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La Ciudad de las Esfinges
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Libro electrónico168 páginas3 horas

La Ciudad de las Esfinges

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Theodore Farraday, uno de los mejores mayordomos de Londres, viaja con su patrón a Kenia, para acompañarlo a practicar su deporte: la caza de animales. Allí su patrón tuvo un desafortunado accidente al intentar cazar rinocerontes y fue aplastado por dos de ellos. Farraday quedó a salvo gracias a la ayuda de dos cazadores. Envió a su patrón a un sanatorio y cuando había decidido regresar a su tranquilo apartamento en Londres, fue contratado como mayordomo por sus salvadores. Los salvadores eran dos niños de menos de trece años, Diana y Aquiles Astorga. Farraday acompaña a sus nuevos patrones a un extraño evento al que son invitados los más destacados cazadores, investigadores, domadores, coleccionistas y expertos en animales; pues un millonario apasionado de la caza, que había muerto, dejó su herencia al que demostrara ser el mejor cazador del mundo. Para otorgar la herencia, se organizó un concurso donde el ganador sería el que cazara la presa más rara con el método más original. A partir de este evento Diana, Aquiles, Farraday y el señor Udo van en busca de Adam Bayard, un viejo profesor jubilado quien asegura tener las pruebas que demuestran que el ser humano no es el único animal racional sobre la tierra. Así emprenden un largo viaje a la zona prohibida en Lo Matang, Nepal, para intentar cazar un demonio con supuesta inteligencia. Farraday, Diana, Aquiles, el señor Udo y el profesor Bayard son cazados, maltratados y sometidos a cautiverio como animales en la Ciudad de las Esfinges. Primero llegan a un mercado en el que los venden para distintos fines: a Diana y al profesor los ponen en engorda para que sirvan como alimento; a Aquiles, por su conducta violenta, para trabajos forzados, al señor Udo para que actúe en un circo y a Farraday como la mascota de una niña lemuria. Farraday logra escapar y se auxilia de un investigador lemurio, llamado Eewon, para hacer un juicio y demostrar que los seres humanos son inteligentes; sin embargo, al ver que el jurado cambiará su veredicto deciden escapar junto con Eewon. Finalmente, después de regresar de la Ciudad de las Esfinges, se presentan al concurso y ganan el premio por haber cazado al lemurio. Pero, al igual que a ellos les sucedió, los humanos no aceptan que haya otros animales inteligentes.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento15 sept 2015
ISBN9786072400481

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    Como siempre, Jaime Alfonso Sandoval no decepciona. Esta vez con una historia de una problemática muy actual: la sobrevaloración del hombre por encima de cualquier otra criatura. Ojalá algún día entendamos que el mundo es de todos y tenemos la responsabilidad de respetarnos unos a otros. MIentras tanto, qué mejor que una buena historia para reflexionar.

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La Ciudad de las Esfinges - Jaime Alfonso Sandoval

La ciudad de las Esfinges

Jaime Alfonso Sandoval

Rinocerontes y fresas silvestres

MI NOMBRE es Theodore Farraday y soy mayordomo, de los mejores, lo puedo asegurar. Tengo un amplio conocimiento en vinos, licores y alta cocina, incluidas recetas exóticas como cabecitas de codorniz al jerez y más de doscientas variedades de bocadillos para acompañar el té. En cuestión de servicio, soy insuperable: puedo cubrir todas las necesidades domésticas, desde una discreta cabaña hasta la mansión más palaciega. Además, soy experto en asuntos de etiqueta, conozco la vestimenta perfecta para jugar criquet en una tarde nublada y manejo con ojos cerrados los catorce cubiertos de una distinguida mesa.

Y no es presunción, pero todos mis conocimientos están respaldados por el linaje. Provengo de una importante familia especializada en el servicio doméstico. Mis antepasados han servido por años a las mejores y más respetables familias del mundo, empezando con mis tatarabuelos miss Mary y míster Nelson Farraday, quienes trabajaron en la corte de los Windsor como lacayos personales, hasta terminar con mi madre, Helen Farraday, que trabajó como dama de compañía en la vejez de Amalia Carlota, la desdichada emperatriz de México. Toda la familia se ha distinguido por su desempeño y fidelidad. Siempre cumplimos con nuestros deberes y acompañamos a nuestros amos hasta el fin, así sea el fin del mundo.

Fui entrenado en la más prestigiosa escuela para mayordomos, la British School of Domestic Service, en Londres. Ingresé a la edad de seis años y a los doce salí con mención honorífica y primer lugar en las materias de servicio de mesa, etiqueta avanzada, manejo de tenedores y cucharillas (obtuve una medalla por el mejor servicio de langosta de mi generación).

En cuanto me gradué conseguí empleo como asistente de cámara del mariscal Rupert Sanders, y me enorgullezco de haber cumplido al pie de la letra con mis obligaciones. Incluso durante la Gran Guerra, nunca dejé de servir el té, así estuviésemos en campaña o en medio de un ataque de cloro gaseoso. Yo tenía que atravesar el campo de batalla con una tetera en la mano, una taza de porcelana y dos terroncitos de azúcar para el mariscal, que estaba escondido en la trinchera esperando su té de canela.

Durante mi carrera serví a los patrones más extravagantes, como Charlie Wong, un escapista mandarín, que tomaba un vaso de vinagre cada mañana. Era tan bueno que en uno de sus trucos consistente en sumergirse en una piscina rellena con flan de vainilla desapareció (con todo y mi sueldo). Nunca se le volvió a ver.

Más adelante, fui el sirviente personal de una excéntrica millonaria, Dora Woolrich, dueña de siete minas de plata; era tan avara que se vestía con papel periódico y bolsas de pan. Al morir, dejó todo su dinero a la sociedad protectora de ratones callejeros.

Pero de todos mis empleos el más extraordinario fue, sin duda, la gran temporada en que serví para los hermanos Astorga, cazadores de abolengo y locos por afición.

Conocí a los Astorga una mañana especialmente turbulenta en Kenia. Era un verano tórrido, tan seco que por las noches los hipopótamos entraban en las ciudades buscando agua de las fuentes públicas, donde los esperaban los francotiradores listos para cazarlos. Suena bastante cruel, pero así eran las cosas en temporada de caza.

Como cada verano, al proclamarse la apertura de la veda, medio millar de cazadores de todo el mundo llegaba al Parque Nacional de Tsavo, en Kenia. Venían emocionados, buscando agregar un trofeo más a su colección. Los colmillos del cerdo montaraz eran muy codiciados en ese año, casi tanto como la piel de elefante (estaba de moda convertirla en maletas).

En esa ocasión trabajaba para Lord Halifax, un cazador de rinocerontes. Y aunque en ese entonces yo ya no era ningún jovencito, me desempeñaba todavía muy bien como asistente de cámara y ayudante de caza, limpiando las armas y haciéndome cargo del equipaje en medio de las tormentas de arena.

Lord Halifax tenía muy mala vista. Inicialmente comenzó con presas menores: patos, perdices y tórtolas; pero al empeorar su visión tuvo que elegir algo más grande como los zorros y liebres, para más tarde pasar a los venados. Finalmente, cuando no lograba distinguir nada más allá de los tres metros, decidió cazar rinocerontes. Lord Halifax se hubiera ahorrado todos esos problemas con ponerse anteojos, pero era tan vanidoso que no permitió que nada estropeara su exquisito perfil griego.

Ese día nos encontrábamos en plena sabana africana, con un calor de cuarenta y siete grados a la sombra. Después de tres horas y media de recorrido sobre la desértica región, localizamos a un espléndido grupo de rinocerontes blancos recostados plácidamente en una charquita de lodo.

Lord Halifax entrecerró sus débiles ojos, tomó su rifle y comenzó a disparar. Todos los tiros fallaron. Por aquí le pegó a un arbusto, más allá le dio al suelo y el resto de la carga la disparó contra el cielo. Los rinocerontes, asustados por el ruido, comenzaron a correr. Estos animales son conocidos por su pésima vista, cosa que comprobé en ese momento, cuando en su terror comenzaron a correr hacia nosotros.

—¿Maté alguno?—preguntó el lord.

—Me temo que no —respondí—, pero deberíamos apartarnos. Vienen para acá.

—¡Qué suerte! —exclamó mi patrón—. Así los tendré más cerca. Dame el arma de repuesto y quédate a mis espaldas.

Como mayordomo uno nunca debe rechistar ni andar con titubeos, así que cumplí la orden. El lord tenía la esperanza de que si los rinocerontes se acercaban a menos de tres metros podía despacharles algún tiro y, de paso, salvar nuestras vidas.

Desgraciadamente todos los tiros fallaron de nuevo. El estruendo sólo asustó más a los paquidermos, que arreciaron su carrera y levantaron los cuernos listos para embestir lo que se cruzara en su camino. Al verlos de frente, comprendí que mi vida llegaba a su fin. Confieso que sentí un poco de desilusión por morir de forma tan ridícula. Pero antes de que alcanzaran a tocarme, sucedió un milagro: el rinoceronte que llevaba la delantera se derrumbó junto con otro más que le seguía, tropezaron con ellos un par de animales y uno pequeño, que parecía escapar, se dobló quedando boca arriba.

En un santiamén los cinco rinocerontes yacían en tierra formando un nudo de patas, cuernos y rabos. El olor a pólvora impregnaba el ambiente. No alcancé a recuperarme cuando escuché una voz a mis espaldas.

—¿Están bien?

Me di la vuelta pero no vi a nadie, sólo la llanura y tres arbolillos.

—Aquí, arriba —dijo la voz.

Entonces miré la copa de uno de los árboles; fue una visión bastante peculiar. Sujetos a una gran rama se encontraban dos cazadores. Ambos sostenían entre las manos unas enormes escopetas con los cañones todavía humeando. Al parecer eran un hombre y una mujer, y digo al parecer porque estaban vestidos de forma extraña, envueltos en bolsas de color rojo brillante. Tenían la cara pintada del mismo tono y usaban sombrero con hojas de terciopelo verde.

Evidentemente estaban disfrazados, lo cual no es raro: el disfraz es una práctica común entre los cazadores para confundirse con el paisaje. Lo sorprendente en este caso era que estaban vestidos de fresas silvestres, elección un poco extravagante considerando que en toda Kenia no existen las fresas silvestres.

De los otros dos árboles bajó un grupo de ayudantes, también disfrazados: unos de ciruelo y otros de berenjena. Los ciruelos se encargaron de ensamblar cajas de madera mientras que los berenjenas arrastraron a los rinocerontes con poleas y tablas.

En medio de aquel tumulto de frutas gigantes encontré a mi patrón debajo de tres rinocerontes. ¡Pobre lord!, parecía un saco de papas descosido. De su perfil griego no quedaba ni el recuerdo.

Aunque los mayordomos estamos entrenados para no expresar nuestras emociones, no pude reprimir que una furtiva lágrima resbalara por mi mejilla.

Los ciruelos se encargaron de entablillar al lord y posteriormente le construyeron un armazón para moverlo.

Esa misma tarde me encargué de enviar a mi patrón por servicio de paquetería a un sanatorio de Nairobi. Durante algún tiempo mantuve correspondencia con las enfermeras y así me enteré de que Lord Halifax logró recuperarse, aunque nunca pudo estar bien del todo: sufría pesadillas y la sola presencia del más pequeño animal, incluidos los insectos, lo ponía frenético. Lo único positivo de todo el asunto fue que el lord aceptó usar lentes y se hizo muy aficionado a las novelas de detectives y, no sólo eso, sino que incluso se convirtió en investigador privado.

Después de enviar a Lord Halifax al hospital, me di cuenta de que no tenía nada que hacer en Kenia, así que decidí regresar a mi apartamento en Londres para tomar un merecido descanso, lejos de los mosquitos, la disentería y los patrones miopes. Antes de irme decidí buscar a los cazadores con afición al disfraz, pues finalmente me habían salvado la vida y no era educado de mi parte que me marchara sin agradecérselo. Compré un frutero de ámbar rosado, regalo que me pareció útil y apropiado para todo evento.

Los cazadores se encontraban hospedados en el más lujoso hotel de Tsavo, el Congo Majestic, lugar frecuentado por mercenarios, traficantes de plumas exóticas y vendedores de marfil. Encontré a mis salvadores en el bar, en una mesa cerca del escenario, donde una equilibrista hacía malabares con tres armadillos mientras que un cantante entonaba una melodía en lengua kikuyu.

Mis salvadores me reconocieron de inmediato y me hicieron señas para que me acercara.

Se habían lavado el maquillaje y puesto ropa normal. El cambio era abrumador. Bajo aquel disfraz de fresa silvestre se ocultaba su verdadera identidad: ¡mis salvadores eran unos niños!

Y no estoy hablando en sentido figurado acerca de su apariencia juvenil: eran niños auténticos. Calculé que no tendrían más de trece años, incluso doce se me hacía demasiado. En sus caras todavía se mostraba la piel tersa, sin el asomo de las granulosidades propias de la adolescencia.

Yo no lo sabía, pero me encontraba frente a importantes figuras del mundo de la caza. Los niños Diana y Aquiles Astorga, además de ser reconocidos como cazadores de fieras salvajes, eran los únicos descendientes de la legendaria familia Astorga, antiquísimo clan de cazadores. Entre sus antepasados se encontraba Constanza Astorga, una matrona indígena que capturaba ranas venenosas en el Perú, y Filomeno Astorga, cazador de castores que hizo una pequeña fortuna al explotar el aceite del animalito para la migraña y la industria del perfume. Los niños habían nacido durante una larga expedición de caza en la selva de Tehuantepec, México, mientras sus padres seguían el rastro de un leopardo de cola blanca.

Después de hacer los saludos correspondientes, me senté con ellos. Los hermanos Astorga estaban muy ocupados; sobre su mesa estudiaban un enorme mapa con carpetas y papeles extendidos. Preparaban su próxima aventura.

—¿Qué te parece las cuevas submarinas de Yucatán? —sugirió Aquiles a su hermana—. Ahí abundan los tiburones asesinos. Podemos conseguir arpones. Sería emocionante.

—¿Y si vamos al Ártico por morsas gigantes? —propuso la chica mientras hacía una enorme bomba de chicle color verde —. Es divertido cazar con esos perritos huskies; son tan adorables.

—¿Otra vez el Ártico? —se quejó su hermano—. Acabamos de cazar carneros polares.

—Es mejor que estar persiguiendo aburridos tiburones, ¿usted qué opina? —preguntó Diana dirigiéndose a mí.

—Bueno... no lo sé, todo parece riesgoso —titubeé mirándolos con preocupación.

—No lo creo —sonrió Aquiles—. Además nos disfrazamos y nadie nos puede reconocer.

—Tenemos más de doscientos disfraces —presumió Diana mostrándome una libretita con dibujos extraños. Había diseños tan delirantes como corales hechos con masa

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