El libro encantado
Por Beda Ramírez
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El Libro Encantado reúne una miscelánea de cuentos breves. Lecturas, que invitan a descubrir el encanto en tus manos, destinadas a los pequeños gigantes y a gigantes que guardan un pequeño en su interior.
Narran la aventura al interior del ser para encontrar la fuerza que llevará al personaje a trascender la adversidad.
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El libro encantado - Beda Ramírez
El Libro Encantado
Beda Ramírez
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Publicado por Ibukku
www.ibukku.com
Diseño y maquetación: Índigo Estudio Gráfico
Copyright © 2020 Beda Ramírez
ISBN Paperback: 978-1-64086-555-6
ISBN eBook: 978-1-64086-556-3
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
1. LA CHOZA
2. LA DANZA
3. EL TRAJE
4. PEQUEÑA SAURÍN
5. EL GUERRERO INCREÍBLE
6. LA ISLA
7. BOLSITAS ENCANTADAS
8. LOS AMOROSOS
9. LA MONTAÑA
10. LA MANO ENCANTADA
11. LAS BAILARINAS CIEGAS
12. LA MAESTRA DE BELLY DANCE
13. EL MOSQUITO
14. GATITOS ENCANTADOS
15. LOS LENTES
16. LA TRAILITA
17. LA COLMENA
18. EL PAPALOTE VOLANTE
19. EL CUADRO
20. LA CLASE
21. El REGALO
22. TENIS ENCANTADOS
23. LÁMPARA MÁGICA
24. LAS JOYAS DE LA REINA ROJA
25. EL TEATRO
26. El HUERTO
27. EL GABINETE
28. CASA DE MUÑECAS
29. EL NIÑO DE LA TRIBU PERDIDA
30. BELLA SIEMPRE
31. LA SEMILLITA ENCANTADA
32. LA ESCUELA
33. EL MOÑO
34. LA BICI
35. LA ALMOHADITA
36. LA MÁSCARA
37. LA HORMIGUITA
38. EL CORAZÓN DE LA MODA
39. NIÑO UNIVERSO
40. EL MAGO
41. EL GIGANTE
42. LOS BICHOS
43. EL NIÑO GENIO
44. EL ESTILISTA
45. VELO DE NOVIA
46. EL CASCO
47. LA ESPINA
48. EL BEBÉ DE LA ISLA
49. DIOSA DEL MAR
50. PIRATAS
51. EL MEDALLÓN
52. EL HOSTAL
53. EL BILLETE ENCANTADO
54. GOTITA DE MAR
55. BEBÉ PIRATA
56. PLUMA RESPLANDECIENTE
57. EL TLACUILO
58. LA GALLETA DEL MAR
59. EL CASTILLITO
60. LA ROCA
61. EL TRONO
62. TATUAJES
63. ESFINGE DE TIERRA
64. DRAGONCITO
65. PACHA MAMA
66. TLÁLOC
67. LA COBIJITA
68. RAYITO DE LUZ
69. LA MAMÁ DE LOS GEMELOS
70. EL GEMELITO Y SU PERRO
71. LOS GEMELITOS Y SU NIÑERA
72. EL JUEGO DE LAS CANICAS
73. GEMELITOS DIENTES DE SABLE
74. EL CUENTO ENCANTADO
75. SENCILLA HISTORIA FINAL
INTRODUCCIÓN
Cuentos que relatan parte de las historias contadas por mi madre, por gente de los distintos pueblos por los que he caminado, escuelas, trabajos, experiencias, mitos, sueños, películas… y mucha imaginación.
Terminarán encantados.
1. LA CHOZA
Estaba frente a la choza que había visto en un claro del bosque. Lucía tan bonita y primorosa. Había macetas floreando en las puertas y ventanas. Bien pintadas estaban sus paredes. Todo invitaba a su interior, muchos juguetes se podían divisar. Tocó para ver quién vivía. Nadie salió. Tocó más fuerte y la puerta se deslizó suavemente. El pequeño, sin dudarlo, entró muy contento.
Lo recibió un espejo inusualmente grande. Encontró llamativos juguetes en el suelo y cosas interesantes. Se miró en el espejo, notando que reflejaba objetos que no estaban en el interior de la choza. Incluso, su imagen parecía distorsionada. Se parecía a él. Hacía todo como si fuera él. Reía, caminaba, hablaba. Levantaba algún objeto. Algo le hacía pensar que estaba en un error, había algo extraño en el gesto. Recordó las pláticas sobre espejos encantados.
Cierta mujer de su pueblo prohibía a su hija mirarse en los espejos, pues aseguraba que atrapaban a las personas. La hija adolescente jamás le creyó hasta que una vez se despertó por la mañana y se miró en el que tenía frente a su cama. Notó algo inusual. Al levantarse, se dio cuenta de que estaba dentro del espejo. Se movía, corría dentro del cuadro, tocaba el frío cristal, mientras su cuerpo real permanecía sentado sobre la cama, inmóvil, con la mirada perdida, aparentemente contemplándose. Empezó a gritar a su mamá con todas sus fuerzas, mas ningún movimiento presentaba su cuerpo físico. Pasó mucho tiempo desesperada. La mamá fue a buscarla, se enfriaba el desayuno y la encontró ensimismada mirándose en el espejo. La movió hasta despertarla. La chica volvió en sí muy asustada. Le contó a su mamá lo ocurrido y de inmediato sacaron los espejos de la casa.
El pequeño tocó el espejo y grande fue su sorpresa cuando su mano lo atravesó cual si fuera una cortina. Se metió completamente sin temor. Estaba interesado en los libros de su interior, como los que leía con su mamá. Hojeó uno rápidamente, El Patito Feo
era su título. Leerlo era como estar dentro de él, lo cual parecía bastante curioso. Se vio a sí mismo como el patito feo que nadie quería y más tarde convirtiéndose en un magnífico cisne maravilloso. Cerró el libro.
Abrió otro, cuyo título era La Cenicienta
y ahí estaba convertido en ceniciento, lavando, planchando, haciendo los quehaceres domésticos obligado por la madrastra a pesar del cansancio. Esa parte le pareció terrible. Lo mejor estaba por venir cuando se encontraría a la hada madrina quien cambiaría su vida para siempre. Así pasó por varios títulos incluido el cuento de Hansel y Gretel, niños que una malvada bruja tenía encerrados, alimentándolos para comerlos cuando estuvieran gordos y éstos nunca engordaban. Los libros eran mágicos. Algunos, presentaban las historias ante sus ojos como si de un pequeño teatro sobre las páginas se tratara. Aquello realmente le dejaba emocionado, cada uno resultaba especial.
Encontró otro con una pasta llena de vivos colores. Y ahí estaba, ansioso por leer. ¿Qué ocurría en él? Nada, únicamente estaba encerrado en una jaula, página tras página. Al principio sintió temor, había caído en una trampa. Se llenó de coraje al descubrirlo, pero siguió adelante. Pensó que esa jaula era otra fantasía y sus manos de verdad la destruirían. Al tocarla, quedó desecha. En las siguientes páginas se vio arrojado a un foso de cocodrilos. ¡Oh, se lo comerían! Era una trampa más del libro encantado. Imaginó con rapidez cómo su cuerpo crecía cual gigante. Fue tan grande que rompió el foso y los cocodrilos se volvieron simples lagartijas. Los tomó en sus manos y jugó con ellos.
Quería salir, quería parar de leer pero resultaba imposible. ¿Qué más secretos temibles podía aguardarle el libro encantado? Se le ocurrió saltarse hojas e ir al final. Había una página en blanco, estaba seguro, y si no, la habría. Empezaba a resultar complicado cambiar las trampas, pero el final sólo él podría escribirlo. Pasó con rapidez cada prueba porque había descubierto que la realidad la tenía él entre sus manos. Al fin llegó a su página en blanco, emanando una luz enorme y salió junto con ella. El brilló encendió la habitación. Se trataba de una estrella emitiendo poderosa energía. Ésta envolvió en luz las páginas del libro, una por una, absorbiéndolo hasta quedar una estrella flotando en aquella realidad encantada, como lámpara de luz extraña. Así se liberó del misterioso libro.
Estaba mejor, era hora de regresar a casa. Observó el reflejo. Se acercó intentando salir del espejo hallándolo completamente duro. ¿Cómo? Anteriormente le había parecido una cortina. Tocó inútilmente cada partecita tratando de encontrar alguna abertura. Mientras su reflejo, imitándolo a la perfección, comenzó a reír porque tal búsqueda resultaba inútil. Eso le molestó pero continuó en silencio. Sospechaba que ese reflejo no era suyo y le había atrapado de alguna forma. Se cansó. Regresó al interior con los libros. Tocó los objetos, mientras el reflejo parecía divertirse bastante.
—Te quedarás atrapado para siempre. Te volveré un libro encantado más. ¡Ja, ja, ja! Me pregunto ¿cómo serán tus portadas?
En tanto, se retorcía de la risa.
Al fin alcanzó algo, sin pensarlo dos veces, lo arrojó con la fuerza de su corazón al reflejo y la risa, junto con el espejo, quedaron hechos pedazos en el suelo. Descubrió que un simple espejo se rompería con la verdad que emanaba de sus manos. Salió de la choza con una diminuta estrella escondida bajo el brazo, prometiéndose jamás entrar en las casas ajenas por más juguetes divertidos que viera y los libros también podían contener trampas de pastas muy bonitas, como el libro encantado.
2. LA DANZA
Lobos feroces la rodeaban. Se observaba reflejada en sus pupilas. Mas atrás, el bosque, sin nadie quien pudiera ayudarle. El corazón lo escuchaba latir tan fuerte como nunca, no sabía si moriría del susto o por aquellos animales salidos de quién sabe dónde. «¡Me comerán!», pensó. Luego el tum, tum
de su latido le hizo recordar las danzas con su madre. De golpe vino todo: el sonido de los tambores, sus pies, un saludo, una flor, una base, la sonaja, plumas, cascabeles. La primera vez que sus pies pudieron dibujar flores, danzó toda ella hecha flor. Los tambores que retumbaban dentro de sí la volvieron música, viento, sol, lluvia y m o v i m i e n t o. Escuchaba la voz de su abuelo diciendo: «Esta danza no es cualquier baile, sino el secreto lenguaje de nuestros ancestros para hablar con el universo.»
Afilados dientes la hicieron lamentar haber seguido otro camino y dejar el grupo con el que visitaba el bosque. Era un campamento de fin de semana. Todo estaría bien. Una hermosa lagartija que perseguía momentos atrás, la hizo perderse. Tenía los colores más intensos; azul y verde fosforescente sobre su espalda, que irradiaba la luz del sol conforme se acercaba. Parecía un vivo rayito de luz azul moviéndose entre la hierba. Quería seguir admirando su belleza correteándola a su escondite. Cuando volvió la vista atrás, demasiado tarde, el grupo había desaparecido. Intentó regresar pero la hierba era igual en todas partes. Tan corta de estatura, su vista no llegaba lejos.
Su respiración agitada la volvió en sí, de pie aún, escuchaba el sonido de sus rodillas al temblar. Una vez, mientras danzaba con los hombres de cascabeles en los pies, escuchó el ruido de una serpiente bajar del cielo y deslizarse entre cada uno de los participantes de forma zigzagueante. Sólo ella parecía notarlo. Su oído siguió el temblar del cascabel, por eso sabía el camino que recorría hasta ascender de nuevo como llegó. Poco a poco descubría la magia de la danza de los abuelos, hecha universo para ella.
En cada paso de la danza Venado
dejaba de ser niña para volverse y sentirse como tal en gracia, agilidad, libertad, la sensación al ver al cazador y preguntarse: «¿Por qué yo, venado, si soy tu hermano?»
Comenzó por moverse despacio. Si era el fin, danzaría. Saludó al Norte, Sur, Este, Oeste, arriba, abajo, centro, hizo una base y luego viento, pero éste tan fino, no logró detener el avance del lobo. Una base y luego lluvia, las suaves gotas apenas si mojaban sus ojos a punto de brotar lágrimas; las patas continuaban acercándose. Otra base y luego fuego, el fuego era casi imposible en la húmeda hierba. Los animales abrían ya sus grandes bocas de afilados dientes frente a ella. Cerró sus ojos, una base y al fin, TEMBLOR… Escuchó el sonido hueco de la tierra, el ruido de grandes piedras que se derrumban. Las patas se detuvieron nerviosas. Siguió bailando en la oscuridad. Vinieron los aullidos, las piedras seguía cayendo. Rugía el corazón de la tierra y ésta también abrió una boca feroz. Los sonidos se escuchaban cada vez mas lejos, hasta casi desaparecer. Danzó como nunca. Por un momento, su corazón fue universo. Vino el silencio. Pasado éste, escuchó voces de personas mayores llamándola por su nombre. Abrió los ojos y vio frente a ella una oquedad inmensa. Abajo los lobos se lamentaban. Los guardabosques intervinieron rápidamente y los profesores, asustados, le prestaron auxilio. La especie de lobos estaba en peligro de extinción. La danza salvó su vida y fue feliz entonces la niña universo.
3. EL TRAJE
«Soy muy grande —se dijo —. Iré al monte solo, como mis mayores.»
Terminó el almuerzo que su mamá le preparó y dio el último sorbo a su té de hojas que tanto le gustaba. Tomó su flauta de bambú, su resortera, un palo por si salía un animal y se fue. Conocía cada rincón de las pequeñas montañas que rodeaban el pueblo. Pasaba largo rato desenterrando tortugas o atrapando ranas que mas tarde dejaba ir sin lastimar. La época de lluvias era su favorita. Esta vez, deseaba ir más allá de los lugares conocidos.
«Me acercaré a ese peñasco y veré qué hay.»
Al dirigirse, los rayos del sol sobre las hojas de los árboles encendían una cascada de verde luz a su paso. Llegó rápido, era ligero. Encontró al pie del cerro una ofrenda que alguien más había puesto, como es costumbre en los pueblos aledaños.
«¡Qué bonitas flores! Están frescas. La comida luce apetitosa: tamales, naranjas brillantes, dulce de calabaza, arroz con leche, panecillos azucarados. Tengo hambre. Probaré un poco.»
En ocasiones se preguntaba por qué, en lugar de ofrendar comida a los cerros, no liberaban animales o plantaban árboles. Los cerros estaban vacíos, el venado casi extinto, cada vez veía menos luciérnagas, las aves coloridas eran atrapadas para venderse en el mercado, pasaba lo mismo con los cactus de flores exóticas. Cómo le gustaría volver a ver a sus gallinas y animales domesticados salvajes de nuevo. Deseaba ver sus cerros cargados de vida libre otra vez. De pronto, todo empezó a moverse ante sus ojos.
«Me siento mareado. Veo borroso. Comí demasiado. El peñasco se mueve. Cerraré mis ojos.»
—¡Ey! ¡Despierta! —ordenó una voz infantil—. Soy el Amo del Peñasco, ya que has comido de mi ofrenda, obedecerás a cuanto ordene.
De un salto se puso en pie, asustado y aturdido. Ante él estaba un jovencito de su misma estatura, sus ropas eran muy azules, sus ojitos negros brillantes; orejitas pequeñas, alargadas y su piel del color de las plantas encendidas de luz. Sus ropas le parecían muy elegantes.
«Es un duende —pensó—, los duendes son bastante traviesos. Mi mamá me ha dicho que esconden las pertenencias de la gente: la ropa, los zapatos, las escobas y las cosas están bien hasta que vuelven locos a los papás cuando no encuentran a sus chiquitos. Juegan con ellos hasta que corren a encontrarlos.»
—Debo regresar a casa, lamento haberte molestado, Amo del Peñasco.
—Espera.
El Amo del Peñasco sacó de sus ropas un bastón alargado, color plata, con una esfera de cristal en una de sus puntas. Una luz salió de la esfera envolviendo al pequeño por completo. Éste fue incapaz de negarse. Ambos se internaron en el vientre de la piedra. Ya dentro, observó a varios duendecillos bastante divertidos, que reían, comían, jugaban. Todo era una fiesta.
El Amo del Peñasco encontró un traje vistoso, similar al suyo y le ordenó usarlo. El pequeño observó detenidamente el traje. Le parecían tan bonitos sus colores, agradable al tacto, se lo puso. Su mamá nunca le habría podido conseguir uno igual. Se sentía tan bien dentro de esas ropas, que primero dibujó una leve sonrisa, mas tarde, terminó riendo a carcajadas. El Amo del Peñasco era un buen duende: el mejor.
Pronto y de buena gana, hacía cuanto se le pedía. Jugaba con los duendecillos en sus rondas, comía, bebía. El ambiente era cálido y extrañamente divertido, tanto que olvidó salir de la cueva y regresar a casa. Si decían a cantar o a bailar, lo hacía hasta caer de cansancio. Había veces que no deseaba participar y lo hacía, no quería hablar y terminaba hablando palabras que no eran suyas. Resultaba imposible pensar cuanto le viniera en gana. Debía seguir porque extrañamente era incapaz de decir no al Amo del Peñasco. Notó, incluso, que sin saber los pasos de las rondas o la letra de la canción, éstos salían con naturalidad. Lentamente se convertía en un duende más dentro del peñasco. Eso le disgustaba. Le crecerían las orejas y cambiaría de color. Extrañaba a su mamá. ¿Cómo salir de una cueva tan bonita y al mismo tiempo misteriosa? ¿Cómo los duendes podían hacerle aquello a un niño normal?
Se le ocurrió algo: Rasgó y rompió totalmente su hermoso traje que le habían regalado. Anduvo con un pequeño taparrabo de hojitas improvisado. Dejó de jugar y se cruzó de brazos. Estaba encantado de negarse. Nunca se había sentido mejor. Al Amo del Peñasco se le fue el color, se le perdió la risa. Empezó a verlo con ojos cargados de furia, había dejado de ser duende. Los demás, que lo habían tratado tan bien, se mostraban molestos al verlo cubierto de hojitas.
Fuera del traje las cosas lucían de otra manera. La cueva era una ruina maltrecha a punto de caerse encima. La comida, antes deliciosa, carecía de sabor alguno. Había arañas e insectos por doquier. Las bebidas llevaban tierra. El traje del Amo del Peñasco estaba descolorido, desgastado, lleno de agujeros, igual que los demás. Le harían daño si continuaba ahí. Se acordó de sus pertenencias. Empezó a tocar su flauta, con ella sabía llamar a algunos animales. Los duendes y el Amo del Peñasco lo miraron iracundos. Dejaron de jugar y de cantar al sonido de la flauta. Se le acercaron amenazadoramente con tal de callarlo. Le lastimarían.
Sin detenerse tocaba, mientras era rodeado, mientras dirigían sus pies y manos de duendes hacia él. Paró, dio un grito y ¡zas! Todos cayeron en la tierra. Muchas serpientes habían llegado por detrás, enredando los pies. Cuantiosas hormigas salieron de la tierra y les picaban. Los duendecillos se rascaban y trataban de soltarse. El pequeño tomó su palo y saltó sobre el Amo del Peñasco. Le pidió el bastón. Éste tuvo que entregarlo, estaba muy mal con todas esas hormigas y serpientes encima. Lo tomó de prisa. Apuntó la esfera hacia la puerta por donde había entrado y salió. Corrió sin parar ni voltear atrás. Llegó cansado y jadeante a su casa. Su mamá lo miró sorprendida.
—Regresaste tan rápido. ¿Y tu ropa, hijo?
—No sé mamá, los duendes jugaron conmigo. Pasé meses hasta que me escapé. Me crees ¿verdad?
—¿Meses? Aunque sólo ha transcurrido media hora, te creo. Los duendes son muy traviesos, lo primero que hacen es perderte en el tiempo.
La mamá, como siempre, le dio un abrazo a su pequeño hijo por ser tan valiente. Ésta le creyó porque traía consigo un bastón de mando que misteriosamente, ella también tenía.
4. PEQUEÑA SAURÍN
Estaban los dos atemorizados, rodeados por una jauría. Él sin cabello, triste y a punto de ser devorado junto con ella. Ella devastada por lo que su imaginación había creado años atrás. No sabía cómo arreglarlo. «Piensa —se decía—, ¿cómo salir, cómo solucionarlo?».
Eran muy jóvenes, no quería que esto pasara. Su mente regresó al inicio…
Ahí estaba, pequeña, vendiendo flores junto a su mamá en el mercado de su pueblo. Se entretenía viendo la colorida fruta metida en cajas de madera, la gente entrando y saliendo como hormiguitas, una tras de otra, recogiendo aquello que comerían más adelante. Le encantaba la manera tan propia de vender de los mercaderes, esa donde hablan tanto, durante horas y sin parar:
«Pásele, pásele, vea, toque, mire qué bonito, sienta qué delicia, agárrele, agárrele güerita, damita, caballero, pruébele, pásele, mire esta oferta, mire no se vaya, madrecita, toque, sienta, compre, mañana se fue, es hoy o nunca, compare, llévelo, llévelo…»
Su vista se detuvo en una misteriosa mujer adivinando suertes cerca de donde estaba. Ésta observaba atenta la mano a sus clientes mientras decía historias a cambio de unas cuantas monedas. Las personas se iban encantadas. Otras veces, les hacía sacar algunas cartas y con base en ellas, reconstruía cosas sobre su vida futura. La gente no cabía en sorpresa. Escuchó cada una de las historias. Así supo que no era tan difícil intentarlo. Decía cosas que valían para cualquier situación: se casarían, se comprarían un auto fino, los visitarían, tendrían hijos, viajarían, etc. Si se hacían realidad o no, ¿qué importaba? ya le habían pagado. Aquella gente parecía únicamente querer escuchar una bonita historia de su vida.
En el mercado encontró un puesto de muñecas, una de ellas tenía los cabellos largos y ondulados. Hubiera deseado llevársela pero al ver el precio entristeció. Era demasiado cara. Su mamá nunca podría comprársela. No le fue difícil imaginar cómo obtener ese dinero. Había días en que la mujer adivina suertes se ausentaba. Uno de esos días se disfrazó como ella. Se puso un trapo en la cabeza, un lunar rojo en medio de sus cejas y ocupó su lugar. Pensó en varias historias. Las personas llegaron, se reían de su corta estatura, incluso, dudaban de si podría realmente adivinarles algo o no.