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388 pages, Paperback
First published June 1, 1957
And then he used to say, but this a bit wearily, “you're sure to find skirts where you don't want to find them.” A belated Italian revision of the trite “cherchez la femme.” And then he seemed to repent, as if he had slandered the ladies, and wanted to change his mind. But that would have got him into difficulties. So he would remain silent and pensive, afraid he had said too much. What he meant was that a certain affective motive, a certain amount or, as you might say today, a quantum of affection, of “eros,” was also involved even in “matters of interest,” in crimes which were apparently far removed from the tempests of love. Some colleagues, a tiny bit envious of his intuitions, a few priests, more acquainted with the many evils of our time, some subalterns, clerks, and his superiors too, insisted he read strange books: from which he drew all those words that mean nothing, or almost nothing, but which serve better than others to dazzle the naive, the ignorant. His terminology was for doctors in looneybins.
The glinting eyes of the hereditary syphilitic (also syphilitic in his own right), the illiterate day-laborer's jaws, the rachitic acromegalic face already filled the pages of Italia Illustrata: already, once they were confirmed, all the Maria Barbisas of Italy were beginning to fall in love with him, already they began to invulvulate him, Italy's Magdas, Milenas, Filomenas, as soon as they stepped down from the altar: in white veils, crowned with orange blossoms, photographed coming out of the narthex, dreaming of the orgies and the educatory exploits of the swinging cudgel. The ladies, at Maiano or at Cernobbio, were already choking in venereal sobs addressed to the strengthener of Italy.
The Contessa, amid languid dirges, asked for a phial for sleep, for oblivion: for the vain arabesques, the bewilderments of dreams. Of the dream of not being. At Villa Porcina, under festoons of yellow ten-watt pears and drunken balloons, sweetly obese in the breathing and dying of every melody, the sorceress of the (perpetually) open snuffbox elicited at her scent the imminent swine, those who, at that philter, and that perfume, were to turn into snouted pigs, after having become eared-asses at the school: of the machiavellian club's hard knocks. Already the female pupils writhed, stark white except for the thicket triangle, from every austere veto of fathers, they wriggled in silent offering: which, from slow, restrained moorish saraband gradually was exalted to the trochaic rhythm of an estampida, where the resolute beating of the foot bestowed a fierce arsis on the floor: while the prompt erection and the shaking both of neck and head gave their hair back to the abyss, signifying the untamed pride both of the cervix and of the spirit, reiterated by the ta-ta-ta-tum of the castanets. Then as the aggression of the naked (but not for that hebefied) males broke into the chorus, the estampida was exacerbated to a sicinnis, to a dance simultaneously exozcizational: a swarm of frightened and bosomy nymphs pretended to abhor a herd of satyrs, to shield themselves and take shelter both with their hands and in flight towards their rubescent and fumigant thyrsi, already half-dazed, to tell the truth, by their excessive officiating: with their noses.
“… el doctor Ingravallo… sostenía que las inopinadas catástrofes no son nunca consecuencia o efecto, si se prefiere, de un motivo solo, de una causa en singular; antes son como un vórtice, un punto de presión ciclónica en la conciencia del mundo y hacia la cual han conspirado una porción de causales convergentes.”Varios motivos convergen y se enfrentan a la hora de calificar mi lectura de esta novela. Una novela que no sé cuántas veces he leído, cuatro, cinco, yo qué sé. Y no es que la haya vuelto a empezar tras terminarla, y así una y otra vez, no, madre mía, qué locura, es que cada párrafo del texto requiere un cortejo como de pretendiente antiguo y pertinaz. Y doy gracias a que ahora disponemos de este artilugio del móvil que nos facilita la búsqueda de significados, da igual el sitio en el que nos encontremos, la cama, el sofá o el asiento del autobús, lugares todos que yo frecuento en mis momentos de lectura, porque en otro caso me habría sido del todo imposible terminar la novela, qué digo terminarla, ir más allá de las diez primeras páginas: el autor muestra en cada párrafo una peregrina devoción por el undécimo sinónimo de cada palabra, ese pariente pobre que hay en cada familia sinonímica y al que ya nadie invita a comer por raro e impenetrable, y más de uno, y de dos, me huele a mí que tuvo que sacar de la tumba, a tenor del olor a rancio que despedía. Si creen que tienen un vocabulario extenso, leer a Gadda les será un verdadero ejercicio de humildad.
“Flor de presupuestos de quiero y no puedo, postrimer zollipo de las vísceras del vicesíndico por la soledad antelucana de un camino donde bóreas sibilando se despeña, de noche: o se relaja y extingue ábrego, a las tres noches.”La novela es todo estilo, todo voz, un torrente de palabras incontenible que con elevadísima frecuencia no siguen el orden al que uno está acostumbrado. La trama, mera excusa para desplegar un prolijo catálogo de referencias que mi pobre cultura no me permitió apreciar y un chorreo orgásmico de divagaciones acerca del más mínimo detalle de la vida de la Roma fascista de finales de los años 20 del pasado siglo (las vueltas que da la vida, ¿se dan cuenta?) en torno a una investigación policial de dos delitos ocurridos con pocas horas de diferencia en el 219 de la vía Merulana. La traducción, un trabajo casi tan esforzado y meritorio como su redacción original, la cual he leído por ahí que contiene una variedad de dialectos italianos imposible de trasponer a nuestro idioma sin hacer el ridículo más allá de la mezcla entre el habla culta y la barriobajera.
“Llamaron a un cerrajero, un verdadero don Juan de las cerraduras: traía un manojo de ganzúas con su piquito al final, y le bastaba hacerles cosquillas con una o con otra, y ya aquéllas se ponían que no lo resistían.”Una vez solucionado esos problemas que apunto, el (ab)uso del diccionario y una reordenación comprensible de las palabras —el tema de las referencias me sobrepasaba absolutamente—, la lectura queda una cosa apañá, añadiéndose al gusto de lo leído el sabor de la victoria sobre lo inicialmente oscuro y sin sentido. El problema es que esta lucha, presente casi en cada página, agota, tanto, que uno llega al final cansado y con el único propósito de disfrutar de un merecido reposo en un desenlace satisfactorio que esté a la altura de la batalla… pues bien, la historia es inconclusa… manda huevos.