Gris: El color de la contemporaneidad
Por Peter Sloterdijk
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«Mientras no se haya pintado un gris, no se es pintor». Estas palabras de Cézanne, escribe Peter Sloterdijk, suscitan otra afirmación: mientras no se haya pensado en el gris, no se es filósofo. En un ensayo lúcido y provocador explora este tono, aparentemente el color de la indiferencia y la neutralidad, cuya presencia ha permeado la historia de la política, la filosofía y las artes, así como la mitología y la religión.
Sloterdijk presenta una nueva teoría estética y filosófica sobre la relación entre la luz y la oscuridad, en la que los colores tienen una fuerza icónica innegable. Analiza aspectos tan diversos como la hegemonía del gris en la Alemania reunificada, como resultado de la mutua desilusión del reencuentro, y que marcaría a más de una generación con el «gris Merkel», o la gran cantidad de automóviles grises de alta gama, con una amplia variedad de tonos y nombres que sugieren exclusividad y privilegio.
El autor afirma que la capacidad de mutabilidad del gris lo convierte en el color de nuestro tiempo, pues es símbolo de una era de indiferenciación y —nos alerta Sloterdijk— puede llevarnos hacia una neutralización moral que se opone a la celebración contemporánea de la diversidad.
Peter Sloterdijk
Peter Sloterdijk (Karlsruhe, Alemania, 1947) , uno de los filósofos contemporáneos más prestigiosas y polémicos, es rector de la Escuela Superior de Información y Creación de Karlsruhe y catedrático de Filosofía de la Cultura y de Teoría de Medios de Comunicación en la Academia Vienesa de las Artes Plásticas. De su extensa obra pueden destacarse, entre otros, su novela El árbol mágico y sus libros ensayísticos El pensador en escena, Eurotaoísmo, Extrañamiento del mundo (Premio Ernst Robert Curtius 1993) y El desprecio de las masas.
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Gris - Peter Sloterdijk
Edición en formato digital: abril de 2024
La traducción de este libro ha sido posible gracias
a una subvención del Goethe-Institut.
Título original: Wer noch kein Grau gedacht hat. Eine Farbenlehre
En cubierta: © Alex Zaitsev / Shutterstock
© Suhrkamp Verlag, Berlín, 2022
Todos los derechos reservados y gestionados a través
de Suhrkamp Verlag, Berlín
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© De la traducción, Isidoro Reguera
© Ediciones Siruela, S. A., 2024
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-10183-59-9
Conversión a formato digital: María Belloso
Contenido
Prólogo: Bajo vela pálida sobre las aguas
de lo acostumbrado
1. La grisería: La luz de la caverna de Platón,
el crepúsculo de Hegel y la niebla de Heidegger
Primera digresión: Los corredores de Kafka
2. Ampliación de la teoría política del color:
Las banderas grises ondean ante nosotros
Segunda digresión: Zonas grises
3. El gris espectral: Del antiguo penar de la luz
en su descenso a lo oscuro y sus nuevas hazañas
sobre sal y plata
Tercera digresión: Sobre el gris y la mujer
4. El gris que te conmueve: En la tempestad,
en el norte, en el mar y en los montes
Cuarta digresión: De qué va el gris de Cézanne
5. Los éxtasis grises: Rapto místico, deriva tibia,
desinterés creador y la dificultad de defender
a Dios de la sospecha de indiferencia
Para Bea,
en la luz matinal
«¿Quién dice que el mundo ya está descubierto?».
PETER HANDKE,
El momento de la sensación verdadera (1978)
«Uno quisiera escribir tanto que las palabras se prestaran vida unas a otras, y tan poco que todavía se las tomara en serio».
ELIAS CANETTI,
La provincia del hombre (1943)
Prólogo: Bajo vela pálida
sobre las aguas de lo acostumbrado
Cualquiera que, como cediendo a un capricho, se dejara llevar por la inclinación a afirmar que el fenómeno de lo «gris» —como color de las cosas, como sombreado de la iluminación de una habitación o como estado de ánimo del ser— merece una consideración más detenida que la que ha encontrado hasta ahora en el ámbito de la teoría estética y filosófica podría ser cuestionado por la expresión de Paul Cézanne cuando dijo «Mientras no se haya pintado un gris no se es pintor»¹, frase que podría suscitar una afirmación complementaria: mientras no se haya pensado en el gris no se es filósofo.
Lo que Cézanne tenía en la cabeza cuando reivindicaba un gris que identificara a un pintor se aclarará aquí más adelante². En cuanto a la cuestión de si con la palabra «gris» haya de entenderse algo que signifique más que un mero valor cromático casi neutro, entre negro y blanco, o bien que haga alusión a algo de color pálido e indeciso, en favor de esta tesis las consideraciones que siguen han de reunir una serie de indicios.
El algo que habría que atribuir al entorno del gris se encuentra, como se ha de aclarar, a medio camino entre una dimensión metafórica y una conceptual. La mayoría de las veces el lenguaje cotidiano pasa por el punto crucial con acostumbrada autosuficiencia. Bastaría considerarlo con algo más de atención en sus cuasi contactos con el sujeto en cuestión para descubrir la huella del algo inadvertido. Pues, en tanto que elige la misma expresión no patética —la palabrita «gris», la mayoría de las veces en posición adjetivamente agazapada, y pocas veces unida a nombres como en el caso del pan gris, agua gris, zona gris, greyhound— para los días cubiertos de noviembre, para pieles de elefante y pelajes de ratón, para suelos de pissoirs públicos blanquinegros debido a una mezcla de pimienta y sal, para sombríos frentes de nubes y cabello plateado por la edad, para rasgos faciales decaídos (¿no fue «gris ceniza», según el informe del médico de cámara del príncipe de Weimar Carl Vogel, el color del semblante de Goethe durante la crisis de ansiedad dos días antes de su muerte, acaecida el 22 de marzo de 1832?³), además de para rígidos papeles de embalar, pálida elegancia cachemira, tierras sin ley, así como para perspectivas no halagüeñas de futuro, costumbres matrimoniales, archivos muertos, estanterías llenas de polvo y cientos de otras circunstancias, asigna al discreto lexema un ámbito de aplicación ampliado, sin unir a ello pretensiones cromáticas dignas de mención y menos aún enunciados explícitos sobre lo atmosférico. En el uso extensivo de la palabra se oculta una idea —más bien una pluralidad de ideas— cuyo volumen uno no se imagina normalmente.
Bajo la discreta palabra referente al color se produce una vaga simbiosis de percepciones, valoraciones y presunciones. Lo indiferente, lo desolador, lo impreciso, lo incierto, lo indeciso, lo indeterminado, lo extendido, lo siempre igual, lo unidimensional, lo sin tendencia, lo irrelevante, lo amorfo, lo que no dice nada, lo cubierto, lo nebuloso, lo monótono, lo dudoso, lo equívoco, lo que es un poco desagradable, lo perdido en tiempos remotos, lo cubierto de telarañas, lo de color ceniza, lo archivístico, lo novembrino, lo febreriano…: no es poco lo que navega bajo la misma vela pálida sobre las aguas de lo acostumbrado. En caso de que se pudiera decir que la existencia humana dispone por sí misma de una meteorología implícita, el ámbito de competencia de esa meteorología existencial vendría señalado no en último término por el uso de la palabra «gris». Quien se proponga tomarse en serio el parte meteorológico del alma como un juego del lenguaje imperceptiblemente continuo, e incluso considerarlo un género propio de noticiario, no puede eludir referirse de forma explícita al gris.
En cada existencia capaz de una visión normal va incluida la inmersión en coloridos mundanos. Sin un mínimo de teoría del color, la vida humana no puede clarificarse por sí misma. La diferencia originaria entre claro y oscuro precede con la inevitabilidad de una percepción elemental a cualquier tipo de experiencia con lo polícromo o con lo cromáticamente definido. Comentaremos esto reiteradas veces más adelante, primero en unos comentarios sobre la teoría de los colores de Goethe, la cual ofrece conocimientos significativos respecto a los problemas de la oscuridad en relación con lo claro, y de la sombra coloreada y del gris; después con motivo de un comentario del fenómeno del daltonismo, en el que la innata visión del gris aparece dramáticamente como cualidad básica de la estancia humana en un espacio claro-oscuro sin colores; y, por último, con ocasión de los comentarios sobre la revolución de la visión producida por la fotografía en blanco y negro a mediados del siglo XIX.
Incluso sin tener que hacer para ello referencia al daltonismo o a la acromatopsia, fisiológicamente condicionados, o al extrañamiento epocal de lo visible en la primera mitad de la era fotográfica, la existencia sensible a la luz siempre se ha dado como exposición actual o virtual a una amplia acromía, y no solo en días de niebla. Allí hasta donde alcanza la pesantez diaria aumenta excesivamente la sensación de que se ha suspendido el juego usual de los valores cromáticos. Hay momentos en los que el gris, como dato visual y como estado de ánimo, domina por su proximidad a la monotonía. Quien se hunde en las profundidades existenciales siente cómo la tensión escapa de los contrastes cromáticos. Los coloridos de las cosas que nos rodean se diluyen en un color universal neutro, percibido como un gris oscuro. Esta situación podría explicarse a grandes rasgos haciendo referencia a unos ojos con un exceso de fatiga cuando se apodera de ellos una aversión a las percepciones. Quizá se pueda ilustrar también comparándola con el cafard de un masoquista tras el exceso, negro grisáceo y miserable como el estado de ánimo de un centroeuropeo después de las noticias sobre la pandemia de un telediario de finales de invierno.
El gris que da que pensar, se lo conciba como concepto o como metáfora, o bien como metonimia, hay que asignarlo a lo indeciso; representa lo medio, lo neutral, lo no especial, la integración en lo acostumbrado más allá de lo agradable y lo desagradable. No es un color, sino que se llama cotidianidad. Como medio ambiente, como zona intermedia, como environment compuesto de costumbres, habladurías y sabores a los que uno está expuesto por nacimiento o por huida, se convierte en la totalidad del «mundo». Configura el horizonte o el dónde del ser en la existencia en general, junto con su séquito de tendencias, incertidumbres y vagos peligros.
Como reino de las obviedades, que el fenomenólogo, como supervisor filosófico de los mundos de lo gris, avanza con una receptividad intencionadamente elevada, del modo más incondicional posible, atento sin alarmas (ya se llame Edmund Husserl o Martin Heidegger, Maurice Merleau-Ponty o Hermann Schmitz), rico en observaciones que no convencen, sino que iluminan, decidido a la claridad en mediocridad ardiente, lo cotidiano así valorado se adorna con la denominación, humilde pero segura de sí misma, «mundo de la vida», una expresión que llamó la atención, sobre todo, gracias a su desarrollo en la obra tardía de Husserl⁴. Prometía, modesta pero combativamente, tratar de una vida que se diferencia toto coelo de la de los biólogos; quería informar sobre un mundo abierto y oculto en la cotidianidad, del que los físicos cientificistas y muchos otros científicos, a causa de su ilusión objetivista, se han excluido a sí mismos.
Si nos planteáramos la pregunta de cuál fue el principal acontecimiento de los siglos XIX y XX desde un punto de vista dinámico-cultural, una de las posibles respuestas podría ser esta: posiblemente, la recoloración de todos los valores cromáticos. La conciencia del día a día no ha sabido más de este suceso en el curso del tiempo de lo que fue necesario para la instauración de un estado de ánimo básico modificado. El cambio se produjo en algún momento tras el final de la Segunda Guerra Mundial, quizá no antes de los años sesenta, tan pronto como pareció evidente de repente que todos los colores son igual de buenos y cuán inútil sería querer seguir estableciendo relaciones de superioridad e inferioridad entre ellos. Los Colores Unidos de la actualidad se muestran respeto mutuamente y renuncian a querer dominar a los colores vecinos. Debido al nuevo modo de sentir y juzgar, la existencia promedio, no creativa y determinada por las tendencias, participó en el proceso de desjerarquización de la época. Lo llevó a cabo como si lo hubiera querido. En el caso de los colores, la supresión de la relación entre superior e inferior estuvo estrechamente ligada al proceso análogo de desimbolización que se estaba desarrollando de manera simultánea.
Normalmente no se sabe que la visión de los colores tiene una historia. El diseño moderno y sus epílogos posmodernos pueden reconocerse por el hecho de que los colores y significados distan mucho unos de otros. Nadie insiste ya en que la esperanza debería codificarse en verde, mientras que la lejanía, la vastedad, la envoltura de lo infinito pide azul; a quien sigue pensando aún que el rojo es el amor declarado es difícil ayudarlo a que mejore su gusto. Los «materiales» hacen suyo lo arbitraire du signe, bajo cuyo signo la lingüística «estructuralista» inspirada en Ferdinand de Saussure comenzó en el siglo XX su camino por los claustros académicos. La separación de los significantes cromáticos con respecto a la carga simbólica, antes obligada, de los significados, independientemente de si obedece a motivos ascéticos o neobarrocos, se produce mucho más bajo la influencia de condicionamientos psicológicos del color extendidos culturalmente —por no hablar del juego, aquí sin sentido, de los colores de moda— que siguiendo las directrices de antiguos significados cromáticos, ya sean litúrgicos, alegóricos o típicos de la escuela de la antigua Europa⁵.
Cuando se encontraron la tendencia a la desjerarquización y la tendencia a la desimbolización, surgió una alianza estratégica —quizá solo fuera un campo de influencia coincidente— contra la posición especial y superior del blanco. En la eminencia del color blanco se resumió una tradición milenaria dominante en el ámbito mediterráneo y occidental de motivos mitológicos solares, metafísicos luminosos y teológicos del color, junto con sus reflejos en los colores de la liturgia eclesiástica y en las imágenes dinásticas. Abarcan desde el blanco obligatorio de las palomas, que certifican la capacidad de vuelo del Espíritu Santo, pasando por el esplendor de los mantos de coronación principescos, hasta los lirios imperturbablemente blancos de la Casa de los Borbones. Si alguna vez resultó ventajoso salir de las fuentes del pasado al presente, fue el blanco el que supo sacar provecho de ello. Se consideró desde siempre como el más antiguo en la hermandad de los colores, y solo con el negro, y en tal caso, había de aclarar la cuestión de la prioridad. En él parecían convertirse en uno el resplandor y el venir-de-lejos. En tanto que asumió el valor de apariencia de una categoría visual, el blanco se convirtió en una epifanía estabilizada. Cuando Franz von Baader, el teósofo en tiempos de necesidad, declaró que el rayo era padre de la luz⁶, el blanco se convirtió en el elemento de la prueba de la existencia de Dios a partir de los colores. Como color universal, se le atribuyó el rango de supercolor. Por él, el ser-para-el-ojo se transformó en el ser del puro pensar. Cuando Juan Escoto Erígena enseñaba en el siglo IX que omnia quae sunt lumina sunt —todo lo que es, es luz—, no solo conectaba con las especulaciones metafísicas luminosas de la Antigüedad tardía, sino que ofrecía a la vez un retrato de Dios como el auténtico supremacista. De acuerdo con su naturaleza superclara, no podía sino colocar todas las diferencias que generan el mundo dentro de un color, el supercolor. Dios es el artista que solo se articula blanco-en-blanco. Se mueve en un espectro de luz blanca que se amplía hasta convertirse en una tormenta de matices, en la que retumban los imperceptibles rugidos del ser de un único nombre.
La ruptura revolucionaria que a menudo se dice que tuvo lugar en el pensamiento del siglo XIX posee indefectiblemente un aspecto filosófico del color. Ahora no son solo las ruedas de la fortuna y del destino las únicas que se consideran capaces de un cambio profundo, incluso de un giro selectivo, sino que en su curso interviene también una vanguardia activa de la humanidad (la razón pretende ser, en un primer momento, una empresa para el «sabotaje del destino»⁷). De repente se da la vuelta a los círculos de color, se invierten las pirámides de valores, se socavan las jerarquías. «Alterar la moneda en curso» es un lema que se repite en las épocas en las que flota la falta de respeto a la libertad⁸. Cuando aparecen dichas revueltas, repliegues y virajes no se detienen ante la institución de los colores de Dios o del rey. No tendría sentido hablar de tiempos modernos si no se hubiera finiquitado en ellos el Ancien régime de los colores. El cuadro de los disturbios que se ha ido gestando desde el siglo XVIII con consecuencias duraderas incluye el asesinato del rey del reino de los colores, mediante el cual al blanco se le despojó de su eminencia.
Antes de que pudiera ser proclamada la república de la igualdad de derechos de los colores y los United Colors of Everything determinaran los escaparates, hubo de producirse al menos una vez una afrenta pública al rey [de los colores], del mismo modo que sucedió en la historia política con la ejecución de Luis XVI en enero de 1793, lo que representó la singularidad que coronó memorablemente la tendencia a la disolución de sistemas monocéfalos (monárquicos) y su sustitución por sistemas policéfalos. Del hecho de esa afrenta no dicen nada los relatos tradicionales de arte y de historia de la cultura; en el mejor de los casos rozan el tema de forma indirecta. En este contexto se presentaría la ocasión para hacer que apareciera de nuevo la expresión de Cézanne citada al comienzo, a la que volvemos a remitir; expresión que apenas revela nada, tampoco, del drama del teocidio en el escenario de los colores.
El locus classicus de la transvaloración del valor del color más elevado se encuentra en el capítulo 42 de la novela de Herman Melville, aparecida en 1851, Moby Dick, en la que aparece el motivo del leviatán blanco. En la figura de un monstruo marino albino antropófobo muy antiguo, perseguido muchas veces, ducho en todas las artes de la supervivencia y del contraataque, astuto, se encarna, desde el punto de vista del narrador, un vestigio de todo lo que se rescató en la Modernidad de las concepciones medievales sobre el «príncipe de este mundo» unido a la experiencia del mundo ampliada oceánicamente. Esta figura pone de manifiesto nada menos que una doctrina neognóstica de la transvaloración de los valores.
El narrador de Melville no olvidó lo profundamente vinculado que estaba el blanco desde antiguo a representaciones sublimes. ¿No se encarnó Zeus en un toro blanco? ¿No llevaban los sacerdotes católicos bajo la casulla una sobrepelliz que se inspiraba en la túnica blanca antigua, llamada «alba», que como camisa de bautismo simbolizaba la pertenencia del oficiante al Corpus Christi? En las visiones de Juan de Patmos, ¿no entraban en la eternidad los redimidos vestidos de blanco, acompañados de los mensajeros de alas blancas? ¿Y no se dice de aquel «que tenía la apariencia de hombre», del hijo eterno con la espada que le salía de la boca, que «su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve» (Apocalipsis [1, 14-15])? Sin embargo, asegura el narrador, acecharía «algo vagamente inaprehensible en el sentido más profundo de ese colorido»⁹. «Eso inaprehensible» sería «la causa» de «por qué la representación del blanco, cuando aparece separado de relaciones más amables y apareado con algo en sí mismo espantoso, eleva el horror hasta el máximo grado»¹⁰, aunque haya servido mucho tiempo como «el símbolo más significativo de las cosas espirituales».
¿Es porque el blanco inmaterial recuerda el vacío helado, los espacios inconmensurables del universo y porque por ello nos atraviesa el alma alevosamente el puñal de la idea de la disolución y la nada cuando observamos los blancos abismos de la Vía Láctea? ¿O es porque el blanco es en el fondo no tanto un color como la ausencia visible de todo color y la suma de todos los colores al mismo tiempo; y porque por ello un vasto paisaje nevado guarda silencio tan sin sentido ante nosotros a la vez que nos habla tan significativamente: un mundo sin color, de todo color, sin Dios (a colourless, all-colour of atheism), ante el cual retrocedemos temblando?
En consecuencia:
Cuando consideramos todo esto el universo queda paralizado y albarazado (zora’ath bíblico) ante nosotros.
Quien se introduce sin protección en la poderosa presencia del omnicolor insoportable, como un viajero insensato en Laponia que quisiera renunciar a gafas de sol,
fija […] la mirada, ciego, en la infinita mortaja blanca que envuelve todo lo visible en derredor¹¹.
En la burlona extravagancia de la criatura albina que cruza los océanos, brilla, como con la violencia del por-última-vez, el sentimiento de jerarquía de la metafísica cromática de la vieja Europa, invertida y situada en la cúspide del mal. El blanco ya no es la suma de lo bello, sino que, atribuido a lo inquietante, es el comienzo, medio y final de lo horrible. Ello tuvo su primera gran salida a escena en la novela de Edgar Allan Poe Las aventuras de Arturo Gordon Pym (1838), en la forma de una figura gigantesca, cubierta de blanco nieve, que aparece ante el barco que se está hundiendo en el abismo antártico. El pathos que Melville aplica a una metafísica tardía anticipa la preocupación de Nietzsche por el buen uso de la transvaloración de todos los valores: también el estadounidense en el mar habla de una inversión de los polos sin disminuir la alta tensión. Voluntariamente no curado de la neurosis trascendente de la vieja Europa, Melville responde al tirón metafísico tradicional desde arriba. Ello se traduce en un estremecimiento de horror ante la altura inhabitable.
Después habría de mostrarse cómo las transvaloraciones acaban sin rodeos en devaluaciones y con qué facilidad, en lugar de altas tensiones alternativas, aparecen desinhibiciones, alivios y desahogos, que se reparten entre sí los espacios. En el «mundo precisado»¹² posmetafísicamente se presentan las circunstancias como si se hubiera aceptado ampliamente el consejo del Manual para impostores de Walter Serner: «Banaliza las cosas y cosecharás éxito y sembrarás oportunidades»¹³.
La desimbolización y la desjerarquización quitaron el contenido a la antigua ordenación de los colores y neutralizaron su fuerza. La coexistencia de los tonos cromáticos se manifiesta como uno de los campos en los que todo es posible. Las planas jerarquías del buen gusto facilitan la vida y el que todo valga. Como constelaciones se inclinan por ciertos colores de temporada; no obligan a nada. Se extienden al modo de infecciones benignas, se mezclan con facilidad y fomentan el cambio impulsado por el tedio. Lo mejor sería que el mundo aparentemente distendido se entendiera como el reino de los espectros libres, donde todo limita con todo. Una declaración como la del fundador del De Stijl, Theo van Doesburg, según la cual el blanco es «el color espiritual de nuestro tiempo», sonaba ya en 1929 tan monomaniaca como anacrónica, aunque no estuviera tan obsesionada con el mesianismo artístico como la propuesta de Yves Klein (1928-1962) al Departamento Internacional para la Energía Atómica de que las armas nucleares deberían construirse en el futuro de modo que produjeran hongos atómicos de su patentado color azul Klein.
El idilio polícromo engaña; la liberalidad moderna, que invita a la entremezcla, no puede forzar la deseada sociedad arcoíris. Es tarde ya tanto para la desmezcla como para las identidades de color puro. De la suma de los colores particulares no surge, como muestran los experimentos, un color universal brillante, sino que se produce más bien un gris mate parduzco. Ya no puede hablarse del blanco de Melville. El color como de basura constituye el resultado inevitable de la mixofilia posmoderna. En tanto manifiesta esto, la teoría actual del color coloca a su comienzo un fuerte pro nobis. El gris es el color determinante en la actualidad. Susceptible de ser dividido y degradado, escalonado a mil niveles, ese color ya no horroriza a sus observadores como en otra época horrorizaba lo blanco demoniaco, pero tampoco posee ya la fuerza movilizadora que se atribuía al rojo y al negro en los días de su poder de atracción.
Lo que surge de mezclas de pigmentos lo había escrito ya Newton sin rodeos, y Goethe traduce aquí la prosa de su oponente (al que no perdona la afirmación de que la luz blanca está «compuesta» de los colores del espectro luminoso) con un entusiasmo rabioso: de la mezcla surge, por reproducir expresiones de Newton, algo que se presenta ante los ojos «de color de ratón, de ceniza, de piedra o como de mortero, polvo o barro […] y cosas parecidas»¹⁴. Ninguna política de los pigmentos sacará de su letargo al gris, aunque se prenda escarapelas de un verde nuevo o de un rojo viejo. Más allá de gustar o no gustar, el gris pone ante la vista de nuestros contemporáneos el color-sin-color universal de la libertad alienada.
¹ Michael Doran (ed.), Gespräche mit Cézanne, Zúrich, 1982, págs. 145 y ss. [Sobre Cézanne. Conversaciones y testimonios, GG, Barcelona, 1980].
² Cfr. infra, págs. 219 y ss.
³ Carl Vogel, Die letzte Krankheit Goethe’s [La última enfermedad de Goethe], Berlín, 1833, pág. 16.
⁴ Edmund Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental (1936).
⁵ Si en el popular poema de Robert Gernhardt «Deutung eines allegorischen Gemäldes» [Interpretación de un cuadro alegórico] el quinto hombre, el que trae silenciosamente el vino, es presuntamente el «servidor de vino», el núcleo no alegórico de ese verso final se tiñe de lo alegórico de las cuatro figuras precedentes: «rojo sanguinolento» no es necesariamente la muerte, el flagelo no se refiere solo a la peste, las gotas venenosas quizá no solo significan el odio. Tampoco la tercera figura estaría inequívocamente definida: «El tercero está sentado vestido de gris. / Es la pena, / es la pena».
⁶ Franz von Baader, «Über den Blitz als Vater des Lichts» [Sobre el rayo como padre de la luz], en el mismo, Gesammelte Schriften zur philosophischen Erkenntniswissenschaft oder Metaphysik [Escritos reunidos sobre la ciencia filosófica del conocimiento o metafísica], Sämtliche Werke [Obras completas], II, Aalen, 1963 [1851], págs. 31 y ss., reproducido en Weltrevolution der Seele. Ein Lese- und Arbeitsbuch der Gnosis [Revolución universal del alma. Un libro de lectura y trabajo de la gnosis], Peter Sloterdijk y Thomas Macho, Zúrich, 1993, págs. 591-600.
⁷ La expresión (Sabotage des Schicksals) se debe a Ulrich Sonnemann; cfr. del mismo autor, Negative Anthropologie. Vorstudien zur Sabotage des Schicksals [Antropología negativa. Estudios previos para el sabotaje del destino], Reinbek, Hamburgo, 1969.
⁸ Paracharattein to nomisma: norma directriz del cinismo antiguo (alterar la moneda en curso, cambiar las costumbres); cfr. Heinrich Niehues-Pröbsting, Der Kynismus des Diogenes und der Begriff des Zynismus [El cinismo de Diógenes y el concepto del cinismo], Fráncfort del Meno, 1988. Nietzsche elevó la fórmula «transvaloración de todos los valores» convirtiéndola en un esquema que permite interpretar la dinámica general de la civilización (por ejemplo, de la cristianización de Occidente desde el contexto de la antigua ética guerrera grecorromana). En sus escritos tardíos asocia el concepto de transvaloración a la exigencia de un ars vivendi neoaristocrático poscristiano.
⁹ Herman Melville, Moby Dick, Berlín, 2013 (1851), pág. 281.
¹⁰ Ibíd.
¹¹ Ibíd., págs. 289 y ss.
¹² La expresión se toma del libro de Wolfgang Janke Kritik der präzisierten Welt [Crítica del mundo precisado], sin compartir todos los motivos críticos de alienación de la obra.
¹³ Walter Serner, Letzte Lockerung. Ein Handbrevier für Hochstapler und solche, die es werden wollen, Múnich, 1981 (1927), pág. 73. [Manual para embaucadores (o para aquellos que pretendan serlo), El Desvelo, Santander, 2011].
¹⁴ Citado por Albrecht Schöne, Goethes Farbentheologie [La teología de los colores de Goethe], Múnich, 1987, págs. 34 y ss.
1. La grisería¹⁵: La luz de la caverna
de Platón, el crepúsculo de Hegel
y la niebla de Heidegger
«Mientras no se haya pensado en el gris no se es filósofo». Naturalmente es diferente si esto se dice en la inauguración de una exposición de arte en una ciudad o en la conferencia inaugural de un congreso de filósofos en Cambridge. En el primer caso, puede contarse con la sonrisa cómplice de los no-afectados. Los divertidos visitantes de la galería contemplarían con satisfacción cómo aquí se mide a otras personas con estándares que probablemente no cumplan. Tant pis pour eux. Los asistentes al vernissage entienden de improviso, el vaso de prosecco en la mano, por qué las doctrinas de la mayoría de los llamados filósofos, muertos o vivos, les han interesado siempre tan poco. Ya nadie tiene por qué sentirse culpable cuando mire el lomo de sus libros: el polvo que los cubre es gris y priva de valor y de actualidad a su interior, y ello —uno se da cuenta— con razón, porque los autores no pensaron en el gris.
Los presentes conceden que hubo algunos pensadores plein-air que constituyeron las excepciones entre los filósofos. Nietzsche supo de qué se trataba cuando advirtió que los pensamientos no se habían concebido paseando al aire libre. Cuando Merleau-Ponty evocaba el «mundo bienaventurado de las cosas y su dios, el sol»¹⁶, puede decirse que también él estaba en el buen camino. Y lo mismo puede decirse de Rilke, cuando sintió que le llamaba una voz proveniente de la vieja piedra gris cuando se encontraba ante el torso de Apolo, una de las antigüedades del Louvre, que le dijo: «Tienes que cambiar de vida»; aunque fuera citado con todo respeto por un