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Crítica de la moral afirmativa: Una reflexión sobre nacimiento, muerte y valor de vida
Crítica de la moral afirmativa: Una reflexión sobre nacimiento, muerte y valor de vida
Crítica de la moral afirmativa: Una reflexión sobre nacimiento, muerte y valor de vida
Libro electrónico344 páginas7 horas

Crítica de la moral afirmativa: Una reflexión sobre nacimiento, muerte y valor de vida

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Al preguntar filosóficamente por el valor de la vida humana, se debe preguntar por el valor del ser mismo en cuanto tal, en su surgir, en su venir-a-ser, y no por el valor de este o aquel ente en particular. Leibniz, Kant, Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger y Wittgenstein son los guías indispensables del autor en esta tentativa de pensamiento radical. Habermas, Tugendhat y Hare, algunos "afirmativos" afectados por la crítica.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ene 2014
ISBN9788497848664
Crítica de la moral afirmativa: Una reflexión sobre nacimiento, muerte y valor de vida

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    Crítica de la moral afirmativa - Julio Cabrera

    obra.

    Prefacio a la segunda edición

    La Crítica de La Moral Afirmativa apareció en plenos años noventa, cuando se hablaba muy poco o nada sobre anti-natalismo. Ya en 1989, era publicada en Brasil la primera edición del «Projeto de Ética Negativa», en donde se planteaban, en forma de aforismos, los problemas morales de la procreación. Estas obras tempranas, escritas en portugués y español, muestran cómo las discusiones filosóficas empiezan a existir ontológicamente, en la actual geopolítica, cuando se escriben en inglés. (Sólo en 2006 David Benatar publicaría su libro Better Never to Have Been, conteniendo una buena parte de las ideas que yo estaba elaborando desde fines de la década de los ochenta). Es claro que los abordajes son diferentes, entre un estilo analítico-argumentativo, marcadamente empirista, y mi estilo siempre oscilante entre la argumentación y la narrativa. Por otro lado, el abordaje asumido en este libro es nítidamente ético, y mis consideraciones sobre procreación y suicidio siempre estuvieron insertadas dentro del proyecto de una ética negativa.

    A lo largo de los años, las ideas ético-negativas fueron bastante discutidas en diversos ámbitos: con Enrique Dussel en México, en 2002 en la UNAM, después en forma escrita en el artículo «Dussel y el suicidio», publicado por la revista Dianoia, con una réplica del propio Dussel. En Veracruz, en el mismo año, ofrecí un curso sobre Ética y Condición humana en la Universidad Veracruzana. En Brasil, hubo una polémica con Paulo Margutti sobre sentido y valor de la vida, en 2003. Jorge Alam Pereira, Fabiano Lana y Diôgenes Coimbra escribieron disertaciones de maestría en la Universidad de Brasilia, sobre diversos tópicos de ética negativa. Y está en funcionamiento un ambicioso proyecto de Bioética radical, en el Programa Unesco de Bioética da la UnB, Brasilia, dirigido por Volnei Garrafa, basado en la ética negativa. Un segundo libro, Malestares profundos. Ética negativa y Bioética radical, será publicado en breve, continuando lo que fue esbozado en la Crítica. Espero que la traducción de la Crítica al inglés, propiciada por la editorial Gedisa, contribuya también a que esta intensa interacción intelectual sobre pensamiento negativo, nacimiento y muerte sea notada y conectada con las discusiones en lengua inglesa sobre estos temas.

    La presente edición contiene además las siguientes novedades: fue corregida enteramente, evitándose reiteraciones y precisando mejor ciertas ideas centrales. La estructura en cuatro partes se mantuvo; la primera, tratando de ontología negativa; la segunda, sobre nacimiento y suicidio en relación con pensadores europeos clásicos; la tercera, la más sustantiva y autoral, resume las críticas contra las morales afirmativas y plantea claramente cómo sería un vivir negativo; la cuarta, finalmente, contiene discusiones con pensadores contemporáneos en torno de la cuestión del nacimiento y la actitud moral hacia los niños. En esta cuarta parte el lector encontrará el cambio fundamental introducido en esta edición: además de las secciones de discusión con Habermas, Tugendhat y Hare, fue añadida una discusión con Benatar, que utiliza algunas ideas de artículos (sobre todo «Quality of human life and non-existence»), pero que constituye un texto original. Por fin, el Epílogo —que contenía originalmente tan sólo una conversación con Nietzsche— fue aumentado con el agregado de un Resumen de la cuestión ética a la luz del pensamiento negativo.

    La Crítica de la Moral Afirmativa fue y continúa siendo una propuesta de pensar la posibilidad o imposibilidad de la ética desde su misma raíz, planteando las cuestiones básicas que, en general, los libros de ética consideran solucionados, irrelevantes o triviales. Sus tesis centrales (la crítica de la ontología afirmativa, el carácter moralmente problemático de la procreación, el suicidio como posibilidad ética, la necesidad de una crítica de las éticas afirmativas y —contra lo que Savater afirmaba en el prefacio de la primera edición— la posibilidad teórica y práctica de un ethos negativo) continuarán vigentes hasta que sean impugnados los motivos profundos de su planteo, por lo menos si continuamos aceptando la idea —que el pensamiento europeo viene repitiendo desde Platón a Heidegger y Ortega— del carácter irrenunciablemente radical del preguntar filosófico, inclusive contra intuiciones y valores vigentes.

    Pórtico

    Para acercarse a Julio Cabrera

    En cuestiones de reflexión ética, mi opinión sobre los más estrepitosos «innovadores» coincide plenamente con la que sostenía el doctor Johnson respecto a cualquier tipo de innova­dores: son gente que, cansados del fatigoso trabajo de ordeñar a la vaca de la verdad, se empeñan en ordeñar al toro. De modo que no va a ser por la novedad de su enfoque ni por la tranquila obstinación con la que se opone a los supuestos más venerados de nuestra tradición moral por lo que elogiaré este trabajo de Julio Cabrera. Al contrario, lo que me impresiona de su pensa­miento es su vocación clásica, su falta de remilgos ante los convencionalismos especulativos, su renuncia ab ovo a ser rapsódico, lírico, misterioso, espontáneo, en fin, «revoluciona­rio» en cualquiera de las tradicionales formas establecidas. Su tema se presta a envolverse en una capa negra y vociferar entre rayos y truenos desde la cumbre borrascosa: Julio Cabrera llega a ser realmente inquietante porque expone su caso con la paciencia casual e instruida del profesor ayudante que sustitu­ye una tarde de improviso al dómine titular, ausente por enfermedad.

    En mi opinión, llamamos «ética» a cierto tipo de articula­ción simbólica de la autoafirmación humana. No es que la ética sirva a la vida, poniéndose a sus órdenes, sino que en sí misma no es otra cosa que una manifestación vital: la ética bien entendida es una consecuencia filosófica del instinto de conser­vación. Por ello no puedo preguntarme si es «mejor» estar vivo o no estarlo: la palabra «mejor» no tiene sentido más que a partir de la vida y para celebrar lo que a ésta conviene en una u otra manera. Estos simples presupuestos subyacen a todas las morales, mundanas o filosóficas, pero a veces se emboscan y enmarañan hasta perderse de vista. El mérito principal de este libro de Julio Cabrera es revelarlos y probar a contrario que no puede haber otra ética sino la afirmativa. Caso distinto es si puede no haber ética, es decir: si alguien, al comprender que la ética es necesariamente afirmativa de la vida, de la procrea­ción, del instinto de conservación, etc., decide maldecir tal empeño y prescindir de ella. ¿Llamaremos «ética» a tal decisión, porque va a convertirse en «norma de vida» de quien la adopta? Si es una «norma de vida», ¿cómo puede seguirse pretendiendo negadora del común empeño moral? ¿Podría constituirse en una «norma de muerte», como alternativa? ¿Admite normas la muerte o más bien toda norma, aunque sea camino hacia la muerte y la autodestrucción, es norma en cuanto organiza y por tanto afirma la vida del sujeto que la adopta? Etcétera...

    Tales son algunas de mis objeciones a los planteamientos de Julio Cabrera. Son, como se ve, menos insólitos que esos mismos planteamientos, por lo que en modo alguno deben disuadir de su lectura. Al contrario: pocas reflexiones me han ayudado tanto a comprender aquello en lo que consiste la ética como ésta, que pretende desmentirla y comprometerla en su misma raíz.

    Fernando Savater

    Prólogo del autor

    Los problemas concernientes al nacimiento y a la muerte suelen aparecer, en la bibliografía disponible, dentro de libros de «ética aplicada» o en ensayos de «bioética». Pero esto sugiere que la ética ya está constituida y que, después, se trata tan sólo de ver «cómo se aplica» a esas cuestiones. El presente libro pretende romper ese habitual molde expositivo: nacimiento y muerte forman parte de la propia estructura teórica de la ética, de su constitución como tal, no como «meras aplicaciones» que podrían darse o no darse. Sostiene que la ética se ha constituido en base a respues­tas no explicitadas, de carácter fundamental, a esas dos cuestio­nes: nacer y morir.

    Alguien consideró una vez la Introducción a la lógica formal de Alfredo Deaño como una «lógica para niños». En cierta forma, quisiera que el presente libro fuese considerado una «ética para niños». En efecto, las preguntas —a menudo irritantes— que la obra formula, son las preguntas básicas de la vida como suelen aparecer en las testarudas y monótonas preguntas de los niños: ¿para qué estamos aquí?, ¿para qué vivir?, ¿por qué hay que morirse?, ¿por qué no podemos matar a la familia?, ¿por qué tenemos que amar a nuestros padres?, ¿por qué no nos matamos?, ¿por qué nos han traído al mundo?, etc., y están planteadas exactamente con la misma crueldad inocente del niño. Eso será, sin duda, exasperante para los éticos adul­tos que quisieran, prontamente, superar la etapa de las pre­guntas de niño para analizar «la grave crisis moral de nuestro tiempo», esto es, las cuestiones políticas, ecológicas, diplomáticas, militares, etc. Estas cuestiones adultas no interesan al niño, y no interesan tampoco al presente libro. Los filósofos y los poetas comparten con el niño la insoportable convicción de que la vida es una historia mal narrada, y de que ninguna «gran cuestión», de las que hablan los periódicos y sobre las que discuten las superpotencias, será capaz de apagar las llamas del Origen. En este sentido, el niño tiene su madurez. Toda la «ingenuidad» y espíritu infantil que transmite el libro es riguro­samente intencionada, precisamente porque una de sus tesis es que el pasar directamente a esos «grandes problemas éticos de nuestro tiempo», ignorando los problemas originarios, es uno de los rasgos básicos de la falta de sentido moral «de todos los tiempos».

    No me he propuesto decir algo especialmente «pro­fundo» e «interesante» acerca de las cuestiones tratadas, sino tan sólo exponer aquello que a la argumentación racional y a la sensibilidad problemática se le ha aparecido como verdadero. La idea de que la verdad deba ser «profunda» e «interesante» es completamente acrítica. Si, por el contrario, la verdad es super­ficial, irritante y banal —como lo hacen prever las relaciones entre la verdad y la muerte—, este libro será, inevitablemen­te, superficial, irritante y banal. Como los malabaristas, escri­tores y directores de películas de terror, los filósofos pretenden «sorprendernos», decirnos algo novedoso e inaudito, y su mejor procedimiento para eso ha sido la problematización de lo obvio: así, han tratado de demostrar que el mundo que vemos no existe, que los otros humanos pueden ser robots, que no tenemos imágenes en nuestras mentes, que no existen intenciones en nuestras acciones, que no nos hace­mos representaciones de las cosas, que nuestras expresiones no tienen significado, y que no es cierto que si empujo con mi dedo una bola de billar, mi acción ha sido la causa del movimiento de la bola. Las filosofías parecen asumir la obligación de decir alguna cosa diferente, extraordinariamente interesante y anti-intuitivo; quien no lo consigue, cae bajo los estig­mas de la banalidad, y los oyentes se mudan a otro sitio en donde se les diga «alguna cosa que no saben». Como si se hubiera perdido el asombro, se intenta sustituirlo por la sorpre­sa. Parece que los filósofos perdieron la capacidad de escuchar «lo mismo», la capacidad de la reposición, y piensan que la verdad debe necesariamente transmutarse, cambiar constan­temente de piel, brillar de maneras diferentes. Creo que allí se confunde la dinámica de la verdad con la dinámica de la vida. Puede ser parte de la vitalidad el alimentarse incesantemente de «lo nuevo», pero no tenemos por qué pensar en la verdad como en un estímulo para la vida. ¿Por qué la verdad no tendría una afinidad mucho mayor con la monotonía de la muerte que con la renovada exuberancia de la vida? Este libro ha sido escrito para aquéllos que tienen capacidad de soportar el ruido irritante de un martillo golpeando siempre sobre el mismo clavo. Toda la «profundidad» del libro —si es siquiera posible ser «profundo» en filosofía radical— será alcanzada a través de su banalidad y su monotonía, y el libro no aspira a ninguna otra.

    Tampoco he pretendido que el libro sea —en las palabras de Fernando Savater— especialmente «innovador» o «revolucionario», impresión que podría venir dada por el carácter deliberadamente radical de la reflexión. Por el contrario, se quiere mostrar que una manera no rutinaria de visualizar toda la cuestión moral podría pasar por la machacona insistencia en las monótonas trivialidades de la condición humana, procedimiento que está lejos de cualquier actitud ostentosamente «revolucionaria».

    Quienes se han demorado más en la monotonía de la condición humana han sido, ciertamente, los escritores y cineastas más que los filósofos. Pues los artistas parecen mejor dotados para la repetición inconducente que los filósofos, que se sienten frecuentemente obligados a mostrar la claridad y precisión de la ciencia. Pero es difícil para los filósofos tratar de hacer filosofía científica y, al mismo tiempo, impedir que los artistas los superen en lo que se refiere a análisis de la monótona condi­ción humana, de la que la ciencia sabe poco. La noción de «afirmativo» criticada en el presente libro muestra, no obstante, que por debajo de las prácticas filosóficas corrientes anidan motivaciones literarias, en el sentido de la narración de histo­rietas morales (o moralistas), en donde la heroína es la ley moral, y los villanos son el escepticismo, el relativismo y el nihilismo. Tal vez en la imposibilidad que tiene la filosofía de no acabar contando una historia «edificante» —a pesar de su declamada objetividad y universalidad científicas— se oculta la venganza de aquello que no es ni arte, ni ciencia ni filosofía, sino tal vez respuesta a una motivación religiosa. La «metafísica de la vida» que se presenta aquí, bajo la forma de una ontología naturalista, pretende alejarse tanto de la arbitrariedad científica —según la cual nada está esen­cialmente ligado a nada— como del fatalismo religioso —según el cual, mágicamente, todo está esencialmente ligado con todo.

    El tipo de temática facilita, igualmente, la tentación de los argumentos ad hominem. Como ocurre con las armas de fuego, cuando uno maneja ideas sobre la vida, la muerte y el suicidio tiene que tener un cuidado extremo en su manipulación. Con las mortal questions ocurre, pues, como con las mortal weapons: cuando las tenemos en las manos debemos congelarnos. Nunca apuntar una idea hacia nadie, aunque sepamos que está descar­gada. Este libro no ha sido escrito, por ejemplo, para aquellas personas que, cada vez que se pretende argumentar con ellas sobre la moralidad del suicidio, le espetan a uno brutalmente: «Bueno, pues entonces, ¿por qué no se suicida usted de una vez y nos deja en paz?» Un libro que intenta presentar una problematización ética de la procreación y que argumenta en favor de una posible moralidad del suicidio puede fácilmente, en nuestro tipo de sociedad, ser tildado de «nihilista», «pesimista», «inmo­ral», «destructivo», «irresponsable», «peligroso» y demás rótulos con los que se disimula habitualmente la pereza o el temor de emprender una reflexión de carácter radical. Pero el presente libro no está escrito por un nihilista, sino por un moralista radical, escandalizado por la familiaridad ante la manipulación del otro, desde la inescru­pulosa manipulación de recién nacidos hasta la flemática dispo­sición del enemigo en la organización de «guerras justas», y la asfixiante falta de libertad respecto de los destinos de nuestra propia vida, fiscalizada por la policía sanitaria, jurídica y religiosa. Adecuadamente leído, se trata del libro de un mora­lista que ha decidido llevar la reflexión moral hasta sus últimas consecuencias. Si eso funda —lo que yo no creo— un cierto tipo de «nihilismo», será algo muy diferente de lo que se ha llamado con ese nombre a lo largo de la historia del pensamiento europeo.

    La ética aquí presentada es «negativa» sólo en un sentido relativo, y puede considerarse como una prueba —tal vez ad absurdum— de la tesis nietzscheana de la esencial inmoralidad de la vida, en dos ejes simultáneos: la inevitable necesidad de edificar la organización social sobre la base de la destrucción del otro, y la imposibilidad, como filósofos, de buscar desinteresa­damente la verdad, si no es una verdad compatible con una indefinida autodefensa. Es una ética que se presenta, al mismo tiempo, como aquélla renegada y omitida por todas las otras, y como una ética capaz de mostrar las últimas raíces de la dificultad estructural de quien pretende aún llevar una vida ética en este mundo.

    El libro tendrá que luchar también contra las manías académicas de producción de ideas filosóficas, que exigen que se «ubique» lo pensado en alguna de las líneas geopolíticamente determinadas, asumiendo así un estilo, una jerga, una manera de citar y una manera de omitir. Hoy por hoy un trabajo filosófico puede, simplemente, no existir si no cumple determi­nadas reglas de surgimiento. Me temo que el presente texto, lo mismo que su autor, se tambalee en los bordes de la inexisten­cia, en la medida en que no es un trabajo autodidacta pero tampoco termina de encuadrarse dentro de los ritmos «profesio­nales» de exposición de ideas. Al lector cabrá clasificarla.

    La idea de escribir esta obra se remonta al año 1982. Entre ese año y 1987, amontoné textos, anotaciones sueltas y expe­riencias personales atormentadoras. En 1987 —viajando de Mar­sella a París y viceversa durante seis meses— comencé a elaborar un texto aún programático sobre esas cuestiones, que publiqué finalmente en São Paulo con el título de Proyecto de ética negativa, en 1990, siendo yo profesor de ética en la Universidad de Brasilia. El presente libro pretende ser una realización más argumentativa de aquel proyecto expuesto en aforismos.

    Es difícil resumir aquí todo lo que significó para mi propia reflexión ética el encuentro —en el comienzo de la década de 1980— con los libros de Fernando Savater. No obstante mi casi total discordancia con todo lo que él sostiene en ética (en particular, sus objeciones a mi pensamiento ético me parecen deducirse de su visceral imposibilidad de concebir lo negativo si no es bajo la forma del «nihilismo» en su acepción usual), la seducción que su manera de hacer filosofía ha ejercido en mí ha sido mucho más decisiva que cualquier «acuerdo de ideas». Por eso, quiero encabezar con su nombre la acostumbrada lista de agradecimientos. Quiero enfatizar también la hospitalidad in­telectual de Javier Muguerza, Agapito Mestre, Santiago Gonzá­lez Noriega y todo el grupo de estudios ético-políticos dirigido por el segundo de los nombrados, durante mi estadía en Madrid, en 1991, y al CNPq del Brasil, por haber financiado esa estadía a través de una beca posdoctoral. Quiero recor­dar también a los estudiantes del «Grupo Mortal» (y especial­mente a Filipe Ceppas), que discutieron conmigo sobre estas cuestiones en la Universidad de Brasilia durante el año 1990. Y a mi profesor de tiro al blanco, Marcio Garretano, por enseñar­me a tener cuidado con las armas.

    Julio Cabrera

    Madrid, 1991

    PARTE I

    En camino hacia una moralidad del no-ser

    1

    De la pregunta por el sentido del ser a la pregunta por su valor. Valor del ser y olvido. Ética y ontología

    Pretendo en este texto alcanzar en la cuestión del valor del ser un tipo semejante de radicalidad reflexiva que el alcanzado en la ontología «descriptiva». En El ser y el tiempo, Heidegger se ha preguntado por la cuestión del sentido del ser, y ha acentuado en varios momentos de esa obra que no se trata de valorar, ni de plantear una cuestión ética. Así, por ejemplo, escribe Heidegger:

    A la constitución del ser del «ser ahí» es inherente la caída... el «ser ahí», por ser esencialmente cadente, es, debido a la constitución de su ser, en la «falsedad». Este término se usa aquí ontológicamente, lo mismo que el término «caída». Hay que guardarse de toda «valoración» negativa, que sería óntica, en su uso analítico-existenciario. (El ser y el tiempo, §44).

    Tengo un escepticismo de principio acerca de esta supuesta neutralidad: a contramarcha de las prevenciones y advertencias de su autor, El ser y el tiempo lleva a preguntar si no existirá siempre un vínculo necesario entre ética y ontología y, por consiguiente, si no será una afirmación superficial e ingenua el decir —por ejemplo, de Heidegger y de Sartre— que ellos nos habrían brindado «tan sólo» una ontología, pero que «aún nos deben» una ética, como si se pudiera dar una cosa sin la otra. Independientemente de lo que se pueda decidir de manera terminante acerca de esa vinculación en el caso de Heidegger, puedo decir que, en el presente libro, su autor está interesado en una valoración del mundo que tome en cuenta su esclareci­miento ontológico a la luz del análisis del Dasein.¹ Dicho de otro modo: aquello que debe ser valorado cuando se pregunta uno por el valor del mundo es, precisamente, aquello descubier­to por el análisis existenciario, o sea, el ser-en-el-mundo del Dasein como tal, y no el valor de éste o de aquel ente intramundano. Así como el Dasein es el lugar en el cual nos pregun­tamos por el sentido del ser, el Dasein será también el lugar en donde nos preguntemos por el valor del ser. Esto da como resultado una especie de ética radical que, debido a una coyun­tura histórica, tomará el aspecto de una ética «negativa», en un sentido que se irá aclarando poco a poco.

    En el contexto de las ruidosas discusiones recientes acerca de las relaciones de Heidegger con el nazismo, se ha dicho, por el contrario, que el camino de la ontología se cierra para la dimensión ética, en el sentido de que el pensamiento del ser no deja espacio para el deber-ser. Este pensamiento continuará siendo superficial en la medida en que se mantenga en un ámbito no radical del preguntar. En la estricta medida en que la valoración del ser se haga en un nivel que sea, literalmente, una valoración del ser y no de entes intra-mundanos, la ontología y la ética se mostrarán como insepa­rables. Si la ontología fundamental heideggeriana nos descu­bre, por ejemplo, la muerte en la dimensión del existenciario ser-para-la-muerte, permitiendo diferenciar entre la muerte como la opción más propia, y la muerte puntual habitualmente temida en el temor intramundano, es inevitable derivar de ese conocimiento del ser una escisión valorativo-ética, que el propio Heidegger practica —sin su rendimiento moral— en la dualidad propiedad/impropiedad. Heidegger utiliza la idea de la «muerte propia», arrebatada de la cotidiana ontización, como ilustración fundamental de la noción de una «existencia propia» (Ib.: §45). En ese punto, declama él de nuevo la neutralidad valorativa de su análisis existenciario:

    Cae fuera del círculo de un análisis existenciario de la muerte lo que cabría discutir bajo el título de una «metafísica de la muerte». Las cuestiones de cómo y cuándo «vino al mundo» la muerte, qué «sentido» pueda y deba tener como mal y dolor... presuponen... la aclaración ontológica del mal y de la negatividad en general (Ib.: §49).

    Pero la tesis de la neutralidad y carácter «puramente descriptivo» del análisis existenciario parece poco sostenible. El espacio normativo es señalado por el hiato existente entre la regular ontización del ser en la cotidianidad y su aguardada «recuperación ontológica». En la obra se describe, con colores apocalípticos a veces, una situación de pérdida, de inautenticidad, de vulgarización, de impersonalización y anonimato, que debería superarse por «algo mejor». «Haberse perdido y aún no haberse ganado sólo lo puede en tanto es, por su esencia misma, posible Dasein propio...» (§9). El irritado desprecio con el que Heidegger se refiere al proceso de cotidianización nivela­dora («Todo privilegio resulta abatido sin meter ruido. Todo lo original es aplanado, como cosa sabida ha largo tiempo, de la noche a la mañana. Todo lo conquistado ardientemente se vuelve vulgar. Todo misterio pierde su fuerza» [§27]), parece muy escasamente «descriptiva» y «neutra». Además, en varios momentos de la obra, Heidegger utiliza explícitamente términos habitualmente morales: «En el estado de ánimo es siempre ya abier­to efectivamente el Dasein como aquel ente a cuya responsa­bilidad se entregó al Dasein en su ser como el ser que el Dasein ha de ser existiendo» (§29). «En cuanto mío en cada caso es el poder ser libre para ser en la propiedad o la impropiedad o la indiferencia modal de ambas» (§45). «Esta exégesis lleva a ver que un poder ser propio del Dasein reside en el "querer tener conciencia moral"» (§45). (La cursiva es mía). No obstante sus declaraciones, en muchos textos es imposible separar la analítica existenciaria de lo que Heidegger ha llamado una «metafísica de la muerte», en un sentido valorativo-moral (Véase: §50, §54. Al caracterizar el ser-para-la-muerte propio, lo define como un ponerse «ante la posibilidad... de ser él mismo, pero él mismo en la apasionada libertad relativamente a la muerte, desligada de las ilusiones del uno, cierta de sí misma y que se angustia» §53). Como en todos los esquemas morales, hay algo que no funciona, la posibilidad de un «transcurso», de un «viaje restablecedor», de recuperación de alguna cosa perdida, etcétera. Lo que señalo aquí es la curiosa necesidad de utilizar términos morales, para tener después que aclarar que no se los usa en un sentido moral.

    También en el plano de la pregunta que se cuestiona el valor del ser está el fenómeno de la ocultación milenaria, del «olvido del ser». Sólo que a la luz de los resultados de la ontología negativa de Heidegger, correspondería mejor usar una expre­sión menos elíptica que «olvido del ser». Dado ese carácter negativo de la ontología, el primer impulso podría ser hablar, mejor, de una especie de «olvido del no-ser». Aquello que se olvida en el «olvido del ser» se olvida en nombre de algo habitualmente interpretado como «negativo», sospechado como no-siendo. El cobijarse medrosamente en el ente, en cambio, no deja de ser una especie de fuga hacia lo afirmativo, aunque fuga ficticia o provisoria, el regular y cotidiano afirmar los entes y afirmarse en los entes, en el doble sentido de la positivación y el afianzamiento. La afirmación del ente parece tranquilizar o, al menos, postergar indefinidamente el temor ante lo negativo. El tour de force heideggeriano será, precisamente, tratar de mostrar ese falso «negativo» simplemente como ontológico, como la posibilidad más propia: el abandono de la actitud de «olvido» coincide, pues, con la des-negativización del ser, reti­rando a la muerte de la negatividad en la que es puesta habitualmente en las sociedades afirmativizadas por el Se impersonal, en el intramundo cotidiano regido por la intratemporariedad y el «tiempo del reloj». No se trata, pues, de un olvido del ser, sino más bien de un olvido del hecho de que el no-ser del ser «le pertenece» al ser, y de manera propia. Lo que se olvida es, pues, el no-ser del ser, en la medida en que se lo interpreta como ajenidad, como algo que «le sobrevendría» al ser «desde afuera». De manera que

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