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Hasta el viento puede cambiar de piel
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Hasta el viento puede cambiar de piel
Libro electrónico170 páginas2 horas

Hasta el viento puede cambiar de piel

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En un pueblo del desierto varios habitantes han desparecido sin dejar pista. Lo único que relacionan todos los casos de los aldeanos extraviados es que son mujeres. ¿Será por eso que los hombres del lugar no parecen tener interés en desentrañar el enigma? En un sitio donde las mujeres tienen cualidades "especiales", Ivón es la única esperanza para descubrir qué hay detrás de todo el misterio. Ella quiere acabar con las desapariciones, y con la ayuda de sus amigos tendrá que enfrentarse a personajes y fuerzas oscuras.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento15 sept 2015
ISBN9786072410343
Hasta el viento puede cambiar de piel

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    Hasta el viento puede cambiar de piel - Javier Malpica

    1

    CÓMO ME GUSTARÍA DESAPARECER. Desaparecer y no dejar rastro. Si mañana mamá me llamara como todos los días para ir a la escuela —primero con el pensamiento y luego con la voz—, y nadie respondiera, si tocara a la puerta de mi cuarto y siguiera sin obtener respuesta, si entrara, y ya muy enojada, me gritara: Ivón, Ivón, qué no oyes que te estoy hablando, ya es tardísimo, se acercara a mi cama y sólo encontrara las cobijas revueltas, y al tocarlas sintiera que no estoy, entonces se daría cuenta de que algo grave me había pasado y que tal vez me había perdido (y no como aquellos aretes que extravió y encontró entre los cojines del sofá, a mí me habría perdido) para siempre. Después de unos segundos, se pondría a pensar por qué yo no estaba ahí. Encontraría una nota que yo le habría dejado, ahí, junto al buró de la cama, una hoja de papel que diría: Mamá, ayer que me pegaste, me castigaste sin cenar y me ordenaste encerrarme en mi habitación, no dejé de llorar por cuatro horas, y no porque no me guste estar en mi cuarto o porque tuviera mucha hambre, sino porque fuiste muy injusta conmigo. Yo no tiré el tendedero, fue el gato de los vecinos que jaloneó tu falda y echó al suelo toda la ropa limpia. Pero tú no me quisiste escuchar y preferiste castigarme injustamente. Me siento peor que un criminal de la más baja clase, por eso me voy. Vagaré por el mundo hambrienta y sin abrigo, sufriendo el maltrato del sol y la lluvia. Comeré las migajas que la gente compadecida por mi aspecto de niña flaca y sucia me dé, pero no te sientas mal, yo no te guardaré rencor; sufriré, es cierto, pero sobreviviré a pesar de todo. Gracias por los once años de vida que me diste, me gustaría podértelos pagar, también me gustaría pagarte el jarrón ese que tanto querías y que tiré con mi cuerda de saltar, pero no va a ser posible, porque jamás me volverás a ver. Es inútil que me busques, ya que he desaparecido para siempre. Me iré a donde ni siquiera tus pensamientos me alcanzaran. Hasta nunca. Tu hija (que nunca tiró el tendedero), Ivón. Algunas lágrimas, que con cuidado habría llorado sobre la nota, emborronarían la tinta de varias palabras para comprobar mi dolor. Terriblemente preocupada, mi mamá lanzaría su voz con el pensamiento para intentar alcanzarme: Ivón, ya estoy harta de tonterías, regresa. Sabiendo que eso no bastaría, me buscaría en la casa de mi amiga Laura-Tania, pero ella sólo le diría que yo me había desvanecido en el aire, entonces iría a la policía y le pediría ayuda a los bomberos y a todas sus amigas para que me buscaran por las calles, el desierto y todos los rincones del pueblo y la ciudad. Le pediría a la tía de Mario que siguiera el olor de mi cabello, pero yo ya me lo habría cortado y lo habría enterrado en algún lugar del camino. Nadie me encontraría jamás. Entonces los vecinos llorarían por mí y dirían realmente desapareció, no la veremos más. Y todos se arrepentirían de nunca haberme comprado helados por el puro placer de verme feliz; se lamentarían de nunca haberme apreciado lo suficiente. Llorarían al mirar mis fotos y al recordar la maravillosa niña que fui con cada uno. Tanto me extrañarían que tal vez hasta le pondrían mi nombre a una de las calles de la capital.

    Todo eso estaba pensando ese día que mi mamá me castigó. Y como sí era cierto lo del gato, la verdad es que estuve a punto de tomar ropa y comida, meterla en mi mochila y convertirme en 10una vagabunda, pero después de llorar mucho (una media hora, la verdad es que nadie, ni queriendo, puede llorar cuatro horas), como que me sentí mejor, y cuando mi prima Érika me llevó una pieza de pan, pues la verdad casi hasta volví a sonreír y me di cuenta de que estaba exagerando y que mis pensamientos (sobre todo los de la carta) habían sido más ridículos que los de la peor telenovela de la tarde. Entendí que aunque me fuera a Plutón, nadie inauguraría la Avenida Ivón Villarreal tan sólo por que me hubiera ido. Y hasta me puse a pensar que en realidad yo tenía un poco de culpa con lo del asunto del tendedero, ya que mi mamá me había dicho (dos horas antes de que el gato lo tirara) que recogiera la ropa.

    Esa no fue la primera vez que me había imaginado que desaparecería y que todos llorarían mi pérdida. Lo pensé el martes cuando en la escuela el bruto del Bicho me tendió la trampa del dibujo e hizo que me suspendieran dos días, también cuando mi amiga Laura-Tania y yo nos peleamos y juramos nunca volvernos a hablar en nuestra vida, y cuando mi prima no me quiso llevar con ella de viaje sólo porque decía que yo estaba muy chica. Y siempre me imaginaba a todos tristes, vestidos de negro y llevando flores a una tumba donde mi cuerpo no estaría, porque jamás me habían encontrado. Los veía a todos mirando por la ventana esperando mi regreso, creyendo escuchar, en el viento que venía del desierto, mi voz diciendo que pronto regresaría.

    Quién sabe qué lo hace a uno imaginarse esas cosas, lo cierto es que siempre lo hacemos cuando nos castigan o sentimos que nadie nos quiere. También es cierto que siempre se le pasan a uno esos pensamientos tan macabros después de un rato: cuando tu mamá cree que estás dormida y te da un beso en la frente o cuando toca a tu puerta alguna amiga invitándote a jugar. Entonces te das cuenta de que después de todo hay mucha gente que de verdad te quiere.

    Pero ese sábado me acordé de todos esos deseos de desaparecer porque justo acababa de pasar de verdad. Y no fue nada agradable.

    El viernes por la noche, la señora Lulú... desapareció.

    2

    —DICEN QUE FUE A LA CIUDAD a vender sus flores, y que dos mujeres la vieron tomar el camión que la traería hasta acá. Pero que simplemente no llegó hasta su casa de lámina, ¿tú crees? —contó Tania, con un tono misterioso y susurrante. Siempre hablaba como si fuera una mujer mayor chismorreando un terrible secreto de familia.

    —Mamá estuvo llamándola con el pensamiento todo el día de ayer. Le pedía que se comunicara, pero hasta ahora, nada —comenté.

    —Tal vez no hay teléfono donde está.

    Habían pasado ya dos días del día en que a la señora Lulú ya no se le veía recorrer las calles con su carrito de supermercado y rodeada de perros, y me hubiera gustado saber qué pensaba Laura, pero ese lunes de escuela, Tania tenía el turno para ocupar el cuerpo que las dos compartían.

    Tania era muy simpática, le gustaba mostrar sus dientes cuando sonreía y todo el tiempo lo estaba haciendo. Cuando contaba algo, movía tanto sus manos que cualquiera pensaría que estaba hablando con señas a un sordomudo. Conmigo jugaba a los encantados y a veces a superheroínas contra supervillanas. Le gustaba abrazar a todo mundo y era la única niña que conocía a quien le encantaba ver la lucha libre en la televisión. Por otro lado, Laura apenas movía su cuerpo con elegancia cuando caminaba o se sentaba, parecía una princesa de Hungría (o de un lugar de esos), su sonrisa era apenas una línea curva de labios apretados, hablaba poco, pero siempre decía cosas muy interesantes. Le encantaba leer, sobre todo las historias de Sherlock Holmes y un detective francés llamado Hércules. Con ella me gustaba platicar, jugar damas chinas, y también pasar horas con un juego de mesa conocido como los investigadores privados. Laura-Tania, las dos eran mis mejores amigas, y aunque tuvieran la misma cara y el mismo cuerpo, siempre había considerado más inteligente a Laura. En ese momento se me ocurrió que tal vez ella tuviera alguna idea de lo ocurrido, así que le pregunté a Tania:

    —¿Y sabes qué piensa Laura?

    —¿Por qué siempre me preguntas por Laura? ¿No estás a gusto conmigo?

    Había olvidado lo sensible que era Tania, sobre todo cuando se hablaba de Laura, así que tuve que decirle:

    —Claro que no, tú sabes que te quiero mucho.

    —Bien sabes que estamos peleadas. ¿Cómo voy a saber qué piensa, amiga?

    —Está bien, no te enojes. Como a ella le gusta mucho leer cuentos de detectives, pensé que tendría alguna idea.

    —Ya dejen de pelearse —nos interrumpió Mario, justo a tiempo de evitar que Tania hiciera una rabieta.

    Mario era mi mejor amigo. Siempre tenía su cabello como el de esos personajes de las películas a quienes les explota algo en la cara y les deja el cabello chino, despeinado y alborotado. No le gustaba el futbol ni los deportes, como a los demás niños, pero le encantaba dibujar y lo hacía muy bien (aunque se la pasara dibujando cosas rarísimas como vampiros con cuatro brazos y dragones con cuerpo de caballo). Se llevaba muy bien con Laura, pero con Tania siempre estaba peleando. Y pensándolo bien, Mario no sólo era mi mejor amigo hombre: era mi único amigo, porque no se comportaba con las niñas como si se sintiera superior como lo hacían los otros niños. Tal vez se debía a que vivía con tres hermanas, tres tías y una abuela, y me imaginaba que entre todas lo habían enseñado a portarse bien con las mujeres. Él todavía le comentó a Tania:

    —La verdad me parece ridículo que tú y Laura se peleen.

    —El viernes se puso a leer toda la noche y yo quería ver una película —dijo ella cruzando los brazos caprichosamente.

    Yo intervine:

    —Pues sí, pero el viernes era su día.

    —Pero era una película de vampiros, y sólo pasaba el viernes.

    Mario de pronto se quedó rígido y casi podía hasta jurar que se puso tan blanco como quien cree ver a un fantasma entrar por la ventana de su cuarto.

    —¿Y no habrá sido un vampiro el que se llevó a la señora Lulú?

    A Mario le encantaba no sólo dibujar sino hablar de todas esas cosas relacionadas con monstruos y seres de ultratumba. Y desgraciadamente para mí, a Tania también le gustaba. Esa era la única cosa de la que podían hablar los dos sin estarse peleando, bueno, casi la única cosa:

    —No seas tonto, Mario. Los vampiros sólo se llevan a las mujeres bellas y jóvenes.

    —Pero había luna llena el viernes, tarada.

    Entonces me sentí obligada a intervenir:

    —Los vampiros son cosa de las películas, no sean bobos.

    Me apena decir que nos pusimos a discutir todavía un rato si podía o no haber sido el conde Drácula en persona quien se hubiera llevado a la señora Lulú. El tonto de Mario llegó al punto de suponer que la señora bien pudo haber sido secuestrada por el mismísimo Hombre Lobo.

    Yo tuve que poner un poco de inteligencia a toda esa discusión:

    —El Hombre Lobo la habría defendido si alguien la hubiera querido tocar. La señora Lulú se llevaba muy bien con los perros, Mario, recuérdalo.

    Entonces Tania retomó su murmuración, mirando hacia ambos lados del pasillo donde nos encontrábamos, y habló, colocándose la mano a un lado de la boca, como temiendo que sus palabras se escurrieran hasta los oídos de los niños que jugaban en el patio de la escuela:

    —¿Se han fijado cómo han aullado los perros todas las noches?

    Los tres nos pusimos serios y nos recargamos en el respaldo de la banca en la que estábamos sentados, sin mirarnos por un momento, entendiendo lo que acababa de decir mi amiga. Era cierto. Incluso la noche de la desaparición de la señora, los perros del pueblo aullaron con tristeza, como si fueran coyotes añorando la luna.

    Parecía que los collies, los labradores y los dobermann sabían de la desaparición de la señora Lulú y ahora la extrañaban. Y es que no era raro. Ella era la única que los escuchaba y los entendía, por eso hasta los perros callejeros

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