El Lugar Del Padre CLAFIL20100719 0004
El Lugar Del Padre CLAFIL20100719 0004
El Lugar Del Padre CLAFIL20100719 0004
Ángela Pradelli
ISBN 950-782-513-4
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ÁNGELA PR A DELLI
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–—Y si vas sin turno, te atiende igual. Le cobran nernos un salón de belleza para los viejos pitucos y
diez pesos –—siguió mi padre. con plata que viven en la Recoleta. Nos reímos
–—Es mejor que te dejes las canas. mientras lo acompaño hasta la puerta. Él se ríe tam-
–—Siete pesos la tintura más tres del corte –—di- bién aunque va atento a la preparación en el reci-
jo–— no es mucho. piente de plástico que lleva en las manos. La mez-
Le prohibí a mi padre que fuera con Ramón a cla con el mismo pincel con el que después, en su
teñirse el pelo al Centro de Jubilados y terminamos casa, va a pasarse esa pasta cremosa por la cabeza.
la discusión. Al día siguiente, cuando me lo cruzo por la ca-
A hora, Ramón ya no puede ir todos los meses a lle, sin canas, Ramón camina más firme.
la peluquería. Tiene que ahorrarse unos pesos por- Y me pregunto si hice bien aquel día.
que el médico le cambió la medicación y esta nue- El pelo y las patillas recién oscurecidos lo ha-
va es bastante más cara que la anterior. A la pelu- cen parecer más fuerte.
quería va cada tres o cuatro meses, pero cuando Me pregunto, también, si teñirse el pelo no hu-
cobra se hace un retoque en su casa con una tintu- biese sido un modo de demorar la muerte.
ra que compra en la farmacia el mismo día que va Las cejas, ennegrecidas, lo ayudan a fingir me-
a buscar los remedios. La primera vez me pidió que nos años en un cuerpo que parece moverse más se-
le leyera las instrucciones de uso que aparecían en guro por unos días.
el pote porque la letra era diminuta para su vista.
Lo hice entrar y cuando terminé de explicarle, los
dos sentados en la cocina, me ofrecí para pasarle la
tintura yo misma.
–—No. Sólo prepararla –—me dijo–—, yo me tiño
en mi casa.
Viene siempre a principio de mes, yo no tardo
más que unos minutos en prepararle la tintura y,
antes de que se vaya, hacemos bromas sobre el te-
ma. Él me dice que los dos podríamos hacerle la
competencia a la peluquera del Centro de Jubila-
dos tiñéndoles las canas a todos los viejos del ba-
rrio, y yo le contesto que no, qué viejos del barrio
ni Centro de Jubilados, no. Que tendríamos que po-
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Contraluz
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tamente pequeñas, se mueven, mínimas como son, igual a mí que no tiene ninguna consistencia. Aun-
hasta que caen, depositándose, invisibles casi, so- que no estoy segura, pienso que puede ser su cara
bre personas, muebles o pisos, sillas. Son corpúscu- sin ojos ni boca lo que a veces me molesta mientras
los imperceptibles formados por pizcas de polen, almuerzo.
lana, algodón, tierra, piel de personas o de anima- Hay algo malo, sin embargo, en las construccio-
les, papel. Esas partículas diminutas caen como nes que miran al norte, o en las que están primeras
una brizna y se adhieren a los cuerpos. Es por eso por el lado del este, y es que por la tarde, tempra-
que algunos recomiendan tanto las esponjas vege- no, muy temprano, antes de las cuatro, el sol ya ca-
tales, dicen que son las únicas que limpian los resi- si da la vuelta y las casas empiezan a apagarse muy
duos sobre la piel porque los hilos rústicos de esas pronto.
esponjas los despegan y arrastran.
Siempre me detengo a contemplar, cuando la
luz lo ilumina, ese polvillo con el que convivimos
sin notarlo.
Pero nunca había visto antes mi sombra sobre
la pared de la cocina que se proyecta mientras al-
muerzo. La advertí recién cuando mi padre murió.
Al principio me molestaba tenerla ahí enfrente
mientras comía. Probablemente nunca lo había no-
tado antes porque mi padre se sentaba frente a mí,
de espaldas a esa pared, cubriendo mi sombra. Los
primeros días, incluso, me senté en el lugar de mi
padre para evitarla, pero no pude acostumbrarme
y enseguida volví a mi lugar en la mesa.
La delgadez de la sombra, estirándose muda,
opaca la pared. Mientras almuerzo, la silueta frente
a mí repite uno a uno mis movimientos. La ventana
de la cocina no es demasiado grande, pero el ref le-
jo de la luz que entra por allí también dibuja sobre
la pared dos o tres figuras que nunca alcanzo a dis-
tinguir. Pero sí reconozco esa mancha grande. Una
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Terrazas
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ces, que habían crecido tanto que ya llegaban has- Que a la gente no le importa nada, pero que no
ta debajo de la casa. es así la vida, dice Ramón, y que siempre hay que
Hace un silencio breve mientras bordea el pozo cuidar las raíces de una planta, sobre todo si esa
con pasos lentos y con la mirada en el fondo de esa planta es un árbol.
excavación. Debe de ser verdad lo que dice sobre las baldo-
Que en el otoño, dice cuando se detiene, cuan- sas de la cocina porque, aunque el paraíso ya no es-
do el paraíso pierde las hojas, se le tapan todas las té, las raíces que se ven en el fondo del pozo pare-
rejillas y los desagües del jardín. cen larguísimas.
Que las baldosas de la vereda no sólo están f lo- –—Dentro de unos años tendría que tirar la casa
jas, sino que también están percudidas por ese lí- abajo –—exagera Ramón.
quido que largan las bolitas del paraíso cuando uno Pero ahora ya no se preocupa, dice también,
las pisa. porque las raíces, separadas del tronco, no siguen
Ninguna de estas razones me parece suficiente creciendo y enseguida empiezan a secarse.
para sacar un árbol, y aunque no le contesto, ante Como dije, es un pozo grande.
mi silencio, Ramón se justifica. Me gusta el olor húmedo que se desprende de
Me dice que tal vez a mí no me parezca impor- la tierra removida. Es una tierra negra y Ramón me
tante pero lo es. explica que ése es el color de la tierra cuando es
Que el hecho de que un árbol crezca demasia- fértil.
do nunca es bueno. Los dos seguimos parados en el borde del pozo,
Que un árbol no puede ser más importante pero él camina lento alrededor y cada tanto se aga-
que una casa, y enseguida gira la cabeza hacia mi cha para hurgar la tierra. Busca raíces cortadas y
jardín. cuando las encuentra, tira del extremo hasta arran-
–—Las cosas hay que cuidarlas –—me dice. carlas de la tierra.
Y aunque yo prefiero no mirarlo, sé que está –—No es fácil tapar un pozo –—me dice Ramón,
observando mi cerco de lambertianas. Hace años y enseguida me explica.
que no podo esos cipreses y las ramas crecieron –—Si yo tapo este pozo ahora mismo, y lo hago
desprolijas. solamente con la tierra que tengo acá, dentro de
Que es muy fácil, dice Ramón, y es probable una semana, la tierra empieza a acomodarse y en-
que siga con la vista clavada en los cipreses mien- seguida baja el nivel. No hay caso, aunque se tape
tras me lo dice, muy fácil, repite, poner árboles así y se rellene, después de unas semanas –—las manos
como así y después olvidarse. de Ramón suben y bajan mientras me explica–— la
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de siembra. Si sigue demorándose, ya no va a poder diez centímetros de profundidad y planto cada bul-
plantarlos este año, que se acaba el tiempo dice bo a treinta centímetros de distancia entre uno y
que le diga. otro. Cada noche, los riego para mantenerlos hú-
Esa misma tarde voy a la germinadora a retirar medos. Y cada tanto controlo que no crezca nin-
el pedido. gún yuyo porque recomiendan mantener la super-
–—Las indicaciones están adentro –—dice el em- ficie libre de malezas.
pleado, dejando un paquete envuelto en papel ma- En menos de un mes aparecen los primeros bro-
dera sobre el mostrador. tes y los pimpollos de los lirios no tardan en abrir-
Vuelve a ser tan amable como la primera vez pe- se. Cada f lor es una boca carnosa de labios rojos y
ro, en verdad, no es tan joven como lo había imagi- largos que en su interior guardan una pelusita blan-
nado por teléfono. Cuando quiero pagarle se niega. ca. Los labios se abren por la mañana, empiezan a
–—Su padre pagó por adelantado –—me aclara. cerrarse antes de que baje el sol y, por las noches,
Mientras él habla, yo leo en el frente del paque- terminan apretados como si fueran uno.
te. Lirios de fuego/Bulbos. Lo leo en el final de la hoja de indicaciones.
Recién cuando llego a casa veo que en el extre- Floración.
mo inferior del paquete, atravesando el ángulo, di- Está recuadrado y las líneas del recuadro son
ce Pagado. un poco más gruesas y oscuras que la letra que
Dentro del paquete, hay cuatro bulbos alarga- encierran.
dos y marrones con raíces delgadas y húmedas. Iba Sobre el final del invierno, el lirio de fuego mo-
a plantar los bulbos cerca de la pared de la ampe- rirá en su f lor. Sin embargo, de mantener la hume-
lopsis. Pensé que quedarían bien los lirios resaltan- dad necesaria, el bulbo repetirá la f loración al prin-
do sobre el colchón de hojas verdes de la ampelop- cipiar el otoño.
sis. Pero leo las indicaciones porque no sé nada de Dentro del recuadro, hay un dibujo de la f lor.
lirios de fuego. Son rigurosas: piden sol fuerte por Dos labios gruesos y rojos, abiertos en la plenitud
la mañana y media sombra por la tarde. Y, en esa del mediodía.
parte del jardín, cerca de la pared de la ampelopsis,
el sol sólo da de lleno las últimas horas de la tarde.
Por las dudas, prefiero cumplir con las indicacio-
nes al pie de la letra. Hago un pozo al lado del por-
tón de entrada porque, en ese paño del jardín, da
el sol pero solamente por la mañana. El pozo es de
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Ventanal
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¿A qué altura quiere que le deje el laurel? ta que empiece otra vez la primavera, la ampelopsis
Pero el jardinero se pone a trabajar enseguida, será eso: unas cuantas guías oscuras que se aferran
me esquiva la mirada cuando le hablo y ni siquiera y dibujan un mapa con caminos que se entrelazan o
parece oír mis recomendaciones. se bifurcan sobre una pared desnuda en el invierno.
La rosa china déjela como está porque no es su –—No la toque para nada –—le repito para que no
época de poda y puede secarse si la corta. haya dudas.
Los cipreses sí, los despunta y les corta esas Ni cuando le doy todas estas explicaciones me
ramas que crecieron hacia los costados, pero no mira el jardinero, ni me escucha, así que no estoy
quiero que los deje muy parejos, eh. No todos a la más que unos pocos minutos ahí afuera y después
misma altura, como esos cercos tan regulares que entro en la casa y me siento detrás del ventanal, en
parecen cortados con una regla. el mismo sillón en el que solía sentarse mi padre,
Al laurel, una buena podada porque crece y cre- que pasaba horas y horas acá, mirando el jardín.
ce. Ya sé que tampoco es su época de poda, pero no Me pregunto qué veía mirando desde este sillón.
hay problemas con esa planta porque en apenas Yo veo a este jardinero, un hombre f laco y viejo
quince días empiezan otra vez los brotes y en poco al que le cuestan los movimientos. Cada tanto pasa
más de un mes, ya está enorme como siempre. su mano izquierda sobre la cintura, y es como si qui-
Las venas gruesas del jardinero atraviesan sus siera calmar un dolor pero no pudiera hacerlo.
manos delgadas hasta los nudillos. Eso veo.
–—Y esta ni la toque –—le digo señalando a la am- Un hombre huesudo que no habla casi, podan-
pelopsis. do la punta de los cipreses para emparejarlos y,
Iba a hablarle de los cinco colores de las hojas después, cortando las ramas secas del rosal con la
de la ampelopsis, pero no. tijera de mano. Son esas ramas que tienen un pom-
Las primeras hojas son de un verde muy claro y pón despojado donde antes hubo rosas con perfu-
brillante, después de un tiempo, el verde se oscure- me y terciopelo de pétalos. Se agacha para juntar
ce pero mantiene algo de su brillo. En otoño, las ho- todas las ramas que cayeron al podarlas y las embol-
jas cambian al amarillo por unos días, hasta que se sa en varias bolsas altas de plástico negro. Mañana
vuelven rojas y se opacan, y, después, ya secas, ma- hará lo mismo en otra casa, y pasado, y pasado.
rrones. Las hojas secas, sin embargo, tardan bastan- Cuando termina, el jardinero junta sus herramien-
te en desprenderse y caer, y, cuando lo hacen, dejan tas y ya no vuelvo a verlo detrás del vidrio.
al descubierto las guías de la planta que siguen, co- Veo el jardín otra vez vacío desde acá, ahora un
mo siempre, adheridas con fuerza a la pared. Y has- poco más prolijo por la poda.
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Diamantes
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–—¿Cómo voy a tener una pulsera de diamantes? Ya era más del mediodía y aunque tenía pensa-
–—le pregunté a mi padre cuando abrí el paquete y do ir directamente a reemplazar a Ramón, pasé pri-
vi semejante regalo. mero por casa, me di un baño y guardé la pulsera
Mi padre había pagado la pulsera en once cuo- en el nicho detrás de mueble antes de salir para el
tas que llevaba puntualmente a la casa del emplea- hospital.
do de la joyería entre el uno y el cinco de cada mes.
La pulsera vino en un estuche de pana azul con
bordes dorados y el estuche estaba envuelto en una
bolsita de una tela suave y mullida que se ajustaba en
un extremo con un hilo también dorado como los
bordes de la caja pero aún más delgado. Una pieza
de un diseño simple pero hermoso. Con una hilera
apretada de diamantes en el frente y dos pequeñas
esmeraldas en el centro. Muchas veces le recriminé
a mi padre haber gastado tanto en una pulsera que
nunca usaría. Jamás tendría una fiesta tan importan-
te para llevar una pulsera de diamantes.
–—Es mi herencia –—me decía mi padre.
Y, en todos estos años, sólo sacamos tres o cua-
tro veces la pulsera del escondite que habíamos
ideado. Un boquete de quince centímetros en la pa-
red, detrás del mueble del comedor, que mi padre
había hecho al día siguiente de mi cumpleaños.
–—No vale nada –—me dijo el primer joyero al
que le pregunté.
–—Son diamantes –—dije en las otras dos joyerías
en las que entré.
–—Falsos –—me dijeron los dos.
–—No pierda el tiempo –—me dijo el último joye-
ro. La pulsera se balanceaba apenas sobre su índi-
ce–—. No tienen ningún valor.
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El tronco del árbol
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Polvo
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la corteza se hundía levemente con cada golpe. Agachado, apoyando una rodilla sobre la tierra
Que observó bien al paraíso y encontró que la cor- para no caerse, Ramón introdujo una mano dentro
teza tenía fisuras y grietas que él no había visto has- del tronco. El vacío había llegado ya a la base del ár-
ta ese momento. Entonces levantó una capa de la bol, pero cuando sacó la mano, sus dedos tenían
corteza y pudo introducir la mano sin dificultad una delgada capa del polvo que se desprendía del
porque había un vacío dentro del tronco. Que en- interior hueco del paraíso, finísimas astillas secas
seguida despegó otra capa de la corteza. Más vacío. de la madera pulverizada.
Y que hasta pudo hacer bailar el brazo dentro del
árbol.
Ramón fue a consultar al vivero y el especialis-
ta le dijo que no era probable que el árbol hubiese
sido atacado por algún insecto. De hecho no había
ningún insecto ni dentro ni fuera del árbol. De to-
das maneras, le ofreció un líquido para inyectarle al
tronco durante una semana.
–—¿Y si no es un insecto, qué puede ser? –—pre-
guntó Ramón.
–—Que el árbol se esté muriendo.
–—Pero no es un árbol tan viejo.
El del vivero le dijo que eso pasaba a veces, que
era más común de lo que se podía imaginar. Que
los árboles se mueran es una cosa normal, pero co-
mo lo hacen lentamente, uno no se da cuenta en-
seguida. Que cuando uno lo nota, en general, ya ha-
ce bastante tiempo que la planta empezó a morirse.
Al día siguiente, Ramón compró las inyecciones
que le puso al árbol todas las noches durante una
semana, pero no le hicieron ningún efecto.
El día que Ramón decidió voltear el paraíso, ha-
bía levantado otra capa de corteza, pero esta vez
más cerca de la base.
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Leña
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–—Vuelvo rápido –—le digo para convencerlo–—, a veinte jazmines que, ni bien pongo en una jarra
más tardar, en media hora estamos de vuelta. con agua fresca, empiezan a emanar un dulzor des-
–—No, no –—dice sin mirarme, casi sin despegar de el centro de la mesa de la cocina. Exhalan un
la cara de la f lor–—. A hora no puedo. dulzor blando que impregna enseguida el aire ti-
Cuando llego, una hora más tarde, o más, Ra- bio de allí adentro y esparcen un perfume suave
món sigue afuera. A hora está en la vereda, sentado por la casa.
en el tronco del paraíso que volteó hace unos días
y, apenas me ve, se para y me hace una seña con la
mano para que vaya. Dice que va a cortar unos jaz-
mines para darme.
–—¿Te gustan los jazmines? –—me pregunta.
Los dedos anchos de Ramón cortan tallos de no
más de diez centímetros de largo. Tiene la piel de
las manos secas de tanto andar en la tierra y las ye-
mas de los dedos resquebrajadas.
–—Es un problema esta planta –—me cuenta mien-
tras camina alrededor del jazmín.
Pone todo su cuidado en elegir las f lores que es-
tán más abiertas y, cuando las selecciona, quiebra
los tallos con un movimiento rápido y seguro.
–—A fines de noviembre, se carga de pimpollos
–—sigue Ramón–—, pero lo malo es que abren todos
juntos, de un día para el otro.
Es verdad lo que dice. Las f lores están casi todas
abiertas pero es una planta que suele cargarse va-
rias veces cada verano, así que, lo más probable,
me explica Ramón, es que, en unos pocos días, vuel-
va a llenarse de pimpollos nuevos.
–—Tienen tanto perfume –—dice–— que da lásti-
ma que las f lores se pudran en la planta.
Es un ramo grande el que me regala, más de
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Inventos
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mo si nadáramos en una espuma blanca sobre la ru- ya no pudimos ver nada. El viento era cada vez más
ta, una ola lechosa que nos empalidecía al rodear- frío y más fuerte y nos dio vuelta el bote.
nos. Pero sabíamos que, detrás de esa blancura que –—¿Los rescataron?
duraba apenas, la vida nos esperaba otra vez como –—Todos empezaron a nadar hacia la orilla. Yo
siempre. Así hicimos kilómetros y kilómetros, co- me aferré al cuello de mi padre –—dice, pero se in-
mo cien creo, o más, cortando las franjas blancas terrumpe–—. No, no nadamos –—se corrige Ramón–—,
con nuestro auto. nos agarramos al bote hasta que amainó el viento.
Ramón en cambio nunca quiere contar nada, ni No le creo a Ramón cuando me cuenta, me pa-
sobre su niñez, ni sobre su familia, ni sobre ningu- rece que está mintiendo.
na de esas cosas, así que me sorprende cuando, Otra vez, un silencio mientras parece buscar al-
después de escucharme, se larga a hablar. Primero go en su memoria.
hace un silencio corto y enseguida una mueca que –—Creo que estuvimos ahí agarrados hasta que
le tuerce la boca ligeramente para el costado iz- alguien nos rescató, no me acuerdo si era un bote
quierdo. de Prefectura, creo que sí.
–—Íbamos en un bote –—me dice y, otra vez, –—¿Cuántas horas? –—le pregunto.
una pausa que no me atrevo a interrumpir por –—Cuántas horas –—repite él–—, no sé bien, todo
miedo a cortar el hilo de la historia–—. Éramos seis el día casi.
o siete, todos hombres grandes, compañeros de –—Está inventando –—le digo.
pesca de mi padre, él y yo, que no tenía más que –—¿Ah, sí? ¿Y por qué? –—me pregunta–—. ¿Qué di-
ocho o nueve años. Habíamos tenido una buena ferencia hay entre mi tormenta en el mar y tu nie-
pesca porque el mar estaba revuelto, y veníamos bla en la ruta?
con el bote cargado. Y aunque me apura con la mirada, no le con-
Hace otra pausa y clava la vista en algún punto testo.
que no alcanzo a reconocer. Por alguna razón, creo Recién después de unos minutos de silencio lo
que él quiere que le pregunte algo para continuar dice.
con la historia. –—Ningún recuerdo existe –—dice Ramón–—. Son
–—¿Y entonces? –—le pregunto, pero él no pare- todos inventos.
ce oírme y después de un instante se pasa la mano
por la cabeza y enseguida sigue.
–—Había viento de tormenta, un viento que nos
hacía bailar ahí adentro. Cuando se largó la lluvia
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El Rojo
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Ramón encontró, sobre el mostrador, un ejem- la revista. Un mono ocupaba un cuarto de página.
plar de El Gráfico del año 67. Desde la tapa, los dos Tenía puestos un par de suspensores Cliper para
jugadores más importantes del momento, sentados todo uso. El mono estaba erguido y sonreía mos-
frente a la cámara, sonreían arreglándose las me- trando unos dientes anchos y blanquísimos. En la
dias. A pesar de los treinta y cinco años de la revis- página cuarenta y nueve, una muchacha preciosa
ta, sus hojas no estaban ni siquiera ajadas. avanzaba de perfil con su pasito corto pero firme.
Llegó un matrimonio joven. Él traía en brazos a Usaba un gorro de piel y una cartera de cuero que
su pequeño hijo y, antes de sentarse, dudó sobre parecía no tener peso ninguno. Mientras saludaba
qué mesa elegir. con su manita sutil, anunciaba que se iba a com-
Recién cuando mi padre y Ramón se sentaron, prar un Ranser.
Matilde se acercó a la mesa. Nos recitó el menú, Ramón volvió a preguntar. Quería saber sobre
que apenas tenía dos entradas y cuatro platos. los jugadores de aquel momento y la pregunta que-
Mi padre intentó hablar con ella sobre los rela- dó, otra vez, sin responder. No sabía Matilde, no se
tores deportivos de aquel momento mientras hojea- acordaba, dijo.
ba el ejemplar de El Gráfico. En los últimos años, a Cigarrillos Nueva Florida, superlargos con fil-
mi padre le gustaba escuchar, los domingos a la tro; Embajadores con filtro, suaves y con carác-
mañana, los relatos de los partidos de fútbol que ter; y Medias Sportlandia industria argentina.
trasmitía la R AI en la televisión por cable. Por momentos, el murmullo de los clientes se
–—¿Blanco o tinto? –—preguntó Matilde, y miró hacía más débil.
hacia la puerta que se abría apenas chirriando. Los Mi padre sirvió vino para los tres y, cuando brin-
que entraron, tres hombres y dos mujeres, se sen- damos, el chocar de las copas sonó fuerte en el si-
taron a una mesa pegada a la ventana. lencio del local casi vacío.
Mi padre dijo que le gustaban los relatores ita- –—Nunca usé suspensores Cliper –—dijo Ramón,
lianos porque no gritaban y relataban las jugadas antes de que Matilde trajera la entrada.
con precisión. Seguía lloviendo y, desde allí, parecía que todo
En el local crecía el murmullo de las voces de se había puesto más oscuro afuera.
las únicas dos mesas ocupadas. –—Yo tampoco –—dijo mi padre–—, pero me acuer-
Ramón le preguntó a Matilde sobre los jugado- do bien de los Embajadores.
res de fútbol de las láminas, pero ella dijo no acor- –—A h, sí –—dijo Ramón–—, suaves y con carácter.
darse de ninguno. Matilde iba y venía por el local, pero ni mi pa-
A Ramón le gustaron las publicidades viejas de dre ni Ramón volvieron a preguntarle sobre los re-
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Dulces
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olla. Recién en ese momento, cuando rompe el her- estante más oscuro y seco de la cocina. Según un
vor, me acuerdo de los clavos de olor que debí ha- cálculo rápido, este año, el dulce tendría que durar
ber incorporado desde que puse el recipiente al hasta bien entrado el verano.
fuego. Destapo el frasco que los contiene y huelo
allí adentro. Es un olor que pica suave y deja en los
bordes de la lengua resabios amargos y ásperos.
Todos los años, después de preparar el dulce de
ciruelas, distribuyo los clavos de olor que me so-
bran en los cajones de la ropa interior y en el arma-
rio de las toallas de mano. Dejo también algunos en
el frasco. Tres o cuatro que no uso, pero durante el
año, cada tanto, abro la tapa y hundo mi nariz en la
boca del frasco de vidrio porque me gusta el olor,
concentrado allí abajo, subiendo amargo pero sua-
ve hasta mi cara.
A medida que hierve, la preparación va espe-
sándose y, un poco después de las once del medio-
día, llega a su punto. Es muy fácil de reconocer el
punto de los dulces. Dejo caer, desde la cuchara de
madera, una gota gruesa de la preparación sobre
un plato de loza. Si la gota se cristaliza sobre el pla-
to, si se endurece al instante, retiro la preparación
del fuego y, antes de que se enfríe, envaso el dulce
en frascos que enseguida ubico en el estante más
oscuro y fresco de la cocina.
Lo que sí me cuesta es esterilizar los frascos. No
sé hacerlo muy bien porque es un trabajo que siem-
pre hacía mi padre. Pero tengo que hacerlo, si no
lo hago, los dulces van a llenarse de moho y de hon-
gos en unos pocos días.
Cuento los frascos llenos, ya ordenados en el
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Trébol
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de volverse a su casa. A veces está más de quince medos que parecen gastados. Todavía cree que va
minutos esperándolo. a encontrarlo, que van a volver a su país. Tiene ese
Hoy, por primera vez desde que murió mi pa- sueño el Polaco: volver con su hermano a Polonia y
dre, el Polaco, después de esperar a Ramón, cruzó visitar juntos la tumba de sus padres. Y morir allá.
hasta mi casa. Está preocupado porque no volvió a Al Polaco le gusta contar historias. De Polonia,
verlo. Ya tocó varias veces el timbre, dice. Le digo de la guerra, del hermano y todas las veces que cre-
al Polaco que insista. Que, por la hora, seguro que yó encontrarlo. Ramón dice que las historias del
Ramón está adentro, ocupado con algo, haciendo Polaco son puras mentiras y prefiere creer en lo
algún trabajo en el fondo, o en la terraza tal vez. que se dice por ahí. Que el padre del Polaco cola-
No, que el timbre de Ramón no funciona bien a ve- boró con los alemanes, que nunca tuvo ningún her-
ces, le digo. mano, que se emborracha en el bar de la estación
Porque nada de lo que digo es cierto, cruzo con y persigue a las mujeres jóvenes que bajan del tren.
el Polaco hasta lo de Ramón. Sé que está ahí aden- Al Polaco le gusta contar historias. Empieza con-
tro. Que oyó el timbre, hoy y todos los días anterio- tándolas en un español mezclado con algo de po-
res. Estoy segura de que espía por la ventana para laco que lo hace sonar seco. A medida que avanza
ver si el Polaco sigue en la vereda. en la historia, pasa del español al polaco sin darse
Porque Ramón, lo dice siempre, no quiere sa- cuenta y ya no puede volver al español. Y llora,
ber nada con el Polaco. siempre termina contando las historias en polaco y
–—A mí ese tipo no me gusta. llorando. Parte el corazón verlo llorar así y no en-
–—Mi padre decía que era un buen hombre. tenderle lo que dice. Es como si nunca hubiese ha-
–—Puede ser, es que a mí no me gustan los lloro- blado castellano, ni una palabra. Llora y llora y habla
nes, dónde se vio un hombre que llore en la calle, en polaco.
a la vista de todos. Lo que no se sabe es por qué llora el Polaco.
El Polaco vino de Polonia con su hermano ma- Porque las historias son tristes. Por su hermano
yor, cuando la guerra, todavía no tenía ni trece que no aparece. Por la guerra. Por Polonia. Porque
años. El hermano era apenas dos años más grande pierde el español chapucero que habla. Porque re-
que él y a las pocas horas de llegar se perdió y nun- cupera el polaco. No se sabe.
ca volvieron a encontrarse. El Polaco pasó toda la Mi padre, entonces, cuando lloraba así, lo hacía
vida buscando al hermano que nunca encontró. entrar en casa, lo sentaba en el sillón frente al ven-
Debe de ser por eso que cuando va por la calle el tanal y servía vodka. Tomaban vodka mientras mi
Polaco mira a todos los que pasan con esos ojos hú- padre le decía que no se preocupara, que ya iban a
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volverle las palabras, que tuviera paciencia, que ya plando el aire entre los labios hasta que el sonido
iba a acordarse y que si no se acordaba, no impor- se desinf laba por completo.
taba. Y volvía a llenar los vasos. El Polaco agarraba Y bebían más vodka.
el vaso con la mano derecha y se secaba las lágri- –—Yo no voy a hacer nada de eso –—dice Ramón
mas con la mano izquierda cerrada en puño. ya en la vereda, cerca del tronco donde el Polaco y
Josef, le decía entonces mi padre cuando be- yo lo esperamos desde hace unos cuantos minutos.
bían, exagerando la efe, porque al principio no, al Le hago un gesto a Ramón y después, ensegui-
principio todos lo llamaban Josef al Polaco, pero da, cruzo la calle, y los dejo solos. Un gesto sin
con el tiempo la efe se fue suavizando cada vez más que el Polaco se dé cuenta, para decirle a Ramón que
y todos terminaron diciéndole Jose, y después Jo- no exagere, que tampoco es para tanto lo que ha-
sé, y Polaco. Y él no quería. ce. Después de todo, el Polaco sólo quiere contar
A hí viene el Polaco, seguro que ahora empieza alguna de sus historias, tomar un poco de vodka,
con una de sus historias y termina llorando como regresar a Polonia aunque sea en las palabras, en
una mujer. esa lengua suya que suena seca y que lo aleja de to-
Pobre José. dos nosotros.
Es un borracho.
No, es un buen hombre, un poco borrachín, sí,
pero José es un buen hombre.
Sí, pero con esas borracheras tristes y lloronas.
Josef, le decía mi padre entonces y alargaba la
efe hasta que terminaba de exhalar todo el aire.
Cruzo con el Polaco hasta lo de Ramón porque
estoy segura de que debe de estar adentro. Y que lo
oyó. El Polaco vuelve a tocar el timbre y después
los dos caminamos unos pasos por la vereda hasta
que nos sentamos a esperar sobre el tronco del pa-
raíso. Él espera que Ramón llegue de un momento
a otro de algún lado. Yo, que se asome de una vez
y que conversen.
Por fin, Ramón sale de su casa.
Josef, le decía mi padre y empujaba la efe, so-
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Tiempo
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Y es cierto que mis plantas necesitarían ese ve- taba comida por las polillas. Pequeños orificios
neno. Tengo un rosal comido por las hormigas. Es que ya empiezan a deshilacharse y que son imposi-
un rosal trepador que da unas rosas silvestres de bles de coser porque la seda zafa a la costura. Y,
muchos pétalos apretados y unas hojas brillosas y aunque cuando abro los pliegues se desprende to-
ahuecadas. Aunque lo planté de un gajo pequeño, davía algo del olor de la naftalina, creo que ya es ca-
en menos de un año creció fuerte cubriendo la pér- si imposible recuperar ese pañuelo.
gola de madera. Hasta que una noche lo agarraron
las hormigas y amaneció con las varas sin hojas.
Y los caracoles, también, que siempre aparecen
en los días de humedad o de lluvia, y que muerden
las hojas de la ampelopsis.
Y sé, además, que debajo del colchón que for-
ma la hiedra disciplinada contra la pared del fondo,
hay cucarachas y arañas.
Y, aunque no me gusta la mirada de Ramón con-
trolando mis plantas, sé que tiene razón. Pero no
quiero echar ese veneno. No vale la pena porque
sé, también, que ningún veneno es efectivo ciento
por ciento, que todo cuidado es, a la larga, inútil.
Recuerdo los esfuerzos de mi padre por cuidar
un pañuelo de seda que guardaba porque había
sido de su madre. Decía que la seda, junto con la
lana y la madera, eran los alimentos preferidos de
las polillas y que no había que descuidarse. No usó
más que cuatro o cinco veces ese pañuelo pero en
cada primavera lo oreaba al sol fuerte del mediodía
y lo dejaba el resto del día al aire libre. Cuando lo
guardaba, entre los dobleces del pañuelo, ponía al-
gunas bolitas de naftalina. No sé si mi padre hizo
esto durante los últimos años pero cuando abrí el
pañuelo, hace unos meses, descubrí que la tela es-
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Actores
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me vieron, dejaron de hablar. Ya otras veces los ha- –—Se tarda más en ir al banco que en gastarlo
bía oído cuchichear y siempre pasaba lo mismo: ni –—dijo, intentando cambiar de tema.
bien me veían, se callaban. No le contesté.
Un mediodía los vi llegar en el Chevrolet de Ra- –—A mí me parece que cada vez me dura menos
món, habían ido al banco a cobrar la jubilación. la plata –—dijo.
Hacía meses que iban juntos. Cuando estacionaron Me puse a acomodar unos diarios que mi padre
junto al cordón, se quedaron unos minutos en el au- siempre dejaba desordenados sobre la mesa y él se
to, riéndose, y siguieron con la risa cuando bajaron. sentó en el sillón del ventanal que da al jardín.
–—¿Qué pasa? –—le pregunté a mi padre cuando –—¿Aumentaron las cosas? –—me preguntó.
entró. –—No sé –—le dije.
–—Nada –—me dijo. –—Te enojaste porque no te cuento.
Sacó del bolsillo del pantalón el recibo de la ju- –—De qué se reían.
bilación y los billetes que había cobrado y empezó –—Hacemos un poco de teatro en el banco –—me
a contarlos con lentitud. dijo–—, todos los meses, cuando vamos a cobrar.
–—¿De qué se reían los dos? –—¿Cómo un poco de teatro?
–—De nada. –—Me hago el enfermo para no hacer la fila.
–—No querés contarme. –—No puedo creerlo.
–—No. –—Estábamos hartos de hacer dos o tres cuadras
–—¿Por qué? de fila, cuatro horas de espera para cobrar esta mi-
–—Porque te vas a enojar. seria –—dijo señalando el cajón donde había guar-
–—Nunca me enojo –—le dije. dado el sobre con la plata de la jubilación–—. Se le
–—Sí –—me dijo él. ocurrió a Ramón –—me dijo–—, vos viste que él es
Mi padre había terminado de contar los billetes. de hacer esas cosas.
–—¿Cuándo me enojé? Dejé de acomodar los diarios y me senté frente
–—Cuando te dije que quería teñirme el pelo co- a él.
mo Ramón. –—Me acuerdo que un día esperamos desde las
Mi padre acomodó los billetes en el cajón del diez de la mañana hasta las tres de la tarde. Nunca
mueble del comedor. Antes los había doblado con más, me dijo Ramón cuando salimos, esto no nos
prolijidad y los había guardado en un sobre blanco. pasa nunca más. Y le fuimos dando forma a la idea.
Después archivó el recibo de la jubilación y guardó –—¿Y qué hacen?
el documento. –—Entramos juntos al banco. Yo me hago el ren-
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go, muy rengo, como si no pudiera caminar solo. Él favor, que ya que está, que le pague a él también
me lleva del brazo, como llevan los que acompañan porque no puede hacerme esperar a mí tanto tiem-
a los inválidos. po. Por las piernas, le dice Ramón al cajero.
–—¿Cómo pueden creerte si ni siquiera usás No podía creer lo que mi padre me contaba.
bastón? –—En quince minutos estamos afuera, nos subi-
–—Sí que uso –—me dijo–—. Ramón me presta uno mos al Chevrolet y nos venimos para acá –—dijo mi
para entrar al banco. padre y volvió a sentarse.
No parecía sentir ningún pudor cuando me ex- –—¿Cómo pueden hacer eso?
plicaba el procedimiento. Lo hacía con tranquili- –—No tiene nada de malo.
dad y mirándome a los ojos. –—Sí tiene –—le dije.
–—Ramón tenía un bastón arrumbado en la te- –—Me dijiste que no ibas a retarme.
rraza de su casa. No sé de quién era. Es un bastón –—Nunca te dije eso.
de madera con un taco de goma en el extremo. Lo Me levanté y fui a terminar de doblar los diarios.
lleva siempre en el baúl para cuando lo necesita- –—¿Y si salen del banco en quince minutos,
mos. No es nada del otro mundo, es un bastón así por qué nunca vuelven hasta el mediodía? –—le
nomás, pero nos vino bien. pregunté.
–—¿Entrás al banco con un bastón? La tinta de los diarios me había ensuciado la
Mi padre se paró, se alejó del ventanal y acom- yema de los dedos.
pañó la explicación con gestos y movimientos. –—Porque a la vuelta pasamos por el bar de la es-
–—Caminamos despacio, él me agarra del brazo tación –—me contestó–—. Tomamos cerveza negra
como sosteniéndome, yo me apoyo en él para no bien fría y nos comemos unas porciones de pizza.
caerme. Cada cinco o seis pasos, hago como si se Mi padre arrimó el sillón al ventanal y volvió a
me af lojaran las rodillas. sentarse.
A medida que me contaba, iba entusiasmándose No le importaba nada lo que yo pensara.
cada vez más, como cuando uno cuenta una pelícu- Puso sus manos grandes sobre el apoyabrazos
la que le gustó. del sillón.
–—En cuanto el policía de la puerta nos ve –—si- Lo vi entusiasmado mientras me contaba, pero
guió mi padre–—, nos hace pasar, nos acompaña el recuerdo del bar y la cerveza negra lo había ani-
hasta la caja y le ordena al cajero que me pague. mado aún más.
Después, Ramón, por lo bajo, mientras el cajero –—El médico te dijo que no podés tomar alcohol.
cuenta la plata para pagarme, le pide que le haga el Mi padre no parecía oírme.
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Traje azul
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la calle. A mi padre y a Ramón les gustaba inventar- entre la tetona y sus hombres. Y por las tardes, cuan-
les sobrenombres a los novios de la tetona. Éste era do ella pasaba caminando, siempre se llevaba los
tan menudo que le pusieron Brutus. ojos de estos dos hombres colgados de las puntas
–—Brutus no va a durarle demasiado a la tetona de sus senos.
–—comentó mi padre la primera vez que los vieron Qué raro me resulta ver a Ramón vestido con
llegar juntos. ese traje.
–—No –—dijo Ramón–—, no le van a dar las fuer- Al día siguiente, cuando me cuenta que se vis-
zas para escalar esos cerros. tió así porque había invitado a salir a la tetona, me
Antes, la tetona había tenido un novio del que to- sorprendo.
dos sospechábamos que le pegaba. Ella solía apare- –—¿Y por qué no? –—me pregunta–—. ¿Yo no pue-
cer con golpes y moretones en la cara y en los bra- do acaso?
zos y cuando le preguntábamos, nos contaba sobre Dice que fueron a la pizzería de la estación y to-
alguna caída del colectivo o algún accidente casero. maron cerveza negra. Después caminaron un poco
Y una vez tuvo un novio que trabajaba en un por el centro y cuando volvieron ella lo invitó a
show de lucha libre. Era un hombre grandote, de que pasara pero él no quiso entrar a la casa.
brazos musculosos y bigote abundante. Ella iba to- –—Hizo mal –—le digo, desaprobando.
dos los fines de semana a verlo actuar. La tetona lo –—Es que estaba incómodo con ese traje –—me
recordaba como el más bueno de todos sus novios. dice él levantando los hombros–—. No veía la hora
El grandote cocinaba, lavaba los platos y le hacía de llegar a mi casa para sacármelo.
arreglos en la casa. A veces la acompañaba a hacer Yo podría decirle que, sin embargo, el traje le
los mandados y él cargaba con las bolsas mientras quedaba bien, que se lo veía muy elegante o algo
la tetona caminaba derecha sobre sus tacos finos. así, pero me quedo callada.
La tetona le dijo una vez a mi padre que el grando- –—Me ahogaba –—me dice, y hace un gesto como
te era un pan. Sin embargo, lo dejó a los pocos me- tocándose el nudo de la corbata que ya no tiene.
ses. El luchador, les contó una tarde la tetona a mi –—Podría haberse puesto otra ropa –—le digo.
padre y a Ramón, tenía una madre absorbente que –—No, es que no era la ropa –—dice Ramón–—.
lo llamaba por teléfono ni bien él llegaba a casa de Era un ahogo –—dice, mientras repite ese gesto de
la tetona y lo volvía loco hasta hacerlo volver. asfixia llevándose la mano al cuello.
Mi padre y Ramón recordaban de memoria la
lista de novios de la tetona y se divertían diciendo
groserías que imaginaban acerca de los encuentros
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Chevrolet
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–—¿De qué sirve tener los diarios ordenados? dos minutos, ante mí, el vendedor con el diario del
Se pasaba horas y horas buscando un apellido día de mi nacimiento. Las hojas opacas despiden
que había leído hacía un tiempo, la ruta en donde un resto de tinta olorosa que se me pega en la ye-
se había producido un choque que le había impac- ma de los dedos.
tado, la inauguración de una fábrica que se había –—Qué rápido que encuentra todo –—le digo mien-
abierto tres años atrás y de la cual el diario del día tras busco los treinta pesos para pagarle.
anunciaba su quiebre. Y casi nunca lograba encon- Me explica el vendedor, entonces, guardando el
trar lo que buscaba. diario en el sobre marrón, que detrás del negocio,
–—Cómo vas a tirarlos –—me dice Ramón–—. Hay en el depósito, tiene todo ordenado por año, por
que encontrar un destino para esos diarios. mes, por día.
La Librería Antique es un local chico con un Nos volvemos a casa antes del mediodía. Ni Ra-
mostrador en el lateral derecho y muchas revistas món ni yo sabemos qué hacer con todos esos dia-
en las mesas de saldo. Mientras Ramón se acerca al rios apilados de mi padre.
mostrador y le pregunta cuánto pagan por los dia- –—No le pregunté cuánto pagan –—le digo a Ra-
rios, yo recorro las mesas de saldo. món antes de llegar.
Hay muchos clientes y el encargado le dice que –—Yo tampoco –—me dice él, y ahora parece no
lo espere. Hay unas seis o siete personas compran- darle ya ninguna importancia al asunto este de la
do diarios de distintas fechas. Los clientes piden un venta de los diarios viejos de mi padre.
diario, el vendedor anota día y año y enseguida de-
saparece por detrás del cortinado que separa el ne-
gocio del depósito. A los pocos minutos, aparece
con el diario. Cada ejemplar sale treinta pesos y el
vendedor lo entrega en un sobre de papel madera
que tiene la tarjeta del negocio pegada en el frente.
Le pido al vendedor el diario del día de mi na-
cimiento y cuando abre el cortinado para ir a bus-
carlo, espío ahí atrás sin que el vendedor se dé
cuenta. Del otro lado del cortinado, un galpón
enorme, lleno de estantes con pilas de diarios. Al-
canzo a ver carteles escritos con letra de imprenta
mayúscula que indican el nombre de los meses. En
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Art. 538. Granizo, tormentas.— Después de una El sonido de la lluvia es suave por momentos.
tormenta y especialmente si ha caído granizo, los Otra vez hojeo y leo al azar.
jefes procurarán averiguar, lo más pronto posi- Observaciones
ble, qué daño han sufrido las sementeras, comu- H Indica parada para bajar pasajeros pro-
nicando luego el resultado de sus averiguaciones cedentes de Plaza C. Y subir únicamente
al Inspector de Tráfico. pasajeros con destino a estaciones com-
Art. 545. Jugadores en los trenes.— Cuando los prendidas de Zapala a Médanos y Ramal
guardas sepan que viajan jugadores en el tren, Cipolletti a Kilómetro 1218
advertirán de ello a los pasajeros. Si los jugado- DP Indica Desvío Público
res intentaran hacer jugadas, los guardas inter- PP Indica que el tren es pasado por otro
vendrán para evitarlo y si sus indicaciones no Precauciones Permanentes
fueran atendidas, pondrán el hecho en conoci- IMPORTANTE
miento del jefe de la primera estación donde pa- Con excepción de las que figuran a continua-
ren, quien entregará los jugadores a la policía. ción se observarán en todos los casos las siguien-
Art. 489. Abandono del puesto.— El guarda- tes precauciones en los empalmes y cruces de vías
barrera no debe ausentarse de su puesto sin pre- a un mismo nivel.
via conformidad del jefe ni antes de la llegada Empalmes de vías principales:
de su reemplazante pues sería responsable de lo - En la vía recta o tomando la curva del cambio
que ocurriese por haber abandonado la barrera. - Cruzadas entre vías principales
Durante las horas de servicio, dedicará toda su - Entrando o saliendo de las vías auxiliares y
atención a vigilar la vía hasta donde alcance su desvíos
vista. - Transporte de Hacienda
El otro libro dice en la tapa, blanda: Ferrocarril - Formación de Trenes de Carga / Cuando el
Nacional General Roca. Itinerarios de Trenes Ge- tren conduzca vagones de carga, éstos deben
nerales. Para Uso y Gobierno De Los Empleados venir a la cola, es decir, atrás de la hacienda.
Exclusivamente. Vigente Desde El 20 De Abril de Cerca del marco, una bruma de telas se agita li-
1953. Administración General. viana por el juego del viento que entra por la ven-
La letra de mi padre agrega, con tinta negra: tana.
Darwin 22-4-53. Lugar y fecha están separados por En la contratapa, el dibujo del itinerario. Leo al
el escudo nacional que está impreso en la parte su- azar otra vez: Cañuelas, Darragueira, Brandsen,
perior de la tapa del libro. Quequén, Copetonas, Lezama, Ingeniero White, Ja-
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Las palabras
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Pilífero: que tiene pelos. El aire de la lluvia que entra por la ventana
Respiración: Función mediante la cual las cé- es frío y húmedo. Y está también el ruido metáli-
lulas vivas oxidan sustancias orgánicas, que se co del agua de lluvia, corriendo por la zinguería
manifiesta por intercambios gaseosos, como ab- de los desagües.
sorción de oxígeno y expulsión de gas carbónico. En otra escribe sobre las piedras y su forma de
Respiración artificial: método de tratamiento de evanescerse en la tierra. En esta frase incluye, entre
la asfixia y de la parálisis respiratoria. Sin respi- otras, las palabras fertilidad, tierra, dureza, precipi-
ración, muy impresionado, asustado. tarse. Es una oración difícil de leer porque no pone
Peaje: derecho que se paga por utilizar un comas en ningún lado y es bastante larga, usa casi
puente, carretera o autopista. Lugar donde se pa- veinte palabras pero suma mal y el puntaje que ano-
ga ese derecho. ta es veintitrés cuando lo exacto sería diecinueve.
Mi padre se había inventado un juego con el El jardín está inundándose. Los truenos suenan
diccionario, una especie de solitario sin cartas pe- cerca de la casa, y los relámpagos hacen grietas frá-
ro con palabras, que jugaba algunas tardes mien- giles en la negrura del cielo.
tras esperaba que se hiciera de noche. El juego Sólo en una de las oraciones alcanza más de
consiste –—o consistía, es que no sé si ya nadie lo treinta puntos. Algunas de las palabras que usa son
juega más, si es que sólo mi padre lo jugaba–— en ruinas, felicidad, silencio, cristalizar, respiración,
escribir una oración formada por la mayor canti- termino, siempre, todo, rabia, lejos, maderas.
dad de palabras posible. A un punto por palabra.
Entre las hojas del diccionario, mientras voy de
la pe de piedra a la ge de gracia y así, encuentro pa-
peles escritos por mi padre.
La lluvia sigue. La corriente de aire que entra por
la ventana hace bambolear las cortinas blancas for-
mando globos livianos que se desvanecen enseguida.
En la primera de las hojas que encuentro, mi
padre escribe una oración corta en la que no alcan-
za más de nueve puntos, dice algo sobre la luna y
cómo bordea la oscuridad, la frase tiene varias ta-
chaduras y correcciones pero aun así no logra dar-
le un sentido a la oración.
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Remedios
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Pero, a pesar del choque, el auto no tiene pro- piendo contra las paredes del muelle. Al tercer día
blemas con el arranque y el motor funciona casi nos volvimos a casa. Mi padre dijo que viajaríamos
bien. de noche para aprovechar el último día en la playa.
–—Voy a tener que andar así –—me dice ahora Antes de salir, pasó un trapo rejilla al parabrisas,
con las manos hundidas en los bolsillos del panta- controló que estuvieran todos los documentos y,
lón–—, con todo el auto chocado. después, salimos despacio. Viajamos toda la noche
Piensa llevárselo dentro de un tiempo a un cha- sin parar más que una vez a cargar combustible y
pista que conoce y que, según me dice, siempre controlar el aire de las gomas. Cuando salimos de la
pasa presupuestos más baratos que otros y además estación de servicio, en la banquina, esperando pa-
no trabaja nada mal. Pero por ahora no puede. Que ra volver a salir a la ruta, una camioneta blanca nos
cuando lo lleve al chapista, me explica Ramón, de llevó por delante y arruinó la trompa del Kaiser. La
paso le va a hacer arreglar el paragolpes que se le camioneta que nos chocó no venía a mucha veloci-
af lojó el día en que volteó el paraíso tirando con el dad, había frenado porque quería entrar en la esta-
auto de la soga que había atado al paragolpes para ción de servicio, pero dijo que no nos había visto.
derribar el árbol. A pesar del choque, ni ellos ni nosotros nos lasti-
Ramón parece abatido. Mientras habla, da vuel- mamos, pero daba pena ver nuestro auto nuevo, re-
tas alrededor del Chevrolet, lo observa. cién salido de fábrica, y ya chocado. Mi padre no
A nosotros también nos chocaron el frente del demoró mucho en hablar con el dueño del otro ve-
auto una vez, cuando veníamos por la ruta, pero mi hículo. Se pasaron los datos personales y los del se-
padre no se hizo tanto problema. Había comprado guro. Después me dio una linterna, abrió el capot
su primer auto. Era un Kaiser Carabela, un auto ne- y me indicó que le alumbrara. Estuvo unos pocos
gro que tenía un volante grande y brilloso con un minutos con la cabeza metida adentro del motor
redondel en el centro. Él presionaba ese círculo para ver si se había roto algo y, cuando volvimos a
con la palma abierta para tocar la bocina, que sona- subir al auto, tenía las manos engrasadas y la frente
ba ronca y áspera. Cuando lo compró, esa primera brillosa de sudor.
semana, fuimos unos días a Monte Hermoso para –—Todo está bien –—dijo secándose la traspira-
ablandar el motor. ción, y enseguida abrió la guantera–—. Podemos se-
Estuvimos tres días en el mar. Pasábamos todo guir viaje.
el tiempo en la playa entrando y saliendo del agua Fue todo lo que dijo mientras se limpiaba las
y por las noches íbamos al muelle. A mi padre le manos con un trapo. Salimos a la ruta. Mi padre en-
gustaba oír el ruido de los golpes de las olas rom- cendió la radio y buscó una música suave. El soni-
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do de los instrumentos llenó la cabina del auto, que to enseguida, las grietas de la pintura celeste dibu-
parecía tan grande. jan un mapa con el itinerario de caminos que se en-
–—Dame un poco de café –—dijo mi padre. trelazan o bifurcan como en la contratapa del libro
En el asiento de atrás teníamos un termo con ca- del ferrocarril de mi padre, como las ramas sin ho-
fé caliente y un frasco de azúcar, pero nos había- jas de la ampelopsis sobre la pared desnuda del in-
mos olvidado de reponerla y estaba casi vacío. Mi vierno.
padre tomó dos o tres sorbos.
–—Fueron buenos estos días –—dijo pasándome el
vaso con café.
Era un café fuerte y amargo pero igual lo tomé.
Volví a llenar la taza y se la pasé a mi padre.
–—Tuvimos suerte, vinimos sólo tres días y tuvi-
mos los tres días de sol –—dijo, y agregó algo sobre
el café y lo bien que había venido porque lo iba a
mantener despierto para manejar.
Recuerdo ese viaje para siempre y la felicidad
rara que sentí viajando al lado de mi padre en un
auto nuevo, tomando café y hablando en la oscuri-
dad casi toda la noche. Aunque después, pocas ve-
ces, mi padre y yo volvimos a hablar sobre aquel
viaje, con el tiempo, el recuerdo de aquellos días
en el mar y de esa felicidad fue creciendo cada vez
más, aunque en lo más íntimo de mí siempre supe
que no era gran cosa todo eso, al fin y al cabo sólo
éramos un padre y su hija que atravesaban la ruta
regresando a casa en un auto chocado.
Ramón no parece escuchar mi historia del Kai-
ser. Sigue dando vueltas alrededor de su Chevrolet
chocado. Está tan desanimado.
–—No sé qué voy a hacer ahora –—dice.
Sobre la superficie abollada del capot, lo advier-
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Cielo oscuro
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movimientos cortos y rápidos. Al médico le confir- un envión fuerte, levantan entre los dos la camilla
man la cama para el paciente y deja el teléfono so- que deslizan en la caja de la ambulancia.
bre la mesa. Asomo medio cuerpo hacia adentro antes de
–—¿Familiar? –—me pregunta. que cierren las puertas pesadas.
–—¿Qué pasó? –—hablo bajo mientras trato de –—Y la radio –—le digo–—, dejo la radio encendi-
acercarme al médico. da como siempre para que crean que hay gente en
–—El corazón –—me contesta. También el médi- la casa.
co habla bajo, pero su voz gruesa suena pesada Ramón hace otra vez ese gesto de levantar los
entre nosotros–—. Hicimos un electro, vamos a in- dedos pero con menos fuerza ahora y con los pár-
ternarlo para hacerle otros estudios y tenerlo en pados cerrados.
observación. El médico tiene el apellido bordado Enseguida uno de los camilleros cierra las puer-
en azul en el bolsillo de la chaqueta y algunos hilos tas. Apenas suben, encienden la sirena. Un sonido
sueltos deshilachan el dibujo de las últimas letras. agudo que nos alerta a todos allí afuera. Veo a la
Los camilleros no quieren que Ramón se pare, ambulancia subir por la calle y perderse hacia la
lo sientan en una silla de ruedas y lo llevan hasta la avenida. Recién a las dos cuadras, cuando la ambu-
camilla y de la camilla a la ambulancia. En la vere- lancia dobla para el lado del hospital, la sirena que
da me acerco a él. se aleja deja de oírse, y, entonces, entro rápido en
–—Voy atrás de la ambulancia –—le digo–—. Cie- la casa para echarle llave a la puerta. La casa tiene
rro la casa y lo sigo en el auto. un silencio raro y oscuro sin Ramón, y rachas de
Parece como si quisiera hablarme pero no dice ese olor agrio atraviesan los cuartos.
nada, baja una o dos veces los párpados con lenti-
tud, como afirmando.
–—Cierro la casa –—agrego, creyendo que eso lo
tranquiliza.
Hay dos o tres vecinos en la vereda.
–—Después enciendo las luces y bajo las persianas.
Ramón levanta apenas los dedos de la mano que
tiene sobre el vientre, como una señal, parece no
darle ya ninguna importancia ni a las luces ni a las
persianas.
–—Nos vamos –—dice uno de los camilleros y, con
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Final
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Trenes
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mientras cruzábamos de una provincia a la otra, él callados a la vuelta, con la tranquilidad de quienes
cantaba las viejas canciones de los ferroviarios que lo tienen todo para siempre.
había aprendido de sus amigos maquinistas. Y éra-
mos como ricos sin billetes mientras duraba ese Puedo verlo todavía: está sobre la plataforma
viaje. Del otro lado del vidrio, mientras mi padre uno mirando cómo se aleja el último tren con des-
cantaba, se veían únicamente los álamos y la no- tino a Alejandro Korn. Los vagones desfilan delan-
che. Una noche fría, un campo enorme, un cielo te de él y los rostros de los pasajeros enmarcados
lleno de estrellas brillantes que pasaban veloces en las ventanillas pasan sonrientes, preocupados,
sobre nuestras cabezas. Y toda la alegría que sentía- tristes, indiferentes.
mos al ver las luces de la próxima estación asomán-
dose lejos (él sabía todos los nombres de las estacio- Mi padre quiere verlos a todos y hace saltar sus
nes y me enseñaba). Y la nieve que juntamos como ojos de vagón en vagón llevando su mirada de aquí
espuma en nuestras manos frías aquella noche, en para allá.
la estación de un pueblito lejos de las montañas. Después, el tren se aleja y él está solo otra vez,
Hacía un frío helado y había una quietud en la at- aunque es una soledad que no dura más que unos
mósfera calma. Ni siquiera una brisa, ni un soplo instantes porque enseguida llegan otros pasajeros,
en la firmeza del aire. Un frío helado y la nieve que y la estación va poblándose de nuevo y de a poco
caía lenta. Unas bocanadas de un humo ligero des- el andén empieza a llenarse de gente. Todos quie-
bordando de nuestras bocas. Miré a mi padre y él ren viajar y algunos le hacen aquellas preguntas so-
estaba mirándome también y entre los dos caía la bre los horarios de los trenes. Entonces él respon-
nieve blanca. Nos arrojamos bolas de nieve riéndo- de con sus gestos que son amplios como siempre
nos bajo ese cielo negro y corrimos por la estación mientras envuelve el aire con las manos grandes.
iluminada mientras la nieve seguía cayendo. Des-
pués, un silbato agudo atravesó el andén indicando Mi padre está ahí, de nuevo en la estación. Su
que todo se había terminado. La voz ronca y áspe- piel es lozana y tiene la tersura fresca de los hom-
ra del guarda anunciando que debíamos subir al bres jóvenes. Está siempre sobre la plataforma y ca-
tren porque ya nos íbamos. mina erguido. Como los trenes, mi padre regresa
siempre y está ahí una y otra y otra vez.
Y los dos volviendo a casa; los asientos reclina-
dos, los párpados cerrados y la bocina del tren
avanzando en el desierto. Los dos descansábamos
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Hospital
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Campana
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qué es, voy mirando cada lugar. Ramón es un go de la casa de Ramón mientras él no esté. Vuelvo
hombre desprolijo. Tiene la cama sin hacer, las sá- a poner la campana en la repisa, detrás de la lata
banas revueltas y dejó ropa sin acomodar sobre la con f lores, y esa vibración del sonido me sobresal-
silla del dormitorio. Hay un toallón usado en el ta, me agita, como si me envolviera el cuerpo.
baño y despide un olor fuerte a humedad. Pero lo
más desprolijo es la cocina. Reviso los papeles
que tiene apilados sobre el televisor. Son recibos
de luz y de gas del último año y varios almanaques
viejos. Abro las puertas de la alacena. Todo tiene
ese olor. Los platos, los vasos, también la frutera
vacía con los bordes chamuscados en el centro de
la mesa. Sobre la pared, al lado de la ventana, hay
una repisa de madera con adornos. Un ángel rojo
con las alas abiertas, un mortero pequeño de ma-
dera oscura, una taza con varias llaves que imagi-
no en desuso, velas y una lata grande con f lores
blancas en la que Ramón guarda las galletitas. En-
tre la lata con f lores y el borde de la repisa, casi
tapada por la lata, encuentro la campana que ha-
bía hecho mi padre. Es una campana pequeña e
imperfecta y hace un sonido que demora unos se-
gundos en apagarse. Un sonido que es una vibra-
ción y se sostiene en el aire, a la altura del cuer-
po. La campana dio vueltas por la cocina durante
mucho tiempo. Nunca le encontramos ningún uso
y terminó en un mueble viejo junto con algunas
otras cosas inútiles. Me pregunto qué hace esta
campana acá. Para qué se la habrá prestado mi pa-
dre a Ramón, cuándo.
Quiero llevármela a casa, después de todo era
de mi padre, mía ahora. Pero no puedo llevarme al-
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Cuidados
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largo de todo el camino que hacen las hormigas, –—¿Qué pasó? –—me pregunta Ramón cuando
me explica el empleado. El sebo tiene el olor de las llega.
plantas, es un concentrado que atrae a las hormi- Parece desolado mirando su jardín y tengo que
gas por su gusto a hojas verdes y f lores dulces. Se escuchar la lección sobre cómo cuidar los plantas y
vuelven locas pensando que es alimento y se lo lle- las flores. Me recuerda que tengo un rosal al que tam-
van al hormiguero. Después de una o dos horas, poco cuido demasiado, y una ampelopsis que tiene
ese sebo actúa como una bomba molotov. Explota todas las hojas comidas por los caracoles.
dentro del hormiguero y lo destruye. Ya me había acostumbrado a mirar todo desde
–—¿Y si las hormigas no se lo llevan? –—le pre- adentro de la casa de Ramón. Así que, después que
gunto al empleado. Ramón vuelve, los primeros días me siento rara mi-
–—Se lo van a llevar. rando su jardín desde afuera.
–—Puedo buscar el hormiguero y ponerlo direc- Me incomoda, además, cuando salgo de casa,
tamente. ver a Ramón plantando semillas de dichondra para
–—Ni se te ocurra –—me dice el empleado–—. Las reconstruir el césped, o renovando los gajos de
tipas son desconfiadas y en cuanto ven que alguien malvones que se apoyaban contra la pared y los
les deja algo de regalo en su casa, se mandan a mu- canteros de las plantas de f lores blancas que se co-
dar y cambian de casa. No se dejan engañar así no- mieron las hormigas.
más. Aunque huela bien, salen disparadas y aban-
donan el hormiguero. Son muy piolas.
Apenas oscurece, cruzo a bajar las persianas y
encender las luces. Riego las plantas de las macetas
y busco. Las tipas, como las llama el empleado del
vivero, ya están haciendo su procesión.
Me gusta mirarlas. Se cargan el cebo y se enca-
minan de a cientos al hormiguero. Caminan cre-
yendo que cargan alimento para almacenar, que van
a hacerse un depósito que les va a durar todo el in-
vierno.
El empleado tenía razón y, al otro día, ni rastro
de hormigas. Pero ni la dichondra ni los malvones
crecen antes de que Ramón vuelva.
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Muelles
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–—Cuando se pesca –—me explica Ramón–—, no Y cuando el mar retrocedía, la ola dejaba una
se puede hablar. Hay que estar atento y no espan- espuma que se depositaba en la arena mojada. Pa-
tar a los peces con la conversación. recía un encaje sobre la arena, un bordado de figu-
Dice Ramón que el muelle es oscuro. Que sólo ras irregulares y en relieve.
algún farol a querosén alumbra, en parte, las cañas,
los anzuelos, las latas con las lombrices y los baldes
repletos de agua para los pescados.
–—Apenas si les conozco las caras a los otros
pescadores –—me dice Ramón.
–—¿Y cómo van a ser sus amigos si no les cono-
ce la cara? –—le pregunto.
–—¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra?
–—me contesta.
Dice Ramón que, en esa oscuridad de los mue-
lles, se pierden los gestos de los pescadores, aunque,
a veces, en las noches claras, la luna baja deja ver al-
gunos rasgos, pocos. Pero que, en general, no se dis-
tingue casi nada. Ni los colores de la ropa, nada.
Que todos los hombres que ahí están parecen
iguales, dice.
No sé de qué habla Ramón porque nosotros
nunca fuimos a pescar.
Pero sé de los veranos en el mar.
Las caminatas que hacíamos todas las noches
por el muelle.
El rumor del agua, creciendo bajo nuestros pies.
Por momentos, había, también, un silencio que
duraba poco ahí abajo, un silencio que era nada
más que un murmullo del agua bajo el muelle.
Y, enseguida, otra vez, los golpes de las olas
rompiendo contra las paredes del muelle.
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Parcela
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mas entrando por el portón grande. Aunque había dora de un grupo de ventas de parcelas, entrena a
también un acceso por atrás, esa entrada casi nun- los vendedores aspirantes y supervisa a los que se
ca estaba habilitada por ahora, pero que con el inician. Me lo contó hace unos meses cuando me la
tiempo, la empresa pensaba mudar a ese portón la crucé en el portón principal, que sigue estando en
entrada principal. En ese caso, y eso era seguro se- el mismo lugar. Iba apurada porque tenía que mos-
gún lo que afirmaba la vendedora, las parcelas de trar el producto en una empresa y tenía entrevista
ese sector se cotizarían muchísimo. Y uno no iba a con el personal en una reunión general.
vender una parcela en el cementerio, claro, pero –—Mato varios pájaros de un tiro –—me dijo en-
era una gran ventaja que nosotros no alcanzábamos tonces.
a ver. Que, una vez que mudaran la entrada princi- Es raro escuchar a Ramón hablar sobre estos te-
pal, los lotes se cotizarían mucho más. Que mi pa- mas de cementerio. Nunca quiso acompañarme a
dre ahora pagaría la mitad de lo que valdrían las llevarle f lores a mi padre. Sólo vino el día que lo en-
parcelas con la nueva cotización dentro de unos terramos y desapareció durante la sepultura. Era
pocos años. Que ya iba a ver, sólo era cuestión de una mañana tan diáfana que todos los colores pa-
comprar y sentarse a esperar. La vendedora le agre- recían más claros. Recién vi a Ramón cuando vol-
gó que, como excepción, considerando los ingre- víamos. Estaba a unos cuantos metros, cerca del
sos de mi padre, podía dárselo a pagar en cincuen- portón que da a los fondos del cementerio, de es-
ta cuotas en vez de treinta y seis, como la empresa paldas, las manos hundidas en los bolsillos del pan-
estipulaba. Estoy segura de que mi padre le creyó a talón. Alguien lo llamó cuando regresábamos hacia
la vendedora. Siempre creyó en los vendedores. los autos por el camino más ancho. Un chistido
Esa noche, antes de irse a dormir, mi padre dijo breve que le avisaba que ya todo había terminado.
que, según se lo había dicho la muchacha cuando Ramón se dio vuelta, avanzó rápido y se unió a to-
se despidieron en la vereda, ése era su primer día dos nosotros, que caminábamos a la par. El pasto
de trabajo. verde del cementerio se veía clarísimo recién corta-
–—¿Por qué pensar en esas cosas? –—le dije. do en esa mañana límpida. Ramón se negó a subir-
Al día siguiente, por la mañana, mi padre con- se a uno de esos autos largos de la cochería que ful-
firmó la compra de la parcela cuando la empleada guraban en un azul metálico, y se perdió entre los
llamó para ver si ya se había decidido. últimos del grupo que nos despedíamos frente al
Mi padre no se equivocaba cuando decía que portón.
esa muchacha era una buena vendedora. La ascen- La vendedora me pregunta por la edad del com-
dieron a fines del año pasado y ahora es coordina- prador. Me incomoda responder algunas de sus
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Cementerio
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–—dice Ramón y acomoda los brazos cruzados so- tración. Tal vez vaya a pagar una de las cuotas a la
bre su vientre–—. Digo, para que no gastaras. muchacha que, unos años atrás, le vendió a mi pa-
Mientras me habla, Ramón mira las f lores y sé dre la parcela por teléfono.
que desaprueba la compra. Como la mujer de blusa rosa, miro fijo la lápida
–—Tres pesos no es nada –—digo. de mi padre. Como ella, aprieto la punta de la na-
–—Es mucho por esto que te dieron –—dice Ra- riz entre mis dedos.
món. Volvemos caminando despacio hasta el auto.
Cuando bajamos del auto, él hunde las manos Por suerte lo dejamos a la sombra, porque el sol
en los bolsillos y los dos caminamos a la par, pero está fuerte y hubiera recalentado los asientos y el
él apenas si contesta mis comentarios sobre el cli- volante.
ma y cuánta gente que hay en este horario, y lo Ya en el camino de regreso, cuando pasamos
fuerte que está el sol en estos días. Cuando llega- por delante del puesto de f lores, Ramón mira co-
mos a la lápida de mi padre Ramón se ofrece para mo buscando al f lorista, como recriminándole la
cargar el f lorero con agua limpia. sequedad de las gardenias en la tumba de mi padre.
–—Ya están secas –—exagera Ramón mientras yo Volvemos con todas las ventanillas abiertas para
acomodo las gardenias en el f lorero. que el auto se airee. Ya casi ni se huele el perfume
Hay una mujer de unos cincuenta años en una de la menta fresca del jabón.
de las lápidas cercanas. No llora, mira fijo la lápida –—Vayamos despacio –—dice Ramón cuando su-
y de vez en cuando se aprieta las fosas nasales con bimos a la ruta.
suavidad. Ramón vuelve a hundir las manos en los Tenemos el sol de frente y a esa hora es bastan-
bolsillos y por unos segundos nos quedamos los te molesto manejar con la luz en el horizonte por-
dos parados ahí. La mujer que mira fijo la lápida tie- que enceguece.
ne una blusa rosa un tono más oscuro que el de las
gardenias que, en verdad, ya empiezan a marchitar-
se a mis pies.
Ramón camina, alejándose, y por fin se sienta
en un banco de madera, cerca de la canilla en la
que hace unos minutos estuvo cargando agua para
el f lorero. La mujer de blusa rosa, cuando pasa a mi
lado, me pregunta la hora y después camina lento
por el camino ancho que desemboca en la adminis-
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El mar
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bién el agua de mar, en contacto con la piel, hacía vantar en unos pocos segundos lo que se logró con
penetrar, a través de los poros, gracias al yodo y las mucho esfuerzo.
sales, las vitaminas que un organismo necesita pa- Cuando el cuerpo quedaba totalmente cubierto
ra estar sano. y sólo se distinguía la cara con los párpados cerra-
Con sus manos en cuenco, solía juntar el agua dos, mi padre permanecía quieto por un buen rato.
espumosa que se formaba al romper una ola gran- Decía mi padre que, después, rompiendo en un
de y se lavaba la cara con ese líquido, en la convic- instante esa cubierta, él se levantaba y, enseguida,
ción de que estaba consumiendo una buena dosis corríamos juntos al mar. Que íbamos riéndonos y
de salud. jugando carreras. Que los dos gritábamos mientras
Tal vez a causa de esa creencia, durante casi to- corríamos, esos gritos que se pegan de alegría.
da mi niñez, cuando íbamos a la playa, jugábamos Mi padre contaba que nos zambullíamos en el
a enterrarnos. agua para limpiarnos toda la arena que se nos había
Él se acostaba boca arriba, y ponía los brazos pegado, pero como buscábamos las olas más gran-
pegados al cuerpo, y yo lo cubría con la arena tibia, des, la rompiente nos volteaba, y volvíamos a ensu-
hasta que mi padre desaparecía bajo esa montaña ciarnos con la arena, y a levantarnos, y a zambullir-
de polvo grueso y amarillo. También cubría su ca- nos de cabeza en otra ola, y la ola nos revolcaba
beza, dejándole libre, solamente, la cara. otra vez, y de nuevo la arena en el cuerpo y así.
Mi padre permanecía con los ojos cerrados du- Pero yo no recuerdo esa parte sino en rachas.
rante todo el juego, aunque, a veces, hablábamos Yo lo que recuerdo es su cuerpo enterrado en
mientras yo lo cubría. Él me preguntaba si faltaba la arena, su cara al sol y los párpados cerrados.
mucho, si ya había terminado con las piernas, si los Mi quietud, ahí, a su lado, esperando que él
que estaban jugando a la pelota se habían metido al rompa el silencio. Desentierre su cuerpo de una
mar o si seguían jugando, y, si seguían jugando, vez. Se levante, por fin. Que salgamos corriendo.
cuál de los dos equipos iba ganando. Pero yo no po-
día contestarle todas esas preguntas porque tapar-
lo todo era una operación que me daba mucho tra-
bajo y tenía que estar bastante concentrada.
Lo más difícil de cubrir eran los pies y lo que
más tiempo me llevaba, el abdomen.
En los días ventosos, el trabajo resultaba casi
imposible. Las ráfagas de viento son capaces de le-
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