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El alcalde de Casterbridge
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Libro electrónico416 páginas9 horas

El alcalde de Casterbridge

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En una feria de ganado, un hombre borracho vende en pública subasta por cinco guineas a su mujer y a su hija -un bebé de meses- a un marinero. Al día siguiente, resacoso y avergonzado, jura ante Dios que no volverá a beber.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 abr 2021
ISBN9791259714541
El alcalde de Casterbridge
Autor

Thomas Hardy

Thomas Hardy was born in 1840 in Dorchester, Dorset. He enrolled as a student in King’s College, London, but never felt at ease there, seeing himself as socially inferior. This preoccupation with society, particularly the declining rural society, featured heavily in Hardy’s novels, with many of his stories set in the fictional county of Wessex. Since his death in 1928, Hardy has been recognised as a significant poet, influencing The Movement poets in the 1950s and 1960s.

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    El alcalde de Casterbridge - Thomas Hardy

    II

    I

    I

    Un atardecer de finales de verano, antes de que el siglo XIX

    completara su primer tercio, un hombre y una mujer jóvenes, esta con un niño en brazos, se aproximaban caminando al pueblo de Weydon Priors, al norte de Wessex. Iban vestidos con sencillez, aunque la espesa capa de polvo acumulada en el calzado y la ropa tras un viaje evidentemente largo pudiera dar la impresión de que iban mal vestidos.

    El hombre era gallardo, de tez morena y aspecto serio, y el perfil de su cara tenía tan poca inclinación que parecía casi recto. Llevaba una chaqueta corta de pana, más nueva que el resto de su indumentaria, que consistía en un chaleco de fustán con botones de cuerno blancos, pantalones hasta la rodilla del mismo paño, polainas marrones y un sombrero de paja recubierto de brillante lienzo negro. A la espalda, sujeto con una correa, llevaba un capacho, por uno de cuyos extremos sobresalía el puño de una cuchilla de cortar heno y en cuya abertura se veía también un berbiquí. Sus andares, firmes y acompasados, eran los de un campesino hábil, muy distintos de los arrastrados y desgarbados del peón común; con todo, en la manera de levantar y plantar cada pie había una indiferencia tozuda y cínica, muy peculiar, que se manifestaba además en los pliegues del pantalón, que pasaban con regularidad de una pernera a otra conforme avanzaba.

    Sin embargo, lo más curioso de los dos caminantes, que habría llamado la atención de cualquier observador casual, era el completo silencio que observaban. Caminaban tan juntos que, desde lejos, se habría deducido que conversaban de esa manera tranquila, natural y confidencial de quienes tienen mucho que decirse; pero, desde más cerca, se podía distinguir que el hombre iba leyendo, o haciendo como que leía, un pliego de cordel que mantenía precariamente ante sus ojos con la mano que sujetaba la correa del capacho. Solo él habría podido decir con seguridad si hacía esto para eludir una conversación que le atraía poco; su silencio era sistemático, de manera que la mujer se sentía sola en su compañía. Bueno, prácticamente sola, pues llevaba una criatura en los brazos. A veces el codo del hombre le rozaba el hombro, pues ella trataba de mantenerse lo más cerca posible de él sin llegar a tocarlo: no parecía tener la menor intención de cogerlo por el brazo, ni él de ofrecerlo, y lejos de mostrar sorpresa por el descortés silencio de su marido, parecía aceptarlo como algo natural. Si en el pequeño grupo se oía alguna palabra, era el ocasional susurro de la mujer a la criatura, una niña muy pequeña con vestidito corto y botitas azules de punto, y los balbuceos de esta en respuesta.

    El principal —casi único— atractivo de la cara de la joven mujer era su movilidad. Cuando miraba de reojo a la niña se volvía bonita, y hasta hermosa,

    debido particularmente a que, con el movimiento, sus rasgos captaban de forma sesgada los rayos del sol intensamente coloreado, que tornaba iridiscentes sus párpados y nariz y prendía fuego a sus labios. Caminando cansinamente a la sombra de un seto, embebida en sus pensamientos, tenía la expresión dura y semiapática de una mujer convencida de que cualquier cosa es posible por parte del tiempo y el azar, salvo quizá la justicia. Lo primero era obra de la naturaleza; lo segundo, probablemente, de la civilización.

    No cabía duda de que el hombre y la mujer eran matrimonio y padres de la criatura que llevaban. Ningún otro parentesco habría explicado la atmósfera de rutinaria familiaridad que, como una nube, acompañaba al trío durante el camino.

    La mujer mantenía los ojos fijos al frente, aunque sin demostrar interés; el escenario podía haber sido cualquier lugar de cualquier condado de Inglaterra en aquella época del año: una carretera ni recta ni tortuosa, ni llana ni montañosa, bordeada de setos, árboles y otras plantas que habían alcanzado esa fase verdinegra por la que pasan fatalmente las hojas en su mudanza al pardusco, al amarillo y al rojo. El borde herboso del talud y las ramas de los setos más próximos estaban recubiertos del polvo levantado por vehículos apresurados, el mismo polvo que había en la carretera amortiguando sus pisadas como una alfombra; lo cual, unido a la mencionada ausencia de conversación, permitía que se oyera cualquier sonido extraño.

    Durante un buen rato no se oyó ninguno, salvo la vieja y manida canción del crepúsculo de algún pajarillo que sin duda se venía oyendo a la misma hora, y con los mismos trinos, corcheas y breves, desde tiempo inmemorial. Pero, conforme se acercaban al pueblo, fueron llegando a sus oídos gritos y ruidos distantes desde una elevación aún oculta por el follaje. Cuando se divisaron las primeras casas de Weydon Priors, el grupo familiar se cruzó con un labriego, que llevaba al hombro una azada de la que pendía la bolsa de la comida. El lector levantó enseguida los ojos.

    —¿Hay trabajo por aquí? —preguntó con flema señalando con un movimiento del pliego a la aldea que se extendía ante él. Y, creyendo que el labriego no lo comprendía, añadió—: ¿Hay trabajo para un aparvador de heno?

    El labriego había empezado a menear la cabeza.

    —¡Pero hombre! A quién se le ocurre venir a Weydon Priors buscando semejante trabajo en esta época del año…

    —Entonces, ¿hay alguna casa en alquiler, alguna cabaña recién construida o algo por el estilo? —preguntó el otro.

    El pesimista mantuvo su negativa:

    —En Weydon se derriba más que se construye. El año pasado echaron abajo cinco casas, y este tres; y la gente no tiene dónde cobijarse. No, ni siquiera en un chamizo. Así es Weydon Priors.

    El aparvador —pues esto era a todas luces— asintió con cierta altivez. Mirando hacia el pueblo, prosiguió:

    —Sin embargo, parece que algo se mueve ahí, ¿no?

    —Bueno, sí. Son las fiestas del pueblo, aunque lo que usted oye ahora no es más que el vocerío que arman para sacarles el dinero a los niños y los bobos; lo gordo ya ha pasado. Yo he estado trabajando todo el día soportando el estruendo. Pero no he estado ahí; no, señor. Estas fiestas no van conmigo.

    El aparvador y su familia prosiguieron su camino, y pronto entraron en el real de la feria, lleno de tenderetes y establos, donde por la mañana habían sido exhibidos y vendidos cientos de caballos y ovejas, si bien ahora los habían retirado en su mayor parte. A estas horas, tal y como le había comentado el hombre, se notaba ya muy poca actividad; lo más importante era la venta en subasta de unos cuantos animales de segunda categoría que no se habían podido vender antes, despreciados por los mejores comerciantes, los cuales, hecho su negocio, se habían marchado pronto. Sin embargo, la multitud era más densa ahora que durante las horas de la mañana; el contingente de visitantes festivos —gente que había venido a pasar el día, algún que otro soldado con permiso, tenderos del pueblo y otros por el estilo que habían acudido tarde, personas todas ellas que parecían pasárselo bien entre mundinovis, puestos de juguetes, figuras de cera, monstruos ocurrentes, curanderos desinteresados que se desplazaban de un lugar a otro por bien del público, prestidigitadores, vendedores de baratijas y echadores de cartas— había llegado hacía poco.

    Como a ninguno de nuestros dos caminantes les apetecían particularmente todas estas cosas, buscaron una carpa de refrescos entre las muchas que salpicaban el altozano. Dos tiendas, que estaban más cerca de ellos en el resplandor ocre del sol poniente, les parecieron igualmente tentadoras. Una estaba hecha de lienzo nuevo de tono lechoso, y sobre ella ondeaban unas banderas rojas; en su letrero se podía leer:

    «Buena cerveza y sidra caseras». La otra era menos nueva; en la parte trasera sobresalía el tubo pequeño de un fogón de hierro, y en la delantera se podía leer el siguiente rótulo: «Aquí se despacha buena furmity». El hombre sopesó mentalmente ambas inscripciones y se inclinó por la primera de las carpas.

    —No, no. Mejor la otra —dijo la mujer—. A Elizabeth-Jane y a mí nos gusta mucho la furmity; y también te gustará a ti. Sienta muy bien después de una jornada larga y penosa.

    —Yo nunca la he probado —dijo el hombre. Sin embargo, aceptó la propuesta de su mujer, y los tres entraron al punto en la tienda de la furmity.

    El interior estaba animado por una numerosa concurrencia, acomodada alrededor de largas y estrechas mesas que se extendían longitudinalmente a ambos lados de la carpa. Al fondo había un fogón alimentado con fuego de carbón vegetal, sobre el que pendía una gran vasija de barro de tres patas, cuyo pulido y reluciente reborde mostraba que estaba hecho de bronce. La regentaba una cincuentona con cara de bruja y con un delantal blanco que, ya que infundía un aire de respetabilidad a todo lo que cubría, le rodeaba casi toda la cintura. Estaba removiendo lentamente el contenido del puchero. Por toda la tienda se oía el sordo roce de su cucharón con el

    que evitaba que se quemara la mezcla de trigo, harina, leche, uvas pasas, pasas de Corinto, y quién sabe qué más. Todo ello en un añejo recipiente para agua sucia. A su lado, sobre una tabla con mantel blanco apoyada sobre caballetes, se hallaban varias vasijas con los distintos ingredientes.

    Los jóvenes esposos pidieron cada uno un tazón de las humeantes poleadas y se sentaron para saborearlas tranquilamente. La idea había sido buena, pues, como había dicho la mujer, la furmity era una sustancia muy nutritiva y el alimento más adecuado que se podía encontrar en toda la comarca; aunque, para los no acostumbrados a ella, los granos de trigo inflados como pepitas de limón que flotaban sobre la superficie podían ejercer un efecto disuasorio.

    Pero dentro de aquella tienda se guardaba una sorpresa, que el instinto etílico de nuestro hombre no tardó en adivinar. Tras un tímido ataque a su tazón, observó la evolución de la anciana con el rabillo del ojo, y descubrió su juego. Le guiñó el ojo y, en respuesta a su asentimiento, le alargó el tazón. Ella sacó una botella de debajo de la mesa, llenó a hurtadillas una medida y la escanció en la furmity del hombre. El licor escanciado era ron. Actuando con el mismo sigilo, el hombre le dejó unas monedas a modo de pago.

    La pócima tonificada le pareció al hombre mucho más sabrosa que en su estado natural. Su mujer había observado la operación no sin cierta inquietud, pero él la convenció de que regase también su tazón, y, tras vencer sus aprensiones, ella acabó aceptando una pequeña ración.

    El hombre apuró su tazón y pidió otro, tras hacer señas para que se le añadiera una mayor cantidad de ron. El efecto no tardó en hacerse notar, y su mujer percibió con tristeza cómo su intento por esquivar la tienda de las bebidas alcohólicas la había conducido a otra de contrabandistas.

    La pequeña empezó a llorar con denuedo, y la mujer dijo con insistencia a su marido:

    —Michael, ¿has pensado en el alojamiento? Sabes que nos puede costar conseguirlo si no nos vamos pronto de aquí.

    Pero él hizo como si oyera llover. Había empezado a hablar en voz alta a la concurrencia. Cuando encendieron las velas, los ojos negros de la niña, tras mirarlas cansina y reflexivamente, se entornaron poco a poco; luego se abrieron y volvieron a cerrar, vencidos por el sueño.

    Tras el primer tazón, el hombre experimentó una sensación de bienestar. Tras el segundo, se puso alegre. Tras el tercero, discutidor. Tras el cuarto, las cualidades manifestadas por el aspecto de su rostro, la manera tenaz de cerrar con fuerza la boca y el brillo intenso de sus ojos negros no dejaron ninguna duda acerca de su conducta: se sentía dominante, incluso brillantemente capaz de discutir con brillantez.

    La conversación tomó un giro filosófico, como ocurre frecuentemente en tales ocasiones. El tema era la ruina de los hombres buenos por culpa de sus mujeres, y, en particular, cómo jóvenes prometedores habían visto frustradas sus metas y

    esperanzas, y extinguidas sus energías a causa de un temprano e imprudente casamiento.

    —Este ha sido precisamente mi caso —dijo el aparvador de heno con una cavilosa amargura rayana en el resentimiento—. Yo me casé a los dieciocho años, tonto de mí; y he aquí el resultado —concluyó señalándose a sí mismo y a su familia con ademán destinado a resaltar lo precario de su situación.

    Su joven esposa, que parecía acostumbrada a ese tipo de manifestaciones, hacía como si no las oyera y se ponía a arrullar a la niña cada vez que se despertaba; como esta era ya bastante crecida, la colocaba sobre el banco, junto a ella, cada vez que quería descansar de su peso. El hombre continuó:

    —No tengo más de quince chelines en el mundo y, sin embargo, soy bastante experto en mi oficio. En materia de forrajes desafío a cualquier inglés que se me ponga por delante. Si yo fuera un hombre libre, no pararía hasta conseguir mil libras esterlinas. Pero, por desgracia, de todas esas cosas no se da uno cuenta hasta que ya es demasiado tarde.

    Entretanto, al subastador de caballos viejos se le oía gritar:

    —Venga, el último lote. ¿Quién lo quiere regalado? ¿Qué les parece cuarenta chelines? Es una yegua como pocas; cinco años y pico y no le falta nada, salvo que tiene el lomo un poco más huesudo que otra yegua y que otra yegua le golpeó el ojo izquierdo; era su hermana, que venía por la carretera.

    —Pues, la verdad, no entiendo cómo los hombres que tienen mujeres y no las quieren, no se libran de ellas como hacen los gitanos con sus caballos viejos —estaba diciendo ahora el hombre en la carpa—. ¿Por qué no las venden en subasta pública a otros hombres necesitados de tales piezas? ¡Por mis antepasados que yo vendería la mía ahora mismo si alguien me la quisiera comprar!

    —Hay quien estaría dispuesto —contestaron algunos de los presentes mirando a la mujer, que no era ni mucho menos mal parecida.

    —Cierto —dijo un caballero que fumaba, cuya chaqueta tenía alrededor del cuello, codos, costuras y omóplatos ese brillo que produce la fricción continuada con superficies mugrientas y que generalmente se desea ver más en los muebles que en las prendas de vestir. Por su aspecto, posiblemente había sido en otros tiempos mozo de cuadra o cochero de alguna familia principal del condado—. Yo me he criado en un ambiente tan bueno, puedo asegurarlo, como el hombre más educado y distingo como nadie a la gente de buena crianza; y puedo decirles que esta mujer la tiene más que cualquier mujer de la feria, aunque, eso sí, habría que sacarla un poco a la luz. — Luego, cruzando las piernas, volvió a fumar de su pipa con la mirada completamente fija en un punto del aire.

    El joven y beodo marido ponderó unos segundos esta alabanza inesperada de su mujer, medio dudando de la prudencia de su actitud con la dueña de tales cualidades. Pero rápidamente volvió a su postura inicial y dijo con un exabrupto:

    —Pues bien, aquí tienen una buena oportunidad. Estoy abierto a cualquier oferta por esta joya de la creación.

    Ella se volvió a su marido y le susurró:

    —Michael, ya has dicho esas mismas tonterías en público otras veces. Una broma es una broma; pero me parece que te estás excediendo un poco.

    —Sé que he dicho lo mismo otras veces; pero estoy hablando en serio. Lo único que quiero es encontrar un comprador.

    En aquel momento, una golondrina, una de las últimas de la estación, que por casualidad había conseguido meterse por una abertura del techo de la carpa, describió unos rápidos círculos sobre sus cabezas, y todos los ojos la siguieron embobados. Interesada por ver si el ave conseguía escapar, la concurrencia se olvidó de contestar al ofrecimiento del aparvador, y se cambió de tema.

    Pero, un cuarto de hora después, el hombre, que entre tanto no había dejado de rociar de alcohol su furmity, si bien tenía una voluntad tan fuerte —o era un bebedor tan experimentado— que aún parecía bastante sereno, volvió a la cantinela de antes, como en una fantasía musical el instrumento retoma el tema original.

    —Venga, estoy esperando la contestación al ofrecimiento que he hecho. A mí esta

    mujer no me vale. ¿Quién quiere llevársela?

    Para entonces, el decoro de la concurrencia había degenerado bastante, y la renovada pregunta fue recibida con una carcajada de aprobación. La mujer habló al oído de su marido en tono implorante y nervioso:

    —Venga, vámonos ya, se está haciendo de noche, esas tonterías no van a ningún sitio. Si no vienes, me iré sin ti. ¡Vamos!

    Esperó y esperó; pero él no se movía. A los diez minutos, el hombre irrumpió en la conversación errática de los bebedores de furmity con estas palabras:

    —Les he hecho una pregunta, y nadie me quiere contestar. ¿No hay ningún quídam dispuesto a comprarme la mercancía?

    La actitud de la mujer cambió, y su rostro adquirió el color y la expresión adusta que antes hemos mencionado.

    —Mike, Mike —dijo ella—. Te estás pasando te lo advierto.

    —¿Alguien quiere comprarla? —preguntó el hombre.

    —Ojalá alguien quisiera… —dijo ella con resolución—. El actual propietario no me gusta nada.

    —Ni tú a mí —repuso él—. En esto estamos de acuerdo. ¿Han oído, caballeros? Existe acuerdo por su parte. Ella se puede llevar a la niña si quiere, e irse a donde le dé la gana. Yo cogeré mis herramientas e iré por otro camino. Esto es más simple que una historia de la Biblia. Así que, vamos Susan, levántate para que te vean mejor.

    —No lo hagas hija mía —susurró una rolliza encajera con voluminosas faldas, que estaba sentada cerca de la mujer—. Tu hombre no sabe lo que dice.

    Sin embargo, la mujer se levantó.

    —¿Quién hace de subastador? —gritó el aparvador.

    —Yo —contestó rápidamente un hombre bajito con una nariz que parecía un pomo de cobre, de voz ronca y ojos como ojales—. ¿Quién hace una oferta por esta dama?

    La mujer miró al suelo, como si mantuviera el equilibrio con un supremo esfuerzo de voluntad.

    —Cinco chelines —dijo alguien, a lo que siguió una risa.

    —Nada de insultos —dijo el marido—. ¿Quién da una guinea? Nadie contestó; y la encajera volvió a intervenir:

    —¡Compórtese como un cristiano, hombre de Dios! ¡Ah, con qué hombre tan cruel está casada esta pobre alma! Por las almas benditas que la cama y el alimento les salen muy caros a algunas pobres criaturas.

    —Suba la cantidad, subastero —dijo el aparvador.

    —Dos guineas —dijo el subastador. Pero nadie contestó.

    —Si no se la quedan por ese precio, dentro de diez segundos tendrán que dar más

    —dijo el marido—. Muy bien. Subastador, pida otra más.

    —Tres guineas. ¿Quién da tres guineas? —dijo el hombre de ojos legañosos.

    —¿Nadie las da? —dijo el marido—. Cielo santo, me ha costado cincuenta veces esa cantidad. Siga subiendo:

    —Cuatro guineas —gritó el subastador.

    —Les diré una cosa. No la vendo por menos de cinco —dijo el marido, bajando el puño de manera que danzaron los tazones—. La vendo por cinco guineas a cualquiera que me pague ese dinero y la trate bien; y ese se la quedará para siempre, y no tendrá nunca más noticias mías. Pero no se la quedará por un penique menos. Vamos, cinco guineas, y asunto terminado. Susan, ¿estás de acuerdo?

    Ella asintió con la cabeza con absoluta indiferencia.

    —Cinco guineas —dijo el subastador—, o queda retirada la oferta. ¿Alguien da esa cantidad? Pregunto por última vez: ¿sí o no?

    —Sí —exclamó un vozarrón desde la puerta.

    Todos los ojos se volvieron. En la abertura triangular de la puerta había un marinero, que, sin ser observado por el resto, había llegado en los dos o tres últimos minutos. Un silencio sepulcral siguió a su afirmación.

    —¿Ha dicho usted que sí? —preguntó el marido mirándolo fijamente.

    —He dicho que sí —repuso el marinero.

    —Decir que sí es una cosa y pagar, otra. ¿Dónde está el dinero?

    El marinero vaciló un momento, miró de nuevo a la mujer, entró, desplegó cinco papeles arrugados y los arrojó sobre el mantel de la mesa. Eran billetes del Banco de Inglaterra de un valor de cinco libras esterlinas cada uno, sobre los que fueron cayendo sendos chelines de cara: uno, dos, tres, cuatro, cinco.

    La visión de dinero contante y sonante en respuesta a un desafío hasta entonces juzgado hipotético produjo una profunda impresión entre los espectadores. Sus ojos

    se fijaron en los rostros de los protagonistas, y luego en los billetes sujetos en la mesa bajo el peso de los chelines.

    Hasta ese momento nadie podía haber asegurado que el hombre, a pesar de sus provocadoras manifestaciones estaba hablando realmente en serio. En efecto, los espectadores se habían tomado aquella escena como una broma llevada al extremo; y habían supuesto que, al estar el hombre sin trabajo, se encontraba divorciado del mundo, la sociedad y su parienta más próxima. Pero, con la demanda y oferta de dinero contante y sonante, la jovial frivolidad de la escena había desaparecido. Un color morboso pareció teñir la carpa y cambiar el aspecto de todo lo que en ella había. Las expresiones de alborozo desaparecieron de los rostros de los presentes, que contemplaban el espectáculo con la boca abierta.

    —Espera, Michael —dijo la mujer, rompiendo el silencio, de manera que su voz suave y seca pareció muy fuerte de repente—. Antes de seguir adelante, escúchame. Si tocas ese dinero, la niña y yo nos iremos con este hombre. Ándate con cuidado, que no es ninguna broma.

    —Una broma… ¡Por supuesto que no es ninguna broma! —gritó el marido, con un resentimiento aún mayor por dicha sugerencia—. Yo me llevo el dinero, y el marinero te lleva a ti. La cosa está bastante clara. Esto ya se ha hecho en otras partes;

    ¿por qué no también aquí y ahora?

    —Esto es suponiendo, claro está, que la joven esté conforme —dijo el marinero con tono obsequioso—. Yo no quisiera herir sus sentimientos por nada del mundo.

    —Cómo, ni yo tampoco… —dijo el marido—. Pero ella quiere con tal de que se pueda quedar la criatura. Eso dijo el otro día cuando hablamos de esto.

    —¿Lo jura? —dijo el marinero dirigiéndose a la mujer.

    —Lo juro —dijo esta tras mirar al rostro de su marido y no advertir en él ningún signo de arrepentimiento.

    —Muy bien. Ella se queda con la niña, y el trato queda cerrado —dijo el aparvador. Cogió los billetes del marinero, los dobló con parsimonia y se los metió, junto con los chelines, en un bolsillo oculto, con aire de irrevocabilidad.

    El marinero miró a la mujer y sonrió.

    —¡Vámonos! —le dijo con tono afable—. La pequeña también. Cuantos más seamos más reiremos.

    Ella se detuvo un instante para mirarlo fijamente. Luego, volviendo a bajar los ojos, y sin decir nada, cogió a la criatura y lo siguió hasta la puerta. Se volvió y, quitándose la alianza, la lanzó a la cara del aparvador.

    —Mike —dijo—. He vivido a tu lado un par de años, y solo he conocido tu mal carácter. Ahora ya no estoy contigo; buscaré fortuna en otra parte. Será mejor para mí y para Elizabeth. Adiós. —Y, cogiendo al marinero del brazo con la mano derecha, y a la pequeña con la izquierda, salió de la tienda sollozando amargamente.

    Una expresión obtusa y preocupada cruzó el rostro del marido, como si, en realidad, no se hubiera esperado aquel final; algunos de los clientes se echaron a reír.

    —¿Se ha ido? —preguntó.

    —¡Vaya que si se ha ido! —replicaron algunos aldeanos junto a la entrada.

    El aparvador se levantó y se dirigió hacia la entrada con el paso cauteloso de quien es consciente de haber abusado del alcohol. Algunos lo siguieron, y se quedaron mirando el crepúsculo. La diferencia entre la paz de la naturaleza no pensante y la agresividad deliberada del género humano saltaba a la vista en este lugar. A la crudeza del acto recién concluido bajo el entoldado se oponía la visión de varios caballos que se rozaban con el cuello amorosamente mientras esperaban con paciencia ser enganchados para el viaje de regreso. Fuera del recinto ferial, en los valles y los bosques, todo estaba sereno. El sol acababa de ponerse, y en el poniente el cielo estaba tapizado de una nube rosada, que parecía inmóvil aunque cambiaba lentamente. Contemplar aquello era como presenciar una puesta en escena grandiosa desde una sala oscura. Ante este espectáculo, después del anterior, surgía el instinto natural de abjurar del hombre como de una mancha en un universo que, sin él, era amable; hasta que se recordaba que todo en la tierra es intermitente, y que la humanidad puede una noche estar durmiendo inocentemente mientras esos tranquilos elementos se ponen a rugir con furia.

    —¿Dónde vive el marinero? —preguntó un espectador después de mirar en vano a uno y otro lado.

    —¡Sabe Dios! —repuso el hombre que había trabajado para una familia aristocrática.

    —Está claro que nadie lo conoce por estas latitudes.

    —Llegó hace unos cinco minutos —dijo la mujer de la furmity, que se había unido al grupo con los brazos en jarras—. Luego salió, pero volvió a entrar. No me ha dejado ni un penique.

    —Le está bien empleado al marido —dijo la vendedora de corsés—. Una mujer tan guapa y tan discreta…, ¿qué más puede desear un hombre? Y qué coraje el suyo… Yo también habría hecho igual. Por san Judas que lo haría si mi marido se portara de esa manera conmigo. Yo me iría, y ya podría él llamarme a gritos, que yo no volvería jamás. No, no volvería nunca, hasta que sonara la trompeta del juicio.

    —Bueno, a la buena mujer le irán ahora mejor las cosas —dijo otro en tono más reflexivo—. Pues las naturalezas marinas son buen cobijo para corderos esquilados, y ese hombre parece tener bastante dinero, que es de lo que ella anda más necesitada últimamente, según me ha parecido.

    —Pues oídme bien todos: ¡no pienso ir detrás de ella! —gritó el aparvador, volviéndose a la mesa como había venido—. Que se vaya. Si está dispuesta a tales caprichos, que apenque con las consecuencias… No tenía que haberse llevado a la niña. Es mía. Si volviéramos a hacer el trato, no se lo permitiría.

    Quizá por la sensación de haber dado el visto bueno a un acto indefendible, quizá porque ya era tarde, los clientes fueron abandonando la tienda poco después de este episodio. El hombre clavó los codos en la mesa, apoyó el rostro sobre los brazos y no

    tardó en empezar a roncar. La expendedora de furmity decidió que era hora de cerrar el negocio y, tras encargarse de que lo que quedaba de ron, leche, trigo, pasas, etc., fuera debidamente cargado en el carro, se aproximó donde descansaba el hombre. Lo sacudió, pero no logró despertarlo. Como la tienda no se desmontaba aquella noche, pues la feria seguía aún dos o tres días más, decidió que el durmiente, que obviamente no era un mendigo, se podía quedar donde estaba, con su cesto junto a él. Tras apagar la última vela y echar el cierre a la tienda, montó en su carro y se alejó de allí.

    II

    El sol matutino entraba a raudales por las hendiduras de la lona cuando el hombre se despertó. Una cálida claridad invadía todo el interior del entoldado, y un moscardón azul zumbaba musicalmente de un lado a otro. Fuera de este zumbido, no se oía nada. El hombre miró a su alrededor: los bancos, la mesa apoyada en caballetes, su cesta de herramientas, el fogón donde se había cocido la furmity, los tazones vacíos, algunos granos de trigo desparramados, corchos que salpicaban la hierba del suelo. Entre ese batiburrillo distinguió un pequeño objeto reluciente, y lo recogió. Era la alianza de su mujer.

    Ante su memoria pasó en confusa sucesión el hilo de los acontecimientos de la noche anterior, y se llevó maquinalmente la mano al bolsillo interior de la chaqueta. Un frufrú de billetes le recordó el pago efectuado por el marinero.

    Esta segunda verificación de sus recuerdos borrosos le bastó; ahora sabía que no había sido un sueño. Permaneció sentado, mirando el suelo durante algún tiempo.

    —Tengo que salir de aquí lo antes posible —dijo al final con parsimonia, como quien no puede fijar sus pensamientos si no los dice en voz alta—. Se ha ido, de eso no cabe la menor duda, con ese marinero que la compró a ella y a la pequeña Elizabeth-Jane. Entramos aquí, tomé esa furmity mezclada con ron y, la vendí. Sí, eso es lo que ocurrió. Y aquí estoy, yo ahora. Qué puedo hacer. Me pregunto si estoy lo suficientemente sereno para poder andar.

    Se levantó y descubrió que estaba en condiciones de caminar, y sin ningún estorbo. Se echó al hombro la cesta de herramientas y le pareció que podía llevarla. Alzó el cierre de la tienda y salió al aire libre.

    Miró a un lado y otro con melancólica curiosidad. El frescor de la mañana de septiembre lo estimuló y le dio ánimos. Su familia y él habían llegado agotados la noche anterior, y no se habían detenido a observar el lugar, que ahora contempló con nuevos ojos. Se encontraba en la cima de un altozano, que limitaba a un lado por un terreno sembrado y al que se accedía por una carretera sinuosa. En la parte baja se estaba la aldea, que prestaba su nombre a la llanura y a la feria anual que allí se celebraba. Desde aquel lugar se divisaba, en primer plano, toda una serie de valles y, más allá, otras llanuras salpicadas de túmulos y fortificadas con restos de ruinas prehistóricas. Toda la escena se veía bañada por los rayos del sol recién salido, que aún no había secado ni una sola brizna de la hierba escarchada, sobre la que se proyectaban las sombras de los carromatos amarillos y rojos; las de las llantas de las ruedas tenían forma de cometa. Los gitanos y feriantes que aún quedaban estaban acostados dentro de sus carros y tiendas, o, debajo, arrebujados en mantas de

    caballerías, inmóviles y silenciosos a excepción de algún ronquido ocasional que delataba su presencia. Pero los Siete Durmientes tenían un perro[1]; y los perros de las misteriosas razas que tienen los vagabundos —una mezcla de perros y gatos, o de zorros y gatos— también yacían recostados. Uno pequeño se desperezó debajo de un carro, ladró por cuestión de principio y rápidamente volvió a tumbarse. Fue en realidad el único espectador de la salida del aparvador del recinto ferial de Weydon.

    Esto parecía responder a sus deseos. Prosiguió en silencioso ensimismamiento, sin reparar en los escribanos cerillos que revoloteaban de seto en seto con pajas en el pico, en las coronas de los champiñones y en el tintineo de las esquilas de las ovejas que habían tenido la suerte de no ser vendidas en la feria. Al llegar a un sendero, a más de una milla de la escena de la noche anterior, el hombre dejó caer la bolsa de herramientas y se apoyó sobre una cancela. Un problema parecía preocuparle especialmente.

    «¿Dije anoche a alguien cómo me llamaba?», se preguntó para sus adentros. Al final, concluyó que no. De su actitud general se podía deducir su sorpresa y su enojo por que su mujer lo hubiera tomado tan al pie de la letra; eso se podía ver en su rostro y en la manera en que mordisqueaba una paja que había arrancado del seto. Sabía que ella debía haber estado bastante nerviosa para hacer aquello y que debía haber creído también que aquella transacción tenía algún tipo de fuerza vinculante (sobre este último punto estaba casi seguro, convencido de la firmeza del carácter y de la extremada simpleza del intelecto de su mujer). Bajo su placidez habitual podía haberse escondido también suficiente temeridad y resentimiento para desechar cualquier titubeo momentáneo. En un anterior momento de embriaguez en que él le había asegurado que se libraría de ella —tal y como había hecho—, ella le contestó, con un resignado tono de fatalismo, que no le permitiría decir eso muchas veces sin que se cumpliera de verdad. «Sin embargo, ella sabe que no estoy, en mis cabales cuando digo esas cosas», exclamó. «Bien, debo buscarla hasta dar con ella…

    ¡Agarrarla! ¡No se le podía ocurrir nada mejor que dejarme en esta situación tan desgraciada!», bramó. «Si yo estaba borracho, ella no lo estaba. Muy propio de ella obrar con tanta simpleza… Es muy mansa, sí… Pero su mansedumbre me ha hecho más daño que el peor de los genios».

    Cuando se hubo calmado, se reafirmó en su convencimiento inicial de que debía encontrar como fuera a ella y a la pequeña Elizabeth-Jane, y reparar aquella vergüenza de la mejor manera posible. Había sido obra suya y ahora le tocaba apechar con las consecuencias. Para empezar decidió hacer un juramento, el mayor de cuantos había hecho en su vida; pero quería hacerlo como Dios manda, y para ello necesitaba un marco apropiado (pues las creencias de este hombre tenían un si es no es de fetichistas).

    Se echó el capacho al hombro y prosiguió la marcha, mirando inquisitivamente al paisaje mientras caminaba, y a unas tres o cuatro millas de distancia divisó los tejados de una aldea y la torre de una iglesia. Sin dudarlo, dirigió sus pasos hacia esta. La

    aldea estaba muy, silenciosa; era esa hora muerta de la jornada que marca el intervalo entre la marcha de los labriegos a las tareas del campo y el levantarse de sus esposas e hijas para prepararles el desayuno a su regreso. El aparvador alcanzó la iglesia sin ser observado y como la puerta estaba cerrada solo con pestillo, entró. Dejó la cesta junto a la pila, enfiló la nave hacia el comulgatorio y, abriendo la cancela, penetró en el presbiterio, donde por unos momentos pareció experimentar una sensación de extrañeza; luego se arrodilló sobre el escalón del altar. Inclinando la cabeza sobre el libro que había sobre el comulgatorio, dijo en voz alta:

    —En esta mañana del dieciséis de septiembre, yo, Michael Henchard juro ante Dios aquí, en este lugar sagrado, que no probaré ninguna bebida alcohólica durante los siguientes veintiún años, es decir, los años que llevo vividos. Y esto lo juro ante el libro que hay, delante de mí; y que me quede mudo, ciego y lisiado si quebranto esto juramento.

    Después de decir esto, y de besar el gran libro, el aparvador se levantó y pareció aliviado por haber emprendido un nuevo camino. Mientras permanecía en el pórtico, vio una espesa columna de humo salir de la chimenea roja de un caserío próximo y supuso que su ocupante acababa de encender la lumbre. Se acercó a la puerta y, tras aceptar la matrona prepararle algo de comer por poco dinero, se desayunó, pagó y partió en busca de su esposa e hija.

    Enseguida descubrió el carácter aleatorio de su empresa. Aunque hizo mil pesquisas y preguntó por

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