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El Horror de Dunwich
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El Horror de Dunwich
Libro electrónico80 páginas1 hora

El Horror de Dunwich

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El horror de Dunwich (título original en inglés: The Dunwich Horror) es un relato corto escrito por H. P. Lovecraft en 1928 y publicada por Weird Tales en marzo de 1929. Transcurre en el pueblo ficticio de Dunwich, Massachusetts. Se lo considera una de las obras principales de los Mitos de Cthulhu.

IdiomaEspañol
EditorialBooklassic
Fecha de lanzamiento12 jun 2015
ISBN9789635230792
Autor

H. P. Lovecraft

Ubicado en Providence y descendiente de una familia burguesa, H. P. Lovecraft dio muestras desde muy joven de un carácter retraído y elitista. Aunque vivió unos años en Nueva York, donde se relacionó con otros escritores, y a pesar de que también cultivó la poesía y el ensayo, es sin duda conocido por su narrativa fantástica y de terror, que supo renovar dotándola de elementos novedosos, ligados a la ciencia ficción (con alienígenas, otras dimensiones o viajes en el tiempo). Publicó tres novelas y sesenta relatos, casi todos en la revista de género Weird Tales [“Cuentos inquietantes”] fundada en 1923. Se le considera hoy uno de los grandes maestros del horror.

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    El Horror de Dunwich - H. P. Lovecraft

    978-963-523-079-2

    Capítulo 1

    Cuando el que viaja por el norte de la región central de Massachusetts se equivoca de dirección al llegar al cruce de la carretera de Aylesbury nada más pasar Dean’s Corners, verá que se adentra en una extraña y apenas poblada comarca. El terreno se hace más escarpado y las paredes de piedra cubiertas de maleza van encajonando cada vez más el sinuoso camino de tierra. Los árboles de los bosques son allí de unas dimensiones excesivamente grandes, y la maleza, las zarzas y la hierba alcanzan una frondosidad rara vez vista en las regiones habitadas. Por el contrario, los campos cultivados son muy escasos y áridos, mientras que las pocas casas diseminadas a lo largo del camino presentan un sorprendente aspecto uniforme de decrepitud, suciedad y ruina. Sin saber exactamente por qué, uno no se atreve a preguntar nada a las arrugadas y solitarias figuras que, de cuando en cuando, se ve escrutar desde puertas medio derruidas o desde pendientes y rocosos prados. Esas gentes son tan silenciosas y hurañas que uno tiene la impresión de verse frente a un recóndito enigma del que más vale no intentar averiguar nada. Y ese sentimiento de extraño desasosiego se recrudece cuando, desde un alto del camino, se divisan las montañas que se alzan por encima de los tupidos bosques que cubren la comarca. Las cumbres tienen una forma demasiado ovalada y simétrica como para pensar en una naturaleza apacible y normal, y a veces pueden verse recortados con singular nitidez contra el cielo unos extraños círculos formados por altas columnas de piedra que coronan la mayoría de las cimas montañosas.

    El camino se halla cortado por barrancos y gargantas de una profundidad incierta, y los toscos puentes de madera que los salvan no ofrecen excesivas garantías al viajero. Cuando el camino inicia el descenso, se atraviesan terrenos pantanosos que despiertan instintivamente una honda repulsión, y hasta llega a invadirle al viajero una sensación de miedo cuando, al ponerse el sol, invisibles chotacabras comienzan a lanzar estridentes chillidos, y las luciérnagas, en anormal profusión, se aprestan a danzar al ritmo bronco y atrozmente monótono del horrísono croar de los sapos. Las angostas y resplandecientes aguas del curso superior del Miskatonic adquieren una extraña forma serpenteante mientras discurren al pie de las abovedadas cumbres montañosas entre las que nace.

    A medida que el viajero va acercándose a las montañas, repara más en sus frondosas vertientes que en sus cumbres coronadas por altas piedras. Las vertientes de aquellas montañas son tan escarpadas y sombrías que uno desearía que se mantuviesen a distancia, pero tiene que seguir adelante pues no hay camino que permita eludirlas. P asado un puente cubierto puede verse un pueblecito que se encuentra agazapado entre el curso del río y la ladera cortada a pico de Round Mountain, y el viajero se maravilla ante aquel puñado de techumbres de estilo holandés en ruinoso estado, que hacen pensar en un período arquitectónico anterior al de la comarca circundante. Y cuando se acerca más no resulta nada tranquilizador comprobar que la mayoría de las casas están desiertas y medio derruidas y que la iglesia —con el chapitel quebrado— alberga ahora el único y destartalado establecimiento mercantil de toda la aldea. El simple paso del tenebroso túnel del puente infunde ya cierto temor, pero tampoco hay manera de evitarlo. Una vez atravesado el túnel, es difícil que a uno no le asalte la sensación de un ligero hedor al pasar por la calle principal y ver la descomposición y la mugre acumuladas a lo largo de siglos. Siempre resulta reconfortante salir de aquel lugar y, siguiendo el angosto camino que discurre al pie de las montañas, cruzar la llanura que se extiende una vez traspuestas las cumbres montañosas hasta volver a desembocar en la carretera de Aylesbury

    Una vez allí, es posible que el viajero se entere de que ha pasado por Dunwich.

    Apenas se ven forasteros en Dunwich, y tras los horrores padecidos en el pueblo todas las señales que indicaban cómo llegar hasta él han desaparecido del camino. No obstante ser una región de singular belleza, según los cánones estéticos en boga, no atrae para nada a artistas ni a veraneantes. Hace dos siglos, cuando a la gente no se le pasaba por la cabeza reírse de brujerías, cultos satánicos o siniestros seres que poblaban los bosques, daban muy buenas razones para evitar el paso por la localidad. Pero en los racionales tiempos que corren —silenciado el horror que se desató sobre Dunwich en 1928 por quienes procuran por encima de todo el bienestar del pueblo y del mundo— la gente elude el pueblo sin saber exactamente por qué razón. Quizá el motivo de ello radique —aunque no puede aplicarse a los forasteros desinformados— en que los naturales de Dunwich se han degradado de forma harto repulsiva, habiendo rebasado con mucho esa senda de regresión tan común a muchos apartados rincones de Nueva Inglaterra. Los vecinos de Dunwich han llegado a constituir un tipo racial propio, con estigmas físicos y mentales de degeneración y endogamia bien definidos. Su nivel medio de inteligencia es increíblemente bajo, mientras que sus anales despiden un apestoso tufo a perversidad y a asesinatos semiencubiertos, a incestos y a infinidad de actos de indecible violencia y maldad. La aristocracia local, representada por los dos o tres linajes familiares que vinieron procedentes de Salem en 1692, ha logrado mantenerse algo por encima del nivel general de degeneración, aunque numerosas ramas de tales linajes acabaron por sumirse tanto entre la sórdida plebe que sólo restan sus apellidos como recordatorio del origen de su desgracia. Algunos de los Whateley y de los Bishop siguen aún enviando a sus primogénitos a Harvard y Miskatonic, pero los jóvenes que se van rara vez regresan a las semiderruidas techumbres de estilo holandés bajo las que tanto ellos como sus antepasados nacieron y crecieron.

    Nadie, ni siquiera quienes conocen los motivos por los que se desató el reciente horror, puede decir qué le ocurre a Dunwich, aunque las viejas leyendas aluden a idolátricos ritos y cónclaves de los indios en los que invocaban misteriosas figuras provenientes de las grandes montañas rematadas en forma de bóveda, al tiempo que oficiaban salvajes rituales orgiásticos contestados por estridentes crujidos y fragores salidos del interior de las montañas. En 1747, el reverendo Abijah Hoadley, recién incorporado a su ministerio en la

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