Eloisa Esta Debajo de Un Almendro
Eloisa Esta Debajo de Un Almendro
Eloisa Esta Debajo de Un Almendro
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PERSONAJES
Mariana
Fermín
Clotilde
Fernando
Micaela
Leoncio
Julia Dimas
Práxedes
El Novio
Luisa
El Marido
La Novia El Amigo
El Dormido
El Acomodador
Botones
Edgardo
Ezequiel
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La acción, en Madrid. Época actual
PRÓLOGO
Unos momentos antes de levantarse el telón se apagan las luces. Al alzarse el telón aparece una
pantalla de «cine» y en ella se proyecta un cristal que dice: «Descanso. Bar en el principal». Al
cabo de breves momentos la proyección desaparece, y, al hacerse de nuevo la luz, empieza el
prólogo.
El telón cortó en las primeras cajas, que representa la pared del fondo del salón de un
cinematógrafo de barrio. Puerta practicable en el centro del foro, con cortinajes y forillo oscuro. A
ambos lados de la puerta, en las paredes, lucecitas encarnadas y dos cartelitos idénticos, en los
que se lee: «Aviso: La Empresa ruega al público que en caso Delante del telón corto, casi tocando
con él, una fila de butacas que figura ser la última del «cine» cortada en el centro por el pasillo
central, del cual se ve el paso de alfombra. Las butacas del supuesto «cine» tienen, naturalmente,
el respaldo hacia el telón corto y dan frente a la batería; hay siete a cada lado; las de la derecha
son las impares, y las de la izquierda, las pares. El pasillo central del «cine» avanza hacia la
concha del apuntador y hacia el verdadero pasillo del teatro donde la comedia se representa.
Al encenderse las luces definitivamente, se hallan en escena, ocupando la fila de butacas, el
NOVIO, la NOVIA, la MADRE, el DORMIDO, la SEÑORA, el MARIDO, el AMIGO, MUCHACHA
1.°, MUCHACHA 2.°, JOVEN 1.° y JOVEN 2.°; y en pie, en el pasillo central, el ACOMODADOR y
siete ESPECTADORES. El NOVIO, que es un muchacho de veinte o veintidós años, con aire de
oficinista modesto, ocupa la butaca número 1, y la NOVIA, una chica también modestita, de su
misma edad, la número 2, de forma que se hallan separados por el pasillo. La MADRE, una
señora cincuentona, está sentada junto a su hija en la butaca número 4. La MUCHACHA 1.°, que
es muy linda, de unos treinta años, y que tiene cierto aire de tanguista, ocupa la número 6, y la
MUCHACHA 2.°, también bonita y también de aire equí voco, la butaca número 8. En las butacas
10 y 12 están instalados la SEÑORA, una buena mujer de la clase media inferior, de unos
cuarenta años, y el MARIDO, de su misma filiación y algo mayor de edad. El AMIGO, que es
igualmente un tipo vulgarzote, comerciante o cosa parecida, se sienta en la butaca 12. Las
números 3, 5 y 7 aparecen vacíos. En un brazo de la 9 está medio reclinado, medio sentado, el
JOVEN 1.°; la 11 la ocupa el JOVEN 2.°; ambos tiene n alrededor de treinta años y son dos
obreros endomingados. Por último, en la butaca número 13 ronca el Dormido, un tío feo que
parece abotargado. En la puerta, en pie, de cara al público, de uniforme, está el ACOMODADOR;
y en pie también, dando la espalda al público, siete ESPECTADORES, todos hombres de distintas
edades, que con las pitilleras o las cajetillas en las manos, se disponen a hacer mutis por el foro y
a fumarse un cigarro en el vestíbulo, adonde simula conducir la puerta..
Los ESPECTADORES van desfilando hacia el foro, mirando todos, como si se hubieran puesto de
acuerdo para ello, y con ojos de hambre, a las dos MUCHACHAS de las butacas 6 y 8. El NOVIO
y la NOVIA intentan en vano hablarse de un lado a otro del pasillo por entre los espectadores que
lo llenan.
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EMPIEZA LA ACCIÓN
ESPECTADOR 5.°—¡Ya, ya! ¡Qué mujeres! (Hacen mutis por el foro lentamente.)
ESPECTADOR 1.°—Eso te iba a decir, que qué dos muje res... (Se vuelven hacia el
Espectador 3.°, hablando a un tiempo.)
ESPECTADOR 3.°—Me lo habéis quitado de la boca. ¡Qu é dos mujeres! (Se van los
tres por el foro.)
Espectador 7.°—( Pasando ante las Muchachas.) ¡Vaya mujeres! (Se va por el foro.)
MUCHACHA 1.°—( A la 2.°, con orgullo y satisfacción .) Digan lo que quieran, la verdad
es que la gracia que hay en Madrid para el piropo no la hay en ningún lado...
NOVIA.—(Aparte, rápidamente al Novio, que sigue inclinado sobre el pasillo, haciendo puente
para hablarle.)
¡Chis, estate quieto, que te va a ver mi madre!... (Mira temerosa a la Madre, que en ese
momento se halla mirando impertinentemente a las dos Muchachas. Se oye roncar al Dormido.)
JOVEN 1.°—( Al Joven 2.°, refiriéndose al Dormido .) Ahí lo tienes: sincronizando todas
las películas...
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NOVIO.—(A la Novia, dándole un periódico que se saca del bolsillo.) Toma, dale a tu madre
este periódico mexicano que he cogido en la oficina. Trae crimen.
NOVIA.—¿Qué trae crimen? ¡Anda, qué bien! Así nos dejará tranquilos... (Siguen
hablando aparte.)
JOVEN 2.°—Pues haz lo que Manolo, el encargao del b ar Nueva York, que tenía el
pelo tan liso como una foca, y en un mes se le ha puesto que parece que lleva la
permanente.
JOVEN 2.°—Se lo unta bien untao con fijador y luego se tiraba de cabeza contra los
cierres metálicos del establecimiento.
MADRE.—¡Qué alegría me das! Porque como desde hace una porción de tiempo
los periódicos nuestros no traen crímenes, me se va a olvidar el leer. ¿Dónde está
el crimen? (Mirando el periódico.) Esto debe de ser... (Leyendo.) «Tranviario mordido
por un senador.»
NOVIA.—Eso no es, madre. Ésos son «ecos de sociedá». El crimen está más
abajo. Ahí... (Señala con el dedo en el periódico.)
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MADRE.—¡Ah, así! Aquí está. (Leyendo.) «Un hombre mata a una mujer sin motivo
justificado».
(Dejando de leer.) ¡Qué bruto! Mira que matarla sin motivo justificao... (Volviendo a leer.)
«El criminal atacando a su víctima. Fotografía tomada por nuestro redactor gráfico,
que llegó al lugar del crimen tres minutos antes de cometerse éste». (Dejando de leer
de nuevo.) ¡Lo que debe ser! Y no llegar cuando ya ha pasao to, que nunca se entera
una bien de cómo ha ocurrido la cosa... (Se abisma en la lectura del periódico. Los Novios
aprovechan para cuchichear a través del pasillo. Se oye roncar al Dormido.)
JOVEN 2.°—( Al Joven 1.°) Nosotros estamos ahí delante; ya no hemos encontrao
más que la fila tres, y, además, nos han dao unas butacas muy laterales, de esas
que hacen ver la película de perfil; tos los personajes me se antojan al traidor.
(Un Botones, de seis o siete años, aparece en la puerta del foro llevando un cestillo de bombones
y caramelos. Los Jóvenes siguen hablando aparte.)
MUCHACHA 2.°—( A la Muchacha 1.°) ¿Qué me dices? Chica, pues no lo sabía. Oye:
¿Y es hombre de mucha edá?
MUCHACHA 2.°—¿Casao?
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BOTONES.—¡Bombones y caramelos! ¡Tengo pralinés! ¡Tengo pralinés! (Con gesto
desalentado.) Na...
Como si tuviera reuma...
(Durante estos diálogos, el Dormido de la butaca 13 ha ido deslizándose y cayendo poco a poco
hacia su derecha, de tal modo que en este momento se halla materialmente derrumbado sobre el
Joven 1.°, el cual soporta su peso con resignación. El Botones se va por el foro.)
JOVEN 2.°—Pues que se las rompa... ¡Vamos, chico! E ncima que te ha tomado a ti
de almohadón...
JOVEN 2.°—Pero ¿cómo que no te parece bien? Pues no te has vuelto tú poco
delicao...
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SEÑORA.—Es lo que yo digo: que hay gente muy mala por el mundo...
AMIGO.—También.
MARIDO.—Pero, al fin y al cabo, no hay mal que cien años dure, ¿no cree usted?
AMIGO.—Eso, desde luego. Como que después de un día viene otro, y Dios
aprieta, pero no ahoga.
MARIDO.—¡Ahí le duele! Claro que agua pasá no mueve molino, pero yo me asocié
con el Melecio por aquello de que más ven cuatro ojos que dos y porque lo que uno
no piensa al otro se le ocurre. Pero de casta le viene al galgo el ser rabilargo; el
padre de Melecio siempre ha sido de los que quítate tu pa ponerme yo, y de tal palo
tal astilla, y genio y figura hasta la sepultura. Total: que el tal Melecio empezó a
asomar la oreja, y yo a darme cuenta, porque por el humo se sabe dónde está el
fuego.
MARIDO.—Eso es. Y como no hay que olvidar que de fuera vendrá quien de casa
te echará, yo me dije, digo: «Hasta aquí hemos llegao; se acabó lo que se daba;
tanto va el cántaro a la fuente, que al fin se rompe; ca uno en su casa y Dios en la
de tos; y a mal tiempo buena cara, y pa luego es tarde, que reirá mejor el que ría el
último».
AMIGO.—¿El qué?
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SEÑORA.—(Más indignada aún.) ¡Con un refrán, señor Eloy!
MARIDO.—¿Qué le parece?
SEÑORA.—¿Será sinvergüenza?
MUCHACHA 2.°—( A la Muchacha 1.°) Pues di que has encontrao una perla blanca,
chica...
JOVEN 2.°—( Al Joven 1.°) Pues, hombre, levántate con tiento, sube el brazo de la
butaca y pon a tu padre apaisao.
JOVEN 1.°—Oye: me has dao una idea... ( Se levanta procurando no despertar al Dormido,
sube el brazo intermedio de la butaca y tumba en los dos asientos al Dormido.) Así, apaisao,
tan ricamente.
MARIDO.—(Al Amigo.) Pero, hombre, señor Eloy, un tipo como el Melecio, que lo
conozco desde chico y que si no le tuve en las rodillas fue por no desplancharme el
pantalón...
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AMIGO.—Sí, sí... Pues ya ve usted. (Siguen hablando aparte.)
NOVIO.—(A la Novia, siempre a través del pasillo.) La cuestión es que puedas salir
mañana domingo.
NOVIA.—Probaré a ver.
(Siguen cuchicheando a través del pasillo. En ese instante, en la puerta del foro, donde sólo están
ya el Acomodador y los Jóvenes 1.° y 2.°, aparecen los Espectadores 1.°, 2.° y 3.°, un poco
nerviosos, con los cigarrillos encendidos y mirando hacia atrás, como si vieran venir algo
extraordinario de la parte del vestíbulo.)
ESPECTADOR 1.°—¿Que qué pasa? Miren ustés pa alla ( Señala hacia adentro.) y
agárrense uno a otro que les va a hacer falta pa no caerse.
JOVEN 1.°—( Mirando hacia adentro; en el colmo del estupor.) ¡Mi padre!
ESPECTADOR 1.°—De un coche blanco que ocupa toa la calle. Lo trae ella misma.
Viene con otra, que se ha quedao cerrando el coche. Las hemos visto llegar desde
la cristalera del vestíbulo.
(Otros dos o tres espectadores aparecen en la puerta, siempre mirando hacia atrás, y quedan con
las espaldas pegadas al forillo, absortos, igual que los otros, abriendo calle a alguien que avanza
hacia allí por momentos. Ese alguien es Mariana, y al
verla, la expectación y el revuelo producido por ella entre aquel público humilde quedan
sobradamente justificados. Mariana es una muchacha de veinte o veintidós años,
extraordinariamente distinguida y elegante hacia el refinamiento. Viste un traje de noche precioso,
que seguramente llevado por otra no lo sería tanto, y va perfumada de un modo exquisito. Todo
en su porte, sus ademanes, sus movimientos, sus gestos, el pálido semblante y las manos
delicadas, revela la nobleza del nacimiento, y el fulgor de sus ojos, su voz y esa radiación
inmaterial y misteriosa que despiden los seres excepcionales denuncian en ella un espíritu
singular, original, propio, un poco fantástico, y siempre y en todo caso, raramente selecto. Se tata
del último brote de una familia aristocrática, y si para lograr una verdadera mano de duquesa son
precisas seis generaciones, para formar a Mariana de arriba abajo, han sido necesarios siglos
enteros.
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Con los nervios siempre tensos, el alma continuamente alerta; con el corazón dócil hasta la
mínima emoción y la sensibilidad en carne viva a todas horas; vibrando con el menor choque,
empujada y arrastrada por la más leve brisa espiritual, reaccionando en el acto y de un modo
explosivo frente a los seres y frente a los acontecimientos, Mariana, más que una muchacha, es
una combinación química. Su entrada en el «cine» de barrio, por lo elegante de su atavío, lo
singular de su belleza y la fascinación que de ella se desprende, produce una especie de pasmo y
de estupor. Las conversaciones callan cuando se detiene en la puerta; todo el mundo vuelve la
cabeza para mirarla, y hay unos instantes de pausa expectante y emocionada. Las primeras
frases son pronunciadas en voz baja.)
MADRE.—¡Vaya un empaque!
NOVIO.—(Maravillado.) ¡Aguanta!
MARIANA.—¿Acomodador?
(Al oírla, todos los hombres de la puerta se movilizan buscando al Acomodador y sin verle.)
JOVEN 1.°—¡Acomodador!
JOVEN 2.°—¡Acomodador!
ESPECTADOR 2.°—¡Acomodador!
ESPECTADOR 1.°—( Encarándose con él.) Pero oiga, ¿el acomodador no es usté?
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(Se sube con un pie en la butaca y salta un poco sobre ella; la fila se mueve y el Dormido se cae
al suelo.)
MARIANA.—Gracias.
(Se sitúan entre la fila y la pared del fondo, detrás de la butaca 11, a contemplar a Mariana a su
gusto. El Joven 2.° se apoya en la butaca 9, de cod os, para verla mejor.)
NOVIA.—(Al Novio, que está embobado contemplando a Mariana, furiosa.) ¡Oye! ¡Se ha
acabao ya el mirarla! ¿Te enteras?
MUCHACHA 2.°—( Herida por la presencia de Mariana: a la otra.) Chica, qué lujo...
MUCHACHA 2.°—Demasiado.
MUCHACHA 1.°—Como que te iba a decir, si te parecía que nos saliéramos ahí
fuera hasta que empiece...
MUCHACHA 1.°—( Levantándose también y yendo con la otra hacia el foro.) Porque, si no,
a lo mejor nos deslumbramos y se nos estropean los ojos... (Se van ambas por la
puerta del fondo.)
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SEÑORA.—(Al Marido, que tampoco aparta la vista de Mariana.) ¿Y tú qué miras,
boceras?
MARIDO.—Simple curiosidá.
JOVEN 1.°—No siendo en fotografía, nunca había vist o una cosa igual.
DORMIDO.—Al que no lo tenga, que lo que es a mí... (Se arrellana en la butaca y vuelve
a dormirse.)
CLOTILDE.—Haces bien, nene. (A los del grupo que la cierra el paso.) ¿Tienen la
bondad? ¿Me permiten que pase a la butaca de al lado y así podrán mirarme a mí
también?
CLOTILDE.—Muchas gracias. (Pasa por entre ellos y ocupa la butaca 3.) Siempre el
mismo éxito entre las clases populares. Te felicito, Mariana.
CLOTILDE.—(Dándosela.) Sí, hijo, ¿cómo no? Aquí la tiene: fila veintiséis, número
tres. ¿Quiere que se la firme?
ACOMODADOR.—¿Pa usté?
SEÑORA.—(Al Marido, dándose cuenta de lo del periódico.) Oye, tú; pero ¿ese agujero en
el periódico qué es?
MARIDO.—¿Un agujero? (Mirando el periódico con inocencia.) Pues no lo sé; será que
habré cortado algún anuncio...
AMIGO.—No faltaba más. Usté manda... (Se van los tres por la puerta del foro. La Señora
sale la última.)
NOVIA.—(Que ha estado atendiendo a lo ocurrido como quien tiene una brusca idea.
Levantándose.) En seguida vengo, madre. Voy al tocador (Al Novio, aparte.) Ven pa
afuera, que esa señora me ha dao una idea. Así hablaremos con libertá. (El Novio se
levanta dócilmente y ambos salen por el foro.)
CLOTILDE.—¿Si nos huele raro? Pues mire usted: sí. Al entrar se nota un olor algo
chocante; pero luego, cuando se ve al público, ya no le choca a una nada.
CLOTILDE.—Muy bien.
ACOMODADOR.—Hasta ahora.
CLOTILDE.—Vaya usted con Dios. (El Acomodador se va por el foro.) Creo que este
acomodador y yo acabaremos por hacer una amistad duradera. Es simpático. Y si
se quitase los bigotes para hablar, ganaría mucho. (A Mariana.) Bueno, nenita; pues
aquí estamos. ¿Y qué hacen esta noche en este precioso salón?
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CLOTILDE.—Entonces ahora me explico que hayamos venido. Porque, en cambio,
en el concierto de la Embajada sabíamos lo que tocaban y nos importaba oírlo, y no
hemos ido. Claro que no pretendo encontrar sensatez y lógica en tus acciones,
porque, si procedieras sensatamente, no serías de la familia... Tu abuela, que en
gloria esté, les hacía vestiditos y sombreritos a todas las cerillas que caían en sus
manos; y tu pobre abuelo se pasó los últimos años de su vida pelando guisantes. Si
es el tío Cecilio, aquél ingresó muy joven en un manicomio y, cuando ya estaba
curado, no quiso abandonar el manicomio porque se empeñó en casarse con el
director, que era un señor muy serio y con lentes, de donde se dedujo que quizá no
estaba curado del todo. De tu padre y de tu tía Micaela más vale que no hablemos,
porque bastante nos hacen hablar ellos en casa. Por lo que afecta a tu hermana,
corramos un velo; y con respecto a mí, bajemos un telón metálico. Pero, en fin: tú,
dejando aparte que de niña te comías las flores y quitando aquella temporada que
te dio por andar hacia atrás, en cuanto te pegaste en la nuca con el árbol anduviste
para adelante y todo hacía pensar que ibas a ser la mosca blanca de la familia.
Pero, hijita, ha aparecido Fernando Ojeda en el horizonte, y desde entonces... no
sé; pero no me extrañaría nada que te decidieses tú también por lo de los
guisantes...
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MARIANA.—(Con más ansia aún.) ¿Admites, entonces, que Fernando pueda ser un
hombre muy distinto de los demás? ¿Un hombre hermético, insondable? ¿Quizá
misterioso?
CLOTILDE.—(Levantando las cejas; mirando hacia arriba y luego hacia atrás; interrumpiendo a
Mariana.) Ya está aquí el del ozonopino... Habríamos hecho bien trayendo
impermeables.
(En efecto, el Acomodador ha aparecido unos momentos antes con el irrigador del ozonopino y ha
comenzado a pulverizarlo en la atmósfera.)
CLOTILDE.—¿Qué?
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MARIANA.—Y el día que descubra que no hay nada de eso, que todo en su vida es
sencillo y formal..., si no tengo valor para otras cosas peores, por lo menos romperé
con él.
CLOTILDE.—¿Inútilmente?
MARIANA.—Inútilmente.
CLOTILDE.—¿Y tu padre, que hace veintiún años, el día doce de enero de mil
novecientos diecinueve, a las cinco y tres cuartos de la tarde, nos anunció a todos
los que estábamos merendando en la terraza: «Voy a acostarme para no
levantarme ya más», y que, desde entonces, está metido en la cama?
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MARIANA.—Lo de papá siempre he oído decir que fue un desengaño amoroso, y
que tú, que entonces acababas de llegar de Francia, no eras ajena al asunto, por
cierto.
CLOTILDE.—¿Eh?
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MARIANA.—(Confidencialmente, a media voz.) No siempre, ¿sabes?; pero a ratos hay
algo en él, en sus ojos, en su gesto, en sus palabras y en sus silencios, hay algo en
él, ¿no lo has notado?, inexplicable, oscuro, tenebroso. Su actitud entonces
conmigo, la manera de mirarme y de tratarme, las cosas que me dice y el modo de
decírmelo, aunque no me hable de amor, todo ello no puede definirse, pero es
terrible; y me atrae y me fascina. (Subiendo el tono de la voz.) En esos momentos
siento que hemos venido al mundo para unirnos y que ya hemos estado unidos
antes de ahora. (Vibrantemente.) En esos momentos, tía Clotilde, ¡le adoro!...
(Rápidamente; explicativa.) Pero esto no significa que exista en mí algo anormal;
¿acaso soy yo la única muchacha a quien le fascina y le atrae lo misterioso y lo que
no puede explicarse? (Volviendo al tono de antes.) Y en otras ocasiones, que, por
desgracia, son las más frecuentes, él reacciona, como alarmado y arrepentido de
haber descubierto quizá el verdadero fondo de su alma: sus ojos miran como los de
todo el mundo, sus gestos y sus palabras son los gestos y las palabras de
cualquiera, y sus silencios están vacíos; se transforma en un hombre corriente;
pierde todo encanto; bromea y ríe; se recubre de esa capa insulsa, hueca e
irresistible que la gente llama simpatía personal... (Elevando el tono de voz, como antes.)
Y entonces siento que uno y otro no tenemos nada de común, y me molesta que me
hable, y si me habla de amor me crispa, y no puedo soportar su presencia y estoy
deseando perderle de vista (Vibrantemente.) porque entonces me repele y me
repugna ¡y le detesto!
CLOTILDE.—Mariana...
CLOTILDE.—¡Mariana!
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MARIANA.—Porque lo estoy me tienes a tu lado todavía.
MARIANA.—No necesito hablar con Fernando para percibir sus reacciones y sus
cambios. Creo que para percibirlos no necesitaría ni verle ni oírle. Noto cuándo es
él el que amo y cuándo es él el que detesto por los impulsos que siento en mi
interior.
CLOTILDE.—Pero, ¿te das tú bien cuenta de adónde puede conducirte todo eso?
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(En efecto, por el foro y precedidos del Acomodador, han entrado en escena Ezequiel y Fernando.
Este último es un buen mozo, situado alrededor de los treinta y cinco años, de aire distinguido y
elegancia natural; es decir, no preocupado de la elegancia. En realidad, se trata de un hombre a
quien no parece preocupar ninguna cosa exterior; se le supondría ensimismado o, mejor,
obsesionado por algún problema interno; y, bien por no traicionar sus ideas haciéndoselas
sospechar a los demás, o bien por educación simplemente, de cuando en cuando «vuelve en sí»,
esto es: hace un esfuerzo por desechar sus pensamientos y adopta un aire trivial, ligero y
forzadamente natural; he ahí los cambios y variaciones que percibe en él al instante la aguda
sensibilidad de Mariana. Sentimental, soñador y melancólico, tal como es en esencia, Fernando
tiene un poderoso atractivo; banal, corriente, y despreocupado, como pretende aparecer cuando
reacciona, se hace —para quien está unido a él por algún sentimiento— realmente irresistible. Por
lo que afecta a su tío Ezequiel, que bordea los cincuenta años, es bajito y menudito; pero, a pesar
de su leve peso y de su corta estatura, hay algo en él que impone un respeto especial, hecho no
se sabe de qué, pero denso y fuerte. Ezequiel es calvo, pero su calva no le da apariencia ridícula,
por el contrario: quizá, en combinación con la barba entrecana y con las cejas, un poco diabólicas,
contribuye poderosamente a que de él emane ese especial respeto indefinible.
Ambos, tío y sobrino, vienen de smoking y con abrigo. Fernando trae flexible negro y entra
quitándose el abrigo; Ezequiel conserva el abrigo puesto, con el cuello subido, y se toca, como
advirtió Clotilde, con sombrero hongo.)
JOVEN 2.°—( Al Joven 1.°) Ven, tú, que me parece que aquí está prohibido mirar. (Se
van los dos hacia el foro.)
MARIANA.—(A Clotilde, señalándole la butaca 7.) ¿Quieres pasar aquí, tía Clotilde?
CLOTILDE.—(Sorprendida.) ¿Eh?
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FERNANDO.—(Mirando gravemente a Mariana y sentándose en la butaca que ella le indica.)
Ya no creí que esta noche volvieras a saludarme. (Quedan hablando aparte,
embelesados.)
CLOTILDE.—(Que no les ha quitado ojo.) ¡Huy, Dios mío! Ciertos son los toros...
CLOTILDE.—¿Eh?
MARIANA.—¿Y tú? ¿Por qué esta noche no eras ya el de esta tarde? ¿Y por qué
has vuelto a serlo ahora de nuevo?
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MARIANA.—Sé lo que me digo. No estoy loca. (Bajando la voz aún más y clavando en él
una larga mirada.)
Y si lo estuviera, tendrías tú la culpa... (Sigue hablando aparte, en voz muy baja.)
CLOTILDE.—(Sin atender a Ezequiel, preocupada por oír lo que hablan Mariana y Fernando.)
Claro, claro...
(Clotilde ríe. Mariana mira a Fernando con una mirada fría y se pone súbitamente seria.)
EZEQUIEL.—(Sorprendido.) ¿Eh?
FERNANDO.—¡Mariana!
MARIANA.—(Saliendo.) ¡Ven! ¡Vamos, tía Clotilde! (Se lanza hacia la puerta, abriéndose
paso por entre los que entran, casi sin saber por dónde va, de un modo delirante, como quien ha
perdido de un golpe todo el gusto de vivir.)
FERNANDO.—¿Por qué cuando está mirándome con más amor, me mira de pronto
con odio?
EZEQUIEL.—Yo, no.
FERNANDO.—Te consta lo que ella es para mí, lo que significa para mí... ¡E iba a
ser esta noche! ¡Esta noche!
EZEQUIEL.—Ya lo sé.
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FERNANDO.—(Sentándose un instante al lado de Ezequiel y hablándole casi al oído, con
creciente angustia.) ¡Te lo juro! No podía vivir ni un día más entre espectros...
EZEQUIEL.—Y lo que me pregunto es cómo has podido vivir así hasta ahora.
FERNANDO.—La necesito en casa. Tengo que llevarla hoy, sea como sea, porque
sólo ella puede librarme de aquel infierno.
(Fernando, con una decisión desesperada, se levanta y escapa por el foro empujando a los
Espectadores, que siguen entrando, hablando y riendo entre sí. La fila de butacas ha vuelto a
llenarse, como lo estaba al empezar la acción, y en el pasillo central se agolpan los que entran en
su avance hacia la batería, que simula ser el interior del «cine». El Acomodador, que ha entrado
también, con un papel en la mano, se dirige a Ezequiel y le habla aparte.)
ACOMODADOR.—Caballero...
EZEQUIEL.—¿Qué hay?
ACOMODADOR.—Tantas gracias.
ACOMODADOR.—Sí, señor.
(Nueva pausa. Por la escalera del fondo aparece entonces Fermín. Es el ayuda de cámara de
Edgardo y viste el uniforme con gran empaque. Tiene treinta y cinco años, poco más o menos. Al
llegar arriba se inclina para hablarle a alguien que viene detrás.)
FERMÍN.—Suba por aquí. (Por la escalera surge Leoncio, un hombre de la edad aproximada
de Fermín. Aunque va de paisano, en el cuello de celuloide, en lo mal que lleva puesta la corbata
y en el chaleco a rayas que descubre debajo de la americana, se le nota que también es criado de
profesión.) Y le digo lo mismo que le dije en los salones de abajo: mucho cuidado de
no tropezar con los muebles, ¿eh?
LEONCIO.—¡Ya, ya!
LEONCIO.—¿Contagiado?
FERMÍN.—Del disgusto.
FERMÍN.—¡Qué va usted a decirme! Los sueldos que se dan en esta casa son
únicos en Madrid y provincias. Pues ¿por qué he aguantado yo cinco años? Pero,
amigo, pasan cosas aquí que ni con el sueldo...
Cocineras he conocido veintinueve.
EDGARDO.—(Que ha oído ruido, pero no puede verlos por la posición de la cama.) ¡Fermín!
LEONCIO.—Sí, sí...
LEONCIO.—¿Por dónde se llega a la cama? ¿Por aquí? (Intenta echar a andar por
entre dos muebles.)
FERMÍN.—No. Ése es el camino que lleva a la consola grande. Y por ahí (Señala
otros dos muebles.) se va al tiro al blanco. A la cama es por aquí. Sígame usted con
cuidado... (Echa a andar por entre los muebles, seguido de Leoncio, con muchas precauciones
para no tirar cosas, lentamente y haciendo infinidad de eses.)
EDGARDO.—¡Fermín!
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FERMÍN.—Estamos en ruta, señor; estamos en ruta. (Deteniéndose y volviéndose a
Leoncio; aparte.) Ya se irá usted explicando por qué me atizo de cuando en cuando
esas carreras en pelo por el jardín. Son los nervios, ¿sabe usted? Que está uno
asfixiado de no poder andar en todo el día en línea recta y braceando, y se
desahoga uno galopando ahí fuera.
FERMÍN.—(Poniéndose en marcha de nuevo por entre los muebles, seguido de Leoncio.) Ya,
ya, señor. Tomar la última curva, y ahí estamos. (Llegan ambos ante la cama.) A las
órdenes del señor.
EDGARDO.—Ya era hora, hombre. (Mirando de alto abajo a Leoncio.) Conque ¿éste es
el aspirante?
FERMÍN.—Éste, señor.
FERMÍN.—Poco a poco, porque sólo llevo enseñándole desde este mediodía por si
al señor no le gustaba, y como la cosa no es fácil...
LEONCIO.—Sí, sí...
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LEONCIO.—De Soria.
LEONCIO.—El gris.
EDGARDO.—¿Fuma usted?
LEONCIO.—Cacao.
LEONCIO.—Sí, señor.
LEONCIO.—Longines.
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LEONCIO.—No, señor. Eso le pasa a casi todo el mundo.
EDGARDO.—(A Leoncio.) Cierre usted los ojos y eche a andar en línea recta hasta
aquí. (Leoncio obedece y llega hasta la cama.) ¡Basta! ¡Perfecto! Ahora vuélvase de
espaldas. (Leoncio se vuelve de cara al público. Edgardo aprieta un botón de timbre de los
varios que hay a la cabecera y se oye sonar el timbre dentro.) ¿Dónde ha sonado ese
timbre?
LEONCIO.—En... En... (Fermín hace ademán de jugar al billar.) En la sala del billar.
EDGARDO.—Bien. Cierre otra vez los ojos. (Leoncio obedece. Edgardo coge una pistola
del estante y se la dispara al lado de Leoncio, sin que éste se conmueva en modo alguno.) ¿Le
molestó el tiro?
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EDGARDO.—Sí. Aquí se quema mucha servidumbre; es una pena. Bueno, pues
sigue adiestrándole.
Ya sabes: durante ocho o diez días que no se separe de ti, que te siga a todas
partes, que se fije bien en todo lo que hagas tú y que tome buena cuenta de cuanto
vea y de cuanto oiga. Y así que le des de alta me lo dices para liquidarte a ti y
despedirte.
FERMÍN.—Sí, señor.
(En este momento, por el foro izquierdo, aparece Micaela hablando a grandes voces.)
(Esta Micaela merece párrafo aparte también y no hay más remedio que dedicárselo. Se trata de
una dama igualmente distinguida e igualmente singular que el resto de la familia que vamos
conociendo. Es un poco mayor que Edgardo y no podemos decir que esté más desequilibrada,
porque Edgardo ha dado ya algunas muestras de estarlo bastante. Micaela viste totalmente de
negro, es rígida y altiva; se expresa siempre de un modo dominante, como si se hallase colocada
a mil doscientos metros sobre el nivel del mar, y en el momento en que la conocemos lleva dos
grandes perros sujetos con una cadena. Sus ojos negros y enormes tienen una mirada dura e
impresionante. Avanza deprisa, tirando de los perros y con destreza de persona ya habituada a
ello, por entre los muebles hacia la cama de Edgardo.)
MICAELA.—(De un modo patético.) ¡Insiste por ese camino, Edgardo! Insiste por ese
camino, que algún día acabarás por decir algo ingenioso. Pero, dejando aparte tus
sarcasmos, que ya no me hieren ni me ofenden, yo me pregunto si no puedes irte a
San Sebastián mañana por la noche u otra noche cualquiera, que no sea la noche
de hoy precisamente...
FERMÍN.—Sí, señor.
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(Toca el resorte de la pared, y la especie de persiana de madera que aísla una habitación de otra
comienza a bajar.)
(La persiana baja del todo, tapando la cama y el trozo de habitación correspondiente.)
MICAELA.—(Digna y pesarosa.) Bien está. Cuando yo digo que ésta es una casa
de locos... Irse a San Sebastián esta noche, justamente esta noche, que toca
ladrones... (Dando un enorme suspiro.) ¡En fin! Por fortuna, vigilo yo y vigilan Caín y
Abel (Por los perros.), que si no estuviéramos aquí nosotros tres, no sé lo que sería
de todos... (Se va por el primero derecha, llevándose a remolque a los dos perros.)
FERMÍN.—Pues que se empeña en que vienen ladrones todos los sábados. Está
más perturbada aún que el señor; es un decir. De día no sale nunca de su cuarto y
ésta es la que colecciona búhos. Tal como usted la ve, con los perros a la rastra, se
pasará toda la noche en claro, del jardín a la casa y de la casa al jardín.
FERMÍN.—¡Chis! No se ría usted, que aquí las risas están muy mal vistas.
(Por la escalera del fondo surge entonces como un obús Práxedes. Es una muchacha pequeña y
menuda que personifica la velocidad. Trae una bandeja grande con una cena completa, dos
botellas, vasos, mantelería, etc., y avanza con todos sus bártulos, como un gato por un vasar,
vertiginosamente y sin rozar ni un objeto, hasta una mesa donde deposita la bandeja, y, con
rapidez nunca vista, arregla y sirve un cubierto sin dejar un instante de hablar, no se sabe si con
Fermín o consigo misma.)
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PRÁXEDES.—¿Se puede? Sí, porque no hay nadie. ¿Que no hay nadie? Bueno,
hay alguien, pero como si no hubiera nadie. ¡Hola! ¿Qué hay? ¿Qué haces aquí?
Perdiendo el tiempo, ¿no? Tú dirás que no, pero yo digo que sí. ¿Qué? ¡Ah! Bueno,
por eso... ¿Que por qué vengo? Porque me lo han mandado. ¿Quién?
La señora mayor. ¿Que qué traigo? La cena de la señora, porque es sábado y esta
noche tiene que vigilar.
¿Que por qué cena vigilando? Pues porque no va a vigilar sin cenar. ¿Te parece
mal que vigile? Y a mí también. Pero ¿podemos nosotros remediarlo? ¡Ah! Bueno,
por eso... Y ahora a dejárselo todo dispuesto y a su gusto. ¿Que lo hago demasiado
deprisa? Es mi genio. Pero ¿lo hago mal? ¿No? ¡Ah! Bueno, por eso... Y
no hablemos más. Ya está: en un voleo. ¿Bebidas? ¡Claro! No iba a comer sin
beber. Aunque tú bebes aunque no comas. ¿Lo niegas? Bien. Allá tú. Pero ¿es
cierto, sí o no? ¿Sí? ¡Ah! Bueno, por eso. (Yendo hacia Fermín y Leoncio.) ¿Y la
señora? ¿Se fue? Lo supongo. Por aquí, ¿verdad? (El primero derecha.) Como si lo
viera. ¿Que si voy a llamarla? Sí. (Señalando a Leoncio y mirándole.) Éste va a ser el
criado nuevo, ¿no? Pues por la pinta no me parece gran cosa. ¿Que sí lo es? ¡Ah!
Bueno, por eso... Aquí lo que nos hace falta es gente lista. Ahí os quedáis. (Inicia el
mutis.) ¿Decíais algo? ¿Sí? ¿El qué? ¿Que no decías nada? ¡Ah! Bueno, por eso...
(Se va por el primero derecha.)
LEONCIO.—¡Pero hombre!
FERMÍN.—(Mirando el reloj y alarmándose.) ¡Ahí va! Dos minutos para el tren de San
Sebastián. Hay que arreglarlo todo en un vuelo. (Pone junto a la cama unas maletas y
manipula en el «cine».)
FERMÍN.—Pues para viajar acostado es para lo que tiene usted que aprender los
horarios y los trayectos ferroviarios. Porque el señor, a veces, se duerme viajando,
pero uno tiene que estar ojo avizor toda la noche para tocar la campana al salir el
tren de cada ciudad, que hay que hacerlo a la hora exacta; cantar los nombres de
las estaciones y vocear las especialidades de la localidad.
FERMÍN.—La noche que el señor va en el correo, sí; pero otras noches, que tiene
prisa, coge el rápido, y entonces la cosa es llevadera.
FERMÍN.—Esto es para proyectar vistas de los sitios principales por donde se pasa.
(Se acercan ambos a la linterna.) ¿Ve? (Enseñándole una caja.) Aquí están las del itinerario
de San Sebastián, numeradas y por orden de proyección... (Mirando el reloj.) ¡La
hora! Vamos allá. Siéntese usted ahí y fíjese bien en todo para que aprenda
pronto...
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FERMÍN.—Sí, señor. Y aquí lo bultos de mano. Todo está en regla, señor.
FERMÍN.—No, señor.
FERMÍN.—Me lo temía. Tres aspirantes se han rajado al ver esto de los viajes.
LEONCIO.—Hombre, viendo esto se raja Emilio Salgari. No por el viajar en sí, que,
ya ve usted, yo nací yendo mis padres a una becerrada en Busdongo, sino por el
miedo ese de acabar en un manicomio, que a usted ha empezado a entrarle al cabo
de cinco años, y que a mí ha principiado a rondarme ahora, al salir el tren.
LEONCIO.—Hombre, claro.
FERMÍN.—Y viajar con el señor tiene sus ventajas, porque uno está autorizado a
sentarse aquí toda la noche y a comer y a beber a discreción los productos de cada
sitio por donde pasa. Yo, en el último viaje que hicimos por Galicia, me harté de
langosta y de vino del Riveiro.
PRÁXEDES.—¡Ah! Bueno, por eso... (Cruza vertiginosamente por entre los muebles y se
va por la escalera del fondo.)
LEONCIO.—(Sorprendido.) ¿Eh? (Acordándose de que Micaela está igual que Edgardo, por lo
menos.) ¡Ah, sí!Claro, claro... En esta noche es una imprudencia.
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MICAELA.—¿Una imprudencia?... Locura lo llamo yo el abandonar la casa hoy para
irse tan lejos. Sin contar con que San Sebastián en marzo es muy frío, y que
volverá con un catarro... (Va hacia la mesa donde está la cena servida, se sienta con un perro
a cada lado y se pone a cenar.)
FERMÍN.—Si no podía ser de otra manera... (Mira el reloj de pronto.) Menos veinte...
(Va a la campana y la hace sonar.) ¡La Navata!... ¡Un minuto!
(En ese instante por la escalera del fondo aparecen Mariana y Clotilde, vestidas tal como lo
estaban en el prólogo, y con facilidad que demuestra un gran entrenamiento, atraviesan por entre
los muebles hacia el primer término.)
LEONCIO.—Señorita... Señora...
FERMÍN.—Sí, señora. Hace diez minutos que hemos salido para San Sebastián.
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FERMÍN.—Señora... (Aparte, en el mutis, a Leoncio, refiriéndose a Clotilde.) Ésta siempre
anda guaseándose de todo, pero está peor que ninguno.
(Se van ambos, después de atravesar el moblaje, por la escalera del fondo. Mariana, que entró
delante de Clotilde con aire abatido y gran depresión, se deja caer en un sillón no lejano a
Micaela, que sigue comiendo mientras habla.)
MARIANA.—Nada.
MARIANA.—Puede.
MICAELA.—Y triste.
MARIANA.—Quizá.
(Coge una caja de música de un mueble próximo, la coloca cerca de Mariana y le da al resorte. La
caja de música empieza a sonar, Micaela vuelve a comer. Clotilde, en pie y quitándose la salida
de teatro, contempla la escena en silencio. Así transcurren unos instantes, en que sólo se oye la
música de la caja. De pronto, Mariana estalla en sollozos y llora, con la cara oculta entre los
brazos doblados sobre el sillón. Micaela la mira sin dejar de comer. Clotilde mueve la cabeza con
lástima.
Luego se acerca a la cama de Edgardo y observa a éste.)
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CLOTILDE.—(Desasiéndose y bromeando para distraer la atención de Edgardo.) Más te
valía, Edgardo, levantarte y marcharte a La Navata de veras, un día que hiciera
sol...
MICAELA.—(Que ha dejado de comer y se halla inclinada sobre Mariana, la cual sigue con el
rostro oculto entre los brazos.) Ya comprendo lo que te pasa, pero no te preocupe a ti
ningún ladrón mientras tu tía Micaela vigile.
Voy a dar otra vuelta por el jardín con Caín y Abel... No temas nada... (Se aparta de
Mariana, que no se ha movido de su postura, e inicia el mutis por el primero derecha, llevándose
los perros. Al pasar ante la cama, se encara con Edgardo.)
¡Viajar hoy! ¡Ponerse en viaje hoy! (Edgardo la mira con rabia, le da al resorte y la especie
de persiana de madera comienza a bajarse. Micaela, patética.) ¡Sí! ¡Aíslate! ¡Aíslate, como
dicen que hace el avestruz cuando tiene miedo!... ¡Siempre hiciste igual en los
trances graves!
MICAELA.—¡Hum! Éste acabará donde acabó Cecilio... (Se va por el primero derecha.)
CLOTILDE.—(Iniciando el mutis por entre los muebles.) Eso también es verdad. ¡Si en
esta casa se hubiese llorado un poquito!... Pero aquí no lloran más que los niños...
para que se los lleven cuanto antes. (Mirando el reloj, aparte.) ¡Huy! Las doce menos
diez... (Alto, a Mariana.) Voy a... quitarme esto.
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(Por el vestido. Se marcha por el tercero izquierda. Mariana queda sola, echada en el sillón, con la
mirada perdida.
Unos momentos después se endereza, da cuerda a la caja de música, hace actuar el resorte y,
apoyada de codos en un brazo del sillón, permanece inmóvil un buen rato, escuchando la
sonnerie de la caja con los ojos cerrados. En esa postura, y sin que se dé cuenta de ello, la
sorprende la entrada de Fernando, que aparece, vistiendo como en el prólogo, por la escalera del
fondo. Práxedes le precede.)
(Se va por la escalera. Mariana no ha oído nada, ni oye avanzar a Fernando por entre los
muebles, el cual se detiene unos momentos a escuchar.)
FERNANDO.—(Inclinándose hacia ella, con grave emoción en la voz. Muy bajito.) Mariana...
(Un poco más alto.) Mariana...
MARIANA.—Yo también. (Se reclina igualmente hacia atrás. Durante unos momentos ambos
se hablan sin mirarse.)
FERNANDO.—Eres para mí una cosa tan sólida y estás tan atada a mi corazón...
MARIANA.—Como tú...
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FERNANDO.—Y te noto al mismo tiempo tan frágil, tan fácil de perder, tan fugitiva...
MARIANA.—A mí me ocurre igual. Suspiro por hablarte, y por verte, y por tenerte al
lado, y siempre me aterra la duda de si en aquel día y en aquella ocasión voy a
encontrarme con el que me fascina o con el que me repele. Pero evitar lo que nos
sucede a los dos depende de ti sólo.
FERNANDO.—¿De mí sólo?
MARIANA.—Sí. Porque yo no soy más que tu reflejo, y siento siempre hacia ti las
mismas ansias. En mí no habría cambios nunca si no los hubiera en ti. Mis cambios
no están en mi voluntad, porque, desde que te vi la primera vez, mi voluntad es la
tuya. Pero tú... Tú sí varías de un modo voluntario. Tú, cuando varías, es porque
haces un esfuerzo violento para variar.
FERNANDO.—Ninguna.
FERNANDO.—No.
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FERNANDO.—Ninguna otra.
FERNANDO.—Sólo tú.
FERNANDO.—(Transportado.) ¡Mariana!
MARIANA.—Voy a ir... Voy a ir (Él le cubre las manos de besos.) Pues, de no ser hoy,
de no ser esta noche, de no ser en las larguísimas horas que faltan hasta que
amanezca, ¿para qué había yo de ir?
FERNANDO.—No.
MARIANA.—Y, al mismo tiempo, no puedes marcharte de allí. Hay algo que te liga
y te ata a aquellas paredes... Algo que te llama cuando te ve y a cuya llamada no
puedes permanecer insensible.
FERNANDO.—Sí.
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FERNANDO.—La izquierda. La derecha la habita el tío con sus gatos, sus libros y
sus chirimbolos.
FERNANDO.—Sí.
MARIANA.—¿Qué más?
MARIANA.—¿Qué más?
MARIANA.—¿Nada más?
MARIANA.—No me parece este vestido el más apropiado para ir a tomar una copita
de vino añejo...
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FERNANDO.—Es que...
MARIANA.—Vuelvo pronto.
(Se va rápidamente por el tercero izquierda. Fernando la ve marchar inmóvil. Cuando ella ha
desaparecido, se pasea nerviosamente, frotándose una mano contra otra de un modo que se ve
que se hace daño.)
FERNANDO.—No irá... No irá, y tiene que ir... (De pronto, mirando hacia el mueble donde
está la caja de música se detiene; mira a su alrededor, como si quisiera persuadirse de que está
solo, y rápidamente va a la caja, le da cuerda y la hace sonar. Después de escuchar unos
momentos la música de la caja.) ¡Tiene que ir!...
(En la escalera se oyen las voces de Fermín y Leoncio. Fernando para la caja de música y adopta
un aire indiferente, encendiendo un cigarrillo.)
LEONCIO.—(Apareciendo con Fermín por la escalera.) ¡Lástima que el viaje no sea por
tierras de Toledo, con el vino que hay en Arganda!...
FERMÍN.—Pues como siempre: en ruta. (A Leoncio, que se va por otro lado.) Por aquí,
que por ahí no hay salida. (Avanzan ambos.) Hoy ha tocado San Sebastián: no pegar
un ojo hasta las diez de la mañana.
FERNANDO.—¿Y te cansa?
FERMÍN.—Con la venia del señoriíto, estoy ya hasta el pelo. Yo no aguanto los días
que faltan para que éste (Por Leoncio.), que es el que me va a sustituir, se imponga
en su oficio. Porque... (Acercándose a Fernando, con misterio.), porque me estoy
contagiando, señoriíto.
FERNANDO.—¿Qué me dices?
FERNANDO.—No me extraña. (Como quien tiene una idea de pronto.) ¿Te gustaría
pasar a mi servicio?
FERMÍN.—Si el señoriíto quiere, lo que es por mí..., en cuanto que deje a éste (Por
Leoncio.), impuesto...
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FERNANDO.—Está dicho. (Echándose mano a la cartera.) Toma la señal del primer
mes. (Le da unos billetes.)
FERNANDO.—Guárdatelo.
FERMÍN.—Abajo, en la biblioteca.
(Se dirige al hueco de la derecha para hacer funcionar la persiana, pero antes que lo haga se oye
dentro un gran ruido, voces de gentes que se acercan, ladridos de perros y, dominándolo todo, los
gritos de Micaela.)
LEONCIO.—¿Eh?
LEONCIO.—¡Aguanta!
CLOTILDE.—(Dentro.) Y ayudadme...
MICAELA.—(Dentro.) ¡No quiero! ¡No quiero callar! (La primera que surge por la escalera
del fondo es Micaela, que viene en tal actitud de desvarío, que ni ve por dónde anda ni a los que
están en escena.) ¡Todos habláis de mí como de una loca, como si yo no supiera lo
que me digo! ¡Y sé lo que me digo! Ya lo estáis viendo. El lunes anuncié ladrones
para hoy, y ¡ahí los tenéis! ¡Ya ha caído uno!
(Entre tanto, por la escalera, ha entrado y avanza por entre los muebles un grupo formado por
Clotilde, que viste un traje de calle muy sencillo; Práxedes y Luisa, que es una doncella joven,
trayendo en medio a Ezequiel, el cual viene muy pálido, quejándose gravemente, con el abrigo
roto, la pechera del smoking hecha un higo, la corbata y el cuello en una mano y la otra liada en
un pañuelo.)
CLOTILDE.—¡Calla, Micaela, calla! (A Luisa.) Tú, trae árnica y algodón, que el señor
debe de tener mordeduras.
EZEQUIEL.—¡Y agua!
PRÁXEDES.—Agua, hay aquí. ¿Qué dice? ¿Qué no? ¡Ah! Bueno, por eso... (Le
sirve un vaso de la mesa a Ezequiel.)
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CLOTILDE.—¡Claro! Si Micaela le echó encima a Caín y a Abel...
EZEQUIEL.—Te habías ido del cine tan excitado... Y por si tenías algún otro
disgusto con Mariana, para consolarte y hacerte compañía...
EZEQUIEL.—Y estábamos hablando cuando surgió esa señora con los dos hijos de
Adán. Se me echaron los tres encima, y...
51
(Fernando va hacia Micaela que se ha sentado en un extremo de la escena. Por la escalera,
Luisa, con el frasquito y un paquete de algodón. Mariana aparece por el tercero izquierda, en traje
de calle, sin sombrero.)
MICAELA.—(A Fernando, echando lumbre por los ojos.) ¿Qué hace usted aquí?
TODOS.—¿Eh?
(Todos los personajes van hacia Micaela, y, a la cabeza de todos, Mariana, que es la única que
se atreve a acercársele.)
CLOTILDE.—Pero Micaela...
MICAELA.—¡Me prometió usted no volver más! ¿Por qué ha vuelto?... ¿Por qué?
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CLOTILDE.—Y la caja de las inyecciones, por si acaso.
MICAELA.—(En el mutis.) ¡Infame! Haber vuelto... Haber vuelto... (Se van ambas.)
FERMÍN.—Sí, señora.
CLOTILDE.—(A Fernando, rompiendo el silencio.) ¿Había usted visto alguna vez antes
de ahora a mi tía Micaela?
FERMÍN.—Se ha levantado.
FERMÍN.—(A Fernando, aparte.) En veintiún años no ocurre esto, señoriíto. ¡Me voy
mañana!
EZEQUIEL.—Ayúdalos, Fernando.
CLOTILDE.—Tiene que haber algo... Tiene que llevar algo... (Sus dedos tocan algo que
la emociona.) ¡Ah!
Ya me lo figuraba yo... (Saca un cuadernito.) Un cuadernito de notas. (Lo hojea,
nerviosa.) Algo tiene que traslucirse de... ¡Aquí! (Leyendo.) «Juanita. Pelo negro. Ojos
verdes. Edad imprecisa. Vino a mí por medio de un anuncio el doce de abril; la llevé
a la finca, aunque se resistía, al día siguiente. La maté el tres de mayo.
(Clotilde ahoga un grito.) Tardó en morir hora y media. Felisa. Pelo rubio. Ojos azules.
Joven. La encontré en la calle una noche a mediados de junio. No quería ir a la
finca, y para lograrlo, tuve que recurrir al cloroformo.
Murió inmediatamente. De madrugada.» (Pasa hojas con ansia, leyendo para sí, con los
ojos muy abiertos. De pronto sofoca otro grito y lee a media voz.) «Jueves. Cita con
Clotilde.»
(Por el tercero izquierda ha entrado de nuevo Ezequiel, muy pálido; avanza por entre los muebles
sin quitar la vista de Clotilde y sin hacer ruido. Cuando se halla al lado se da cuenta de que
Clotilde está leyendo el cuadernito, y entonces se lanza hacia ella, furioso.)
CLOTILDE.—¡Oh!
EZEQUIEL.—¡Traiga usted! (Le arranca el librito.) ¡Traiga usted eso! (Le quita también el
smoking y se lo pone. Haciendo un esfuerzo para calmarse.) Usted perdone, Clotilde...
Pero... Uno tiene ciertas manías... (Como si tuviera una idea súbita, va hacia su abrigo, que
quedó sobre un mueble y registra los bolsillos. Al no encontrar nada, se vuelve hacia Clotilde.)
¿No ha sacado usted de aquí un frasquito?
CLOTILDE.—¿Un frasquito?
CLOTILDE.—¿Qué?
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CLOTILDE.—(Haciendo también un esfuerzo sobre sí misma.) Nada... No me dio tiempo.
El cuaderno se cayó al suelo al coger el smoking, y por simple curiosidad.
EZEQUIEL.—En absoluto.
CLOTILDE.—¿Eh?
CLOTILDE.—Te creo.
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EDGARDO.—¿Qué?
EDGARDO.—Bendito sea Dios, entonces. Porque con todo lo que ignoras, ¿cómo
habrías de creer ahora en mí, si no fuera por puro instinto? Tú pudiste haberme
salvado con tu cariño en un momento horrible de mi vida, Clotilde. Pero no quisiste,
y, acorralado de miedo al porvenir, entre matarme o sepultarme ahí, en esa cama,
mi falta de ánimo para luchar contra las fatalidades de nuestra familia me inclinó a
vivir como una cosa sin alma: ahí metido, días y días, sin levantarme... más que una
vez.
CLOTILDE.—¿Una vez?
CLOTILDE.—¡Edgardo!
EDGARDO.—Mariana es idéntica a como era Julia; por eso las dos se entendían
bien con Micaela.
¿Es absurdo mi sueño?
EDGARDO.—¿Ahora?
EDGARDO.—(A gritos.) ¡No! (Rechazando aquellas palabras con horror.) ¡No! ¡Estás loca,
Clotilde! ¡Estás loca?
(En efecto, por el primero derecha ha entrado Micae la. Viene andando despacio y trae una
sonrisita muy rara en el semblante. Se acerca a Edgardo y a Clotilde y les habla sin dejar de
sonreír, en el tono más natural del mundo.)
MICAELA.—Ya se la ha llevado...
CLOTILDE.—¿Qué?
MICAELA.—Que ya se la ha llevado.
MICAELA.—A Mariana.
CLOTILDE y EDGARDO.—¿Cómo?
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MICAELA.—Un hombre. El de siempre, que ha vuelto. (A Edgardo.) ¿No sabías tú
que había vuelto?
EDGARDO.—¿A Fernando?
CLOTILDE.—¡Virgen del Carmen! (Se va con Edgardo corriendo por el primero derecha.)
(Se va por la escalera. Por el primero derecha, Edgardo, trayendo medio acogotado a Leoncio y
preso de gran excitación. Detrás de él, Clotilde, Práxedes, Fermín y, la última, Micaela. Por la
escalera, Luisa.)
PRÁXEDES.—Todo eso es mentira. ¿Que no? ¡Ah! Bueno, por eso... A la señorita
la privó el mismo señoriíto Fernando.
EDGARDO.—¿Fernando?
PRÁXEDES.—Con unas adormideras que había en este frasquito, que tiró luego al
suelo. (A Fermín.)
Y tú le ayudaste en la faena. ¿Qué crees, que soy tonta? ¡Ah! Bueno, por eso...
CLOTILDE.—¿Que se ha ido?
CLOTILDE.—¡Un abrigo para mí! ¡Y ropas de calle para el señor! ¡Y que saquen el
otro coche! El señor y yo tenemos que salir ahora mismo... (Luisa y Práxedes se van
rápidamente, la primera por la escalera y la segunda por el tercero izquierda. Acercándose a
Edgardo, que ha vuelto a dejarse caer en un sillón.) Se la ha llevado a la finca... ¡Vamos!
Nos llevan poca delantera, y si corremos podemos llegar antes que ellos...
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EDGARDO.—¡Ni a eso, Clotilde! A la finca de Ojeda, no... A la finca, no... A la finca,
no...
CLOTILDE.—Trae. (Se lo pone del revés.) ¡Iré yo, que soy la única que está en su
sano juicio! ¡Y me expondré a que Ezequiel me mate, como a Juanita, como a
Felisa, como a las demás! Y a que me apunte luego en su cuaderno... (Echándose a
reír.) Después de todo... Después de todo, desde que he sabido que mata a sus
conquistas..., ¡siento un atracción por él!... (Riendo.) ¡Una atracción más rara! ¡Ja, ja,
ja! (A Luisa.)
Acompáñame al coche, anda... (Inicia el mutis por la escalera del fondo, con Luisa riendo.)
¡Qué atracción! Si estoy deseando llegar... ¡Ja, ja, ja! (Se van.)
LEONCIO.—¿Eh?
EMPIEZA LA ACCIÓN
(Empuja hacia afuera y la puerta se abre. Entra Fernando. Viene de smoking como en el acto
anterior, sin nada a la cabeza, y trayendo en brazos el cuerpo inerte de Mariana, que viste como
al final del primer acto.)
DIMAS.—Sí, señor. (Se va por el tercero izquierda. A poco se apagan los faros que se
advertían al través del ventanal. Fernando cruza la escena con Mariana en brazos, la deposita en
el sofá, frente a la chimenea, y la mira en silencio unos minutos. Por el tercero izquierda vuelve a
entrar Dimas. Enciende las luces de las paredes, apaga el farol del dintel de la puerta y cierra
ésta. Acercándose a Fernando.) ¿Necesita algo el señor?
DIMAS.—Sí, señor.
DIMAS.—¡Ah! En la despensa. ¡Claro! Es verdad. Sí, señor; sí, señor. (Se va por el
primero derecha.)
DIMAS.—¿Señor?
DIMAS.—Nadie, señor.
DIMAS.—Cosas de los gatos, señor. Hay dos pequeñitos, que son de la piel del
diablo.
(Se va de nuevo por el tercero derecha. Dimas se dirige, para hacer mutis, al primero derecha;
pero antes de irse se acerca al sofá donde se halla Mariana y la contempla unos instantes.)
(Mariana se remueve, se despierta a medias, se endereza y queda sentada en el sofá, con los
ojos aún cerrados y con las manos apretándose las sienes. Así permanece unos momentos,
durante los cuales vuelve a abrirse, sola, con mucho tiento, a pequeños empujoncitos para evitar
en lo posible el chirrido, la hoja del armario de siempre. De pronto, Mariana, que ha abierto los
ojos, se pone en pie bruscamente. La hoja del armario se inmoviliza entonces, quedando quieta y
entreabierta.)
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MARIANA.—¿Y el cloroformo puede producir alucinaciones después de haber
vuelto uno en sí?
FERNANDO.—Sí.
MARIANA.—¿La finca de que tanto hemos hablado, donde tú vives con tu tío,
solos, y sin más compañía que un criado viejo?
FERNANDO.—¿Qué?
MARIANA.—Si no he venido aquí jamás, ¿por qué todas estas paredes, y juraría
que hasta estos muebles, me son familiares?
MARIANA.—Sí... Creo que sí... Estoy casi segura... Aquel ventanal, la escalera,
esta chimenea..., todo esto, tal como está y donde está, yo lo había visto ya antes...
Y aquel reloj... también. Y en este sofá...
(Levantándose lentamente, sin dejar de mirar al sofá como con miedo.), en este sofá he
estado sentada alguna vez, varias veces antes de ahora... (Retrocede, dando la cara al
sofá, varios pasos.) ¡Dios mío! ¡Estoy segura!
FERNANDO.—¡Mariana!
MARIANA.—Juraría que era una sala. Laboratorio no recuerdo haber visto; pero sí
he visto, en cambio, las habitaciones adonde lleva esta escalera (Acercándose a la
escalera del foro.), ¡estoy completamente segura! Y ahí (Señalando.) hay un armario
para ropas. Y al otro lado del reloj, otro armario más pequeño.
MARIANA.—Es cierto. La pared está lisa. Quizá no era un armario; quizá era una
alacena...
MARIANA.—Sí. ¿No sabes lo que digo? Esa especie de armarios que no se notan
a simple vista, porque la puerta está decorada igual que el resto de la pared, y que
sólo acercándose se le descubren las junturas; pero aquí no hay junturas
realmente...
FERNANDO.—(De un modo sombrío.) Sí, sé cómo son las alacenas... Sé cómo son...
¡Ojalá no lo supiese! (Va hacia el sofá de la chimenea y se sienta en él abrumado.)
67
FERNANDO.—Siéntate, Mariana. Es preciso que tengamos una explicación larga y
detallada. Pero comencemos por el principio. (Ella se sienta al lado.)
MARIANA.—¿Tú?
MARIANA.—¿Eh?
FERNANDO.—Por eso el día que te vi por vez primera creí no poder resistir la
impresión. ¡Existías!
Existías en la Tierra: no eras una alucinación ni un sueño... Yo llevaba mucho
tiempo adorándote, y eso que no te suponía existencia real; te adoraba como a una
sombra y me preguntaba mil veces cuál era tu misterio y
tu secreto. Y he aquí que un día cualquiera, del modo más simple, como ocurre
siempre lo más extraordinario, te encuentro y compruebo que existes de veras en el
mundo: que puedo adorarte en ti misma.
¡Y que puedo también descifrar el secreto y el misterio que te envuelve! Cuando te
hablé la primera vez lo hice como un insensato... No sé lo que te dije...
MARIANA.—(Sonriendo.) Yo tampoco...
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FERNANDO.—En aquel momento todo estaba más que justificado en mí. Además,
soy igual que era mi padre. Los dos, inclinados a la melancolía, apasionados,
románticos, amando una sola vez y para toda la vida. Los dos, impresionables y con
los nervios a flor de piel. Pero mi carácter, reflejo del suyo, todavía está agravado
por una niñez sin risas. No conocí a mi madre, que murió al nacer yo. Me eduqué
interno en un Liceo de Bruselas, adonde de tarde en tarde iba a verme el tío
Ezequiel; mi padre, casi nunca. Allí hice el bachillerato y empecé a estudiar
Ciencias. Un día, cuando acababa de cumplir los dieciocho años, el tío
Ezequiel se me presentó vestido de luto.
MARIANA.—¡Suicidado!
(En este instante el armario del foro comienza a abrirse lentamente como las otras veces.
Mariana, que está sentada de cara a Fernando y al armario, lo ve y se levanta dando un grito
terrible.)
MARIANA.—(Sentándose de nuevo.) No. No... Sigue, sigue... Tienes aún mucho que
explicarme...
FERNANDO.—¡Justo!
MARIANA.—... por miedo a que la persona elegida esté demasiado por debajo de la
soñada.
MARIANA.—¿Eh?
70
MARIANA.—¿El qué?
MARIANA.—Un retrato...
MARIANA.—¿Qué?
FERNANDO.—¿No podías ser tú esta mujer? (Le enseña el retrato que ha sacado del
arcón.)
FERNANDO.—¿Qué dices?
FERNANDO.—¡Tuyo! ¿Tuyo?
MARIANA.—Sí; claro. Me lo hizo papá hace seis años. Lo creía perdido entre aquel
lío de muebles de casa... Pero ¿cómo pudo haber llegado aquí este retrato?
71
FERNANDO.—Por lo menos. Yo suponía que el vestido, la caja de música y el
retrato eran la revelación de una antigua historia. Los relacionaba con el suicidio de
mi padre... Y para mí, la mujer del retrato era la mujer por la que él se mató... Por
eso, desde aquella noche interrogué a Dimas una y otra vez, a ver si podía
facilitarme algún dato. Llegué a padecer una verdadera obsesión... Porque...,
además, y por estúpido que te parezca, me había ena morado de esa mujer del
retrato: es decir, me había enamorado de ti sin conocerte.
MARIANA.—¡Fernando!
FERNANDO.—Lo que no podía suponer era que un día iba a tropezar con esa
mujer, viva y tangible. ¿Te das cuenta ahora de cuál sería mi emoción al
encontrarte, y el porqué de la expresión de mis ojos cuando te abordé?
MARIANA.—Sí.
MARIANA.—Sí, sí...
MARIANA.—¿Pues?
FERNANDO.—Sí. Vistiendo ese traje encontrado en la alacena. Por eso el día aún
podía soportarlo aquí, y por eso era la noche la que ya no podía soportar.
MARIANA.—Ya te lo noté...
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FERNANDO.—¿Cómo no habías de notarlo, si eso era mi tormento y mi obsesión?
Una noche, ella se me apareció en mi cuarto; otra noche, al entrar de la calle, la
hallé sentada ahí mismo, donde ahora estás tú, mirándome fijamente... Y otra
noche... ¡Pero de eso más vale no hablar! ¡Más vale no hablar! (Se separa
bruscamente de Mariana y va hacia el ventanal. Mirando hacia afuera.) ¡Qué disparate!
¡Cómo llueve! (En efecto, unos momentos antes ha comenzado a llover con violencia.)
MARIANA.—¿Llueve?
(Abre la puerta del tercero izquierda y se va por el jardín, cerrando otra vez. Mariana queda sola
unos instantes, pensativa. Luego pasea una mirada entre curiosa y atemorizada por su alrededor.
Por el primero derecha aparece Dimas, que se dirige hacia el foro izquierda. Cuando está a mitad
de camino, Mariana le llama.)
MARIANA.—¿Se le ha perdido?
MARIANA.—¿Y no recuerda usted si ahí, al otro lado del reloj, hubo en algún
tiempo una alacena?
DIMAS.—El señor se empeña en ver algo raro en la muerte de su padre. Pero ¿es
raro que un hombre se pegue un tiro al perder a una mujer que quiere? Lo que sí es
raro es lo que el señor ha empezado a hacer últimamente. Todo se le vuelve
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preguntarle a uno... Y a la señora también le habrá preguntado, claro... Pero a él sí
que habría que preguntarle cosas...
MARIANA.—¿Qué cosas?
MARIANA.—¿Eh?
DIMAS.—Y por qué una noche que creía que nadie le veía, se estuvo más de una
hora cavando en el jardín. Pregúntele la señora qué es lo que entierra...
DIMAS.—Aquí el único que no está claro es él. Y eso de que en una alacena
encontrase esto y lo otro..., pues yo juraría que lo cuenta para despistar.
MARIANA.—¡Para despistar!
DIMAS.—Eso cae por su peso. Pero rompiendo el papel con una navaja... (Saca una
navajita del bolsillo.)
MARIANA.—¡No! Déjelo ahora. Puede volver él. No ha ido más que a encerrar el
coche...
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DIMAS.—El garaje está en la otra punta de la finca, cerca de la puerta. Hay tiempo.
(Tanteando la pared.) Aquí toco las junturas. Con meter la punta de la navaja por
ellas... ¡en paz! (Lo hace como lo dice, y al rasgar el papel se abre una pequeña alacena.) ¡Ya
está!
MARIANA.—¡La manga que faltaba! ¡Y el chal! (Al extender el chal, cae al suelo un
cuchillo que estaba envuelto en él.) ¿Qué es eso que ha caído?
MARIANA.—¿Eh?
MARIANA.—¡No!
MARIANA.—No abra usted hasta que yo entre allí. Y no le diga que he subido.
Dígale que me encontraba mal y he ido a tomar algo al comedor.
DIMAS.—Sí, señora.
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(Mariana desaparece rápidamente por la escalera y la galería llevándose las cosas sacadas
últimamente de la alacena.
Cuando ha desaparecido, Dimas abre la puerta del tercero izquierda, dando paso a Fernando y a
Ezequiel. El primero trae subido el cuello del smoking. Ezequiel lleva en la mano la maleta con
que hizo mutis en el acto primero. Los dos dan la sensación de haberse mojado.)
EZEQUIEL.—Tú te alegrarás, pero lo dices con una cara que ni que fueras
Rosalía... (Va al foro izquierda y desaparece un instante para volver en seguida con una bata
blanca, que se pone mientras habla, después de quitarse el abrigo y el smoking.)
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EZEQUIEL.—No; si me lo explico todo, hijo. Porque vivir enamorado de un retrato al
óleo, como tú has vivido en estos últimos años, ya tenía lo suyo... Y ver espectros
algunas noches tampoco dejaba de ser un programa; aunque, si me hicieras caso a
mí, con unas cuantas inyecciones de calcio no veías otro espectro que el espectro
solar. Y enamorarte de la chica pequeña de los Briones, que es una familia que
tiene todo lo que debe tener menos el letrero de «Manicomio» en la verja del jardín,
también estaba bien... Pero encontrarte de la noche a la mañana, según acabas de
decirme, con que el original del retrato al óleo vive y es nada menos que tu propia
novia, eso quizá es demasiado fuerte.
FERNANDO.—Demasiado, sí.
EZEQUIEL.—Tu padre, Fernandito, era un hombre tan raro como tú, o quizá tú eres
tan raro como él, porque es más fácil que tú hayas salido a él que no que él saliese
a ti... Era un hombre raro, y en sus últimos tiempos, ¿qué quieres que te diga?, a mí
me parece que estaba... un poco Briones.
FERNANDO.—¡Tío Ezequiel!
EZEQUIEL.—No te ofendas. A tu padre le quise tanto como lo puedes querer tú; y a
los Briones..., ya sabes que Clotilde y yo..., si Dios quiere... ¡Qué mujer! Es una olla
de grillos, pero tiene un atractivo... Me domina; no cabe duda que me domina. En
fin(Cogiendo la maleta.), voy a inyectarle el suero a Rosalía. Tú puedes seguir
buscando, porque cada loco con su tema. ¡Ah! Que me dejaba el cuaderno de las
anotaciones. (Saca del smoking el cuadernito del primer acto.) Si quieres algo, en el
laboratorio estoy. (Inicia el mutis por el foro izquierda.)
FERNANDO.—Sí que quiero algo. ¡Oye! (Ezequiel se detiene.) ¿Tú te acuerdas si allí
(Señala el foro derecha.) hubo alguna vez una alacena?
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EZEQUIEL.—¿Una alacena? ¿Dónde?
EZEQUIEL.—¿Qué dices?
DIMAS.—¿Señor?
FERNANDO.—¡Vacía!
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FERNANDO.—Al microscopio. ¡Es verdad, es verdad! (Se va por el foro izquierda
rápidamente, llevándose el montoncito de hojas.)
(Se va. Quedan solos en escena Dimas y Mariana, que aparece en la galería de arriba, pero a
quien Dimas no ve. En cuanto Ezequiel desaparece, Dimas corre hacia el armario. Mariana, que
ya iba a bajar la escalera, hace un ademán de extrañeza y queda observándole sin ser vista.
Dimas saca una llave del bolsillo y la hace jugar en el armario, pero en seguida quita la llave y
vuelve a guardársela al notar que, a través del ventanal de la izquierda, se filtra nuevamente la luz
de unos faros de automóvil; de nuevo se oye el rumor de un motor, que cesa al poco. En la puerta
del tercero izquierda suenan unos golpecitos.)
DIMAS.—¡Va! (Dimas abre la puerta y en el umbral aparece Clotilde, vestida tal como lo estaba
al acabar el primer acto.) Señora...
CLOTILDE.—(Sin atreverse a pasar.) Que pase, ¿verdad? ¿Dice usted que pase?
DIMAS.—Sí, señora.
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CLOTILDE.—(A Fermín, que ha aparecido en la puerta del foro izquierda con abrigo, boina en
la mano y una maleta muy asquerosa.) ¡Entra, muchacho, entra! (Fermín obedece y queda
en pie respetuosamente. A Mariana.) Es Fermín, que deja nuestro servicio para
quedarse de criado de los Ojedas. Ha venido conmigo. Dice que en casa ya no
podía aguantar; que si continuase allí un día más se volvería loco. Pero me parece
que no sabe él bien en dónde va a meterse... No le he podido decir nada por no
desilusionarle.
DIMAS.—(Que ha cerrado la puerta del tercero izquierda, iniciando el mutis por el primero
derecha.) Con permiso de la señora. (Se va.)
FERMÍN.—¿Qué?
MARIANA.—(A Clotilde.) ¡Ese hombre sabe mucho más de lo que parece, tía
Clotilde! Estoy por decirte que él tiene la clave de lo que ocurre en la casa...
FERMÍN.—¿Cómo?
CLOTILDE.—¿Qué?
FERMÍN.—¡Sopla!
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MARIANA.—(A Fermín.) Pero ¿todavía estás ahí, Fermín? Te he dicho que vigiles al
viejo que acaba de marcharse. No pierdas de vista nada de lo que haga. Y de
cuando en cuando comunícame reservadamente cuanto observes. ¡Anda! ¡Anda!
MARIANA.—En voz baja, porque tengo la seguridad de que nos están oyendo...
CLOTILDE.—Di...
CLOTILDE.—¡Claro!
CLOTILDE.—¡Ajajá!
MARIANA.—¿Qué dices?
CLOTILDE.—Lo que estás oyendo, hija mía. Sólo que el que ha matado a esas
mujeres que te digo no es Fernando, sino el otro... El pequeñillo...
MARIANA.—¿Quién?
MARIANA.—¿Ezequiel?
CLOTILDE.—¡Toma! Claro.
MARIANA.—¡Tía Clotilde!
MARIANA.—Y te confieso que tengo miedo de seguir estando aquí, pero que no
podría marcharme.
(Va hacia el primero derecha, pero la detiene el que, en aquel momento, alguien abre desde fuera
la puerta del tercero izquierda. Este alguien es Dimas, que entra hablándole al que viene detrás
de él.)
DIMAS.—Pase usted.
DIMAS.—Del jardín, señora. Como llovía, salí a tapar los muebles de la terraza. Me
he encontrado a este hombre, que pregunta si ha venido aquí un tal Fermín.
MARIANA.—(A Dimas, sin hacerle caso a Leoncio.) Pero ¿por dónde ha salido usted al
jardín?
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DIMAS.—(Señalando al tercero izquierda.) Por esa puerta. Ya hace un buen rato...
Cuando empezó a llover.
MARIANA.—(Encarándose con él, indignada.) ¡Eso es tan verdad como lo que me contó
usted de la llave!
DIMAS.—¿De la llave?
MARIANA.—¿Qué hacía usted antes en ese armario? ¿Por qué me dijo usted que
se le había perdido la llave, si la tenía usted en el bolsillo?
CLOTILDE.—¡Landrú llama!
DIMAS.—¡Voy, señor, voy! ¡Ahí voy! Con permiso... (Se va por el foro izquierda.)
(Por el primero derecha surge Fermín, disparado, con muchas ganas de decir algo, y se dirige
derecho a Mariana.)
FERMÍN.—¡Es verdad, es verdad! ¡Ese hombre hace cosas muy raras! (Viendo a
Leoncio.) ¡Arrea, Leoncio!...
FERMÍN.—¿Al jardín?
CLOTILDE.—Sí, sí; vete a buscarle ahora. Ahora está allá. (Señala al foro izquierda.)
FERMÍN.—¿Que está allá? (Hecho un lío.) ¡Mi madre! Pero si yo juraría que le había
dejado en la despensa. ¡Venga usted, Leoncio! Acompáñeme, que me parece que
aquí ocurren cosas aún más raras que en casa de los Briones. (Se van ambos por el
primero derecha.)
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CLOTILDE.—¿Para qué me das esto?
CLOTILDE.—¡Jesús!
CLOTILDE.—Pero...
MARIANA.—(Empujándola.) No me repliques.
CLOTILDE.—¿Y tú no vienes?
(Se va por la escalera con el traje y desaparece por el tercero derecha. Cuando Clotilde ha
desaparecido, por el primero derecha aparecen Fermín y Leoncio.)
FERMÍN.—(Aparte.) ¡Aguanta!
(Mariana les ordena por señas que se coloquen a un lado sin hacer ruido. Ellos obedecen y
cruzan la escena en puntillas hasta colocarse a un lado, junto al armario.)
LEONCIO.—¿Solo?
MARIANA.—¡Chis!
FERMÍN.—¡Mi abuelo!
(El armario se abre del todo y en su fondo oscuro se dibuja la figura de Julia, una muchacha de
unos treinta años, elegante y bien vestida. Julia avanza el busto hacia la habitación. Mariana,
Fermín y Leoncio, que se hallan detrás de la puerta del armario, no han podido verla todavía.)
JULIA.—(A media voz.) ¡Mariana! (Al oírla, Mariana deja escapar un grito y se lanza casi de
un salto hacia el armario.)
LEONCIO.—¿Qué?
LEONCIO.—¡Ahí va!
JULIA.—Claro.. Ya comprendo que salir así, de pronto, del armario de una casa
ajena, no es muy corriente...
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JULIA.—... y después de no dar señales de vida en tres años. Y de haberme
marchado de casa sin el menor rastro... Pero, chica, lo he hecho a intento de no
dejarme ver. Porque ¿quieres saber por qué me marché de casa? Pues porque yo
no podía aguantar tanto perturbado.
MARIANA.—(Sin poder resistir ya más.) Por favor, Julia; por Dios y por la Virgen, calla
ya...
JULIA.—¿Eh?
JULIA.—Luisote.
JULIA.—¿Por qué voy a venir? Por ver a Luisote, que está aquí trabajando.
MARIANA.—¿Aquí?
JULIA.—¿Qué dónde? (Riendo.) ¡Te vas a reír cuando te lo diga. (Le habla al oído.)
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JULIA.—Como lo oyes.
JULIA.—Luisote lleva tres días sin aparecer por casa, y yo no puedo estar tres días
sin ver a Luisote.
Conque esta tarde, ni corta ni perezosa, me planté aquí. Luisote se quedó bizco al
verme, pero luego se echó a reír, como siempre. Hemos cenado juntos a
escondidas, y ya iba a marcharme otra vez a la Prosperidad, cuando, ¡zas!, llegaste
tú con el dueño de la casa. Vamos, quiero decir que llegó el dueño de la casa
trayéndote a ti. Yo ya sabía por Luisote que tenías relaciones con Fernando Ojeda.
Al llegar vosotros, Luisote me metió en ese armario. ¡Chica, qué risa! Y la sorpresa
y la alegría que me dio verte aparecer, en brazos, como en el Tenorio... ¿Querrás
creerlo? Llevo media hora intentando hablarte sin conseguirlo, porque siempre
había alguien contigo...
JULIA.—Un servicio, chica. Pareces tonta. ¡Ah, bueno! Es que no te he dicho que
Luisote es agente de Policía...
MARIANA.—¡Un crimen!
MARIANA.—¡Oh!
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JULIA.—¿Lo del crimen? ¡Ah! Pues que parece ser que no se sabe quién y cuándo
han matado a esa mujer, ni en qué parte de la finca está enterrada. Pero Luisote me
ha dicho que mañana descubrirá el sitio; y así lo sabrá todo.
JULIA.—¿Qué?
MARIANA.—(A Leoncio, que está patidifuso formando grupo con Fermín.) ¡Leoncio!
LEONCIO.—Señorita.
LEONCIO.—Sí, señorita.
JULIA.—¿Adónde?
JULIA.—¿Tía Clotilde? ¡Calla, chica! Pues es verdad que antes me pareció oír su
voz desde el armario.
¡Qué risa! Nos vamos a reunir aquí toda la familia. (Inician el mutis por la escalera. Al
subir, Julia se encara con Mariana de pronto.) Por cierto, Mariana, que, al llegar, tuve ya
una sensación rara, y ahora vuelvo a tenerla...
MARIANA.—¿Qué sensación?
JULIA.—Mujer, pues que yo juraría que esta casa la había visto ya antes de ahora...
(Se van por el tercero derecha. Fermín y Leoncio quedan unos instantes en silencio, mirándose
de hito en hito.)
FERMÍN.—¿Qué hay?
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LEONCIO.—Que me he quedado helado.
LEONCIO.—Eso del crimen, mirando bien mirada la cosa, pues... ¿por qué no? En
fin; yo cumplo órdenes y me voy a buscar los perros... (Inicia el mutis hacia el tercero
izquierda.)
LEONCIO.—Yo no soy.
FERMÍN.—Allá arriba. (Dimas se va por la escalera y el tercero derecha. Pero no bien Dimas
ha desaparecido por arriba, cuando el propio Dimas vuelve a aparecer por el primero derecha con
rumbo al tercero izquierda. Fermín y Leoncio, al ver esto, tienen que apoyarse uno en otro para no
caerse al suelo.) Leoncio...
(En ese instante, por el foro izquierda sale Fernando dando muestras de una gran agitación y
hablando solo.)
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FERNANDO.—(Paseándose agitadamente y hablando para su interior.) ¿Era por eso por lo
que me atraían los almendros a mí?
FERMÍN.—El señor...
LEONCIO.—¿Qué le pasa?
FERMÍN.—Nos ha visto.
FERNANDO.—Muy bien. Pues que se marche ése solo al recado que sea. Tú
quédate, que llegas muy a tiempo para echarme una mano.
FERMÍN.—Sí, señor; sí, señor. (Aparte, en el mutis, aterrado.) Éste busca el cadáver...
¡Y me lo voy a encontrar yo!
(Se va detrás de Fernando por el tercero izquierda. Por el tercero derecha, Dimas, y detrás de él,
Clotilde. Ambos bajan la escalera.)
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CLOTILDE.—¡Qué barbaridad! ¡Qué disparate! ¿Y habrá vivido esa criatura los tres
años sin salir del armario?... En fin; menos mal que me parece que entre unas
cosas y otras, pronto vamos a descubrirlo todo...
Oiga usted: ¿don Ezequiel no le ha dicho qué es lo que quiere de mí?
(En efecto, en el foro izquierda ha aparecido Ezequiel, vistiendo la bata blanca con que antes hizo
mutis.)
EZEQUIEL.—Sí. Vete ahí dentro a vigilar a... ¡Ya sabes! (Señala al foro izquierda.)
DIMAS.—Sí, señor.
DIMAS.—Perdón, señor. No me había dado cuenta de... Perdón, señor. (Se va.)
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EZEQUIEL.—(Mirándole irse; con ira.) ¡Viejo imprudente!
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EZEQUIEL.—Las mujeres, siempre tan extremadas... Reconozco, lealmente, que,
en efecto, yo le debía haber hablado a usted antes del asunto... Pero no me atrevía,
Clotilde. ¡No me atrevía!
EZEQUIEL.—Ciega, Clotilde.
EZEQUIEL.—¡Ah pícara! Siempre creí que había leído usted algo del cuadernillo...
Pues bien, ¡sí! Es verdad.
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EZEQUIEL.—Sí. En todo ponemos vanidad: en lo bueno y en lo malo. Pero usted
es la primera persona que se entera, y yo se lo suplico: no lo divulgue usted.
Tengamos ese secreto a medias. Me interesa usted tanto, que siento una especie
de voluptuosidad al entregarme así en sus manos. Porque si hasta ahora se lo he
ocultado a todos, incluso a usted, era para que no empezaran a decir por ahí que
estaba loco.
EZEQUIEL.—(Escéptico.) Pocas veces. Tienen que hacerlo muy mal para eso... ¡Y
aún así! Se les quedan muchas gentes en las manos; pero como los muertos no
hablan...
CLOTILDE.—¿Y Landrú?
EZEQUIEL.—Pero Landrú era un asesino vulgar que no tenía nada que ver con lo
nuestro.
CLOTILDE.—¿Quiénes?
DIMAS.—Señor...
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EZEQUIEL.—¿Qué?
DIMAS.—(Sin atreverse a hablar por miedo a meter otra vez la pata.) Pues... Que...
CLOTILDE.—¡Quitarles la piel!
EZEQUIEL.—(Riendo.) ¡Una bailarina! ¡La pelagra una bailarina! No, por Dios... La
pelagra no es una bailarina. La pelagra es...
CLOTILDE.—¿Va usted a negar que pensaba hacer conmigo lo que con ellas?
EZEQUIEL.—¿Hacer con usted lo que con ellas? (Aparte.) ¡Vaya! Ya salieron los
Briones. Me extrañaba a mí oírle hablar acorde tanto tiempo...
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DIMAS.—(Avanzando hacia Ezequiel.) Señor...
CLOTILDE.—¿Perea?
EZEQUIEL.—Permítame que le presente y que le descubra por una sola vez. Pero
para esta señora no tengo secretos. Doña Clotilde Briones. Don Luis Perea, agente
de Policía.
EZEQUIEL.—No. Dimas es el que está ahí dentro. (El foro izquierda.) Éste es el
señor Perea, que, para trabajar con más facilidad, lleva unos días caracterizado de
Dimas, como consecuencia de una carta que yo envié a la Brigada de Investigación.
DIMAS.—No, señora. Soy el agente Perea, en efecto. Y estoy aquí para esclarecer,
a ruegos del señor Ojeda, el asunto de la mujer asesinada.
EZEQUIEL.—Sí.
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DIMAS.—¡Ah, ya, ya! Comprendido.
EZEQUIEL.—Sí, sí...
DIMAS.—Sí, sí; ya lo creo. (Clotilde se va por el tercero derecha.) Caso perdido, Ojeda;
conozco el paño.
¡Ah! ¡Ahí están ya!
(A través del ventanal se filtran, como siempre, las luces de unos faros de automóvil y se oye el
ruido de un motor, que cesa pronto.)
EZEQUIEL.—¿Quiénes?
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(Ha ido a la puerta del tercero izquierda, abriéndola. Entra Fernando rápidamente. Viene con
evidentes manchas de barro en el traje.)
DIMAS.—¿Ellos?
EZEQUIEL.—¿Quiénes?
LEONCIO.—(A Ezequiel.) Sí, señor, sí. ¿No ve el señor que ya se había apeado en
Ávila? Doña Micaela dijo que donde fueran los perros iba ella, y al señor, al saber
que venía aquí doña Micaela, le entraron un temblor y una excitación enormes. Se
opuso a que doña Micaela viniera, y por fin, en vista de que no lo conseguía, se
unió a la expedición.
(Se va a la carrera por el tercero izquierda, seguido de Ezequiel y Fernando. Al salir, se cruzan
con Fermín, que entra, todo manchado de barro y limpiándose el sudor con un pañuelo.)
LEONCIO.—(A Fermín.) Pero ¿ha visto usted con qué agilidad corre ahora el criado
misterioso?
¿Qué explicación tiene eso?
LEONCIO.—Amigo, haga usted el favor de callarse..., que luego sueña uno por las
noches.
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(Por el tercero izquierda aparecen Edgardo, Micaela, Ezequiel, Fernando y Dimas. Micaela viene
en una actitud delirante, semejante a la que tenía en el primer acto cuando vio por primera vez a
Fernando. Edgardo, muy pálido y viviendo evidentemente unos momentos angustiosos, la trae
cogida por el talle y se afana por calmarla con visible inquietud. Dimas observa a Edgardo y a
Micaela constantemente y no les quita ojo.)
MICAELA.—(Examinando con los ojos muy abiertos la habitación.) ¡Y esta casa! ¿Por qué
venimos otra vez a esta casa?
EDGARDO.—Pero...
EDGARDO.—(Irritado.) No dice nada, joven. Delira. ¿Ignora usted que está enferma
y que no sabe lo que habla?
FERNANDO.—Es que tengo motivos para creer que en este momento no delira.
DIMAS.—Yo no soy Dimas, caballero. Pero ¿por qué conocía usted a Dimas? ¿Eh?
¿Por qué conocía a Dimas?
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DIMAS.—Y la ha reconocido mi mujer.
EDGARDO.—¿Qué dice este hombre? ¿Está usted loco? ¿Mi hija Julia?
FERNANDO.—¿Cómo es posible?
DIMAS.—¡Julia! ¡Julia!
DIMAS.—¡Julia!
JULIA.—(Apareciendo por el tercero derecha con Clotilde y bajando las escaleras.) ¿Qué
pasa, qué pasa? Luisote, hijo, eres de algodón pólvora... (Al ver a Edgardo.) ¡Papaíto!
¡Chico! ¡Qué sorpresa! (Besándole.) ¿A que no contabas con encontrarme aquí esta
noche al cabo de tres años?
EDGARDO.—¡Julia! Julia...
JULIA.—¡Y la tía Micaela! ¡Qué risa! Reunión en Viena. Ya está completa toda la
familia... (Besa a Mi caela.) ¡Tiíta!
EZEQUIEL.—¿Qué?
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DIMAS.—¿Qué?
(En efecto, por el tercero derecha aparece Mariana, vestida con el traje Imperio y avanza
lentamente por la galería. Todos miran hacia allí y hay un silencio.)
TODOS.—¿Eh?
MICAELA.—¡No! ¡No! ¡Es ella! ¡Es ella! Perdón... Perdón... (Intenta arrodillarse delante
de Mariana.)
FERMÍN.—Sí, señor...
LEONCIO.—Sí, señor...
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DIMAS.—(Sacando del bolsillo el cuchillo que se guardó y poniéndolo en la mesa delante de
Edgardo.) Aquí está el cuchillo, encontrado hoy junto al traje. ¿Quién la mató? ¿Ella
o usted?
EDGARDO.—Ella... Ella...
FERNANDO.—¡Qué horror!
MARIANA.—¿Y no es ella la que, desde esa tumba que florece todas las
primaveras, nos ha empujado el uno hacia el otro, Fernando?
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DIMAS.—(A Edgardo.) Mañana presentaré el informe de mi actuación aquí.
DIMAS.—Que no hubo tal mujer asesinada. Pero a la enferma hay que recluirla.
(Dentro se oye un gran ruido y por el foro izquierda aparece Fermín a todo correr.)
EZEQUIEL.—¿Eh?
FERMÍN.—(A Ezequiel.) ¡Que han entrado los perros y se han liado con los gatos! ¡Y
a los que aún están vivos los van a matar antes que los mate el señor!
EZEQUIEL.—¡Pronto! Sujeta a esos perros. ¡Mi Pepita! ¡Mi Antonia! (Fermín se va por
el foro izquierda de nuevo.)
EZEQUIEL.—Naturalmente.
Telón
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