El diario de Hércules
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Rafael García de las Heras
Sus artículos e investigaciones sobre la sociología de la delincuencia, le han convertido en una de las máximas autoridades en el mundo de la seguridad privada. Estamos ante un autor de otro tiempo, metafórico y autodidacta; en su opera prima: COLORES, (ambientada en la postguerra española) abandonó al Guerrero del Antifaz, se unió al Capitán Trueno; y silenció las marchas militares. En EL DIARIO DE HÉRCULES, el nihilismo alcanza su cumbre y sitúa al lector frente a un espejo convexo, para hacerle una inquietante pregunta: ¿Vives realmente, o todo es una fantasía?
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El diario de Hércules - Rafael García de las Heras
EL DIARIO DE HÉRCULES
RAFAEL GARCÍA DE LAS HERAS
EL DIARIO DE HÉRCULES
RAFAEL GARCÍA DE LAS HERAS
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© RAFAEL GARCÍA DE LAS HERAS, 2023
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
Obra publicada por el sello Universo de Letras
www.universodeletras.com
Primera edición: 2023
ISBN: 9788419391414
ISBN eBook: 9788419612878
A los que ven lo invisible.
El domador
En mi quinto cumpleaños, papá decidió que había llegado el momento de incluirme en su dinastía de domadores y me regaló a Drum, un viejo elefante que abandonó el estrellato porque el reuma y sus torpes movimientos ya no hacían gracia a los niños. El gigante pareció alegrarse al conocer al nuevo propietario, pero la montaña tiritaba de miedo y con sus enormes pupilas seguía la fusta que oscilaba amenazante en manos de mi padre. Aquella mirada de la bestia me resultó familiar; la había visto muchas veces reflejada en el rostro de mamá.
La fantástica troupe del Continental Circus bailaba a mi alrededor y un enano, oculto tras una tarta de cinco velas, rompió la formación. Al oír el grito de su amo, «¡DE RODILLAS, DRUM!», el diminuto Hércules dio un respingo y el pastel le escapó de las manos. Un chichimeco que caminaba sobre zancos estiró los brazos y milagrosamente lo alcanzó en el aire. El sordo elefante, que no entendió la orden, estiró las orejonas y un sonido metálico le cruzó la nariz de lado a lado; a pesar de la sordera que padecía, debió de escuchar la llamada de la selva y decidió jubilarse por su cuenta. Se alzó sobre los cuartos traseros hasta rozar la levita del hombre zancudo y con las patas delanteras abrió en dos mitades la cabeza de papá. Antes de huir, alargó la trompa y me acarició el cabello para excusarse; yo le sonreí y acepté las disculpas.
Ausente el tirano y descabezado el circo, todo se descolocó: los tigres no pasaban por el aro, Sansón, el hombre forzudo, comenzó a sufrir una anorexia nerviosa que lo dejó en los huesos y la mujer barbuda pelechaba en el expositor. Así las cosas, las gradas comenzaron a vaciarse y a punto estuvimos de echar el cierre, pero afortunadamente y contra todo pronóstico, meses más tarde regresó el domador.
Mi padre, el coloso que yo recordaba, aquel que trataba a todos por igual, para que nadie pudiera acusarlo de hacer distinciones entre inquilinos de jaulas o caravanas, ¡se había encogido como un acordeón!
Aunque su fragilidad me produjo cierta ternura, mamá me susurró al oído: «No te dejes engañar; El viejo elefante le cambió el aspecto, pero su alma sigue intacta».
Cuando recibió el alta, la silla de ruedas que pilotaba era un auténtico bólido de competición y todos creímos que en el hospital le habían implantado el don de la ubicuidad. Consiguió tal pericia en la conducción que se plantaba en varios sitios a la vez, pero el ruido del artefacto nos concedía cierta ventaja; como se le oía llegar, había tiempo para ponerse a salvo.
El día de los Santos Inocentes, debutábamos en Cuenca, y buscando «el más difícil todavía», se empeñó en montar la carpa al filo de las hoces. A toda velocidad recorría el perímetro del circo, para comprobar que los vientos estaban sujetos, pero los frenos de la silla perdieron las zapatas y lo que no logró el viejo Drum lo consiguió mamá con la lima del herrero.
El desenfrenado piloto no frenó; enfiló la hoz del Júcar, azotando el aire con su fusta, y el barranco se tragó al domador. Su bólido apareció semanas más tarde en el golfo de Valencia y papá se ocultó para siempre en las entrañas del río.
Como no había cuerpo que velar y en nuestro negocio hay que aprovechar cualquier oportunidad para emocionar al público, la mujer barbuda (ella no entraba en la dieta de los felinos) se internó en la jaula y cortó cincuenta quilos de cebollas. Cuando el tigre y la leona salieron a pista, los niños aplaudieron y a los padres se les encogió el corazón al ver llorar a las fieras.
«Los mayores ven lo que quieren ver», pensé. Las lágrimas de cebolla humedecieron Los párpados, pero sus colmillos dibujaban la inquietante sonrisa de mamá.
De regreso a Madrid, al pasar por la Ciudad Encantada, me pareció reconocer a Drum convertido en piedra y pedí al enano que liberase a los animales. Ese día comprendí que no todos estamos hechos de la misma pasta. El tigre y la leona abandonaron la esclavitud y se ocultaron en el bosque de rocas para recuperar su libertad, pero los monos, «más humanos», renunciaron a ella y se aferraron a los barrotes, sin apartar los ojos de las cajas de fruta que custodiaban sus carceleros. Cuando reanudamos la marcha, escuché barritar a una montaña de granito, volví la cabeza y el espejismo de la puesta de sol me regaló la imagen del viejo paquidermo levantando la trompa para despedirse.
A pesar de los trágicos episodios que me tocó vivir, nunca fui un niño triste. Popó, el payaso alegre que ocultaba su malicia tras una sonrisa de polvo blanco, comenzó a actuar solo para mí.
En la roulotte, sentado en sus rodillas, me prestaba una nariz de payaso y consolaba a mamá jugando al escondite. Ella se ocultaba tras las cortinas que cubrían la cama y, cuando Popó intuía que ya estaba preparada, me pedía que cerrase los ojos y él también desaparecía tras el dosel.
Pasaba tanto tiempo sentado en la silla de maquillaje «porque estaba prohibido ir a buscarlos», pero era un juego divertido; la roulotte se movía cuando sonaban los muelles del colchón y aunque ella al principio se lamentaba, siempre terminaba riendo.
El número que el payaso feliz realizaba tras las cortinas la entusiasmaba; lo repetía tantas veces que en algunas ocasiones me quedaba dormido frente al espejo, acariciando el collar de esmeraldas, que mamá dejaba en el set de maquillaje porque el sudor de Popó alteraba la energía de las piedras.
Era mi amuleto preferido porque me recordaba el color de su mirada y cuando lo colocaba en su cuello, ya no importaba la desnudez: el rostro se iluminaba y lucía tan guapa como aquellas señoras que aparecían en las revistas de las letrinas.
Una de las noches que mamá intercalaba risas y suspiros, vi a Pierrot reflejado en el espejo de la caravana. Él era el payaso triste que daba la réplica a Popó en la pista principal y me saludaba desde el otro lado de la luna. No tendría nada de particular que se reflejase en el cristal, si no fuese por un pequeño detalle: había muerto la temporada anterior.
Pierrot, el hombre más melancólico que jamás conocí, fue quien me inició en el oficio de clown y me alertó del peligro de los espejos. Solo parecía feliz de nueve a once, al terminar la función; yo le limpiaba la fingida sonrisa y él me permitía contemplar en su rostro todas las variables de la palabra amargura.
A Pierrot no le incomodaban los espejos viejos; al contrario, siempre usaba el mismo. Encerrado en su caravana, se sentaba durante horas frente a la luna, esperando que le devolviese la imagen de su amada Irina, la bella trapecista que hizo su última pirueta cuando el celoso portor que debía recibirla cerró las manos, la dejó caer y estrelló el corazón de mi amigo contra el albero del Continental.
Al amanecer de un día corriente, sin estridencias, en silencio, tal como vivió los últimos años, se calzó los zapatones, dibujó en su cara una sonrisa invertida y con el vestido de payaso triste subió la escala de la tercera plataforma, se anudó al cuello la cuerda vertical, saltó al vacío y, meciéndose en el aire, sacó la lengua a un público inexistente.
Cuando regresé a la caravana, Irina, la volatinera, aplaudía desde el espejo el último número de Pierrot y por primera vez me salté la orden; descorrí las cortinas para contar a mamá que mi segundo fantasma sonreía desde la luna, pero ella y Popó habían abandonado el Continental y al niño que jugaba al escondite.
Los muelles del somier quedaron en silencio y cuando conseguí dormir, el libro de los sueños se abrió por la página de los miedos. Un esqueleto con levita azotaba a las carpas del Júcar, mientras sus crías abandonaban el bálamo para ocultarse en el fondo del río; el movimiento del agua alertó a una familia de cangrejos, que se precipitó sobre el fango para dar cuenta del suculento menú. Cuando concluyó el espectáculo, los depredadores regresaron a sus palcos de barro y, con restos de alevines entre sus pinzas, aplaudieron la brutal actuación de mi padre.
A la mañana siguiente, busqué consuelo en la pequeña mano que podía rescatarme del patético limbo de la soledad, pero Hércules —el enano— hacía el equipaje…
—¡Te necesito! —supliqué.
Sin levantar la mirada, me entregó un estuche de cartón y dijo:
—Esto pertenecía a Pierrot. Te nombró heredero universal y todo su patrimonio está en esta caja. La noche anterior a su desaparición, me hizo prometer que, si un día yo dejaba el Continental, lo entregaría al niño que jugaba al escondite.
—¿Qué haré sin ti? —sollocé.
—Sobrevivir —contestó—, como hacemos todos. Tú, al menos, cuando te hagas mayor, formarás parte de la especie humana y serás aceptado por ella; los enanos, aunque vivamos mil años, no conseguimos despojarnos de nuestro estigma.
No entendí su mensaje y, entre tanta confusión, destapé el paquete. Nadie mataría por una nariz de payaso y unas cuantas pinturas de colores, pero a mí me pareció un inmenso tesoro.
—Hay algo más —dijo Hércules.
—¿Qué es?
—Una nota. La escribió para ti…
Zapattoni, cuando leas estas líneas, Irina y yo estaremos al otro lado de la luna. Si me necesitas, búscame en los espejos.
—Está claro que nuestro amigo había perdido por completo la razón, —prosiguió Hércules—, pero aún en sus desvaríos se resistía a abandonarte.
—Y no lo ha hecho —murmuré—. Un año después de su muerte, me visitó en la caravana.
—A veces no completamos el duelo de las personas que amamos y aparecen en sueños recurrentes —dijo Hércules—, pero, Zapattoni, ¿por qué?
—Con ese nombre me bautizó; decía que un payaso no era grande sin un gran nombre. ¿Y a ti? ¿Quién te puso Hércules? —pregunté.
—El director de un circo —contestó.
—Tus padres, ¿eran tan pequeños como tú? —inquirí.
—Ojalá —se lamentó—. Al menos no se habrían avergonzado. El que me compró me contó que vengo de una familia acomodada de Madrid y no escatimó detalles. Según su relato, mi madre tuvo «un desliz» con un buscavidas que le regaló una tripa y desapareció sin dejar rastro; aunque la familia materna hizo todo lo posible porque aquello reventase antes de los nueve meses, parece que el cabrón tenía una genética a prueba de hierbas y mejunjes.
»Llegué a este mundo en el magnífico dormitorio de una debutante católica, atendido por el medico familiar, y cuando el galeno consiguió desencajarle la pelvis para extraer mi desproporcionada cabeza, puso al monstruo sobre su pecho. Al verme, mamá me empujó y pasé de la cama a la alfombra; allí habría permanecido hasta tragarme las flemas, si la criada no llega a intervenir. Me recogió del suelo, como se recogen los excrementos, y a palmetazos exhalé el putrefacto aire que respiran los creyentes castigados por un pecado de lujuria.
»La sirvienta me acogió en su familia, pero como la coneja tenía demasiados gazapos que alimentar, duré poco en la camada: cuando aprendí a caminar, me vendió al circo por una cantidad razonable. Tu padre pagó por mí y me trató como trataba a sus animales. Él creía que algo como yo estaba a medio camino entre el hombre y la bestia. No le debo nada, pero si me lo pides, me quedaré contigo; con tu gran nombre y mi pequeña estatura, hay materia suficiente para entretener a los niños del mundo. Hasta tu mayoría de edad, yo me encargaré de instruirte y