Tema 1.1.- La Ilustración

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LA ILUSTRACIÓN

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CÓDIGO CANDIDUTURA DISCOVER UE: 2023-2-ES-DISEU-YOU-001666127
Carlos VALVERDE MU CIENTES

1. LA ILUSTRACIÓN FRANCESA
La filosofía inglesa del siglo XVII y del XVIII constituye la matriz de la que nacerá poderoso
y pujante el espíritu de la Ilustración. (Locke, Pope, Hume), contiene las semillas ideológicas
que se propagarán después en el continente europeo y nueva sensibilidad intelectual distinta a
la tradicionalmente cristiana. El cartesianismo (Matemática, la Lógica, la Crítica, la Ética y la
Política). Se dio únicamente por válido, el método experimental, (datos y hechos, abandonar
metafísicas, organizar los datos y formular las leyes de la vida psíquica, de la vida moral, de
la vida social, de la vida política). Se exalta la libertad de pensamiento. Inglaterra será, para
los ilustrados, el espejo en el que encontrarán reflejadas sus aspiraciones y sus ideales.

Los «filósofos» franceses del siglo XVIII eran historiadores y dramaturgos (Voltaire), mate-
máticos (D’Alembert), juristas (Montesquieu), aristócratas (barón de Holbach) o vagabundos
(Rousseau). La carencia de una formación académica y filosófica rigurosa y el empirismo
antes aludido explican el estilo ensayístico de sus obras y, en muchos casos, la falta de rigor y
profundidad. Pero esto mismo facilitó su difusión. El nuevo genio francés (frívolo) volvió a
ponerse de moda, y a extenderse por todo el continente.
(Fueron unos criticones que odiaron la metafísica.)
El pensamiento ilustrado francés fue una cuasi–filosofía superficial, fácil, asequible e optimis-
ta, que esquivaba las dificultades más que resolverlas (no van más allá)
Fue un pensamiento irresponsable, incapaz de medir las consecuencias filosóficas, morales
(inmorales), sociales, políticas (revolucionarias), religiosas (irreligiosas).

Voltaire: Al fin, la razón humana, liberada de tinieblas y supersticiones, llevará la humanidad


a la perfección siempre buscada y nunca encontrada hasta ahora, por no haber dado la priori-
dad a la razón.

Hay que hacer feliz al pueblo, pero el pueblo no se interesa por las disquisiciones metafísicas
porque no ve para qué sirven, sino por aquello que le da la libertad y el bienestar. Era un con-
cepto nuevo de Filosofía.

Se consideraron con vocación redentora, capaces de sacar a todos los pueblos de las tinieblas
religiosas y políticas medievales y conducirlos a la tierra prometida donde sólo reinarían la
razón y la filantropía. La razón sustituye a Dios, la humanidad sustituye a la Iglesia.
La Ilustración es, ante todo, el pensamiento francés del siglo XVIII.

2. LAS CATEGORÍAS DE LA ILUSTRACIÓN


Las líneas maestras del pensamiento ilustrado pueden considerarse las siguientes:

La razón autónoma
La fe tenía que estar subordinada a la razón. Era una aversión a lo divino y a lo misterioso. La
razón no era más que un instrumento que combinaba y sintetizaba las sensaciones sin traspa-
sar nunca los límites del conocimiento sensitivo. (Con la razón conoces lo sensible)
Kant, «Ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad (incapacidad de servirse del
propio entendimiento sin la dirección de otro) en la que se ha quedado estancado por su propia
culpa. Sapere aude!, ten el valor de servirte de tu propio entendimiento. Este es el eslogan de
la Ilustración».
Se trataba, pues, de pensar por cuenta propia no haciendo ningún caso de lo que otros hubie-
ran pensado. La Ilustración era un combate contra la tradición. Ello suponía, además, que la
razón de cada uno era infalible.
Esta valoración llevaba consigo el espíritu de crítica. La crítica no es otra cosa que la sumi-
sión de todo lo estatuido o pensado a una revisión rigurosamente racional. Se coronará con la
publicación de las tres grandes Críticas de Kant: la de la Razón pura, práctica y judicativa.
Libre y público examen de todo, ése fue el santo y seña de la Ilustración. La crítica fue uni -
versal, todo fue sometido a revisión: las costumbres, el arte, la literatura, la filosofía, pero,
sobre todo, la política, la religión y la moral.

Se puso de moda el género literario de los viajes: se idealizaba la figura utópica de «el buen
salvaje». Un hombre no deformado ni corrompido por la sociedad y la religión y, por ello,
feliz.

El propósito era: demostrar que la vida de los pueblos que pretenden ser civilizados, había
sido absurda y antinatural, sus leyes opresivas, su religión supersticiosa, su existencia desgra-
ciada. La vida de los hombres sobre la tierra será feliz cuando se decidan a vivir sólo según
las leyes de la naturaleza y de la razón.

Lo más curioso de este fenómeno de exaltación y absolutización de la razón es que los ilustra-
dos no fueron suficientemente racionales. Lo explicaremos: los ilustrados hicieron de la razón
un instrumento apto para criticar, pero ejercitándola siempre y sólo en el círculo cerrado de
los datos de la sensibilidad. Renunciaron así al encuentro y la posesión pacífica de verdades
inteligibles, universales y necesarias. La razón fue, para ellos, una energía que se utilizaba en
orden a descubrir secretos de la naturaleza y una vida más confortable y también más justa. La
función de la razón era analizar, dividir, unir sensaciones y así construir representaciones que
podrían ser sustituidas por otras según su utilidad. La filosofía, más que un conjunto de res-
puestas reales a las grandes preguntas sobre el mundo, el hombre y Dios, se convierte en un
proceso de «ideas» que lleven al hombre y a la humanidad a un estado más feliz.

La felicidad
Fue una especie de idea obsesiva y dominante: es el primer derecho. La felicidad aquí en la
Tierra, no en el cielo, cuanto antes. La vida ya no es un valle de lágrimas (impostura cristia -
na). la vida terrena puede estar llena de placeres. El primer precepto de la ley natural no es:
haz el bien y evita el mal, sino: sé feliz cuanto puedas. La finalidad de la filosofía es enseñar a
los hombres el camino hacia la felicidad terrena.
No podían comprender la contemplación mística, como fuente de gozo, la austeridad en las
costumbres, la aversión a los placeres, la sumisión de los valores somáticos a los valores espi -
rituales. Les acuciaba, más bien, un ansia de disfrutar de todo lo terreno, como consecuencia
del empirismo dominante.

Los gobernantes se proponían siempre «llevar la felicidad a los pueblos», mediante la ilustra-
ción, y por doquier se hablaba de «la felicidad pública» (despotismo ilustrado).

Un ilustrado tardío, Karl Marx, soñaría todavía en restaurar en la Tierra el paraíso perdido, en
una sociedad sin propiedad privada y sin clases, formada por hombres naturalmente buenos y
felices. Era necesario, llevar a cabo la revolución social violenta que destruyese la propiedad
privada. Sus sucesivas etapas (lucha de clases, revolución, dictadura del proletariado, socialis-
mo) culminarían en el paraíso comunista, fin de la prehistoria y comienzo de la Historia.

La naturaleza
Leibniz había enseñado que este mundo, al ser creado por Dios, era el mejor de todos los posi-
bles, el más perfecto. La consecuencia era bien clara: La naturaleza, obra de Dios, era toda
ella buena y santa y, por supuesto, el hombre, hijo de la naturaleza, era también bueno; sus
instintos, nacidos de su naturaleza, no podían menos de ser buenos y conducirnos al bien.
Mundo bueno> Naturaleza Perfecta > Hombre bueno (creados por dios)
La moral no debía contradecir los instintos sino seguirlos. La virtud había de ser natural, no
sobrenatural. Rousseau escribía: «Tenemos que admitir como máxima indiscutible que los
primeros movimientos de la naturaleza son siempre rectos; no hay ninguna perversidad origi-
nal en el corazón humano» (identificar virtud con felicidad, virtud con la satisfacción de los
apetitos naturales)

En la pintura, e elemento religioso se retira y da paso a unas manifestaciones seculares de la


cultura que ahora quiere ser natural. Se despertó un enorme interés por estudiar la naturaleza,
Galileo, Newton, Francisco Bacon eran los padres de la nueva era científica. Los reyes fomen-
tan la investigación y la creación de museos de la naturaleza, y ellos también tienen curiosi-
dad y son coleccionistas de pájaros o de insectos. Estas Ciencias de la Naturaleza descubren
mundos maravillosos: el de los vegetales y animales, el del cuerpo humano; en ellos se reali-
zan verdaderos milagros verificables por la experiencia, ¿para qué buscar otros?
La Edad Media contempla con preferencia el dominio celeste; el Renacimiento, el humano; el
siglo XVIII, la naturaleza, frecuentemente idealizada.
El terremoto de Lisboa en noviembre de 1755 dejó perplejos a los ilustrados. ¿Cómo era posi-
ble que la naturaleza inocente y santa cometiera tales desmanes?

La lucha contra el cristianismo


Intención polémica contra el cristianismo. Ahora las luces de la razón venían a sustituir a la
fe. La sociedad, el Estado, la religión, la moral, el arte debían ser racionales. Decidieron frívo-
lamente que la religión cristiana, las profecías, los milagros, los Evangelios, la vida de Jesús,
no resistían un análisis racional. Núcleo racional de las religiones: existe un Ser supremo crea-
dor de la máquina admirable del mundo; tenemos un alma inmortal; en otra vida se realizará
la justicia y la felicidad perfecta que en ésta no se logra. Lo demás eran añadidos mitológicos
o envolturas simbólicas. Se negaban a aceptar el misterio. Pensaban que en su cabeza tenía
que caber todo, incluso Dios.
También el ansia de felicidad terrena se erguía como un argumento decisivo contra el cristia-
nismo.

En nombre de la religión se habían cometido toda clase de guerras, crímenes, e intolerancias.


Predicaba unas virtudes inhumanas: la castidad, la pobreza, la mansedumbre, la humildad, la
paciencia. Esa Iglesia que pretendía ser la depositaría de toda la verdad revelada, y que ame-
nazaba con un infierno eterno a quienes no pensasen como ella.
Contribuyó a ello también la exaltación de la naturaleza como fuente de toda verdad, de toda
belleza, de todo bien y de toda norma moral. El cristianismo enseñaba que la naturaleza hu -
mana estaba tarada e inclinada al mal por un pecado de origen, y que, por ello, era necesario
superarla mediante la gracia sobrenatural, el dominio y la negación de los instintos. Exhortaba
a la abnegación de sí mismo.

Voltaire. Era un deísta, es decir, creía en Dios, en un Ser Supremo, Gran Arquitecto del uni-
verso, no interviene para nada porque es innecesario. El mundo, y, consiguientemente, tam-
bién el hombre, que es un ser de la naturaleza, son autosuficientes, se bastan a sí mismos, que
para eso al hombre Dios le dotó de razón. Voltaire, como otros ilustrados, se dirigían princi -
palmente a «las gentes que piensan», con un absoluto desprecio hacia el pueblo, ignorante y
supersticioso, que necesita el falso consuelo de la religión.

Los jesuitas aparecían como los campeones de la ortodoxia y de la fidelidad a la Iglesia de


Roma. Por eso fueron las primeras víctimas del despotismo ilustrado y de los ilustrados minis-
tros borbónicos. Lo cierto fue que, suprimidos los centros docentes de la Compañía de Jesús,
sus iglesias, sus pulpitos, sus ejercicios espirituales, su dirección de almas, sus misiones, «los
filósofos» tenían el camino más expedito para difundir su racionalismo y su deísmo, un orden
racional y secular que era toda su ilusión.

Hay que decir, que la batalla contra el cristianismo, en el siglo de las luces, se daba casi exclu-
sivamente entre intelectuales. El pueblo seguía siendo cristiano. La descristianización, pues,
tardó en llegar al pueblo y sólo con la violencia ejercida sistemáticamente por los revolucio-
narios en 1789.
Hay que confesar también que la Iglesia de Francia careció, en este siglo, de buenos teólogos
y buenos apologetas capaces de hacer frente a la Ilustración, al racionalismo y al materialismo
crecientes. Nada extraño que personas poco preparadas y defendidas sufriesen el impacto de
la crítica racionalista que de tantas maneras se extendía.

El deísmo
La guerra declarada al cristianismo no era desde postulados ateos, los ilustrados propugnaban
una religión racional, llamada deísmo/teísmo.

La racionabilidad del cristianismo de Locke (1695), (ej previo) Los ilustrados franceses, con
orgullo, hicieron suya la idea. La humanidad ha llegado a un grado de madurez en el que ya
no puede aceptar sino lo que sea racional y debe liberarse de lo supersticioso y lo imaginativo.
Las religiones llamadas «reveladas» o positivas quedan sólo para las féminas sentimentales.

Pero los deístas creían no poder ir más allá. Dios existe, pero de Él no sabemos nada. El error
de los deístas y de los ilustrados no estuvo en guiarse por la razón, sino en no permitir a la
razón entrar donde ellos no querían que entrase.
Una vez que Dios puso en marcha la máquina del mundo vive en su Olimpo y no se interfiere
en los asuntos mundanos (negación del milagro), ni en los procesos humanos (negación de la
revelación positiva). Al mundo le bastan las leyes naturales, al hombre la razón.
Admitían también los deístas la existencia del alma porque no eran materialistas rígidos. Pero
dirá también Voltaire que el vocablo alma «es un término vago, indeterminado, que expresa
un principio desconocido, pero de efectos conocidos que sentimos en nosotros mismos»
No supieron que Dios es amor, y que el amor es, por esencia, comunicativo. Creyeron que
Dios era sólo razón.
Hay que reconocer también, por otra parte, el sentido humanitario y moralizante que tuvieron
no pocos ilustrados. Pero de su moral hablaremos a continuación.

La moral natural
Se pretendió crear una moral que sustituyese a la moral cristiana. Una moral autónoma, es
decir, que no recibiese valores y pautas de conducta de ningún ser extraño —heteronomía—
sino sólo de la propia conciencia —autonomía—.
El raciocinio de los ilustrados era tan simplista como esto: la naturaleza nos ha destinado a ser
felices. La felicidad es el conjunto de sensaciones agradables. Mandeville, en su famosa Fá-
bula de las abejas (1714), mostraba cómo en una colmena, mientras reinaban en ella las pa-
siones, todo rebosaba de vida y actividad, era un paraíso. Pero si predicadores de la moral
cristiana logran imponer a todas las abejas la mansedumbre, la moderación y las otras virtu-
des, cesa la actividad, desaparecen las artes y la industria, decae la vida y todo se adormece.
Era un elogio de los vicios. Aunque no todos los moralistas exaltaban los vicios como motor
de la historia porque el placer debía ser regido también por la razón.

El fundamentar la moral en la naturaleza o la razón llevó a los ilustrados franceses y actuales


a un sin sentido, pues ignoraban la razón metafísica que se asienta detrás.
La razón humana puede descubrir, lo que es honesto y lo que es inhonesto pero el problema
moral consiste en la pregunta por la obligación en conciencia de actuar de una manera y no
de otra. La razón, por sí misma, no es apta para generar obligación moral. La verdadera obli-
gación moral requiere que alguien que sea superior al hombre le dé un mandato de cuyo cum-
plimiento tenga que responder ante él. Entonces y sólo entonces el hombre está obligado mo-
ralmente a actuar de una manera determinada.
La razón autónoma, la conciencia subjetiva, el sentimiento de benevolencia, la filantropía, el
sentido estético, el amor propio, y todas las otras instancias a las que apelaban los ilustrados,
nunca pueden fundamentar obligaciones morales absolutas, universales y objetivas.

3-MONTESQUIEU La nueva filosofía social y política


El espíritu de las leyes, que le dio fama internacional y que ha quedado hasta hoy como uno
de los catecismos universales de las modernas democracias liberales.

Enamorado Montesquieu de la filosofía y de la política inglesa, intenta fundamentar un siste-


ma legal y jurídico que se apoye en las leyes, entendidas éstas de manera empírica como «las
relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas». Había estudiado y leído
mucho sobre pueblos y costumbres y llegaba a la conclusión de que no se pueden dar leyes
universales, válidas para todos los pueblos, sino que el legislador tiene que contar con la reali-
dad física de un país, con el clima, la calidad del terreno, el género de vida, la religión de los
habitantes, sus riquezas, sus costumbres, su comercio, etc. Ese conjunto de relaciones tiene
que estar dominado, naturalmente, por la razón y su lógica, una lógica que preexiste en las
cosas mismas. «La ley, en general, es la razón humana en tanto que gobierna todos los pue-
blos de la Tierra; las leyes políticas y civiles de cada nación no deben ser más que los casos
particulares a los que se aplica la razón humana».

Montesquieu no fundamenta la ley en Dios. Cree en Dios creador y conservador, pero él es un


escritor político y se atiene a los datos empíricos de las realidades inmediatas y a la razón
como apelación última.
La corriente iusnaturalista, no olvidaban del todo a Dios. Pero entendían que el lenguaje de la
razón era el lenguaje de Dios mismo ya que Dios es razón, y es la razón humana la que expre-
sa la razón divina. Dios se reabsorbe en la razón, la razón en la naturaleza y la naturaleza en la
felicidad. El antiguo derecho divino y natural se convierte en un derecho natural y racional.
Así no extrañará que la Enciclopedia Ley se defina así: «La ley es la razón humana en tanto
que gobierna todos los pueblos de la tierra; y las leyes políticas y civiles de cada nación no
han ser más que los casos particulares en que se aplica esa razón humana».

4. JUAN JACOBO ROUSSEAU


Fue un hombre sentimental zarandeado por la sociedad, la vida, sus pasiones, su melancolía;
fue un vagabundo. Tuvo, sin embargo, una notable capacidad para intuir y formular los más
graves problemas de la sociedad francesa de su tiempo y para hacer una incisiva y definitiva
crítica de ellos. Fue él quien mejor comprendió la gran injusticia humana que era la desigual-
dad económica y social y la carencia de libertad, la explotación a la. que estaban sometidas las
clases inferiores, el abuso de la propiedad privada, la violencia de unas estructuras injustas.
Intuyó también que la vida humana, por ser demasiado compleja, no puede reducirse a razón
como querían los ilustrados.

Pero más decisivo e incisivo aún era El Contrato social de Rousseau. «El hombre nace libre y
dondequiera está en cadenas». Les parecía muy claro, por lo demás, que los cepos y las cade-
nas eran principalmente dos: la superstición religiosa y el Estado absolutista. Era urgente aca-
bar con todas sus instituciones.
Al final de El Contrato social se hacía una disección de las religiones. Ahora creían había
llegado la hora de acabar con el régimen religioso cristiano y con el régimen político que esta-
ba establecido en Francia desde muchos siglos atrás. Tanto más que ambos se apoyaban mu-
tuamente: la religión sacralizaba a los reyes y los reyes protegían la religión y, con frecuencia,
la manipulaban en su favor.

Había llegado el momento de instaurar un nuevo régimen socio–político sin más apoyo ni
estructura que el pueblo. Más aún, un régimen en el que se evitase cuidadosamente la distin-
ción entre sociedad y Estado para impedir así cualquier desigualdad y cualquier dualismo en-
tre dominantes y dominados. Es decir, quedaría así constituida una nueva sociedad cuyas ca-
racterísticas serían:
a) el pueblo es el único soberano;
b) su soberanía es absoluta, perpetua, indivisible, irrenunciable e inalterable;
c) el pueblo se gobierna mediante la voluntad general, mira por los intereses de todos,
«se encuentra contando los votos»
d) la voluntad general es racional, santa e infalible y fundamento último de toda ley,
derecho y moralidad.
Era el Estado completamente laico que nacía de abajo arriba, es decir, de una decisión libre y
gratuita de unos hombres que libremente deciden vivir juntos y darse las leyes que consideren
oportunas. Mejor sería que hubieran podido vivir en estado natural como el supuesto «buen
salvaje» pero no siempre es posible. Entonces que vivan en un estado civil, pero de la manera
más natural posible, con el mínimo de instituciones porque ellas son el origen de todos los
males. El hombre es bueno por naturaleza; las instituciones lo hacen malo.
En realidad, de verdad, la teoría socio–política de Rousseau, si, por una parte, fundamentaba
la democracia liberal en la que se pretende que la soberanía reside en el pueblo, por otra, da
pie al gobierno dictatorial en nombre del pueblo. El dogma de la soberanía del pueblo exige
saber quién representa al pueblo a la hora de las grandes decisiones. Desde la Revolución
francesa es el partido ideológico de turno el que se autocalifica siempre como mandatario del
pueblo. Que el partido sea fascista, comunista, socialista, de izquierdas o de derechas es otro
asunto. Lo cierto es que se presenta como encarnación de la voluntad general, por ello como
legitimo representante del pueblo, o, al menos, de la mayoría, y se alza con todo el poder en la
mano. No todos los Estados nacidos de la mayoría popular han sido dictatoriales, pero todos
los Estados dictatoriales han pretendido ejercer su autoridad en nombre del pueblo. Ellos eran
el pueblo y la razón. No es Rousseau el menor responsable de la dictadura jacobina, de la so -
viética o de la hitleriana por no haber calculado las consecuencias de sus premisas.

Pero el Emilio es mucho más amplio. Allí da normas concretas —y utópicas— de cómo se
debe educar a los nuevos ciudadanos. Ya que el niño que llega al mundo es plenamente ino-
cente hay que educarle, pues, conforme a sus tendencias naturales sin permitir que derive ha-
cia lo irracional; educarle en y con la naturaleza, que es la madre inocente, inteligente e infati-
gable. Era la condenación radical de toda educación religiosa, moral y social, tal como hasta
entonces se había dado.
El Estado, encargado de todos los asuntos del bien común, tendrá también la misión de educar
a todos los ciudadanos. Así nacería el monopolio estatal con respecto a la educación que,
contra viento y marea, es decir, contra todo derecho, han mantenido y mantienen los gobier-
nos autoritarios, los socialistas y los liberales.
El derecho a enseñar es propio de la persona y anterior e independiente del Estado.

5. LA ENCICLOPEDIA
Eran tantas las ideas nuevas, las actitudes nuevas, los valores distintos que, sin que nadie lo
formulara, se estaba exigiendo una compilación, en la que se sintetizasen tantas nuevas adqui-
siciones y el nuevo espíritu. Pretendía, además, ser un himno fúnebre, aunque melodioso, para
todas las supersticiones y las intolerancias religiosas y para todas las elucubraciones metafísi-
cas. Todo eso debía darse por concluido. Al mismo tiempo era una exaltación de las ciencias,
las artes y los oficios útiles, es decir, de todo aquello que daría el bienestar y la felicidad ma-
terial a los pueblos.
Diderot había tenido buen cuidado de informarse directamente y con minuciosidad sobre las
artes mecánicas.
El culto al Dios cristiano quedaba sustituido por la exaltación mítica del hombre y la razón.

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