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CAPITULO VI: RESPUESTA DEL HOMBRE A LA REVELACION

6.1. LA FE Y LA INTELIGENCIA
6.1.1. El «creer», en la vida cotidiana
6.1.2. Creer en Dios
6.2. LA LIBERTAD DE LA FE
6.2.1 La importancia de la voluntad
6.2.2. Un saber particularmente personal
6.2.3. Un don de Dios
6.3. LA FE COMO PROYECTO VITAL
6.3.1. Ejemplos extraordinarios de una vida de fe
6.3.2. «Creo en ti»
6.3.3. «Creo - creemos»
CAPITULO VI: RESPUESTA DEL HOMBRE A LA REVELACION
Por la Revelación, Dios sale al encuentro de los hombres, les habla y los invita a ser amigos suyos. Pero
la comunicación no es completa cuando algo ha sido dicho, sino cuando lo dicho es oído y aceptado por
aquel a quien está destinado, y cuando hay una respuesta. Sólo hasta cuando hay una respuesta
decimos que asistimos a un diálogo auténtico. Por la fe, el hombre acoge la palabra divina y responde a la
invitación generosa. Tal como Dios se entrega a él, sin reservas, el creyente se entrega a Dios con todo
su corazón.
6.1. LA FE Y LA INTELIGENCIA
6.1.1. El «creer», en la vida cotidiana
Se distinguen fundamentalmente dos formas de conocer: el ver y el creer. Cuando vemos algo, llegamos
directamente a una verdad, por demostración, intuición o experimentación. En tal caso, se habla de
evidencia intrínseca.

Creer, en cambio, significa (según el lenguaje vulgar) un conocimiento al que llego indirectamente, por
evidencia extrínseca. Sólo se puede creer lo que no se ve. Ocurre cuando no puedo conocer y probar por
mí mismo una realidad, pero la tomo por verdadera, porque hay alguien con autoridad que me la
comunica; hay un «testigo» que es fidedigno.
Accedemos a muchas verdades no por nosotros mismos, sino mediante el testimonio de quien conoce
directamente. Creo, por ejemplo, que la medicina que me da el médico, me curará.
Éste testigo fidedigno puede ser también una «fuente» material, como un periódico, una revista o un
programa de la televisión. En segundo lugar, exijo también la credibilidad del mensaje.
En general, utilizar la mediación de una fuente es un camino para acceder a muchas realidades
inalcanzables por propia experiencia o por razonamientos personales. Así, los documentales nos
comunican acontecimientos de todo el mundo que no hemos presenciado, y suponemos que nos dicen la
verdad.
Llegados hasta aquí, es necesario hacer una aclaración importante. Hasta ahora nos hemos referido al
acto de fe según el lenguaje normal y corriente. De acuerdo con este modo de decir, la estructura de tal
acto consiste simplemente en conocer por evidencia extrínseca, en acceder a una realidad mediante el
testimonio de otro. Pero esto es un uso amplio e impropio de la palabra creer. Impropio no significa que
sea absurdo, impropio en el sentido que no hemos tomado su significado estricto y completo que le es
propio.
Cuando usamos creer en su sentido propio, se necesita incluir la certeza. Entonces, centramos la
atención en el testigo y confiamos plenamente en que éste nos dice la verdad. Aceptamos sus palabras
con certeza.
Creer, en sentido estricto, es mucho más que opinar o suponer: es tener incondicionalmente por
verdadera una verdad que no se ve, estar completamente convencido de ella. La fe es conocer con
certeza lo que no se ve. Es, en definitiva, saber lo que no hemos visto, porque nos apoyamos plenamente
en el testimonio de otro.
En sentido propio, la fe expresa «un asentimiento carente de reservas. Tiene que ver con una confianza
particular en el testigo y se da, en mayor o menos medida, en las relaciones humanas. Cuando se realiza
completamente y uno está dispuesto a creer a otro no sólo en una situación determinada, sino siempre
(también en el futuro, pase lo que pase) sin ningunas limitaciones y condiciones de ningún tipo, entonces
no sólo se cree algo a alguien, entonces se cree en alguien.
En sentido radical sólo podemos creer en Dios. Pero en un sentido menos radical, podemos creer a
personas y tenerles tanta confianza que estemos seguros de la verdad de su testimonio. Por la fe humana
se nos abre la posibilidad de percibir con los ojos de quien ve directamente algo que nunca podríamos
alcanzar con nuestra propia mirada.
6.1.2. Creer en Dios
La fe cristiana se plasma sobre la estructura de la fe humana. También en el ámbito sobrenatural hay un
ver y un creer. Después de esta vida, en el cielo, veremos a Dios directamente, cara a cara. Pero
mientras estemos en la tierra, sólo podemos creer en Él.
En algunos ambientes racionalistas, el conocimiento de fe no es apreciado, ya que (como dicen algunos)
ver es más que creer. Se puede responder, en primer lugar, que esta afirmación es verdadera solo desde
el punto de vista del sujeto que conoce: tener evidencia intrínseca es más que tener sólo evidencia
extrínseca pero…
El conocimiento sobrenatural por mas pequeño que sea, trasciende a los conocimientos más altos que
podamos alcanzar en el plano natural o racional. es decir: Un chispazo de la fe cristiana es mucho más
perfecto que todo el saber humano.
Tal como en el plano natural, creer es un modo de acceder a una nueva realidad. Esta realidad está
constituida por los misterios divinos que nos han sido comunicados a través de la Revelación. La palabra
de Dios se ha hecho humana (a nuestra medida), puesto que ha sido pronunciada en un idioma que
entendemos, con imágenes y conceptos que nos son familiares; no contradice los conocimientos que
hemos alcanzado con nuestras fuerzas naturales. Dispone, además, de una gran coherencia interna.
Según Josemaría Escrivá, la fe nos coloca junto a Dios, junto a la Luz, nos saca de las tinieblas («El
pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz grande. Sobre los que habitan en la tierra de sombras de
muerte, resplandeció una brillante luz»).
En el caso de la fe sobrenatural, el testigo fidedigno que nos trae el mensaje es Jesucristo mismo; ¿por
qué es el testigo fidedigno? Porque es el único que «ha visto» a Dios. ¿Dónde se funda la certeza de la fe
sobrenatural? en la autoridad de Dios mismo. Pero esta autoridad es, a su vez, objeto de fe; ¿por qué?
porque la autoridad de Dios no resulta evidente. Jesucristo es el testigo más original y único: no se trata
sólo de un testigo invisible; este testigo realmente es Dios mismo, que me habla. Para poder creer lo que
me dice, tengo que creer primero en El.
Conclusión: Somos requeridos, por un lado, a aceptar como real y verdadero algo que no es evidente a
simple vista. Y por el otro lado, se nos remite a un testigo fidedigno (Jesús) que no sólo no llega a un
encuentro con nosotros de una forma inmediata, sino que exige, además, el asentimiento más absoluto e
incondicional que podamos prestar.
6.2. LA LIBERTAD DE LA FE
¿Qué significa saber de Dios y conocer a Dios? Evidentemente saber de Dios y conocer a Dios es algo
más que una simple información acerca de su existencia. En el conocimiento de Dios, lo que está en juego
somos también nosotros mismos, el sentido de nuestro ser humano, el sentido de toda nuestra vida.
Conocer a Dios implica reconocerle como principio y fin del mundo, y esto lleva a agradecerle y alabarle.
6.2.1 La importancia de la voluntad
Cualquier acto plenamente humano se caracteriza por una interacción de la inteligencia y la voluntad.
En el caso de la fe cristiana, el papel de la voluntad es esencial. Por razonable que sea la Buena Nueva de
Jesucristo, no hay nada que me obligue a creerla. Pero como nuestra inteligencia no llega nunca a la
evidencia intrínseca frente a la cual no podría resistirse (porque no soy testigo directo por ejemplo de los
milagros del NT) nuestra voluntad debe tomar una auténtica decisión. ¿por qué? porque la fe no puede ser
sino fruto de nuestra libertad. El hombre puede ser obligado a hacer todo tipo de cosas contra su voluntad;
pero sólo puede creer si quiere.
Si alguien nos dice: «Te quiero», estas palabras sólo las podemos aceptar como verdaderas y reales en un
acto de fe humana. Pues esta fe que prestamos a otros humanos, es algo especialmente cercano con el
misterio, porque brota de la libertad. Nunca podemos entender completamente por qué creemos a una
persona. Normalmente no se debe a una razón única, sino más bien a un conjunto de motivos que
confluyen en el impulso a creer.
El querer creer debe entenderse en el sentido de amar. Creo porque amo, «creemos porque amamos» y
porque somos amados. Creemos a Dios porque le amamos y nos experimentamos amados por El.
Nuevamente, vemos que la fe cristiana no es un conocimiento puramente teórico, «es conocimiento
siempre afectivo y enamorado, es el acto de una inteligencia devota y amante». Es, en definitiva,
correspondencia al amor, un encuentro entre Dios y el hombre.
6.2.2. Un saber particularmente personal
La fe sobrenatural es un saber particularmente personal: yo sé que Dios es Padre porque lo dice Cristo.
Si no consideramos esta dimensión personal en el acto de creer, no podemos hablar de individualidad en
el acto de creer. Puede suceder que algo que en realidad no es fe, sea tenido por ella, incluso por el
supuesto creyente. Una persona, por ejemplo, puede aceptar como verdaderas las doctrinas del
cristianismo, no porque estén testimoniadas y garantizadas por Dios que se revela, no porque las crea, no
porque tenga relación con el testigo Jesús, sino porque le impresiona la profundidad de la doctrina
cristiana. Esta persona ¿tendrá fe?

Conclusión: Creo porque quiero, y quiero porque amo. Pero, ¿por qué amo?, ¿por qué pongo mi
confianza en otro? Si la fe humana es misteriosa, la fe sobrenatural todavía más: porque Dios es un
misterio insondable. ¿Por qué hay personas que creen en Él y ponen en Él toda su confianza? ¿Y por qué
hay otras personas que quieren creer, pero no pueden?

6.2.3. Un don de Dios

La fe es mucho más que nuestra correspondencia a la Revelación; «no viene de nosotros, es don de
Dios». Es una gracia que Dios concede a todos los que se la piden humildemente.
¿Qué es la «Revelación interior»?: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado estas cosas a sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños». Jesús no habla aquí
de la Revelación exterior que se dirige a todos, también a los «sabios y prudentes»; habla de la
Revelación interior que implica aceptar sus palabras en la fe.

Reciben la Revelación interior los que están dispuestos a acogerla. Según el testimonio del Nuevo
Testamento, la acción interior de Dios inclina y atrae a los hombres hacia lo que escuchan en la
predicación exterior.

¿Qué es la Revelación interior? Cuando se «enciende» esta luz, la Revelación es completa: la palabra
divina ha alcanzado el corazón del hombre. En ese instante sucede lo peculiar de la Revelación: dialogar
con nosotros los hombres. En este momento la piedra choca con la superficie hasta ese momento
tranquila de las aguas. Lo más íntimo del hecho de la Revelación es el propio acto divino de auto-
comunicarse.
QUIZ CAPITULOS 5 Y 6
1. Doctrina del Vaticano II con respecto a la Revelación.

2. Síntesis teológica de la fe

3. _____________________
Entrar en comunión con Dios:
La fe abarca al hombre entero con todos sus interrogantes, deseos, inquietudes y esperanzas. Según San
Agustín, el acto de fe consta de tres elementos: el asentimiento del entendimiento (creo que Dios existe y
se ha revelado a nosotros), el asentimiento de la voluntad (creo a Dios, me fío de Él) y la ayuda divina
que hace posible el abandono completo (creo en Dios).

 Credere Deum (creer en Dios): explicita el aspecto cognoscitivo de la fe y su contenido propio (la
llamada “FIDES QUAE” o la fe que se cree) y expresa su carácter teocéntrico, ya que tiene a Dios (en
Cristo) como centro de la Revelación y la fe;

 Credere Deo (creer por Dios): manifiesta su aspecto formal, es decir, el motivo por el cual se cree (la
llamada “FIDES QUA” o fe por la cual se cree) y así atestigua su carácter teológico, ya que tiene a
Dios (en Cristo) como motivo y fundamento de la Revelación y la fe;
 
 Credere in Deum (creer hacia Dios): explicita el aspecto de comunión escatológica (la que se podría
llamar el “ITINERARIUM FIDEI” o itinerancia de la fe) y así expresa su carácter teo-teleo-lógico, ya
que tiene a Dios (en Cristo) como término (=teleos) y finalidad de la Revelación y la fe.
¿Quién es un cristiano? Un Cristiano es el que cree en Jesucristo y vive de Él y para Él. En Cristo, Dios
sale al encuentro de los hombres y en Él tienen los hombres acceso a Dios. Por esto, Cristo es el centro
de la fe cristiana, el núcleo que irradia su luz en todas las direcciones y señala su lugar a las demás
verdades que nos han sido reveladas.
Este núcleo que irradia luz se manifiesta en el mismo nombre de Jesucristo: Jesús (en hebreo Jeschua)
era entre los israelitas un nombre muy apreciado; significa «Yahvé es salvación.» La palabra griega
“Cristo” es traducción del nombre hebreo Mesías (maschiach).
En conclusión: La fe es encuentro, comunicación y amistad con Dios en Cristo. Mediante ella, el hombre
es introducido en la intimidad divina, en la vida intratrinitaria. Cuando entramos a la vida intratrinitaria se
alcanza la salvación.
No olvidemos que la iniciativa de nuestra salvación siempre está en Dios. Es Él quien ama primero; es Él
quien busca al hombre, mucho antes de que el hombre le busque a Él. Dios invita, no obliga. Quiere que
el hombre responda con plena libertad a su amor. Pero nuestra correspondencia a la gracia ya es gracia.
Es acción amorosa y misteriosa de Dios en el núcleo de nuestro ser. La gracia tiende a desplegarse cada
vez más, hasta el fin de la vida, y llegará a su plena consumación en la gloria celeste cuando, algún día,
veamos a Dios tal como realmente es.
6.3. LA FE COMO PROYECTO VITAL
Cristiano es quien cree en Jesucristo. La fe, que brota en el encuentro personal con Dios, ofrece al
creyente una nueva panorámica de su vida y le mueve a realizar una tarea fundamental: seguir las
huellas de su Señor. Aquí se manifiesta el carácter existencial y dinámico de la vida cristiana, que es
diálogo e intimidad, correspondencia al amor y, al mismo tiempo, una gran aventura, «la aventura de la
fe»
6.3.1. Ejemplos extraordinarios de una vida de fe
Abraham, «el padre de todos los creyentes»:
Abraham nació en Ur de los caldeos (al sur de Mesopotamia). Más tarde se marchó de esta ciudad, con
su padre, su mujer y otros familiares, y se estableció en Jarán (al noreste de Mesopotamia). Es aquí
donde se encontró con Dios. La primera vez que Dios le dirigió su palabra, le ordenó: «Sal de tu tierra, y
de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré». Y Abraham hizo lo que le mandaba
el Señor. Se puso en marcha sin saber adónde iba. El patriarca estaba dispuesto cuando le llegó la
llamada divina. Tomando su vida como una imagen, podemos constatar que él mismo había dado los
primeros pasos hacia Dios (desde Ur hasta arán); de alguna manera se había ido «preparando» para el
encuentro con el Señor.
Su camino le llevó, entonces, desde Ur de los caldeos y Jarán hasta Egipto; luego volvió a Negueb, y
finalmente se estableció en Canaán. Confiaba plenamente en Dios, que le protegía y le había hecho una
promesa: «Alza la vista desde el lugar en que estás y mira al norte, al sur, al este y al oeste. Toda la tierra
que ves te la daré a ti y a tu descendencia para siempre. Haré a tu descendencia como el polvo de la
El valor ejemplar de su «fe poderosa» puede resumirse en tres rasgos fundamentales que están ligados
estrechamente entre sí: la obediencia, la confianza y la fidelidad. Dios pide que el hombre le siga sin
comprender, algunas veces, las razones.

Con las palabras “Sal de tu tierra”, Dios manifiesta su deseo de que el patriarca deje todo lo que para
cualquier hombre es de importancia: la patria, la parentela y la casa.

Abraham escucha la llamada y la acepta plenamente. Con ello, lo arriesga todo: se queda sin hogar y
marcha hacia un futuro incierto, guiado sólo por la luz de su fe. La fe, ciertamente, es luz; pero se trata de
una luz especial. En cuanto respuesta a la Revelación del misterio de Dios, la luz de la fe incluye la
claridad que proviene de la Revelación y la oscuridad que caracteriza el misterio.

Abraham no ve; se dirige hacia una tierra que no conoce. Sigue a Dios, tal como Él quiere y adonde Él ha
determinado. Abraham sigue con firmeza, estabilidad y perseverancia las indicaciones divinas, incluso en
el momento de la prueba más tremenda de su vida, se mantiene fiel porque sabe, por experiencia propia,
que Dios es infinitamente bueno y omnipotente. Abraham cuenta con la fidelidad incondicional de Dios a
su alianza.
2. La correspondencia de María, culmen y plenitud de la fe:
En el momento decisivo de su vida y de la historia de la humanidad María acoge, con plena confianza, el
anuncio y la promesa que le trae el ángel Gabriel. Se abandona, como Abraham, en la omnipotencia
divina. «El fiat de María al ángel es su amén a la Revelación, a la invitación que personalmente se le ha
dirigido (...); al mismo tiempo es amén al proyecto que Dios ha dispuesto para la salvación de su pueblo».

María vive constantemente disponible para realizar los planes divinos.

María hace lo que Dios le pide. Su fe no vacila, ni siquiera en la mayor oscuridad.

La Madre de Dios nos muestra así que «todo es posible al que tiene fe», y que la confianza incondicional
en Dios puede incluso trasladar montañas.

La Iglesia venera en María la realización más perfecta de la obediencia en la fe. Esto no quiere decir que
la Virgen haya sido un instrumento pasivo en las manos de Dios. Al contrario, su entrega humilde y
obediente sólo fue posible gracias a una gran actividad espiritual que manifiesta, a su vez, libertad interior
y madurez. Pues sólo una persona que es «dueña» de sí misma, puede darse alegremente a los demás.

María no fue pasiva, sino receptiva; estuvo dispuesta a recibir los dones divinos.

María, en efecto, «revolucionó» el orden establecido y colaboró poderosamente en nuestra liberación.


6.3.2. «Creo en ti»
El poder transformador de la fe: En el encuentro con Cristo, el creyente se acerca a una nueva realidad
maravillosa que antes no sospechaba. Se le abre el misterio del amor divino, del Hijo hecho Hombre, de
Dios Trino y Uno, de la salvación.

El creyente es llamado a desprenderse de los presupuestos sobre cuya base ha vivido hasta el presente,
a «superar» sus propios criterios, sus esquemas mentales, sus formas de vida y costumbres, y atreverse
a marchar, como Abraham, a una «tierra desconocida». La fe (tomada en serio) implica un «riesgo»,
significa abandonar antiguas seguridades e implica un cambio radical de antiguos puntos de vista y
modos habituales de conducta.

«Entablar diálogo con Dios (dice Juan Pablo II) significa dejarse encantar y conquistar por la figura
luminosa de Jesús revelador y por el amor del Padre que le ha enviado. Y en esto precisamente consiste
la fe».

La psicología ha puesto de relieve que nuestros actos interiores nos forman y configuran más aún que la
situación exterior de nuestra vida. «Si quieres conocer a una persona, no le preguntes lo que piensa, sino
lo que ama». Creer en Dios es, en consecuencia, no sólo un acto personal, es también un acto
personalizante; ayuda a «crecer como persona» y llegar a ser «uno mismo», aquel a quien Dios ha
querido desde toda la eternidad.
2. Fe con obras: La fe comienza en lo más íntimo del hombre, pero no se queda allí. Según su propia dinámica
tiende a expresarse en obras exteriores que fluyen de ella y configuran toda la vida del creyente. Si faltan estas
obras (recuerda el Concilio Vaticano II) el poder transformador de la fe no alcanza verdaderamente su efecto.

La práctica cristiana, por otro lado, confirma la certeza de la fe. Cuando se obra la verdad es cuando se la
conoce realmente. Por esto, para crecer en la fe es necesario vivir de modo coherente con lo que Dios nos dice
en la Revelación.

6.3.3. «Creo - creemos»

1. La dimensión eclesial de la fe: Las fórmulas de las profesiones de fe de la Iglesia antigua son diversas.
Mientras en el Símbolo de los Apóstoles se dice “creo”, en el Símbolo de Nicea-Constantinopla, que tiene su
origen en los dos primeros Concilios ecuménicos, se confiesa “creemos”. Estas dos fórmulas no se contradicen;
al contrario, se complementan.

“Creo” significa que la fe es una opción libre, responsable e intransferible de cada hombre. “Creemos” expresa
que nadie puede creer por sí solo. El hombre no encuentra por sí mismo la Revelación de Dios, como si se
tratara de un hallazgo que es resultado de su búsqueda individual, sino que la recibe en el seno de la
comunidad de los creyentes. «Creer es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y
alimenta nuestra fe». Con la metáfora de la Iglesia Madre manifestamos que es la Iglesia a la que debemos la
vida de la gracia y es ella la que nos acoge y alimenta en la fe. Como Madre nuestra es, al mismo tiempo,
maestra de la fe. De ella aprendemos el «lenguaje» cristiano.
Todos los que creemos, somos Iglesia. En esta comunidad de creyentes, ciertamente, existen servicios y
tareas diferentes. Pero todos estamos llamados a arrimar el hombro a las cargas de los otros y a dar
(cada uno a su modo) testimonio de la fe y del amor de Dios.

Nadie se ha dado a sí mismo la fe, cada uno la ha recibido de quienes han creído antes que él. Asimismo,
nadie puede guardar la fe para sí solo. La misma dinámica de la fe conduce a transmitirla a otros.

2. El testimonio de la vida: En la entraña más profunda del mensaje cristiano, se encuentra la llamada a
extender el Evangelio a todos los hombres. Esta llamada no se «añade» a la invitación dirigida a cada
creyente para identificarse con Cristo, sino que la concreta.

Cada cristiano es llamado a ser testigo del amor y de la misericordia de Dios y a entregar su vida,
generosamente, en servicio a los demás. Su modelo es Cristo, que nos ha revelado el misterio divino más
profundo: Dios es aquel que se da por completo, aquel que se entrega sin reservas ni medidas, «hasta el
fin». E invita a sus amigos a hacer lo mismo.

En el seguimiento de Cristo no cabe, pues, el «hasta cierto punto». Quien da una respuesta a un amor
incondicional, no puede poner límites.
A veces se la ha comparado a una barca sacudida por el oleaje y los vendavales de la historia. Sin
embargo, los defectos de los cristianos, aunque sean muchos, nunca podrán provocar el hundimiento de
la barca, ya que, por encima de lo negativo está la promesa de la nueva Alianza.

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