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España en el mundo contemporáneo - HUMANIDADES

Tema 1. El proceso de formación del Estado Nación en


España. Siglo XIX.1

1. Introducción: la formación del estado moderno

En la Edad Media los señoríos feudales de nobles, caballeros y


eclesiásticos, y más tarde también las ciudades, supieron oponerse en forma
más eficaz al nacimiento de una organización política firme y de un poder estatal
independiente. El Estado feudal no conoció una relación de súbdito de carácter
unitario, ni un orden jurídico unitario, ni un poder estatal unitario, en el sentido en
que nosotros lo entendemos.

Es cierto que el Estado estamental supera esa disgregación del poder,


reuniendo a los depositarios estamentales de éste en corporaciones, los
estamentos, pero lo hace solo con el fin de oponerlos al príncipe como enemigo
más temible. Se produce entonces una revolución social en el siglo XIII. En lugar
del antiguo noble hereditario aparecen los nuevos estamentos profesionales: el
estamento de los caballeros que surge de los feudatarios no libres y que recoge
partes de la antigua nobleza, y la burguesía de las ciudades que gana poder a
causa de la aparición de la economía monetaria y crediticia. En lo sucesivo las
funciones políticas y los derechos de mando se transmiten por herencia con la
tierra o se enajenan aparte. Así los caballeros y las ciudades tienen la posibilidad
de adquirir ventajas de carácter público, cargos y derechos, de la mayoría de los
príncipes cargados de deudas. Pero lo más importante es que los nuevos
estamentos privan al príncipe de la base económica de su poder, arrebatándole
la facultad impositiva.

En el siglo XIV las uniones estamentales se convierten en los grupos


internacionales de interés del clero, de los caballeros y de los burgueses, que
rompen en todas partes el carácter político cerrado de los territorios.

Es así que ambas partes, príncipes y estamentos, afirman tener el mejor


derecho; ambos disponen de un completo aparato propio de poder: tribunales,
funcionarios, finanzas propias e incluso ejército y representación diplomática
propios. Las guerras suelen ser meras contiendas privadas en las que luchan
con la ayuda de los pocos vasallos, sometidos a obediencia y obligados a

1 Dos trabajos recientes resultan fundamentales para conocer sobre todo la primera
fase en la construcción del Estado Nación en España. Pro Ruiz, J., “La construcción del
Estado en España: haciendo historia cultural de lo político”, en Almanack, Guarulhos, n.
13, p. 1-30; y Millá, J., “La primera fase del Estado-Nación en España, 1808-1880:
cambios sociales y espacios políticos”, en Cahiers de civilisation espagnole
contemporaine, 20 | 2018. http://journals.openedition.org/ccec/7259

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servicio, de su servidumbre y de soldados mercenarios. Los príncipes tratan con
sus estamentos como si se tratase de aliados, en plano de igualdad, y con
frecuencia tienen que aliarse con otros señores territoriales para imponerse a
sus propios súbditos.

La aparición del poder estatal monista se produjo según formas y etapas


muy distintas en las distintas naciones. La atomización política se vence primero
en Inglaterra. Es allí donde gracias a la energía de los reyes normandos se crea
en el siglo XI una organización política relativamente fuerte. Una primera
manifestación del Estado moderno se dio en Sicilia donde Federico II sustrajo
poder de forma radical al sistema feudal, centralizando todo de modo burocrático.
Aunque los orígenes del estado moderno y de las ideas que a él corresponden
hay que buscarlas en las ciudades-repúblicas de la Italia septentrional en el
Renacimiento. Paulatinamente, surge entre las comunidades un sentimiento de
identificación cultural y nacional en un territorio con fronteras determinadas y con
un gobierno que dirige los destinos del pueblo. Los monarcas interesados
en concentrar el poder en su persona negocian con los señores feudales
ayudados por lo burgueses, trazando derechos individuales sobre sus feudos a
cambio de importantes privilegios. De este modo el concepto feudal de lealtad
es reemplazado por el de autoridad y obediencia, propios de un Estado con
poder centralizado.

El progreso del Estado moderno no consistió solamente en un


desplazamiento de las viejas instituciones, sino su completa renovación, su
predominio con las nuevas autoridades de la nación, creando un orden social
nuevo (liberal, burgués y capitalista), al eliminarse las viejas formas estamentales
de origen feudal del Antiguo Régimen mediante un triple proceso revolucionario:
Revolución liberal, Revolución burguesa y Revolución industrial. Sin embargo, el
proceso distó de ser una revolución instantánea, pues a pesar de que se
produjeron periódicamente estallidos revolucionarios (Revuelta de Flandes,
Revolución inglesa, Revolución estadounidense, Revolución francesa,
Revolución de 1820, Revolución de 1830, Revolución de 1848), como proceso
de larga duración, lo que se produjo fue una lenta evolución y transformación de
las monarquías feudales. Primero se transformaron en monarquías autoritarias
y luego en monarquías absolutas, que durante el Antiguo Régimen fueron
conformando la personalidad de naciones y Estados en base a alianzas
territoriales y sociales cambiantes de la monarquía; tanto de unas monarquías
con otras como de cada monarquía en su interior: en lo social con la ascendente
burguesía y con los estamentos privilegiados, y en lo espacial con el
mantenimiento o vulneración de los privilegios territoriales y locales (fueros).

Desde finales del siglo XVIII, la situación de los Estados absolutistas se


ve alterada por las ideas liberales dando paso a un Estado más democrático,
constitucional y con división de poderes. Este Estado contemporáneo presenta
varias características constitutivas: la territorialidad, la soberanía, la
constitucionalidad, la burocracia pública, el poder legítimo, la ciudadanía, los
impuestos centrales y la formación de un ejército nacional.

La territorialidad se refiere a que exista una entidad geográfica y


geopolítica definida, el Estado moderno ocupa un espacio físico claramente

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definido. Un territorio es el ámbito de competencia dentro del cual se desarrollan
las relaciones de poder entre gobernantes y gobernados; sin este elemento no
existe un ámbito de competencia donde se dé el ejercicio del poder político.
Sobre el territorio se ejerce una autoridad legítima, por esto los Estados
modernos defienden su integridad territorial celosamente, estos son por
naturaleza parte de un sistema. Sin embargo esto no significa que las fronteras
de los Estados permanezcan inalteradas, las fronteras de los Estados cambian
y se reasignan.

La segunda característica del Estado Moderno es la soberanía. La


soberanía es un concepto que se define en torno al poder y se comprende como
aquella facultad que posee cada estado de ejercer el poder sobre su sistema de
gobierno, su territorio y su población. En el Estado Moderno la soberanía pasa a
residir en el pueblo, que la delega en instituciones del poder político, de tal forma
que el poder pasa a ser representado por instituciones y deja de ser individual.
Debido a que el poder reside en el pueblo, en la nación, surge el concepto de
Estado–Nación. El Estado moderno surge de una base nacionalista, ésta nación
se somete a una forma de control centralizada, el Estado. Las naciones buscan
unidad y autoridad central y logran a través del Estado, una obediencia general
de la población, y la iglesia pasa a ser una organización voluntaria. Pero no todas
las naciones concretan estados, y muchas naciones no se identifican con el
estado creado.

El tercer aspecto es la constitucionalidad. En el Estado Moderno se


definen claramente las reglas del juego en el proceso político, basadas en la ley,
previamente estipulada, y no en la ley divina, ni en la tradición ni en las
costumbres. El Estado incluye en su concepto una normatividad jurídica
inherente a él, de aquí deriva la noción de soberanía ya que el poder político
dentro del Estado y dentro del derecho es la soberanía de las instituciones
estatales.

El cuarto aspecto es la burocracia pública, que es la administración de las


organizaciones a gran escala, del gran Estado centralizado que se forma con la
unificación del poder político. Es decir, se forman instituciones y se norman y se
crean puestos públicos, todos en servicio del Estado.

El quinto aspecto es el poder legítimo. El Estado es una institución política


de actividad permanente, mientras éste tenga el monopolio legítimo de la
coacción física para el mantenimiento del orden vigente, es decir que el poder
político le permite al Estado tener el privilegio de la fuerza física de una forma
genuina y no impuesta. Por medio del poder político legítimo, el Estado tiene la
capacidad de hacerse obedecer, es decir, de imponer una conducta determinada
a los miembros de la comunidad, es un fenómeno social, un instrumento de la
relación política. Por esto, se puede afirmar que éste es la base de las relaciones
de poder por medio de las cuales se obliga a hacer a unos la voluntad de otros
de forma legítima, es decir no es impuesto, sino que siempre busca la aceptación
colectiva y por eso siempre va acompañado de un sistema de valores y
creencias.

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ESTADO Y NACIÓN:

En la vida cotidiana es frecuente el uso indistinto de las palabras “Nación” y “Estado” como si fueran sinónimos; cuando
en realidad no los son. Todo estado tiene un territorio, un espacio geográfico donde se asienta una población. El territorio
es un elemento indispensable del estado, ya que el gobierno ejerce su autoridad y las leyes tienen vigencia, es decir,
deben cumplirse, dentro de los límites territoriales. La soberanía territorial es una cualidad del estado que consiste en no
reconocer dentro de su territorio, ninguna autoridad superior a las autoridades del propio estado. El estado tiene el poder
o la capacidad para cumplir con su finalidad, organizar la convivencia de la población. El gobierno es el conjunto de las
instituciones políticas que ejercen el poder del estado a través de las personas que son los gobernantes. En una república,
esas instituciones son el Poder Legislativo, el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. El estado tiene el poder de dictar leyes,
hacerlas cumplir y sancionar a quienes no las cumplan, organizando de esta manera la convivencia de la población.

Los miembros de una nación comparten un idioma, usos, costumbres, tradiciones, creencias... Muchas veces practican
la misma religión y tienen un origen étnico común. Estos dos últimos elementos no son indispensables, ya que existen
muchas naciones integradas por personas de distinto origen étnico y que practican diferentes cultos.

Los integrantes de una nación se sienten hermanados por un sentimiento de pertenencia solidaria denominado
patriotismo. Un elemento importante para que pueda constituirse una nación es que sus miembros hayan tenido una
historia común y convivan en el presente compartiendo una cultura cuyas ideas, creencias y valores desean ver perdurar
en el futuro. El territorio no es un elemento indispensable para la nación, aunque contribuye a mantener las relaciones
culturales. Ejemplos de nación sin territorio son el pueblo judío antes de constituirse el Estado de Israel (1948), y el pueblo
gitano.

El ESTADO es, por lo tanto, la organización jurídica, basada en leyes escritas, de una población que reside en un
determinado territorio, dirigida por un gobierno.

La NACIÓN es, por lo tanto, una unidad cultural, porque sus miembros comparten una misma cultura que se manifiesta
tanto en las ideas, creencias y valores más importantes para esa comunidad, como en el idioma y los usos de su vida
cotidiana.

El sexto aspecto es la ciudadanía. Un ciudadano es un habitante que es


sujeto de derechos políticos. Estos derechos le permiten intervenir en el gobierno
a través del voto. La ciudadanía también implica ciertas obligaciones y deberes
(como el respeto por los derechos del prójimo). La acción ciudadana debe ser
responsable, pacífica y autorregulada. Su principal objetivo es mejorar el
bienestar público. Las acciones que sólo buscan el beneficio individual, en
cambio, no están vinculadas a la ciudadanía. Actualmente los ciudadanos
practican el derecho a la oposición, a la controversia política, ejerciendo grupos
de presión, sindicatos, asociaciones, la participación de los individuos es cada
vez mayor en la vida política, de tal forma que las decisiones políticas son el
resultado de los intereses del pueblo.

El séptimo aspecto son los impuestos centrales, sustanciales y regulares.


En el Estado de la Edad Media los impuestos se recogían de diversas formas y
eran para el señor feudal. Ahora se recanalizan para sostener al nuevo Estado
centralizado.

El último aspecto es la formación de un ejército nacional. En el sistema


feudal el señor contaba con su ejército que protegía a los campesinos y a su
territorio. Ahora, el estado defiende al territorio nacional y tiene como objetivo
conseguir la paz y la seguridad de la nación. También es usado para ampliar el
territorio, defenderse de otros Estados invasores, etc.

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2. España como Estado-Nación

Para determinar desde cuando España devino una nación, resulta muy útil
recordar la breve pero sustancial observación que sobre el proceso de formación
de las naciones hizo Ortega. Para Ortega la evolución de las naciones pasó por
cuatro momentos: "1º su germinación o formación desde el siglo XI hasta 1600;
2° su articulación normal de 1600 a 1800; 3° su siglo de hipertensión arterial,
1800 a 1920, la era (añadía) en que las naciones no sólo son naciones sino que
se embarcan en nacionalismo, el ismo de la hipertensión. En fin, 4° -decía
Ortega-, la forma de vida X que es la que ahora comienza" (que Ortega no aclaró,
aunque por el contexto posiblemente pensaba en una etapa caracterizada por la
creación de organismos supranacionales). O en otras palabras: origen de las
naciones, siglos XI a XVI; construcción del Estado (desarrollo de instituciones,
legislación y administración y formas de gobierno estatales), 1600-1800; era del
nacionalismo, siglos XIX y parte del XX; era postnacionalista, desde el final de la
II Guerra Mundial.
Aunque el esquema se preste a numerosas matizaciones y sea válido con
reservas sólo para el mundo occidental, parte del mismo se adapta a la historia
española casi a la perfección. Lo "español" apareció, de acuerdo con Américo
Castro, en tomo al siglo XIII. Para 1500 (aunque España no fuese ni un Estado
nacional unitario, ni una nación soberana, aunque la unión de los Reyes
Católicos fuera en principio una simple unión dinástica), los pasos hacia la
formación de España como nación ya estaban dados. Con todo, como escribió
Cánovas del Castillo, fue bajo la Casa de Austria cuando España se formó como
nación. Desde luego, entre 1520 y 1640, lo que desde principios del XVI se
conocía ya indistintamente con los nombres de España y Monarquía Hispánica
se apoyaba en un amplio entramado de instituciones comunes, símbolos
unitarios y formas de vida cultural e intelectual ampliamente compartidas. Como
por ejemplo:
1.-un Estado y una administración centralizados en torno a la Monarquía, la
Corte, los Consejos y, desde que la fijase Felipe n, la capital: las instituciones
separadas de los distintos reinos y territorios subsistieron, más nominalmente
que con poder real; las autoridades territoriales y locales actuaban en nombre de
la Corona, no como representantes de los territorios; las distintas Cortes de los
diferentes Reinos carecieron de capacidad legislativa.

2.-la Corona como única fuente de soberanía y legislación;

3.-la religión católica, como verdadera religión nacional;

4.-fijación y extensión de la lengua española (y proliferación de libros y estudios


sobre sus orígenes, gramática, uso, etcétera), aparición de una abundante
literatura en lengua vernácula, desarrollo de una también amplia historiografía
nacional. La literatura española desarrolló temas específicos y propios: la
picaresca, el teatro del XVI-XVIl ... Era frecuente y rápida su traducción a otras
lenguas; la lengua española era lengua de prestigio; tipos españoles (El Cid, don
Juan) aparecieron pronto en literaturas europeas,

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ya en el siglo XVIII existía: "todo para el pueblo pero sin el pueblo"


5.-hegemonía internacional y poder militar dieron a los españoles fuerte
sentimiento de su identidad, una cierta idea de misión, una imagen arrogante y
satisfecha de sí mismos (reflejada en los estereotipos que sobre los españoles
se fueron fijando en Europa, al hilo precisamente de la guerra de propaganda
librada en tomo al poder y las acciones del Imperio y la Monarquía españoles).

Lo que probablemente no existió bajo los Austrias -como vio también muy bien
Cánovas- fue el sentimiento nacional, la idea de patria, ideas y valores que
fueron germinando a lo largo del siglo XVIII. Lo que no deja de ser paradójico.
Porque resulta que fue en el siglo de gustos cosmopolitas y de fuertes influencias
cuando terminó de articularse definitivamente España como nación.
Literalmente, ni Castilla, ni la mística, ni las castas: el reformismo ilustrado hizo
a España como nación.

Fue en el siglo XVIII -un excelente siglo para España y especialmente


para su periferia y Madrid- cuando gobernar pasó a ser lo que se hace desde el
Estado en beneficio de una nación, y cuando viajeros, políticos (por ejemplo, un
Campomanes con su Discurso para el fomento de la industria popular) y
sociedades privadas (las Sociedades de Amigos del país, creadas a partir del
modelo de la Bascongada fundada en 1765) descubrieron España no como una
entidad oficial pero abstracta, sino como una realidad geográfica, social,
económica, cuya realidad territorial última eran las provincias, una palabra muy
característica del lenguaje del XVIII.

El reformismo ilustrado supuso:

a) centralización del Estado: unificación del gobierno con la creación de


secretarías de despacho; y supresión de las instituciones privativas de Aragón,
Cataluña, Valencia y Baleares (fueros, cortes, Generalitat y Diputación
General, Justicia de Aragón...). Aunque no se unificaron ni el derecho ni la
moneda y aunque pervivieron las instituciones de Navarra y vascas, España
se convirtió en un régimen político común; lo que existe en Francia en la actualidad

b) creación de numerosas instituciones académicas y científicas, como


instituciones nacionales de cultura: Reales Academias de la Lengua, de la
Historia, de Bellas Artes. Instituto de Gijón, Seminario Patriótico de Vergara,
Colegios de Cirugía de Cádiz, Barcelona, Madrid; Biblioteca Real, Real
Seminario de Nobles, Universidad de Cervera, Reales Estudios de San Isidro
de Madrid, 'observatorios astronómicos de Cádiz y Madrid, Real Jardín
Botánico de Madrid; expediciones científicas...

c) fomento desde el Estado de la producción y del crecimiento de la


economía: fábricas de armas, arsenales navales, reales fábricas (de tejidos,
paños, tabaco, vidrios, porcelana), eliminación de aduanas interiores (salvo las
vascas) y de puertos secos; proteccionismo arancelario; colonizaciones
interiores (la más famosa, la de Sierra Morena, dirigida por Olavide); construc-
ción de una red vial de carreteras y caminos reales; construcción de canales
navegables;

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d) amplísimo debate intelectual sobre ideas y proyectos de reforma social
(de la Iglesia, de la educación, de las costumbres, del gusto y las formas de
entretenimiento) y de reforma económica: así, la obra de un Feijoo y de
Mayans; las críticas de Jovellanos a las corridas de toros y al teatro del Siglo
de Oro como formas de casticismo; la publicística inmensa de carácter
económico debida a Ustáriz, Bernardo Ward, Campomanes, Olavide,
Cabarrús o Jovellanos; el gran desarrollo de la historia (padres Flórez y Burriel,
los jesuitas Masdeu y Andrés y Morell, Antonio Capmany, Floranes, el propio
Jovellanos ... ).

El sentimiento de nación -desde un patriotismo por lo general mesurado,


sereno, cosmopolita, como era, por ejemplo, el patriotismo de Jovellanos- era ya
evidente, palmario. España había terminado por articularse como nación El mis-
mo intenso debate político que se generó en las dos últimas décadas del siglo
XVIII y primeros años del XIX --en torno a la Revolución francesa y en torno a
Godoy y su papel en la política española- hasta culminar en la Constitución de
Cádiz de 1812 no fue otra cosa que un debate sobre la nación española. La
reacción -intensísima, desaforada- de la España católica frente a la Revolución
francesa hizo de la fe católica la esencia de España, a la que se convocaba a
una guerra de religión contra la revolución y la masonería; criptoliberales,
postilustrados, radicales proyectaron la idea de nación española sobre los
principios de soberanía, ciudadanía y constitución. La cuestión, por tanto, es
determinar por qué aquel patriotismo ilustrado del XVIII no evolucionó, ya en el
XIX cuando se creó el Estado nacional moderno (no ya sólo la nación ilustrada),
de forma tranquila, natural, hacia el gobierno parlamentario y constitucional. Pro-
bablemente, los historiadores hemos infravalorado la importancia de la larga y
profundísima crisis que España experimentó desde 1790 (y que no se cerró
hasta la década de 1840), como consecuencia del impacto que sobre la política
española tuvieron la Revolución francesa y el Imperio napoleónico en que
aquélla desembocó porque lo que se produjo en esos años fue lo siguiente:

-la pérdida completa del poder naval español (en Trafalgar, 1805) y la
interrupción por tanto de tráficos y comunicaciones con América;

-una guerra devastadora, 1808-1813 (solapada con un gravísima crisis de


Estado: cambio de dinastía por Napoleón, revolución gaditana). Los franceses
tuvieron en España unas 200.000 bajas; las bajas españolas fueron ciertamente
superiores;

-la pérdida del Imperio americano (1810-1825), que no pudo dejar de afectar a
la economía de algunas de las regiones más prósperas de la Península (la zona
Cádiz-Sevilla);

-el régimen catastrófico -más por incompetencia e incapacidad de gobierno que


por su carácter ultrarreaccionario- de Fernando VII, que supuso una pérdida de
casi 20 años para el país;

-una guerra civil de casi siete años, 1833-40, que dejó un saldo de unos 200.000

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muertos en un país de 13 millones de habitantes.

España se había quedado prácticamente sin Estado. Las consecuencias


de todo ello iban a condicionar la política española durante buena parte del siglo
XIX porque de ahí se derivarían al menos las siguientes circunstancias.

1) La carencia de legitimidad política del Estado-nacional creado en la primera


mitad del XIX. El Ejército emergió casi como la única institución
mínimamente organizada y coherente y como el verdadero instrumento del
cambio político hasta 1876 (por ejemplo, España carecía prácticamente de
fuerzas de orden público hasta la creación de la Guardia Civil en 1844: el
bandolerismo llegó a ser endémico);
2) El fracaso comparativo del Estado español del XIX. Ese Estado fue, por lo
general, un Estado pequeño, débil, ineficiente (lo que no supuso un Estado
sin leyes ni carente totalmente de principio de autoridad y de instrumentos
de coacción): pequeño, por el número de funcionarios y ministerios; débil e
ineficiente, por la indefinición de la función pública y la carencia de recursos
del Estado (baste recordar el casi colapso durante décadas de las
administraciones local y provincial, las deficiencias del sistema nacional de
educación...). El nacionalismo español fue un instrumento débil de inte-
gración del Estado y de cohesión nacional; la construcción del Estado-
nacional no fue el despliegue de un gran proyecto político: fue simplemente
respuestas reactivas a problemas inmediatos, sin continuidad en el tiempo
y sin voluntad política que las materializara definitivamente;
3) La débil articulación política y territorial del país. Hasta entrado el siglo XX,
España se constituyó como un país de centralismo legal pero de localismo
real, donde, por tanto, la localidad, la comarca, la provincia y la región más
que la nación fueron el verdadero ámbito de la vida social y donde no existió
un cuerpo político nacional plenamente vertebrado.

Podría decirse que tales problemas existían ya bajo el Antiguo Régimen.


Pero fue con el Estado-nacional cuando se convirtieron en problemas esenciales
al funcionamiento de la vida pública. Por una razón: por la nueva naturaleza de
ese Estado, un estado asociado a opinión pública, partidos, elecciones y
soberanía nacional, y del que se esperaba la satisfacción de servicios como
educación, obras públicas, legislación social y comunicaciones, la garantía de la
justicia, la seguridad y el orden público, y la creación del clima jurídico y las
condiciones económicas que permitiesen el desenvolvimiento de la actividad
económica y comercial y grados crecientes de bienestar social. Veamos
pormenorizadamente ese proceso.

3. La construcción del Estado Nación y de la identidad nacional

3.1. los inicios: revolución liberal y construcción del estado-nación por los
moderados.

Se da la paradoja de que en los inicios del siglo XIX, España era una de
la más viejas entidades políticas de Europa y, sin embargo, no se refunda en un
Estado-Nación indiscutido, de ahí que sea necesario referirnos a las razones de
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esa peculiaridad, aun cuando sea un tema insuficientemente estudiado, y abierto
a importantes debates sobre su significado, caracteres y alcance 2.

Hemos visto como, en efecto, desde al menos el siglo XVI la Monarquía


española presentaba rasgos que heterogéneos en unos casos, como los
culturales o lingüísticos, u homogéneos en otros, como los religiosos, la
percepción de enemigos en el ámbito internacional, configuraban una identidad
colectiva. Además existían un conjunto de relatos patrióticos como los de
Quevedo, Nebrija o el Padre Mariana, referidos, eso si, a las grandezas o los
problemas (arbitristas) de la Monarquía o el catolicismo. En el siglo XVIII, ya se
encuentran menciones a las glorias patrias desde una perspectiva étnica en
Jovellanos, Quintana o en la recién creada Real Academia de la Historia. Por
tanto, a principios del siglo XIX en el concepto de España se incluían diferentes
aspectos (monarquía - lealtad dinástica -, religión, geográficos, lingüísticos,
culturales, regionales...) que no daban lugar a una identidad nacional en sentido
moderno, pero que no se diferenciaba de otras entidades políticas europeas que
podemos calificar como pluriétnicas tales como Francia o Gran Bretaña. Sin
embargo un siglo después la identidad colectiva España no se ha transformado
de manera indiscutida en identidad nacional3. Las causas se encuentran en un
problemático siglo XIX y en la peculiaridades de la revolución liberal.

El nacionalismo (la otra cara necesaria del liberalismo revolucionario)


español de inicios del siglo XIX divulga una idea de nación política basada en la
consecución de derechos civiles y políticos para los ciudadanos, así
considerados, al ser el elemento constitutivo de la soberanía y, por tanto,

2 Para un balance de los debates sobre estas cuestiones ver Antonio Fernández García;
“Introducción” en Antonio Fernández (coord.) Los fundamentos de la España liberal (1834-1900).
La sociedad, la economía, las formas de vida, en Historia de España Menéndez Pidal dirigida
por José Mª Jover Zamora, Vol. XXXIII, Espasa- Calpe, 1997; María Esther Martínez Quinteiro “
Del Antiguo Régimen al Régimen liberal. En torno al supuesto del “fracaso” de la Revolución
liberal” en Antonio Morales Moya y Mariano Esteban de Vega (Eds.); La historia contemporánea
en España, Universidad de Salamanca, 1992, pp. 93-102; Pedro Ruiz Torres; “Del Antiguo al
Nuevo Régimen: carácter de una transformación” en AA.VV; Antiguo Régimen y Liberalismo.
Homenaje a Miguel Artola. 1. Visiones Generales. Alianza Editorial, 1994, pp. 159-192. Jesús
Cruz; Los notables de Madrid. Las bases sociales de la revolución liberal española. Alianza
Editorial, 2000.

3 Las consideraciones sobre el origen de la identidad nacional en España son muy numerosas.
Desde la actual coyuntura española se han ofrecido análisis desde todos los puntos de vista,
desde las esencialistas de la Real Academia de la Historia a las tesis de J.P.Fusi en España. La
evolución de la identidad nacional. Madrid, Espasa-Calpe, 2000, las de Javier Tusell; España
una angustia nacional. Madrid, Espasa- Calpe, 1999 o la de Antonio Domínguez Ortiz; España:
Tres milenios de historia. Madrid, Siglo XXI, 2000. Nos parecen especialmente relevantes de
cara a la distinción, capital en este estudio, entre identidad colectiva e identidad nacional las
reflexiones que ofrece José Álvarez Junco; “Identidad heredada y construcción heredada.
Algunas propuestas sobre el caso español, del Antiguo Régimen a la Revolución liberal”.Historia
y política, núm. 2, 1999, pp.123-146. La más brillante aportación es la realizada por Álvarez
Junco; Mater Dolorosa. Madrid, Taurus, 2001.

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legitimadores del poder político. Comienza a crearse una nueva idea de España
basada en los principios del liberalismo. El punto de arranque de esta visión, y
por tanto del nacionalismo español, será la Guerra de Independencia, al menos
en sus aspectos idealizados a los ojos de ese naciente liberalismo. Los
elementos nacionalizadores del liberalismo serían los necesarios para actuar en
coherencia con los presupuestos que conocemos, tanto del liberalismo político
como del económico, a saber; configuración del cuerpo sujeto de los derechos
políticos, es decir, el pueblo, la creación de una unidad cultural homogénea, la
creación del mercado nacional, mediante la eliminación de las trabas aduaneras
propias del Antiguo Régimen, la liberalización de la producción, incluyendo la
trascendental transformación de la propiedad de la tierra y el reclutamiento
militar. Este primer liberalismo gaditano enuncia esos principios nacionales que
comentamos desde el prisma liberal.

Ahora bien, estas son las intenciones recogidas en el programa liberal. La


realidad fue bien diferente. En primer lugar la idealizada Guerra de
Independencia no supuso una movilización del pueblo en lucha por su liberación
nacional como puede hacer creer el mito nacionalista, sino que por el contrario,
esta se debió a la defensa del Altar y el Trono, es decir, del absolutismo,
elemento este que a juicio de José Álvarez Junco constituye el primer fracaso
movilizador liberalismo español. De hecho este autor señala que:

[...]la mayoría de las movilizaciones populares españolas del siglo


XIX (exceptuada posiblemente la de 1868) surgen contra cargas o
productos del programa liberal: anticonsumos, antiquintas, protestas
contra la centralización, la racionalización de las unidades
administrativas, la creación de nuevos impuestos, la subordinación
del campo a la ciudad, la liberalización de los mercados [...]

La enorme resistencia del absolutismo en España condicionó todo el


proceso de modernización. Tal es así que el posible impacto por la pérdida del
Imperio americano apenas se dejó sentir debido al fragor de la lucha contra el
absolutismo y, en todo caso, la responsabilidad de tal problema era del Rey y no
de la hipotética nación (en coherencia con el concepto patrimonial de los
diferentes territorios de la Corona). Tras la primera guerra carlista y, sobre todo,
tras la regencia de Espartero, se va a definir claramente el modelo a seguir con
la tendencia del liberalismo, desde entonces moderado, que definirá la soberanía
no ya como nacional sino como compartida desde la Constitución de 1845,
configurando un modelo de Estado caracterizado por una fuerte oligarquización,
el militarismo, el autoritarismo y la política de exclusión de la mayoría que, por
las peculiaridades de las posibilidades de pertenencia al censo electoral, no tenía
ninguna posibilidad de acceso al poder. Desde entonces, la vía del
pronunciamiento como mecanismo de cambio político se consolidará en la vida
política decimonónica. La dirección de este proceso recae en una oligarquía de
propietarios que se origina la agregación de grupos formada por la vieja
aristocracia, las burguesías agraria, mercantil, industrial y financiera, los
profesionales liberales más pudientes, los altos mandos del ejército y
funcionarios de alto nivel, surgida de la síntesis entre viejas y nuevas elites para
dar lugar a una sociedad de notables. Al cabo, el Estado moderado
fundamentado en esta mezcla con sectores provenientes del Antiguo Régimen y
tras la desamortización de Mendizábal, intenta atraerse a la Iglesia mediante la
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firma del Concordato de 1851. No obstante, en 1833 se había producido la
división provincial de Javier de Burgos, trascendente para la estructura
administrativa española contemporánea, al sustituir el conglomerado territorial
propio del Antiguo Régimen, algo que ya se había planteado con Floridablanca,
José Bonaparte, las Cortes de Cádiz o durante el Trienio. Así pues se implanta
la uniformidad provincial y administrativa, que no hay que confundir, sin embargo,
con proyecto nacionalizador alguno, sino más bien por las necesidades de
reorganización administrativa existentes.

Como decíamos, con los moderados se produce la edificación del Estado


liberal mediante una reorganización de la administración con la creación de los
gobiernos civiles y militares así como las diputaciones. Se reorganiza la
hacienda mediante la reforma fiscal de Santillán de 1845, se firma el Concordato
de 1851 y se afronta la segunda Guerra Carlista en 1846. La clave de todo el
edificio residía en la Constitución de 1845, vigente hasta la Gloriosa. En ella se
veía reducido el cuerpo político, de tal manera que solo pertenecían a él los
sectores que constituían la base del moderantismo.

La instrumentalización del ejercito en la vida política española como


agente de cambio político, llevó necesariamente a la escasa representatividad
del sistema, basado, con la excepción de los periodos más radicales como el
Trienio y el Sexenio, en la exclusión de la mayoría y en la elaboración de la
soberanía compartida propia del liberalismo doctrinario triunfante que de hecho
excluía la idea genuinamente liberal de soberanía nacional. La presencia
constante de militares en la vida política (Espartero, Narvaez, O´ Donnell)
obedeció a la debilidad del sistema parlamentario, a unos partidos políticos que
eran más grupos de presión por el poder que representación del cuerpo social,
y a la necesidad de orden en el contexto del miedo al carlismo y al desorden
social, en un marco europeo plagado de episodios revolucionarios.

Estas circunstancias minimizan la configuración de la nación política que


paulatinamente desde el predominio moderado se irá transfigurando en nación
cultural, desde el momento en que los ciudadanos, en su mayor parte, quedaban
excluidos de las instituciones. Solo podía sentirse la pertenencia a la nación en
un sentido étnico, nunca político.

Sin duda uno de los principales puntos de debate sobre el siglo XIX
español es el que atañe a la configuración de un Estado y administración
modernos. La opinión más generalizada es la que se refiere a su debilidad,
incluso en aspectos supuestamente claros como el centralismo, que resultó ser
más teórico que real, según ha señalado en diversos estudios Juan Pablo Fusi4.

4 Fusi en España... pp.165 señala que “La España del siglo XIX fue un país de centralismo
oficial, pero de localismo real. Pese a las tendencias nacionalizadoras que inspiraron la creación
del Estado español moderno, la fragmentación económica y geográfica del país siguió siendo
considerable hasta que las transformaciones sociales y técnicas terminaron por crear un sistema
nacional cohesivo, lo que no culminó hasta las primeras décadas del siglo XX” y C.P.Boyd en
Historia patria. Política, historia e identidad nacional en España: 1875-1975. Barcelona,
Ediciones Pomares Corredor, 2000, p. 19 que “pese a los clichés de la centralización española
y la hegemonía cultural de las clases dominantes, el históricamente débil Estado español no

El proceso de formación del Estado nación en España. Siglo XIX Página 11


Una buena ejemplificación de lo que decimos lo constituye el caso de Madrid,
considerada a mitad del siglo XIX por los propios contemporáneos como una de
las capitales más sórdidas de Europa, situación que no cambiará hasta finales
de siglo y durante el primer tercio del siglo XX. Las insuficiencias modernizadoras
del Estado se perciben en la falta de eficacia en los instrumentos
nacionalizadores, sobre todo los referidos a la articulación de un sistema
educativo moderno -con notorios desequilibrios territoriales-, el ejército, que no
unifica sino que es un elemento de represión interna y de cambio político,
además de no lograr el reclutamiento popular que tan importante fuera en la
nacionalización de los franceses -de hecho en España se convierte en un
"impuesto de pobres" como demuestra sobradamente el problema de las
quintas-, la deficiente unificación simbólica (bandera, himno, monumentos,
callejero de las ciudades, con nombres de las supuestas glorias nacionales,
fiesta nacional) y las peculiaridades de la configuración del imaginario histórico
de los españoles, más cercano a la influencia de la literatura en un primer
momento y a la historia después, si bien, con relevantes problemas como la
escasa profesionalización de los historiadores españoles o la reducida inversión
en educación, cuestiones estas que trataremos con mayor profundidad más
adelante.

A estos aspectos debe añadirse la ausencia de rivalidades internacionales


al pasar España durante el siglo XIX a pequeña potencia, además de perder la
mayor parte de su imperio colonial y la tardía articulación de un mercado nacional
-desequilibrado-, el desfase modernizador de la economía española con un
exceso de población rural y por tanto un déficit de urbanización, que no comienza
a solucionarse hasta el primer tercio del siglo XX.

En síntesis, el proceso de modernización español a la altura de 1868 era


desequilibrado tanto en lo económico como en la modernización social y cultural
lo que condiciona todo el proceso nacionalizador.

3.2. La alternativa federal al centralismo moderado: el sexenio revolucionario.

La I República nació lastrada por la diversidad de opciones que existían


en la España de aquel momento respecto a la organización del Estado y la
sociedad. Buen ejemplo de esto sería el hecho de que en las únicas elecciones
celebradas bajo su mandato, las elecciones constituyentes de Mayo de 1873, la
abstención se elevó al 61% del electorado como consecuencia de la no
participación de todos los partidos de las derechas, desde los alfonsinos a los
radicales de Ruiz Zorrilla ni la AIT. La República fue proclamada por unas Cortes
en las que los republicanos estaban en minoría y en las que la mayoría
pertenecía al partido radical de Ruiz Zorrilla, favorable en todo caso a una
República unitaria y moderada nunca federal - plasmada en la Constitución de
ese año no ya como república federal sino confederal - auténtica alternativa al

podía ni proporcionar el suficiente número de escuelas públicas ni imponer de modo efectivo


unas normas uniformes sobre sus escuelas y profesores...”.

El proceso de formación del Estado nación en España. Siglo XIX Página 12


centralismo anterior -. De ahí que debido al fracaso del republicanismo, la
alternativa federal y democrática resultase invalidada por mucho tiempo, y tras
el golpe de estado de Martínez Campos volvieran a imponerse las opciones
conservadoras y, cómo no, una idea de nación muy alejada de las posibilidades
democratizadoras que el federalismo había ofrecido mediante la alternativa
federal. Lastrada por su propia debilidad legal y por las divisiones ideológicas y
políticas que afloraron en el interior del republicanismo- que revelaron que ni
siquiera existía acuerdo básico sobre la naturaleza misma del régimen que se
quería construir -, y desbordada por el proceso de polarización (agitación social,
insurrección carlista, rebelión cantonal), la experiencia republicana desembocó
en la quiebra casi absoluta de la autoridad del Estado. De hecho se iba a
autoconstituir en garante del Estado el ejército, que desde ese momento, nunca
volvería a ser revolucionario como entre 1820 y 1868. Desde entonces siempre
se posicionaría con los sectores más reaccionarios de la sociedad española. A
partir de estas constataciones podemos referirnos al período de la Restauración.

3.3. La Restauración. Una identidad nacional conflictiva.

La Restauración se explica como producto de la ampliación del consenso


entre los sectores de las clases dirigentes (tras la experiencia democrática del
sexenio), de una integración no excluyente -entre esas propias clases dirigentes-
, a diferencia de lo que caracterizó al régimen isabelino, intentando establecer
un orden social no democrático, pero si liberal- conservador, que fuera
compatible con el mantenimiento de un orden económico capitalista y el control
del mismo. Es, a juicio de Varela Ortega, una solución liberal no al problema de
la representación política o al de la democracia, sino al de la alternancia pacífica
en el poder.

El modelo canovista supondrá restablecer el consenso de las diversas


facciones de los sectores dominantes, incorporando los intereses que
representaban los anteriores moderados, los unionistas, e integrando hasta a
los progresistas y algunos demócratas. Simultáneamente supondrá el control y
marginación de las representaciones y los movimientos populares, desde el
republicanismo y el movimiento obrero hasta el carlismo, desde una clara
voluntad política de no integración de los mismos. Los apoyos sociales del
régimen los encontramos en la vieja nobleza, los terratenientes, financieros,
plantadores cubanos, profesionales urbanos, jerarquía eclesiástica, cúpula del
ejército y alta administración. Además contaba con el apoyo de las clases medias
que si bien eran escasas en número y apenas participaban en la política estaban
de acuerdo con el sistema debido a la experiencia del sexenio, al cual
identificaban con falta de orden, revueltas, etc. Por lo demás las organizaciones
políticas del período asemejaban más a organizaciones de notables, de amigos
políticos en la feliz expresión de Varela Ortega, sin apenas militantes, que a los
modernos partidos de masas 5.

5 Esta expresión se encuentra en la obra homónima de José Varela Ortega, Los amigos
políticos. Madrid. Alianza editorial, 1975.

El proceso de formación del Estado nación en España. Siglo XIX Página 13


Las bases del sistema político de la Restauración se centran en la
Constitución de 1876, en la estimación de una soberanía que no era nacional
sino que por el contrario residía en la Monarquía y Cortes lo que se denomina
como “Constitución interna”, el eclecticismo político mediante la integración en
el sistema de diversas corrientes liberales con objeto de propiciar la alternativa
política desde el civismo y no a través del clásico recurso al pronunciamiento,
pero controlando desde el poder la alternancia a través del sistema caciquil,
surgido del Pacto del Pardo acordado por Cánovas y Sagasta en 1885 ante el
temor de inestabilidad del sistema tras la muerte de Alfonso XII y la perspectiva
de la debilidad del sistema durante la Regencia. Además, el ejército quedaba
sometido a la disciplina civil, y en todo caso, configurado bajo la lealtad a la
monarquía y como garante del orden establecido.

Al quedar fuera del sistema los republicanos y carlistas al principio, y los


socialistas y anarquistas después se convertirán en la oposición al régimen
desde fuera del sistema, amén de los enfrentamientos entre ellos mismos, junto
con la presión constante de la Iglesia Católica siempre contraria al liberalismo.
Al fin y al cabo la modernidad no había arrebatado a la Iglesia solo sus
propiedades sino que también cuestionaba las posibilidades de adoctrinamiento
de la misma desde la perspectiva de la educación toda vez que uno de los
elementos característicos de los estados contemporáneos es el control por parte
de los mismos del aparato escolar, que de hecho reelabora.

De esta manera, se dio la situación en la España de la Restauración de


que cada grupo político partía de una consideración de la nación española, pero
contrapuesta a la de los demás, y en medio el Estado, que ante el temor de verse
atacado no hizo nada por extender su propia idea de España, al menos la de
Cánovas. Se establece una competencia, librada en gran medida en el campo
educativo, entre las diferentes ideas de España defendidas desde la Iglesia por
el tradicionalismo integrista o desde la Institución Libre de Enseñanza, desde
una perspectiva liberal elaborando diferentes relatos de un pasado idealizado al
perseguir extender una visión pretérita que contribuyese a crear una comunidad
de memoria con objeto de servir de instrumento político a las pretensiones
respectivas sobre la organización política y social. A esto se le unen las carencias
de la hacienda y la ausencia de interés en la educación de la población ya que
como sabemos el régimen no necesitaba de una legitimación popular por lo que,
en realidad tendió a la desmovilización social y a la legitimación del sistema
desde el acatamiento del orden establecido. Así pues, la Restauración es el
periodo decisivo en el cual se manifiestan las insuficiencias de programa
nacionalizador de liberalismo conservador español que se pondrán de manifiesto
con la crisis del 98.

En realidad, el fracaso de la Restauración para asumir las


transformaciones del último cuarto del siglo, y del Estado y de sus elites
gobernantes para satisfacer la mayor demanda de servicios sociales, debido a
las peculiaridades de un sistema político basado en la desmovilización de las
masas, creó una importante crisis de legitimidad del sistema, que sería el caldo
de cultivo de la nueva estructura de oportunidades para el fortalecimiento de los
movimientos sociales tanto obreros como republicanos, y sobre todo, de los

El proceso de formación del Estado nación en España. Siglo XIX Página 14


nacionalismos periféricos. La referida crisis del edificio liberal se sustentaba en
cierta medida en una crisis de representación del sistema que no podía o no
quería integrar en su seno a las emergentes masas surgidas de las
transformaciones del capitalismo monopolista, cuya solución se encontraba
como señalara Azaña en la democracia. Sobre la explicación de porqué la
Restauración no desembocó en un régimen democrático se ha pasado de
responsabilizar a las insuficiencias políticas del sistema a señalar que fue el
régimen posible ante las carencias modernizadoras del país y la arcaica
estructura social del mismo. Desde luego esta continúa siendo una cuestión
pendiente dado que tal y como señala Manuel Pérez Ledesma es difícil
comprender como no evolucionó el sistema debido al arcaísmo social cuando
durante el sexenio y en 1931 esa sociedad se movilizaba6. Esta será una crítica
que se convertirá en un lugar común desde poco antes del 98. La respuesta se
encuentra en la base del propio sistema fundamentado en una política de
notables.

Pese a todo lo señalado, la Restauración no fue monolítica y creó el marco


que posibilitará el surgimiento de estas cuestiones mediante medidas como la
Ley de asociaciones, la libertad de cátedra, el sufragio universal, junto con la
estructura de oportunidades que ofrecía el propio sistema. Este cumulo de
factores hace que surja un nuevo nacionalismo español, una especie de
refundación del nacionalismo español. De este conjunto de transformaciones
saldrá un nacionalismo español de nuevo cuño que se manifestará en muy
diversas variantes, desde la crítica del liberalismo español que llevan a cabo los
regeneracionistas que veían en Europa la posibilidad de la solución de lo que
ellos interpretaban como los males de España a la apropiación - algo común a
extensas zonas de Europa y de América Latina- del nacionalismo español por
parte de los sectores ideológicos más reaccionarios y antidemocráticos.

4.- A modo de conclusión

Llegados a este punto conviene hacer balance del proceso nacionalizador


español y dar cuenta de algunos puntos de debate aun no resueltos.

1.- El proceso de construcción nacional español es una realidad surgida de


multitud de elementos; acción del Estado, la creación de un mercado interior
unificado, la escolarización obligatoria, el servicio militar, la acción administrativa,
la fiscalidad, la influencia de los medios de comunicación, la literatura, unificación
simbólica, etc.

2.- Debe estudiarse el proyecto liberal español vinculándolo al proyecto


nacionalizador desde la perspectiva ofrecida por el marco del Estado-Nación.
Con el inicio de la Revolución liberal existe una paralela nacionalización del país.

6 Pérez Ledesma, Manuel; “ Restauración, liberalismo y democracia” pp. 3-7, Revista de Libros.
Octubre, 1998, nº 22. p.6.

El proceso de formación del Estado nación en España. Siglo XIX Página 15


3.- La socialización en la nación española resultó lenta e ineficaz a lo largo del
siglo XIX por infinidad de razones (debilidad económica del Estado, con especial
mención al crónico problema de la deuda, atraso en la creación de un mercado
nacional unificado, regionalización del avance industrializador y de la red de
transportes, insuficiencias en la creación de una educación obligatoria eficiente,
parca unificación simbólica o precaria presencia de una historiografía diletante y
escasamente presente en un mercado cultural más influido por la literatura). En
esta línea, la explicación de la aparición del nacionalismo español estaría en la
eclosión de los nacionalismos periféricos, por lo que el nacionalismo español
habría surgido como reacción defensiva a los mismos y como respuesta a la
crisis de fin de siglo. Debe quedar claro como sostiene Juan Sisinio Pérez
Garzón7 que no debe centrarse el análisis en aspectos culturales y simbólicos
(aunque sean los que aquí nos ocupen), sino que, además, el fundamento de la
construcción del estado liberal es económico - basado en la consolidación de la
propiedad privada, elemento este no sólo jurídico, sino también social en sus
motivaciones y consecuencias -, y que desde esta perspectiva, y en nombre de
la nación, se lleva a cabo, de ahí que en ese sentido la nacionalización, a su
juicio, no sea ni débil ni frustrada. Ahora bien, ¿la responsabilidad de la lentitud
de la nacionalización debe recaer en las elites decimonónicas y no tanto de un
Estado débil (que también) -como sostiene Borja de Riquer8-? o ¿es fruto de la
debilidad del Estado y de la problemática adaptación administrativa y política a
los cambios de la época como argumenta Fusi? 9, quien, pese a todo sostiene
que a la altura de 1900 España era ya una entidad cohesionada y vertebrada, al
haber superado el provincianismo decimonónico, y al hecho de que
precisamente en ese momento se produjera el inicio de la introspección
nacionalista de los intelectuales.

4.- Creemos que una cosa es que las elites liberales dieran por supuesta la
existencia de la nación española y que desde esa constatación actuaran y otra
muy distinta es que llevaran a cabo una eficiente nacionalización, aspecto este
en el que fracasan, debido, según Jover "a una autosatisfecha instalación en el
presente y una nula proyección de futuro”. Esto resultará evidente en el momento
en que en toda Europa se responda a los retos planteados por la modernización
social mediante una integración masiva de las masas bajo el paraguas de la
nación, momento preciso este en el que se produce la asunción mayoritaria de
la nación como comunidad imaginada.

5.- Es hora entonces de enunciar la tesis que aquí se defiende: si bien la


evolución política y económica de España constituye a esas alturas no ya la
historia de un fracaso, sino una variante del acceso al mundo contemporáneo,
en el marco mediterráneo, el proceso de nacionalización, que fue lento, en los
dos primeros tercios del siglo, acusó un notorio desfase en el marco de la

7 Pérez Garzón, Juan Sisinio; " La nación, sujeto y objeto del Estado liberal español". Leviatán nº
75, 1999

8 Riquer i Permanyer, Borja de; “Sobre el lugar de los nacionalismos- Regionalismos en la


Historia Contemporánea española”. Historia Social, nº 7, 1990, pp.105-126. p.120.

9 Fusi, Juan Pablo; “Revisionismo crítico e historia nacionalista (A propósito de un artículo de


Borja de Riquer)”.Historia Social, nº 7, 1990, pp.127-134. p. 133.

El proceso de formación del Estado nación en España. Siglo XIX Página 16


Restauración (justamente cuando en el marco europeo se consolidan los
nacionalismos de Estado) por las circunstancias descritas, no lográndose la
construcción de una comunidad de memoria indiscutida (coincidencia sobre un
pasado común, unificación simbólica) lo que llevó a la aparición de comunidades
imaginadas alternativas (por lo que debemos considerar su estudio en el marco
global de la construcción de los modernos Estados-nación). Hay que tener en
cuenta que a lo largo del siglo XIX la nacionalización española como tal no es
cuestionada, sino que lo que hay es una alternativa, federal, a la nacionalización
centralista. Con el cambio de siglo se consolidan dos procesos paralelos; el
cuestionamiento del Estado-nación español desde la periferia y la dificultad de
consensuar una identidad nacional española común, ante las diferencias de los
distintos sectores que decían representar la nación verdadera. En lugar de
constituir un lugar de encuentro común (si es que podía serlo debido a la
violencia que suele acompañar a los procesos de nacionalización), la identidad
nacional en España se constituiría en fuente de conflictos. Esto, si que es,
probablemente, una singularidad en el panorama europeo, máxime en la
consideración de su importancia a lo largo del siglo XX, sobre todo cuando en la
crisis del liberalismo clásico, se impusieron en España las soluciones
dictatoriales (Primo de Rivera y Franco) que contribuyeron enormemente, sobre
todo la segunda, a una particular concepción de España como nación, la
nacionalcatólica, con la que, tomando la parte por el todo se ha acabado
identificando socialmente la nación.

El proceso de formación del Estado nación en España. Siglo XIX Página 17


APÉNDICE. LAS DIVISIONES POLÍTICO-TERRITORIALES EN ESPAÑA EN
EL SIGLO XIX
Las divisiones territoriales de los Estados responden a concretas
necesidades políticas, económicas y sociales de un momento histórico
determinado. Así, en la Edad Media surgen unas demarcaciones determinadas,
otras en la Edad Moderna y otras diferentes en la Edad Contemporánea, dando
lugar a un modelo territorial actual que es síntesis de la tradición histórica y de
los cambios que han experimentado distintos proyectos y realidades históricas.
La organización actual del territorio español se apoya en cuatro
demarcaciones administrativas: municipal, provincial, autonómica y estatal. La
municipal y sus límites surgen en la Alta Edad Media, la provincial en la Castilla
de la Baja Edad Media y la autonómica en el S. XX.
1. Las primeras reformas borbónicas de la organización territorial.
Con la llegada a principios del XVIII de la dinastía borbónica, las provincias
castellanas se consolidaron como circunscripciones de tipo económico-fiscal, al
tiempo que los territorios de la Corona de Aragón pierden sus peculiaridades,
sus fueros y sus instituciones propias.
Los denominados Decretos de Nueva Planta fueron los instrumentos legales
utilizados por Felipe V para modificar la administración en los territorios de la
Corona de Aragón y para “castigar” su oposición en la Guerra de Secesión.
Dichos decretos expresan una tendencia centralizadora al más puro estilo
francés, dado que eliminan fueros y privilegios en esos territorios, introduciendo
las instituciones y legislación castellanas. Así, los virreyes fueron sustituidos por
capitanes generales, y los bayles territoriales de Valencia y Aragón y los
vegueres catalanes por corregidores.

En el plano político-judicial, los Borbones introdujeron algunos cambios


territoriales en chancillerías y audiencias: creación de la audiencia de Asturias,
de las chancillerías de los reinos de Aragón y Valencia (más tarde reducidas a
meras audiencias), y de las reales audiencias de Mallorca y Cataluña. A este
respecto, los Decretos de Nueva Planta no sólo se inspiraron en el centralismo
francés, sino también en la doctrina uniformista defendida en el XVII por el
Conde-Duque de Olivares. Las audiencias eran antes el aparato judicial y el
consejo asesor del virrey, pero en el XVIII forman parte de la estructura de poder
a través del Real Acuerdo, formado por miembros de la audiencia y por el capitán
general del territorio. Mientras, el Consejo de Castilla vio ampliada su jurisdicción
sobre los corregimientos, tanto de ese reino como de la Corona de Aragón.
Aunque ya los Habsburgo usaron la provincia como demarcación económico-
fiscal, los Borbones profundizarán en ello, creando una institución específica: la
intendencia. Ésta, podía abarcar una o varias provincias y, además, no respetaba
los límites de los antiguos reinos. Debido a ello, y a la oposición de los
corregidores a una institución que limitaba sus atribuciones, Fernando VI revisó
tanto límites (que ahora sí respetarían los de los reinos y coronas), como
contenido (la intendencia coincidiría con la provincia en límites y denominación;

El proceso de formación del Estado nación en España. Siglo XIX Página 18


a cada provincia le correspondía una intendencia) y funciones (las de policía y
justicia se devuelven a los corregidores, quedando para los intendentes las de
guerra y hacienda).
Con Carlos III, los límites territoriales de las provincias, intendencias y
corregimientos respondían aún a los de la E. Media. No había estudios sobre
núcleos de población, demarcaciones y jurisdicciones, por lo que el gobierno
decidió encargar un estudio para subsanarlo. Se elaboró así el Nomenclátor de
Floridablanca (1789), donde se recogió información sobre organización territorial
y demarcaciones institucionales y sobre los núcleos de población y su
adscripción territorial-institucional. El Nomenclátor reflejó la siguiente situación:
-En la Corona de Aragón, una división territorial semejante a la de Felipe V: el
Principado tenía 12 partidos-corregimientos y 1 partido de jurisdicción especial
(Valle de Arán), Aragón tenía 13 circunscripciones (partidos), Valencia 13
partidos o gobernaciones, y Mallorca también mantenía la división anterior.
-En la Corona de Castilla, hay 22 provincias, además de las Vascongadas,
Navarra y las circunscripciones de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y
Andalucía. Habrá pequeñas transformaciones territoriales por escisión o por
fusión de antiguos territorios. Los términos se simplifican, sustituyéndose los
vocablos medievales (“tierras”, “merindades”,...) por el de partido. La división
borbónica de Castilla en partidos fiscales es más racional y funcional que la de
los Habsburgo, dado que se aumenta su número y se modifican ciertas
irregularidades históricas de los límites territoriales. Surge de ese modo una
mejor imagen cartográfica de la organización territorial del XVIII en comparación
con la de los siglos XVI-XVII.

2. Reformas del reinado de Carlos IV.


El rechazo de muchos ilustrados al mantenimiento de viejos e irracionales
límites territoriales impulsó proyectos de reordenación del territorio que
favoreciesen una administración más eficaz, un equilibrio en la división provincial
y una mejor gestión económica, civil y militar.
Floridablanca utilizó un criterio geométrico y la metodología ilustrada, que
implicaba una mayor racionalización de la división territorial y de los límites
provinciales, una división interna de las provincias en partidos-corregimientos y,
sobre todo, una situación aproximadamente concéntrica de la capital de cada
demarcación con respecto a los núcleos de población que la integraban (fórmula
de la mínima distancia). En la base de todo estaba la idea de crear un nuevo
marco provincial que favoreciese una gestión hacendística eficaz.

Cayetano Soler, superintendente general de Hacienda, diseñó un plan de


reforma territorial que es el principal antecedente de las reformas del XIX
(incluida la de Javier de Burgos de 1833). Mediante este nuevo plan, se crearon
nuevas provincias (entre 1799 y 1801) siguiendo criterios de tipo económico-
fiscal –se trataba de las “provincias marítimas”: Cádiz, Málaga, Santander,
Alicante, Cartagena y Asturias–, y se eligieron como capitales las ciudades más
pobladas, ricas y mejor situadas espacialmente de esas provincias (se empleó

El proceso de formación del Estado nación en España. Siglo XIX Página 19


también aquí el sistema de la mínima distancia). Frente a la tradición histórica,
este plan tenía rasgos de modernidad en el sentido de crear o reestructurar
provincias introduciendo nuevos límites y criterios geográficos más racionales. A
primeros del XIX había 37 provincias en España (no se contabilizan aquí las
colonias). Entre 1801 y 1805, el plan de Cayetano Soler reestructuró las
provincias existentes apoyándose en la teoría de la equidistancia entre los
distintos núcleos de población y la capital, aunque respetando la extensión de
los términos municipales. Esta reestructuración, fundamental en la Corona de
Castilla, comenzó con Madrid y continuó con Guadalajara, Soria, Toledo, Cádiz
y Segovia. Finalmente, en 1805, se reformaron los límites de Ávila, Cuenca,
Salamanca y Zamora y se creó la provincia de Sanlúcar de Barrameda. De
manera indirecta, Palencia y Burgos experimentaron ciertas modificaciones. En
la Corona de Aragón, se creó la provincia marítima de Alicante, en el Reino de
Valencia, y, en Cataluña, se dividió en dos el partido de Gerona: Gerona y
Figueras.
Se realizó además, entre 1802 y 1805, una reorganización de las
demarcaciones político-judiciales, surgiendo la Sala de Alcaldes de Madrid y
ampliándose la jurisdicción de la audiencia de Asturias hasta el límite con las
Vascongadas.
La reforma de Cayetano Soler es la primera división territorial de la época
contemporánea, puesto que tenía unos rasgos que eran útiles para cualquier
institución, y es, en cuanto a criterios utilizados, el precedente más claro de la
división provincial de Javier de Burgos, que tan sólo tuvo que añadir pequeños
retoques

3. La división territorial bonapartista y los primeros proyectos liberales del


XIX. El papel de las Cortes de Cádiz.

Entre 1808 y 1814 van a surgir dos nuevos proyectos de ordenación/división


territorial: la división en prefecturas de José I Bonaparte y la división provincial
impulsada por las Cortes de Cádiz, retomada en el Trienio Liberal (1820-23) tras
el paréntesis absolutista de Fernando VII.
José I, para controlar mejor el territorio, dividió España en circunscripciones
llamadas prefecturas, de superficie teóricamente homogénea y delimitadas, no
por criterios históricos, sino por criterios geográficos (hidrografía y orografía) y
por la variable política (la prefectura no tiene sólo un objetivo fiscal, sino también,
y sobre todo, civil y político). Estos criterios dieron lugar a una división territorial
heterogénea en cuanto a extensión de las demarcaciones, irregular en sus
límites y confusa en cuanto a organización administrativa. Además, la elección
de las capitales de prefectura fue muy arbitraria. Así, frente a una división
territorial borbónica enfocada hacia lo económico, la reforma bonapartista se
enfocó más hacia lo civil y lo político.
En paralelo, las Cortes de Cádiz plantearon, a través del art. 11 de la
Constitución de 1812, la necesidad de una mejor división territorial, buscando la
igualdad de todas las provincias, la plena efectividad de la regulación del
gobierno interior de las provincias y los pueblos, y la organización de la

El proceso de formación del Estado nación en España. Siglo XIX Página 20


administración local en torno a dos niveles (municipal y provincial) y a dos
instituciones (ayuntamientos y diputaciones, respectivamente). En 1813, se
encargó a Felipe Bauzá un nuevo plan de división territorial. El deseo de Bauzá
era realizar una división más igualitaria en extensión y población para dar una
cierta imagen de uniformidad. El problema era que extensión y población iguales
eran incompatibles. Por otro lado, Bauzá no quiso rechazar los límites históricos
y la denominación de las antiguas capitales. La organización territorial de Bauzá
se basaba en el nº de habitantes, en los gastos de las circunscripciones y en el
respeto a los aspectos tradicionales, siempre que no interfirieran en los otros
objetivos. Finalmente, estableció una división provincial no igualitaria, sino
jerarquizada, con tres tipos de provincias: provincias de primera (por su riqueza
y población), provincias de segunda (“autosuficientes” aunque con menor
extensión riqueza o población) y provincias de tercera (provincias subalternas o
gobernaciones). El proyecto de Bauzá es, pues, continuador del de Cayetano
Soler, tiene una base económica, respeta los límites de los antiguos reinos,
subdivide las provincias en partidos y usa la geografía y sus accidentes para
determinar los límites de las nuevas provincias.
Bauzá entregó su proyecto al Secretario de las Cortes de Cádiz, Lastarría,
quien lo modificó parcialmente: consideró provincias de pleno derecho las
subdelegadas de Cataluña, Valencia y Galicia, dividió Aragón en dos provincias
(Zaragoza y Huesca), y presentó las Vascongadas como provincia única. Las
Cortes, aun apoyándose en ambos proyectos, consultaron también a los jefes
políticos y a las diputaciones provinciales. Desgraciadamente, no dio tiempo a
comprobar si estos proyectos eran válidos, porque Fernando VII los paralizó en
1814.

4. El Trienio Liberal. La división de 1822

A partir de 1820, con el Trienio Liberal, se reanudó la tarea reformadora de


las Cortes de Cádiz y el trabajo de reordenación territorial. En enero de 1822, las
Cortes aprobaron un decreto de división territorial con 52 provincias. En esta
división desaparecieron las referencias históricas de antiguos reinos, el contorno
de la provincia se determinó por los accidentes geográficos y la denominación
provincial tomó el nombre de cada capital. Surgieron nuevas provincias (Xátiva,
Gerona, Calatayud, etc.), las Vascongadas volvieron a dividirse en tres,
desapareció la provincia de Talavera de la Reina y se sustituyeron algunas
capitales y nombres de provincias (Almería sustituyó a Guadix, Castellón a
Segorbe, Badajoz a Mérida, La Coruña a Santiago de Compostela, etc.). Esta
división provincial sirvió de marco a las instituciones políticas, pero también a
las judiciales, económicas, etc. En septiembre de 1822, Mariano Egea clasificó
estas provincias en una jerarquía de 4 niveles, que se diferenciaban en cuanto a
nº de habitantes y recursos económicos. El decreto de febrero de 1823 sobre
gobierno económico y político de las provincias se redactó con una intención
descentralizadora (se redujo el papel de tutela del jefe político), dando lugar a un
comienzo de desvinculación de la provincia respecto de la administración estatal
y a un aumento de sus cometidos: obras públicas provinciales, salud pública,
etc. En este caso, también la reaparición del absolutismo (a través de la
intervención de la Santa Alianza) truncó la posibilidad de la reforma territorial.

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5. La división territorial de 1833
A partir de 1818, Fernando VII intentó establecer una nueva división en
partidos (división de Martín de Garay), concebidos como marco de actuación de
las llamadas Juntas de Repartimiento y Estadística. Para ello, se recogieron
datos sobre: pueblos de cada provincia, partidos que la componían y capitales,
título de los núcleos de población (ciudad, villa, lugar,...) con su jurisdicción
(realenga o señorial), distancia entre esos núcleos y las capitales, cargos
institucionales (gobernador, corregidor, alcalde mayor,...). La organización
territorial que describe la información recogida en 1820 muestra diferencias
respecto de la organización anterior a 1808, con una estructura organizativa más
extraña, con 34 provincias y 289 partidos. El término “provincia” se aplica a los
distintos territorios insulares o peninsulares, que siguen manteniendo
denominaciones históricas (reino, principado). Se mantienen aún enclaves (un
aspecto territorial irregular que significa un retroceso respecto del período 1799-
1805). El objetivo de la reforma quedó paralizado al llegar el trienio liberal. Con
la restauración absolutista (a partir de 1823) parece que tampoco se continuó el
proyecto de reforma. Debido a la caótica situación económica y administrativa
del país, varios liberales exiliados, como el propio Javier de Burgos, remitieron a
la Corte proyectos y soluciones que, por supuesto, fueron rechazados por el rey.
Al morir Fernando VII en 1833 le sucede su hoja Isabel II. En el nuevo
gobierno liberal, Javier de Burgos fue el ministro de Fomento y el encargado del
decreto de división provincial más conocida. El citado decreto pensaba en un
Estado centralizado, donde la provincia fuera el marco de instituciones centrales.
Se consagró un modelo burocrático y centralizado de la provincia que buscaba
la eficacia de la administración estatal. La administración local quedaba como
competencia exclusiva de los ayuntamientos. El territorio nacional quedó dividido
en 49 provincias (2 de ellas insulares: Canarias y baleares) sobre la base de
criterios similares a los de Cayetano Soler: la racionalidad de la extensión
territorial provincial se conjuga con aspectos históricos (denominaciones
antiguas y límites primitivos en algunos casos). Con esta división desapareció la
mayor parte de los enclaves, subsistiendo sólo los de Treviño, Ademuz y algún
otro. En cuanto a denominaciones y límites: Álava, Vizcaya, Guipúzcoa, Navarra
y Canarias tienen capitales con distinto nombre; Andalucía, Galicia, León,
Castilla La Vieja, Extremadura, Castilla La Nueva, Navarra, Aragón, Valencia y
Cataluña reflejan nombres de zonas históricas; Galicia, Navarra, Aragón,
Cataluña y Vascongadas mantienen inalterables sus límites.

Este marco administrativo de 1833 se mantendrá casi sin modificaciones


hasta hoy. Aunque, ciertamente, ha habido algunos cambios en la concepción
de la provincia y en las funciones de sus instituciones, esta división territorial se
consolida en 1925, con Primo de Rivera, y continúa durante el régimen
franquista y hasta la actualidad.

En 1835, el Real Decreto sobre régimen provisional de las diputaciones las


configura como cuerpos provinciales presididos por el gobernador civil, cuyas
competencias más importantes se asocian a grandes objetivos estatales más
que a funciones de tipo local.

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6. La evolución en el siglo XIX
A lo largo del XIX habrá algunos pequeños vaivenes en la concepción de la
provincia. Así, la Ley de diputaciones de 1845, del período moderado, estaba
inspirada por principios como la centralización, aunque dio comienzo a un lento
proceso que daría un carácter más local a las diputaciones provinciales. La
Constitución “nonata” de 1856 (progresista), definía las provincias como
corporaciones con competencias en negocios de interés particular de su territorio
y de los municipios que las integrasen, lo cual supone un avance importante
hacia la configuración local de la provincia. Con la vuelta de los moderados, la
ley de 1863 sobre el gobierno y la administración provinciales establecerá, junto
a las funciones de la provincia como nivel jerárquico superior del municipio y
como cuerpo consultivo del Estado, facultades de interés provincial: votación de
presupuestos, construcción de obras públicas, administración de propiedades
provinciales, nombramiento y separación de empleados propios, etc. La ley de
1868 (nuevamente progresista) dio un impulso nuevo a la configuración de la
provincia como ente local, dado que establecía que el territorio provincial era el
agregado de los distritos municipales comprendidos en sus límites y establecía
también que la diputación era un cuerpo de funcionamiento permanente dotado
de ciertas competencias propias relativas a la administración civil y económica,
dentro de un ámbito exento del control del Gobierno. La ley provincial de 1870
profundizaba en esa línea descentralizadora, marcando dos tipos de
competencias provinciales: las que afectan a la gestión, dirección y gobierno de
los intereses de las provincias, y las que se ejercen por delegación. La
Constitución de 1876 estableció un marco legislativo que no variará hasta 1925.
Complementaria de ella es la ley de 29 de agosto de 1882 sobre el régimen y
administración de las provincias, en la que se hace hincapié en el carácter de
división territorial legal de la provincia para la administración y régimen de la
nación y se establecen tres tipos de competencias: a) de esfera propia
(beneficencia, instrucción, obras públicas, fomento de intereses provinciales), b)
de superioridad jerárquica sobre los municipios (inspección de servicios, cuentas
y archivos municipales, medidas de mejora de la administración local), c)
delegadas por la administración central.
Mención aparte merece el intento de reforma territorial llevado a cabo durante
la I República. En 1873 se elaboró un proyecto de Constitución que definía a
España como una República Federal, integrada por diecisiete estados con poder
legislativo, ejecutivo y judicial. Según los artículos 92 y 93, estos «estados»
tendrían una «completa autonomía económico-administrativa y toda la
autonomía política compatible con la existencia de la Nación», así como «la
facultad de darse una Constitución política». Esta constitución, cuyo texto se
atribuye principalmente a Castelar, nunca llegó a adoptarse. Al ser una
Constitución federal nada señala sobre las provincias, materia competencia de
los Estados miembros. El artículo primero de dicho proyecto dice: “Componen la
Nación Española los Estados de Andalucía Alta, Andalucía Baja, Aragón,
Asturias, Baleares, Canarias, Castilla la Nueva, Castilla la Vieja, Cataluña, Cuba,
Extremadura, Galicia, Murcia, Navarra, Puerto Rico, Valencia, Regiones
Vascongadas”.

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7. El siglo XX
En el período de la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) se elaboró el
Estatuto Provincial de 1925. En su articulado la provincia quedaba enmarcada
definitivamente en la admón. local. La provincia se concibe como una
demarcación territorial administrativa de carácter intermedio entre Estado y
municipios, como una circunscripción para administrar los fines del Estado y los
de carácter local no municipales. En 1927, se dividió la provincia de Canarias en
dos (Tenerife y Gran Canaria), con lo que España pasa a tener 50 provincias.
La Constitución republicana de 1931 estableció que el Estado estaba
integrado por municipios mancomunados en provincias y por regiones que se
constituyesen en régimen de autonomía. Las provincias tenían, pues, un carácter
asociativo, puesto que se formaban por los municipios mancomunados.
El modelo de provincias que ha permanecido vigente hasta hoy es el del
Estatuto Provincial de 1925, a través de las leyes de bases de régimen local de
1945 y de 1953, refundidas en 1955. En esa legislación franquista la provincia
es una circunscripción determinada por agrupación de municipios y una división
territorial de carácter unitario para ejercer la competencia del gobierno nacional,
es decir, se trata de una demarcación intermedia entre municipio y Estado. La
ley de 1955 aporta ciertas novedades en cuanto a competencias provinciales,
dado que se añaden a las tradicionales (fomento y administración de intereses
provinciales) otras nuevas: prestación de asistencia y apoyo técnicos a las obras
y servicios municipales (como la sanidad o la beneficencia). Es una función de
“cooperación provincial”. La Ley Orgánica del Estado de 1967 dio un sentido muy
claro a la legislación de régimen local: la provincia es una demarcación
determinada por la agrupación de municipios, entendidos éstos como entidades
naturales y estructuras básicas de la comunidad nacional (junto con la “familia”
y el “sindicato”) y como división territorial de la administración estatal. La Ley de
Bases del Estatuto de Régimen Local de 1975 intentó introducir cierta
descentralización, aunque sólo logró reforzar la configuración funcional de la
provincia en relación con la cooperación y asistencia a los municipios.
La configuración de la provincia variará en la época democrática gracias a la
Constitución de 1978, que la define como entidad local determinada por la
agrupación de municipios y como división territorial para el cumplimiento de las
actividades del Estado. Provincia y municipio son, pues, los núcleos territoriales
esenciales de la administración local. La articulación del Estado en 17
Comunidades Autónomas se establece sobre la base de la anterior división
provincial: cada Comunidad Autónoma se conforma por la adición de las
provincias que la componen. La Constitución establece, por tanto, un único
ordenamiento territorial administrativo de tipo local, apoyado en dos niveles:
provincia y municipio. Sin embargo, los Estatutos de Autonomía no clarifican la
posición y la función de la provincia, puesto que, si bien unos desvalorizan este
nivel territorial (Estatutos de Cataluña y Galicia), otros lo contemplan
positivamente (Andalucía, Extremadura, Castilla-La Mancha, Castilla y León), y
otros mantienen una posición neutral (Comunidad Valenciana, Aragón). En
cualquier caso, el desarrollo del Estado de las Autonomías ha disminuido el
protagonismo de las provincias (la región tiene ahora las principales

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competencias supramunicipales y es el auténtico “nivel intermedio” entre Estado
y municipio; además, comienza a darse importancia a las comarcas). Cada vez
más, la provincia es vista como ente local formado por agrupación de municipios,
y no como ente intermedio entre Estado y municipio ni como poder delegado de
la administración central.

Provincias de la corona de Castilla en 1590.

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División de España en intendencias (1720).

Las reformas territoriales ilustradas, 1799-1805.

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Mapa de la división en prefecturas napoleónicas de 1810.

Mapa de la división de 1822 en provincias y regiones de España

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Mapa de la división territorial de 1833

Mapa político de España en que se presenta la división territorial con la clasficación política de todas las
Provincias de la Monarquía según el régimen especial común en ellos (Jorge Torres Villegas, 1852)

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Estados que componen la Nación Española según el proyecto de Constitución Federal de 1873. No se
representan Cuba ni Puerto Rico. Distribución provincial orientativa, dado que su configuración era competencia
de los Estados miembros.

División territorial de España tras 1978.

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