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Esta vida
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Esta vida

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Abarcando desde cuestiones existenciales fundamentales hasta los problemas sociales más acuciantes de nuestro tiempo, Hägglund expone por qué nuestro compromiso con la libertad y la democracia debería llevarnos más allá de la religión y el capitalismo, y pone en tela de juicio nuestras nociones de fe y libertad.
La fe que necesitamos cultivar, sostiene, no es una fe religiosa en la eternidad, sino una fe secular dedicada a nuestra vida finita en común. Demuestra que todas las cuestiones espirituales de la libertad son inseparables de las condiciones económicas y materiales. Pero lo que importa en última instancia es cómo nos tratamos unos a otros en esta vida, y qué hacemos con nuestro tiempo juntos.
Hägglund desarrolla nuevos principios existenciales y políticos al tiempo que transforma nuestra comprensión de la vida espiritual. Su crítica a la religión nos lleva al corazón de lo que significa llorar a nuestros seres queridos, comprometerse y preocuparse por un mundo sostenible. Su crítica al capitalismo demuestra que no podemos mantener nuestros valores democráticos porque nuestras vidas dependen del trabajo asalariado. En términos claros y rompedores, Hägglund explica por qué el capitalismo es perjudicial para nuestra libertad, y por qué deberíamos, en cambio, perseguir una forma novedosa de socialismo democrático.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 jun 2022
ISBN9788412528572

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    Esta vida - Martin Hägglund

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    Introducción

    I

    Mi familia es oriunda del norte de Suecia. La casa en la que nació mi madre, y en la que he pasado cada verano de mi vida, está a orillas del mar Báltico. El impresionante paisaje —con sus extensos bosques, sus irregulares montañas y las formaciones de altos acantilados que se ciernen sobre el mar— está esculpido por el descenso del hielo del último periodo glacial, hace doce mil años. La tierra sigue creciendo, y el retroceso de los glaciares permite que surjan otras partes del paisaje. Lo que antes, cuando mi madre era niña, era el fondo arenoso del mar forma ahora parte de nuestro jardín. Las rocas bajo mis pies son un recordatorio del tiempo geológico, en el que no somos más que una mota. Estando allí, las formas de tiempo a las que me remiten ponen de manifiesto la fugacidad de mi vida. Cuando entro en casa de mi abuela, puedo ver nuestro árbol genealógico en la pared: frágiles líneas de agricultores y trabajadores rurales que se remontan al siglo XVI. Cuando subo a las montañas que emergen desde el océano, puedo ver la escala del tiempo glacial, que sigue formando el paisaje en el que nos encontramos.

    Volver a casa de mi familia es recordar cómo mi vida está supeditada a la historia: tanto a la historia natural de la evolución como a la historia social de quienes me precedieron. Quién puedo ser y qué puedo hacer no es algo que genere solo yo. Mi vida depende de las generaciones anteriores y de quienes cuidaron de mí, y todos nosotros dependemos a su vez de una historia de la Tierra que bien podría haber sido diferente y no haber creado a ninguno de nosotros.

    Por otra parte, mi vida es histórica en el sentido de que se orienta hacia un futuro que no viene dado. Los mundos de los que formo parte, los proyectos que sostengo y que me sostienen, pueden florecer y cambiar de forma dinámica, pero también pueden descomponerse, atrofiarse y morir. Los mundos que se abren a través de mi familia y mis amigos, los proyectos que conforman mi trabajo y mis compromisos políticos, conllevan la promesa de mi vida, pero también el riesgo de que mi vida se haga añicos o deje de tener sentido. En una palabra, tanto mi vida como los proyectos en los que participo son finitos.

    Ser finito significa básicamente dos cosas: depender de los demás y vivir en relación con la muerte. Soy finito porque no puedo mantener mi vida por mi cuenta y porque moriré. Del mismo modo, los proyectos a los que me dedico son finitos porque solo viven gracias al esfuerzo de quienes se comprometen con ellos, y dejarán de ser si se abandonan.

    La idea de mi propia muerte, y de la muerte de todo lo que amo, resulta muy dolorosa. No quiero morir, ya que quiero conservar mi vida y la vida de lo que amo. Al mismo tiempo, no quiero que mi vida sea eterna. Una vida eterna no solo es inalcanzable, sino también indeseable, ya que suprimiría la preocupación y la pasión que estimulan mi vida. Este problema se puede localizar incluso en el seno de las tradiciones religiosas que propugnan la fe en la vida eterna. Un artículo de U.S. Catholic se pregunta: «El cielo: ¿será aburrido?». El artículo responde que no, ya que en el cielo las almas están llamadas «no al descanso eterno, sino a la actividad eterna; a la preocupación social eterna».[1] Sin embargo, esta respuesta solo pone de relieve el problema, ya que en el cielo no hay nada de lo que preocuparse. La preocupación presupone que algo pueda salir mal o pueda perderse; de lo contrario, no nos importaría. Una actividad eterna —tanto como un descanso eterno— no causa preocupación a nadie, ya que nadie puede detenerla ni tampoco mantenerla. El problema no es que una actividad eterna sería «aburrida», sino que no sería inteligible como mi actividad. Cualquier actividad mía (incluida una actividad aburrida) requiere que yo la mantenga. En una actividad eterna, no puede haber una persona que se aburra —o que esté involucrada de cualquier otra manera—, ya que una actividad eterna no depende de que alguien la sostenga.

    Lejos de hacer que mi vida sea significativa, la eternidad la convertiría en algo sin sentido, ya que mis acciones no tendrían ningún propósito. Lo que hago y lo que amo solo puede importarme porque me entiendo como mortal. La comprensión de mí mismo en cuanto que mortal no tiene que ser explícita y teórica, sino que está implícita en todas mis prioridades y compromisos prácticos. La cuestión de lo que debo hacer con mi vida —cuestión que está en juego en todo lo que hago— presupone que entiendo que mi tiempo es finito. Para que la cuestión de cómo debo conducir mi vida sea inteligible como pregunta tengo que creer que moriré. Si creyera que mi vida iba a durar para siempre, nunca consideraría que mi vida pudiera estar en juego ni me acuciaría la necesidad de hacer algo con mi tiempo. Ni siquiera sería capaz de entender lo que significa hacer algo más pronto que tarde en mi vida, ya que no tendría el sentido de vida finita que confiere carácter de urgencia a cualquier proyecto o actividad.

    El sentido de mi propia vida irremplazable es, pues, inseparable de mi percepción de que tendrá un final. Cuando cada verano regreso al mismo paisaje, parte de lo que lo hace tan conmovedor es que puede que no vuelva a verlo nunca más. Además, me importa la preservación del paisaje porque soy consciente de que ni siquiera la duración del hábitat natural está garantizada. Del mismo modo, mi lealtad y entrega a las personas que quiero es inseparable de la sensación de que no puedo darlas por sentado. Mi tiempo con mi familia y amigos es precioso porque hay que sacarle el máximo provecho. El tiempo que pasamos juntos queda iluminado por la sensación de que no va a durar para siempre y de que tenemos que cuidarnos unos a otros porque nuestras vidas son frágiles.

    El sentido de finitud —la sensación de fragilidad final de todo lo que nos importa— es la esencia de lo que yo denomino fe secular. Tener fe secular es entregarse a una vida que terminará, dedicarse a proyectos que pueden fracasar o malograrse. Abarcando desde lo concreto (cómo abordamos los funerales) hasta lo general (qué hace que una vida sea digna de ser vivida), mostraré cómo la fe secular se expresa en las formas en que lloramos a nuestros seres queridos, asumimos compromisos y nos preocupamos por un mundo sostenible. La llamo fe secular porque se consagra a una forma de vida limitada por el tiempo. De acuerdo con el significado de la palabra latina saecularis, tener fe secular es dedicarse a personas o proyectos que son temporales y de este mundo. La fe secular es la forma de fe que todos profesamos al cuidar de alguien o algo vulnerable a la pérdida. Todos nos preocupamos y cuidamos —de nosotros mismos, de los demás, del mundo en el que nos encontramos—, y la preocupación y el cuidado son inseparables del riesgo de la pérdida.

    En cambio, el denominador común de lo que yo llamo formas de fe religiosa es una devaluación de nuestra vida finita como un modo inferior de ser. Todas las religiones del mundo (hinduismo, budismo, judaísmo, islamismo y cristianismo) sostienen que la forma más elevada de existencia, o la forma de vida más deseable, es eterna y no finita. Ser religioso —o adoptar una perspectiva religiosa de la vida— es considerar nuestra finitud como una carencia, una ilusión o un estado caído del ser. Además, esta visión religiosa de la vida no se limita a la religión institucionalizada o a los creyentes. Muchas personas que carecen de fe religiosa suscriben la idea de que nuestra finitud es una restricción y que sufrimos de una falta de vida eterna.

    Desde una perspectiva religiosa, nuestra finitud se entiende como una lamentable condición que idealmente debería ser superada. Esta es la premisa con la que discrepo. Trato de demostrar que toda vida digna de ser vivida debe ser finita y requiere de fe secular.

    La fe secular se compromete con personas y proyectos que pueden perderse: para que pervivan en el futuro. Lejos de resignarse a la muerte, una fe secular aspira a posponerla y a mejorar las condiciones de vida. Como veremos, pervivir no debe confundirse con la eternidad. El compromiso de pervivir no expresa una aspiración a vivir para siempre, sino a vivir más y a vivir mejor; no a superar la muerte, sino a prolongar la duración de una forma de vida y a mejorar su calidad.

    El compromiso de pervivir contiene el sentido de finitud. Por mucho que dure el movimiento de pervivir —y por mucho que se mejore la calidad de la vida—, siempre puede terminar. Incluso cuando luchamos por un ideal que trasciende nuestra propia vida —una visión política para el futuro, un legado sostenible para las generaciones venideras— estamos abocados a una forma de vida que puede dejar de ser o no llegar a ser nunca. Este sentido de finitud es intrínseco a la razón por la que importa que cualquier cosa o persona perviva. Si procuramos generar, prolongar o mejorar la existencia de algo —para que perviva de mejor manera—, nos inspira la sensación de que podríamos perderlo si no actuamos. Sin este riesgo de pérdida, nuestro esfuerzo y nuestra fidelidad al proyecto no serían necesarios.

    Tener fe secular es reconocer que el objeto de nuestra fe depende de la práctica de la misma. La llamo fe secular porque el objeto de devoción no existe con independencia de quienes creen en su importancia y lo mantienen vivo a través de su fidelidad. El objeto de la fe secular —por ejemplo, la vida que intentamos llevar, las instituciones que intentamos construir, la comunidad que intentamos conseguir— es inseparable de lo que hacemos y de cómo lo hacemos. Mediante la práctica de la fe secular nos adherimos a un ideal normativo (una concepción de lo que debemos ser como individuos y como comunidad). Sin embargo, el propio ideal depende de cómo mantengamos la fe en nuestro compromiso, y permanece abierto a ser desafiado, transformado o revocado. El objeto de la fe religiosa, en cambio, se considera independiente de la fidelidad de los seres finitos. El objeto de la fe religiosa —ya sea Dios o cualquier otra forma de ser infinito— se estima en última instancia disociable de la práctica de la fe, ya que no depende de ninguna forma de vida finita.

    El ejemplo más elemental de finitud en nuestro momento histórico es la perspectiva de que la propia Tierra sea destruida. Si se destruyera la Tierra, todas las formas de vida que nos importan se extinguirían. Nadie sobreviviría y no se recordaría ningún aspecto de nuestras vidas.

    Sin embargo, desde el punto de vista de la fe religiosa, semejante final de la vida es solo aparente. Nada esencial se pierde aunque cese toda forma de vida, ya que lo esencial es eterno y no finito. Como observa William James en la conclusión de su obra clásica Las variedades de la experiencia religiosa, la subordinación de lo finito a lo eterno es el denominador común tanto de las religiones ortodoxas como de todas las formas de misticismo religioso. «En realidad, este mundo puede algún día quemarse o congelarse», escribe James, pero para los que tienen fe religiosa «la existencia de Dios garantiza un orden ideal que será preservado perennemente».[2] En consecuencia, desde un punto de vista religioso, el fin del mundo no es en el fondo una tragedia. Al contrario, muchas doctrinas y visiones religiosas esperan el fin del mundo como el momento de la salvación. Este momento puede imaginarse como el fin colectivo de la humanidad, cuando se decide la condena y la salvación (como en el judaísmo, el cristianismo y el islam), o como el fin de un individuo a través de la absorción en un estado atemporal del ser (como en el hinduismo y el budismo). En cualquiera caso, nuestra vida como seres finitos no es vista como fin en sí misma, sino más bien como un medio para alcanzar el fin de la historia de la humanidad.

    Por la misma razón, tampoco el cambio climático y la posible destrucción de la Tierra pueden considerarse una amenaza existencial desde el punto de vista de la fe religiosa. Para comprender la amenaza existencial para uno mismo y para las generaciones futuras hay que creer no solo que la vida es finita, sino también que todo lo valioso —todo lo que importa— depende de la vida finita. Esto es exactamente lo que niega la fe religiosa. Si uno tiene fe religiosa, cree que toda vida finita puede acabar y que, sin embargo, lo verdaderamente valioso seguirá existiendo.

    El dalái lama lo resumió a la perfección cuando se le preguntó cómo un budista —para quien el mundo finito es una ilusión y que busca desprenderse de todo aquello que pasa— puede estar preocupado por nuestra actual crisis ecológica. «Un budista diría que no importa», respondió el dalái lama.[3] Esto puede resultar sorprendente, ya que la ética budista es famosa por defender una relación pacífica con la naturaleza y con todos los seres vivos. No obstante, la ética budista no se basa en una preocupación por la naturaleza o por los seres vivos en cuanto que fines en sí mismos. Más bien, la motivación es liberarse del karma, con el objetivo de liberarse de la vida por completo y ayudar a otros a alcanzar el mismo fin. El objetivo del budismo no es que nadie perviva —o que la propia Tierra perviva—, sino alcanzar el estado de nirvana, donde nada importa.

    La visión budista de la vida no es una excepción, sino que explicita lo que está implícito en cualquier compromiso religioso con la eternidad. Si se aspira a la vida eterna, la vida finita no importa en sí misma, sino que sirve de vehículo para alcanzar la salvación.

    Por supuesto, incluso si uno se identifica como creyente puede preocuparse profundamente por el destino de nuestra vida en la Tierra. Sin embargo, mi parecer es que si una persona se preocupa por nuestra forma de vida como un fin en sí mismo, está actuando sobre la base de la fe secular, incluso si se declara religiosa. La fe religiosa puede conllevar la obediencia a normas morales, pero no puede reconocer que el fin último de lo que hacemos —la razón máxima por la que importa cómo nos tratamos unos a otros y cómo tratamos a la Tierra— sea nuestra frágil vida en común. Desde una perspectiva religiosa, el fin último de lo que hacemos es servir a Dios u obtener la salvación, en lugar de ocuparnos de nuestra vida en común y de las futuras generaciones de las que somos responsables. En cuanto reconocemos que nuestra vida finita —y las generaciones que pueden proseguir con nuestro legado finito— es un fin en sí misma, explicitamos que nuestra fe es secular y no religiosa.

    Por tanto, nuestra crisis ecológica solo se puede tomar en serio desde el punto de vista de la fe secular. Solo una fe secular puede comprometerse con la prosperidad de la vida finita —formas sostenibles de vida en la Tierra— como un fin en sí mismo. Si la propia Tierra es objeto de atención en nuestra época de crisis ecológica es porque hemos llegado a creer que se trata de un recurso que se puede agotar, un ecosistema que se puede dañar y destruir. Tanto si nos preocupamos por la Tierra por sí misma como por las especies que dependen de ella, la toma de conciencia de su precaria existencia es una parte intrínseca de por qué nos preocupamos por ella. Esto no quiere decir que nos preocupemos por la Tierra solo porque podamos perderla. Si nos preocupamos por el planeta es más bien por las cualidades positivas que le atribuimos. Sin embargo, una parte intrínseca de por qué nos preocupamos por sus cualidades positivas es que creemos que se pueden perder, ya sea para nosotros o en sí mismas.

    Lo mismo cabe decir de la forma en que nos preocupamos por nuestra propia vida, la vida de los que amamos o la de aquellos de los que somos responsables. Preocuparse por alguien o por algo requiere que creamos en su valor, pero también que creamos que lo que se valora puede dejar de ser. A fin de cuidar, tenemos que creer en el futuro no solo como posibilidad, sino también como riesgo. Solo a la luz del riesgo —solo a la luz del posible fracaso o pérdida— podemos comprometernos a mantener la vida de lo que valoramos. La fe secular no es suficiente en sí misma para vivir una vida responsable —y no hace que uno mejore automáticamente las condiciones del mundo—, pero es necesaria para motivar el compromiso ético, político y filial.

    Por consiguiente, trataré de mostrar que la fe secular constituye el núcleo del sentido de la responsabilidad. Permitidme un ejemplo básico: la regla de oro. Tratar a los demás como te gustaría que te trataran a ti es un principio fundamental tanto en las enseñanzas morales seculares como en las religiosas. La regla de oro, sin embargo, no precisa de ninguna forma de fe religiosa. Al contrario, la genuina preocupación por los demás debe basarse en la fe secular. Si uno sigue la regla de oro porque cree que es un mandato divino, está motivado por la obediencia a Dios más que por la preocupación por otra persona. Del mismo modo, si uno sigue la regla de oro porque cree que conseguirá una recompensa divina (por ejemplo, la liberación del karma), entonces no actúa debido a la preocupación por el bienestar de los demás, sino por la propia salvación. Si la preocupación por otra persona se basa en la fe religiosa, uno dejará de preocuparse por ella si se pierde la fe religiosa, y con ello revela que nunca se ha preocupado por ella como un fin en sí misma.

    Como con todos los argumentos de este libro, me dirijo aquí tanto al público religioso como al secular. Invito a los lectores que se identifican como personas religiosas a preguntarse si su preocupación por los demás está realmente motivada por la fe en un mandato divino o en una recompensa divina. Es más, animo tanto a los lectores religiosos como a los profanos a reconocer su compromiso con la vida finita como condición de responsabilidad. La regla de oro no depende de un sentido de eternidad religioso. Por el contrario, depende de un sentido de finitud secular.

    Tratar a los demás como nos gustaría que nos tratasen a nosotros requiere que reconozcamos nuestra finitud compartida, ya que solo los seres finitos pueden necesitar cuidado mutuo. Un ser infinito nunca necesita nada y no puede preocuparse por el trato que recibe. Por tanto, la regla de oro exige que nos reconozcamos mutuamente como finitos y que mantengamos la fe en los demás en cuanto que fines en nosotros mismos. Es porque soy finito por lo que necesito y por lo que puede importarme el trato que recibo. Del mismo modo, es porque te reconozco como finito por lo que puedo entender que necesitas algo y que importa cómo te trato. Si no reconocemos nuestra vulnerabilidad y finitud compartida, la exigencia de reciprocidad no es inteligible y no podemos vernos obligados a preocuparnos los unos por los otros en cuanto que fines en nosotros mismos.

    Por consiguiente, presentaré una concepción del potencial emancipador de reconocer nuestra fe secular y nuestra finitud esencial. El potencial emancipador de la fe secular es una posibilidad y dista mucho de haberse logrado en nuestro actual estado de secularización, que no debe confundirse con una forma emancipada de vida secular. Además, aun cuando se alcance, la vida secular siempre será frágil, ya que solo se sostiene a través de nuestros compromisos. El reconocimiento de la finitud no proporciona ninguna garantía de que vayamos a cuidar y preocuparnos unos de otros de forma adecuada. El reconocimiento de nuestra finitud compartida es condición necesaria para que la exigencia de cuidado mutuo sea comprensible, pero este reconocimiento no es en ningún caso suficiente para una efectiva reciprocidad. Nuestra dependencia mutua y la fragilidad de nuestra vida nos exige más bien desarrollar instituciones de justicia social y bienestar material. Nuestra capacidad de tratar a los demás con justicia depende a su vez de cómo nos han tratado y cuidado, lo que abarca desde las primeras muestras de amor de nuestros padres hasta la organización de la sociedad en la que nos hallemos. Solo una perspectiva secular nos permite centrarnos en estas prácticas normativas —nuestro tipo de crianza, educación, trabajo, gobierno político, etc.— como cuestiones esencialmente de lo que hacemos, como prácticas de las que somos responsables y que debemos sostener, cuestionar o revisar, en lugar de que nos sean dadas por la naturaleza o por un decreto sobrenatural.

    Por la misma razón, la fe secular es condición de libertad. Ser libre, sostengo, no es ser soberano o verse liberado de toda limitación. Más bien, somos libres porque podemos preguntarnos qué debemos hacer con nuestro tiempo. Toda forma de libertad —por ejemplo, la libertad de actuar, la libertad de hablar, la libertad de amar— es inteligible como libertad solo en la medida en que seamos libres de plantearnos la cuestión de qué debemos hacer con nuestro tiempo. Si lo que debemos hacer, lo que debemos decir y a quién debemos amar nos viniera dado —en definitiva: si nos viniera dado lo que debemos hacer con nuestro tiempo— no seríamos libres.

    La capacidad de plantear esta cuestión —la cuestión de qué debemos hacer con nuestro tiempo— es condición básica de lo que yo llamo libertad espiritual. Para vivir una vida libre y espiritual (en vez de una vida determinada meramente por los instintos naturales), debo ser responsable de lo que hago. Esto no quiere decir que esté libre de restricciones naturales y sociales. No elegí nacer con las limitaciones y capacidades que resulta que tengo. Además, no tuve ningún control sobre quiénes cuidaron de mí, lo que hicieron conmigo y por mí. Mi familia —y el contexto histórico más amplio en el que nací— me moldeó antes de que pudiera hacer nada al respecto. Del mismo modo, las normas sociales continúan determinando quién puedo ser y qué puedo hacer con mi vida. Sin normas sociales —normas que no inventé por mi cuenta y que configuran el mundo en el que me encuentro— no puedo llegar a comprender quién ser o qué hacer. Sin embargo, soy responsable de mantener, desafiar o transformar esas normas. No estoy solo determinado causalmente por la naturaleza o las normas, sino que actúo a la luz de normas que puedo desafiar y transformar.[4] Esto es lo que significa tener una vida espiritual. Aun a costa de mi supervivencia biológica, mi bienestar material o mi condición social, puedo dar la vida por defender un principio o causa en la que creo.

    Por ello, mi libertad requiere que pueda preguntarme qué debo hacer con mi tiempo. Aun estando por completo absorto en lo que hago, en lo que digo y en lo que amo, debo siempre sopesar la posibilidad de formularme esta pregunta. Al involucrarme en mis actividades, debo correr el riesgo de aburrirme; de lo contrario, mi compromiso sería una cuestión de necesidad compulsiva. Al consagrarme a lo que me gusta y amo, debo correr el riesgo de perderlo o abandonarlo; de lo contrario, no habría nada en juego en el hecho de mantener y relacionarme activamente con aquello que me gusta y amo. Y, lo que es más importante, debo vivir en relación con mi muerte irrevocable; de lo contrario, creería que mi tiempo es infinito y no habría urgencia en dedicar mi vida a nada.

    La condición de nuestra libertad es, por tanto, que nos entendamos como finitos. Solo ante el temor de que vamos a morir —que nuestro tiempo de vida es indefinido pero finito— podemos preguntarnos qué debemos hacer con nuestra vida y ponerla en juego en nuestras actividades. Por eso, tal como veremos, toda visión de eternidad religiosa es en última instancia una visión de falta de libertad. En la consumación de la eternidad, no habría sitio para la cuestión sobre qué deberíamos hacer con nuestra vida. Estaríamos absortos en la dicha para siempre y, por lo tanto, privados de cualquier posible albedrío. En lugar de tener una relación libre con lo que hacemos y con lo que nos gusta y amamos, estaríamos obligados por necesidad a disfrutarlo.

    II

    Esta vida se dirige tanto al público religioso como al secular. Invito a los religiosos (y a los de tendencia religiosa) a preguntarse si de verdad tienen fe en la eternidad y si esta fe es compatible con el cuidado que alienta sus vidas. Por otra parte, animo a los lectores, tanto religiosos como profanos, a ver por qué no se debe considerar la finitud de nuestra vida como una carencia, una restricción o una condición caída. En vez de lamentar la ausencia de la eternidad, deberíamos reconocer el compromiso con la vida finita como condición para que haya algo en juego y para que alguien pueda vivir una vida libre.

    Mi crítica a la fe religiosa no recurre principalmente al conocimiento científico y mi crítica a los valores religiosos no apela principalmente a los hechos científicos. Más bien, aporto una nueva perspectiva sobre lo que creemos y lo que valoramos. Al preocuparnos por alguien o por algo, ya estamos practicando una forma implícita de fe secular en lo que hacemos, ya que nos dedicamos a alguien o a algo que es frágil. Mi objetivo es explicitar nuestra fe secular en nuestra comprensión de lo que hacemos y abrir con ello posibilidades emancipadoras para transformar nuestras prácticas de cuidado y nuestra vida en común.

    Mi argumento desafía uno de los supuestos más extendidos sobre la religión. Según muchas encuestas, más del 50 por ciento de los estadounidenses sostiene que es necesaria la fe religiosa para vivir una vida moral y responsable. Esta misma suposición forma parte de un renacer más global de la teología política, tanto entre destacados filósofos como entre el público en general. El historiador intelectual Peter E. Gordon ha brindado la más amplia definición de teología política, rastreando su resurgimiento en pensadores como Charles Taylor, Jürgen Habermas y José Casanova. Según Gordon, la teología política está determinada por dos tesis. La primera tesis postula un déficit normativo: la vida secular adolece de una falta de sustancia moral y no puede establecer una base viable para nuestra vida política en común. La segunda tesis postula una plenitud religiosa: para compensar su déficit normativo, la vida secular debe recurrir a la religión en cuanto que única y privilegiada fuente de enseñanza moral-política sin la que no hay modo de cohesionar la sociedad. Como muestra Gordon, estas dos tesis de la teología política persisten sorprendentemente no solo en la historia de las ideas, sino también en la filosofía y la sociología contemporáneas.[5]

    Esta teología política contribuye a un discurso negativo generalizado en lo referente a las posibilidades de la vida secular. En nuestra época secular se afirma que ha disminuido la fe en la vida eterna o en el ser eterno. Sin embargo, está muy extendida la idea de que el descenso en la fe religiosa es una gran pérdida y que la esperanza de eternidad expresa nuestro deseo más profundo, aunque no pueda cumplirse. La vida secular se caracterizaría, pues, por un déficit tanto normativo como existencial. Se supone que, como consecuencia de la secularización, hemos perdido tanto los fundamentos morales requeridos para mantener nuestra sociedad unida como la esperanza redentora necesaria para encontrar sentido a nuestra vida.

    El sociólogo Max Weber formuló a principios del siglo XX la versión más influyente de esta evaluación negativa de la vida secular. La famosa afirmación de Weber de que la vida secular sufre de un «desencantamiento» del mundo continúa sirviendo de pretexto a la teología política, así como para infundir la sensación de que una sociedad sin fe religiosa carece de esperanza. Según Weber, el desencantamiento tiene tres implicaciones principales.[6] En primer lugar, el desencanto significa que ya no apelamos a ninguna «fuerza misteriosa incalculable» —ni a ninguna otra forma de explicación sobrenatural— para lo que ocurre en el mundo. Más bien, la forma de la razón se convierte en una razón instrumental, que asume que «podemos, en principio, controlar todo por medio del cálculo». En segundo lugar, Weber considera que el desencanto significa que «se han retirado del mundo los valores últimos y más sublimes», de modo que nos vemos privados de cualquier forma de «verdadera comunidad». En tercer lugar, Weber lamenta que el desencanto implique que la muerte haya dejado de ser «un fenómeno significativo».

    Weber sostiene que los seres humanos que vivían en un mundo encantado (su ejemplo es «Abraham, uno de los campesinos de antaño») tenían una relación «significativa» con la muerte porque supuestamente morían «saciados de vivir» y se consideraban pertenecientes a un «círculo orgánico». Cuando Abraham, o el campesino de antaño, estaba al borde de la muerte, podía considerarse «satisfecho» porque «había ya recibido de su vida, al fin de sus días, cuanto podía ofrecer la existencia» y «ya no quedaba para él enigma alguno que le despertara deseos de descifrarlo». Por el contrario, la persona a la que Weber describe como desencantada («el hombre fruto de la civilización») no puede considerar nunca su vida como terminada, ya que está comprometida con la posibilidad de progreso («inmerso en un mundo que se enriquece continuamente con saberes, diferentes ideas y nuevos problemas») en la que quiere participar. Una persona así siempre estará insatisfecha, argumenta Weber, ya que su vida nunca puede completarse, «pues no le habrá sido posible captar nunca más que una mínima partícula de aquello que la vida espiritual esclarece, pero que, al fin y al cabo, no es sino algo efímero, jamás definitivo». En lugar de considerarse como la conclusión significativa de una vida y como el ascenso a la eternidad, la muerte pasa a entenderse como la interrupción sin sentido de una vida. Esto lleva a Weber a concluir que el compromiso con el progreso terrenal hace que nuestra vida carezca de sentido en lugar de tenerlo. Para él, «la muerte está privada de sentido y tampoco lo tiene la cultura en cuanto tal, puesto que es ella, precisamente, la que con su insensato avance acelerado deja a la muerte sin ningún sentido».

    Desde que Weber formulara su diagnóstico a principios del siglo XX, muchos pensadores han intentado ofrecer una cura para el desencantamiento y la sensación de sinsentido supuestamente inherentes a la vida secular. Mi argumentación es, por el contrario, que el propio diagnóstico es muy engañoso y debería ser cuestionado en todos los puntos.

    El problema básico es que Weber no llega a captar el compromiso con la libertad, que es un claro logro histórico de la vida moderna y secular. Para Weber, lo único que queda cuando sustraemos las normas y valores religiosos de nuestra vida es una razón instrumental empobrecida que inhabilita cualquier «valor último» o «verdadera comunidad». Sin embargo, la idea de una razón instrumental que opera por sí misma es ininteligible. No podemos razonar instrumentalmente sin un propósito en aras del cual vivir nuestra vida, ya que nada puede contar como medio excepto a la luz de un valor que consideremos un fin en sí mismo. Si no tuviéramos propósitos definitorios —si todo se redujera a medios instrumentales— sería imposible entender el sentido de hacer alguna cosa. A diferencia de la fe religiosa, la fe secular reconoce que los propósitos definitorios de nuestra vida dependen de nuestros compromisos. La autoridad de nuestras normas no puede ser establecida por revelación divina o por propiedades naturales, sino que debe ser instituida, sostenida y justificada por nuestras prácticas. El hecho de que no apelemos a fuerzas misteriosas o a una autoridad sobrenatural no significa (como afirma Weber) que creamos que todo puede ser dominado mediante el cálculo. Al contrario, tener fe secular es reconocer que dependemos esencialmente de —y respondemos ante— otras personas que no pueden ser dominadas o controladas, ya que todos somos seres libres y finitos.

    Del mismo modo, podemos poner en tela de juicio, impugnar y revisar las normas a la luz de las cuales vivimos nuestra vida. Lejos de ser un impedimento para la «verdadera comunidad», el reconocimiento de que somos responsables de la forma de nuestra vida compartida ocupa un lugar central del compromiso moderno y secular con la democracia. No obstante, como otros teólogos políticos, Weber no tiene fe en la democracia en cuanto poder real del pueblo, sino que cree que la democracia debe estar subordinada a un líder carismático (un Führer, como Weber designó la función quince años antes del ascenso de Hitler al poder). Sin un líder que ocupe el puesto de una autoridad religiosa, la democracia no tendrá presuntamente un «alma» que dé vida, ya que para Weber ninguna característica de la vida secular puede, por sí misma, unir a las personas en una verdadera comunidad.[7]

    Por lo tanto, aunque Weber se presenta como alguien que ofrece un diagnóstico «neutral en cuanto a los valores», su evaluación negativa de las posibilidades de la vida secular delata sus supuestos religiosos. Por supuestos religiosos no quiero decir que Weber creyera en Dios o en la eternidad, sino que contempla nuestra finitud como una limitación negativa y asume que la vida secular adolece necesariamente de falta de sentido. Weber se enorgullece de tener el valor de enfrentarse al «vacío» de la vida sin religión —a diferencia de aquellos a quienes «este destino de nuestros tiempos les resulta insoportable» y huyen al «seno de las antiguas iglesias»—,[8] pero su idea de la vida secular como vacía o sinsentido es en sí misma una noción religiosa.

    Así, cuando Weber afirma que el compromiso con el progreso terrenal hace que nuestra vida carezca de sentido en lugar de tenerlo, apela a la autoridad de un autor devotamente religioso como León Tolstói. Toda la argumentación de Weber muestra aquí una sorprendente incapacidad para comprender la dinámica de vivir una vida libre y finita. Al parecer, Weber cree que una vida plena debería conducirnos a una sensación o culminación final, en la que uno ya ha vivido lo «suficiente» y puede recibir la propia muerte como algo «significativo». Se trata de una visión muy equivocada de lo que significa ser una persona que vive su vida. Ser persona no es un objetivo que alcanzar, sino un fin que mantener.

    Por ejemplo, si siento que mi vocación es la sociología (como Weber), entiendo el significado de mi vida en razón de mi voluntad de ser sociólogo. Ser sociólogo no es un proyecto que pueda completarse, sino un propósito en aras del cual vivo mi vida y me dedico a lo que hago. Si mi vida como sociólogo es satisfactoria, eso no significa que me haya cansado de ser sociólogo. Por el contrario, significa que estoy comprometido con defender y mantener mi vida como sociólogo. Aun en el caso de que me retire como sociólogo y me dedique a otras actividades, sigo comprometido con ser sociólogo en la medida en que me identifique con el trabajo realizado (una identificación que puede incluir la revisión de mis opiniones o la admisión de que el trabajo de otros ha superado el mío). Si de verdad me hubiera cansado de ser sociólogo —si realmente hubiera tenido «suficiente»—, eso significaría mi renuncia a cualquier forma de preocupación por el trabajo realizado y por la persona que era en cuanto que sociólogo. Sin embargo, aunque deje de ser sociólogo, mi vida no estará completa. Mientras viva mi vida, tengo que estar comprometido con uno o varios propósitos —por ejemplo, estar jubilado, ser abuela, ser ciudadana, ser amigo— que definan quién creo ser. Vivir mi vida no es un proceso que pueda terminar en un cumplimiento final, sino una actividad que tengo que mantener por el bien de algo que me importa. Incluso si se viene abajo algún propósito definitorio de mi vida, el desmoronamiento me importa porque me esfuerzo por tener un propósito. La actividad de conducir mi propia vida —mi esfuerzo por tener un propósito— ni siquiera en principio puede completarse. Si mi vida estuviera completa, no sería mi vida, ya que se habría terminado. Al vivir mi vida, no me esfuerzo por lograr una imposible realización completa de quien soy, sino por la posible y frágil coherencia de lo que intento ser: mantener unidos los compromisos que definen la persona que creo ser y ser receptivo a ellos. Llevar una vida satisfactoria no significa alcanzar un estado de consumación, sino comprometerme con lo que hago y arriesgarme en actividades que me importan.

    Por el mismo motivo, si llego a un punto en el que acojo la muerte porque estoy hasta el gorro de mí, eso no significa que haya alcanzado una vida plena ni que revele su sentido final. Al contrario, si ya me he «cansado» de vivir, quiere decir que he fracasado en mi intento por llevar una vida con sentido. La muerte no puede ser una conclusión significativa de mi vida, ya que mi vida no es algo que pueda «estar» completo. Mi muerte no es algo que pueda experimentar como la culminación de algo, ya que excluye mi existencia. Mientras mi vida sea mía —en tanto que viva mi vida—, el libro de mi vida sigue abierto, y no es posible ni deseable «acabar» con uno mismo.

    Al contrario de lo que sostiene Weber, no hay ninguna relación entre vivir una vida con sentido y aceptar la muerte como la supuesta culminación de la vida. Mientras nos importe nuestra vida, estamos comprometidos con su continuación (más que con su cumplimiento).

    Por la misma razón, el compromiso con la posibilidad de progreso —que implica que lo que nos importa va más allá y no puede «completarse» durante nuestra existencia— no hace que nuestra vida carezca de sentido. Al contrario, parte del significado de lo que hacemos es que puede tener un significado para generaciones futuras y hacer que sus vidas sean mejores que las nuestras.[9]

    Si tomamos en serio la posibilidad de progreso democrático, deberíamos oponernos a la nostalgia conservadora de Weber de un mundo premoderno y encantado. Como ha sostenido el crítico Bruce Robbins en un detallado análisis de Weber, «la sugerencia de que solía existir una verdadera comunidad omite cualquier consideración sobre los excluidos de dicha comunidad: los esclavos y las mujeres de la antigua Grecia, por escoger al azar entre una larga serie de ejemplos. El dictamen sobre la autenticidad de la comunidad dependerá de a quién se consulte sobre su experiencia. Si se preguntase a los trabajadores sin tierra de la Edad Media, tal comunidad podría parecer menos incuestionablemente auténtica».[10] Es más, si los trabajadores de hoy en día expresan un mayor descontento con su vida que el campesino de antaño imaginado por Weber, es «consecuencia de haber aumentado las expectativas más que del desencantamiento; un producto del progreso democrático que debe compararse con siglos de resignación de los pobres a su inevitable destino social. No, entonces no había malestar. ¿Por qué? Porque la gente sabía cuál era su lugar».[11] Por lo tanto, podemos ofrecer un diagnóstico de nuestro difícil dilema bastante diferente al propuesto por Weber y sus seguidores. El descontento de nuestro actual estado de secularización no se debe a la idea de progreso. Como enfatiza Robbins, el descontento se debe más bien al «fracaso del progreso», más concretamente, a nuestra «incapacidad de lograr un nivel de justicia social que el mundo premoderno ni siquiera trató de alcanzar».[12]

    La clave para tal entendimiento de la promesa de la vida secular puede encontrarse en la obra de Karl Marx. El pensamiento de Marx se confunde a menudo con los regímenes comunistas totalitarios del siglo XX, pero yo sostendré que se trata del máximo heredero del compromiso secular con la libertad y la democracia. A diferencia de Weber y otros teólogos políticos, Marx no tiene nostalgia del mundo premoderno. Por el contrario, deja claro que tanto el capitalismo como el liberalismo son condiciones históricas de posibilidad para la emancipación que él defiende. Por eso Marx, en su crítica al capitalismo y al liberalismo, discrepa de estas formas de vida bajo sus propios términos. Aspira a demostrar que el capitalismo y el liberalismo requieren su propia superación de conformidad con el compromiso secular con la libertad y la democracia arraigado en su interior.

    En la época en que vivió Marx —y después con sus escritos como inspiración— existía un creciente reconocimiento secular de que somos lo que hacemos y que podemos hacer las cosas de manera diferente. No tenemos que estar sometidos a las leyes de la religión o del capital, sino que podemos transformar nuestra situación histórica mediante la acción colectiva y crear instituciones para el libre desarrollo de los sujetos sociales como fin en sí mismo.

    Así pues, a finales del siglo XIX y principios del XX —durante las mismas décadas en las que Weber se lamentó de la supuesta pérdida de la «verdadera comunidad»—, los trabajadores formaron organizaciones socialistas democráticas que proporcionaron un sentido de identidad y solidaridad práctica, así como un propósito ético y político. Los movimientos obreros organizaron grupos de jóvenes, coros, clubes de lectura, equipos deportivos y otras actividades comunitarias. Se perseguía la democracia sobre el terreno mediante la publicación de periódicos y revistas diarias que servían de foro para el debate continuo y abierto sobre los retos y objetivos del movimiento. Se ofreció la posibilidad de estudiar a trabajadores de todo tipo, las mujeres se unieron en busca de su propia emancipación y hubo una causa común en el esfuerzo compartido por construir una sociedad mejor. Las palabras de un minero alemán, de treinta y tres años y con ocho hijos, se hacen eco del testimonio de muchos trabajadores de esta época. «El movimiento obrero moderno —dijo en 1912— me enriquece a mí y a todos mis amigos a través de la creciente luz del reconocimiento. Comprendemos que ya no somos el yunque, sino el martillo que forma el futuro de nuestros hijos, y ese sentimiento vale más que el oro».[13] Este sentido de libertad espiritual —de que podemos ser los sujetos de nuestra historia y no estar meramente sujetos a nuestra historia— constituye el núcleo de la idea de emancipación de Marx.

    La creciente solidaridad internacional de los movimientos obreros fue en gran parte destruida por la Primera Guerra Mundial, que estalló en 1914. En el momento de la Revolución rusa, en 1917, las condiciones materiales y sociales para crear una nueva forma de sociedad estaban prácticamente en ruinas. Como señaló entonces la gran pensadora política, feminista y activista Rosa Luxemburg, Rusia era «un país aislado, agotado por la guerra, estrangulado por el imperialismo y traicionado por el proletariado internacional».[14] Bajo tales circunstancias, era prácticamente imposible alcanzar un socialismo democrático modélico. Como dijo Luxemburg, no se podía esperar que los revolucionarios «hicieran milagros», sino que debían entenderse «en los límites de las posibilidades históricas».[15] Sin embargo, ya durante las primeras etapas de la Revolución rusa, Luxemburg advirtió con razón de los peligros de hacer de la necesidad virtud y perder el compromiso con la democracia. Sería fatal, sostuvo, que los revolucionarios tuvieran que «cristalizar en un sistema teórico integral toda la táctica a la que se vieron arrastrados por estas fatales circunstancias» e « introducir como nuevas adquisiciones todos los desaciertos cometidos en Rusia por necesidad y fuerza mayor, desaciertos que en última instancia fueron solo repercusiones de la bancarrota del socialismo internacional en esta guerra mundial».[16]

    La bancarrota estaría en plena vigencia en la época de Stalin y Mao. Nadie que en la actualidad apoye las ideas de Marx debería justificar de ningún modo esos regímenes totalitarios, los cuales no lograron entender, ni en la práctica ni en la teoría, las ideas de Marx. Para recuperar y desarrollar las ideas de Marx en una nueva dirección, necesitamos, en cambio, abordar la cuestión fundamental de la libertad a la que él se refiere.

    Ello es tanto más importante cuanto que en las últimas décadas el programa de la derecha política se ha apropiado de la exhortación a la libertad, donde la idea de libertad sirve para defender «el libre mercado» y se reduce en gran medida a una concepción formal de la libertad individual. En respuesta, muchos pensadores de la izquierda política se han retirado o incluso han rechazado de forma expresa la idea de libertad, lo cual es un error garrafal. Cualquier política emancipadora —así como cualquier crítica al capitalismo— exige un concepto de libertad. Solo a la luz de un compromiso con la libertad podemos hacer que cualquier cosa sea inteligible como opresión, explotación o alienación. Además, solo a la luz de un compromiso con la libertad podemos dar razón de lo que estamos intentando conseguir y de por qué eso es importante.

    Por consiguiente, no podemos entender la crítica de Marx al capitalismo a menos que entendamos la idea de libertad con la que está comprometido. Entender esta noción requiere comprender por qué cuestiones relativas a la economía y a las condiciones materiales son inseparables de toda cuestión espiritual de libertad. La organización económica de nuestra sociedad no es un mero medio instrumental para la persecución de fines individuales. Más bien, nuestra economía compartida es en sí misma una expresión de cómo entendemos la relación entre medios y fines. Los asuntos económicos no son abstractos, sino que afectan a cuestiones más generales y concretas sobre lo que hacemos con nuestro tiempo. Como mostraré en detalle, la forma en la que organizamos nuestra economía es intrínseca a la manera en la que vivimos juntos y a lo que valoramos de manera conjunta.

    Desde sus primeras obras hasta las últimas, los análisis de Marx sobre las cuestiones económicas parten de una comprensión filosófica de lo que significa estar vivo y ser libre. Todos los seres vivos son finitos, tanto en el sentido de que no son autosuficientes como en el de que pueden morir. Por tanto, los seres vivos deben aprovechar su entorno para mantenerse. Un ser vivo no puede limitarse a existir, sino que debe hacer algo para seguir con vida. La necesidad del organismo vivo de sostenerse a sí mismo —el trabajo requerido para permanecer con vida— define en grado mínimo lo que Marx llama el reino de la necesidad. Porque somos seres vivos, debemos trabajar para mantenernos. Sin embargo, no todo el tiempo del que disponemos es necesario para garantizar nuestra supervivencia biológica, por lo que para nosotros lo que debemos hacer con el excedente de tiempo es una cuestión abierta. Por eso, para Marx, también vivimos en el reino de la libertad. Somos capaces de participar en las actividades de nuestra vida diaria en cuanto que actividades libres, ya que podemos preguntarnos qué hacer y si eso es lo correcto.

    Además, gracias a las innovaciones tecnológicas (desde las herramientas más sencillas hasta las máquinas más avanzadas) podemos reducir el tiempo que debemos emplear para asegurar nuestra supervivencia, sustituyendo gran parte de nuestro trabajo vivo por trabajo muerto u objetivado para producir bienes sociales. Podemos así reducir nuestro reino de necesidad (el tiempo requerido para mantenernos vivos) y aumentar nuestro reino de libertad (el tiempo disponible para actividades que consideramos fines en sí mismas, lo que incluye el tiempo para abordar la cuestión de lo que nos importa y de qué actividades deberíamos considerar fines en sí mismas).

    El ejercicio de nuestra libertad espiritual depende tanto de las condiciones materiales de producción como de las relaciones sociales de reconocimiento. En la medida en que pasamos nuestro tiempo trabajando en un empleo que no nos satisface, sino que simplemente sirve como medio para nuestra supervivencia, nuestro tiempo de trabajo no es libre, ya que no podemos afirmar que lo que hacemos sea expresión de lo que somos. En lugar de ser libres para abordar la cuestión de lo que hace que nuestra vida merezca la pena —la cuestión de lo que deberíamos hacer con nuestro tiempo—, nuestra vida está hipotecada a una forma de trabajo necesaria para nuestra supervivencia. Para vivir una vida libre, no basta con tener el derecho a la libertad. Debemos tener acceso a los recursos materiales, así como a las formas de educación que nos permitan perseguir nuestra libertad y «poseer» la cuestión de qué hacer con nuestro tiempo. Lo que nos pertenece a cada uno —lo que es irreductiblemente nuestro— no es la propiedad o los bienes, sino el tiempo de nuestra vida.

    Para ser claros, el énfasis en mi propia vida —o en tu propia vida— no está en contradicción con la sociabilidad. Como subraya Marx: «Mi propia existencia es una actividad social, por esta razón, lo que yo mismo produzco lo produzco para la sociedad y con la conciencia de actuar como ser social».[17] Por lo tanto, «poseer» tu vida no es ser independiente, sino ser capaz de reconocer tu dependencia. Un buen ejemplo es la experiencia del amor. Cuando se ama a alguien —por ejemplo, como amigo, como padre, como compañero de vida— nuestra dependencia del otro no es una restricción que nos impida ser libres. Más bien, nuestra dependencia del otro pertenece a la vida que afirmamos como propia. Actuar en nombre

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