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La raíz de los vientos
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La raíz de los vientos
Libro electrónico831 páginas12 horas

La raíz de los vientos

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Cada determinado tiempo, la humanidad rompe la repetición de errores, haciendo un cambio significativo desde la conciencia de un grupo reducido de personas.
La raíz de los vientos es una novela de fantasía donde un grupo desde la clandestinidad busca derrocar las monarquías. El reinado de Mardichinovia es advertido y hará todo lo posible por desenmascarar a sus enemigos, hasta que el descubrimiento de un artefacto mitológico les viene a replantear sus enemigos, creencias y temores.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 sept 2024
ISBN9788410005945
La raíz de los vientos
Autor

Adrián Ochoa Álvarez

Adrián Ochoa Álvarez nació en Morelia (Michoacán, México) un 2 de marzo de 1983. Cursó sus estudios de Humanidades y Ciencias en Salamanca (España). Desde entonces comenzó esta novela. En su ciudad natal estudió psicología y publicó un artículo sobre el hipocampo en su paso por Juriquilla UNAM Querétaro. Trabajó como proyectista en programas sociales en el estado de Michoacán enfocado a los jóvenes. Actor, atleta, amante de la soledad, de los paseos a las montañas y parajes naturales, ha recorrido parte de México y de Cantabria (España), leyendo, escribiendo y meditando.

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    La raíz de los vientos - Adrián Ochoa Álvarez

    Portada de La raíz de los vientos hecha por Adrián Ochoa Álvarez

    La raíz de los vientos

    Adrián Ochoa Álvarez

    La raíz de los vientos

    Adrián Ochoa Álvarez

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Adrián Ochoa Álvarez, 2024

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    Obra publicada por Universo de Letras, sello de autoedición de Grupo Planeta.

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2024

    ISBN: 9788410004115

    ISBN eBook: 9788410005945

    Dedico esta obra a mi familia, amigos cercanos y a todos los que tiene una imaginación de niño.

    Críticas del libro

    Aún no hay comentarios, pero deja uno al terminar de leer la novela… Quizá un desconocido, amigo o familiar, lo tome por un descuido y lea tu nota. Uno nunca sabe, quizá por ello hay tantos espacios en blanco. Quizá, con el paso del tiempo, tú seas esa persona… tomando el papel de un amigo o un desconocido para el niño que fuiste.

    Tu nota:

    ¿Quién es el escritor de la novela La Raíz de los vientos?

    Adrián Ochoa Alvarez

    Desde temprana edad, presentó gusto por la lectura. Por su educación religiosa, a sus doce años tomó la decisión de internarse en un régimen monasterial por su deseo de ser sacerdote.

    Las lecturas paganas en el seminario que se llevaban a cabo durante los desayunos comidas y cenas despertaron en él un interés sobresaliente, ya que era una forma de escapar de la vida rutinaria; sin embargo, los superiores no le permitieron emprender sus propias lecturas, bajo la excusa de que debía enfocarse en las materias propias de su edad y que tenía facilidad para distraerse.

    Después de cuatro años en el seminario menor en la Ciudad de México, viajó a Salamanca (España) para cursar dos años de noviciado de estricto encierro y cuatro años de Humanidades, obteniendo el título avalado y firmado por el rey de ese momento, Juan Carlos I de España.

    En sus últimos cuatro años de su vida monacal, cuando cursó Humanidades, emprendió el reto de hacerse del conocimiento de diferentes autores, comenzando por los clásicos de literatura universal, españoles y latinoamericanos.

    Una de sus clases favoritas era estilo y redacción, ahí sus trabajos destacaban entre sus compañeros. Era optimista, simpático y podía decir las cosas más ordinarias como si fueran extraordinarias. Dentro de su grupo obtuvo reconocimiento de las personas que tenía a su lado, que eran jóvenes excepcionales en la academia y en el deporte, personas que sigue frecuentando y a las que considera sus hermanos.

    La exigencia en las humanidades en el ámbito de las Lenguas Clásicas nunca fue su fuerte; al contrario, fue un martirio y continuamente perdía horas de descanso, juego y lecturas por ellas. Por esta razón comenzó un profundo cariño hacia la escritura, donde encontró su refugio emocional y autoestima.

    Cuando presentó sus primeros bocetos de la novela, sus superiores académicos se burlaron de él: le decían que dejara eso, que era un mal testimonio para los demás, que eso no le ayudaría a la perseverancia de su vocación. Así que él, para demostrar que sí podía y confiar en sí mismo, fue leyendo en los recreos sobre cómo escribir una novela. Encontró cuatro libros, situación que molestó mucho a sus superiores, ganándose su desprecio abiertamente.

    Gracias al apoyo de un superior, empezó a guardar sus escritos en archivos digitales a duras penas, ya que era un mundo muy limitado.

    Después de seis años en España, fue expulsado del convento. Para entender el mundo y para adaptarse mejor a él, decidió estudiar Psicología, venía con la base para dedicarse a escribir la novela. Sin embargo, por haber estado tantos años encerrado, se enfocó mucho en vivir y experimentar el mundo. En México Michoacán, terminada la carrera, trabajó durante seis años en programas de prevención del delito, desplazándose a momentos y lugares considerados zonas de riesgo precarios y sin internet; sin embargo, sabía que en la escritura y la lectura podía encontrar refugio.

    Dentro de su trabajo con los jóvenes en situaciones de riesgo de diferentes puntos geográficos y diferentes edades, de algunos recopiló testimonios de situaciones místicas, reflexiones religiosas, de Dios y de la creación; de ahí se inspiró para enriquecer parte de su obra.

    En esta misma línea, un encuentro cercano a la muerte le replanteó su existencia y, a partir de ese momento, se enfocó en concluir sus obras comenzadas.

    Con esta obra pone en manos del destino la oportunidad de enfocarse nuevamente en la escritura.

    Esta novela es su propio mundo, su refugio y es un agradecimiento a tantos escritores que pusieron esta inquietud en él.

    Índice de ciudades

    Winjamduer. Ciudad al sureste al interior del mapa, donde ocurren los asesinatos en los primeros dos capítulos. La gente es rubia y pelirroja, de tez blanca. Son comunes los ojos azules, grises, miel, cafés y negros.

    Mardichinovia. Ciudad principal de la historia, ubicada al sureste del mapa. Entre dos y tres días de la costa. Lugar donde se desenvuelve la mayor parte de la trama. Es la ciudad que más rasgos físicos comparte con el resto del mundo. Muchos piensan que se fundó con base en todas las demás ciudades.

    Whelautcoster. Ciudad costera al sur. La más importante por su riqueza y su posición en el mapa, gobernada por el rey Jámboke.

    Sol Naciente. Ciudad costera del noreste del mapa, la población en su mayoría es de ojos rasgados y tez blanca.

    Jaguarum. Ciudad entre el Sol naciente y Mardichinovia. La población tiene ojos redondos, tez canela y morena.

    Shoon Jardenord. Cuidad al suroeste del mapa. La zona más fría y peligrosa del mapa, porque, además del peligro de las bestias, está plagada de ladrones y mercenarios. La población es de tez negra y le gusta vivir en pequeñas comunidades regadas por toda esa región.

    Corindel. Ciudad al noroeste del mapa. La población es de tez blanca y canela, ojos azules, cafés y negros. Sus cabellos son castaños, rubios, cafés y negros.

    Índice de personajes

    Seidinor. Forastero recién llegado a Mardichinovia. Dejó el pueblo de Winjamduer días antes de la sublevación.

    Dilan. Hijo del bibliotecario Huzorín.

    Huzorín. Padre de Dilan y bibliotecario mayor.

    Lilith. Maestra de los adoradores de la luz, guerrera veterana, madre oficialmente adoptiva de Zénelem.

    Jádraen. Plebeyo guerrero amigo de los príncipes de Mardichinovia, Rábenlot y Balídeam. Experto en el combate contra las bestias, tiene dos mascotas muy representativas.

    Zénelem. Su alias es Eimí. Hija adoptiva oficialmente de Lilith. Aprendiz de su madre, amiga íntima de Bálideam.

    Ánjambrem. Rey de Mardichinovia.

    Rabenlot. Príncipe de Mardichinovia.

    Balídeam. Princesa de Mardichinovia.

    Soua. Representante de la Dinastía del Sol Naciente.

    Lu. Mujer de la región del Sol Naciente.

    Quetzi. Princesa del Reino de Jaguarum.

    Jaguar. Plebeyo prometido de Quetzi.

    Jámboke. Príncipe de Whelautcoster.

    Doney. Princesa de Whelautcoster, hermana de Jámboke.

    Kronk Butzen. Reina de una reducida población de Shoon Jardenord, prometida de Ánjanguer.

    Ánjanguer. Guerrero de la región de Shoon Jardenord.

    Élencor. Princesa heredera del trono de Corindel.

    Aretéion. Plebeyo prometido de Élencor. Representante de Corindel.

    Jefe 6. monje conspirador. Nombre Vénfloen el aguerrido, guerrero que acompañó a Téfaklon por primera vez por las trompetas y combatió a Lilith en el patíbulo. Mercenario que pudo observar Seidinor en un evento de contrabando.

    Introducción

    La novela La raíz de los vientos se desenvuelve en un planeta que orbita la estrella Altaír de la constelación Aquila. El planeta está apunto de ser destruido, las placas tectónicas se contraen cada vez más en una sola Pangea. La vida en ese lugar se manifestó por medio de la especie humana en diferentes culturas, muy parecidas al planeta Tierra: se podría decir que ellos viven su propia Edad Media, lo que significa monarquías, saber manejar los elementos para construir sus castillos, palacios y fortalezas necesarios para protegerse de bestias feroces que viven y mantienen a raya la población humana. Por ello, saber pelear cuerpo a cuerpo, las armaduras y la cacería de bestias tienen un gran valor. Saben escribir su historia y comerciar entre ellos por medio de monedas de diferentes metales y piedras preciosas. En algunos lugares existe la esclavitud.

    Téfaklon es el único hombre que sabe que les queda poco tiempo, él representa una dinastía que, por siglos, ayudó a todas las civilizaciones en todos los aspectos.

    La historia comienza en el capítulo tres. No obstante, en los primeros dos capítulos se narra un suceso que ayudará a entender mejor lo que vendrá. Por esta razón, a los personajes se les llama por medio de sus oficios o cargos, porque no tienen mucha relevancia a futuro.

    ¿Listo para sumergirte en la historia?

    Capítulo 1

    Lágrimas en el camino

    La noche está llegando a su fin en la ciudad de la música: Wínjamduer, llamada así por sus destacados intérpretes esparcidos por todos los reinos. Se especializan en los instrumentos de viento, como flautas, trompetas, clarinetes, silbatos de madera y barro, que emiten silbidos parecidos a pájaros y animales.

    Todo apuntaba a que esa noche iba a ser el inicio de una gran fiesta, porque las mejores bandas estaban despiertas. Mientras las lechuzas y todos los demás animales nocturnos regresaban, como de costumbre, a sus moradas, satisfechos por la cacería, el más cruel de todos seguía sediento de sangre. Éste continuaba paseando libremente por las calles, aparentando serenidad e inocencia bajo la música que cubría su caminar apresurado.

    En las calles, unas torpes hojas se arremolinaban azotándose contra las paredes y portones de las casas.

    Las cuatro mejores bandas de música seguidas por contingentes de ochenta soldados desde distintos puntos de la ciudad han recorrido las calles empedradas fingiendo juntar una multitud para ser las primeras en felicitar al rey por su cumpleaños.

    Ya habían pasado por las haciendas más fieles del reino, invitando a sus moradores a unirse al contingente, pero era una trampa: apenas los sirvientes abrían la puerta los soldados, entraban sin piedad asesinando a todos los que en ese hogar se encontraban.

    Los perros vigilantes de los vecinos les ladraban por el olor a sangre que regaban a su paso en el ambiente.

    El punto de reunión para esos malditos era al pie del castillo.

    A un grupo de veinte soldados a caballo, traidores, y a una banda de música les faltaba una misión: acabar con los viajeros simpatizantes a la Corona que se habían hospedado en la posada más importante de la región.

    Ahí llegaron exhaustos los músicos, todos despedían vaho de sus frentes, contra su voluntad rodearon la posada e hicieron sonar sus instrumentos en los cuatro flancos. Así, las habitaciones se fueron llenando de luz desde su interior por lámparas de aceite.

    Algunos huéspedes intuyeron de inmediato la costumbre de cantar las mañanitas al rey. Otros, en cambio, por su ignorancia lo tomaron a mal y se dieron la vuelta en sus cobijas; otros, sin prender las lámparas, asomaron sus amodorrados rostros por las ventanas entre bostezos, esperando ver algo que valiera la pena o, por fin, ver que se largaran los del argüende para volver al placer de su lecho.

    La gente joven, en su gran, mayoría salió al patio y confirmó sus sospechas al escuchar al posadero que llevaba un abrigo café, rematado en su cuello con piel de mapache: «Se ha organizado una serenata al rey, todo el que quiera ir está invitado; como han oído, ya nos esperan los músicos».

    Un grito de alegría salió de entre algunas gargantas, pero inmediatamente la misma multitud la calló. Era obvio que, después de la música, nadie estaba dormido, pero entre ellos había gente muy educada que tenía consideración por aquellos que quería seguir descansando.

    Los que no salieron bien preparados volvieron ágilmente, entre comentarios de alegría, a sus habitaciones esparciendo la noticia a sus familiares.

    El posadero, con el patio a medio llenar, para hacer más ameno el momento comunicó a los presentes: «Aquí hay un poco de ponche caliente, pueden tomarlo en lo que esperamos a que se preparen todos; dejen sus lámparas por favor, nosotros los flanquearemos y guiaremos su camino».

    El ponche es una bebida típica del invierno en el pueblo de Wínjamduer, preparada a base de guayaba, manzana, tejocotes, ciruelas pasa, tamarindo, rajas de canela, jamaica y vino tinto. El portero, con la ayuda de los sirvientes, distribuyó seis garrafas de buena proporción por el patio, que no tardaron en vaciarse.

    La gran mayoría se dejó la pijama debajo y solo tomó los abrigos más distinguidos para protegerse del viento y del frío. Abrigos de tigre blanco, de oso pardo y hasta de zorro plateado salieron a dar un toque de extremo glamur a las simples pijamas y cabellos sueltos, sin más orden que el que les ponía un listón.

    La posada tenía dos accesos. El principal era una enorme puerta que daba a un patio de dos pisos. El techo de doble agua despedía un sutil goteo, alimentado por el rocío de la noche que captaba la loza.

    Los invitados del segundo piso bajaron al patio. Los de la planta baja ya esperaban con un jarrito de barro en las manos a que abrieran las puertas. Tan pronto se desocupó la servidumbre, se dirigió a un salón que fungía como recibidor. Mientras tanto, otros cuatro sujetos con una lista en mano de ciertas habitaciones comenzaron a cerrarlas bajo llave, muy discretamente, desde afuera.

    Un invitado, que tenía por profesión ser maestro en lenguas, lo notó y se lo dijo a sus cinco amigos, que bajaban del segundo piso. Venían de Mardichinovia y Whelautcoster. Todos ellos dejaron a sus esposas e hijos en las habitaciones.

    Mientras ellos hablaban, otros apenas despertaban con bostezos groseros y se distraían soplando a la bebida, calentaban sus manos con las tazas y los más inquietos trataban de sacar los pedazos de fruta. Los cinco guerreros empezaron a pensar deprisa para entender qué demonios pasaba.

    —¿Traen sus espadas, verdad? —les preguntó volteando a ver la habitación de su familia, mientras se cubría su rostro para no ser ubicado, ya que era un invitado muy importante.

    —Cálmate, hombre, no es para tanto; además, nos van a escoltar —le contestó el más despreocupado, que no dejaba de imaginarse la fiesta que se avecinaba.

    —La Corona de Wínjamduer desde hace tiempo ha generado enemigos. Haciendo unas cuantas preguntas a sus contadores y administradores, me enteré de que tienen serios desvíos de dinero, deben a su propia gente y eso está muy mal, los están matando de hambre, ¿y ahora quieren disimular que todo sigue perfectamente con una fiesta? Esto no encaja, cuando me asomé por la ventana, noté un contingente exagerado de soldados. ¿Ustedes no lo vieron?

    —Sí —le contestó el escritor del grupo, tirando el ponche en una maceta—. Yo también noté eso: soldados con…

    —¿Con sangre? —se aventuró a preguntar uno de los cinco amigos.

    —¡Sí! —respondieron el maestro de lenguas y el contador de cálculos perfectos.

    —Pensé que era cosa solo mía. —Miró al que comentó lo de la sangre en las armas y éste perdió su mirada en el suelo, estaba preocupado.

    —Me da la impresión de que… estamos a punto de ser prisioneros —dijo el más optimista.

    —O que nos maten —afirmó el escritor, con un poco más de imaginación.

    —O nos envenenen por ser amigos del rey —remató el contador, que representaba el mayor cargo de importancia de los ahí presentes, mientras le tiraba el ponche al que solo pensaba en la fiesta.

    —¡No puede ser posible! —dijo el agraviado, que perdía la felicidad al mismo tiempo que el ponche se desparramaba y evaporaba en el suelo.

    —¡¿Están armados sí o no?! —preguntó el contador sudando de nervios.

    —¡Sí! —respondieron al unísono sus cuatro amigos en voz baja.

    —Como en los viejos tiempos —afirmó uno de ellos aludiendo a su adolescencia, cuando habían compartido la más prestigiosa formación en las artes de la defensa personal en el cuerpo de soldados de Mardichinovia, llamado Adoradores de la Luz, pero por circunstancias de sus vidas lo habían abandonado entrada a la adultez.

    —Bien, al parecer cerraron nuestras habitaciones con candado por fuera, así que nuestras esposas e hijos están encerrados.

    —Nosotros somos los peligrosos —gruñó el políglota en otros idiomas hasta que le salió una palabra para el entendimiento de los demás—. ¡Observen! —dijo señalando a los soldados que caminaban por el patio—. No quieren que tengamos la posibilidad de volver a nuestras habitaciones.

    —Es lo que estaba diciendo —le contestó molesto el contador para ver si entendía que hablaba demasiado.

    La banda terminó de tocar la pieza e hizo un silencio.

    De pronto, el posadero frotó sus manos y no pudo ocultar unas gotas de sudor por su frente, lo que extrañó a varios con ese frío de la mañana.

    El grupo de amigos sumaban pistas a sus conjeturas. El posadero se secó con modestia y pidió atención diciendo con moderada voz:

    —Todos los que vienen desde Mardichinovia, pasen al recibidor: es importante antes de ir a cantar al rey, les tenemos… unos avisos.

    «¡Solo los de Mardichinovia!» —especificó el posadero otra vez, en tono desafiante, mientras caminaba hacia el marco de la entrada para fungir como portero.

    Los amigos hablaron.

    —¿No vas a pasar? —le preguntaron al contador.

    —Ni de loco —contestó—. Parecemos ganado siendo separado antes de la matanza. No dejen de tener los ojos bien abiertos y oculten sus armas.

    El recibidor era un cuarto que estaba a un lado de la salida principal, a la cual se podía acceder por dos puertas.

    La gente corrió la voz, porque algunos seguían con el oído dormido.

    Siempre, el reino de la música, Wínjamduer, mostraba una clara distinción hacia las personas de Mardichinovia, lo que causó malestar en la gente novata. Los demás, acostumbrados a esto, solo se hicieron de la vista gorda.

    La gente de Mardichinovia era poca, en comparación con los demás extranjeros. Entraron diligentemente entre quejas a la sala.

    —¡Miren! —dijo al que le habían tirado el ponche en el suelo, señalando el cuarto del recibidor—. Hay arcos y flechas en las paredes, podríamos rearmarnos ahí, solo hay que entrar.

    El políglota y el escritor miraban fijamente a los más fuertes de Mardichinovia, quienes los reconocían. Sus rostros empezaron a demostrar desconfianza y tuvieron la suerte de hacer contacto visual antes de que entraran. Solo así, de la manera más discreta, les hicieron muecas para hacerles entender:

    —Hay problemas. —Ellos asintieron con la cabeza y entraron.

    —¡Vamos rápido! ¡Al segundo piso! —dijo el políglota.

    —Sí, ahí están nuestras familias —añadió el escritor.

    —Allí lograremos una ventaja estratégica —añadió el contador.

    A la gente de Mardichinovia ya les esperaban en la sala seis personas de la servidumbre, todos hombres. Por las apariencias, bien podría tratarse del chofer, el cocinero y la gente de seguridad del lugar. El posadero, junto a otros dos soldados que le escoltaban, fue el último en entrar, pero antes de pasar, preguntó por última vez a la gente del patio.

    —¿No falta nadie más?

    —¡Sí, aquí! —respondió un joven con su hermano menor, mientras se servían ponche.

    —¡Vengan, dense prisa! —les apresuró el posadero haciéndose violencia para guardar paciencia en su voz.

    Los jóvenes se hacían los tontos sirviéndose la bebida hasta el copete y, por temor a quemarse, no les fue posible correr para entrar en el cuarto. Esto les dio tiempo a todos los demás.

    Tras ellos, el posadero cerró la puerta con llave.

    La gente del patio no se daba por enterada de que, en realidad, había problemas serios y esperaban en una charla despreocupada.

    Cuando la banda de músicos reanudó su tocada, esa fue la señal.

    Para sorpresa de todos los que estaban en la posada, eran las notas musicales más tristes que se hubieran imaginado: largas, altas y muy pausadas.

    El silencio se fue regando en el patio, mientras los perros cercanos se unían al lamento con aullidos. Los huéspedes se miraron unos segundos, no sabían cómo reaccionar, hasta que un joven en la planta baja rompió el estado de congelamiento tratando de entrar a su habitación y gritó rompiendo el silencio:

    —¡Alguien cerró mi habitación!

    Otras puertas, en cambio, empezaron a agitarse.

    —¡Nos han dejado encerrados! —Pudieron escuchar las personas más cercanas a esas puertas.

    Entonces, la música cambió de sonar triste a estruendosa, como si quisieran que toda la gente alrededor se despertase.

    Cuatro jóvenes malhumorados, creyendo que era una broma de mal gusto, protestaron gritando: «¡¿A dónde han ido todos?! ¡Abran las puertas!».

    En ese momento, una puerta del segundo piso que no se había abierto durante todo el día descubrió su interior. De ella, salieron hombres armados con arcos.

    Los cinco insurrectos se percataron de ello y se ocultaron tras muebles sillones y macetas que estaban fuera de las habitaciones. Llenos de pánico, se dieron cuenta de que los arqueros enemigos no los alcanzaron a ver, ya que estaban enfocados en rodear el barandal para apuntar a los que en el patio se encontraban.

    Las bandas de música ocultaron sus pasos. El grito de la primera mujer que advirtió su presencia fue la señal para que las flechas zumbaran y se soltara el griterío.

    Entonces, los cinco guerreros atacaron a los arqueros por la espalda y los arrojaron al patio.

    Los de la planta baja trataban de abrir las puertas a empujones, mientras otros se cubrían tras los pilares. Los más valientes corrieron a las escaleras con sus espadas y ahí se libró un enfrentamiento cuerpo a cuerpo.

    Unas mujeres y jóvenes, viendo que habían caído enemigos del segundo piso, los remataron, tomaron sus arcos y comenzaron a contraatacar.

    Los guerreros que estaban en sus habitaciones escucharon la refriega y despedazaron las puertas con sus armas para salir a apoyar a sus conciudadanos. Uno fue un leñador, otro un artesano en talla de maderas; juntos, parecían dos seres mitológicos por sus poderosos brazos.

    Los soldados del segundo piso tenían un contingente armado con escudos en las escaleras, los que los protegía, pero su plan no resistió lo suficiente.

    Las personas de Mardichinovia que estaban encerradas en la sala eran intimidadas con armas por los cómplices de los sublevados.

    —No hagan algo estúpido, si es que no quieren perder la vida.

    —¡Paren esto! —gritó una chica aterrada.

    —¡Cállate y haz lo que te decimos! —gritó más fuerte el posadero, lleno de temor y odio, rompiendo el límite emocional de la joven hasta llevarla a las lágrimas.

    Una onda de escalofrío cubrió todo el lugar y petrificó de miedo a la gente de Mardichinovia, que, encerrada, se imaginaba lo peor allá afuera. Solo se escuchaba una matanza en el patio. Hasta el más valiente, al ver a su familia en peligro, temblaba de impotencia, temor y odio. La viga que horizontalmente sostenía la puerta parecía que contenía un lugar de tortura, por los alaridos de dolor y llanto. Sin embargo, los que estaban en el patio pronto se organizaron al ver gente armada, héroes de la resistencia.

    —¡Siéntense en el suelo! —gritó el posadero con todas sus fuerzas para hacerse escuchar.

    —¡Las manos sobre la cabeza! —ordenó un soldado con más energía.

    La lucha era tan fuerte allá afuera que parecía un torbellino que los iba a arrancar del suelo.

    Un niño de los que estaban encerrados en el recibidor se levantó y salió corriendo hacia la puerta para intentarla abrir, solo alcanzó a sacudir un poco de la chapa. Mientras, un soldado lo sujetaba del hombro para arrancarlo de ahí. Los hombres reaccionaron ante la revuelta nacida con el desplante al pequeño. Las espadas les tocaron el cuello y pecho, pero no les hicieron daño.

    —¡Mi padre se quedó en la habitación, déjenme salir! —suplicó el chico rabiando desde el piso.

    —¡Él estará a salvo, vuelvan a sentarse en el suelo! —gritó el posadero con igual fuerza que la primera vez. Viendo a los hombres de Mardichinovia a punto de lanzarse contra ellos, les aclaró—: Nadie de Mardichinovia morirá, tenemos esa orden. —Eso le valió unos segundos.

    El niño se incorporó envalentonado, pero el mayordomo lo arrojó contra la multitud y, pronto, su hermano mayor lo sujetó sin dejar de mirar con odio a sus custodios. Algunos se taparon los oídos, olvidando que las manos las querían sobre la cabeza. Pocas fueron las mujeres y niños que se llevaron las manos a la cara y se pusieron a llorar.

    Los hombres hicieron el ademán de volverse a sentar, pero arremetieron contra el posadero y los soldados.

    Un verdadero hombre ante la muerte de inocentes jamás se rinde.

    La garganta del posadero dio un gran alarido y, con él, su alma dejó su cuerpo.

    El héroe que había acabado con el custodio más fuerte, aplicándole una llave, tomó la voz de mando:

    —Niños y mujeres… —Guardó silencio y recapacitó en segundos; no podía excluir a las mujeres de la pelea, pues presentaban desventaja numérica, así que rectificó de inmediato—. Niños a resguardo; el que pueda luchar por sus vidas, venga con nosotros.

    Solo ocho mujeres se rearmaron con arco. Quedaron catorce señoras dispuestas a luchar y otras diez jovencitas.

    Mientras inspeccionaban los bolsillos del posadero para encontrar las llaves, la puerta se despedazó desde afuera. Todos se espantaron y se reagruparon al otro extremo de la habitación para luchar por sus vidas. Para su sorpresa, vieron a sus amigos, que habían logrado defenderse y seguían vivos.

    —¡Pronto! —una voz los despertó—, agrupen a los heridos en la habitación. Aún quedan soldados afuera, son los más peligrosos, están a caballo. Son unos veinte.

    Al escuchar «veinte», la gente reaccionó de inmediato.

    —¡Tenemos que pedir ayuda! —dijeron varias personas.

    —Pedirla es imposible, debemos huir.

    —¡Estamos rodeados! —reportó el más rápido, que venía de revisar los cuatro flancos de la posada.

    Las mujeres que habían sobrevivido en el patio armaron a las del recibidor, mientras los jóvenes tomaban las espadas de los soldados muertos.

    —¿Cómo haremos para ir por nuestros siervos y nuestras monturas, que están en la caballeriza alejada de aquí?

    —Debemos luchar —dijeron todos los hombres reunidos.

    —Hay una manera, sí, hay una manera de ir por refuerzos —dijo un joven ahí presente.

    —¿Qué dices? —preguntó sorprendido el contador, que ya había pensado en todo—. Dilo.

    —Yo pensé una manera para escapar de aquí: saltaré de la azotea hasta el balcón del vecino y desde allí iré por refuerzos.

    —¿¡Saltarás toda la calle!?

    —Sí… —titubeó un poco el joven y añadió nervioso—: Saltar de la azotea al balcón del segundo piso del vecino es posible… El desnivel me ayudará.

    —Te podrían ver los soldados, así que nosotros llamaremos su atención al frente de la posada. Está bien, hijo —le dijo de cariño el contador—. No tenemos otra opción; eres valiente, de ti depende no ser estúpido: si ves que en el último momento no alcanzas, no lo hagas. Nosotros buscaremos romper la valla y salir por la calle por refuerzos, ¿vale?

    —Pronto, acabemos con ellos antes de que se organicen —dijo el políglota.

    —¿Y ahora cuál es el plan? —gritó un anciano del segundo piso, que venía de vigilar a los soldados de la calle por una de las ventanas.

    —¡Fortifiquen la puerta lo más que puedan! Mujeres, necesito veinte acá arriba para que disparen rodeando el balcón del patio. ¡Rápido!

    Los huéspedes, al lanzar al primer soldado muerto desde el segundo piso a la calle, les valió el odio de los soldados del exterior.

    —¡Los huéspedes siguen vivos! —gritó uno de los soldados.

    Los veinte jinetes desenfundaron sus espadas y se alistaron.

    La puerta de entrada era de muy mala calidad, parecía un adorno más, pronto se llenó de los boquetes ocasionados por los golpes. 

    —No podrá resistir más.

    —¡Aguanten! —gritaba el contador, que apresuraba a las arqueras a formación de ataque—. ¡A mi señal!

    Cuando la puerta estuvo despedazada y comenzaron a entrar, el contador gritó: «¡Ahora!».

    Los jinetes que entraron saltando los cadáveres y pedazos de la puerta fueron abatidos desde el balcón por las arqueras. Los jóvenes que estaban desarmados les arrojaban las macetas de los barandales.

    Los que hasta ese momento estaban escondidos tras los pilares del patio salieron para rematar a los jinetes heridos y apoderarse de los caballos para contraatacar.

    Las flechas no dejaban de zumbar hacia la entrada de la posada.

    Llegó un momento en el que todo el contingente enemigo estaba revuelto con gente inocente en el patio, lo que impidió la lluvia de flechas indiscriminadamente. Solo las más expertas se aventuraban a disparar.

    Esa noche cayeron grandes héroes, su sacrificio se vio recompensado al ganar la posibilidad de escapatoria para todos los demás.

    Las mujeres dejaron de disparar sus flechas porque entraron unos treinta jinetes más al patio desde la calle: eran sus más fieles hombres gracias al joven que había logrado pedir refuerzos.

    Los músicos, al ver tal heroísmo sobreponiéndose al terror, atacaron a los soldados que huían de la derrota.

    Al disiparse los soldados asesinos, se escuchó un gran grito de júbilo y alegría.

    —¡Bien señores, reagrúpense! Atiendan a los heridos.

    —Vayan por las carrozas. Saldremos a los pueblos más cercanos.

    Los músicos, al verse sin custodios, salieron corriendo a sus casas.

    Pasó un breve momento hasta que los sobrevivientes, con vigilantes en cada esquina de las calles, se agruparon frente a la posada, tomaron todo lo que pudieron de la cocina y armaron las carrozas, donde pusieron los víveres, mujeres, niños, heridos y difuntos. Los guerreros sanos montaron a caballo para cuidar a los indefensos durante todo el camino. Ese tiempo les valió para que unos doce músicos llegaran con sus caballos y familia ahí mismo.

    Después, se reunieron los líderes para deliberar hacia dónde irían.

    —Antes de cualquier otra cosa —dijo el políglota a los guerreros ahí reunidos, que era unos sesenta—. ¿Qué hacemos con la familia real?

    Nadie dijo algo. Solo miraron al suelo, así que solventó su mala pregunta contestándose a sí mismo:

    —Quizá ya estén muertos, quizá no, pero... hacer una brigada de rescates es imposible, porque deberíamos entrar al castillo. El tiempo apremia, así que opto por mi familia y mis amigos. Si alguien quiere ir a ver qué puede hacer, adelante, no lo detendré. Nosotros nos vamos a Mardichinovia, ya que es el camino que mejor conozco y, aunque está lleno de bestias, no es imposible. Pasaremos rápidamente por nuestros amigos del pueblo que quedan de paso para huyan con nosotros. El que quiera seguirnos de ustedes lo puede hacer.

    Todos decidieron ir juntos hacia Mardichinovia y comenzaron su huida.

    Capítulo 2

    Sangre inocente

    Al mismo tiempo en que los simpatizantes a la Corona se salvaba de su muerte en aquella posada, en el castillo de la ciudad se había librado una gran batalla en el salón principal. Los soldados infieles por fin llevaron a cabo su traición: separaron en dos grupos a los preferidos del rey y empezaron atacando a los que les custodiaban en el gran comedor, hasta que acabaron con la pareja de monarcas.

    Un grupo nutrido de los mejores hombres de la Corona, como generales, maestros y consejeros, dieron su vida por defender lo que por generaciones les había costado, excepto un puñado de hombres; esta vez no se salvaron por astucia, sino porque, a pesar de ser un día de fiesta, seguían trabajando en sus puestos o habían cumplido las últimas órdenes de su rey, muy a pesar suyo. La revuelta puso a todo el castillo a retumbar y se corrió la noticia, como fuego en alcohol. Los traidores, después de la batalla en el salón de actos, se dirigieron a las alcobas reales para acabar con los príncipes y parte de la nobleza, que representaría más problemas a la insurrección. La gran batalla les había ganado tiempo: los pocos generales y soldados fieles a la Corona improvisaban una custodia.

    El silencio de las campanas de alarma delataba que los traidores habían ganado parte del ejército sofocando el llamado de auxilio al pueblo en general. Con solo una persona viva de la Corona, la revuelta sería castigada.

    La insurrección aprovechó para liberar a los prisioneros más peligrosos del reino, que estaban en las mazmorras del castillo a punto de ser ejecutados esa misma mañana.

    Los infantes estaban dormidos, porque no se les permitía por tradición asistir a esa fiesta con las personas más selectas del reino, todas llenas de excesos.

    Al despertar el príncipe mayor de su lecho, éste quiso afrontar la insurrección atacándola porque no sabía lo que estaba pasando, pero el general de más alto rango lo puso al tanto conteniendo su furia.

    —Mi señor, somos los únicos sobrevivientes de una pelea a muerte, librada en la sala de actos; ya no podemos hacerles frente.

    —¿Y mis padres?

    —Cayeron, los mataron y no pudimos evitarlo, ahora nosotros necesitamos huir. Son las últimas órdenes de sus padres.

    —¿Qué ordenes?

    —¡Salvarlos a como dé lugar!

    —¿Y el Consejo de los Veinte Guerreros? —preguntaba el príncipe llorando.

    —Se dividió anoche por culpa de los condenados a muerte para mañana, nueve generales se levantaron no pudieron seguir ocultado su descontento con el rey. Ellos nos atacaron.

    —¿Y Adirem, Astro y Libertad? —preguntó jalando aire enfurecido.

    —Astro es un traidor, Adirem y Libertad murieron defendiendo a su padre, el rey.

    —¿Astro?, ¿pero cómo puede ser posible? —preguntó el príncipe llorando.

    —Yo mismo lo vi matando a mis hermanos.

    —¿Vamos a entregarnos? Quizá así…

    —¡Ellos lo quieren muerto, príncipe! Mientras usted y sus hermanos sigan con vida, hay motivos suficientes para llamarlos traidores y ponerles una soga al cuello.

    Las escaleras del castillo se llenaron de soldados para cortar el escape a los infantes.

    —¡Ya no podemos bajar, nos tienen acorralados! —Subía corriendo hasta ellos un soldado explorador.

    —¡Pronto, mi señor: síganme! —habló determinante el consejero de confianza del rey. Los soldados se maravillaron de que siguiera con vida.

    —¿Adónde nos llevas? —preguntaron todos.

    —¡A salvarlos y a quitarles lo más valioso del reino a los sublevados!, síganme.

    Todo el contingente de soldados que custodiaban a los infantes siguió a la mente más brillante del reino, que estaba con ellos.

    —¡Rápido, a la biblioteca! —les apuró el consejero.

    —¡Pero ahí es el peor lugar, no hay escapatoria! —le respondió el general a cargo.

    —Eso es precisamente lo que vamos a dar a entender.

    En el marco de la puerta de la biblioteca, el consejero la abrió con sus llaves maestras.

    —Voy cerrando las salas y ustedes van tirando los armarios para ganar tiempo, ¿entienden?

    Los soldados asintieron con la cabeza.

    Cuando pasaron a la cuarta habitación, el general, que había perdido la iniciativa, desesperado preguntó:

    —¡Explícame! ¿Qué piensas? Porque esto es totalmente lo contrario a lo que nos pidió el rey: ¡debemos huir! —gritó el general y todos los demás, desesperados, lo rodearon cansados de seguir a ciegas sus órdenes pensando que quizá él era el traidor más importante de todos.

    El consejero, con lágrimas en los ojos, abrió la última sala y les explicó:

    —Vamos a entrar y cerrar por dentro, derriben los armarios, tomaré los libros más importantes del reino, se los llevarán y escaparán por un conducto de aire que yo solo conozco. El conducto es estratégico. Los infantes sin los libros no son nada, y ustedes tampoco, así que más vale que los defiendan con sus vidas. Esto es lo que buscan. Así que no se los vamos a dar, ¿entendido?

    Los generales empuñaban molestos sus espadas, el anciano lo notó y fue directamente a mostrarles su escape.

    —Atrás de este cuadro hay un conducto que lleva a las caballerizas, esperen a que el grupo más numeroso de soldados suba hasta la biblioteca, yo pediré que recapaciten y buscaré ganar tiempo para hacer que todos los soldados, los más posibles, vengan hasta acá. Ustedes, allá abajo, aprovechen esta distracción para hacerse de los caballos y pongan pies en polvorosa.

    —¡Eso jamás, no te puedes quedar aquí! —dijeron los generales.

    —Yo sé demasiadas cosas, valgo más vivo y soy más útil para ustedes si me quedo aquí.

    —¡Te van a matar o te torturarán para sacarte toda la información! —repuso su alumno predilecto del ejército.

    —Si me matan, será una recompensa: lo merezco, no pude evitar esta catástrofe, quisiera quitarme la vida, pero muerto no solucionaré nada, así que pondré mi vida en mis enemigos con la esperanza de que vuelvan y me encuentren vivo —dijo el anciano conteniendo unas fuertes ganas por llorar. Miró sus caras, que aún pensaban en lo mejor que debían hacer y éste, tomando aire sobreponiéndose a lo que pasaba, volvió a ordenarles con tono determinante:

    «Empotren las puertas y ¡váyanse tontos! Es mi última orden»—dijo citando a uno de sus más grandes héroes.

    Los generales se enfocaron y obedecieron.

    Los soldados siguieron el plan: empotraron las hermosas puertas de caoba con sillones, sillas, mesas y con los pocos libreros movibles para contener a los insurrectos y así ganar tiempo.

    —Qué lástima que no tenga una garrafa de aceite; si no, aquí mismo les prendo fuego a todos esos malditos —dijo el general más joven, que era amigo de los infantes.

    —¿Ya están todos? —preguntó el consejero.

    —¡Sí, señor!

    El príncipe, que vio la cara de angustia de sus dos hermanos, caminó hacia ellos, enfundó su espada y con una mano abrazó a su hermana y con la otra acarició a su hermano, diciéndoles:

    —No se preocupen, hermanitos; escaparemos de esta.

    —¿Y nuestros padres?

    —Ellos van a arreglar todo esto, ¿verdad? —preguntó la infanta con lágrimas por el griterío de los adultos.

    Estas palabras inquietaron a los soldados, pues bien sabían que no habían podido hacer nada para impedir sus asesinatos.

    —Están bien, ahora los esperan en un lugar seguro —mintió el consejero para que los niños dejaran de pedir consuelo.

    Después, hizo un gesto a los cinco soldados de más confianza y les dijo:

    —Una vez en el patio del castillo, esperan. ¿Me oyeron bien?, esperan a que la atención esté acá. La vida de estos niños depende de ustedes, ellos portan sangre de dioses y, si les pasara, algo no podrá continuar su linaje con nosotros.

    Los soldados se inclinaron y contestaron con respeto:

    —Así lo haremos, señor.

    El consejero animó a los niño por última vez, diciéndoles:

    —¿Recuerdan que las grandes aventuras comienzan con un gran sacrificio?

    —Sí —contestaron como si estuvieran en una de sus clases.

    —El momento ha llegado y por fin cruzarán esa línea de montañas que contemplábamos juntos en el mirador del castillo —les dijo, animado con una sonrisa.

    —¡Guau! Pues qué rápido ha pasado el tiempo, dijiste que sucedería cuando seamos grandes... o acaso ¿ya lo somos? —preguntó el más pequeño de los tres, con lágrimas en los ojos, con el deseo más grande por salir del castillo.

    —El tiempo y las circunstancias así se los exige, su alteza. Es hora de vivir con honor estos momentos históricos. No llore, ahora solucione el problema cooperando con los soldados que los custodiarán. Ya después en la almohada nadie le dirá nada y ahí tiene permiso de soltarse a llorar. Ahora, con su permiso, les abriré su escapatoria.

    El viejo pidió ayuda para enganchar una de las esquinas de un enorme cuadro de plata y oro de la cómoda de libros que estaba abajo de él y después la arrastraron hasta mover el cuadro lo suficiente para descubrir por completo el pasadizo. Todos se maravillaron del secreto. Soplaba un aire fresco por él. Con solo una antorcha entraron en silencio por su garganta.

    El príncipe mayor, antes de pasar, se despidió del consejero con sus tres mejores hombres.

    —Espero que, cuando volvamos, sigas con vida. ¿Alguna última recomendación, gran consejero de mi padre?

    —Sí, toma, cuida estos libros con tu vida, te doy el anillo de tu padre para que pidas ayuda a la dinastía de Mardichinovia, manda un emisario por delante y que tenga el anillo como muestra de que va de tu parte. Cuídate la espalda desde ahora con tus mejores hombres, vivo representas una amenaza para esta gente traidora. Reagrúpate y toma fuerzas. Si vas a volver, que sea de una sola vez y bien armado; sitiar a nuestra propia gente será la peor de las guerras, entra y solo mata al que se oponga a ti o a tus representantes, yo estaré hecho prisionero, si intentas hacer actos de diplomacia pondrán presión con mi vida y terminarás viendo mi cabeza en una bandeja de plata, así que, por favor, ataca sorpresivamente y sé lo más contundente que puedas. Libérame y te daré los nombres de los insurrectos para que acabemos uno a uno con ellos, si es que hubieren podido escapar. Yo seré su mejor prisionero, no me queda la menor duda que todos los traidores querrán hablar personalmente conmigo; espero que para entonces ya los tenga en mi memoria a todos y cada uno, te lo prometo.

    El príncipe le contestó:

    —Gracias, entiendo tal misión. —Se arrodillo y añadió—: Tus palabras quedan grabadas en mi corazón. —Le besó la mano y caminó ágilmente al túnel, pero su consejero lo detuvo en el marco.

    —¡Y una última cosa!

    —Sí, dime…

    —Si encuentran a Seidinor, pídanle perdón de mi parte.

    —Así lo haremos.

    —Hasta pronto y cuida esos libros.

    El consejero retiró los libros de la cómoda para volverla a colocar su sitio con facilidad. El cuadro ocultó el pasadizo y después acomodó los libros perfectamente.

    Los soldados y la joven dinastía caminaron torpemente por el angosto pasillo que bajaba poco a poco en espiral, hasta que se abrió un poco más. Ahí, a tientas, sintieron un plato de hierro y madera. Esperaron hasta no escuchar nada afuera para botarlo. Los soldados entendieron que era un túnel exclusivo de aire fresco que estaba en una sala muy próximo a las caballerizas.

    —¡Listo, señor! —hablaron revestidos de esperanza.

    —¡Listo, mi rey! —dijo uno de los de más alto rango. Todos se dieron cuenta que era la primera vez que lo nombraban rey. Nadie de los presentes pudo ocultar la emoción de poder vivir el momento con su nuevo monarca.

    —¡Esperemos a que no nos escuche nadie! —respondió el príncipe con lágrimas en los ojos, luchaba por dentro para aceptar que debía dejar su castillo.

    Esperaron unos momentos hasta que escucharon que varios soldados corrían desde diferentes direcciones, dándose explicación de lo que pasaba. Entre sus voces, se escuchó la palabra biblioteca.

    Salieron de su escondite y reacomodaron el escudo que ocultaba su escape. Todos los que los siguieron en ese momento se salvaron.

    En el patio no se movían los indecisos, ya que el grueso del grupo de los traidores estaba destruyendo las puertas de la biblioteca en su sed por ganar empatía de parte de los principales traidores.

    Los soldados que escapaban llegaron hasta las caballerizas. Un general de este grupo intuyó que los jóvenes que no se movían en el patio principal libraban una batalla en sus corazones por ser o no ser traidores, así que salió a su presencia jugándose la vida y la ubicación del grupo con tal de abrir espacio para la huida de la resistencia.

    —No ataquen hasta verse directamente señalados —fueron sus palabras para romper el silencio que incomodaba a todos.

    —Pero ¿qué están haciendo? —dijo el joven más corpulento, que se ponía en posición de ataque mientras trataba de descubrir de quién se trataba.

    Uno de sus compañeros se acercó con respeto lo más que pudo con una antorcha.

    —General… ¿usted está aquí? Pensaba que había muerto —afirmó el líder de un grupo, que se colocó a espaldas del que lo estaba vigilando y empuñando la espada. Todos estos soldados estaban tristes porque no querían atentar contra la Corona, pero tampoco querían perderse de la acción.

    —Vamos a huir, chicos, yo soy…

    —Sí, te reconozco —dijo el joven de anchos hombros, que sobresalía del resto por su tamaño y fuerza, y que no bajaba su posición de en guardia—. Es usted uno de los veinticinco más cercanos a la Corona. Por desgracia, eso ya no es garantía de lealtad, solo es garantía de que usted ha sido testigo de…

    —Si son lo suficientemente inteligentes, entenderán que se quitan del camino o mueren por traidores… —Desenfundó su espada.

    El más inteligente del grupo pidió silencio a sus compañeros, que le gritaron groserías mientras desenvainaban sus espadas.

    —¡Cállense y entendamos! Si nos estás llamando traidores es porque estás seguro de que hemos levantamos nuestras espadas contra el rey… ¡pero eso es mentira! Nosotros nunca levantaríamos las espadas contra nuestro monarca. Sin embargo, he de reconocer que, si la dinastía estuviera acabada, sí seríamos los suficientemente sensatos como para unirnos a nuestro nuevo rey. Así que es hora de hablar con la verdad y dejarnos de tonterías, porque el tiempo se acaba.

    El general envainó su espada y se puso de rodillas mientras era observado por un gran número de fieles a la Corona, que, con arcos a sus espaldas, lo protegería de la reacción de los soldados.

    —Entonces, si no son traidores a la dinastía, enfunden cuanto antes esas espadas y ayudemos a escapar de aquí a los legítimos reyes de Winjamduer.

    Los soldados del patio no lo podía creer, en un instante sus rostros confundidos dieron un chispazo de felicidad. Su líder de guardia los hizo reaccionar contestando:

    —Por supuesto que apoyamos a los príncipes, tenemos un grupo de indecisos dispuestos a luchar por nuestros monarcas.

    —Bien, cállense, porque no hay tiempo que perder. —Hizo acto de presencia el príncipe, como último señuelo para que todos los presentes reaccionaran. Ahí, unos doscientos soldados se arrodillaron y se unieron a la escolta.

    —¡Están vivos los infantes! ¡Aún existe esperanza! —se decían entre ellos, sofocando su felicidad en silencio.

    —¡Vámonos de aquí! —Hizo la señal el general de más alto rango, girando el antebrazo como un torbellino y señalando la puerta con sus dedos. Todos los presentes entendieron.

    Treinta soldados corrieron a bajar el puente, allí dialogaron con otros soldados que tenían la orden de no hacerlo.

    —¡En nombre del príncipe legítimo de la Corona, les ordenamos que bajen el puente!

    —Si nos muestras que está vivo el príncipe, lo haremos.

    —El príncipe está escapando; si le ayudan a escapar, lo verán. De no hacerlo, se les tomará como traidores.

    Los soldados del puente no pudieron ocultar más sus malas intenciones y atacaron al grupo del príncipe.

    Ante los mandos del puente levadizo se libró otra encarnecida batalla. Los insurrectos del castillo no entendía exactamente el motivo del griterío de ahí afuera, se asomaron al patio y vieron una caballería lista para salir.

    —¡Atentos, insurrectos cruzando el puente!

    —¡Más insurrectos al otro lado de la fosa, mi señor!

    Comunicaron directamente unos soldados al general que dirigía la operación de rescate.

    La gran resistencia del puente levadizo fue perdiendo hombres hasta verse superados en número. Así, decidieron salir corriendo hacia la campana para dar la alarma y tener total atención en el puente.

    Los fieles a la Corona dispararon desesperadamente sus flechas, mataron a treinta y cinco de ellos; sin embargo, un grupo reducido de moribundos alcanzó a tocarla.

    Fue entonces cuando los bandos se dividieron claramente.

    Mucho más fueron los soldados que se asomaron y bajaron al patio. Sus sospechas se fueron haciendo realidad cuando por todos lados se escuchó el grito más desesperante de aquella noche:

    —¡Escapan los príncipes! —gritaban los insurrectos.

    Cuando zumbaron las primeras flechas a la caballeriza, los soldados fieles a la Corona que aún estaban en la muralla corrieron a luchar contra los arqueros para permitir el escape. Los príncipes no podían creer que sus propios soldados trataran de matarlos.

    —¡Cierren las puertas! ¡No dejen que salgan del castillo! —ordenó el primogénito temiendo que les cortaran el paso de salida.

    —¡No, mi rey! Ahí también hay gente que los protege. Usted a resguardo, deje que su guardia se encargue.

    El príncipe miró con tal determinación a su general, que otorgó su poder con una señal hacia él. Los soldados alrededor lo entendieron y le hicieron una media reverencia. Él corrió por su caballo.

    En cuestión de segundos, varios cristales de algunos ventanales se rompieron desde adentro y flechas con fuego comenzaron a salir hacia el patio, pero pronto fueron sofocadas por los fieles a la Corona, que luchaban desde ahí por la sangre real.

    Los fieles a la Corona buscaron por todos los medios apagar las antorchas del patio para que no fuesen blanco fácil de los arqueros y seguir vivos por la confusión del momento.

    Para esos momentos, ya estaban listas las monturas y una de las carrozas.

    Los fieles que estaban en la muralla bajaron y tomaron los caballos, pero algunos no alcanzaron y subieron de a dos soldados por caballo.

    —¡Reagrúpense! —gritó el soldado que vigilaba la carroza de los infantes.

    —¡Nadie se queda, todos nos vamos!

    Los soldados que faltaban de la muralla bajaron gritando. No había tiempo que perder. Todos los jinetes tomaron rápidamente las lanzas, que estaban listas para el ataque, y esperaron a que el puente levadizo les diera el paso. La resistencia bajó el puente de sopetón.

    La gente que se encontraba del otro lado de la fosa ya estaba festejando la muerte de la dinastía y esperaba con gritos de alegría a los asesinos, pero de pronto, para desgracias de éstos, el puente súbitamente cayó... aplastando al montón que estaba ahí. La rapidez con la que cayeron los gruesos tablones no les dejó esquivar nada. Una parte de la turba herida cayó al agua, pero los cocodrilos les dieron muerte de todos modos.

    Los que quedaron al pie del puente estaban confundidos, pero unas cuantas flechas los hizo darse cuenta de que habían festejado antes de tiempo.

    —¡Sálvese quien pueda! —fueron las últimas palabras de un desdichado que vio venir la caballería a todo galope.

    Era tanta la gente en la calle que, por más que se arremolinó a la orilla del camino para salvar sus vidas, las lanzas de los primeros caballeros que abrían camino penetraron en aquellos cuerpos tan fácilmente, que una sola lanza atravesó hasta tres personas.

    La segunda ola de soldados terminó de abrir la brecha humana, a base de empujones y blandiendo la espada para que pasara la carroza volando por encima de lo que parecía el calabozo de torturas.

    Los soldados que iban dos por caballo cambiaron de rumbo hacia la zona de las posadas para robar unos sesenta, que hacían falta.

    La caravana principal, en cuanto pudo, salió del pueblo y se internó en la oscuridad del bosque, hasta encontrar el camino para ir hasta alguno de los pueblos más cercanos: Whelautcoster o Mardichinovia.

    Después de dos ciclos, cuando estaban en dirección correcta y creyendo estar fuera de peligro, una voz les hizo palpitar los corazones.

    —¡Nos persiguen, señor!

    Unos cien jinetes picaron sus caballos. Todos los soldados que custodiaban la carroza volvieron a empuñar sus espadas. Los insurrectos, que llegaban a ser unos doscientos jinetes, no contaban que a su espalda iban ciento veinte fieles a la Corona.

    Los fieles a la Corona los iban cazando poco a poco y con la mayor cautela posible, hiriendo y derribándolos.

    El grupo principal, que llevaba la sangre real, no podía tomar los atajos que hubieran deseado, por la carroza. Los soldados más experimentados lo sabían y solo un grupo selecto de ellos los tomaban para tener más flancos de ataque.

    La carroza siguió el camino. Entonces, cuando estaban en el lugar más angosto de la brecha, zumbaron las flechas. Los caballos fueron los más vulnerables al ataque. Los jinetes pudieron sujetarse fuerte y no caer de ellos.

    El susto hizo que los caballos corrieran a todo galope. Sus perseguidores aún no los alcanzaban, pero presintieron lo peor llegando a uno de los lugares donde llegaba el anterior atajo.

    Una multitud de hombres armados los esperaban; sin embargo, los fieles que habían tomado el atajo los atacaron por sorpresa con sus lanzas.

    Mataron a muchos del retén y otros se perdieron en el bosque al verse sorprendidos; así abrieron camino a la carroza, que pudo pasar golpeando otras destruidas a su paso. Los insurrectos, otra vez, salieron de la oscuridad montando caballos.

    Entonces, la última villa insurrecta apareció ante su vista.

    —¡Señores, si logramos pasar esta resistencia, ya estaremos a salvo por el momento! —gritó el general que los comandaba. Los jinetes empuñaron sus espadas y lanzaron un grito de guerra.

    Los arqueros enemigos alistaron sus armas, prendieron fuego a sus flechas y las lanzaron.

    Hubo heridos, otros se vieron con fuego en sus escudos, pero no los arrojaron. La más afectada fue la carroza, que no pudo esquivar el fuego. Sus custodios trataban de apagarla.

    Uno de los soldados, que hasta ese momento aparentaba ser fiel, trepó a la carroza, mató al conductor y cortó las amarras de los caballos.

    —¡Es un maldito traidor! —gritó uno de los soldados, advirtiendo a sus otros tres compañeros de la carroza, que no lo habían visto por defender los flancos.

    Cada uno le disparó varias flechas. Una de ellas le entró limpiamente por la espalda y le hizo escupir sangre mientras se desplomaba sobre el asiento, pero ya era demasiado tarde.

    El fuego y la pérdida de los estribos hizo que se impactara contra la barricada sin piedad. Los caballos cayeron heridos. La carroza volcó sin dejar oportunidad de escapar a los infantes que llevaba dentro.

    Los jinetes fieles a la Corona la dejaron, porque era una carnada.

    El hermano mayor, que estaba herido, gimió, pero sabía el plan.

    —¡Retirada! —gritaron todos.

    El pueblo se les venía encima.

    Faltaban los jinetes que los perseguían y los refuerzos del príncipe venían atrás de ellos. La gente del pueblo arrojaba sus antorchas contra la carroza para avivar más el fuego. Los enemigos de la retaguardia llegaron y protegieron a la carroza para que el fuego la destruyera por completo.

    De repente, se escucharon más caballos, la gente del pueblo pensó que se trataban de más refuerzos insurrectos. Para su desgracia, solo abrieron el paso para sus enemigos y éstos atacaron fuertemente.

    Los fieles a la dinastía arrebataron los caballos que pudieron y se los llevaron. Las fuerzas de la Corona tomaron un segundo aire y se volvió a escuchar un grito:

    —¡Retirada! —Y huyeron hacia Mardichinovia.

    Los infieles se tomaron venganza con la carroza y no encontraron nada, pero de ella se valieron para mentir sobre la muerte de los infantes.

    Esa noche salía humo negro del castillo y de algunas casas. El pueblo estaba en toque de queda. Los reyes habían muerto.

    Pudo haber sido toda la familia real, pero la astucia de unos cuantos guerreros salvó a los infantes.

    Esa noche, la Corona de Winjamduer era usurpada por un grupo de generales sublevados y la sangre legítima al trono huía de sus propias tierras.

    Capítulo 3

    El destierro cumplido

    Días antes del cumpleaños del rey de Winjamduer y la caída de su Corona por su propio ejército, llegaba desde esa ciudad un hombre a Mardichinovia. Era un guerrero experto, ya que nadie hasta esos momentos había podido viajar solo desde allá y contarlo.

    Antes de pasar a lo que hizo este viajero, permítanme hablarles sobre el pueblo de Mardichinovia, ya que es uno de los más antiguos de estas tierras.

    Tiene una historia honorable de guerras internas, de trabajo y de amantes del conocimiento, así como de su transmisión de generación en generación de todo aquello que no está en los libros para evitar el robo de técnicas e ideas originales. Se dice que aquí se empezó con el trabajo de los metales, trayendo a los hombres a una nueva era de arquitectura y labranza. Ya casi ningún habitante lo reconoce, pues también se relaciona la forja de los metales con la guerra; es un tema que les incomoda, porque aún sigue vigente.

    El castillo ha pasado por varios incendios por las guerras de familia. Entre las más conocidas, están; la Guerra de los Mechones Rojos y la llamada Guerra de Lodo. Gracias a estos incendios, el castillo ha tenido varias remodelaciones, algunos se atreven a decir que hasta nuevos pasadizos secretos. También tiene distintos estilos arquitectónicos, que se pueden ver en sus arcos, así como en las ventanas y vitrales. El decorado en su interior tiene manifestación de todos los lugares de la Tierra y aún no se sabe quién fue primero: si Mardichinovia inspiró a todos los demás reinos o solo es una recolección detallada y minuciosa de arquitectos viajeros contratados desde la edificación. Las civilizaciones de los pueblos del norte occidental, como Corindel, también muestran estos rasgos arquitectónicos, pero solo presentan una vertiente del canon corindiano y jónico, así como esculturas de cuerpo completo hechas de mármol, cobre y bronce.

    Otra de las civilizaciones más lejanas de Mardichinovia es el Pueblo del Sol Naciente, de la cual se tienen trabajos de madera, tela, cerámica y armas, pero ninguna ha sido tallada en la pared rocosa del castillo, lo que nos puede dar pistas de su nula influencia en el tiempo de la edificación.

    La fortificación ha seguido el canon original de cuatro torres a los costados, con la particularidad de estar separadas de la construcción principal por tierra al centro del castillo. Por aire, las torres se conectan por puentes y en sus entrañas albergan los cuarteles y prisiones de enemigos a la Corona y ladronzuelos de bajo perfil. En el castillo se albergan mazmorras para reos más peligrosos, almacenes de alimento, el hogar de la realeza y gente noble, así como el lugar para el archivo histórico, la biblioteca real, salas de estudios para filósofos, astrólogos, botánicos, ingenieros, arquitectos, administradores, médicos y matemáticos del reino, dedicados a cultivarse en sus conocimientos e impartir clases a la nobleza y ricos del pueblo.

    A esta pintoresca ciudad se puede llegar después de más de tres días desde la costa y por otros tres caminos. Uno de ellos es el que viene desde Winjamduer y otro del Reino de Whelautcoster. Las bestias son el obstáculo más difícil que hay que vencer en los viajes.

    El tercer camino es el más peligroso de todos: lo comparten el Reino del Sol Naciente y el de Jaguarum, ya que pasa por los Cañones de la Perdición y por un camino plagado de bestias y ladrones que bajan de la Cordillera del Jinete.

    La vegetación es el menor de los problemas y aunque gana terreno cuando no se transita por ahí, los comerciantes la tienen a raya a base de una planta que sofoca a todas las demás, con la gran ventaja que es brillante en la noche. Lo único que pide es un puñado de sal al año para vivir.

    Un viajero llegó acompañado por una tarde de lluvia casi imperceptible. Montado, transita lentamente, sin importarle mojarse. El rocío, después de acumularse en su capucha y capa negra, poco a poco se le va escurriendo con timidez hasta escurrirse por la barriga del caballo. La última precipitación de la temporada ya había tenido ocasión, pero la naturaleza se cobró un capricho. Los campesinos más impacientes por sembrar, eso sí, estaban muy nerviosos porque podían perder su trabajo por una desagradable granizada.

    El recién llegado transmite cansancio; con la cabeza casi toca el poderoso cuello del caballo, como si llevara una armadura pesada. Se detiene a ratos mirando a todas direcciones y luego sigue su marcha, como si buscara una señal extraña para detenerse. En una de sus paradas, se tomó más tiempo para observar una cantina. Se acercó hasta ella y por fin desmontó. Su caballo echó un hondo bufido y comenzó a mover las patas de satisfacción.

    El sujeto caminó como si tuviera hasta las rodillas un fango espeso, el haber llegado no fue suficiente para crearle la más mínima motivación.

    Antes de entrar

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