Alfonso Gálvez - Los Cantos Perdidos
Alfonso Gálvez - Los Cantos Perdidos
Alfonso Gálvez - Los Cantos Perdidos
LOS CANTOS
PERDIDOS
Tercera Edición
New Jersey
U.S.A. - 2013
Los Cantos Perdidos, Tercera Edición by Alfonso Gálvez. Copyright
c 2013
by Shoreless Lake Press. American edition published with permission. All
rights reserved. No part of this book may be reproduced, stored in retrieval
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ciety of Jesus Christ the Priest, P.O. Box 157, Stewartsville, New Jersey 08886.
CATALOGING DATA
ISBN–13: 978-0-9835569-6-1
Published by
Shoreless Lake Press
P.O. Box 157
Stewartsville, New Jersey 08886
— III —
Lo primero que excita nuestro apetito de saber en el
presente problema, es el hecho de que haya sido el pul-
chrum el último en ser reconocido como uno de los atri-
butos del ente: los transcendentales. Porque si el ser es
el uno, la bondad y la verdad, ¿acaso era tan difícil reco-
nocer que también es la belleza?
Para Santo Tomás, así como el bien es quod omnia
appetunt, el pulchrum queda limitado a satisfacer la vía
cognoscitiva: pulchra enim dicuntur quæ visa placent.
De manera que es bello aquello que agrada a la vista.1
Por supuesto que el Santo reconoce que entre uno y otro
no existe sino una distinción de razón: super eandem
rem fundantur. . . sed ratione differunt, tal como lo dice
claramente en el siguiente texto: Ad primum ergo dicen-
dum quod pulchrum et bonum in subiecto quidem sunt
idem, quia super eandem rem fundantur, scilicet super
formam: et propter hoc, bonum laudatur ut pulchrum.
Sed ratione differunt. Nam bonum proprie respicit appe-
1
En este tema, como en tantos otros, la referencia a Santo Tomás
es obligada; frente a tantos autores como han abordado el problema,
aunque ninguno de forma tan completa y seria como el Aquinaten-
se. Por lo que nos limitaremos a él, considerando que es la mejor
manera de ahorrar tiempo y de andar seguros.
— IV —
titum: est enim bonum quod omnia appetunt. Et ideo ha-
bet rationem finis: nam appetitus est quasi quidam mo-
tus ad rem. Pulchrum autem respicit viam cognoscitivam:
pulchra enim dicuntur quæ visa placent. Unde pulchrum
in debita proportione consistit: quia sensus delectatur in
rebus debite proportionatis, sicut in sibi similibus; nam
et sensus ratio quædam est, et omnis virtus cognoscitiva.
Et quia cognitio fit per assimilationem, similitudo autem
respicit formam, pulchrum proprie pertinet ad rationem
causæ formalis.2 Pero desde luego, así como el bien se
identifica con el ser —ens et bonum convertuntur—, y
puesto que se distingue del pulchrum solamente por vía
de razón, resulta en buena doctrina que lo bello también
se identifica con el ser.
De todas formas, es bien sabido que Santo Tomás es
más proclive a la vía intelectiva que a la volitiva. La Bea-
titudo, como último fin del hombre, consiste para él en
la contemplación saciativa de la verdad. Según el Santo,
ultima et perfecta beatitudo non potest esse nisi in visio-
ne divinæ essentiæ.3 Como es lógico, Santo Tomás acer-
tará una vez más. Por nuestra parte no nos vamos a dedi-
2
Santo Tomás, Summ. Theo., Ia, q. 5, a. 4, ad primum.
3
Santo Tomás, Summ. Theo., Ia–IIæ, q. 3, a. 8, respondeo.
—V—
car a contradecirlo, ni menos aún a discutir por extenso
una cuestión que, además de no ser de este lugar, care-
cemos de competencia para abordarla. De todos modos,
y siempre teniendo en cuenta que no pretendemos sino
exponer una opinión, personalmente nos agrada más
creer que, por lo que se refiere al último fin y a la pose-
sión del infinito Bien, intervienen por igual tanto la vía
cognoscitiva como la volitiva. Pues es posible —siempre
a nuestro modo de entender— que tampoco el hombre
se sintiera saciado con la mera contemplación del Bien
infinito.
Desde luego, el argumento escriturístico que apor-
ta el Santo (1 Jn 3:2) no parece concluyente. Y tampoco
conviene olvidar que el hombre no es solamente inte-
ligencia, ni solamente voluntad; sino un todo en el que
ambas facultades, aunque en él sean distintas, actúan
formando una unidad. Parece más lógico pensar que el
ser humano más bien aspiraría a la plena posesión de
Quien es, a la vez, el Uno, la Verdad, el Bien y la Belleza,
todos ellos en grado infinito e identificados en el Sumo
Ser. Posesión que, por otra parte, sería imposible conse-
guir por otra vía que no fuera a través del amor.
— VI —
Es imposible amar sin conocer. Y desde luego, no hay
posibilidad de desear el bien sin conocerlo previamente:
nihil volitum quin præcognitum. Pero, si es un absurdo
pretender desear sin conocer previamente, conocer sin
amar (o desear) no tiene sentido alguno.4 Por lo que no
parece ser suficiente, como consecución de la definiti-
va Beatitudo, la mera contemplación saciativa de la ver-
dad. Si Dios es Amor (1 Jn 4:8), y ha querido revelarse al
hombre como tal además de constituirse como su últi-
mo fin, no podrá menos de desear entregarse al hombre
y de recibirlo a su vez en reciprocidad, puesto que en eso
consiste esencialmente el amor.
Como la belleza, lo mismo que el bien, in re se iden-
tifica con el ser, podemos suponer que también ella es
quod omnia appetunt. Pero, como siempre, los trans-
cendentales se entienden mejor dentro de la estructura
general de la teoría del amor. Y así por ejemplo, si nos
atenemos a lo que sucede en las creaturas, así como en
el amor puramente humano resulta mucho más fácil pa-
ra el enamorado distinguir entre la bondad y la belleza,
en el amor divino–humano resulta prácticamente impo-
4
Y, por supuesto que, cuando se trata del bien, sería imposible no
desearlo. Como el mismo Santo Tomás es el primero en reconocer.
— VII —
sible. El hombre enamorado de Dios no suele distinguir
entre la bondad y la belleza divinas, las cuales resultan
para él una misma cosa, contempladas sobre todo a tra-
vés de (y en) la Persona de Jesucristo. De tal manera que
bien podemos decir: ¿acaso el alma enamorada se siente
atraída por la bondad, la cual resplandece en Jesucristo,
más que por la belleza y el encanto que también brillan
en Él como faro reluciente y seductor?5
Pero demos ya de lado a las disquisiciones filosófi-
cas, teológicas y metafísicas, que no son de este lugar ni
nos corresponden a nosotros, y centrémonos en lo que
constituye el objeto de esta introducción, a saber: la be-
lleza, manifestada esta vez por medio de la poesía.
Pues, efectivamente, la poesía es la expresión de la
belleza por medio de la palabra. Lo mismo que la pin-
tura la presenta por medio de la imagen, o la música a
través del sonido. A propósito de lo cual, tal vez conven-
ga recordar que, según Santo Tomás, la belleza se perci-
be por los sentidos de la vista y del oído. Y puesto que la
poesía tiene acceso a ambos, según la palabra sea oral
5
Como puede verse, a medida que los transcendentales ascien-
den (en nuestro orden cognoscitivo) en la escala del ser, se compren-
de mejor la identificación de todos ellos con él.
— VIII —
o escrita, puede decirse que participa de las dos vías de
aproximación a la belleza.
A su vez, la palabra es el vehículo utilizado por el len-
guaje. El cual es, para el ser humano, el medio en el que
se expresan los conceptos. Acerca de lo cual, ha de te-
nerse presente que, puesto que el hombre no es capaz
de penetrar de modo exhaustivo la esencia de las cosas,
con mayor razón tal limitación alcanza también al len-
guaje; teniendo en cuenta, sin embargo, que, si bien no
llega a agotar su comprensión de modo exhaustivo, o en
su total profundidad, es capaz de conocerlas verdadera-
mente en lo que realmente son, pese a lo que digan el
kantismo y el conjunto de las filosofías idealistas.
Con respecto a la poesía, el campo del lenguaje se
concreta y amengua más todavía, puesto que es nece-
sario que exprese la belleza. Y de ahí que, si el lenguaje
utilizado en lo que se ofrece como poesía no presenta
rasgos de belleza, ni tampoco parece capaz de evocar-
la, bien puede decirse que no existe allí poesía en modo
alguno; por más que se pretenda lo contrario.
— IX —
El ente, o el ser, es lo primero que el hombre perci-
be,6 según el tomismo, o la filosofía del ser, también lla-
mada filosofía perenne e incluso a veces filosofía del sen-
tido común. Denominación esta última a propósito de la
cual quizá valga la pena observar que, el hecho de que
el sentido común parezca haber desaparecido de una
inmensa mayoría de seres humanos, en modo alguno
puede considerarse ajeno al olvido universal y generali-
zado de la filosofía del ser. Todo lo cual tenido en cuen-
ta, no habría de parecer tan difícil aprehender o percibir
cosas como la bondad o la belleza, las cuales, al fin y al
cabo, se identifican con el ser.
No habría de serlo, efectivamente, aunque de hecho
lo es. Lo cual no es todo aún. Porque, a causa del olvi-
do y alejamiento (e incluso desprecio) que se han pro-
ducido con respecto a la idea del ser, la percepción de
la belleza parece haberse convertido en tarea de titanes,
por no decir en labor imposible. Aunque, a fuer de rea-
listas, mejor que de dificultad, más bien habría que ha-
blar aquí de corrupción del lenguaje y de las ideas. Pues-
to que, no solamente se cataloga como belleza cualquier
6
Santo Tomás, De Ente et Essentia, Prœmium; Met., II, 1; I Sent., 1,
3, 3; I Sent., 38, 1, 4, 4; In Metaph., I, 2.
—X—
cosa, aunque no muestre rasgo alguno de pulcritud, sino
que incluso se abre la puerta a su identificación con to-
das las aberraciones del feísmo.7
Cuando se vuelve la espalda al ser, se quiera o no se
quiera reconocer, lo que aparece en su lugar no es pre-
cisamente el vacío —el vacuum—, sino el feísmo o, si se
quiere decir de forma más suave, la ausencia de belleza
al menos. Pues no existe un término medio entre el ser
y la nada. Aunque tampoco puede decirse que el feísmo
es lo contrario al ser, puesto que el ser carece de con-
trario —la nada es, sencillamente, nada—. Y si, por otra
parte, el ser se identifica con el bien, con la bondad, la
verdad y la belleza, resulta entonces que, una vez elimi-
nado, desaparecen también los otros transcendentales.
A lo cual hay que añadir que el corazón del hombre no
fue hecho para dar acogida al vacío, sino a la infinitud
—Nos hiciste, Señor, para ti, y por eso nuestro corazón es-
tará inquieto mientras no descanse en ti. . . 8 —. Olvidada
7
Utilizamos aquí el término vanguardista, aplicado a la poesía,
como comprensivo de todas las variadas y complejas formas del arte
(de la poesía, en nuestro caso) que se separan del realismo. Se trata
de un procedimiento con vistas a la simplificación, dado que esta
introducción no pretende ser un estudio o un ensayo sobre el tema.
8
San Agustín, Confesiones, I.
— XI —
o eliminada la idea del ser, desaparece también, como
por ensalmo, la de la belleza. De ahí la razón de la poe-
sía feísta, que también se podría equiparar a la poesía
que no dice nada.9
Sucede que el presunto poeta, o el que ha optado por
el nihilismo o el feísmo, no puede hacer otra cosa. Una
vez desterrado el ser del conjunto de los sentimientos,
quedan también deportadas del alma las ideas de la be-
lleza, de la bondad y de la verdad. El corazón de tal poe-
ta, que ha cerrado la puerta a la belleza, queda insensi-
ble y vacío ante ella. Y, como fácilmente percibe el senti-
do común y comprueba la experiencia, donde no existe
la sensibilidad para percibir la belleza, tampoco es posi-
ble encontrar la capacidad para expresarla o crearla. De
modo que un corazón humano de tal guisa, cerrado a la
belleza, no es capaz de crear poesía. Pues, como decía
el dicho escolástico, quidquid recipitur, ad modum reci-
pientis recipitur. Y de la misma forma podría asegurarse
que lo que sale hacia afuera, no puede ser otra cosa sino
lo que ya hay dentro.
9
En realidad es un concepto negativo en relación al ser, lo mismo
que el pecado lo es en relación a la bondad.
— XII —
Evidentemente, alguien podría objetar, sin duda que
con cierto fundamento, con respecto a lo que se acaba
de decir. Según lo cual, un hombre carente de bondad
sería incapaz de elaborar auténtica poesía. Y de hecho es
indudable que han existido grandes poetas a quienes no
es posible presentar como modelos de virtud. Sin em-
bargo, para que la objeción pudiera ser admitida como
concluyente, precisaría reconocer también un conjunto
de circunstancias concomitantes. Pues, como bien ates-
tigua la Historia y reconocen los hechos, tales poetas,
al menos ordinariamente, jamás han estado cerrados o
vueltos de espaldas por completo a la bondad,10 aparte
de que también fueron siempre ajenos a renegar de la
idea del ser. El desprecio y hasta el rechazo del concepto
del ser, como fenómeno colectivo y universalmente ex-
tendido, es más bien propio de los tiempos modernos,
fruto de las filosofías idealistas y de secuelas ideológicas
tales como el marxismo. Nos quedaremos para siempre
10
Poetas ilustres, por limitarnos a la lengua castellana, como Lope
de Vega, Quevedo o Góngora, de costumbres no siempre enteramen-
te rectas, eran indudablemente hombres de una fe tan profunda y de
sentimientos religiosos tan arraigados como para jamás ponerlos en
duda.
— XIII —
sin saber lo que hubiera sido de tan excelsos vates en el
caso, de ninguna manera imposible, de que hubieran si-
do almas enteramente receptivas a los conceptos de la
bondad y de la verdad.
De todos modos, forzoso es tener en cuenta que nos
estamos moviendo en el orden de las generalidades, las
cuales no siempre pueden ser aplicadas a todos y cada
uno de los seres humanos, individualmente considera-
dos. Solamente Dios sabe lo que hay en el corazón del
hombre, y únicamente Él conoce lo que está dispuesto a
conceder a cada uno, incluso al más perverso; pues na-
die es definitivamente reprobado hasta que se encuen-
tra como condenado en el Infierno. Elementos de be-
lleza o de bondad, más o menos abundantes, pueden
encontrarse en cualquier hombre y en el momento más
inesperado. Picasso, por ejemplo, era muy capaz de ha-
cer buena pintura cuando quería.
Pero es indudable que el rechazo del ser ha dado lu-
gar a generaciones de seres humanos que, voluntaria-
mente o no, han llegado a desconocer sistemáticamente
la belleza. Si a eso se une el poder difusor y propagandís-
tico de que gozan las ideologías, nada tiene de extraño
que, de manera prácticamente general y muy extendi-
— XIV —
da, se concedan cartas de acreditación de poesía (o de
buena pintura, o de buena música) a producciones ar-
tísticas que están muy lejos de serlo. El caso de Rafael Al-
berti, por ejemplo, es típico a este respecto. Su musa de
poeta genial, o simplemente de poeta, derivaba exclusi-
vamente del hecho de pertenecer al Partido Comunista.
Pues es bien sabido que, sin que nadie haya pregunta-
do porqué, la Izquierda se ha arrogado el derecho, bien
apoyada una vez más por el poderoso aparato publici-
tario de la modernidad, de impartir títulos de laureados
a miembros suyos a quienes considera merecedores de
figurar en el Parnaso.
Por otra parte, la ausencia del requisito de la belleza
como ingrediente esencial de la poesía, abre las puertas
a cualquiera que aspire a ser coronado por cualquiera de
las dos musas —Calíope o Erato— que, según la Mitolo-
gía, fueron las inspiradoras de la poesía (épica o lírica);
aunque siguiendo ahora un procedimiento en el que los
merecimientos son lo que menos cuenta. Así se ha he-
cho posible que las masas acepten como poesía cual-
quier producto, incluidos aquéllos cuya posible aproxi-
mación a la belleza ni siquiera puede ser considerada
como coincidencia. Aquí cabría aplicar, por extensión,
— XV —
lo que decía Fray Gerundio de Campazas cuando se pa-
rangonaba con los predicadores de su tiempo:11 que pa-
ra predicar, tal como se hacía por ahí, él no necesitaba
libros (cosa que el P. Isla, creador del personaje, refren-
daba plenamente). Pues algo así precisamente se podría
decir con respecto a las creaciones de muchos poetas
modernos.
11
Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas,
alias Zotes, del P. Isla (1703–1781).
— XVI —
tan libre,
tú,
en el viento!
No llevabas pendientes.
Las modistas, de blanco, en los balcones,
perdidas por el cielo.
—¡A ver!
¡Al fin!
¿Qué?
¡No!
Sólo era un pájaro,
no tú,
Miss X niña.
El barman, ¡oh qué triste!
(Cerveza.
Limonada.
Whisky.
Cocktail de ginebra.)
Ha pintado de negro las botellas,
y las banderas,
alegrías del bar,
de negro, a media asta.
¡Y el cielo sin girar tu radiograma!
Treinta barcos,
cuarenta hidroaviones
y un velero cargado de naranjas,
gritando por el mar y por las nubes.
Nada.
— XVII —
¡Ah, Miss X! ¿Adónde?
S.M. el Rey de tu país no come.
No duerme el Rey.
Fuma.
Se muere por la costa en automóvil.
Ministerios,
Bancos del oro,
Consulados,
Casinos,
Tiendas,
Parques,
cerrados.
Y, mientras tú, en el viento
—¿te aprietan los zapatos?—,
Miss X de los mares
—di, ¿te lastima el aire?—.
¡Ah Miss X, Miss X, qué fastidio!
Bostezo.
Adiós. . .
Good Bye. . .
(Ya nadie piensa en ti. Las mariposas
de acero,
con las alas tronchadas,
incendiando los aires,
fijas sobre las dalias
movibles de los vientos.
Sol electrocutado.
Luna carbonizada.
— XVIII —
Temor al oso blanco del invierno.
Veda.
Prohibida la caza
marítima, celeste,
por orden del Gobierno.
Ya nadie piensa en ti, Miss X niña.)
— XIX —
caso de los datos que proporciona el sentido de la vista,
sino estar dispuesto a afirmar rotundamente lo contra-
rio de lo que claramente se percibe; salvo que se quiera
ser catalogado como insensato, obtuso, fuera de tiesto. . .
y candidato seguro al manicomio. Por todo lo cual qui-
zá, ahora más que nunca, harían falta niños que, como
en el conocido cuento, gritaran, con tanta ingenuidad
como llaneza, lo que sencillamente estarían viendo sus
ojos, a saber: la desnudez del Rey.
Ya hemos dicho que el desprecio del ser, no solamen-
te ha dado lugar en la poesía al olvido de la belleza, sino
que también ha desembocado en una pretendida lite-
ratura poética que no dice absolutamente nada. Aun-
que con la ventaja, por supuesto, de que así se abren las
puertas a la mediocridad y al mundo de lo fácil. Las mu-
sas no se han mostrado nunca muy dispuestas a derro-
char sus inspiraciones de manera indiscriminada, sino
que más bien han hecho ver sus preferencias por la ge-
nialidad y a favor de una elite más o menos determina-
da. De ahí que el número de los verdaderos poetas sea
tan escaso, a pesar de ser innumerables los que preten-
den serlo. Pues efectivamente son muchos los que aspi-
ran a tal atributo y que, o bien se lo arrogan descarada-
— XX —
mente, o bien es el mismo Sistema el que, en busca de
sus propios intereses, se lo proporciona. Con lo que vol-
vemos a lo de siempre: una composición literaria que
nada tenga que ver con el ser, ni tampoco por lo tan-
to con la belleza, sino solamente con la nada —porque
realmente nada dice—, no es en absoluto poesía, por
más que su autor se atribuya a sí mismo el título de poe-
ta, o porque lo hagan otros. Aunque es indudable que,
una vez admitido que tal cosa —el lenguaje vacío— es
verdaderamente arte literaria poética, cualquiera pue-
de confeccionarlo y atribuirse los laureles. Lo cual ex-
plica la extraordinaria abundancia de poetas en nues-
tro mundo, con infinidad de elaboraciones cuyo éxito y
aceptación dependen más del marketing y de las em-
presas publicitarias que del verdadero arte. Y sin embar-
go, como insistiremos a continuación, una cosa que es
esencial a la verdadera poesía es precisamente el hecho
de que diga algo, puesto que es la manifestación de la
belleza, expresada mediante el lenguaje de las palabras
apuntando directamente a lo más profundo del alma; en
definitiva, con el propósito de llegar, mediante su pecu-
liar forma de expresarse, hasta donde no ha podido ha-
cerlo de ninguna manera la mera prosa no poética. Pues
— XXI —
ya diremos después que el lenguaje poético no utiliza
solamente la forma de verso, sino también la de la pro-
sa.
Para ilustrar lo que acabamos de decir escojamos una
producción poética al azar —existen por millares de mi-
llares— y tratemos de inquirir acerca de lo que quiso
transmitir el autor, en el supuesto caso de que quisiera
decir alguna cosa y, en el más hipotético todavía, de que
quisiera expresarla con belleza. He aquí, por ejemplo, un
fragmento de una producción de Daniel Barroso:12
12
Daniel Barroso, poeta argentino nacido en 1954. Debido a su
longitud, y al hecho de que basta con un fragmento para hacerse
cargo, no vamos a transcribir el poema completo.
— XXII —
No existen signos ortográficos de puntuación. Cosa
lógica hasta cierto punto, puesto que no hacen ninguna
falta. Y, como puede apreciarse, la tarea se presenta di-
fícil para quien trate de adivinar lo que quiere transmi-
tir el poeta. Algunos dirán que en realidad no hace falta
que diga nada, aunque no aportan razones para expli-
car cómo algo puede ser poesía sin decir nada. Si bien es
verdad que a veces el silencio (aun en forma de alusión)
puede convertirse en auténtica poesía, como en los ma-
ravillosos versos de Garcilaso,
13
Égloga Tercera.
— XXIII —
Y en cuanto a dedicarse a leer o a escuchar lo que na-
da dice, es una forma como otra cualquiera de perder el
tiempo.
Como hemos indicado más arriba, el lenguaje poé-
tico desempeña una labor transcendental. La cual con-
siste en intentar expresar, hasta donde sea posible, sen-
timientos que son de por sí inefables, o indecibles pa-
ra la mera prosa. El mundo de los misterios, en el que
invariablemente se desenvuelve el ser humano, es infi-
nitamente más complejo y elevado que el de las cosas
explicables. El amor o el dolor, por ejemplo, son abso-
lutamente inexpresables para el lenguaje en todo lo que
son y suponen. Y al decir lenguaje, nos referimos lo mis-
mo al poético que al simplemente prosaico. Pero, ¿en-
tonces. . . ?
Porque, aunque efectivamente ninguno de los dos
consigue cubrir la realidad del misterio, también es ver-
dad que la poesía es capaz de llegar allí donde no llega
la prosa. Bien entendido que no se trata de que la poe-
sía alcance las profundidades del alma humana, o de lo
inexplicable, hasta mostrar las realidades de manera ex-
haustiva o siquiera satisfactoria; pero sí que es capaz de
evocar, o de inducir al menos sentimientos, que nunca
— XXIV —
podrían ser puestos de manifiesto por la mera prosa. Y
por supuesto que tales evocaciones, las cuales, por otra
parte, andan muy lejos de pretender considerarse ex-
plicaciones, son algo tan íntimo y subjetivo como que
adoptan formas enteramente diversas para las distintas
personas que las perciben. Todas ellas absolutamente le-
gítimas y verdaderas, con la única condición de que la
emotividad de la persona receptora tenga como base de
sustentación una sensibilidad sana y normal.
De ahí que pueda afirmarse con toda razón que la
poesía —la verdadera poesía— es un lenguaje vivo, que
habla o evoca por sí mismo, incluso independientemen-
te y mucho más allá de la voluntad y de las intenciones
de su autor. Tan cierto es esto, que también puede de-
cirse que la verdadera poesía, una vez elaborada, cobra
vida propia y se libera de los propósitos de su creador. Y
por eso —algo parecido, analógicamente, a lo que suce-
de con las palabras de la Biblia—, la verdadera poesía no
pasa jamás y alcanza la inmortalidad: ¿Acaso han perdi-
do actualidad y belleza las obras poéticas de Homero, de
Virgilio o de Dante?
En este sentido, el misterio de la poesía, llega a ex-
tremos inconcebibles e insospechados. Pues, entre otras
— XXV —
cosas, en el estado o situación de autonomía vital que le
es propio, parece que se adhiere más al alma de quien la
escucha o lee que a la de su propio autor. Lo cual expli-
ca el hecho de lo que sucede cuando es el propio poeta
quien trata de hacer inteligible su obra a otros, mediante
razonamientos más o menos detallados: pues induda-
blemente decepciona, hasta el punto de que casi nunca
coincide con los sentimientos que su labor artística es
capaz de evocar en los demás. Cosa que puede adver-
tirse fácilmente, por ejemplo, en las prolijas —y a veces
farragosas— consideraciones que el mismo San Juan de
la Cruz escribió en sus tratados místicos, en los que tan-
to se esforzó en explicar y desmenuzar doctrinalmen-
te su inmortal obra poética. Sin duda que, cuando lee-
mos al Santo explicar sus poesías, sentimos el irreduc-
tible sentimiento de que no era precisamente eso lo que
habíamos sentido.
En cuanto al llamado verso libre, hay quien afirma
que no parece muy diferente de la prosa —es una opi-
nión—, además de que su originalidad parece quedar
reducida a su estructura formada por versos irregula-
res y a la carencia de rima. Pero, como siempre, si la
construcción en verso libre aspira a ser considerada co-
— XXVI —
mo una de las formas de la poesía, habrá de expresar-
se en términos de verdadera belleza. Existen bastantes
producciones literarias en prosa rebosantes de verdade-
ra y auténtica poesía, como ocurre, por ejemplo, con la
famosa trilogía épica de Tolkien El Señor de los Anillos.
En cambio todo parece indicar que las obras de verso
libre realmente merecedoras de ser calificadas de poé-
ticas, son más bien escasas. Y hasta a veces inducen a
pensar que el verso libre no deja de ser un recurso fácil,
liberador de las exigencias del verso rimado, o de las im-
puestas, como en la poesía griega y latina, por la métrica
de la duración de las sílabas.
El duende de la poesía va ligado, como es lógico, a
los conceptos, y más propiamente al contenido aními-
co o espiritual que contiene la poesía; y aun con mayor
fuerza si cabe, a las palabras empleadas para expresar-
lo. Pues, si bien el concepto es el mismo en todos los
idiomas, no ocurre lo mismo con las palabras o el len-
guaje en el que se expresan. Debido a lo cual, habiendo
sido redactada la obra poética en una lengua determi-
nada y estando estrecha e íntimamente vinculada a las
palabras correspondientes, se convierte en algo intradu-
cible. O todo lo más, si el traductor conoce bien ambas
— XXVII —
lenguas y el pensamiento del autor original, amén de te-
ner también alma de poeta, puede llegar a elaborar una
obra en todo caso aceptable. Existen versiones en lengua
francesa o inglesa de la obra poética de San Juan de la
Cruz, por ejemplo, que no dejan de producir sentimien-
tos de pena, o de auténtica decepción por lo menos. En
cuanto a los poemas que Tolkien introduce en su trilo-
gía de El Señor de los Anillos, por citar otro caso,14 resul-
ta difícil apreciarlos debidamente en versiones traduci-
das; mientras que, una vez leídos en su lengua original,
es precisamente cuando pueden ser saboreados en todo
su valor poético.
14
Ya hemos dicho más arriba que toda la obra en prosa de Tolkien
en esta trilogía bien puede considerarse verdadera poesía.
— XXVIII —
A modo de conclusión
— XXIX —
De ahí que, para el autor, su vida haya sido un fraca-
so en cierto modo al menos, puesto que ha transcurri-
do por cauces que anduvieron siempre muy lejos de lo
que Dios habría podido esperar. Y lo confiesa sin empa-
cho alguno, aunque, no sin añadir a continuación, que
mantuvo siempre encendida la llama de la esperanza,
puesto que nunca llegó a los extremos del desaliento ni
dejó de confiar en Dios. Afirma estar convencido de que
creer en la sabiduría divina, frente a la tremenda y triste
realidad de la humana, es el equivalente al esperar con-
tra toda esperanza del Apóstol (Ro 4:18). Y por eso, para
él, son la sabiduría y la bondad divinas las que hacen
posible que, al final de una larga vida en la que tampoco
han faltado las infidelidades con respecto a Dios, toda-
vía se pueda seguir confiando firmemente en la Persona
de Jesucristo.
El autor comienza por eso una de las últimas estrofas
aquí contenidas aludiendo al final de su existencia:
— XXX —
mos cuidado de explicar en la introducción que la poe-
sía se presta a la interpretación personal de cada uno, en
la que quizá es la del propio autor la que menos cuenta.
Y, por otra parte, esta segunda interpretación también
parece más acorde con el verso segundo:
15
1 Cor 1:27.
— XXXI —
Una tarea que se puede empezar. . . , pero con la absoluta
seguridad de que no se va a llegar jamás hasta el final.
Y por eso dice a continuación:
16
1 Cor 13:12.
— XXXII —
Y fuese al fin, en marcha apresurada,
17
2 Tim 4: 6–7.
— XXXIII —
acabada la labor, puede quedar definitivamente atrás.
Tal como puede apreciarse en la estrofa de San Juan de
la Cruz:
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
— XXXIV —
Y dando la labor por acabada,
después de, como inútil, despreciada,
el bardo enmudeció, con gran tristeza:
¿Quién osará cantar a la belleza?
Y fuese al fin, en marcha apresurada,
dejando atrás su péñola, olvidada.
— XXXV —
LA BÚSQUEDA
1. Si vas hacia el otero,
deja que te acompañe, peregrino,
a ver si el que yo quiero
nos da a beber su vino
en acabando juntos el camino.
— XXXIX —
2. Ansioso fui a buscarte
al escondido monte donde moras,
y luego contemplarte
entre las zarzamoras,
mientras que el tiempo muere en lentas horas.
— XLI —
4. El suave cierzo helado
de gélidas mañanas en la aurora
cantaba alborozado
de Aquél que me enamora;
mas sin querer decirme dónde mora.
— XLIII —
6. En noches silenciosas
del sueño de los niños veladoras,
tras aves rondadoras
al aire de las brisas rumorosas
en auras luminosas;
por pasos escondidos
de bosques olvidados
de rosas y de lirios florecidos. . . ,
allí busqué al Amado
y a todos fui con ansias preguntando;
y todos me han contado
que estábame aguardando
y con llanto de amores suspirando.
— XLV —
7. Al paso me miraste
en silenciosa insinuación de amores,
y luego me dejaste
perdido en los alcores,
entre zarzas y arbustos trepadores.
8. Al ruiseñor herido
pedí que su lamento me dijera,
mas él me ha respondido
que yo mejor hiciera
en continuar llorando a mi manera.
— XLVII —
9. Siguiendo a los pastores,
llegué adonde el Amado me esperaba
oculto en los alcores.
Y mientras que me hablaba,
el aire los susurros aventaba.
— XLIX —
11. En la noche serena
del silencioso valle nemoroso,
en dolorosa pena,
la espera del Esposo
de angustiosa impaciencia el alma llena.
— LI —
13. De tu vergel un ave
por tu ausencia cantaba en desconsuelo;
y oyó tu voz suave
y, alzándose del suelo,
a buscarte emprendió veloz su vuelo.
— LIII —
15. A la rosada aurora
salí a buscar, con paso apresurado,
a aquél que me enamora;
y, habiéndole encontrado,
libre por fin de terrenales lazos,
morir quise de amor entre sus brazos.
— LV —
17. Amada, si quisieras
que en las frescas mañanas te buscara
del huerto entre palmeras,
cuando, por fin, te hallara,
con besos de tu boca me cobrara.
— LVII —
19. Amado, subiremos
al monte de la ruda y del comino,
y luego que lleguemos
al cabo del camino,
alegres beberemos de tu vino.
— LIX —
EL SAUCE LLORÓN
— LXI —
MIENTRAS QUE YO MI PENA VOY CANTANDO
— LXIII —
23. Por las altas laderas
de los montes, formando torrenteras,
el río va bajando
con un rumor suave resonando;
mas, viendo que a su canto,
nadie responde, entristecido tanto,
en curso más sinuoso,
más cansado, más triste y perezoso,
el mar sigue buscando
mientras que yo mi pena voy cantando.
— LXV —
EL RÍO
— LXVII —
ELEGÍA POR LA AUSENCIA DEL AMADO
— LXIX —
27. De noche se marchó hacia la montaña,
de noche se perdió por el sendero,
de noche me dejó, por tierra extraña,
de noche me encontré sin compañero.
— LXXI —
29. Al ruiseñor herido
rogué que su lamento me dijera,
mas luego le he pedido
que no me respondiera,
para seguir llorando a mi manera.
— LXXIII —
31. ¡Si al recorrer el valle yo pudiera
en el bosque de abetos encontrarte,
hasta que al fin de nuevo al contemplarte
muerte de amor contigo compartiera. . . !
— LXXV —
32. Ya el gélido invierno su ciclo fenece,
y la primavera sus flores ofrece,
ya el bosque se llena de trinos y aromas
y la alondra vuela del valle a las lomas.
— LXXVII —
33. Te busqué, mas no te hallé,
te llamé, mas no te oí,
y cuando, al fin, te encontré,
por tu amor desfallecí.
En la oscuridad he vivido
de nostalgia alimentado,
y tan de amores herido
que muero, pues no te he hallado.
— LXXIX —
EL ENCUENTRO
34. La matinal aurora,
las voces de pastoras y zagales,
la tórtola que llora
entre los robledales,
y el beso de la brisa a los trigales.
— LXXXIII —
36. Sus ojos en los míos se posaron
antes de que la aurora despertara,
y de amor tan herido me dejaron
que, si acaso de mí los apartara,
mi vida en muerte pronto se trocara.
— LXXXV —
38. Me requirió el Amado
para que de las cosas me olvidara,
y estándome a su lado
a solas, lo mirara
sin que criatura alguna se enterara.
— LXXXVII —
40. Cuando el alba suave aún no es mañana
y en el valle florido, entre los cejos,
exhala sus fragancias la manzana
y se arrulla la tórtola a lo lejos,
tú clamas por tu esposa, por tu hermana,
con eco antiguo de cantares viejos.
Y el viento hace una pausa en sus gemidos
trayendo tu reclamo a mis oídos.
— LXXXIX —
41. Las horas consumiendo
la noche en pos del día se encamina;
y el Carro, descendiendo
con lentitud, se inclina
a ocultarse detrás de la colina.
— XCI —
43. En la temprana aurora
llamó la esposa a Aquél que la enamora,
buscando en el sendero
que va desde los valles al otero.
Y, habiéndole encontrado
del río en la ribera, junto al vado,
cantar quiso de amores
en aquel dulce soto, entre las flores.
Y el Amado, entendiendo
que ella en dolor de amor iba muriendo,
lleno también de fuego,
llegándose a la esposa entraron luego,
con paso presuroso,
en un alegre valle nemoroso.
Y, entre las zarzamoras,
deshilvanando el día en dulces horas,
habláronse de amores
hasta que el sol se hundió tras los alcores.
— XCIII —
44. En el rumor callado
de la noche serena, las estrellas
quejáronse al Amado:
Pues, si las hizo bellas,
nunca quiso de amor morir por ellas.
— XCV —
46. Y allí fueron mis penas fenecidas
junto al mar do se unieron nuestras vidas,
mecido en suaves ondas, producidas
por las azules aguas removidas.
— XCVII —
48. Los mares sosegados
en ondas azuladas y serenas,
los ecos apagados
de cantos de sirenas,
un susurro de amor que se oye apenas.
— XCIX —
49. Amado, he recorrido
de tu huerto de azahares el sendero,
y luego, me he escondido
detrás del limonero
para poder besarte yo primero.
— CI —
51. Amado, yo quisiera
al aire del jardín gustar tu cena,
pues es la primavera
y el monte ya se llena
de romero, tomillo y hierbabuena.
— CIII —
53. Mi Amado, subiremos
al monte del tomillo y de la jara,
y luego beberemos
los dos, en la alfaguara,
el agua rumorosa, fresca y clara.
— CV —
56. Vayamos a las faldas
del monte florecido de arrayanes,
y hagamos dos guirnaldas
con rosas de azafranes
y pétalos de azules tulipanes.
— CVII —
58. Son tus dichos de amores
como una tela de suaves hilos
en un lecho de flores;
ven a mi lado, y dilos
en mi jardín de rosas y de tilos.
— CIX —
60. Ansioso te he buscado
descendiendo del monte la ladera,
y, luego, te he esperado
del mar en la ribera,
aun antes de que el tiempo apareciera.
— CXI —
62. Y luego me miraste
y en silencio dijiste que me amabas;
y cuando, al fin, me hallaste
y ya conmigo estabas,
al par de mis sollozos, suspirabas.
— CXIII —
64. Pasando por el prado
tus ojos con los míos se encontraron;
y, en nuestro hablar callado,
tan encendidos dardos se cruzaron
que dos llagas de amor ambos causaron.
— CXV —
66. Amado, caminemos
por las campiñas verdes y serenas,
y, luego que pasemos,
de flores tú las llenas,
de nardos, de jazmines y azucenas.
— CXVII —
68. Acércate a mi lado
mientras el austro sopla en el ejido,
y deja ya el ganado
y hagámonos un nido
de lirios y de rosas florecido.
— CXIX —
70. Con ansias de saber si me querías
mis ojos a los tuyos se rindieron,
mas, cuando vieron lo que tú sentías,
al fuego de tu amor, desfallecieron.
— CXXI —
72. Cuando el Amado hablaba
que herido fue de amor por cinco dardos,
de lejos nos llegaba
el canto de unos bardos
y un aroma de lirios y de nardos.
— CXXIII —
74. Al alba fui a buscarte
desde el profundo valle hasta el collado
y, luego de encontrarte,
estar quise a tu lado
del paso de las horas olvidado.
— CXXV —
EL FINAL DEL CAMINO
76. Y siendo ya las horas consumadas,
de ti mis pensamientos fueron dueños,
hasta que por veredas olvidadas,
caminando entre zarzas y beleños,
diste luz a mi noche con tus sueños.
— CXXIX —
78. Yo tu vida viviera
si tú me la entregaras por entero,
y la mía te diera
si, en trueque verdadero,
quisieras cambiarlas, cual yo quiero.
— CXXXI —
80. Allí estaré, gozosa,
donde tu amor, al cabo, me lo pida,
allí seré tu esposa
y tú serás mi vida,
allí donde la ausencia ya se olvida.
— CXXXIII —
82. Con ansia presurosa
iré donde tu boca me lo pida,
allí donde, orgullosa,
el águilas se anida,
allí donde ya todo nos olvida.
— CXXXV —
84. Allí nos estaremos
y los cantos de amor entonaremos.
— CXXXVII —
86. Es la voz de la amada
como un arrullo dulce de paloma,
como un alba rosada
que mil colores toma
cuando el sol por los montes ya se asoma.
— CXXXIX —
88. Es tierno tu mirar, luz de la aurora,
que al mismo sol seduce y enamora;
tu llanto es un rocío matutino
que induce a la embriaguez de un dulce vino.
Y al descansar tus ojos en los míos,
mis lágrimas semejan anchos ríos;
pues tu suave mirar, tan hondo hiere,
que aquél en quien se posa, de amor muere.
— CXLI —
DEL SACERDOCIO
— CXLIII —
91. Al bosque del otero
la calurosa siesta lo ha dormido
en un sopor ligero,
tan sólo interrumpido
por un volar de alondras que se han ido.
— CXLV —
93. Me pediste te hablara de las cosas
las cuatro para mí las más hermosas.
Pues bien, helas aquí, mi bien amada,
en escala ascendente elaborada:
— CXLVII —
94. Ven por fin a mi lado, bienamada,
mi esposa, mi perfecta, mi paloma,
pues ya la noche corre apresurada
y el sol por el otero ya se asoma.
— CXLIX —
96. Y luego en soledad nos quedaremos
del mundo de los Hombres olvidados,
y del cielo el azul contemplaremos
del aura de los montes rodeados.
— CLI —
98. Ansioso, fui a buscarte
por las holladas sendas del destino,
hasta, por fin, hallarte,
cansado y peregrino,
allí donde se acaba ya el camino.
— CLIII —
100. Y dando la labor por acabada,
la cima muy de lejos columbrada,
el bardo enmudeció con gran tristeza:
¿Quién osará cantar a la Belleza. . . ?
Y fuése al fin, en marcha apresurada,
dejando atrás su péñola olvidada.
— CLV —
NUEVOS CANTOS PERDIDOS
101. En la rosada aurora
salí a buscar, alegre y con presura,
a Aquél que me enamora
y que, por su hermosura,
desfallecer de amor se me figura.
— CLIX —
103. Si vivir es amar y ser amado,
sólo anhelo vivir enamorado;
si la muerte es de amor ardiente fuego
que abrasa el corazón, muera yo luego.
— CLXI —
105. ¡Oh amarga senda, dura y empinada,
larga y abrupta, de aridez rocosa,
que convirtió mi vida en azarosa
búsqueda ansiosa de alma enamorada!
— CLXIII —
107. El susurrar del bosque se escuchaba,
y a lo lejos la tórtola arrullaba,
cuando tus dulces ojos me miraron
y en lágrimas los míos se bañaron.
Te hablé de mi pobreza, apresurado,
aún más que pesaroso, avergonzado.
Mas me pediste abandonar los llantos
y entonar del amor los dulces cantos.
Y así en tus manos fueron mis pecados,
perdidos, perdonados y olvidados.
— CLXV —
109. En lágrimas bañado
llora mi corazón, de amor herido,
en penas angustiado
del tiempo que ya es ido
y por faltar amor ya se ha perdido.
— CLXVII —
111. Te he esperado a la vera del sendero
por largos años, por si tú venías
y luego de mi amor saber querías. . . ,
para decirte que por él yo muero.
— CLXIX —
ÍNDICE
DE CANTOS
A la rosada aurora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
A las nevadas cimas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
Acércate a mi lado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67, 68
Acude y caminemos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16
¿Adónde vas, pastora. . . ? . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
Al alba fui a buscarte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 74
Al bosque del otero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
Al paso me miraste . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
Al ruiseñor herido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8, 29
Allí estaré, gozosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80
Allí, junto al Amado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
Allí nos estaremos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 84
Amada, si quisieras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
Amada, ya amanece . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54
Amada, yo he buscado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 50
Amado, caminemos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 66
Amado, en las brumosas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
Amado, he recorrido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
Amado, subiremos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
Amado, yo quisiera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
Anduve hasta el collado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3
Ansioso fui a buscarte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2, 98
Ansioso te he buscado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60
Así me habló de amores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
— CLXXIII —
Bajando por la vega . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
Buscando anduve el mundo de mis sueños 112
Busqué en vano al Amado . . . . . . . . . . . . . . . . . 12
Busqué hasta las estrellas . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10
— CLXXIV —
En el rumor callado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 44
En la noche serena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
En la rosada aurora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
En la temprana aurora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
En lágrimas bañado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
En noches silenciosas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6
En vacilante vuelo y derrotero . . . . . . . . . . . . . 30
Es la voz de la amada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 86
Es la voz del Esposo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87
Es tierno tu mirar, luz de la aurora . . . . . . . . . 88
La dulce filomena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20
La matinal aurora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34
La suave brisa, desde la montaña . . . . . . . . . . 42
Las gotas del rocío . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5
Las horas consumiendo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41
Las luces que la aurora derramaba . . . . . . . . 35
Llegué a una encrucijada del camino . . . . . 104
Los dulces ruiseñores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18
Los mares sosegados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48
— CLXXV —
Me requirió el Amado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69
Mi Amado, las estrellas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77
Mi Amado, subiremos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
Mi vida ya es tu vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79
— CLXXVI —
Vayamos a las faldas del monte . . . . . . . . . . . . 56
Vayamos a los prados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
Ven por fin a mi lado, bienamada . . . . . . . . . 94
Vino hasta mí el Amado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45
— CLXXVII —
ÍNDICE
GENERAL
PRÓLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I
LA BÚSQUEDA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XXXVII
EL ENCUENTRO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . LXXXI
EL FINAL DEL CAMINO . . . . . . . . . . . . . . . . CXXVII
NUEVOS CANTOS PERDIDOS . . . . . . . . . . . CLVII
— CLXXXI —