Cinco Nébulas de Obsesión
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Patricia R. Bazán
Patricia R. Bazán es profesora de idiomas y literatura en la Fairleigh Dickinson University de Madison, estado de New Jersey (EE.UU.). Previas obras, incluyen publicaciones y ponencias sobre la identidad latina estadounidense como híbrido del mundo hispanohablante.
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Cinco Nébulas de Obsesión - Patricia R. Bazán
Cinco Nébulas de Obsesión
Patricia R. Bazán
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
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© Patricia R. Bazán, 2019
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com www.universodeletras.com
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417740504
ISBN eBook: 9788417741532
Para Aurora y Verónica, las nébulas
más brillantes de mi universo.
Llaneros Solitarios
«La piedad carece de sentido filantrópico, si en verdad, el piadoso no la ejerce obedeciendo sólo a los impulsos de su espíritu caritativo. El mero cumplimiento del deber insensible y la fría obligación a la acción humanitaria no se identifican con los elevados valores del altruismo».
Víctor González Villarreal
Filósofo peruano
Las mañanas no eran las predilectas de Jerónima, Angustias y Sebastián porque las cicatrices no se habían formado todavía a esa hora. No necesitaban comunicarse para entenderse y la gente sospechaba que entre el trío existía una telepatía demoníaca. Se sabía que tal conexión era más profunda de noche que de día sobretodo durante los períodos de locura de su abuela. Si bien el dolor los había curtido de tanto golpe y vivía asentado en su piel, a veces era tan agudo y ardiente que el intentar sentarse les causaba pavor. Los vecinos del Jirón Huancavelica especulaban las razones que tendría la abuelita para golpear tanto a sus nietecitos, ya que se enorgullecía de los mayores por ser los más obedientes. Doña Perpetua se pasaba la vida alabando la inteligencia y formalidad de los hijos de su hija mayor, a la que amenazó con desalojar si regresaba con su padre. El barrio entero, al verlos asistir al colegio con las marcas en las piernas y los brazos, cuchicheaban:
—«Condenada viejita. ¡Qué se le habrá dado esta vez por castigar a los infelices!»
Los chicos arrastraban su cruz y reafirmaban el amor a la abuela que era padre y madre para ellos gracias a la inmadurez de su primogénita. Al pasar los años los moretones dejarían marcas indelebles en sus almas y cada uno cargaría con su muerto a la espalda sin dejar de recrear a la señorona en un hombre o una mujer. Almas en pena. Penas de alma. Pena.
La única que estuvo al lado de Doña Perpetua la noche que murió fue Angustias. Por su clarividencia, fue elegida la albacea de las muertes familiares y la encargada a despachar al otro mundo a los miembros de su familia. Así le tocó escuchar la confesión entera de su abuela, quien muriera convencida de que sus nietos habían sido su mejor obra y cuyo abuso omitió a la hora del inventario de sus acciones. Con devoción, Angustias tomó nota de las persecuciones de cuñado cuando era solo una niña; los ejemplos de severidad de su padre, el héroe nacional; los vituperios de las novicias de Chaclacayo y la culpabilidad de haber dejado el convento; las vergüenzas que aguantó al enterarse de que su amado esposo, el filósofo de la familia, tenía putas por todo Lima por el repudio de ella a acostarse con su marido después de la muerte de su hijo menor. Sus ojos habían dejado de producir lágrimas, pues se le habían secado después de la caída. Todo lo relataba con frialdad, recordando que cuando se trataba de sus nietos, sin embargo, extasiadas sonrisas asomaban.
Las fechorías meritorias de castigo eran las mismas: un quilo de uvas tenía que alcanzar para toda la familia y los niños las robaban una por una hasta que el quilo pasaba a ser un cuarto. Las palizas constituían la primera parte del calvario puesto que los niños habrían de pasar varias horas en el patio después, cuarto frío y a la intemperie donde se acurrucaban y se abrazaban como demostración de su solidaridad. Había que tener cuidado, pues la sangre se les secaba en la piel y el desgarre lanzaba un gemido aún más debilitante. Para protegerse del frío tímido y cruel que azotaba Lima en julio, se sentaban juntos, doblaban las rodillas y extendían las manitos hasta formar una manta humana para abrigarse mejor.
Las tardes eran eternas porque la abuelita se olvidaba de su existencia: así aprenderán a ser más altruistas, refunfuñaba. Después de todo, la situación económica estaba tan mal en la casa que un quilo de uvas negras tenían que alcanzar para ocho bocas. El sollozo de las criaturas pidiendo algo caliente la despertaba de su letargo:
—«¡Ay, Caramba, los chicos están en el patio!», gritaba a la vez que acudía a la parte trasera de la casa para dejarlos entrar en fila india, tullidos.
El episodio se repitió no tanto por las acciones desmemoriadas de la vieja sino por la mala conducta de los niños. Cada uno llevaría su parte en las recónditas profundidades de su espíritu con el riesgo de que se les congelara la humanidad en sus años mozos. Jerónima no conoció nunca el amor y compartió incontables camas; Angustias, tras cuatro matrimonios y diez hijos que crió gracias a la ayuda de su hermana, permaneció sola en la casa; Sebastián encontró refugio en la sotana y terminó en Roma. A pesar de sus tiernos diez años, el niño era al que más le caía porque no sabía ni defenderse ni mentir. Era inquieto y después de tres expulsiones como interno en los colegios salesianos, algo que venía a costa de grandes sacrificios económicos, su madre y su abuela cayeron en cuenta de que habían agotado las escuelas y lo mandaron traer a Lima a vivir con el resto de la familia. Las niñas ingresaron internas al mejor colegio de monjas del Perú, un internado exclusivo fundado por monjas españolas en Huancayo, donde pasaron más de seis años hasta cumplir los doce.