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La vida en silencio
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Libro electrónico139 páginas2 horas

La vida en silencio

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La familia de Paco, un niño natural de Tacoronte, decide ingresarlo en un internado de Madrid en 1919. La deficiencia que padecía, hacía necesario su traslado y la dramática separación de su familia quien termina por reconocer que solo en un colegio especializado en la enseñanza del habla y de la lectura labial, el pequeño, podrá salir de su mutismo e integrarse en una sociedad que, en aquel momento, él considera hostil. Lázaro, impotente al verse incapaz de explicarle a su hijo el motivo de aquel abandono, regresa a Tenerife con el ánimo desgarrado. El tiempo y las visitas que le irá haciendo, recompondrán los jirones hasta el punto de tener el convencimiento de lo trascendental que había sido aquella decisión. Paco, ya casi un hombre, después de estar interno durante diez años, logrando los objetivos que se le habían planteado, retorna a la isla comprobando que es capaz de comunicarse con su entorno y de poder vivir con desenvoltura. Sin embargo, no todo el mundo piensa lo mismo: alguien se encarga de romper el espejismo. Años más tarde, Rosa descubrirá, por azar, algo que desconocía de su tío y que la llenará de alegría.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento1 dic 2020
ISBN9788417263935
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    La vida en silencio - Ana García-Ramos del Castillo

    Medina

    I

    Una mañana soleada y fresca recibió a Rosa cuando se apeó del taxi que la dejaba en el inicio del camino de La Caridad.

    Tras algunos años de ausencia, regresaba al hogar de sus abuelos alertada por una noticia que había leído en la prensa. Al parecer, varias casas deshabitadas de la zona habían sido asaltadas por aquellos días.

    Con la esperanza de que el antiguo hogar familiar no fuera una de ellas, inició el camino que, serpenteante, se desplegaba en suave declive.

    Al compás de sus pasos su memoria rescataba las imágenes que, del lugar, atesoraba desde la infancia. Impresiones que no se correspondían con lo que ahora contemplaba. Cada evocación se desdibujaba conforme la realidad se hacía patente.

    Los recuerdos brotaban nítidos aflorando desde el pasado menos inmediato. Emergían braceando en el mar de los olvidos, llegando a la superficie tan intactos que a Rosa le parecía estar retrocediendo muchas décadas en el tiempo.

    Sin embargo, el paisaje que veía era otro, el presente difuminaba los contornos idílicos de sus evocaciones infantiles.

    En el primer tramo de la vía, ahora angosta carretera secundaria en donde los coches pasaban veloces, los altos parapetos impedían la visión que, más allá de ellos, ofrecía la campiña tacorontera.

    Algún árbol adosado a los muros le recordaba a Rosa los muchos que hubo antaño orillando las cunetas.

    El antiguo camino de tierra rojiza, apisonada por el tránsito de carros y caballos, en el que unas pocas casonas solariegas se desperdigaban arropadas por sus huertos y jardines, se había convertido en calle asfaltada en la que convivían el pasado y el presente sin llegar a ser buenos vecinos.

    En algunos tramos, la arboleda de acacias se mantenía frondosa dando cobijo al caminante, dejando constancia de que el verdor y la frescura fueron atributos de todo el trayecto. De sus ramas tortuosas se descolgaban, impasibles, racimos de flores blancas, casi etéreas, cuyo aroma se percibía a distancia.

    Al pie de los árboles aún permanecían los restos de los muretes de piedra que, siglos atrás, delimitaban los márgenes del largo camino. La hiedra reptaba infatigable abrazando los cantos, logrando, en ocasiones, que la pared se adivinara bajo el manto tupido de sus hojas.

    Rosa andaba despacio. Llevaba el remordimiento prendido en sus pasos. Sumergida en la vorágine de su propia vida, más de una vez se había acordado de lo abandonada que estaba la casa. Desde que dejaran de ir los veranos, la sólida construcción había ido languideciendo. Nadie cuidaba ya del coqueto jardincillo de la entrada, otrora rebosante de rosas fragantes. Nadie abría los postigos de las ventanas para que el sol de la mañana templase las estancias. Nadie vivía en la casa. Solo Rosa, de cuando en cuando, desde la distancia, se trasladaba allí mentalmente. Arrastrada por la nostalgia, de su mano revivía las horas felices de su infancia. En especial aquellas que le había regalado su tío Paco.

    Según avanzaba, reconocía las viviendas de los que fueron amigos de los abuelos: la de Andrés Castro, quien, en la década de los cincuenta, había formado parte del flujo isleño que tuvo que emigrar a Venezuela. Tras años de abandono, habían vuelto a habitar la casa los descendientes retornados del matrimonio tacorontero. Al pasar por delante, Rosa vio cómo desde una ventana alguien descorría una cortina sin reparar en su presencia.

    Contigua a esta, se mantenía airosa la que había sido propiedad de Joaquín Fariña, quien había vivido lo suficiente como para conocer al nieto que ahora la habitaba. A Rosa le pareció entrever su silueta achacosa rastrillando las hojas bajo los frutales de su huerta.

    Tras la casa, el camino a sus ojos se volvía ajeno. Un tramo nuevo en el que se asentaban recientes construcciones surgidas al abrigo del auge inmobiliario. Tacoronte, como otros muchos pueblos, también había sucumbido a la epidemia constructiva.

    En el siguiente recodo de la senda, vislumbró, por fin, la casa familiar aparentemente intacta. Apretó el paso, ansiosa por comprobar lo que deseaba. Sus anhelos se desvanecieron al aproximarse. Al pie de la zarza que campaba en el pequeño jardincillo de la entrada, la angustia le ahuecó el pecho al contemplar cómo la hoja derecha de la puerta estaba entreabierta.

    Sorteando la tupida maleza consiguió llegar hasta el umbral. La cerradura, reventada, descansaba sobre el enlosado hidráulico del pequeño corredor.

    Empujó con esfuerzo la hoja hasta plegarla por completo. El blanco de las paredes revivió por efecto de la luz que, a raudales, se filtraba por el hueco abierto. La claridad evidenció que en el suelo yacían esparcidas grupos de fotografías amarilleadas por el tiempo.

    Una ráfaga de aire fresco de la calle entró alborotando los retratos. Revolotearon un instante y volvieron a reposar sobre el polvo del suelo.

    Mientras los recogía, Rosa luchaba por contener el llanto. Uno a uno los frotaba contra su vestido intentando borrarles el rastro de las pisadas, las huellas del desprecio.

    La estela de imágenes se prolongaba hasta entrar en la primera habitación de la izquierda, el único lugar de la casa que permanecía casi intacto desde que Paco faltara. Rosa reunió fuerzas para adentrarse en la penumbra. A tientas, guiada por su memoria, recorrió los pocos pasos que llevaban hasta la ventana. Palpó el cerrojo de los postigos y, tras un leve forcejeo, consiguió que se abriera. La luz constató el destrozo: las paredes desnudas, los muebles volcados, la cama alborotada, el armario de par en par abierto y su contenido desperdigado tapizando el suelo. La memoria de Paco, sus cosas, yacían allí hechas pedazos.

    Le pareció de repente estar contemplando los restos de un naufragio. Varados sobre el polvo del pavimento descansaban destrozados sus recuerdos, igual que en las playas encallaban las cuadernas de los viejos barcos afondados por las tormentas.

    Desanimada, impotente, maldijo a aquellos que habían osado profanar todo lo que aquella habitación atesoraba. En aquel espacio, hasta entonces, se preservaban inalterables los retazos de la vida de su tío más querido, aquel que se había desvivido por darle la más mágica de las infancias.

    Mientras buscaba en su bolso el móvil y efectuaba una llamada, trató de serenarse. En algo más de una hora, el cerrajero con el que había contactado acudiría para instalar una cerradura nueva.

    Con entereza se quitó el abrigo, lo colgó de un perchero que pendía de la pared, se arremangó las mangas de la blusa y se dirigió a la ventana. Con poco esfuerzo logró deslizar la hoja y sujetarla con los topes metálicos. Una vaharada de aire fresco inundó el cuarto vivificando la densa atmósfera que se respiraba.

    Decidida, Rosa se puso a la tarea de poner orden en aquel caos. Recolocó el colchón sobre la cama y lo cubrió con la colcha de ganchillo que habían dejado ovillada en una silla. Estirado el cobertor, le sirvió para colocar sobre él las cajas vacías que fue recogiendo del suelo. Su contenido, desperdigado por todas partes, lo fue reuniendo según un orden que apenas recordaba.

    Agrupó las fotos de los abuelos. Se sorprendió al pensar que hacía más de un siglo que aquella pareja de recién casados sonreía a la cámara delante de un bucólico decorado. Los retratados ya no estaban, pero su felicidad de entonces continuaba pareciendo eterna. Rosa elevó la estampa dirigiéndola hacia la luz que entraba por la ventana. Los detalles de la imagen aún se mantenían nítidos. Al bajar la mirada, se vio reflejada en la luna del espejo del armario. Le pareció extraña la imagen que el cristal le devolvía de sí misma. Las ensoñaciones del pasado se desvanecían por obra de la realidad palpable que el azogue le mostraba.

    Con delicadeza deslizó las yemas de sus dedos siguiendo el contorno de los rostros. El abuelo, en aquellos años, lucía un bigote con las puntas vueltas hacia arriba, engominado tal y como dictaba la moda. A la abuela, el corsé le afinaba el talle y la mantilla de encaje le cubría las ondas de su pelo rubio.

    Las fotos nupciales las fue depositando en el fondo de una caja que en otros tiempos había sido de jabones perfumados. En orden, fue recogiendo de la colcha las que representaban al abuelo con cada uno de sus hijos. Rosa sabía que con cada nuevo alumbramiento Lázaro tenía el gusto de ir en el tranvía hasta el número treinta y cuatro de la calle San Francisco en Santa Cruz para que el propietario de La Fotografía Alemana lo retratara con el recién nacido en los brazos. Los bebés cambiaban, pero la expresión de orgullo del padre era la misma.

    Rosa recogió la de Lola. La primera y única hija. El abuelo, muy joven, miraba a la cámara fijamente, mientras sujetaba en sus brazos el envoltorio de mantitas del que asomaba, redonda y pequeña, la cabeza de la niña.

    Las restantes las fue agrupando deteniéndose en cada una de ellas, reconociendo, perfectamente, a qué tío correspondía cada retrato. Cuando sostuvo la de su padre, volvió a acercarla hacia la luz y a pasar suavemente los dedos sobre el rostro diminuto del bebé durmiente.

    Rosa concluyó la serie guardando la su tío Paco. El último en nacer. En septiembre de 1912, Lázaro se había hecho con él aquel retrato, después del cual ya no volvería al estudio a continuar con un ritual que se había repetido cinco veces.

    En la imagen, el abuelo mantenía su mirada intensa y su peculiar bigote, pero el paso del tiempo le dibujaba en el rostro sus primeras arrugas.

    Con Paco en sus brazos, la abuela, a la izquierda, y sus restantes hijos en torno suyo, Lázaro aparecía en una fotografía de las que Rosa encontró bajo la cama. La instantánea había sido sacada ante la trilladora de Guamasa, el ingenio mecánico al cargo del que tantos años estuvo.

    II

    En el piso bajo de su casa de San Agustín, Luisa abría la trampilla de su cocina de leña, introducía unos palos y avivaba el fuego. Faltaban cinco minutos para que, desde el campanil de la torre del Instituto General y Técnico, el reloj marcara las dos de la tarde. En poco tiempo, se abrirían los portalones del centro y saldrían

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