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El artista del KO
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Libro electrónico344 páginas5 horas

El artista del KO

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A tres meses de cumplir los dieciocho, Eugene Biggs abandona los estudios y la pequeña granja familiar, porque eso es lo que se espera de él. Es lo que la gente del sur de Georgia viene haciendo desde antes de la Gran Depresión: subirse a un autobús de la Greyhound y poner rumbo a Jacksonville, Florida, para ganarse los garbanzos. Al llegar, alquila un cuartucho y empieza a encadenar empleos de chichinabo. Vegeta por una panadería, una fábrica de celulosa, una empresa de reparación de techos, una constructora y un astillero. En este último conoce a Budd Jenkins, quien, adivinando su potencial pugilístico, decide subirlo a un ring y convertirse en su mánager. Así comienza el sueño. Gana trece combates consecutivos y le surge la oportunidad de abrir la ronda preliminar en el Madison Square Garden. Todo parece ir sobre ruedas, pero la realidad no tardará en demostrarle lo contrario. Tras una tercera derrota por KO, Budd, defraudado, lo abandona a su suerte en Nueva Orleans. Ese mismo día, Eugene se descubre poseedor de una habilidad portentosa de la que no dudará en servirse para vender su alma al sórdido inframundo de la ciudad.
IdiomaEspañol
EditorialDirty Works
Fecha de lanzamiento8 jul 2024
ISBN9788419288455
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    El artista del KO - Harry Crews

    Capítulo uno

    Desde el taburete en el que estaba sentado, el muchacho —que se llamaba Eugene Talmadge Biggs, pero al que solían referirse como Knockout, KO o Noqueador— había contado tres veces los trajes del armario. Y cada vez le había salido un número distinto. No le sorprendió. Contar no era lo suyo. Solo lo hacía por hacer algo hasta que llegase el momento de salir a hacer lo ineludible. Además, ya estaba curado de espanto.

    Hacía mucho tiempo que había decidido que el truco consistía en intentar hacer lo que viniera a continuación sin darle demasiadas vueltas. Al menos, hasta cierto punto. El problema estribaba en saber dónde estaba ese punto, el punto más allá del cual uno no debía aventurarse. A veces, en la tranquilidad de la noche, cuando estaba tumbado en la cama esperando que le venciera el sueño, o incluso paseando por la calle bajo la brillante luz de la mañana, le asaltaba la convicción de que hacía tiempo que había sobrepasado ese punto y ya jamás podría recuperar las riendas de su vida.

    Se obligó a contar de nuevo los trajes, poniendo más atención. Pero ni con esas. Le salió otro número. Podía haber 130, 127, 133 o 128 trajes colgados en el armario, delante de sus narices. Y en el suelo, a los pies de cada conjunto, un par de zapatos. Así que habría igual número de pares de zapatos que de trajes. Fueran los que fuesen. Al verlos por primera vez, le dio por pensar que en todo el condado de Bacon, Georgia, su terruño, no había tantos trajes. Claro que ahora no estaba en el condado de Bacon, sino en una casa del tamaño de una estación ferroviaria, en la avenida St. Charles de Nueva Orleans, en Louisiana, y allí las cosas eran muy diferentes a cómo eran en su terruño. Joder que si eran diferentes. Nada que ver. El mundo entero había cambiado para él en Nueva Orleans. Las casas de la avenida St. Charles, sin ir más lejos. Casi todas le parecían estaciones ferroviarias o le hacían preguntarse a santo de qué cojones querría alguien vivir en algo tan descabelladamente mastodóntico.

    Se miró las botas de boxeo nuevas. Era la primera vez que se las ponía, porque no eran suyas. Se las habían facilitado, al igual que los calzones Everlast. No le quedaban del todo bien porque no llevaba coquilla, suspensorio sí, pero sin la coquilla ni la correa de cuero que la sujetaba. En los combates que venía librando de un tiempo a esta parte, no le hacía falta. Las manos que descansaban sobre las rodillas ya estaban vendadas. Se las había vendado él mismo.

    Se levantó del taburete y calibró la alfombra.

    Los pies se hundían en ella, a poco que te descuidases podías hacerte un esguince. Soltó unos cuantos jabs, se desplazó a la izquierda, luego a la derecha, sin descuidar en ningún momento los pasos que daba sobre la alfombra.

    Desde el público congregado en el enorme salón de baile ubicado en el centro de la mansión, estalló un fragor de voces que se apaciguó al instante. Los gritos y los alaridos no sonaron festivos sino furibundos. A Eugene se la traía floja si estaban de celebración o en pie de guerra. Él se hallaba en el vestidor de un hombre que tenía ciento-no-sé-cuántos trajes y que, se mirase por donde se mirase, no era normal, como tampoco lo eran sus amigos, así que se la traía floja lo que estuviesen haciendo, pensando o sintiendo ahí fuera.

    La pared del fondo del armario era un espejo, y Eugene se observó bailotear y esquivar, arremeter y retroceder, cubrirse y responder con un gancho. También veía el cuarto de baño que tenía detrás, las manillas de oro de los grifos que titilaban como lámparas. No sabía si serían de oro auténtico. No sería de extrañar, así que no le dio más pábulo a esa cuestión. Ahora que se había puesto en movimiento, sacando la izquierda y esquivando puñetazos imaginarios, no pudo evitar acordarse de la época en que todo era real, aún bajo la voz rugiente de los asistentes al falso combate que estaba a punto de librarse ahí fuera, en el salón de baile de la mansión.

    Aunque hacía tiempo que había dejado de deslomarse trabajando en las carreteras, seguía siendo un peso medio a tener en cuenta, con una estatura de casi uno noventa en calcetines. Era sorprendentemente guapo: tez morena, nariz descentrada de tanto rompérsela y tejido cicatricial suficiente para darle un aspecto un poco siniestro, puede que hasta peligroso. Era el tipo de cara que hacía que la gente dejase de hablar en los ascensores y volviese la cabeza en los restaurantes. Llevaba mucho tiempo siendo consciente del impacto que causaban sus rasgos, de la fluidez y contundencia de sus zancadas cuando andaba por la calle o cruzaba el vestíbulo de un hotel. Más de una vez le habían preguntado si se había dedicado a la interpretación o si era, de hecho, actor. A veces respondía que sí. Y no era exactamente una mentira.

    Se disponía a sentarse de nuevo en el taburete, cuando entraron dos individuos en la habitación. Uno llevaba una gorra flexible encasquetada hasta las cejas y mascaba la colilla de un puro apagado. El otro vestía una camiseta negra sin mangas bien ceñida y con una leyenda estampada en blanco que decía: EL DE GEORGIE ESTÁ DENTRO, ¿Y EL TUYO? Los dos escuálidos como modelos de moda.

    —¿Tú eres Knockout? —dijo el de la gorra.

    —Eugene Talmadge Biggs —dijo él.

    —Pero a veces te llaman Knockout, KO, o incluso Noqueador, ¿no? —dijo el de la camiseta sin mangas.

    Eugene suspiró.

    —A veces.

    —Yo soy Georgie. Aquí Jake. —Sus manos no paraban quietas, trazando dibujillos en el aire—. Somos tus cuidadores. Dios mío, Jake, ¿puedes imaginártelo? Yo su cuidador. —Parecía estar sufriendo de verdad—. Es una monada. Pero míralo bien, Jake, por favor, es una monada. A mí nadie me había dicho que era una monada.

    —Ni caso, chavalote —dijo Jake—. A veces puede resultar irritante, pero es inofensivo. Yo soy tu mánager. Georgie es tu entrenador.

    En ese momento Eugene se dio cuenta de que su mánager era una chica. Un prodigio de pecho completamente plano y sin caderas.

    —Jake es un buen nombre pa un mánager —dijo Eugene—. Muchos grandes mánager se han llamao así.

    —Gracias —dijo Jake, adusta, mascando su puro apagado—. Nos quedan diez minutos para poner la operación en marcha.

    —Pues va, no se diga más —dijo Eugene.

    —¿Cómo te sientes, chavalote?

    —Con ganas de acabar cuanto antes y largarme pa casa.

    Georgie se agachó para sacar un albornoz de la bolsa de cuero que había a sus pies.

    —¿Qué color es ese? —dijo Eugene.

    —El color de la realeza —dijo Georgie.

    —Es feísimo.

    —Es púrpura, el único color para un rey.

    —Yo no soy rey de nada.

    —Eres demasiado modesto. —Sostuvo en alto el albornoz para que Eugene pudiese ver la parte de atrás. Bordado laboriosamente en una tipografía vagamente germánica ponía: EL ARTISTA DEL KNOCKOUT.

    —Maravilloso —dijo Eugene.

    —Me alegra que te guste —dijo Georgie—. Fue idea mía. Creo que salta a la vista que lo que aquí se ofrece es una actuación con clase.

    —Está siendo sarcástico, por el amor de Dios —dijo Jake.

    —Oh, cierra el pico —dijo Georgie. Luego se dirigió a Eugene—: Déjame que te ayude a ponértelo.

    Una vez puesto, Eugene encogió los hombros y Georgie comenzó a masajearle el cuello. Sus manos fueron resbalando por la espalda hasta llegar a la cintura. Eugene permaneció inmóvil, pero se le abultaron los músculos de la mandíbula.

    —Como no pares ya con eso, Reina —dijo Jake—, el rey se va a deshacer de ti como de una flema.

    —Ay, Dios, por lo que más quieras, intenta no ser tan machorra —dijo Georgie, apartando las manos.

    —¿Podemos seguir con esto y dejarnos de mamonadas? —dijo Eugene.

    —¿Cuántos knockouts, chavalote? —dijo Jake, deslizándose hacia una imitación bastante buena del acento de Brooklyn—. He de confesar que nunca te he visto en acción. Pero he oído cosas. Vaya que si he oído cosas.

    —Todo el mundo ha oído un montón de cosas sobre el Noqueador —dijo Georgie—. Vamos, díselo y déjala patitiesa.

    —Setenta y dos —dijo Eugene.

    —Un milagro en toda regla —dijo Jake—. En toda la historia del boxeo, los que han llegado a ese récord se pueden contar con los dedos de una mano.

    —¿Ahí se contabilizan…, quiero decir, ahí van incluidos los de antes de…? ¿Has contado también los de tus comienzos? —inquirió Georgie.

    Eugene, con una mirada glacial y el rostro impasible, se volvió hacia él. Y esperó unos segundos antes de contestarle.

    —Me habéis preguntao cuántos knockouts y yo creo que no hablo en chino. Setenta y dos. ¿Vale?

    —No te embales, chavalote —dijo Jake—. Ya te lo advertí hace un momento, irritante pero inofensivo. Georgie, los guantes.

    Jake se quitó la gorra y Eugene descubrió que, además, era guapa. Al tenerla tan cerca y ser él mucho más alto, la gorra, encasquetada hasta las cejas, le había ocultado su rostro. Pero ahora, viéndola girar la gorra entre las manos, se quedó prendado de la melena pelirroja, cortada a lo garçon, la nariz fina con las aletas delicadamente abocinadas, y la boca generosa —cuando se desprendió de los labios el puro apagado—, que dejaba entrever unos dientes de una blancura deslumbrante. Fue entonces cuando se dio cuenta de que, probablemente, era más joven que él.

    Apartó la vista de ella y la borró de sus pensamientos. Si la tal Jake se había enmierdado en algo muy chungo, que con su pan se lo comiera, él no iba a perder el tiempo ocupándose de ella. Expulsarla no solo de la cabeza y el corazón, sino también de la vida, le resultaba muy fácil. Estaba versado en tales diligencias. Volvió a mirarla y la asesinó sin piedad. Dejó de existir sin más, se volatilizó, y cualquier problema que pudiera tener se volatilizó con ella. Adiós muy buenas. Y Eugene se quedó meciéndose de puntillas, con la mente despejada, vacía de pensamientos, sin preocupaciones. Sabía perfectamente lo que se avecinaba, y sabía que lo detestaba, pero también sabía que podía hacerlo y que lo haría sin pensárselo, sin preocuparse y sin permitir que luego le atormentase más de lo necesario. También estaba versado en hacer lo que tuviera que hacer sin que le afectase demasiado.

    Georgie había sacado un par de guantes rojos de la bolsa de cuero que tenía a sus pies y ahora se los estaba enlazando a Eugene.

    —¿Me das el visto bueno, chavalote? —dijo Jake.

    —¿Perdón?

    —Me estabas mirando —dijo ella.

    —Sí, antes —dijo él—. Ya no.

    —Te parezco bonita, ¿a que sí?

    —Yo no pienso en esas cosas.

    —¿Llamativa, entonces? Como mínimo, te pareceré llamativa —dijo Jake, brindándole una amplia y pletórica sonrisa, con la punta de la lengua húmeda haciendo no sé qué con el labio superior—. ¿Podrías empalmarte solo de mirarme, Knockout?

    —Yo solo he venido a hacer mi trabajo, señora.

    —No soy ninguna señora.

    —No, ya me imagino que no —dijo él.

    —Pero me apuesto lo que quieras a que estás pensando que si me follas bien follada, como nunca me han follado en mi vida, harías de mí una señora. ¿Verdad o no?

    —Haga el esfuerzo de creerme cuando le digo, y se lo repito, que yo no pienso en esas cosas —dijo él.

    —Todos los hombres piensan en esas cosas, todos sin excepción, sois así de lamentables. —Su acento de Brooklyn se había ido a hacer puñetas—. Bestias asquerosas.

    —Se supone que el irritante soy yo, ¿recuerdas? —intervino Georgie—. Y con uno vamos sobrados, te lo aseguro, Virgen santa. Este joven no ha venido a que lo insulten. —Estaba acabando de enlazarle el segundo guante—. Pediste guantes de seis onzas, ¿verdad, Knockout?

    —Me facilitan la cosa —dijo Eugene.

    Jake se volvió a encasquetar el puro y la gorra.

    —No iba con segundas —dijo, con el acento ya recuperado—. Que no te altere lo que te he dicho.

    —No podría usted alterarme ni queriendo —dijo él.

    —Pues esto ya está, Noqueador —dijo Georgie—. Salgamos y que sea lo que Dios quiera. Que comience el espectáculo.

    Jake abrió la marcha. Seguida de Eugene Biggs, con Georgie en la retaguardia. Salieron a una alcoba matrimonial con una cama más grande que la mayoría de los cuadriláteros en los que Eugene había combatido. La habían cubierto con una colcha de cuero y el techo era un inmenso espejo con un marco de pan de oro. Salvo por el marco de pan de oro, la habitación, y todo lo que contenía, era de un rojo sangre.

    El pasillo al que salieron desde la alcoba tenía arcos de estilo español y una iluminación tenue de luz indirecta. Al final del largo pasillo, les recibió un estallido de luz cegadora y un guirigay desbordante. La banda sonora de Rocky se abalanzó sobre ellos y el guirigay se transformó en un clamor sostenido.

    Eugene Biggs salió a un salón de baile con cerca de trescientas cincuenta personas, hombres y mujeres, arremolinadas o sentadas en pequeños taburetes de combate. Todos estaban vestidos de boxeador —calzones Everlast, botas blandas de boxeo, guantes—, de mánager o de entrenador, igual que Jake y Georgie. Eugene llevaba la capucha del albornoz puesta y mantenía la mirada baja mientras avanzaba entre el público con un ligero cimbreo. Alzó la vista una sola vez y se encontró con los ojos de una mujer vestida de boxeador. Estaba desnuda de cintura para arriba y lucía una caja torácica considerable, con unos pechos tamaño pelota de golf y unos pezones erectos de más de un centímetro de longitud. Era más alta que él y así, a ojo de buen cubero, Eugene la situó en la categoría de los semipesados. Estaba soportando los gritos de una mánager diminuta vestida con un fedora manchado de sudor, una camisa blanca con tirantes y unos gruesos pantalones marrones tan acampanados que le ocultaban el calzado. De su boquita estrecha y torva, pendía un pitillo sin encender.

    Jóvenes negros apolíneos, pesos medios o ligeros, vestidos de sparring con sus cascos de piel de carnero, mordían los protectores bucales exhibiendo sus dientes blanquísimos y se desplazaban entre la multitud con bandejas de plata cargadas de bebidas servidas en copas de tallo alto, porros primorosamente liados, pequeños cuencos de cristal con pastillas y cápsulas de todos los colores imaginables y rayas de cocaína. Las mesas dispuestas en cada extremo del salón estaban abarrotadas de manjares, algunos sobre camas de hielo, otros aún humeantes.

    Eugene Biggs no vio el ring hasta que lo tuvo delante. Los postes estaban forrados de terciopelo y las cuerdas eran de velvetón. Apenas era más grande que una mesa de billar. Jake plantó un pie en la cuerda intermedia y tiró hacia arriba de la superior. Eugene pasó por el hueco. El tema de Rocky seguía tronando. Los hombres y mujeres con atuendo de boxeador que habían permanecido sentados en los taburetes, se levantaron y se abalanzaron hacia el ring junto con los mánager y entrenadores. Hasta los sparrings dejaron sus bandejas de plata y se pusieron a agitar los puños vendados.

    Le quitaron el albornoz y Eugene se puso a bailar sobre el ring, ejecutando el célebre juego de piernas de Ali, exhibiendo la excepcional velocidad de pies que siempre había tenido. De vuelta en el rincón, echó un vistazo a la botella de agua, una botella enorme de Perrier metida en una cubitera de champán. La escupidera colocada al lado era un cáliz alto de plata.

    Se inclinó hacia Jake señalando la botella de Perrier y el cáliz.

    —Esa mierda no hace falta.

    Fue Georgie quien respondió:

    —Cuando Chico Ostra organiza una fiesta temática, insiste siempre en la autenticidad, lo puro.

    —¿Chico Ostra? —dijo Eugene.

    —¿No lo has conocido aún? —dijo Jake.

    —No.

    —Es el organizador de la velada —dijo Jake—. El promotor. Esta es su casa, su estadio.

    —Se llama Chico Ostra —dijo Georgie—, porque…

    —Ahórratelo —dijo Eugene—. No quiero saberlo.

    —Esto querrás saberlo —dijo Georgie, sonriendo de oreja a oreja—. Se llama así porque…

    Eugene agarró a Georgie de la nuca con la mano enguantada. Sus narices quedaron a escasos milímetros.

    —Te he dicho que te lo ahorres, gilipollas.

    —Ay, granujilla —dijo Georgie, con la boca sonriente ablandada—, como me pegues, me corro vivo.

    Un joven en esmoquin irrumpió en el ring dando giros y contoneándose como un gato. Al ver su cabello rubio, Eugene Biggs se acordó de una película que había visto en la que salía el general George Armstrong Custer. Un micrófono descendió del techo con un cable y el del esmoquin lo cazó al vuelo. Se lo pegó a sus preciosos labios fruncidos.

    —¡Damas y caballeros! —De entre el público se alzó un leve clamor—. ¡Especialistas de la vía gorrina! —Los aplausos y el estruendo se intensificaron al instante—. ¡Maricas y mariliendres, alpinistas de la chirla, la raja y el cimbrel! —En ese momento, a pesar de los altavoces amplificados, ya casi ni se oía lo que decía por encima de los aplausos y los gritos de aprobación.

    —Estoy en una puta convención de sidosos —dijo Eugene.

    Georgie, que se había puesto a masajearle los hombros, dijo:

    —Eso es cruel e injusto.

    —¿Quién te dijo a ti que esto no iba a ser cruel? —dijo Eugene. Encogió los hombros para apartarlos de los dedos blandengues y obstinados de Georgie—. ¿Y en cuanto a lo de la justicia? En mi puta vida he catao yo esa cosa. Como todos los que están aquí. De haberla catao, no habrían venido. —Sonrió a Georgie, que parecía estar al borde de las lágrimas—. Pero no pierdas tiempo pensando en esas cosas, Georgie.

    —Vamos con el número más esperado de la velada —dijo al micrófono el joven de la larga cabellera dorada—. Diez asaltos en la categoría de los pesos medios. En este rincón —señaló a Eugene Biggs—, con un peso, esta misma tarde, de setenta y dos kilos… y un balance de setenta y dos victorias y cero derrotas…, ¡todas por KO!

    El público se había puesto a corear: ¡Knockout! ¡Knockout! ¡Knockout! ¡Knockout! ¡Knockout!

    —¡Un fuerte aplauso, si son tan amables, para el púgil favorito de Nueva Orleans, Eugene «El Artista del Knockout» Biggs!

    Eugene salió danzando de su rincón alentado por el vitoreo incesante y convulso: ¡Knockout! ¡Knockout!

    —Y en el rincón azul…

    Eugene Biggs reculó hasta el rincón azul y el público enmudeció de pronto, se hizo tal silencio que lo único que se oía en la sala era la respiración del presentador frente al micrófono.

    —… con un peso exactamente igual de setenta y dos kilos…, un púgil al que su balance no hace justicia, porque siempre se ha enfrentado con boxeadores del calibre de El Artista del Knockout…, un balance de cero victorias y setenta y dos derrotas… ¡Démosle, por tanto, una cálida bienvenida, al más puro estilo Chico Ostra, al gran Phil «Pelea y Muere» Phillips!

    El silencio persistió, solo se oía la respiración del presentador amplificada por el micrófono. Eugene contempló los rostros severos del público. Daba la impresión de que querían lincharlo, destriparlo y comerse su corazón, o prenderle fuego.

    —El árbitro del combate será nuestro querido Russell Músculo.

    Eugene Biggs no había visto a Russell Músculo subir al ring, pero al mirarlo ahora, en uno de los rincones neutrales, no entendió cómo se le había pasado por alto. Un grillado de las pesas, pensó Eugene Biggs, un grillado de las pesas de padre y muy señor mío.

    Russell Músculo rozaba los dos metros, con sus buenos ciento veinte kilos de peso y un perímetro de cintura que rondaría los setenta y dos centímetros; cincuenta y seis centímetros de brazo y ciento treinta y dos de pecho. Los muslos, por fuerza más voluminosos que la cintura, parecían a punto de reventar los pantalones de lino blanco que se había puesto para la ocasión. Eugene Biggs había entrenado en muchos gimnasios frecuentados por culturistas, había entrenado junto a ellos lo suficiente como para hacerse una idea bastante precisa de lo que pesaban y de cuánto iban a dar en la cinta métrica. Y suficiente también para despreciarlos, pues los consideraba deportistas de espejo.

    El grillado de las pesas lo llamó al centro del ring, lo giró para encararlo al público y se quedó a su espalda, hablándole a la nuca. El público seguía adusto y silencioso.

    —Recibisteis las instrucciones en el vestidor. Buena suerte a los dos. Os dais la mano y cuando suene la campana salís.

    Eugene se chocó los guantes, dándose la mano a sí mismo, y bailoteó de vuelta al rincón donde esperaban Jake y Georgie, ahora situados al otro lado de las cuerdas, en el saliente del ring.

    —El Chico Ostra debería dedicarse al mundo del espectáculo —dijo Eugene Biggs, hablando más para sí mismo que para Jake o Georgie.

    —Oh, ya está metido —dijo Georgie—. Es un auténtico gerifalte del mundo del espectáculo.

    Jake estiró un brazo y le intentó encajar el protector bucal entre los labios.

    —No me hace falta —dijo Eugene Biggs.

    —Póntelo —dijo Jake—. Chico Ostra insiste en la veracidad, quiere autenticidad.

    —Ya lo oí hace un rato, pero ¿pa qué si luego voy a perderlo?

    —Pues si se pierde, se pierde, pero póntelo antes de que suene la campana.

    Eugene abrió la boca y se lo dejó poner, y, cuando sonó la campana, salió disparado al centro del ring, moviéndose de un lado a otro, arrinconándose y escabulléndose de las cuerdas con un giro. De manera espontánea y sincronizada, volvió a desatarse el clamor como una sola voz: ¡Knockout! ¡Knockout! ¡Knockout! ¡Knockout!

    Llevó a cabo una exhibición vertiginosa de movimientos laterales y volvió a acorralarse en un rincón. Esta vez, al zafarse de sí mismo, se dirigió desmañadamente al centro del ring y se dispuso a golpear. Con el primero, el protector bucal salió despedido fuera del cuadrilátero y le dejó la mandíbula floja. Acto seguido, se encajó un demoledor derechazo cruzado en la punta de la barbilla. Las luces se atenuaron, las rodillas se le doblaron, y el clamor, ¡Knockout! ¡Knockout!, se volvió distante, como amortiguado por una pared, como procedente de otra habitación. Aunque estaba a punto de besar la lona y las luces se habían extinguido, una voz, la suya, apagada como un eco, emergió de las tinieblas: «Bueno, sanseacabó, una vez más».

    Volvió en sí con una ampolla de amoníaco partida bajo la nariz y un joven escrutándole un ojo con una linterna de diagnóstico.

    —Soy el médico del ring —dijo el joven, con dos dedos en alto—. ¿Cuántos ves?

    —Dos. Apártate de mí.

    —Vaya hostión, te has quedado más tieso que las pelotas de un esquimal. —Tenía acento cajún.

    Eugene Biggs se sentó y sacudió la cabeza.

    —Sé muy bien lo que he hecho. Apártate, me voy a levantar.

    —En realidad no soy médico. Aún. —Soltó una risita, y Eugene se dio cuenta entonces de que tenía colorete en las mejillas y carmín en los labios—. Estudio medicina en Tulane.

    —Pues pa ti la perra gorda —dijo Eugene. Se puso en pie tambaleante al tiempo que Jake y Georgie se colaban en el ring para sostenerlo—. Puedo solo.

    En ningún momento respondió a los vítores desenfrenados, ni desde el ring, ni al abrirse paso entre las cuerdas, ni al enfilar el estrecho pasillo que le fue abriendo el público hacia la puerta, con Jake al frente y Georgie a su espalda. La gente extendía los brazos para palmotearle el hombro y la espalda, y no pocos el culo, pero él avanzaba con la capucha puesta, cabizbajo y mirando al suelo.

    Al final del pasillo, dejó que Jake lo condujese hasta la cama, donde tomó asiento sobre la colcha de cuero.

    —¿Estás bien? —dijo Jake.

    Él la miró. No era mala persona, pensó. La preocupación que transmitía su voz era genuina. Y la preocupación genuina era una cosa bastante rara en su vida, venía siéndolo desde que se fue de casa.

    —Sí —dijo—. Estoy bien.

    Y era la verdad. No sentía dolor. Nunca lo sentía. Solo una sensación atroz de presión en la base del cráneo cuando el puñetazo le desencajaba la mandíbula. Luego nada. Más tarde, a veces, dolor de cabeza y náuseas leves, como en aquel momento, pero nada que no pudiese sobrellevar.

    —¿Quieres que te traiga algo? —dijo Georgie.

    —No —dijo él. Y acto seguido—: Bueno, sí. Mi dinero.

    Pero antes de que terminase de decirlo, irrumpió en la habitación un joven monstruosamente obeso embutido en un chándal Adidas. Una sucesión de papadas bamboleantes se le desbordaban sobre el pecho al encuentro de una panza imponente que se resolvía en un colgajo de lorzas que ni el chándal era capaz de encubrir. Le colgaban sobre los muslos como un mandil. Los ojos no eran más que dos rendijas en la cara hinchada. En la mano derecha llevaba una correa cuyo extremo contrario iba unido a un collar de cuero decorado con tachuelas de acero que estaba amarrado al cuello de un hombre extremadamente escuálido y calvo como una bola de billar, ni un solo mechoncillo ralo, ni sombra de barba. Iba vestido de boxeador y era tan alto como Eugene, pero no pesaría más de cuarenta y cinco kilos. Se le adivinaba hasta el último hueso del cuerpo bajo la piel, una piel diáfana y reseca. Eugene no podía apartar la vista de él. Era el ser humano de aspecto más malsano que había visto en su vida. Mientras lo miraba, el hombre se llevó la mano al pecho y se rascó. Una pequeña lluvia de piel muerta se desató sobre la gruesa alfombra roja.

    —Knockout —dijo Georgie—, concédeme el honor de presentarte a Chico Ostra.

    Eugene miró a aquel chaval cuya obesidad hacía casi imposible determinar la edad que tenía, pero conjeturó que no podía tener más de dieciocho años, puede que menos. Lo saludó limitándose a repetir su nombre: «Chico Ostra». No le tendió la mano.

    —Chico Ostra soy yo —dijo el hombre esmirriado del collar de tachuelas de acero al otro extremo de la correa. Su voz era tan seca y escamosa como su piel.

    Eugene Biggs cerró los ojos y se llevó una mano a la nuca para masajearse la base del cráneo, donde

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