Flor de México: El itinerario espiritual de Concepción Cabrera de Armida
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El autor nos muestra a Conchita simplemente como ella fue, sin supuestos, sin fantasías, sin prejuicios, convencido de que toca un exquisito y excepcional don de lo alto. Nos muestra en cinco apartados la clara acción de Dios que la forma, la cimenta, la prepara para recibir la gracia central de su vida: La Encarnación Mística, origen de un verdadero torrente para iluminar el camino de los hijos innumerables que Dios le prepara en el desarrollo de las Obras de la Cruz que por su medio instaura en la Iglesia.
Pero... ¡Qué tanto digo! Tú, mejor que nadie querido lector, toma estas páginas. Devóralas, y encontrarás un signo tranquilo y seguro como en el cuentecillo clásico: cascaritas luminosas regadas por el camino, que te indican claramente la senda segura de la imitación, de la paz y de la verdadera alegría.
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Flor de México - Carlos Francisco Vera Soto MSpS
Carlos Francisco Vera Soto MSpS
Flor de México
El itinerario espiritual de Concepción Cabrera de Armida
Imagen 1ISBN: 978-968-5743-08-2
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Indice
Presentación
Introducción
ETAPA INICIAL DE FORMACIÓN: 1862-1884
ETAPA DE CIMENTACIÓN: 1885-1902
ETAPA DE LA GRACIA CENTRAL: 1903-1917
ETAPA DE LA SOLEDAD: 1917-1937
UN RETRATO INTERIOR
LAS «PUNTADAS» DE CONCHITA
CONCLUSIONES
ANEXO
BIBLIOGRAFÍA
Imagen 1A Santa María de Guadalupe, Flor de flores
Canto de Primavera
«Poema de Nezahualcóyotl», en: Ms. Romances de los señores de la Nueva España, f 38 v – 39 r, trad. León-Portilla, Trece poetas del mundo azteca, unaM, Instituto de Investigaciones Históricas, México 1967: 67-9.
Imagen 1Presentación
Al recorrer las páginas de este Itinerario, pude constatar con gozo, cómo el autor se desliza con notable pericia histórica y dibuja claramente el perfil de la Venerable Sierva de Dios, Concepción Cabrera de Armida. No complica las cosas, va al grano.
Es notable, al mismo tiempo, el profundo respeto y la delicadeza con que aborda los rasgos vitales de esta Flor Mexicana de exportación.
Conchita, quien por la abundancia asombrosa de sus escritos y la profundidad excepcional de su participación en la vida de Dios, es todo un reto para quien intente presentarla en una concreción satisfactoria, convincente, veraz y al caso. Es lo mismo que decir: para quien descubra la estructura interna de esta mujer, amada por Dios en plenitud de gracia, y cuya correspondencia hizo posible, en forma admirable, la realización del deseo apremiante de Jesús: «Permaneced en mí, como yo en vosotros; el que permanezca en Mí y yo en él, éste da mucho fruto» (Jn. 15, 4-5).
La Santidad de Cristo es herencia viva de la Iglesia y se realiza en ella, revistiéndose de múltiples formas en la vida de cada uno de los cristianos, mostrando a lo largo de los siglos, la riqueza de esta misteriosa «Hija de Rey», vestida de perlas y brocado (Sal. 44, 45, 14).
Gocémonos con la Madre Iglesia, que ostenta su santidad en la vida de muchos de sus hijos. Si le preguntáramos ¿Quiénes son tus santos?, nos respondería de mil maneras. Son: preceptos y consejos vivos de Cristo —Son sus caminos accesibles y atractivos —Son sus ejemplares —Son posibilidades inagotables de su imitación —Son pruebas de su riqueza divina inagotable —Son amigos y protectores —Son copias auténticas suyas, trazadas por el Espíritu Santo —Son obras maestras de su gracia —Son una perenne invitación a su vida de superación y heroísmo.
Entre toda esta riqueza, el autor nos muestra a Conchita simplemente como ella fue, sin supuestos, sin fantasías, sin prejuicios, convencido de que toca un exquisito y excepcional don de lo alto. Nos muestra en cinco apartados la clara acción de Dios que la forma, la cimenta, la prepara para recibir la gracia central de su vida: La Encarnación Mística, origen de un verdadero torrente para iluminar el camino de los hijos innumerables que Dios le prepara en el desarrollo de las Obras de la Cruz que por su medio instaura en la Iglesia.
Finalmente, la acrisola con el martirio de soledad, uniéndola más y más a Él y asemejándola a su Santísima Madre. La consuma como un trasunto del misterio desgarrador de su Cruz y de su muerte. «Es Cruz de Jesús», abierta a la alegría perenne de la resurrección y del triunfo.
Pero... ¡Qué tanto digo! Tú, mejor que nadie, querido lector, toma estas páginas. Devóralas, y encontrarás un signo tranquilo y seguro como en el cuentecillo clásico: cascaritas luminosas regadas por el camino, que te indican claramente la senda segura de la imitación, de la paz y de la verdadera alegría.
P. Pedro Vera, Msps.
Introducción
Todo lo que el hombre y la mujer viven, podría ser calificado de «histórico»; sin embargo, este término calificativo se suele utilizar cuando queremos significar algo importante de alguien importante, ya sea una persona, una comunidad, un pueblo o nación. Si ayer, por causas de fuerza mayor, perdimos el autobús que nos debería llevar al trabajo, por más que nos haya afectado, no podríamos llamar a eso un suceso «histórico». Aplicamos ese término para cosas más relevantes.
Al tratar, como lo hemos venido haciendo, de la vida de Concepción Cabrera de Armida, hemos ido recogiendo muchos detalles de su existencia; algunos nos podrían parecer nimios, sin embargo, se justifican por la importancia que Concepción ha ido adquiriendo en la vida espiritual de miles de cristianos. Ella se ha ido convirtiendo en una mistagoga de la cual queremos saber más y más. Por eso se justifica que conozcamos aspectos de su vida que —de alguna manera— ilustran nuestra propia existencia.
Para hacer la profundización en la vida de Conchita, contamos con herramientas incomparables, pues ella misma nos legó su Cuenta de conciencia, su Autobiografía y los escritos, también autobiográficos, de su Vida. Es de esa rica fuente de donde nosotros hemos venido sacando, no sólo la doctrina, que a todos interesa, sino también los distintos aspectos de su vida personal que, como hemos dicho antes, para nosotros son perlas preciosas de conocimiento de cómo la gracia de Dios actúa en la naturaleza humana que quiere cooperar con ella. San Pablo, con su habitual sinceridad escribió: «la gracia de Dios, en mí no ha sido inútil» y nosotros podemos decir que tenía razón; la gracia de Dios en él, obró prodigios que no son sino el trabajo del Espíritu en una persona que se deja hacer.
En la experiencia de Conchita vamos a encontrar, muchas veces, la expresión: «Déjate hacer», que significa la petición de la voluntad y la entrega de la libertad a Aquel que obra maravillas. El trabajo de Conchita consistió en ponerse en sintonía con la voluntad de Dios que la escogió para ser madre de los Obras de la Cruz y testigo insigne de la evangélica doctrina de la Cruz Pascual de Cristo resucitado. Ella primero, recorrió ese camino que abrió en la Iglesia una nueva puerta de salvación, simbolizada en la Cruz del Apostolado.
Vamos a estudiar su camino espiritual, prescindiendo de otras realidades, como el contexto histórico, su vida familiar o su trabajo apostólico.
Vida espiritual o interior
Vamos a dividir este camino en cuatro etapas y a darle un título para poder identificar cada gran etapa de su itinerario espiritual. Por ser hechos históricos, no vamos a prescindir de fechas y datos que nos encuadran los momentos. Así pues, podemos distinguir:
Etapa Inicial de Formación: 1862-1884. De su nacimiento hasta su matrimonio con Francisco Armida García.
Etapa de Cimentación: 1885-1902. Toda su vida matrimonial.
Etapa de la Gracia central: 1903-1917. Preparación y floración inmediata.
Etapa de la Soledad: 1917-1937. Proyección en la Iglesia. Maternidad espiritual a la sombra de María.
Imagen 1ETAPA INICIAL DE FORMACIÓN: 1862-1884
Tenemos que comenzar diciendo que la santidad es un llamado de Dios a todos sus hijos. Significa que, la iniciativa parte de Dios, pero la criatura, libremente responde o no. Así que nadie nace santo, ni la santidad se hereda o se merece por pertenecer a una familia «muy buena». Es un camino evangélico de puerta estrecha. Como toda propuesta de Dios al hombre y a la mujer, él otorga el don, digamos la tierra, él da la semilla, y el agua, y el aire; él hace crecer la planta, pero la preparación de la tierra, la siembra, el cultivo, el desyerbado, la fertilización, la cosecha y selección, corre por nuestra cuenta. Así que hemos de comparar la santidad a un huerto inculto que Dios nos regala para que lo hagamos florecer y fructificar. Todo es de él, pero todo también, es nuestro. Como dijo el gran san Agustín, «Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti».
Al ponernos a estudiar los aspectos espirituales de la vida de Conchita, tenemos que ser conscientes de que ella no nació santa. Fue una muchacha de buenos sentimientos e inclinaciones, que tuvo que luchar con su carácter y tuvo que ir haciendo opciones en cada etapa de su vida: de niña, de adolescente, de joven, de adulta, de anciana. Cada opción significó, abrazar algo y dejar algo. No se puede jugar a dos velas. Ella escribe que: «Me enojaba con mis hermanos, peleaba con ellos, desobedecía a mis padres, me cogía la fruta o el dulce, decía mentiras, en fin, fatal en temporadas. Luego me componía y otra vez a ofender a mi Jesús» (V, I, 23).
Pero, a su conducta, diríamos normal de una niña, también constata lo que Dios le ha regalado para trabajar su huerto:
Inclinaciones. Gracias a Dios me las dio buenas el Señor, por lo cual soy más culpable no habiendo sabido aprovecharlas como debiera. Sentía ya muy niña en mi alma, una grande inclinación a la oración, a la penitencia y a la pureza sobre todo (V, I, 10).
Y un rasgo de su carácter espiritual, se va a ir haciendo más acentuado, pues ya Conchita lo tenía en su niñez: «Yo era dichosa inventando penitencias y maneras de mortificarme; sentía ya desde entonces, ¡oh bondad del Señor! ¡Un desprecio propio muy crecido y vehemente hambre de padecer!» (V, I, 12).
Pero todas estas inclinaciones y atractivos hacia lo espiritual, eran vividos por Conchita en medio de la sencillez de su condición familiar: «Yo crecí entre mis hermanos, y jugaba a las mulas, a cosas de hombres; pero a pesar de mil planes de Satanás, el Señor me guardaba de una manera admirable» (V, I, 20). La realidad, común y corriente, era que Conchita entraba en los revoltosos juegos de sus hermanos, que en las haciendas se hacían más toscos y rudos:
Vivía yo entre hombres (mis hermanos), mi hermana mayor, Emilia, se casó cuando yo tenía 6 años, la menor se murió de 3 años siendo yo muy chica, Carlota; y Clara, a quien yo llevaba 4 años, era la que más se me acercaba. Así es que mis juegos generalmente, eran con los hombres; me enseñaban a hacer circo, trapecios, etc. Jugábamos a carreras de caballos, y mulas y cosas de hombres. Mi madre enferma y yo me escapaba a juntármeles, poco se evitaba; aunque, a decir verdad, pronto me fastidiaba el ruido y huía a la soledad (V, I, 34-35).
Las reflexiones que Conchita hace sobre la protección de Dios providente en su vida, y los esquemas sobre su predestinación a las cimas místicas, es evidente que son a posteriori. Mientras duró la niñez, adolescencia y juventud, vivió plenamente esos dos lados complementarios de su personalidad: la pasión por el juego, la actividad, el amor a los caballos, el gusto por el campo y la naturaleza, la atracción al riesgo, al peligro, la alegría expansiva y su inclinación a la soledad, la penitencia, la oración; es decir, sus marcadas inclinaciones religiosas. Una cosa no se oponía a la otra, al menos al principio.
Poco a poco se van a ir dibujando con más precisión los rasgos espirituales que la van a definir en el futuro. Cuando ella, más adelante en el tiempo, reflexiona en estas cosas, se va a dar cuenta de que el Señor había sembrado en su vida esas «semillas» que fueron creciendo casi sin darse cuenta.
No quisiera abrumar con los textos, sólo marcaré cinco o seis aspectos que después serán como los distintivos de su espiritualidad personal, y que heredará a su familia espiritual.
Oración
El entorno de cielo puro, árboles y soledad van inspirar en Conchita deseos de comunión con Dios, casi de una forma espontánea y natural. No es nada forzado ni con técnicas; es la simple constatación de que la naturaleza en su estado incontaminado es una maravilla creada por Dios, por eso, una persona, una jovencita nada superficial, encuentra el por qué de la existencia de esos bellos parajes.
El campo, los pájaros, la naturaleza y aquella paz, y aquellas puestas del sol siempre me llevaban el alma a Dios desde muy niña. Me deleitaba la soledad de los bosques, y aunque siempre por ellos iba cantando, a veces eran tan fuertes en mi alma los levantamientos hacia el Creador de todo aquello, que procuraba quedarme atrás y gozar en silencio interior que me absorbía (V, I, 60).
Pureza
¡Cómo le ayudó a Conchita la vida del campo! Su transparencia y su sencillez serán el sustrato de una gracia distintiva en ella. Tiene los ojos limpios para ver todo y tiene los oídos sin prejuicios para no mancharse, pero sobre todo, tiene el corazón puro para no mirar mal donde no lo hay; se ajusta a la constatación de Jesús en el evangelio: «Del interior brotan todas las maldades». La malicia es fruto del pecado.
¡Oh, y qué modesto ha sido el Señor en su favores para conmigo! Le debo también la incomparable gracia de que siempre me chocaba y repugnaba lo menos recto. Sufría yo mucho con algo que viera torcido, oculto, misterioso, de mentira o engaño (V, I, 31). [...] Andábamos con mi padre que le gustaba mucho el campo, por montes y caminos, a caballo, con mozos, y toros, y ganados, y ocasiones de oír a esa pobre gente muchas cosas. Pues aunque sea feo que yo lo diga, debo decir la verdad; en materia de pureza, siento como que a mi alma nada la ha manchado, nada le ha alcanzado, yo siempre, siempre he visto las cosas con sencillez, y nunca se me ha hecho nada malo; es decir, yo nunca he tenido malicia, y muchas veces me ha hecho falta, yo creo. (V, I, 36).
Fui niña, y fui joven con mil peligros, y fui casada, y soy viuda y siento igual que a los tres años: horror a lo que no sé qué es; temblor ante cualquier conversación o peligro. Me siento de veras, como lejos del mundo que piso, como envuelta en mil velos que, vendándome los ojos, me cubren la impureza de la tierra. ¿Cómo pagar al Señor tantos favores? (V, I, 41).
Amor a la Eucaristía
El acercamiento de Conchita, por vez primera, al sacramento del Amor, se realiza como en la mayoría de las niñas y niños; en el contexto de una fiesta que saca de la rutina ordinaria, especialmente en las chicas por los elegantes vestidos de seda que entonces se usaban, llenos de flores y encajes, que las hacían parecer como pequeñas novias. El posterior desarrollo de la intimidad entre Jesús y Conchita, será como una historia de amor y fidelidad, digna de ser contada. 1
La primera comunión, la hice el día de la Inmaculada, que cumplía 10 años, o sea el 8 de diciembre de 1872.
No recuerdo, por mi tibieza y tontera, nada de particular ese día sino un inmenso placer interior, y gusto del vestido blanco.
Mi amor desde entonces, a la Sagrada Eucaristía, iba siempre en creciente, y desde entonces tenía particular gusto en frecuentar los sacramentos hasta que, llegando a los 15 o 16 años ya me dejaron comulgar cuatro o cinco veces por semana, y poco después, diariamente.
¡Yo era feliz, felicísima recibiendo al Santísimo Sacramento, sentía el ser una necesidad indispensable para mi vida! ¡Y cuántas veces, después de bailes y teatros, fui a comulgar al día siguiente, por no encontrarme manchada! (V, I, 27-28).
Sacrificio (Penitencia)
Este rasgo esencial en el perfil espiritual de Conchita, tendrá sus raíces desde la infancia. No podemos ignorar que ha sido un aspecto muy discutido y estudiado. ¿Cómo es posible que una niña sienta atractivo por hacer penitencias y mortificaciones personales? ¿No sería una expresión masoquista de su carácter? ¿No sería un disturbio de su personalidad? ¿No sería un patente reflejo de la ascética dolorista de la época? No es este el campo para responder a esas preguntas que nos hemos hecho y que, por otro lado, han sido