mas si las rentas de la expresada parroquial fuesen tan cortas,
que no correspondan al trabajo de este examen; o no haya persona que quiera
sujetarse a él; o si por las manifiestas parcialidades o facciones que haya en
algunos lugares, se pueden fácilmente originar mayores disensiones y
tumultos; podrá el Ordinario, si así le pareciere conveniente según su
conciencia y con el dictamen de los deputados, valerse de otro examen
secreto; omitiendo el método prescrito, y observando no obstante todas las
demás circunstancias arriba mencionadas. Tendrá también autoridad el
concilio provincial para disponer lo que juzgare que se debe añadir o quitar en
todo lo arriba dicho, sobre el método que se ha de observar en los exámenes.

CAP. XIX.- ABRÓGANSE LOS MANDAMIENTOS DE PROVIDENDO, LAS


EXPECTATIVAS, Y OTRAS GRACIAS DE ESTA NATURALEZA.

Decreta el santo Concilio que a nadie en adelante se concedan mandamientos


de providendo, ni las gracias que llaman expectativas, ni aun a colegios,
universidades, senados, ni a ningunas personas particulares, ni aun bajo el
nombre de indulto, o hasta cierta suma, ni con ningún otro pretexto; y que a
nadie tampoco sea lícito usar de las que hasta el presente se le hayan
concedido. Tampoco se concedan a persona alguna, ni aun a los Cardenales de
la santa Romana Iglesia, reservaciones mentales ni otras ningunas gracias para
obtener los beneficios que vaquen de futuro, ni indultos para iglesias ajenas o
monasterios; y todos los que hasta aquí se han concedido, ténganse por
abrogados.

CAP. XX.- MÉTODO DE PROCEDER EN LAS CAUSAS PERTENECIENTES AL FORO


ECLESIÁSTICO.

Todas las causas que de cualquier modo pertenezcan al foro eclesiástico,


aunque sean beneficiales, sólo se han de conocer en primera instancia ante los
Ordinarios de los lugares, y precisamente se han de finalizar dentro de dos
años, a lo más, desde el día en que se entabló la litis o proceso: si no se hace
así, sea libre a las partes, o a una de ellas, recurrir pasado aquel tiempo a
tribunal superior, como por otra parte sea competente; y este tomará la causa
en el estado que estuviere, y procurará terminarla con la mayor prontitud.
Antes de este tiempo no se cometan a otros, ni se avoquen, ni tampoco
admitan superiores ningunos las apelaciones que interpongan las partes; ni se
permita su comisión, o inhibición, sino después de la sentencia definitiva, o de
la que tenga fuerza de definitiva, y cuyos daños no se puedan resarcir apelando
de la definitiva. Exceptúense las causas, que según los cánones, deben tratarse
ante la Sede Apostólica; o las que juzgare el sumo Pontífice por urgentes y
razonables causas, cometer, o avocar, por escrito especial de la signatura de
su Santidad, que debe ir firmada de su propia mano. Además de esto, no se
dejen las causas matrimoniales, ni criminales al juicio del Dean, Arcediano u
otros inferiores, ni aun en el tiempo de la visita, sino al examen y jurisdicción
del Obispo, aunque haya en las circunstancias alguna litis pendiente, con
cualquier instancia que esté, entre el Obispo y Dean, o Arcediano u otros
inferiores, sobre el conocimiento de estas causas. Y si la una parte probare
ante el Obispo, que es verdaderamente pobre, no se le obligue a litigar en la
misma causa matrimonial fuera de la provincia, ni en segunda ni en tercera
instancia, a no querer suministrarle la otra parte sus alimentos, y los gastos de
pleito. Igualmente no presuman los Legados, aunque sean a latere, los
Nuncios, los gobernadores eclesiásticos, u otros, en fuerza de ningunas
facultades, no sólo poner impedimento a los Obispos en las causas
mencionadas, o usurpar en algún modo su jurisdicción, o perturbarles en ella;
pero ni aun tampoco proceder contra los clérigos, u otras personas
eclesiásticas, a no haber requerido antes al Obispo, y ser este negligente: de
otro modo sean de ningún momento sus procesos y determinaciones; y
queden además obligados a satisfacer el daño causado a las partes. Añádese,
que si alguno apelare en los casos permitidos por derecho, o se quejare de
algún gravamen, o recurriere a otro juez por la circunstancia de haberse
pasado los dos años que quedan mencionados; tenga obligación de presentar
a su costa ante el juez de apelación todos los autos hechos ante el Obispo, con
la circunstancia de amonestar antes al mismo Obispo, con el fin de que
pareciéndole conducente alguna cosa para entablar la causa, pueda informar
de ella al juez de la apelación. Si compareciese la parte contra quien se apela,
oblíguesela también a pagar su cota en los gastos de la compulsa de los autos,
en caso de querer valerse de ellos; a no ser que se observe otra práctica por
costumbre del lugar; es a saber, que pague el apelante los gastos por entero.
Tenga el notario obligación de dar copia de los mismos autos al apelante con
la mayor prontitud, y a más tardar, dentro de un mes, pagándole el
competente salario por su trabajo. Y si el notario cometiese el fraude de diferir
la entrega, quede suspenso del ejercicio de su empleo a voluntad del
Ordinario, y oblíguesele a pagar en pena doble cantidad de la que importaren
los autos, la que se ha de repartir entre el apelante y los pobres del lugar. Si el
juez fuese también sabedor o partícipe de estos obstáculos o dilaciones, o se
opusiere de otro modo a que se entreguen enteramente los autos al apelante
dentro del dicho término; pague también la pena de doble cantidad, según
está dicho: sin que obsten a la ejecución de todo lo expresado ningunos
privilegios, indultos, concordias que obliguen sólo a sus autores, ni otras
costumbres, cualesquiera que sean.

CAP. XXI.- DECLÁRASE QUE POR CIERTAS PALABRAS ARRIBA EXPRESADAS,


NO SE ALTERA EL MODO ACOSTUMBRADO DE TRATAR LAS MATERIAS EN LOS
CONCILIOS GENERALES.

Deseando el santo Concilio que no haya motivos de duda en los tiempos


venideros sobre la inteligencia de los decretos que ha publicado; explica y
declara: que en aquellas palabras insertas en el decreto promulgado en la
Sesión primera, celebrada en tiempo de nuestro beatísimo Padre Pío IV; es a
saber: "Las cosas que a proposición de los Legados y Presidentes parezcan
conducentes y oportunas al mismo Concilio, para aliviar las calamidades de
estos tiempos, apaciguar las disputas de religión, enfrenar las lenguas
engañosas, corregir los abusos, y depravación de costumbres, y conciliar la
verdadera y cristiana paz de la Iglesia": no fue su ánimo alterar en nada por las
dichas palabras el método acostumbrado de tratar los negocios en los concilios
generales; ni que se añadiese o quitase de nuevo cosa alguna, más ni menos
de lo que hasta de presente se halla establecido por los sagrados cánones, y
método de los concilios generales.

LOS RELIGIOSOS Y LAS MONJAS


El mismo sacrosanto Concilio, prosiguiendo la reforma, ha determinado
establecer lo que se sigue.

CAP. I.- AJUSTEN SU VIDA TODOS LOS REGULARES A LA REGLA QUE


PROFESARON: CUIDEN LOS SUPERIORES CON CELO DE QUE ASÍ SE HAGA.
No ignorando el santo Concilio cuánto esplendor y utilidad dan a la Iglesia de
Dios los monasterios piadosamente establecidos y bien gobernados, ha tenido
por necesario mandar, como manda en este decreto, con el fin de que más
fácil y prontamente se restablezca, donde haya decaído, la antigua y regular
disciplina, y persevere con más firmeza donde se ha conservado: Que todas las
personas regulares, así hombres como mujeres, ordenen y ajusten su vida a la
regla que profesaron; y que en primer lugar observen fielmente cuanto
pertenece a la perfección de su profesión, como son los votos de obediencia,
pobreza y castidad, y los demás, si tuvieren otros votos y preceptos peculiares
de alguna regla y orden, que respectivamente miren a conservar la esencia de
sus votos, así como a la vida común, alimentos y hábitos; debiendo poner los
superiores así en los capítulos generales y provinciales, como en la visita de los
monasterios, la que no dejen de hacer en los tiempos asignados, todo su
esmero y diligencia en que no se aparten de su observancia: constándoles
evidentemente que no pueden dispensar, o relajar los estatutos
pertenecientes a la esencia de la vida regular; pues si no conservaren
exactamente estos que son la basa y fundamento de toda la disciplina
religiosa, es necesario que se desplome todo el edificio.

CAP. II.- PROHÍBESE ABSOLUTAMENTE A LOS RELIGIOSOS LA PROPIEDAD.

No pueda persona regular, hombre ni mujer, poseer, o tener como propios, ni


aun a nombre del convento, bienes muebles, ni raíces, de cualquier calidad
que sean, ni de cualquier modo que los hayan adquirido, sino que se deben
entregar inmediatamente al superior, e incorporarse al convento. Ni sea
permitido en adelante a los superiores conceder a religioso alguno bienes
raíces, ni aun en usufructo, uso, administración o encomienda. Pertenezca
también la administración de los bienes de los monasterios, o de los conventos
a sólo oficiales de estos, los que han de ser amovibles a voluntad del superior.
Y el uso de los bienes muebles ha de permitirse por los superiores en tales
términos, que corresponda el ajuar de sus religiosos al estado de pobreza que
han profesado: nada haya superfluo en su menaje; mas nada tampoco se les
niegue de lo necesario. Y si se hallare, o convenciere alguno que posea alguna
cosa en otros términos, quede privado por dos años de voz activa y pasiva, y
castíguesele también según las constituciones de su regla y orden.
CAP. III.- TODOS LOS MONASTERIOS, A EXCEPCIÓN DE LOS QUE SE
MENCIONAN, PUEDEN POSEER BIENES RAÍCES: ASÍGNESELES NÚMERO DE
INDIVIDUOS SEGÚN SUS RENTAS; O SEGÚN LAS LIMOSNAS QUE RECIBEN: NO
SE ERIJAN NINGUNOS SIN LICENCIA DEL OBISPO.

El santo Concilio concede que puedan poseer en adelante bienes raíces todos
los monasterios y casas así de hombres como de mujeres, e igualmente de los
mendicantes, a excepción de las casas de religiosos Capuchinos de san
Francisco, y de los que se llaman Menores observantes; aun aquellos a quienes
o estaba prohibido por sus constituciones, o no les estaba concedido por
privilegio Apostólico. Y si algunos de los referidos lugares se hallasen
despojados de semejantes bienes, que lícitamente poseían con permiso de la
autoridad Apostólica; decreta que todos se les deben restituir. Mas en los
monasterios y casas mencionadas de hombres y de mujeres, que posean o no
posean bienes raíces, sólo se ha de establecer, y mantener en adelante aquel
número de personas que se pueda sustentar cómodamente con las rentas
propias de los monasterios, o con las limosnas que se acostumbra recibir; ni
en adelante se han de fundar semejantes casas, a no obtener antes la licencia
del Obispo, en cuya diócesis se han de fundar.

CAP. IV.- NO SE SUJETE EL RELIGIOSO A LA OBEDIENCIA DE EXTRAÑOS, NI


DEJE SU CONVENTO SIN LICENCIA DEL SUPERIOR. EL QUE ESTÉ DESTINADO A
UNIVERSIDAD, HABITE DENTRO DE CONVENTO.

Prohibe el santo Concilio que ningún regular, bajo el pretexto de predicar,


enseñar, ni de cualquiera otra obra piadosa, se sujete al servicio de ningún
prelado, príncipe, universidad, o comunidad, ni de ninguna otra persona, o
lugar, sin licencia de su superior; sin que para esto le valga privilegio alguno, ni
la licencia que con este objeto haya alcanzado de otros. Si hiciere lo contrario,
castíguesele a voluntad del superior como inobediente. Tampoco sea lícito a
los regulares salir de sus conventos, ni aun con el pretexto de presentarse a
sus superiores, si estos no los enviaren, o no los llamaren. Y el que se hallase
fuera sin la licencia mencionada, que ha de obtener por escrito, sea castigado
por los Ordinarios de los lugares, como apóstata o desertor de su instituto. Los
que se envían a las universidades con el objeto de aprender o enseñar, habiten
solo en conventos; y a no hacerlo así, procedan los Ordinarios contra ellos.
CAP. V.- PROVIDENCIAS SOBRE LA CLAUSURA Y CUSTODIA DE LAS MONJAS.

Renovando el santo Concilio la constitución de Bonifacio VIII, que principia:


Periculoso; manda a todos los Obispos, poniéndoles por testigo la divina
justicia, y amenazándolos con la maldición eterna, que procuren con el mayor
cuidado restablecer diligentemente la clausura de las monjas en donde
estuviere quebrantada, y conservarla donde se observe, en todos los
monasterios que les estén sujetos, con su autoridad ordinaria, y en los que no
lo estén, con la autoridad de la Sede Apostólica; refrenando a los inobedientes,
y a los que se opongan, con censuras eclesiásticas y otras penas, sin cuidar de
ninguna apelación, e implorando también para esto el auxilio del brazo secular,
si fuere necesario. El santo Concilio exhorta a todos los Príncipes cristianos, a
que presten este auxilio, y obliga a ello a todos los magistrados seculares, so
pena de excomunión, que han de incurrir por sólo el hecho. Ni sea lícito a
ninguna monja salir de su monasterio después de la profesión, ni aun por breve
tiempo, con ningún pretexto, a no tener causa legítima que el Obispo aprueba:
sin que obsten indultos, ni privilegios algunos. Tampoco sea lícito a persona
alguna, de cualquier linaje, condición, sexo, o edad que sea, entrar dentro de
los claustros del monasterio, so pena de excomunión, que se ha de incurrir por
solo el hecho; a no tener licencia por escrito del Obispo o superior. Mas este o
el Obispo sólo la deben dar en casos necesarios; ni otra persona la pueda dar
de modo alguno, aun en vigor de cualquier facultad, o indulto concedido hasta
ahora, o que en adelante se conceda. Y por cuanto los monasterios de monjas,
fundadas fuera de poblado, están expuestos muchas veces por carecer de toda
custodia, a robos y otros insultos de hombres facinerosos; cuiden los Obispos
y otros superiores, si les pareciere conveniente, de que se trasladen las monjas
desde ellos a otros monasterios nuevos o antiguos, que estén dentro de las
ciudades, o lugares bien poblados; invocando también para esto, si fuese
necesario, el auxilio del brazo secular. Y obliguen a obedecer con censuras
eclesiásticas a los que lo impidan, o no obedezcan.

CAP. VI.- ORDEN QUE SE HA DE OBSERVAR EN LA ELECCIÓN DE LOS


SUPERIORES REGULARES.

El santo Concilio manda estrechamente ante todas cosas, que en la elección


de cualesquiera superiores, abades temporales, y otros ministros, así como en
la de los generales, abadesas, y otras superioras, para que todo se ejecute con
exactitud y sin fraude alguno, se deban elegir todos los mencionados por votos
secretos; de suerte que nunca se hagan públicos los nombres de los
particulares que votan. Ni sea lícito en adelante establecer provinciales
titulares, o abades, priores, ni otros ningunos con el fin de que concurran a las
elecciones que se hayan de hacer, o para suplir la voz y voto de los ausentes.
Si alguno fuere elegido contra lo que establece este decreto, sea írrita su
elección; y si alguno hubiere convenido en que para este efecto se le cree
provincial, abad o prior, quede inhábil en adelante para todos los oficios que
se puedan obtener en la religión; reputándose abrogadas por el mismo hecho
las facultades concedidas sobre este punto: y si se concedieren otras en
adelante, repútense por subrepticias.

CAP. VII.- QUÉ PERSONAS, Y DE QUÉ MODO SE HAN DE ELEGIR POR


ABADESAS O SUPERIORAS BAJO CUALQUIER NOMBRE QUE LO SEAN.
NINGUNA SEA NOMBRADA POR SUPERIORA DE DOS MONASTERIOS.

La abadesa y priora, y cualquiera otra que se elija con nombre de prepósita,


prefecta, u otro, se ha de elegir de no menos edad que de cuarenta años,
debiendo haber vivido loablemente ocho años después de haber hecho su
profesión. Y en caso de no hallarse con estas circunstancias en el mismo
monasterio, pueda elegirse de otro de la misma orden. Si esto también
pareciere inconveniente al superior que preside a la elección; elíjase con
consentimiento del Obispo, u otro superior, una del mismo monasterio que
pase de treinta años, y haya vivido con exactitud cinco por lo menos después
de la profesión. Mas ninguna se destine a mandar en dos monasterios; y si
alguna obtiene de algún modo dos o más de ellos, oblíguesele a que los
renuncie todos dentro de seis meses, a excepción de uno. Y si cumplido este
término no hiciere la renuncia, queden todos vacantes de derecho. El que
presidiere a la elección, sea Obispo, u otro superior, no entre en los claustros
del monasterio, sino oiga o tome los votos de cada monja, ante la ventana de
los canceles. En todo lo demás se han de observar las constituciones de cada
orden o monasterio.

CAP. VIII.- CÓMO SE HA DE ENTABLAR EL GOBIERNO DE LOS MONASTERIOS


QUE NO TIENEN VISITADORES REGULARES ORDINARIOS.

Todos los monasterios que no están sujetos a los capítulos generales, o a los
Obispos, ni tienen visitadores regulares ordinarios, sino que han tenido
costumbre de ser gobernados bajo la inmediata protección y dirección de la
Sede Apostólica; estén obligados a juntarse en congregaciones dentro de un
año contado desde el fin del presente Concilio, y después de tres en tres años,
según lo establece la constitución de Inocencio III en el concilio general, que
principia: In singulis; y a deputar en ellas algunas personas regulares, que
examinen y establezcan el método y orden de formar dichas congregaciones,
y de poner en práctica los estatutos que se hagan en ellas. Si fuesen
negligentes en esto, pueda el Metropolitano en cuya provincia estén los
expresados monasterios, convocarlos, como delegado de la Sede Apostólica,
por las causas mencionadas. Y si el número que hubiere de tales monasterios
dentro de los términos de una provincia, no fuere suficiente para componer
congregación; puedan formar una los monasterios de dos o tres provincias. Y
ya establecidas estas congregaciones, gocen sus capítulos generales, y los
superiores elegidos por estos o los visitadores, la misma autoridad sobre los
monasterios de su congregación y los regulares que viven en ellos, que la que
tienen los otros superiores, y visitadores de todas las demás religiones;
teniendo obligación de visitar con frecuencia los monasterios de su
congregación, de dedicarse a su reforma, y de observar lo que mandan los
decretos de los sagrados cánones, y de este sacrosanto Concilio. Y si, aun
instándoles los Metropolitanos a la observancia, no cuidaren de ejecutar lo
que acaba de exponerse; queden sujetos a los Obispos en cuyas diócesis
estuvieren los monasterios expresados, como a delegados de la Sede
Apostólica.

CAP. IX.- GOBIERNEN LOS OBISPOS LOS MONASTERIOS DE MONJAS


INMEDIATAMENTE SUJETOS A LA SEDE APOSTÓLICA; Y LOS DEMÁS LAS
PERSONAS DEPUTADAS EN LOS CAPÍTULOS GENERALES O POR OTRAS
REGULARES.

Gobiernen los Obispos, como delegados de la Sede Apostólica, sin que pueda
obstarles impedimento alguno, los monasterios de monjas inmediatamente
sujetos a dicha santa Sede, aunque se distingan con el nombre de cabildo de
san Pedro o san Juan, o con cualquiera otro. Mas los que están gobernados por
personas deputadas en los capítulos generales, o por otros regulares, queden
al cuidado y custodia de los mismos.

CAP. X.- CONFIESENSE LAS MONJAS Y RECIBAN LA EUCARISTÍA CADA MES.


ASÍGNELES EL OBISPO CONFESOR EXTRAORDINARIO. NO SE GUARDE LA
EUCARISTÍA DENTRO DE LOS CLAUSTROS DEL MONASTERIO.
Pongan los Obispos y demás superiores de monasterios de monjas diligente
cuidado en que se les advierta y exhorte en sus constituciones, a que confiesen
sus pecados a lo menos una vez en cada mes, y reciban la sacrosanta Eucaristía
para que tomen fuerzas con este socorro saludable, y venzan animosamente
todas las tentaciones del demonio. Preséntenles también el Obispo y los otros
superiores, dos o tres veces en el año, un confesor extraordinario que deba
oírlas a todas de confesión, además del confesor ordinario. Mas el santo
Concilio prohibe, que se conserve el Santísimo Cuerpo de Jesucristo dentro del
coro, o de los claustros del monasterio, y no en la iglesia pública; sin que obste
a esto indulto alguno o privilegio.

CAP. XI.- EN LOS MONASTERIOS QUE TIENEN A SU CARGO CURA DE


PERSONAS SECULARES, ESTÉN SUJETOS LOS QUE LA EJERZAN AL OBISPO,
QUIEN DEBA ANTES EXAMINARLOS: EXCEPTÚANSE ALGUNOS.

En los monasterios, o casas de hombres o mujeres a quienes pertenece por


obligación la cura de almas de personas seculares, además de las que son de
la familia de aquellos lugares o monasterios, estén las personas que tienen
este cuidado, sean regulares o seculares, sujetas inmediatamente en las cosas
pertenecientes al expresado cargo, y a la administración de los Sacramentos,
a la jurisdicción, visita y corrección del Obispo en cuya diócesis estuvieron. Ni
se deputen a ellos personas ningunas, ni aun de las amovibles ad nutum, sino
con consentimiento del mismo Obispo, y precediendo el examen que este o su
vicario han de hacer; excepto el monasterio de Cluni con sus límites, y exceptos
también aquellos monasterios o lugares en que tienen su ordinaria y principal
mansión los abades, los generales; o superiores de las órdenes; así como los
demás monasterios o casas en que los abades y otros superiores de regulares
ejercen jurisdicción episcopal y temporal sobre los párrocos y feligreses: salvo
no obstante el derecho de aquellos Obispos que ejerzan mayor jurisdicción
sobre los referidos lugares o personas.

CAP. XII.- OBSERVEN AUN LOS REGULARES LAS CENSURAS DE LOS OBISPOS,
Y LOS DÍAS DE FIESTA MANDADOS EN LA DIÓCESIS.

Publiquen los regulares y observen en sus iglesias no sólo las censuras, y


entredichos emanados de la Sede Apostólica, sino también los que por
mandado del Obispo promulguen los Ordinarios. Guarden igualmente todos
los exentos, aunque sean regulares, los días de fiesta que el mismo Obispo
mande observar en su diócesis.

CAP. XIII.- AJUSTE EL OBISPO LAS COMPETENCIAS DE PREFERENCIA.


OBLÍGUESE A LOS EXENTOS QUE NO VIEN EN RIGUROSA CLAUSURA A
CONCURRIR A LAS PROCESIONES PÚBLICAS.

Ajuste el Obispo, removiendo toda apelación, y sin que exención ninguna


pueda servirle de impedimento, todas las competencias sobre preferencias,
que se suscitan muchas veces con gravísimo escándalo entre personas
eclesiásticas tanto seculares como regulares, así en procesiones públicas,
como en los entierros, en llevar el palio y otras semejantes ocasiones.
Oblíguese a todos los exentos, así clérigos seculares como regulares,
cualesquiera que sean, y aun a los monjes, a concurrir, si los llaman, a las
procesiones públicas, a excepción de los que perpetuamente viven en la más
estrecha clausura.

CAP. XIV.- QUIÉN DEBA CASTIGAR AL REGULAR QUE PÚBLICAMENTE


DELINQUE.

El regular no sujeto al Obispo, que vive dentro de los claustros del monasterio,
y fuera de ellos delinquiere tan públicamente, que cause escándalo al pueblo;
sea castigado severamente a instancia del Obispo, dentro del término que este
señalare, por su superior, quien certificará al Obispo del castigo que le haya
impuesto; y a no hacerlo así, prívele su superior del empleo, y pueda el Obispo
castigar al delincuente.

CAP. XV.- NO SE HAGA LA PROFESIÓN SINO CUMPLIDO EL AÑO DE


NOVICIADO, Y PASADOS LOS DIEZ Y SEIS DE EDAD.

No se haga la profesión en ninguna religión, de hombres ni de mujeres, antes


de cumplir diez y seis años; ni se admita tampoco a la profesión quien no haya
estado en el noviciado un año entero después de haber tomado el hábito. La
profesión hecha antes de este tiempo sea nula, y no obligue de modo alguno
a la observancia de regla ninguna, o religión, u orden, ni a otros ningunos
efectos.
CAP. XVI.- SEA NULA LA RENUNCIA U OBLIGACIÓN HECHA ANTES DE LOS DOS
MESES PRÓXIMOS A LA PROFESIÓN. LOS NOVICIOS ACABADO EL NOVICIADO
PROFESEN, O SEAN DESPEDIDOS. NADA SE INNOVA EN LA RELIGIÓN DE LOS
CLÉRIGOS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS. NADA SE APLIQUE AL MONASTERIO
DE LOS BIENES DEL NOVICIO ANTES QUE PROFESE.

Tampoco tenga valor renuncia u obligación ninguna hecha antes de los dos
meses inmediatos a la profesión, aunque se haga con juramento, o a favor de
cualquier causa piadosa, a no hacerse con licencia del Obispo, o de su vicario;
y entiéndase que no ha de tener efecto la renuncia, sino verificándose
precisamente la profesión. La que se hiciere en otros términos, aunque sea con
expresa renuncia de este favor, y aunque sea jurada, sea írrita y de ningún
efecto. Acabado el tiempo del noviciado, admitan los superiores a la profesión
los novicios que hallaren aptos, o expélanlos del monasterio. Mas no por esto
pretende el santo Concilio innovar cosa alguna en la religión de los clérigos de
la Compañía de Jesús, ni prohibir que puedan servir a Dios y a la Iglesia según
su piadoso instituto, aprobado por la santa Sede Apostólica. Además de esto,
tampoco den los padres o parientes, o curadores del novicio o novicia, por
ningún pretexto, cosa alguna de los bienes de estos al monasterio, a excepción
del alimento y vestido por el tiempo que esté en el noviciado; no sea que se
vean precisados a no salir, por tener ya o poseer el monasterio toda, o la mayor
parte de su caudal, y no poder fácilmente recobrarlo si salieren. Por el
contrario manda el santo Concilio, so pena de excomunión, a los que dan y a
los que reciben, que por ningún motivo se proceda así; y que se devuelva a los
que se fueren antes de la profesión todo lo que era suyo. Y para que esto se
ejecute con exactitud, obligue a ello el Obispo, si fuere necesario, aun por
censuras eclesiásticas.

CAP. XVII.- EXPLORE EL ORDINARIO LA VOLUNTAD DE LA DONCELLA MAYOR


DE DOCE AÑOS, SI QUISIERE TOMAR EL HÁBITO DE RELIGIOSA, Y DESPUÉS
OTRA VEZ ANTES DE LA PROFESIÓN.

Cuidando el santo Concilio de la libertad de la profesión de las vírgenes que se


han de consagrar a Dios, establece y decreta, que si la doncella que quiera
tomar el hábito religioso fuere mayor de doce años, no lo reciba, ni después
ella, u otra haga profesión, si antes el Obispo, o en ausencia, o por
impedimento del Obispo, su vicario, u otro deputado por estas a sus expensas,
no haya explorado con cuidado el ánimo de la doncella, inquiriendo si ha sido
violentada, si seducida, si sabe lo que hace. Y en caso de hallar que su
determinación es por virtud, y libre, y tuviere las condiciones que se requieren
según la regla de aquel monasterio y orden, y además de esto fuere a
propósito el monasterio; séale permitido profesar libremente. Y para que el
Obispo no ignore el tiempo de la profesión, esté obligada la superiora del
monasterio a darle aviso un mes antes. Y si la superiora no avisare al Obispo,
quede suspensa de su oficio por todo el tiempo que al mismo Obispo
pareciere.

CAP. XVIII.- NINGUNO PRECISE, A EXCEPCIÓN DE LOS CASOS EXPRESADOS


POR DERECHO, A MUJER NINGUNA A QUE ENTRE RELIGIOSA, NI ESTORBE A
LA QUE QUIERA ENTRAR. OBSÉRVENSE LAS CONSTITUCIONES DE LAS
PENITENTES, O ARREPENTIDAS.

El santo Concilio excomulga a todas y cada una de las personas de cualquier


calidad o condición que fueren, así clérigos como legos, seculares o regulares,
aunque gocen de cualquier dignidad, si obligan de cualquier modo a alguna
doncella, o viuda, o a cualquiera otra mujer, a excepción de los casos
expresados en el derecho, a entrar contra su voluntad en monasterio, o a
tomar el hábito de cualquiera religión, o hacer la profesión; y la misma pena
fulmina contra los que dieren consejo, auxilio o favor; y contra los que
sabiendo que entra en el monasterio, o toma el hábito, o hace la profesión
contra su voluntad, concurren de algún modo a estos actos, o con su presencia,
o con su consentimiento, o con su autoridad. Sujeta también a la misma
excomunión a los que impidieren de algún modo, sin justa causa, el santo
deseo que tengan de tomar el hábito, o de hacer la profesión las vírgenes, u
otras mujeres. Debiéndose observar todas, y cada una de las cosas que es
necesario hacer antes de la profesión, o en ella misma, no sólo en los
monasterios sujetos al Obispo, sino en todos los demás. Exceptúanse no
obstante las mujeres llamadas Penitentes, o Arrepentidas, en cuyas casas se
han de observar sus constituciones.

CAP. XIX.- CÓMO SE HA DE PROCEDER EN LAS CAUSAS EN QUE SE PRETENDA


NULIDAD DE PROFESIÓN.

Cualquiera regular que pretenda haber entrado en la religión por violencia, y


por miedo, o diga que profesó antes de la edad competente, y cosa semejante;
y quiera dejar el hábito por cualquier causa que sea, o retirarse con el hábito
sin licencia de sus superiores; no haya lugar a su pretensión, si no la hiciere
precisamente dentro de cinco años desde el día en que profesó; y en este caso,
no de otro modo que deduciendo las causas que pretexta ante su superior, y
el Ordinario. Y si voluntariamente dejare antes el hábito, no se le admita de
modo alguno a que alegue las causas, cualesquiera que sean; sino oblíguesele
a volver al monasterio, y castíguesele como apóstata; sin que entre tanto le
sirva privilegio alguno de su religión. Tampoco pase ningún regular a religión
más laxa, en fuerza de ninguna facultad que se le conceda; ni se de licencia a
ninguno de ellos para llevar ocultamente el hábito de su religión.

CAP. XX.- LOS SUPERIORES DE LAS RELIGIONES NO SUJETOS A OBISPOS,


VISITEN Y CORRIJAN LOS MONASTERIOS QUE LES ESTÁN SUJETOS, AUNQUE
SEAN DE ENCOMIENDA.

Los abades, que son los superiores de sus órdenes, y todos los demás
superiores de las religiones mencionadas que no están sujetos a los Obispos, y
tienen jurisdicción legítima sobre otros monasterios inferiores y prioratos,
visiten de oficio a aquellos mismos monasterios y prioratos que les están
sujetos, cada uno en su lugar y por orden, aunque sean encomiendas. Y
constando que estén sujetos a los generales de sus órdenes; declara el santo
Concilio, que no están comprendidos en las resoluciones que en otra ocasión
tomó sobre la visita de los monasterios que son encomiendas: y estén
obligadas todas las personas que mandan en los monasterios de las órdenes
mencionadas a recibir los referidos visitadores, y poner en ejecución lo que
ordenaren. Visítense también los monasterios que son cabeza de las órdenes,
según las constituciones de la Sede Apostólica y de cada religión. Y en tanto
que duraren semejantes encomiendas, establézcanse en ellas por los capítulos
generales, o los visitadores de las mismas órdenes, priores claustrales, o en los
prioratos que tienen comunidad, subpriores que ejerzan la autoridad de
corregir y el gobierno espiritual. En todo lo demás queden firmes y en toda su
integridad los privilegios de las mencionadas religiones, así como las facultades
que conciernes a sus personas, lugares y derechos.

CAP. XXI.- ASÍGNENSE POR SUPERIORES DE LOS MONASTERIOS RELIGIOSOS


DE LA MISMA ORDEN.

Habiendo padecido graves detrimentos, así en lo espiritual como en lo


temporal, la mayor parte de los monasterios, y aun las abadías, prioratos y
preposituras, por la mala administración de las personas a quienes se han
encomendado; desea el santo Concilio que se restablezcan en la
correspondiente disciplina de la vida monástica. Pero son tan espinosas y
duras las circunstancias de los tiempos presentes, que ni puede el santo
Concilio aplicar a todos inmediatamente el remedio que quisiera, ni uno
común que sirva en todas partes. Mas por no omitir cosa alguna de que pueda
resultar algún remedio saludable a los mencionados monasterios; funda ante
todas cosas esperanzas ciertas, en que el santísimo Pontífice Romano cuidará
con su piedad y prudencia, según viere que pueden permitir estos tiempos, de
que se asignen por superiores en los monasterios que ahora son encomiendas
y tienen comunidad, personas regulares que hayan expresamente profesado
en la misma orden, y puedan gobernar a su rebaño, e ir adelante con su
ejemplo. Mas no se confiera ninguno de los que vacaren en adelante sino a
regulares de conocida virtud y santidad. Y respecto de los monasterios que son
cabezas, o casas primeras de la orden, o respecto de las abadías o prioratos,
que llaman hijos de aquellas primeras casas, estén obligados los que al
presente las poseen en encomienda, a no haberse tomado providencia para
que entre a poseerlas algún regular, a profesar solemnemente dentro de seis
meses en la misma religión de aquellas órdenes, o a salir de dichas
encomiendas; si no lo hicieren así, repútense estas por vacantes de derecho. Y
para que no puedan valerse de fraude alguno en todos, ni en ninguno de los
puntos mencionados, manda el santo Concilio, que en las provisiones de
dichos monasterios se exprese con su propio nombre la calidad de cada uno;
y la provisión que no se haga en estos términos, téngase por subrepticia, sin
que se corrobore de ningún modo por la posesión subsecuente, aunque sea de
tres años.

CAP. XXII.- PONGAN TODOS EN EJECUCIÓN LOS DECRETOS SOBRE LA


REFORMA DE LOS REGULARES.

El santo Concilio manda que se observen todos y cada uno de los artículos
contenidos en los decretos aquí mencionados, en todos los conventos,
monasterios, colegios y casas de cualesquier monjes y regulares, así como en
las de todas las monjas, viudas o vírgenes, aunque vivan estas bajo el gobierno
de las órdenes militares, aunque sea de la de Malta, con cualquier nombre que
tengan, bajo cualquier regla, o constituciones que sea, y bajo la custodia, o
gobierno, o cualquiera sujeción, o anejamiento, o dependencia de cualquier
orden, sea o no mendicante, o de otros monjes regulares, o canónigos,
cualesquiera que sean; sin que obsten ningunos de los privilegios de todos en
común, ni de alguno en particular, bajo de cualquier fórmula, y palabras con
que estén concebidos, y llamados mare magnum, aun los obtenidos en la
fundación; como ni tampoco las constituciones y reglas, aunque sean juradas,
ni costumbres, ni prescripciones, aunque sean inmemoriales. Si hay no
obstante algunos regulares, hombres o mujeres, que vivan en regla o estatutos
más estrechos, no pretende el santo Concilio apartarlos de su instituto, ni
observancia; exceptuando sólo el punto de que puedan libremente tener en
común bienes estables. Y por cuanto desea el santo Concilio que se pongan
cuanto antes en ejecución todos y cada uno de estos decretos, manda a todos
los Obispos que ejecuten inmediatamente lo referido en los monasterios que
les están sujetos, y en todos los demás que en especial se les cometen en los
decretos arriba expuestos; así como a todos los abades y generales, y otros
superiores de las órdenes mencionadas. Y si se dejare de poner en ejecución
alguna cosa de las mandadas, suplan y corrijan los concilios provinciales la
negligencia de los Obispos. Den también el debido cumplimiento a ello los
capítulos provinciales y generales de los regulares, y en defecto de los
capítulos generales, los concilios provinciales, valiéndose de deputar algunas
personas de la misma orden. Exhorta también el santo Concilio a todos los
Reyes, Príncipes, Repúblicas y Magistrados, y les manda en virtud de santa
obediencia, que condesciendan en prestar su auxilio y autoridad siempre que
fueren requeridos, a los mencionados Obispos, a los abades y generales, y
demás superiores para la ejecución de la reforma contenida en lo que queda
dicho, y el debido cumplimiento, a gloria de Dios omnipotente, y sin ningún
obstáculo, de cuanto se ha ordenado.
BULA DE CONFIRMACIÓN DEL
CONCILIO DE TRENTO
PIVS PP. IV
Pio Obispo, siervo de los siervos de Dios: para perpetua memoria. Bendito
Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias, y Dios de todo
consuelo; pues habiéndose dignado volver los ojos a su santa Iglesia, afligida y
maltratada con tantos huracanes, tormentas, y gravísimos trabajos como se le
aumentaban de día en día, la ha socorrido en fin con el remedio oportuno y
deseado. El Concilio ecuménico, y general indicado mucho tiempo hace para
la ciudad de Trento por nuestro predecesor Paulo III, de piadosa memoria, con
el fin de extirpar tantas perniciosísimas herejías, enmendar las costumbres,
restablecer la disciplina eclesiástica, y procurar la paz y concordia del pueblo
cristiano, se principió en aquella ciudad, y se celebraron algunas Sesiones: y
restablecido segunda vez en la misma Trento por su sucesor Julio, ni aun
entonces se pudo finalizar, por varios impedimentos y dificultades que
ocurrieron, después de haberse celebrado otras Sesiones. Se interrumpió en
consecuencia por mucho tiempo, no sin gravísima tristeza de todas las
personas piadosas; pues la Iglesia incesantemente imploraba con mayor
vehemencia este remedio. Nos empero, luego que tomamos el gobierno de la
Sede Apostólica, emprendimos, como pedía nuestra pastoral solicitud, dar la
última perfección, confiados en la divina misericordia, a una obra tan necesaria
y saludable, ayudados de los piadosos conatos de nuestro carísimo en Cristo
hijo Ferdinando, electo Emperador de Romanos, y de otros reinos, repúblicas
y príncipes cristianos; y al fin hemos conseguido lo que ni de día ni de noche
hemos dejado de procurar con nuestro trabajo y diligencia, ni de pedir
incesantemente en nuestras oraciones al Padre de las luces. Pues habiendo
concurrido en aquella ciudad de todas partes y naciones cristianas,
convocados por nuestras letras, y movidos también por su propia piedad,
muchos Obispos y otros insignes Prelados en número correspondiente a un
concilio general, además de otras muchísimas personas piadosas,
sobresalientes en sagradas letras, y en el conocimiento del derecho divino y
humano, siendo Presidente del mismo Concilio los Legados de la Sede
Apostólica, y condescendiendo Nos con tanto gusto a los deseos del Concilio,
que voluntariamente permitimos en Bulas dirigidas a nuestros Legados, que
fuese libre al mismo aun tratar de las cosas peculiarmente reservadas a la Sede
Apostólica; se han ventilado con suma libertad, y diligencia, y se han definido,
explicado, y establecido con toda la exactitud y madurez posible, por el
sacrosanto Concilio, todos los puntos que quedaban que tratar, definir y
establecer sobre los Sacramentos, y otras materias que se juzgaron necesarias
para confutar las herejías, desarraigar los abusos, y corregir las costumbres.
Ejecutado todo esto, se ha dado fin al Concilio, con tan buena armonía de los
asistentes, que evidentemente ha parecido que su acuerdo y uniformidad ha
sido obra de Dios, y suceso en extremo maravilloso a nuestros ojos, y a los de
todos los demás: por cuyo beneficio tan singular y divino publicamos
inmediatamente rogativas en esta santa ciudad, que se celebraron con gran
piedad del clero y pueblo, y procuramos que se diesen las debidas gracias, y
alabanzas a la Majestad divina, por habernos dado el mencionado éxito del
Concilio grandes y casi ciertas esperanzas de que resultarán de día en día
mayores frutos a la Iglesia de sus decretos y constituciones. Y habiendo el
mismo santo Concilio, por su propio respeto a la Sede Apostólica, insistiendo
también en los ejemplos de los antiguos concilios, pedídonos por un decreto
hecho en pública Sesión sobre este punto, la confirmación de todos sus
decretos publicados en nuestro tiempo, y en el de nuestros predecesores; Nos,
informados de la petición del mismo Concilio, primeramente por las cartas de
los Legados, y después por la relación exacta que, habiendo estos venido nos
hicieron a nombre del Concilio, habiendo deliberado maduramente sobre la
materia con nuestros venerables hermanos los Cardenales de la santa Iglesia
Romana, e invocado ante todas cosas el auxilio del Espíritu Santo; con
conocimiento de que todos aquellos decretos son católicos, útiles, y saludables
al pueblo cristiano; hoy mismo, con el consejo y dictamen de los mismos
Cardenales, nuestros hermanos, en nuestro consistorio secreto, a honra y
gloria de Dios omnipotente, confirmamos con nuestra autoridad Apostólica
todos, y cada uno de los decretos; y hemos determinado que todos los fieles
cristianos los reciban, y observen; así como para más clara noticia de todos, los
confirmamos también por el tenor de las presentes letras, y decretamos que
se reciban y observen. Mandamos, pues, en virtud de santa obediencia, y so
las penas establecidas en los sagrados cánones, y otras más graves, hasta la de
privación, que se han de imponer a nuestra voluntad, a todos en general, y a
cada uno en particular de nuestros venerables hermanos los Patriarcas,
Arzobispos, Obispos, y a otros cualesquiera prelados de la Iglesia, de cualquier
estado, graduación, orden, o dignidad que sean, aunque se distingan con el
honor de púrpura Cardenalicia, que observen exactamente en sus iglesias,
ciudades y diócesis los mismos decretos y estatutos, en juicio y fuera de él, y
que cada uno de ellos haga que sus súbditos, a quienes de algún modo
pertenecen, los observen inviolablemente; obligando a cualesquiera personas
que se opongan, y a los contumaces, con sentencias, censuras y penas
eclesiásticas, aun con las contenidas en los mismos decretos, sin respeto
alguno a su apelación; invocando también, si fuere necesario, el auxilio del
brazo secular. Amonestamos, pues, a nuestro carísimo hijo electo Emperador,
a los demás reyes, repúblicas, y príncipes cristianos, y les suplicamos por las
entrañas de misericordia de nuestro Señor Jesucristo, que con la piedad que
asistieron al Concilio por medio de sus Embajadores, con la misma, y con igual
anhelo favorezcan con su auxilio y protección, cuando fuese necesario, a los
prelados, a honra de Dios, salvación de sus pueblos, reverencia de la Sede
Apostólica, y del sagrado Concilio, para que se ejecuten y observen los
decretos del mismo; y no permitan que los pueblos de sus dominios adopten
opiniones contrarias a la sana y saludable doctrina del Concilio, sino que
absolutamente las prohiban. Además de esto, para evitar el trastorno y
confusión que se podría originar, si fuese lícito a cada uno publicar según su
capricho comentarios, e interpretaciones sobre los decretos del Concilio,
prohibimos con autoridad Apostólica a todas las personas, así eclesiásticas de
cualquier orden, condición, o graduación que sean, como las legas
condecoradas con cualquier honor o potestad; a los primeros, so pena del
entredicho de entrada en la iglesia, y a los demás, cualesquiera que fueren, so
pena de excomunión latae sententiae; que ninguno de ningún modo se atreva
a publicar sin nuestra licencia, comentarios ningunos, glosas, anotaciones,
escolios, ni absolutamente ningún otro género de exposición sobre los
decretos del mismo Concilio, ni establecer otra ninguna cosa bajo cualquier
nombre que sea, ni aun so color de mayor corroboración de los decretos, o de
su ejecución, ni de otro pretexto. Mas si pareciere a alguno que hay en ellos
algún punto enunciado, o establecido con mucha oscuridad, y que por esta
causa necesita de interpretación, o de alguna decisión; ascienda al lugar que
Dios ha elegido; es a saber, a la Sede Apostólica, maestra de todos los fieles, y
cuya autoridad reconoció con tanta veneración el mismo santo Concilio; pues
Nos, así como también lo decretó el santo Concilio, nos reservamos la
declaración, y decisión de las dificultades y controversias, si ocurriesen
algunas, nacidas de los mismos decretos; dispuestos, como el Concilio
justamente lo confió de Nos, a dar las providencias que nos parecieren más
convenientes a las necesidades de todas las provincias. Decretando no
obstante por írrito y nulo, si aconteciere que a sabiendas, o por ignorancia,
atentare alguno, de cualquiera autoridad que sea, lo contrario de lo que aquí
queda determinado. Y para que todas estas cosas lleguen a noticia de todos, y
ninguno pueda alegar ignorancia, queremos y mandamos, que estas nuestras
letras se lean públicamente, y en voz clara, por algunos cursores de nuestra
Curia, en la basílica Vaticana del Príncipe de los Apóstoles, y en la iglesia de
Letran, en el tiempo en que el pueblo asiste en ellas, a la misa mayor; y que
después de recitadas se fijen en las puertas de las mismas iglesias; así como
también en las de la cancelaría Apostólica, y en el sitio acostumbrado del
campo de Flora; y queden allí algún tiempo, de suerte que puedan leerse, y
llegar a noticia de todos. Y cuando se arranquen de estos sitios, queden
algunas copias en ellos, según costumbre, y se impriman en esta santa ciudad
de Roma, para que más fácilmente se puedan divulgar por las provincias y
reinos de la cristiandad. Además de esto, mandamos y decretamos que se de
cierta, e indubitable fe a las copias de estas nuestras letras, que estuvieren
escritas de mano de algún notario público, o firmadas, o refrendadas con el
sello, o firma de alguna persona constituida en dignidad eclesiástica. No sea,
pues, permitido absolutamente a persona alguna tener la audacia y temeridad
de quebrantar, ni contradecir esta nuestra bula de confirmación, aviso,
inhibición, reserva, voluntad, mandamientos y decretos. Y si alguno tuviere la
presunción de atentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios
omnipotente, y de sus Apóstoles los bienaventurados S. Pedro y S. Pablo.
Dado en Roma en S. Pedro, año de la Encarnación del Señor de 1563, a 26 de
enero, y quinto año de nuestro Pontificado.

Yo Pio obispo de la Iglesia Católica.


Yo F. Cardenal de Pisa, obispo de Ostia, Decano.
Yo Fed. Cardenal de Cesis, obispo de Porto.
Yo Juan Cardenal Morón, obispo de Frascati.
Yo A. Card. Farnesio, Vice-canciller, obispo de Sabina.
Yo R. Cardenal de Sant-Angel, Penitenciario mayor.
Yo Juan Card. de san Vital.
Yo Juan Miguel Cardenal Saraceni.
Yo Juan Bautista Cicada Card. de san Clemente.
Yo Scipion Card. de Pisa.
Yo Juan Card. Reomani.
Yo Fr. Miguel Ghisleri Card. Alejandrino.
Yo Clemente Card. de Aracoeli.
Yo Jacobo Card. Savelo.
Yo B. Card. Salviati.
Yo Ph. Card. Aburd.
Yo Luis Card. Simoneta.
Yo P. Card. Pacheco y de Toledo.
Yo M. A. Card. Amulio.
Yo Juan Franc. Card. de Gambara.
Yo Carlos Card. Borromeo.
Yo M. S. Card. Constant.
Yo Alfonso Card. Gesualdo.
Yo Hipólito Card. de Ferrara.
Yo Francisco Card. de Gonzaga.
Yo Guido Ascanio Diácono Card. Campegio.
Yo Vitelocio Card. Vitelio.
Antonio Florebelli Lavelino.
H. Cumin.

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