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Los años de bronce
Los años de bronce
Los años de bronce
Libro electrónico772 páginas10 horas

Los años de bronce

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Al tiempo una saga familiar y una gran novela de guerra, en la que la historia de la antigua Yugoslavia se inserta en un trasfondo europeo más amplio, esta novela narra el drama de los Volksdeutsche, la minoría alemana del noreste de Croacia que emigró a estas regiones en el siglo XVIII. Estos alemanes, integrados ya en la población local, fueron reclutados por las Waffen SS durante la Segunda Guerra Mundial. Georg Kempf, el protagonista, vive el dramático destino de un soldado alemán «a su pesar» que, tras participar en los horrores de la guerra, acabará desertando. Tras un largo y peligroso camino a casa, encuentra que todo ha cambiado allí y que el resto de su existencia quedará irreparablemente marcado por la guerra.
En el centro de la narración se encuentra la trágica historia de amor entre dos personajes encadenados por su historia dividida, la de dos antiguos combatientes de campos opuestos: la partisana croata Vera y Georg, el desertor alemán, que si se hubieran conocido antes se habrían matado entre sí. Cáustica y a la vez cautivadora, esta novela es un punto culminante absoluto de la literatura croata y centroeuropea.
IdiomaEspañol
EditorialArmaenia
Fecha de lanzamiento5 sept 2024
ISBN9788418994562
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    Los años de bronce - Slobodan Snajder

    Portada de Los años de bronce hecha por Slobodan Snajder

    Los años de bronce

    Los años de bronce

    Slobodan Šnajder

    traducción de Luisa Fernanda Garrido

    y Tihomir Pištelek

    Este libro ha sido publicado con el apoyo financiero del Ministerio de Cultura y Medios de Comunicación de la República de Croacia.

    Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita

    de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial

    o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento

    informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

    Título original: Doba Mjedi

    Edición original: TIM press, Zagreb, 2015

    Primera edición: abril 2024

    Edición ebook: septiembre 2024

    Fotografía de cubierta: Soldado alemán, 1942 © Süddeutsche Zeitung / Alamy, 2023

    Fotografía de solapa: © Dirk Skiba, 2022

    Copyright © Slobodan Šnajder, 2016-2024

    Published by arrangement with Agence littéraire Astier-Pécher

    Copyright de la traducción © Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek, 2024

    Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L. 2024

    Armaenia Editorial, s. l.

    www.armaeniaeditorial.com

    Diseño: Joaquín Gallego

    isbn

    : 978-84-18994-56-2

    A mi padre y a mi madre

    …Mandó entonces Yavé contra el pueblo serpientes venenosas que los mordían, y murió mucha gente de Israel. El pueblo fue entonces a Moisés y le dijo: «Hemos pecado murmurando contra Yavé y contra ti; pide a Yavé que aleje de nosotros las serpientes». Moisés intercedió por el pueblo. Y Yavé dijo a Moisés: «Hazte una serpiente de bronce y ponla sobre un asta; y cuantos mordidos la miren sanarán». Hizo, pues, Moisés una serpiente de bronce y la puso sobre un asta; y cuando alguno era mordido por una serpiente, miraba a la serpiente de bronce y se curaba.

    Números, 21, 4-9

    No extraje nada del viento.

    Reymont

    La civilización de los niños educados en el castigo y en la obediencia dio como resultado la Primera Guerra Mundial, y en la Segunda ese ciego acatamiento a los obsesionados con la fe en el caudillo-cazador de ratas…

    Czeslaw Milosz

    I

    TRANSILVANIA

    El flautista de Hamelín

    Alemania sufre un año de hambruna.

    Han caído lluvias copiosas, todo está podrido. La patata todavía no ha sido reconocida como amiga de la pobreza, algunos la cultivan por sus bellas flores. Las tormentas han asolado el trigo. También las guerras han hecho su parte. El soldado no siembra, pero come. Los establos se alzan vacíos, no se oye al ganado, pero en su lugar las casas gimen de hambre. La penuria carece de amigos.

    En las tardes otoñales, los hombres se sientan junto a la lámpara de aceite, callan y fuman sus pipas, las mujeres pican repollo. Lo único que hay para comer es este repollo que se les sale ya por las orejas.

    Una de esas tardes un desconocido entró en el círculo de la débil luz del candil. Más adelante nadie pudo acordarse de quién lo había dejado entrar en la casa; ni de si había llamado a la puerta. Era de estatura media, quizá un poco más bajo. Cuando se quitó el sombrero e hizo una profunda reverencia, su calva relució. Era hocicudo, de veras, tenía un cono en vez de nariz y, por si fuera poco, unos enormes bigotes. No obstante, podía ser un rostro humano con un perfil un poco más alargado. Pero todos juraban haber visto un hocico. Para la gente, lo más fácil siempre es calumniar a un forastero. Desde que acabó la guerra, en aquel pueblo no habían visto a nadie que no hubiera nacido allí. La cuestión de si tenía hocico o una cara con narizota no alcanzó unanimidad; pero todos estaban de acuerdo en que había algo en la apariencia del desconocido que les puso la carne de gallina, sin que supieran por qué, y les produjo, además, una suerte de hormigueo, ya que no se trataba de un hombre corriente. Era muy aburrido pasar hambre. No obstante, el desconocido trajo bajo aquel techo algo de inquietud. ¿Acabaría bien aquello?

    Uno de los más destacados del pueblo, y desde luego de los más corpulentos, agarró el hacha de detrás de la estufa, pero otro le sujetó la mano.

    —¿No ves que este hombre nos quiere decir algo?

    El desconocido se inclinó profundamente ante su interlocutor, se sonó la nariz (algunos de los presentes insistieron hasta el final de sus días en que en ese momento enrolló la cola y la embutió dentro del pantalón) y empezó a perorar de la siguiente manera:

    —¡Muy señores míos! Permitidme que me dirija a vosotros en nombre de mi amo, cuyo obediente servidor soy. Haría cualquier cosa por él, de modo que supongamos que mi amo dijera: vete hasta el arroyo y ahógate un poco; yo lo haría sin pestañear. Mi amo conoce bien vuestras penurias, yo he venido por orden suya a ofreceros la salvación.

    Las mujeres apartaron las montañas de repollo picado para poderse acercar más, y se sentaron en el suelo.

    El desconocido hizo otra reverencia.

    —Mirad a vuestro alrededor: solo miseria y desgracias. En los ahumaderos no hay nada; los establos, desiertos; todo lo que había se sacrificó, al pueblo al otro lado de la colina ha llegado la peste.

    »Sé que ya hubo antes gente que venía por aquí con propuestas parecidas. Sé que hay hombres que viajan por tierras alemanas y roban niños, y luego se lo achacan a los gitanos. En las tierras alemanas todos conocen la historia del flautista con ropajes multicolores que engañó vilmente a los habitantes de la ciudad de Hamelín en la Baja Sajonia y se llevó a todos los chiquillos, que desaparecieron, se desvanecieron sin más en la montaña… ¡Esto, sin embargo, es una pérfida falacia!

    …Y en aquel momento el desconocido ejecutó con la mano uno de sus movimientos ceremoniosos…

    —¡Señores míos! ¿Quién ha oído jamás que una montaña pueda abrirse como las fauces de un lobo?

    —¡Quién ha oído jamás hablar a una rata! —le interrumpió el campesino más anciano, que en su lecho de muerte seguía afirmando que el desconocido era una rata, ciertamente muy grande, algo como una Überratte, una superrata.

    —¡Alguien tiene que hablar! ¡Porque solo calláis y sufrís! Si hubiera entre vosotros un verdadero hombre, entendería lo que quiero deciros. Necesitáis un caudillo.

    —Sabemos que en aquel Hamelín, cerca de Hannover, un charlatán ambulante prometió que los libraría de las ratas, y luego atrajo con su música a los niños, de los que nunca más se supo. Deberían haberlo matado a hachazos.

    —Es una historia triste —dijo el desconocido—. Cada historia tiene dos finales; uno se cuenta al término de un día fatigoso, después de arar y cavar. El otro se cuenta en el día del Señor.

    —Pues dinos el primer final.

    —La muerte, por supuesto. Y morir se puede en cualquier lugar.

    —¿Y el final para el domingo?

    —Transilvania.

    Ninguno de los presentes había oído jamás hablar de este país.

    Se produjo un silencio en la habitación, y empezó a extenderse a las demás casas. Toda la aldea escuchaba. Las conversaciones que antes se mantenían languidecieron.

    —Os pido atención, señores, no me interrumpáis, porque perderé el hilo y, si pierdo el hilo, también vosotros estaréis perdidos.

    El primer hombre, el que había querido lanzarse sobre él, agarró otra vez el hacha.

    —Señores míos —el desconocido se inclinó de nuevo—, escuchad lo que tengo que deciros, y luego me podéis moler a golpes, si se os antoja matar forasteros. Es lo más fácil. Pero por qué hacerlo, si os traigo una noticia buena, un nuevo evangelio.

    —De esas tenemos aquí legión. El día de mercado puedes comprarles una noticia buena al conejo adivino o a la mujer barbuda por una monedita.

    —Pero vosotros no sabéis nada y, en consecuencia, tampoco sabéis dónde os aguarda la suerte. Detrás de las siete colinas que hasta cierto punto conocéis, se extienden otras y otras que os son desconocidas. Entre estas colinas discurre un gran río por el que, con un poco de suerte, se puede navegar sin temer nada y sin grandes gastos. Al dejar atrás esta serranía, el río corre por llanuras: allí la tierra es tan negra y fértil que una semana después de la siembra puedes cosechar. Ese lugar está más allá de los grandes bosques que no pertenecen a nadie y nadie os fustigará por recoger un haz de leña. Allí lejos está Transilvania. Allí está vuestra vida, aquí ya no os queda esperanza, simplemente acabaréis reventando, con todas las ratas, no necesitáis al flautista de Hamelín para que os arrebate a vuestros jóvenes; moriréis de hambre o de peste, u os matarán a golpes los borrachos de uniforme.

    Se hizo el silencio. Solo se oía la lluvia que, quién sabe por qué vez en ese año de hambruna, caía a cántaros.

    —Si la tierra es tan buena, ¿por qué nadie la labra?

    —Esa tierra apenas necesita arado.

    El silencio prevalecía bajo el tejado, como si también la lluvia se hubiera callado.

    —Si la tierra es tan buena, entonces no puede ser cierto que no pertenezca a nadie.

    El desconocido se inclinó: —Por supuesto. Todas las cosas buenas en el mundo tienen dueño.

    —¡Me parece —dijo alguien— que este compadre está reclutando un ejército! Lo mejor sería —susurró— que lo sacáramos fuera y lo moliéramos a palos detrás de la casa.

    Aunque la frase fue musitada detrás del muro de cabezas de repollo y era imposible que la oyera, el desconocido percibió los susurros.

    —Al menos dejadme que termine de hablar. Mi amo tiene muchas posesiones en Transilvania. Allí no hay hambre, no hay invierno.

    —Pero si la tierra es tan fértil, ¿por qué tu amo mismo no se pone manos a la obra y siembra el campo?

    En ese momento algunos de los habitantes empezaron a creer que podía haber algo de verdad en lo que decía el hombre.

    Se formaron dos partidos debajo de aquel techo: unos estaban a favor de matar al forastero allí mismo y otros, de darle una oportunidad. Los notables se retiraron a otro cuarto para discutir lo que había que hacer.

    —¡Señores míos! Por lo que veo, estáis muy desunidos —dijo el desconocido cuando los hombres volvieron de detrás del muro de repollos—. Y por eso os halláis en esta gran miseria y os rugen las tripas de hambre. Os hace falta un caudillo. Incluso uno al que se pudiera matar en el acto es mejor que ninguno. Yo no os puedo servir a tal fin porque yo mismo soy un mandado. Pero no vais a encontrar uno mejor que mi amo, os lo garantizo porque tampoco yo lo encontré. ¿Puedo despedirme ahora?

    Se aprobó su solicitud, porque la votación quedó en empate.

    —¡Preparaos! ¡Al llegar la hora sabréis más! ¡Entonces, no antes, estaré de nuevo con vosotros!

    El desconocido se esfumó, pero todos juraban que no salió por la puerta. Tuvieron la sensación de que había desaparecido por un agujero de la pared que nadie había visto nunca. Se podría creer que era algo como un pensamiento del pasado. A nadie, absolutamente a nadie, se le ocurrió que el desconocido venía del futuro. Los pensamientos, incluso los peores, no conocen barreras. Por lo general no se justifican, atraviesan paredes, viajan rápido. «¡Estaré de nuevo con vosotros!», las palabras con las que el desconocido se había despedido siguieron resonando algún tiempo en el oído de los aldeanos. A decir verdad, no sabían si se trataba de una amenaza o de una promesa de felicidad. ¿Transilvania? ¿País detrás de siete colinas? ¿Más allá de los bosques?

    Según el juicio de los aldeanos más avispados, el lugar debía de estar muy lejos, al mismo borde de la esfera terrestre. Desde este borde no sería difícil saltar a la nada, pero ¿dónde estaba entonces la felicidad? Sería como… ahogarse. Como se ahogaron todas las ratas de Hamelín, huéspedes indeseables que, sin embargo, aparecían al día siguiente en otra ciudad, y la farsa se iniciaba de nuevo. Era un embustero este flautista de Hamelín, se las sabía todas. Y los jóvenes son siempre muy ingenuos y nadie les puede enseñar nada.

    La historia del desconocido, tal vez una rata que hablaba con voz humana, se extendió enseguida por tierras alemanas a la velocidad con la que viajan los pensamientos. Pero de igual forma desapareció en cuanto los frutales empezaron a echar brotes verdes, en cuanto volvió a brotar el trigo.

    El emisario de la emperatriz

    De nuevo corría un año de hambruna, el año 1769 desde el nacimiento del Salvador. Y la familia Kempf pasaba hambre; por lo tanto, también el joven Georg Kempf, que había nacido en su seno, sin que nadie le hubiera preguntado en qué seno quería nacer. Era ágil y apuesto, y muy mañoso. Durante un tiempo fue aprendiz de un carrocero, pero luego volvió a la casa paterna porque se necesitaban manos en el campo. Por eso aprendió el oficio hasta la mitad. Ya era un mozo casadero, pero aquel otoño no hubo celebración de boda; ¿qué iban a ofrecer a los comensales?

    De todos modos, los Kempf decidieron enviar el casamentero a una de las muchachas del pueblo. No era de las más feas, y poseía además una pequeña dote. Pero al joven Kempf algo lo llamaba a recorrer mundo. Se le había metido en la cabeza que había nacido para algo mejor.

    Diluviaba cuando el viajero desconocido llamó a la puerta. Si no hubiera llovido, no le habrían permitido entrar a hora tan tardía, a pesar de que los perros se habían calmado por completo. Por lo demás, era muy cortés y, por si fuera poco, lo recomendaba el uniforme de funcionario imperial.

    El forastero hizo una reverencia y se presentó enseguida:

    —¡Me envían de Viena! ¡Llego por orden de la muy noble emperatriz, llevo documentos de la Cancillería vienesa!

    Le sirvieron todo lo que tenían, es decir, casi nada. No se asustaron porque muchos hogares en los alrededores habían recibido últimamente visitas semejantes.

    El hombre apartó la escudilla, diciendo que él no tenía hambre, pero que ellos sí, dijo, y además mucha, y además se notaba.

    —Bajo este techo reinan la pobreza y la desgracia. ¿Cuántas yugadas tenéis?

    —Pocas —respondió el viejo Kempf—. Y lo poco que sembramos, lo pisotean los señores del pueblo cuando cazan liebres.

    —No seáis liebres. Sed zorros y lobos. Haced algo con vuestras vidas. Es la hora.

    —¿Por qué? ¿Ha llegado otra vez la peste de detrás de las colinas? ¿Se prepara la corte para nuevas guerras? Sobreviviremos a ello.

    —Quizá sobreviváis, pero ¿por qué no gozar de la vida? ¿Por qué pudrirse aquí, sufrir escasez, la arbitrariedad de los señores…? ¿Abusan de vuestras mujeres?

    —No —frunció el ceño el viejo Kempf—, ahora no.

    —Será que el conde ya no tiene vigor.

    —Está a punto de morir. Pero entonces vendrán de París sus hijos y todo volverá a empezar.

    Los campesinos callaban.

    —Y en lo que a la guerra se refiere, sabed que, en efecto, se prepara una nueva guerra.

    —¡No, eso no! —gritó el viejo Kempf.

    —He aquí una noticia buena para vosotros, un nuevo evangelio: la misericordiosa emperatriz María Teresa quiere poblar sus provincias. Ella conoce vuestras calamidades.

    —Que ella pudiera conocer las penas de los campesinos, no hemos osado ni pensarlo. ¿Y cómo está la emperatriz?

    —La emperatriz está triste.

    —Jamás se ha oído que una emperatriz estuviera triste.

    —¿Cómo estaríais vosotros si tuvierais que contemplar los campos invadidos por la maleza, los establos vacíos, las ruinas calcinadas donde antaño había casas?

    —Sería triste verlo.

    —He aquí la razón de que también ella esté triste.

    —Afirmas que la tierra es buena, que se ara fácilmente y es fértil. ¿Por qué entonces nadie la labra?

    —Por fin hacéis una pregunta inteligente. Hasta hace poco la cultivaban los turcos.

    —¿Y ahora no quieren?

    —Les gustaría, pero los expulsaron. Y ahora no hay nadie. Hace mucho tiempo que el ilustre general Eugenio de Saboya celebró allí sus victorias. Los campos están cubiertos de malas hierbas, los tejados se han derrumbado. Desaparecen incluso los cementerios. Estas tierras son ahora posesión de la emperatriz. ¡Sed sus colonos!

    —¿Adónde iría alguien como yo, un saco de huesos viejos? —dijo Kempf padre.

    —Que vayan los jóvenes. Cuando empiece a irles bien, se ocuparán de llevaros allí.

    —Si los criados del conde oyeran lo que se habla bajo este techo, nos molerían a palos.

    —La emperatriz velará por vosotros. Es la gobernante más inteligente que el mundo ha conocido hasta ahora. Viajaréis por un gran río que se llama Danubio, lo que no entraña grandes gastos. El pasaje lo pagamos nosotros.

    —¿Dónde está ese país? —preguntó por fin el joven Kempf, ya medio resuelto a dejarse llevar por el emisario.

    —Detrás de las siete colinas, más allá de los grandes bosques: Transilvania.

    —¿Allí manan leche y miel, allí está la tierra de Canaán? ¿La tierra prometida?

    —Yo no os prometo miel y leche, y las tierras se llaman como se llaman. Pero os garantizo, tal como me veis con los ropajes de fiel funcionario de la emperatriz, que, allí donde os llevo, aquel que se gane el pan con honradez y con el sudor de su frente y que, por lo demás, lleve una vida recta vivirá bien y cuando menos con una abundancia moderada. Viena proporciona a cada colono tierra para la casa, terreno para un huerto, un campo de labranza, un arado y una vaca… como ya dije, correremos con los gastos del alquiler de la almadía… A cada nuevo pueblo llegará un cura.

    —¡Nos darán tierra, un arado y una vaca! —exclamó el joven Kempf. Su vaca ya se la habían comido hacía un mes—. ¿Y un cura? —La vaca es mucho más importante que el sacerdote, pensó.

    —¡Y qué tierra! Lanzas un escupitajo, y una semana más tarde ya la puedes segar y cosechar. En lo que al diezmo se refiere, la corte hará la vista gorda durante los primeros cinco años, hasta que los colonos levanten cabeza. Quiere decir que no estaréis sujetos a servidumbre.

    —Quién se cree aún semejantes milagros —manifestó su oposición el viejo Kempf.

    —Para la fe se necesita fuerza, señor mío. —El emisario de la emperatriz se levantó.

    —¿Adónde va, señor, con esta lluvia?

    —A ver a vuestros vecinos. Es que no hay nada mejor que asentar a los vecinos juntos, uno al lado del otro.

    —Nosotros todavía no hemos dicho nada —dijo el viejo Kempf.

    —Mirad a vuestro alrededor. Valorad lo que os espera aquí. Y lo que podría haber allí. Cuando llegue la hora, sabréis más.

    —Peor que aquí no puede ser —dijo el joven Kempf, y el servidor de la emperatriz lo contempló ya como una adquisición propia. Su ganancia se contaba en almas.

    Dos semanas después de la visita del emisario de la emperatriz, los Kempf están sentados alrededor de la mesa de roble después de la cena, si se puede llamar así a lo que han comido. Los hombres fuman en pipa, las mujeres limpian los repollos, los niños, esos monitos greñudos, se están despiojando debajo de la mesa.

    El joven Kempf es el más pensativo.

    La tarde pasa casi en completo silencio. Se oyen con claridad los ratones que arañan la pared y la rata que recorre como loca la despensa en la que no hay prácticamente nada. Está empezando a perder la confianza en los humanos, y para los roedores eso es un estado agónico. La lluvia cae sin cesar por quinto día, una nube negra se ha acomodado en el aguilón de la casa como si fuera su silla de montar; cada vez que la nube se revolvía, la lluvia se desplomaba a jarros sobre la casa y las tierras.

    El joven Kempf había pasado el día anterior en el cementerio al lado de la iglesia, en el que se enterraba a todos los Kempf desde hacía varios centenares de años; mantuvo una charla con el sacerdote, pero este no le reveló nada sobre el emisario de la emperatriz. Entabló una conversación sobre el alma, y si era un gran pecado abandonar la casa natal y marcharse a la incertidumbre. Inesperadamente, el viejo cura le replicó:

    —Dios te acompañará a cualquier parte.

    Excepto el viejo sacerdote, Kempf no tenía a nadie con quien hablar. Las losas sepulcrales desgastadas por el tiempo no le decían nada, es decir, ni «sí» ni «no». Kempf trató de acordarse de si alguna vez había habido en torno a la mesa una conversación sobre el lugar de procedencia de los Kempf. No, nunca había oído hablar de ello. Llegó a la conclusión de que habían brotado aquí, alrededor de la casa, como el maíz o los guisantes. Pero había sucedido en la Edad de Oro, cuando Dios caminaba por la tierra, y no solo había personas que se multiplicaban brotando en los campos, sino que para todas las que así surgían había guisantes y maíz en abundancia. No había tantas bocas que alimentar. Pero la Edad de Oro se esfumó; por un tiempo todavía se vivió relativamente bien en la Edad de Plata, pero entonces a lo largo y a lo ancho de la faz de la tierra todos empezaron a guerrear, se mataban en cada umbral y sembraban en los surcos odio en vez de semillas. Los arados de hierro eran mejores que los de madera, pero también las espadas cortaban mejor que las de bronce y, en la competición de arados y espadas, el hombre resultó el perdedor. O sea, el hombre, de entre todos los seres de la creación, es el que siempre acaba derrotado, y el progreso, con probabilidad, no es otra cosa que su derrota. Así filosofaba Kempf hijo mientras pisaba los charcos: había aparecido un nuevo Hesíodo en Alemania, pero no dejó huella. Este libro es el primer y único testimonio de su existencia.

    Ciertamente seguía lloviznando, pero en el aire se percibía que el invierno estaba remitiendo. Todavía no era época para paseos, pero él había querido aprovechar la última oportunidad de visitar el cementerio de sus antepasados. En su cabeza un pensamiento adelantaba a otro y parecía tropezar con el anterior. Kempf regresó a casa, y todo lo que llevaba encima estaba mojado. Pasó el resto del día dormitando sobre la superficie de baldosas de la estufa. ¿Y quién empujaría el arado cuando su sitio en la estufa quedara vacío?

    En la casa todos sabían que algo le ocurría, nadie se atrevió a molestarlo en su duermevela.

    Puede suponerse que en algún momento se plantó ante él la rata y le habló con voz humana, pero sucedió de manera tal que solo el joven pudo oírla.

    De qué hablaron ellos dos, no se ha transmitido.

    Los habitantes de la casa permanecieron despiertos mucho tiempo porque había poco trabajo y, por lo tanto, también poco cansancio.

    Antes de medianoche, Kempf hijo bajó de la estufa, dio un puñetazo en la mesa y gritó: —Me voy a Transilvania.

    El viejo Kempf, inesperadamente, no se opuso. Incluso dijo que hacía días que él tenía claro que Georg se marcharía. Le dio su bendición y el trabuco, de los tiempos cuando aún asolaba esas tierras aquella gran guerra malhadada durante la cual los católicos guerreaban con los luteranos, infligiéndose los unos a los otros crueldades hasta entonces inimaginables.

    —Adonde quiera que vayas, ten presente que Dios es uno —le dijo su padre, y Georg le besó la mano—. ¡Sé honrado, mantente lejos de hombres malvados y mujeronas desenfrenadas! ¡Cuídate de las enfermedades, honra a Dios, no robes, no nos olvides!

    La madre se retiró para liar los bártulos del hijo, la medianoche ya había pasado, las horas se perseguían jadeantes unas a otras. En realidad, no tenía claro qué prepararle al hijo para un viaje tan lejos. ¿Qué se lleva a Transilvania? ¿La honda que su padre le talló cuando aún era un chiquillo? ¿La pequeña flauta que talló él mismo? ¿La caña de pescar y los anzuelos?

    Se huía por la noche, cuando los lacayos del conde dormían, porque un encuentro con ellos y los perros del conde podría haber sido fatal.

    La lluvia había parado, el cielo estaba claro y la Vía Láctea más esplendorosa que nunca. Incluso se oían los grillos, probablemente por primera vez ese año. En verdad se habían adelantado.

    A altas horas de la noche se puso en marcha la columna de jóvenes, algunos de los cuales todavía eran niños, con sacos a la espalda, arcas y morrales con pan. Los guiaba el mensajero de la emperatriz y ahora se veía por primera vez que cojeaba un poco. Al cabo de tres leguas de marcha a pie —en el este ya empezaba a encenderse el sol— los esperaba un carro que había arrendado para ellos el emisario imperial. El objetivo común de la procesión, dentro de la cual Kempf se sentía solitario porque no conocía a nadie, era la ciudad de Ulm, donde los esperaba impaciente la almadía de la buena emperatriz. Las dos o tres semanas siguientes esta embarcación sería el hogar de Kempf en el agua.

    En cuanto se evadió de la casa, Kempf comprendió que él era el único de su pueblo que había tomado esa decisión. Si era buena o mala, ya se vería.

    El primogenitor de los Kempf

    navega hacia Transilvania

    El hogar de Kempf sobre el agua es variopinto como una carpa delante de la iglesia en una romería; en esta carpa se exponen diferentes ejemplares del género humano, así como otros seres que nacieron en la Tierra para suscitar el asombro. Es cierto que no hay una mujer barbuda, ni un ternero con dos cabezas, y que nadie alaba la pomada milagrosa de su invención. Pero hay un turco, comerciante que viene de lejos, de Hamburgo nada menos, donde tiene un almacén de alfombras; hay un judío jasídico polaco, están los luteranos, cuyo nerviosismo crece según se acerca la frontera…, detrás de una mampara de madera chilla un cochinillo. Qué cosas hay en este mundo, piensa Kempf.

    El turco lleva pantalones anchos de paño rojo claro y un caftán largo ceñido con un cinturón ancho entretejido con hilos de oro, y en la cabeza un turbante, blanco y violeta en la punta. El capitán de la almadía, experimentado como es, sabe que el turco es suní y comerciante. Si no por otra cosa, al menos por el turbante, pues el color verde está reservado para la Sublime Puerta, los oficiales jenízaros y los imanes llevan turbantes distintos. Los turcos prestan mucha atención a los colores y a las formas.

    Con el turco viajan también sus criados. Ellos se ocupan de él sin cesar, sobre todo cuando no necesita nada; están constantemente de pie, atentos a cada gesto suyo. A veces los tiene que ahuyentar como si fueran moscas. El turco viaja en esta horrible balsa hasta un lugar llamado Wolkowar, y luego piensa unirse a una caravana. Su destino final es Sarajevo. Le extraña mucho que Kempf no haya oído hablar de los opanak, las abarcas sarajevitas, y le mete un ejemplar de este calzado casi debajo de la nariz. Este hombre se sirve de un idioma que con mucha benevolencia podría admitirse como un dialecto alemán, aunque inexistente. Al fin y al cabo, posee un almacén en Hamburgo, es pudiente y muy viajado. En cuanto salen de Ulm, el turco negocia que trasladen el cochinillo al otro extremo de la almadía, porque el hedor y los gruñidos no lo dejarán descansar.

    El judío lleva un abrigo negro y calza botas del mismo color. Pero el verdadero asombro está en su cabeza: un sombrero —un shtreimel, como lo llaman sus correligionarios en Galitzia— que el jasid nunca se quita. Debe de ser caro, piensa Kempf. ¡Por supuesto que lo es, si está hecho de siete colas de marta cibelina! Eso último, Kempf lo había oído en su pueblo natal porque allí no era raro encontrar mercaderes trashumantes que, sin excepción, eran judíos. No obstante, es imposible contar las colas de marta en la cabeza de este, Kempf no se atreve a preguntar. Sombrío, el jasid está sentado en su tonel, completamente ensimismado en su mundo.

    Contar las colas…, eso sería como contarle las pulgas. Poco cortés.

    Surcos profundos hienden la frente del capitán, su nariz es bastante grandota. Eso podría ser una señal de lepra. Pero como los leprosos no podían acercarse a un hombre sano a una distancia menor de la longitud de una lanza, seguramente nadie les confiaría una almadía. Kempf reunió valor para inquirir a un mozo de la tripulación acerca de estos surcos y también mencionó la narizota del capitán. La respuesta fue que el capitán nació arrugado, que su frente es como el pañuelo de una novia abandonada y la nariz se debía al abuso de la bebida. El capitán trata a la tripulación con altanería y mucha rudeza, y a los viajeros solo le falta golpearlos. La tripulación se ocupa de los grandes remos, que son una suerte de timón. La embarcación se mueve arrastrada por el gran río, que de vez en cuando se divierte con ella como si fuera un juguete. Los remos, con uno de los cuales se maniobraba desde lo alto de una caseta en el centro de la almadía, eran la única manera de esquivar un remolino mortífero o cualquier otra calamidad, por ejemplo, el choque contra un peñasco. La almadía, enormes troncos atados con un cabo grueso, flotaba a merced del río hacia la lejana desembocadura. Periódicamente veían jamelgos que tiraban de balsas río arriba, lo que era una escena penosa. La mayoría lamentaba el sufrimiento de los inocentes animales. El capitán dijo que cada uno vive su destino. Ellos también son criaturas de Dios, murmuraban algunos. ¡No es decoroso maltratar así al ganado!

    En un momento, por el ajetreo de la tripulación, por la repentina seriedad en la cara del capitán, Kempf comprende que se dirigen hacia un peligro.

    La pesadilla de todos los que en el siglo xviii descendían desde Ulm por el Danubio eran los escollos de Düppstein, que en aquella época estaban a dos días de viaje de Engelhartzelle; entre los balseros del Danubio ese nombre se pronunciaba en voz baja. A pesar de ello se navegaba porque había que navegar.

    Una fuente dice: «Se replegaron los remos y la tripulación rogó a los viajeros que cada uno rezara en su idioma el padrenuestro o algo parecido».

    A saber, en aquel lugar un remolino terrible llama a los viajeros al castillo subacuático donde el emperador del Danubio ocupa el trono, y grisáceos escollos amenazan a su manera la almadía. En el fondo brilla el palacio de cristal, en medio del cual hay una mesa enorme y a su alrededor están sentados el emperador, con la apariencia de un gigantesco siluro, y sus súbditos, mientras peces resplandecientes arrojan el brillo de sus escamas sobre el banquete; en la mesa hay tarros, idénticos a aquellos en los que se conserva fruta en almíbar; pero estos sirven para conservar las almas de los ahogados. Algunos están llenos, otros vacíos, a la espera; el emperador siluro acaricia los que están llenos con sus bigotes.

    El turco extiende enseguida su alfombra de oración y empieza a rezar; el judío envía un mensaje especial muy urgente a su Dios; los cristianos rezan en voz alta el padrenuestro.

    Yavé, Gott, Alá

    A todos se les invoca y cada uno de los fervientes devotos en la almadía reconoce que es

    El Único

    Solo el Dios de los cristianos se divide adicionalmente en tres.

    Todo el coraje se desvanece al aproximarse al remolino, solo quedan fuerzas para unos susurros…

    Al·lahu-àkbar… Todopoderoso… Padre Nuestro… Al·lahu-àkbar… Supremo… Todopoderoso… Padre nuestro, que estás…

    Como hilos de oro y plata bordados en el paño de agua aquí muy oscura, casi negra, escribe la Babel flotante sus mensajes en una mezcla de árabe, alemán de la Alemania del sur, hebreo, polaco… La almadía empequeñece de repente, parece una astilla desamparada agitada por una fuerza horrible… Por muy diminuta que sea, la almadía gira en el remolino como un templo bajo el signo de la cruz, como una sinagoga, una mezquita.

    Parece que esta confusión babilónica no molestará al Único. Esta gente no construirá una torre de Babel para hacerle cosquillas en la planta del pie al Único, sino que se dispersará al final del viaje, donde quiera que sea, como las semillas de un diente de león. Además, los viajeros no se dirigen unos a otros, sino directamente a Dios en las alturas. ¿Por qué iba a confundir sus idiomas?

    Dios atenderá sus ruegos, y también los del capitán y los de sus tripulantes; ellos ya no rezan, sino que se aferran a trozos de madera, barriles, arcones, en los que confían más que en Dios Padre en el caso de que el remolino arrastre la balsa o la corriente la empuje hacia las rocas. Ellos saben muy bien que las posibilidades de salir de esta son una de cada dos. Sin embargo, los pasajeros de la almadía son todos pueblos del Libro, son tres pueblos, son tres libros y no obstante solo uno: ¡el Libro! Para ellos, es la primera vez que ocurre algo semejante.

    Todos en la balsa piensan contritos en el fin, en las primeras cosas y en las últimas. Y los mejor vestidos ahora se portan como penitentes que llevaran cilicio y ceniza. Los viajeros, por no hablar de la tripulación, estaban al corriente de los riesgos. Los agentes en Ulm los habían tranquilizado, por supuesto, pero todos ellos sabían que una de cada dos almadías se estrellaba y que nunca más se había vuelto a saber de muchos de los que habían pasado por allí. También su balsa, la balsa del primogenitor Kempf, está ahora en manos de Dios. Sus probabilidades son del cincuenta por ciento.

    Los viajeros se agarran con fuerza al pasamanos, si aquellos pocos palos clavados en los troncos pueden llamarse así, y tratan de calcular cuántos segundos les quedan todavía hasta el choque principal: hasta el instante en que la almadía empiece a girar en la garganta de la vorágine más grande y se estrelle contra los escollos. Cada uno reza al Padre como le han enseñado, el jasid de barba larga canta un salmo, el mahometano no para de prosternarse en su alfombra…

    La almadía pasa.

    La almadía pasó, porque, si hubiera zozobrado, yo no habría nacido y este libro no existiría, lo que quizá no sería una gran pérdida.

    No queda claro cuál de las oraciones surtió efecto. Es probable que a Dios le gustara que hubiera tantas. ¿O es que, gracias al deshielo de primavera, el nivel del agua del Danubio era lo bastante alto? ¿O quizá era muy bajo y el remolino se calmó? Es que no creo que Dios en las alturas tuviera un interés particular en mi nacimiento, pues al fin y al cabo es el Padre de mucha gente.

    Los escollos de Düppstein en verdad habían ahogado alguna que otra esperanza. Probablemente, en uno u otro momento, Dios no había encontrado en la oferta de idiomas uno que pudiera entender sin diccionario. Es posible que Dios en alguna ocasión no tuviera un buen día. Aunque Dios es políglota, antaño armó un buen escándalo con lo de Babel; a nadie le gustan los diccionarios voluminosos. También el capitán se había expuesto al riesgo de que se le colara en la almadía un pecador que ante los ojos de Dios no mereciera ser salvado. En este caso, el capitán se excluía a sí mismo, asesino y cortabolsas. Al fin y al cabo, el capitán era a la vez empresario, es decir, el patrón de la embarcación, y transportaba grupos variopintos de gente pobre en su mayoría, colonos de la emperatriz, que habían vendido todo lo que poseían para poder embarcarse; para poder correr el riesgo. Llevaban aquello que les quedaba y con lo que podían cargar. He ahí, por ejemplo, a aquel Kempf, un mozo que tenía detrás años de aprendizaje y ahora buscaba a alguien a quien vender su oficio y, sin embargo, no lo había pulido, solo aprendido medianamente. También solían viajar soldados, mercenarios, los llamados Söldner en alemán, borrachos, que de la misma manera buscaban a alguien para endilgarle su oficio, o regresaban de uno de estos encargos, a menudo cubiertos de heridas que atacaban enjambres de moscas. Se puede conjeturar también la presencia de mujeres que no presentaban un peso importante para la balsa porque en cualquier caso todos las consideraban ligeras. Y esta sería la clientela habitual, si además añadimos al predicador de turno que había decidido acompañar a su pequeña comunidad cuando todos los miembros se habían lanzado al viaje. En la almadía del primogenitor Kempf, en efecto, no había mujeres de ningún tipo, lo que más adelante resultó ser un problema. Y los curas llegaron más tarde.

    Los funcionarios de la monarquía, que por aquel entonces todavía no era bicéfala, viajaban de un modo menos temerario. El año de 1770, del que partimos y en el que seguimos el dramático y, como quedó demostrado, feliz paso por los escollos de Düppstein en el Danubio, es el año en el que James Watt acababa de presentar su máquina de vapor: hecho que inicia la Revolución Industrial, la cual se desarrolló en Inglaterra, y no en Alemania. La locomotora, sin embargo, todavía no se veía en el horizonte, de manera que por Europa se viajaba con la fuerza equina. Los funcionarios, la clase superior, y la nobleza, al margen del idioma en el que pronunciaran su padrenuestro, no viajaban en almadía por el Danubio. La aristocracia luterana no viajaba a regiones que estuvieran bajo la saya de la poderosa emperatriz. La nobleza habsbúrguica y católica no tenía necesidad de viajar, salvo cuando iba a la guerra. Y en el siglo xviii a ningún viajero adinerado se le hubiera ocurrido arriesgarse a un encuentro con los escollos de Düppstein.

    El capitán, por lo tanto, tenía delante a personas que huían de una penuria a otra, pero siempre con la esperanza de salvarse. La mayoría de los que emigraban procedían de regiones del sur de Alemania o de Suabia. Al parecer los segundos eran la mayoría, de ahí que la población local bautizara a todos los colonos como suabos.

    1769 había sido un «año de hambre». Tal vez no se moría en masa, como los diez millones de personas que ese mismo año habían fallecido en Bengala. La mayor catástrofe natural de todos los tiempos. Pero para no morir, había que huir de Alemania. La dirección del hambre era exactamente la contraria al rumbo de los años sesenta del siglo xx, cuando cientos de miles de personas en busca de un futuro mejor llegaban a Alemania, a menudo desde zonas que en el siglo xviii habían colonizado los campesinos y artesanos alemanes en el marco de las reformas teresianas.

    Cuando el peligro quedó atrás, todo volvió a ser como antes. Al aproximarse a los escollos, el capitán consideraba importante que se desplegara la red entera de idiomas para poder atraer la misericordia divina. El hecho de que la clientela de la almadía fuera tan diversa era una ventaja. Si en su balsa hubiera embarcado también un mercader chino, lo habría valorado como una buena señal, daba igual si el mercader era budista o seguidor de aquello que él mismo denominaba Tao. Al capitán no lo molestaba que el jasid de a bordo se encontrara en su propio año, ya que en 1770 para los judíos corría el año entre el 5530 y el 5531. Por lo tanto, cada uno calculaba lo suyo, todas las sartas de rosarios ascendían en bandada hacia el Cielo mientras los escollos se acercaban y el remolino verde se tornaba más rabioso y potente. Los peces esperaban, igual que las ninfas del Danubio, igual que el emperador siluro acuático en su palacio de cristal en las profundidades. Arriba reinaba, incuestionablemente, la emperatriz; abajo, en la entrada del imperio subterráneo, aduaneros de todo tipo y condición. El solo hecho de mencionar a las ninfas danubianas, seductoras e irresistibles, era peligroso.

    Pero todo eso ahora era vorbei, es decir, pertenecía al pasado. El capitán volvía a mostrarse sombrío e inaccesible. En una ocasión en que Kempf le había preguntado dónde estaba en realidad la dichosa Transilvania, se lo quitó de encima con tanta rudeza que Kempf tuvo la sensación de que el capitán se burlaba de él. ¿Acaso alguien en sus cabales emprendía un viaje tan largo sin saber adónde iba?

    La respuesta: muchos. Incluso hoy en día.

    Kempf ya no se atrevió a preguntar nada más.

    Wolkowar, Transilvania

    Mientras embarcaban en Ulm, el emisario de la emperatriz saludó a los muchachos que había reclutado, les deseó suerte y les mencionó de nuevo que el destino del viaje era Transilvania, subrayando que oirían más detalles a su debido tiempo, y que eso no sería antes de llegar a Viena. En la ciudad donde reinaba la ilustre emperatriz los recibirían otros funcionarios imperiales y los informarían sobre los pormenores, que por el momento debían permanecer en secreto. Los costes de la almadía estaban cubiertos, la cancillería vienesa había contratado al capitán, y a este, por su propio interés, le convenía que todo transcurriera en orden.

    Cuando el invierno se rindió por fin, las noches se volvieron más cálidas, pero Kempf seguía durmiendo muy mal en la embarcación. Solía envolverse en la pelliza y examinaba la bóveda celeste, algo que ya le había gustado hacer en su pueblo natal, donde se tumbaba en un prado y miraba las constelaciones de estrellas.

    La almadía se paraba por la noche. La tripulación roncaba por turnos, todos estaban armados, y todos, según un horario dado por el capitán, hacían guardia. Pero lo hacían de un modo bastante negligente, de manera que, a menudo, Kempf era el único hombre despierto en la balsa y, al oír cualquier crujido entre los nenúfares, se abrazaba al trabuco que le había regalado su padre. Todo parecía muy hostil. Durante el día era otra historia. Los habitantes de los pueblos y pequeñas ciudades a orillas del Danubio los saludaban agitando la mano cordialmente desde la ribera, les proponían que compraran víveres, algunos les hacían morisquetas, pero esto era una broma en comparación con el escalofrío innombrable de las noches sordas. En una ocasión se llevó un buen susto, pensó que los atacaba una manada de lobos, pero se trataba solo de un corzo que había ido a beber agua del Danubio, y ni siquiera se percató de la almadía, que reposaba como muerta.

    Kempf disponía ahora de muchas horas para torturarse con nuevas y nuevas preguntas que durante la noche le angustiaban todavía más de lo que era posible a la luz del día.

    ¿Transilvania?

    En el despacho del organismo supremo de finanzas de la corte imperial de Viena, conocido como la Cámara, los funcionarios tenían colgado en la pared un mapa de Alexis Jaillot de 1696, un grabado en cobre coloreado. En este mapa se mostraba una superficie de contornos bastantes regulares, como un «trapo» verdoso que acabaran de tender en una cuerda para que se secara al viento: sobre esta superficie ponía Transilvania. A su alrededor aparecía en francés «Valaqui que d´autres nomment Moldavie», es decir, «Valaquia que otros denominan Moldavia», más allá empezaba la «Ruska Ziemia»; en el oeste escribía «Hongrie», más abajo «… Sclavonie», y todavía más abajo «Bosnie e Tourquie»

    En el interior de «Sclavonie» se leía también Wolkowar e Ilok.

    El nombre de Wolkowar se lo había oído al turco como su última parada. Y eso era todo. Kempf no era capaz de hacerse una idea de Viena, y mucho menos de Transilvania. Hasta aquel momento no se había movido de su pueblo. Rumiaba para sus adentros todo lo que le había dicho en diferentes ocasiones el emisario de la emperatriz. Nunca había oído decir que Transilvania fuera un país en el que aristócratas envilecidos anhelaban la sangre de las doncellas, y los lobos aullaban sin cesar, enormes como bueyes, y durante la luna llena esta llamada lobuna se volvía insoportable para el oído humano.

    Transilvania era para él algo mucho peor; una amenaza sin nombre igual que la que había percibido una noche a la orilla del Danubio, aún peor que los vampiros a los que les gusta tanto salir de sus tumbas mientras los demás difuntos reposan en paz.

    También disponía de muchas horas en vela para observar sin molestia el firmamento. En su casa había aprendido los nombres de muchas estrellas. Sin esfuerzo encontraba las Pléyades, que pronto indicarían a los suyos que llegaba la hora de agarrar el arado y que en las regiones debajo de Transilvania llamaban Vlašići, algo que aprendería pronto. Kempf no tenía ni idea de que las Pléyades, este corro de hijas de un titán en el vientre de Tauro, el año anterior, ese 1769, tan fatídico para los Kempf y muchos que ahora viajaban en busca de un futuro mejor, habían entrado en el prestigioso Catálogo de Nebulosas y Cúmulos de Estrellas de Messier. Kempf las observaba noche tras noche sentado en un barril y envuelto en su pelliza, sin saber nada de la reciente promoción de los astros.

    También le habría extrañado al turco, comerciante de alfombras, si lo hubiera oído… Él llevaba consigo catálogos con muestras de pasamanería, y también dibujos de sus alfombras…, que alguien se pusiera a meter estrellas en catálogos le habría resultado una idea absurda, digna de un astrónomo galés ocioso. Y también el jasid, siguiendo la antigua cábala, consideraba las estrellas chispas divinas de criaturas todavía no nacidas. De ahí que el éxito fantástico de las hijas del titán pasara inadvertido en la almadía.

    Los escollos de Düppstein habían caído en el olvido. Había una nueva inquietud en la balsa: se acercaban a la frontera del imperio de la soberana en Viena.

    Al entrar en el imperio, los aduaneros teresianos requisaban la Biblia luterana. El colono alemán podía introducir su gato, su perro o su vaca, y nadie le preguntaba por el dinero. Los funcionarios de la emperatriz lo abastecían con los documentos necesarios, con víveres y una pequeña suma, exactamente reglamentada, que la cancillería imperial anotaba en la contabilidad como gastos de viaje. Las aduanas sabían que el colono pobre no introduciría una cantidad de monedas extranjeras que pudieran hacer peligrar la ceca del imperio. Los aduaneros sabían que los colonos se introducían a sí mismos, su lisa y llana mano de obra y su fuerza reproductiva. Pero había que examinar un poco el contenido de las cabezas y, si era posible, airearlas y depurarlas. La traducción de la Biblia de Lutero, este comienzo del idioma moderno alemán, no se toleraba en el equipaje. Los viajeros las entregaban voluntariamente, incluso aunque fueran luteranos, incluso cuando, castigados por serlo, se les repartía por los dominios de María Teresa. Quién sabe cuántas Biblias, fecundadas con impía semilla luterana, terminaron en el fondo del Danubio.

    Las diferencias, bienvenidas en la almadía mientras esta se precipitaba al encuentro de un desafío que superaría, despiertan ahora recelos. Unidos antes frente al peligro mortal, los viajeros ahora, de repente, se revelan como individuos, con todas sus dudas y sospechas. Están descubriendo que tienen diferentes destinos, aunque los nombres de las localidades no les dicen nada. Transilvania es el nombre de todo lo que está allende los bosques germanos. Están descubriendo que también se diferencia el «porqué» de sus viajes.

    El judío desaparece en Viena, también otros abandonan la balsa. De pronto, el grupo disminuye, aunque el fin del periplo todavía está lejos.

    Les dicen que es recomendable vigilar la almadía. En las aguas del muelle vienés ya la olfatean buitres de todos los colores, golpean sus maderos, toman las medidas, se nota enseguida que se les cae la baba. Quieren comprarla y, si eso no es posible, robarla. Los funcionarios de la emperatriz los advierten una vez más de estas tristes circunstancias. El capitán asiente con la cabeza, sabe de sobra dónde ha amarrado su almadía y conoce los peligros que oculta una ciudad tan grande como Viena. Por ejemplo, muchas tabernas con gitanos, que por lo general son también lupanares. El capitán y la tripulación se marchan en busca de sus placeres, consideran que tienen derecho a ello después de una travesía tan larga. A decir verdad, lo que más les gustaría sería quedarse en Viena, descansar bien, dormir, comer a gusto y satisfacer otras necesidades. No les apetece continuar el viaje. Por eso sería mejor que los revendedores compraran la balsa, ya fuera para una travesía río arriba convirtiéndola en un instrumento de tortura para jamelgos, ya para transformarla en leña. Seguir navegando río abajo significa navegar hacia una penuria y pobreza cada vez peores, con más y más riesgo de ataques de salteadores. Atracadores hay bastantes también en Viena.

    Conscientes de con quién trataban, los funcionarios de la emperatriz envían a la almadía a dos soldados. Ellos también pernoctan en la balsa. Los demás viajeros deciden unirse a la guardia, pues temen que un par de ojos sea poco para la noche. Así también Kempf, que de todas maneras no podía dormir, pasó sus primeras noches en Viena sentado en un barril, aferrado a su trabuco. Del mismo modo vigilaban los criados del turco, según un horario fijo, mientras su amo roncaba en su reservado.

    El cochino, que en su momento había expulsado a un rincón en la popa, ya no lo molestaba; los balseros lo habían asado al espetón hacía tiempo. Las personas olían mal porque el agua estaba todavía demasiado fría para que alguien se atreviera a bañarse. Pero en el siglo xviii eso se soportaba con mayor facilidad. Durante gran parte de su historia el Hombre, por lo general, olía a demonios.

    Kempf, sentado en la proa cual momia, escucha la vida nocturna de la capital imperial; mira cómo centellea la ciudad de Viena, que pareciera estar iluminada por las escamas de los peces al servicio del emperador en el fondo del río; oye los chillidos de las mujeres, el gemido de las guzlas, el griterío de los hombres, disparos de trabucos; aquí y allá estalla un incendio. La vida nocturna de Viena estaba llena de peligros.

    ¿Qué es Wolkowar?, se preguntaba Kempf. Porque los funcionarios imperiales le habían revelado por fin en Viena el destino de su odisea. Por lo visto, al turco no le disgustó saber que continuarían juntos hasta el final del viaje por el Danubio.

    El primogenitor de los Kempf

    pisa el suelo de Esclavonia

    ¿Están protegidas estas tierras de los ataques de los turcos? ¿Los ha derrotado definitivamente el príncipe de Saboya? ¿Habla la población nativa alemán? ¿Qué religión profesan? ¿Qué comen? ¿Traen hijos al mundo? ¿Violan los mahometanos a todo lo que se les cruza en el camino? ¿Incluso a las viejecitas, incluso a las yeguas? Y lo más importante: ¿cómo es la tierra?, ¿de veras es tan negra y tan fértil como la pintan aquellos que, con el sonido de su flauta, destinada en realidad a ratas y niños, los atrajeron hasta esta almadía?

    Hace un tiempo, la única vez que Kempf se atrevió a interrogar sobre Transilvania al capitán, la hosquedad personificada, él señaló con el dedo a un viajero oculto bajo su manta de lana que todos en la balsa pensaban que estaba enfermo porque no hacía otra cosa que dormitar o farfullar algo en una suerte de duermevela.

    —Que te lo diga él. Ha estado allí, volvió a Ulm, sin que nadie supiera el motivo, ya que nadie regresa. A mí me ha revelado que lleva un mensaje, pero sin decir de qué tipo ni para quién.

    Nada se pudo sonsacar al sujeto en cuestión. Ciertamente hablaba alemán y, a juzgar por el movimiento de sus ojos, era seguro que entendía polaco, sin embargo, a mitad de la conversación empezaba a apartar la vista para acabar arropándose con el silencio.

    Todos pensaban que el viajero, quemado por el sol, se había guarecido con razón en la paz sublime de los veteranos, pues de todos modos era incapaz de explicar «lo que allí los aguardaba». Al no lograr arrancarle con ninguna astucia, botella de vino o tocino ni siquiera la más mínima información, los colonos desistieron y dejaron de mirar y de preguntar cosas al taciturno pasajero.

    Él lo aprovechaba. Por la noche, cuando se dormían todos y la luna bañaba de plata el curso del Danubio, el desconocido sacaba su misiva de debajo de la pechera. El capitán, que lo observaba a escondidas, descubrió su secreto, pero se lo tomó con indiferencia.

    Con profundo respeto, el mismo con el que los pueblos adoran a sus ídolos, el viajero taciturno exhibió ante la cara de la luna tres tubérculos de patata como si fueran una ofrenda.

    También Kempf lo sorprendió haciéndolo, ya que ni él mismo lograba conciliar el sueño en la almadía.

    ¡El hombre

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