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El que susurra en la oscuridad
El que susurra en la oscuridad
El que susurra en la oscuridad
Libro electrónico112 páginas2 horas

El que susurra en la oscuridad

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Información de este libro electrónico

Con el afán de satisfacer su curiosidad, Albert Wilmarth indaga sobre una serie de avistamientos y apariciones de seres deformes en una zona que fue afectada por terribles inundaciones. El encuentro con un habitante de la zona que tiene más pistas al respecto hace que ambos encuentren la horrorosa verdad: los avistamientos son reales y corresponden a una raza extraterrestre que tiene habilidades únicas con el cerebro humano.
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Cõ
Fecha de lanzamiento10 dic 2020
ISBN9786074573619
El que susurra en la oscuridad
Autor

H.P. Lovecraft

H.P. Lovecraft (Estados Unidos, 1890 – 1937)  es uno de los grandes pioneros de la ciencia ficción y de terror de la historia. Difundió sus relatos a través de revistas y sólo después de su muerte aparecieron en forma de volúmenes. Entre sus obras destacan: El modelo de Pickman, La casa encantada o En las montañas de la locura.

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    El que susurra en la oscuridad - H.P. Lovecraft

    Portada

    El que susurra en la oscuridad

    Editorial

    El que susurra en la oscuridad (1930)

    H. P. Lovecraft

    Editorial Cõ

    Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

    [email protected]

    Edición: Diciembre 2020

    Imagen de portada: Below, I Saw the Vaporous Contours of a Human Form (1896) by Odilon Redon. Original from The MET museum. Digitally enhanced by rawpixel.

    Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

    Índice

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    I

    Tengan muy presente que en último término no presencié ningún horror visual. Decir que una conmoción mental fue la causa de lo que deduje — aquella última gota que me hizo escapar de la solitaria granja de Akeley y lanzarme, en plena noche, por las desoladas montañas de Vermont en un vehículo requisado—, no es sino querer ignorar los hechos más palmarios de mi experiencia final. No obstante las cosas tan fascinantes que tuve ocasión de ver y oír y la imborrable huella que en mí dejaron, ni siquiera hoy puedo afirmar si estaba o no equivocado por lo que respecta a mi horrible deducción. Ya que, después de todo, la desaparición de Akeley no prueba nada. No se encontró algo anormal en su casa a pesar de las huellas de proyectiles que había dentro y fuera de ésta. Daba la impresión de que hubiera salido a dar una vuelta por las montañas y, por algún motivo desconocido, no hubiera regresado. No había la menor indicación de que alguien hubiera pasado por allí, ni de que aquellos horribles cilindros y máquinas hubieran estado almacenados en el estudio. Que Akeley profesara un temor reverencial hacia las verdes y abigarradas montañas y los innumerables cursos de agua entre los que había nacido y se había criado, tampoco quería decir nada en absoluto, pues se cuentan por millares las personas sujetas a tan morbosas aprensiones. La extravagancia, además, podía contribuir a explicar los extraños actos y recelos en que incurrió hacia el final.

    Todo comenzó, por lo que a mí respecta, con las históricas, y hasta entonces jamás vistas, inundaciones de Vermont del 3 de noviembre de 1927. Por aquel entonces era yo, al igual que sigo siendo hoy, profesor de Literatura en la Universidad de Miskatonic, en Arkham, Massachusetts, y un entusiasta aficionado al estudio del folclore de Nueva Inglaterra. Poco después de la inundación, entre los numerosos reportajes sobre calamidades, desgracias y auxilios organizados que llenaban las páginas de los periódicos, apareció una serie de extrañas historias acerca de objetos que se encontraron flotando en algunos de los desbordados ríos. En ellas hallaron oportunidad muchos de mis amigos para enfrascarse en curiosas polémicas, y acabaron recurriendo a mí, confiando en que podría aclararles algo al respecto. Me sentí halagado al comprobar en qué medida se tomaban en serio mis estudios sobre el folclore, e hice lo que pude por reducir a su justo término aquellas infundadas y confusas historias que tan genuinamente parecían tener origen en las antiguas supersticiones populares. Me divertía mucho encontrar a personas cultas convencidas de que debía haber algo de misterioso y perverso en el fondo de aquellos rumores.

    Las leyendas que atrajeron mi atención procedían en su mayor parte de lectores de periódicos, aunque una de aquellas increíbles historias tenía una fuente oral y a un amigo mío se la reprodujo su madre en una carta que le envió desde Hardwick, Vermont. Lo que se describía en ellas era, en esencia, lo mismo, aunque parecía haber tres variantes: una estaba relacionada con el río Winoski, cerca de Montpelier; otra tenía que ver con el río West, en el condado de Windham, allende Newfane; y una tercera se centraba en el Passumpsic, condado de Caledonia, al norte de Lyndonville. Desde luego, muchos de los artículos hacían referencia a otros ejemplos, pero en última instancia todos parecían reducirse a estos tres. En todos los casos, los campesinos afirmaban haber visto uno o más objetos muy extraños y desconcertantes en las agitadas aguas que bajaban de las poco frecuentadas montañas, y había una acusada tendencia a relacionar aquellas visiones con un primitivo y semiolvidado ciclo de leyendas tradicionales que los ancianos revivían para el caso en cuestión.

    Lo que la gente creía ver eran formas orgánicas muy distintas a cualesquiera otras vistas con anterioridad. Naturalmente, en aquel trágico periodo los ríos arrastraban muchos cadáveres de seres humanos. Ahora bien, quienes describían aquellas extrañas formas estaban convencidos de que no se trataban de seres humanos, a pesar de algunas aparentes semejanzas en tamaño y aspecto general. Tampoco, decían los testigos, podían ser las de ningún animal conocido en Vermont. Eran objetos rosáceos de un metro y medio de largo, con cuerpos revestidos de un caparazón provisto de grandes aletas dorsales o alas membranosas y varios pares de patas articuladas, y con una especie de intrincada forma elipsoide, cubierta con infinidad de antenáculos, en el lugar en que normalmente se encontraría la cabeza. Resultaba curioso hasta qué punto coincidían los relatos de las diferentes fuentes, aunque en parte se explicaba por el hecho de que las antiguas leyendas, difundidas en otro tiempo por toda la montañosa comarca, aportaban un cuadro morbosamente vivido que podía muy bien teñir la imaginación de los testigos implicados. De lo que deduje que los testigos —todos ellos personas sencillas e ingenuas de comarcas escasamente pobladas— habían vislumbrado los destrozados y abotagados cadáveres de seres humanos y animales domésticos en las turbulentas aguas, y el recuerdo latente de las antiguas leyendas los había llevado a revestir de atributos fantásticos a aquellos cadáveres dignos de la mayor compasión.

    Dichas leyendas, aun cuando nebulosas, ambiguas y en gran medida olvidadas por las actuales generaciones, tenían rasgos muy singulares y, sin duda, reflejaban la influencia de primitivos relatos tradicionales indios. Era algo que, aunque jamás había estado en Vermont, conocía bien gracias a la curiosísima monografía de En Davenport, en la que se recopila material de la tradición oral recogido con anterioridad a 1839 entre las personas más ancianas del estado. Este material, por otro lado, coincide casi con puntualidad con historias que he escuchado personalmente de boca de los ancianos campesinos de la región montañosa de New Hampshire. De manera breve y resumidas, hacían referencia a una raza oculta de monstruosos seres que habitaban en algún perdido lugar de las más remotas montañas, en los densos bosques de las más altas cumbres y en los sombríos valles bañados por cursos de agua de origen desconocido. Rara vez eran avistados estos seres, pero había testimonios de su presencia, aportados por quienes se habían adentrado más allá de lo normal en las vertientes de determinada montaña o aventurado en las profundidades de determinados barrancos que hasta los lobos rehuían.

    En el limo depositado a orillas de los arroyos y en los terrenos yermos había extrañas huellas, las cuales no podía decirse si eran de pies o de zarpas, y unos curiosos círculos de piedras, con la hierba arrancada a su alrededor, que no parecían haber sido colocados allí ni configurados por la acción de la naturaleza. También había cuevas de dudosa profundidad en las laderas de las montañas, cuyas bocas de acceso estaban cerradas por grandes piedras dispuestas de forma nada casual y con más extrañas huellas de lo normal, las cuales se encaminaban tanto hacia el interior como hacia el exterior de la cueva... en el supuesto de que su dirección pudiera determinarse con exactitud. Y lo peor de todo era lo que algunas personas arriesgadas habían visto, ocasionalmente a la luz del crepúsculo, en los más remotos valles y en los frondosos y empinados bosques por encima de los límites normales de ascensión.

    Todo habría resultado menos alarmante si los relatos aislados de tales acontecimientos no hubieran coincidido en tal grado. En efecto, la mayoría de los rumores que circulaban tenían algo en común, ya que sostenían que aquellas criaturas eran una especie de grandes cangrejos de color rojizo, con muchos pares de patas y dos grandes alas como de murciélago en medio del lomo. Unas veces caminaban sobre todas sus patas, y otras sólo sobre el par trasero, utilizando las restantes para transportar grandes objetos de naturaleza desconocida. En cierta ocasión fueron vistos en crecido número, al tiempo que un destacamento suyo vadeaba, de tres en línea en formación prácticamente militar, una corriente de agua poco profunda que discurría entre frondosos bosques. Una noche se vio a uno de aquellos seres volando, tras arrojarse de la cima de una colina pelada y solitaria, y desaparecer en el cielo después que sus grandes alas batientes reflejaron por un instante su silueta contra la luna llena.

    Aquellos seres no parecían tener, por

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