El esquema de Von Neumann
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Al mismo tiempo, Mama Irma, Ada y Grace, empiezan a ver como su mundo cambia drásticamente. Sus destinos, aunque no lo sepan, están condenados a encontrarse. Mientras, la humanidad se adentra en un momento de cambio sin precedentes; es posible que sus últimas preguntas sean respondidas…
Despierta. Es el momento de la disrupción.
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El esquema de Von Neumann - Jacobo Roda Segarra
Biografía
Mama Irma
Mama Irma, despierta. Es el momento de la disrupción.
Mama Irma apartó de un manotazo los faldones del mantel, se puso de rodillas y destapó, bajo la mesa camilla, el brasero. Con unas pinzas de hierro alargadas atizó las yescas, que chisporrotearon tiñendo de rojo el interior de la caravana. La mujer sudaba con profusión, pero era preciso mantener esa temperatura para sus clientes. Formaba parte del espectáculo. Al volver a tapar el brasero, la mujer soltó un alarido. Se miró el dedo que acababa de lastimarse, maldijo a voz de grito y salió del vehículo, encerrando el sofocante ambiente tras un seco portazo.
—¿Va todo bien, Mama Irma? —Era una voz de hombre desde la caravana contigua.
La mujer no contestó. En su lugar se chupó el magullado dedo. El fresco del exterior resultaba reconfortante frente al ambiente recargado de su lugar de trabajo. El atardecer estaba en las últimas y un olor a leña quemada le llegaba desde algún otro lugar del caótico campamento. Aquella invisible pero cercana fogata olía a cenas, corrillos y confesiones entre unos desconocidos que, a pesar de ello, se sentían muy unidos al compartir aquel lugar en los márgenes de la civilización.
—¿Ya has cabreado a algún cliente? —Un hombre enjuto y alargado, como un esqueleto con andares delicados, se asomó por el porche. Mama Irma se sacó el dedo de la boca y, tras meditar unos segundos la réplica, escupió:
—¿Por qué no te vas a tomar por culo, Boris? —A continuación, volvió a meterse el dedo en la boca.
El hombre soltó una larga carcajada. Las costillas, que se le distinguían a la perfección debajo de una vieja camiseta agujereada de los Scorpions, empezaron a moverse arriba y abajo como una camioneta traqueteando sobre un camino empedrado.
—No te lo tomes así, mujer —dijo el hombre y, acto seguido, se sentó sobre el suelo, unos metros delante de Mama Irma, arqueado hacia adelante a punto de enrollarse sobre sí mismo como un bicho bola. Mama Irma se dio cuenta de que los huesos de la espalda resultaban igual de evidentes que las costillas. Una suerte de bultos puntiagudos sobresaliendo aquí y allá, desordenadamente, como una bolsa de piel rellena de engranajes sueltos y rotos. Mama Irma se preguntó si hubiera accedido a dedicar su vida al contorsionismo de haber sabido las secuelas que iba a dejar en su cuerpo; por un momento sintió pena por él y se relajó.
—No es nada, de verdad. —Se miró el dedo. Le iba a salir un buen moretón—. Puedes volver a meterte en el baúl del que has salido. —El comentario estaba totalmente desprovisto de acritud, pero Boris no lo entendió así.
—Un día duro, ¿eh?
—¿Qué tendrá que ver mi día con haberme pillado el dedo con el brasero? —bufó Mama Irma.
Y, a pesar de esto, Boris estaba en lo cierto. El mal humor de Mama Irma no se debía en absoluto al accidente con la tapa del brasero. Aquella culebra humana que hacía llamarse Boris el Contorsionista era casi tan flexible llegando a la esencia de los problemas de la gente como cuando interpretaba uno de sus espectáculos delante del público. Boris el Contorsionista, un superhombre capaz de plegarse como un origami para caber en un baúl de cuarenta y cinco por sesenta. Boris el Contorsionista, un despojo humano que tenía los tendones tan sueltos que podía usarlos de lazo para un regalo. Boris el Contorsionista, un desconocido en aquel poblado diésel sobre neumáticos. Boris el Contorsionista, un blanquito que, a pesar de una divergencia importante con el tono de piel de Mama Irma, era lo más parecido a un hermano que la mujer tenía en aquel lugar a miles de kilómetros de su hogar.
—¿Qué ocurrió, Mama Irma, no le dijiste lo que quería oír?
La mujer enfocó sus pupilas en el infinito y se sumergió en el recuerdo de los sucesos de esa misma mañana. No, no era exactamente eso. Mama Irma siempre seguía la misma estrategia con los clientes que acudían a ella buscando respuestas en las cartas. El marcado estrabismo de la mujer le permitía analizar las respuestas involuntarias en el rostro de sus clientes sin que ellos se dieran cuenta. Parecía que estuviera mirando las cartas cuando, en realidad, escrutaba la sudoración de la frente, un tic involuntario o una abrupta dilatación de las pupilas. Todo ello mientras soltaba una sarta de ambigüedades e imprecisiones, simplemente para ver cuál era la que provocaba alguna reacción. Mama Irma llamaba a este proceso «echar la red para pescar». No, no es que le hubiera dicho algo que no quería oír. Más bien todo lo contrario: se lo había contado todo.
Gloria, de treinta y cuatro años de edad, blanquita, rubia, esbelta y, tal